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LIBRO I

Han cavado muy rápido y muyprofundo. Del mantillo de la isla,entre el armazón de las casasincendiadas o derribadas, hansacado piedras extrañas grabadascon signos y caracteres de otrotiempo, adornadas con grandesmúsculos de dioses y diosas, rostrosque parecían esculpidos por niños,imágenes indistintas fijadas bajo lamasa de arcilla; después hanaparecido fragmentos de sílex

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esparcidos, negras vasijasconfundidas con el mantillo y laceniza; después, conchas extraídasde la ganga de rocas podridas, deguijarros, del barro de los orígenesy, finalmente, cubos llenos de unagua verde rodeada de una espumagris. Hace meses que están ahí, enel fondo de gigantescas zanjas,arrancando a los suavesacantilados cada vez más tierra ypiedra. Se mueven con una lentitudde fantasmas. Cuando descansan,adosados a la pared, ateridos, conlos pies en el agua fría de marzo,

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parecen crisálidas que palpitanpara liberarse de su caparazón desueño. A estos hombres, no se lespuede decir nada, lanzarles, porejemplo: «/Eh, tú! , ¡mueve un pocoel culo!». Están impregnados de latierra que corre por sus miembros,que los hace pesados y les irrita lapiel. Si se apresuraran demasiado,correrían el riesgo de reventar allímismo como caballos forzados. Aveces, cuando un trozo deacantilado podrido amenaza conderrumbarse, les gritan que sepongan rápidamente a cubierto.

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Perdidos en una noche fría, entrevenas de tierra jaspeada y murosantiguos donde se unen el ladrillo yel mortero blanco de Roma, viven enun tiempo que ya no es el suyo, a laderiva entre dos rodajas deeternidad, donde a veces, cuando sedestripa una pared, estalla la risade un Dionisos de piedra. Estatierraestá llena de maleficios. Sin lafatiga que se les pega a la piel,estas larvas de hombres sevolverían locas. Por la noche, sedespiertan sobresaltados y rechazancon las manos resquebrajadas la

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arcilla seca de los acantilados, dedonde rezuman hálitos de azufre yrisas paganas. Sueñan con unacatedral que se pudiera construirpiedra a piedra, sin cimientos, sólopidiendo a la tierra que soportarasu peso, y ven la escalera de luz queescala espacios de aire virgen, sesumerge en un cielo sin sortilegios ysin terror; y sólo se detiene en elnivel marcado por el maestro deobras, en el ramillete de la Virgencolocado con la cruz negra delherrero en la cumbre del edificio.

A la mañana siguiente, al alba,

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el Infierno se abre de nuevo. Aveces, suben a los que no puedenmás. Izados con la cabria, lescuesta pisar el suelo firme, como sisiguieran arrastrando paquetes debarro en los pies. Respiranampliamente, con la boca muyabierta y los ojos enloquecidos,todavía prisioneros de su máscarade arcilla; permanecen largotiempo sin hablar y hacen un signoque significa que han llegado allímite, que eso no es trabajo decristianos, que nunca acabarán deexcavar, que no es bueno traer de

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vuelta esos maleficios, despertar alos demonios dormidos. Se lee todoeso en su mirada. Ésos no volverána bajar a la fosa; les buscarán otrotrabajo en la cantera o en la obra.Para recuperar la medida de la viday sentirse liberados de las flemasdel estiaje, necesitan el contactocon el aire, el calor de una manoextendida, el contacto con unapiedra tibia, unas bocanadas deaire virgen. En lugar de volver abajar a la fosa, preferirían regresara su pueblo y renunciar a verelevarse por encima del río la

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primera columna de la casa de luz.

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1Nacida del barro

Marzo 1163 Texto. El hombre se detuvo cerca

de Vincent y lo observó fijamentecomo si fuera a decirle algo. Sumano derecha se levantó lentamente,después volvió a caer por sí misma ysu mirada buscó otro apoyo. Viocómo la plataforma que lo habíasubido de la fosa descendía en elextremo de los cables de cáñamo que

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hacían chirriar la flecha de la cabria.Lentamente, se libró de la ropatransformada en caparazón de barroy, totalmente desnudo, se sumergiócon un gemido de placer en la cubetade agua apenas entibiada por el sol.Con las manos sujetas al borde,pareció adormecerse, pero, en variasocasiones, desapareció en su bañopara volver a salir de inmediato.Poco a poco, surgió un rostro humanode la máscara de tierra. No era unviejo, como Vincent había creído,sino un hombre joven y de aparienciasana, sin ser robusto. Un adolescente.

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Detrás de Vincent, había un grupode gente.

—Los trabajos de terraplenadono avanzan demasiado —dijo unavoz—. Necesitamos diezterraplenadores más, que no seanenclenques. Los primeros pilotes ylos mampuestos deben colocarse enuna semana. Buscadme gente,Barbedor, tenéis tres días.

—Iremos a buscarlos juntos en lapróxima jornada de contratación, enla plaza Jurée. Será un desastre si noencontramos algunos campesinos quehayan terminado sus trabajos de

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primavera. Lo tendré en cuenta,maestro Jean.

—¿Qué es ese ruido? ¿Otradisputa de canónigos en elmonasterio?

Un rumor de multitud llegaba dela zona de la basílica de SaintEtienne, cuyas murallas atestadas desalitre se erigían en el otro extremode la obra. Pasaron unos oficialesdel cabildo haciendo restallar susarmas. Desde que se había derribadola antigua catedral de Notre Dame afin de liberar el espacio necesariopara la construcción del nuevo

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edificio, los fieles se atrepellaban enSaint Étienne y el servicio de ordentenía que intervenir con frecuencia.

Acompañados por canónigos ymaestros de diferentes oficios, losdos visitantes avanzaron hacia elborde de la zanja. Vincentdesapareció entre dos bloques depiedra subidos de las profundidades.

El maestro de obra de lacatedral, al que llamaban maestroJean, llevaba una túnica envuelta enun abrigo de pliegues flotantes y ungorro de lana gris. Sus manosenguantadas sujetaban un bastoncillo,

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parecido a un junco marino, del queHiram, el maestro de obras deltemplo de Salomón, no se separabanunca. Llevaba un compás en lacintura. Gautier Barbedor, prior delcabildo y responsable de la fábrica,apretaba contra su pecho, bajo laesclavina que llevaba sobre loshombros, atada al cuello con unagran hebilla cuadrada, un fajo depergaminos y una tablilla de cera dela que colgaba un estilete de plata;era el encargado de la capilla real yal mismo tiempo el responsable de lagran obra, después del obispo

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Maurice de Sully; todas las semanas,rendía cuentas al Rey sobre el estadode los trabajos.

—Hace tres días —dijo elmaestro terraplenador adelantándose— encontramos el nivel de estiaje.Podremos empezar sin demora aconstruir los cimientos.Necesitaremos montañas demampuestos. Los que hemosrecuperado en la demolición de laantigua basílica de Notre Dame nobastarán.

—Habría sido necesario demolertambién Saint Étienne —dijo el

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maestro Jean—. Ese edificio seaguanta de milagro.

—El obispo Maurice se opone,como sabéis. Permanecerá abierto alculto mientras el altar mayor de lanueva catedral no esté consagrado.

Una tarde de ceniza y polen azulflotaba sobre la inmensa obracuando, después de que el grupo devisitantes se alejara, Vincentemergióde su escondite. Miró a sualrededor con el temor de ver surgira uno de esos oficiales del cabildoque se consideraban guardianes deltemplo. A la tibieza del día, le había

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sucedido la fría palpitación de lanoche cercana. Rumores de cánticoshabían seguido, en la nave de SaintEtienne, al tumulto de los fieles quese atrepellaban en el atrio.

El joven terraplenador acababade salir de su cubeta. Se secaba conuna toalla mientras tiritaba.

—Toma —dijo—, frótame laespalda. ¡Más fuerte! ¿Qué estáshaciendo ahí?

—Espero a mi padre.Señaló la fosa en la que ya

cuajaba una noche fría. Los obrerosno tardarían en subir. El áspero

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silbato del maestro terraplenadoracababa de resonar.

—¡Al menos tú no tienes miedo!—dijo el adolescente—. Si un oficialte pone la mano en el cuello, es laprisión.

Se sorprendió del acento delmuchacho. Vincent le contó que veníade Lemosín. Le había costadoacostumbrarse a la lengua que sehablaba en la île de France.

Su padre, Thomas Pasquier, erasiervo de un baroncillo sin peculio,arruinado por la Cruzada. Habíaobtenido su liberación mediante

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finanzas y había tomado la ruta deParís detrás de una borrica sarnosaque arrastraba un charabán. Habríapodido convertirse en terrazguerolibre, e incluso en empleado de losmonjes de Grandmont, pero habíapreferido depender del humor de loshombres y no del capricho de lasestaciones. No era el único quepensaba así. Los campesinos acudíana montones, de todas partes, paratrabajar en las obras de catedralesque, desde Flandes liasta elRosellón, perforaban el suelo deFrancia como setas.

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El terraplenador hizo una bolacon su ropa.

—Para mí —dijo suspirando—,esto ha terminado. Si vuelvo a bajara esta mierda, no subiré vivo. Sifuera más hábil con las manos, meiría a trabajar con esos «señores».

Hizo un gesto con el mentón endirección a la cabaña, alrededor dela cual se afanaba una pequeñamultitud con cincel y mazo.

—Mi padre es pañero en Ruán—dijo—. Se le metió en la cabezahacerme manejar la vara, cuando yosólo tenía disposición para el

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estudio. Preparé mi hatillo y aquíestoy. Si hago este trabajo depresidiario, es para comer y pagarmela candela. Y no estoy gordo.

Preguntó el nombre del chiquillo.Se llamaba Vincent Pasquier.

—Yo soy André Jacquemin.¡Bueno, adiós, Vincent! Pase lo quepase, intenta resistir la tentación deseguir a tu padre en este follón.Acabarás por dejarte la piel y elalma.

Vincent sólo reconocía a supadre después de que se lavara. Lotomaba de la mano como a un ciego,

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sin una palabra, sólo hablaba paramanifestar su presencia, en la lenguade su país; había asistido a lademolición necesaria de casas paraexcavar una vía de acceso a la obra;por la mañana, había sido testigo deuna riña entre estudiantes y gente delprebostazgo. Aquella noche, teníaganas de hablarle de aquel AndréJacquemin, pero su padre no parecíadispuesto a escucharlo. Estaba enalguna parte de Lemosín, caminandopor la penumbra de los castaños, aorillas del río, pisando la hierbaluminosa de la primavera, respirando

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olores de boñiga fresca.Ya hacía varios meses que

habían llegado, cuando la fábricahacía derribar y quemar barrios decuchitriles entre la vieja catedral ySaint Étienne para dejar lugar a laobra. Las primeras semanas, lashabían vivido en el olor de losvapores y el antiguo polvo que seestancaba en el aire frío. Su nuevaexistencia se iniciaba bajo el signode la destrucción. Algunas noches, sedespertaban sobresaltados en untronar de avalancha; hombreshormiga desmantelaban manzanas de

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viejas casuchas a la luz de lasantorchas y los caballos arrastrabanvigas y escombros por carretadashasta el terreno, aquel ángulo detierra en la punta superior de la isladonde se amontonaban los residuos.

Vincent se decidió a hablar de lavisita del maestro Jean y de Barbe—dor, y de su encuentro con AndréJacquemin. El padre lo escuchaba oaparentaba hacerlo. Se sentó en unpoyo, con las manos colgando entrelos muslos y el mentón en el pecho.Era como si la vida se retirara de éllentamente. Parecía mirar lijamente

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entre los zapatos gastados algo queVincent no veía. ;una brizna dehierba, un insecto ̂ Alrededor deSaintJean le Rond, el viento removíaturbadores olores vegetales. Perrosamarillos y esqueléticos bajaron deun jardín infecto, detrás de una viejaperra.

—Tenemos que irnos, padre —dijo Vincent—. Descansarás en casa.

El monasterio de los canónigosestaba a dos pasos. Era un ampliorecinto cerrado por altas murallas,donde se amontonaban unacuarentena de casas canonicales, una

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pequeña ciudad en la ciudad, con suspuertas guardadas, sus jardines, suscalles y sus nidos de ratas dondehormigueaban oscuras truhanerías.Los canónigos de Notre Damereinaban allí como dueños y podíancerrar sus puertas a todas laspotencias, incluidos al Rey y alobispo.

Llegaron cuando Mariette ponía

la sopera en la mesa. Era una mujertodavía fresca, a pesar de sus treinta

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años y sus dientes estropeados; semantenía limpia, con una pizca decoquetería para hacer honor alcanónigo Hugues, que les habíacedido la planta baja de su viviendaa cambio del cuidado de un modestohuerto y unas horas de servicioconsentido por Mariette.

La pequeña Clémence dormía yaen su cuna de mimbre, traída desdeuna lejana provincia. La venta delcharabán y la borrica habíapermitido adquirir lo estrictamentenecesario: una mesa, una cama detablas y algunos taburetes. La

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habitación no tenía chimenea; servíade calefacción una estufa de arcillaalimentada con turba tomada de lareserva del canónigo. Había allí lasbases sumarias de una felicidad queno llegaba a desarrollarse. El futurodescansaba sobre el vínculo precarioque unía todavía a Thomas a la vida,al que se apegaba diciéndose que sucalvario sería breve.

Thomas se dejó caer sobre sutaburete, comió como un ciego, conla boca a ras de la escudilla,sujetando la cuchara de madera conmano temblorosa. En lo que quedaba

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de caldo, Mariette le vertió un granvaso de vino y después le cortó unpedazo de pan y tocino. Él masticólargamente, bebió a grandes tragos yeructó antes de soltar la escudilla.

Su cabeza cayó sobre la mesa.Era así cada noche. Había quedesnudarlo y meterlo en la cama.Habrían podido cantar, bailar y reír,pero él ya estaba lejos, en un sueñode hierba y de viento; a veces, enmedio de su sueño, emitía los gritosde la labranza y de las cosechas.

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Un domingo que descansaba al

sol ante la puerta del huerto, Mariettele cogió de la mano.

—Ya no puedes continuar así,querido. Morirás en tu fosa como lohan hecho otros antes que tú. Siquieres, nos marcharemos a trabajarcon los monjes de Grandmont.

Él meneó la cabeza. Pronto no senecesitarían terraplenadores, sinobraceros y conductores de tiros, yeso era lo suyo.

—Todavía quiero aguantar un

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poco, ¿sabes?En el huerto del canónigo, había

plantado algunas verduras, podadomanzanos y cerezos y le gustaba vercómo verdeaban los primeros brotes.A veces, Hugues iba a hacerlecompañía. Era un hombre corpulento,todavía joven, aunque caminabaarrastrando la pierna y balanceabalos brazos como un oficial de armasen desfile. En ocasiones, le llevaba aMariette relieves del refectorio, quele daba un lego destinado a lascocinas. Le gustaba la compañía desus inquilinos, pretendía haber

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recuperado una familia. Ellos sóloquerían creerle, porque no pedíanotra cosa que un techo, pan y un pocode amistad.

A veces, el día del Señor, unavez acabado el oficio en SaintÉtienne, Hugues llegaba todavíaimpregnado de olores de incienso,con unas golosinas en el bolsillo.Aceptaba compartir la comidadominical y hablaba mucho mientrascomía. Al terminar de comer, se learrugaban los ojos, se le sonrosabanlos párpados y apoyaba las manazasen la mesa. Se levantaba

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excusándose por haber abusado delos favores del Señor y se alejabatitubeando. Mariette lo acompañabahasta la planta superior, de la que aveces tardaba en bajar. Seescuchaban pesados pasos arriba, loscrujidos del parqué y después de lacama.

Thomas ya estaba en su huerto,removiendo un cuadrado de tierraatacado por la grama, rompiendo losterrones a golpecitos, sembrando sussemillas y plantando sus lechugas. Serelajaba los ríñones mirando pasarlas nubes ligeras de la primavera a

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través de las ramas y respirando unaire que le recordaba sus campiñas.

A la hora de vísperas, la familiase dirigía a Saint Germain des Prés,lo preferían a Saint Étienne, donde serespiraba demasiado la presencia dela obra. Era un paseo. Cruzaban elSena por el Petit Pont de tramos demadera, animado por los chistes delos estudiantes sentados ante lastiendas cerradas. A través de laszonas de las viñas y los huertossilenciosos, llegaban a los camposde Saint Germain.

Después de la misa, volvían al

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monasterio de los canónigos. Sin unapalabra, Thomas se desviaba solohacia el Clos du Chardonnet y,subiendo por la orilla izquierda endirección a las islas, desaparecíadetrás de los álamos.

A partir de ahí, era un hombreperdido. ¿Regresaría o no? Se fundíaen un ambiente desconocido temible.A la altura del Fort de la Tournelle,tomaba una barca hacia la île auxVaches y entraba en una taberna deputas, donde pasaba una parte de lanoche dilapidando las monedillasque guardaba en la cintura.

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Regresaba tarde, a menudo demadrugada, procurando escapar a lapatrulla, y golpeaba un poco aMariette que, secándose las lágrimas,lo ayudaba a acostarse y le limpiabalos vómitos.

A fin de cuentas, era una especiede felicidad.

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2Hic faicit

Texto. Queda un poco de fuegoen la estufa de tierra. La sala debocetos tiene su aire de losdomingos, cuando la vida se haretirado y nada como una islaencallada en el cieno.

Al maestro Jean le gusta así,sumida en la penumbra de santuario yparalizada en un silencio de ángelus,atestada de maquetas, de muestras demateriales (madera y piedra), de

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módulos, tapizada de pergaminosdonde figuran planos y dibujos, detablas recubiertas de yeso para lostrazados y de esa cuerda de trecenudos que antaño utilizaban losegipcios para construir susmonumentos y que el maestro Jeanllama el «lago de amor».

El aprendiz ha dejado su ropa detrabajo amontonada con un módulode madera encima, como si pudierasalir volando. Se ha olvidado debarrer y de guardar las herramientas,y el maestro Jean se dice que un díale dará una paliza para enseñarle

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disciplina.El ambiente de la semana de

trabajo se estrecha a su alrededor.Ha tenido una disputa con el cabildosobre el tema de esa calle que nuncatermina de ensancharse para dejarpasar a las narrias; una entrevista conel obispo, siempre dispuesto asospechar que el maestro de obrasrealiza excesivos gastos; un almuerzocon los diferentes maestros de obras,siempre descontentos de susatribuciones en hombres y enmaterial; una visita a la obra con elamable Barbedor; además, para

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terminar, ha visto esa silueta detierra ascender por la plataforma dela cabria y a ese chiquillo que seescondía tan mal detrás de un montónde piedras…

El maestro Jean ya no tiene ganasde trabajar. Su semana ha estado bienrepleta. Simplemente quiere mirar,respirar, tocar.

¿Para qué sirven planos,maquetas, módulos, dibujos,esquemas y ese pastel gigante deyeso gris que es el modelo reducidode la catedral? Para nada. La obra yaestá en la cabeza, acabada hasta en

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sus menores detalles de construccióny de decoración. Podría responder atodas las preguntas, pasearse con elpensamiento bajo las bóvedasgigantes, sondear las profundidadesde la nave, apreciar sus perspectivas.Sabe que será necesario inclinar ladirección de la nave con respecto alsantuario para alinear el edificio conla gran arteria que sustituirá a lacalle de Sablons, pero ¿quién se darácuenta?

La obra que ha emprendido, no laverá acabada; tampoco lo haráninguno de sus hijos, que juegan por

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la tarde en los cascotes del terreno,ni los hijos de sus hijos. Perosiempre ha soñado con ella, desde suviaje a Jerusalén —el que todomaestro de obras debe emprender—y a las grandes ciudades deOccidente. ¿Cuántas décadas,cuántos siglos pasarán antes de quelos grandes rosetones desplieguensus ruedas luminosas, antes de quelas agujas rocen las nubes ycomuniquen el Cielo con la Tierra,antes de que el pueblo de santos y deprofetas de la fachada se hayacubierto de una resplandeciente

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paleta de colores?A veces, ante un aprendiz, se

pone a soñar que quizás estará allícuando se termine el coro. Reprimelas ganas que tiene de ponerle lamano en el hombro, de conducirle ala sala de bocetos, ese santuario casiinviolable, y revelarle una parte desus secretos, una pequeña parte, justolo suficiente para que la semilla delmisterio germine y transforme sucuriosidad en pasión. Sentarse cercade él, explicarle los nombres, laestrella de David de la que hasurgido (oda la obra, los ritmos del

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cielo que se imponen a losconstructores y la multitud depequeños secretos que duermen enlas canteras y los talleres.

La maqueta de yeso, de la que laúltima luz de la tarde dibuja lasaristas y acusa las curvas, ya no es laimagen de su sueño. Sin embargo, esla hora privilegiada en que parecemoverse y vivir.

A favor de la penumbra, seorganizan las rondas de santos yprofetas, la gran carola rígida de losreyes de Judá, los bailes de estrigasy diablos cornudos en los bordes de

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las galerías, donde exaltan los ritmosde los pórticos, donde el Antiguo y elNuevo Testamento erigen losdecorados de su teatro. Todo estálisto, todo duerme en estos fajos defolios procedentes de todos losrincones del mundo y sólo espera unsigno para despertar.

De esta gran fiesta, de estaprimavera de las piedras, ¿nuncaconocerá él, el maestro de obras,más que la imagen ideal o lasausteras estructuras? ¿Morirá antesde que las primeras vidrierasproyecten sus nebulosas de luces de

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colores sobre las paredes, losenlosados, el laberinto?

No es bueno dejar madurar estasideas. Hay que alejarse de suobsesión. Desde que ha dejado sucasa natal de Chelles, ha luchadocontra el vértigo del tiempo,repitiéndose que hay que aceptar sersólo polvo, instante de la eternidad,gota en el océano. Cualquier huellaque se deje al pasar se hundirá en elseno de Dios.

Sin embargo, a veces, como estanoche, niega la inanidad de su obra yde su vida, la perspectiva de una

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muerte que le sorprenderá en mediode su tarea sin que haya tenidotiempo de poner su rúbrica en elzócalo de una columna o el tramo deun dintel.

Hic faicit…Es tarde. Es de noche. La luna de

marzo ha helado la obra donde seerigen los brazos muertos de lospolipastos, las palancas y las cabriasque parecen pescar monstruos en elfondo de un abismo. La antorcha delos oficiales del cabildo se bamboleaentre dos montones de piedrasescuadradas por esos hombres sin

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rostro que vivían hace siglos.El maestro Jean tiene hambre y

sed, pero regresar a la soledad de sumorada de la calle de Licorne no letienta demasiado. Rechaza elmatrimonio como nn obstáculo parael ejercicio de su arte. Por otra parte,el obispo le ha avisado: unconcubinato notorio no es compatiblecon su condición. Esta noche no irá asu casa y no llevará a ninguna mujer.Irá a cenar a un albergue y pasará lanoche en casa de una muchacha. Nolleva la tonsura y no ha pronunciadolos votos. No es ni un clérigo ni un

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santo. —Tu padre no aguantará mucho

tiempo —dice Jacquemin—. Lo heestado mirando mientras colocabalos pilotes. Apenas se sostiene sobrelas piernas. El contramaestre no lequitaba un ojo de encima. Al menordesfallecimiento, lo despedirán.

A veces, Vincent tenía lasensación de que su padre intentabatocar el fondo de su miseria,

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concertar una cita con la muerte. Lefaltaba su campiña; los gestos de sutrabajo en la obra eran los mismosque realizaba allí, en Limusín, perono se adaptaba ni a las herramientasni a las situaciones; aquella lenguaque le golpeaba los oídos como unlátigo no era la suya; la comprendíamal y se negaba a hablarla.

Para colmo de desgracias,Mariette estaba embarazada. Y no deél. Lo sabía. Cada vez dormía másfuera de casa, se emborrachabatremendamente en el cuchitril de laîle aux Vaches y pegaba a Mariette.

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Una noche, molesto por lasdisputas, el canónigo había hechoirrupción, candela en mano. Thomaslo había recibido con el hacha decortar madera.

—¡Tú, cura, acércate! ¡Tenemosque ajustar una cuenta!

Hugues prefería olvidar aquellacuenta. Subió precipitadamente aencerrarse en su habitación. Unosvecinos intervinieron en el momentoen que el loco, arma en mano, seensañaba con la puerta.

A la mañana siguiente, Thomasdecidió que partiría. Se quedó, pero

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sólo regresaba para dormir sobre unmontón de paja en el que se echabavestido. Bebía cada vez más, hablabacada vez menos y se pasaba losdomingos no se sabía dónde. ¿En suhuerto? ¡Las hierbas salvajes loinvadían! El canónigo había sugeridoa Mariette que abandonara la casa;ella se había negado, amenazando, sila echaba, con montar un escándalo.¿Thomas dormía fuera? Ella también,salvo que le bastaba con subir unpiso.

—¿Qué vais a hacer? —preguntóJacquemin.

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—Tengo que encontrar un trabajo—dijo Vincent—. El último pan quehemos comido lo he mendigado en laCour de Mai.

Se había inscrito en la escueladel monasterio para completar losrudimentos de instrucción que habíaadquirido en su pueblo, en la escuelaparroquial.

—Trabajar… ¡Mírate! Apenaspodrás llevar las angarillas.

—Tú trabajas bien y no eresmucho más sólido que yo.

—Eso no durará mucho. Tengo

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mis ideas.Había conocido a un estudiante

alemán de fortuna, hijo de un mar—grave de Sajonia. Hans Schreiberpasaba la mayor parte del tiempoandando de picos pardos y bebiendoen las tabernas. Necesitaba unsirviente. Jacquemin se habíaofrecido, pero olía al agua estancadade la zanja y a sudor, y el alemán lohabía rechazado. No perdía lasesperanzas; una buena higiene en losbaños públicos y ropa decente loconvertirían en un modelo defactótum.

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—¿Quieres trabajar? —dijo—.¡Muy bien! Pero no te aventures a lafosa de los sapos, porque no saldrásvivo. Hablaré de ti al maestro Jean.Pase lo que pase no abandones tusestudios.

Lo invitó a su domicilio, en eldesván de una casa de comerciantede granos frecuentado por las ratas ylos gatos, y le hizo realizar ejerciciosde escritura y comentarios de texto.Declamaba con énfasis los poemasde Virgilio y de Horacio, le mostrabacon complacencia proyectos de obrasde filosofía a cuál más quimérico,

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que empezaba pero nunca acababa.Era un alocado al que le gustaba elteatro.

Todas las tardes, Vincent iba al

encuentro de su padre como si fueraa visitar a un enfermo. Un deber alque se negaba a faltar. El maestroJean lo sorprendió, sentado en laplataforma de una cabria. Lepreguntó qué hacía allí y le hizoobservar que la obra estabaprohibida a los «extranjeros». La

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palabra sobresaltó a Vincent.Respondió que esperaba a su padrepara llevarlo a casa. ¿Estaba ciego?Era como si lo estuviera. La manodel maestro de obras se posó en elhombro de Vincent.

—Los trabajos de terraplenadose terminan. Podremos encontrar otroempleo para tu padre. Necesitaremosalbañiles…

Con el borde de su bastoncillo,señaló las montañas de piedras reci— cladas y de sillares nuevosarrancados de las canteras de SaintJacques y explicó que se necesitarían

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casi tantas piedras para los cimientoscomo para la obra de superficie. Endos ocasiones, la palabra«gigantesco» surgió en su discurso.

—André Jacquemin me hahablado de ti. ¿Qué te gustaría hacer?

Lo calibró con mirada grave, lepalpó la consistencia de los hombrosy los muslos como a un chalán.

—No eres muy forzudo,muchacho. La piedra y tú no haríaisbuenas migas. Tampoco la fragua.Quédate con la madera. Piénsalo yven a verme cuando quieras. Y no tequedes ahí, molestas para la

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maniobra.Al áspero silbato que resonó de

una punta a otra de la obra, hicieroneco los chirridos de los tornos y laspoleas que subían de lasprofundidades a los obreros y susherramientas. Las escalas y losplanos inclinados crujieronpesadamente. Emergieron losLázaros, los muertos vivientes, de unextremo al otro y en toda la longitudde la enorme excavación en el fondode la cual, bajo la red tensa de losandamios, se iniciaban, blancascomo osamentas, las primeras filas

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de cimientos que deberían soportarla catedral hasta el fin de lostiempos.

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3El cisne de Port Landry

Lugar y Fecha.Texto. El maestro Pierre Thibaud

no habría dejado pasar un día sin ir avisitar sus viñas y sus huertos.

Desde Port Landry, instalado alnordeste de la ciudad, hasta Clos deThiron, erigido en la orilla izquierda,no lejos de la abadía de Saint Victor,había que contar una media hora demarcha. El maestro Thibaud partíatemprano por la mañana,

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acompañado por dos sirvientes queolían todavía al sudor de la noche y ala paja donde habían dormido. Suprimera comida de la jornada latomaba allí, sentado bajo el manzanomás viejo del recinto, que soltaba susavia turbia por las grietas de suvieja piel de árbol. Los días delluvia, se protegía en una cabaña detablas, donde a veces una sirvientacomplaciente se reunía con él.

Una buena parte de la mañana,vigilaba a sus hortelanos mientrassoñaba que se llamaba Thibaud duClos (durante la noche, había crecido

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un castillo en el fondo de su pequeñodominio; cada hoja se volvía unemblema y le hacía signos). No erani tonto ni pretencioso, pero teníaambición y una pizca de imaginación,de la que era el primero en burlarse.

A veces, un frailecillo de SaintVictor, un estudiante o un vagabundoechaban una mirada por encima delmuro y observaban a aquel hombrebien parecido en plena treintena, consu vientre aborregado por delante,que se golpeaba las manos en laespalda para mostrar su júbilo.

¿Coger una herramienta, ayudar a

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sus hortelanos? A veces se le ocurríala idea, pero renunciaba paramantener la distancia, porque era unhombre de principios. Por otra parte,mirar le satisfacía y se dedicaba aello con tanto amor que el huerto y laviña se desarrollaban bajo su miradacomo una muchacha enamorada.Aquel pequeño dominio era el mejorcuidado del espacio de campiñasituado entre Saint Victor y SaintGermain des Prés; incluso habíamaravillosas flores. La inaccióncontemplativa no era pereza, sino lapreocupación de no comprometer un

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placer que le bastaba en sí mismo.Tenía el alma de un campesino, escierto, pero ni los brazos ni lavoluntad de obligarse a un trabajoque los demás realizaban mejor de loque él lo habría hecho.

Recorría los caminos, con elgorro sobre los ojos, descalzocuando el suelo estaba seco ygolpeándose la espalda con lasmanos:

—¡Arrancad ese llantén! ¿Noveis esa grama al pie del peral? Yesas ortigas, ¿cuándo vais aquitarlas?

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Un sonido de campana lo habíaconducido hasta allí; otro se lollevaba a su merced. De mala gana,seguido por sus hortelanos, retomabael camino de Port Landry, dondellegaba a mediodía, fresco como unarosa, con una ramita en los labios.Era un hombre diferente del que lanoche anterior se había acostado allado de Bernarde; tenía otra manerade comportarse en todos los actoscotidianos, e incluso una maneradiferente de pensar.

Para prolongar el estado degracia y evitar el tumulto de las

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comidas lamiliares, a veces se hacíaservir en su despacho de trabajo, quetenía, además de una mesa, una sillaagujereada para las necesidades yuna t ama de campo para la siesta ypara el resto. Desde una ventanapequeña, abarcaba la mayor parte delpuerto y vigilaba las idas y venidasde las embarcaciones que llevabansu marca, un cisne pintado de blancotocado con una «T» a modo deparasol.

¿Su morada? Ni bonita ni grande,tampoco cómoda; sin embargo,estaba tan apegado a ella que le

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habría costado vivir en otra parte yal ritmo de sus semejantes. Desdeque nació, había tejido allí una redde costumbres que le daban, enmedio tie los avatares de su trabajo,unasensación de fuerza y deequilibrio. Lo esencial de sus asuntosse trataba en la orilla derecha, en laplaza de Grève y sus alrededores,pero se negaba con obstinación acruzar el río como la mayoría de loscomerciantes del agua que formabanla poderosa Hansa parisina. Elbarrio de Grève era ruidoso, de malafama, alejado del Clos de Thiron; en

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cambio, le gustaba la calma delcentro de la ciudad, sus barrios depequeños tenderos, de artesanoslaboriosos, de gente de Iglesia; sólodesconfiaba de los estudiantes, contonsura o sin ella, que con demasiadafrecuencia se creían Abelardo oAristóteles; los temía hasta el puntode cambiar de itinerario cuando veíaaparecer uno de sus grupos. Para susdevociones, sólo tenía que dar unospasos, pues veía el pórtico de SaintLandry desde su ventana. Para ladistracción del domingo iba, despuésdel baño público, a visitar las obras

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de Notre Dame, del obispado, delhospital, de Saint Julian le Pauvre oa enseñar a sus hijos el Antiguo y elNuevo Testamento en los pórticos delas iglesias.

Lo llamaban Thibaud, el Rico, ylo era. Junto con algunos otros, comoHubert, el Chartriano, Othon de laGrève y el judío Edouin, elCambista, estaba en primera fila enla guilda de los comerciantes delagua, herederos de los navegantesdel tiempo del emperador Tiberio,que tenía su lugar de culto en la isla,cerca del templo de Júpiter.

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El maestro Thibaud, hombre dereligión, asiduo de los oficios sin serbeato, había aceptado en su juventudinscribirse en una cofradía decomerciantes. Como para todaempresa que le incumbía, se habíatomado en serio su nueva dignidad,respiraba sin desagrado el misterioque rodeaba las ceremonias yespecialmente la bevée, esaslibaciones místicas a la luz de lascandelas de las que se salía ebrio ysólo se juraba por la amistad.Entonces era joven, sensible a losencantos del convivium, al prestigio

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de las promesas solemnes, de lasmanos unidas, de los cantos en losdías de celebración importante, a lasprocesiones que se seguían medioebrio, a las copiosas comidas quetenían poca relación con las de loscolegas ingleses, donde secontentaban con pan, queso ycerveza, a la riqueza de la librea deterciopelo pasamanado de oro.

Cansado de esos falsos misteriosy de ese decoro insolente, habíatirado su librea a las ortigas. Fue elaño en que la reina Leonor, despuésde su divorcio del rey Luis, se había

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casado con Enrique Plantagenet, reyde Inglaterra, y había puesto en lacanasta de boda la mitad del reino deFrancia.

Un año o dos más tarde, se habíaadherido a la guilda de loscomerciantes del agua, unaorganización que, por su importancia,podía oponerse al prebostazgo. Seencontró cómodo en aquel areopagode serios personajes bebedores deagua, de costumbres austeras, almenos en las manifestaciones de sucolegialidad, y no echaba de menose l convivium desenfrenado de la

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cofradía y sus devocionesdemostrativas. En medio de aquellosgatazos de ojos medio cerrados bajoel gorro negro, que estornudaban yronroneaban en sus pieles, se sentíatransportado por una fraternidad quellegaba a la connivencia.

—¡Sybille! ¿Era él? ¿Era otra

vez aquel hombre espantoso?Una vez más, Sybille se había

despertado gritando en medio de la

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noche, asustando a las sirvientas y asus padres, provocando que a travésde la casa apareciera una procesiónde candelas.

—¡Sybille! ¡Respóndeme! ¿Eraél otra vez?

Era él. Sybille se había dormidotranquilamente, como todas lasnoches, en la gran cama quecompartía con sus hermanos, sushermanas y los bastardos del maestroPierre Thibaud. Se dejaba llevar porun sueño sin memoria, separada delpaquete de sueño que gruñía ybabeaba cerca de ella. Y de repente,

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sin que nada lo anunciara, surgía,precedido por un chirrido de carraca,después su sombra se definía,precisaba sus contornos, que eran losdel hábito de tela gris con una granpata de oca marcada en el hombro; elcapuchón descendía lentamente ydescubría mi rostro sin ojos, roídopor los gusanos del mal rojo, y unaboca sin labios que parecía gritar sunombre. Una mano descarnadaapartaba la manta y se inclinabahacia ella.

La primera cara que cada vezaparecía a la luz de la candela era la

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de la nodriza, Havoise, que ocupabala sala adyacente. Una bonitanormanda de mejillas de culo deángel.

—¿Era él otra vez, Sybille? ¡Elhombre malo!

La cara de Bernarde aparecíatambién a la luz de la candela.

—Havoise, te había dicho queevitaras a los leprosos cuandoacompañaras a Sybille de paseo.

Havoise se quedó perpleja. Porla mañana, en Champeaux, habíanvisto a un enfermo de pies palmeadosque tocaba la carne y el pescado con

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la punta de su bastón como si fueraobligatorio, pero era un leprosoblanco y Sybille soñaba con leprososrojos, de los que encerraban en loslazaretos y nunca salían avagabundear por la ciudad.

—No se preocupe —dijoHavoise—. Sybille se dormirápronto. Mañana le prepararemos unbaño de manzanilla.

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4Paseo por el bosque

Texto. El cabildo había avisadoal maestro Jean de que le costaríamucho encontrar en los alrededoresde París la madera necesaria paraconstruir sus andamiajes, sus cimbrasy sus armazones. La extensión de lacapital, el aumento considerable dela población, que ninguna epidemia yninguna guerra habían diezmadodesde hacía muchos años, habíanreducido la superficie arbolada en

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beneficio de las tierras de cultivonecesarias para la supervivencia delos parisinos. Habría que ir a buscarla madera a Normandia o a lascolinas de Morvan, e incluso allí, losconstructores de catedrales y deedificios civiles habían practicadotalas importantes.

El obispo Maurice de Sully sehabía mostrado menos pesimista.

—Esto me recuerda —dijo— lahistoria que me contó mi amigoSuger, abad de Saint Denis, cuandodecidió reconstruir su basílica. Yconocen ustedes las dimensiones que

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le dio… Por más que enviara a susmonjes a recorrer la campiña, noconseguía descubrir el magníficobosque alto con el que soñaba y sinel que su proyecto se convertiría enletra muerta. No se desanimó, semarchó él mismo al campo y acabóencontrando lo que buscaba, no lejosde París. Haga lo mismo, amigo mío.El Cielo está con usted.

El verano tocaba a su fin y eltiempo apremiaba. Losterraplenadores casi habían acabadosus zanjas y los cimientos de piedrallegaban al nivel del suelo. El

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maestro Jean había pensado enrecuperar los postes,las bovedillas ylos encañados de mimbre parainstalar en otra parte los andamiajes,pero no era suficiente.

El maestro de obras dejó lostrabajos al cuidado de su operarías,el canónigo Colin de Meaux, y seausentó por un tiempo indeterminado.

A caballo, acompañado por trescarpinteros elegidos entre losveteranos de los trabajos decatedrales, recorrió todo lo quequedaba de bosques de Épinay aSceaux y de Saint Cloud a Vincennes.

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¡Un desastre! El tejido vegetal habíadisminuido hasta el punto de que nose habría encontrado con quéconstruir tres cimbras y cincuentabases de armazón sano y de buenaspecto. Aquí y allá, descubríaalgunos árboles de tronco poderoso yrecto, pero tan dispersos que habríasido difícil explotar la tala.

Un día, a las puertas de París, enSaint Maur, no lejos del Marne,cenaba en el refectorio de los monjescuando el abad le indicó el bosquedonde encontraría lo que buscaba,prácticamente sin moverse del lugar.

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Allí abundaban aquellos robles«buenos y galanos» que servían parala construcción, la mejor madera deAlemarche* (*Dinamarca). Elmonasterio poseía este bien de unacastellana de los alrededores,desprovista de recursos desde que suseñor y amo jugaba a los sultanes condamas sarracenas.

—También necesitaría leñadores—dijo el maestro Jean—. Necesitomuchos y que no sean mancos.

—Mis monjes no hacen ascosante el trabajo —dijo el abad— y elejercicio les hará mucho bien. Si se

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lo rogamos en nombre de la Virgen,no se contentarán con cortar losárboles que les indique, sino queademás se dedicarán a los tablones yse los entregarán gratis a domicilio.

—No les pedimos tanto. Susmonjes no son bestias de carga y,para el transporte, el Marne no estálejos.

De regreso a París, con elcorazón ligero, el maestro Jean,acompañado por Barbedor, tanteó aunos barqueros, que rechazaron conapuro su petición, poniendo comoexcusa que todas sus embarcaciones

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estaban de servicio. Sólo uno se dejóconvencer, con reservas, PierreThibaud, el Rico; ya había entregadosu contribución al superior de lafábrica, pero, a fin de ser agradableal cabildo, pondría a flote tresbarcazas fuera de servicio que sepudrían en Port au Foin. Se encargóde todo y sólo pidió que le llevaranel flete a la orilla del Marne; si lasaguas eran buenas, conduciría lostroncos hasta Port Landry bajo ladirección de sus mejores pilotos; acambio, sólo pedía una indulgencia alargo plazo, una remisión de todos

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sus pecados y permiso para noayunar en la próxima Cuaresma. Supetición le fue concedida.

—Tú —dijo el maestro Jean

señalando con su bastón haciaVincent— te mueres de ganas deseguirnos. Se lee en tu cara.

A Vincent no le gustabademasiado el operarías Richard deMeaux, desconfiaba de su cóleraimprevisible y de sus maneras

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entremetidas. La idea de alejarse deél por algún tiempo le hizo brillar losojos, lo cual no había escapado almaestro de obras.

—Así que me seguirás. Intenta noolvidar nada de lo que observes. Esimportante saber cómo muere unárbol en el monte alto para renaceren el «bosque» del armazón o en losandamiajes y las cimbras.

Partieron con tres compañeroscarpinteros de monte alto y Barbe—dor en la primera de las tres barcazassirgadas desde la orilla por tiros decaballos. Era una mañana de agosto

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brumosa y rica en olores que subíandel río y de las tierras en un silencioturbado por los latigazos y los gritosde los carreteros. Pierre Thibaud loshabía seguido con la mirada antes deir a quemar un cirio de una libra aSaint Landry como hacía en cadaviaje de cierta importancia. Después,se dirigió con pasos lentos a suhuerto de Clos de Thiron.

Los monjes no habían esperadola llegada del maestro de obras paraempezar la tala. Trabajaban conahínco pero sin discernimiento. Elmaestro Jean contuvo su cólera, pero

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detuvo aquel celo excesivo y aqueldesba— rajuste. Acompañado por elabad y los compañeros carpinteros,recorrió el bosque y marcó losárboles que, por su forma, su edad,sus dimensiones y su calidad,parecían adecuados. Aquel bosque,milagrosamente a salvo de lasbandas errantes y las tropas regularesque los incendiaban para despejar ellugar, parecía lleno de recursos yrico en caza —a veces, los monjessorprendían la huida de ciervas yciervos en pleno verano.

Vincent no se perdía nada del

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trabajo de los leñadores y de loscarpinteros. Desde su partida deLimusín, no había penetrado en unverdadero bosque; con arrebato,descubría los ruidos, los silencios,los olores, las sombras y las luces enmovimiento. Al levantar los ojoshacia las copas, pensaba que lacatedral que se edificaba se parecíaa aquel bosque alto; buscaba allí lapresencia de Dios y, en el rumor delviento, la modulación de los salmos.

Se comía deprisa y corriendo. Sedormía en chozas de hojas. A veces,las campesinas traían pan, aves,

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huevos y vino; algunas se quedabanhasta la hora de la siesta y losmonjes se santiguaban y se daban lavuelta cuando desaparecían del brazode los compañeros en la espesura. Eldomingo siguiente, asistieron a lamisa y comulgaron en la capilla delmonasterio. Por la tarde, los hombresjugaron a los bolos.

Se talaron de forma prioritarialos árboles que debían servir deinmediato para los andamiajes y lascimbras. Los destinados al armazóneran otro asunto; habría que ir acortarlos en octubre, en la última

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fase de la luna, si se quería evitarque los gusanos los atacaran. Elmaestro Jean los hizo entallar hastala mitad del corazón para que salierala savia. Una vez talados y cortadosen el lugar para evitar una carga detransporte suplementaria, sesumergirían en Mare aux Poutres, enSevran, durante unos años. Aquelloera lo esencial. Quedaban muchossecretos.

El día de la Transfiguración,

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llegó el maestro Thibaud.Desembarcó con su familia de

una bonita barca de vela roja y,precedido por dos sirvientas quellevaban un cesto con vituallas, hizouna alegre entrada en el pueblo delos leñadores cuando estos últimosregresaban de la misa.

—Amigos míos —dijo—, traigoalgo que os alegrará. Este vinoprocede de mi viña de Clos deThiron y es mejor que el del obispo.En cuanto a estas aves bien cebadas,no encontraréis otras iguales más queen los puestos de Champeaux. ¡Y

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mirad este pan! Se lo acabo decomprar en la plaza de Notre Dame aun panadero que conozco.

Entre las chozas, sobre lasvirutas frescas y el aserrín, lassirvientas desplegaron un mantelalrededor del cual se sentaron todos.La comida lue muy alegre. En elpostre, ¡sorpresa! Bernarde sirvió enpersona los pasteles que había hechocon sus propias manos con la ayudade Sybille.

—Señorita Sybille —dijo elmaestro Jean—, no puedo por menosque elogiar vuestros talentos.

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Habríais podido traernos sólo la luzde vuestra presencia para alegrarnos,pero habéis añadido las delicias dela boca…

Cuando estaba un poco ebrio, sesentía transportado por la galantería,con maneras de trovero, y tenía en lalengua el sabor de la poesía. Sybillerió un poco alto y se puso la mano enla boca. Él se dijo que quizá fueratonta y golpeó la hierba con subastón. Se concentró para buscar loque podía decirle sin caer en labroma, pero no encontró nada.Aunque Sybille lo animó a ello con

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miradas y sonrisas. Parecía fascinadapor las largas manos blancas queconferían gracia al menor de susmovimientos. Él fue consciente deesta atención y la aprovechó. Legustaba turbar a las muchachas, porpura vanidad, y muy a menudo loconseguía sin problemas. Frente a él,Barbedor, tocado con un sombrerode hojas, sonreía discretamente.

—¿Me dais permiso para irme adormir la siesta, señor prior? —preguntó el maestro Pierre—.Mientras las sirvientas quitan elmantel y lo guardan todo, me retiraré

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a un rincón de sombra.El maestro Jean se ofreció a

Sybille, con el permiso de Bernarde,para mostrarle algunos rinconesbonitos del bosque. La mujer lesindicó con un signo que fueran y lesrecomendó que no se alejarandemasiado.

—Tened cuidado —dijofinamente Barbedor—, estos bosquesestán llenos de trampas. El que seadentra en él corre el riesgo deperderse.

El maestro Jean tomó a Sybillede la mano. El paso de los

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trabajadores había dejado huellas através de los helechos y alrededor delas ramas bajas de los resalvos.Sybille se arremangó el vestidoverde sobre los pies descalzos, soltóla mano de Jean e hizo ver quedesaparecía en el espesor vegetal.

Emitió un grito y sacó con lasmanos un viejo nido todavía cubiertode plumillas.

—Guardadlo en recuerdo mío —dijo Jean.

Ella suspiró:—Ha sido un buen día. Nunca lo

olvidaré.

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—¿Ya ha terminado? Para mí noha hecho más que empezar.

Era menos tonta de lo queparecía y más bonita de lo que habíajuzgado, con su trenza de cabelloscastaños que le hacía de diadema, sufrente despejada, su cintura fina, suspequeños senos erguidos y suspiernas un poco largas, cuyosmovimientos se adivinaban bajo elvestido. Lo miró con sus ojos vivos yprofundos, moteados de chispillasverdes, y le dijo:

—¿Vais a talar todos esosárboles? ¿No es demasiado para una

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sola catedral?—Talaremos solamente los que

necesitemos. Los respetamos porqueson criaturas de Dios. Detesto a lossoldados o a los bandidos quequeman nuestros bosques. Moriríapor defenderlos.

Ella le tomó la mano conatrevimiento. El silencio parecióestallar a su alrededor y el espacioadquirió dimensiones insólitas. El lemostró la charca de los ciervos.Encima de los plumeros de carrizo,se estremecían las libélulas en susvuelos. Se sentaron bajo un

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bosquecillo de sauces.—Os conozco mejor de lo que

creéis —dijo ella—. A veces osmiro ir y venir por la obra, pero vosno me veis. Un día os seguí hasta laCloche d'Or, donde vais a cenar. Sedice que frecuentáis malos lugares.

El se levantó bruscamente.—¡Vámonos! Vuestros padres se

inquietarán.Intentó retenerlo, pero él se

resistió. Ella dijo antes delevantarse:

—Os detesto.

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La luz se volvía polvorienta. Muylejos, como procedente de otromundo, sonó la campana de vísperas.Bajo los pies descalzos de Sybille,la tierra empezaba a segregar sufrescor de la noche. Cuando llegarona la entrada del campamento, él dijo:

—Soy un hombre como losdemás, lleno de virtudes y de vicios.Lo mejor de mí se lo doy a Dios y ala obra que se me ha confiado. Elresto me pertenece y hago con ello loque me parece, procurando nosuscitar escándalo por mi conducta.No he querido vivir en concubinato

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porque el cabildo me lo ha prohibidoy no me he casado porque sólo soyun vagabundo en esta tierra desde miviaje a Jerusalén y a toda Europa. Nome coloquéis demasiado alto,Sybille, os sentiríais decepcionada.Hoy no ha pasado nada.

—Está bien. Me esforzaré porolvidar este paseo.

La chica tiró sobre un matorral elnido que tenía en la mano.

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5El aprendiz

Texto. Insensiblemente, el huertodel canónigo Hugues volvía alsalvajismo.

Las verduras amarilleaban enmedio de la grama y las babosasdevoraban las manzanas olvidadas alos pies de los árboles. Desde queThomas se había marchado de sudomicilio, a principios deseptiembre, sin una palabra, sin unaexplicación, nadie había entrado allí,

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excepto Mariette, y solamente paratender la ropa.

Mariette primero pensó queThomas había regresado a Limusín—a menudo hablaba de ello entreinterminables silencios—, peroVincent lo había visto conduciendouna carreta de aves de corral en lacalle Co— quillier, cerca de PointeSaint Eustache; lo había seguido unmomento, pero Thomas lo habíaamenazado con su látigo y el tirohabía desaparecido en el laberinto deChampeaux. Vincent lo había vistootra vez entrando en un cuchitril de la

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plaza de Grève en compañía dehombres de aspecto ruin y lo habíavisto salir titubeando; llevaba unabarba de una semana y un puñalcolgado de la cintura. A buenadistancia, lo había seguido por losbarrios oscuros, alrededor de la grancalle Saint Martin, donde lossoldados de la patrulla sólo seaventuraban en filas apretadas.

No le reprochaba a su padre quehubiera abandonado la obra y suhogar, porque la situación se habíavuelto insoportable, pero ¿cómopodía Thomas guardarle rencor a él,

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su hijo, por su infortunio? Ante l.iidea de que su padre podía volverpor la noche y vengarse con unamasacre, se sentía sobrecogido deterror. Cada noche, comprobaba loscerrojos y acechaba el menor ruidoen la oscuridad.

Entre el canónigo y Mariette lasescenas eran cada vez más frecuentesy violentas. Hugues amenazaba conecharla, ella con ir a contárselo todoa Barbedor. Sus peleas sólo secalmaban por la noche, cuandoMariette, sujetándose el vientre conuna mano y la candela con la otra,

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iba a reunirse con el prelado.Su hijo nació poco antes de

Navidad. Era un varón. Mariette lollamó Milon. Se le había ocurrido laidea de ponerlo en el torno delhospital, pero era un niño guapo yhabía renunciado a ello. Tenía lacerteza de que el canónigo no laabandonaría; estaban unidos uno alotro por sentimientos más fuertes queel amor: el odio y el temor.

Vincent no tenía quejas delcanónigo. El domingo, le deslizabauna moneda en la mano para quefuera a comprar golosinas al

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mercado Palu. En varias ocasiones,Hugues había intentado confiarse aél, pero las palabras se le quedabanen la garganta. Las cosas estaban así,paralizadas por el miedo alescándalo por parte de Hugues y alabandono y la miseria por parte deMariette. El hogar se habíaconvertido en un bloque de silencio,en el que cada uno se comía aparte supan de soledad.

¡Se acabó la esclavitud de la

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obra! ¡Se acabo el barro, el frío, elagua verde!

André Jacquemin habíaconseguido lo que quería. Se habíamarchado sin lamentos de la «fosa desapos», como él decía, sobre todoporque, una vez llegado el invierno,al acabar los trabajos de cimentacióny cubiertas las primeras filas de pajay estiércol para evitar el hielo, elinmenso espacio se había convertidoen un desierto barrido por los vientosnegros, las ráfagas de lluvia y denieve, y servía para los juegos deniños y perros. La vida se había

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refugiado en las cabañas, donde loscompañeros talladores de piedrapreparaban a la luz avara de losquinqués de aceite los elementos delas obras futuras. La mayoría delosterraplenadores, carpinteros,albañiles y picapedreros habíanregresado a su provincia.

Hans Schreiber había acabadopor tomarlo a su servicio. A finalesdel verano, André había transportadosus pingajos y sus manuscritos alalojamiento del Pot d etain, dondedisponía de una habitación con unextraño lujo, una chimenea que

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echaba mucho humo pero poco calor.La ventana daba a un jardín lleno dejuegos y gritos de niños; enfrente, loscontrafuertes de Saint Germain leVieux; a lo lejos, en un espacio entredos inmuebles, las ricas viviendasburguesas que se amontonaban en elPetit Pont.

—¿Qué más necesito para serfeliz? —le decía a Vincent—. Hanssólo es exigente para su ropa;necesita permanentemente ropalimpia y bien planchada, pero raravez viene a comer; además, una vezterminado mi servicio, tengo

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suficiente tiempo libre para seguirmis clases y trabajar en misproyectos.

Lo que aceptaba de mala gana erala obligación que tenía, varias vecesa la semana, cuando llegaba ebrio yhelado, de acostarse con su amo, queno se contentaba con su calor. Encuanto a sus «proyectos», eso era susecreto. Se ponía un dedo en loslabios: «Silencio».

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Vincent se despertaba con lacampana de Notre Dame. Con elmango de la escoba, golpeaba eltecho para despertar a su madre.

Paralizada en el frío de la piedra,la casa surgía lentamente a la vida.Vincent echaba unas virutas sobre lasbrasas de la víspera, soplaba con unacaña, recalentaba la sopa o el caldoy daba de comer a Clémence.Mientras esperaba que su madrebajara con Milon en los brazos,miraba a los gorriones que sedisputaban las migas de pan en eljardín.

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La obra se le había abierto sindificultad. Pasaba allí varias horascada día. No en la sala de bocetos,en la que, en ausencia del maestroJean, el operarías Richard de Meauxvelaba como Cerbero. En cambio,era bien acogido en el dominio delos compañeros talladores de piedra.

El maestro Jean habíaabandonado París por cuatro meses,en dirección al sur, con los doscaballos que el cabildo, por contrato,había puesto a su disposición. Sehabía unido a una caravana de muíasque llevaban estaño de Inglaterra

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destinado a Toulouse. Aquellosmeses de invierno, los pasaríareconstruyendo una capilla perdidaen los carrascales, en pleno paíscàtaro, no lejos de Carcasona. Antesde partir, le había dicho a Vincent:

—No soportaría pasar uninvierno en París, con el frío y lainacción.

En la cabaña de los talladores depiedra, la estufa de tierra roncabacontinuamente. Vincent respirabaaquel olor de polvo frío y de piedraviva que se le subía un poco a lacabeza. Había terminado por

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acostumbrarse al desagradablelamento de los escoplos que roíanlos bloques que debían aplanarse omoldurarse y a los motivos que seesculpían según los modelosproporcionados por Richard deMeaux.

Los compañeros toleraban supresencia a condición de que fueradiscreto. A veces incluso le pedíanque les echara una mano paradesplazar una piedra, llenar la estufao barrer, pero le bastaba con mirar ynunca se cansaba de hacerlo. Cuandose anunciaba un tiro de caballos a

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golpes de látigo y de gritos, se poníadelante y ayudaba a descargarpiedras talladas con tronzador yescuadra en las canteras de losalrededores, Saint Jacques,Vaugirard, Montrouge. Las sacabande la narria de ocho ruedas con unaspalancas de hierro y las hacían rodarsobre palos de madera empujándolashasta delante de la cabaña. Erangrandes momentos de alegría, unaespecie de fiesta de gritos,juramentos y altercaciones queterminaban alrededor de un botijo devino caliente.

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Cuando hacía buen tiempo,Vincent se sentaba al timón yacompañaba a los conductores hastalas canteras.

Eran lugares de una bellezagrandiosa, hechos de acantilados yprecipicios, de fantásticas mesas depiedra y escombros monstruosos. Losruidos y las voces se multiplicabanen ecos.

—¡Vaya! —exclamaba elmaestro cantero de Vaugirard—.Aquí tenemos al obrero de laundécima hora…

Etienne Boual se había hecho

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amigo de Vincent. Trabajaba para lahermosa viuda propietaria de lacantera, Jeanne Bigue, que se decíaque era dulce y fuerte como la VirgenLacoena, salvo que ella tenía lareputación de una devoradora dehombres, cosa que no ocultaba. Susapariciones en el pequeño pueblo dela cantera suscitaban escalofríos detemor. Tenía una voz poderosa y eljuicio cortante. ¡Pobre del perezosoque se dejaba sorprender durante unasiesta prolongada o del arrogante quele soltaba algunas verdades a la cara!A fin de cuentas, era bonita, con su

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pelo liso, su tez color de pan fresco ysu aspecto de Juno. Y joven, latreintena apenas iniciada.

Su primera entrevista con Vincenthabía estado a punto de volverseamarga.

Le había caído encima como unalosa de doscientas libras, poniéndolelas dos manos sobre los hombros,cuando el inocente pensaba en lasmusarañas balanceando las piernassobre el timón de una narria.

—Vaya, holgazán, ¿crees que tepago para vigilar a los trabajadores?¡Quién me ha traído semejantes

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zoquetes! ¡Puedes preparar tu hatillo,mocoso!

Una vez pasada la tormenta, elmaestro Etienne había explicado queVincent Pasquier era el pequeñoprotegido del maestro Jean y suaprendiz.

—¡Es posible! —respondió laJuno—. Sin embargo, no me gustaver mequetrefes de este tipoholgazaneando en mi cantera. Es unmal ejemplo. Así que escucha bien,aprendiz, si el oficio te interesa, diloy te quedas. ¡De lo contrario, aire!

A continuación, le había tanteado

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los músculos, el pecho, los riño—nes y le había lanzado con unamueca:

—Me pregunto qué podemoshacer contigo. Te veo manejando eltronzador, el pico o la barra deelevación. ¿Qué edad tienes?

—Trece años, señora. Pronto,catorce.

Ella sonrió y su rostro seiluminó.

Vaya, tienes una bonita voz y nopareces tonto. Vuelve cuandoquieras.

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Se alejó, no sin antes distribuirgritos y porrazos.

—¡Uf! —El maestro Etiennesuspiró—. Nos hemos librado de unabuena. Le has caído bien a «laJeanne». —Mientras se volvía aponer el sombrero en la cabeza,añadió—: De todos modos, tencuidado, pequeño, si la vuelves aver. Los jovencitos de tu especie nole dan miedo…

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Después de Navidad, llegó a lacabaña de los talladores de piedrauno de aquellos monjes «saquito»,llamados así porque vestían con telade saco y nada los distinguía de los«polvorientos», a no ser la tonsura yel crucifijo de madera que lesgolpeaba el pecho. Éste viajabasobre una mula tiñosa y esquelética.

Apenas llegó, el monje anunciósolemnemente que iba a organizar enla obra una plegaria pública. Ante lacara escéptica de los compañeros,sacó de sus alforjas un papel depergamino cubierto con una escritura

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de color tierra, indescifrable, de laque pendía un sello. Este documentolo acreditaba, según dijo, para estetipo de oficios.

Richard de Meaux, alertado, lemostró los dientes y avisó al cabildo,que dio la orden de dejarlo oficiar.

—¡Seguidme todos! —dijo elmonje—. Y dejad de reír y demirarme como a un saltimbanqui. Soyel ungido del Señor.

A pesar de la lluvia helada, eloficio tuvo lugar al aire libre, enmedio de la obra, en los charcos depurín que fluían de los revestimientos

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de estiércol con que se habíancubierto las filas de obra. Lo alargócomo por placer. Por otra parte, erauna ceremonia loca sin pies nicabeza, que tenía tanto depredicación como de espectáculo depayasos en el Grand Pont.

Una vez terminada la ceremonia,el monje «saquito» reclamóalimentos y vino. Sentado deespaldas a la estufa, comió a grandesbocados y bebió a grandes tragos.Molesto por los ruidos de lasherramientas, se retiró al cuartotrastero de las carretillas y angarillas

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y se durmió sobre la paja, enrolladoen la manta que un compañero leprestó de mala gana por temor arecuperarla piojosa.

Por la noche, después de un cortopaseo por el centro, reapareció a lahora de la comida, le hizo honor einstaló su jergón cerca de la estufa,pidiendo que no dejaran que seapagara.

Por la mañana, desapareció consu mula. Richard de Meaux seenfureció al constatar que el canallase había llevado la capa de lluvia delmaestro Jean, así como una copia del

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Apocalipsis de Beatus, adornado conminiaturas, en el que el maestro Jeanse inspiraba para ciertos motivos deesculturas; además, habíadesaparecido una caja de hierro quecontenía la hucha de lostrabajadores.

Lo encontraron en la calle CoupeGueule, en un albergue, haciendo sunúmero de plegarias colectivas. Losoficiales del cabildo lo encerraronen el torreón del Obispo, que servíade prisión, y no se volvió a oírhablar de él.

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—La primavera no está lejos —

dijo Richard de Meaux—. Notardaremos en ver regresar almaestro Jean.

Estaba de pie en el umbral de lasala de bocetos, con la cara vueltahacia el sol velado que mancillabauna mancha de nubes rosas porencima del muro del monasterio delos canónigos. Se acercaba Pascua.El Sena cambiaba su traje de barroamarillo por el de los días buenos,de un verde profundo. Los

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chaparrones caían azules por el sol.En el mercado de Champeaux, loscomerciantes, que no tenían su vozronca del invierno, empezaban avocear las primeras verduras y lasprimaveras.

—Espero —dijo el operarius—que no hayas perdido el tiempo en suausencia y que, después de haberloobservado todo, estés en condicionesde elegir. Hace un mes que tearrastras de la obra a la cantera.Conozco bien al maestro Jean, dafácilmente su amistad, pero toleramal a los indecisos.

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Vincent se sintió palidecer.Desde hacía un año, había tocado detodo sin detenerse en nada. Encambio, estaba seguro de que aquellacatedral llevaría su huella, de lamanera que fuera. Había soñadotanto con aquel gigantesco armazónde piedra que ya no concebía que sehiciera sin él. No ambicionaba lagloria de un hic faicit grabado en lapiedra con su nombre, a la que elmaestro Jean y los que le sucedierancomo maestros de obras podríanaspirar; se contentaría con una marcade destajista en los sillares de piedra

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que fabricara, en los maderos delbosque de armazón o en una modestaforja.

Vincent tenía otras

preocupaciones: faltaba dinero en elhogar.

El canónigo excusaba ladisminución de sus prebendas parajustificar la restricción de créditoque concedía a Mariette. Por latarde, ella confiaba a los dos niños a

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una muchacha, se iba a trabajar a unalbergue, en la calle de la Barillerie,y no regresaba todas las noches.Moneda a moneda, amasaba eldinero necesario para prescindir deaquel protector molesto, pero elalojamiento era cada vez más caro yescaso, y los estudiantes tomaban porasalto los menores cuchitriles.

Vincent la ayudaba en lo quepodía. Cada día, pasaba dos o treshoras vendiendo castañas asadas obarquillos por la zona del Pont auChange. El tiempo que le quedabalibre, lo pasaba en la obra o con un

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maestrescuela, cazando al vuelorudimentos de escritura y aritmética,trazando con una mano entumecidapor el frío palabras y cifras en unaplaca de cera. Esquivando lavigilancia de Richard de Meaux,penetraba al caer la noche en la salade bocetos, cuya cerradura no teníasecretos para él.

En todas las ocasiones, sentía elmismo palpitar del corazón, la mismaaprensión de un misterio que loenvolvía y lo penetraba hasta elpunto de que se quedaba un momentosin moverse ni tocar nada, oprimido

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por el temor de ser sorprendido yexpulsado para siempre. Respirabala presencia del maestro de obras,imaginaba su larga silueta inclinadasobre la mesa, jugando con laescuadra y el compás, alisándose labarba rubia o pasándose los dedosseparados por la cabellera cuandotropezaba con un problema arduo. Laestufa se convertía en el atanor delalquimista; se elaboraban misteriosen el aire cargado de olorescompuestos; diagramas de cristalproyectaban sus geometrías en elespacio distendido; personajes,

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animales fabulosos y plantas extrañassalían del Apocalipsis de Beatus,escalaban las curvaturas, losgabletes, las cornisas, la agujas yaquellas visiones fugitivas seanulaban y se recomponían sin cesar,mientras que el maestro Jean lasdominaba y concebía la obra en suespléndida totalidad.

Después de tapar la ventana conun pergamino, Vincent encendía lacandela que llevaba, se envolvía enla capa del maestro de obras y sesentaba en su mesa. De pronto, eltiempo le parecía suspendido.

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Ojeaba los cuadernos de croquistraídos de Jerusalén y de diversoslugares de Europa y se dedicaba, enuna placa de cera, con el estilete delmaestro, a reproducir lo rostrostriangulados, los personajesencerrados en una red de rectas ycurvas, los monstruos prisioneros enuna estrella.

A unos pasos de allí, en lacabaña de los talladores de piedra,algunas noches, los compañerosrealizaban reuniones secretas,hablaban en voz baja, intercambiabanlos misterios del oficio o quizá las

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confidencias de sus amores y susambiciones. Otras noches, bebían, sepeleaban, luchaban. Se oía el pataleopesado de los oficiales del cabildoen su ronda nocturna a la luz de lasantorchas y sus intimidacionescuando sorprendían a los ladrones deobra o a los vagabundos. Vincentsoplaba la candela y dejaba pasar laalerta.

A veces, se detenía en susejercicios y pensaba en la hija deThibaud, el Rico.

Se había encontrado con Sybillevarias veces, sola o en compañía de

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su nodriza normanda. La primera vez,se habían saludadoceremoniosamente y ella lo habíaabordado para pedirle noticias de laobra, en realidad deseosa de saberalgo del maestro Jean. Porfanfarronería, se lo inventó: elmaestro Jean le escribía a menudo,hablaba de la cons— trucción deaquella capilla del carrascal, del sol,de los vientos rudos, del olor alavanda.

Sybille lo escuchaba asintiendocon la cabeza. Su mirada parecíadecir: «¿Y de mí? ¿No te ha hablado

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de mí?».Un día en que, como un juego,

para probarla, Vincent le dijo que elmaestro tenía la intención de rompersu contrato con el cabildo para ir aconstruir una catedral a Hungría, ellase sobresaltó y las lágrimas brotaronde sus ojos.

—¡Mientes!—Es cierto, pero deberías actuar

como si no fuera a volver. Es mejorno esperar nada de él.

Ella lo trató de celoso y estuvo apunto de abofetearlo.

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Con un gigantesco fuego de

alegría, la obra recibió la primavera.Richard de Meaux había hecho

quitar las primeras capas de loscimientos de paja y estiércol que tresdías al sol habían bastado para secar.Los compañeros bailaron alrededor ybebieron vino. Los días siguientes,aparecieron, solos o en grupos,albañiles, carpinteros, herreros ypicapedreros a pedir trabajo. Incluso

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antes del regreso del maestro Jean,se había empezado, bajo la direcciónd e l operarius, a levantar losandamiajes en los lugares en que losmuros de los cimientos no estabanacabados. En las zanjas, el aguatodavía estaba helada y la tierra eradura como la piedra.

El maestro Jean, con el rostrotostado por el sol de Occidente, llegóunos días después de Pascua yencontró la obra rebosante deactividad.

Fue a su domicilio, durmió unanoche y un día entero y después otra

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noche, para reparar las fatigas delinterminable viaje. Al alba, se hizoservir en el albergue cercano unsólido desayuno y, después de unavisita a Gautier Barbedor y unavuelta rápida por la obra conRichard de Meaux, se dirigió a lasala de bocetos. Todo estaba enorden; el Apocalipsis a manoizquierda, sus cuadernos a manoderecha, sus pliegos de pergamino,sus tablillas de cera y sus estiletes allado. La capa de lluvia seguíacolgada en el perchero.

Del cofre que había traído de su

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invierno en Occitania, sacó unramillete de romero y lo colgó de unaviga.

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LIBRO II

La locura empieza a poseer a laciudad. Ha bastado que, una vezterminados los cimientos, profundosy macizos, se elevara la primeracolumna, como una estela colosal,en los parajes de lo que más tardeserá el coro, para que las entradasde la obra se llenen de curiosos. Elbasamento del muro esboza la ideade un espacio cerrado con lasdimensiones de un santuario. Eldelirio empezó cuando la primera

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ojiva dibujó entre dos columnas laforma de manos juntas para laplegaria. ¡ Olvidadas las verdosasaguas de estiaje, las gredasestériles de los inicios, el frío, elbarro! Se observa el desarrollo delárbol de piedra y el movimiento delos hilos tensos que unen la base ala cima. Dios está allí. ¿Cómopodría volver la espalda a la granobra, a esta casa que es la suya, quesuperará en belleza al templo deSalomón y en tamaño a los ziguratsde Babilonia, cuya aguja ascenderámás que ningún monumento del

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mundo? Lo buscan, lo respiran,suscitan su presencia mediante laplegaria y la plegaria hace surgir,en el inmenso espacio barrido porel viento, la lluvia y el sol deprimavera, luces y sombras,silencios y rumores que podríanatestiguar su presencia. Los signosse multiplican; un leproso blancoha designado un lugar de la obraantes de caer rígido muerto y nadieha podido cerrarle los ojos; unosniños que jugaban a la taba se handetenido, bañados en una nubeluminosa donde se dibujaban

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movimientos azules de velos, y lamultitud se ha precipitado paraquemar cirios y entonar cánticos deacción de gracias; un ciego harecuperado la vista antes devolverse loco; un niño paralítico seha puesto a andar y ya no lo hanencontrado;se ha lapidado a uncanónigo que pretendía haber vistoal diablo bajo la forma de unescinípodo de una pierna tocando lavihuela y proclamando que lacatedral nunca se terminaría, quelos antiguos demonios sacudirían latierra y no dejarían piedra sobre

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piedra; un rico mercero agonizanteha legado su fortuna a la fábrica yse ha hecho llevar al emplazamientodel coro antes de morir con lamarca de una cruz en la frente; dosmuchachas locas de la calle TroussePutain han asegurado haber visto aun trovador vestido de violetacantar un himno a la Virgen yelevarse al cielo antes dedesaparecer; en un montón de pajade una casa del monasterio de loscanónigos, ha nacido un niñodotado de una cabellera rubia y detodos los dientes, que hablaba una

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lengua misteriosa y ha muerto enmedio de un olor inefable. Ya no seescucha a los que afirman haberpercibido signos en el cielo, de tannumerosos que son. Vienendiariamente a llevar al cabildojoyas, ropa, bolsas llenas de oro ; seofrece un bosque de G arches , unaviña de Bagneux, unas casas deBeau Bourg. Los cepillos colocadosen los alrededores de la obra tienenque vaciarse cada día y llenan lasarcas de la fábrica. Un jovenalemán vuelve de Palestina con uncollar de oro para su novia como

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única riqueza, entonces,impresionado por un sermón demonseñor Maurice de Sully,deposita la joya a sus pies. Unasmuchachas del Val d'Amour vienenen delegación a implorar a GautierBarbedor, como una gracia, elpermiso para ofrecer una vidriera.Y un día de junio, un gran rumor deplegarias y cánticos asciende de losalrededores de la obra; ese día, sesiente realmente la presencia deDios en su morada…

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1Te ofrezco mi pena,

Señor

Texto. —Es lo que me temía —dijo el maestro Jean—. Una jornadaperdida. .. Hay que resignarse.

Hizo abrir ampliamente laentrada de la obra que daba a la calleNeuve Notre Dame, recientementeexcavada y, acompañado porRichard y Vincent, llegó ante elcortejo.

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Por más lejos que mirara, lamultitud se desplegaba detrás de unaenorme narria de ocho ruedasmacizas que llevaba una carga depiedras. Para tirar de ella, no habíacaballos ni bueyes, sino hombres ymujeres, un centenar o más, con lacuerda al hombro, doblados haciadelante. El cortejo iba precedido porun monje de Saint Germain des Présque llevaba una cruz de procesión yseguido por una multitud cuyoscánticos llegaban retumbando de unapunta a otra de la ciudad. Cuando unhombre o una mujer caían, se

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presentaban diez para ocupar sulugar. Un coloso dirigía el grupo quetiraba; se había pasado una cuerdaalrededor de los riñones y el pecho,y sangraba tanto que parecía vestidocon una túnica roja.

—He asistido a la misma escenaen Chartres —dijo el maestro Jean—. Esta locura colectiva que se tomapor una efusión de fe no me dicenada bueno. Este tipo de ejemplo escontagioso.

—Es usted severo —dijoRichard—. Pongamos buena cara aesta gente. Su fe es sincera.

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Por una salida lateral, llegaba elobispo Maurice, precediendo alcabildo. Con los brazos separados yla cara alterada, se dirigió hacia losque tiraban para bendecirlos.Hombres y mujeres cayeron derodillas y la narria se inmovilizó. Elmaestro Jean, que se había acercado,percibió algunas palabras que hacíanreferencia al «sacrificio colectivo»,la «fe ardiente», los «reyes» delAntiguo Testamento y la construccióndel templo de Salomón. Siguieronuna letanía en latín salmodiada y unabendición.

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Sólo quedaba una corta distanciapor recorrer. En un concierto degemidos, los que tiraban recuperaronel instrumento de su suplicio y elpesado vehículo salió de nuevo delbarro.

Temprano por la mañana, elcortejo había salido de la cantera deMontrouge. La propia Jeanne Biguehabía dirigido la carga antes delalba. Se había pegado a la narriaentre dos oficiales de la corte a losque complicaba la vida cuando losveía pidiendo gracia. Avanzabanpoco a poco en el calor de junio, con

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paradas cada cuarto de hora parabeber y recuperar el aliento, perotambién para cantar, rezar y alabar alSeñor.

—¿Quién ha podido tener estaidea? —dijo el maestro Jean.

—¿Cómo saberlo? —respondióRichard—. Estaba en el aire como enChartres. Un signo entre tantos otros.

Un iluminado, quizás, uno deesos locos que recorrían la capitalcon la cruz en el pecho predicandopor las encrucijadas. No debió deresultarle difícil reunir algunoscentenares de locos para ir a

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depositar aquella montaña de piedrasescuadradas a los pies de la Virgen.Quizá Jeanne Bigue, deseosa dehacerse perdonar sus pecados decarne. Quizás aquel coloso con ropade sangre.

El cocinero, oficial de cocina delcabildo, llegó poco después. Con laayuda de los mayordomos y loscustodios, se puso a distribuir pan,queso y vino rebajado con agua a losque tiraban, pero nadie lo tocó.

Triste espectáculo. Todos,hombres y mujeres, arrodillados,tendidos en el suelo, arrastrándose

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unos hacia los otros para encontrarsey para abrazarse, parecían incapacesde levantarse. Sus alientos formabanun rumor de viento. Todos lostrabajadores de la obra,descendiendo de sus andamiajes,saliendo de sus cabañas, subiendo desus zanjas, se apresuraron como alespectáculo de un misterio.

Vincent, con los brazos cargadosde vituallas, también se había puestoen las filas de los que tiraban.Parecían revivir poco a poco, salirde su capullo de fatiga. Uno a uno, selevantaban, se ponían a cantar y a

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reír. Una mano se tendió haciaVincent; salía de un pequeño montónde fatiga gris; una cabeza deshechase apartó del hombro segado por lacuerda, de la que pendía.

—¡Sybille! Tú, aquí…Ella bebió ávidamente del botijo,

rechazó el pan y el queso, y alcanzó amurmurar:

—Dile al maestro Jean que estoyaquí y que me gustaría verlo.

El maestro llegó poco después,con aspecto arisco.

—¡Estás loca! —dijo

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arrodillándose—. De ordinario noeres muy devota. ¿Por qué estásaquí?

—Por ti, Jean. Solamente por ti.Levantó hacia él su pequeño

rostro color de cera, de narizestrecha y ojos rojos. Desgarró conlos dientes el interior de su vestido,le sacudió el polvo, descubrió con ungemido de dolor sus hombrosprofundamente lacerados por lacuerda y se secó la sangre que habíafluido a lo largo del pecho. Tendió laropa ajean.

—Para ti, como prenda de mi

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amor. Guárdalo.Él tiró la ropa manchada con un

gesto de rabia.—¡Sigúeme! —dijo—. Voy a

curarte. Tenemos lo necesario.Ella rechazó su ayuda para

levantarse, pero lo siguió dandosaltitos, doblada en dos, con losriñones magullados. Él la hizo sentarsobre una piedra, cerca de una de lasbarricas de agua que servían para lasabluciones de los trabajadores y sepuso a lavarle las heridas antes deuntarlas con un ungüento compuestopor clara de huevo que fue a buscar a

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la cabaña. Impasible, ella se dejóhacer. Él aplicó un vendajealrededor ele los hombros, curótambién las manos desolladas por lacuerda y los pies hinchados, con lasuñas arrancadas.

—¡Puedes estar orgullosa de timisma! —le dijo—. ¿Sabes quehabrías podido morir?

—Eso me da absolutamenteigual.

—Vincent te acompañará.Necesitarás varios días pararecuperarte.

—¿Vendrás a visitarme?

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—No lo sé. Tenemos muchotrabajo y debemos recuperar este díaperdido.

—Desde que te fuiste, ya nosueño con el leproso rojo sinocontigo. Cada noche. Y por lamañana, cuando me despierto…

El se alejó unos pasos. Despuésde darse la vuelta, le contestó:

—¡Qué tontería! Quizá tú no mehas olvidado. Yo sí.

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Como el maestro Jean habíatemido, todo acabó en una jornadaperdida y con un mortero estropeado.

Se interrumpieron todos lostrabajos y se organizó una plegariaen la obra, en el emplazamiento delsantuario. Había casi tantos fielescomo en Pascua del año anterior,durante la visita del papa AlejandroIII, expulsado de Italia por la guerraentre los güelfos y los gibelinos; unamarea humana imposible de contener,tanto en Saint Germain des Prés,donde Su Santidad consagraba elcoro, como en la obra de Notre

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Dame, donde bendecía la primerapiedra.

Una vez terminada la ceremonia,el maestro Jean abordó al obispo,que volvía a su lugar. Era un hombrealto y delgado, de rostro a la vezdulce y enérgico, con el pelo corto yya casi blanco, aunque apenas habíapasado los cuarenta. El maestro Jeanexpresó el deseo de que aquellasmanifestaciones no se repitieran.

—La obra de una catedral —dijo— no es una tarima de saltimbanquis.

—Es usted demasiado severo —respondió el obispo—, pero tendré

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en cuenta su deseo. Esta gente notenía por objeto entregarse alespectáculo. ¿Les ha visto como yosufrir y sangrar y eso no le llega alcorazón? Sea indulgente y alégresede que la fe todavía esté tan viva enel corazón de estas personas, de lasque se afirma que están máspreocupadas por el volumen de subolsa que por la pureza de su alma.

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2El lenguaje de los

pájaros

Texto. La obra recuperó al díasiguiente su ritmo normal.

Las arcas del cabildo estabanbien provistas y el prior Barbedorsonreía. La seguridad financieraestaba asegurada para varios meses yse podría contratar a los mejorestrabajadores y a los maestros máseminentes. Sólo faltaban los

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carpinteros; los habían contratado enLaon, Soissons y Arras, y parecíanhaberse puesto de acuerdo paradesertar de las obras de París.

El obispo se quejaba de ello almaestro Jean, que protestó: ¡no podíasacárselos del bolsillo!

A mediados de junio, presentó unequipo de jóvenes trabajadores de lamadera. Rubios, delgados, bienparecidos y con los mismos signosdistintivos: sus orejas estabandesprovistas de lóbulos y llevabanen el hombro la pata de oca de losleprosos. El maestro Jean reconoció

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en ellos a los cagotes, descendientes,según decían, de antiguos leprososi|iie venían de lejanas aldeas de losPirineos. No había mejorescarpinteros, excepto los ingleses.

El maestro de obras informó desu llegada al obispo, que sesobresaltó; la noche anterior, habíavisto aparecer en su sueño una legiónde muchachos bellos como ángeles,armados con azuelas, que venían ennombre del Cielo para hacerse cargode la carpintería de la catedral, de(uya suerte se lamentaba el obispo.

—Es una oportunidad para ti,

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Vincent —dijo el maestro Jean—. Tevoy a confiar a ellos. No encontrarása nadie mejor cualificado parainiciarte en la carpintería y el trabajode la madera en general. Es suespecialidad, y dicen que sonexcelentes, porque la madera no cogela lepra. Quizá te parecerán extrañosen su comportamiento, pero es que nose les considera personas normales,cuando son sanos en cuerpo y alma.En Languedoc, los tenía a menudobajo mis órdenes. Los conozco bien.

—¡Pero son leprosos! —exclamóVincent.

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—Descendientes de leprosos,según dicen, pero seguramente es unaleyenda. En mi opinión, más bien sonretoños de antiguos bárbarosvisigodos expulsados de España porlos moros y que se han ocultado enlas montañas. Si llevan la pata deoca de los leprosos es porque se lohan impuesto, pero nunca heencontrado entre ellos a un sololeproso rojo o blanco, ni siquiera aun simple «roñoso», como dicen porallí. Sé amable y tolerante con ellos.Intentaré que los demás compañerostambién lo sean. —Y añadió—: Pero

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no te negaré que me temo lo peor. Los temores del maestro Jean no

tardaron en confirmarse.E l operarius, que actuaba como

portavoz de los talladores de piedra,se negó a estar en la cercaníainmediata de los cagotes, pues loscompañeros amenazaban con dejarde trabajar si se les imponía aquellapresencia impura. Se les asignó unemplazamiento en el otro extremo de

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la obra, donde construyeron supropia cabaña con arte y celeridad.Era evidente que aquellas personassabían trabajar la madera. La medidadisciplinaria no les hizo perder suflema y el buen humor que habi—tualmente tenían. Hablaban entreellos en una lengua impenetrable y secomunicaban de lejos con silbidosmodulados que el maestro Jeanllamaba el «lenguaje de los pájaros».

Dominando su repugnancia,Vincent se mezcló con su equipo encuanto recibieron los primeroselementos de armazones y cimbras.

