El Cuaderno Rojo - Benjamin Constant

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El cuaderno rojo fue definido porItalo Calvino como «uno de loslibros de memorias más divertidosque he leído, la novela que, cuandofui joven, y si hubiera sidociudadano de otro siglo, me habríagustado vivir y escribir». Lo hizo,para Calvino y para nosotros, unode los grandes autores franceses definales del XVIII y comienzos del XIX,un hombre lleno de fértilescontradicciones: el cáustico,sentimental, descreído yapasionado Benjamin Constant.Estas memorias suyas de juventud

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recorren media Europa y mediavida: sus amigos, sus amores, susdeudas, sus duelos… Un joven quese envenena a sí mismo paraaparentar una pasión, un muchachoque contraría a su padre a pesar dela devoción que siente por él, unhombre que dibuja a la perfecciónlos personajes con quienes serelaciona. De Lausana a París, deCalais a Edimburgo. En una etapahistórica llena de cambios.

«He escrito muchas biografías ymuchos estudios ingleses, y

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siempre, siempre, he tenido comoreferente para ello, aun sinconfesarlo, las memorias deConstant».

André Maurois

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Benjamin Constant

El cuadernorojoePub r1.0

IbnKhaldun 19.05.15

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Título original: Le cahier rougeBenjamin Constant, 1907Traducción: Manuel ArranzPrólogo y cronología: Manuel ArranzDiseño de cubierta: Editorial PeriféricaEl editor autoriza la reproducción de estaobra, total o parcialmente, por cualquiermedio, actual o futuro, siempre y cuandosea para uso personal y no con finescomerciales

Editor digital: IbnKhaldunePub base r1.2

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Prólogo

Constant el Inconstante

Sola inconstantia constants[1]

Lo mismo que otros famosos cuadernosde la historia deben sus nombres alcolor de las tapas de los cuadernos enque fueron escritos sus respectivosmanuscritos, El cuaderno rojo deBenjamin Constant se lo debe al color

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de las suyas. Constant, sin embargo,había puesto un título clásico a sumanuscrito: Ma vie. Pero puesto que nilo publicó en vida, pues al parecerpensaba continuarlo o utilizarlo paraotros fines (y en cualquier caso loabandonó, reclamado tal vez por susobras políticas o, sencillamente,cansado de él), la baronesa Charlotte deConstant, a quien fue a parar finalmenteel manuscrito, y a la que debemos laprimera edición del mismo en fecha tantardía como 1907, prefirió el título, sinduda más enigmático y atractivo, de Elcuaderno rojo. A fin de cuentas, yahabía muchas Ma vie en aquella época,pero El cuaderno rojo era todavía un

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título original. Las diferencias entreaquella primera edición, que publicaríaCalmann-Lévy en un pequeño volumen,poco después de haber aparecido en dosentregas ese mismo año en la famosaRevue des Deux Mondes, y elmanuscrito original (ciento dieciochofolios escritos a mano por el propioBenjamin Constant) son numerosas,aunque no sustanciales.

Constant escribió El cuaderno rojocuando tenía ya cuarenta y cuatro años,en 1811, como precisa en un pasaje delmismo, y a juzgar por todos los indiciosdel manuscrito lo retocó posteriormente,y es posible incluso que lo reescribierapor completo. Para entonces ya se había

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casado dos veces, la segunda en secreto,seguramente por temor a Madame deStaël, con quien seguía manteniendo unatortuosa relación, después de que éstahubiese rechazado años atrás suproposición de matrimonio. Habíaescrito ya el Adolphe, y ese mismo año,si no antes, comenzaría Cécile, porlimitarnos a sus obras másautobiográficas (Alfred Roulin haapuntado la hipótesis de que tal vez laspáginas de El cuaderno rojo fuesenoriginalmente las de los primeroscapítulos de Adolphe, desechados porConstant).[2]

El relato de El cuaderno rojo abarcalos primeros veinte años del autor, de

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1767 a 1787, y más de la mitad delmismo está dedicado al último año, enel que se interrumpe de forma un tantoabrupta. Por lo que sabemos de su vida,tanto a través de los relatos de suscontemporáneos como de su copiosacorrespondencia y Diario íntimo, elBenjamin Constant maduro no fue muydiferente del joven que apareceretratado aquí. Impulsivo, ingenuo,caprichoso, tímido, temerario, voluble,apasionado, indeciso, decidido,intrigante; en fin, una lista interminablede atributos contradictorios que hicieronde él un personaje singular, adorablepara algunos, generalmente algunas, yaborrecible para otros, como suele ser

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casi siempre el caso de lostemperamentos que mezclan lavehemencia con la indolencia en dosissimilares. Hombres que, dicho en otraspalabras, logran convertir sus peoresvicios en sus mejores virtudes. Constantel Inconstante se llamaba a sí mismocon humor, otro rasgo éste de sucompleja y contradictoria personalidad.Émile Faguet, en la célebre semblanzaque hiciera de él, lo resume todavíamejor: «Un liberal que no es optimista,un escéptico dogmático, un hombre sinningún sentimiento religioso que se pasala vida escribiendo sobre la religión, unhombre de moralidad muy lasa que basatodo su sistema político en el respeto a

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la ley moral; y, además, un hombre deuna maravillosa rectitud de pensamientoy una conducta más que dudosa (…)nunca supo lo que quería, pero siempresupo lo que pensaba».[3]