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El maestro carpintero GuillaumeFayt, que había aceptado mal suintrusion, los observaba a unarespetuosa distancia, con el gorrosobre los ojos y el vientre haciadelante, dirigiendo su trabajo con elbastón. Con mucha rapidez, admitióque aquellos mocetones sabíanmucho más que él y tuvo el buen tinode volverse humilde. Los cagotes sehacían traducir las órdenes por unode los suyos, que había trabajado enToulouse y después en Chartres. Sehacía llamar Rastro, pero ése no erasu verdadero nombre.

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En su compañía, Vincentcomprendió que lo que habíaaprendido del maestro Guillaume noera nada en comparación con lo queiba a aprender de ellos sobre lascualidades y los defectos de lamadera y la utilización másconveniente de las diferentesmaderas nobles. Con la mirada y conel tacto, podían decir la edad delárbol cortado, apreciar su robustez,la época en que lo habían talado, eltratamiento que había sufrido y elmejor uso que se le podía dar.Cuando se inclinaban sobre un

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madero, su mirada estaba llena derespeto e incluso reflejaba ciertaamistad; acariciaban la madera, lehablaban, parecían invitarla a un ritofraternal en que el material tendríatanta importancia como el trabajo delhombre.

En su compañía, trabajar seconvertía en un acto de amor.

—¿Thomas Pasquier? ¿Hablas de

Thomas Pasquier?

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El joven oficial del cabildo eraformal.

A mediodía, Vincent tomó unpedazo de pan y cruzó el Sena, quetraía las últimas aguas verdosas deprimavera, para dirigirse al barrio deGrève. Había una multitud alrededorde la picota, todos los lados de lacual estaban ocupados por carascoloradotas de pordioseros, entreellos una mujer.

Después de apartar a loscuriosos, Vincent dio dos vueltasantes de reconocer a su padre, cuyorostro estaba manchado de sangre,

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barro y de la verdura podrida que letiraban los niños. Se acercó alguardia del prebostazgo en traje degala que hinchaba el pecho ante lasmuchachas y le preguntó si aquelhombre era Thomas Pasquier y quéhabía hecho para merecer el suplicio.

—Pregunta al preboste, pequeño.Yo ignoro hasta su nombre. Estoyaquí para velar por que no estropeendemasiado a estos canallas antes deque el verdugo haga su trabajo.

Vincent se dirigió a toda prisa almonasterio de los canónigos y serepitió varias veces que su padre ya

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no era nada suyo. Un extraño.Constató con una dolorosa sorpresaque sólo sentía una vaga piedad poraquel hombre que había elegidoapartarse de su familia.

Encontró a Hugues peleándosecon la muchacha encargada delcuidado de los niños en ausencia deMariette. Se negaba obstinadamentea seguirle al dormitorio y a servirleen el baño.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó el canónigo, gruñón.

—Mi padre ha sido arrestado yconducido a la picota de Grève. Me

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gustaría saber por qué y qué suerte leestá reservada.

—¿Te interesas pues por esebribón?

—Preguntad al preboste, os loruego, e intervenid para que loliberen lo antes posible.

—Ya puestos —ironizó elcanónigo—, ¿por qué no presentaruna súplica ante el rey Luis?

—¡Insisto! Ese «bribón», comodecís, es mi padre y vos ocupáis sulugar en este hogar.

—¡No seas impertinente! —

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gruñó el canónigo—. Sin mí, todosestaríais mendigando vuestro pan enla Cour de Mai. ¡Bueno, sea! Voy aintervenir, pero no te prometo nada.

Por suerte, el caso de ThomasPasquier era competencia no de lacuria regis, la justicia real, sino deloficial del obispado. Lo habíansorprendido rompiendo uno de lostroncos dispuestos en los parajes deSaint Etienne para la construcción dela catedral. Le correspondería laprisión de por vida en el torreón delObispo o quizás el patíbulo. Quehubiera actuado, como pretendía,

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para cierto príncipe sarnoso de latruhanería no atenuaba demasiado suculpabilidad.

El obispo, requerido por elcanónigo Hugues y por Gautier Barbe— dor, redujo la pena a un año decalabozo. Aquel asunto dejó aMariette indiferente; de nuevo estabaembarazada sin saber de quién y mássola que nunca.

El caparazón del coro se cerraba

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lentamente sobre sí mismo.Alrededor del santuario propiamentedicho, empezaban las alas de losdobles colaterales. Las murallasparecían elevarse en el encaje deltriforio y los altos vanos queempezaban a dar al conjunto del corosus dimensiones vertiginosas.Encima del presbiterio, para que laobra pudiera continuar su actividad apesar de las inclemencias del tiempo,los cagotes habían echado losprimeros elementos del «bosque» yse empezaban a colocar las láminasde plomo que componían el tejado.

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Con un nudo en la garganta,Vincent miraba cómo el enormemadero abandonaba el suelo,iniciaba su ascenso hacia el centrodel edificio y se estremecía en lapunta de la cuerda de cáñamo a cadaesfuerzo de tracción del torno. Desdeabajo, Rastro dirigía la maniobra yse comunicaba mediante gestos ysilbidos de mirlo con otro carpinterocagóte que, desde la parte alta delandamiaje, velaba por que la piezano chocara con las estructuras depiedra.

—Eso no es nada —dijo el

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maestro Guillaume—. ¡Ya veráscuando se trate de subir allí arribalas cimbras de la bóveda!

La construcción de las primerascimbras —las de la nave lateral—había empezado. Era un trabajoextremadamente preciso y de unagran complejidad. Vincent habíatrabajado en ello durante días. Susmanos llevaban todavía las marcasde las herramientas que habíautilizado: sierra, berbiquí, taladro,garlopa y azuela. Ya no lasreconocía, porque parecía que lehabían robado a la madera su dureza

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y su rugosidad; se habían convertidotambién en herramientas, ganaban enpotencia y en fineza, parecíandisociarse del resto del cuerpo yvolverse extrañas.

—Aléjate —dijo Rastro—. Lapieza está mal puesta. No me gustaesta manera que tiene de bailar.

Hizo el mirlo y el tornointerrumpió su torniquete, el tiempode dejar que el tirante caprichoso seestabilizara. Un nuevo silbido y lapieza siguió su camino vertical.Llegó a su alojamiento en unconcierto de pajarera y los

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compañeros de la pata de ocatrabajaron para encastrarla, a amboslados del coro. Cuando estuvocolocada y sólidamente bloqueada,Rastro blandió su gorro.

—Ha salido mejor de lo quepensaba —dijo—. Nunca habíamostrabajado con unas dimensiones tangrandes. Adoniram, el constructordel templo de Salomón, nuestromaestro, estaría orgulloso denosotros.

Explicó que para izar aquellaenorme bovedilla había sidoacertada la elección de la tracción

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humana y no la del caballo, de la quese servían a veces para subir hastalos andamiajes los grandes bloquescomo capiteles o claves de vuelta.Era más regular y más flexible. Laprefería incluso a la «jaula deardillas» que utilizaban losalbañiles, un enorme torniquetevertical en el que se había instaladoun coloso ciego que debía de pesardoscientas libras de músculo; unprocedimiento que, según él,rebajaba al hombre a la condición debestia de tiro.

Rastro, un trabajador rudo y

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brutal, no transigía con el honor deloficio. Llevaba en el fondo de símismo, bajo su apariencia deluchador, una pureza de fuente y unadureza de cristal.

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3La casa de la sirena

Texto. Jeanne Bigue saltó alsuelo, lanzó unas órdenes muy secasa los conductores de la narria ybromeó generosamente con Rastro,que le dio la espalda muydignamente.

—¡Mirad a ese mamarracho! —exclamó—. Se cree el rey de lospajaritos desde que trabaja en el«bosque». ¡Cagóte de mierda!¡Leproso rojo!

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Todavía vibrante de cólera, sedetuvo cerca de Vincent, que asistíaa la colocación del madero, con lamano a modo de visera.

—¡Y tú, traidor! Ahora teinteresa la madera. ¡Escupes sobre lapiedra! Mira esos sillares bienescuadrados que están descargando.Son sólidos y hermosos, son precisosy durarán una eternidad.

—No desprecio la piedra —respondió pausadamente el aprendiz—, pero el día que se encuentre elmedio de construir una catedral sinutilizar madera vendréis a buscarme.

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Jeanne lo miró con un aire medioserio, medio divertido, y lo tomó porlos hombros para hacerlo girar frenteal sol. Le sacaba la cabeza e inclusoun poco más y era bella como lasmujeres que llevan sus sentimientos aflor de piel y cuyo menor gesto estácargado de pasión.

—¡Vaya! ¡vaya! —dijo—. ¿Yatienes bozo en el mentón?

Él se desprendió como de unaartesa de mortero de aquellas manosque le pesaban sobre los hombros.

—¡Y qué impulsivo, ese pedazode hombre! ¿Sabes que me gustas?

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Esta noche estaré en casa. Ven averme.

No se andaba con chiquitas y élse lo hizo notar.

—Es cierto. No suelocomportarme así. Qué quieres, lacostumbre del mando. ¡Pero cuidado!No es una orden. Ven si te apetece.Vivo en la calle Grenier sur l'Eau,detrás de Saint Gervais, en la orilladerecha. Ya la verás, una casitaencantadora con una sirena esculpidaencima de la puerta. Intenta venirantes de la queda. Habrá una vela enla ventana. Si no hay ninguna, es que

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te han quitado el sitio. Haremos unacomidita de enamorados.

El primer vendedor de agua

acababa de dar vuelta a la esquina dela calle cuando Vincent, reciénengalanado, con una hoja de mentabajo la lengua, se encontró con unapequeña puerta adornada con rombosde cristal de colores. La sirena lesonreía encima de la puerta y la luzde la vela guiñaba el ojo a laventana. Desde los postigos abiertos,

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una lluvia de ternura cayó sobre él.—Entra, monín, y atranca la

puerta detrás de ti. No olvideslimpiarte los zuecos.

Antes de encontrar la escalera,nadó en una oscuridad perfumada decera fresca. La puerta recortada porun hilo de luz se abrió ante él. Lahabitación le sopló a la cara su calorde estufa y su olor de mujer.

—He abierto la ventana deljardín para que entre un poco defresco —dijo ella—. Bueno, ¿entras?¿Sí o no?

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Tres candelas de cera verdeardían sobre la mesa en que estabadispuesta la «comidita». Alrededor,en medio de una suave palpitación desombra y luz, Jeanne Bigue semantenía de pie, envuelta en unvestido hecho de un ligero samit deOriente. A juzgar por la libertad desus movimientos, debajo estabadesnuda. Aplastó su boca sobre la deVincent.

—Creí que no vendrías. Un pocomás y apago la candela. Dudabas,¿eli? ¡Es tu primera cita amorosa!

De repente, se puso a olfatear.

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—¡Todavía hueles a madera!Lávate inmediatamente. Este olor devirutas frescas me molesta.

—Pero me he lavado.—¿En los baños?—No, en casa.—¡No hay nada como los baños!

Pasa a la habitación de al lado ydesnúdate.

En la sala de techo bajo, el calorera insoportable. Vincent se metiócon placer en un agua tibiaagradablemente perfumada. Jeanneacercó una candela.

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—¡Ah! Ese bozo de bigote y debarba… ¡Me vuelve loca! Toma,aquí tienes jabón duro, del que seencuentra entre los genoveses.Limpia mejor que la pasta de jabón.Es el progreso. ¿Quieres que teayude?

Antes de que pudiera responder,le sumergió la cabeza bajo el agua, lefrotó el cráneo con energía y miró sitenía piojos. Se había librado deellos en primavera. ¡Ah!, justo atiempo… Ella lo habría toleradomal. Su mano descendió hasta el bajovientre y jugó delicadamente con el

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sexo. ¡Eh! ¡Eh! Este pedacito dehombre no había terminado desorprenderla. Ella gimió de placer,con los ojos entrecerrados y la bocaentreabierta, lo hizo levantar y searrodilló.

—¡Mira este gallito! ¡Todavía esvirgen y se le levanta como a unrufián! ¡Voy a devorarte crudo!

Se corrió en su boca y ellaretrocedió con un grito.

—¡Qué desperdicio! Teníasmuchas ganas, ¿verdad, hombrecito?Era la primera vez, se siente. Ahora,sécate. Vaya si eres guapo. Me gusta

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todo de ti. Esto, y esto, y esto…Excepto las manos. Siguen oliendo amadera.

Comieron alegremente y bebieronmucho. Vincent estaba un poco ebrio,pero en mejores condiciones cuandoella le tomó de la mano para llevarloa la cama. Era una especie demonumento lleno de cortinas deterciopelo rojo con galones de oro,muy pomposo, hecho para unaabundante prole de chavales o deluchadores de feria. Una cama depríncipe de Babilonia, suave yprofunda.

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Jeanne mantuvo muy cerca deella la candela encendida, se dejóadmirar y acariciar y penetrar. Leenseñó las palabras directas queayudan al placer. Después se tendiósobre él gimiendo.

—No tengo derecho —dijo el

guardián—. Arriesgo mi puesto.Vincent le deslizó una moneda en

la cintura y la puerta se abrió. Laantorcha colocada en un hierro de la

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muralla reveló una sentinaembadurnada de flemas verdosas,iluminada por un tragaluz. ThomasPasquier era aquella forma tendidasobre un jergón. Se enderezólentamente y consiguió ponerse depie apoyándose en la muralla.Mariette colocó sobre la tapa delcubo que servía para las necesidadesun paquete envuelto en una toalla:algunos víveres y ropa.

—¿Eres tú? —dijo ella.Le costaba reconocerlo. Aquella

barba que dejaba ver trozos de pielpálida y un ojo rojo (el otro estaba

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muerto)… Él murmuró:—¡Déjame morir en paz! ¡Vete!—Te sacaremos de este calabozo

más pronto de lo previsto —dijoVincent.

De repente, sentía indulgencia ypiedad por aquel hombre. ¿Con quéderecho lo había juzgado ydespreciado? Thomas enderezó lacabeza con orgullo.

—Estoy bien aquí. Las ratas sonmis compañeras. Somos de la mismaraza. Les doy de comer y ellas mehacen compañía. Las llamo por sunombre y descienden por el tragaluz.

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No volváis. No sirve de nada.—Volveremos —dijo Vincent.Ya se retiraban cuando preguntó

por Clémence. Había tenido unaerupción de sarna, pero estaba mejor.Vincent creyó ver un esbozo desonrisa en la barba y la roña.

Si volvéis, traed vino. Es lo quemás echo de menos.

De todos los hijos de Thibaud, el

Rico, Sybille era la que más le

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preocupaba.Era la primogénita del

matrimonio, del tiempo en queBernarde no tenía aquel bigote dealemán y aquella cintura decarnicera. Y era, de todos sus hijoslegítimos y bastardos, al que másquería. En unos meses, Sybille habíacambiado mucho. Desde aquel paseopor el bosque con el maestro Jean,aunque no pasó nada entre ellos, deeso estaba seguro.

En las noches de Sybille, otrasangustias habían sucedido a laobsesión por el leproso rojo, cuyas

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visitas eran raras. Los médicosestaban perplejos y pronunciabanpalabras científicas siemprediferentes. La sangraban y leprescribían decocciones. Decían queestaba pasando el «tiempo de lamelancolía». Vete a saber qué cruzapor la mente, el cuerpo y el corazónde esta muchacha. Se le pasará con laedad. Añadían discretamente quequizás habría que pensar en casarla.

Sybille se sobresaltaba.¿Casarla? ¿Con uno de aquellos hijosde burgueses que se pavoneaban ensus trajes de paja de Alejandría

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haciendo rechinar el cuero de suszapatos y sólo tenían boca, entre dospesados cumplidos, parabanalidades?

Havoise era la única quecompartía su secreto, pero era tanpesado de llevar que se descargabansin cesar una en la otra. Lainsistencia de Bernarde y del maestroPierre no había surtido efecto. Porsuerte, la casa de Port Landryrebosaba de niños, de empleados yde sirvientas, y las penas de Sybillese diluían en el alboroto. En cambio,la hora de la comida era temible, con

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sus cara a cara y sus silencios. Porasí decir, se encontraban al desnudo.

Para ver al maestro Jean, incluso

de lejos, Sybille debía obrar conastucia.

Hacía unos meses, se le habíadespertado una devoción por SaintDenis du Pas. Era una iglesia demodestas dimensiones situada entrela catedral en construcción y elterreno. Los ruidos de la obra

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acompañaban sus plegarias. Lasabreviaba, salía por la callejuela delPort l'Évêque, cogía una bifurcacióna la altura de la antigua iglesia deNotre Dame derribada para dejarlugar a la obra, recorría los cercadosde caña, obligaba a Havoise acaminar lentamente y a detenerse amenudo, allí donde los panelesestaban rotos. Parecía hundirse en elespectáculo del coro, que empezabaa redondear su media corona, o enlas columnas y en los pilares, queascendían como un chorro poderoso,a veces con un hombre que hacía

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equilibrios en la cima; el ascenso delos sillares y los maderos.

—¡Mira! —decía a Havoise—.Nunca he visto nada tan hermoso ytan grande. Y es obra de Jean…

Si solamente… ¡Si solamentequisiera dedicarle unas horas detrabajo y un poco de pasión! ¡Si sedignara, aquel gigante, a mirar viviry palpitar a sus pies a aquellaplantita que consumía en vano susperfumes y colores!

El verano pasó. Las primerastormentas de otoño barrieron París.Sybille pensaba que el maestro Jean

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no tardaría, una vez abandonada laobra, en marcharse al carrascal. Sedecía que no soportaría un nuevoinvierno sin él.

—Encontraré una manera dehacerle saber que, si se marcha,moriré. Voy a escribirle.

Havoise se encogió de hombros.—Ya le has escrito. ¿Acaso te ha

respondido? ¡Apenas se ha dadocuenta de tu presencia! Ayer,recuérdalo, ni se dignó responder atu saludo. Intenta renunciar a él.

¿Renunciar? ¡Antes morir! Setiraría al Sena al anochecer y nunca

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la encontrarían. O subiría por lanoche, escalando la cerca, a la partealta de las obras de la catedral y laencontrarían por la mañana con elcuerpo dislocado. «La encontraría»Jean, por supuesto.

Con atrevimiento, pidió, pormedio de Havoise, que se resistió,ver al maestro Jean.

Cansada de aquellas locuras queno conducían a nada, Havoisedecidió saber a qué atenerse y, aespaldas de su ama, preguntó por elmaestro Jean en el puesto de guardiade la obra.

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Salió refunfuñando de la sala debocetos. Desde hacía unos días, elmal humor no lo abandonaba. Otravez por culpa de los cagotes. Dos deellos, hartos de las novatadas que lesinfligían, habían dejado la obra deNotre Dame por la del obispado,cuya construcción se acabaría enmenos tiempo que la del hospital.Después de una disputa con Rastro,un albañil había muerto encondiciones poco claras y lassospechas apuntaban a los cagotes.Se producían riñas por frusleríasentre al— bañiles y carpinteros. Para

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colmo, alguien llamado Pierre, elChantre, dignatario del cabildo,recuperando los argumentos deBernardo de Claraval sobre lasdimensiones exageradas y el lujoinsolente de las catedrales, habíadeclarado la guerra al maestro Jean ya los de la fábrica. Es cierto que,después de unos meses de euforia, seempezaba a ver el fondo del cofre…

—Si venís para hablarme de esajoven loca —dijo en tono arrogante—, perdéis el tiempo y me lo hacéisperder a mí.

—Subestimáis la gravedad del

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asunto, maestro. Sybille está loca,pero por vos. Si continuáisdespreciándola, se matará. Sudecisión está tomada.

—Es un vil chantaje. No meinteresa para nada el humor de lamuchacha.

—Muy bien. Pero estáis avisado,señor indiferente.

—¿Qué puedo hacer? Estoy deacuerdo en que Sybille es bonita, unpoco tonta y de familia honorable,pero debo desconfiar de este tipo depasión. En cuanto a pensar en unaunión, sería como pretender encerrar

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.i 1 viento en una jaula. —Derepente, perplejo y rascándose labarba, añadió—: Vos, que soisinteligente, ¿qué me aconsejáis?

—Aceptad verla antes demarcharos. Intentad hacerlecomprender que la relación esimposible y, si la sentís enamorada,recomendadle que espereprudentemente vuestro regreso.Escribidle desde allí. Os indicarécómo.

—¡Dios mío, vaya perspectiva!Os prometo que reflexionaré sobrevuestra propuesta. Volved con

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Sybille dentro de tres días, a la horade vísperas. Dirigios a Saint Denisdu Pas.

Havoise lo miró partir, con loshombros cargados y arrastrando unapierna. Era un hombre bastanteordinario. Alto, es cierto, y delgado,y apuesto en cierta manera.¿Inteligente? Sin duda. ¿Sin corazón?Seguro. Havoise volvió la espaldadiciéndose que, decididamente, elamor y la razón raramente van por elmismo camino y que, al final de laruta, uno no encuentra más que nieblao desilusión.

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André Jacquemin había hablado.

Hans Schreiber y todos suscompañeros estudiantes estaban alcorriente de la aventura de Vincent yla hermosa viuda. ¡Y se reían!

Una noche, cuando Vincentdormía con Jeanne, los despertó untumulto de tambores, trompetas ycantos obscenos. Las piedrashirieron las ventanas; la tierra y losexcrementos ensuciaron la puerta y la

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imagen de la sirena.Jeanne cogió la espada de uno de

sus difuntos, se envolvió en una capay fue necesaria la intervención deVincent para que abandonara la ideade enfrentarse a la banda.

—No son malos —dijo—.Simplemente quieren burlarse denosotros.

Jacquemin había intentadohacerlos renunciar a aquellaexpedición, pero Hans seguía en sustrece. El otoño era sombrío y nopasaba nada en la capital;despertarían a aquella muerta. El

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entremés había sido brillante pero decorta duración y se había evitado lopeor, pues Hans había pensado, consu cabezota de alemán, prender fuegoa la casa para que salieran lostortolitos. ¡Ah! La viuda corriendopor la calle con las nalgas enllamas…

Perdóname, Vincent —dijoJacquemin—. He intentadodisuadirlos y han estado a punto dedarme una paliza. Tardarán envolver.

No faltan viudas locas en París alas que dar este tipo de serenatas a la

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española.El asunto dejó huella en Vincent.

Adivinaba confusamente que suaventura no duraría mucho. Lahermosa llama de los primeros díasperdía su resplandor y su calor. Enlas pesadas noches de otoño, cuandose tendía cerca de Jeanne, le parecíarespirar sobre su piel el olor detodos los hombres que habían estadocon ella, a veces la víspera, a vecesel mismo día; sentía la repugnancia yla sensación de una falta que noatemperaba la excusa de la pasión.Apenas la había poseído, a menudo

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sin un auténtico deseo, le entrabanganas de vestirse y marcharse, peroera demasiado cobarde. Jeanne lomimaba, lo divertía, lo instalaba enuna seguridad nueva para él. Ella ledaba la impresión de acceder a lamadurez. En el comportamiento de laviuda, entraba una parte desentimiento maternal que atenuabasus remordimientos sin anularlos,cuando le confesaba un capricho conuno de sus canteros. Le tomaba lacabeza y se la metía entre los senos,en ese espacio de piel siemprecálido y húmedo. Le decía:

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—A los hombres, sólo los quieropara el placer, pero ese placer meresulta necesario. ¡Por los clavos deCristo, sabes que no tengotemperamento de monja! Sin hombre,me muero. Tú eres agradable y megusta cuando me haces el amor, peroes una golosina y tengo demasiadoapetito para que me satisfaga. Asíque si quieres, vete, pero me gustaríaque te quedaras.

Antes de dormirse, hablabanlargo tiempo. De ellos y de losdemás. Una candela ardíacontinuamente cerca de la cama.

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«Quiero verte, mi Vincent. Ereshermoso como un santo de pórtico»,decía. Escuchaban el andar pesadode la patrulla que pisoteaba el lododonde los cerdos se habíanrevolcado todo el día; venían de lacalle Saint Antoine, daban la vueltaalrededor de Saint Germain antes detomar la calle Grenier sur l'Eau. Loshombres juraban bajo las borrascasde lluvia y nieve, golpeaban laspuertas de los albergues todavíailuminados, silbaban bajo lasventanas de los burdeles para hacersalir a las muchachas, y después,

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bruscamente, se lanzaban enpersecución de un grupo deestudiantes que los provocaban.

Vincent los miraba deambular,con el brillo de sus cascos y susarmas, detrás del oficial a caballo,que no dejaba de hacer una pausaante el mojón ardiente de la esquinade una calle, mientras algunossoldados aprovechaban para orinarcontra un poyo o la tienda de uncomerciante. Temblando, Vincentpensaba que, si se convertía entallador de piedra o escultor, noestaría sometido, como esos

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burgueses y artesanos que pasabansomnolientos bajo su ventana, a lasobligaciones de las patrullas.

—¡Vuelve a acostarte! —gruñíaJeanne—. Cogerás frío.

Lo envolvía en su cuerpo, loacariciaba, soplaba sobre sushombros para calentarlos y sedormían en un silencio de huerto bajola nieve.

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4Grandeza y humildad

Texto. Pierre, el Chantre, estabapresente cuando el maestro Jeandespidió a Guichard.

Era un panadero proveedor delpalacio que, por un exceso de fe,ofreció sus servicios al cabildo, porel tiempo que quisiera, para laconstrucción de la catedral. GautierBarbedor lo había mandado almaestro Jean.

—¿Sabéis tallar la piedra? ¿Y la

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madera? ¿Sois herrero? ¿Tendríais lafuerza suficiente para manejar untorno, acarrear cuezos de mortero ysillares de cien libras en lasangarillas?

Avergonzado, el hombre confesóque sólo era panadero. Su hijo tomóel relevo en el horno y su mujer en latienda, así que tenía tiempo libre. Escierto que no era muy forzudo, perotenía una buena resistencia y sobretodo una fe muy fresca quemultiplicaba sus fuerzas.

—Maestro Guichard, continuadrezando y dando dinero. No os

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necesitamos para la obra.Iluminados como aquél llegaban

casi cada día desde el granespectáculo de los que arrastraban lanarria. Hombres, mujeres, monjesgiróvagos, putas, truhanes quellegaban para preparar su salvación.Siempre la misma respuesta: «Noseríais de ninguna utilidad…».

—Os equivocáis al mostraros tanintransigente —dijo Pierre, elChantre—. Si queréis llevar estaobra a buen fin, no podéis permitirosrechazar la menor ayuda voluntaria.Dentro de poco quizá no tendremos

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con qué pagar a los trabajadores yestaremos muy contentos de poderutilizar estas buenas voluntades.

—Entonces también tendréis queencontrar un maestro de obras quetrabaje con rebaja o gratis, porque nocontaréis conmigo.

Pierre, el Chantre, se puso agirar alrededor del maestro de obras;parecía batir las alas como unamariposa. Era un hombrecillo muyseco, de rostro alargado con unapizca de barba gris, que se encendíamuy fácilmente. Detestaba al maestroJean, al que acusaba abiertamente de

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incitar al cabildo a las ideas degrandeza. Iba unas décadas retrasadocon respecto a su tiempo y rechazabael proyecto de una catedral giganteque pudiera contener a toda lapoblación de París. Por más que elmaestro Jean le explicara que se ledarían múltiples usos, fiestasreligiosas y laicas, reuniones decomerciantes o asambleas populares,y que por lo tanto no podíaconsiderarse tan grande, él se tapabalos oídos. Lo que Bernardo deClaraval reprochaba a Suger durantela construcción de la nueva basílica

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de Saint Denis con una elocuenciaque forzaba al respeto si no a lapersuasión, él lo utilizaba paraagobiar al maestro Jean y a suscolegas del cabildo en un estilo queolía a vinagre.

—Nadie os retendrá, señor. ¿Oscreéis indispensable? Yo no llegaréal extremo, como alguno de vuestroscompañeros, de reprocharos queevitéis ensuciaros vuestras manosblancas en viles trabajos, puesto queel contrato que habéis firmado no osobliga a ello, pero en verdad vuestrapartida no apenará a nadie.

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—Me iré el día en que el cabildodecida romper el contrato, pero se lopensará dos veces, porque le costaríamuy caro. De lo contrario, conduciréla obra hasta el término que Diostenga a bien asignarme y de lamanera que agrade a monseñorMaurice.

La indignación tiñó de rojo elrostro del chantre. Gesticulaba ypataleaba:

¡Nos conducís a la ruina! ¡Porvuestra culpa, nuestras prebendas sehan vuelto esqueléticas! ¿Dónde sedetendrá vuestra pretensión y vin ero

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oruullo? ¿Quién os inspira estaslocuras? ¿Cristo? Seguro que no, élera todo humildad. ¿La Virgen? Ellanunca tuvo otra morada que el tallerde José y el granero de Belén. Envuestras inmensas y suntuosas obrasse sentirían extraños. —Su puñoextendido describía un semicírculocontra el horizonte—. ¿Y el puebloque clama su hambre? ¿Habéispensado en eso? ¿Habéis idoúltimamente a la Cour de Mai? Sihubierais sentido esta curiosidad,habríais visto a las multitudesmendigando un pedazo de pan. ¡Una

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sola de vuestras piedras talladas lespermitiría vivir un mes, una devuestras columnas un año o más! Conlo que costará esta catedral,podríamos alimentar a todos lospobres de París durante dos o tresgeneraciones. Cuando tengáis querendir cuentas al que nos juzgará atodos, no os dedicaré ningunaplegaria.

El maestro Jean se esforzó pormantener su flema.

—Podré prescindir de vuestrasplegarias si algunos fieles, cuandovengan a rezar aquí, tienen un

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pensamiento para el que haconcebido este edificio y para losque lo han construido con sus manos.Aunque mi nombre les resultedesconocido, me bendecirán.

—¡No juguéis a ser modesto!Conozco bien a la gente de vuestracalaña. ¡Conseguiréis que vuestrafirma figure en letras de oro en elfrontón del templo o vuestra imagenen el pórtico del Juicio, a la derechade Cristo!

—Este pórtico, señor canónigo,ni vos ni yo lo veremos acabado. Vosme buscáis las cosquillas y tengo

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muchas ganas de que se entere elcabildo.

—¡Como os plazca! Osresponderé como a Barbedor: enIsrael sólo había un templo, untabernáculo, un ofertorio. Y vos y losjóvenes locos del cabildo quedefienden las ideas nuevas cubrenFrancia de estos monumentos deorgullo que Dios barrerá con elsoplo de su cólera.

No era la primera vez que elchantre la tomaba con el maestro deobras o con los «jóvenes locos» delcabildo. El ruido de las disputas que

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suscitaba estallaba en todos losperiodos difíciles y el obispo teníaque interponerse para que nodegeneraran en pelea. Después detodo, aquella obra era «su» obra; eraél, Maurice de Sully, quien habíatenido la idea y había tomado ladecisión de dar a la capital deFrancia una basílica digna de la feque animaba la ciudad y de laimportancia que adquiría en el centrodel mundo occidental. Era el núcleode fuego de una estrella queirradiaba hacia los cuatro rinconesde la cristiandad. Sin desacreditar

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demasiado violentamente a Pierre, elChantre, tomaba partido porBarbedor y el maestro Jean, pero esediablo de canónigo armaba tantoalboroto que había terminado poratraerse sólidas simpatías.

El maestro Jean se retiró, todavíaanimado por la cólera que se habíanegado a dejar estallar. Apartó sinuna palabra a Richard, que trabajabacon el compás en un modelo deflorón siguiendo sus indicaciones yse dijo que el canónigo Pierre nuncahabía ido tan lejos en la invectiva. Lamiseria del pueblo… Jean la

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conocía. Se había bañado en ella ensu juventud, en Chelles, y nunca lohabía dejado indiferente. Se habíatropezado con aquellas columnas dehambrientos que se apiñaban a laspuertas de las casas de los burguesesgenerosos en todas las ciudades deEuropa; en cualquiera de aquellasocasiones, el espectáculo le oprimíael corazón y a menudo habíacompartido su pan con ellos. Por másque se repitiera que no era elresponsable de aquella miseria, nopodía borrar en él el sentimiento deconnivencia involuntaria con los

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poderes tutelares que hacían de lamarcha del mundo una carreradespiadada en que los más fuertesempujaban y aplastaban a losinadaptados. Si hubiera tenido lapreocupación de frenar aquellafuerza ciega que le impulsaba haciadelante, de tender la mano a los quele seguían, no habría podido. No esposible resistirse a la fortuna cuandonos hace la corte, a menos que se seaun santo. Estos escrúpulos eranasunto de conciencia y sólo salían desu blando nido el tiempo de unalimosna. Es realmente demasiado

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fácil justificarse con tan buenasrazones.

Barbedor, que se habíaconvertido en su amigo, le dijo undía:

—¿Creéis que yo no tengo estetipo de escrúpulos? Pero ¿qué seríade una sociedad en que los valoresse inmolaran en el altar delarrepentimiento, en que las fuerzasque nos impulsaran hacia la luzfueran sacrificadas a todo lo quefrena su ascenso? Siempre habrápobres, pero nosotros, losfavorecidos, nos consolamos

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pensando que tendrán su lu— gar enel Paraíso, mientras que muchosricos estarán de plantón a las puertasde san Pedro.

»Vos sois el elegido llamadopara la gran obra, no para vuestrasatisfacción y la de algunosprivilegiados, sino para el bien detodos. Nuestra catedral será elrefugio de los pobres tanto como delos ricos; nadie estará excluido. Loshombres pasan, pero su obrapermanece y esto los acerca a Dios.

Con los guantes blancos, elbastón y el compás, distintivos de su

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autoridad, el maestro Jean a veceshabía tenido ganas, al mirar lasmanos ensangrentadas de lostalladores de piedra, las quemadaspor la cal de los albañiles o los ojospurulentos de los canteros, deecharlos al barro. No lo había hecho,tenía buenas razones para ello; nohabría servido para nada a nadie, ysobre todo a los pobres.

Jean y Sybille se encontraron en

Saint Denis du Pas un día de intensa

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lluvia.Cubiertos con tela de saco, los

peones acababan la destrucción, agolpe de pico, de una parte de lamuralla romana que rodeaba la islade la ciudad para extraer las piedrasque, mezcladas con cal, piezas demadera y armadura metálica,constituirían los topes entre losparamentos.

Sybille se mantenía cerca deHavoise, «adosada» a un pilar delcoro, en una penumbra que anunciabael ángelus. Él avanzó detrás de ellasy esperó. Un sacerdote cruzó el

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transepto, se arrodilló y desapareciómascullando. La iglesia estabadesierta, aparte de un grupo demendigos c]ne dormitaban y de unosenfermos que, tumbados en jergones,hacía días que esperaban unacuración milagrosa.

Con su pelo sujeto en una trenzaalrededor de la frente abombada,Sybille emanaba una graciaturbadora. Entre el pelo y la capucha,unos bucles caían sobre la nuca deuna blancura de leche. ¡Cómo eraposible que una mujer íuera tanemotiva, sorprendida así, vulnerable,

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abandonada, entregada! Nunca lahabía visto de aquella manera ydeseaba que no se diera la vueltatodavía. Ella vaciló. En variasocasiones, su mirada se dirigió aderecha e izquierda. La línea agudade la nariz respondía a la de loslabios entreabiertos. Havoise lehabía señalado la presencia de Jean,pero Sybille aún dudaba en volverse,como si encontrara placer en dejarseadmirar.

Jean dio media vuelta y regresó ala obra, alterado. La noche siguiente,se abstuvo de ir a casa de las

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muchachas. La jornada fue larga.Acechó el paso de las dos mujeres ala hora habitual y buscó buenasrazones para no ausentarse de laobra. Empezaban a demoler losandamiajes y a cubrir de paja yestiércol las primeras filas decimientos. Después, se decidióbruscamente y confió la vigilancia delos trabajos a Richard de Meaux.

Sybille estaba en el mismo lugar.Tomó la mano de Havoise y Jeancreyó que iba a retirarse, pero secolocó detrás de él, bastante cercapara hacerse oír con un murmullo.

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Ella le dijo cosas desagradables, lotrató de cobarde, de vanidoso, deambicioso. Él no respondió, nisiquiera se dio la vuelta. La voz deSybille lo envolvía más de lo que lohería e incluso esta cólera le hacíabien. Ninguna mujer le había habladonunca de aquella manera. Le lanzó:

—¡Ven mañana aquí, a la mismahora!

Él estaba allí antes de la horaprevista. Nadie. Dio una limosna almendigo que avanzaba reptandocomo un sapo, arrastrando laspiernas muertas tras de sí. El tiempo

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se paralizó. En la obra dedemolición, los peones se injuriaban.Sybille no vendría; se había burladode él. Pensando que tampoco la veríaal día siguiente, que era el domingode Cristo Rey, tuvo un momento dedesesperación.

El lunes siguiente, ella le confesóque había querido probarlo.

—Has ganado —dijo él—. Tú yyo vamos a ser muy desgraciados.¿Dónde está Havoise?

—Debajo del porche. Queríaestar a solas contigo. Olvida lo quete dije el otro día. Si me muestro

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colérica y vulgar, es porque soyatrozmente celosa, de todo y detodos, tie las paredes que te abrigan,de los objetos que tocas, de tusamigos, de tus putas, de los que teacompañarán en este viaje alLanguedoc. —Entonces, con vozsuplicante, añadió—: Te lo suplico,no te marches.

Él le tomó la mano.—¡Estás loca! Tengo que

marcharme. Tengo compromisos quecumplir y soportaría muy mal uninvierno en París.

—Entonces, escríbeme. Si no

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recibo noticias sobre ti, moriré.Ella le deslizó una nota en la

cintura y le besó las manos.—Me reuniré contigo en tu casa

mañana por la noche. Me resultaráfácil ausentarme. De Port Landry a lacalle de la Licorne, no hay muchotrecho y el barrio es tranquilo. ¿Meesperarás?

Él sintió que las piernas leflaqueaban bajo el efecto del vértigo.Habría querido retenerla, decirle queera imposible, pero ya se habíamarchado. Decididamente, estabamás loca aún de lo que pensaba.

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¿Cómo hacerle saber que no acudiríaa la cita?

El resto del anochecer, deambulóalrededor de la casa de los Thi—baud, del molino en el Sena alpequeño puerto, donde seacomodaban bajo la lluvia laschalanas marcadas con el cisne queparecían hacer la corte a una bonitacoca hanseática de velas rojas quetodavía olía a arenque. Se quedó allíhasta la noche, escuchando tocar a ungrupo de violinistas en la otra orilla,en la plaza de Grève. «No volveré acasa mañana por la noche», se dijo.

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«Encontrará la puerta cerrada. ¿Conqué derecho me fija citas, esa…?»Tiró la nota al Sena y entródirectamente en la calle de laLicorne. El apartamento estaba frío ygris. La noche amontonaba andrajosen los rincones. Encendió candelas,se puso a hacer fuego, efectuóalgunos arreglos y cambió lassábanas. En la estufa que empezaba aroncar, tiró una cinta del pelo, regalode una muchacha, y despuéscomprobó la limpieza del parqué yde los muebles. Sabía que a Sybillele causaba horror la suciedad.

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LIBRO III

La inmensa nave de la catedralse libera de una noche de arcillafría y toma posesión del espacioganado al viejo santuario y lasviviendas del pueblo y losburgueses. Parece que le hayanconcedido este lugar para laeternidad y que nadie pueda venirnunca a disputárselo. Laarquitectura recorta el cielo enojivas, barre el espacio dealrededor con sombras colosales,

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domina ya con su poder y sumajestad los otros doce lugaressagrados del centro de la ciudad eincluso el palacio del Rey. Cuandose dirige la mirada hacia la cima deeste esqueleto de piedra y demadera, no se puede impedir unasensación de reto. Es cierto queDios no pedía tanto, él, cuyo Hijonació en un establo y pasó suinfancia en el taller de uncarpintero. ¿No castigará estemovimiento de orgullo agitandocomo Sansón las columnas de sucasa? ¿Es razonable llevar la

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temeridad hasta el punto último enque Dios podría tocar la mano quese le tiende? La catedral tonlaposesión de un espacio todavíapoblado de miedos ancestrales quedomina, que aplasta, que niega. Datestimonio de la audacia del hombreque osa mirar a Dios de frente, seniega a inclinar la cabeza en laplegaria bajo las bóvedas de cañónrecto de épocas pasadas, aparta lasmurallas ciegas y pesadas, busca lavía de la luz que le conducirá a laverdad. Dios es evidencia, y ¿de quésirve jugar a disimular tal evidencia

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como se ha hecho durante siglos, aconfinarla, a negarla poniendoentre Dios y el hombre estospesados aparatos de piedra, denoche y de silencio? Al contrario, elhombre de los tiempos nuevos niegala piedra, mentira necesaria quesólo utiliza con circunspección. Sipudiera prescindir de ello, lo haría.Si le fuera posible construir unacatedral que fuera una burbuja deaìre irisado, no lo dudaría. Estehombre está enamorado de latransparencia, de la luz, del color,de las músicas y los cantos

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amplificados por un espacioilimitado. Enamorado de la vida.Prendado de Dios como de unamujer. Dialoga con Él, lo tutea, lelanza pullas con ternura, niega elmiedo de la mano—rayo y de la voz—trueno. Al liberarse del terrorancestral, libera a Dios de susobligaciones punitivas. Dios siguesiendo el Padre, pero se lo aloja enuna casa tan bella, tan amplia, tanalta que el látigo se le caerá de lasmanos. El hombre de las catedralesle dice: «Padre, hela ahí, ¡tu casa!Para edificarla, hemos sangrado,

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hemos pasado noches en blanco ydías difíciles. Hemos llegado hastael final de nosotros mismos, hasta elmuro de cristal más allá del cualempieza el dominio de lo prohibido,al que ningún hombre tendrá nuncaacceso, el de lo imposible. Por másque hemos intentado imaginarte através de dimensionesexcepcionales, de audacias locas,toda la obra que te consagramos esirrisoria. Sólo podemos presentar elborrador de un niño estúpido. Sin tuindulgencia, sin tu clemencia,renunciaremos a continuar esta

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obra indigna de ti, nos reiremos denuestras pretensiones, destruiremoslo que hemos empezado, inclusorenunciaremos a vivir. Esta casasólo es bella, vasta y alta a los ojosde los hombres, pero los hombresson tus criaturas y la fronteratransparente que has asignado anuestras ambiciones es, siguesiendo y será en la eternidad elsigno de nuestras limitaciones».

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1Burgueses de París

Texto. A veces, por la calleNeuve, se veía deambular un cortejocentelleante al sol o bajo la lluviacomo un melocotón sobre el arenal.El rey Luis VII iba de paseo.

Rodeado por sus guardias, elsoberano reposaba en una litera concortinas de la que sólo se veía unrostro paliducho y delgado, tocadocon un gorro rojo, y dos manos quese agarraban al borde de terciopelo.

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Con sus casi cincuenta años, ya eraun viejo. El pueblo lo había llamadodurante tanto tiempo Luis el Cornudo,que parecían haberle quedado,incluso mucho tiempo después deldivorcio de la reina Leonor, huellasen el rostro y en el comportamiento.La edad y las fatigas de lascabalgadas contra su viejo enemigoEnrique Plantagenet, rey deInglaterra, le pesaban sobre loshombros y le clavaban cuchillos enlos riñones. Años atrás, se le habíavisto llorar ante los altares de París,con los brazos separados, de

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rodillas, implorando a Dios que sunueva esposa, Adela de Champagne,le diera un hijo. El niño lo esperabaal final de este desierto de lágrimas;lo llamaron Felipe y, como habíanacido en el mes de agosto, mástarde le dieron el sobrenombre deAugusto.

Ayudaban al Rey a descender desu litera. Le conducían hasta elcorazón vivo de la obra sujetándolopor las axilas. La mirada de sus ojosrojos no dejaba nada al azar; asentía,reunía a su alrededor al obispoMaurice, a Gautier Barbedor y a una

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parte del cabildo, y mantenía consejoal aire libre, sentado en una piedra.Se informaba de la marchade lostrabajos, del estado de las finanzas,prometía una ayuda suplementaria,pedía entrevistarse con el maestro deobras y lo escuchaba con respeto,como escuchaba antaño a su ministroSuger cuando le hablaba de lareconstrucción de Saint Denis.

A veces, el Rey se dirigía a unhumilde clérigo de rostro femenino,al que llamaba familiarmente «miquerido Thomas», para pedirle suopinión. Thomas Becket, expulsado

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de Inglaterra como consecuencia desus diferencias con el monarca, noocultaba su admiración.

Un día, el Rey le dijo al maestroJean:

—¿Quién es este hermoso niñoque no se separa de usted? Parecemuy despierto.

—Es mi aprendiz; me atrevo adecir que mi alumno, señor. Se llamaVincent Pasquier. Pasará su maestríasin tardar.

El maestro Jean indicó a Vincentque se acercara y una expresión deenloquecimiento pasó por el rostro

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del aprendiz. Se arrodilló. Lerogaron que se levantara. El Reyhablaba tan suavemente que habíaque aguzar el oído. Detrás de él, unclérigo traducía mediante gestos ypalabras. De aquel lío de palabras,Vincent retuvo poca cosa, sólo elfinal, la palabra «chorro» o«coro»…

—Su Majestad —dijo el clérigo— cuenta con vos para acelerar lostrabajos. No quiere morir antes de laconsagración del coro.

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—Hay que saber elegir —dijo el

maestro Jean—. Tus amores con lahermosa viuda no me disgustan, perote roban demasiado tiempo y fuerzas.Deberías recortar una buena parte delas noches que pasáis juntos, y asípoder trabajar más. Ahora la sala debocetos está abierta para ti de día yde noche. Es una gracia envidiableque no sabes aprovechar. No megustan esos ojos derrotados, esosrasgos tensos, ese aspectotambaleante de la madrugada. Si teniegas a dedicarte más a la obra, es

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mejor que renuncies y vuelvas avender barquillos en el Grand Pont.

El sermón dio sus frutos.Una vez terminada la jornada y

después de lavarse, Vincent iba adistraerse un poco con losestudiantes que se agrupaban en elGrand Pont, encima del arco maestrollamado «Faute du Pont», porque notenía edificios comerciales niviviendas encima y porque desde allíhabía una buena vista de la flotilla debarcos del río y de los molinos. Seentretenía allí y aprendía distintasmaneras de expresarse, con algunas

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nociones fragmentarias de filosofía,de latín o de teología cuando lasdiscusiones tomaban un rumbo serio.

Al caer la noche, regresaba a laobra con un pedazo de pan y quesoen el bolsillo. De un pequeño cofreque el maestro Jean le habíadestinado, sacaba unos pliegos, susplacas de cera, sus minas y susestiletes, su compás y su escuadra yse ponía a trabajar a la luz de unacandela.

Después de captar ciertosmisterios, avanzaba en una claridaddeslumbradora. Le había costado

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mucho tiempo comprender la ventajade la construcción de bóvedas enojivas cruzadas sobre la bóvedarománica tradicional, que cargabasobre los fieles el peso de unasombra y un silencio de cripta.

—Es el gran descubrimiento denuestro tiempo —le decía el maes—trojean—. Antaño, las construccioneseran pesadas y bajas. La bóveda quese apoyaba en las paredes impedíacualquier impulso capaz de separarlas paredes, por fuertes y apuntaladasque fueran. El cruce de ojivas dirigeeste impulso a las columnas, los

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pilares y los cimientos. De estamanera, casi podríamos prescindirde las paredes y podemos colocartantas aberturas como queramos. Porpoco que le guste a Pierre, elChantre, queremos para el hombrede mañana catedrales luminosas,edificios que respiren y exalten laplegaria en lugar de ahogarla. ¿Cómopodría desagradar a Dios estaelección?

Había asistido a la consagracióndel coro de la catedral de Senlis yhabía regresado maravillado ydesesperado. ¿Lo harían mejor o

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incluso igual de bien? Cuandohablaba de aquella nave de piedra enque las paredes parecíantransparentes y la luz etérea, estabacomo ebrio.

Ya tarde, Vincent guardaba susbocetos en su cofre, apagaba lacandela y dejaba que la sombra y elsilencio cayeran sobre él, con losojos cerrados sobre una danzafosforescente y el sonido de unazarabanda de formas y cifras en lacabeza.

Una tarde, en plena iluminación,cuando la fatiga casi lo había

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sumergido en el sueño, había vistoerigirse una gigantesca columna deluz cuya base reposaba sobre un nudode serpientes. Había visto en aquellaimagen la victoria de Dios sobre laspotencias ocultas de la Tierra.Volvió a tomar su estilete y trazóaquel motivo en una placa de cera.Se veían serpientes de cuerpo gruesorodeando el bocel del último tamborpor sus cuatro costados. A la mañanasiguiente, sometió su boceto almaestro Jean.

—¿De dónde has sacado estaidea?

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—Me ha venido como en unsueño.

—Es una idea muy buena. Haz undibujo completo.

Vincent hizo algo mejor. Modelóun motivo en yeso. Las serpientesparecían vivir y sufrir, prisioneras dela piedra que las aplastaba. Alcontemplarlas, le parecía que algosufría y moría en él.

Jeanne Bigue estaba en su

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esplendor.La madurez y cierta opulencia de

carnes daban sus frutos. Parecíaemanar de ella, incluso cuandojugaba a enojarse, pura miel. Se lehabía presentado un sentimiento devanidad; prefería dejarse amar queamar ella misma. No ponía mala caraa su placer, pero velaba sobre todopor la perfección para su pareja.Tenía languideces de gata sin lasbruscas relajaciones y losimprevistos arañazos. «Te preferíaantes», le decía Vincent. Ella mirabacon curiosidad al muchacho, casi un

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hombre ya, muy apuesto con su pelolacio pero espeso, su rostro agudocon una ligera barba, sus hombrostodavía firmes y delgados, y susmuslos largos. No respondía —norecordaba cómo era— y sepreguntaba por qué Vincentcompartía siempre su cama; no era unamante excepcional, era celoso, osimulaba serlo, y hablaba poco.

Había estado varias veces apunto de renunciar a su «hermosaviuda», pero sacaba tantas ventajasque había cambiado de idea. Escierto que la encontraba tonta,

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maternal e irritante, con su manía demezclar los sentimientos con susretozos, blanda como una fruta, yfundente como la cera entre susbrazos, con olores que soportabamal, pero ¿cómo renunciar a lascomidas que ella le servía, a lasmonedas que deslizaba en su cintura,a la invitación de aquella puertasiempre abierta?

Mostraba curiosidad por todo. Elmenor suceso de la obra leinteresaba. ¿Por qué habíandespedido a aquel herrero? ¿Cómohabía podido el maestro Jean

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sustituir a los dos cagotes que habíanabandonado la obra después de unadisputa con los albañiles? ¿Habíaempezado la colocación de lasláminas de plomo en el armazón?¿Era cierto que Thomas Becket sedisponía a volver a Inglaterra paraenfrentarse al Rey?

—¿Cómo van los amores delmaestro Jean y Sybille?

Jean… Sybille… Nunca se lesveía juntos. El vacío de susrelaciones se suplía con hipótesis.Por su parte, Jean no se entregaba.Vincent los sabía enamorados el uno

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del otro, sobre todo después delregreso del maestro de obras de sutrabajo en el Languedoc. ¿Cuándo seveían? ¿Dónde tenían lugar las citas?Muchos misterios.

El maestro Thibaud parecíaacomodarse a estos misterios,después de haber intentado hacer quesu hija entrara en razón. Tenía otrascosas que hacer.

Desde hacía dos años, habíarenunciado a las tierras del Clos deThiron, obtenidas mediante censo, asus citas con la viña y el huerto, locual le había resultado penoso. Se

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consolaba diciéndose que de todasmaneras habría tenido que abandonaraquel dominio para dejar el lugar alos nuevos barrios que el Reydeseaba ver construir en la orillaizquierda. La Cité empezaba aexpandirse; artesanos y comerciantesdejaban sus callejuelas oscuras ypestilentes, y el barullo de losbarrios para establecerse en la orilladerecha, alrededor de Saint Jacquesy Champeaux, y la orilla izquierdaquedaba como un espacio rural consus dos villas desplegadas alrededorde Saint Germain des Prés y de

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S.unte Geneviève.La aventura de la orilla derecha

tentaba al maestro Pierre. Alacercarse a los cuarenta, se sentíacon alma de pionero. Había lanzadouna tropa de roturadores a losronzales y los lodazales de un terrenoque había adquirido a los monjes deThiron, más allá del viejo recinto delnorte del cementerio Saint Jean,cerca de la antigua puerta Baudoyer.

Era pleno campo y eso leconvenía. Vagaba con gusto bajo lossauces y los álamos que habíaconservado. Observaba saltar a las

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ranas en las últimas charcas y a loszorros correr por las hierbasamarillas del verano. Domesticaba elespacio, lo parcelaba. Aquí estaríasu casa, más amplia y más bonita quela de Port Landry (el EstercoleroLandry, como decían); allí, el huerto;más lejos, sus almacenes, cerca delrío. Aquí trazaría un camino; allí, unacalle alrededor de la cual seaglutinarían viviendas. Había dejadode soñar con el título de Thibaud duClos, pero ya hablaba del ClosThibaud o —más ambiciosamente—del Bourg Thibaud.

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Había renovado su flotilla y lahabía aumentado en algunasunidades. Sus embarcaciones subíanhasta Ruán y, en el estuario,regresaban con cargamentos de sal,arenques y lana inglesa. Otras traíande Port Landry vino de Bourgogne ymadera de Morvan. En la Hansa deParis, Thibaud era considerado unapersona honorable. El Rey lo habíainvitado con motivo del nacimientodel príncipe Felipe.

Al éxito de sus asuntos, la paz desu hogar habría tenido que hacer uneco armonioso.

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Bernarde había dejado de darlehijos, por lo que no sufríademasiado, pues la descendenciaestaba asegurada. Le había nacido unvarón, tres años antes del inicio de laobra de Notre Dame. Para dargracias a la Providencia, que lecolmaba de favores, el maestroPierre había donado un censo anualde cuatro perras chicas sobre unacasa que había adquirido detrás de lasinagoga, a beneficio de los leprososde Saint Lazare. Desde hacía tiempo,su hija Sybille había dejado de soñarcon el leproso rojo, pero le traía

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otras preocupaciones. Si lainterrogaba sobre sus relaciones conel maestro de obras, se escudaba enun silencio testarudo y negaba hastala evidencia. Por más que el maestroPierre se repitiera que «aquellopasaría como una tos ferina», aquellono pasaba. Sybille se zafaba cuandose hacía alusión a su matrimonio. Nose ocupaba más que de aquellasombra viviente de la que sólo sehablaba con palabras vagas y quedaba vueltas sobre la casa como unanube de tormenta.

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La atmósfera en la obra de Notre

Dame seguía siendo igual de tensa.Los albañiles y los talladores de

piedra acusaban a los cagotes detodos los males que se producían: unandamiaje roto, una piedra quebajaba rodando, una tina de morteroque prendía mal, un accidente, unrobo. Todo era válido para acusarlosde haberles lanzado un mal de ojo.

El operarius Richard le decía almaestro de obras:

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—Pensad lo que queráis,maestro, pero desde que estos «piespalmeados» han llegado, losproblemas se multiplican y la obrano avanza como debería. ¿Por qué nodespedirlos? No faltan buenoscarpinteros en París.

—Éstos son los mejores.Además, particularmente, no creo enlas fábulas que corren sobre ellos.Además, el obispo no aceptaría quelos despidiera. ¡Es más tolerante ymenos supersticioso que tú!

Nada habría podido decidir aRichard a cambiar de opinión. Es

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cierto que los compañeros de Rastrono eran demasiado diferentes de losotros trabajadores, pero teníancomportamientos insólitos: su maníade comunicarse silbando comomirlos, las sesiones de copulacióncolectiva a las que se entregaban, sincontar con el onanismo y la brujería.¿Acaso el maestro Jean ignoraba quela fruta se pudría sólo con que latocaran, que la hierba que pisoteabanno volvía a crecer, que sedesprendían de su cabaña oloresrepugnantes?

Ahora le tocaba al maestro Jean

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encogerse de hombros. No habíaobservado nada de todo aquello, sólolos silbidos modulados, pero seimponía un dilema, aceptar aquelestado de hecho o despedir a los«piel palmeados». Para llenar losvacíos dejados por los cagoteshastiados por ciertas novatadas,había contratado a carpinteros en lasplazas, pero los hombres de Rastrohabían amenazado con desertar enbloque de la obra. La intervencióncontundente del obispo habíaconseguido devolver una pazprecaria.

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Richard se contentaba condespreciarlos; no ocurría lo mismocon los demás.

Un tal Rigai, antiguo curtidor dela calle Troussevache, empleadocomo peón, se había convertido en elcampeón de los descontentos. Un díaque resbaló en un plano inclinadodejando caer la artesa de morteroque llevaba al hombro, le deslizaronal oído:

—Deberías castigar a ese tipoque te miraba con malos ojos.

Rigai pidió que le señalaran al«tipo» en cuestión; era un

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adolescente afectado de estrabismo.Le indicó que se acercara y no secontentó con tirarle de las orejas, selas arrancó a dentelladas. Unos díasmás tarde, se descubrió a Rigai alabrir la obra con el rostro tumefactoy el cuerpo rayado a golpes de vara.

El maestro Jean se informó, perorenunció a elucidar el asunto. Lehicieron comprender que no tenía queocuparse de ello. Poco después, tuvouna nueva ocasión de intervenir.

Rigai sólo esperaba unaoportunidad para vengarse. Undomingo por la mañana, bajo los

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efectos del vino, entró en la viviendade los carpinteros cuando los cagotesestaban Dios sabe dónde. Armadocon un hacha, rompió la entradadespués de haberlo reducido todo apedazos, sin preocuparse por si esasentina era tan pestilente como seaseguraba. La cabaña se derrumbósobre él y tuvo problemas para salirdel apuro.

Al día siguiente, Vincent llegó elprimero a la obra y constató eldesastre.

—Esta vez —dijo Rastro—, seha colmado el vaso. Que nos traten

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de «pies palmeados» a causa de estapata de oca que estamos obligados allevar, que nos maldigan como anuestro supuesto antepasado, el judíoGhézi, y que se aparten de nosotrostapándose la nariz tiene un pase,estamos acostumbrados. Pero que sepretenda atentar contra nuestraexistencia y nuestros bienes es másde lo que podemos soportar.Abandonaremos París yregresaremos a casa.

Los cagotes parecíandesesperados. Sacaron los restos desu cabaña, recogieron los objetos y

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las herramientas. Algunos lloraban.—Aquí todo el mundo nos

detesta, nos desprecia y nos teme. Túmismo, Vincent… ¡No lo niegues!

La protesta de Vincent se lequedó en la garganta. Hacer daño aaquellos excluidos le parecía odioso,pero siempre había evitado, duranteel tiempo que le enseñaban el oficiode carpintero —¡y Dios sabe que noeran avaros con sus conocimientos!— el contacto con sus manos y elsoplo de su aliento.

Después de que metieran a Rigaien la prisión del obispo, Rastro

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había aceptado, en nombre de suscompañeros, quedarse hasta el otoño.El verano pasó sin incidentes.Cuando se trajeron carretadas depaja y estiércol para proteger loscimientos del hielo, hicieron susequipajes y partieron hacia el sur.

Precedieron en poco al maestroJean, que volvía a sumergirse en sucarrascal.

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2La sala de bocetos

Texto. Cuanto más progresabaVincent en el campo delconocimiento, más prisionero de élse sentía. Lo inspiraba y lo devoraba.Se imaginaba condenado a unabúsqueda perpetua que nada podríadetener mientras estuviera sano decuerpo y de mente, con esacuriosidad nunca satisfecha. Undescubrimiento lo conducía a otro. Elmundo en el que había penetrado

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siguiendo las huellas del maestro erauna trampa sin fondo. Creía haberalcanzado el final, pero sólo era elcomienzo.

El maestro Jean le había dichoantes de abandonar París:

—Esta sala de bocetos es tu casa.En ella estarás solo. Cuídala. Nuncala dejes abierta detrás de ti cuando tevayas. No dejes entrar a nadie y nosaques nada de ella. —Le habíatendido una llave de plata—. Te laconfío. Abre el cofre que todavía nohe abierto delante de nadie.Encontrarás escritos, esquemas, el

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fruto de mis observaciones y misdeducciones. Toda mi experiencia,todos mis conocimientos están ahí.No te dejes desanimar por el aspectoaustero de estos documentos. Teparecerán oscuros al principio, peropoco a poco verás surgir la luz sisabes ser paciente y atento.

Antes de alejarse con sus doscaballos, su equipaje y un criado quehabía contratado para la temporada,abrazó a Vincent.

Tengo confianza en ti. Cuandoregrese, tengo que encontrarte tansabio como Adoniram, el maestro de

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todos nosotros.Vincent titubeaba en el jardín de

los símbolos, ebrio de aquel inciensode conocimientos que le llenaba lanariz antes de enajenarlo.

Cada catedral que el maestroJean había visitado a través deEuropa era un pequeño universo quecontenía toda la ciencia y toda lareligión. Había leído en ellas comoen un libro. Después de observar lacoherencia de aquellos gigantescosmonumentos, había descubierto queel menor detalle tenía su importancia.Decía: «Muéstrame un simple

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elemento de una de estas catedrales ylo situaré, te daré la disposición y lasdimensiones». Apenas exageraba.

Con la nariz sobre aquelgalimatías en la fría luz del inviernoy los riñones calentados por la estufaabundantemente alimentada con losrestos de la obra, Vincent jugaba areconstruir naves gigantes a partir deun detalle. Se equivocaba nueveveces de cada diez, ¡pero qué alegríacuando daba en el clavo! Pasaban lashoras. Las campanas tocaban unahora tardía en el cielo rosado. Delrío cercano, subían las últimas

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llamadas de los marineros y losmugidos sordos de los cuernos deniebla. De la cabaña de losalbañiles, llegaban cantos incesantesy martilleos de carola.

Vincent encendía su candela en laestufa, apomazaba un pergaminobosquejado, mezclaba un trazo nuevoal palimpsesto, dibujaba una Virgenprocurando derrengarla justo lonecesario, en la actitud que habíaobservado en su madre cuandollevaba al pequeño Milon en brazos.Para que la imagen saliera bien, teníaque sentir él mismo, físicamente, el

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peso de aquel niño, un tirón en losriñones, la molestia de lainclinación. Después se dedicaba aencerrar la imagen en un círculo o enlos rayos de una estrella hasta quealcanzaba la perfección delequilibrio.

Alrededor de Navidad, se puso adibujar una catedral imaginaria, .iinventar nuevas proporciones,nuevos estilos de decoración.Trabajó en ello febrilmente durantevarios días, con la regla y el compás,y sólo se interrumpía para comer ydormir. Se despertaba sobresaltado

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para anotar un detalle que se le habíaaparecido durante el sueño y sevolvía a dormir sobre su croquis.Cuando se puso a calcular lacapacidad de resistencia del edificioal impulso de las bóvedas, se sofocó;así pues, laconstrucción de sucatedral se vino abajo apenasacabada, a pesar de los contrafuertestocados con bonitos pináculos conque la había dotado. Se dijo quedemasiada ambición conduce a lalocura.

Era consciente de que a su trazole faltaba dominio. Tenía demasiada

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tendencia a embellecerlo endetrimento de la verdad y el rigor.

Nunca se desplazaba sin un fajode hojas compradas a los perga—mineros, que llevaba en una bolsa decuero atada a la cintura. AndréJacquemin se maravillaba de aquellanueva manía y se extasiaba con lostalentos de su amigo. Lo mirabaesbozar a un vendedor de agua, unasirvienta del albergue, uncomerciante de carbón con su bolsaal hombro, una niña parada delantede una tienda, un perro o un osodomesticado.

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—Está muy bien —decía André,al que también divertía haceresbozos—, pero te falta el plenodominio del trazo. Antes de trabajaren algo nuevo, inspírate en los que tehan precedido. ¿Por qué no vas avisitar Chartres?

A Vincent le gustó la idea. Elcabildo le había concedido, ainstancias del maestro Jean, unmodesto peculio que le bastaba paravivir durante el cierre de la obra.

Se marchó poco antes deNavidad, cuando se celebraba laFiesta de los Locos en la vieja

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basílica de Saint Étienne. Caminópor la nieve y el barro en compañíade los peregrinos que se dirigían aRocamadour y a Saint Foy deConques. En Chartres, vivió en unaespecie de delirio, se arruinó enpergaminos, estuvo a punto de morirde frío en un granero y contrajo unafuerte fiebre.

Después del bosque delconocimiento, vino el de lossímbolos.

Vincent se esforzaba pormantenerse a raya, como en el umbralde un santuario prohibido,

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resistiendo la atracción de aquelmundo fascinante en que lasdimensiones, las formas y lasimágenes tenían un sentido secreto,sólo perceptible para los iniciados.A medida que se aventuraba poraquel mundo misterioso, se desatabaen él una red de percepciones yconcepciones antiguas. Se sentía a lavez muy viejo y elevado por unimpulso de juventud. El laberinto deChartres, donde había vistoperegrinos en procesión de rodillas,lo atormentaba; aquel itinerarioiniciático constituía la base de todo

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un sistema en que el menor detalletenía su significado, estaba sujeto ala ley de los nombres que regula laarmonía del universo, une la Tierraal cosmos y el hombre a Dios.

El maestro Jean le había hecho unregalo temible. Alababa a suiniciador y lo maldecía, él, quedejaba transcurrir días apacibles ensus colinas de lavanda, en aquel paíscàtaro donde bullía la herejía.

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Un día de febrero, sin sabercómo ni por qué se encontraba allí,Vincent se despertó en un decoradodesconocido. Barbedor estaba a sucabecera, con un tazón de tisana entrelas manos. Detrás de él, seencontraba un hombre de elevadaestatura.

—Monseñor Maurice ha venido avisitarte —dijo Barbedor—. Cuandote hemos recogido en la sala debocetos, estabas rígido por el fríohasta el punto de que hemos creídoque habías dejado de vivir. Te hemoshecho transportar a esta habitación

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del obispo, donde has estado muchotiempo delirando. ¿Qué es estahistoria de «cifras divinas» y de«cifras de la materia» con que noshas machacado los oídos? ¿Eres unpoco brujo, acaso? Toma, bebe.

El obispo se acercó a la cama.—Te tomas tu obra demasiado a

pecho —dijo—. La fatiga y lasprivaciones han estado a punto deserte fatales. Prométeme que serásmás razonable en el futuro y no teencerrarás en la sala de bocetoscomo en una celda de loco delhospital.

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—La sala de bocetos —balbucióVincent—, ¿la han cerrado conllave?

Barbedor sonrió. Todo estaba enorden y bien cerrado.

Vincent se sentía cómodo comoen un capullo de plumas, con lacabeza vacía y ligera, el sabor de lamiel y de la tisana en la garganta. Lohabían dejado solo con un viejocanónigo apolillado sentado en untaburete cerca de la puerta, con lacapucha sobre la nariz y las manos enlas mangas. Un brasero al rojo vivoestaba cerca de la cama.

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Decididamente, no se acordabade nada. ¿Qué habría querido decirBarbedor con aquella historia decifras? ¿Realmente había rozado lalocura? Se durmió y se despertó paraorinar en un cubo que el viejocanónigo le tendió a los pies de lacama. El ruido de una disputaascendía de la planta baja. Se volvióa dormir y se sobresaltó cuandoalguien le tocó el hombro. Acababade soñar con el maestro Jean y sepreguntaba si era él. Cuando penetrópor última vez en la sala de bocetos,quedaba un poco menos de una

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semana para su regreso. Abrió losojos. Era él.

—Sus llaves —dijo Vincent—están en mi cintura. Todo está enorden. He trabajado mucho.

—Demasiado. Barbedor me lo hacontado todo. ¡Joven loco! ¿Nuncaaprenderás a moderarte? Recupératepronto porque voy a necesitar tusservicios.

De pie, al borde de la cama,parecía tener una estatura prodigiosa.El sol del carrascal le habíabronceado la tez. Se había recortadola barba y cortado el pelo, que salía

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por pequeños mechones bajo lagorra. Olía a lluvia.

—Tu hermosa viuda te reclama—dijo—. Hace poco que ha venido ala obra, gritando que te teníamossecuestrado, pero que ella sabríaencontrarte. Esta mañana ha venidootro, un judío llamado Ezra. Afirmaque has dibujado a su hija, Jacoba,delante de una tienda, en la calle dela Judería. Le gustaría ver el boceto.¿Era bonita la niña?

Vincent sonrió. No era más queuna adolescente, pero tenía unos ojosnegros muy vivos. No muy bonita,

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no…—He encontrado las llaves de la

sala de bocetos —añadió el maestroJean—, en tu cintura. He ojeado tusesbozos. Si he comprendido bien,¿quieres reinventar el mundo?

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3La piedra grita

Texto. El niño no eradesgraciado. El maestro Thibaud lotrataba como a los que había tenidocon Bernarde y con sus sirvientas,sin establecer diferencias, al menosen su comportamiento, y habíaexigido que todos hicieran lo mismo.

Era un varón. Le habían puesto elnombre de Robin, como el padre delmaestro Pierre. La comadrona habíasufrido para arrancárselo a su madre,

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porque Sybille era estrecha y estabarígida, como si hubiera queridoguardar su fruto para ella y morir conél. Habían dado a la mujer el doblede la suma por sus servicios para queguardara silencio.

Le dieron a Robin el agua delsocorro en el baptisterio de SaintJean le Rond, en secreto, al alba;también fue necesario untar la manodel sacerdote y del pertiguero.

La tormenta que pasó por la casade Port Ladry había dejado unaatmósfera de ceniza. La armonía quedaba la imagen de una especie de

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felicidad parecía cumplida. Elmaestro Pierre se encerró en unasoledad cimentada por largossilencios. Cuando se enteró delvínculo de su hija con el maestro deobra y, sobre todo, cuando Sybillehuyó para reunirse con su amante,embarazada de varios meses, él, tancalmado, había estallado. Despuésde informarse del lugar en que seencontraba el sobornador, se habíapuesto en marcha y había alcanzado asu hija cerca de Limoges, en unalbergue, sin su dinero, sus joyas y sumula. Le había dado tantas vueltas a

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su cólera a la ida que a la vuelta sólole quedaba una gran bola deamargura en el corazón. No teníaninguna palabra para ella, ni siquieraun gesto de ternura. Cabalgabadelante, con los hombrosencorvados, con la brida de la mulaque había comprado en Limoges parael regreso sujeta en el pomo de lasilla, como si temiera que Sybille seescapara de nuevo.

Estuvo enclaustrada todo elinvierno. Solamente le permitíanpaseos por el jardín. Bordabainterminablemente. Su vista se

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enturbió, su tez perdió brillo. Aveces, Havoise la veía echarse haciaatrás para relajar los riñones ypermanecer con la cabeza levantadahacia el techo, con la boca abiertacomo para gozar mejor de una lluviafresca de recuerdos.

Ella y Jean se habían amadodurante cuatro años. Cuatroprimaveras, cuatro veranos y cuatroinviernos. Al llegar el invierno, ellalo miraba partir sin angustia,sabiendo que regresaría. En susueño, trataba de imaginárseloperdido en aquellas tierras

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misteriosas del sur, pero no loconseguía, ella, que nunca habíadejado París; decían que estabaninfestadas por una de esas herejíaspurulentas que gangrenaban a vecesel flanco herido de la Iglesia. De vezen cuando, veía reaparecer alleproso rojo de sus pesadillas deinfancia.

Una vez reorganizada la obra,

con la gran colmena de nuevo enpleno ajetreo, el maestro Jean se

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inquietó. Sybille habría tenido quehacerle llegar una nota; Havoisedebería haber aparecido connoticias.

El tercer día después de suregreso, fue con Vincent a callejearpor Port Landry, donde los álamosempezaban a verdear. A Vincent ledivertía aquella maniobra, pero nomostraba nada, demasiado feliz conla promesa que le había hecho suamigo de llevarlo con él el inviernosiguiente para una campaña detrabajos de restauración enMaguelonne.

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A la mañana siguiente, el maestroJean recibió la visita de Havoise.Parecía loca de inquietud.

—¿Qué ocurre, Havoise?Una desgracia, señor. Esta nota

os lo explicará todo.El maestro Jean tuvo problemas

para reconocer la letra de Sybille enaquella escritura garrapateada en eldorso de un efecto de comerciocaducado y lo leyó dos veces paraextraerle el sentido. Se enteró de queSybille le había dado un hijo, que nohabía dejado de amarlo y esperarlo,que deseaba verlo sin demora. Pero

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¿cómo conseguirlo?El maestro Jean se vio inmerso

en una especie de vértigo. Nunca sehabía sentido tan indiferente, como siaquella pasión concerniera a otro. Sehabían amado durante cuatro años.Por ella, había transgredido losdecretos del cabildo y practicado unconcubinato discreto pero notorio. Ysin embargo, era un sentimiento queresistía mal la ausencia. Cada vezque se iba, adivinaba que la amabamenos que antes; cuando regresaba,tenía la certeza de ello.

Imaginaba el amor de Sybille

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como una magnífica bóveda de ojivaatrevidamente lanzada al cielo, peroque, sin pilares para sostenerla,parecía flotar en las nubes. Sereprochaba aquella indiferencia,pero ¿qué podía hacer? No se puedeforzar la propia naturaleza ni lossentimientos. Se veía obligado aconfesarse que, si había ido amerodear a Port Landry, era más porcuriosidad que por amor. Si nohubiera existido aquel niño, habríarenunciado a Sybille tarde otemprano.

—Es un niño muy hermoso —

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dijo Havoise—. Y precoz. Al nacerya tenía pelo e incluso un diente queapuntaba.

Le habría gustado verlo. Eraimposible. Havoise se lo confirmó alobservar que no había tenido unapalabra para Sybille. Dijo:

—Mi ama se atormenta alsaberos tan cerca de ella y no poderveros. ¡Y vos hacéis como si noexistiera!

—¿Qué puedo hacer?—Hablar con el maestro

Thibaud. No montará ningúnescándalo, porque está demasiado

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ocupado con su tristeza para sentircólera por vos.

El maestro Jean se estremeció.Hablar con el maestro Thibaudrepresentaba, implícitamente, aceptarla idea del matrimonio. No podíadecidirse. A su falta —suconcubinato—, se añadía el temor aun error, pues el matrimonio eraincompatible con su estado.

—Iré a ver al maestro Thibaud—terminò por responder aregañadientes—, pero antes necesitoreflexionar.

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A Vincent le gustaban aquellas

madrugadas de primavera, cuando elalba apenas acaba de abandonar elcielo detrás de los álamosesmirriados del terreno. Los oloresfríos de los huertos de los canónigosse daban cita en la obra.

Por la mañana, todavía seencontraban capas de hielo sobre lasreservas de agua y los pasos hacíancrujir la tierra helada. La obra sedespertaba lentamente, expulsaba los

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sueños y los fantasmas cuyasimágenes se habían descubierto enlos cimientos. Los primeros calorescayeron del cielo con fuerza a travésde las remeras de luz y de humo. Laalegría invadía a los compañeros.Bastaba que uno de ellos en suandamiaje, y otro en su cabaña sepusieran a bromear, a cantar, a lanzarpullas a un canónigo o un oficial delcabildo para que el buen humor y laanimación se extendieran por toda laobra, incluso por la cabaña de losherreros, que pasaban por sertaciturnos.

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Vincent había imaginado ydeseado aquel primer contactocotidiano con la piedra desde sudespertar. Sus manos todavíaguardaban la forma de la herramientay una capa de cal en los lugares queapretaban más estrechamente elmango del mazo o el escoplo dehierro. Apenas salía de la casacanonical de Hugues, de lahabitación o de la sala de bocetos, yatenía en el oído el primer grito de lapiedra.

El maestro Jean le había dicho:—Pronto reconocerás la calidad

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de una piedra por su grito. Cada unatiene su manera de gritar, de hablar,de cantar, según su naturaleza y cómola tratas. A una piedra, puedeshacerla aullar de dolor o gemir deplacer. Si le das mucho amor te loagradecerá. Trátala con torpeza odesprecio y se vengará.

Contó la historia de aqueltallador de piedra que trabajaba enuna obra de Toulouse: un borrachoque a menudo maltrataba la materiaque trabajaba, la injuriaba, leescupía encima. Una mañana que sehabía mostrado especialmente

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agresivo, el capitel que estabaesculpiendo se abrió como un trozode queso blando. El maestro de obrasmandó cubrir con una gasa negra lapieza perdida y, después de izarlasobre una narria, le hizo dar unavuelta por la obra, con el tallador depiedra enganchado a ella, con eltorso desnudo, azotado hasta lasangre por los compañeros. Era lacostumbre.

—La piedra está viva. Sufrecomo nosotros. Algunas lamentanabandonar el lecho en el que Dios lascolocó al principio del mundo. Otras

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se expanden a la luz. Paracomprender esto, Vincent, senecesitan años de aprendizaje y deamor.

En la obra de Jeanne Bigue, en

Montrouge, Vincent había conocido aun maestro cantero barbudo y peludocomo un tronco de árbol carcomidopor el musgo y el liquen. Aquelhombre sabía, a pesar de sus ojosenfermos y purulentos, reconocer aprimera vista, tocando y golpeando,

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la calidad y las propiedades de unbloque, estimar la profundidad de unlecho y qué cantidad de sillares deesta o aquella dimensión se podríanextraer. Había aprendido a distinguirla «buena y franca piedra caliza deParís», que se arrancaba de lascanteras de Montrouge para losparamentos, de los bloques traidoresde Saint Jacques, que a menudotenían mal aspecto al salir de sulecho. Su regla de oro era que, paraevitar los asientos, era necesario quelos sillares de un conjunto fueran dela misma naturaleza y de calidad

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idéntica. Evaluaba a ojo un banco ensu altura y en su profundidad y,cuando decía: «Vamos, muchachos,hay suficiente», se podía poner enmarcha el pico, el zapapico y lacuña. Manifestaba un rigorimplacable sobre las dimensionesimpuestas a los compañeros deltronzador; ocho pulgadas deparamento de largo, seis de grosor yocho de lecho… «¡Cortadlo!» Comode muy joven se había quemado lospulmones y los ojos con el polvo, secontentaba con la estimación y elcontrol, pero se podía confiar en él.

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Cuando las pie— dras noblesllegaban como princesas sobre laschalanas de Normandia —que seutilizarían para hacer columnas ypilares—, lo llamaban en consulta yse mostraba incorruptible.

Jeanne Bigue, que de ordinariopagaba a sus compañeros por toesa—y bastante mal, según decían—,tenía para aquel viejo maestropalabras y generosidades reverentes.Para Cristo Rey, le daba un moyo devino de sus viñas de Laas y, paraNavidad y Pascua, tres capones.Como a un señor. Y era un señor, en

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cierta manera.Vincent todavía era incapaz de

decir si prefería la piedra, la maderao la forja, en la que había pasado untiempo considerable.

Los cagotes le habían inculcadopor la madera lo que el maestrocantero le había enseñado de lapiedra; por su parte, el herrero lehabía adoctrinado sobre los secretosdel fuego. Todos habían obrado conla misma pasión. El maestro Jean ledecía:

—No es bueno decidirdemasiado deprisa. Si el famulus

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que eres quiere convertirse en elmaestro de obras que soy yo, espreferible que sigas todos loscaminos. Empiezo a conocer tunaturaleza; todo despierta tucuriosidad, pero no para ocuparte ala ligera y apasionarte por todo loque emprendes. Me gustan esasserpientes que has dibujado ymodelado. Ahora intenta encontrarmotivos de flores y hojas paranuestros capiteles. Pero no cualquiercosa. Paséate por las campiñas deSaint Germain o de SainteGeneviève, donde sopla el viento.

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Observa y vuelve con unos croquis.No quiero que dentro de mil años sepueda decir: «¡Vaya extrañoescultor: no sabía distinguir un fresnode un haya!».

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4El Olmo

Rompecorazones

Texto. El lugar favorito deobservación de Vincent se situaba enlos parajes de Saint Marcel, en laorilla izquierda.

Se marchaba temprano por lamañana, atravesaba espacios dehuertos cubiertos de rocío, donde yazumbaban las abejas. Miraba, porencima de las empalizadas de

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madera y de la fosa, la abadía deSainte Geneviève, que se erigía en laluz de primavera. Se detenía para vergirar los molinos sobre la Butte auxCailles o sobre el canal de Bièvre,por encima del barrio de loscurtidores.

El monasterio de Saint Marcelestaba a dos pasos.

Cerca de la entrada, en un bonitodecorado de huertos y viñaseclesiásticas acensuadas a losburgueses, se erigía un árbolconocido con el nombre de OlmoRompecorazones, porque era el lugar

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de cita de los enamorados y el testigode muchos disgustos. Vincent hacíasu cosecha de plantas, las disponíaen una tabla ante él y, sentado en lahierba, esbozaba con lápiz en trozosde pergamino con mucho placer.

Una mañana, se sintió observado

por encima de la empalizada quecerraba unas tierras de viña y huertodonde trabajaba un anciano tocadocon un sombrero de juncos verdes.Levantó la cabeza y sorprendió

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unacabellera negra que desaparecióbajo una higuera. Volvió a susestudios de hojas, con un ojo en suobra y otro en la higuera, entoncesvio subir por una pequeña escalamedio disimulada por las hojas unaespecie de oriflama roja, que era unvestido de muchacha. La señorita seinstaló en el último peldaño, inmóvily burlona como un gato en lo alto yque se sabía fuera de alcance. Teníaun hermoso pelo castaño que jugabalibremente sobre sus hombros.

De repente, Vincent pensó quetodavía no había dibujado hojas de

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higuera. Le lanzó a la muchacha:—Oye, ¿me das una?—No están maduras.—Hablo de las hojas. Una o dos.

Grandes.Ella le tiró todo un manojo.—¿Qué quieres hacer con ellas?—Dibujarlas para la catedral de

Notre Dame. Quizás un día las verásy pensarás en mí. —Entonces,golpeándose el labio inferior con lamina, añadió—: Te conozco. Eres lahija de ese médico judío que vive enla Petite Madian, el maestro Ezra.

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—Así es. Yo también te conozco.Me tomaste como modelo, hacetiempo, pero hacías como sidibujaras un jarrón de porcelana. Mehabrías tirado después de usarme site hubieras atrevido.

Él recordó que el maestro Ezra lehabía pedido el croquis. Lo habíaolvidado y se excusó. Ella se rió.

—No tiene importancia. No soymuy bonita. Ya ves, me habíasolvidado.

Era cierto. Era delgada, conrasgos un poco marcados y una narizgrande, pero unos hermosos ojos

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negros y una piel muy blanca bajo elpelo de un castaño azulado de nochede agosto. Tenía catorce años, peroparecía que tuviera dieciséis.Apretaba bajo la axila un librito detapas parduscas, sin duda esperandoque él le preguntara lo que leía. Se lopreguntó. Eran pequeños cuentosimitación de los antiguos. Habló deellos con ardor y después dijo:

—Me llamo Jacoba. ¿Y tú?—Vincent Pasquier. ¿Quién es

ese anciano del huerto?—Mi padre. Siempre está ahí

metido cuando tiene un momento. Si

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hace buen tiempo, lo acompaño.¿Qué estás dibujando ahora?

Él se levantó y le tendió la hoja.Ella ahogó una sonrisa. La habíaembellecido. Le dijo que podíaquedarse con el retrato y ella se loguardó en el libro e hizo un gesto conla mano para decir a la vez gracias yadiós. De lejos, le gritó:

—¿Volverás?Él cerró los ojos y mantuvo en la

retina el fuego del vestido rojo quese fundía con el sol.

Era el año en que Thomas Becket

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fue asesinado en los peldaños delaltar, en Canterbury; los esbirros delrey Enrique de Inglaterra que,después del divorcio de Leonor, serevolcaba en el lecho de Rosamon—de, le aplastaron el cráneo. Aquelasesinato había matado también alRey, pero con una muerte másinsidiosa, que se prolongaría años enese abismo de vileza que era elPlantagenet.

Fue el mismo año en que el reyLuis concedió el monopolio de lanavegación fluvial por el Sena, haciaarriba de París y hacia debajo de

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Mantes, a los comerciantes de agua.Para el maestro Thibaud, fue unaumento de riqueza; cambió el«Estercolero Landry» por la orilladerecha, hacia arriba del Grand Pont.No era propenso al éxito por unavoluntad de poder como la mayoríade sus colegas de la Hansa parisina,sino por una especie de fatalidad queparecía extraña a sí mismo,compensación involuntaria de lasdesgracias que agobiaban su casa.

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Se mantenía en la orilla, cerca deun empleado que contaba los barrilesde arenques acarreados por losdescargadores de torso desnudo.Tenía una mano en la espalda y laotra en la visera, los riñonesarqueados y el vientre hacia delante.Jean lo miró de lejos, impresionadopor la calma de aquel hombregolpeado por la adversidad. Cuandose decidió a abordarlo, no encontrólas bonitas frases que habíapreparado.

—Habéis tardado mucho en venir—dijo Thibaud.

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—Perdonadme —balbució Jean—. No me ha resultado fácildecidirme.

Cruzaron espacios de barriles ycordajes y penetraron en una cabañaabierta ampliamente sobre el puerto,bañada por un olor compuesto defletes diversos. Thibaud rogó alempleado que garrapateabapapelotes que fuera a vigilar eltransbordo y ofreció un asiento a suvisitante; él permaneció de pie,vuelto hacia los navios amarrados,con las manos a la espalda.

—Supongo —dijo sin perder la

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serenidad— que no veníssimplemente a pedir perdón. ¿Cuálesson vuestras intenciones? Nohablemos de «honor mancillado», de«vergüenza inexpiable» y otrassandeces. No me gustan las grandespalabras. También os pido que meahorréis el espectáculo de vuestroremordimiento y de vuestracontrición, porque no puedeafectarme. Lo que cuenta no sois vosni yo, sino ella y también ese niñoque le habéis hecho. No exijoreparación porque sé que sois unhombre de honor, capaz de decidir

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por sí mismo.Un ruido de disputa estalló en el

río. Thibaud abrió la puerta para oírmejor. Esta actitud en aparienciapasiva no era la que Jean esperaba ylo desconcertó. Se había armadopara enfrentarse a un padre agresivo,lleno de reproches y de amenazas, yse encontraba desarmado anteaquella blanda efigie de la desgraciaque mantenía su dignidad, su calma yno exigía nada. Era peor que elcompromiso que había previsto. Seescuchó declarar como si otrohablara en su lugar:

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—He decidido reparar mi falta ycasarme con Sybille, si lo consentís.

Hubo que convenir con laoficialidad del cabildo lasmodalidades de aquella unión. Secelebró en la pequeña iglesia deSainte Marine, entre la puerta delmonasterio y la calle de Marmousets,a hora temprana. Un anillo de pajaselló aquella unión precipitada ydiscreta. Sybille lloraba, pero nadiehabría podido decir si era de alegríao de pena, y Jean parecía de hielo.

Conservó su pequeño hospedajede la calle de Licorne, donde de vez

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en cuando la muchacha que vendíaheno se reunía con él. Tres o cuatroveces a la semana, para mantener lasapariencias, iba a pasar la noche enel amplio inmueble que el maestroThibaud había hecho construir en laorilla derecha, en el corazón de sunuevo dominio cerca de la PorteBaudoyer. Apenas se dignaba mirar asu pequeño Robin, hacía sin pasiónel amor a Sybille y se marchabatemprano por la mañana. No cambiócasi en nada sus costumbres.

La compañía de su suegro no leresultaba desagradable; incluso

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tenían largas conversaciones en lasnoches de verano, bajo los jóvenesolmos que rodeaban la casa, mientrasiban saboreando una jarra de vinofresco. Jean se interesaba por laexpansión de los comerciantes deagua y por el comercio de la ciudaden general; Pierre Thibaud seapasionaba por la construcción de lacatedral y deseaba, con sus colegas,financiar una vidriera.

A pesar de sus precauciones,Sybille estaba de nuevo embarazada.Cuando se paseaba por la ciudad,Havoise procuraba evitarle la visión

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de los leprosos y los roñosos de todotipo, porque sus terrores nocturnoshabían vuelto.

El embarazo le sentaba bien.Estaba espléndida; sus mejillashabían recuperado los colores;llevaba con orgullo su vientre haciadelante, lo cual disgustaba mucho aJean cuando iba a visitarlo a la obra.Flotaba alrededor de ella un aire defelicidad desde su boda, pero eso sedebía más a una voluntad ardiente deolvidar sus desaires que a suverdadero estado.

En ausencia de Jean, que se había

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marchado a Maguelonne con VincentPasquier, dio a luz en diciembre. Elbebé murió en uno de los primerosdías de enero, alrededor de la Fiestade los Locos. Era una niña. La fatigadel parto y la pena causada poraquella muerte dejaron a Sybille alborde de la locura.

Decidió partir hacia Maguelonne.Tuvieron que encerrarla y forzarla abeber tisanas para calmarla.

Le había salido una fea mancharoja en el costado.

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5La Virgen con el Niño

en la cadera

Texto. Había llegado unos mesesantes, venía de Jerusalén encompañía del canónigo de NotreDame, Josse de Londres, que habíaido de peregrinación a Tierra Santa.No se conocían ni su nombre ni susorígenes. Se daba con orgullo eltítulo de «magíster lathomus» y sehacía llamar Jonathan, un nombre quehabía adoptado después del segundo

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bautismo, que lo había convertido enun «hijo de Salomón», el rey de laantigüedad bíblica convertido en elpatrón de los talladores de piedrapor haber hecho construir un temploal Dios de los judíos. Jonathan erarudo, un poco vulgar en sus manerasy su lenguaje, pero un hombre jovialy un excelente obrero.

Mientras Josse de Londres hacíagestiones para crear a su cargo, en laCité, un hospedaje destinado a losestudiantes pobres, Jonathan habíasido contratado en la obra de NotreDame, gracias a las recomendaciones

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expresas del canónigo. Traía deOriente los ojos y el corazón llenosde imágenes y sueños; rebosabapasión hasta la punta de los dedos.Hablaba y hablaba… Pretendía habervisto las ruinas del templo deSalomón, la tumba de Cristo, el arcasagrada que contenía la verga deAarón, el faro de Alejandría quesumerge en las profundidades delmar sus cimientos de cristal azul, lasgrandes pirámides y otras cienmaravillas.

Con los demás compañerosescultores, a veces hablaba en una

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jerga llena de gritos, que pretendíaque era el lenguaje de los iniciados.

Firmaba sus piedras talladas conuna estrella. Saludaba manteniendorectos el dedo medio y el índice. Losque habían empezado por reírse deaquel comportamiento que tomabanpor excentricidades de inglésterminaron por escucharlo con unoído más atento y formar un círculo asu alrededor para oírlo hablar de susperegrinaciones y de su oficio, quehabía aprendido en sus correrías poresos mundos.

Las reuniones tenían lugar por la

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noche, con candelas, protegidos porla cabaña de los albañiles, casi ensecreto. Decían que allí secelebraban misteriosas ceremonias,cuya naturaleza nadie quería o podíarevelar. Cuando lo invitaron, elmaestro Jean se abstuvo. El cabildo,después de haberse asegurado de queno se hacía nada contrario a lasbuenas costumbres y a la religión,dejó hacer.

El aprendiz Vincent Pasquier, una

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vez bachiller, realizó su obra maestray accedió al grado de asistente.Aprovechando las últimas luces delverano, había esculpido la vísperauna Virgen con el Niño en la cadera,en un bloque que le había ofrecidoJeanne Bigue. Los plieguesmajestuosos y un buen impulsoparecían elevar a la vez al niño Jesúsy al brazo que lo sujetaba. Laexpresión serena y cercana a laindiferencia la había copiado de lade Sybille cuando paseaba a Robinpor la obra.

El maestro Jean se mostró

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crítico:—Has dado demasiada

importancia al drapeado del vestido.Es lo único que se ve. El arqueo delcuerpo es algo exagerado. A la carale falta expresión. Debería leerse elarrebato y sólo se ve una sonrisatensa. Tu Virgen se parece a unanodriza.

Vincent lo escuchó sin pestañear.El maestro Jean aceptaba mal que sehubiera inspirado en Sybille sindecirle nada.

En cambio, Barbedor no secallaba los elogios. Aquella obra era

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la más conseguida que se habíarealizado nunca en la obra. ¡Y elautor no tenía todavía veinte años!Atribuyó una prima a Vincent, loinvitó a su mesa y le predijo, entredos copas llenas de vino de las viñasepiscopales, un gran destino. Medioebrio, Vincent lloró de alegría.

Según la costumbre, Vincent,convertido gracias a su promoción entallador de piedra y escultor, ofrecióa los maestros de los diferentesoficios un par de guantes y unacomida para todos, obreros y peones.La prodigalidad del prior no bastó;

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sus economías se fundieron e inclusotuvo que pedir prestado a JeanneBigue para pagar el vino.

A instancias de Barbedor,

Thomas Pasquier abandonó suprisión en las navidades siguientes.Había sobrevivido gracias a losvíveres que Vincent conseguíahacerle llegar en secreto. Era unanciano. Con el cuerpo destrozadopor la sarna, parpadeaba con suúnico ojo ante el sol recuperado, se

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mantenía encorvado, respiraba mal yvomitaba la comida demasiado rica ala que ya no estaba acostumbrado.Mariette se negó a recibirlo; vivía enconcubinato con un tabernero,después del divorcio que habíaobtenido sin problema, y hacíaescasas visitas a la casa canonicalpara pedir dinero al maestro Hugueso a Vincent.

Thomas encontró trabajo con losreligiosos de Sainte Opportune, quehabían iniciado amplias operacionesde desbrozo en las marismas deChaillot. Le pagaban doce denarios

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el arpende. Regresaba por la noche,destrozado, lleno de barro hasta losojos, a la cabaña del hortelano delmonasterio de los canónigos que lehabían cedido. Nunca había ganadotanto. Su sarna, curada con pez griegamezclada con hierbas, habíadesaparecido. Recuperó suscostumbres de intemperancia, perosin exceso. Vincent lo visitaba con suhermana Clémence, que se habíaconvertido en una hermosamuchacha, un poco mimada por elambiente de la taberna, pero apenaslos miraba. Se había vuelvo muy

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salvaje. Jeanne Bigue había

experimentado una reconversiónsingular.

Los compañeros talladores depiedra que formaban alrededor deJonathan, en la cabaña, una especiede grupo esotérico la habían elegidocomo «madre». Ella les debía apoyoy asistencia; ellos se obligaban arespetarla.

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Ahora era una mujer gorda derostro barroso por el abuso del buenvino. Había renunciado, salvoexcepción, a abrir su dormitorio alprimero que llegara y ya sólorecibía, en la casa de la Sirène, conbuenas intenciones, a los compañerosde la cabaña, los de las obras deNotre Dame, del palacio episcopal,del hospital y de Saint Julien lePauvre; los «polvorientos»,apeadores de caminos, tenían quemostrar la pata blanca y decir laspalabras convenidas; para ellos,tenía mesa puesta y cama preparada,

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aunque no la suya, que se habíaconvertido en un santuarioinviolable, después de haber sido tanfrecuentada como las «madrigueras»de Val d'Amour.

Cuando encontraba a Vincent enla obra, donde sus narriascontinuaban vertiendo montañas depiedras, lo estrechaba entre susbrazos, lo abrazaba como una madrey a veces le mojaba la mejilla conuna lágrima tierna entre una palmaday una gran broma. Se había vueltobeata y cada día hacía quemar uncirio a Saint Gervais para la

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redención de su alma pecadora.Reprendía a Vincent:—¿Qué esperas para reunirte con

Jonathan y sus compañeros? Teenseñarían los secretos que ignoras.¡Te has paseado demasiado tiempocon la nariz al aire, pequeño zoquete!Ha llegado el momento de que tomesel «camino de la estrellas», comoellos dicen.

Vincent vacilaba. Sólo legustaban los caminos rectos y sinmisterios. El saber que le dispensabael maestro Jean le bastaba. Losrituales y las ceremonias secretas no

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le tentaban demasiado; no sentíaninguna necesidad de obtenerrespuestas a preguntas que no teníaganas de hacerse y le parecíasuficiente una doble exigencia: lasalud de su alma y la habilidad de lasmanos. El resto no eran más quepamplinas.

Vincent había instalado su primercapitel, realizado después desemanas de estudio y de trabajo enyeso, en la cima de los docetambores tallados por loscompañeros de Jonathan, quecomponían el fuste de la columna,

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velaban por que las piedras fuerandel mismo origen, de la mismacalidad y con una resistenciaidéntica. Recusó una de ellas, untambor tallado a contralecho, lo cualestuvo a punto de provocar unenfrentamiento con Jeanne Bigue.

El capitel era derivado delcorintio, con sus hojas recurvadasque, vistas desde abajo, producían unhermoso efecto de olas que rompen.A pesar de los cumplidos delmaestro Jean, Vincent no estabademasiado satisfecho de su obra,porque cualquier tallador de piedra,

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aunque fuera poco hábil, habríapodido realizar sobre módulo elmismo trabajo. Envidiaba a losescultores de épocas pasadas queponían fe, imaginación y fantasía enla realización de los capiteles. Elsuyo era frío, banal, no tenía nadaque pudiera retener la mirada yestimular la mente y la fe.

—Es en el exterior —le dijo elmaestro Jean— donde las imágenesse podrán ver y admirar. Allí esdonde los fieles leerán los grandeshechos del Libro, aprenderán areconocer a los santos, los profetas y

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los reyes, las estaciones y losoficios, los monstruos del Infierno ylos signos del Zodiaco. El interiorpertenece a Dios y a la luz; pidesilencio y recogimiento. El hombreque franquee los portales sólo deberáocuparse de su alma y no de lasimágenes. La fachada de la iglesiaestá vuelta hacia el mundo y elinterior está abierto a Dios.

»Este capitel constituía para ti unejercicio necesario. Te ha enseñadoel rigor y la humildad. El artista debedesaparecer detrás de la obra. Sisólo hubiera dependido de mí, habría

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llevado más lejos todavía el despojo,como los monjes blancos de Citeaux.Habría previsto simples astrágalosen la parte superior de las columnasy bases desnudas, pero el cabildodecidió otra cosa. En cambio, vamosa cubrir las paredes exteriores de unaverdadera fiesta de la piedra y túparticiparás en esta obra, puesto quetu naturaleza parece destinarte a ello.Más tarde, el color moderará yrealzará la austeridad de la nave ydel santuario.

Vincent padecía por trabajar enla gran obra sólo por fragmentos. Le

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decían: «Talla esta piedra de esta oaquella manera» y él lo hacía, unasveces con interés, la mayoría conindiferencia y raramente con pasión,como había ocurrido con la Virgencon el Niño en la cadera. Le habríagustado, como el maestro Jean,acceder de entrada al dominio totalde la obra, conocer el emplazamientode la menor piedra, la naturaleza, elsignificado, el símbolo del menormotivo, negar las casualidades y lasimprovisaciones, poseer la catedral,«verla» tal y como sería una vezacabada.

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A veces, le parecía que elmaestro Jean no era totalmente deeste mundo.

Habían estado un largo invierno

sin verse; Jacoba en París y Vincenten Maguelonne.

Al llegar abril, se encontraronbajo el Olmo Rompecorazones. Ellale traía las primeras hojas y floresnuevas, que él dibujaba, mientras elviejo médico continuaba padeciendo

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bajo su sombrero de juncos en susviñas y su huerto.

Jacoba se envolvía en unaadolescencia llena de encantos enque se difuminaban los restos de unainfancia ingrata. Mientras éldibujaba, a veces deslizando unperfil entre sus hojas y sus flores,ella le leía poemas de Virgilio, queiba traduciendo. Era sabia comoEloísa, pues tuvo de muy joven unpreceptor laico que podía recitar dememoria y en voz alta textos deBernardo de Claraval y en voz bajalas paginas del Cantar o los poemas

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de trovadores. También sabíahebreo, que había aprendido enfamilia, y hablaba en la sinagoga losdías de sabbat. Sorprendía a Vincentcuando declamaba las estrofasfulgurantes de Isaías, los versosfervientes de Jeremías, cuandoescandía los ritmos ardientes deEzequiel. Su voz se volvía ronca,dulce, ardiente, se modulaba en lagarganta. El Cantar le estabaprohibido, pero había encontrado elescondrijo y recopilado pasajes quesaboreaba en secreto. Vincent,sudoroso de emoción, la escuchaba:

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Que me bese con los besos de suboca,porque su amor es másdelicioso que el vinoy el perfume delos ungüentos que todos losaromas…

Durante todo el verano siguiente,no tuvieron otro lugar de encuentro yse veían poco, pues Vincent ya notenía permiso para ir a dibujar alcampo. Tenía que hacer trampas paraverla, pero el maestro Jean no eratonto; lo dejaba marchar y le hacíaprometer que no se retrasaría. No seles ocurría la idea de encontrarseentre la multitud anónima del Grand

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Pont o del Pont au Change. Lasombra del Rompecorazones era sudominio. Por allí sólo pasaban asnoscargados de sacos de harina o detrigo, fardos de pieles frescasdestinadas a las curtidurías,canónigos ocupados en leer subreviario, hortelanos, viñadores yalgunos estudiantes solitarios querepetían el cuatrivium.

Ella le hizo prometer que lemostraría la Virgen. El domingosiguiente, cruzó en secreto la cercade la obra y se dirigió a la cabaña delos albañiles. Él levantó unas tablas

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y apartó el nido de paja. Ellaacarició la piedra con la mirada ycon la mano, deteniéndose en elrostro.

—Me parece que conozco a tumodelo, pero dudo.

Tuvo un sobresalto cuando élpronunció el nombre de Sybille.

—¿Estás un poco enamorado deella?

Vincent se rió. Habíasorprendido a Sybille apoyada enuna piedra de la obra con el pequeñoRobin en los brazos y habíaescuchado en la cabeza como un

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murmullo de cántico. La habíaobservado largamente y había hechovarios esbozos a lápiz.

—Un día, tú también me servirásde modelo, si quieres.

—Oh, yo… Soy demasiado fea.Él abrió el cofre y le mostró sus

croquis, realizados en restosrecuperados del depósito depergaminos. Había tantos que sepodría construir una catedral, perotan dispares y tan confusos que sucatedral habría parecido la antiguabasílica de Notre Dame, que se habíaconstruido bajo los reyes bárbaros

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de cualquier modo.Ella le dio un beso en la mejilla,

riendo.—¡Está bien, mi Vincent! Un día,

construirás tu catedral.—No tendré tiempo. Moriré sin

ver acabada la nave de la queconstruimos. El transepto, la fachadacon sus torres gigantes y la agujasólo puedo imaginarlos. Mi obra serámás modesta. Es este coro y quizá noserá otra cosa. A veces, ya me sientoviejo y cansado.

Ella le tomó la mano y la puso

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entre sus pechos.—Te ayudaré, Vincent.

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LIBRO IV

Ha llegado el tiempo de laexaltación. La obra ha brotado dela tierra y ha revelado susestructuras, hos primeros muros ylas primeras columnas han surgidoen una primavera de aleluya ymilagros. Han agujereado la paja yel estiércol para desarrollarse en elaire ácido de marzo. Es laprimavera de las piedras. Se hainstalado por todas partes enFrancia. Dios ya no puede perderse

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en este país—, todas estas iglesias,todas estas catedrales son para élpuntos de referencia. Si fuera ciego ,podría guiarse tanteando con susgrandes manos de nube una u otramuralla que todavía huele amortero fresco, que se eleva porencima de los tejados de pueblos yvillas. Dios está contento; sesumerge en esta primavera como enun lecho de calor y de luz, y escuchaascender a su alrededor estesilencio de las piedras que no es eldel desierto sino un tejido ligero decánticos. Dios puede hacer la siesta

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en los tranquilos campos deFrancia. Parece que los hombreshayan renunciado a la guerra. Luisen Varis, oculto en la penumbra desus santuarios, rezando yadormeciéndose; Enrique enInglaterra, ocupado en sus amorescon Rosamunda, en sus reproches aLeonor; en sus terrores ante esaspequeñas fieras pelirrojas que sonsus hijos, en sus remordimientoscuando piensa en las escalerassangrientas de Canterbury.

Los viejos demonios de laguerra han entrado bajo tierra; a

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veces, salen como loboshambrientos, se echan sobre unaciudad y regresan a su madriguerapara dormirse, pero no es realmentela guerra, es más bien una especiede enfermedad de la que el hombrenunca conseguirá librarse, unaepidemia que, aprovechando queDios está ocupado en otra parte,surge, arrasa y desaparece.Construir igle— sias y catedrales esquizá para el hombre un medio deexorcizar la fatalidad. Dios confíaen sus criaturas, que vigila con unojo después de haberlas soltado en

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el universo, donde fermentan losmundos por nacer. «Finalmente—se dice Dios—, Francia quizáserá mi dominio favorito. No megustan demasiado los papas, esosgrandes gatos que ronronean susplegarias en su lujo pagano, en esepalacio de mármol y oro donde yomoriría de aburrimiento, yo, que noamo más que la gloria de loshuertos y la paz de los campos. Soydemasiado viejo para pasearme porlas galaxias. Ha llegado el momentode que el universo engendre, en suefervescencia y sus revoluciones,

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sus fusiones, sus vapores y susgeiseres, otro Dios que será misucesor. » Dios se estira, bosteza, sefrota las pesadas piernas, se inclinasobre París. Nadie puede verlo,porque es a la vez presencia ytransparencia, pero está ahí. Loshombres anuncian a veces elmilagro al ver un rostro con barbade fuego que se inscribe en loscontinentes de nubes crepusculareso en el carbón ardiente de lastormentas. No es más que unailusión. Hace mucho tiempo que losojos de los hombres se han

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acostumbrado a verlo. Dios seinclina sobre la ciudad. ¡ Hantrabajado bien, esos hombrecitos!Han dado su fe, su sudor, su sangre,a veces su vida para poner piedrasobre piedra y edificar el templo.Salomón y Adoniram estaríanorgullosos de estos maestros deobras y de estos obreros. Dios notiene prisa. Sabe que, dentro demenos de dos siglos, la casa de Diosestará terminada y que podrádescansar en ella. Doscientos años,para Dios, ¿qué son? Nada. Eltiempo de un sueñecito. Y cierra de

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nuevo los ojos.

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1Micra Madiana

Texto. El calor era atroz. Nohabía llovido desde la octava de laAscensión, ya habían pasado dosmeses. A veces, unas nubes detormenta amontonaban en el horizontesus piedras de pizarra, invadían uncrepúsculo que olía a pez fría yazufre, se echaban sobre la ciudad ydesaparecían entre risas de trueno sinliberar la menor gota.

En la obra, los trabajadores

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dormían al sol. Había que sacar aguadel Sena para mojar el mortero.Nadie recordaba haber visto el ríotan bajo. Se pescaban en sus limosviejos cadáveres con la piedra alcuello, armas oxidadas, monedas quemostraban perfiles de emperadorescuyo nombre se había olvidado,piedras grabadas con signosmisteriosos. Bancos de pecesmuertos descendían en procesión porel curso del río entre pequeñas islasverdes. Los molinos se habíandetenido.

Por la noche, el campo soplaba

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sobre la ciudad un aliento de ceniza.Los árboles languidecían y perdíansus hojas sobre la hierba amarilla. Seextraían del suelo verdurasraquíticas. En las pendientes de lamontaña Sainte Geneviève, las viñasdesplegaban un manto grisáceo, raídoy, en las planicies del Laas y de SaintVictor, parecían muertos en pie. Enel lecho del Bièvre, alrededor de lascurtidurías, los niños miraban a lasratas pelearse en los charcos de aguacorrompida.

Las iglesias recibían muchosfieles, tanto por la plegaria como por

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el frescor. Se quemaban cirios parapedir lluvia. Los taberneros hacíannegocio y a los borrachos lesresultaba fácil pretender que el aguaera escasa y casi tan cara corno elvino. Los gritos de los vendedores deagua habían cesado y tampoco se oíala campanilla de los que llamaban albaño, pues la mayoría de estosestablecimientos habían cerrado suspuertas.

Uno de los pocos lugares en quese podía encontrar verdor y frescorera en el jardín del Rey, en elextremo inferior de la île de la Cité.

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Regados en abundancia, los árboles yel césped formaban una manchaverde en el gris de la ciudad; por lanoche, la gente de palaciotransportaba sus penates y dabafiestas.

La facultad hablaba de epidemiay examinaba los cadáveres conmirada suspicaz. Fue entoncescuando el obispo Maurice de Sullydecidió organizar una procesión paraimplorar a Dios que pusiera fin a lacanícula.

Se decidió para principios dejulio, el domingo de la Preciosa

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Sangre. Las reliquias de santaGenoveva se sacaron de la basílicaen un calor de horno y se bajaron ahombros de monjes en medio de lasviñas quemadas. Cruzaron espaciosde huertos polvorientos antes dereunirse con la multitud amontonadaen los alrededores del Petit Pont, a lasombra del Châtelet. Entre el rugidode los cánticos, precedida por elobispo y el cuerpo canonical, lareliquia penetró en la Cité por elmercado Palu y giró a la derecha porla calle Neuve, que conduce a laobra de Notre Dame. Una nube de

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polvo ascendía al paso de la multitudy se disipaba a la altura de losprimeros salidizos bajo los asaltosde un vientecillo rabioso que subíadel río, cargado de pestilencias.Detrás de aquel aliento brutal, seadivinaba el olor indefinible,olvidado desde hacía tiempo, que erael de la lluvia. El cielo, cuando laprocesión se detuvo ante la obra dela catedral, había adquirido unaespecie de tinte grisáceo que seoscureció encima del palacio real,donde se estancaba una bruma.

La primera gota de agua cayó

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sobre la mitra del obispo en elmomento del Sanctus. Abrió losbrazos, dirigió la cara hacia el cieloy una segunda gota le golpeó lamejilla. Murmuró un Deo grafías. Asu alrededor, aquel mar de carasvueltas hacia las nubes no esperabanel aliento de Dios, sino el aliento dela lluvia. Cada gota suscitaba ungrito. Cuando estalló la tormenta,gris y tibia, se produjo un delirio.Hombres y mujeres se despojaban desus vestiduras para sentir mejor lasmanos de la lluvia deslizarse sobreellos.

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—¡En lugar de descubriros lapiel —clamaba Gautier Barbedor—,abrid vuestros corazones a losfavores de Dios! ¡Hosanna!¡Hosanna!

El obispo inició un canto que sele quedó en la garganta. La tormentaacababa de estallar súbitamente enun aire de una densidad y un color deplomo. Ya se le veía efectuar unadanza salvaje por encima de lasmarismas de Chaillot. Un burguésechó su túnica sobre la reliquia, quese condujo rápidamente al interior.

Entonces fue cuando se oyó el

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áspero sonido de una gaita. Y lafiesta empezó.

—¡Está subiendo! —exclamó

alegremente Ezra—. ¡Mirad!Se había inclinado sobre el

brocal del pozo encastrado entre lasdos casas; su vecino Daoud ocupabael otro lado. Contemplaban conarrebato aquella pequeña lúnula decristal profundamente hundida y queparecía viva.

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—Alabado sea Dios —murmuróDaoud—. Volveremos a tener hastala saciedad esa hermosa agua claraque tanta falta nos hacía.

—¡Alabado sea Dios! —respondió Ezra.

Se volvió hacia el huerto y gritó:—¡Jacoba! El agua asciende en

el pozo. ¡Ven a ver!Había llovido toda la noche sin

parar. Desde el alba, se estancósobre París una bruma caliente quechorreaba sobre los árboles y lostejados y olía a otoño. Se habría

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creído que habían sido transportadosa otro mundo.

Aquel día, al regresar a casa,Ezra se sentía aliviado de años ydécadas de sufrimientos einquietudes. Había encontrado al Reyradiante y con buena salud. No secansaba de mirar la lluvia sobre susjardines y de alabar a Dios. Ezra lointerrumpió para sermonearlo; elsoberano no había sido razonable losúltimos tiempos; se había pasadohoras nocturnas rezando en lacapilla. «¡Se lo ruego, señor, rece dedía, pero duerma por la noche!» El

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Rey se ponía a bromear: «¡Y siquiero rezar por la noche! Sisupieras lo agradable y fresco que seestaba en mi capilla…».

Ezra tuvo que tranquilizar aDaoud, el boticario. Se habíaentrevistado con un funcionario delpalacio; las medidas con que seamenazaba a la comunidad judía nohabían sido del agrado del Rey. Encambio, aquel niño que se agarraba ala túnica de su padre no le decíanada bueno. El príncipe Felipe, el«mal peinado», como se decía en elpueblo, detestaba a los judíos.

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¿Inspirado por quién? El médico delRey lo ignoraba.

—¡Esta misma mañana, Daoud,me ha escupido en las calzas!

Contrariamente al conjunto de lacomunidad, Ezra se negaba a tomarseun periodo de tranquilidad para lasprimicias de una paz definitiva.¿Cómo olvidar que, en épocasremotas, sus antepasados vivían conla amenaza permanente de laexpoliación y la diàspora? Los reyesles habían obligado por la fuerza aconvertirse y los que se habíannegado habían sido expulsados

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desnudos fuera de París o les habíanreventado los ojos. Losdescendientes de los exilados que sehabían atrevido a reapareceraprovechando una gracia recibían elnombre de «lombardos» o«venecianos», pero su éxito los hacíasospechosos y su riqueza lesdesignaba como envidiosos. Estabancondenados a vivir por debajo de susméritos y sus talentos o a atraerse lavenganza de los celosos.

Ezra no mostraba su éxito. Losestudios en la Universidad deMontpellier, donde había tenido

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como maestros a árabeshispanizados, le habían valido losfavores del Rey y de su padre, Luisel Grande. Sin ostentación, sinespíritu de lucro, se había convertidoen uno de los médicos favoritos delos soberanos. Había podido optar aun cargo, pero prefería suindependencia a los favores. Eltiempo que no dedicaba al serviciodel palacio, lo consagraba a lospobres enfermos y, si todavía lequedaba, a su pequeño dominio deBièvre. Había adquirido en el barriode la Petite Madian (Miera

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Madiana), que se extendía a lo largodel río, en la orilla norte de la isla,entre los dos puentes, una modestacasa encerrada entre muros. Sumorada, como la del maestro Daoud,entraba en el Sena por un salidizosoportado por pilotes. Se dominabael tráfico del río, la actividad de laHansa y de los molinos. El jardín seabría por un pòrtico a la callejueladel Port aux Oeufs, que se dirigíahacia el río bajo una bóveda desauces. Vivía allí con Jacoba desdela muerte de su esposa y veía sinangustia llegar el tiempo en que se

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encontraría solo. Una noche, en pleno verano,

Vincent se despertó sobresaltado porun sueño.

Era un viaje a Normandia quehabía realizado en compañía delmaestro Jean y del asistente quehabía sustituido a Richard de Meaux,víctima de una caída. Habían llegadohasta un pueblo costero, Etretat, unlugar de la costa que, por la

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verticalidad y la amplitud de susacantilados, recordaba extrañamentelos flancos de una catedral. Comopara apuntalarlos, gigantescoscontrafuertes se sumergían en el mar.

Vincent se dijo que el sueño queacababa de tener era un signo deDios. Se levantó, encendió lacandela y esbozó un croquis. A lamañana siguiente, mostró su bocetoal maestro Jean, que se rascó labarba.

—¡Extraña idea! ¿Ves nuestracatedral flanqueada por estosapoyos? Parecería una araña…

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Vincent insistió. Además de sueficacia, aquellos apoyos darían másligereza al edificio. Había que dejarque la vista se acostumbrara a ellos.

—¡Lo que es feo es feo! —protestó el maestro Jean—. Olvidaesta idea absurda. Además, la fábricanunca aceptará este gastosuplementario.

Unos días después, Jacoba seinclinó sobre la maqueta de yeso querepresentaba un lado del coroflanqueado por lo que Vincentllamaba contrafuertes. Movió lacabeza. Aquellos grandes músculos

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de piedra no eran muy elegantes…Jonathan se rió a carcajadas. El

prior Barbedor sonriócomplacientemente, pero se mostrócategórico; la fábrica se negaría.Sólo André Jacquemin se exaltó,pero tenía el entusiasmo fácil de losingenuos.

«Temo que el futuro de la razón ami proyecto», pensó Vincent. Talcomo estaba concebido, el coro nosoportaría el peso de las bóvedas, apesar de los contrafuertes que loflanqueaban y de las dobles naveslaterales que lo rodeaban. Estaba

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convencido de que el maestro Jeantenía conciencia de ello, pero senegaba a admitir sus errores decálculo. Demoler lo que se habíaconstruido y continuar los trabajoscon dimensiones más razonables,aquella idea le parecía intolerable yen cualquier caso irrealizable.

—Sólo mi idea podría salvarle—le dijo Vincent a Jacoba—, pero larechaza por orgullo. Le tomará eltiempo necesario, pero sé que medará la razón. Tampoco se admitióde entrada la bóveda con arco decrucero y quizá se tomó a broma al

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que la imaginó. —A continuación,mirando fijamente a Jacoba, añadió—: Si no puedo hacer admitir estaconcepción en París, me marcharé.Iré a construir catedrales a Escan—dinavia. ¿Me seguirás?

Los dos deseaban unir susdestinos, pero tropezaban con la ley:un cristiano no se casa con una judía,igual que un niño judío no puedetener una nodriza cristiana yviceversa. ¿Separarse? Ni siquieralo habían pensado. Condenados alconcubinato y a la clandestinidad,llevarían al margen una vida en

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común, pues el maestro Ezra leshabía dado su bendición tácita.Desde el tiempo del OlmoRompecorazones, sólo se habíanseparado durante un invierno, que leshabía parecido interminable.

Vincent se había instalado encasa de Ezra. Allí encontraba cadanoche a Jacoba. A la luz de lacandela, se hacía leer los Salmos deDavid y las Geórgicas de Virgilio,con las que se deleitaba:zzVoy ahablar ahora de las cualidadessingulares que Júpiter concedió a lasabejas, para agradecer los cuidados

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que se tomaron al alimentar alReydel Cielo en el antro del monte Dicte,donde el sonido de los címbalos lasreunió alrededor de su cuna…

Se dormían uno en brazos delotro, con la cabeza llena de colinassonoras de viento y de abejas, hacíanel amor con el ardor temperado deviejos amantes, se despertaban con lacampana de Saint Barthémemy o deSaint Pierre des Arcis.

La noticia de un embarazo deJacoba colmó su felicidad. Ezraacogió la revelación con reticencia.Por signos inquietantes, adivinaba

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que la prosperidad de la comunidadjudía de la Petite Madian corría elriesgo de llegar rápidamente a sutérmino.

Monjes feroces, estipendiadospor oscuros personajes de la corte,recorrían las encrucijadas de lacapital para recordar que la miseriay las epidemias surgen comoexpiación de los crímenes de Israel.Los judíos habían venido de todoslos rincones de Occidente parareconquistar París; poseían más de lamitad de la ciudad, practicaban lausura, se rodeaban de servidores

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cristianos a los que «judaizaban» asu contacto; bebían en los vasossagrados que personas de Iglesia leshabían confiado a título de caución,se entregaban a sabbats, ¡negabanpúblicamente la divinidad de Cristo!No había peor enemigo para lacristiandad, excepto esa castaherética que había invadido lasprovincias del condado de Toulouse.Estos predicadores tenían acceso alpalacio y expandían con el mismocelo la buena palabra. El Rey losescuchaba con su oído distraído, elde un viejo enfermizo que sólo se

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preocupa de sus males; sin embargo,en el príncipe Felipe hallaban a unreceptor atento.

Una mañana, David Ezraencontró el pórtico de su huertoembadurnado de excrementos. Unanoche, lanzaron piedras a susventanas. La semana siguiente, todaslas casas de la Petite Madian y de lacalle de la Judería habitadas porfieles de Israel fueron mancilladascon signos infamantes.

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2Judiadas

Texto. —Ten cuidado —dijo elmaestro Jean—. Te he defendidotanto como he podido, pero mi poderno supera los límites de este barrio.Tienes que renunciar a estamuchacha. No estás casado; estosimplificará la ruptura.

Vincent levantó vivamente lacabeza y puso sus herramientas cercade la piedra.

—Os tiene sin cuidado. Que ame

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a Jacoba os importa poco. Y el niñoque va a darme, ¿debo renegar de él?

—No seas injusto. He hecho loimposible. Barbedor también te haapoyado, pero, después del incidenteque tú sabes, el cabildo está contraese médico judío e intenta alcanzarloa través de ti y de Jacoba.

Ezra había curado en el hospitala un joven canónigo que tenía unaenfermedad en apariencia benigna.Los remedios que le habíaadministrado parecían tener un efectobeneficioso; sin embargo, unamañana, lo encontraron muerto, con

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la cara verde y la lengua fuera. Elmédico del hospital habló de venenoy de premeditación. En ausencia depruebas, se habían contentado concerrar las puertas del establecimientoal médico judío. Todo aquello no eramás que un asunto sórdido de celos,ya que Ezra era considerado uno delos mejores médicos de París. Seencargarían de hacer que leprohibieran el ejercicio de su arte enpalacio.

Tengo la convicción de que Ezraes inocente —continuó el maestroJean—, pero la mayoría del cabildo

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no me ha seguido. En cuanto alobispo, a pesar de su sentido de lajusticia, le repugna oponerse a sucabildo.

—Nunca aceptaré renunciarvoluntariamente a Jacoba —dijofirmemente Vincent—. Antes memarcharé con ella y con nuestro hijoa refugiarnos en Toulouse o enBurdeos, donde las mentes son mástolerantes.

—Intentemos ver cómosolucionar este asunto. Te necesitoaquí. Eres el único que puedeigualarse a los talladores de piedra y

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a los mejores obreros en todos loscuerpos de oficio. Me gusta tuespíritu inventivo. Esta máquina deelevación giratoria que hasimaginado es una idea sensacional.He reflexionado largamente sobre loscontrafuertes que preconizas. Tienesrazón y me esforzaré por convencer ala fábrica. Así que, en lugar deabandonar París, aleja a Jacoba dealgunos lugares por un tiempoilimitado. Conozco en Chelles apersonas que podrían alojarla.

—Me niego, maestro. Jacoba seha vuelto indispensable para mí.

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—Entonces, el cabildo tedespedirá. ¿Es lo que deseas? ¿Noestabas tan apegado a nuestra granobra?

—Lo sigo estando, y quizátodavía más de lo que lo estarénunca, pero no puedo sacrificar mivida. Y mi vida es Jacoba.

La convocación del cabildo no

tardó en llegar.Vincent se presentó con un

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atuendo sobrio pero cuidado. Pasópor casa del barbero antes depresentarse en la amplia morada delmonasterio, cerca de las escuelas,donde se realizaban las asambleas.El tiempo era gris. Desde la saladonde esperaba, se podía ver, mediooculta por un bosquecillo de sauces,la morada del canónigo Hugues. Enel extremo de la calle que conducíahasta allí, se perfilaba el armazón delcoro, ya casi acabado, que habíacontribuido a construir cuandotrabajaba con el equipo de cagotes.

A pesar de los consejos de

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moderación del maestro Jean,Vincent se sentía de un humor deperros. Fijos en su desdén, con lasmanos en las mangas y la cabezainclinada, los canónigos escuchabana Pierre, el Comilón, un personajesocarrón que mezclaba el latín y lalengua vulgar hasta el punto de que elexordio se volvía incomprensible.Acusó a Israel, mostrando de vez encuando la cruz que había sobre latribuna donde estaba el prior GautierBarbedor, rodeado de Pierre, elChantre, y de varios dignatarios delcabildo. La peroración que relataba

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los hechos que se reprochaban alculpable era de un latín de altosvuelos.

—¿Entendéis el latín? —lepreguntó el preboste del cabildo.

—Muy poco —respondióVincent.

Pierre, el Comilón, tradujo alengua vulgar el final de su informe.Cuando hubo terminado, laspreguntas cayeron como granizosobre el acusado. ¿Acaso teníasangre judía en las venas? ¿Sabía, alprincipio de su unión, que lamuchacha era «de la tribu»? ¿No se

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había «judaizado» a su contacto?¿Había asistido o participado en«infamias» en la casa del «supuestomédico»? ¿Ignoraba que la religióncatólica prohibe las relaciones entrecristianos y judíos y que lacopulación con una hija de Israelconstituye un pecado grave?

Con un nudo en la garganta,Vincent respondía unas veces converdades y otras con mentiras. Alescuchar las voces heladas que loacosaban, tenía la sensación de quelo perseguía una jauría, hasta elpunto de que renunció a responder.

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Le preguntaron si se encontraba maly si quería que se aplazara elinterrogatorio para más tarde. Élquería terminar lo antes posible. Semiraba las manos sudorosas quesujetaban el gorro y se sorprendía deque no estuvieran atadas con cuerdas.

Barbedor presentó su defensa unavez que la jauría se hubo calmado.Recordó que Pasquier era unexcelente trabajador, con un buenfuturo; seguro que se había dejadoengañar por los «sortilegios de lajudería». Que aceptara enmendarsehonorablemente y renunciar a sus

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errores y el tribunal daría pruebas demansedumbre.

Vincent se sentía cada vez másextraño a este teatro molesto. Laspalabras de sus jueces le llegaban através de espesores de indiferencia.Cuando Barbedor le preguntó si searrepentía y si tenía intención deenmendarse, se sintió sumergido enuna sensación de espanto, dudó yrespondió afirmativamente, como siotro lo hiciera en su lugar. Ya no eradueño de sí mismo. Contra suvoluntad, lo habían empujado haciael aparato despiadado de un sistema

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de opresión cuyos límites medía mal,pero cuya influencia sentía hasta ensus pensamientos más secretos.

—Muy bien. Ahora marchaos —dijo Barbedor.

La lluvia de mayo azotaba lospequeños rombos de cristal glauco.De nuevo libre, se sentía ligado porcadenas, dependiente, encerrado enun círculo sin salida. Al encontrarsefuera, se preguntó qué pecado venidodel fondo de los orígenes podíanobligarle a asumir. Descansaba en elhueco de una gran mano que secerraba lentamente sobre él.

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Jacoba leía los poemas de

Horacio.Sentada en el hueco de una

ventana que daba al Sena, apenaslevantó la cabeza cuando lo oyóentrar. Ante su mutismo, ante su aireausente, comprendió que todo estabaperdido. El se detuvo ante la cunaque Jacoba había empezado aadornar con colgantes, como sibuscara una respuesta a preguntasque la sobrepasaban.

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—He comprendido —dijo—. Tehan forzado a ceder. ¿Todo haterminado?

Él dio un respingo, se pasó lasmanos por la cara como si sedespertara y después se sentó cercade ella, le quitó el libro de lasmanos, acarició el vientreredondeado y el rostro de Jacoba.Ella adquirió una expresión deangustia. Vincent parecía salir de laprisión y arrastrar cadenas devergüenza y arrepentimiento.

—No sé qué ha pasado —dijo—.He respondido cualquier cosa a esas

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preguntas que no tenían ningúnsentido. Si hubiera mostrado elmenor signo de rebeldía, estaría enprisión. Creo que, al ceder, hepreservado lo esencial, la libertadque me permitirá verte a escondidas.A la larga todo se arreglará. Nosmarcharemos, si todavía quieres.

Ella sonrió tristemente y puso unamano sobre la suya.

—¿Abandonar París? ¿Marchartede este barrio que es tu vida? Hereflexionado, es imposible. No me loperdonarías nunca. Sólo tienes unacosa en la cabeza, ¡tu catedral! El

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domingo, durante nuestro paseo, nohiciste más que hablar de ella. Esmás importante que yo.

Se expresaba con un estertor decólera. Él quiso tomarle la mano,pero ella lo rechazó. Se dijo queJacoba estaba más lúcida que él.Desde hacía más de diez años,aquella obra era su vida. Cuando semarchaba hacia el Languedoc,contaba los días que lo separaban delregreso. Cómo podría renunciar a lagran obra que se había convertido ensu razón de existir. Jacoba repitiócon aspereza:

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—¡Tu catedral! Es másimportante que yo, más que nuestrohijo. ¡Tendrías que haberte negado asometerte! Te habría querido más yte habría esperado hasta la muerte.

—Se levantó y dijo con una vozexaltada—: ¡Este niño! ¡Este niñoque hemos querido, tú y yo, nosmantiene prisioneros ahora, por tuculpa!

—¿Qué quieres decir? ¿Creesque podré renunciar a él y a ti?

No le gustaba aquella luz en susojos, aquella sonrisa helada.

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—Perdóname por ocasionartetoda esta preocupación —dijo ella entono sereno—. ¿Cuándo debemos darfin a nuestras relaciones?

Barbedor había conseguido, nosin reticencias, un plazo de unosmeses, el tiempo necesario para queel niño naciese. Vincent recordaba elaspecto aterrado de aquellos gatosrollizos que intercambiaban susconclusiones en latín. Su opinión eraque el escándalo debía acabar sindemora. Habían aceptado laenmienda de Barbedor sólo para noprovocar uno de esos conflictos que

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se estancaban en las querellasinterminables y que habríanadquirido proporciones exageradasen aquel asunto banal.

—¡Qué generosos son tus jueces!—dijo Jacoba—. No esperaba tanto.

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3El pequeño mundo de

Simón, la Paloma

Texto. El maestro Jean habíainterrumpido el trabajo de Vincentsobre los capiteles del coro, que noaportaba nada al escultor, ahoradueño de su mirada y de sus manos.

—Tenemos que pensar en lospórticos de la fachada occidental —dijo—. Allí tendrán que encontrar sulugar centenares de figuras de todo

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tipo. Lo que has hecho hasta ahora noes más que un bordado al lado de laobra que te voy a confiar, con elconsentimiento del cabildo, queestará muy contento si puedemantenerte sujeto, con la falta deconfianza que demuestra.

Sacó de su gran cofre unpergamino hecho de pedazos cosidosjuntos, sobre el que había dibujado atinta uno de los tres pórticos, el delJuicio, que debía ocupar el centro dela fachada. Era una simple red delíneas en la que los detalles sólo sesugerían.

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—Este pórtico será la piezamaestra de la fachada. Cuando Diosse digne a visitarnos, entrará poraquí, igual que todos los personajesimportantes de tiempos futuros. Estaentrada, he querido que sea amplia ymajestuosa. Será la imagen deluniverso. Se verá en ella el combatedel Bien contra el Mal, alrededor dela imagen resplandeciente de ladivinidad. El mundo se agitará aambos lados de las imágenes delJuicio. El Cielo y el Infierno sedesgarrarán como bajo la estela deun rayo. Monstruos y condenados sin

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esperanza de redención surgirán dela piedra. Los colocaremos allí, a laderecha de Abraham, y las almas seamontonarán a la izquierda. —Desplegó otro pergamino de menorimportancia—. Situaremos lasimágenes de monstruos y condenadosaquí, en la base de la superficieabovedada, como una lepra queinvadiera lentamente la piedra alascender. Me gustaría que fueras túquien realizara estos monstruos.Quiero verdaderos monstruos, deesos que apenas nos atrevemos amostrar a la luz del día. Personajes

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de otro mundo, cuya sola visión hagagritar de angustia o de piedad. Habráque ir a buscarlos allí donde seescondan. Los encontrarásfácilmente. Elige y tenme informado,pero ¡ten cuidado! ¡No se entra enestos lugares con la sonrisa en loslabios, la nariz al viento y la bolsacolgando!

Escribió un nombre en un trozode pergamino y se lo tendió aVincent.

—Encontrarás a Simon, laPaloma en la calle de Prêtres SaintPaul, en un albergue con el rótulo de

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una higuera, en el ángulo de la calleFiguier. Hay que ir por la noche. Dedía, Simon duerme. En el lenguaje delos mendigos, es el coesre, jefesupremo de todas las truhanerías ycursos de milagros de la orilladerecha. Dile que vas de mi parte,pero no intentes impresionarle contus hojas y tus minas. ¡Ha visto detodo! Con él, es mejor mostrarseingenuo y no pretencioso.

Vincent consiguió encontrar a

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Simon, la Paloma en un sótano delalbergue de la Higuera.

Creyó que no llegaría nunca.Tuvo que someterse a interrogatoriosintensos, soportar amenazas y golpes,pasar entre manos que lo desnudabany lo palpaban sin consideración,¿para descubrir qué? No llevabaarmas ni dinero, como le habíarecomendado el maestro Jean.Simplemente su camisa, y ademásremendada.

Antes de franquear la últimaetapa que le conduciría ante el dueñodel lugar, fue confiado a una mujer

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joven bastante bonita que, después decontinuar el interrogatorio, le dijoque debía olvidar los lugares por losque había pasado y las personas quehabía visto. Una indiscreción podíacostarle la vida. Aunque protestó, loaceptó; le había costado más tiempollegar hasta allí que el que le llevaríaa un «polvoriento» de la especie másmiserable acceder a la antecámaradel preboste de París.

—No os impacientéis —le dijoella con una sonrisa—. La noche eslarga y presumo que disponéis detodo vuestro tiempo. Lógicamente,

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deberíais sufrir un tratamiento másriguroso, pero parece que osbeneficiáis de una elevadaprotección. ¿El prior del cabildo?¿El propio obispo?

—El maestro de obras de NotreDame.

—¿El maestro Jean? Lo conozcobien. Mi tío siente una granadmiración por él. Lo considera unpoco como un santo.

—¿Vuestro tío?—Soy la sobrina del coesre.

¿Eso os sorprende? Seguidme.

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Descendieron unos cuantospeldaños, recorrieron un corredor yse encontraron en un amplio sótanocon bóvedas de hermosa aparienciade las que pendía una percha cargadade candelas.

El coesre llevaba una paloma enel hombro derecho y, alrededor de lacintura, una batería de cuchillos,dagas y puñales, miserere que no lemolestaba demasiado cuando estabasentado, pues era redondo de barrigacomo una barrica, hasta el punto depoder permanecer de pie sólo eltiempo de vaciar la vejiga. Su triple

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mentón caía en cascada hasta elpecho erizado de un vellónceniciento bajo la camisa rojaampliamente escotada. Entre elmentón y el sombrero de ancho bordeadornado con medallas de plomo yplata en su contorno, se dibujaba unrostro en erizo de castaña desgarradopor gruesos labios carnosos ybrillantes. Tenía un libro al alcancede la mano, de donde sacaba de vezen cuando alguna frase en latín comose bebe un trago de vino. Seexpresaba con voz lenta,extrañamente suave, con una pizca de

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elegancia que denotaba al antiguomonje.

Cuando Vincent hubopronunciado su nombre, mostrado larecomendación de que era objeto yexpuesto el objetivo de su misión,Simon se echó el sombrero haciaatrás de un golpe de pulgar. Lapaloma batió las alas y le picoteó laoreja. El rollizo hombre movió lacabeza.

—Muy bien —dijo—. Hecomprendido. Así Sea, en tu opinión,¿puedo confiar en este joven? ¿No loenvía el preboste del Châtelet?

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Bien… Bien… ¿No traicionaránuestros pequeños secretos? Mealegro mucho.

El coesre hizo un signo hacia susobrina, le deslizó unas palabras aloído y después, en argot, lanzóórdenes que debían de concernir alrecién llegado, porque se fijaron enél miradas llenas de consideración.El coesre añadió:

—Mi sobrina te acompañará. Sellama Tiphaine. Para mayorseguridad, toma este anillo. Elengaste contiene un pelo de la barbade Leonardo, mi santo patrón, que me

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ha ayudado a evadirme de lasprisiones del preboste una docena deveces. Si algún canalla te busca lascosquillas, muéstraselo. Es máseficaz y más respetado que el selloreal. Me lo devolverás cuando tu«misión», como tú dices, hayaterminado.

Él mismo le puso el anillo en elanular, como si se tratara de un rito.

—Ahora estás bajo miprotección. Tienes suerte de seramigo del maestro Jean, de locontrario no tendrías este anillo en eldedo, sino una cuerda al cuello. A

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pesar de todo, ten cuidado. Te daréun consejo, nunca dejes menos detres toesas entre tú y los que te sigan.Es posible que no se tomen lamolestia de hacerte advertenciasantes de clavarte un cuchillo entrelos omoplatos. Es inútil que tomes unarma. Si te atacan, será por detrás ysin que puedas ver a tu agresor.

Hizo un signo con su manoregordeta para confirmar suprotección y pronunció unas palabrasextrañas antes de hacer caer elsombrero sobre los ojos.

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—Si quieres ver algo horrible —

dijo Tiphaine—, serás servido. Nocreas las leyendas que corren sobreque nuestros lisiados son todos tanligeros como tú y como yo y quetodos viven en ese barrio de asesinoso ladrones. Conozco buena gente queestá aquí porque no ha encontradolugar en otra parte; además, aquítienen la comida asegurada. Pero note alejes demasiado de mí.

La paloma intrigaba a Vincent.¿Por qué ese nombre, Así Sea? Ti—

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phaine se puso a reír.—Esto permite al coesre

pronunciar juicios que su concienciapodría reprobar, pero que le dicta suseguridad. En estos lugares rudos yequívocos, es un arma generosa yllena de justicia. —Lo observó depies a cabeza e hizo una mueca—.Tienes el anillo, ahora necesitasropa. ¿Quieres que te disfrace de«enclenque», de «lisiado», de«ladrón encapuchado» o prefieres elestilo «miedoso» o «epiléptico»?

—No tengo preferencias. Haz loque te parezca mejor.

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Lo hizo subir a una especie decamaranchón que servía de trastero,sacó de un armario unos pintorescosandrajos atacados por tantas miseriasque habían guardado un tufo tenaz. Loenvolvió en la capa, lo tocó con ungorro rojo de «epiléptico» y locontempló:

—Asustarías a los honestosburgueses, pero tranquilizarás anuestros pordioseros. Ahora,sigúeme.

Descendieron hacia el Sena porcallejuelas que olían a rata muerta.Los cizañeros brotaban a intervalos

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regulares, haciendo salir de la nocherostros patibularios, sombrasadosadas a las murallas, a las queTiphaine saludaba con un gestoconvenido. La conocían bien ypasaba sin problemas. A amboslados de la callejuela, se abríanpasajes sumergidos en una sombrahúmeda y fría, donde centelleabanfuegos, y las humaredas formabancopos en cuyo centro danzabansombras. Se oían cantos, gritos,música. Un perro ladró largo rato ydespués se puso a aullarle a la luna oa la muerte.

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—Esto —dijo Tiphaine— es elhombre—perro. ¿Quieres verlo?

Se adentraron unos peldaños enun sótano. En el fondo, danzaba unaluz de candela. En el hueco de uncuévano de mimbre, había una formaagazapada, cubierta con una capa dedonde emergía una cara rechonchallena de pelos. La «cosa» parecióenloquecer; emitió un gemido muyagudo.

—¿Qué queréis de él? —dijo unamujer que contaba monedas en suregazo como se seleccionanguisantes.

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—Verlo —dijo Tiphaine.Echó una moneda en el regazo

«de parte de Simon, la Paloma». Lamujer se levantó, cogió una vara yfustigó al hombre—perro, que saltófuera de su lecho gruñendo y seenderezó sobre las patas de atrás. Lacabeza y el sexo eran los de unhombre, pero el cuerpo era delgadocomo el de un perro corriente yestaba cubierto de pelo lacio. Laspatas terminaban en embriones demanos y de pies. La mujer lo hizo ir yvenir a través del sótano, orinarlevantando la pata y dar algunas

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vueltas. Vincent hizo un croquisrápido.

No estaban lejos del Sena, cuyasaguas de estaño veían moverse. Alotro lado, en la île de la Cité, seperfilaban, por encima de las casasbajas del Val d'Amour donde seamontonaban las «madrigueras» delas «muchachas locuelas», las altasestructuras de la catedral con sucaparazón de plomo.

Para llegar al molino de las TresGordas, atravesaron un espacio detierra blanda en el que dormía lapobretería de Grève. Unas sombras

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se enderezaron y avanzaron haciaellos, pero Tiphaine hacía el signoconvenido, pronunciaba unaspalabras en argot y pasaban. Unhombre pareció no comprender y lesimpidió el paso. Tiphaine, quecaminaba detrás de Vincent, leaconsejó que no se volviera. Hubo unruido de lucha y después un gemido.

—Le he marcado la cara —dijoTiphaine—. El coesre sabráencontrarlo y confiar su suerte a Asísea.

Vincent se dijo que con ellapodría ir hasta el Infierno.

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No hubo problemas para que ledejaran franquear el umbral delmolino donde se llevaba una vidaalegre. A la música chillona de unacornamusa y un trombón, respondíaun pataleo que estremecíapeligrosamente el edificiocarcomido, antiguo molino deltemplo. Olía a vino peleón y a grasaquemada. Una especie de albergue ode burdel. En los intervalos entre losbailes, se oía al río roer las estacaspodridas que sostenían el edificio.

—La patrulla ha intervenidorecientemente para solucionar una

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disputa —dijo Tiphaine—. Unoficial y tres hombres. Losencontraron ahogados. Es uno de loslugares más peligrosos de París.¿Quieres bailar?

—No sé nada de branle ni decarola.

—Es una cítara, ¡ven!Lo arrastró y bailaron hasta los

límites de su corazón. De vez encuando, una voz muy grosera caía deltejado como un paquete de barro ypedía que se golpeara más flojo elsuelo.

—Están allí —dijo Tiphaine.

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En la parte baja de la escalera,un hombre que se limpiaba losdientes se puso pesado; hubo queenseñarle el anillo de Simon, laPaloma y deslizarle una moneda enel cinto. Reinaba en el sobradillo uncalor atroz y olores de carne agria.Tres matronas se exhibían para unmiserable público compuesto porestudiantes, bateleros, curtidores yempleados de carnicería que bebíanen cantidad. Estaban totalmentedesnudas. De una no se podía decirsi era un hombre o una mujer, porquetenía, como el Bafomet de los

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templarios, atributos masculinos yfemeninos en el bajo vientre y en elpecho. Un hombrecito muy flaco, conlos pantalones bajados sobre lostalones, sodomizaba «al culo másgrande de París»; emitía gritos depájaro, con la cabeza levantada hacialas vigas como si invocara a un diospagano. En una tercera cabaña, seexhibía una matrona Calipige dotadade tres pechos y dos sexos, queentreabría como rosas monstruosas yque se tragaban cualquier cosa.

—Ya es suficiente por estanoche. —Vincent suspiró—. Quiero

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volver a casa.—La noche no ha hecho más que

empezar —dijo Tiphaine—. Lo queacabas de ver no es nada comparadocon lo que verás. El horror no tienelímites.

Por la calle de la Mortellerie,llena de putas y rufianes, de truhanesy borrachos, llegaron a una especiede plaza cerca de la calle Grenier surl'Eau, donde vivía Jeanne Bigue. Ungran plátano formaba una decoraciónde teatro. Simon, la Paloma,celebraba allí sus reuniones, rodeadode sus consejeros: ejecutores de

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importantes obras, chulos, policíasdudosos, hurgamierdas, tramposos delos dados, estafadores…

Tenía su butaca bajo el árbol,donde nadie se colocaba sinarriesgarse a vomitar su alma con suvida.

—La Corte de los Milagros —susurró Tiphaine—. Hace muchotiempo que la patrulla no se aventurapor aquí. Para expulsar a estosmendigos, se necesitaría un ejército.Un funcionario del palacio quisoprender fuego al lugar; lo asaron enla hoguera que él mismo había

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encendido. Estas heridas tienen suutilidad. Un mundo en el que seencuentra la abadía de Thiron a dospasos de la truhanería es un mundoque ha encontrado su equilibrio.Como decía Aristóteles, la luz nosería nada sin la sombra y notendríamos conciencia del Bien si elMal no existiera.

—Te encuentro muy sabia…Ella le mostró, en la otra orilla

del río, una luz temblorosa en lasventanas de una casa alta y negra.Allí vivían Eloísa y Abelardo entiempos de sus amores. Tiphaine

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conocía bien su historia; además,había leído todos los textos deAbelardo. Había recibido enseñanzaen la escuela del monasterio deNotre Dame hasta los doce años;después, sus padres, negociantes depeletería de la calle Maubué («cercade la fuente»), le habían dado comopreceptor a un joven canónigo quetenía el mérito de ser un enamoradode la filosofía y el inconveniente deser hermoso como un san Juan depórtico. Dejó de saltar a la cuerda yél la hizo saltar sobre sus rodillas.Cuando les anunció que estaba

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embarazada, sus padres laexpulsaron. Abortó en la calle JehanPaulée con una matrona. Rechazadapor los suyos, encontró asilo con eltío Simon. Había olvidado losrudimentos de conocimientoinculcados por su padre, peroconservaba, como una capa de saldejada por el mar, aluviones defilosofía muy frescos.

En una tarima erigida sobretoneles, unos actores disfrazados deanimales interpretaban un cuento muypicante: jugaban a perseguirse y amontarse. En otro teatro, unos

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músicos de rostro embadurnado decerusa actuaban para mujeressemidesnudas con su pelo al aire yque bailaban como hierbas de río.Una orgía de cocina desaguó sobrelos puestos de comidas especiadas,cuyo olor humeaba hasta las primerasramas del plátano, de las que sehabían colgado luces para juegossingulares. Por medio tarín de oro,una patrona de casa de trato soltaba auna de sus muchachas al árbol y elhombre que conseguía atraparla laposeía en una rama con unacopulación de gatos salvajes.

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—Se ve lo mismo en junio, en laFeria Caliente de Troyes —dijoVincent—. Si sólo dispongo delespectáculo de estos graciosos paraamueblar mi Infierno, no dará miedoa nadie.

—Espera un poco, no lolamentarás.

Hubo que hacer signos, hablar enargot y mostrar el anillo para poderintroducirse en una especie de cloacadonde parecían fermentar lasfealdades y las miserias del mundo.Se pegaron uno al otro para noresbalar en los peldaños húmedos y

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curvados. Vincent le confesó que legustaba el olor que subía de su túnicaentreabierta.

—Es el perfume de la azucena —le dijo ella—. Mantiene alejadas alas fieras salvajes. Abre bien tusluceros. Aquí empieza tu infierno.

Se encontraban en una estrechacallejuela subterránea flanqueada aambos lados por cabañas pestilentescomo pocilgas. Tiphaine lerecomendó que no mirara a los«monstruos» con demasiadainsistencia, porque algunos eransusceptibles y podían mostrarse

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peligrosos.«Estoy soñando, y cuando uno se

marcha para soñar es necesario quetodo siga su curso, porque esprisionero de un poder que nocontrola», se dijo Vincent. Habíaperdido totalmente el contacto con sucuerpo. Lo habrían podido atravesarcon un puñal y habría permanecidoinsensible; habrían podido gritarle aloído que no había nada cierto enaquella fantasmagoría y no habríaoído nada. Sólo Tiphaine estabarealmente presente; cuando sentía sucorazón subírsele a los labios, le

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apretaba la mano.No se habría podido decir lo que

le sumía en lo más profundo delinconsciente: el hombre—garza,cuyas largas piernas esqueléticasempezaban bajo el pecho; elhidrocéfalo con cráneo en forma decalabaza; el niño de vientreabombado que tenía un sexo dehombre, rosado y delicado, en elflanco; la gorgona cuya bocadesmesurada podía tragarse un pande un bocado; el hombre—tronco,que se arrastraba como un gusanopara ir a beber en la escudilla

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colocada sobre su porquería; elhombre— úlcera, que, de los pies ala cabeza, no era más que una llagaviva que supurabainterminablemente; el diablillo quesaltaba como un sapo y llevaba en laespalda una gran ala desplumada; lamujer tarasca de cuerpo recubiertode escamas bajo las que vivíancolonias de gusanos; el negro cuyosexo monstruoso se sosteníamediante una bolsa de piel; la prolede enanos que vigilaba una matronatan ancha como alta; unas niñasfiliformes, con cabeza de pájaro y

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pelo al rape, cuya boca sin labios seabría de una oreja a la otra…

Avanzaban como sonámbulos,cogidos de la mano, tropezando concosas inmundas que se movían,deslizándose sobre excrementos,evitando los chorros de orina.

Fueron sorprendidos por unaliento de aire fresco, que losenvolvió a los pies de una escalera,cuyos peldaños chorreaban lucesconfusas. Encima, en una capa decielo raso negro, centelleaban lasestrellas de junio. El aire estabaatravesado por turbadores olores de

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hierbas y de río. El Sena estaba allí,a unos pasos, entre dos vientres debarcas volcadas. Vincent se agachó.Era hierba y estaba húmeda de rocío.Con una ligera pero insistentepalpitación, sintió que la vida volvíaa él con relámpagos de conciencia.Tiphaine le desabrochó su ropa de«epiléptico» y la extendió sobre lahierba. Permanecieron un momentosentados uno al lado del otro,incapaces de pronunciar una palabra,de desprenderse del barro que habíanpisado. Ahora, había que olvidar; eranecesario, para continuar viviendo

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como antes, dejar que la noche clarase deslizara como una fuente, mirarfijamente aquella gran hostia de lunabrumosa colocada sobre el armazónde Notre Dame, por encima de unamasa negra instalada sobre laspesadas patas de aquellos pilones, lacasa de Jacoba.

—Tengo ganas de ti —dijoTiphaine—. Ya has tenido tuinfierno. Ahora intenta olvidarlo.

Le cogió de las manos y lo atrajohacia sí.

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4Soredamor

Texto. Qué cierto es decir que elamor a menudo viene con el tiempo yse agota con él, pero entonces esmucho más tarde, al final de laexistencia.

Para Jean y Sybille, bastó uninvierno en el carrascal, unas nochesde tormenta y de lavanda, pan yfatigas compartidas, vino tinto peleóndel país, soledad. El no teníaconfianza en su vida en común; ella

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sí, con toda su alma.En un primer momento, Jean se

había negado a llevársela consigo enaquella aventura a través de regionespeligrosas; pero ella insistió tantoque terminó por ceder.

Vincent fue el testigo de su amor.Sybille estaba transformada;desaparecía durante horas mientrasla obra recuperaba la vida y jugaba aperderse; a veces, al llegar elmediodía, había que buscarla, hacerresonar su nombre por el carrascal.Jean le hacía reproches: «¡No lovuelvas a hacer! Puedes caerte en un

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barranco, te puede morder una víborao violarte un vagabundo. ¡Los haypor todas partes!». Señalaba elespacio donde danzaba un vientopoderoso. Ella se burlaba de él y lovolvía a hacer al día siguiente.

«¿Por qué?», le preguntabaVincent. «¿Quieres ponerlo furioso?»Casi lo conseguía y eso le gustaba.Vincent insistía: «¡Intenta quedarte unpoco aquí! Mira, el sol ya te haestropeado la piel. Cuando regresesa París parecerás una cabrera y tusamigas se burlarán de ti. Además,has adelgazado a fuerza de correr. Si

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continúas así, Jean dejará dequererte». Ella jugaba con el anillode paja que llevaba en el dedo. Jeanla amaba cada vez más; no podíaprescindir de ella; la iría a buscarpor los abismos del país. «¿Sabescómo me llama?»La llamaba«Soredamor», un nombre quereservaba para sus momentos deintimidad. Saber si significaba «mihermana en amor» o «mi amor depelo rubio» importaba poco. Habíaoído aquel nombre en boca de untrovador, una noche, cerca deLimoges. A veces, se le escapaba en

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compañía de personas de la obra yella enrojecía.

Cuando comprendió que estabade nuevo embarazada, Sybillerenunció a sus vagabundeos, pues elcalor irritaba las malditas placasrojas que le habían salido en loscostados. Un hechicero le había dadounas hierbas que se tomaba conmucha fantasía. Tranquilizaba a Jean;el calor y la mala alimentación eranla causa.

El invierno no se acababa nunca.Llegaron unos fríos de espanto y unpoco de nieve. Sybille se pasaba el

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tiempo tricotando cerca del fuego otejiendo en compañía de las mujeresdel lugar. Ellas le habían indicadouna buena fuente, cercana al lugardonde se construía la capilla, quecuraba los males de la piel. Sybilleiba cada día y recitaba unasplegarias en la lengua de la zona paracurarse la piel enferma. Sin granéxito.

A veces, subían hacia aquellasaltas soledades hombres vestidos denegro que llevaban el pelo largo y suescudilla colgada a la cintura.Sacaban una bolsa con pequeñas

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palomas de arcilla y las distribuían alos hombres de la obra (algunos lasconservaban para llevarlas a sushijos y otros las aplastaban con eltacón). Se llamaban los «perfectos»;eran los discípulos y los apóstoles dela nueva religión llegada de Orienteque, según decían, conquistarían lastierras cristianas. Los que losescuchaban con benevolencia losllamaban «cátaros» (o «puros»); losdemás «bribones» (o «búlgaros»). Aveces, compartían la comida con losobreros, pero rechazaban la carne ycualquier objeto que la hubiera

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tocado. Se acostaban tarde, hablandocon los que querían escucharlos, y semarchaban temprano por la mañana.La fatiga y el sueño, el hambre y lased, el calor y el frío les eranindiferentes.

—Soredamor —decía Jean—,pronto nos marcharemos. Voy ahacerte fabricar una litera.

Ella se reía en sus narices. ¡Unalitera! El niño que llevaba en lasentrañas no le pesada demasiado. Sinembargo, le confió a Vincent que sesentía a menudo muy cansada, perose negaba a alarmar a su esposo.

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Se fueron del carrascal el últimodomingo de Cuaresma, después de laprimera misa de la mañana en lacapilla renovada. El tiempo se habíavuelto de nuevo frío. Los vientoshelados que soplaban del nortearrastraban con ellos nubes y nieve.Había que detenerse en pleno día enaldeas perdidas de Quercy yLemusín, esperar horas a que eltemporal amainara y reanudar lamarcha por pistas llenas de baches,en las que las muías y los caballosavanzaban con dificultad.

Al llegar a París, Sybille se

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metió en la cama. La fiebre la hacíadelirar.

En París, el frío había sido

intenso. A pesar de las capas de pajay estiércol que cubrían los cimientos,los muros habían estallado en suextremo y se habían agrietado. En unprimer momento, hubo quereconstruirlos; una cargasuplementaria de la que la fábricahabría prescindido con gusto.

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El prior Gautier Barbedor nodisimuló su inquietud al maestroJean. El tesoro del cabildo se habíafundido como la nieve al sol, losdonativos que emanaban del pueblollano eran cada vez más raros y sehacía difícil obtener dinero deltemplo y de la judería.

—Hemos pasado un invierno muyduro. El Sena ha estado helado casiun mes, hasta el punto de que lascarretas de bueyes podían cruzarlosin riesgo. Centenares de personashan muerto de frío. Se me rompía elcorazón al descubrir a las multitudes

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hambrientas que se dirigían cadamañana a la Cour de Mai, en elpalacio, para esperar una improbabledistribución de víveres. Los barcosya no llegaban hasta los puertos; porotra parte, había tantos salteadoresexpulsados por el hambre fuera delas ciudades que los comerciantesvacilaban antes de arriesgarse allevar hacia la capital sus convoyesde víveres. Me avergüenza decirlo,pero, a dos pasos de aquí, en elmonasterio, he visto canónigos quese peleaban por un pedazo de pan.Conozco burgueses que se han

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arruinado simplemente parasobrevivir. Son incontables lospuestos robados y los granerosatacados por las bandas. No eraposible encontrar un gato ni un perroen todo París. Dios me perdone,maestro Jean, yo mismo comí rata yconfieso que le saqué cierto placer.Y además, la guerra…

El viejo Plantagenet habíatomado de nuevo las armas, tantocontra el rey Luis como contra suspropios hijos. Hordas de «forajidos»cruzaban Normandia y Aquitaniadejando tras de sí ruinas, sangre y

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lágrimas.Pierre, el Chantre, se encontraba

en condiciones favorables paraproclamar que Dios había enviadoaquellos males a los hombres deOccidente para castigarlos por suorgullo. La catedral de Canterburyhabía ardido. ¿Acaso no era un signoevidente de la reprobación divinahacia las obras inspiradas por lademencia?

—Antes de su regreso —continuóBarbedor—, tuvimos una reunióntumultuosa. Algunos casi llegaron alas manos ante los ojos de monseñor

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Maurice. La mayoría se pronunció.Se decidió cerrar la obra en esperade días mejores.

Aquel largo preámbulo parallegar a esto… El maestro Jean sevolvió. A través de los cristales dela sala de bocetos, la obra parecíahaber recuperado una nueva juventudal sol de marzo. Pesados oloresascendían de las fogatas donde sequemaba paja y estiércol. Subidos alos andamiajes erigidos a toda prisa,los albañiles inspeccionaban losdaños, menos graves de lo que sehabía estimado a primera vista.

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Bastaría una semana para ponerlotodo en marcha. Otros obreros,picapedreros, carpinteros, herreros ypizarreros, trabajaban a lo largo delas empalizadas, cerca de las puertasprotegidas por los oficiales delcabildo. Todos estaban decididos atrabajar simplemente para ganarse elpan.

—Cerrar la obra —dijo elmaestro Jean— es condenarlos alhambre o a la delincuencia.

—No todo está perdido —dijoBarbedor—. No tenemos ni uncentavo en la caja, pero vamos a

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reaccionar. He hablado con elobispo. No puede decidirse a ver suobra comprometida. Se hanemprendido nuevas gestiones ante loscaballeros del Temple y los judíos, yvamos a lanzar a los «migajas» a loscaminos. Apelamos, pues, a losreligiosos encargados de ir a mostrarlas reliquias y recolectar fondos. Porsupuesto, la mayoría de estasreliquias son simulacros. Lasverdaderas son demasiado valiosaspara ser expuestas a la suerte de unlargo viaje.

El Rey acababa de establecer a

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favor de Notre Dame una tasa sobrelos juegos de bolos. Cuando unanciano estaba agonizando, unenviado del cabildo reclamaba laparte del Cielo para la fábrica, através de indulgencias y misas. Sedecidió organizar subastas gigantes.El dinero no tardaría en afluir, peroantes de anunciar la reapertura de laobra, era conveniente actuar conprudencia y no arriesgarse a tenerque cerrarla poco después.

Lo más difícil fue hacer esperar alos obreros. Abuchearon a loscanónigos, empujaron a los oficiales

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y, penetrando por la fuerza en laobra, la tomaron con los talladoresde piedra que habían pasado elinvierno en la cabaña. La revueltallegó hasta las puertas del obispado,donde el obispo Maurice la calmó enunas palabras; la decisión de reabrirse proclamaría más temprano de loque se pensaba; en cualquier caso,todos los días tendría lugar unadistribución de pan. En unaspalabras, transformó a aquellasfieras en ovejas.

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Los «migajas» partieron a

mitades de marzo acompañados porun puñado de hombres armados,después de una procesión general através de la ciudad, durante la cualafluyeron las limosnas y lasdonaciones. El Rey la presenciódesde la ventana de su palacio,porque estaba demasiado débil paraparticipar; contribuyó con undonativo al impulso común. A suregreso de una campaña de guerra, elpríncipe Felipe siguió al cortejo. Eraun muchacho de unos diez años, de

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rostro socarrón y aspecto inseguro,que enrojecía en cuanto alguienposaba su mirada sobre él.

La obra abrió dos semanas mástarde. Fue una fiesta. Loscomerciantes de los alrededoressonreían; los tenderetes y susobradores bullían como enjambres.El comercio se recuperaba. La grannave de la catedral, cuando se poníaen marcha, arrastraba a la ciudadentera en su estela.

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Sybille parecía revivir.En definitiva, sólo estaba a gusto

en aquella nueva morada del BourgThibaud, como se decía ahora.Aprovechando las miseriasgeneradas por el invierno, el maestroPierre había adquirido a buen preciounas viviendas y algunos arpendes deterreno que descendían por el ladode Saint Paul. A quien se loreprochaba, respondía sin renunciara su serenidad que, si él no hubierarealizado aquellas operaciones, otroslo habrían hecho en su lugar, quizácon menos humanidad. Los judíos,

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por ejemplo…Sybille transformó su habitación

con vistas a los jardines, donde losárboles empezaban a adornarse conramas adultas, en un nido del quecasi no salía. Quería conservar aquelhijo que llevaba en las entrañas; másque al pequeño Robin, fruto de unapasión violenta y de una uniónprecaria, amaba de antemano al quehabía empezado a madurar en suinterior en medio del carrascal ycuyo nacimiento sellaría una uniónsin equívocos.

La primera vez que fue a

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visitarla, la ventrera enarcó las cejasante las manchas rojas que le cubríanlos costados y la espalda.

—¡No es nada! —dijo Sybillebajándose con rapidez la blusa—.Sólo es el cansancio del viaje y lamala alimentación. Lo que cuenta esel niño que llevo.

—Todo parece ir de maravilla.La piel del vientre es flexible. Noconstato nada inquietante. Pero esasmanchas…

—Haré venir a un médico.Se empeñó en no mostrar a nadie,

ni siquiera a Havoise y a Jean,

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aquella piel estropeada y seenclaustró aún más.

—Deberías salir más —le decíaJean— ¡Al menos abre las ventanas!¿A qué le tienes miedo?

Le daba miedo todo, las miradasextrañas, el calor y el frío, la luz y lasombra, el silencio y el ruido. Sólosalía una vez a la semana para ir,sola o con Havoise y a escondidas deJean, a quemar un cirio a SaintLazare.

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A lo largo del verano, Vincent,

convocado por la oficialidad delcabildo, había tenido que prometerque renunciaría a Jacoba. Unos díasdespués, el maestro Jean lo empujabaal infierno de la truhanería. ¿Porqué? Para dar más autenticidad a losmonstruos que debía esculpir. ¡Comosi la verdad de una obra, fuera la quefuera, se pescara en la vidacotidiana! De aquella expedición,había regresado enfermo de hastío.No había servido para nada. Losmonstruos, los llevaba en él desde su

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primer juicio de la oficialidad. Lebastaba con pensar en los canónigospara ver formarse en su imaginaciónimágenes de sapos, serpientes ypuercos.

Al regresar de aquellaexpedición, había estado varios díassin ver a Jacoba y sin darle señalesde vida. Todavía tenía el horrorpegado a la piel y el abrazo deTiphaine en la conciencia.

Después de unos días de espera,vio surgir a la entrada de la obra a lamujer del judío Daoud, quegesticulaba y lo llamaba a voz en

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grito.—Venid enseguida —dijo—.

¡Jacoba os necesita!Vincent dejó su trabajo y la

siguió. Todo parecía tranquilo en lacasa del maestro Ezra. La mujer deDaoud acompañó a Vincent hasta lapuerta del dormitorio que Jacobaocupaba en la primera planta. Lahabitación olía a sudor y a sangre.Jacoba estaba tendida en la cama,con los brazos a lo largo del cuerpo;su rostro, de una blancura de tiza,hacía resaltar el negro profundo de lacabellera sujeta con una cinta; la

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nariz, un poco robusta, surgía condureza bajo los párpadoscarbonosos.

—La salvaré —dijo el médico—. Os lo juro.

Tenía lágrimas hasta en la barba.Vincent lo obligó a sentarse.

—Decidme qué ha pasado,maestro Ezra. ¿Es culpa mía?

—¿Culpa vuestra? ¿Cómopodemos saberlo?

Por la mañana temprano, elanciano había sorprendido a Jacobacuando se vestía como para ir a la

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ciudad, salvo que había preparado unhatillo compuesto por una blusa yunas sábanas. Cuando su padre lepreguntó adonde iba, se negó aresponder. Él se mostró firme; noabandonaría su habitación antes derevelar sus intenciones, pero dudaba.Le suplicó que renunciara a suproyecto y ella se había reídonerviosa. ¿Un proyecto? ¿De quéproyecto quería hablarle? Él laabofeteó y le arrancó el hatillo de lasmanos. ¿Estaba loca? El embarazoestaba demasiado avanzado, corría elriesgo de morir con su hijo. Ella lo

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miró con dureza. ¿Morir? ¡Se reía deeso! ¿Acaso no veía que aquel niñoera un obstáculo para todos y que sudesaparición no dejaría demasiadoslamentos? Él le repitió la prohibiciónde salir y la encerró con llave en suhabitación, consciente de que un díau otro se escaparía y llevaría a cabosu proyecto.

—Comprendedme, Vincent —balbució Ezra—. Si hubiera caído enmanos de una de esas horriblesmatronas, nunca la habría vuelto aver. Así que preferí actuar yo mismo.Es un crimen, sí, pero que permite

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salvar una de las dos vidas. Era unhermoso niño, un varón. Acabo deenterrarlo en el jardín.

Vincent estuvo a punto de estallarpor la cólera que sentía subir en él.¿Por qué no lo avisaron? ¿Con quéderecho habían eliminado a aquelniño que era suyo, de él, de Vincent?Se golpeaba la mano abierta con elpuño y caminaba de la cama a la silladonde el anciano lloraba.

—¿Por qué, maestro Ezra? ¿Porqué?

—Jacoba os lo explicará. Yo soyincapaz. Nunca he comprendido los

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asuntos de sentimientos.Jacoba había perdido mucha

sangre, pero su vida no estaba enpeligro. Cuando despertó del sueñoprovocado por el opio, preguntóporVincent antes de volver adormirse. Le costó mucho recuperarla conciencia.

—¿Qué vais a hacer? —preguntóVincent.

Ezra tardó en responder. Habíaenvejecido diez años. Sus manostemblaban y su rostro tumefacto erala imagen misma del dolor. Movía lacabeza, levantaba y bajaba las manos

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sobre las rodillas. Después delterrible invierno pasado en París,carecía de recursos. Las puertas delpalacio seguían cerradas para él, ylos miembros de la comunidad judíasólo lo llamaban como últimoextremo.

—¿Qué podemos hacer? Pensabavender la casa y marcharme con mihija hacia las tierras del conde deToulouse, pero temo que este largoviaje me resulte fatal. Y sin mí, ¿quéserá de Jacoba?

—Conservaréis la casa y yo osayudaré.

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—Es imposible. Si el cabildo seenterara, sería vuestra perdición.

—Confiad en mí. Encontraré lamanera de volver a ver a Jacoba y deayudaros. Mientras no os expulsen,permaneceréis en esta casa.

El maestro Ezra le tomó la mano.Parecía vulnerable como un niño.

—Creo en vuestra sinceridad,pero ¿ella? El plazo otorgado por elcabildo pronto se acabará. Volver aver a Jacoba sería peligroso y nuncarenunciaréis al trabajo en la obra deNotre Dame. ¿Habéis reflexionadobien sobre este dilema, Vincent?

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¿Habéis reflexionado bien?Sacudía los brazos con una

animación que casi se parecía a lacólera. Tontamente, Vincent replicóque no había prisa. De repente, sesentía cansado y desarmado. Todo loque deseaba era que unacontecimiento externo decidiera ensu lugar.

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LIBRO V

El sol está enamorado de estaruina que todavía no ha servido. Suprimera mirada, cada mañana,parece ser para ella; una tímidamirada antes de la tormenta deluces de las cálidas mañanas, unsimple guiño pero que la abrazaentera hasta la base de los muros ylas columnas, hurga en el grancuerpo de piedra en gestación en lamatriz de la primavera, lo rodea ylo inunda, al llegar la tarde, de una

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roja fatiga. Un modesto capitel,siempre el mismo, recibe el primersaludo matinal. Se parece a todoslos demás, con sus vueltas de hojasque soportan con gracia y soltura elinicio de las bóvedas bajo elarmazón acabado. Quizá la que haesculpido Vincent, o quizá Jonathano cualquiera de los escultores quehan hecho del lugar a la vez suvivienda y su dominio espiritual.Los albañiles saludan con la paleta,allí arriba, en el nacimiento de lasbóvedas, este punto de igniciónapenas sensible por encima de Saint

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Denis du Vas. Es el anuncio de unabella jornada al aire libre , entre losvuelos y los gritos de los vencejos,los remolinos de terciopelo de laspalomas que regresan no se sabe dedónde después de la hambruna delpasado invierno, el latido de azurde las campanas de SaintChristophe, de Sainte Geneviève laPetite, de Saint Pierre aux Boeufs,de Saint Denis du Pas. Ya no puedesuceder nada maléfico. Diosprotege esta obra, ¿quién seatrevería a interrumpir laconstrucción de «su» casa? A veces,

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se ven llegar al recinto de labasílica a hombres vestidos deblanco que llevan la cruz roja en elhombro, algunos de estostemplarios, ricos a reventar, comolos judíos', han consentido enprestar un poco de sus tesoros paraque Dios pueda tener una moradadigna de Él y vienen a embolsarselos intereses de su préstamo. Losalbañiles los miran con desprecio ydicen: «¡Mira, aquí están losbanqueros!» , y cuando pasan pordebajo de ellos se les mean encimadesde lo alto de sus andamios y se

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retienen para no dejar caer una deesas piedras elevadas por los airespor las poderosas pinzas de hierro.¡Cómo les gustaría decirles dospalabras a esos que harían mejor enir a defender los caminos de loslugares sagrados de Palestinacontra Saladino en lugar de amasarbienes y dinero! Les hablarían deigual a igual, les mostrarían susmanos quemadas por la cal,endurecidas por el contacto con lapiedra, y les dirían: «Mirad lo queofrecemos a Dios, nosotros, loshumildes, nuestras manos y nuestro

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corazón, nuestra fatiga y nuestra fepor esos veinte denarios al día quevosotros no os dignáis recoger delbarro. Y vosotros, ¿qué ofrecéis?¿Vuestra espada? Está oxidada.¿Vuestra fe? Sólo queda unacáscara vacía. ¡No tenéis más quevuestro dinero y se lo negáis, enparte, a Dios!». Se atreverían adecirles esto y cosas peores porque,de siervos que eran, se hanconvertido en albañiles de Dios, enhombres libres, exentos de lapatrulla como los honorablesburgueses de París. Los saludan

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cuando se pasean en grupo por lospuentes del Sena; para ellos son lasmuchachas más bonitas cuando vana pasar la noche en el Val d'Amour .Entonces, se cagan en loscaballeros del Temple, losbanqueros, los burgueses e inclusoesos gordos canónigos ampliamenteprebendados, todos los queempollan sus riquezas y las utilizanpara comprar con ventajaindulgencias que les permitiránestar de parranda en Cuaresma,esos clérigos estreñidos querefunfuñan porque la casa de Dios

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es demasiado grande y demasiadohermosa. «¡En cuanto a ti,compañero Sol, amigo de Dios, se tesaluda!»

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1La Ciudad del Amor

Texto. Vincent dejaba la obra conla camisa pegada a las axilas y laespalda, tomaba por las callejuelasde Saint Christophe y Licorne, dondeel maestro Jean tenía hacía poco sudomicilio, después por la calle de laPomme, que pasaba por detrás de lasinagoga, y llegaba al Grand Pontsiguiendo la calle de la Lanterne, quezumbaba en la noche cálida como unenjambre de avispones. Detrás de

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Saint Denis de la Chatre, se extendíaun abrevadero de caballos de bordesmal acabados, donde los pies sehundían en un lodo verde de cagajón.Por una monedita, dejaba la camisa,los pantalones y los zapatos alcuidado de una niña, el tiempo queduraba el baño.

Todas las noches, encontrabaallí, antes de ir a casa de Jacoba, asus compañeros albañiles, talladoresde piedra y carpinteros, al menos alos que preferían el frescor de lasaguas del Sena al de una jarrita devino en el Château d'Or. El cansancio

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de la jornada se evaporaba como pormilagro en cuanto se encontrabandesnudos entre los caballos y metíanel dedo gordo del pie en el agualimosa. Se lanzaban por racimos alrío aullando de gozo y se agarraban alos flancos de la estacada. Los quesabían nadar se aventuraban hastadebajo del Grand Pont y se volvíande espaldas para dar ideas a lasmuchachas y escandalizar a losburgueses. Sentado en el parapeto, unoficial de la patrulla vigilaba elescándalo. Unos clérigos tonsuradoscriticaban en latín la grosería de las

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costumbres de la época y lainsolencia de aquellos jornaleros queparecían creerse príncipes y secomportaban como estudiantesalemanes.

Una tarde, al salir del baño,mientras se ocupaba en ponerse laropa, Vincent vio venir hacia él a unpersonaje que no había visto desdehacía años y que no reconoció deinmediato. El desconocido le dijosonriendo:

—No me reconoces. Esteatuendo, esta barba…

—¡André! ¡André Jacquemin!

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Se abrazaron y subieron tomadosdel brazo hacia Saint Denis de laChatre, con un calor de horno.Vincent propuso ir a tomar el frescobajo el enrejado de una taberna,desde donde se vislumbraba la hilerade puentes y las primeras humaredasde la noche sobre la Petite Madian.

André pidió una jarrita de vinode Auxerre. Parecía feliz de aquelencuentro, pero con una pizca defiebre, como si sólo esperara aquellacircunstancia para liberarse de unsecreto.

Aquel encuentro, lo había

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provocado. Hacía varios días queasistía al baño de Vincent yfinalmente se había decidido aabordarlo. Se expresaba lentamente,con esfuerzo, con los hombrosencorvados sobre la mesa, dandovueltas a su cubilete con la mano.

No sabía muy bien dónde estabadesde su ruptura con Hans y lapartida de este último haciaAlemania, donde había ido a ejercerla medicina. Dramáticamentesometido a la soledad, trabajabacomo secretario del Collège des Dix—Huit, fundado por Josse de

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Londres, que albergaba en la Cité alos estudiantes pobres; pero losinternos, aunque acogían con gratitudlas donaciones de que eran objeto,aceptaban mal las tareas que se lesexigían, como cuidar de los muertosdel hospital. Después de habersepeleado con aquellos ingratos, Andréhabía renunciado a su empleo, puesle repugnaba imponer la disciplina.Había dejado el puesto a un clérigomuy rústico que trataba a losestudiantes como si fueran perros.

De nuevo completamente solo ydesesperando por encontrar un lugar

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donde emplear sus talentos, que noeran despreciables pero sí dispares,había llamado a la puerta de laabadía Saint Victor, donde le habíanaceptado como hortelano. No eradesgraciado; su ventana daba a unaviña y tenía acceso a la biblioteca.Sin embargo, poco a poco, un malextraño se había apoderado de él.

—¿Has oído hablar de la«acedia»? Es un estado de ánimopropio de los monjes que aceptanmal encontrarse confinados entrecuatro paredes y añoran laslibertades del siglo. Cada noche, me

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entraban ganas de huir para volver aencontrarme con las tabernas, losamigos, las muchachas, y hablar conla gente en otra lengua que el latín.Me marché…

Jacquemin se había ganado lavida copiando manuscritos para losmaestros de las escuelas de NotreDame. Se decía que, con un poco desuerte y mucha perseverancia, habríapodido convertirse en un filósofo éltambién. No era torpe, sabía trabajarla minúscula parisina, la inglesa y laboloñesa, pero tenía un problematemible; llevado por el impulso de su

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pensamiento, modificaba los textos.Lo habían despedido.

Durante meses, Jacquemin habíavivido muy desconcertado, e inclusollegó a intentar que le contratarancomo peón en la plaza Jurée, peroera de constitución demasiado débily tenía las manos demasiado limpias,de manera que lo observaron condesprecio como a un clérigogiróvago y holgazán. Una viuda ricalo había elegido para ocuparse desus asuntos, pero en realidad paraocupar, por la noche y a veces dedía, el lugar vacío a su lado. Era una

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sinecura, pero la viuda era tan feaque daría miedo a un sarraceno;además poseía una glotoneríaamorosa que no tenía relación con sufísico. Aguantó tres meses deinvierno y desapareció en primavera,con una flor en los labios, paraseguir en Normandia a un grupo detroveros y violinistas que se habíanmetido en la cabeza enseñarle el artede birlar bolsas mientrasinterpretaban en las plazas. Se habíaresistido y lo habían zurrado y dadopor muerto en el camino de Ruán. Uncomerciante que regresaba de

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Picardía con un cargamento de lanalo recogió y quiso mantenerlo a sulado, pues le gustaba que le hablarade filosofía. El comerciante lepropuso que se estableciera con unadocena de otros «uñas azules» en unoficio de tejido. Jacquemin tenía lamente demasiado ocupada con su«gran idea» para que la trama fueraperfecta. Lo emplearon para repartirlas telas. Llevó un par a unmaestrescuela de la parroquia deSaint Julien le Pauvre que, bajo elcontrol de la autoridad episcopal,enseñaba a los hijos de los

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comerciantes rudimentos decontabilidad, escritura, lenguainglesa y alemana. El buen hombrebuscaba un asistente y Jacquemin seofreció. Sólo regresó a casa delpañero para reclamar su paga. Deeso hacía seis meses y nunca se habíasentido tan feliz.

—Esta «gran idea» de la quetanto hablas, ¿qué es?

Agarrado a la mesa con las dosmanos, Jacquemin cerró los ojos ypareció concentrarse intensamente.

—Tengo que mostrarte algo.Sacó de una bolsa de piel que

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llevaba en la cintura una placa dearcilla y un estilete de cobre, quecolocó sobre la mesa después deapartar los vasos.

—Te debe de haber sorprendidocomo a mí el hecho de que ciudadesde la importancia de París sean comograndes sopas en las que se hanechado en desorden todo tipo deingredientes que no consiguenaglomerarse. Viene gente de todotipo, la mayoría para establecerse yhacer carrera. Las relaciones querigen esta población sin cuerpo y sinalma son, en el mejor de los casos, la

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indiferencia y, en el peor, el odio. Sihubieras estado aquí el inviernopasado, cuando hacía estragos laescasez y el frío, habrías podidoconstatar que esta gente estápermanentemente al borde de laguerra civil y dispuesta a destriparsepor un mendrugo duro.

—Así que has decidido —dijoVincent con una pizca de ironía—convertirte en predicador y reformarlas costumbres mediante la palabra...

Jacquemin movió enérgicamentela cabeza. En la capital había tantos

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predicadores como comerciantes dearenques; por otro lado, éstosapestaban más.

Mi ambición es diferente y máselevada. Es necesario que dejemosde amontonar en nuestras ciudadeselementos tan dispares. ¿Qué diríasde un alquimista que echara en sucrisol a la vez el oro y el plomo, laesencia de la rosa y el vino peleóndel tabernero? Yo he concebido laidea de una ciudad que llamaría laCiudad del Amor.

—La Ciudad del Amor… Muybien, pero…

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—Mi razonamiento es sencillo.No dejemos que la ciudad perviertaal hombre con sus constantespromiscuidades. Construyamosciudades que acerquen a Dios a loshombres de buena voluntad.

Cogió su estilete y se puso atrazar un círculo que seguía loslímites de la tablilla, después lacurva de un río que atravesaba deuna parte a otra el recinto de laciudad, dibujó al margen el plano dediversos inmuebles a los que dionombres alegóricos, se exaltódescribiendo el edificio central, una

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especie de catedral a la que dio elpomposo nombre de Templo de la FeSuprema. El Fòrum Libertad estaba ados pasos. Los sabios y los filósofosse agrupaban en una especie deenjambre en forma de torre de Babelatravesada por la gigantesca escaleradel Conocimiento, que conducía auna enorme estatua de oro alrededorde la cual ardían las llamas dePrometeo.

—Para construir la catedral —dijo—, he pensado en ti. No conozcoa nadie en toda la île de France de tuvalía, a no ser el maestro Jean, pero

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le falta la libertad de corazón. Estácasado, creo, y está muy enamoradode su joven esposa. Acepta, Vincent,y las puertas del Cielo se abrirán a tipara toda la eternidad.

Vincent se rascó el mentón e hizover que reflexionaba. Estaba tancómodo en su cuerpo fresco despuésdel baño, con el sabor del vinotodavía vivo en su paladar, que sesentía dispuesto a la indulgencia.André tomó su reserva por unaaceptación y su rostro se iluminó.

—Sabía que mi idea te seduciría.—Cierto, pero necesitaremos

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mucho dinero, un ejército deingenieros, albañiles…

—¿Crees que no lo sé? Senecesitaron veinticuatro miltalladores de piedra para construir eltemplo de Salomón. Nosotrosnecesitaremos al menos cien mil.Encontraremos la manera dereunirlos. En cuanto haya juntado lasuma necesaria, abandonaré mitrabajo e iré a predicar a través detoda la cristiandad para que se meayude a hacer realidad mi proyecto.Acudirán a nosotros pueblosdispuestos a utilizar las herramientas

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y grandes personajes que sacrificaránsu fortuna para ayudarme. Tú mismo,¡apenas te le hablado de mi idea y yaestás entusiasmado! ¡Guarda bien elsecreto! Quiero estar a la derecha deDios cuando descienda del Cielopara bendecir nuestra obra. Túestarás a su izquierda.

—Es que —balbució Vincent—temo no ser digno de este honor y notener el talento necesario. No soyAdoniram…

—¡Vamos! ¿Crees que te habríahecho esta confidencia si no tuvieraconfianza en ti? Ahora, Vincent,

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somos tres los que conocemos miproyecto.

—¿Y quién es el tercero?—¡Dios! Jacoba había reanudado hacía

poco sus paseos por el huerto.Se sentaba bajo un manzano, en

una butaca de mimbre, con una mantaen las rodillas. Sus mejillasrecuperaban poco a poco suscolores, pero sus párpados

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conservaban su color amoratado,porque se pasaba parte de la nochellorando y dormía poco. Leía unaslíneas de su Virgilio y el libro se lecaía de las manos; la vista se lenublaba; le ardían los párpados y laatención se desviaba. Sólorecuperaba el gusto por la vidacuando oía, al llegar la noche, lostres golpes a la puerta.

Vincent cruzaba el céspeddescuidado y se dirigía directamentehacia Jacoba, intentaba adivinar através de aquella piel diáfana,aquella miraba turbia, aquellos

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cabellos ásperos, la imagen de lamuchacha radiante que habíaconocido. Se transparentaba pordestellos patéticos; por espacio de unsegundo, Jacoba estaba iluminada,sobre todo cuando él depositaba enel hueco de sus muslos el modestopresente que le traía cada noche.

—Te equivocas —protestabaella—. Sabes muy bien que dentro tiepoco tendremos que renunciar avernos. Entonces, ¿por qué estasvisitas y estos regalos?

—De aquí al final del plazo,encontraremos la manera de

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continuar nuestros encuentros. Tengomuchas esperanzas en que las cosasse arreglen.

Le hablaba de su trabajo del día.Jonathan y algunos compañeros

se marchaban a Inglaterra parareconstruir la catedral de Canterbury,que se acababa de quemar; unpicapedrero, que llevaba una artesade cemento al hombro, se habíacaído de una rampa y se había rotolas piernas; el Ardilla, aquel colosobarbudo que giraba solo en la jaula—torno, estaba tan borracho quehabía aflojado su esfuerzo y la jaula

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se había puesto a girar sola a unavelocidad loca, hasta el punto deque, cuando lo habían sacado, no seaguantaba sobre las piernas; Pierre,el Chantre, había buscado pelea unavez más en medio de la obra almaestro Jean; descontentos con laalimentación del refectorio, losobreros habían amenazado concolgar a los cocineros…

—¿Y Sybille?—Está enferma de nuevo y ya no

sale. Parece serio. Su hijo, que nacióantes de tiempo, no ha sobrevivido.¿Y tu padre?

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—Ha vuelto a sus escritos.El antiguo médico de la corte

había renunciado a abandonar París.Su salud se había deteriorado y la desu hija seguía siendo precaria. Nohabría podido soportar las fatigas delviaje y los azares del exilio. Parasubsistir, había aceptado, después devanas gestiones para intentarrecuperar el derecho al ejercicio desu arte, trabajos de escritura malpagados para los comerciantes judíosdel Grand Pont y la calle de laJudería. Se dejaba la vista en ello. Aveces, en honor de ciertas relaciones

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seguras, preparaba en su atanorungüentos con pez griega yelectuarios con miel.

Entre la clientela que le habíamantenido su práctica, se contaba lafamilia de Pierre Thibaud, el Rico. AThibaud no le gustaban los judíos,pero consideraba que habría sidoabsurdo privarse de sus talentos. Unavez al mes, le pedía un examengeneral de toda la familia, sirvientesincluidos. Después, lo recibía en sudespacho para un informe detallado.

—He observado que Bernarde havuelto a aumentar de peso. Debería

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hacerse sangrar dos veces a lasemana y renunciar a los pasteles dela madre Barbette. Robin, vuestronieto, se encuentra como el Châtelety sus rojeces en la cara son benignas.Le he recetado unas infusiones dehojas de nogal. En cuanto a Félicie…

Los hijos del maestro Thibauderan de complexión robusta, exceptoel último, Étienne, que tosía yorinaba turbio.

—Habladme de Sybille, maestroEzra.

El maestro Pierre hablaba de elloal final y con voz encogida, con una

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especie de reserva, como si temierauna revelación temible. Sus manos secrispaban alrededor del cisne de oroque reinaba sobre su mesa. Esperabauna palabra que no se pronunciaría.Ezra hablaba de «inflamación», de«ulceraciones», pero se guardaba lapalabra temida.

—Tu padre se equivoca —decíaVincent—. La verdad saldrá a la luzun día u otro y sin tardar. Este mal nose puede mantener oculto muchotiempo. ¿Y el contagio, ha pensadoen ello?

El maestro Ezra lo había

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pensado. Un día habló de ello conVincent.

—No tengo derecho a revelaresta verdad porque ya no puedoejercer mi arte. La enfermedad deSybille no hace más que empeorar,pero la familia no está afectada. Porotra parte, nadie es tonto ni parecedispuesto a aceptar la realidad y susconsecuencias.

E l Mycobacterium lepraeactuaba socarronamente. Enapariencia, Sybille había cambiadopoco (simplemente había adelgazado,presentaba trastornos nerviosos

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bastante frecuentes y sus cejas sedespoblaban). Los ataques de laenfermedad sólo se revelabanindiscutiblemente cuando presentabacon reticencia su cuerpo a los ojosdel médico. Esas lesiones en anillo,esas zonas hinchadas que rodeabanespacios de piel clara, esas placaseritematosas, esas pequeñas pápulascobrizas… No cabía duda y habríasido insensato esperar una curaciónmilagrosa como la de Lázaro, Job oNaaman. Ezra hablaba de una sarnatenaz que Sybille terminaría porvencer, recetaba pomadas y baños en

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los que se hacían macerar hojas dehiedra; además, recomendabaexpresamente evitar el contacto conotras personas («porque no hayninguna enfermedad tan contagiosacomo la sarna») y evitar lasrelaciones íntimas con su esposo.

Sybille prometía y cumplía supalabra. ¿Jean? Sólo lo veía de lejos,cuando cruzaba el huerto para ir altrabajo o regresar; a veces, también alo largo de la jornada, cuando leentraban unas ganas repentinas de vera su joven esposa. Siempre sedetenía en el mismo lugar, entre un

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viejo peral y una enramada donde sedesperdigaban los juguetes de losniños. Se mantenía de pie, inmóvil,después de haber lanzado una piedraa la ventana, y la miraba aparecer,una larga forma blanca. Se hacíansignos con la mano y se sonreíanreteniendo las lágrimas.

La «exclusión» había empezadopara Sybille, pero era voluntaria eimperfecta.

Se separó de la vida familiar y serecluyó en la habitación de lasegunda planta, bajo la buhardilla,que convirtió en su pequeño

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universo, donde amontonabarecuerdos del tiempo de su amor,lejos, allí abajo, en el invierno decristal azul del carrascal. Ainstancias del médico, se obligó arenunciar a las salidas. El maestroPierre había hecho abrir una granventana en el entramado lateral paraque pudiera tener todo el huerto a lavista, un trocito del Sena con la îleaux Vaches amarrado a la Cité y, a lolejos, en la otra orilla, los prados deSainte Geneviève y los molinos de laButte aux Cailles. Ya no bajaba; lepasaban lo que necesitaba por un

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ventanillo. Sólo Ezra tenía acceso aaquella celda y sólo se presentabacon guantes y una mascarillaimpregnada en vinagre en la cara.Todas las noches, soñaba con elhombre de la cara roja y las manosde sal, y gritaba cuando tendía losbrazos hacia ella.

El maestro Jean nunca hablaba deSybille.

Durante sus horas de trabajo o enlas comidas, que tomaba cada vezcon más frecuencia en el refectoriodel monasterio con Vincent, parecíapreocupado únicamente por su obra.

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Hablaba mucho de ella; hablabademasiado; se esforzaba por hablarde «otra cosa» que de aquello querealmente le preocupaba. Vincentevitaba la menor indiscreción y seesforzaba por sacar a relucir losnuevos problemas que planteaba laobra, para apartar a su amigo de susobsesiones. Era inútil. La mente deJean estaba en otra parte, encompañía de aquel espectro que lehacía signos y de las sonrisascrispadas detrás de una ventana, conSoredamor, con aquel amor que tardóen madurar, que había estallado

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salvajemente en el carrascal y queahora no le dejaba más que cenizasen la punta de los dedos. Vincenthablaba; él movía la cabeza, pero noescuchaba.

—Maestro —le dijo un díaVincent—, animaos. Un día, vuestraspreocupaciones se acabarán yvuestra obra continuará. Es lo únicoque debería contar para vos, como eslo único que cuenta para mí. Noshabrán olvidado hará siglos, perocontinuará sorprendiendo a la gente.¿Creéis que no vale la penaolvidarse de las preocupaciones por

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ella?Desplegaba rollos de

pergaminos, colocaba el compássobre un detalle, efectuaba un cálculorápido y sometía sus conclusiones almaestro Jean, que movía la cabeza.

—Confiáis en mí, maestro, y oslo agradezco, pero no es eso lo queespero de vos. Este cálculo tendríaisque haberlo hecho vos.

El obispo había pedido al

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maestro Jean que se reuniera con élen el nuevo despacho, al que acababade mudarse. La habitación olía a cerae incienso, y al olor un poco agrio delos pergaminos. Desde la ventana, sedominaba la obra y, a la izquierda,las murallas nuevas y los jardines delhospital, donde se paseaban losconvalecientes. Un rayo de soliluminaba la parte baja de la cara yla barba blanca que se rizaba sobreel cuello de la túnica de trabajo desaya oscura. La máscara pálida y fríase fijaba a veces en largos silencios.

—Maestro Jean —dijo el obispo

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con una voz que se esforzaba por serdulce—, sólo tengo motivos parasentirme satisfecho con vuestrosservicios. Os presentaron como elmaestro de obras más eminente denuestra época y no he tenido querevisar este juicio. Juntos, hemosconcebido esta catedral, que quizáserá la más bella, la más grande y lamás querida por Dios, puesto que seerigirá en el corazón del país…

Silencio. Una hoja del parquécrujió arriba. Un ruido de disputasubió de las cocinas. Jean sepreguntaba lo que estaba haciendo

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allí y lo que el obispo iba a decirle.—Tengo nuestra obra —continuó

Maurice de Sully— todos los díasante los ojos. De ella saco, en losmomentos difíciles, la voluntad y lafuerza para continuar mi sacerdocio,a pesar de preocupaciones y malesde los que no tenéis ni idea. Os veoir de aquí para allá, escalar lasrampas, probar la calidad delmortero, examinar cada piedra,verificar el filo de los cinceles y lasgubias, velar por la colocación de uncapitel… Me digo: he aquí a unhombre amado por Dios; ha

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comprendido la importancia y lacalidad de su misión y Dios se loagradecerá llevando su obra a buenfin. Esto es lo que me digo, o almenos lo que me decía. En efecto,desde hace un tiempo, tengo lasensación de que Dios os ha vuelto laespalda y deja que la obra vayaaguas abajo. ¿Qué hemos podidohacer para merecer esta indiferencia?

Silencio. Una paloma se posó enel reborde de la ventana, con elcuello hinchado por un gran ímpetuamoroso. Una llamada del gruistasurgió de la obra del hospital. Un

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secretario tosió y se levantó paraescupir en la chimenea.

—¿Qué vamos a hacer? —continuó el obispo—. ¿Rezar, cadauno a su manera, para que Dios nosconceda de nuevo su atención y suconfianza? Por mi parte, si esnecesario, me pasaré noches enterasdelante del altar con los brazos encruz. Vuestra manera de solicitar lamansedumbre del Señor es de otrotipo. Vuestro credo es la obra quehabéis emprendido. Una piedracolocada sobre otra vale por unaplegaria. Amigo mío, deseo que Dios

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os visite de nuevo y estéis dispuestoa acogerlo.

El maestro Jean dejó al obispotitubeando, con la cabeza vacía,consciente de haber soportado, apesar del tono suave, alusivo, casiamigable, un duro sermón. Debíaaceptarlo, había descuidado sumisión; no se interesaba como antespor su gran obra y se había apartadode los trabajos. Su herida parecíahaberse extendido a los obreros;trabajaban con menos coraje,dejaban su puesto para irse a dormiren un rincón a la sombra, se saltaban

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las medidas de seguridad y, a veces,se veían piedras mal arrimadas quese balanceaban ante la indiferenciageneral.

Vincent, que lo esperabadibujando distraídamente un módulode cintas para un florón de pináculo,comprendió que algo grave habíapasado. Jean no dijo una palabra.Cogió una hoja que había rechazadosin siquiera examinarla, apartó con elpie los objetos que corrían por elsuelo y dio un puñetazo a la pared.

—¿Por qué no dices nada? —exclamó bruscamente—. ¡Te mueres

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de ganas de saber lo que quería elobispo, pero no dices nada! ¿Por quéme torturas? ¿Por qué?

«Invierte los papeles», pensóVincent. Tenía que ser muy grave.Iba a pedirle que se explicara cuandoJean lo hizo por iniciativa propia.

—Había olvidado lo esencial, elfundamento de nuestra obra — dijo,apoyado con las dos manos en latabla sobre la que Vincent habíapuesto la escuadra y el compás—. Sino ponemos todo nuestro entusiasmo,toda nuestra fe hasta en el menor denuestros actos, si no tenemos la

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certeza de que Dios nos ve y nosjuzga, es mejor que renunciemos ydesertemos. El obispo tenía razón aldecirme que Dios nos ha dado laespalda. ¿Por qué? Porque el hombreindigno que soy ha hecho pasar suspreocupaciones personales pordelante de la obra emprendida.

Hizo una pausa y se golpeó elpecho; se puso a llorar.

—¡Indigno! ¡Soy indigno decontinuar esta obra! Porque ya nocreo en mi misión, nadie cree en ella.Te miro y miro a los que nos rodean.¡Es penoso! No ponéis más

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convicción en vuestros actos que losfuncionarios del prebostazgo. Ahorasomos incapaces de transformarnuestras pruebas en exaltación, comohace el obispo Maurice. Transformasus sufrimientos en actos de fe…, yyo, ¡yo no soy más que una bestia quellora después de perder a unahembra!

Se dejó caer de rodillas y sepuso a gemir golpeándose losmuslos.

—Habría tenido que continuarviviendo solo. No estoy hecho paraotras pasiones que las de mi trabajo.

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¡Lo sabía, y mira en qué situación meencuentro!

Se levantó resoplando, se secólos ojos y las mejillas con la manga.De repente, parecía haber envejecidodiez años.

—La marcha de esta obra… —dijo con una resolución desgarradora—. Ahora serás tú quien la asumirá.Yo voy a retirarme con esos monjesblancos que visitamos el veranopasado, en la abadía de Thoronet.

Vincent dio un respingo.—¡Si abandonáis, maestro, yo

también abandono! Sin vos, yo sólo

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soy la sombra de mí mismo, todavíatenéis mucho que enseñarme. Noescuchéis esta cólera y esteresentimiento contra vos mismo.Dentro de unos días, habréisrecuperado la confianza y lacomunicaréis a toda la obra. Mañana,quizá…

Aquella tarde, el maestro Jeanrenunció a ir a casa de sus suegros.Le pidió a Vincent que cerrara lasala de bocetos y se llevara la llavedespués de encerrarlo en el interior.De esta manera, quería resistir latentación de correr hacia Sybille,

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dormir en su casa, escuchar el ruidode sus pasos en el piso superior.

Apenas Vincent se marchó con lallave, Jean se durmió. Se despertódos horas más tarde, saltó hacia lapuerta intentando desquiciarla,rompió una ventana y se hirió alpasar por ella. Estaba como loco.Los albañiles a los que arrancó de susueño tuvieron que dominarlo yconducirlo a su cabaña, dondecuidaron de él hasta la mañana.

Cuando se despertó con un tímidorayo de alba, Vincent estaba cerca deél con una escudilla de leche

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caliente.—Sabía que vuestra resolución

no se mantendría —dijo—. He vistoa Sybille. Le he contado que habíaistenido que marcharosprecipitadamente hacia Canterbury,donde os reclaman con urgencia, yque estaríais ausente hasta finales delverano.

—¿Se lo ha creído?—Ha hecho como si me creyera.

Moviendo la cabeza, me ha dichoque, desde hace un tiempo, sabía quela hora de la separación definitivaestaba cerca. Está convencida de que

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representa un obstáculo para vos, unamolestia y un peligro para su familia.Ella también va a partir, dentro deunos días.

—¿Dónde va a ir, Dios mío?—Lo ignora. No lejos de París,

en cualquier caso. No faltan lazaretospara acogerla.

—¿Ha querido volver a verme?Vincent negó con la cabeza. Ella

no soportaría un adiós.—Me manda deciros que rezará

por vos cada día.—¿Qué más ha dicho?

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—Nada más, maestro. Bueno,sí… No os olvidará. Os ama contodo su corazón y con toda su alma.Os confía a su hijo, Robin. Está sanode cuerpo y de mente. Os pide que loprotejáis y lo améis en recuerdosuyo.

—¿Ha llorado?—No, maestro. Ni una lágrima.Habían hablado a través del

ventanillo, sin testigos. Con lasúltimas luces de la tarde, él habíaadivinado más de lo que había visto.Todo lo que había vislumbrado deella era la nariz chata, los pómulos

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hinchados, las órbitas sin cejas, lanudosidad de la mejilla, el pelotodavía abundante pero apagado.Otra mujer.

Al cruzar el huerto, acompañadopor Pierre Thibaud, Vincent se habíadado la vuelta, como hacía Jean,entre el peral y la enramada. Ellaestaba pegada a la ventana y, a modode adiós, movía la llamita de lacandela.

Sin embargo, ese detalle, Vincentno se lo contó a Jean, no queríaaumentar su pena.

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2Los domingos de Jacoba

Texto. Algunos religiosos sehabían lanzado, en primavera,cargados de reliquias, verdaderas ofalsas, a los peligrosos caminos dereino y las regiones vecinas parapedir a los fieles que ayudaran aconstruir la catedral con sus óbolos.

Regresaron hacia finales delverano en pequeños grupos. Algunosno acudieron a la cita. Habían sidodespojados por salteadores,

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asesinados en los caminos, retenidosprisioneros por señores de Hungríaque vivían a la sarracena; algunoshabían dilapidado las donacionesrecogidas en tabernas y burdeles.

Los que reaparecieron fueronacogidos con grandes muestras dealegría, como los Reyes Magos.Sacaron de los serones de sus muíascofres llenos de monedas de oro,joyas, libros sagrados adornados conmarfil y piedras preciosas. El obispoestaba exultante; las arcas de lafábrica ya no sonaban a vacío.Barbedor tomó solemnemente la

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decisión de financiar la realizaciónde una vidriera con sus propiosdenarios.

Aquel final de verano adquiriótintes de primavera.

Nada detenía a los obreros. Conun repentino entusiasmo, se quedabanen su puesto a pesar de la lluvia,trabajaban con antorcha hasta horastardías de la noche. Acudían altrabajo como a una fiesta.

El domingo, todo París se dirigíaa la obra.

Los canónigos hacían loshonores. Vigilaban a los niños para

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que no se subieran a los andamiajesni manosearan las herramientas.Algunos compañeros se quedaban enel lugar, vestidos de domingo, reciénafeitados, con la saya ceñida a lacintura por un ancho cinturón de pielcuya hebilla se adornaba con unaestrella de David. Sobre todo losjóvenes. Sacaban el pecho, seguíancon la mirada a las muchachas, queles observaban con audacia y leshacían preguntas tontas, acariciabanla piedra o la madera y miraban lasanchas manos rugosas de lostrabajadores soñando que se posaban

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sobre sus caderas.Los viejos obreros preferían el

silencio de los campos de SaintGermain o de Chaillot, las tabernasde la île aux Vaches, la partida debolos o de dados, o los juegos demesa. Regresaban por la noche a lacabaña o al dormitorio delmonasterio, repletos de vino, con elhumor belicoso; se les oía hasta laqueda y más allá cantar, bailar ypelearse como perros.

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Aquellos domingos, Vincent losdedicaba a Jacoba.

Cuando hacía buen tiempo perono demasiado cálido —ella secansaba deprisa al caminar—,pasaban el Petit Pont, que el obispoMaurice se apresuraba a reconstruircon buenas piedras de Montrouge. Sedetenían delante de Saint Julien lePauvre, cuya nave estaban acabando.Apoyada en el brocal del pozo, delque los picapedreros extraían el aguay donde ponían a refrescar el vino,Jacoba escuchaba a Vincent mientrasle explicaba algún detalle de la

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construcción. Saint Julien era unacatedral en miniatura, un zapato deniño colocado cerca de la gigantescacuna de Notre Dame; no se respirabani su grandeza ni su ímpetu ni subelleza; su encanto era la humildad yla cercanía de los grandes árboles,cuya sombra se movía sobre elmortero fresco y las piedras nuevas.«Un enramado de piedras para lasiesta del Buen Dios», decía Vincent.

—¿Te sientes con fuerzas para irhasta el palacio de Thermes?

Jacoba se encogía de hombros.¿Qué se imaginaba? ¿Qué no era

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capaz de caminar sin quejarse comouna vieja? Cuando estaba cansada, letomaba del brazo y él ralentizaba elpaso.

En la cuesta que conducía a lasviñas de la montaña SainteGeneviève por los caminossembrados de sauces y álamos,donde el calor apretaba fuerte, secruzaban con parejas de burguesesque arrastraban tras de sí a sirvientasy chiquillería.

A menudo, se detenían a lasombra, se volvían para mirar la îlede la Cité bañada en un vaho de

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cristal cálido. Sonidos decornamusas y tambores subían de laîle aux Vaches, donde la gente seregocijaba bajo los cenadoresatacados por las crecidas deprimavera; allí era donde vivía elpadre de Vincent, que habíarenunciado a los trabajos deroturación de pantanos para irse avivir con una mujer muy seca y muyfea que lo dominaba como un capitánde arqueros. Más allá del canal queseparaba la Ile aux Vaches de la îlede Notre Dame, se distinguía la masacuadrada de la torre Lauriaux,

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guarida de piojosos y sarnosos, detan mala reputación que la patrulla,según Tiphaine, sólo entraba a lafuerza. Más lejos, en dirección aponiente, se extendían los espaciosde prados y ciénagas donde bullíanmiserables mercados de chalaneofrecuentados por el pueblo llano deParís.

—¡Mira! —exclamaba Jacoba—.Se diría que hay fuego detrás deNotre Dame.

No era nada; viejos materialesque se quemaban en el terreno.

Ella le apretaba el brazo y

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sonreía. Se abrazaban.Desde aquella loma, se

vislumbraba la île de la Cité en todasu amplitud y su majestad, bajo lasligeras humaredas de cocina queascendían del monasterio de cuarentacasas y de los barrios populosos quese apretujaban entre la catedral y elpalacio. La obra excavaba unacavidad, en medio de la cual seerigía un extraño animal marino quesegregaba un día tras otro su cáscarade piedra.

—Si todo marcha comodeseamos —decía Vincent—, el coro

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estará terminado dentro de dos o tresaños. Su consagración será unabonita fiesta.

—Estarás en primera fila y elRey te felicitará una vez más. ¿Y yodónde estaré mientras tú saboreas eltriunfo?

—Tú estarás allí. Estoy seguro.Las cosas se arreglarán para nosotrossi sabemos tener paciencia.

Aquel pequeño cuadriláterocolocado como un juguete nuevoentre los viejos barrios de la torreBoudoyer y los espacios palúdicosde Saint Paul era la casa del maestro

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Pierre Thibaud, en medio de undominio que se encontraba ante unanaturaleza todavía virgen en la quesurgían espolones de huertecitos yviñas. A pesar de la ligera bruma dela tarde colocada como un disfrazsobre el rostro manchado de laciudad, se distinguían los rasgos delentramado. Detrás de aquella ventanaalta, abierta sobre las buhardillas,todavía se encontraba Sybille. ¿Quéestaría haciendo en aquel instantepreciso? Había renunciado a lalectura, porque los libros quehojeaba, nadie más podía leerlos por

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temor al contagio. Quizá dormía. Talvez acechaba, haciendo girar con lapunta de los dedos su anillo de paja,la aparición del maestro Jean, que noiría, que ya no iría.

—Si yo padeciera —dijo Jacoba— el mal que sufre Sybille y supieraque no me voy a curar nunca,renunciaría a la vida.

—Es más difícil de lo quepiensas. La vida es tenaz. Sybillecontinúa tomando baños de hojas dehiedra y diciéndose que quizás un díase producirá un milagro.

Emprendían su lento ascenso a

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través de las viñas paralizadas por elcalor. Burgueses, artesanos ycomerciantes se paseaban con sufamilia y su perro entre las hileras,jugaban a mirar las perspectivasrectilíneas y se inclinaban paratantear bajo las hojas los racimosque maduraban. La vendimia seríaabundante si las tormentas de granizopasaban de largo.

El palacio de Thermes erigía susmuros sin edad a poca distancia deSainte Geneviève.

La hiedra había recubierto lamayor parte del mismo, dejando al

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descubierto capiteles y tragaluces, através de los cuales pasaban pedazosde c ielo y brisas ligeras. Unosestudiantes bailaban en un patio llenode profundos huecos. En las cabañasde las murallas, muchachos ymuchachas se besaban en la boca.Juegos de perros locos ocupabananchas mesas de piedra ardiente. Untabernero astuto había dispuesto enuna profunda anfractuosidad, bajo lasbóvedas de cañón recto, un espaciodonde se bebían a la sombra losvinos ligeros del cerro y las cervezasásperas puestas a refrescar en un

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pozo.—Mira —decía Vincent—,

somos como viejos esposos.Le tomaba la mano y la besaba

por encima de la mesa ocelada deredondeles de cerveza y vino.Cuando ella hablaba de su cercanaseparación, él le ponía la mano sobrelos labios. Ella protestaba:

—¡Pero tendremos que hablar deeso! Nuestro tiempo de gracia va aterminar. Pronto te marcharás con elmaestro Jean para tu campaña deinvierno. Cuando vuelvas enprimavera a ocupar tu plaza en la

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obra, habrá caído una barrera entrenosotros.

—Nos volveremos a ver.Encontraré la manera.

—¡Y yo tendré que prohibírtelo!¿Sabes a lo que te arriesgarías? Alcalabozo del Châtelet o a la torre delobispo. Quizá durante años…

—Nunca renunciaré a ti. Si meencarcelan, me escaparé.

—¿Y yo? ¿Crees que meresignaré? Mi vida entera no serámás que un movimiento de rebelión.

A veces, hablaban de aquel hijo

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que ella había matado en su vientre,que no debía nacer. Él confesaba lainutilidad de aquel acto; ella lojustificaba interminablemente; ¡aquelvínculo habría tenido consecuenciasterribles! Vincent se habría sentidoligado a ella hasta el punto dearriesgar su carrera para defenderla,a ella y al niño. No, era mejor así.Ahora eran de nuevo libres uno yotro. Los acontecimientos losalcanzarían con menos fuerza ycrueldad. Él negaba con obstinaciónaquel razonamiento; con el niño,habrían sido más fuertes y habrían

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tenido un motivo suplementario paraoponerse a las fuerzas ciegas que losamenazaban.

—Esta fatalidad —insistíaJacoba—, te haces ilusiones si creesque podrás resistirte a ella. Notransige. Pasa arrastrando a los quese encuentra por el camino. Sólo esposible escapar tie ella apartándose.

Afrontarla es perderse.¿Comprendes ahora por qué te niegomi cama, cueste lo que cueste?

A veces, ella se envalentonabahasta pedirle noticias de Tiphaine,aquella muchacha que había

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conocido en la guarida de Simon, laPaloma., y que veía una vez o dos ala semana por el simple placer de lacarne y en busca de un poco deternura. Jacoba incluso le habíapedido que se la presentara, pero élsiempre se había negado. Ellajustificaba su petición:

—Las dos tenemos relacionesdiferentes contigo. Por lo tanto, nopuede haber auténticos celos entrenosotras. Para mí, eres un poco loque Abelardo era para Eloísadespués de su mutilación.Concédeme hasta nuestra separación

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esta forma de fidelidad, no te pidomás. Si Tiphaine razona con lamisma libertad de espíritu, eres unhombre afortunado.

¿Confesar a Jacoba que Tiphainela detestaba? ¡Imposible! Para hablarde ella, utilizaba expresiones de odiohelado como «hembra judía», «ocamagra» o «paquete de huesos». Aveces, lo amenazaba: «¡Si me laencuentro por la calle, la escupiré enla cara!». El día que anunció suintención de ir a denunciar a Jacobaal prebostazgo acusándola de haberabortado con la complicidad de su

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padre, Vincent la había dejadorestallando la puerta y jurándose novolver a verla nunca. Habíaaguantado una semana y despuéshabía regresado, avergonzado,dividido entre el rencor y el deseo, yella lo había acogido como si nadahubiera pasado. Estuvieron un tiemposin hablar de Jacoba y después, unbuen día, sin razón aparente, ellasacó de nuevo a relucir la presenciade su enemiga:

—¿A qué esperas para separartede ella? Esta muchacha sólo te puedetraer problemas. Es judía, criminal y,

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además, fea.—Pronto me veré obligado a

ello.—¿Y entonces te casarás

conmigo?Era su idea fija. Quería vivir con

Vincent, «verlo vivir», decía, de otramanera y en otro lugar que en aquellahabitación ruinosa que ambos habíanacabado por detestar, porque cerrabasobre ellos una red de costumbres, undecorado estrecho, un horizonteirrisorio. Ella quería poder tocarlo,acariciarlo en cualquier momento deldía y de la noche. Varias veces a la

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semana, se dirigía a la obra, se subíaa un montículo de graba y lo mirabade lejos mientras iba y venía de lacabana de los carpinteros a la de losalbañiles y los talladores de piedra,de los cimientos al extremo de losandamiajes. No apartaba los ojos deél y le hacía signos que él no podíaver. Se lo reprochaba con aspereza:

—¡En realidad, no quieresverme! ¡Te avergüenzas de mí! ¡Undía, te guste o no, entraré en la obra yte abrazaré delante de todos tuscompañeros!

—Olvidas que los oficiales del

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cabildo hacen buena guardia.—Me esconderé en una carreta y

entraré como los compañeros deUlises en Troya.

—Entonces pediré a Barbedorque te meta en un calabozo y todohabrá terminado entre nosotros.

Ella cogía la pelota al rebote:—¿Intentas librarte de mí? ¡Dilo!

¡Ya no me amas!Vincent sacaba un placer áspero

de aquellas disputas. Aquella pasiónlo halagaba, le daba alas, lo apartabadel ambiente suave en el que lo

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sumergía Jacoba. ¿Casarse conTiphaine? La idea le parecía unasveces atractiva y otras espantosa. Ensu naturaleza y su comportamiento,eran muy diferentes; ella era viva,caprichosa, excesiva; él eratranquilo, coherente, equilibrado…El matrimonio del agua con el fuego.Ante sus asaltos, respondía conevasivas y reservas. Había adquiridola astucia un poco ruin que consisteen temporizar. Sin embargo, ¿quéactitud debe adoptarse cuando no sees dueño del propio destino?

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3El regreso de Jonathan

Texto. El otoño devolvió aJonathan a Paris.

Llegó a la obra una espléndidamañana, descalzo, con la ropa gris depolvo y el hatillo al hombro. Un pocogruñón. Los meses que había pasadoen Inglaterra le habían resultadoprovechosos en cierto sentido, perono había querido continuar. Legustaba aquel país de espaciosrisueños, de hierbas irreales, de

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vastos pastos que se descubríandesde arriba de la catedralincendiada de Canterbury, pero nopodía soportar la cerveza y lacomida, y sobre todo aceptaba mal lapresunción de los maestros de obrasy de los canónigos responsables dela fábrica, que consideraban a loscompañeros llegados de Franciacomo esclavos, con el pretexto deque los pagaban bien.

—¿Qué vas a hacer ahora? —ledijo el maestro Jean—. Vincent y yonos marchamos hacia el Languedoc.

—Primero, descansar. Miradme,

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lo necesito.Se había marchado de Inglaterra

en plena revolución. Los escoceseshabían descendido de sus tierrasaltas para atacar a los partidarios delrey Enrique Plantagenet, contra elque todo Occidente había levantadosus banderas detrás de su esposa,Leonor, y de sus hijos, Enrique elJoven, Ricardo y Godofredo. Secruzaban por los caminos tantopartidarios del viejo rey comopríncipes rebeldes. Todos tenían unaspecto feroz e iban armados hastalos dientes. A la menor nube de

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polvo que levantaran en el horizontelas caravanas de muías, se pensabaen el rebato.

Cruzar el mar había sido otroasunto. Abandonar la costa inglesaera fácil, pero ¿cómo adivinar queenfrente, en los parajes deGravelines, Enrique el Joven yFelipe de Alsacia se preparaba paracruzar el mar para hacer la guerra enla isla? Había sido necesario lucharcomo perros para hacer comprendera aquellos franceses furiosos que noeran espías sino honestostrabajadores, hijos del maestro

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Jacques.Después de haber probado el pan

duro podrido del calabozo, Jonathanhabía sido liberado. La cosa iba demal en peor.

Las tropas del Rey seencontraban ante Verneuil y Ruán, yel país normando no era más que uncampo de batalla. Había cadáveresen todas las fosas y los árboles conahorcados balizaban los caminos deParís. Ante la caravana más pequeñade borriquillos, las ciudades tecerraban la puerta en las narices. Enlos pueblos, te recibían con una hoz

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en la garganta. ¡Miseria! Era unprodigio que Jonathan hubierapodido llegar indemne a las puertasde Ruán, sitiado por el rey Luis; eraun milagro que se encontrara vivo enParís.

—¡Soy pobre como Job! —Lodijo alegremente—. Sin embargo,sólo en apariencia. ¿Adivináis dóndehe escondido los ahorrillos que hanpasado ante las narices de laspatrullas que me han asaltado?

Jonathan blandió el bastón delque no se separaba nunca y que leresultaba tan valioso como el cayado

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de Aarón. Había hecho un agujero enla parte superior, bajo la curva enforma de cayado episcopal, demanera que cupiera un pequeñotesoro de monedas de oro «a laesterlina», que llevaría al banquerolombardo menos goloso del Pont auChange. De esta manera, tendría conqué reconstituir sus herramientas yesperar antes de encontrar trabajo.

—¡Pero estás herido! —exclamóel maestro Jean.

Jonathan llevaba una cuchilladatodavía fresca en el brazo, llena depolvo.

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—Un recuerdo de la debacle deRuán.

—¿La debacle?—¿No conocéis la noticia?El Rey había entrado en París

más deprisa de lo que habríadeseado. Estaba ante Ruán, el pobre,como un pequeño enclenque ante unamujer opulenta; sus brazos noconseguían rodearla por completo.Su enemigo se encontraba enaquellos parajes. Una carga debrabanzones había bastado paradesbloquear la ciudad y expulsar alos franceses, con la espada en los ri

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ñones, hasta las puertas de París.—Esta herida —dijo Jonathan—

es de una flecha que me rebotó en elbrazo y me dejó la marca de su beso.Arqueros famosos, esos brabanzones... Nuestro rey todavía no ha vuelto.¡Vencido ante Verneuil! ¡Vencidoante Ruán! ¡Vaya una idea medirsecon este gran capitán que nunca estádonde se le espera! Eso es lo queocurre cuando se cuenta demasiadocon la providencia y no lo suficientecon uno mismo. He visto llorar anuestro pobre soberano mientrasquemaba sus máquinas de guerra

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como un niño al que se quitan susjuguetes. ¡Un anciano! Ya no sesostiene sobre la silla y debe seguiren litera. Yo no lo he esperado.Mañana, no será un bonitoespectáculo a las puertas de París yserá mejor no ir a provocar. Losánimos empiezan a agitarse del ladodel palacio. ¡Se diría que es unhormiguero sobre el que se mea! —Se volvió hacia la obra y exclamó—:¡Por los Cuatro Coronados, no habéisperdido el tiempo!

El coro flanqueado por naveslaterales poderosas de doble vuelta

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se abría a la luz de la mañana. El soljugaba con las nervaduras diagonalesy transversales del primer tramo,cortaba el tragaluz colocado porencima de las ventanas altas comouna hostia sobre las manos juntas delcelebrante, salpicaba una luz de lanarubia a través de las columnitas deltriforio y daba a las enjutas de lasarcadas altas de los pilares macizosuna claridad sobrenatural. Loscompañeros carpinteros y pizarrerosllenaban la obra, donde ya sedibujaba, bajo el delicado ypoderoso «bosque», el inicio de la

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primera bóveda. Se oían, mezcladoscon los cantos, las llamadas de losmaestros, los chirridos de lascabrias, las grúas y los tornos.

—¡Es la imagen misma de labelleza! —Jonathan suspiró—.Nunca he visto nada tan bonito en elmundo, sólo la escalera de SaintGilles. —Se rascó el mentón—. Perome pregunto…

—¿Qué, Jonathan?—Naturalmente, habéis efectuado

todos los cálculos y os habéisajustado. Pero ¿cómo diablos estefantástico edificio, a pesar de la

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robustez de las naves laterales y loscontrafuertes, podrá soportar unabóveda colocada a tanta altura? Escierto que no son bóvedas como sehacían antaño, pesadas comomontañas, de lo contrario ya estaríatodo por el suelo, pero confesad quese necesitará la ayuda del Buen Diosy de los Cuatro Coronados, deJacques y del padre Soubise, mispatrones, para que esta maravillaaguante. Tenéis un secreto, maestro,¡confesadlo!

El maestro Jean pareció molestocomo si le hubieran pillado en falta.

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Se esforzó por sonreír.—No hay ningún secreto —dijo

—. Todos los cálculos me dan larazón.

—Entonces es que soy una viejatonta…

Como rodeaban el coro, Jonathanse detuvo ante los delicadosmontantes que apuntalaban lastribunas por el exterior. Su dobletramo tenía gracia, pero eranecesario que el ojo se acostumbrarapara encontrarlos bellos eincorporarlos sin hiato al conjunto.

—¡Así que éste es el secreto!

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¿Acaso ha sido ese pequeñajo deVincent quien ha tenido la idea?

—Ese «pequeñajo» se convertiráen un gran maestro. Me ha prestadoun buen servicio. Sin su idea, sinduda habríamos tenido que reducir laaltura de la catedral en detrimento desu anchura y de su armonía. Mástarde, habrá que apuntalar a la alturade las bóvedas con otroscontrafuertes de mayor alcance.

—Y Pierre, el Chantre, eseaguafiestas, ¿cómo se ha tomado estegasto suplementario?

El jovial Jonathan detestaba a ese

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hombre, que se arrogaba el derechode criticar y sugerir, cuando sutrabajo era esencialmente laadministración de las escuelas de lacapital. Cuando lo veía aparecer porla obra con su paso largo, queparecía tomar posesión de la misma,y echar miradas intensas en todos lossentidos, con su larga nariz lívida enpunta como un cirio de Navidad,Jonathan exclamaba «¡Mira, aquí estáBlanca Espina!» y todos loscompañeros se desternillaban de risaal paso del canónigo, que secontentaba con encogerse de

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hombros. Incluso había compuestouna canción medio en broma, medioen serio, en la que comparaba aBlanca Espina con un hurón quesiempre estaba donde no se leesperaba y con una de las espinasque habían desgarrado al Hijo deDios.

—¡Fue toda una historia! —dijoel maestro Jean—. Hasta el punto deque el cabildo se unió a sus críticas ypor poco cierra la obra para pedir laopinión de los expertos. Inclusoestuvo a punto de conseguir mirevocación.

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El maestro Jean había defendidosu causa ante el cabildo, presentandosus cálculos en una placa de yeso degrandes dimensiones.

—Conseguí convencerlosexplicándoles que mis cálculos,justos al inicio, estaban sometidos aeconomías demasiado estrictasimpuestas por la fábrica. Mi catedralhabría resistido según las leyes delos números, pero el margen deseguridad era demasiado escaso paraasegurar que resistiera losmovimientos imperceptibles que sonobra de los demonios subterráneos.

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Terminaron por seguirme en midemostración. Modifiqué la formademasiado pesada de loscontrafuertes preconizados porVincent. Éstos son más ligeros. Si setiene en cuenta el hecho de que elempuje de las bóvedas repercuteesencialmente sobre los pilaresmacizos y sobre los cimientos cuyafuerza conozco, nuestra catedralestará en pie durante una eternidad.Otros maestros de obras, más tarde,si lo consideran adecuado,flanquearán el coro con otroscontrafuertes a la altura de las

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bóvedas. El cabildo ha rechazadoesta carga suplementaria.

La opinión del obispo Mauricehabía sido determinante en el debate.Se hizo explicar en privado el detallede los cálculos y visitó la obra paraconfrontar la ley de los números conla realidad concreta. Si eranecesario, utilizaría sus propiosingresos, pero los primeroscontrafuertes se construirían. Y asíhabía sido, a pesar de las reticenciasdel cabildo y del mal humor dePierre, el Chantre.

—¡Extraño buen hombre! —dijo

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el maestro Jean—. Ha tomado comomaestro y ejemplo a Bernardo deClaraval, de los tiempos en que esteúltimo echaba pestes contra Suger ysu proyecto de nueva basílica enSaint Denis. Posee sus escritos y seinspira siempre en sus palabras. Ensus diatribas, se encuentran frases deBernardo: «¡Construís vuestrascatedrales con la usura de la avariciay el hambre de los pobres!». Ytambién: «¡Volved vuestros ojos aIsrael! Aquella gente no tenía otracosa, para adorar al Señor, más queun modesto templo, un simple

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tabernáculo…». Bernardo deClaraval hacía correr los torrentes desu elocuencia; Pierre, el Chantre, secontenta con escupir vinagre y hiél.

Una vez acabada la torre delcoro, Jonathan quiso subir hasta laprimera bóveda en construcción bajoel armazón, cuya cubierta de plomose acababa de poner. El maestro Jeanlo acompañó por los planosinclinados. El compañero se deteníapara acariciar una piedra cuyo origeny calidad reconocía al primervistazo, o para identificar una u otramarca de destajista o de posición.

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Aquella columnilla que surgía con unbonito ímpetu frágil apoyándose conpie ligero en los pesados pilares delsantuario para abrirse discretamenteen un minúsculo capitel en elnacimiento de una arista era obrasuya y se sintió muy emocionado.Ahora se incorporaba a la obra dealbañilería, unida a los vanos deltriforio, elegantes bajo su arco dedescarga, a las ventanas delclaristorio, cuyo aspecto grácil secoronaba con un tragaluz redondocomo la aureola de un santo o comouna hostia. En espera de la

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colocación de las vidrieras, el sol deotoño hacía desbordar allí sus haces.

Por la escalera de piedradispuesta en la muralla, llena degraba y de restos de mortero,accedieron por una rampa a lasflexibles cercas de mimbre de losandamiajes, apartándose para dejarpaso a los robustos peones quellevaban artesas llenas sobre loshombros y dejaban a su paso oloresde sudor y de mortero fresco.

Jonathan se detenía, aspiraba elaire lleno de olores familiares, sebañaba los ojos con aquella luz

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traslúcida que vacilaba entre elpleno día y la penumbra claustral,apreciaba la amplitud de aquellagigantesca pajarera sonora decanciones, llamadas y ruidosdiversos, sonreía al reconocer a losantiguos compañeros que losaludaban con un signo de la mano,con el índice y el medio apuntando ala altura de la cabeza, y con uno deesos gritos inarticulados mediantelos cuales los iniciados sereconocían y fraternizaban.

—¡Es prodigioso! —exclamaba—. Por los Cuatro Coronados, nunca

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me cansaría de este espectáculo.Ocupaban el estrecho espacio de

muralla en el que descansaban lasvigas de grandes dimensiones quecruzaban el santuario de un extremoal otro, soportando el «bosque» delarmazón. En el centro, sobre unaplataforma exigua, giraba el torno enel que dos hombres ardillacaminaban incansablemente.

El coro desarrollaba susperspectivas a la vez poderosas yligeras. De un plano al otro, la vistacaía en cascada, se deslizaba por lasaristas de las bóvedas que escalaban

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las dovelas de piedra nueva, blancacomo un hueso, acariciaban laflexión suave de los camones y lascimbras de madera cuidadosamentecolocadas y apuntaladas. En el centrode aquella enorme estrella de piedra,subsistía un espacio vacío donde seencastraría la clave de vuelta que seestaba acabando de tallar en lacabaña. Más abajo, se tendíanamplias plataformas sobre las quedescansaban las pesadas patas de lascimbras en las que montaban losalbañiles y los carpinteros quetrabajaban conjuntamente. Bajo la

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red de viguetas, se cruzaban abismosluminosos, abiertos a todos losvientos, donde se dibujaban sombras,donde hormigas humanas iban yvenían en un murmullo profundo,llevando artesas de madera,arrastrando piezas de armazón y, enlas angarillas, piedras de una purezade joya. Vuelos de palomas cruzabanel espacio interior, bordeando losobstáculos antes de sumergirse en laluz de la mañana.

En un montacargas que setambaleaba peligrosamente, un jovenobrero hermoso como un san

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Gabriel, aferrado a la cuerda,ascendía hacia la parte superior de laobra.

—¡Sólo le faltan alas en laespalda! —dijo Jonathan.

—¿No lo reconoces? —preguntóel maestro Jean—. Es Vincent.

—¡Vaya! El muchacho hacambiado mucho. ¡Y para bien! ¿Estáenamorado?

—Está lleno de amor hasta elpunto de que hemos tenido queintervenir para evitar que hagatonterías. Lo verás dentro unmomento. — Añadió en voz baja—:

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Date la vuelta con cuidado. Tenemosinquilinos.

Unas grajillas de capuchón grishabían instalado su nido y sepeleaban por una ramita colocada detravés.

—Todo esto me rejuvenece —dijo Jonathan—. Me basta conpenetrar en una obra para sentirmecon diez años menos y dejar de sentiren los hombros y los ríñones lostirones y la pesadez de la edad. Haceun momento, al desembarcar, mecostaba sostenerme sobre laspiernas. Ahora, me siento dispuesto a

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coger de nuevo el mazo, el cincelgrano de cebada o el rodillo.Indudablemente, no puedo decidirmea vagar mucho tiempo por París conel pretexto de que necesito descanso.Perdería la fuerza y el alma.

El rumor que venía del palacio se

transformaba en tumulto y losvaivenes en pánico. Se decía quediez mil hombres habían perecidoante Verneuil y Ruán y que no setenían noticias del Rey. Se veían

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salir de todas partes jinetes perdidosque giraban como locos en la Courde Mai; gritaban traición yanunciaban que el enemigo estaba amenos de seis leguas de la capital.

Aquel día, los obreros de la obraabandonaron su trabajo en mitad dela jornada por orden de la fábrica.Fueron invitados a presentarse en elChâtelet para recibir armas, peroencontraron las puertas cerradas ycentenares de hombres que esperabancomo ellos. Poco a poco, todosregresaron a su casa.

El Rey regresó de noche a París.

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Para mayor seguridad, había hechocruzar el río a su ejército al caer lanoche; instalado en la planicie deCourcelles, había esperado la quedapara volver al palacio, para noinquietar a la población.

Por la mañana, la vida recuperósu curso normal. Los guardias hacíancomo de ordinario los cien pasosdelante de las puertas del palacio,mientras los gritadores repartíannoticias tranquilizadoras por loscuatro rincones de la ciudad.

El rey Enrique no apostaría sustropas bajo los muros de París. La

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vieja rata tenía el don de olisquearlas trampas a diez leguas y la que sele tendía era más clara que el agua.Una vez barrido el rey de Francia einducidos sus propios hijos a ladesobediencia, podía manifestar suclemencia. Bajo su aspecto de osoavinagrado, era un hombre plácido,más preocupado por los placeres delamor que por las rudas alegrías de laguerra, y su imperio era demasiadovasto para que intentara suscitaracontecimientos susceptibles deconmoverlo.

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4La exclusion

Texto. —Dejadme ver a mipequeño Robin, padre. Por últimavez, os lo ruego.

Sybille recibió la respuesta,amortiguada por el grosor de la telaimpregnada de alcanfor que su padretenía sobre la nariz y la boca. Larespuesta había sido una negativa. Elmaestro Pierre Thibaud estabagrotesco con aquella ropa que lellegaba a los talones y dibujaba el

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relieve de su vientre en forma demelón. Para más seguridad, habíanllevado a Robin a casa de unahermana de Havoise, en la campiñade Levallois, por unos días.

—Sólo quiero verlo, padre. Nome acercaré, no lo tocaré. Hastaretendré la respiración. No me dejéispartir así.

—Quédate donde estás —dijo elmaestro Pierre retrocediendo un paso—. Compréndeme. Este niño esfrágil. El maestro Ezra harecomendado que se mantengaalejado de ti.

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—El maestro Ezra… Me hizocreer que podía curarme diciéndomeque la medicina había dado resultadoen casos más graves que el mío. Ymirad cómo estoy…

—Más tarde, podrás ver a tuhijo, te lo prometo.

—¡No me creo nada! Ahora,dejadme, padre, os lo ruego. El pocotiempo que me queda quiero pasarlosola.

Normalmente, Jean llegaba por elportal que daba a la calle de Joï y losdominios de la abadía de Thiron.Siempre a la misma hora. Puntual

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como la campana de Saint Paul.Avanzaba a pasos lentos,

precedido por el perro de la casa, amenudo con un regalo; llevaba flores,golosinas de casa de la madreBarbette, una cinta o una perla, comosi Sybille estuviera a punto decurarse y se preparara para unafiesta. Permanecía inmóvil unosinstantes en medio del huerto, entrela enramada y el peral. Desde laventana, Sybille podía ver brillar enel escote de su camisa la medalla quele había regalado poco después de laboda, durante un viaje a Vézelay. A

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menudo, para estar cerca de ella másdeprisa, no se tomaba el tiempo decambiarse. Por medio de Havoise, lehacía llegar notas para decirle que securaría pronto, que seguía amándola,que sabría esperar el tiemponecesario, que ninguna mujer tendríaimportancia en su vida, aparte deella.

Desde hacía cerca de dos meses,Jean espaciaba cada vez más susvisitas para no prolongar una vanaesperanza y un sufrimiento cada díamás intenso. Sin embargo, no pasabaun solo día sin que, cuando sonaba la

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hora en Saint Paul, ella no secolocara ante la ventana que daba alhuerto, para esperar a su amor.

Aquel día, como los anteriores,esperó en vano. No obstante, él sabíaque iba a partir para no regresar yque quizá no volverían a verse más.Cuando sonó la campana, se colocócontra la ventana y esperó. La tardeadquiría tonos de melocotón maduro.Los olores del río y del campoascendían del horizonte luminoso conlos de las fogatas de la tarde. Lejos,en las marismas donde crecíangrupos de sauces, estallaban peleas

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de pájaros. Dentro de unos días, conlas primeras neblinas del otoño, Jeantomaría el camino del Languedoccomo si no hubiera ocurrido nada,porque su vida estaba dispuesta así,no podía cambiarla por ella y porqueese sacrificio habría sido inútil. Ellalo lamentaba amargamente, pero selo perdonaba. Debía abandonar Paríspara volver a encontrarse con lascolinas radiantes del Languedoc, losamaneceres de lavanda y rocío, lasnoches frescas con olor a maderaquemada, las mañanas crepitantes depájaros.

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«Va a venir, lo presiento. Nopuede dejarme partir así, como sinunca hubiéramos vivido juntos,como si todos nuestros recuerdoscomunes hubieran sido barridos ydispersados. Empujará el portal,surgira en el huerto, se quedará unmomento de pie entre la enramada yel peral. ¿Quizá subirá hasta mí?¿Quizás intentará forzar mi puerta?¿Quizás incluso se atreverá atomarme en sus brazos? Entonces lediré: "Está bien que hayas venido porúltima vez. Ves, ahora estoy entre lavida y la muerte, ya no existo

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realmente. He roto mis espejos".»Seabrieron los dos batientes del portal,un caballo que tiraba de uncarricoche entró en el huerto y seencabritó al oír ladrar a los perros.

«Es la hora…», pensó Sybille.Todo estaba dispuesto. En elcofrecillo de viaje que Jean le habíaregalado para su peregrinaje aVézelay, había metido algunos librosleídos y releídos, una pequeña ceraroja con la que Vincent Pasquierhabía grabado la cara de Jean,algunos ungüentos prescritos por elmaestro Ezra, ropa y el anillo de paja

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de su boda.Llamaron tímidamente a la puerta

de su habitación. Havoise. Llevabaguantes y una máscara de alcanfor.Signos de lágrimas se marcaban ensus pómulos y por momentos lasacudían los sollozos.

—Vamos… Vamos… —dijoSybille—. ¿Acaso yo lloro? Toma micofre. Te sigo.

Lanzó una última mirada aaquella habitación que era su prisióndesde hacía meses, por cuya ventanadescubría un pedacito de la catedralen construcción, justo por encima del

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peral. Bajar la escalera le resultó unsuplicio y tuvo que aferrarse a larampa para no ceder al vértigo. Depie en la gran sala, algunas personasdiscutían y manejaban hojas de lasque colgaban sellos de cera. Habíaallí un sacerdote que ella no conocía,un oficial del prebostazgo real y unmédico, que examinó rápidamente ala enferma, movió la cabeza yprotestó; aquella mujer era un focode infección, ¿por qué no lo habíanavisado antes?

—¡Apartaos! —gritó—. ¡Hacedsalir a la enferma fuera!

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Bernarde, rodeada de lassirvientas, gimoteaba sordamente enuna butaca de mimbre y se secaba losojos. De la habitación vecina,llegaban ruidos de sollozos ygemidos.

—Ha llegado el momento —dijoel oficial del prebostazgo—. Losdocumentos están en regla. Tenemosque llegar a Saint Lazare antes deque oscurezca.

Sybille subió al carricoche, en elque flotaba un intenso oloraromático, se sentó sobre su cofre,delante de una ventanita de papel

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aceitado que se abría hacia atrás. Eltiro maniobró para dar media vuelta,aplastando un parterre de flores. Elmédico, el sacerdote y el oficial desalud seguían a una respetuosadistancia. Sybille hizo un últimosigno con la mano y de repente fuecomo si el corazón le estallara en elpecho. Detrás del grupo de su familiay los sirvientes, acababa dereconocer la alta silueta de Jean.Arrancando el papel que servía decristal se puso a gritar:

—¡Jean! ¡Amor mío!El saltó, empujó al médico y al

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oficial y tomó la mano que le tendíaSybille. Alguien a sus espaldas legritó que estaba loco y que searriesgaba a la cuarentena en ellazareto. Después, dos brazossólidos lo arrancaron de la tela a laque se agarraba.

Se quedó hasta la noche, solo, enel huerto del maestro Pierre. Elcarricoche rodaba interminablementeen su cabeza. Oía el chirrido de laruedas sobre los adoquines de lacalle de Joí, en dirección a la capilladonde se diría para Sybille,simbólicamente cubierta con una

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sábana y tendida en el ataúd de losleprosos, la misa de exclusión.

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LIBRO VI

Maestro Jean: « Ya no nospertenecemos, Vincent. Llega unmomento en la concepción y larealización de la gran obra en quenos apartamos de la realidadhumana como un navio que rompesus amarras. En apariencia,navegamos a la deriva; en realidad,hacia una estrella que es nuestroobjetivo y nuestra esperanza; laestrella de David en la que semodelan todas las catedrales de

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Occidente. Creemos que una partede nosotros mismos vive todavía convida propia, pero no es más queilusión. Estas fibras que palpitan enalguna parte son testigo de unalenta agonía y de una muerteinminente. Digo "inminente" porqueahora el tiempo se ha abolido,vivimos en otra dimensión temporaly esta necrosis puede durar unosinstantes o años. ¡Qué importa! Eltiempo negado se aleja de nosotroscomo una orilla con sus neblinas ysus humaredas. Penetramos en unmundo de piedra y cristal, y los

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hombres olvidarán nuestraapariencia y nuestro nombre paraver sólo nuestro verdadero cuerpo,el de la obra con la que nos hemosconfundido. Recuérdalo, Vincent,sólo cuenta la obra. Yo he llegado aeste punto de conocimiento y deruptura, tú todavía estás lejos de él.Ahora estaremos presentes uno en elotro más estrechamente y más quenunca separados, como esas torresgemelas que flanquearán la fachadade nuestra catedral, idénticas enapariencia pero muy diferentes unade la otra. Está bien que nos

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hayamos separado durante estosmeses; esto nos permite distinguirmejor nuestras identidades ynuestras diferencias, apreciar mejorla distancia que nos separa y lo quehe avanzado en el camino queconduce a la estrella; además, estaausencia nos une. Nunca has estadotan presente en mi pensamiento. Yano eres un cuerpo que palpita, quese mueve, que ama, que grita. Ya noeres más que ese impulso y esavoluntad todavía inconsciente, peroreal, de romper la cadena que teretiene en la orilla. Ya siento en ti

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la impaciencia, pero nada te urge.Todo llegará a su tiempo. Que estacarta no sea una incitación aacelerar el movimiento que tearrastra hacia mí. Deja actuar altiempo. No te niegues a las pasionesque todavía te agitan porque nohacen más que acelerar el momentode la ruptura, madurar ese fruto depureza que siento en ti, apartartedel mundo. Lo único que cuenta esel impulso. Nos eleva a los dos, yyo, que ya estoy en otras aguas, tedigo: no hagas nunca nada quepueda ralentizarlo o romperlo; lo

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llevas en ti; pronto, te dirigirá ytodo será más fácil. ¡Si supieras losencillo que es todo para mí ahora!Todas las noches tengo la sensaciónde dormirme en una tibieza deparaíso, a las puertas de Dios y,todas las mañanas, me parece quemi cuerpo se disuelve en el sol quelo baña. Mis sueños están llenos decatedrales ideales; mis audacias yano tienen límites; las piedras hanperdido su peso y su opacidad,vuelan por los aires, se posan dondehe previsto, levantan una escalerade luz que no acaba y, en el primer

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peldaño del santuario, adivino,como un movimiento de cristal en elcalor de la meridiana, los pies deDios que empiezan su ascensión…».

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1Nieva sobre París

Texto. Los marineros habíanremontado la pesada barca hasta loslímites de la playa de guijarros. Delrevés, con la nariz levantada y sujetapor postes de madera, se abría, comolas fauces de Leviatán, frente al margris de primavera.

Vincent había tomado a Jacobade la mano y se habían protegido allíde un chaparrón después de su paseopor los acantilados. Sentados sobre

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una capa de retama seca, en el fondode la barca, miraban humear al marfurioso. Por encima de ellos, sedesplegaba el armazón robusto ydelicado de la embarcación. Un cielonegro y bajo se abría más allá delespacio de guijarros sobre la cólerade las olas.

Él dijo: «Esta barca invertida merecuerda mi catedral». Ellarespondió: «No piensas más que enella. Yo también existo, ¿no?». El laabrazó, acostada sobre el lecho deretama, e hicieron el amor.

Ella llevaba ropas de hombre a

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causa del frío y una capa en la que seenvolvieron. La lluvia pasaba porencima de ellos a ráfagas y losguijarros se pusieron a brillar contodo su nácar. Fuertes voces depescadores retumbaron por el ladode Étretat, del que se distinguían enun hueco la abadía y el pueblo, en sucapullo de bruma y humo.

La catedral, parecida a una

carena de barca invertida…

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Vincent va todos los días.Abandona la cabaña de los albañilesy los talladores de piedra donderonca una estufa de tierra y, paradesen— tumecerse las piernas, trepapor la escalera de piedra hasta eltriforio, por encima de los doblescolaterales del coro. No puede subirmás allá porque se han quitado losandamiajes y no se volverán a ponerhasta la primavera. Está allí comoentre dos aguas, a media profundidadde esta carena engullida.

Esta mañana, nieva sobre París.El viento zumba como un órgano en

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la inmensa nave de piedra y sucarrera es visible en la danza de loscopos que se meten por todas lasaberturas, flotan en medio delsantuario sin saber dónde posarse, seelevan como un ropaje hasta lasbóvedas y giran antes de caer yperderse en el espacio. Una catedralmuerta; lo que quedará al final de lostiempos cuando los difuntosempiecen su resurrección en la flemahelada y los cuernos anuncien laprimavera de los hombres.

«Las piedras han perdido su pesoy su opacidad; vuelan por los aires,

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se posan donde he previsto…» Lacarta de Jean está ahí, en su cintura.Una carta extraña, que parece escritapor una persona que no es Jean, queya no es él. Pero ¿quién es Jean?¿Qué se sabe de él? Ni su verdaderonombre ni su origen (sólo que nacióen Chelles, cerca de París). Unpersonaje sin raíces, que flota entreDios y los hombres como esos coposde nieve. «No me parezco a él —sedice Vincent—. Nunca me pareceré aél, se diga lo que se diga. No soymás que un hombre, en toda subanalidad. Para él, esas catedrales

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de cristal con las que sueña; para mí,esa pesadez, esa grisalla, ese frío.Nunca podremos encontrarnos…».

Está oscuro y hace frío en París.Esta mañana han encontrado,

adosado a la cabaña, el cadáver deun anciano. No es el primero. Los dela patrulla llegan cada noche porgrupos, se agazapan en unaanfractuosidad del edificio o bienalrededor de la cabaña, que irradiaun poco de calor, de luz y de vida. Lacripta de la antigua basílica de SaintEtienne está a rebosar, cuando llegala noche. Se ven bailar sus fuegos, se

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oyen los ruidos de sus disputas, desus cantos, el ronquido de su sueño.El obispo Maurice ha dictadoconsignas para que se los deje enpaz; incluso a veces, hace que lestraigan madera y pan.

«Ya no eres un cuerpo quepalpita, que se mueve, que ama, quegrita.» ¡Ese loco de Jean! Porque haperdido a la ùnica que contaba paraél, a la Soredamor, que sedescompone inevitablemente en sulazareto, en medio de muertosvivientes, la vida ha perdido susentido y se ha inventado una nueva.

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Sin embargo, Vincent piensa: «Peroyo vivo, me aferro a mis miserablesplaceres, soy un hombre antes de serun espíritu puro».

Este calor en el bajo vientre, derepente, es el signo de que está vivo.La vida es ese movimiento alternoque nos lleva de la alegría a la pena,del amor a la desesperación; es esaincertidumbre que encontramos en lacabecera de la cama, cada mañana,como un regalo del Cielo. «Detestola pureza, la certidumbre, el caminorecto que conduce a la estrella deDavid. Mi ruta no tiene horizonte; es

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esta catedral encallada de la que nose puede decir si está cerca de suterminación o si consuma su ruina.Mi vida no es renuncia sinorebelión.»

La víspera, Gautier Barbedor lo

invitó a reunirse con él en sugabinete del monasterio, la másamplia de las casas canonicales. Elprior, convertido en secretario delRey, no por ello dejaba de velar porla fábrica.

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Barbedor mascaba los higossecos del Languedoc, llegados con elmismo correo que la carta delmaestro Jean. Le ofreció uno aVincent.

—Lejos de mí la idea dereprocharos ese viaje a Étretat,Vincent. Se inscribía en el periodode gracia que se os concedió. Ahoracuento con vuestra razón pararenunciar sin intención de retorno aesta muchacha. Si sólo dependiera demí, podríais continuar vuestrasrelaciones con ella, pero el cabildo ysobre todo la corte ven en ello un

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motivo de escándalo. Un cristiano yuna judía… Os encontráis ante unaelección, vuestra carrera o estamuchacha. Si elegís a la muchacha,tendréis que abandonar la ciudad; encaso contrario, deberéis jurar querenunciáis a ella y no hacer trampas.Tomad otro higo… —Barbedor sevolvió en su butaca—. No quieroinfluir en vuestro juicio, perolamentaría que nos abandonarais. Ariesgo de adular vuestra vanidad,afirmo que sois, después del maestroJean, el mejor artesano de la granobra. Gracias a vos contamos con

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remplazado si —¡Dios no lo quiera!— un día nos faltara… Estos higosson deliciosos, ¿no os parece?

Un perro gris pasó como unasombra y se hizo una bola delante dela chimenea, suspiró.

—No respondéis, Vincent.¿Tenéis otra solución que proponer?

No hay otra solución. Es Jacobao nada. Jurará no volver a verla, nisiquiera en simples visitas deamistad. Sabe que se exige esto deél, que lo vigilarán estrechamente,que estará ligado por su juramento.Sabe también que nunca renunciará a

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Jacoba y que, si ella abandona Paríspor Toulouse o Burdeos, la seguirá,porque su vida, desde sus citas a lasombra del Rompecorazones, estáunida a la suya.

Este día no se acaba nunca.Vincent abandona el mazo y el

cincel. Un aprendiz acabará aquelgancho empezado. Se va de la obra yse dirige al Petit Pont. Sobre el aguaverde del Sena, hasta la île aux

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Vaches, bailan las velas de nieve.Hacia arriba, el mercado Palumurmura miserablemente en el gris,la bruma y el barro.

Esta noche, Vincent jurarárenunciar a Jacoba. Pondrá la manosobre la gruesa Biblia adornadacomo un cofre de joyas y jurarárespetar su palabra.

—Es necesario —le ha dichoJacoba—. Te interesa demasiado tuobra para renunciar a ella. En cuantoa mí, no te daré más de lo que ya tehe dado hasta hoy. Ni siquiera estoysegura de sentirme realmente

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apegada a ti y dudo que una vida encomún pueda unirnos más el uno alotro. En Étretat, comprendí quehabíamos agotado nuestrossentimientos. Debo confesarte que nosentí ningún placer al hacer el amorcontigo y me resultas un tantoindiferente. No apruebo la decisiónde los canónigos, pero llega en elmomento oportuno.

Jacoba mentía. Él sentía ganas degritárselo, pero temía mostrartepresuntuoso. Todavía tenía en losoídos las palabras que se le habíanescapado en Étretat; murmuraba que

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nada podría separarlos nunca, quejamás había sentido una felicidad tanintensa y que, pasara lo que pasara,conservaría el recuerdo toda su vida.

—Nos volveremos a encontrar—dijo él—. Romperé mi juramento ynos marcharemos juntos.

—¡Hablas como un niño! ¿Sabescómo se castiga el perjurio? Además,dentro de poco ya no tendrás ganas.Tiphaine te espera. A su manera, teama; además, con ella no tendrás losproblemas que te he creado.

Quiso hacer el amor por últimavez con ella, pero fue rechazado

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duramente.—Más tarde me agradecerás este

rechazo, ya verás.Se lo agradeció con toda su alma.

Ella misma había fabricado el tibionido en el que iba a poder dormircon sus ingratitudes, sus cobardías,sus traiciones, en compañía deTiphaine. Jacoba había tenido para élaquella suprema y últimagenerosidad de corazón; le habíahecho creer que ya no le amaba yque, llevando una existencia común,nunca habrían recuperado losprimeros tiempos de sus amores.

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No podía darle nada mejor.

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2Un asunto de pasiones

Texto. Jean había abandonado enAuxerre a uno de sus dos caballos,que cojeaba y cuyas heridas de sillano llegaban a cicatrizar. Continuó apie, pues su segundo caballo estabademasiado cansado para imponerleuna carga suplementaria. Vio en elloun signo. ¿Qué signo? Pocoimportaba. En todas partes veíaguiños del destino.

Aquel nuevo giro de su mente,

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que no carecía de una buena dosis deingenuidad, le había venido durantesu estancia en las provincias del sur,que había prolongado porque temía,después de la reclusión de Sybille(su «exclusión»), la soledad deParís. Un viejo armies, un hechiceroque debía sus poderes al hecho deque había nacido la noche deNavidad, se había convertido en sucompañero. Compartía su pan con ély le traía vino peleón del carrascal,robado de la bodega de losviñateros. Aquel hombre vivía en unmundo de signos; no ponía un pie

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delante de otro sin pasear por sualrededor una mirada interrogadora;había abandonado su libre albedrío apotencias ocultas que de vez encuando le agradecían su confianzamandándole algún presagiofavorable. Había concluido que todoestaba convenido y que el mejormedio de evitar los pasos en falso ylas trampas era dejarse guiar poraquellos ángeles guardianes.

Pasado Auxerre, el maestro Jeansólo encontró caminos frecuentadospor viajeros de buena ley. Siguiócamino con un grupo de estudiantes

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daneses de regreso de un peregrinajea Vézelay y después con unacaravana de forajidos, con la flor enlos labios, que restallaban el látigopor placer y se lanzaban desafíos enlas etapas con juegos de destreza.Había procurado evitar a los monjesy clérigos de todo tipo, que loaburrían, e incluso a loscomerciantes, que no sabían hablarmás que de su mercancía.

En realidad, a Jean le habríagustado viajar solo. Si acaso conJonathan o algunos de loscompañeros que lo habían

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acompañado por la regiones deToulouse, pero el primero habíapreferido pasar el invierno en Paríspara trabajar en la cabaña y losdemás se habían quedado enChâlons, donde debía celebrarse unade esas misteriosas asambleas querozaban la herejía y en las quesiempre se había negado a mezclarse.

La primavera ya estaba en suesplendor después de unas nevadastardías. Alrededor de los pueblosanimados por los juegos de los niñosy los perros, las posadas desprendíansu tufo de sopa caliente y de

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felicidad simple. El maestro Jean sealimentaba la mayor parte del tiempode pan y queso, en compañía de«polvorientos» que desataban al sollas vendas de toalla con las que seenvolvían los pies sarnosos. Por lanoche, le bastaba con un granero. «Laverdadera felicidad —le había dichoun viejo armies en la lengua de supaís— sólo la encontrarás en larenuncia a los bienes superfluos.»Decía otras cosas más extrañas: «Noescuches demasiado los cantos de lospájaros, pueden volverte loco».Dominaba el «arte de san Jorge» y

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podía, observando el fondo de unespejo o de un cubo de agua,encontrar a un hombre o un objetoperdido.

Un día, cerca de Joigny, elmaestro Jean vio una comadreja que(ruzaba el camino. Era un signo deque había que dar media vueltadeprisa y tomar otro camino; aquellole había evitado caer sobre unalianda de brabanzones. El día queperdió el cofre de higiene colgado dela silla, había asistido, por lamañana, al vaivén de una urraca a iravés de la pista. Caminaba por un

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mundo nuevo, con el ojo y el oídoatentos, a la vez temeroso ymaravillado. A veces, se decía:«Creo que me he vuelto un pocoloco. ¿Acaso ese armies no será uncontador de pamplinas?». Esto no leimpedía detenerse ante una fila dehormigas, las maniobras de unalombriz de tierra o el juego de lasnubes.

Se detuvo dos días en Sens,donde la fábrica acababa la nave dela catedral metropolitana.

Su antiguo asistente, Richard deMeaux, trabajaba allí y se pasaba el

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tiempo refunfuñando, con su barbagris y rugosa que se unía a laspobladas cejas enmarañadas. Ya erauna vieja catedral, aunque todavía noestuviera acabada. El coro empezadopor el arzobispo Henri Sanglier, quehabía fallecido hacía treinta años, seconsagró un año después de iniciarlos cimientos de Notre Dame deParís. La nave era más ancha y másbaja que la de la capital y estabadesprovista de tribunas.

El maestro Jean compartió lascomidas y las noches con losalbañiles y los talladores de piedra.

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Le hicieron consultas sobre lafachada y las torres que laflanqueaban, sobre cuya solidezestaban inquietos. «No aguantarán —dijo—. Las del sur, sobre todo. Vaishacia una catástrofe si no revisáis losplanos.» Richard refunfuñó en subarba. El proyecto de monseñorSanglier fallaba en muchos puntos,pero el cabildo se negaba a cambiarnada.

Aquellos dos días en la obra deSens reavivaron el ardor del maestroJean. Para llegar más deprisa a París,compró una mula, hizo herrar de

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nuevo a su caballo y renunció a estarpendiente de los signos. Se dirigió deuna vez a Fontainebleau, se bañó aldía siguiente con una especie defervor en las aguas del Sena yemprendió de nuevo la marcha bajouna intensa lluvia para llegar a buenahora a París, pero tuvo quecontentarse con dormir en Créteil, enuna barca. Se levantó antes delamanecer y se puso en marchadespreciando el grito de la lechuzaen el cielo rosa del alba.

Llegó a la obra de Notre Damecuando sonaban las campanas del

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mediodía. —Ya no os esperábamos —le

dijo Vincent—. ¿Qué os ha pasado,maestro?

—El camino es largo —secontentó con decir el maestro Jean.

Había adelgazado. Su rostroestaba marcado por la fatiga. Teníaojos de hombre ebrio, rodeados derojo como los de los hechiceros, ylos labios grises y secos bajo la

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barba sucia.—¿No estaréis enfermo?Respondió con una falsa

jovialidad que nunca se habíaencontrado tan bien. Incluso quiso ira inspeccionar la obra, protestóporque habían empezado un muroacanalado antes de acabar el pilarque debía sostenerlo y porque losbloqueos entre los paramentosestaban unidos con un mortero demala calidad. ¡Los picapedreros quetrabajaban en Sens bajo la direcciónde Richard de Meaux eran másconcienzudos! Vincent lo seguía, con

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la cabeza baja. El maestro quisosubir hasta las tribunas, pero tuvoque detenerse a medio camino.Vincent le ayudó a descender.

—¡Déjame! —refunfuñó elmaestro Jean—. No soy unmoribundo. Tenemos que hablarseriamente. La obra no marcha bien.¡Me ausento un tiempo y mira elresultado! Ocúpate de mis monturas ymi equipaje. Voy a descansar unosinstantes.

Se despertó ya caída la noche.Vincent había preparado una cubeta;un jarro de agua se calentaba en la

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estufa de tierra y había un pedazo dejabón duro sobre la toalla.

—No podéis permanecer en esteestado —dijo Vincent—. Los piojosos corren hasta por las cejas, y si serascaran vuestras arrugas saldríatierra suficiente para hacer germinarsemillas de cebada.

Ayudó ajean a desnudarse.—¡Dios mío, qué delgado estáis!

¿Habéis decidido ayunar paraganaros el Cielo más rápidamente?

Mandó a un aprendiz a buscar ala matrona del monasterio de loscanónigos, que se presentó con un

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delantal muy limpio y un frasco delíquido para matar los piojos, que seencontraba en las tiendas del PetitPont. Al entrar en la cabaña, emitióun grito —casi no reconocía almaestro Jean de tanto que habíacambiado— y gimió al inspeccionarla cabeza y el pubis; le llevaría horasdespiojar aquel espantajo para(uervos.

Al salir del baño, el maestro Jeanse durmió, de rodillas, con la cabezaen el regazo de la matrona, que hacíaestallar con cierta vivacidad a lospiojos contra las uñas.

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—¡Mirad éste! Debe de ser elpadre. ¡Puaj! Estaba repleto desangre. ¡Y ese nerviosillo! Acabarépor atraparte. ¿Sí o no? ¡Pobreseñor! Os chupaban la sangre, estosmalditos bichos. Un mes más yvolvéis blanco como un nabo.

Una vez terminada la limpieza yuntados el pelo y la barba con unaloción de olor insoportable, Jean setendió sobre su jergón y se durmió denuevo. Se despertó en mitad de lanoche y pidió de comer. Vincent lehabía preparado la comida: pan,leche y queso. Comió en silencio,

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con la espalda apoyada en el tabique,envuelto en una manta. Le habíanvuelto los colores y los ojos habíanperdido aquella luz febril quesorprendió a Vincent.

—¿Te parece que he cambiado?—dijo el maestro Jean—. No teequivocas. No sé si es para bien opara mal. Por eso debo hacerbalance. Te he mandado una carta unpoco loca. Debes destruirla yolvidarla. Expresa sólo un momentode exaltación. Sólo os tengo a ti y ami hijo, Robin, pero es demasiadojoven para tener conciencia de mis

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problemas.Jean habló de Sybille. Había sido

mucho más sensible a su «exclusión»de lo que había mostrado.

—Creí que me volvía loco. Eldía de su partida, cuando crucé elSena, estuve a punto de tirarme alagua. Renuncié al ver a lo lejos eltejado de Notre Dame. Comprendíque era necesario que viviera, quealgo muy profundo, cuya naturalezano conseguía discernir, habíacambiado en mí, como si loscomponentes de mi ser se hubieranmodificado. Esta separación ha

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actuado a la vez como un veneno ycomo un elixir. Me da un poco devergüenza confesarlo, pero sentí,poco después de la partida deSybille, «una especie de felicidad».Me preguntaba si no me habríaconvertido en un monstruo deegoísmo.

»Después, poco a poco, elveneno dio paso al elixir; acontinuación, el elixir disolvió elveneno y así sucesivamente. A veces,deseaba padecer el mal que sufríaSybille. Me examinaba la cara y elcuerpo y, al menor enrojecimiento

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sospechoso, al menor grano, micorazón saltaba de alegría. ¡El malestaba en mí! ¡Me reuniría conaquella podredumbre viviente queera mi mujer! Después las señalessospechosas desaparecían y mesentía de nuevo desgarrado entre lapena y la esperanza. —Girópesadamente y se volvió hacia atrás,con los ojos cerrados—. Después deestas alternancias de incoherencia ylucidez, aprendí hasta qué punto hayque desconfiar de las pasiones y, sino se puede escapar de ellas,vivirlas sólo de forma superficial.

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No somos creadores, elegidos, notenemos derecho a ceder a ellas.Debemos practicar el egoísmo comovirtud suprema y el desapegocomplementario. Si tenemos queprivilegiar nuestra propia persona,no es para gozar sino paraconsagrarnos al servicio de la obra,que es el servicio a Dios.

Se apartó del tabique y le pidió aVincent que acercara una candela.Quería volver a ver de su amigo algomás que aquella silueta robusta,aquella cabellera hirsuta, aquellosrizos locos.

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—¿Y tú —le dijo tomándole lamano— cómo estás? ¿Jacoba?

—Nos hemos visto obligados asepararnos. Pronto hará un mes queno la veo, sólo una vez, en la calle dela Judería. Ella simuló que no mereconocía. Pasé más tarde, pero sinéxito.

—Es más razonable que tú. Nopuedes renunciar a ella, ¿verdad?

—Nunca renunciaré a ella.—¿Y si abandonara París?—La seguiría.Jean apartó la mano, lo trató de

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loco y se tumbó como para dormir.—¿Así que, por esa judía,

renunciarías a mí, a esta obra, aDios, a iodo lo que da un sentido a tuvida y te convierte en un elegido?

—La obra y Jacoba dan unsentido a mi vida. Las dos van juntas,pero me han robado a Jacoba yconsidero una cuestión de honorrecuperarla.

—¿Y esa muchacha, Tiphaine?Vincent se quedó callado unos

momentos antes de responder:—Comparada con Jacoba, no es

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nada. Puedo prescindir de ella unasemana o más sin sufrir realmente.Con ella, nunca he tenido lasensación de traicionar a Jacoba. Esla ola en la superficie del mar;Jacoba es la profundidad.

Tiphaine, sus ojos de loba, su tezpálida, su delgadez ardiente… Envarias ocasiones, Vincent habíaintentado sacarla de la truhanería, deesa ciénaga en la que vegetaba, deesa sentina en la que vivía, de esasrelaciones equívocas con el entornode Simon, la Paloma.

—Ha llegado el momento de que

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te libres de ella —dijo el maestroJean—. Corres el riesgo de apegartea ella por los lazos de la costumbre,cuando no estáis hechos el uno parael otro. Porque no eres feliz con ella,¿verdad?

—No la amo. A veces, incluso,la detesto. Pero nuestra relacióncarnal es perfecta y esto es muyimportante para mí.

Jean hizo un movimiento decólera.

—¡Ah! Vincent, Vincent… ¡Quépena me causas! Ahora eres unhombre. Libre de tu elección, ¿qué

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eliges? Un amor imposible con unamujer inaccesible y bajezas con unaramera a la que detestas. Una te harobado el corazón; la otra pierde tualma. Ha llegado el momento derenunciar a las dos. No pueden sermás que un obstáculo para lo que esesencial y requiere una entrega total,la obra. Durante este largo invierno,he reflexionado. ¡Cuántas nochespasadas construyendo, elaborandoproyectos! Todo está ahí, en estecofre. Te necesito. Mis ideas seatrepellan, se contradicen, sedestruyen unas a otras. No tengo tu

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valioso equilibrio y tu espíritucrítico, pero juntos podríamosrealizar grandes cosas. La pasión quenos anima es lo único que vale.

Hablaba con una especie defiebre. Una vez acabado el coro, semarcharían juntos a través deEuropa, hasta Esclavonia y el caminode Asia. Se saciarían de losespectáculos del mundo y traeríanuna cantidad de documentos capacesde revolucionar el arte de lascatedrales.

—¿Tú crees que esto no vale elsacrificio de unas miserables

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pasiones? —Había vuelto a tomar lamano de Vincent y la apretaba conefusión—. Intenta de una vez portodas rechazar estos errores yestasperrerías. Acabo de penetrar enun dominio maravilloso donde todoes cristal, espacio, luz, pero dondeestoy solo. Se puede morir desoledad, incluso en un paraíso.Prométeme…

Vincent retiró la mano y selevantó.

—No os puedo prometer nada,pero os juro que seré vuestro amigocueste lo que cueste. Ahora, intentad

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dormir. Se hace tarde. Mañanadeberéis ir al cabildo a primera horapara justificar vuestro retraso.

Cuando se inclinó para soplar lacandela, tuvo la sensación deencontrarse en la cabecera de un niñoenfermo.

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3Utopía

Texto. A Vincent le costóreconocerlo. Después de haberdejado atrás a la multitud del GrandPont, entre las letrinas públicas y laCasa del Templo, volvió sobre suspasos. Sí, era él, André Jacquemin.Comprimido al último sol de la tardeentre un exhibidor de mono y unjuglar, vigilaba las idas y venidas delos transeúntes con la escudillatendida. Ante él, había un pergamino

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extendido en el suelo, sujeto porcuatro piedras, en el que habíadibujado una visión libre de suCiudad del Amor. Al ver a Vincent,intentó pasar desapercibido bajo lacapucha.

—¿No me reconoces? —dijoVincent.

De mala gana, André se echó lacapucha sobre los hombros y selevantó.

—Sí, te había reconocido,pero…

—Pero todavía me reprochas queno haya dado continuidad a nuestra

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conversación de hace meses.Jacquemin no respondió. Aquel

encuentro parecía, a la vez,desconcertarlo e irritarlo. Enrealidad, se avergonzaba de suestado.

—Vamos a cenar —dijo Vincentalegremente—. Te invito. Conozcoun albergue en la orilla derecha quesirve pescado fresco de Normandiacon un famoso vino blanco deMantes.

Jacquemin lo observó con miradade sospecha antes de estallar en unarisa irónica.

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—¡Realmente! ¿Me invitas?Vamos, tú y yo… ¿No te darávergüenza exhibirte con el pobrediablo en que me he convertido?

—¡Basta de tonterías! ¿Vienes, sío no?

La calle del Tour de l'Évêque,que se extendía a lo largo del ríorozagante de verdores nuevos, teníaaspecto de campiña. Al caer lanoche, se oían los cantos de las ranasde Fossés aux Chiens y las ciénagasde Saint Germain lAuxerrois. Elalbergue de la Pomme d'Or, dondehabía trabajado no hacía mucho la

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madre de Vincent, desbordaba hastael arenal donde las barcas dormíanfrente a dos islotes que montabanguardia con sus penachos de árbolesdelante de los jardines del Rey, dedonde llegaban, al acercarse lanoche, músicas ásperas y risas demujeres. Se cenaba bajo las telasusadas procedentes de velajes deviejas cocas de Inglaterra o deFlandes.

—¿Así que —dijo Vincent—, hasrenunciado a la profesión demaestrescuela?

—De asistente —rectificó

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modestamente Jacquemin—. Enrealidad, no he tenido que renunciar;me han obligado a abandonar mipuesto con el pretexto de queenvenenaba la mente de mis alumnoscon mis supuestas «utopías». Encambio, es cierto que perdía eltiempo. Era como predicar lareligión de Cristo a los kanes de lostártaros o enseñar el quadrivìum alos negros de Sudán. Esos queridospequeños, hijos de burgueses obastardos de clérigos, se burlaban demí; mis lecciones se transformabanen máscaras de carnaval. Así que me

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rogaron que fuera a predicar a otraparte mis talentos incomprendidos;sin embargo, todas las puertas se hancerrado ante mí como si agitara lacarraca de un leproso. Y he aquí a loque me veo reducido, a mendigar mipan y saciar el hambre un día de cadados. ¡Bendito seas, Vincent! Graciasa ti, mi panza dejará de gritar duranteunas horas.

Puso los codos sobre la mesa. Elsol poniente dibujaba lúnulas rosassobre la mesa grasosa.

—¿Así que no has renunciado atu Ciudad del Amor?

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La palabra pareció alcanzar aJacquemin como una piedra en lafrente.

—¿Renunciar? ¿Aceptaríasrenunciar a construir tu catedral?

Era de una lógica perfecta. Enapariencia.

—Mi catedral, como tú dices, esa la vez mi pasión y mi manera deganarme el pan. Pero ¿crees quepodrás vivir mucho tiempo de lacaridad pública?

Jacquemin se enderezó, con unamáscara de desdén en la cara. Habíamandado una copia de su proyecto al

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Rey, que le había respondido.¡Perfectamente! ¿El Rey? Bueno…,un clérigo de su cancillería que habíacertificado la recepción.

—No te imaginas —continuóJacquemin— la cantidad depapanatas que se detienen paraexaminar mi proyecto, me interrogan,me animan y se marchan dejándomeun denario o dos. Un día, acabaré porencontrar un mecenas.

—Estoy convencido de ello, perolos tiempos son difíciles. La fábricade Notre Dame está a dos pasos decerrar la obra y ésta no es nada

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comparada con la tuya. Nuestraépoca no favorece el sueño y lautopía.

Jacquemin dejó caer los dospuños sobre la mesa.

—¡La utopía! Todos tenéis esapalabra en la boca. Vete dos siglosatrás. Imagina que acabas deconcebir un proyecto de catedral conbóvedas en ojiva cruzadas, inmensosventanales, contrafuertes… Presentaese proyecto al obispo. Te mandaráencerrar en el hospital, con los locos.Y sin embargo, tu proyecto no esutópico. La locura de hoy es la razón

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del mañana. Un día, se hará justicia.Una sirvienta trajo el pescado, un

botijo de vino fresco y un pan. Andrése echó sobre la comida. Tragabacon glotonería, secándose los labiosgrasosos con el revés de la manga.Se excusó por su avidez y, una vezlimpio el plato, eructó y dijo:

—No olvidaré tu generosidad ytu desprecio por las conveniencias.No soy más que un pobre hombre queacabará sus días en algunatruhanería, último refugio de losmenesterosos antes del Infierno,dondeseguramente arderé, mientras

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que tú…, tú Tú eres bueno,estáslleno de salud, eres rico y estásahí, frente a mí. Así que escucha,sólo tengo un medio de mostrarte migratitud, confiarte mi secreto. Peroprométeme que no lo utilizarás por tucuenta ni lo divulgarás.

—Te lo prometo.—¡Sigúeme!—Es que… tenía una cita.—No tardaremos mucho rato.Cruzaron de nuevo el Grand Pont

cuando la noche empezaba a ater—ciopelar el río sobre el que batían

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alegremente los molinos del templo.Por la calle de la Barillerie quepasaba por delante del palacio real,llegaron a Saint Michel, dondeJacquemin presentó a su«benefactor» a una banda de lapatrulla ocupada en cocinar un gatoasado. Por la calle de la GrandeOrberie, se dirigieron hacia el PetitPont, que cruzaron antes desumergirse en la penumbra de aguagris que se estancaba en losalrededores de Saint Julien lePauvre.

Por una avenida ajardinada, bajo

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grandes olmos nudosos dondecantaban los pájaros, llegaron anteuna empalizada de tablas provista ensu abertura de un complicado sistemade cadenas y cuerdas.

—Mi dominio —dijo Jacquemincon una expresión de fatuidad.

Se trataba de un espacio situadodetrás de un antiguo muro romano depequeño aparejo, de unos piescuadrados de hierba pelada en mediodel cual reinaba un singular edificiorecubierto con una tela deslavada.

—Diogenes tenía su tonel —dijoAndré—, Yo tengo un sarcófago.

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¡Recuerdo de Roma! Será la primeracelda de mi Ciudad del Amor. Aquíes donde vivo.

El sarcófago de piedra griscomido por el salitre y el musgohabía debido de recoger los restos deun gigante. Jacquemin había metidolo necesario para vivir. Para lanoche, disponía de un estrecho jergónque de día plegaba. En el fondo, enel emplazamiento más estrecho,había un arcón con un hornillo detierra todavía con carbones fríos, quesacaba durante el día. En el arcón,guardaba sobras que cogía de los

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restos de la cocina de los albergues ode los mercados. Cuando salía el sol,extendía su tela sobre las estacasclavadas en las cuatro esquinas yretozaba escuchando cantar a lospájaros en el olmo que daba sombraal recinto.

—Estoy un poco estrecho, perofavorecido con respecto a muchosotros, que ni siquiera tienen una camapara dormir. A mí no me falta nada ysoy libre. Cuando estoy cansado detender la mano, me permito el lujo demirar trabajar a los demás. A ti, porejemplo. Te había envidiado; ahora

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te compadezco. Ya no te perteneces.Vincent pensó en la carta del

maestro Jean: «Ya no nospertenecemos». Al escuchar aJacquemin con su cinismo, se sentía ala vez emocionado y sobrepasado.Ante la incomprensión de loscanónigos de la fábrica, lasobjeciones cortantes del maestroJean y la vulgaridad de loscompañeros, ¿cuántas veces habíaintentado abandonarlo todo y echarsea los caminos? Al mismo tiempo, unacólera ascendía en él contra aquellosfalsos filósofos que se vestían con

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los andrajos de Diogenes paradisimular su pereza, su insuficienciay su fracaso.

Como si hubiera seguido elrumbo de sus reflexiones, Jacqueminle dijo:

—No creas que me paso la vidamirando volar moscas y provocandoa los trabajadores. Mi mente nuncadescansa. A veces, me despierto enplena noche, enciendo la candela enlas brasas de mi atanor y esbozoalguna idea para mi Ciudad delAmor.

—¿Dónde guardas tus

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documentos?Con gran misterio, Jacquemin

levantó el jergón plegado sobre unenrejado de madera, sacó unatablilla, hurgó en el escondrijo ysacó un rollo de pergaminos y unagran hoja hecha de pedazos cosidosunos a otros, que desplegó conprecaución. Como ya era casi denoche, invitó a Vincent a sentarsesobre el jergón, se sentó él también ydijo con énfasis:

—Sólo el Rey y tú estáis alcorriente de este proyecto.

—¡Pero no veo nada!

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—¡Claro! ¡Lees al revés!La gran hoja, que ocupaba justo

el espacio entre los dos brazosabiertos, estaba cubierta de un lío deesquemas y de signos. En el centro,se elevaba, visto desde arriba, eltemplo de la Fe Suprema, dibujadoen forma de una montaña regularllena de alveolos en los que elmaestro de obras contaba coninstalar, no estatuas, sino personajesvivos, una especie de sacerdotes, auna altura del edificio proporcional asus mèri— tos y a la calidad de su fe.Un personaje barbudo, que era el

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Buen Dios, figuraba por encima de laplataforma superior en un revoltijode nubes, desplegando una colgadurafúnebre sostenida en sus extremospor ángeles, en la que alababa, enlatín, al autor por el ardor de su fe.

Alrededor, se aglomeraban lasperspectivas desde arriba de unaciudad inmensa, cubierta de docenasde torres y agujas de iglesias, porencima de las cuales flotabaninscripciones que evocaban suvocación: «Palacio de la JusticiaUniversal», «Colegio de lasSeñoritas de Virtud», «Casa de las

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Obras de la Fe Viviente», «Jardinesde la Meditación»… Jacqueminhabía suprimido todo lo que habríapodido provocar ideas de violencia:horcas patibularias, picotas, oficiosde patrulla, murallas, castilletes,prisiones. .. Alrededor del dibujo,había colocado figuras geométricaspintadas de colores diferentes, queeran planos y cortes de ciertosedificios.

Asombrado, Vincent parpadeó,indeciso entre las ganas de reírse enlas narices de aquel iluminado,echarle sus trapos a la cara o tomarle

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de la mano para hacerle comprenderque todo aquello no era más que unalocura. Iba a decidirse por estaúltima opción cuando Jacquemin ledijo con ardor:

—Este templo será tu obra. Yalleva tu firma, allí, en la esquinaizquierda, bajo esa escalera animadapor un movimiento perpetuo. Yoimaginaré y tú realizarás. En cuantola cancillería del palacio me dé elvisto bueno, te avisaré.

No se le ocurría que estarespuesta, siempre que la recibiera,pudiera ser negativa. Para él, sólo

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era cuestión de tiempo. Los fracasosdel Rey en Normandia eran, según él,la causa de aquel retraso.

—Escucha, André, tu proyecto esirrealizable. Nunca ha sido sometidoal Rey ni lo será jamás. ¡En lacancillería deben reírse de él, pobreloco!

Ante su gran sorpresa, Jacqueminrespondió con dulzura:

—Tu respuesta no me sorprende.Lo que ves ahí es mi proyectorealizado, la imagen perfecta de laarmonía de las formas aliada a la delas almas. ¿Qué hay de sorprendente

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en tu reacción? ¡Mi verdaderosecreto está ahí!

Golpeó con la mano plana elrollo que tenía sobre la rodilla ytendió una a una las hojas a Vincent.La revelación del misterio deaquellos edificios prodigiosos estabaallí, y allí, con las explicacionesadecuadas para penetrar en suesoterismo.

No se veía nada. Vincent seacercó una hoja a los ojos, al azar.Estuvo a punto de estallar de risa,pero lo que sentía ascender en él erala cólera. Estaba perdiendo el tiempo

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y Tiphaine lo esperaba.—El primer cálculo con el que

me encuentro es falso. El resto debeser parecido. Continúa con tusutopías, pero no me importunes más.Ya he perdido bastante tiempocontigo. ¡Adiós!

Jacquemin no hizo nada pararetenerlo. Se levantó de su sarcófago,dispersando las hojas a su alrededory gritando que un día se vengaría dela indiferencia y la incomprensiónque le mostraban. Dadas lascircunstancias, con aquellosdocumentos reunidos con la ayuda de

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Dios para el bien de la humanidad,¡haría un fuego de alegría!

—El único beneficio que puedessacar de ellos —dijo Vincent— es unpoco de calor para la noche.

Los gritos y las imprecaciones deJacquemin lo persiguieron hastaSaint Julien le Pauvre. Al darse lavuelta en las inmediaciones del PetitPont, vio el resplandor de un fuegoen la dirección del recinto. Lasutopías de André Jacquemin seelevaban con el humo.

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4Celos

Texto. Vincent estaba todavíaacalorado por una disputa con elmaestro Jean cuando abandonó laobra para dirigirse hacia la PetiteMadian con la esperanza deencontrar a Jacoba.

La pelea se había iniciado comouna discusión relativa a las ventanasdel coro. Según Vincent, el maestroJean habría podido mostrarse másingenioso en su concepción; el

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sistema adoptado para laconstrucción de las bóvedas enojivas cruzadas, si hubiera dirigidoel impulso sobre las columnas y lospilares, que lo remitirían a unoscimientos suficientemente potentes,habría podido permitir darle másimportancia y proporcionar así másluz al santuario que, a fin de cuentas,no sería más luminoso que lascatedrales de tiempos pasados.

—Los cálculos permiten estaconcepción —dijo Vincent—.Habéis sido demasiado timorato.¿Acaso no me dijisteis un día que

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esta catedral sería la más luminosade todo Occidente? No lo es muchomás que Notre Dame la Vielle oSaint Étienne.

—¡Confundes audacia conimprudencia! Si estas ventanas estáncalculadas para tener estasdimensiones, es que no podía ser deotra manera. ¡No cambiaré nada, teguste o no!

—Más tarde lo harán otros.Desde el regreso del maestro

Jean, las disputas eran frecuentes.Estallaban por menudencias: unaescultura que no correspondía

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exactamente al módulo, una piedramal colocada, un andamiaje desoslayo, cualquier incidente en laobra… En general, estas disputastermina— ban con concesionesrecíprocas. «Soy demasiado exigentey demasiado impetuoso», reconocíael maestro Jean. «Y yo, susceptible ypretencioso», replicaba Vincent. Lascosas quedaban así antes de ir acenar al comedor de Adèle, frente ala vieja iglesia de Saint Étienne,donde trabajaba desde hacía poco lahermana de Vincent, Clémence, queya tenía quince años.

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Aquel día, se habían separadoaparentemente sin reconciliarse, poraquella historia de las ventanas.Vincent estaba de un humor deperros. Se fue directo hacia la PetiteMadian. Como hacía mucho calor,fue a refrescarse en el Sena en mediode otros muchachos desnudos. Lasaguas bajas estaban asquerosamentecalientes y olores de putrefacciónascendían de los molinos cercanos,donde un cadáver de perro debía depudrirse contra una rueda inmóvil. Sesumergió y salió de inmediato conolor a agua corrompida.

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Los huertos de la Petite Madianolían a otoño. El viento cálido delcrepúsculo hacía crepitar las hojassecas de los sauces por encima delos muros de la calle del Port auxOeufs. En dos ocasiones, pasó pordelante de la casa del maestro Ezra,que decían que estaba enfermo. Lospostigos permanecían cerrados alcalor y la luz del día. Atacado por unvértigo, Vincent se apoyó en la paredde la casa vecina. El olor de lahabitación de Jacoba (plantas y cerafresca) le subió directamente a lanariz, con la de la piel desnuda de su

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compañera. Se marchó hacia latruhanería, donde tenía una cita conTiphaine.

Cuando llegó a la esquina de lacalle de la Pelleterie, al lado delSena, se detuvo, desconcertado y semetió en un callejón de abrevadero.Se dijo que había visto mal y volviósobre sus pasos. Era Jacoba. Lachica se paseaba en compañía de unmuchacho que la tomaba de la manoy llevaba una tórtola en el hombro.

Aquella noche, Vincent no fue acasa de Tiphaine; no estaba de humorpara soportar sus celos y sus

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caprichos. Prefirió ir aemborracharse con sus compañerosen la tibieza húmeda de la Ile auxVaches, se acostó con una muchachay no se marchó hasta la madrugada,más amargado que la víspera y demal humor, porque había sidoimpotente. La jornada siguientetranscurrió en una alternancia decólera y tristeza. Los compañeroscarpinteros, que se tomaban sutiempo a causa del calor tórrido,pagaron este humor y amenazaron, siseguía tratándolos como a perros,con dejar de trabajar. El maestro

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Jean, en cambio, parecía másrelajado; se diría que había olvidadola disputa del día anterior.

La jornada se hizo interminablepara Vincent. Sustituyó la comida delmediodía por una larga siesta, de laque hubo que despertarlo asacudidas. En la hora que siguió,tuvo un altercado con el director dela fábrica, perdido en la cuenta delas piedras entregadas por los queexplotaban las canteras deMontrouge. Vincent lo rechazó conviolencia.

—Has ido demasiado lejos —le

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dijo el maestro Jean— y te arriesgasa una censura del cabildo. Ya noestás en olor de santidad…

Vincent se encogió de hombros.Una vez terminada la jornada detrabajo, se fue directamente a laPetite Madian. Enfermo deimpaciencia y de mal humor, recorrióvarias veces las calles del barrio ysubió hasta el Grand Pont. Nadie.Apenas se dignó echar una mirada aJacquemin. Iba a retirarse endirección a la truhanería cuandopercibió una tórtola encaramada enuna traviesa de madera de la que

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colgaban collares de abalorios detipo italiano. Se acercó y dirigió lamirada hacia el obrador, en cuyofondo temblaba la llama de unalámpara de aceite. Allí se hablabaalto y fuerte. Estalló una risa demujer, que Vincent habría reconocidoa una milla de distancia. Después seprodujo un silencio brusco.

—¿Desea elegir un collar para sunovia?

Un apuesto muchacho de rostroancho, un poco agudo, con el pelo delana amarillo estopa, vestido con unacamisa verde cerrada en el cuello

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por un lazo, acababa de salir a la luzdel día. Vincent lo reconoció sinvacilar.

—¿Cuál es vuestro nombre? —dijo.

—No tengo ningún motivo paraocultároslo. Me llamo Simon Güel ysoy hijo del maestro Güel, que estásentado cerca de la lámpara. Encuanto a esta señorita…

—Sé quién es esta señorita.—Estoy aquí para serviros, pero

aparentemente mis joyas no son loque os interesa.

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—Decid a la señorita que megustaría cruzar dos palabras con ella.

—Se negará. ¡Alejaos, Pasquier!No tenéis nada que hacer aquí.

—¿Tengo que ir a buscarla yomismo?

—¡Estáis loco! Retiraos antes deque se monte un escándalo. Noganaríais nada.

Vincent arrancó un puñado decollares y se los echó a la cara aSimon, que retrocedió y silbó entrelos dedos. La tórtola voló hacia elfondo de la tienda. En el momento en

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que se disponía a derribar elescaparate, Vincent se sintió sujetode los hombros por unas manosrobustas. Se debatió, pero no era elmás fuerte. Los dos colosos loarrastraron lo más discretamenteposible entre las letrinas y loprecipitaron por encima del parapetoen un espacio de agua profunda.Vincent tragó unos sorbos, se sofocóy, cuando se recuperó, nadó hacia elmolino más cercano, donde leayudaron.

—¡Apestas como una carpaestropeada! —le dijo el molinero—.

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Ven a lavarte. Tienes agua limpia enel tonel. No eres el primero.Anteayer un chiquillo ratero estuvo apunto de ahogarse. Lo pesqué con mibarca cuando se hundía. ¿Has tragadomucho de esos meados?

Se volvió hacia el puente, donde,entre las casas pegadas al parapeto,unos mirones se desternillaban derisa. Los apostrofó con aspereza yregresó con Vincent.

—¿Quién lo ha hecho? ¿Losvigilantes de Jean, el Bretón?

—No, los de Simon Güel.—Tienes suerte. Son menos

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malvados. Los otros, primero temuelen a palos. ¿Qué le habíasrobado a este maldito Judas?

—Yo nada. Él sí, a mi novia.Mientras se secaba, desnudo

sobre la claraboya, donde la harinahabía dejado grumos blanquecinos,el molinero le trajo un cubilete decerveza tibia. Era un buen hombre,redondo y rollizo, con unas mejillascomo nalgas de chiquillo, pero llenasde pelos lacios que se acariciaba conel reverso de la mano mientrashablaba.

—Las cosas no deben quedar así

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—dijo—. No es que deteste a losjudíos, pero no me gustan mucho. Sise dedican a robar las novias de loscristianos ahora…

—Puede quedársela. No vale lapena que arriesgue mi vida por ella.

Tiphaine lo olisqueó de la cabeza

a los talones y lo observó con ojosde sospecha.

—Hueles a caballo reventado.—No, a pescado podrido. He

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tomado un baño en el Sena. Esa aguaes infecta. Las personas que la hanbebido se han puesto enfermas.

Ella lo friccionó con agua deDamasco con un vigor que lo hizogritar. Incluso el pelo apestaba.Intentó tomarla en sus brazos y ellalo rechazó con las palabras másvulgares para indicarle que lorehuiría cuando se presentara enaquel estado. No se cuidaba desdeque ya no veía a aquella judía.

—¿Qué hacías por la parte de laPetite Madian? Te han visto por allíestos días. Sabes que todavía hay

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celdas libres en la torre del obispo.Si te vuelven a ver en compañía deesa muchacha…

—¿Me haces espiar? Es muypropio de ti.

—No se me escapa nada de tusidas y venidas, de tus hechos ygestas. Es la prueba de mi amor porti.

—Es sobre todo la prueba de tusansias de posesión.

—Las dos cosas van juntas.¿Cómo podría amarte sin temer quete me escapes? Siento que intentasalejarte. En esto, es inútil que

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intentes engañarme. Lo que te retienees…

Había oído cien veces laexpresión: «Porque hacemos bien elamor juntos» o «Porque soy joven ybonita» o también «Porque muchoshombres me desean».

Normalmente, las riñasterminaban en un encuentro y enpatéticos sudores amorosos en que sedisolvían sus rencores. Estabanatados uno al otro por lazos másestrechos de lo que dejaban suponersus asperezas. Sus diferencias denaturaleza creaban a la larga una

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complementarie— dad beneficiosa.Lo que los dividía eran pequeñosmovimientos de ola en la superficiede sus disparidades. En el fondo,reinaba la armonía. No sedesgarraban, se arañaban. Un bañode amor y se encontraban en losgrandes fondos tranquilos con eldeseo intenso de prolongar aquelequilibrio durante toda una vida. Ellahablaba a menudo de esto conconfianza; él se decía que eraimposible.

Tiphaine estaba mal en su vida,mal en su piel. Se lo confiaba, se lo

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gritaba, se lo lloraba. Él era muyconsciente de sus esfuerzos por salirde ese fango en que vivía, quecruzaba con su aspecto de reina,siempre dispuesta a sacar las uñascuando una mano la rozaba.

—En realidad, no tienes ganas deabandonar la truhanería, reconócelo.

—Realmente, no. Es toda mivida, ¿comprendes? ¿Abandonarlapor qué y por quién? ¿Por ti, cuandoni siquiera estoy segura de que meames? Si me fuera, ¿te casaríasconmigo?

A sus respuestas, les faltaba

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convicción y calor. Casarse conTiphaine era introducir en suexistencia un elemento destructor, erarenunciar a esa libertad a la que tantoapego tenía, a sus costumbres quepreparaban cada día el área donde seelaboraba la obra de creación.¿Acaso ella no lo gastaría, loesterilizaría? La presencia deTiphaine, el orgullo que habríasentido al pasear con aquellahermosa muchacha del brazo, laalegría que se desprendía de ella,¿todo eso valía la renuncia al modode vida que había trabajado

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laboriosamente? Recordaba una frasede la carta del maestro Jean: «No teniegues a las pasiones que todavía teagitan porque no hacen más queacelerar el momento de la ruptura...». Para él, las certezas de purezatrazaban una línea de conducta a laque estaba convencido que nuncafaltaría, con el diagrama de cristalque lo atraía y lo devoraba como unagigantesca medusa en el extremo tielas estructuras de la catedral ideal.

—Sabes muy bien —le dijo—que, pase lo que pase, nuncarenunciaré voluntariamente a ti.

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Una frase hábil que dejaba lugara diversas interpretaciones. Tiphaineparecía aceptarlo. Se contentaba conaquellas verdades a medias,adivinando que, si llevaba más lejossu curiosidad, se arriesgaba a tenerque escuchar verdades temibles ydefinitivas.

Tiphaine había terminado pordetestar la celda en que vivía en lacalle Figuier y que llamaba condesprecio su «madriguera», elnombre que se daba a los tugurios delas putas, pero estaba cerca de laCour des Miracles y del coesre, que

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seguía reinando, impávido, gotoso,casi mudo, en medio de sus oficiales,protegido de las ambiciones de labandas rivales, de los registros delos subalternos del prebostazgo realy de los esbirros del Rey de losRibaldos por un aura de terror. Cadadía, le hacía una visita; él exigía supresencia, menos por los serviciosque podía prestarle en la transmisiónde consignas que por su presencia,que le hacía recuperar el gusto de laambición, el poder y la vida. Ellavelaba por la higiene de su tío, porlos cuidados que le administraban

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eminentes tránsfugas de los pulpitosde las grandes escuelas parisinas,que pagaba sin contar. A veces, loacompañaba en sus giras nocturnas através de los barrios oscurossometidos a su ley, tendida cerca deél en la litera que a menudo teníadificultades para circular a través dela red de callejuelas. «Cuando yodesaparezca, tú me sustituirás.Conoces la truhanería tan bien comoyo, o incluso mejor», le decía.

Vincent se reía cuando Tiphainele repetía estas palabras. Es ciertoque conocía perfectamente la

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truhanería y habría podido suceder asu tío, pero no se sentía ni conánimos ni con ganas.

Desde su ventana, en la esquinade la calle Figuier y Monellerie, sepercibían espacios de arena y de río,una flotilla de barcos de todos lostamaños y, a lo lejos, más allá delpuente de Notre Dame y delmonasterio, la alta estructura delcoro de la catedral, bañado por lasluces de la noche.

Permanecieron de pie, desnudosuno contra el otro, simplemente conuna manta sobre los hombros, con los

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brazos apoyados en el borde delbalcón, suficientemente alejados dela peste de la calle para respirar sóloel aire limpio en que flotaban losolores de los huertos. El aire secabasu sudor y aquel licor de amor en loalto de los muslos. Comulgaban en elmismo pensamiento; una vida seordenaba y se armonizaba alrededorde aquella imagen de perfección, deaquel instante privilegiado.

Ella le decía:—¿Cuándo vais a iniciar la

segunda bóveda del coro?—Primero tenemos que terminar

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el tejado. Es un trabajo largo ydifícil. No siempre encontramos lamadera que necesitamos.

Un día, la llevó de paseo aSevran, para visitar la charca de lasvigas, donde se sumergía la maderadestinada al armazón, durante variosaños. Solamente se utilizaba elcorazón, de manera que, en mil años,el «bosque» de Notre Dame seríacomo lo habían montado. Confrecuencia le hablaba de la agujafuerte y ligera que partiría delcrucero del transepto y ascenderíatan alto que Dios podría soplar por

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ella como en una trompa invertida,que bastaría con pegar el oído a lasparedes para escuchar músicacelestial. Evocaba la fachada, que seedificaría dentro de varias docenasde años, para la que acababa dedibujar, después de los monstruosdel Apocalipsis, grandes imágenesde ángeles tocando trompas queocuparían su lugar en el tramo de lapuerta central; torres queconsideraba demasiado macizas yque él habría concebido más altas ymás finas, mientras el maestro Jeanse encerraba en sus esquemas

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iniciales.Algunas noches, las pasaban

juntos, Antes, ella lo llevaba a losalbergues que conocía, en el centrode aquella ciudad nocturna en que losmarineros y las hijas de burguesessólo se aventuraban bajo laprotección de la gente del coesre.

—¿Qué vestido me pongo estanoche? ¿El de color púrpurasarracena con galones de plata? ¿Elazul verdoso forrado de ardilla, peromuy cálido para la estación? Parasujetarme el pelo, me pondré ladiadema de aro de oro recocido que

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me regalaste o quizás un simplegriñón rojo. Para la cintura…

Se probaba diversos atuendos, semovía delante de él a la luz de unacandela luciendo joyas de colordorado, jacinto o esmeralda en lasmuñecas o el cuello y rechazandocon divertidos movimientos las queno le convenían. El miraba cómo semovía aquel cuerpo grácil peroarmonioso, las largas piernas y elvientre un poco abombado en el queanudaba suntuosos cinturones; sedecía que la tomaría como modelopara una Eva o una Fortuna. La atraía

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contra sí. A veces, renunciaban a susalida nocturna y hacían el amor.

A ella no le gustaba demasiadoque pasearan juntos en el furor de lanoche. Temía que, de aquella sombraardiente, de aquellos callejones deputas, de aquellos sótanos demonstruos, de aquellas multitudeslocas, surgiera uno de lospretendientes celosos que laasediaban y cuyos manejos rechazabacon desprecio. De hecho, cuandosalía en su presencia, se hacíaacompañar por dos arqueros, pero selas arreglaba para que Vincent no se

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diera cuenta.

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5Frutos de la carne

Texto. Una vez a la semana, elmaestro Jean desaparecía. Sobretodo el domingo. Vincent sepreguntaba dónde podía pasar esedía. El propio maestro Jean se locontó.

Se marchaba temprano por lamañana por el gran camino de SaintDenis, a caballo, porque tenía querecorrer un gran trecho con Robin enla silla. Se detenía en el Grand Pont

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para comprar flores y algunospasteles de miel; después paraba enSaint Agnes, capilla cercana almercado de Champeaux, para asistira misa. Más tarde, tomaba caminospolvorientos a través de los camposquemados del verano. En el grancalor de mediodía, aparecían, enmedio de una planicie todavíasalvaje, con grandes árboles de ungris ceniza y surcada por un río seco,las primeras cabañas de la leproseríade Saint Lazare. Estaban agrupadasdetrás de un recinto de estacas yvigiladas por oficiales armados que

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controlaban tanto las salidas comolas entradas.

Era una especie de aldea grandecuyos diferentes barrios seorganizaban alrededor de una iglesiade madera recubierta interiormentehasta el techo de exvotos como sifuera un caparazón.

Allí había cerca de dos milpersonas: gafos, crestias, cagotes,leprosos blancos y rojos; de los dossexos y de todas las edades. Habíanbautizado «Jordán» al río quecruzaba la aldea, por el nombre delrío en que Naamán, príncipe de Siria,

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afectado por la terrible enfermedad,fue a bañarse por consejo del profetaEliseo y se curó, pero sólo sedistinguía entre las piedras y lostrozos de barro verde un hilillo deagua donde una rana no podríaocultarse.

Mirándolo bien, los enfermos noeran más desgraciados que los quearrastraban su gangrena o sudiscapacidad, escudilla en mano, enlos porches de las iglesias. Nunca lesfaltaba lo necesario; vivían del frutode las limosnas recogidas por losbuenos monjes, de colectas

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organizadas para ellos, que traíanmucho dinero, ya que ayudar a losleprosos se consideraba una de lassiete obras de misericordia.

La cabaña de Sybille estabasituada en el barrio de los leprososrojos. Era necesario cruzar unpuentecillo de madera, acompañadopor un guardia, y seguir un senderobordeado de pequeñas cercas dehierba pelada por los juegos de losperros y los niños.

En cuanto lo veía llegar, Sybillecerraba la puerta y abría la ventana.Se quedaba en el interior, contra el

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vano, con la cara disimulada por unaespecie de velo con dos agujeros enel lugar de los ojos. En variasocasiones, Jean había exigido que sequitara el velo, pero siempre sehabía negado. Él se había mostradosuplicante:

—Compréndeme, Soredamor,estas coqueterías entre nosotros notienen sentido. Continuaría amándoteaunque te convirtieras como Job enuna podredumbre viviente, en unmontón de estiércol. Mi amor inclusoaumenta con tus sufrimientos.

Un día, ella cedió y se levantó el

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velo por un instante. Él cayó derodillas, como fulminado, gimiendo:

—Tengo dos gracias que pedir alCielo, Soredamor, acabar mi granobra y venir a morir aquí, cerca de ti.Prométeme que me esperarás.

Sentía por ella una pasiónperfectamente extraña a la razónbanal. Su existencia parecía tenderahora hacia la entrega de todo su ser.Consagraba su vida a la catedral ydedicaba de antemano su muerte a sucompañera, a la que sólo llamabaSoredamor, como para perpetuar eltiempo de sus amores. Veía en ella la

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imagen de su propia muerte.—¡Muéstrame tus manos,

Soredamor!Ella le mostraba sus manos

mutiladas y él imaginaba las suyaspudriéndose, roídas por la sal de laenfermedad. Le habría gustadobesarlas, pero ella siempre le habíanegado ese favor.

—Robin, mi pequeño Robin…No se cansaba de mirarlo, de

acariciarlo con la mirada, dehablarle con su voz ronca, de hacerlegestos con la mano; y él se aferrabaal pomo de la silla y se aguantaba las

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lagrimas como le había pedido supadre; incluso intentaba sonreír yreír, pero no podía, así que ella lepedía a veces que cantara lascanciones que Havoise le enseñaba.

Pronto se cansaba de las visitas.Decía:

—Ahora marchaos. No me faltanada. Me habéis dado felicidad parauna semana.

Durante el trayecto de regreso,Jean se sumergía en una especie deexaltación. Le parecía que yaabordaba las playas de su paraíso.

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Desde hacía dos años, el maestro

de obras sentía una devoción casiexclusiva por la Virgen. Su corazónsangraba al pensar que la grancatedral devoraría en su desarrolloineluctable a la vieja basílica deSaint Étienne, construida trescientosaños antes y que se había quedadoanticuada e insuficiente a la vez.Sentía una ternura infinita por aqueltecho de madera tostada por el humode los cirios, por aquellas columnas

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minadas por el salitre, por lasestatuas leprosas, por la naveestrecha donde se continuabancelebrando los oficios.

Se dirigía allí varias veces al díapara oír misa o hacer susdevociones, en una capilla lateral, auna Virgen con el Niño en la caderacuyo rostro raído le recordaba el deSybille. Se había fabricado unaplegaria en forma de letanía, hechade fórmulas sacadas de los salmos:«Palmera de la paciencia… Azucenaentre las espinas… Miel simbólica…Vellón de Gedeón… Rosa mística…

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Puerta del Cielo… Esencia de lacosas… Casa de oro… Sede de lasabiduría… Super rosam rosida. ..» .La repetía constantemente, seimpregnaba de ella hasta el punto deque, a veces, en sus palabras dejabaescapar una de aquellas fórmulascomo un grano de rosario y susinterlocutores se miraban conaspecto perplejo.

Poco a poco, sin renunciar a lasexigencias de su obra, parecíaretirarse del mundo.

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La primera vez que lo visitó,

apenas le dirigió una mirada y sólose sorprendió a medias de verlasentada sobre un bloque de piedra,con las piernas colgando y las manosapretadas en el hueco de los muslos.

—Mi hermana Clémence —dijoVincent—. Quería ver el lugar dondetrabajo. He pedido permiso alcabildo para que la deje entrar en laobra.

Se veían muy poco. Un domingode la pasada primavera, Vincent lahabía invitado a seguirlo a las

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«tripas» de Saint Marcel, unaespecie de fiesta popular donde secomía carne a buen precio. Llegó auna hora avanzada de la tarde a causade su servicio en casa de la madreAdèle. Desde entonces, sólo sehabían visto una o dos veces.

Sabía poca cosa de ella y casinada de sus padres. Mariette nohabía dado señales de vida desdeque tomó el camino de Flandes consu comerciante de paños; el padre,Thomas, jugaba a criado de alberguecon su última conquista.

—¿Y tú, Clémence?

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—Oh, yo…Hija de albergue desde los doce

años, violada trece veces seguidaspor barqueros alemanes, enamoradael mismo año de un bachiller consombrero verde del colegio de Dace,que, una vez terminados sus estudios,regresó a su país, fue, una semanasmás tarde, amante de un comerciantede sillas de desfile llamadoBoutonnier, sito en la calleJongleurs; el tipo se mostrabageneroso pero exigente con ella.Ahora se encontraba sola y se lehabía ocurrido la idea de ir a abrazar

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a su hermano.—¿No te molesto, al menos?Siempre que no causara

escándalos y que su patrona notuviera nada que decir…

—Oh, mi patrona…La placa de la madre Adèle,

frente a la vieja basílica, en laesquina de la calle Saint Christophe,llevaba un ala dorada, referencia a sunombre. Era una furcia arreglada,vestida siempre con una saya demorenillo de diez años de edad. Losobreros de la obra frecuentabanmucho su casa; ella pasaba la

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esponja por sus deudas en el huecode su capa piojosa.

Clémence regresó varias veces ala obra. Los oficiales la conocían yla dejaban pasar. Vincent la hacíarabiar:

—¡Confiesa que no es a mí aquien vienes a ver! ¿Entonces? ¿Elprior Gautier Barbedor? ¿Pierre, elChantre? ¿O acaso ese jovenpicapedrero que ha llegado de Sens?

Clémence ahogaba la risa detrásde la mano, sin responder. Era suproblema y no había insistido. Nohacía ningún daño, se quedaba poco

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tiempo y respondía con laindiferencia a los signos y silbidosde los compañeros. Vincent se decíaque era el ambiente de la obra lo quela distraía, aquella alegría que laanimaba desde que franqueaba elpórtico, las canciones que losalbañiles y los carpinteros dedicabandesde lo alto de sus andamios, en sulengua o su dialecto, a aquellamuchacha de belleza recia, conpiernas de Salomé.

El maestro Jean no se habíafijado mucho en ella hasta una tardeen que, en ausencia de Vincent, la

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había encontrado en la sala debocetos, sentada en el jergón, con lasrodillas levantadas bajo el mentón yla cara perdida en la cabellerasuelta. Ahogó su sorpresa indignada:

—¡Tú, aquí! ¡Has perdido eljuicio! Este lugar está prohibido,incluso a los compañeros. Y tú…

—Espero a mi hermano.—Entonces sal fuera. Además,

acaba de marcharse.—¡Pero fuera llueve!Se puso a canturrear sin moverse

del lugar, mirándolo de soslayo.

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—Esta mañana, al despertarme,he visto una palomita en el rebordede mi ventana. He comprendido queme ocurriría algo bueno.

Él dio un respingo.—¿Crees en los signos?—¿Y vos? No creéis, ¿verdad?—Todo es signo. Basta con que

mires a tu alrededor y te dejes guiar.Aprendí esto de un armies delLanguedoc. Desde entonces, hancambiado muchas cosas en mi vida,como si se me hubiera caído la vendade los ojos. —Recuperó su aire

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gruñón—. Esto no me explica tupresencia aquí. Habrías podidoprotegerte en otra parte.

—Es cierto, pero quería saberpor qué vos y Vincent discutís amenudo. No hace mucho me parecióoíros.

El maestro Jean suspiró.Clémence observó que evitabamirarla.

—No hace mucho, es verdad.Hoy se diría que esta catedral hadejado de interesarle y que legustaría construir otra en su lugar. Silo escuchara, tendría que revisar los

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planos, abrir ventanas hasta en lasbóvedas, poner capillas entre loscontrafuertes, suprimir las agujas quemás tarde prolongarán las dos torresde la fachada. ¡Y muchas cosas más!Nuestras diferencias nunca han sidotan violentas. Se pelea conmigo, conel cabildo, con el obispo. Siencontrara a Dios en su camino, seenfrentaría con él. Me pregunto quépuede desviar hasta ese punto sujuicio y oscurecer su razón.

—¿O más bien quién?Se volvió bruscamente hacia ella.—¿En qué estás pensando?

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Ayúdame si puedes. Yo no locomprendo.

—Tengo frío —dijo ella—. Fríoy hambre.

Él hurgó en un cofre y sacó unmendrugo y un queso empezado. Ellase lo comió con desdén y se levantóvivamente al oír la campana de SaintÉtienne.

—Tengo que irme. A la madreAdèle no le gusta que me retrase.

Se levantó. Su estatura losorprendió; era casi tan alta como él,con un cuerpo en su plenitud y anchospies desnudos, un poco grandes, que

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desbordan de las suelas sujetas a lostobillos por un cordón.

—Vuelve mañana a la mismahora —le dijo él—. Tenemos unaconversación que continuar.

Lo saludó con un movimiento dela mano y desapareció.

Al día siguiente, el maestro Jeanla esperó en vano. También al otrodía. Se dijo que no tenía nada serioque revelarle que él no supiera ya yse resignó sin decepción a su fuga.Ella regresó al tercer día.

—Te he estado esperando —

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dijo.Ella no le dio ninguna

explicación ni se excusó. La hizoentrar en la sala de bocetosprocurando que nadie los viera. Ellase sentó en el lugar que habíaocupado en su primera visita, en lamisma postura, que parecía resultarlefamiliar.

—¿Vincent no te ha visto entraren la obra?

—No, y me da igual. No tengoque rendirle cuentas; además, nohacemos nada malo.

Estuvo de acuerdo y se puso a

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reír. Él y Vincent ya no se hablabandesde hacía tres días, salvo porcuestiones de servicio, y pensabansus frases al máximo. El maestroJean sacó del cofre un pan redondo,un trozo de tocino fresco, queso ynueces. Ella apenas se dignó miraraquellos víveres y dio las graciaseducadamente; no tenía hambre.

Clémence se desplazó para estarfrente a él. En el movimiento quehizo, su túnica liberó los muslos, unpoco pesados pero firmes y comoluminosos en la penumbra. Mirando asu alrededor, observó que había

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menos desorden que en su primeravisita. Jean se puso delante de ella,sobre un taburete, y después sedesplazó de manera que no tuviera enel eje de su mirada aquel fruto decarne cuyo jugo violento captaba.

—Entre yo y Vincent —dijo—todo va de mal en peor. Esta mañana,ha amenazado con abandonar la obrapara ofrecer sus famosas ideas enEsclavonia o qué sé yo dónde. Creoque está un poco loco, como eseAndré Jacquemin, que era su amigo,o como ese Jonathan, que se toma porun descendiente de Adoniram y

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mantiene reuniones secretas en sucabana con otros iniciados.

—No se marchará —dijoClémence.

—¿Qué sabes?—Lo mismo que vos.—¿El amor?—Las mujeres. Las dos mujeres

que vos sabéis, cada una a sumanera, lo ponen enfermo. ¿Conocéisqué le pasó la semana pasada?

El maestro Jean confesó suignorancia. Ella le contó el bañoforzoso en el Sena, que le había

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dejado una especie de sarna que securaba quemando cirios en SaintAignan y bebiendo tisanas.

—Si no renuncia a esa judía y asu ramera, lo encontrarán flotando enlos parajes de Grenelle con un puñalen las costillas.

—Eso podría ser lo mejor que lepasara —dijo misteriosamente elmaestro Jean.

Se levantó para escapar a la luzde carne blanca que le calentaba elvientre.

—¿Qué queréis decir? ¿Lodetestáis hasta el punto de desear su

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muerte?Él se calló. Las palabras habían

superado a su pensamiento. Dijoprecipitadamente:

—Habría que conseguir querenunciara a las dos mujeres. ¿Nocrees?

—Cierto, pero sin que sufrierahasta el punto de dejar en ello lavida. Quiero a Vincent, a pesar de laindiferencia que me ha manifestadodurante mucho tiempo, quizás a causade esas mujeres, justamente. Notengo a nadie más que a él.

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—¿Y vuestro padre?Lo habían expulsado hacía poco

del albergue de la île aux Vaches.Clémence lo había encontrado en untugurio situado encima de la galeríade los osarios de Saint Denis du Pas,donde reinaba una infecciónpermanente. Vivía allí con un picoterecogido en los vómitos de la zonatrasera de los albergues sospechosos.

—Ya no represento nada para él.No quiere verme. Y yo tampoco.

—¿Y tu hermanastro, Milon?—¿El hijo del canónigo Hugues?

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Siguió a mi madre a Flandes. Notengo noticias suyas y nunca lastendré. —Entonces, bruscamente,añadió—: ¿Por qué deseáis la muertede Vincent?

—No deseo su muerte —dijo,algo incómodo—. Digo que seríamejor que verlo hundirse en la locurao el desenfreno. Lo conozco me—jor que nadie porque lo he hecho talcomo es. Juntos habríamos podidorealizar la catedral más bella, la másamplia, la más armoniosa de toda lacristiandad. Pero se deja llevar porpasiones imposibles o mediocres y

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rechaza la mano que se le tiende. ¡Siestá perdido para su obra, es mejorque muera o desaparezca!

—Intentemos salvarlo. No puedevivir sin aferrarse a una pasión. Yosoy un poco a su imagen, pero nuncapierdo la cabeza.

El maestro Jean se dijo que, paraser una muchacha de albergue, seexpresaba bien y razonaba con ciertosentido común. Se lo hizo observar.

—Lo que sé, se lo debo aVincent. Antes de que sedesinteresara por mi suerte, meenseñó a leer y escribir a escondidas

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de mis padres. Después de la partidade mi madre, me confió a las damasde Argenteuil para trabajos deremiendo; aproveché para leer yescuchar, pero la disciplina erademasiado estricta y me marché.Amo ante todo la libertad. ¿Ossorprende de una muchacha?

Miró la suavidad luminosa de susmuslos y dijo «no» con la cabeza.Tenía ganas de echarla, pero le dabademasiado gusto escucharla.

—¿Salvarlo? —repitió—. ¿Creesque no lo he intentado?

—¿Qué habéis hecho?

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La pregunta le quemó como unhierro candente.

—¡Que la Virgen Inmaculada meperdone! Intervine ante el cabildopara que lo obligara a renunciar aesa judía. Sí, Clémence, traicioné aVincent en cierta manera. Me lo hereprochado mucho.

Ella emitió un pequeño silbido.—Diabólico… A pesar de todo,

Vincent no se ha curado. Incluso seha vuelto… como rabioso.

Le pidió que encendiera unacandela; él prefirió permanecer en la

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oscuridad. La luz blanca de suspiernas lo turbaba intensamente. Sevolvió, se santiguó y murmuró unarápida plegaria.

—¿Qué murmuráis? —dijo ella.Por la pequeña ventana, se

distinguía, en la prolongación de laobra, la masa poderosa de la viejabasílica, con sus contrafuertesrechonchos, su pésimo tejado detejas y sus torres que se erigíancontra un cielo burdeos. Luces decirios temblaban en las vidrierasrotas. Era la hora en que se evacuabaa los enfermos, a los lisiados, a los

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mendigos y, como cada noche, era elmismo concierto de protestas, elmismo éxodo desgarrador a través delos barrios de Saint Christophe y deSainte Geneviève la Petite.

—¡Te lo suplico! —dijo en vozbaja—. No me juzgues demasiadodeprisa. Actué por su bien. Amo aVincent como a un hermano. Inclusomás. ¿Puedes comprenderlo?

Se apartó bruscamente de la mesaen la que se apoyaba y recorrió conviolencia la sala de bocetos.

—¿Por qué te he confiado estesecreto? ¿Por qué a ti? Apenas te

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conozco. Ni siquiera estoy seguro deque no vayas a contárselo a tuhermano. No lo harás, ¿verdad?¡Prométemelo! Olvida lo que te hedicho.

—¿Olvidar? Es imposible.Siéntate cerca de mí y cálmate. Loque puedo prometerte es que no lediré nada a Vincent. Incluso puedoproponerte una alianza entre nosotrospara proteger a mi hermano de símismo.

Intentó atraerlo hacia ella. Él seresistió, quejoso:

—Déjame. Es imposible. He

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jurado ser fiel a Sybille.—Sybille ha muerto. Eres libre y

no tienes nada que reprocharte. Hacemeses que te veo ir y venir por tuobra y me aguanto las ganas deabordarte. La semana pasada, no mepude resistir…

—¡Cállate! —dijo él, que le pusouna mano sobre la boca.

Roces de suelas sobre la arena,un ruido de voces, una luz deantorcha… Los hombres de lapatrulla empezaban su primeraguardia. Era raro que no hubieraalgún ladrón por encontrar o

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enamorados que expulsar.—Se alejan —dijo ella—. No

tenemos nada que temer.Le tomó las manos y las obligó a

descender por sus muslos, quetodavía quemaban la retina de Jean através de la sombra; las condujo aesconderse en un terciopelo húmedoy cálido que se cerró sobre ellas.Clémence le susurró al oído:

—Si me hubieras rechazado, creoque le habría contado todas tusmaquinaciones a Vincent. Él tehabría matado…

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LIBRO VII

Oh Virgen , Madre Inmaculada,Vientre sin mancilla, Mujer entrelas Mujeres, Azucena ardiente de misoledad, Rocío de mis mañanas,Estrella de mis noches, María, ¿porqué me has abandonado? ¿Por quéno me has dado fuerzas para resistirla tentación de la carne? ¿Por quéme has dejado desarmado frente almal? Tú, que eres toda pureza, ¿porqué has permitido que esa suciedadme salpique, a mí, que me inclinaba

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hacia ti como la flor hacia el sol dela mañana? ¿Has olvidado que sólosoy un pobre hombre desgarrado ,presa de todas las tentaciones, detodas las dudas, que debe comprarsu serenidad al precio delsufrimiento y el remordimiento? Hequemado para ti tantos cirios quebastarían para iluminar como enpleno día la obra de tu catedral. Herecitado tantas plegarias que aveces tengo la garganta seca. Hesoñado tanto contigo por la nocheque a veces me despiertosorprendido de no tener tu imagen

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ante mí. ¡Mira mis manos, Madre!Por ti, he decidido tirar los guantes—signo de orgullo y vanidad— ,vestirme como un simplecompañero, enfrentarme a las risasy las burlas para que estas manosque ves sean algo más que laprolongación de la voz que pide yque castiga, que experimenten elcontacto de las piedras de tu casa.He jurado que no habrá una sola deestas piedras sobre la que no hayapuesto mis manos y dicho unaplegaria. ¡Qué me importan lassonrisas, los sarcasmos, las burlas!

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Cada una de estas piedras es ahorapara mí una oblación. Cuandopenetres en tu casa, quizás oirás elmurmullo de mi voz, sentirás mipresencia, adivinarás mi fervor.María, dígnate mirarlas, esasmanos que te tiendo, con las palmasvueltas. Han moldeado el mortero yahora te las ofrezco, quemadas yagrietadas por la cal. Ya no mepertenecen. No son solamentemanos para la devoción; su fervorha pasado al acto. Ojalá puedandisgregarse como las pobres manosde Sybille, fundirse como sal a

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fuerza de servir. Son manosimpuras, como esos labios por losque pasan mis plegarias. Estanoche, mis manos acariciarán unavez más un cuerpo de mujer; estoslabios se posarán sobre otroslabios. Y después volverá el día, y telas consagraré, y volverán a ser laherida abierta y la plegariaardiente. No imploro tu perdónporque no soy digno de él, yo, quesalgo del pecado para entrar en elpecado, sino tu mirada, tupresencia. No soy de esos locos queabren desmesuradamente los ojos

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en la oscuridad para adivinar elrastro luminoso de tu manto, quetienden el oído para escucharmurmurar la oleada de tu voz, querespiran el aire de la noche parasorprender el perfume de tusazucenas. Tu presencia está en mí.Tú lloras por mis ojos a causa demis bajezas y mis intolerancias; túgritas por mi voz cuando maldigoeste cuerpo que no sabe rechazar elplacer. Tú estás viva en mí hasta enmis plegarias. Ese deseo de muerteque a veces me asalta hoy me haabandonado. Ahora mi vida, mis

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gestos son un acto de fe; cadapiedra envuelta en mi plegaria es ungrado más en la escalera de luz queconduce a tu trono resplandeciente.Ojalá pueda vivir mucho tiempo,sufrir hasta el límite de mi valor ymi resistencia por ver resplandecerese trono en la mañana, frente a lasluces de Occidente. ¡Que así sea!

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1El pórtico

Texto. La noticia lo había dejadoaturdido.

Todavía resonaban en sus oídoslas palabras del obispo Maurice,pero le costaba reunir en su memorialos diversos fragmentos de susfrases, como si un tornado lashubiera dispersado. Una imagen seimponía en medio de aquel fárrago,la del obispo en su mesa de trabajo,con las manos planas a ambos lados

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de un enorme salterio con tapa demarfil y piedras preciosas, en laactitud que Vincent imaginaba alCristo de la Cena. Alrededor delobispo, iban y venían el priorGautier Barbedor, Pierre, elChantre, Pierre, el Comilón, y unjoven clérigo, Jean, sobrino delprelado, que había llegado hacíapoco de Sully sur Loire. Entrabanpor una puerta y salían por otradespués de haber intercambiado unaspalabras en voz baja entre ellos ydepositado un pergamino sobre lamesa, como sobre el hilo de una

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miseriosa corriente circular.El maestro Jean le había dicho:—Has sido convocado para

mañana por monseñor Maurice.Tranquilízate, no van a pronunciar tusentencia de muerte. Incluso van aconcederte un gran honor si prometesmostrarte digno de él.

Se había negado a decir nadamás.

Cuando el movimiento se hubocalmado un poco, el obispo miró aVincent con una sonrisa llena debenevolencia.

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—Maestro Vincent (fijaos que osdoy este título), la fábrica, el cabildoy yo mismo valoramos mucho elardor y la conciencia que apli— cáisa vuestra tarea. Los pocos extravíosque habéis cometido en vuestra vidaprivada, o que todavía cometéis,consentimos en considerarlos comolos excesos de la juventud y enolvidarlos. Recientemente, hemospodido apreciar vuestro trabajo en laobra. Por mi parte, me he interesadomucho en ese medallón querepresenta, si la memoria no mefalla, al mes de junio…

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—Se trata de julio, monseñor —murmuró Barbedor—. Esta obrarepresenta a un segador en su campode trigo. ¡La actitud es realista ytenemos ahí el trigo más hermoso dela lie de France!

El obispo le dio las gracias conuna sonrisa y un signo de la mano.

—Vuestro talento ya es muyfiable. Es la razón que nos haincitado, al cabildo y a mí, aconfiaros un trabajo de otraimportancia. Es necesario que lodiscutamos y maduremos juntos elproyecto. Se trata del pórtico

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meridional de la fachada, el quehemos decidido dedicar a santa Ana,la madre de la Virgen. Nuestro buenrey, con el que hemos hablado deello recientemente, es de la opiniónde que deberíamos hacerlo figurar depie. En su bondad y su indulgencia,desea que nosotros figuremostambién; yo mismo y nuestro queridoBarbedor, que es uno de los máseminentes secretarios y consejerosdel soberano. —A continuación, conuna sonrisa divertida, añadió—:Dado que los modelos, gracias aDios, todavía están vivos, hemos

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tomado la decisión de dedicarnosahora a esta obra.

Se volvió hacia Barbedor.—Gautier, mandad que traigan

bebidas frescas, os lo ruego. Estecalor es muy molesto. ¿No os parece,maestro Vincent?

El maestro Vincent sentía elsudor hasta la raíz del pelo, pero erapor la emoción. Deslizó un dedo porel cuello de su camisa limpia, yamojada en las axilas.

—¿Nuestra propuesta os agrada,al menos? —preguntó el obispo—.Nuestro buen señor, que os conoce

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bien, está de acuerdo para que lafábrica os confíe esta tarea.

—Pues claro… —balbucióVincent.

—Estaba seguro de queaceptaríais.

Un converso trajo cubiletes desidra fresca que todavía burbujeaba.A Vincent le costaba tragársela. Seatragantó, se excusó.

—Cuando se tiene mucho calor—dijo el obispo—, hay que beberlentamente. Esto me recuerda el díaen que, viniendo de mi Sully natal, a

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pie y con la bolsa vacía, llegué acasa del estudiante rico para el quedebía actuar como factótum. Sirvióbebidas y, en mi emoción, meatraganté y estuve a punto deahogarme. Es la primera emociónque me dio París. Hubo otras muchasy de todo tipo. De eso hace yacuarenta años.

—Treinta y cinco, monseñor —susurró Barbedor.

El obispo bebió sujetando sucubilete con las dos manos como uncopón, con el anular separado. Sesecó con el índice el bigote gris,

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tosió para aclararse la voz y sevolvió de nuevo hacia el prior.

—Gautier, nuestro proyecto, te loruego.

Indicó a Vincent que se colocaradetrás de él, desenrolló el pergaminoy sujetó las esquinas con loscubiletes.

—Éste es el proyecto de pórticoque os sometemos con elconsentimiento de Luis. Estaráformado por tres piezas horizontalesque representan escenas diferentes.La Virgen ocupará la parte superiordel tímpano, reinando en su gloria,

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con el niño Jesús en las rodillas. ElRey estará arrodillado a suizquierda; yo mismo y nuestro prior,que somos los artesanos de estacatedral, a su derecha. Podéisadornar esta parte a vuestro antojocon ángeles turiferarios. En cuanto anuestro soberano, tendréis ocasión deverlo próximamente en un oficio enla capilla del palacio, para hacer unaimagen fiel. Está de acuerdo. Acudidel domingo, os lo ruego.

—Perdón, monseñor —intervinoBarbedor—, el Rey ha previsto eldomingo siguiente.

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—¡Muy bien, Gautier! ¿Dóndetendré la cabeza? En cualquier caso,maestro Vincent, le confirmaremos lacita. Los dos dinteles inferiorestienen menos importancia, perodeberéis dedicarles el mismocuidado en su ejecución. El delmedio evocará escenas de la vida dela Virgen, sobre cuya naturaleza osinformaremos más adelante. Lomismo vale para el dintel inferior,que consagraremos a santa Ana y suesposo, san Joaquín. ¿Os parecebien? ¿Deseáis añadir o quitar algo anuestras propuestas? Dadnos vuestra

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opinión, os lo ruego.—Me parece muy equilibrado —

dijo el maestro Vincent—, pero elentrepaño…

—Cierto, el entrepaño… Veamoslo que sugerís.

—Yo colocaría una estatua desan Marcelo, primer obispo de París,que defendió la ciudad contra undragón. Esto daría fuerza al conjuntodel pórtico.

—La idea me parece juiciosa.¿Qué pensáis, Gautier?

El prior habría preferido la

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imagen de una reina que se parecieraa la esposa del rey Luis. El obispo seopuso a esta idea. Bastaba con que elmonarca figurara en el pórtico.

—Quedan el dovelaje y elderrame —dijo—. Ahí, maestroVincent, dejad correr vuestraimaginación, pero en límites decentesy razonables y en relación connuestro tema. Hemos previsto para eldovelaje cuatro cordones, queadornaréis con una corte celestial:profetas, patriarcas, ancianos, reyes,ángeles, todo ello tan vivo como seaposible. En el derrame, podéis

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instalar imágenes de santos y santas,reyes y reinas, a vuestra elección,con una bóveda para cada uno. Porsupuesto, primero nos entregaréis undibujo de cada uno de lospersonajes. ¿Queréis beber otrocubilete?

Vincent dio educadamente lasgracias, tomó el pergamino que letendía el obispo y se inclinó, despuésde haber sido invitado a retirarse.

Estaba como ebrio. Las imágenesbailaban en su cabeza. Se precipitó ala sala de bocetos, donde el maestroJean trabajaba con el compás en

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módulo de gancho, colocó elpergamino sobre la mesa de trabajo,se dejó caer entre los brazos de Jeany se puso a llorar.

—Este favor, maestro, os lo deboa vos. Y yo que, desde hace semanas,no dejo de acosaros con misquejas… ¿Por qué no os hanconfiado esta obra a vos? Sois másdigno y más capaz que yo.

El maestro Jean apartó lacuestión con un gesto de la mano.

—Procura que monseñorMaurice no tenga que lamentarhaberme escuchado y haber confiado

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en ti. No hablo solamente de lacalidad de tu trabajo, sino también delas disposiciones de tu corazón y tualma.

—Lo recordaré, maestro.No se aguantaba de pie. Lo

atenazaban unas terribles ganas decaminar. Sin una palabra, abandonóla sala de bocetos. Sabía dónde notenía que ir y fue allí adonde sedirigió directamente.

Jean se puso una camisa, su gorrode tela y le siguió los pasosprocurando no ser visto. Ocultodetrás de un contrafuerte de Saint

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Etienne, observó a Vincent caminar agrandes pasos por la callejuela deSaint Christophe, muy oscura bajolos salidizos de las viviendas de losentramados, apartar de una patada alos cerdos que buscaban su pienso enel riachuelo, desembocar a pleno solen la esquina de la calle de laJudería, por la que ascendió hacia elnorte en dirección a la sinagoga.«¡Qué imprudente! Se dirige derechoa casa de su judía…», pensó elmaestro Jean. No tuvo la menor dudacuando lo vio torcer a la izquierdahacia la plaza de Saint Pierre des

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Arcs y el barrio judío de la PetiteMadian, donde se adivinaban loshuertos de plumeros de plantasfatigadas que se movían al vientoligero del río. El maestro Jean creyóhaberlo perdido de vista cuandollegó a las proximidades de la calledel Port aux Oeufs, pero al final lodescubrió, de pie, encima de un viejomuro oculto bajo las hojas bajas deun sauce. Un observatorio ideal paravigilar la vivienda de Ezra. Despuésde permanecer un momento inmóvil,Vincent saltó de su muro, cruzó lacallejuela y empujó el portal de

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madera. Al verlo aparecer, ella se levantó

tan bruscamente que el libro que leíase le cayó de las manos. Él seacercó, recogió el libro y se lotendió. Observó que sus labiostemblaban y que sus sienes estabanligeramente perladas de sudor bajola pesada melena negra. No la habíavisto desile el baño forzoso y se dijoque no era más bella —esa tez cérea,esos pómulos huecos, ese cuello

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ligeramente marchito—, pero estabadiez veces más enamorado de ella.

—Tenía que venir —dijo—.Tengo que contarte lo que me ocurre.Serás la primera en saberlo. Despuéspuedes echarme, si te importuno.

Le relató su encuentro con elobispo, sin olvidar el calor, la sidray el atolondramiento de monseñorMaurice. Ella sonrió y aquello fuecomo un bálsamo para su corazón.

—¿Sabes a lo que te arriesgas alvenir aquí? —dijo ella.

¡Lo sabía! Se encogió de

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hombros. Nada habría podidoimpedir que se precipitara hacia ella.Si la puerta hubiera estado guardadapor los oficiales del cabildo, habríallegado por el río.

—¿Estás seguro de que no te hanseguido? Vigilarán más que nunca tusidas y venidas.

—Me han seguido. El maestroJean. Está ahí, detrás del portal. Estárabioso. Pero no me denunciará. Si elcabildo se echara atrás sobre sudecisión, sería como desaprobarlo almismo tiempo. ¿Me perdonas milocura de la semana pasada, ese

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alboroto en el Grand Pont?—Lo has pagado muy caro para

ser perdonado, pero ¿qué te pasa, porDios?

El empleó grandes palabras.¿Acaso no se habían jurado«fidelidad eterna»? ¿No le habíadicho que no amaría a nadie más quea él? Evocó ingenuamente aAbelardo y Eloísa y ella no pudoreprimir un gesto de irritación.

—Ese Simon Giiel, ¿qué es parati? ¿Una simple relación, un amorpasajero o un verdadero amor?

Ella se dio la vuelta y se negó a

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responder. Él intentó tomarla por loshombros, pero ella lo apartó con unmovimiento de cólera.

—¿Por qué no respondes?Necesito saberlo. La victoria que heconseguido me importa poco si tú note interesas por ello, si no quieresayudarme, si no estás aquí paramirarme y escucharme. ¿Quieres querenuncie a este trabajo? Partiremosjuntos a Toulouse como habíamospensado.

—¡Es imposible! Mi padre noestá en condiciones de soportar talviaje y no tenemos más que esta casa,

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que seguramente nos veremosobligados a vender, al padre deSimon Güel justamente. ¡Debemosrenunciar el uno al otro! Todo estácontra nosotros. Y yo misma… ¿Mehas mirado bien? Todavía no tengotreinta años y ya soy una vieja. Ytú,tú…

—Puedes ser vieja, fea, no tenerdientes ni pelo y todavía me aferraréa ti.

—¡Ya basta! —dijo ella con unbrillo de lágrimas en los ojos quecontradecía su falsa cólera—. ¡Yetey no vuelvas nunca más! ¡El Olmo

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Rompecorazones y los domingos enel recinto de Thermes han terminado!

Le volvió de nuevo la espalda yse alejó hacia la casa.

Cuando llegó al umbral, la tórtolase posó en su hombro.

La barca rascó el arenal y golpeó

silbando con la punta la tierra secaexcavada por las ratas. Lo quequedaba de día se había esparcidocomo un cuenco de leche en el río. El

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rumor del Grand Pont alcanzaba suparoxismo. Debían de representar uncuento muy vulgar en el arco deltemplo, porque se oían voces muyagudas y risas vagas. El maestro Jeansaltó a la orilla, se deslizó bajo elbalcón que daba al río y encontró unpedazo de hierba todavía verdedonde sentarse. Casi hacía fresco,pero subía de las aguas un intensoolor de putrefacción.

Jacoba no se hizo esperar.Vestida con una capa oscura, sedeslizó cerca de él.

—No me gusta el papel que me

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hacéis representar —dijo—. No megusta la mentira. No me gustáis.

—Poco importa. No esperoningún gesto de estima por vuestraparte. No os pido que me améis, sinoque améis a Vincent con la fuerzasuficiente para renunciar a él. ¿Quéos ha contado en la última visita?

—¿No lo adivináis? Todavía mehace partícipe de todos losacontecimientos de su vida. Me amamás que nunca y estaría dispuesto aabandonaros, a vos, vuestra catedral,París, si yo consintiera en seguirle.

—Dios mío…

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—No pronunciéis el nombre deDios, vos, que os sumergís en elpecado y la hipocresía. No tenemosnada que decirnos. Vuestro protegidoestá en el buen camino. Se convertiráen un gran escultor. Habéis ganado yno me pondré en medio de su éxito,tenéis mi palabra. Pero en loesencial, habéis perdido. Vincentcontinuará amándome y en eso soisimpotente.

—¿Y vos?—Eso no os importa.—¿Y ese muchacho, Simon

Güel?

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Se encogió de hombros. Simonno representaba nada para ella.También había desempeñado supapel en aquella obra, sin saberlo.

—Realmente, ¿me detestáis,Jacoba?

—En realidad, no os comprendo.Vivís en una duplicidad permanente,dividido entre vuestras devociones ala Virgen, el afecto por vuestra mujery las relaciones con esa muchacha,Clémence. Os habéis instalado en elpecado y negáis a Vincent un amormuy simple.

—He fracasado estrepitosamente

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en mi búsqueda de la pureza, estoyde acuerdo, pero quiero con todo micorazón que Vincent lo consiga. Esmi criatura y me siento obligado aevitarle las trampas. Sabéis locrédulo y débil que es en los asuntosde sentimientos. Lo más difícil erasepararlo de vos. Después habrá queobligarlo a renunciar a esa ramera,Tiphaine, pero ésa es una unión quese deshará por sí sola, porque noama a esa muchacha.

Ella le tendió un trozo depergamino.

—Tomad vuestra nota y no

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intentéis, nunca más, verme. Heprometido no hacer nada para animara Vincent, pero no me pidáis querenuncie a amarlo ni que me case conotro hombre para desanimarlo. Ysobre todo no intentéis forzarme.Romperíais vos mismo vuestrocontrato.

Él se levantó y tiró la nota al río. Desde la tribuna donde lo han

instalado, Vincent distingue bastante

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bien al Rey.Al principio, no lo ha reconocido

entre la gente de su entorno y ha sidonecesario que el canónigo que loacompaña se lo indique. Ahora, no lequita un ojo de encima. Es un hombrede apariencia bastante ordinaria. Lohan sentado en una butaca, porque lecuesta mantenerse sobre las piernas,a causa de una debilidad de lascaderas que lo obliga a permanecertumbado días enteros. El sol de lamañana da a sus pies los colores delarco iris que baja de una vidriera. Elrostro es delgado, lampiño, pálido;

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la nariz larga y delgada parece salirde los pómulos. Mira sin cesar a sualrededor como si buscara alguiencon quien hablar. ¿Con esa mujergorda negra que es la reina Adela?¿Con ese muchacho socarrón, demirada inquieta, que es el príncipeFelipe, el «mal peinado»? Semantienen a su lado, tiesos comoestatuas.

Vincent imagina al Rey encerradoen un círculo de silencio y desoledad que ninguna voz destruye,que ninguna mano tendida viene aromper. He aquí el hombre del que la

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reina Leonor decía que era másmonje que rey, que se dormía solo enun bosque de la Ile de Francediciéndose que no corría ningúnriesgo porque no tenía enemigos, quedestinaba al exilio a ciertos señorespor haber faltado al respeto a lasdamas de la reina, que mandabacortar un brazo a su gran chambelánporque había maltratado a unclérigo…

Aquel hombre también es elsoberano que ha tomado partido porlos judíos contra los expoliadores yque se niega a la violencia inútil.

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El rollo de pergaminos y elcarbón están en la cintura de Vincent.No los toca. Ni los tocará. Le bastansus ojos y su memoria le será fiel.Pero no es la copia de esa pálidaefigie del Rey lo que figurará en eltímpano al lado de la Virgen. Suverdad se sitúa más allá de lasapariencias, más allá de su fealdad,de su insignificancia, de sudebilidad.

El oficio de la mañana se iniciacon el zumbido del órgano y larespiración oprimida de los fuelles.El rostro del Rey parece cerrarse.

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Así es casi hermoso, casimajestuoso; vuelve a su verdadinterior en la que se funde con sumáscara de viejo monje enfermizo.Así es como será en la piedra. Conese aspecto lo descubrirán lasgeneraciones a lo largo de los siglos,liberado de la historia e instalado ensu verdad de hombre.

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2Espinas y zarzas

Texto. Tenía todo un mundo quecrear y al que dar vida. Un libro queescribir.

Por eso, la construcción de lagran obra de la catedral pasaba paraél a un segundo plano. Poco leimportaba que la obra periclitara,que los obreros, pagados con retraso,ya que las arcas de la fábrica estabanvacías, amenazaran con abandonarsus herramientas y cruzarse de

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brazos, que las primeras lluvias deun precoz otoño hubieraninterrumpido los trabajos de algunosoficios. Su propia obra, la deVincent, se situaba en otro mundo yen otro tiempo que tenía susdimensiones, sus reglas y suorganización propias.

Cerca de la cabaña de losalbañiles, el cabildo había hechoedificar un cobertizo bien cerrado,con suficiente espacio para empezar,cuando llegara el momento, la tallade bloques. Con las hojas vírgenesde pergaminos que el obispo le había

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hecho llegar, habría podido redactarla Biblia. Las minas de plomo ycarbón llenaban un cubilete a laderecha de su mesa de trabajo; a laizquierda, se amontonaban losmanuscritos iluminados prestadospor la biblioteca episcopal, quecontaba con un centenar devolúmenes, de donde sacaba susmodelos.

Durante una semana, después desu visita a Jacoba, habíapermanecido impotente, comoaplastado por la amplitud y ladificultad de su tarea. Enfrentado a la

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maqueta sumaria que el obispoMaurice le había encargado, se decíaque aquella obra superaba susposibilidades. En apariencia, todoera sencillo: un tímpano, unentrepaño, dovelajes, derrames, uncordón de ganchos para coronarlotodo… Las dificultades surgían deldetalle. En cuanto intentaba penetraren ese mundo de personajes, perdíapie, se batía precipitadamente enretirada y se tendía en su jergón paraeliminar aquella multituddesordenada que lo asaltaba.

¿Por dónde empezar?

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La lógica le imponía dibujarprimero a la Virgen, pero la «veía»indistintamente. ¿El Rey? Queríadejar que aquella imagen maduraraen él. ¿El obispo? No conseguíaencontrarle una actitud relacionadacon su misión de constructor. ¿Y quéimportancia debía dar a GautierBarbedor?

—No hay prisa —le decía elmaestro Jean—. Si este oficio me haenseñado una verdad, es que el buentrabajo está en la reflexión, laserenidad, la pureza. Te envidio,Vincent, y a veces también siento

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celos. No te impacientes. Tendrástodo el invierno para diseñar tuproyecto, porque no es cuestión deque me sigas al Languedoc.

No añadió que el honor hecho aVincent era un castigo para él, Jean,que, después de un largo debate consu conciencia, era consideradoindigno de realizar aquella obra,pero Vincent no ignoraba las razonesde sus reticencias y sus rechazos.Llevaban un nombre, Clémence.

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No había vuelto a la obra desdehacía semanas. A instancias de Jean,había renunciado a su trabajo en casade la madre Adèle.

Desde ese día, vivía como unadama, se ponía ropa cara y se hacíaacompañar ostensiblemente por unasirvienta que llevaba un perrito negrode la correa. Vincent la habíaencontrado varias veces en el GrandPont, pavoneándose ante losestudiantes, que silbaban deadmiración a su paso y le lanzabaninvitaciones que ella hacía como quedespreciaba con altivez. Le había

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confiado a su hermano que no erarealmente feliz con su nuevo amantey que, al fin y al cabo, la vida quellevaba en el albergue tenía otrosatractivos. Es cierto que estabaprotegida de la necesidad y sólotenía que cuidar de su persona, peroJean era «imprevisible».

—¿Qué quieres decir con eso?Llegaba por la tarde ocultándose

como un malhechor, por temor a queuna indiscreción lo denunciara alcabildo, lo que habría ocasionado unescándalo y su exclusión. Cuandoestaba con ella, parecía relajarse,

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olvidar las preocupaciones de laobra, olvidarse de sí mismo.Dedicaba al cuerpo de Clémence unaadoración sospechosa y atormentada,desahogaba sus delirios, juraba queella era su razón de ser, su vida, quepodría abandonarlo todo por ella.Poco después llegaba el momento delas obsesiones y a continuación delos rencores. Por culpa de Clémence,caía cada vez más profundamente enel pecado; su cabeza ya no lepertenecía y los maestros que tenía asus órdenes se disgustaban por suserrores de juicio. Caía en cuerpo y

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alma en las torpezas que habíaquerido evitar a Vincent. ¡Cuántaszarzas, cuántas espinas en loscaminos de la pureza! La tomaba conClémence, le reprochaba el haberleembrujado, incluso la acusaba de—verter un filtro de amor en su vino.Un día, después de abofetearla, habíacaído de rodillas ante ella,suplicándole que lo perdonara yamenazando con matarse si loabandonaba.

—¿Abandonarlo? —Vincent sesorprendió—. ¿Tienes esa intención?

—Se me ha pasado por la mente,

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pero me digo que he padecidodemasiada miseria y malos tratospara regresar a mi sala del albergue.Así pues, me quedo, pero un día loplantaré con sus humores, susremordimientos y sus devociones a laVirgen. Además, es un pésimoamante. Ya no sé si lo amo. —Entonces, con un aire de misterio,añadió—: La mujer es siempre laadversaria del hombre que estádestinada a crear. Si no esindiferente, está celosa. Vosotrostendríais que vivir como ermitaños,elegir de una vez por todas entre los

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placeres del siglo y la obra quehabéis emprendido. No estáis hechospara las pasiones del corazón y delcuerpo, sino para las de la fe.Empezando por ti, Vincent. Renunciaa Tiphaine igual que has renunciadoa Jacoba.

¿Renunciar a Tiphaine? Aquella

sugerencia había dejado a Vincentperplejo.

Nunca, a pesar de las temibles

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tensiones, las frecuentes disputas ylas amenazas apenas veladas, habíapensado seriamente en abandonarla.A menudo, su imagen interfería consus meditaciones, se interponía entreél y su obra; frutos de carnemaduraban entre las líneas austerasde su obra como en las ramas de unárbol. Dibujaba en un pergamino laimagen de un ángel, un santo o un reyde Judá, y he aquí que Tiphainesurgía en su memoria con su tez deleche, su pelo alborotado y sudelgadez patética, y trastornabariendo el diseño que construía,

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sembrando deseos violentos en sutrayectoria.

A veces, abandonababruscamente su trabajo pararefugiarse en la habitación de la calleFiguier; la esperaba con fervorcuando ella estaba ausente y se leechaba encima en cuanto llegaba.Renunciar a Tiphaine era amputarseaquella parte de sí mismo que vivía,se movía, cantaba y reía. Era cerrarpara siempre la puerta de sujuventud, condenarse a la noche y elfrío. Incluso había pensadoseriamente en hacerla su mujer, pero

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ella se había negadocategóricamente. ¿Aceptaría quecontinuara llevando la vida quellevaba? ¿No? Entonces querenunciara enseguida a aquelproyecto absurdo.

Le decía:—Una muchacha como yo,

Vincent, no se casa con alguien queno sea de su medio. Tú no estáshecho para el matrimonio, no másconmigo que con tu judía o con otramujer. Nuestras vidas son barcassolitarias, y sólo hay una plaza abordo.

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3La fiesta salvaje

Texto. Maestro, estoydesesperado. Borro mis dibujos tresveces, cinco veces, diez veces. Medesgasto la punta de los dedosapomazando estos bocetos despuésde haberlos ennegrecido con la minay cuando miro la imagen acabada,definitiva, es como si un abismo seabriera ante mí, de tan lejos que estáesta imagen imperfecta de la que semodelaba en mi cabeza.

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/No estais aquí para ayudarme,para animarme, para hacermecomprender mis errores y triunfarsobre mis dudas! A veces, temo quemi naturaleza audaz me llevedemasiado lejos; otras veces, me damiedo la afectación y la rutina. Seruno mismo no es fácil. Frente a mí,no hay ningún espejo, ningún modelo;tengo que buscarme perpetuamente,rechazar las falsas imágenes de míque se presentan porque, a fin decuentas, pase lo que pase, se cree loque se cree, lo que surge es siemprede la propia sustancia.

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El invierno se acaba. El Senaunas veces lleva barro amarillo, yotras, aguas verdes. El tiempo pasacomo un torrente y estoy aquí, en mimesa de trabajo, en mi cabana,dibujando y raspando, sufriendo ygimiendo. No me atrevo a someterestos esbozos al cabildo. Podríamostrároslos solamente a vos sintemer indiferencia, incomprensión odesprecio.

He trabajado tanto que me heestropeado los ojos. He quemadodocenas de libras de candela yraspado tanto pergamino que mi ropa

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de trabajo (la vieja cogulla que meprestasteis) está llena de polvo yhuele a sebo. Me acuesto al albacuando los compañeros se despiertanen su cabana y me despierto cuandoel estómago grita de hambre.

Comprenderéis también que mequeda poco tiempo para dedicar alos placeres de la vida.

¡Volvedpronto, maestro! Vuestraausencia nunca me ha resultado tandura de soportar. Necesito vuestravoz, vuestros consejos, vuestracólera. Soy un presuntuoso que creíapoder embarcarse solo en tamaña

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aventura… El maestro Jean recibió la carta

de Vincent de manos de un monjeirlandés que se dirigía a Maguelonne.La leyó en un hueco de sol, en elfragor de la tramontana, en medio deun desierto enloquecido. Cuandohubo acabado, la decisión estabatomada; sólo se quedaría una semanamás en lugar del mes que teníaprevisto. Echaba de menos a Vincent;no se separaría más de él, a pesar de

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sus perpetuas disensiones. Mirólargamente aquel paisaje y aquelarado de viento, en lucha uno contraotro, pero siempre inseparables.

Su primera visita en París fue

para Sybille. No pudo darse cuentade si sonreía o hacía muecas almostrarle los muñones vendados alfinal de los brazos descarnados detan consumidos por la sal comoestaban sus labios, hasta el punto de

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descubrir en las comisuras el brillode dientes intactos. Empujó a Robinhacia delante; ella se puso a sollozary se bajó bruscamente el velo. Él lepreguntó si quería que regresara yella asintió. Que volviera, sí, tan amenudo como pudiera, porqueadivinaba que no viviría muchotiempo.

Cuando el maestro Jean entró en

la sala de bocetos, Vincent todavíadormía. Estaba tan cansado que se

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había olvidado de apagar la candelay de alimentar la estufa. El maestroJean reavivó las brasas conchamarasca de roble y se sentó en eltaburete alto, delante de la mesadonde se amontonaban los esbozos.Estuvo a punto de gritar de placer.Cada personaje, cada motivo dedecoración llevaba la marca de unavigorosa personalidad, que borrabajuiciosamente las audacias y sealimentaba de tradición sin dejarseesclavizar por ella. Era rico,poderoso y bueno. Los reyes, losprofetas, los santos y los ángeles se

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desarrollaban como fuegos de SanJuan. En los rostros tratados confinura y rigor, habría podido colocarnombres: Jonathan, Pierre, elChantre, Guillaume de Nancy,Gilbert Courteheuse…

Cuando se volvió en su jergón,Vincent estaba despierto y leobservaba con mirada temerosa, sindecir palabra. El maestro Jean searrodilló y lo abrazó diciendo:

—Estoy orgulloso de ti. Hoymismo iremos a llevar algunos de tusdiseños a monseñor Maurice.

El obispo los recibió después de

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las audiencias de la tarde en eljardincillo del obispado, dondetodavía se arrastraban algunosgrabados. Había hecho suspreparativos para retirarse a su celdade Saint Victor y el tiempoapremiaba, pero, cuando empezó ahojear los rollos, se sentó y nopareció tener en cuenta nada más.

—Hemos acertado al confiar envos, maestro Vincent —dijo al cabode un momento—. Ahora, lo queespero de vos es el árbol al que seunirán estas hojas. Lo que contarásobre todo en la obra que se os ha

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confiado es el movimiento, elimpulso. Lo que se ve en un árbol noes su hoja sino su masa. Sólo existepor su majestad y su armonía.

Vincent le tendió un rollo degrandes dimensiones, que el obispodesplegó.

—¡Bien! —dijo—. He aquí unárbol al que no le falta nada, ni laestructura ni el detalle ni elmovimiento. El aire parece circular através de las ramas y las hojas.Incluso se diría que se oye el viento.Sin embargo…

Lo intrigaba un detalle; en el

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dintel del medio, bajo la gran imagende la Virgen, le chocaba un espaciovacío.

—Colocaré aquí la cama en queMaría dará a luz. Será el únicoelemento horizontal del conjunto.

—¿Por qué lo habéis descentradocon respecto a la imagen de laVirgen? De esta manera, ocasionáisuna ruptura de simetría.

El maestro Jean intervino.—Mi primera reacción ha sido la

misma que la vuestra, monseñor.Pero la simetría no generaforzosamente armonía. Al romper un

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ritmo, se le puede conferir másfuerza. En cambio, no me gustamucho la Virgen. Arquea la caderade una manera ofensiva. El niñoJesús tiene poca importancia. Le hesugerido a Vincent que coloque aMaría sobre un trono con Jesús enlas rodillas o, mejor, en su seno.

—¡Excelente idea! —dijo elobispo rascándose la barba—. Sigocreyendo que la escena delnacimiento es poco adecuada, peroquizá lo juzgo mal. Propondremos undebate en el cabildo sobre el tema.¡Pero veamos! El Rey… No veo que

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figure en el lugar convenido. ¿Es esepersonaje pequeño?

—Sin pretender adularos —dijoVincent—, he considerado que en eseconjunto debía tener menosimportancia que vos, que sois elverdadero constructor. Vos estáis depie y nuestro soberano estáarrodillado. Vos actuáis, él aprueba.

A pesar del apoyo del maestroJean, no fue capaz de hacer admitir alobispo aquella audaz escala devalores, pero se plegó a losargumentos que se le presentaban.

—Tomaos vuestro tiempo —dijo

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levantándose para marcharse—, ysobre todo no cedáis al desánimopensando que nunca veréis esta obraacabada. Ni yo ni nadie de los quehoy viven o que nacerán mañana laverán. Sólo la emoción de la multitudque contemplará más tarde vuestraobra puede sosteneros en vuestratarea. Cuando se trabaja en una obrasanta, el tiempo no cuenta.

La obra se reorganizó en un

ambiente de mala fiebre, ya que

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había corrido la voz de que las arcasde la fábrica sonaban a hueco.Barbedor se lo confió al maestroJean; apenas quedaba con quéasegurar la paga a los compañerospor dos meses, suponiendo que laayuda prometida por el Rey nofallara. Y corrían rumores de guerrapor palacio.

Equipos de monjes partieron enlas cercanías de Pascua a lo largodel país para hacer venerar, condinero de por medio, reliquiasverdaderas y falsas. Se organizaroncolectas a través de toda la île de

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France. Se presionó a los agonizantespara que dedicaran a la Virgen, acambio de importantes indulgencias,una parte de su testamento. PierreThibaud prometió una sumaimportante, pero exigió que sedestinara más tarde a la fundición deuna campana que llevaría su nombre.Los canónigos aceptaron arrendar aun burgués el pequeño puerto que elcabildo poseía en París y vender unbosque cerca de Pontoise a lostemplarios. Incluso pensaban enceder parte de sus prebendas.Finalmente, se instalaron cepillos en

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todas las iglesias, capillas ybaptisterios de la capital.

Aquella primavera, que seanunciaba con malos augurios, seinició la construcción de la bóvedaen el segundo tramo del coro.

Al ver las preocupaciones en que

se debatía el maestro Jean, Vincentno podía por menos que sentirsesatisfecho de haber sido apartado dela construcción del conjunto de las

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paredes maestras para dedicarseúnicamente a su pórtico.

Para contratar a los obreros,había que aprovechar todas lasocasiones, tanto buenas como malas.Todo el personal con que se podíacontar en la île de France enmaestros de obras, obreros ydestajistas había seguido las huellasde Guillaume de Sens para ir aconstruir Canterbury. Resultabadifícil llegar a atrapar a uno deaquellos raros pájaros. El encargadodel personal proponía siete denariosal día a un peón; él pedía diez y la

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paga a tocateja al final de la semana.Parecía que se lo dijeran.

—¡Volverán de Canterbury! —exclamaba el maestro Jean—.Conozco a esos canónigos ingleses.¡Tacaños como auverneses!¡Granujas como normandos!

La obra abrió con mal humor.Faltaba aquí un elevador deandamios, allí un herrero o un albañilpara que un equipo estuvieracompleto. El maestro Jean se habíaquitado de nuevo los guantes y volvíaa poner la mano en la masa gruñendo.Incluso se le vio, cuando los

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efectivos elevadores eran escasos,entrar con otro peón en la jaula deardillas para izar los materiales hastala bóveda, pero era pura ostentacióny movimiento de cólera. Por lanoche, se dejaba caer en el jergón, sedormía vestido con toda su mugre ysu sudor, sin cenar, y Vincent a veceslo despertaba para que se bebiera uncaldo que sacaba del refectorio delmonasterio.

El día que el maestro Jean

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despidió a un picapedrero que hacíamal su trabajo, se organizó unabuena.

El pobre hombre, un escocés,había sido contratado en el acto envirtud de la reputación que tenían losde su país de ser los mejorespicapedreros de Occidente. Éste erasobre todo el mayor borracho de laobra. El maestro Jean lo sorprendiócuando, ebrio como una cuba,orinaba contra una columna de lanave lateral, a dos pasos de lasletrinas. Valoró la calidad delmortero y lo consideró poco

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mezclado e inutilizable incluso paralos muros. Sin embargo, la arena delSena era de buena ley, pero la calprocedente de las canteras deMontmartre (la mejor de todo elreino) se había estropeado, pues elescocés no había tomado lasprecauciones necesarias para suconservación. Después de serinvitado a presentarse ante elencargado del personal para recibirla cuenta, amotinó a los obreros, quese solidarizaron con él con elpretexto de que sus condiciones detrabajo eran poco seguras y que

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habría necesitado un aprendiz,aunque en realidad lo hicieronporque el escocés tenía capacidadpara animar las largas veladas en losdormitorios del monasterio jugandocon el bagpipe y bailando la giga.Amenazaron, excepto algunoscompañeros talladores de piedra yalbañiles agrupados alrededor deJonathan, con cruzarse de brazos.

Hubo que conservar alpicapedrero, después de queprometiera comportarse mejor.

Una vez olvidado el incidente,los primeros equipos de monjes

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regresaron con la cabeza baja. Lagira de los «migajas» había sidoinfructuosa. Con los rumores deguerra que adquiríanprogresivamente más visos derealidad, la población hacía oídossordos y apretaba los cordones desus bolsas. El financiero del Reyanunció que reduciría a la mitad lossubsidios prometidos.

Discretamente, Barbedor mandóal encargado del personal a visitar alas putas de Val d'Amour y otrascalles calientes de la ciudad. El añoanterior, habían llegado en

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delegación a proponer al obispo lafinanciación de una vidriera. Lashabían despedido cortésmente. ¿Noera bastante que se acusaramalignamente al cabildo de haceredificar la catedral, como decíaPierre, el Chantre, «gracias a lausura de la codicia y a la codicia alservicio de la usura», con un guiñodel lado de la judería? Todo París seburlaría de los canónigos quesacaban dinero de todo.

Como buenas chicas, las putasaceptaron olvidar la humillaciónpasada y pagar a escote para ofrecer

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dinero a la obra. Insistieron entregarellas mismas el fruto de su óbolo alos pies de monseñor Maurice. Ésteaceptó, estipulando que deberíanpresentarse con un vestido gris, sinadornos ni joyas, y un tocado muysimple en la cabeza, sin el menorasomo de afeite ni nada que pudierasuscitar escándalo. Incluso se lespermitió visitar la obra. Fueronacogidas por un concierto que norecordaba en nada a un coro deángeles.

—¡Hola, Margot! ¿Estás libreesta noche?

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—Vaya, Isabelle, ¿cómo va esasífilis?

—¡Venga, Ursule, enséñanos unpoco tu trasero!

Se dio rápidamente fin a la visita.Con la cabeza baja, liberadas de susóbolos, las muchachas salierondiscretamente por una puerta delmonasterio.

Una noche en que había estado a

punto de llegar a las manos con un

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coloso que había sorprendidosodomizando a un guapo carpintero,el maestro Jean, deprimido, le dijo aVincent:

—Nos enfrentamos a los peoresdisgustos. Siento que se avecinatormenta.

—¿A causa del dinero?—A causa de todo. Esta obra va

mal. ¡Incluso a los que elevan an—damios les importa un comino!

Acababa de comprobar uno delos andamiajes del norte, colocadoencima del ripio de una ventana, a laaltura de la bóveda en construcción.

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Los cabrios se bamboleaban en losagujeros de la moldura, el aco—damiento estaba suelto y se podíapasar el pie a través de laplataforma, hecha de un encañado demimbre trenzado, de lo podrida queestaba. Convocó al maestro elevadorde andamios; avergonzados, losmozos le respondieron que se habíaausentado por un panadizo. Sinavisar.

—¿Vais a despedirlo? —preguntó Vincent.

—No se despide a un maestroelevador de andamios en plena

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campaña de trabajos. Sólo le costaráun sermón y una retención delsalario. Si protesta y amenaza conmarcharse, entonces lo haré encerraren la torre del obispo. Este hombrees un criminal en potencia. Lodemostraré fácilmente.

—Tengo ciertos escrúpulos paradejaros solo en este aprieto. Eltrabajo que me han confiado noapremia. Si estáis de acuerdo…

—¡No! —cortó el maestro Jean—. Tú no debes tener otrapreocupación que tu pórtico de santaAna; además, en cuanto sea posible,

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te asignaremos destajistas hábiles yserios para el trabajo fácil; el cordónde ganchos, por ejemplo. No tienesderecho a hacer otra cosa.

Los problemas serios empezaronen mayo, después de las fiestas ma—rianas.

El cabildo reunió una tarde a loscontramaestres de los diferentescuerpos del oficio para anunciarlesque la paga de los obreros no seentregaría en los plazos previstos yque se reduciría en una proporciónque aún no se podía fijar. Al díasiguiente, la obra estaba desierta.

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SóloJonathan, así como un maestrocarpintero y un maestro herrero,estaban en su puesto, con algunoscompañeros.

El maestro Jean daba vueltascomo un alma en pena por la obra,que había adquirido el aspectoapagado de los domingos y días defiesta. Confesó a Vincent que, cuandose encontraba en lo alto de la bóvedaen construcción, le habían entradoganas de lanzarse al vacío.

—Hombres de poca fe… —renegó—. No han comprendido quetrabajan para la grandeza de la

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Iglesia y la gloria de Dios. ¡Los muycerdos! ¡Se niegan a sacrificar eldinero que sacan de su paga parabeber en los albergues y fornicar enlas «madrigueras»! ¡AfortunadosSalomón y los reyes de Egipto! Ellostenían a su servicio ejércitos deesclavos que gobernaban con ellátigo y que construyeron para laeternidad.

Vincent estuvo a punto de decirque aquellos tiemposafortunadamente habían pasado y queel trabajador había adquirido unadignidad que prohibía los malos

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tratos, pero prefirió abstenerse,porque el maestro Jean no estaba dehumor para soportar la menorcontradicción.

Se trabajaba firme en la cabañade los talladores de piedra, pero sinlas risas, las canciones y las bromasque de ordinario salpicaban los días.Aquella gente habría trabajadosimplemente por el pan, pero nohabía que pedirles que además fueranfelices. El maestro Jean les llevabavino y ellos se lo agradecieron conun gruñido. El propio Jonathan, engeneral locuaz, se contentó con

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tocarse la gorra con la punta delíndice.

Al día siguiente, llegó unadelegación de obreros a pediraudiencia al cabildo. Se mostraronarrogantes y amenazaron conretirarse pura y simplemente si semantenían las medidas anunciadas.No se quedarían mucho tiempodesempleados; en Sens, buscabanobreros y eran más generosos.

Barbedor se enfureció.—¡No os retenemos! Se os

pagará la semana íntegramente.¡Después, que el diablo os lleve!

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Regresaron al anochecer, seinfiltraron en la obra, amontonarontoda l.i leña que pudieron encontrar,empujaron al maestro herrero, que senegaba a darles su fuego, e hicieronuna buena hoguera. Mientras ungrupo armado con grandes hachas,azuelas, mazos y raspadores depicapedreros esperaban con piefirme a la patrulla, otros seprecipitaron sobre las cabañas de loscarpinteros y sobre los andamiajesdel coro para destruirlos eincendiarlos.

—¡No os mováis, maestro! —

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dijo Vincent—. Os destrozarían pornada. Esta gente está borracha yfuriosa. Además, no están solos. Hevisto entre ellos a pordioseros quehan ido a buscar a la truhanería; talvez, han venido ellos mismos, por elplacer de hacer el mal.

Apagó la candela, bloqueó lapuerta con un madero y ocultó laventana. Fuera, el espectáculotomaba visos de pesadilla.Andamiajes arrancados de susagujeros de mechinal con un sordojaleo se tambaleaban a la luz de lahiguera antes de derrumbarse con un

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gran estrépito. La cabaña de loscarpinteros, del otro lado, cerca dela fachada del obispo, no era másque brasas. Alrededor de la hogueracentral, unos hombres a los que sehabían unido algunos pordioserosbailaban al son del bagpipe delpicapedrero escocés, que setambaleaba sobre un banco.

—¡Los oficiales del cabildoestán ahí! —dijo Vincent—. Noobstante, sólo son cuatro o cinco.

Llegaron con un gran retumbar detrompas, recorriendo el muro de lavieja basílica, mientras terminaban

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de meterse la camisa en el pantalón.Apuntaron con sus lanzas hacia elgrupo, que avanzaba amenazándolos,pero tuvieron que retroceder yreplegarse ante el número.

—Van a buscar refuerzos —añadido Vincent—. Hay efectivos enChâtelet y en el Petit Pont, y elpalacio no está lejos. Esto se pondrácaliente… Pero ¿qué hacéis?

El maestro Jean había hechosaltar el madero y maniobraba en elcerrojo interior.

—¡No tengo derecho a quedarmeaquí! —dijo—. Es necesario que

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hable con esos locos.—¡Ni siquiera os escucharán! Os

matarán. ¡Sería como querer arengara una manada de cerdos!

Apartó al maestro Jean, lo obligóa retroceder y volvió a colocar eldispositivo en su lugar. Todo lo quepodían hacer era encerrarse condoble llave y esperar ayuda,deseando que aquellos pordioserosno vinieran a quemar la sala debocetos y la cabaña donde Jonathan ysus compañeros se habían encerradoprudentemente.

Vincent empezaba a guardar los

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esbozos en un cofre cuando unapiedra hizo volar la ventana enpedazos.

—No nos olvidan —dijo—.Saben que estamos aquí, vos y yo.

Los clamores estallaron delantede la cabaña y de la sala de bocetos,donde se había trasladado el gruesode los amotinados. El maestro Jeanreconoció al elevador de andamiospor su cara de bruto y su panadizo.Sujetaba una antorcha en una mano,una azuela en la otra y gritaba:

—¡No hay nada como el fuegopara hacer huir a las ratas! ¡Vamos a

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hacer salir a esos señoritos que setienen por Salomón y David!

La antorcha voló por la ventanarota a través de la habitación yaterrizó sobre la mesa de trabajotodavía llena de pergaminos, queempezaron a arder.

—¡Abrid la puerta! —gritóVincent, que se precipitó hacia lamesa para apagar las llamas—. De locontrario arderemos los dos.

—¡Avanzad! —gritó el elevadorde andamios—. Bailaréis connosotros. Vuestros amigos os esperanpara abrir el baile.

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—¡Marchaos, maestro! —gritóVincent—. Yo voy a intentar salvarlo que pueda de nuestros documentospor la ventana de atrás. Quizá selimitarán a haceros bailar.

El maestro Jean se tomó eltiempo de ponerse los guantes, deecharse— dignamente la capa negrasobre los hombros y de abrochárselabajo el cuello. Abrió la puerta a unacortina de fuego y humo. De pie en la.ibertura, inmóvil, con el peloflotando sobre los hombros, parecíaCristo frente a la multitud deJerusalén después del juicio del

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Sanedrín. Levantó la mano derecha yel rumor disminuyó.

—Haced de mí lo que mejor osplazca, pero os pido que dejéis enpaz a Jonathan y a sus «hermanos».

Era la primera vez que empleabaaquella palabra. Puso cierta ternura.Dio unos pasos y la multitudaulladora se cerró sobre él.

—¿Y el otro señorito? —preguntó el hombre del panadizo—.¿Dónde se esconde?

—Esta noche no está —afirmó elmaestro Jean.

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—¡Debe de estar en casa de esajudía! —exclamó una voz de mujer.

—¡O en casa de la puta delcoesrel —lanzó otra voz.

La mirada del maestro Jean secruzó con la de Jonathan, que habíasalido con sus compañeros para huirdel incendio y aguantaba con unabarra de elevación a los canallas quelo acosaban.

—¡Sabré encontraros! —exclamaba—. ¡Por los CuatroCoronados, os perderé!

—Tú eres el que está perdido —

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gritó el hombre del panadizo—.¡Buscad una cuerda sólida para esecerdo!

En el cobertizo adjunto a lacabaña, encontraron una cuerda decáñamo y la pasaron por el cuello deJonathan, después de haberlodesarmado. Se necesitaron cuatrohombres para tenerlo a raya ytodavía tenían problemas. Los demásse mantenían a distancia por laamenaza de despidos.

—¡Soltad a este hombre! —gritóel maestro Jean—. Si necesitáis unresponsable, aquí me tenéis.

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—Puedes decir que tienes suerte—dijo el elevador de andamios—.¡No tenemos nada para colgarte, bolade sebo, pero te haremos bailar lagiga!

Parecía tener idea de danza,como si aquel motín no fuera otracosa que una fiesta salvaje. Mientrasla multitud arrastraba a losprisioneros hacia la hoguera central,unos hombres que blandían antorchasquemaron la cabaña de los albañilesy la sala de bocetos, que se pusierona arder como montones de paja. Elmaestro Jean se volvió, gritó el

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nombre de Vincent y se precipitóhacia allí, pero le retuvieron por lacapa y una docena de brazos lodominaron para mantenerlo apartado.

Jonathan y sus compañeros sólooponían la resistencia necesaria paraganar tiempo en espera de que lapatrulla trajera refuerzos y los dispu— siéra alrededor de la obra. Lespidieron que se quitaran la camisa ylos pantalones y que se movieran sinprisas. Cuando no tuvieron nadaencima, llegaron unas mujeres riendoa carcajadas y les tomaron de lamano para inducirlos a bailar.

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Habían subido al maestro Jean sobreun montón de piedras escuadradas,con un manojo de hierba en la mano yun viejo sombrero agujereado en lacabeza. Contemplaba la escena conindiferencia, con la esperanza de queVincent habría tenido tiempo deescapar y de salvar los documentosmás valiosos. La cabaña y la sala debocetos ya sólo se perfilaban en lasllamas por la masa incierta de susestructuras, en medio de las cuales,el tejado de bálago se había hundidorápidamente.

Se hacían circular pintas de vino,

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y la fiesta ganó en exuberancia y enferocidad. De vez en cuando, unasmanos empujaban violentamente aJonathan y a sus compañeros hacialas llamas de la hoguera, de las quese apartaban aullando para volver ala redonda, con la desagradablemúsica que el escocés hacía salir desu instrumento. Quemados por todaspartes, apenas se mantenían en pie.Con la punta de un compás, unamujer los obligaba a seguir elmovimiento.

La alerta estalló como unatormenta. Los hombres encargados de

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patrullar en los alrededores de laobra refluyeron corriendo hacia elcentro. Acababan de oír ruidos decascos y sonidos de trompas, yhabían distinguido, procedente de lacalle Neuve, el resplandor de unasantorchas. Fue la señal del pánico;después, la desbandada.

—¡Jonathan! —gritó el maestroJean—. Tú y tus hombres, agrupaosdetrás de mí.

Se quitó el sombrero, lo echó alfuego con su cetro de paja y saltó desu montículo. En el reflujo generalhacia las vallas y las puertas

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laterales, los ignoraron. Los jinetessólo encontraron ante ellos a los quehuían y los atraparon por los bajosde los pantalones en el momento enque escalaban las vallas; tambiéncogieron a algunas mujeres, que sedejaron capturar sin oponerresistencia. Los que se enfrentaron aellos lueron golpeados por el sablesin piedad.

—¿Quién sois? —preguntó uncapitán saltando del caballo—. ¿Yqué hacéis con este atuendo?

El maestro Jean dejó queJonathan rindiera cuentas y se dirigió

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corriendo hacia los restos de la salade bocetos llamando a Vincent.Terminó por descubrirlo en mediodel callejón, temblando de miedo ycon la ropa quemada, tendido sobreel cobre que había podido salvar delsiniestro.

—¡No me toquéis, maestro, os loruego!

—El peligro ha pasado. ¿Puedeslevantarte?

Vincent se enderezó y se levantólentamente. Estaba cubierto dequemaduras bajo los andrajosconsumidos. Una vigueta le había

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herido la cabeza al hundirse.—Se ha evitado lo peor —dijo

—. Mi cofre y mis esbozos estánaquí.

Se desplomó entre los brazos delmaestro Jean, que lo sacó delcallejón y lo instaló contra unmontículo de piedras escuadradas.Llegaron los conversos del cabildocon cubos de agua. El maestro Jeanles pidió camillas; las fueron abuscar al hospital.

—Tengo sed —dijo Vincent.El maestro Jean le dio de beber

el vino que quedaba en un búcaro

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abandonado por los que huían.—Te acompañaré —dijo—. Tus

quemaduras no son más graves quelas de los compañeros de Jonathan;el herrero ha sido el peor parado, sucara no es más que una herida;seguramente se quedará ciego. —Entonces, tras un suspiro, añadió—:Tendría que haber que desconfiado.Esta noche había signos inquietantesen el cielo…

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4Los siete del hospital

Texto. Vincent hacía apenas undía que estaba en el hospital y ya sepreguntaba cómo podría escapar deallí.

Lo habían colocado con otrossiete grandes quemados en ungigantesco jergón, todavía húmedopor las deyecciones de los cadáveresque los habían precedido. Aquelaflujo masivo de heridos habíaalterado, en plena noche, la rutina del

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establecimiento. Había sidonecesario buscar urgentemente lugary transportar a los enfermos y losancianos al sótano. El cabildo, quetenía mucha influencia sobre laadministración, había ordenadobuscar lugar prioritariamente paralas víctimas elei motín y queprocuraran que estuvieranconstantemente bien cuidados yatendidos.

La atmósfera era insoportable.Primero el olor (el de la orina, losexcrementos, la sangre, el sudor);después el ruido (gemidos de

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enfermos y agonizantes que, de vezen cuando, tanto de día como denoche, alcanzaban paroxismosinsoportables, ásperas discusionesentre los dos canónigos encargadosde la administración o entre loshermanos conversos y los sirvientes).

—Dejadme salir —implorabaVincent—. ¡Mirad! No tengo nada yme curaré muy bien en casa.

Estaba tumbado entre Jonathan,que no había sido demasiadomaltratado aquella noche, y un jovenescultor enclenque que no dejaba degemir y que encontró tieso y frío al

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día siguiente, con la mano inerteapretando la suya con tanta fuerzaque le costó liberarse.

—Os vamos a curar como a ungran señor —le dijo una matrona conla cara cubierta de verrugas—. ElRey ha preguntado por vos y quizásos haga una visita.

¡Fuego contra fuego! Los oblatoshabían limpiado las quemaduras convinagre, en medio de un concierto degritos. Con un aspecto goloso, lamatrona de las verrugas les habíamostrado un gran jarrito de tierra quecontenía agua de nieve recogida el

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invierno anterior y conservadacuidadosamente; era un remedioexcelente contra las quemaduras,mejor todavía que la leche de vacahervida y dejada enfriar que seempleaba para la gente común.

—Mi madre —dijo Vincent—empleaba cuescos de lobo picados osimplemente polvo de maderacarcomida. Para las quemaduraspequeñas, un pétalo de azucenamacerado en aceite. Tambiénrecitaba una plegaria.

—¡Remedios de brujas! —decretó la mujer de las verrugas—.

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El agua de nieve es más eficaz.—¡Es cierto! —exclamó Vincent

—. Ya estoy curado.—¡Vaya, vaya! A mí me parece

que necesitas un tratamiento de almenos una semana. Lo mismo que elgordo que tienes al lado y que memira con ojos de lobo dispuesto adevorar a su presa.

—¿Qué son esos gritos, allíabajo? —preguntó Vincent.

—Son ruidos muy ordinarios.Muere mucha gente en esta casa y lasagonías no siempre son discretas.

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Cuando volvió la espalda,Jonathan le dijo a Vincent:

—Yo sé lo que sé; enfermos deerisipela gangrenosa que estáncurando de una manera extraña. Losatan a un caballete y les arrancan elmiembro enfermo con una cuerda yuna polea. A veces, salvan a alguno,por milagro.

Vincent se santiguó.—Si ella se cree que aceptaré

quedarme aquí sin hacer nada unasemana…

—¡Y yo qué! —dijo Jonathan—.

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Tendríamos que salir discretamente,pero las puertas están muy bienguardadas. Sólo a los muertos no lespiden su salvoconducto, peroencontraremos la manera.

Por la tarde, recibieron la visitade Nicolas Giboin, uno de lospiadosos burgueses de París quecompraban a precio de oro alcabildo de Notre Dame indulgenciasde las que debían tener las arcasllenas. Les habló como a soldadossupervivientes de una batalla y lesdio una moneda de oro a cada uno.Poco después de la hora de vísperas,

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alguien llamado Absalón, abad deSaint Victor, llegó en nombre delRey con los mejores deseos de lafamilia real y los suyos propios porsu recuperación. Traía una carretadade paja.

—¡Paja! —exclamó Jonathan—.Es un producto que no me gustademasiado. Huevos o tocino seríanmucho mejor.

—Hijo mío —dijo el abad,locuaz—, no se trata de una pajaordinaria. Ésta se utilizó en inviernopasado para atenuar el frío de losparqués en las dependencias del

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reales. La retiraron en Pascua enespera de entregarla al hospital delos Pobres Estudiantes. Por la graciareal, se os ha destinado. Laextenderemos por esta sala. De estaforma, el parqué perderá un poco suolor detestable. ¡Alabado sea nuestroamable soberano, mis valientes!

—Alabado sea —respondieronlos seis quemados.

Para calmar el fuego nocturno,les aplicaron, una vez llegada lanoche, emplastos de miel y les dieronde beber un caldo ligero. Pasaronuna noche tranquila. Al alba, el

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herrero se levantó y creyeron que ibaa orinar. Emitió un aullido terrible ycayó sobre la paja como un árboltalado. Esto proporcionaba una plazamás. Era un muerto muy limpio ydiscreto; había tenido el buen gustode no vaciarse en la cama.

El maestro Jean fue el primero envisitarlos durante el día. A pesar delcalor, se había puesto ropa nueva ysu capa negra.

—¡Qué buena paja! —dijo—. Oscuidan bien…

—Es la paja del Rey —dijo conorgullo Vincent—. Estáis andando

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sobre las huellas de nuestro amablesoberano, como dijo el abadAbsalón. Espero que seáis sensible aeste honor. ¿Cuándo nos van aliberar?

—En cuanto el Rey os hayavisitado, dentro de tres o cuatro días.Tened paciencia. No hay ningunaprisa y al parecer no soisdesgraciados. —Entonces, inclinadohacia Vincent, añadió con airemisterioso—: «Han» venido a sabernoticias tuyas. La higuera empieza adar sus frutos y «desean» quevuelvas pronto para verlos madurar.

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Esta misión que me han confiado nome gusta demasiado, pero tenía quecumplir mi promesa.

Vincent sintió unos deseosardientes. Pasaría cerca de unasemana antes de volver a encontrar,en la habitación alta de la calleFiguier,2* la epidermis satinada ysuave de Tiphaine; ¡ella le haríaolvidar la corteza rugosa deJonathan, que se frotaba contra él ensu sueño!

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—Amigos míos —continuó elmaestro Jean—, hemos empezado aponer orden en la obra. Deberehacerse todo. El cabildo de Sensha aceptado de mala gana prestarnosunos compañeros. Llegan hoy y lospondremos a trabajar sin demora. Elresto de la mano de obra necesariavendrá de los regulares, conversos yoblatos, que saben tanto montar unandamiaje y aparejar un marco comodecir misa.

—¿Y los amotinados? —preguntó un quemado.

—El elevador de andamios y el

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escocés han sido colgados sin juicioen el patíbulo del obispo, que hacíatiempo que no se utilizaba. Murieroncuatro en la batalla con la patrulla.Los demás, una docena, de oídosdemasiado complacientes, serándesorejados en la plaza de la Croixdu Tranchoir o colgados después deljuicio del provisor del cabildo en elpatíbulo episcopal de Saint Cloud.

—Me parecen muy severos conellos —dijo Jonathan—. Habíanbebido. Son unos desgraciados quese ponen a bailar a la menor brisacomo hojas muertas. Un mes de

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prisión en la torre del obispo habríasido suficiente.

2. «Figuier» significa «higuera»

en francés. (N. déla T.)—¡Soncriminales! —zanjó el maestro Jean—. Se merecen doblemente su pena,por haber profanado un lugar santo ypor haber participado con totalconciencia en el motín. Si mehubieran escuchado, todos, hombresy mujeres, habrían sido enviados sinjuicio a la escala de justicia.

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Y se veía claramente que nobromeaba.

El Rey llegó el día indicado. Le

costaba caminar a causa de la caderatorcida. En la nariz y la boca, lehabían fijado una pieza de telaimpregnada con alcanfor, por temor aque atrapara alguna enfermedad.Estaba muy pálido, con ojos depárpados tumefactos debido a lasvelas en la capilla. Mandó distribuir

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vino de su bodega y monedas de orode su cofre, pero no abrió la bocapor temor a absorber algún humorvolátil. Uno de sus consejeros, unclérigo muy rosado, tomó la palabraen su lugar para alabar al Señor porhaber llevado a buen puerto lacuración de los quemados.

—¡Y ahora —dijo alegrementeJonathan, una vez terminada la visita—, la libertad!

—¡Tú, muchacho —dijo lamatrona de las verrugas—, cierra elpico! Tendrás que esperar hasta eldomingo y la misa de acción de

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gracias que nuestro capellán dirá envuestro honor. Hasta entonces,manteneos tranquilos, sobre todo tú,glotón. Los oblatos se quejan de tusconstantes viajes a la cocina y de tusmovimientos. ¿Habéis perdido larazón, todos? ¿Queréis que osencierre con los locos, en el lazareto,en el fondo del huerto?

Estuvieron tranquilos todo aquelviernes. Al caer la noche, una vezpasada la primera ronda, se pusieronla camisa, acostaron a uno de loscompañeros, el menos grave, en unacamilla y lo llevaron hasta la

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entrada.—¿Quiénes sois? ¿Adonde vais?

—preguntó el guarda.—A la morgue —dijo Vincent—.

Este cadáver empieza a oler mal.—Pasad —dijo el guarda—,

¡pero volved deprisa!Cuando llegaron al patio,

tropezaron con un «cancerbero» queles puso problemas para dejarlosllegar a la morgue.

—¡Muy bien! —dijo Jonathan—.Te dejamos el fiambre aquí. Quepases una buena noche. Nosotros

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regresamos a nuestro jergón. Si hueledemasiado, lo arrastras hasta lamorgue.

El cancerbero fue a buscar ayudamientras los dos fugitivos seretiraban cerca del portillo. Cuandola vía estuvo libre, se precipitaron,sacudieron el hombro del muerto yescalaron como un solo hombre elmuro, que no era muy alto.

La noche desprendía todos losolores de la libertad.

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—¡Ay! —exclamó Vincent—.

Todavía me duele. Aquí, aquí y lacabeza también. Ten cuidado.

—Pero lo esencial está bien yfunciona de maravilla —dijoTiphaine riendo—. ¡Qué ganas teníasde mí!

Había regresado al alba y habíalanzado un grito al verlo tendidosobre toda la anchura del jergón,descuartizado como un pájaro herido,con los emplastos de miel queempezaban a deshacerse. Habíabebido unos búcaros de vino con sus

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compañeros, que se habían retirado ala habitación vecina utilizada comotrastero, que llenaban con susronquidos. Se desnudó y se tendiócerca de él sin que se despertara.Ahora la ventana estaba llena depalomas; el cielo del alba rebosabanubes rosadas.

—No te muevas —le dijo en unsusurro.

El olor recuperado de aquelcuerpo ahuyentó los que le quedabanen la nariz. Tiphaine tenía aquel olorcansado del final de las nochespasadas siguiendo al coesre en sus

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vagabundeos penosos. Su cuerpo selevantaba y bajaba sobre el de suamante y exhalaba cada vez unaoleada de amor. Lo había echado demenos; sobre todo de madrugada,cuando regresaba y se encontrabasola. No la había tocado ningúnhombre en su ausencia y nunca latocaría ninguno mientras él estuvieraallí… Terminaba sus frasecillas conbufidos de placer que venían de lomás profundo de sí misma, deaquellas cavernas de carne torturadade placer que sentía moversealrededor de su sexo como un mundo

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en fusión.—Creí que habías muerto —dijo

echándose a un lado—. Corría elrumor de que habías desaparecido enel incendio y de que no habíanencontrado nada de ti. Después supeque te encontrabas en el hospital.Corrí a ver al maestro Jean como unaloca. Tenía que verte, ¡de inmediato!Me respondió que no podía hacernada por mí. Entonces fue cuando ledije que te contara esa historia de lahiguera. Ese hombre —añadió en vozbaja— me detesta. Si pudierasepararnos, lo haría sin dudar. ¿Por

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qué? ¡No nos das la misma parte deti, a él y a mí! ¡Yo no le robo nada aél ni a la obra!

—Se lo robas todo, porquequisiera que fuera todo para él. Noes hombre de medias tintas.

—Los principios virtuosos que legustaría que respetaras, ¿por qué nolos aplica a su propia conducta?Continúa viviendo en concubinatocon Clémence, con lo que viola lasreglas del cabildo. ¡Es un hipócrita!

—Las cosas no son tan sencillas.¡Si supieras cómo ha luchado contraella y contra él! Ha perdido la

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batalla y paga el precio de la derrotadedicándose en parte a la obra. Creeque ha perdido para siempre lapureza de corazón, pero estáconvencido de que yo la recuperaréalgún día.

Ella le cubrió el rostro con supecho. Con la punta de la lengua, élrecorrió el surco húmedo que habíaentre los senos. Como del hueco deuna caverna, oyó refunfuñar:

—Nadie podrá separarnos nunca.¡Si es necesario lucharé! «Tu»maestro Jean ignora de qué soycapaz. Y tú también lo ignoras. Ha

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conseguido separarte de tu judíaporque la consideraba más peligrosaque yo para tu carrera, pero yo noclaudicaré tan fácilmente como ella.¡Si un día te apartas de mí, te mataré!

No era la primera vez queabordaban este tema. Él la dejabahablar. Para evitar responder, hacíaver que se tomaba aquellas amenazasa laligera. Sin embargo, estabaseguro de que llegaría un día en quetendría que elegir.

Decidió dejar actuar al tiempo ymiró los higos que maduraban al sol.

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5Los corazones puros

Texto. Después de los motines,habían llegado a la obra, enviadospor abades y priores de la île deFrance, hermanos conversos yoblatos en número suficiente yincluso más.

Al verlos todas las mañanasrezando, se tenía la sensación de quese dedicarían a su tarea y realizaránproezas, si no milagros. Aparte dealgunos veteranos que habían

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participado en la construcción deestablecimientos conventuales yconocían algunos rudimentos de losdiferentes oficios, sólo podíanofrecer una buena voluntad ejemplarpero ineficaz, una conmovedoratorpeza y una resistencia física quese rompía ante las primeras pruebasdifíciles.

Los elevadores de andamiosprestados por el cabildo de Sens, encambio, habían hecho un excelentetrabajo en los mejores plazos; en unasemana, habían vuelto a edificar lascabañas, la sala de bocetos e incluso

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la cabaña particular de Vincent.La confusión empezó en cuanto

partieron.A veces, maestros talladores de

piedra, albañiles, carpinteros,herreros, picapedreros y otrospasaban, con su bastón en la mano ysu hatillo al hombro, para pedirtrabajo. Se les recibía comoenviados del Cielo y se poníaninmediatamente a la obra con ardor yvoluntad, porque se les pagaba bien.La mayoría se quedaban algo más deuna semana. Se les veía guardar susherramientas en el equipaje. Iban a

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ver al maestro Jean. No tenían nadaque decir sobre el salario, pero noestaban apo— yados y se enojabancon los religiosos que, no sólo notenían ninguna práctica en el oficio,sino que no proferían una palabra, envirtud de la ley de silencio a la queestaban sometidos.

El propio Jonathan había ido adespedir al maestro de obras,pretextando con aire incòmodo quenecesitaba cambiar de aires, verotros rostros diferentes de los deaquellos monjes que se santiguabancada vez que un compañero cantaba

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una canción picante o se desnudabapara meterse en una cubeta de agua.Quizá regresaría. Más tarde. Cuandose decidieran a contratar averdaderos obreros.

El verano pasó con mal humor,

tristeza e incomprensión.Unos después de otros, los

mejores elementos desertaban de laobra y los trabajos no avanzaban. Unjoven monje cayó rodando de la

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bóveda desde el segundo tramo, serompió la espalda al rebotar contrala plataforma y fue a estrellarse en elsuelo. Otro dejó caer la artesa delmortero que llevaba sobre la cabezadel picapedrero, que murió en elacto. Cada mañana, al levantarse, elmaestro Jean inspeccionaba el cielopara descubrir signos y se preguntabacon inquietud qué accidente seproduciría ahora.

El domingo de la PreciosaSangre, después del oficio queescuchó en la antigua basílica encompañía de Vincent, montó

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repentinamente en cólera contra símismo.

—¡Estoy ciego! ¡Soy uninconsciente!

¿Cómo era posible que nopensara antes en ello? Todo lo queocurría era por su culpa. ¡Todo! Lafalta de dinero en las arcas de lafábrica, el motín, los pequeñosdramas cotidianos, los accidentes, elmarasmo que reinaba siempre en laobra… ¿Cómo era posible que noreconociera los signos del cielo? Nose construye la casa de la Madre conlas manos sucias por el pecado. ¡Se

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miró las manos y le entraron ganas dequemárselas en un baño de cal, deaplastárselas con el yunque delherrero, tie clavárselas en el bancode los carpinteros!

Volvió su cólera contra Vincent.—Y tú no vales mucho más.

¡Todavía llevas encima el olor deesa puta!

Antes de que Vincent pudieraresponder, el maestro Jean seencerró en la sala de bocetos, dondehabía reconstruido mal que bien supequeño universo de trabajo ymeditación.

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Había tomado una decisión,renunciar a Clémence.

Ella lo esperaba, sobriamentevestida, con el rostro inquieto, lasmanos agitadas por temblores y losojos rojos de tristeza y furor. Desdeel contrafuerte de la vieja basílica enque se instalaba a veces para acecharla salida de Jean y precederlo lo másdiscretamente posible hasta sudomicilio, vio a Vincent franquear elgran pórtico, seriamente guardadodespués del motín. Estaba solo; ellatambién, porque había despedido a lasirvienta. Él se desvió hacia ella al

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verla hacer un signo.—Ha terminado —dijo entre

sollozos—. Todo ha terminado.Vincent le tomó la mano.—Quieres decir que tú y Jean…Ella asintió. Jean había estado

una semana sin dar señales de vida.Le había mandado notas. Sinresultado. En la última, amenazabacon montar un escándalo si no iba aexplicarse a lo largo del díasiguiente. Había ido.

—Si lo hubieras visto… Con lacabeza baja, incapaz de mirarme de

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frente, de encontrar las palabras. Ledi una bofetada. No reaccionó, a noser con lágrimas, como un niñosorprendido en una de sus travesuras.Ya no era necesario buscarexplicaciones. Le dije que habíacomprendido y se hundió. Me amaba,dijo. Nunca había amado a ningunamujer como a mí. ¡Ni siquiera a lapobre Sybille! ¡Nunca volvería ameterse en la cama de una mujer!Dijo que era su «castigo». ¿Por quéfalta?

Sacudió el hombro de Vincentcomo si lo considerara solidario de

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Jean.—A veces, tengo la sensación —

dijo— de que empieza a perder larazón. ¡Todas las dificultades por lasque atraviesa, según él, serían unaadvertencia del Cielo y estaríapagando el precio de sus pecados!¡Pre— tende que, mientras no hayarecuperado la pureza de corazón, irádando tumbos! Cuando me hablaba,se miraba las manos, las olía conasco. Intenté acercarme y tocarle,pero se apartó como si tuviera lapeste. Me dijo: «Es la última vez quenos vemos. ¡Adiós!». Cogió algunas

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ropas que tenía allí, documentos,esos famosos pliegos que trajo de susviajes a Jerusalén o no sé de dónde yme dejó todo su dinero. No sedecidía a partir. Parecía buscar unajustificación más plausible para estaruptura, un argumento irrefutable. Noencontró nada y fui yo la que le abrióla puerta. Lo oí sollozar en laescalera.

—¿Lo amas todavía?—Creo que nunca lo he amado

realmente. Al principio, quizá. Meinfundía respeto por su buen aspecto,la distinción de sus palabras, sus

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manos largas y blancas, su madurez.Poco a poco, terminé por no ver en élmás que a un hombre demasiadomaduro para mí, demasiado serio,demasiado ocupado con su «misiónterrenal», como él decía, con susresponsabilidades, con su fe,temblando ante la idea de que sedescubriera nuestra relación.Primero sentí piedad por él, despuéslo detesté… Desconfía de él.

—¿Por qué?—La pureza es un mal

contagioso. Si no tienes cuidado,terminarás como él, tú, que eres tan

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libre y tan vital. No parará hasta quete parezcas a él, sobre todo ahoraque pretende romper con el siglo.

—¿Obligarme a parecerme a él?¿Cómo podría?

—No puede obligarte, pero harátodo lo posible. Recuerda aquellacarta que me leíste: «Ya no nospertenecemos, Vincent. Sólo cuentala obra…» . —Después de unavacilación, la muchacha añadió—:¿Te has preguntado alguna vez lo quepudo realmente oponerse a tu unióncon Jacoba? ¿De dónde venían lasamenazas?

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—¿De Jean? Lo sabía.—Me lo confesó al principio de

nuestra relación… Yo estaba tanenamorada de él, ¡era una pobreloca!, que renuncié a ponerte enguardia contra sus maniobras. Llegóa convencerme de que tu vida debíaser un santuario al que ninguna mujerpudiera tener acceso. Utilizó estaspalabras. Ya dudaba de sí mismo yen cambio te colocaba por encima detodo. Le angustiaba que te dejarasarrastrar lejos de París por esa judía.No habría podido soportarlo.Eliminó a Jacoba. Hará lo mismo con

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Tiphaine, pero ella me preocupamenos. Se toma su tiempo porqueconsidera que es de esas pasionesque desaparecerán por sí mismas.

—¡Cómo debes de odiarlo paraconfesarme todo esto!

—Me gustaría saberle muerto.Aunque ya lo está en parte. Estáentrando en un mundo al que nadiepuede seguirle, un «mundo de piedray de cristal», como te escribía. Seperderá en él, porque no es lobastante fuerte para luchar contra losresiduos de pasión humana queencuentra al rascar en el fondo de sí

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mismo… Ese hombre no seconsolará nunca de no ser un santo.

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LIBRO VIII

«... Y ahora, maestro, ¿dóndeestoy? Miro esa primera baldosa depiedra colocada ante mí, como siacabara de caer del cielo. Giro a sualrededor, la acaricio con la miraday con la mano, la rasco con la uña.Es una hermosa piedra, la máshermosa de la île de France. Estoyante esa piedra caliza llegada poragua de Pontoise, cuyas canterashan servido a Suger para construirSaint Denis, como en presencia del

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propio cuerpo de Ana o de María.Tomo mis herramientas, mazo ycincel, retengo el aliento, obligo alcorazón a latir más despacio,reprimo el temblor de mis manos, esinútil. En mí, muy profundamente,algo negro y viscoso se opone a esteacto. Me santiguo, rezo y mearrepiento antes de tomar de nuevolas herramientas. Al primer mazazo,el cincel se desliza y la piedragrita; me araño los dedos. Extrañasensación la de rechazar a pesar deuno mismo el acto de creación o desentirse rechazado por la materia.

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No es la primera vez que siento estahostilidad, pero siempre es, despuésde un breve asalto de duda eimpotencia, una victoriarápidamente adquirida y que nadapuede poner en cuestión. Hoy, mesiento prisionero de una red depotencias negativas, atado a misdeudas y a mi incapacidad de llevara cabo el primer acto. Tendría quellamar a un destajista, hacerledesbastar el bloque según misinstrucciones, pero me niego. Estaprimera imagen será mi obra desdeel primer golpe de cincel hasta el

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último. Si Dios quiere que consigadar a este bloque la forma de mipensamiento y de mi plegaria,ninguna mano más que la mía lotocará y ninguna mirada lo rozará.He cerrado la puerta y el postigo,dejando la luz justa para notrabajar con la candela; cuandoabandone el trabajo, cubriré lapiedra con un trapo para que nadiepueda verla, para encontrar estavirginidad de la materia surgida delfondo de los tiempos y entregada auna nueva eternidad. Me sientocomo un niño en el momento de

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realizar su primer acto de hombre.Estoy a punto de renegar de mijuventud, de despojarme de ellacomo de una prenda mal ajustada,de pisotearla, y heme aquí desnudoal salir del vientre de mi madre,bañado por una nueva inocencia.Una fuente brota en mí por todaspartes, limpia mis humores, missuciedades, mis dudas, mispretensiones de espíritu y mislocuras de carne, me enfrenta sinpiedad a una nueva luz, a un albafría de invierno... Estoy solo y lo heolvidado todo y tengo que volver a

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aprenderlo todo. Perdonadme esaidea presuntuosa, maestro, perocreo que Dios debía de ser asícuando hizo salir al mundo delcaos, salvo que Él era Dios y yo nosoy más que su sombra, ni siquierael reflejo de su luz, m siquiera lasombra de su sombra, y de esa nadadebe salir una plegaria, un canto,una música y un sueño de piedra,algo que deberá hablar a loshombres por los siglos de los siglos,a pesar de que, dentro de muchotiempo, habrán olvidado mipresencia y hasta mi nombre.

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Admito que eso es lo que deseo.Acepto borrarme, dejar de mísolamente ese regalo anónimo aDios, a la Virgen y a los hombres.Toda firma es orgullo. La humildades la única firma verdadera paranosotros, hombres perdidos en ladivinidad. Pero si Dios meabandona, maestro, ¿qué va a ser demí? Heme aquí solo ante esta piedray todo lo que consigo extraer de míson lágrimas, plegarias y sudoresde angustia. »

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1Los últimos vínculos

Texto. Sólo triunfaba Pierre, elChantre.

¡No cantaba victoria, es cierto!Se encerraba en silencios testarudosque proclamaban elocuentemente quehabía sido profeta de razón, ¡pordesgracia!

El invierno había sido duro.Durante un mes entero, la île deFrance estuvo cubierta de nieve y elSena se mantuvo helado durante una

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semana, impidiendo la actividad delos molinos y privando a la capitalde su pan cotidiano. Las carretas deharina procedentes de las provinciasde alrededor llegaban raramente; pormás que las hicieran escoltar porhombres de armas, los convoyes eranatacados y robados durante elcamino, y todo lo que llegaba eranhordas arrastrando cargamentos demuertos y heridos, cuando llegaban.Cada noche, manadas de lobosmerodeaban por las afueras; se lesoía aullar delante de las puertas delos castilletes. Las distribuciones de

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víveres a los pobres habían cesado yel pan de mala harina se pagaba atres o cuatro veces su precio, cuandose encontraba.

Para Pierre, el Chantre, estabaclaro que aquella prueba era uncastigo del Cielo. El esplendor delas catedrales que crecían por todaspartes en el país era un insulto a lamiseria universal. Con la piedra máspequeña aparejada para una pared,con el tambor de columna o de pilarmás pequeño, una familia habríapodido vivir unos días. Con lo quecostaba una simple bóveda, se habría

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podido distribuir madera durante uninvierno a todos los hogaresmiserables de París. Lo que se teníapara ofrecer a Dios no eran más queaquellos montones de piedras; sinembargo, detrás de la montaña,agonizaba un pueblo herido.

Eso es lo que proclamaban lossilencios de Pierre, el Chantre, sussonrisas desengañadas, susencogimientos de hombros. Escribíaaquellos negros pensamientos día adía para una obra que preparaba, laSumma ecclesiastica: «Construiriglesias como estas que se ven en

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nuestros días es un pecado. Cristo,que es la cabeza de su Iglesia, es máshumilde que su propia Iglesia…Como siempre, se satisface estapasión, construir. ..». Echaba pestestambién contra el palacio que elobispo había hecho construir almismo tiempo que Notre Dame.

El castigo del Cielo superó susprevisiones.

Hubo que parar la obra durantetodo un año. A pesar de laspeticiones del obispo Maurice al Reyy a los grandes personajes del reino,a los templarios que negaban el

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menor préstamo sobre los bienes delcabildo, a los burgueses que habíanhecho negocios desastrosos y a losque había afectado el invierno, lasarcas de la fábrica estaban vacías. Yla judería hacía oídos sordos.

El cabildo había decididocontinuar pagando a Vincent y aalgunos otros compañeros talladoresde piedra para no cerrarcompletamente la obra y no dar laimpresión de renunciar a continuarlos trabajos.

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El maestro Jean, de regreso del

Languedoc, permaneció brevementeen París, después de una larga pausaen Périgueux, donde acababan determinar la catedral de Saint Frontcon curiosas cúpulas bizantinas.

—No me quedaré en París —dijo—. El cabildo no puede renovarmeel contrato, al menos para este año.Pero volveré, porque me sientodemasiado apegado a esta obra y aesta ciudad a pesar de los penososrecuerdos que he dejado aquí. Memarcho hacia Inglaterra, donde las

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obras están en pleno apogeo. Mehabría gustado que me acompañaras.

Examinó el trabajo realizado porVincent.

—Es muy bueno —dijo—, perote queda mucho que aprender. Tefalta recorrer el mundo como hice yoantes de conocerte. Así es como seaprende.

Antes de emprender el peligrosoviaje al otro lado del canal, contabacon visitar las catedrales de Senlis yAutun, a las que se daban los últimostoques.

—Si continuamos a este ritmo —

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dijo mirando la obra desolada—,Notre Dame de París nunca seacabará o habrá que echar abajo loque se haya construido para edificaruna nueva catedral, en otra época queexigirá un nuevo estilo.

Estaba fascinado por lo que lehabían contado en Canterbury, dondetrabajaba su amigo Guillaume deSens, por los sacrificios del cabildo,que no dudaba en hacer cruzar el mara las barcazas encargadas de aquellahermosa piedra de Normandia, únicaen el mundo por su grano y su color.Aquí, en Francia, todo parecía

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precario; allí, todo parecía posible.Continuaba persiguiendo su viejosueño: construir una catedral en losbosques y las nieves de Esclavonia,pero en el fondo no se hacíademasiadas ilusiones, estabademasiado unido a Notre Dame para«desertar» —es la palabra queempleó— y no podía soportar losgrandes fríos.

—Hace tiempo que tenía ganasde hacer camino —dijo—. Ahora seme presenta la ocasión soñada.Tenías razón al reprocharme queviviera sobre mis experiencias

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pasadas. Una ciencia que no sealimenta de forma permanente de lospechos del mundo se esclerosa ymuere. Volveré con muchas ideas, yalo verás. Y el año próximo…

Cenaron juntos en un albergue dePont au Change, que daba al río. Lasaguas de color lila se arrugaban alpaso de los navios, algunos de loscuales llevaban una «T» en el cisnede Pierre Thibaud, el Rico. Unaintensa agitación reinaba río arriba,sobre el arenal donde el suegro deJean había instalado los almacenesmás amplios de París. Como burgués

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importante, lo recibían en la corte,donde actuaba, con otros, comoconsejero del Rey.

El maestro Jean visitó a Sybilleal regresar.

—Es la última vez —dijovolviendo a servirse vino fresco—.Sybille no ha podido levantarse paravernos, a Robin y a mí. Sólo tienemuñones en lugar de manos y pies, notiene labios y es ciega. Es una muertaen vida. ¡Qué Dios la tenga lo antesposible en su santo Paraíso! Losenfermeros a los que he preguntadome han dicho que vivía su última

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primavera. Así acabará su calvario.Una brisa cargada de olores del

río y de primavera hizo vacilar lallama de la candela. Casi no habíancomido nada, pero habían bebidomucho. En el arco del templo, en elGrand Pont, unos estudiantesmontaban mucho jaleo; celebrabancon una procesión báquica laascensión de uno de los suyos a lamaestría.

«No me hablará de Clémence, ysin embargo, se muere de ganas. ¿Porqué no se atreve? ¿Qué teme?»,pensaba Vincent. Puso la mano sobre

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el brazo del maestro Jean.—¿Habéis visto a Clémence?El maestro Jean cerró los ojos.

Su rostro se crispó.—Clémence… Quisiera

olvidarla, pero no puedo. Es mi lepray me roe en lo más profundo. Nadasirve, ni las plegarias ni lasmortificaciones. Durante estos díasen París, he evitado pasearme por loslugares a los que ella ibahabitualmente. —Dirigió a Vincentuna mirada interrogadora—. Sinduda me ha olvidado.

—No, maestro. Os detesta, ¡eso

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sí! Incluso me ha dicho que deseavuestra muerte. Es la prueba de quela habéis marcado y de que bastaríaun gesto por vuestra parte…

—¡No haré ese gesto! —protestóel maestro Jean—. Ahora, la únicamujer que reina en mis pensamientoses la Virgen María, porque es laúnica digna de amor. Tú y yo noestamos hechos para los amoresterrenales. Cuando veas a Clémence,dile… No, no le digas nada.Conviene que intente olvidarmecomo hago yo. —Suspiró, apartandocon la mano las migajas repartidas

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por la mesa—: La pureza, Vincent, lapureza es nuestro dominio.

No hablaron de Tiphaine, pero supresencia estaba entre ellos como unvelo cargado de olores que losrozaba en un aliento de brisa.

Como Jean, Vincent llevaba sucombate secreto. Desde que habíaempezado la primera estatua de supórtico —la de la Virgen—,espaciaba cada vez más sus visitas ala calle Figuier.

Sus días transcurrían en lacabaña sobrecalentada. Era unaespecie de fiesta dolorosa. Durante

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una semana, después de haber pasadouna parte del inviernoreconstituyendo el conjunto de suproyecto gracias a los esquemas quehabía arrancado al incendio, Vincenthabía estado frente a frente con supiedra caliza, girando a su alrededorsin decidirse, sin encontrar losmovimientos más sencillos de la tallade imágenes.

Una noche, saltó bruscamentefuera de la cama, encendió unacandela y liberó la piedra de su velo.Las herramientas estaban al alcancede la mano. Atacó el bloque con

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firmeza y decisión, haciendo volarfragmentos, sin referencia a sumodelo. Por la mañana, las primeraslíneas de fuerza surgían de la piedra.Agotado, incapaz de mantener losojos abiertos, se arrastró hacia eljergón y durmió hasta mediodía. Aldespertar, con el hambre en labarriga, se quedó pasmado ante elbloque labrado y se preguntó si habíasido realmente él quien habíaefectuado aquel trabajo. No seacordaba de nada. Sólo al extenderlas manos, crispadas y rojas en loslugares que habían sujetado las

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herramientas, comprendió.Respiró profundamente. Todo en

él era fuerza, serenidad, luz. Pusoalegremente manos a la obra despuésde comer un pedazo de pan y beberagua. Su mano estaba segura, sugolpe de cincel era preciso y sumirada se dirigía a las profundidadesde la materia para buscar la formaideal.

Sólo por la tarde comprendió queera domingo y que se había saltado eloficio de la mañana en la viejabasílica. Poco después, cuandotapaba la obra y se disponía a acudir

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a vísperas, Gautier Barbedor fue ainteresarse por su salud. Vincent seexcusó por su ausencia en la misamayor y prometió hacer penitencia.

—¿Puedo recordaros —le dijo elprior— que vuestra vida debe ser unmodelo de decencia? ¿Dónde habéispasado la noche? Esta palidez, estosojos derrotados… ¡Ni siquiera oshabéis lavado! Os sangran las manos.¿Os habéis peleado?

Vincent le explicó las razones desu olvido.

—Perdonadme —dijo Barbedor,confuso—. Acudid al oficio de

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vísperas, puesto que lo habéisdecidido, pero después descansad.¿Cuándo podré ver la obra?

—En cuanto esté acabada, señorprior. No la mostraré antes a nadie.Seréis el primero. Mientras no estéterminada, sólo me pertenecerá a mí.

Después de las vísperas,Barbedor hizo que le llevaran aVincent un capón asado y vinoofrecido por el obispo Maurice, conunas palabras de cumplido. Vincenthizo honor a la comida.

Como la noche prometía serlarga, decidió ir a callejear por los

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alrededores del palacio, esperandorecoger noticias del Rey, que decíanque ya no salía de su habitación.Franqueó el Grand Pont, donde elanochecer hacía surgir músicas,canciones y danzas que estremecíanel piso de madera. En el otro ladodel río, no brillaba ninguna luz en lasventanas de Jacoba y su corazón sesobrecogió al pensar que quizáshabía abandonado París. Aquelpensamiento lo persiguió en elcamino de retorno y tuvo que hacerun esfuerzo para no pasar por laPetite Madian.

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Al regresar a su cabaña, recordóde repente que tenía una cita conTiphaine y que debía de esperarledesde hacía mucho rato. Ya habíafaltado a dos citas durante la semana,sin avisar y sin excusarse, pero,como ella se había acostumbrado asus caprichos e irregularidades, no lohabía reprendido.

Vincent durmió mal aquella

noche de calor bochornoso. Daba

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vueltas y más vueltas en la cama, confuego en el vientre, la cabeza llenade imágenes de carne redonda ysuave, movimientos de oleada porencima de él y gemidos y gritossordos en el oído. Se puso derodillas para rezar, pero renunció; nose invoca la intercesión de la Virgencon un sexo insolentemente rígido ysudores de amor en el cuerpo.

Se levantó, se lavó rápidamente yse dirigió a la calle Figuier, con unsalvoconducto del prebostazgo en elbolsillo.

La habitación estaba desierta,

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pero sabía dónde encontrar a Tiphai— ne. El domingo por la noche,había fiesta en el «palacio» deSimon, la Paloma. Cruzó toda latruhanería, fue detenido en cadaesquina por putas, rufianes o agentesdel coesre y llegó en plena fiesta. Secelebraba la llegada de un tal JehanBarbe al título de rey de los ribaldosen la administración palatina, unpuesto muy oficial que convertía auno de los lugartenientes del coesreque mejor conocía los lugaresoscuros de la capital en una especiede oficial real.

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Tiphaine estaba sentada en unpeldaño del «trono», que ocupaba sutío. El anciano no había cambiado.Sólo se distinguía de su cara, bajo elsombrero de anchas alas lleno demedallas, un bezo húmedo en unamata de barba gris. Seguía teniendoalrededor de su enorme panza elcinturón de cuchillos y sobre elhombro una paloma blanca, quehabía sustituido a Así sea.

Tiphaine indicó a Vincent unlugar a su lado y actuó como si lohubiera visto la víspera. Él intentóexplicarle las razones de sus

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ausencias, pero ella lo hizo callarcon un movimiento.

—Estás aquí. Es lo esencial. —Ella le cogió la mano y la apretócontra su vientre—. ¿Sientes lasganas que tengo de ti? ¿Lo sientes,di?

Esperó a que acabara la danza degitanos y le susurró en el hueco deloído:

—Ahora, vamos a casa.

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El verano pesaba en el barrioabandonado, triste y solemne comoun cementerio.

Ya no había guardias, pues lasherramientas estaban guardadas y lascabañas cerradas en su mayoría. Sehabía convertido en un refugio de losmendigos sin casa, los perrosvagabundos y las prostitutas. Crecíanhierbas salvajes, con algunas florestímidas. A veces, por la noche, a lahora en que Vincent se marchaba desu cabaña, con los miembrosentumecidos y los ojos cansados, seencendían fuegos alimentados por

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residuos sobre los que se cocinabanabominables caldos.

Cerca de una de estas hogueras,una noche de julio, Vincentreconoció a André Jacquemin.Estaba delgado como un lobo, con lacara enmarañada por una barbaamarilla y la mirada ausente. En susandrajos de pobre, había acumuladojoyas irrisorias, collares hechos derestos de cristales de colores,perifollos de madera y de metal,medallas santas. André no lereconoció. Estaba demasiadoocupado asando en un palo una rata

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desollada.—¿No te acuerdas de mí? —le

dijo Vincent—. Soy tu amigo VincentPasquier. ¿Quieres pan y vino?

Jacquemin se enderezóbruscamente, levantó los brazoscomo para hacer una invocación y sepuso a bailar haciendo tintinear susjoyas, sin apartar la vista de Vincent,como si esperara que lo echara.Después tendió la mano, en la queVincent depositó una moneda.

—Veo que conservas tu buenhumor, André. Pero ¿has renunciadoa la Ciudad del Amor, a Platón, a tu

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gran sueño?Jacquemin había vuelto a su

asado, que empezaba a quemarse. Sehabía olvidado de todo. Expulsadodel recinto y del sarcófago que leservía de abrigo, erraba de lechoimprovisado a hospicio, mendigandoel pan en la Cour de Mai y en lapuerta de las iglesias, arrastrando suschanclas podridas por lastruhanerías, donde aceptaba dejarsezurrar en público por unos denarios.Lo había perdido todo, incluso larazón.

Vincent le dio lo que le quedaba

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de pan, queso y vino. Jacquemin casise lo arrancó de las manos y lo hizodesaparecer en unas alforjascolgadas de su pecho. Vincent lo oyómurmurar:

—¡Y alrededor del templo de lafe, un gran jardín con fuentes, casascon columnas, calles en estrella y, alfinal de estas calles, jardines,muchos jardines!

Casi aullaba. Se apartó hacia ellado de la fragua, donde habíaestablecido refugio para una o dosnoches, y se volvió para gritaralgunas diatribas incoherentes.

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La obra sólo se poblaba denoche. El resto del tiempo, era undesierto. Cada día era como undomingo de antaño, salvo porque sehabían desmontado los andamiajes yla construcción se parecía cada vezmás a una ruina que a un edificioinacabado. Las gigantescas patas dearaña de las ojivas cruzadas sóloencerraban vacío y silencio entre suspinzas. Los dos primeros tramos delcoro se cerraban como dos manosque se juntan para la plegaria, perono subía, al pasear por allí, más queel eco de los pasos y las estridencias

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de los vencejos. No se habíandignado quitar el estiércol, queprotegía la parte alta de los muros enconstrucción del hielo del invierno, yrezumaban regueros parduscos.Mazacotes de mortero seco formabanislotes en medio de la hierba salvaje.En la base de los muros quegoteaban, entre amasijos de morrillossin usar, se instalaban capas de paja,donde las putas se tumbaban por unosdenarios o un pedazo de pan. Seveían correr las ratas por la partebaja de las murallas y detenerse paraalisarse tranquilamente los bigotes.

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El otoño terminó sin que el

maestro Jean diera señales de vida.Vincent se dijo que no regresaría

y sustituiría en la obra de Canterburyal maestro de obras Guillaume deSens, que decían que se había rotolos huesos al caer de arriba de unaplataforma. «Si no ha regresado eldomingo del Rosario, iré a verlo»,pensaba Vincent. Estaba cada vezmás convencido de que su existencia

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estaba ligada a la del que se habíaconvertido en su compañero y suamigo sin dejar de ser su maestro ysu modelo. Más allá de susdisensiones, se unían en una alianzamás fuerte que el amor y que teníasus raíces en la propia obra.

El maestro Jean llegó a pie, unosdías antes del Rosario, reventado,empapado por la lluvia, tiritando,hambriento. Los pordioseros lehabían quitado el dinero y le habíanrobado el caballo. Fue a buscar eldinero que había depositado en casade un judío del Pont au Change, se

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vistió bien, compró una nuevamontura y dio noticias de Guillaumede Sens; a pesar del accidente quehabía estado a punto de costarle lavida, el maestro de obras habíaretomado la dirección de la obra.

Apenas se dignó informarsesobre el trabajo de Vincent yrecorrió la obra de Notre Dame sindecir una palabra, con los hombroscaídos.

—Me marcho hacia el Languedoc—dijo—, y esta vez no sé si volveré...

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2Luz de Navidad

Texto. Habían llamadosuavemente a la puerta, estabaseguro, sin embargo, cansado por unaintensa jornada de trabajo, no habíatenido fuerzas para levantarse. Pensóque debía de ser una rata, un perro oincluso uno de aquellos pordioserosque tomaban la obra como unatruhanería cualquiera.

Cuando se levantó con el sol, nopensó más en ello, pero cuando abrió

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la puerta para que saliera el humo dela estufa, fue lo primero que vio.

El hombre había muerto pegado ala puerta, doblado sobre sí mismocomo un feto, con los brazoscruzados y las manos bajo las axilas.Vincent pensó que sería uno deaquellos vagabundos que llegaban amenudo a mendigar un poco de calory amistad. Se disponía a avisar alcriado del cabildo que atravesaba laobra cuando se le ocurrió descubrirla cara del cadáver, oculta por unacapucha.

Reconoció a su padre, Thomas

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Pasquier.—Me reprocharé toda la vida —

le dijo a Clémence, a la que fue a vera su casa unas horas más tarde— nohaberlo ayudado en la miseria yasistido en la muerte.

—Yo también me lo reprocho —dijo Clémence—, pero hay que serrazonable; nuestro padre no era deesos hombres a los que es fácilayudar. Se dejó pervertir por laciudad y nunca tuvo el valor ni lavoluntadde resistir a las tentaciones.Era un ser débil y nosotros nuncatuvimos la fuerza suficiente para

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asistirlo.Vincent consiguió, no sin

problemas, que el cuerpo fuerainhumado en el cementerio delmonasterio, en la zona reservada alos servidores del cabildo.

En el cuchitril que su padre habíaelegido por domicilio, Clémencedescubrió un tesoro de pobre: elcuchillo de mango de madera del queno se había separado desde supartida de Limusín y con el quedecía, cuando todavía se encontrabaen su arpende de tierra, que cortaríala garganta del barón; una moneda de

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su primera paga, cuando trabajaba enlos cimientos de la catedral; losdientes de leche de Vincent y deClémence, agujereados y atados conun hilo; una pulsera de plata quehabía debido de robar; una pequeñacruz de boj que había tallado élmismo, pues, a pesar de la vidadisoluta que había llevado, era unhombre de fe. Quedaban algunasprendas de vestir podridas que olíana cadáver y que Vincent echó alfuego.

—Y ahora —dijo Clémence—estamos solos, tú y yo. Niños

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perdidos; tú sin fe, y yo…Clémence no quería hablar de

Jean, parecía que había muerto paraella. Hacía unos meses quecompartía su existencia con unopulento burgués de Saint Magloire,Evrard, el Negro. Aquel negociantehabía hecho fortuna comprando abajo precio la fruta y la verdura delos conventos y abadías de París yvendiéndolas a precio alto en lospuestos de Champeaux, donde habíaterminado por abrir una tienda ydespués un almacén, en la calle de laCossonnerie, frente al mercado del

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trigo. Era generoso, pero no pródigo,celoso pero sin pasión, asiduo perosin prisas. Gracias a él, Clémencehabía podido conservar ladependencia donde Jean la habíainstalado no hacía mucho y que ellahabía arreglado con gusto.

—¿Eres feliz, ahora? —lepreguntó Vincent.

No era ni feliz ni desgraciada.Vivía procurando escapar a lastrampas de la pasión.

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A los doce años, Robin era un

muchacho muy despierto. Correteabapor París, excepto después de laqueda, y salvo por algunos barriosque le estaban prohibidos; a menudosolo, a veces acompañado por chicosy chicas de su edad.

Vincent se lo había encontradovarias veces al salir de la casa de Ti— phaine, en la calle Figuier. Ibacon su familia a los baños eldomingo, no a los de la calle Jardins,donde sólo iban chicas de vidaalegre o lo peor de la Cour des

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Miracles, sino a los de la calleGrenier sur l'Eau, situados cerca dela antigua casa de Jeanne Bigue. Allíse encontraban para aquel placer lasbuenas familias de los barriospopulosos de Saint Paul y SaintGervais.

La sirvienta iba delante, con lastoallas, el jabón duro y el aguaperfumada en un cesto apoyado en lacadera. El maestro Thibaud ibadetrás, con su vientre redondodelante, levantando el bajo de sutúnica al cruzar las zonas pantanosas,los charcos de barro y los

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excrementos de cerdo. Lo seguíaBernarde, que sujetaba con las dosmanos los bultos de su ropa; después,sus hijos, que estaban al cuidado deun sirviente desde la muerte deHavoise, y tres o cuatro pequeñosbastardos que gastaban bromas yhacían muecas a los transeúntes.

La familia al completo pasabadespués directamente de los baños ala iglesia para la segunda misa deSaint Gervais, antes de ir a pasearpor el viejo mercado de Saint Jean,cerca de la puerta Baudoyer, dondevendían golosinas y pasteles.

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Cuando el tiempo era bueno,llegaban hasta Saint Étienne, cuyaplaza estaba invadida por losvendedores del pan destinado a lospobres; los puestos eran frecuentadospor jurados armados con bastones yque bromeaban con el reglamento.

A Robin le gustaba sobre todoescuchar las peroratas de un viejomonje piojoso de la Trinité auxÂnes, que contaba con gestos ymímica de menestral los Milagros deChartres.

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Robin se presentò en la obra un

sábado por la mañana, víspera delcuarto domingo de Adviento, tresdías antes de Navidad. Solo, con lasmanos a la espalda como el abueloThibaud. Educadamente, golpeó lapuerta de la cabaña y esperó larespuesta antes de entrar.

—Te conozco —le dijo Vincent—. Eres Robin, el hijo del maestroJean.

El muchacho había bajado lacabeza. Tenía signos de lágrimas enla mejilla.

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—¿Qué te trae por aquí?¿Noticias de tu padre?

—No, de mi madre. Ha muerto.Mi abuelo me envía para decíroslo.

Sybille… Vincent puso sobre lapiedra sus herramientas, que derepente se habían hecho muypesadas. Cubrió el esbozo con unamanta y puso las manos sobre elhombro del muchacho.

—Es preferible —dijo—. Estabamuerta hacía ya mucho tiempo.Ahora, está en el Cielo, y es feliz.¿Has rezado por su alma?

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Robin asintió. Una nueva lágrimase formaba en el hueco de suspárpados. Tenía las pupilas marronesde Sybille, su tez clara, su nariz finay su boca un poco gruesa, marcada enlas comisuras por una pequeñaarruga espiritual que podía dar atodo su rostro una expresión astuta.

—¿Habéis terminado vuestrotrabajo? —dijo.

Vincent pareció confuso. Era unamanía; cuando recibía una visita,ocultaba su obra, porque tolerabamal que la vieran con laimperfección de lo inacabado.

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—¿Es la Virgen del pórtico desanta Ana?

—No, es Gautier Barbedor. Nosabía cómo representarlo, pero heterminado por encontrar la actitudcorrecta; estará sentado en un bancoescribiendo en unas tablillas de cera.

—¿Esta hoja que está sobre lamesa es el dibujo? ¿Puedo verlo?

—Hasta puedes ver el esbozo.Después de todo, eres el hijo deJean.

Quitó la manta. Del magma dearistas blandas, de la piedra caliza

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clara y suave, surgía un rostro sinrasgos, de curvas inciertas, y el vagomovimiento de un personaje sentado.Una imagen borrosa en la quetodavía se marcaban los mordiscosdel cincel. Desprendía el agradableolor frío del polvo de piedra.

La mirada de Robin iba de laobra al hombre de elevada estatura yrostro ahogado por una barba de unasemana que empezaba a encanecer.Vincent parecía insensible al frío.Gotas de sudor perlaban incluso sussienes, en la punta del pelo. Los ojosse rodeaban de un rojo de fatiga.

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—¿Quieres ver mi Virgen? —preguntó Vincent—. Nadie la havisto acabada todavía, sólomonseñor Maurice y el prior. Era lapieza más difícil del pórtico. Hetenido que repetirla tres veces.Mírala y dime qué piensas de ella.

Vincent condujo a Robin hasta elfondo de la cabaña, desplazó conprecaución una barrera de tablas y laestatua apareció a la luz gris delinvierno, demasiado blanca,demasiado nueva. Tenía casi eltamaño humano. El niño Jesús quellevaba entre las rodillas parecía

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fundirse en su cuerpo.—Esta pieza no está totalmente

acabada —dijo Vincent—. La Virgenllevará en la mano el símbolo delpoder divino en forma de un cetro.Monseñor Maurice es de la opiniónde que debería flanquearla de doscolumnillas y coronar la escena conuna especie de frontón de templo.Primero me resistí un poco, porqueconsideraba que esta imagen bastabapor sí misma, pero creo que elobispo tiene razón. De esta manera,la presencia de la Virgen seresaltará. Las columnillas marcarán

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la frontera entre el mundo invisibledel misterio y el de nuestro tiempo.¿Te gusta? Tu padre, que la ha vistoacabada, la encontraba a su gusto,aunque un poco convencional.Esperaba «otra cosa» de mí, otracosa que sin duda el obispo y elprior habrían rechazado.

Robin se puso de rodillas ante laobra y rezó por su madre, cuyocalvario había terminado; por supadre, al que quizá no volvería a veren muchos años, y por aquel hombre,Vincent, que había dedicado su vidaa la catedral. Al levantarse,

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simplemente dijo:—Es bonita.—Será más bonita todavía

cuando los pintores le hayan dadocolor. Pondrán aquí azul ultramar,allí carmín y unos hilillos de oro enel vestido. Dejaré consignas, porqueestaré muerto cuando se pongan atrabajar. —Empujando a Robin porlos hombros, añadió—: Ahoramárchate. Necesito estar solo.Vuelve cuando quieras.

Robin regresó al cabo de unasemana con una tablilla de cera en unestuche atado a la cintura, que le

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golpeaba la cadera como un carcaj.Volvía de la escuela de canto deNotre Dame, una vieja capilla delmonasterio de los canónigos dondese enseñaba polifonía a los hijos delos burgueses y a los bastardos delos clérigos. Todavía tenía lagarganta llena de motetes cuando ledijo a Vincent:

—¿Vendrás a escucharmemañana en la misa de Navidad enSaint Étienne? Cantaré en el coro.

—¿Qué cantarás?—Himnos a la Virgen María.—¿Puedes cantarme uno?

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Robin no se hizo de rogar.Entonó con una voz un pocoàcida:zzOh, Virgen salvadora,Estrella del Mar, Tú que tienes porhijo al sol de equidad, Creador de laluz, Oh siempre Virgen, recibenuestra alabanza, Reina del Cielo…

—Muy bien—dijo Vincent—,pero ¿sabes qué es la fiesta deNavidad?

Tomó la capa de Robin cubiertade nieve centelleante, la sacudió y lapuso a secar cerca de la estufa, queacababa de llenar de turba. Sesentaron a ambos lados de una piedra

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desbastada en la que Vincent dispusoun búcaro de vino caliente, mediopan y un poco de miel ambarina.Tenía ganas de hablar de la Navidad.La fiesta se acercaba y él, Vincent,estaría solo (Clémence la pasaríacon Evrard, el Negro, y no estabaseguro de poder pasar la noche conTiphaine). Aquella nieve que pesabasobre la ciudad, aquella penumbraque bañaba la obra desierta donde seabría corno una caverna el coro de lacatedral entumecida, aquellasmanadas de perros que parecíanlobos y que se reunían en el

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crepúsculo para cantar su hambre, seañadían a su angustia y a susensación de soledad.

Robin llegaba en el momentooportuno para traerle un poco de luz,consuelo y amistad. En voz baja, sindejar de masticar el pan con miel, lehabló de aquella estrella anunciadaen el Libro de Set, que se apareciósobre el monte de la Victoria, en laslejanías luminosas de Oriente, a unosmagos, que tomaron los caminos deldesierto en dirección a Judea,guiados por la estrella.

—Durante trece días recorrieron

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el trayecto hasta Belén, pero eltiempo no les pesó, porque cuandollegaron a las puertas de la aldeatuvieron la sensación de haberpartido la víspera, pues la esperanzalos volvía ligeros y alegres.

—¿Cómo eran esos magos?—Eran reyes, pequeño,

auténticos reyes, de piel morena, contrajes de telas como solamente se venen la feria cálida de Troyes o deLendit. Llevaban perlas y joyas deoro en todos los dedos, en las orejasy hasta en la barba. A su paso, serespiraba detrás de ellos como un

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olor a noche de primavera cuandolos árboles están en flor. Debían deestar muy delgados al llegar, puesdurante estos trece días no comieronnada y no durmieron ni un soloinstante; en cualquier caso, estabantan despiertos como tú y yo, porquese habían alimentado de esperanza.

—¿Y la estrella? ¿Seguíabrillando?

—Cuanto más se acercaban, másbrillante era. No se trataba de unaestrella ordinaria. Tenía forma deáguila y una cruz centelleante encima.Unas voces ascendían del desierto

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alrededor de ellos, en la brisa de lanoche. Era como si toda la Tierrafuera a ponerse a cantar, como sitodos los ángeles se hubieran dadocita para celebrar el nacimiento delSeñor. Sí, pequeño, la Tierra enterarecibió la noticia. ¿Y sabes lo quepasó en Persia cuando los sacerdotespaganos anunciaron que un niñodivino, que era a la vez principio yfin, acababa de nacer, lejos, enOccidente? En los templos, lasestatuas se pusieron a bailar antes decaer de cara al suelo. Según losviajeros, todavía están hoy en esta

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posición.»¿Sabes cuál es mi sueño,

Robin? Esculpir un fresco inmensopara la galería que separa el coro deltrascoro de la futura catedral, dondecontaré la natividad de nuestroSeñor. Pero sólo es un sueño. Otrosque, todavía no han nacido, quizá loharán realidad.

La nieve se había puesto a caerde nuevo. Una luz se encendió en elfondo del coro, tan lejos que parecíaen una isla perdida en los confines dela Tierra, allí donde empieza loinconmensurable, lo no formulado, el

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jardín secreto de Dios, su reserva deprodigios y de milagros.

—El mundo está lleno demisterios, mi pequeño Robin, ynosotros nos paseamos en medio deellos como ciegos. Sin la estrella deSet, sin el apretón de manos, sin estacadena que une a los hombres quecaminan hacia la esperanza, ¿quéseríamos y adonde iríamos?

Cuando Robin se hubo marchado,quedaba en la cabaña una vaga luz,un olor de infancia, la gracia de unavoz, el reflejo de una inocencia. Nose había perdido nada de su

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presencia y todo subsistía en huellasinfinitesimales que se pegaban comolucecitas de felicidad a la leyenda deNavidad, a aquella pesada colecciónde imágenes que Vincent habíadesplegado en la penumbra de lacabaña.

Se dijo que no estaba solo, queaquella luz de amistad iba acontinuar bañándolo en sus días desoledad.

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3El papa de los locos

Texto. A principios de enero, porla época de la Circuncisión, seprodujo un gran tumulto en la plazade la vieja basílica.

Un pequeño canónigo quecruzaba la obra explicó a Vincentque se preparaba una fiesta. Con suaspecto de adolescente asustado, conla mirada baja y los labiosarrugados, hablaba de todo aquellocomo de una indecente fiesta de

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diablos, y es cierto que eso era. Lafiesta de los Locos, a la que Vincentnunca había asistido, amenazabaaquel año con dar un giro peligroso acausa de la presencia de un loco querealmente lo era.

—Quizá lo conocéis —dijo elcanónigo—. Se trata de un viejoclérigo que vivía en un sarcófago,como Diogenes en su tonel.

—¿André Jacquemin?—No sé su nombre, pero por lo

que dicen su presencia hará estafiesta todavía más loca que deordinario. Una vez más, monseñor

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Maurice intentó prohibirla, pero fueen vano. El pueblo se aferra a suscostumbres, por groseras que sean.Los vigilantes del cabildo y losguardias del palacio estarán en piede guerra. Nunca se sabe cómoterminan estas fiestas. Tened cuidadoy no saquéis la nariz fuera, serámejor para vos.

—¿Por qué el Rey no prohibeesta «fiesta de diablos», como vosdecís?

—Se puede privar al pueblo delpan si se tienen buenas razones parahacerlo, pero no de estas alegrías,

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que no cuestan nada. Que Dios meperdone, pero, desde hace unos años,la Providencia no nos concededemasiado sus favores. Los tiemposson cada vez más duros. ¿Qué lequeda al pueblo cuando ya no tienenada? Inventarse ocasiones para nocaer en la desesperación. ¡Y cuantomás duros son los tiempos, máslicenciosas son estas diversiones!Cada uno encuentra su esperanzadonde puede. En ningún lugar secanta tanto como en las prisiones. Nobusquéis en otra parte las razonesque tiene el pueblo para quemar a

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Carnaval. Es necesario que alguienpague por los demás. En la fiesta quese prepara, el diablo mostrará lapunta de su cola e incluso algo más,pero, qué queréis, hay que saberabandonarse como se abandonan lascosas al fuego y echarle de vez encuando un pedazo para evitar que lodevore todo.

Antes de retirarse, dijosantiguándose:

—En lo esencial, la locura deeste día consiste en celebrar unamisa muy especial, en la que todoestá al revés. No os arriesguéis,

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podríais perder vuestra alma. La vieja basílica engullía tantos

«fieles» que uno se preguntaba si noreventaría como el templo al que fueencadenado Sansón.

La plaza se había transformadoen un mar humano que pisaba unbarro de nieve gris. De vez encuando, un gigantesco impulsopropulsaba una piedra humana en lagarganta de piedra y se oían,

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procedentes de la nave, los gritos ylos llantos de la gente casi asfixiada.Los guardas del cabildo y delpalacio estaban desbordados;obligados por el decreto real a noutilizar sus armas, salvo si seencontraban en peligro de muerte,habían sido rechazados uno a uno almargen de aquella poderosa marea ysólo mantenían, con la lanza en losmuslos, un cordón irrisorio yfragmentario.

Acompañado por un pequeñoconverso encargado del refectoriodel monasterio, Ernout, Vincent había

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encontrado un lugar contra el bordede una tribuna, bajo el tercer tramodel coro, en dirección al pórtico.

Sólo habían podido llegar aaquel emplazamiento privilegiadogracias a una astucia de Ernout; traspasar por la sacristía, pudieronllegar a la tribuna después de tomaruna escalera estrecha dispuesta en elespesor del muro. Además, habíantenido que darse a conocer, con unamoneda por delante, y abrirse pasocon los codos para tener acceso a labalaustrada. De vez en cuando, teníanque apoyarse para rechazar a la masa

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de pordioseros que se les pegaban alos riñones y podían hacerles caerhacia la multitud, como ocurríafrecuentemente.

Una luz blanca fluía de lasvidrieras rotas, por las que una danzade copos de nieve penetraba en eledificio con el cierzo de la mañana.Iluminaba mal la marea humana quese amontonaba hasta los primerospeldaños del altar y se llenaba deagitación cuando un «fiel»indispuesto se desplomaba.

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La catedral estaba llena desde

hacía dos horas cuando en el exteriorse produjo una algaraza acompañadade músicas discordantes. Unas vocespotentes gritaban:

—¡Espacio! ¡Espacio! ¡Atrás!¡Dejad pasar al maestro Jacquemin!

Se abrió penosamente un canalante un grupo de colosos armadoscon garrotes y látigos, que utilizabansin discriminación y con ferocidad.Alineados en cordón, formaron unahilera flotante para una procesión degrandes prelados que caminaban a

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reculones, tocados con mitras defantasía colocadas al revés y conropas también del revés; a modo deincensarios, blandían búcaros devino en el extremo de una cuerda, delos que se habían tragado la mayorparte en el camino.

En medio del tronar de«aleluyas» y «hosanas», cuyaspalabras habían tomado prestadasdel repertorio báquico, consiguieron,no sin dificultades, llegar hasta elaltar, del que sacaron a garrotazos alos mendigos que lo atestaban.

La multitud cantaba a coro:

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—Jacquemin, Jacquemin!—¡Que nos traigan al papa de los

locos!Apareció montado en un

borriquillo enloquecido, aferradopies contra cabeza a la cola delanimal y vacilando sobre el ropajepúrpura que le servía de silla.Parecía ebrio. Su gorro, querecordaba vagamente a una tiara, sehabía confeccionado a partir de unviejo caldero atado con cuerdecillas,que se le caía por la espalda a cadapaso de su montura. Cayó rodando,lo volvieron a subir a la silla y

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pincharon con la punta de las lanzasla grupa del borriquillo, que coceabacon furia.

Del altar, sólo quedaba la piedradesnuda. Todos los instrumentos delculto se habían puesto a cubierto enel obispado. Por un día, habíanrogado a Dios que se taparabenévolamente la cara; aquellaiglesia ya no era ni suya ni de María,sino un edificio público, un viejohueso echado al diablo, el soporteanónimo de una fiesta pagana.Después, se haría limpieza; no seahorraría ni incienso ni plegarias y la

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casa de Dios volvería a estar limpiay perfumada para recibir a laSantísima Trinidad.

El oficio paródico estuvoprecedido por un concierto detrovadores tan borrachos que notocaban en condiciones, de los quenadie habría sido capaz deidentificar la naturaleza de las piezasque interpretaban, pero elespectáculo era de lo más alegre,porque los habían disfrazado conropas viejas multicolores y seadornaban con tantas cintas yperendengues que temblaban como

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árboles al viento.Cuando lo bajaron de su

borriquillo y lo subieron al altar paraser proclamado papa de los locos,Jacquemin no se sustentaba sobre laspiernas y tuvo que sentarse. Elpopulacho lo designó con una solavoz y él recibió, en lugar del calderoque le servía de gorro, una tiarafabricada por las mendigas del Valledel Amor, demasiado grande y que sele caía sobre los ojos. Cuando seinstalaba en su sillón, vaciló bajouna avalancha de manzanas podridas,de tronchos de col y de rábanos

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helados.Para relajar la atmósfera antes

del oficio, una banda de estudiantesde Saint Victor interpretó una farsaen la que salían ricos, poderosos ypobres invirtiendo el orden de losvalores y los privilegios. Comoutilizaban una filosofía molesta, losexpulsaron para dejar el lugar libre alos oficiantes.

—¡Dios mío! —dijo Ernoutsantiguándose—. Nunca meacostumbraré a este sacrilegio. Megustaría desaparecer, pero tengo quequedarme para dar cuenta al prior de

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esta superchería degradante.Pretende que me hace un honor. Yodigo que es una penitencia lo que meinflige.

Habían dispuesto en el altarbúcaros de vino y rodajas de carne amodo de vino de misa y hostias.Mientras Jacquemin, con la túnicamanchada de proyectiles, dormía lamona, un monje exclaustrado, que searrastraba desde hacía años portodas las truhanerías de la ciudad,donde hacía de bufón para vivir, seentregaba a una parodia de oficiodivino dicho al revés, que puntuaba

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con libaciones, hasta el punto de que,después del Sanctus, tuvo queagarrarse al borde del altar.

—¡Y ahora, hermanos —grito—,comulguemos! ¡Y que monseñorLucifer sea con vosotros por lossiglos de los siglos!

—¡Amén! —rugió la multitud.Descendió titubeando los

peldaños del altar, se arrodilló, deespaldas al público; después,levantándose su hábito mugriento,presentó a los fieles su enormetrasero con dos cruces rojas pitadas,mientras se empezaba la distribución

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de rodajas de carne en la mayorconfusión.

—¡Es más de lo que puedosoportar! —gimió Ernout, que teníala cabeza sobre los brazos cruzados—. ¡Malditos seáis, profanadores,anticristos! ¡Dios os juzgará!

Detrás de él, estallaron las risasy después las amenazas. ¿Por qué semetía, aquel engendro? ¡Nadie lohabía obligado a estar allí! Unamujer lo hizo volverse, lo besó enplena boca, se enroscó contra él deuna manera indecente y le levantó latúnica hasta la cintura. Él se debatió

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con tanta violencia que la mujer sedesplomó sujetándose el vientre.

—¡Por la borda, frailecillo! —gritó una voz justo detrás.

Antes de que Vincent pudieraintervenir, redujeron a Ernout, lomolieron a palos y lo echaron porencima de la balaustrada. Unconcierto de vociferaciones ascendióde la multitud y después surgieron denuevo las risas con silbidos y músicasalvaje.

—Tú, escultor de mis cojones —dijo una voz al oído de Vincent—,intenta mantenerte tranquilo si no

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quieres seguir el mismo camino deese desgraciado. Escapaste del motínde hace dos años, esta vez, quizá notengas la misma suerte.

El converso desapareció en elmagma que se había vuelto a formarsin una rebaba en el lugar que habíadejado su caída. Bloqueado en sulugar, incapaz de moverse, Vincentse quedó callado. Observaba aJacquemin hundido en su sillón,como una muñeca sin su relleno depaja, con su espolio pegado a la piel.Parecía dormir, pero brincaba pormomentos, consideraba el

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espectáculo que girabafrenéticamente a su alrededor, abríala boca como para proferir unanatema, eructaba y volvía a caer ensu letargo. «Quizá todavía sueña consu Ciudad del Amor. ¿Quépensamientos pueden cruzar por estacabeza loca? ¿Por qué Dios no llamaa este desecho? ¡Si aún queda en éluna parcela de pureza que puedasalvarse, que muera ahora!», pensóVincent.

Jacquemin no tenía ningunaintención de morir. Cuando losúltimos «fieles» se presentaron para

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besar el augusto trasero del falsoprelado, se enderezó, con los brazosen cruz, se precipitó hacia el altar enun movimiento de danza y, de aquelrostro delgado, grande como el puño,devorado por la barba, sacó una vozpotente y clara que dijo:

—¡Por las siete llagas de Cristo,por el dolor de María, por la tristezade Magdalena, dejad de blasfemar!¡Llegará un tiempo en que cada unade vuestras palabras, cada uno devuestros actos serán tenidos encuenta! Ensuciáis la casa de Dios convuestra saliva, con vuestros

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excrementos, con vuestra peste.¡Pueblo de Dios, hete aquí peor quelos judíos ante el vellocino de oro!¡Vuélvete hacia la montaña, mirasurgir el ejército de los santos, lalegión de los arcángeles! ¡Mirabrillar en el sol los cuernos deMoisés! ¡Escucha esos rumores deavalancha y esos truenos! ¡El castigoes inminente! ¡Prepárate para inclinarel espinazo bajo el látigo!

Su anatema fue acogido concarcajadas y gritos de odio.Lentamente, insensible a losproyectiles que llovían sobre él, se

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puso a bailar. Eloficiante seprecipitó y le quitó la túnica, bajo laque Jacquemin estaba desnudo.Ausente, indiferente, se entregaba asu danza inspirada, con los brazoslevantados y el rostro impenetrable.Bailaba en sí mismo, elevado,transportado, animado por unmovimiento más fuerte que él, másfuerte que todas las potencias de laTierra. Bailaba su cólera, suplegaria, su fe. Bailaba su locura. Nisiquiera miraba, o hacía ver que noveía, a las mujeres que seprecipitaban a su alrededor, se

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quitaban también la ropa y hacían unaredonda a la que lo arrastraron apesar de su resistencia y sus gritos.

Entonces, cuando el cielo denieve empezaba a oscurecerse,encendieron las antorchas y elsantuario adquirió el aspecto de laplaza de Sodoma y de la caverna deLot.

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4El operarius

Texto. Se habría podido quedarhoras inmóvil delante de ella. Lacontemplaba a la luz del día o alresplandor de las candelas;constantemente intentaba elucidar elmismo misterio, ¿de dónde habíasacado la idea de aquel rostro?¿Dónde lo había visto? ¿Lo habíasoñado?

En sus dibujos, había dado a laVirgen una veces el rostro de Sybille

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y otras el de Jacoba, de Tiphaine ode Clémence. En el albergue, en lacalle, había esbozado en tablillas decera rasgos o expresiones que leparecía que se acercaban al ideal quebuscaba. Había hecho más de cienbocetos, ninguno de los cuales lesatisfacía.

Un buen día, limpió su memoriade todas aquellas apariciones, detodas aquellas máscaras, para bajar abuscar en lo más profundo de símismo alguna imagen de serenidad ypureza que no debiera nada a sumemoria.

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El dibujo que había realizado apartir de esta visión interior norecordaba a ninguna de las mujeresque antes le habían inspirado y lascontenía a todas. Los rasgos sehabían fundido con el sentimientoque deseaba suscitar. Una miradarápida sólo podía discernir unaexpresión de indiferencia altiva, eincluso frialdad. La ternura, el amory la piedad sólo afloraban a la larga,se borraban para reaparecer yacababan por imponerse, como siaquel rostro de piedra hubieraadquirido la gracia de la vida.

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Cuando llegó el momento detranscribir su obra a la piedra caliza,Vincent tuvo miedo de no poderexpresar lo que tenía deinexpresable.

Se reprendía: «De la multitud defieles o de curiosos que mirarán estepórtico, ¿cuántos serán sensibles a laexpresión de este rostro, a laserenidad de esta sonrisa, a estamirada perdida en Dios? ¿Quién,detrás de esta máscara de piedra,sabrá leer el alma que he queridoponer? Así pues, ¿para qué tantaangustia?».

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Una vez terminada la obra, habíaestado a punto de tirar susherramientas. En el rostro queacababa de terminar, no reconocíamás que la sonrisa beata de aquellasirvienta de albergue que habíadibujado el invierno pasado mientrasse calentaba las nalgas delante delhogar, con la falda levantada.Después se le ocurrió mirar aquellaimagen desde otro ángulo, aqueldesde el que se contemplaría a lolargo de los siglos, desde abajo.Llamó a los compañeros quetrabajaban en la cabaña vecina, les

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pidió ayuda para levantar la imagensobre un montón de morrillos deaparejar y su corazón se puso a latircon fuerza; la serena majestad quehabía deseado suscitar sedesarrollaba. Unas pocas brazas dedesnivel en altura habían bastadopara convertir a una sirvienta dealbergue en la Reina de los Cielos.

—Tengo ganas de caer derodillas —dijo un compañero.

—Es tu obra maestra —dijo otro.A partir de entonces, la piedra se

hizo amable y las herramientasligeras. Recuperó su voz y sus

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cantos. Los pedazos volaban comochispas a su alrededor y no sentía elardor del polvo en la garganta y losojos. Estaba orgulloso de sus manos.Antaño, temía endurecerlas por elcontacto con las herramientas y losmateriales; ahora, se felicitaba alverlas cubiertas de callos y durezas,rígidas hasta el punto de que lecostaba abrirlas y cerrarlas, porquehabían tomado la forma deherramienta.

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El obispo Maurice convocó aVincent. Parecía febril, al borde dela cólera.

—¿Tenéis noticias del maestroJean? —dijo—. ¿No? Pues yotampoco. ¿Dónde está? ¿EnInglaterra, en Languedoc, enEsclavonia? Aquí es donde deberíaestar. ¿Acaso volverá?

—Volverá, monseñor.—Me gustaría estar seguro. El

Rey acaba de llamarnos al orden pormedio de Gautier Barbedor. Estásorprendido de que la obrapermanezca cerrada durante tanto

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tiempo. Ha prometido una sumasuficiente para asegurar una campañade trabajos. ¡Y el maestro Jean no daseñales de vida! Esperaremos unasemana más y, si no está aquí,empezaremos sin él.

—¿Qué queréis decir, monseñor?—Vos tendréis la

responsabilidad de esta obra. Ajuzgar por el estado en que seencuentra, debe reorganizarse porcompleto. Vos sois capaz de ello. Osasignaremos un operarius que hatrabajado con el cabildo de Sens. Esun hombre de hierro, implacable

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tanto consigo mismo como con losdemás, enemigo del engaño y lapereza. Si no os peleáis con él elprimer día, se convertirá en vuestroamigo, pero tened cuidado si ospeleáis con él, levanta las retesas demortero de cien libras como unapluma. Si queréis ablandarlo como aun corderito, habladle de su madre.Tiene un corazón tierno escondidobajo sus aires de bruto.

—¿Cuándo tenemos que abrir laobra, monseñor?

—Dentro de una semana. Sóloesperamos a Galeran. Es el nombre

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de nuestro operarius. Estaba en la puerta de su cabaña;

todavía era de noche. Su aliento olíaa sopa caliente. Era una especie deoso de lomos poderosos, barbapelirroja, piernas arqueadas por unalarga práctica del caballo. Bajo lascejas enmarañadas, la mirada seteñía a veces con una pizca deternura.

—Estamos a lunes —dijo

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Galeran—. ¿Sabes lo que significaeso?

—Estoy dispuesto a seguiros a laplaza Jurée. Llegaremos a buena horay conseguiremos a los mejores.

—Veo que conoces la práctica.Cuando llegaron, ya había unos

grupos de obreros en el lugar.Algunos habían pasado la nochesobre un montón de paja con unamanta por todo abrigo, con su mujery sus hijos al lado. La mayoría erancampesinos libres, legalmente o no.Estaban de pie, temblando de frío enlo más helado de la madrugada.

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Galeran los trataba como alganado:

—¡Muéstrame los dientes!¡Camina! ¿Qué es ese grano quetienes en el labio? ¿No serás«roñoso»? Tú eres sólido como unaroca. Conmigo. Juraría que tienes unamaldita sífilis, pero para acarrearartesas de cemento o girar el torno noutilizarás tu polla.

Cuando Vincent lanzaba unaobjeción, le respondía:

—¡Déjame hacer, infeliz!Conozco mejor que tú a los hombres.No soy tan hábil manejando el cincel,

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pero para distinguir a un forzudo deun enclenque, o una mirada franca deuna torva, no tengo igual. Vuelo porencima de las nubes como el cisne deSócrates, pero huelo a diez pasos alholgazán. ¡Ocúpate de tus asuntos!

Aquel día, contrató incluso a unamujer, una robusta campesina deSaint Mandé que pretendía habertrabajado en albañilería y mortero.Era bonita de cara, con los brazosmorenos y fuertes, y un culo de per—cherona.

—Te contrato —dijo Galeran—,¡pero cuidado! Una obra no es un

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burdel. Si tienes fuego en las nalgas,mételas en agua o ven a verme.Conozco remedios.

Jonathan llegó unos días más

tarde con otros tres mocetones y unaflor en los labios. Había trabajadopara los cónsules de una pequeñaciudad del Périgord, pero se habíanegado a construir la prisión que lepedían, porque representabacontravenir las reglas del gremio, ¡niprisiones ni cuarteles! Al subir hacia

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París, había oído decir que se habíaabierto la obra de Notre Dame. Esole interesaba; se encontraba a gustoen aquella ciudad, donde había hechoadeptos para esa especie de religiónen que se adoraban, quemando cera,santos que llevaban los nombres îleJacques, Salomón o Soubise. Vincenttuvo que insistir para que loadmitieran en los registros, puesGaleran detestaba a los compañerosy sus «remilgos heréticos».

Al cabo de una semana, cuandotodo reverdecía y florecía en lasorillas del Sena, la obra se puso en

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marcha. Un maestro elevador deandamios procedente de Laon pusolas estructuras en su lugar en tres ocuatro días y la escalada de losalbañiles empezó con los gritos deGaleran, que distribuía con la mismagenerosidad injurias y manotazos.Vincent sólo respiraba cuando veía asu acólito encerrarse en compañía deotro forzudo en la jaula de ardillas,tanto por placer como por necesidad;decía que necesitaba cansar aquellapoderosa carcasa, además de convicios y pestilencias, y se divertíacomo un loco.

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—Entonces —decía por la noche,mientras esparcía sus fuertes oloresde fatiga por la cabaña de Vincent—,¿qué piensas, infeliz? ¿Funciona bieno no? Ahora sé cómo hay que dirigira los muchachos. No les gusta que lesgobiernen hipócritas. Yo les hablocomo a los caballos y me adoran.

—Sobre todo la Margue… Sepondría de rodillas cuando lehabláis, hermano.

Galeran se rascaba la nucarabiosamente. ¿La Margue? Bueno,¿qué pasaba con la Margue? Escierto que le gustaba, aquella

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muchacha inmensa. ¿Y eso qué?Una noche de calor, terminó por

confesar a Vincent, después devaciar dos jarritas de vino, queestaba dispuesto a dar su vida por laVirgen, pero no a renunciar a la obrade la carne. Era su única debilidad.Cada día pedía perdón a Dios porello, se arrepentía, se fustigaba ensentido propio y figurado, decía susplegarias antes de copular, pero teníademasiada sangre para renunciar aello. La Margue no parecía quejarse.Cuando terminaba el trabajo, sedirigía a la casita del monasterio de

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los canónigos para hacer la limpiezaal clérigo y ocuparse de todo.

Vincent no era el mismo. Algo

esencial y profundo había sacudidosu estructura de hombre. Tiphaine sedaba perfecta cuenta de ello.

No exigía ninguna explicación yse contentaba con vigilar suevolución.

No era sólo la fatiga lo que, enlas horas de calor de la tarde,

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mantenía a Vincent tumbado en lacama, donde se dormía casi deinmediato. Ya no quería ir a ver aTiphaine como antes y no buscabatanto el placer físico como supresencia y su ternura. Ya no hacíanel amor en cada uno de susencuentros, en cambio, hablaban sinparar hasta que el sueño los tumbaba.A veces, se despertaban en plenanoche, se encontraban como en unimpulso concertado uno en los brazosdel otro y se penetraban por toda lasuperficie de su cuerpo, buscandorecíprocamente un refugio y un

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placer.En navidades, cuando la fiebre

de la obra alcanzaba su paroxismo,estuvo una semana sin ver aTiphaine. Una mañana, lo sorprendiócaminando a toda prisa por la nieve,con un pan tierno bajo el brazo. Lovio entrar en su cabaña y encenderuna candela, y estuvo a punto dellamar a la puerta para exigirleexplicaciones. ¿Quién sabe si noescondía a una de aquellas putitas dedos denarios que se habíanestablecido en el barrio? Era unaidea loca y no le costó convencerse.

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En cambio, tomó una decisión; si noacudía a verla antes del domingosiguiente, que era víspera deNavidad, si la dejaba sola paracelebrar la Natividad, renunciaría aél. Estaba en su cama la mismanoche, macilento, huraño, sin lavar niafeitar y le habló largamente delpequeño Robin, el hijo de Jean, que«tenía una hermosa luz de inocenciaen la mirada».

Al regresar de un paseo encompañía del coesre en una noche dela Candelaria llena de tumulto en quehabían bebido y comido más de lo

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razonable, ella buscó una riña conVincent cuando se adormecía.

—Ya no te gusto, ¿verdad? ¡Tenel valor de confesarlo! ¿O es que telias vuelto impotente?

Estaba en pie delante de él,vacilante a la luz de la lámpara deaceite, desnuda, con el vientre haciadelante, el pelo deshecho, fea comoesas gorgonas y esas estrigas quehabía empezado a dibujar para elpórtico del Juicio, pero no eran esafealdad y ese aire provocador lo quelo castraba; se bañaba en unanebulosa muy pura, un polvo de

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estrella, vientos tibios que seenrollaban alrededor de él, con elvelo de la Virgen rozándole la cara.Aquella mujer ebria que teníadelante, arrogante, vulgar, le causabahorror. Se levantó para vomitar porla ventana y se durmió de inmediato.

Se preguntó si ella le resultabatodavía indispensable. Unas veces larespuesta era sí y otras no, según eldía y el humor del momento. Leparecía que vivía permanentementeen una luz gris que no sabía si era ladel alba o la del crepúsculo. Sepreguntaba si el amor que había

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sentido por Tiphaine no se habríaconvertido en uno de esos «vicios»en los que se relamía el maestro Jeany que él rechazaba como unescupitajo.

—¿Qué es esa máscara de

carnaval? —preguntó el maestro Jean—. Y ese canónigo gordo, ¿qué haceen «mi» obra? ¿Es él quien da lasórdenes ahora? ¡Voy a decirle unaspalabras!

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Era lo que Vincent se temía. Laalgarada duró un día entero, conespacios de calma en que sepreparaban los vientos de tormenta.Se desplazaba de la cabaña de loscarpinteros a la fragua, de la cabañade los albañiles a los andamiajes dela bóveda, y se llevaba en suremolino a los personajes queencontraba rechazados y heridos.Como a la buena Margue.

El maestro Jean se frotó los ojosal ver a la fornida muchachamanejando la paleta con mortero.¿De dónde salía? ¿Quién la había

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contratado? De ahí había salido todo.Sin la intervención de Gautier Bar—bedor, al que Vincent había mandadoavisar y que había llegado delpalacio flanqueado por dos oficiales,el maestro de obras y el operariushabrían llegado a las manos.

—¡Una mujer en «mi» obra! —gritaba el maestro Jean—. ¿Cómo sepuede aceptar esto?

—Ningún reglamento se opone—dijo tranquilamente Barbe— dor— y, aunque la cosa no es común,tampoco es rara. ¿Acaso estabaispresente en la fecha convenida de

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apertura de la obra?—¡Es cierto! —convino el

maestro Jean—. Habría tenido queestar aquí. Pero no es menos ciertoque esta muchacha debe abandonarsu puesto inmediatamente. O seré yoel que se vaya.

El asunto se quedó en estasamenazas, pero era fácil comprenderque no se detendría aquí. El maestroJean tuvo que convenir en que laobra era un modelo de organización yde eficacia, e incluso que serespiraba cierto aire de felicidad.Los hombres no paraban de cantar,

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reír y bromear, sin por ello dejar eltrabajo. La presencia de Margue sinduda no era ajena a aquello. Cuandolos obreros se detenían al sonar lacampana para ir al refectorio, sereunían alrededor de ella, que seconvertía en una pequeña reina bajola mirada enfurecida del opera—rius. Tampoco había nada que decirsobre la calidad de su trabajo; pormás que el maestro Jean fisgoneara,buscara pelos al huevo y puntosdébiles, ¡nada! El mortero de Margueera irreprochable, un verdaderotrabajo de escoceses. Se podía tratar

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de nivel de agua o de hilo de plomo,nada que decir tampoco. El maestroJean rabiaba; no tenía el menorreproche que echar en cara aGaleran, que lo vigilaba de reojo ytriunfaba en silencio.

Un día, el operarías le dijo aVincent:

—Tu Jean no es más que un JuanLanas. Sirve para dirigir equipos decompañeros como yo para pesarpimienta. En el mes que hace que sehan reanudado los trabajos, ¿hasescuchado algún cuchicheo, algunarecriminación? ¿Conoces a uno solo

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de nuestros muchachos que tengaganas de respirar otros aires? Másbien echaríamos a gente. Incluso tuscompañeros están contentos connosotros. Y sin embargo, Dios sabeque no me gustan demasiado, igualque ellos no me llevan en su corazón,sobre todo esa marioneta deJonathan.

El propio Jonathan estaba deacuerdo:

—Ese bocazas, ese comerciantede esclavos, un día u otro le cerraréel pico. ¿Qué pueden importarlenuestros «melindres», como él dice?

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No tienen nada de herético.Veneramos al Señor, y a Dios, y a laVirgen tanto como él y, además, notenemos a una Margue para que noshaga olvidar nuestras fatigas. Un día,por más forzudo que sea, le haré mor— der el polvo. Y sin embargo, deboreconocer que ha sido un hombredigno de la situación. Ha convertidoesta obra en un modelo.

Lo mismo ocurría por el lado dela carpintería.

—¡Ese fracasado no nos quitaojo de encima! ¡Por Dios que nostoma por presidiarios! Pero hay que

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reconocer que es justo, que le gustareír y cantar con nosotros en losmomentos de pausa y que no hay quecontarle pamplinas sobre lanaturaleza y la calidad de una viga.

Igual en la fragua, en el terraplén,¡en todas partes!

Sin confesarse vencido, elmaestro Jean aceptó la situación yrenunció a dejar París. Después detodo, seguía siendo el maestro y,aunque se peleaba con Galeran —varias veces al día—, terminabanpor entenderse. Se le veía poco porla obra, sólo para las inspecciones

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de la mañana y de la tarde; tambiénaparecía durante la paga del sábado.Pasaba la mayor parte de su tiempoen la sala de bocetos diseñandomódulos, que confiaba a losescultores, y sobre todo motivos parala fachada, que nunca veríarealizada. Había vuelto a su proyectode aguja; la que debía apoyarseingeniosamente en los pilares deltransepto y que sería la más altaconstruida hasta el momento. La veíafina, elegante, adecuada para aligerarla silueta un poco maciza delconjunto. Las que debían coronar las

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dos torres de la fachada, lasestudiaría con detalle más adelante.

—Estas dos torres —le decíaVincent— me parece que se bastan así mismas. Serán lo suficientementealtas para dar impulso a la fachada.

El maestro Jean seguía con suidea; no le gustaba poner en cuestiónuna decisión que había madurado. Suidea era que, sin aquellas agujas dela fachada, la catedral se parecería auna fortaleza a pesar de la ligerezade las arquerías, de la galería de losreyes de Judá y del gigantescorosetón que estallaría en el centro

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como la estrella de David.Su primera preocupación, cuando

regresó, fue conocer el trabajorealizado por Vincent durante elinvierno. Lloró de emoción ante laVirgen y después se enfadó mucho;¿por qué Vincent había dejado detrabajar en la obra que le habíanconfiado? ¡Obra de aquel canónigorechoncho! Había llegado la hora deponer orden en aquel carnaval.

—A partir de hoy —dijo—,tomarás de nuevo tu mazo y tu cincel.Deja que ese cerdo pasee su jeta porla obra. Yo te ordeno que te dediques

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a tu pórtico.Vincent obedeció de mala gana,

después de que el cabildo ratificaraaquella decisión. Tenía la sensaciónde encontrarse rechazado, al margende la fiesta. Su cabaña se convirtióen un santuario; su trabajo, en un ritopesado; su soledad, en una obsesión.Las únicas visitas que recibiódurante aquel verano tórrido fueronlas del maestro Jean, al margen delas de Robin, que, con elconsentimiento de su padre,empezaba a dibujar imágenes y atallar la piedra.

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Ni siquiera le encontraba elplacer a sus momentos de libertad.

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5La noche embrujada

Texto. Se decía que era un animalespléndido. La gente de la regiónhablaba de él como de un monstruosalido directamente del Apocalipsis.Se ignoraba dónde se escondía aqueljabalí, pero a su paso por los camposdejaba huellas enormes antes dedesaparecer en lo más profundo delbosque.

Se hablaba de ello la tardeanterior a la fiesta de la Virgen en la

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gran sala del castillo de Compiègne,donde el Rey y su hijo Felipe sehabían retirado para huir del calor ylos miasmas de París. Alrededor delviejo edificio, el bosque de veranose engallaba bajo un cielo color demelocotón maduro. Ascendían gritos,cantos de pájaros, rumores. Porencima de las ciénagas, la ligerabruma tendía sus crines de hada.

—Tengo que hacerme con estesolitario —dijo el príncipe Felipe—.Partiremos de caza mañana al alba.

Instalado en su butaca, con unamanta ligera en las rodillas, el Rey

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no dijo palabra. Se adormecía en elolor del bosque, con unbienaventurado hilo de saliva en elhueco de los labios y el gorro sobrelos ojos. A su alrededor, losmonteros reales se pusieron deacuerdo con la mirada. Eran hombresrudos, de rostro curtido y piernasarqueadas.

—Señor —dijo uno de ellos—,es demasiado arriesgado para vosperseguir a ese monstruo.

—Partiremos al alba —dijoFelipe, con aire obstinado.

El «mal peinado» todavía no

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tenía catorce años, pero su cabeza yaestaba llena de ideas locas.

Al alba, vestido de cazador,esperaba en el patio, en medio de lajauría. Hacía buen tiempo; estratosde nubes color de humo de maderaaparecieron en el fondo del cielo. Elbosque no era más que un matorralde gritos y cantos.

Toda la mañana, sin éxito, loscazadores recorrieron el bosque delos alrededores y sólo se detuvieronpara que las monturas descansaran.Habían visto huellas, pero se dirigíanhacia los grandes estanques, donde

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se perdían. Ni siquiera se dignaronperseguir a los pocos cerdos quesalieron, pues el príncipe tenía suidea, no regresaría al castillo sin«su» solitario.

No se dio la alerta hasta primerahora de la tarde, cuando los monterosya daban señales de fatiga. El Reyespoleó a su montura para seguirlos.Le fue mal; era un caballocaprichoso, al que no le gustaba irherrado. Partió como una flecha através del monte alto y corrió tantotiempo que el resto de la partidahabía desaparecido cuando se dignó

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detenerse.Felipe dominaba una eminencia

de brezos azotados por el vientocálido. A su alrededor, el bosque seextendía hasta el infinito. Dejódescansar al caballo antes desumergirse de nuevo en el espesorvegetal. Después de hacer sonar latrompa, sólo le quedaba avanzar alazar, pues no había ninguna casa a lavista.

Erró así durante horas. Ante elfrescor que ascendía del sotobosquey los charcos de luz glauca que seestancaban en los claros talados,

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comprendió que pronto llegaría lanoche. Le pareció oír, muy lejos,llamadas de trompa por encima de unestanque tranquilo sobre el que seabatía el vuelo de los patos, pero elruido se fundió en el rumor delatardecer.

Ningún signo de vida humana.Ningún esbozo de sendero. Avanzórecto hacia delante, con el hambre enel vientre y la garganta seca. Lanoche le sorprendió en plenasoledad. El viento traía un olor amadera quemada tranquilizador, algoque le enloqueció el corazón. Debía

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de haber una aldea en lasproximidades.

No había ninguna aldea. El oloriba y venía, lo cual le hizocomprender que marchaba encírculos. A medianoche, la luna bañóel bosque, suscitando senderos debruma que no conducían a ningunaparte y hacían bailar a la menor brisapueblos de tinieblas. Le entró frío yse adormeció. El grito de unalechuza, justo sobre su cabeza, lodespertó sobresaltado. Saltó alcaballo y partió, con la angustia en elcorazón. Hacia la hora de maitines,

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le pareció respirar un olor humano ydistinguir en la penumbra laestructura de una cabaña. Era unavivienda de carbonero que parecíarecién abandonada. El horno todavíahumeaba, coronado por pequeñasfumarolas tranquilizadoras. Cayósobre el lecho de hojas y se quedódormido inmediatamente.

Cuando Felipe despertó, era caside día. Una forma negra se inclinabasobre un pequeño fuego de madera,por encima del cual se cocinaba unasopa. Cuando oyó movimiento en lacabaña, el buen hombre se enderezó.

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Era de un tamaño gigantesco. Susojos brillaban en una cara barbuda,negra como el carbón. Llevaba unhacha colgada.

—¡Atrás! —gritó Felipe—.¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

Buscó su espada, pero el hombrelo desarmó, explicando en sudialecto que era carbonero y que el«señorito» ocupaba su «cama».

—Soy el hijo del Rey —dijoFelipe—. ¿Puedes llevarme alcastillo de Compiègne?

—Estamos lejos —dijo el buenhombre—, pero conozco la

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dirección. Seguidme.Durante los meses siguientes, no

pasó ninguna noche sin que elpríncipe Felipe se despertaragritando. Bosques peligrososllenaban su sueño; erraba por ellosinterminablemente, enfrentándose abestias monstruosas y gigantesnegros. Cayó enfermo y por unmomento se creyó que iba a perder larazón. En cuanto oía sonar loscuernos de caza y ladrar a la jauría,corría a esconderse en un sótano.

En su mirada había algo extrañoque no lo abandonó nunca.

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El invierno siguiente, cuandosentía acercarse su fin, el Reyconvocó a los obispos de París en elpalacio episcopal, cuya construcciónse acababa de terminar. Habíadecidido asociar al trono al príncipeFelipey hacerlo coronar en Reimscomo «rey designado». Él, muyenfermo y ahora incapaz dedesplazarse, no asistió a laceremonia.

Las malas lenguas decían que elpríncipe había robado el sello real yque ahora era su único dueño.

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6¡Adiós, Tiphaine!

Texto. El coro de la catedral secerraba lentamente, rodeado por suspoderosas naves laterales. Unacampaña había sido suficiente paraacabar de edificar los gigantescospilares que marcaban el límite deltransepto y terminar la tercerabóveda de ojivas. Las verdaderasdimensiones del edificio empezabana dibujarse claramente.

En primavera, el obispo Maurice,

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después de retirarse a su queridoSaint Victor, recibió a su madre,Humberge, con su sobrino, Jean. Erauna ancianita de rostro vivo y rosadoque andaba a pasos cortos con suvestido de campesina. La llevó avisitar sus viñas de Clos Bruneau, delas que estaba muy orgulloso, porqueproducían uno de los mejores vinosde París, y después la paseó por laobra de la catedral. Quería verlotodo y decir una palabra a cada uno.Distribuía sus cumplidos comolimosnas, pero con mucha gracia ysimplicidad. Cuando llegó al umbral

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del santuario, se arrodilló, pidió a suhijo y ajean que hicieran lo mismo yjuntos recitaron una plegaria a laVirgen en presencia de todos losobreros. El operarías Galeranorganizó una pequeña fiesta en suhonor y Barbedor mandó distribuirvino. Humberge brindó con loscompañeros y se marchó alegre.

—Amigos míos —anunció elobispo—, pronto celebraremos lamisa en este santuario. Si Diosquiere, es cuestión de dos o tresaños, al ritmo que van los trabajos.El Señor, que nos ha dado la

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voluntad, la fuerza y la confianza, nonos abandonará.

Vincent recordaba lo que

Tiphaine le había dicho en unmomento de pasión después delamor: «¡Si me engañas o meabandonas, te mataré!».

Fue ella la que lo engañó y loabandonó. Tenía que ocurrir.

Sus relaciones se habían idodegradando poco a poco sin que ni

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uno ni otro, por lasitud o porconvicción de un fin cercano,intentaran salvarlas.Inexorablemente, se alejaban uno delotro como las dos «barcas solitarias»de las que ella había hablado nohacía mucho.

Las citas en la casa de la calleFiguier se habían espaciado ydespués se habían detenido, por asídecir. Había llegado el momento,pues aquellos encuentros estabangirando hacia la aspereza o laindiferencia. Hacían el amor sincalor, se peleaban y se despedían

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con amenazas o injurias.Él le echaba con crudeza sus

reproches a la cara:—¿Por qué no tienes la honradez

de decirme que Jehan Barbe te hacela corte? No estoy ciego. ¡Lo he vistosalir de tu casa y supongo que novenía a darte cuentas de su misión enlas casas de juego y los burdeles!

En realidad, ignoraba si laasiduidad del Rey de los Ribaldosllegaba hasta las visitas a la calleFiguier, pero había dado en el clavoy Tiphaine no intentó negarlo. Muybien, sí, ella y Jehan…

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—¿Por qué me lo has ocultado?¿Esperaban correr dos liebres a lavez durante mucho tiempo? Desdehace meses, siento que te meescapas. Cuando me miras, adivino aun hombre detrás de mí. Cuandohacemos el amor, siento que abrazasa otro.

Ella replicó con vivacidad:—¿Y tú, dónde están tus

pensamientos en estos momentos?¡Me das la impresión de estarhaciendo un sacrilegio y que, cuandosales de aquí, vas rápidamente aconfesarte! Te doy asco. Me

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desprecias. ¿Qué esperas paraabandonarme? Las putas te daránsatisfacción mejor que yo y sincomplicaciones.

—En la situación en que nosencontramos, es mejor romper. Nopuede salir nada bueno del odio y esel único sentimiento sólido que nosune todavía.

Por primera vez desde que laconocía, la vio llorar. Era de esasmujeres que no soportan escucharciertas palabras, como «adiós». Laforzó a volverse hacia él. Aquellaslágrimas en su rostro largo y frío,

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todavía marcado por la cólera, eranpara él como miel.

—Tienes que decidirte —le dijo—. O tu «rey» de tres al cuarto oyo.

Ella no lo sabía; ya no sabíanada. El mundo se tambaleaba a sualrededor como un navio ebrio. Lasentía flaquear entre sus brazos,fundirse en una ternura repentina,volverse como era antes, dispuesta alanzarse a cuerpo descubierto a unavida ardiente. Ella confesó:

—No puedo decidirme ni por élni por ti. No sé si amaré lo suficientea Jehan para compartir su vida. Es

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apuesto, rico, poderoso, más jovenque tú, y sin embargo…

—¡No lo amas! ¿Es eso?Ella asintió gravemente con la

cabeza, aspiró las lágrimas y sedirigió hacia la cama.

—Hagamos el amor por últimavez, te lo suplico, y después, si noregresas, lo comprenderé.

Él la tomó… y no regresó. Alpensar que debía de esperarle, sentíauna amarga delectación. En variasocasiones, fue a merodear por lacalle Figuer, una vez terminado eltrabajo, para jugar con el fuego. Se

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quedaba largo rato sentado en unhito. Un domingo, no aguantó más,subió hasta su habitación y encontróla puerta cerrada. Los vecinos ledijeron que acababa de mudarse.Vincent había convertido su amargavictoria en una desesperada derrota.

Cayó enfermo, deliró durantevarios días en la fiebre y se recuperólentamente. El maestro Jean veló porél.

—Es mejor así —dijo—. No haynada peor que esas pasionesenfriadas que se arrastran como unandrajo. Tiphaine no era una mujer

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para ti.—Cómo sabéis que Tiphaine y

yo…—No dejabas de hablar en tu

delirio. ¡Una auténtica cotorra!Ahora, volverás al trabajo con másardor y serenidad. No me gustamucho lo que has esculpido estosúltimos tiempos. Hay que repetirtodo eso. Es tiempo y piedradesperdiciada, pero lo esencial esque puedes hacerlo mejor. No hayprisa. Descansa. Mientras delirabas,he dibujado algunos rellenos para losgrandes rosetones; los de la fachada

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y los del transepto. —Dispuso unashojas sobre la cama—. La dificultad—continuó— está en conseguir quetodo el conjunto sea ligero y sólido,pero es el mismo principio denuestras catedrales. Te quejabas deque el coro y la nave no recibíansuficiente luz. Estarás satisfecho…

—La estrella de David —murmuró Vincent—. Dios mío, quéhermoso.

—He empezado también adibujar los motivos de las vidrierasdel coro. La semana próxima, se laspresentaré a Clément, el maestro

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vidriero de Chartres, el mejor detoda la cristiandad. Formará unequipo y se pondrá a trabajar deinmediato. Es necesario que estasvidrieras estén colocadas para laconsagración. Me he comprometido aello ante todo el cabildo reunido porel obispo. —Mientras guardaba lashojas, murmuró—: ¿Sabes lo queescribía Dionisio el Aeropagita hacesiglos? «Las cosas visibles reflejanla luz divina.» A través de lasvidrieras, la luz de Dios nosinundará.

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Entre el maestro Jean y el

operarías, las relaciones se habíanestabilizado, pero se mantenían fríasy distantes.

A la larga, cada uno se habíadedicado exclusivamente a susfunciones; Jean conservaba susprerrogativas de maestro de obras yGaleran hacía las veces deencargado de velar por la buenamarcha de la obra. Se hablaban poco,pero se comprendían con mediaspalabras, convencidos de que lo

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esencial —el avance de las obras—estaba asegurado.

No había ningún misterio. Si laobra iba bien, era porque el dineroentraba normalmente en las arcas dela fábrica y un puño de hierrollevaba las riendas. El Rey, sintiendollegar la muerte, deseaba veracabado el coro y asistir a laconsagración por el arzobispo deSens, y abría mucho sus arcas.Durante la fiesta de la Virgen, se hizotransportar a la vieja basílica paraoír misa y después a la obra de lanueva catedral, donde rezó

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largamente en medio de los suyos.Vincent trabajaba con

obstinación. Tenía tanto que olvidarque intentaba ante todo olvidarse desí mismo en su obra. Al cabo de dosmeses, durante el otoño, terminó eldintel interior, que el maestro Jean,no sin razón, le había pedido quecontinuara. Incluso realizó, para lasbocas de Ana y de Joaquín, unaescena encantadora en relieve bajoun pequeño tejadillo. Este dintel, unavez presentado al cabildo, fueaceptado por unanimidad; algunos loconsideraron una obra maestra. Cada

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personaje de aquel largo frescoparecía desprenderse de la piedrapara vivir su propia vida, hacergestos característicos y llevar ropasordinarias. Desprendían unasensación de fiesta grave y serena.

Vincent iba a dedicarse con elmismo ardor y la misma serenidad, eldía de las Santas Reliquias, altímpano central; sin embargo, en esemomento, inopinadamente resurgióun personaje: Jacoba.

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LIBRO IX

«Maestro, me habéis enseñadola luz, su ciencia y su magia. Erapara mí como todos los beneficiosde Dios; es tan evidente que nisiquiera se sospecha que puedadejar de ser. Y de repente , me haatravesado como una lanza; se haconvertido no solamente enrealidad, sino en gracia, y hebendecido a Dios por dispensarlatan ampliamente a los ciegos quesomos, a los que hay que arrancar

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una a una sus escamas para quesean sensibles a las evidencias.Aprender a amar la luz no essencillo. Requiere un aprendizaje delos sentidos antes que del espíritu.Captar la luz, tanto la del sol comola de una humilde candela en unamesa de trabajo, acariciarla,dejarse acariciar por ella,conservar en nosotros esos átomosimponderables que sólo tienenpoder sobre el espíritu y el alma esla primera etapa de un largocamino iniciático. Después hay queaprender a vivir con ella, a cada

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hora del día, impregnar los menorespensamientos, hacer que cualquieracción o reflexión sea como unaplegaria a la luz y, por lo tanto, aDios a través de ella, puesto que esla manifestación de su presenciaterrenal. Los hombres de antaño,los constructores de sombríasbasílicas a las que sustituyennuestras luminosas catedrales,ignoraban la luz o desconfiaban deella. Eran los herederos de siglos desufrimiento y de muerte; se hundíanen lo más profundo de la tierra, enlos sótanos, en las criptas, donde

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cada una de sus plegarias tenía elacento de un De profundis.Enterraban a Dios con ellos como aun cadáver, en un abismo detinieblas. Se enroscaban en ladesesperación que genera la femaquinal y sin calor. La revelaciónde los nuevos tiempos llegó con elarco ojival, gracias al genio de unhombre inspirado por Dios, cuyonombrehemos perdido, pero cuyaidea se desarrolla en el mundoentero como un ramillete de floresreflejadas. Aquel hombrecomprendió que era pecado

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aprisionar la luz o prohibirle elacceso a la casa de Dios;comprendió que había que construira su alrededor; darle unaestructura. El elemento esencial denuestras catedrales no es ni lapiedra ni la madera, sino la luz. Loque importa no es la jaula sino elpájaro, y tanto mejor si la jaula esbella y si el pájaro no encuentra enella una prisión sino un refugio.Maestro, me habéis enseñado aamar la luz menos por lo queexpresa de belleza que de divinidad.Habéis tomado en el taller del

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vidriero unos fragmentos de esevidrio grueso, irregular; lleno deburbujas y de pajas, imperfectocomo toda obra humana, y loshabéis elevado hacia el sol y hancaído al suelo, de forma oblicua,entre los grabados, pétalos de luz, yme habéis dicho:

"Lo ves, Vincent, el artistainterpreta el regalo de Dios, elmodelo, lo transforma para que elhombre sea más sensible a él. Deesta luz desnuda, imperceptiblepara el ojo en su finalidad divina,hace un ramillete. Has visto Saint

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Denis, Chartres, Senlis... Hasasistido a esas fiestas de luz quehacen más evidente a Dios y máspresentes a los fieles. Es la obra delconstructor, intermediario entreDios y los hombres… ".

Y me habéis hablado de NotreDame como nunca antes, y mehabéis suscitado, en la claridadgrisácea del coro que todavía huelea mortero fresco, un jardín dondeDios, la Virgen, Jesús, losarcángeles, los santos y losapóstoles encontrarán cadamañana, al hacerse de día, un rocío

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de luz para sus pies desnudos…»

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1La catedral de las nieves

Texto. El Rey descendíasuavemente hacia la muerte; parecíajugar con ella desde hacía años,regatearle los últimos días de suvida. Ya no era un rey. Apenas, unhombre. No salía de la cama, sóloconcedía una hora al día deaudiencias y le hacían creer que setrataba de cosas capitales. Un reflejode hombre, una ilusión de poder. Elque gobernaba, el que poseía el

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sello, era ese adolescente de miradaturbada, rostro socarrón, gestosnerviosos y decisiones bruscas,Felipe.

El día en el que el viejo rey llorópor la suerte de los judíos a los queel concilio de Letrán, presidido porel papa Alejandro, prohibía emplearpersonal cristiano, le dejaron llorar.Unas semanas más tarde, hubo quedecidirse a tomar en serio a aquelmoribundo, cuando, de la maneramás legítima del mundo, llamó a suconsejo y le dictó sus decisiones;quería que se reconociera a la ciudad

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de Étampes la existencia legal de unpreboste de la comunidad judía, conplenos poderes para arrestar yencarcelar a los deudores rebeldes,sin excepción.

—¡Es el mundo al revés! —protestaban en los corredores delpalacio—. ¡No solamente los judíosposeen la mitad de nuestras ciudades,sino que además podrán meter enprisión a aquellos de nosotros quetarden en pagar su deuda a esosusureros deshonrados por el Señor!

Se habló de declararle ineptopara ejercer el poder y cerrar su

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habitación. Y todavía gracias que nohabía extendido este decreto a París,pero era inevitable si no se hacíaalgo por remediarlo. Antes de quetomara aquella decisión draconiana,Luis escribió al papa Alejandro paraprotestar contra el decreto delconcilio referente a los sirvientescristianos. Dado que el Santo Padrese negó a obedecer, decretó, a títulode compensación, que los judíostendrían derecho, si no a levantarnuevas sinagogas en el reino deFrancia, al menos a reconstruir lasque amenazaban ruina. Era lo que

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sucedía con la de la calle de laJudería, donde pronto se puso enmarcha un equipo de albañiles.

Tímidamente, comerciantes,secretarios y médicos judíos seatrevieron a regresar al palacio y asacudirse todas aquellasmaledicencias que habían motivadosu evicción bajo la presión de laIglesia.

Ezra también se decidió, ainstancias de sus correligionarios.Estaba casi tan enfermo como el Rey,pero su talento seguía intacto. Teníala ventaja, al padecer una sordera

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profunda, de no oír las burlas y lasinjurias que lanzaban a su paso.Durante aquellos largos años desoledad y miseria, había continuadosus investigaciones y se dejaba lavista en escrituras ilegibles quecirculaban a escondidas desdeMontpellier, la capital de lamedicina occidental. De esta manera,pudo hacer beneficiar a su realpaciente de esta ciencia no empleaday aliviarlo, aunque comprendió aprimera vista que no había ningunaesperanza de curación.

La casa de la Petite Madian se

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volvió a abrir a la luz y a las visitas.Había de nuevo flores y cortinas enlas ventanas.

Un día de primavera, una semana

o dos después de la decisión delRey, Vincent se dirigió hacia lasinagoga, rodeada de andamiajes.Era una vieja construcción agrietada,verdosa, que parecía tan enferma yafligida como la imagen bajo la quela representaban en los edificios delos gentiles, con la cabeza baja, los

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ojos tapados y una cruz rota en elbrazo. Había mucho que hacer, perola riqueza de la colonia judía seocuparía de ello.

Las obras no habían interrumpidolos oficios. Justamente se estabacelebrando el del sabbat, porque erasábado. La sinagoga estaba llena arebosar y resplandecía de luces ycantos. Vincent iba a retirarse cuandolos primeros fieles empezaron adispersarse, una vez terminado eloficio.

Entonces fue cuando vio aJacoba. Avanzaba con su padre del

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brazo, vestida con una larga túnicagris perla, adornada solamente conun cinturón del que colgaba un bolsobordado; una caperuza de terciopelogranate le ceñía estrechamente lacabeza y la hacía parecer másdelgada. Al ver a Vincent, se dirigiódirectamente hacia él, después dedejar a su padre en compañía de ungrupo de correligionarios.

—No te imaginas lo buena que esla libertad —le dijo, como sicontinuara una conversacióninterrumpida una hora antes—. ¡Herevivido! Estos olores de París, esta

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luz, estos ruidos… Me parece que nolos había sentido antes. ¡Y tú estásaquí, Vincent! Me esperabas,¿verdad?

No se atrevió a contradecirla. Laesperaba. Decidió quedarse hasta elcierre de las puertas. Jacoba estabadelgada y pálida, pero emanaba deella esa especie de luz gris lechosade ciertas vidrieras. No añadió nada,se contentó con escucharla hablar, yella era inagotable, jovial y, envarias ocasiones, se puso a reírponiéndose la mano delante de laboca para ocultar un diente

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estropeado.—No has cambiado —le dijo él

—. Incluso eres más bella que antes.Ella emitió una risa seca.—¿Soy bella? ¡Ah, sí! Como un

nabo que creciera en un sótano. Escierto que hoy, en tu presencia, mesiento como antes, lo recuerdas, bajoel Olmo Rompecorazones. ¿Hasvuelto allí en mi ausencia?

Mintió y dijo que había vuelto,añadió que todos los días pasaba porla calle Port aux Oeufs o por la orilladel Sena, desde donde veía su casa.

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—La casa se había convertido enuna tumba —dijo ella tristemente—.Mi padre y yo vivíamos como si lamuerte estuviera en la puerta. Unavez estuve una semana sin sacar lanariz fuera. La pequeña sirvientaárabe de los Daoud nos traía lonecesario. Habíamos terminadoacostumbrándonos a esa especie deagonía. —Entonces, mirando la puntade sus zapatos de tacón gastado,añadió—: No te he olvidado. Amenudo, te he visto en la obra y hastame he cruzado contigo por la calle,pero no podías reconocerme, porque

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me bajaba la capucha al pasar cercade ti. Cuando habías pasado, mevolvía.

»Tengo que reunirme —dijovivamente— con mi padre. Sin mí,está perdido. ¿Sabes que tiene denuevo entrada en el palacio? Nuestrasoledad y nuestra miseria hanterminado. Me alegro de habertevisto.

—Nos volveremos a ver. Esnecesario. Podría ir a tu casa…

—No lo sé. Desconfío de estaespecie de felicidad, porque tengo lasensación de que oculta alto

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peligroso. ¡Perdóname! Salgo de unsótano y la luz me quema los ojos…

Cuando vio a Clémence, le contó

su encuentro con Jacoba.—¿La amas todavía?La miró con aspecto atontado.

Aquella pregunta no tenía sentido.No la amaba como antes; tampoco laamaba como a Tiphaine; las ganas deposeerla ni siquiera lo habíanrozado. En cambio, apenas se había

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marchado habría querido correr trasella. La necesitaba como al aire y ala luz.

—Sí —dijo Clémence—, creoque es eso, el amor. Te envidio y tecompadezco. Vas a sentir unafelicidad inmensa y sufrirás mucho.Lo que has experimentado conTiphaine no era nada al lado de esto,porque erais dueños de vuestrosdestinos. ¿Serás lo suficientementefuerte para asumir este sentimiento?¿Lo podrás conjugar con tu trabajo enla obra?

Él miraba ascender en el cielo de

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primavera los dos robustos pilaresdiseñados por el maestro Jean, quemarcaban la entrada del santuario yen los que descansaban las aristas.En el de la derecha, había un albañilencaramado, como una victoria aladaen la cumbre de una columna griega.

—De lo que estoy seguro —dijo— es de que con Jacoba ahora es avida o muerte. Nunca he podidoolvidarla. Siempre he tenido lasensación de que resurgiría y todocambiaría. Ha vuelto y es cierto quenada es como antes.

—Desconfía del maestro Jean. Si

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se entera…—No me puede prohibir nada;

además, tengo la intención dehablarle de esto. ¿Por qué ocultarlo?Ha pasado el tiempo en quefrecuentar a los judíos seconsideraba un crimen. El Rey…

—¡Lo sé! Pero ¿cuánto tiempo devida le queda? Cuando haya muerto yFelipe reine sin control, será otracosa.

Se negaba a considerar aquellaperspectiva. Estaba demasiadopreocupado por su recién estrenadafelicidad. Aquel encuentro lo había

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alterado hasta el punto de que noconseguía centrar la atención en eldintel medio del tímpano, que sedisponía a iniciar y que habríaterminado antes del final del verano;era aquel en que figuraban escenasde la vida de la Virgen, con laPresentación, la Anunciación, laVisitación, la Natividad, el Anuncioa los pastores, Herodes y los ReyesMagos…

Se lamentaba:—¿Cómo colocar a todos estos

personajes y estos acontecimientosen unas brazas? Los diseños que he

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realizado no me satisfacen. Todo esdemasiado rápido. La mirada corre,pasa de una escena a otra y no lograninguna emoción.

—Otros antes que tú —respondíael maestro Jean— han tenido dudas.Se podría dedicar todo tu pórtico a laNatividad y todavía te parecería quela mirada corre demasiado deprisa.Esto demuestra que estás apegado atu obra, pero debes saber dominar tuspropias emociones, porque, encualquier caso, lo que sientes, nadielo sentirá de la misma manera. Eltalento no es decirlo todo, sino

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traducir lo esencial. Un rostro deestatua marcado por la alegría, latristeza o la esperanza dice más quetodo un pórtico. Si trabajas conamor, ese amor se percibirá a travésde tu obra. —Tras coger el pliego delos diseños, añadió—: Tu primerdintel está cargado de personajes; encierto sentido, es cierto que el ojo sepierde en él y no retiene gran cosa.Deberías despejar el segundo demateria para que se produjera unaunión con el dintel superior, quecomporta solamente seis personajespero de mayores dimensiones.

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El maestro Jean afirmaba enaquellas palabras su gusto por elequilibrio. Sobre una base recia,robusta, colocar un piso más ligero ydespués otro todavía más ligero,hasta el arco ojival de los dovelajes,símbolo de inmensidad. La luz surgíade la menor de sus palabras; nuncahabía parecido tan dueño de su arte,tan cercano a la perfección hacia laque corría desde que había hecho suprimer esbozo. Decía:

—Esta catedral, que concebíayer, no es la que construiría hoy.Habría tenido que ser más audaz.

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Otros nos están superando.Tendríamos que haber previsto unpresbiterio más alto, flanquear elcoro con contrafuertes en lasbóvedas, concebir una fachada másancha y pórticos más majestuosos,pero habría topado con lasreticencias de la fábrica. Me gustaríaacabar rápidamente con Notre Damepara dedicarme a otra catedral sincaer en los mismos errores ytimideces.

Soñaba con aquella nuevacatedral, como si la primeracampaña fuera a iniciarse:

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—Debe primar el impulso —afirmaba, mientras febrilmenterealizaba un esbozo en un pedazo deyeso—. Esta catedral deberá ser unmodelo de equilibrio dinámico. ¡Laque construimos no da demasiado laimpresión de alzar el vuelo! Es unacatedral para los burgueses de unaciudad de comerciantes a los que lesgustan las cosas sólidas, fijadas en elsuelo, simétricas. A mí me habríagustado construir una catedral paralos poetas y los filósofos, en la quecada piedra fuera un sueño o unpensamiento, cada columna una

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plegaria, que suscitara una sensaciónde vértigo, en la que bastara penetrarpara sentirse bañado en Dios, cuyasparedes fueran vidrieras y destilaranluces del Paraíso. Mi fachada tendríaeste aspecto y le daría estadimensión a la aguja…

Un día, anunció que no sequedaría ni un año más en aquelParís que no le gustaba —a la vezSodoma y Babilonia—, donde habíaque esperar las limosnas de losbeatos para edificar la casa deMaría; al día siguiente, se preguntabasi necesitaría diez años para realizar

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el tran— septo y colocar sus dosgrandes rosetones.

«A veces, habla como AndréJacquemin», pensaba Vincent. Loenfrentaba discretamente a suscontradicciones y el maestro Jeanrespondía:

—A menudo, he tenido ganas depasar el trabajo a otro maestro deobras. ¡No faltan! Ahí tienes aGuillaume de Sens, por ejemplo, quevolvió de Canterbury lisiado, aunquelleno de vida. Pero tú estás aquí y nopuedo decidirme a separarme de ti.Eres mi única familia, mi único

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amigo verdadero. A pesar de Robin,me siento extraño con los Thibaud,en esa casa en la que sólo se hablade dinero y comercio, donde laprincipal preocupación del cabeza defamilia, desde la muerte de Bernarde,es asegurarse mediante donacionessustanciosas un lugar en el Paraíso ytener más tarde, en una de las torres,una campana que lleve su nombre.

Hablaba poco de ello, perosoñaba mucho con aquella «catedralde las nieves», como decía Vincent.Situada en el corazón de Noruega, seerigía ya en su cabeza su chorro

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poderoso por encima de los bosquesy lagos donde había pasado un añoen su juventud vagabunda, despuésde dejar su casa natal de Chelles.

—El dinero allí no falta —dijo—; tampoco se carece de mano deobra. Podríamos realizar la catedralde los tiempos futuros. No memarcharé, pero contigo, Vincent, todosería posible. Podríamos unir enDios nuestras soledades.

—¡No estoy solo, maestro, losabéis bien!

El maestro Jean lanzóviolentamente su carboncillo sobre la

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mesa de dibujo. Aquella judía estabadecididamente poseída por una cabe— zonería diabólica. ¿Quéesperaba? ¿Ignoraba que un cristianono puede casarse con una judía? Lohabían convenido no hacía mucho, ensus entrevistas secretas.

—No puedes casarte con Jacoba.La ley es formal.

—Por eso no pensamos en ello.Ella respeta mis creencias y yo lassuyas. ¡Somos libres de vivir juntos!

—El maestro de obras tieneprohibido el concubinato.

—Yo no soy maestro de obras;

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además, he puesto al prior Barbedoral corriente de mis relaciones conJacoba. No se ha opuesto.

Como consecuencia de aquelladiscusión, sus relaciones seestancaron. El único vínculo entreellos, además de su relación detrabajo, eraRobin, pero al muchachosólo le gustaba la compañía deVincent; por esa razón, su padresentía una amargura excesiva.

—Robin, ¿de dónde has sacadoeste modelo de follaje?

—El maestro Vincent lo hadibujado para mi.

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—Limítate a los modelos que yote doy. Éste es feo, plano, sinoriginalidad.

Cuando Robin le transmitía suspalabras, Vincent dominaba mal sucólera.

—Pues habrá que seguir laopinion de tu padre.

—Entonces prefiero renunciar.Me haré barquero o comerciante,como mi abuelo. O chantre, comoquería mi madre.

Robin se pasaba enfurruñado undía o dos y después reaparecía por la

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obra con un fajo de dibujos en lacintura.

No sería ni chantre nicomerciante…

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2Una vidriera para María

Texto. El Rey murió durante elotoño en su palacio de la ciudad, tandiscretamente como una hoja muertaque se desprende con el viento.

La vida del palacio no se viodemasiado afectada, pues Felipetenía edad para sustituir a su padreen el trono. Se había casado laprimavera anterior con una princesade Hainaut, Isabel, y quería despertaral reino de la modorra en la que lo

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había sumergido la interminableagonía del viejo soberano. Habíahecho de Thomas Becket su«campeón»; la sangre del mártir deCanterbury, víctima de los furoresdel rey de Inglaterra, lo perseguía. Sehabía prometido vengarlo.

Para la guerra que preparaba,faltaba lo esencial, un ejércitopoderoso y curtido. Aquello suponíauna opulencia financiera que noexistía. Sabía dónde encontrar eldinero, entre los judíos. Poseían lamitad de París; les obligaría arestituirlo.

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Uno de sus consejeros le habíasusurrado un método al oído; variosreyes de Francia habían recurrido aél en circunstancias similares. Losjudíos tenían los bienes y el dinero;se les expoliaban y se expulsaban; untiempo después, se permitía quevolviesen a instalarse y recuperaransu fortuna pasada con su negocio,después se les expoliaba de nuevo,antes de echarlos hacia los territoriosde los condes de Toulouse, donde losacogían con tolerancia.

Tiphaine se mostraba indiferenteal trabajo de Vincent; a Jacoba le

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apasionaba.Lo esperaba cada noche al

regresar de su trabajo. Habíarenunciado, como antes, a trabajar denoche, con la candela. Se marchabaal sonar la campana y, después de unrápido baño, pasaba a saludar aJonathan y a sus compañeros, quepreparaban, si hacía buen tiempo, sucomida al aire libre, pues la delrefectorio no siempre era de suagrado.

Todo el tiempo que duró laagonía del Rey, el anciano médicopermaneció en palacio, en un

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gabinete contiguo a la habitación delmoribundo, donde instaló suspertrechos, polvos, ungüentos ylibros de magia. La reina Adela iba aveces a visitarlo para que leexplicara la evolución de laenfermedad, que había empeoradocomo consecuencia de un regreso deSaint Denis con una lluvia helada.Todo aquel tiempo, Jacoba se habíaquedado sola en la casa de la PetiteMadian.

Envueltos en una manta, seinstalaban en dos sillones de mimbrey miraban los últimos navios que

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remontaban el río y los molinos deltemplo que se movían. El frío llegabapronto y, con él, ascendían olores demosto de la orilla, donde losburgueses acababan de limpiar sustoneles al acercarse la vendimia. Lehablaba de Jacquemin, al que habíanencontrado ahogado, encajonado enla rueda de un molino. Vaciló durantemucho tiempo en contarle sus amorescon Tiphaine y fue ella la que se lopidió. Evocaban las noticias del día,que Jacoba recogía en el palacio,donde todos los días acudía a visitara su padre. Eran inquietantes. Con la

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complicidad de la reina Adela, quehabía aceptado mal el matrimonio deFelipe con la princesa de Hainaut, unejército inglés había desembarcadoen Normandia, pero el tratado deGisors había cortado su impulso yParís respiraba.

Hablaban a menudo de la obra.Jacoba no lo había perdido de

vista aquellos últimos años en quehabía estado sola después de suaventura frustrada con Simon Güel,que después se había casado y habíahecho tres hijos a la maciza hija deun judío español.

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Jacoba subía a menudo por unaestrecha escalera de caracol hasta lastribunas de la vieja basílica de SaintÉtienne. Por una abertura practicadaen una vidriera rota, vivía unmomento la existencia cotidiana de laobra. Incluso conocía a algunosmaestros, compañeros o peones, porsu nombre e imitaba para divertirseal operarius Galeran cuando hablabacon ellos. En invierno, a veces sequedaba hasta la noche, miraba, conun nudo en la garganta, cómo seencendía la candela de la cabaña deVincent y a los compañeros de

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Jonathan que abandonaban el recintocon gran ruido y cantos. Habíaseguido los avances de laconstrucción y sus avatares; estabaallí cuando se desprendió una clavede vuelta y estuvo a punto de aplastara un grupo en el que se encontrabaVincent; las peleas no se le habíanescapado, las del maestro Jean yGaleran o las de Barbedor y eltemplario—banquero. También habíavisto a la madre de monseñorMaurice. Por la tarde, miraba con unsentimiento de piedad a esoshombres que subían negros de barro

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y cruzaban de nuevo el suelo de laisla para establecer los cimientos deltransepto.

Vincent le mostraba sus bocetos,sus dibujos inacabados y discutíanlargamente sobre ellos.

Tenía un sentido innato delequilibrio de formas y volúmenes.No le gustaba demasiado el dintelsuperior del pórtico de santa Ana, elque representaba la Anunciación y elnacimiento de la Virgen. Lospersonajes parecían enojadosalrededor de la cama, que ocupabademasiado lugar; los espacios vacíos

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que cruzaban los alveolos parecíandestinados a servir de nido a losángeles; Herodes tenía aspecto deaburrido en su trono… En cambio, legustaba el dintel inferior, su multitud,su animación, y sobre todo eltejadillo bajo el que Ana y Joaquínintercambiaban sus promesas.

—Quizás estoy equivocada —ledijo—. Es posible que estos detallesque no me gustan sean necesariospara el equilibrio del conjunto delpórtico…

—También es posible que tengasrazón, pero este pórtico debe

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respirar. Es necesario que circule elaire entre los personajes, que, delamontonamiento del dintel inferior,nazca cierta libertad de movi—mientos que se desarrolle librementeen el tímpano. El maestro Jean estáde acuerdo conmigo. Incluso era suprimera idea. Todo parte de la tierrapara ascender al cielo a la vez que sealigera. Los dovelajes ayudarán asuscitar esta idea de impulso, deinfinito, de empíreo…

Tampoco le gustaba demasiadola contradicción entre la curvaturasuperior del tímpano y la ojiva que la

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prolongaba. Parecía un arreglo torpe.Aquí, Vincent estuvo a punto deenfadarse, pero se calmó porquesentía que Jacoba tenía razón. Intentójustificarse; aquel detalle constituíala transición entre las épocas antiguay moderna, entre la curva y el arcoquebrado. ¿Acaso ella no erasensible a la evolución entre la línearecta de los dinteles, la línea curvadel tímpano y el impulso ojival?

Jacoba sonreía con indulgencia yle daba la razón. Se reían, seabrazaban y hacían una comidita deenamorados en la penumbra del

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huerto. La tórtola picoteaba lasmigajas en la mesa. Ya no sentían laintensa hediondez del río, no oían losgritos de los estudiantes ebrios quegolpeaban las puertas de los judíos yse meaban en los postes, ya nosentían el frío que caía de las ramasbajas. En la penumbra, una luz matese desprendía del rostro de Jacoba yde su mano, que acariciaba lagarganta de la tórtola dormida en suhombro.

En su primer encuentro, tuvo queinsistir para que ella le permitierapasar la noche bajo su techo. De

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ordinario, la pequeña sirvienta árabede los Daoud era quien cuidaba deella desde que unos granujas habíanintentado, tras amontonar leña,incendiar el portal que daba a lacalle. Pasaban largas nochestranquilas y prudentes, se amaban sinfiebre, pero intensamente, y sedormían uno en brazos del otro.

Para evitar atraer la atención,Vincent se marchaba antes delamanecer. En esos momentos, sedetenía unos instantes para mirar loscolores de vidriera que adquiría elrío hacia el oriente.

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—¿Has reflexionado bien,

pequeño? ¿Qué quieres ser, escultoro vidriero?

El maestro Clément estabasentado cerca de Robin en un tocónde haya y se secaba la frente. Era unhombre viejo con un rostro lleno dearrugas profundas, que parecía habersido cocido al horno. En aquellaarcilla parda, se abrían unos ojos deun azul argénteo, bordeados por unos

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párpados rojos. Al hablar, seacariciaba una barba un pocoalocada.

—¿Quieres que te lo explique?Bueno. Espero que el maestro Jeanno se lo tome a mal. Estáenfurruñado, estos días… ¿Ves loque estamos metiendo en aquellaespecie de cabaña de arcilla montadasobre un armazón de hierro? Es haya.¿Por qué? Pues porque el haya da unallama clara y muy caliente, y seutiliza su ceniza para fabricar vidrio.

Se levantaba, se dirigíabalanceando los hombros hacia un

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obrero y se ponía a insultarlo congrandes gritos, que a veces parecíanmugidos, cuando el manguito quesalía del horno estaba demasiadocaliente o demasiado frío, cuando elaprendiz no ponía suficiente nervioal remover la mezcla de arena,ceniza y colorante o cuando unaplaca desenrollada con la varillaestaba «fría como el culo de un viejomonje» y podía romperse…

Regresaba refunfuñando y sesentaba al lado de Robin. Había quetener la mirada y el ojo en todo, estaren diez lugares al mismo tiempo,

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como el buen Dios, protestar cuandose tenían ganas de reír, y gastarbromas cuando habría sido necesarioprotestar, porque aquella gente eramás susceptible que el diablo.

—Es todo un trabajo mantenerlosen el equipo. Ves aquel flacucho deallí, es un italiano, Gino. Un maestroen su trabajo, que es el azufrado. Elgordo es un español de Toledo,Sancho. No tiene igual paradesenrollar los manguitos. El bajitopelirrojo que transpira como tocinoal sol viene de Flandes y tiene muymal carácter. Para sujetar bien las

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riendas, hay que hablar tres o cuatrolenguas y otros tantos dialectos.¡Habría hecho fortuna como traductoren la torre de Babel!

Señalaba el tejadillo de ampliasdimensiones que los carpinteroshabían construido la primavera delaño anterior, bajo el que trabajabancon lentitud y aplicación el maestrovidriero y sus compañeros.

—Aquéllos, pequeño, son la flory nata. Hay que hablarles como aeminencias, llamarles «maestro» acada paso y evitar empujarlos comosi fueran tan frágiles como el vidrio

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que manipulan. Ahora estántrabajando en la coronación de laVirgen en las maquetas del maestroJean. No es el momento de ir ahacerles cosquillas en los pies. ¡Yaviste cómo te recibieron ayer cuandopisoteaste sus fragmentos!

Trabajaban sin una palabra, conrecogimiento, algunos en un bancoblanqueado con cal, donde cortabanel vidrio con la ayuda de un hierrocaliente, a tamaño natural. En aquelámbito mágico, la creación adquiríavisos de Génesis. Cuando el sol de lamañana tocaba el vidrio de aquella

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caverna, formaba una hoguera deluces irisadas.

El maestro Clément fue a sacudirlas pulgas a un soplador o a unmezclador y regresó con unfragmento.

—Lo ves, pequeño, este pedazode vidrio parece insignificante y note agacharías en la calle pararecogerlo. Sin embargo, henecesitado muchísimos días y nochespara encontrar este color. Enapariencia, ¿qué ves? Vidrio blanco,lleno de burbujas, defectos ehinchazones, pero eso no es nada y

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no se verá cuando la vidriera estésuspendida en pleno cielo. Lo queimporta es la luz que filtra, y esnecesario que la vidriera sea tanluminosa en tiempo de lluvia como alsol. ¡Esta es la clave! Este vidrio noes blanco, pequeño, es nacarado.Encontré el secreto en mi taller deChartres, hace cerca de cuarentaaños, después de haber removidomontones de mezclas en mi atanor.¡Con todos los vidrios que he rotoporque no me satisfacían habríapodido hacer un gran rosetón! No mepreguntes por la composición de la

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mezcla. No se la he revelado a nadie.Quizás el día que muera, y no acualquier inútil. Lo que puedodecirte es que hay que echar en elcrisol unas gotas de spirit us mundi yuna onza de polvo de la madreCelestina.

Robin estaba allí el día que seinstaló en el coro la vidriera de laVirgen. Un acontecimiento. Todo elcabildo estaba presente; estaba elobispo, a pesar de su reumatismo, ylos maestros y los compañeros. Elchico se puso entre Vincent y supadre.

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Engastados de plomo, envueltosen una toalla y atados con cuerdas,los paneles se izaron uno a uno contodo lujo de precauciones hasta laclaraboya, donde los elementos de unarmazón de metal entrecortaban elespacio de una ventana detrás de losligeros andamiajes. Con la barba alviento, el maestro Clément presidíala operación. Se le escuchaba lanzarórdenes e insultos, afanarse al ralenticomo si temiera que un movimientodemasiado brusco hiciera estallar unpanel. Los obreros pusieron tantointerés en la obra que, al llegar la

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noche, la vidriera estaba totalmentemontada.

Robin regresó solo a la obradesierta cuando todavía quedaba unreguero de luz en el cielo. Conocíalas vidrieras de Saint Denis y las deChartres, pero ninguna le parecía tanbonita como aquélla. Engastada en elbloque de piedra y de noche, era casitan luminosa como en pleno día.

—Mira bien —le había dicho elmaestro Clément— el color azul. Noencontrarás el mismo en ningunaparte. ¡Me dio muchos problemas!

Había caído la noche y Robin

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todavía estaba allí, sentado en uncapitel desechado, con los puñosentre las rodillas, sobrecogido poraquella soledad, aquel silencio,aquella inmensidad vertical, como enel centro de un planeta muerto que sedirigiera a través del espacio haciaun paraíso lejano.

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3El oro de Israel

Texto. La noticia no tardó enfranquear los muros del palacio; eljoven rey acababa de publicar unedicto contra los judíos, pero a losrumores todavía les faltabancoherencia y precisión. Segúnalgunos, el Rey se contentaría con unimpuesto excepcional sobre sufortuna y sus bienes para financiar laguerra inminente contra losPlantegenet; según otros, todos los

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judíos serían expulsados de París yde la Ile de France; algunos inclusoaseguraban que serían encarcelados,totalmente expoliados y, finalmente,quemados.

Aquella mañana de febrero,Vincent estaba ocupado dando elúltimo toque al friso de templos ycastillos en miniatura que había entreel dintel superior y el tímpano delpórtico de santa Ana cuando lasirvienta mora de la familia Daoudllegó para traerle una nota, que ledeslizó entre dos tablas del recinto.El viejo Ezra estaba retenido en el

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palacio bajo vigilancia, quizásencarcelado. Daoud se habíaenterado la víspera, cuando volvíade entregar una pieza de ropa parauna dama de honor de la reina madre.Pudo cruzar tras bastantes apuros lapuerta que daba al edificio llamadola sala del Rey y el Pont au Change.Cuando un oficial del prebostazgo lointerrogó, le dio un nombre conresonancias italianas y respondió conseguridad que regresaba de ver a laReina y que era lombardo. No lastenía todas consigo; al menor fallo,lo habrían retenido en palacio como

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sospechoso. La Reina lo habíaavisado discretamente; iba a ponerseen marcha una amplia operación.Añadió:

—Felipe está loco, mi buenDaoud. Primero, se casa con esa hijade los Hinaud. Después, la toma conlos judíos, que su padre protegía yque son una de las fuentes de lafortuna real.

Vincent abandonó su trabajo ycorrió a casa de Ezra. Jacoba estabaausente. En casa de los Daoud, lahabían visto partir en dirección alpalacio por la calle de la Pelleterie,

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después de que mandara a lasirvienta llevar la nota a la obra. Nisiquiera se había tomado la molestiade ponerse el abrigo, aunque caía unanieve blanda y helada.

A pesar del tiempo, unos gruposparados en la calle de la Barillerie yhasta los alrededores del palaciohablaban en voz baja paseando sobrelos transeúntes miradas inquietas.Algunos jinetes circulaban al galopegritando órdenes en ráfagas:

—¡No os quedéis aquí!¡Dispersaos!

Rozando los muros, Vincent

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consiguió llegar a la placita queprecedía a la entrada principal,guardada por un cordón de soldados,con las piernas separadas y la lanzacruzada sobre los muslos. Divisó aun capitán y le preguntó si habíavisto poco tiempo antes a una mujercuya descripción le dio. El capitánasintió. Seguramente sería aquellajudía muy flaca que organizó unescándalo al querer reunirse con supadre.

—¿La conoces? ¿Quizás eres unode sus correligionarios? ¡Ven a darexplicaciones al prebostazgo!

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—Primero me gustaría ver alcanciller Gautier Barbedor. Trabajoa sus órdenes en la fábrica de NotreDame. No le gustará demasiado queme retengan prisionero.

—¡Entonces sigue tu camino! Encualquier caso, si eres judíoterminaremos por atraparte. Laspuertas de la ciudad están vigiladas.

Trapaceando un poco, Vincent seenteró de algunas noticias; se tratabasobre todo, en la mente del Rey, de«hacer vomitar a aquellos cerdos»que «engordaban sobre el estiércolde la miseria pública», de

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encarcelarlos, de obligarlos aabandonar al tesoro real todo lo quehabían adquirido indebidamente; noles soltarían hasta que no les quedaramás que la camisa. Sin embargo —prueba de que se mostraba indulgente—, les autorizaría a volver acomprar su mobiliario…

—Somos demasiado buenos —dijo Vincent—. Si fuera el Rey,expulsaría a esa ralea fuera del reinocon una camisa por todo equipaje.

—Entre nosotros, parece teneresa intención, pero cada cosa a sutiempo. ¡Apuesto a que sois uno de

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los deudores a los que la juderíaasedia y chupa la sangre!

—¡Justo! Sería para mí el colmode la felicidad que se pudiera hacerpasar un mensaje a esta usureradiciéndole que no olvidaré susservicios puesto que mi deuda havolado con ella. Me llamo Vincent yella Jacoba.

—Nada más fácil, amigo. Vuestrapetición tendrá respuesta.

Vincent le deslizó una moneda enla mano y se fue, chapoteando en elbarro de aquella mañana de nieve,que tenía los colores del crepúsculo.

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—Me ha llegado la noticia —

dijo el maestro Jean—. Compadezcosinceramente a Jacoba, y también ati.

Vincent no conseguía calentarse.El frío se aferraba a él por todaspartes, lo penetraba y lo hacía tiritarsobre la estufa de arcilla.Lentamente, levantó la cabeza.

—Hipócrita —dijo con dureza—. Estáis exultante. Es vuestro

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triunfo. ¡Aleluya! ¿Habéis hecho loposible para separarme de Jacoba ycuando el Rey viene en vuestra ayudalo lamentáis? Estoy vencido, sí, peroahorradme vuestras jeremiadas.

—Eres injusto. Todo lo que teafecta también me influye a mí.

—Deseáis verme solo paratenerme mejor bajo vuestra férula.¡Pues así es! Pero os hago saber quevoy a remover cielo y tierra parahacer que liberen a Jacoba. Ya hehecho lo necesario para que sepa queno la abandono.

—Te ayudaré. Dime qué puedo

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hacer. Con la intervención deBarbedor, que goza de ciertaautoridad desde que ha sidonombrado canciller…

—Sabéis que no puede hacernada. No se comprometerá ante elRey manifestando su simpatía poruna judía cuya existencia sólosospecha— ba… Sin embargo,podríais ayudarme acabando elpórtico. Quedan algunos detalles queno os requerirán ni demasiado talentoni demasiado trabajo: el friso de lostemplos y los castillos del dintelsuperior. Yo renuncio. Mientras

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Jacoba no sea liberada, me niego atocar mis herramientas. Simplementele pediré a la fábrica que me concedala gracia de encargarme el trabajomás ingrato y más penoso, laremoción de tierra de los cimientosdel transepto cuando la obra sereanude. Hasta entonces, me lasarreglaré para subsistir.

La mayoría de las casas se

habían quedado desiertas. La batidade los judíos había vaciado la Petite

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Madian, como casi todas las moradasque ocupaban en París.

El grueso de la operación tuvolugar el sábado siguiente a lapromulgación del edicto real. Eloficio del sabbat se desarrolló enpresencia de una multitud de fielesque no habían encontrado lugar en sutotalidad en la sinagoga y se habíanquedado en el exterior, protegidospor los andamiajes.

Cuando el oficio tocaba a su fin,surgió un grupo de jinetes y hombresa pie, que bloquearon todas lascalles alrededor de la basílica y

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cogieron a toda la judería paraconducirla a las prisiones delpalacio y del Châtelet en un atrozconcierto de plegarias ylamentaciones a las que respondíanlas burlas y las lapidaciones delpopulacho.

Vincent había desaparecido de laobra. El maestro Jean lo mandóbuscar por la Cité y más allá,interrogando a los capitanes delprebostazgo e incluso al preboste enpersona. Vincent no se podíaencontrar.

Una atmósfera de motín reinaba

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en la capital, bajo el cielo pesado definales de febrero. Grupos depordioseros asaltaban las tiendas,que robaban o incendiaban cuando nopodían forzar la entrada, a pesar dela intervención de los soldados delprebostazgo. Todo un barrio de Beau—Bourg ardió y sólo gracias a laintervención providencial de unaguacero el incendio no consumió lacuarta parte de la ciudad.

El obispo Maurice solicitó delRey la liberación de una parte de loscautivos para asegurar la vigilanciade las casas. Felipe se negó a

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escucharle. Parecía saborear condiabòlica alegría el espectáculo deaquellos desgraciados que tenía a sumerced y con los que habría podidoprovocar un holocausto en la plazapública, como se hacía con loscátaros en las tierras del conde deToulouse. Por la tarde, iba a oírlos«cantar» en su prisión, como éldecía: un ruido tan agradable a susoídos como el tintineo de lasmonedas de oro.

Los responsables de lacomunidad habían pedido que lesrecibieran. Felipe aceptó, pero

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permaneció insensible a sus quejas.¿Qué querían ahora? ¿Acaso nohabían engordado durante décadascon el sudor y la miseria del pueblode París? El régimen de pan duro yagua les sería beneficioso.Replicaban hablando de los niños alos que les faltaba leche y élcontestaba que algunos niñoscristianos de París estaban en lasmismas condiciones y que no por esoiban a importunarlo. Paciencia…Paciencia… Se iban a tomar nuevasmedidas. No precisó cuáles.Mientras tanto, podían considerarse

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privilegiados; el tesoro realproveería la subsistencia de losprisioneros. ¿No era aquello untestimonio irrefutable de caridadcristiana?

Vincent se hizo con una reservade víveres para una semana, atrancóel portal y se encerró en la casa deEzra. Para no traicionar su presencia,evitó encender fuego de día, sólo laestufa de la habitación de Jacoba.

Jacoba…Respiraba por todas partes su

presencia, sensible en todo momentoy lugar. Estaba cerca de ella, en ella.

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Interminablemente, pasaba de unahabitación a otra. En la soledad quese había impuesto, la modestamorada adquiría dimensionesconsiderables.

Se pasaba horas sentado en elsillón de mimbre de Jacoba, leyendoel pequeño Virgilio en el que ellahabía escrito anotaciones al margencon su fina escritura nerviosa. Ya noveía el río color de turba, las nubesque pesaban sobre las viviendasamontonadas en los dos puentes,aquella nieve que no dejaba de caer,de día y de noche, fundiéndose a la

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vez. Un viento de viñas y olivossoplaba sobre las colinas ardientesdelLatium; el verano latino poníaluces de vidriera en el horizonte,donde vacilaban, al calor de lasquintas blancas como la tiza, templosde mármol y de oro: «A ti te cantaréahora, oh Baco, y contigo a las viñas,los huertos y el fruto tardío del olivo,porque todo aquí está lleno de tusriquezas…».

Se le ocurrió la idea de que teníauna curiosa manera de «removercielo y tierra». Bruscamente, pensóen Tiphaine. Habían roto de común

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acuerdo y nada se oponía a que lepidiera ayuda.

La buscó buena parte de la nochea través de la Cour des Miracles y laencontró de madrugada con la ayudadel consejero del coesre, en lamorada donde vivía desde hacíapoco con Jehan Barbe, en la calleRoi de Sicile, justo detrás de laabadía de Thiron. El Rey de losRibaldos la había instalado como auna princesa; tenía un jardincito, tressirvientas y dos perros.

Tiphaine no se sorprendió enabsoluto; simplemente pensó que

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habría podido pasar por casa delbarbero.

—Iba a desayunar —dijoalegremente—. Si te apetece… ¡Haypara cuatro!

No se hizo de rogar y le hablólargamente de Jacoba.

—Estoy al corriente —dijo—.Las prisiones están llenas de judíos ytu amiga está entre ellos. Así pues,¿qué podemos hacer?

—Puedes hacer mucho. Si no tú,al menos Jehan Barbe. Tiene muchainfluencia ante el Rey, y…

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—Y el rey confía en él, pues losdos sienten el mismo odio por losjudíos. No aceptará intervenir paraque liberen a tu amiga, pero lehablaré de ello, te lo prometo.

Al levantarse, estaba radiante,bajo su cabellera morena llena dereflejos en la madrugada. Laopulencia le sentaba bien; se habíaredondeado; emanaba de ella unaserenidad que nunca le había visto,pero la prefería como era antes, dura,ardiente, amarga…

—Pareces feliz —le dijo.—¿En qué lo ves? Es cierto, no

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me falta nada y mi marido es unamante perfecto. Espero un hijo.

—Te he echado mucho de menos.Ahora ya no. Con Jacoba, heconocido una dicha que bastaría parallenar tres vidas.

—Pronto la volverás a ver. ElRey no tendrá a la tribu en prisióndurante meses. Tampoco hará unahoguera con ellos en la plaza deGrève, como Jehan desearía.

Se despidió de Vincent con unarisa un poco tonta.

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Llegaron una noche, durante la

primera semana de marzo, unos díasantes de la reapertura de la obra. Ungrupo de una docena de granujas.Había anochecido hacía poco cuandointentaron forzar el portal.

Vincent se despertó sobresaltadoy bajó al huerto, armado con el puñalque Jacoba guardaba siempre alalcance de la mano. Se decía: «No seatreverán a forzar el portal. Seguiránsu camino y se irán a otra parte».Tuvo que cambiar de opinión al oír

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los primeros ataques violentos,acompañados de juramentos. A pesarde las dos viguetas que la reforzaban,la puerta voló en pedazos, dandopaso a un río de luces bailarinas ygritos de victoria. Vincent tuvo eltiempo justo de meterse detrás de unmatorral de boj para dejar pasar a lamarea de saqueadores, que seprecipitó en la morada, iluminada enunos instantes en sus dos plantascomo para una fiesta.

Los pordioseros llevabancarretas, que arrastraron hasta lapuerta de la casa, y la gran mudanza

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se inició con alegría. El humildemobiliario de Ezra se amontonópieza a pieza en los vehículos, quepoco a poco iban saliendo haciaSaint Pierre des Arcis, dondeparecían reunirse.

El asunto se despachó conrapidez. Aunque la mayoría estabaebria, no parecía ser su primerintento, a juzgar por la precisión desu método. Bastaron tres carretas. Enla primera, iba la cama de Jacoba,que Vincent reconoció por sus piesesculpidos. El atanor del viejomédico, sus retortas y sus tarros se

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unieron a ella.—¡Y ahora —dijo una voz—, a

casa de los Daoud! Es la casavecina. ¡Esos son ricos!

Era un guardia del prebostazgo,un enclenque que se agitaba mucho.Cuando la última carreta abandonó ellugar, avanzó hacia el matorral dondeVincent se había refugiado. Se abrióla bragueta y se puso a orinar con unsuspiro de alivio, tomándose sutiempo. Cuando terminó, Vincentsaltó y le puso el puñal en lagarganta.

—Un gesto y eres hombre

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muerto. ¿Quién os manda? ¿Eh?¡Responde!

El guardia se puso a gimotear,intentó coger su puñal, pero no fuecapaz de resistir.

—¡Responde! ¿Quién te envía?¿Quién dirige este pillaje? ¿JehanBarbe?

Era él. El hombre asintió, hizo unesfuerzo para liberarse, pero la hojapenetró en su carne.

—¿Por qué la toma con losbienes de los judíos?

—¡Ésta sí que es buena! Los

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tiempos son duros y la venta de losmuebles proporciona un poco dedinero fresco. ¿Nunca habéis tenidohambre y ganas de robar, vos?

—¿Le corresponde una parte?—Si sólo tuviera su tratamiento

para vivir… Para él, el edicto real esun asunto de oro. Se lleva loscuartos, el infeliz, y nos deja losrestos. Pero somos nosotros los quehacemos el trabajo. Todo esto esentre nosotros. Yo os juro que nocontaré este incidente.

—No tendrás ese placer.Vincent le cortó limpiamente la

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garganta. Nunca se habría creídocapaz de realizar aquel acto. Pusotanta convicción y fuerza tranquilaque se sorprendió de que fuera tansencillo matar a un hombre a sangrefría. Lo arrastró por los pies y loechó al río, después regresócorriendo a la casa. En la gran salade abajo, los granujas habían tiradotodos los libros que habían podidoencontrar y que no tenían ningúnvalor a sus ojos. Los quemaron,convencidos de que el fuego secomunicaría a la casa de aquel«cerdo judío». Vincent consiguió

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apagar el incendio y salvar la mayorparte de los manuscritos copiadospor la mano de Jacoba, entre los quese encontraban las Geórgicas deVirgilio.

Al otro lado del muro, la casa delos Daoud era ya una hoguera y seescuchaban los gritos del viejo, quese había quedado en la plantasuperior y que encontraron sobre lahierba por la mañana, en la nievehelada, con la columna rota por lacaída.

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4La esfera

Texto. —¿Te mantienes firme entu idea? —preguntó el maestro Jean.

—Más que nunca —respondióVincent—. No quiero un trato defavor. Terraplenador, seréconsiderado y pagado como unterraplenador.

—El obispo ha intervenido denuevo ante Felipe. Ha sido inútil.Ese reyecito se comporta como untirano de Roma. Goza de su

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pretendida victoria contra la juderíacomo si matara de nuevo a ese padreal que aborrecía.

—No es con plegarias con lo quese doblega a una joven fiera comoFelipe, sino con amenazas. Se diceque, desde aquella noche en elbosque de Compiège, no anda deltodo cuerdo y se comporta de formaextraña con las mujeres, tanto con lasuya como con las demás. Desprecioa ese nuevo Nerón.

Vincent guardó las herramientasen su cofre con algunos efectospersonales, acarició la mano del

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último rey mago que había esculpido,habló de dovelajes, de derrames, demontantes y de entrepaños con unagran emoción en la voz. Ahora estabaen las manos del Padre; si decidíadevolver la libertad a Jacoba,volvería a su trabajo.

Una vez en los cimientos, pensóen su padre, en su espalda destrozadaal subir de la fosa, cubierto de barro,con la mirada perdida y la cabezallena de sus praderas, de sus camposy sus bosques de Li— musín. Vincentera más robusto que él, pero, sinninguna práctica en el trabajo que se

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le pedía, sufría más. Fiel a supromesa, rechazaba cualquier favor,e incluso despreció la proposicióndel maestro terra— plenador —uninfeliz— de asignarlo a laconstrucción. Ninguna tarea leparecía demasiado dura y demasiadorepugnante. Decidió quedarse en elfondo, chapotear en aquella agualodosa, llena de espuma, que surgíade los fondos primarios. Suscompañeros de trabajo lo miraban alprincipio con conmiseración,después pusieron caras dereprobación y terminaron por

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detestarlo porque exageraba. Locomprendió y puso freno a su celo.

Cuando empezaron a colocar laspiedras de los cimientos, uncompañero encargado de laconstrucción le dijo:

—¿Qué intentas expiar, amigo?¿Has cometido un pecado mortal?¿Entonces? ¡No morirás por eso!Conocí a uno como tú en la obra deSenlis, que se mataba trabajandoporque había engañado a su mujer yella había muerto de tristeza. Muriótambién, pero de agotamiento, con lanariz en la mierda. Era como tú, alto,

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fornido, pero muy joven. ¡Tú estarásmuy mayor cuando te lleven a lamorgue del hospital, con los pies pordelante!

Llevaba una existencia de bestiade carga. Cuando subía, a mitad de lajornada, estaba tan cansado que nisiquiera sentía hambre. Sólo teníafuerzas, por la noche, después delavarse en la cubeta con suscompañeros, de arrastrarse hasta lacasa de Jacoba, donde se tumbabasobre un haz de paja y se lasarreglaba para relajar lasarticulaciones dolorosas antes de

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conciliar el sueño. Levantarse era unsuplicio. Con la cabeza llena decuajarones de sueño y los miembrosdestrozados, bajaba a lavarserápidamente en el Sena. Se habíadejado crecer la barba y la tenía tanllena de barro que estaba rígidacomo un puñado de ramitas de pino.

Al pasar por delante de lascabañas, se enderezaba, afirmaba elpaso, saludaba al maestro Jean, quele dirigía un signo de ternura, y sealejaba a paso lento con la esperanzade oír que lo llamaba para decirle:«Tengo noticias para ti…».

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Cavar con la pala, el pico, lasmanos, llenar pesadas herradas demadera, llamar a los muchachos deltorno con un silbido, esperar, con laespalda pegada a la arcilla viscosa,que la herrada volviera a bajar vacíay después continuar, con las manosrígidas por el esfuerzo, los tobillosmolidos por el frío…

Una mañana, el pico desenterróuna piedra con un caparazón de tierrablanda. La guardó y la subió al sonarla campana del mediodía. Se instalócon la espalda al sol y quitó la tierra,rascó la piedra que aparecía poco a

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poco, desnuda y blanca, y terminólimpiándola con agua. Era unacabeza de Marte o de Mercurioperfectamente intacta, como siacabara de nacer del vientre de latierra, de sus flemas y su espuma. Lasuperficie era lisa, sin la menorherida, con un lujo de detalles en ladiadema y la cabellera. «¡Buentrabajo, compañero!», pensó. ¿Quiénhabría tallado aquella piedra, unabonita pieza caliza bien compacta deNormandia? ¿Qué pensamiento habíaguiado su trabajo, qué manos, conqué herramientas, para qué templo

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dedicado a qué dios pagano? Vincentse sintió de pronto emocionado hastalas lágrimas ante aquel signo dereconocimiento que un desconocidole dirigía a través de los siglos.Pasarían siglos y siglos, quizámilenios, y otros hombres buscaríandetrás de la imagen de la Virgen, deMaurice de Sully o de GautierBarbedor, la identidad del hombreque las había esculpido.

Un día de abril, el maestro Jeanle dijo:

—Has aguantado un mes, noaguantarás un mes más. ¡Mírate!

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Estás delgado como un lobo, sucio yenfermo. ¿Y tus manos? ¿Todavíapodrás dominarlas cuando vuelvas atu lugar en la cabaña? No he tocadotu pórtico. Tú lo terminarás.

Para Santa Catalina, unos díasantes de la Ascensión, el maestroJean le dijo:

—He recibido noticias delpalacio. Es posible que el Rey liberea los judíos dentro de poco. Si lohace, será para la Ascensión. Elpropio Barbedor me lo ha dicho.

—¡Ya lo veremos! —renegóVincent.

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No lo creía. Se negaba a creerlos rumores vagos, aunque vinierandel canciller. No era la primera vezque ese tipo de palabrerías corríapor París; en cada ocasión, despuésde la esperanza, llegaba la amargadecepción. Aquella vez, Vincentestuvo de acuerdo en que la noticiaparecía más digna de crédito. Elcanciller no habría revelado unanoticia de aquella importancia singarantías. A mediodía, se dirigió a lasala de bocetos. El maestro Jeanestaba ausente. No regresó hastamitad de la tarde, corrió a los

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cimientos y se inclinó sobre la fosa.—¡Sube, rápido! —le gritó—. La

liberación ha empezado. Corre acasa de Ezra, lávate y espera. Enprimer lugar, liberarán a las mujeres.

Titubeando de fatiga y alegría,Vincent se marchó hacia la PetiteMadian. El aire era ligero y suave, elsol dócil, los huertos olorosos.Jacoba todavía no había llegado.Bajó hasta el arenal, saludó a lospalafreneros que, a unos pasos deallí, abrevaban a los caballos y selavó por completo. El olorrecuperado del jabón lo reconcilió

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con la vida.Arregló un poco la casa, intentó

leer algunos Salmos de Davidchamuscados por el fuego, pero susojos no soportaban la danza de laspalabras y sus sentidos se le hacíanextraños. Se durmió sobre laalfombra de paja que le servía decama, se despertó al oír a la tórtolade Jacoba que arrullaba cerca de sucabeza para reclamar grano y sevolvió a dormir.

En mitad de la noche, se despertóal sentir una mano que le acariciabael rostro.

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—No te muevas —dijo Jacoba—. Soy yo. Sabía que me esperarías.Continúa durmiendo, amor mío.Hablaremos mañana. Yo tambiénestoy muy cansada.

Se deslizó contra él y se cubriócon la manta. Como temblaba, él latomó en sus brazos. Llevaba encimael olor de la miseria y la prisión.

—¿Y tu padre? ¿No te haseguido?

Ella se puso a sollozar, con lacara en su cuello.

—No ha podido soportar suencierro. Murió hace una semana.

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Ahora estoy sola.—No —dijo él—, nunca

volverás a estar sola.Había que reconstruirlo todo en

el interior y los alrededores de lacasa de Ezra, aquel caparazón vacíodonde el espacio daba una nuevadimensión a los ruidos. Se tenía queintroducir en ella la vida y, si eraposible, la alegría.

Durante los días que Vincent seausentó de la obra, vagaron por losbarrios populares, en casa de loscomerciantes de mobiliario deocasión y los traperos para

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recomponer en parte el interior y elguardarropa de Jacoba. Vincent nohabía gastado demasiado de susahorros y el médico había colocadopara su hija una pequeña suma con unbanquero veneciano de sus clientes.

Les divertía oír decir que el Reyautorizaba a la comunidad judía, poruna suma fijada en quince milmarcos, a comprar el mobiliario quele había sido confiscado con su oro ysus joyas. Pero Jehan Barbe y sussecuaces habían pasado antes que losoficiales reales. No se podíacomprar nada porque el Rey —y era

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verdad— no había confiscado nadaen casa de Ezra.

—Parece tener una vocación deguardamuebles, ese reyezuelo — dijoVincent—, pero se enfrenta a alguienmás fuerte que él. Ese Jehan Barbe esun canalla de campeonato. Si el Reypone sus narices en su pequeñonegocio, no daría nada por su cabeza.

De esta manera, consiguieroncierta comodidad.

Vincent recuperó su lugar en lacabaña. Comía a mediodía en elrefectorio o, mejor, a la sombra deun sauce que haba crecido al

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iniciarse la obra y que, con más deveinte años, daba una sombraagradable y producía una bonitamúsica de hojas para anunciar latarde. Mantenía sus distancias con elmaestro Jean y sus relaciones selimitaban a intercambios de palabrasrelacionadas con el trabajo. Enapariencia, el cabildo ignoraba oparecía ignorar su estado deconcubinato, quizá para noarriesgarse a prescindir de susservicios.

Tuvieron una larga conversaciónsobre la forma de las gárgolas en la

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que trabajaba el equipo de Jonathan,enriquecida con algunos elementosque llegaron de Canterbury conGuillaume de Sens. El final de lagran obra del coro se acercaba. Seempezaba a organizar laconsagración, prevista para el añosiguiente.

Después de aquella conversaciónamigable, el maestro Jean se atrevióa ponerlo en guardia.

—El cabildo está al corriente detu unión. Terminará por reprobarte yobligarte a vivir como un biencristiano. Ya no eres un tallador de

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piedra de veinte denarios al día.Todo París te conoce. Tu conductapuede desacreditarte. Sé másdiscreto, de lo contrario…

El maestro Jean tenía razón,Vincent tuvo que reconocerlo. Poníaen sus relaciones con Jacoba unaespecie de provocación medioconsciente. A veces, tenía ganas degritar a los transeúntes que lemiraban: «¡Sí! ¡Voy a casa de miamante y es judía! ¡Intentadimpedírmelo!». Otras veces, leentraban ganas de confesarse con elmaestro Jean, de contárselo todo,

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pero el maestro Jean ya lo sabíatodo.

—Estaba equivocado —continuó— al creer que esta muchacha teharía perder la cabeza. La juzgabamucho más temible para tu carreraque Tiphaine. Me equivoqué. Nuncahas sido tan dueño de tu arte. Lejosde destruirte, Jacoba te haenriquecido.

»Llega el otoño. Quizás, a pesarde mi edad y mi cansancio, vaya alcondado de Toulouse. Sigúeme ylleva contigo a Jacoba. Será un buenmedio de olvidar al cabildo y de

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estar protegidos.¿Dejar París durante unos meses

de invierno, en compañía de Ja—coba? La idea seducía a Vincent.Recordaba la felicidad del maestroJean y de Sybille durante el inviernoque habían pasado juntos en elcarrascal.

—Tenéis razón —dijo—.Hablaré con Jacoba. Y si está deacuerdo…

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5Los aderezos de la novia

Texto. Miraba las paredesverticales del coro tostadas por elestiércol húmedo. A través de laniebla y la lluvia, el edificio parecíaalejarse, fundirse en una dimensióninsólita del espacio y perder suespiritualidad para volverse tananónimo como una montaña. Sin laoposición del cabildo y del propioobispo, estaría calentándose losríñones al sol, en alguna parte del

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condado de Toulouse.—¿Partir? —le había preguntado

Pierre, el Comilón—. ¿Lo dices enserio? El cabildo se negará.

El cabildo se negó a dejarmarchar a Vincent. La consagracióndel santuario tendría lugar durante elmes de María; para la ceremonia, nodebía faltar nada: ¡ni un pináculo niuna gárgola ni un gancho! «No selleva a una novia al altar sin todossus aderezos y con manchas en elvestido», le respondieron. Leinvitaron, pues, a trabajar sindescanso y a «no dejarse distraer en

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su tarea por nada ni por nadie». Laadvertencia estaba clara. El maestroJean se marcharía solo; no se habíanatrevido a negarle aquel favor.

Vincent y Jacoba tuvieron querenunciar a la casa de Ezra y buscarun refugio más discreto, pero ningunolo era lo suficiente. En cuanto sesentían espiados, se marchaban a lachita callando a otra morada. Así fuecomo vivieron sucesivamente en elbarrio de los Cham peaux, lascuestas de la montaña de SainteGeneviève y diversas cabañasparaestudiantes de la orilla

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izquierda, procurando mostrarsejuntos lo menos posible. CuandoVincent llegaba a su cabaña, al caerla noche, o se marchaba por lamañana antes del amanecer, actuabacon astucia y seguía itinerariosinsensatos. Había pensado en dormiren su cabaña como los inviernosanteriores, pero no podía prescindirde la presencia de Jacoba, hasta elpunto de que a veces lo invadía unaobsesión antigua y pensaba de nuevoen abandonar París con ella hacia lastierras del conde de Toulouse.

Las tres partes esenciales del

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pórtico de santa Ana, los dos dintelesy el tímpano, terminados a principiosdel otoño, se presentaron al Rey apetición del mismo. Manifestó susatisfacción mediante una donaciónimportante a la fábrica. Esto le valióuna misa de acción de gracias en lavieja basílica, que pronto seríadestruida. Después, los treselementos se guardaron conprecaución en el sótano de una casacanonical cerrada con doble llave.Los demás elementos del pórticovendrían más tarde. No había prisa.Con aquel pórtico, se habían puesto

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hitos en el tiempo y marcado lapresencia de los fundadores de lacatedral. Sólo importaba el presente.

El presente eran los «aderezos dela novia»: campanario pequeño,pináculos, gárgolas, florones…

Continuaban llegandocargamentos de piedras por loscaminos empapados del invierno opor el río desde las lejanas canteras,donde Vincent iba a elegirlas encompañía de Jonathan y de Robin.Los tronzadores funcionabanpermanentemente y el ruido de losmazos y los cinceles formaba un

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canto continuo en las cabañas biencerradas, donde el polvo de piedrase mezclaba con el humo espeso, y elolor de los hombres con el de sutrabajo. Un equipo de una veintenade compañeros se había quedado enla obra, bajo la dirección deJonathan, que sólo había aceptadopasar el invierno al servicio de lafábrica a condición de que eloperarius Galeran no paseara su jetaentre sus piedras.

Jonathan le había tomado afecto aRobin. Lo llamaba bromeando sufamulus, y Robin soportaba bien su

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papel ingrato de aprendiz y factótum.A Jonathan no le gustaba demasiadoverlo vagar, con la nariz al aire.

—Por los Cuatro Coronados, ¿loque te interesa son las moscas o laspiedras? ¿Y qué es esa manera dellevar el vientre hacia delante comosi arrastraras la panza del operarius?Sujeta el cincel así para que muerdamejor, te lo he dicho cien veces.

A principios del invierno, losermoneó de nuevo:

—Trabajas la piedra sinconocerla. Es como si hicieras elamor con una muchacha de la que no

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supieras ni el nombre. Te llevaré a lacantera y verás cómo se eligen laspiedras.

Vincent no se opuso a estainiciativa; incluso se reprochaba nohaberla tenido en lugar de sucompañero. En el aprendizaje deRobin, habían empezado la casa porel tejado.

—Parece sencillo hacer salir unapiedra del suelo y cortarla acuadrados —decía Jonathan—, peroes más difícil de lo que piensas.Ninguna piedra se parece a otra. Sugrano rara vez es el mismo. Si

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tallaras ésta y aquélla para construirla misma columna, lo echarías todo aperder.

Le mostró a un anciano de rostrorosado y pelo blanco que dirigía lostrabajos de extracción y aparejadocon su bastón.

—Aquí tienes al mejor canterode Francia y de Navarra. De unaojeada, adivina la profundidad y laaltura de un banco, el sentido de unfilón, su calidad, para qué se puedeutilizar… Ve a través de la piedracomo nosotros a través de un vidrio.Es medio brujo y medio sabio. En

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este momento, gruñe porque el bancoque explora no está completo y lacantera pronto se acabará. Habrá queencontrar otra, porque la catedral noha terminado de comer piedra.Estaremos los dos muertos y todavíatendrá un buen apetito…

La puerta del palacio parecía elMuro de las Lamentaciones. Loscabezas de familia judíos iban cadadía a protestar contra la violencia delos agentes reales, que teníanproblemas para hacer pagar a lacomunidad judía los quince milmarcos fijados por la compra de su

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mobiliario. Los que habían podidopagar aquella suma se encontraban,la mayoría de las veces, con mueblesque no eran los suyos y de calidadinferior. Los despedían sincontemplaciones. ¿De qué sequejaban? ¿Acaso no habíanrecuperado la libertad, su familia, sucasa, sus bienes? ¿Unos marcos erandemasiado para pagar el favor delRey?

A principios de febrero,

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convocaron a Vincent al palacio conel pretexto de comprobar la base desus impuestos. Se plantó ante unhombrecillo todo piernas, con unagiba que ocultaba mal bajo unaamplia capucha. Para leer losdocumentos, se los acercabamuchísimo a los ojos. Aquel tipohablaba con voz nasal.

—¡Muy bien! —dijo el maestroBelin—. Todo está en orden y os loagradezco. Sin embargo…, no veo enninguna parte vuestro domicilio.¿Acaso dormís al aire libre? ¿Envuestra cabaña, quizá?

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—Eso es —dijo Vincent—, en micabaña.

—Muy bien… Pero ¿no tenéisotro domicilio? Uno de mis agentesos ha visto varias veces entrar en lacasa del judío Ezra, el médico.¿Habéis elegido domicilio allí onecesitáis cuidados constantes? ¿Noqueréis responder? ¡Muy bien!Hemos terminado, por lo que a mí meconcierne.

Vincent no tuvo ningún problemapara adivinar la amenaza contenidaen las últimas palabras del enano.Por la noche, habló de ello con

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Jacoba, que compartió su opinión.Hacía un mes que vivían en uncallejón del suburbio de SainteGeneviève que daba a la calle SaintJacques; una habitación únicaamueblada con lo mínimo, dondedebían ocultarse para hacer fuego,porque el propietario, campanero deSaint Étienne des Grès, vivía contemor al incendio. Aquel campaneroera un hombre extraño; se pasaba lamayoría del tiempo vigilando lasidas y venidas de la gente del barrio.En la situación de Vincent y Jacoba,no tardó en olfatear un tufo de

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ilegalidad.—Estoy convencida de que nos

espía —dijo Jacoba—. Quieroaveriguarlo.

Al día siguiente, se puso a ello.Al abandonar su domicilio, elcampanero llevaba en el brazo uncesto de verdura que cultivaba en elfondo de su viña del recinto deGarlande. Caminaba tan deprisa quea Jacoba le costaba seguirlo. Cuandolo vio tomar el Petit Pont, se dijo quedebía de ir a vender sus productos almercado de Saint Germain le Vieux,pero el hombre continuò por la calle

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de la Calendre, giró delante de losbaños de Pierre Potier y enfilo conpaso apresurado en dirección alpalacio. Saludó simplemente con lamano al capitán de guardia y entró enla Cour de Mai. El hombre teníaentrada franca.

Jacoba esperó un momento antesde entrar también.

—Busco a mi padre —dijo—. Sellama Pierre Chausson. ¿Lo habéisvisto?

—Está en casa del preboste,querida, no tardará en volver.

—No le digáis que he venido.

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Podría inquietarse.Tres días más tarde, cuando

bajaba de Sainte Geneviève para ir ala obra, Vincent tropezó con dosguardias en una esquina.

Le anunciaron que le esperabanen el prebostazgo.

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6La prisión del Rey

Texto. Todo lo que el obispo y elcanciller habían podido obtener delpreboste era que el prisionero seríabien tratado. Hicieron comprenderclaramente a Barbedor que habíamostrado una lamentable ligereza conel llamado Vincent Pasquier. ¿Porqué? ¿Por simpatía personal? ¿Parano privar a la fábrica de un buentrabajador? ¿Por piedad hacia aquelhombre que había tenido la debilidad

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de mantener relaciones ilícitas conuna hija de la «tribu»?

Espontáneamente, después delarresto de Vincent, Jacoba fue aimplorar la clemencia y el apoyo delobispo. Ya no tenia familia ni amigosni domicilio y ningún medio desubsistir desde que un fallo de lacuria regis había decretado elsellado de la casa de la PetiteMadian. Se abandonaba en susmanos, se acusaba de ser la únicaculpable, pero sin llegar a lamentarsepor haber conocido y amado aVincent, lo cual le habría parecido

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una traición.—Lo que podía hacer por

Vincent —dijo el obispo— ya lo hehecho en mi alma y conciencia, perolos tribunales del Rey no tienennuestra mansedumbre. Con el reyLuis, habríamos conseguido llegar aun acuerdo. Con Felipe, esimposible. Vincent será juzgado ycondenado por concubinato notorio,situación prohibida a los maestros deobras por las leyes de nuestraIglesia, y por las relaciones carnalesque ha mantenido con una hija deIsrael, que condenan los decretos

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reales. Consolaos, pequeña,diciéndoos que, por los mismoshechos, otros habrían sido colgados.

El obispo se comprometió, ariesgo de incurrir en una reprobacióndel rey Felipe y de las autoridadessuperiores de la Iglesia, a tomar aJacoba bajo su protección.

—Os confiaré a una de nuestrashermanas que se ocupan de loscuidados a los muertos en el hospital.Es la única desde que los pobresestudiantes refunfuñan ante esta obra,gracias a la que pagaban loscuidados que les prestábamos. No es

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una sinecura. Consideradlo comovuestro castigo, hija mía. Espero queos conduzca por la vía delarrepentimiento y la renuncia.

En la fábrica, todo era

consternación.Jonathan y sus compañeros de

trabajo, enterados del arresto deVincent, amenazaron con cruzarse debrazos. El obispo intervino paradisuadirlos, prometiendo que no

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dejaría de acosar a la curia regis.El que parecía más afectado era

Robin.—El hombre sigue siendo un

lobo para el hombre —le dijoJonathan—. Como si no hubierabastante con las miserias de lostiempos, la tomamos con lo quepodría ser una compensación, lalibertad. En nombre de la religión ode la ley, se ahogan sus impulsos, seveja y se encarcela a hombres libres.¿Qué falta se reprocha a Vincent?Haberse atrevido a vivir con unamujer que no es ni de su raza ni de su

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religión, cuando estasconsideraciones no deberían contaren los asuntos del corazón. ¡Por losCuatro Coronados, merezco lacuerda por estas palabras heréticas!¡Que se queden entre nosotros,pequeño!

—Sí, señor.—Mis vagabundeos me han

enseñado que por todas partes, seanlas que sean las razas, las naciones olas religiones, hay buenos y malos.Los que regresan de las Cruzadas tedirán lo mismo, si son sinceros. Eldía que triunfe la tolerancia, será el

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Paraíso en la Tierra. Por eso,nosotros, compañeros de SaintJacques y de otras fraternidades,siempre nos hemos negado aconstruir prisiones y cuarteles.

ras»La cólera del maestro Jeancuando regresó a París…

Llegó con quince días deadelanto, convencido de que supresencia sería útil. Unas vecesacusaba a Vincent por no haberhecho caso de sus consejos deprudencia; otras veces, a la judía portodo lo que había pasado; otrasveces, al obispo, al cabildo y al Rey.

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Removió cielo y tierra, pero sinconsecuencias.

El resultado más claro era que lacatedral no estaría nunca lista para laceremonia de consagración. Elobispo era consciente de ello, perose sentía impotente. Jean estuvo apunto de pedir audiencia real, peroBarbedor lo disuadió; sería unprisionero más. En la corte, no sebromeaba con asuntos de judíos,sobre todo porque muchosfuncionarios reales se habíanaprovechado ampliamente, y nosiempre en el marco de la legalidad,

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de las medidas reales.En eso estaban cuando una

mañana, Clémence quiso ver ajean.Parecía muy animada. ¿Jean

estaba al corriente del pillaje ilegalde la casa de Ezra y de la confesiónque un guardia del prebostazgo habíahecho a Vincent, con un cuchillo enla garganta? Él lo ignoraba.

—El pillaje —dijo Clémence—ha sido organizado por Jehan Barbe.Es un gran personaje, muy orgullosode sus privilegios. ¿Y si le hicierauna visita para hablarle de supequeño negocio clandestino y le

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amenazara con contárselo todo alRey? Tiene buenas relaciones con elpreboste, que también debe departicipar en los asuntos deconfiscaciones ilegales de bienes quepertenecen a los judíos, según mimarido, Evrard, el Negro.

—¿Sabes a qué te arriesgas?—¡Sí! Pero haré comprender al

preboste que hay otras personas queestán al corriente y tienen pruebasque los apoyan y que, si me ocurrieraalgo, otro se ocuparía del asunto.

—¿Así que yo seré el segundotestigo? Tu plan está bien pensado.

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—Nos volveremos a ver dentrode una semana. Si no acudo a la cita,sabrás qué tienes que hacer.

¿Cuánto hacía que estaba allí?

Empezó contando los días, perodespués lo invadió la desesperacióny abandonó las cuentas. Simplementesabía casi con certeza que debía deser primavera, porque entraba en lacelda un aire tibio y olores de hierba.

Los días seguían el ritmo de la

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comida que una mano desconocidadeslizaba por la ventanilla. ¿Cuántosdías más tendría que pasar allí?¿Cuántas primaveras? Aquella puertaque acababa de abrirse, aquellospersonajes que se agitabanrevoloteando a su alrededor nosuscitaban imágenes de libertad. Laverdadera libertad, el prisionerodebe adivinar cuándo se acerca,olisquearla; debe saltarle a la caracomo un soplo de aire, y él no sentíanada más que una inmensa lasitud.

—Hoy todavía no ha comidonada —dijo una voz—. Hace cerca

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de una semana que rechaza cualquieralimento y se contenta con beberagua. No habría vivido muchotiempo…

Las palabras que oía seembrollaban en su cabeza, sedispersaban, se recomponían. Elhombre había dicho: «No habríavivido mucho tiempo». Sentía unaevidencia que se urdía en su cabeza yse puso a reír nerviosamente.

—¿Por qué se ríe? Todavía no lehemos notificado su libertad.

El atropello de palabras llegó asu cabeza con otra constatación:

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libertad. Dejó de reír y consiguiódecir, mientras le quitaban lascadenas:

—¿Qué vais a hacer conmigo?—Soltarte —dijo un hombre

vestido de negro, que se habíaplantado delante de él.

Desplegó un pergamino y leyóunas frases embrolladas.

—… En testimonio de lo cual,eres libre. Te acompañaremos paraque firmes la puesta en libertad.

Vincent se dijo que todo aquellono estaba muy claro, que lo

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conducirían a uno de aquellossótanos de donde a veces subíangritos de ajusticiados y lo haríandesaparecer para siempre. Consiguiólevantarse y caminar, pero tuvieronque sostenerlo para ayudarle adescender una escalera muyempinada, y le pusieron una capuchaen la cabeza, se preguntaba por qué.

Lo tiraron a un coche de uncaballo, que arrancó de inmediato.

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—¡Habla! —le gritaba el maestroJean—. ¡Habla ya! ¿Te has vueltomudo? ¿Quieres comer? ¿Beber?

Aceptó un pedazo de pan yqueso, que vomitó casi al momento,antes de tenderse en su cama.

—¿Jacoba? —dijo.—La verás pronto. Quizá

mañana.—Decidle que he vuelto.

Decídselo ahora mismo… ¿Por quéme han soltado? Pensaba que estaríaallí por el resto de mis días.

—Te lo explicaré. Intenta dormir.

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Estás demasiado débil paralevantarte. Mañana, quizá.

Ella fue a verle en la cabaña, unavez terminado su trabajo, al caer lanoche. Vincent se había despertadohacía poco y no se aguantaba en pie.La miró avanzar hacia él vestida conuna túnica negra que hacía resaltar lapalidez de su cara y sus manos.

—Este vestido… —dijo—. Esteolor…

Ella le explicó sus nuevasfunciones, la presencia permanentede los muertos en un sótano muy frío,que se abría al huerto del hospital, la

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compañía de la hermana que tenía lamente un poco perturbada y quehablaba sin parar de sus«huéspedes».

—Estaba convencida de que note vería nunca más —dijo él— yhabía tomado la decisión de dejarmemorir.

—Yo he sabido siempre quenuestras miserias acabarían. Teníarazón, ya ves.

Ella añadió con una sonrisa:—Pero no me corresponde a mí

creer en los milagros…

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Al día siguiente, Vincent visitó la

obra. Un hermoso sol hacíaresplandecer la catedral como unaescalera de cristal que no terminaranunca de ascender al cielo. Lacabeza le daba vueltas cuando, con lamano a modo de visera, guiñaba losojos para mirar, en la galería exteriordel coro, a las hormigas humanas quedisponían los últimos «aderezos dela novia». Los obreros lo saludabanal pasar; algunos tenían lágrimas en

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los ojos.—Te hemos echado de menos —

le dijo el maestro Jean—. Nuestroscompañeros han trabajado sindescanso, de día y de noche, sólo contres o cuatro horas de sueño. Haceuna semana, cuando le anuncié aJonathan tu inminente liberación, sepuso a llorar de alegría.

Todas las vidrieras estabancolocadas, excepto dos. Había sidonecesario rehacer un panel que sehabía roto en la operación deelevación. En lo alto de su andamio,el maestro Climent lo gratificó con

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un aullido de alegría agitando sugorro, avisó a sus compañeros ytodos dejaron de trabajar parasaludarlo.

—Esa luz… —dijo Vincent.Se adelantó solo hasta el centro

del santuario, donde los albañilesterminaban de colorar la santa mesa.Mariposas de luz multicolorpalpitaban en la inmensidad del coro,parecían revolotear como copos denieve y posarse al azar en lasparedes y las losas nuevas de buenapiedra caliza brillante, donde sedibujaban mosaicos sobre el

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laberinto. A la «novia» no le faltabaninguno de sus aderezos para el díade la consagración. En aquellacaracola inmensa, los menores ruidosresonaban, se rompían en ecosmúltiples y la bóveda los acogía enel extremo de su trayectoria paraconvertirlos en una música profunda.

—Aquí tienes tu obra, Vincent —dijo el maestro Jean—. Si hubierasmuerto en tu celda del Châtelet, tuvida habría estado bien empleada.

Al día siguiente, la obra recibió aun visitante inesperado, Guillaumede Sens. A pesar de tener los

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miembros inferiores totalmenteparalizados como consecuencia de lacaída en Canterbury, no habíarenunciado a trabajar. Era un hombrede elevada estatura, medio (alvo,muy intenso en sus palabras, curiosoante cualquier cosa y que no seperdía ninguna ocasión de alegrarse.Le dieron una vuelta por la obra ensu litera. Al regresar, parecíatrastornado.

—Estaré aquí para laconsagración —dijo—. Eso meconsolará de no haber podidoterminar mi obra en Canterbury.

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Maestro Jean, me gustaría estar envuestro lugar. Este coro es hermosocomo un niño recién nacido…

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7El éxodo

Mayo de 1182 Texto. Se habían preparado los

accesos al santuario como para unarepresentación teatral. Las losas,lustradas con profusión de agua porun ejército de mujeres charlatanas,brillaban como el mármol de Roma.Antes de la consagración, el obispohabía tomado la decisión de derribarlas cabañas de los albañiles, de los

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carpinteros e incluso la fragua, y estadecisión estuvo a punto deenemistarlo con el maestro Jean.Gracias a las tablas recuperadas, sehabían cubierto las zanjas de loscimientos allí donde su anchura lopermitía. De la campiña de losalrededores, por tierra y por agua, sehabían traído hacia la basílicaplantas todavía con la delicadeza dela primavera, para adornar lasempalizadas, cuya destrucción habíaevitado por muy poco el maestro deobras. Daba la impresión de que elsantuario surgía en medio de un

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bosque. —Ven —dijo Vincent—. No

tengas miedo. Todavía hay bastanteluz.

Tomó a Jacoba de la mano, lallevó hacia la obra a pesar de sureticencia y sólo le soltó la manocuando pasaron por delante delpuesto de guardia del hospital.

La noche era clara. Más allá delobispado, donde brillaban todavía en

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algunas ventanas las luces de lascandelas en la planta superior de lacancillería, se elevaba la masaconfusa del coro, vagamenteiluminada por un pequeño lago de luzque se fundía en la noche deloccidente, por encima de lastorrecillas del palacio.

—Qué bien huele la primavera—dijo—, y yo apesto a muerte.

Él no la escuchaba. Caminaba agrandes pasos y a ella le costabaseguirle, tropezaba con su largovestido negro manchado de sanies.Cruzaron el espacio que los separaba

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del coro, una inmensa plaza desierta.Olores turbadores de hojas flotaban asu alrededor. De vez en cuando,Vincent se detenía, respirabaprofundamente y murmuraba frasesconfusas como si estuviera solo.Desde su liberación, tenía uncomportamiento extraño. Unamañana, lo habían encontrado delantedel coro, tumbado, con la cara contrael suelo, como un monje en elmomento de pronunciar sus votos. Sequedó largo rato sin hablar y, derepente, las palabras brotaron de élcomo una fuente desbordada. Sin que

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le preguntaran nada, tirónerviosamente en un área de yeso elesbozo del pórtico del Juicio,imágenes locas, una especie de danzade la muerte en que se entrecruzabansantos y diablos.

—¿Adonde me llevas? —dijoJacoba.

—¡Vamos! ¡Sigúeme! No tequedes siempre atrás.

Cruzaron el santuario, cuya SantaMesa, cubierta con un trapo, parecíaun catafalco. Una escalera de caracoldispuesta en el interior de un muro,por encima de una nave lateral, los

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conducía a las tribunas y de allí, porun plano inclinado, al andamiaje delos vidrieros, que acababan decolocar la última vidriera.

—Quería que vieras esto —dijo—, que fueras la primera mujer. Diosestá aquí. ¿No adivinas su presencia?

Ella se inclinó sobre aquel golfode sombra y de silencio atravesadopor vuelos de murciélagos ygrajillas. De la masa, sólo sedistinguía un minúsculo cuadrado denoche, donde palpitaba unaconstelación de estrellas simétricas.De una casa cercana al monasterio de

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los canónigos, subían cantos difusos;el coro de los alumnos de la escuelade polifonía repetía los cánticos dela consagración.

Lo escuchaba murmurar:—La muerte no existe. Nos

sobrevivimos en nuestra obra.Cuanto más bella, rica y duraderasea, más dulce será la muerte.

La antevíspera de la

consagración, Pierre, eI Comilón, y

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Fierre, el Chantre,, que habían ido alpalacio para un asunto, regresaroncorriendo. No consideraronnecesario anunciarse y franquearonla puerta del obispado atrepellando aun arcediano.

—¡Bueno, amigos míos! —dijoMaurice de Sully—. Hay maneras…

—¡Perdonadnos, monseñor, peroel asunto es de mucha importancia!Venimos del palacio y…

—Recuperad el aliento —dijo elobispo.

Hacía varios días que el Reyhabía tomado la decisión, sin hablar

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con su consejo. El propio GautierBarbedor había sido mantenido almargen, a pesar de que, de ordinario,estaba enterado de los hechos y losestados de ánimo del soberano. Sehabía enterado de la noticia por lamañana, poco antes de la llegada alpalacio de los dos canónigos; Felipehabía decretado la expulsión detodos los judíos de la capital y laconfiscación de todos sus bienes. Lamedida se aplicaría de inmediato.

Pierre, el Comilón, se sentó sinser invitado a ello y se secó la frentecon la manga.

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—Felipe —añadió— hadecretado también que todos losdeudores de los judíos seanliberados de sus deudas, excepto laquinta parte, que volverá al tesororeal. ¡Arderán fuegos de alegría entodo París! Hombres armados semueven por todas partes para cerrarlas puertas de la ciudad y reunir atodos los judíos en puntos concretos.El palacio es un verdaderohormiguero.

—¡Es absurdo! —exclamó elobispo—. ¡Dos días antes de laceremonia de consagración! ¿Esta

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decisión no podía esperar?—¡Por desgracia, no, monseñor!

—dijo Pierre, el Chantre—. Conesta medida, el Rey desea agradar allegado del Papa y a toda la cristiandad. Les quiere ofrecer elespectáculo de un nuevo éxodo delpueblo de Abraham.

—El éxodo… —murmuró elobispo—. Antes de decidirse, Felipedebería haber meditado sobre laspalabras del faraón a sus sirvientes:«¿Qué hemos hecho? ¿Por qué hemosexpulsado a este pueblo, que ya nonos servirá?». Por complacer al papa

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Lucio, Felipe se priva de una fuentede beneficios que no recuperará tanpronto. Me parece muy presuntuososi cree que lo que complace a Luciocomplace también a Dios.

El chantre se dirigió hacia unaventana que daba al jardín.

—Lo cierto es —dijo— que estamedida complace al pueblo de París.¡En espera de una fiesta, se leofrecen dos!

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El obispo no se había atrevido amandar llamar a Jacoba. Le habíaanunciado su visita rogándole que nocambiara en nada sus costumbres ysu trabajo. Estaba lavando el cadávertierno de un niño muy delgado con elrostro devorado por los perros. Lamirada del obispo recorrió elespacio del sótano, donde una seriede cadáveres tendidos sobre laslosas de piedra se alineaban a lolargo de las paredes. Nunca habíaestado en aquel lugar y se dijo quepodía ser una imagen del Infierno.

—Hija mía —dijo—, la tarea

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ingrata que habéis asumido con valorha terminado. Os espera una nuevaprueba. Deberéis abandonar Paríscon todos los de vuestra raza. Es ladecisión que acaba de tomar el Rey.No me corresponde ni juzgarla nicontradecirla, piense lo que piense.Algunos conocemos vuestrosorígenes y la razón de vuestrapresencia aquí. Por eso, no podemosinfringir el decreto y continuarocultándoos. Tendría que hacerosconducir por un guardia hasta lasinagoga de la calle de la Judería,que es vuestro lugar de reunión, pero

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confío en vos. Marchaos sola ydadme vuestra palabra de que nointentaréis volver a ver al maestroVincent. Él no puede acompañaros envuestro exilio, porque su tarea aquíno ha terminado. Haced vuestrosprepara— tivos aquí mismo, puesvuestra casa de la Petite Madiandebe de estar vigilada militarmente;además, en cualquier caso, se os haconfiscado. Recibiréis consignas enla sinagoga.

La besó en la frente antes deretirarse. Al llegar a lo alto de lasescaleras, le dijo:

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—Acordaos de lo que Moisés yAarón dijeron a los hijos de Israeldurante el Éxodo: «Esta noche,sabréis lo que es Yavé, que os hahecho salir de Egipto. Por la mañana,veréis su gloria». Es la gracia que osdeseo.

Durante dos días, en la obra

abandonada por los obreros, se habíaprocedido a la repetición de la largay compleja ceremonia de la

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consagración del santuario. Sólo sehabía admitido la asistencia, ademásde los clérigos y prelados, delmaestro Jean, el operarías Galeran yVincent Pasquier.

Un calor pesado parecíaparalizar el coro y a losparticipantes. En la inmensa caracolaflorida de llamas, oriflamas ybanderolas multicolores, se habíainstalado la imponente escuela decanto del monasterio y un órgano,cuyas notas ásperas apenasconseguían descubrir las ampliasarmonías de las Secuencias de

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No tke r, el Tartamudo , con lasvocalizaciones del Aleluya. Galerandormía, sentado en el suelo, con laespalda contra la piedra; soportabaaquella inacción, pero extrañaba elambiente habitual de la obra, aquellafiesta de trabajo en la que sedesarrollaba. El maestro Jeanrascaba el suelo con el pie,bostezaba y echaba pestes contraaquellos «perendengues» de telasque ocultaban los detalles de laarquitectura y rompían el ímpetu delsantuario. Vincent engañaba a suaburrimiento leyendo el pequeño

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Virgilio de Jacoba, a la que no habíavisto salir de la morgue a mediodía;de vez en cuando, se volvía hacia lasalida y prestaba oídos a una llamadaque no venía.

—¿Qué es ese rumor? —dijo—.Se diría que París está en plenarevolución.

—No es nada —respondió Jean—. El pueblo se prepara para lafiesta. La llegada del legado esinminente. Un destacamento de laguardia real en uniforme de gala hapartido a recibirlo. Es la mismaagitación que cuando el papa

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Gregorio vino a sellar la primerapiedra.

El chantre se afanaba como unaserpiente con la cola apresada bajouna piedra. Se oía retumbar su vozpotente delante de la procesiónficticia que, por segunda vez, con lasreliquias al frente, daba la vuelta alsantuario. Agotados, los figurantesrespondían sin vigor a sus órdenes.

Sólo más tarde, durante elángelus, cuando constató que Jacobano había dado señales de vida,Vincent se enteró, por boca de lahermana conversa que cuidaba de la

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morgue, de la partida precipitada desu ayudante.

—¿Cómo es posible que todavíaignoréis lo que ocurre, muchacho? —dijo—. Jacoba está en la sinagogacon sus correligionarios. La echaréde menos. Era valiente y discreta.

Vincent la tomó por los hombros.—¿Volverá, verdad?—Me temo que no, muchacho. Se

ha despedido.Animado por una gran cólera,

Vincent dio un salto en dirección almaestro Jean, convencido de que le

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había ocultado la partida de Jacoba,pero reflexionó y tomó la direcciónde la calle de la Judería.

Los alrededores de la sinagoga

estaban invadidos por una densamultitud, detenida detrás de uncordón de soldados. Los judíosllegaban por familias enteras, con elhatillo al hombro, asaltados por lasburlas de la buena gente de París.Antes de entrar en el santuario, eranregistrados. Un tesorero contaba sus

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haberes y sólo les dejaba la sumaconvenida para el viaje. Estallabanamargas discusiones. Los soldadosintervenían sin contemplaciones.

—¿Quién sois vos? —preguntó elguardia—. ¿Qué queréis?

Busco a Jacoba Ezra. Está aquí.Tengo que verla.

El guardia hizo un signo alcapitán, que comprobó un registro.

—Ezra… Ezra… Sí. Llegó estamañana. ¿Qué queréis de ella?

—Quiero hablar con ella.—Es imposible, a menos que

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seáis de la tribu.—¡Lo soy! Mi nombre es Lévy.—Entonces podéis entrar, pero

os aviso, no podréis volver a salir.¡Y primero pasad al registro!

Apenas hubo franqueado elpuesto de guardia, la multitud secerró sobre él. Vincent comprendió,demasiado tarde, que acababa decometer una locura. ¿Cómoencontraría a Jacoba entre aquellamultitud hormigueante? Nunca habríapensado que hubiera tantos judíos enParís. Se sentía prisionero de otrouniverso y asaltado por una duda, ¿y

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si Jacoba se había dirigido a otrolugar de reunión? Había otros Ezraen París. ¿Y si había podido escapara la redada? Lo absurdo de aquellaeventualidad le arrancó una risaamarga.

Se mezclo con la masa humana,apartándola con los codos,preguntando:

—¿Habéis visto a Jacoba?¿Jacoba Ezra?

Ni siquiera lo escuchaban.¿Acaso le oían en aquel tumulto?Rozaba las barreras de rostroscerrados, tropezaba con miradas que

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no lo veían. No existía, era un granode arena en un desierto. Dio la vueltaal santuario, empujando sin piedad alos que no se apartaban, porindiferencia más que por hostilidad.Respiraba mal. Por momentos, uncanto áspero surgía de un grupo,seguido en coro por la multitud, seapagaba lamentablemente y volvíanlos gemidos y los llantos. Aquellagente no tenía ánimos para cantar;abandonado por Dios, el rebaño sóloaspiraba a unos pastos libres.

Vincent consiguió subirse a unbanco de la nave lateral. Una mujer

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gorda lo ayudó a mantenerse en pie,porque iba como ebrio en medio delas convulsiones y las corrientes queagitaban el magma. Incluso añadió suvoz para llamar a Jacoba.

—¡Decidme al menos cómo es!—le gritó—. ¿Alta, baja, delgada,robusta? ¿Cómo va vestida?

Vincent le hizo una rápidadescripción.

—¡La conozco! —dijo la mujer—. Soy sirvienta en la familia Güel.¡Dejadme hacer!

Se subió también al banco yestuvo a punto de caer sobre la

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multitud. Después, una vezrestablecida, con una mano apoyadaen el hombro de Vincent y agitandosu gorro con la otra, se puso a gritarel nombre de Jacoba Ezra. Tenía unavoz potente y aguda que atravesabael tumulto como una flecha. Al fondodel santuario, cerca del tabernáculo,un hombre hizo un signo con el brazoy gritó:

—¡Por aquí! ¡Está en la sacristía!—Si es vuestra amiga —dijo la

mujer—, os deseo que salgáisindemnes y juntos de la prueba.

A Vincent le costó llegar hasta la

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sacristía, donde el ministro habíainstalado una especie de enfermeríaque olía a vinagre. Dos mujereshabían muerto ahogadas; unos niñoslloraban reclamando a sus padres, delos que les habían separado. Jacobaestaba sentada al fondo, contra lapared, con las rodillas dobladas bajoel mentón, en una postura que leresultaba familiar. Había sufrido unmareo y la habían llevado allí.Parecía dormir.

Dio un respingo cuando la manode Vincent se posó sobre su cabeza.

—¿Por qué has venido? No te

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avisé a propósito. ¡Regresa de dondevienes! Tu lugar no está aquí.

Él se puso a reír. ¿Partir? Aunquehubiera querido, era imposible. Elcapitán se lo había advertido.

—¡Estás loco! Le explicaré alcapitán por qué estás aquí y quiéneres. Te dejará marchar. Los de tu«tribu» te esperan.

Había pronunciado con muchodesprecio la palabra «tribu»,escupida con la punta de los labios.Ella se había reunido con la suya.

—Entre nosotros —dijo—, no escuestión de «tribu», sino de amor.

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Ella se encogió de hombros.—¡Mira lo fea y pestilente que

soy! Ni siquiera he tenido tiempo decambiarme. Mi ropa huele a pus y amierda, y no tengo más. De todos losque están aquí, soy la más pobre. Ytú…, tú eres joven, apuesto, lleno defuturo. Si me sigues, te perderás.

—Contigo, nunca me sentiréperdido. Recuerda cuandohablábamos de Burdeos y deToulouse. Hay lugar para nosotrosallí. Nos aceptarán, nos ayudarán. Seconstruyen catedrales por todaspartes, y no solamente en el reino de

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Felipe.Era cierto que se había vuelto

fea, parecía tener cincuenta años; sinembargo, nunca la había amado tanto.

Ella sacudió la cabeza.—Hay algo más importante que

yo —dijo—. Es tu obra. ¡No teprives de ella! La otra noche, teobservaba, cuando me llevaste alcoro, ¡Dios sabe por qué! Eras comoun pequeño santo en la casa de tuDios, hasta el punto de que olvidabasincluso mi presencia. Has dejado quese establezcan entre nosotrosdistancias que no podemos colmar.

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—¡Pero estoy aquí! Es la pruebade que me interesas más que todo.

—Estás aquí y ya no estás aquí.Dentro de un momento, te preguntaráslo que haces en este infierno, cuandosin duda te buscan por todas partespara glorificarte y glorificar tu obra.Quizá todavía te intereses por mí,pero sobre todo sientes piedad. Mástarde será indiferencia, después serárencor y, finalmente, odio. Eso nopodría tolerarlo. Antes morir.

—¡Así pues, todavía me amas!Ella negó con la cabeza. Ya no

podía amarlo, pues no pertenecían al

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mismo mundo; él estaba del lado delos «vencedores» y ella del de los«sacrificados». Puso tanta ironía enaquellas palabras, que le afectaron.Cuando se ama, no hay dos mundosdiferentes, sino uno solo, que el amorencierra como una matriz. Ella loescuchaba sin decir nada, moviendola cabeza, acechando eldoblegamiento insensible de suconvicción. Cuando lo sintió a puntode vacilar, le gritó:

—¡Vas a dejarme! ¿Acaso no tedas cuenta de que todo se haestropeado entre nosotros? Mañana,

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París vendrá a admirar «tu» obra;por otro lado, para que la fiesta seacompleta, ofrecen al buen pueblo unnuevo éxodo de la «tribu» de Israel,¡ésta involuntaria! Lo quieras o no, túavalas esta ignominia, y yo,conscientemente o no, te harécómplice y no podré perdonarte.

Él quiso poner la mano sobre suhombro, pero la mujer lo rechazó conuna mirada furibunda.

—Sólo te pido un favor —dijo él—: pasar esta noche contigo. Hastamañana, ¿quién puede decir lo queocurrirá y qué reflexiones podremos

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hacer sobre nosotros dos?—Acepto —dijo ella sin

convicción—, pero prométeme queno me tocarás.

—No puedo prometerte eso.Ella suspiro, se encogió de

hombros, le pidió que fuera a buscaragua (se había organizado ladistribución detrás del tabernáculo) yque le trajera un vestido adecuado. AVincent le costó conseguir agua, porla que luchaban todos, y tuvo queesperar mucho tiempo. En cambio,consiguió cambiar su anillo de oropor un vestido. Jacoba se retiró, se

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lavó rápidamente en una vasija detierra mellada, se arregló el peinadoy se puso el vestido.

—¿Tienes dinero? —dijo ella.Le quedaban algunas monedas

que le habían dado por el anillo y selas dio. No se dio cuenta de laastucia de Jacoba hasta un poco mástarde; de aquella manera, le habíaconfesado implícitamente queaceptaba verla partir sin él. Quisoarreglar el error, pero era demasiadotarde.

Al llegar la noche, miró, delantedel arca que contenía una copia del

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Pentateuco, cómo hacía lasdiecinueve plegarias y escuchaba conatención la lectura de las Escrituraspor parte de un anciano; era unextracto del Éxodo. La «tribu»entera, una vez recuperada la calma,rezaba en las naves laterales, entrelas columnas que imitaban el mármolverde, en toda la extensión de la navey hasta en las galerías superiores yasumergidas en la oscuridad. En losintervalos del oficio, se oían fueralos galopes de los caballosmezclados con voces brutales. Poroleadas, pasaban contra las vidrieras

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y la puerta abierta de la nave lucesde antorchas. «¿Y si esos canallastuvieran la idea de ofrecer ungigantesco holocausto al pueblo deParís?», se preguntó Vincent.

No se produjo tal holocausto.Una vez terminado el oficio,

circularon panes, procedentes delobispado, con leche para los niños yagua para todos. Se habían encendidocandelas de cera sobre el arca. Elcalor era insoportable. A veces,surgían gritos del grupo, conlamentos, plegarias en voz alta yunos pocos cantos.

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Jacoba permanecía inmóvil ysilenciosa detrás del tabernáculo,donde había acabado encontrando unrincón para tumbarse al lado deVincent. Aceptó que le tomara lamano, pero se negó a que le rodearala cintura con los brazos, como legustaba hacer al dormir. Le habríaencantado hablarle, insistir paraintentar convencerla de que loaceptara en su exilio, pero, despuésde la plegaria de la noche, tenía lasensación, como ella le había dicho,de que ya no pertenecían al mismomundo y de que él, Vincent, era

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rechazado por la comunidad.Antes de dormirse, ella murmuró:—Recuerda las palabras de Juan

Crisòstomo: «La sinagoga es unlupanar y un teatro, una caverna desalteadores, una guarida de bestiassalvajes». Pero hoy, dime, Vincent,¿dónde están las bestias salvajes?

Todo estaba dispuesto para la

ceremonia.El pueblo de París ya caminaba

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hacia la inmensa plaza ante elsantuario, con gorros, sombreros ytocados de hojas, porque el solcalentaba mucho. La músicaestallaba en las calles del claustro delos canónigos, delante el hospital, enlas plazoletas que rodeaban eledificio, y la madre Adèle no teníaninguna necesidad de ofrecer a gritossu vino fresco para venderlo.

El legado del Papa, Henry deChâteau Marçay, había llegado lavíspera, al caer la noche, con granlujo de flabelli alrededor de su literaengalanada, precedido y seguido

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durante media legua por un cortejofastuoso. Como estaba muy cansadopor el viaje, se había retirado a losaposentos del obispado sin concederla menor audiencia, a excepciónhecha de a Maurice de Sully.

Robin regresaba, sin aliento, dela Petite Madian. Vincent no habíapodido entrar en la casa de Ezra, queestaba severamente guardada. Nohabía pasado la noche ni en elalbergue donde se había instaladodespués de la dispersión de la obrani en ninguno de los albergues de losalrededores.

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El maestro Jean estabaconvencido de que Vincent había idoa reunirse con Jacoba. Pero ¿dóndese encontraban? Mandó a Robin a lasinagoga, donde los guardias lorechazaron y se negaron a darle lamenor indicación. Se contentaron condecirle que, si el hombre quebuscaban estaba allí, había pocasposibilidades de que saliera, almenos antes de que se diera la señalde partida de los judíos hacia lasprincipales puertas de París.

—¡Vincent está allí, estoyconvencido! —dijo el maestro Jean

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—. ¡En qué trampa ha caído!… Voya asegurarme. Correré a la sala deguardia a pedir al oficial que meacompañe y, si es posible, obtener sulibertad. A condición, por supuesto,de que él esté de acuerdo. Y sóloDios sabe si lo estará…

Una mañana llena de sudor,

salpicada de luces difusas, envolviólas diecinueve plegarias matinales,dichas por la comunidad con unintenso fervor.

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La hora del éxodo se acercaba.Un niño había muerto durante lanoche; otros dos habían nacido. Bajoel porche, en el frescor del alba, seveían centellear armas, cascos yarneses. Órdenes febriles surgían portodas partes.

Al regresar del oficio, Jacoba ledijo a Vincent:

—La hora de la partida esinminente. Vamos a intentar hacertesalir de aquí. Sigúeme.

Estaba fresca y casi belladespués de lavarse sumariamente; le

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quedaba en los labios un terciopelode plegaria.

—Déjame quedar —dijo Vincent—. Te lo ruego. Olvidaremos muydeprisa nuestras miserias si estamosjuntos. En cuanto lleguemos a lastierras del conde de Toulouse,empezará una nueva vida.

—Es demasiado tarde. Ya hetomado la decisión. Ahora ya noestoy sola. Tengo algo de quéocuparme. ¡Mira!

Dos niños se habían pegado a suvestido y no querían dejarla, porqueles había enseñado juegos y

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compartido con ellos el pan que lequedaba.

—Son los pequeños Vidas, loshijos del jaecero del Pont au Change,cuya mujer murió hace un año.

Acompañados por los niños, sedirigieron hacia las puertas, queacababan de abrirse de par en par enel tumulto. Vincent la siguió sinproferir una protesta, convencido deque se negarían a dejarle salir libre.Efectivamente, tropezaron con unmuro. ¡Ya se lo habían advertido!Los «pequeños astutos» tendrían queencontrar otro truco…

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—¡Estás condenada asoportarme! —dijo alegrementeVincent.

—Nada de eso —dijo Jacoba—.¡Mira quién acaba de llegar!

Para ir más deprisa, el maestroJean había tomado prestado uncaballo de la cuadra del obispo. Ibaseguido por un oficial de armas,también montado, que impresionabacon la coraza y las plumas en mediodel populacho que esperaba yvomitaba injurias a la salida de losprisioneros. Gritó:

—¡Maestro Jean! ¡Vincent está

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aquí! ¡Venid, deprisa!El maestro Jean descendió del

caballo y se precipitó hacia el lugaren cuestión, seguido por el oficial, alque dejó la palabra a causa de suautoridad y de la hermosa prestanciaque emanaba de su persona. Entreéste y el capitán encargado de laguardia de la sinagoga, se produjo unintercambio de palabras agridulces.La senescalía real no obedecíaórdenes de un oficial de parada. Lepidió que siguiera su camino.

Fue necesaria la intervención delsecretario del Consejo Real, que

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acudió a evaluar la situación ypreparar la partida, para que ladisputa se calmara, cuando yaparecía que iban a pegarse. Elsecretario pidió al maestro Jean quele explicara las razones del litigio,después de que este último seidentificara a sí mismo y a suprotegido. Se rascó el mentón, emitióalgunas gruñidos y decretó:

—Es un asunto delicado,maestro. ¡Que me traigan a VincentPas— quier!

Jacoba empujó a Vincent hacia elsecretario. Él se dejó hacer

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dócilmente.—Así pues —dijo el secretario

—, ¿no sois judío y os hacéis pasarpor tal? ¿Estáis en vuestros cabales?¿Imagináis las pruebas por las quepasará esta gente? Si sois el que medicen y no pertenecéis a la tribu,juradlo por el honor y por Cristo; deeste modo, seréis hombre libre.

Como Vincent se callaba, pálido,con el mentón en el pecho, elsecretario lo empujó detrás de uncontrafuerte del templo, para«informarse mejor». Volvió, conaspecto alegre:

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—¡Si este hombre es judío —dijo—, yo soy originario de Sudán!¡Pero que Dios me condene sicomprendo la razón de su sacrificio!

—No intentéis comprender —dijo el maestro Jean—. Esteembrollo ya ha durado demasiado yla ceremonia de consagración podríaempezar sin nosotros. Sería buenoque mandarais dispersar a esossalvajes, que esperan la salida de losprisioneros como fieras en la arena.

—Tenéis razón —dijo elsecretario—. Si hubiera incidentesen un día como hoy, causarían una

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impresión deplorable al legado. Esun hombre justo y detesta laviolencia.

Agitó graciosamente las dosmanos por encima de la cabeza comopara asustar a una bandada degorriones. Su gesto no tuvo ningúnefecto.

—¡Dejadme a mí! —dijo elcapitán—. Os limpiaré la plaza en unperiquete.

Después de montar en la silla yreunir a sus jinetes, el maestro Jeantomaba a Vincent por los hombros ylo hacía subir a su caballo. No se

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resistía más que una muñeca detrapo.

—¡Sobre todo, no mires atrás!Si Vincent se hubiera dado la

vuelta, habría visto a Jacoba derodillas, llorando, con los dos niñospegados a ella, y Dios sabe qué ideasabsurdas, qué remordimientos, lehabrían asaltado de nuevo. Aquelsilencio en el que se encerraba oaquella pasividad no eranindiferencia o resignación. Sóloesperaba un grito, a su espalda, parasaltar a tierra y regresar con Jacoba.

—Oficial —dijo el maestro Jean

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—, vigiladle. Tengo algo que decir aesta mujer.

En el tumulto de jinetes quedispersaban a la multitud, avanzóhacia Jacoba, la ayudó suavemente alevantarse y le tomó la cara entre lasmanos.

—Jacoba —dijo—, lamentosinceramente haber llegado a esteextremo, pero es la continuaciónlógica de nuestro contrato. Os daisperfecta cuenta de que Vincent noestá en sus cabales. No habríais sidofeliz con él. Ahora sólo cuenta, ysólo debe contar, lo que él y yo

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hemos empezado. ¿Qué es una pasióndel corazón frente a la obra a la queestamos ligados hasta la muerte?

Ella apartó las manos que leapresaban el rostro. Su miradahelada lo penetró intensamente.

—Si pudiera mataros —dijo—,lo haría.

Avanzaron en un tumulto de

locura detrás del oficial, que gritabacomo un poseído para abrirse paso.

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Los grupos que se habían dispersadodelante de la sinagoga refluían enmasa hacia la catedral. Pronto noquedaría nadie en París.

Tomaron un atajo por la calle dela Pomme y la de Saint Pierre auxBoeufs, llegaron a la calle SaintChristophe, que estaba bloqueadapor una multitud que negabaobstinadamente el paso. El oficialtuvo que hacer sonar la trompa paraconseguir la ayuda de los guardiasque se encontraban al final de lacalle, en dirección a la viejabasílica. Hubo que utilizar la lanza

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para llegar a Saint Jean le Rond,cuyo tejado estaba cubierto porracimos humanos. Al llegar, elpequeño grupo pudo respirar por fin.

La masa del santuario sedibujaba en el aire ligero de lamañana. Los cantos de la coral sediluían por encima de la multitud. Delos or namentos vegetales colocadosen profusión por toda la inmensidaddel recinto, se desprendía un oloramargo a primavera florida.

—Ya ves a lo que nos hemosarriesgado por tu culpa —dijo elmaestro Jean—. Tendremos suerte si

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llegamos para el Veni Creator.

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EPÍLOGO

Cada mañana suponía unmilagro. Vincent no tenía necesidadde rezar; «era» la plegaria,alimentado por ella, penetrado porpalabras y músicas, como un niñoen el vientre de su madre. Estaba enDios. A veces, por la noche, sedespertaba en una respiración deinfinito y flotaba en una nube; amenudo, en cualquier lugar dondese encontrara, se sentía elevado delsuelo, separado de lo material,

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arrastrado por uno de esosinstantes inefables que se haceninterminables, se fragmentan en ununiverso blando, sin fronteraspalpables, donde se perdía. Suscélulas se separaban de él una auna para derivar como franjas deuna nebulosa en pedazos. Evitabamoverse por temor a anular elmilagro. Los que lo veían, con lasmanos separadas del cuerpo, laspalmas vueltas hacia el exterior; losojos cerrados y la cara levantada,debían de pensar que había perdidola razón. Volvía a abrir los ojos y la

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catedral inacabada erigía ante él suarco poderoso y ligero ; tanpoderoso que parecía unida a latierra por millones de raíces que lairrigaban con los jugos profundosde las edades bárbaras de lacristiandad; tan ligera que el vientoparecía danzar a través de ella,tensarla como una vela. Se paseabaen ella como en su memoria, ligadaa la madera y la piedra, tanprofunda, tan rica que noterminaría de segregar rostros yvoces, de animar movimientosdifusos. De aquel magma, surgía

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una impresión de equilibrio, deplenitud e incluso de dicha. ¿Acasola dicha no es sentirse conforme conla propia obra, cómodo con ellacorno un bronce en su molde? Enaquel santuario grandioso como lafortaleza de Dios, delicado como ellecho de la Virgen, no había piedra ,riga, Limi tía de plomo, estatua,columna, pilar ovidriera sobre losque no hubiera puesto la mirada, lamano o las dos a la vez. Ninguna delas marcas de los destajistas o delas posiciones que sellaban losbloques le resultaban extrañas;

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habrían podido revelarle el nombrey el rostro de aquellos compañerosperdidos hacía lustros en la estelade aquel navio de piedra, quizámuertos, seguramente olvidados.Olvidados como él, Vincent, lo seríaun día, sin el menor párrafo paraatestiguar su presencia. No sufríapor ello. Aquel olvido con el que yase sentía cubierto no era oscuridadsino luz. Había aceptado hacíatiempo difuminarse detrás de suobra, fundirse con ella. Sería másbella si era misteriosa, porque lasobras sin misterio están sometidas a

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las fluctuaciones de las estaciones yde las vidas humanas; el artista, almorir.; las arrastra en su muerte o,si le sobreviven, escapan alanonimato de los orígenes, a lavirginidad, al misterio inviolado einviolable. Sólo cuenta lasupervivencia de la obra. Sobreviviren ella importaba poco a Vincent .Por otra parte, todavía tenía tantoque darle, todos los días, hasta loslímites de sus fuerzas y de su vida,tanta pena, tanto amor. ; tanta fe...Le habría gustado vivir tresexistencias más para ver nadar en

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pleno cielo, con las alas abiertas,aquella águila de piedra; paracontemplar los grandes rosetonesdispersando sus matices de colores;para ver al pueblo de los santosescalar en un diluvio de colores yclaridad la gran fachada; para oírla plegaria de la multitudapresurada bajo el pórtico de Ana;para escuchar al enjambre decampanas tocar en la primavera delas piedras.

FIN