El carácter autobiográfico de Elcuaderno rojo está fuera de toda duda, yla mayoría de los hechos que relata sehan podido documentar, aunque su valorno resida únicamente ahí. Charles DuBos dijo de él que era «una obramaestra que en el género del retratoautobiográfico no tenía igual»,[4] y apesar del tiempo transcurrido y de laproliferación de vidas y cuadernos detodos los colores, literarios y noliterarios, que han aparecido y

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desaparecido desde entonces, Elcuaderno rojo sigue conservando todasu frescura. Si tuviéramos que decir porqué, no nos iba a ser fácil. El perduraren el tiempo es una cualidad de losclásicos, y al final no sabemos nunca siperduran porque son clásicos, o si sonclásicos porque perduran. Posiblementelas dos cosas sean la misma. Pero sípodemos decir que hay algunascualidades por las que se reconoce a losclásicos, y entre ellas no es la menor laobservación inteligente y sincera delalma humana y de las fragilidades ycontradicciones del hombre, que en elcaso de Constant, como hemos dicho, noeran precisamente pocas. Éste era

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incapaz de disfrazar sus sentimientos,incluso cuando éstos no le favorecían.La sinceridad fue quizás su cualidad másalta, y su Adolphe o su Diario íntimoson la mejor prueba de ello. No es éstauna cualidad estrictamente literaria,evidentemente, pero sí la cualidad conla que se hace la buena literatura, laúnica literatura, incluso diría yo, pues laotra es indigna de ese nombre. Y,respecto a las cualidades propiamenteliterarias, en Constant podríamos decirque se daban por añadidura, a pesar, oquizás por eso mismo, de que nuncaestuvo satisfecho de su obra, lo mismoque no lo estuvo de su vida. Y si bien escierto que en ambos casos podía haber

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mucho de pose, tenemos que reconocertambién que la insatisfacción y lainseguridad eran lo que le daba vuelo.De hecho, no otro fue el origen de suséxitos y fracasos más rotundos en lavida.

Constant, en sus obras que considerómenores, y a las que dedicó muchomenos tiempo y estudio (lasmencionadas Adolphe, Cécile, Elcuaderno rojo, y posiblemente tambiénsu Diario íntimo y su abundantísimacorrespondencia, casi toda ella conmujeres), pues las mayores fueron paraél las políticas y las religiosas,consiguió precisamente sus logros másimperecederos y universales. Esto es

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algo que ha sucedido con frecuencia enla historia de la literatura y que tiene suprofunda razón de ser. No es una reglaabsoluta, pero las obras menores, lasque se escapan de la pluma por asídecirlo, suelen ser producto del genio,mientras que las mayores lo son deltrabajo y del estudio. O si lo prefieren,mientras unas son producto delsentimiento, las otras lo son de la razón.Y, al contrario de lo que se dice amenudo, los sentimientos sonimperecederos, mientras que la razón nolo es. Quince días dedicó a lacomposición inicial del Adolphe, yquince años a una apología delsentimiento religioso. (Seguramente

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fueron bastantes más de quince días,pues aunque la frase está en su Diarioíntimo, Constant era muy dado aexagerar). Yo creo que si hay un caso enla literatura que pueda ilustrar lafamosa, y seguramente falsa, dicotomíaentre obras de la razón y obras delcorazón, es precisamente el suyo. Poreso tal vez nunca dejó de amar a todaslas mujeres que pasaron por su vida, queno fueron pocas, y nunca dio unarelación por terminada. Eran, la mayoríade aquellas mujeres, cultas einteligentes, generalmente mayores queél, y generalmente también casadas, ycuando les faltaba alguna de estasvirtudes, la suplían con la belleza. La

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mayoría también mantenía un salóndonde se rendía culto a la conversación,se leía, se escuchaba música, e inclusose conspiraba entre galanteo y galanteo.En El cuaderno rojo aparecen yaalgunas de ellas, Madame Trevor,Madame Pourras o Madame deCharrière. Constant no ocultó nunca laidentidad de sus amantes, que enocasiones mantuvo simultáneamente, y alas que llegaba incluso a hacerconfidentes de sus éxitos o sus fracasoscon otras mujeres. Escribir unaapasionada carta a una por la mañana eirse luego tranquilamente a pasar latarde con otra, era en él la cosa másnatural del mundo. Luego vendrían las

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más famosas, Anna Lindsay, Madame deStaël, Charlotte de Hardenberg, que fuesu segunda esposa, la Cécile del relatohomónimo, la actriz Julie Talma oMadame Récamier. Con muchas de ellasmantuvo a lo largo de su vida unaapasionada correspondencia. En fin, «unhombre libre, pero siempre encadenadopor las mujeres», dijo de él MarcelArland. Un hombre que fue de fracaso enfracaso, hasta convertirse finalmente enun héroe nacional y un clásico de laliteratura universal que, casi dos siglosdespués de muerto, sigue teniendotodavía lectoras y lectores fieles.

MANUEL ARRANZ

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El cuaderno rojo

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Nota

En nuestra traducción hemos seguido eltexto de la primera edición, reproducidoen Gallica (http://gallica.bnf.fr),cotejándolo, no obstante, con la clásicaedición anotada de Alfred Roulin(Gallimard, 1957), establecida sobre elmanuscrito original, y restituyendo todaslas expresiones, giros y términosalterados u omitidos en la primeraedición de 1907.

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Nací el 25 de octubre de 1767, enLausana, Suiza, hijo de Henriette deChandieu, de una antigua familiafrancesa, refugiada en el país de Vaud acausa de su religión, y de Juste Constantde Rebecque, coronel en un regimientosuizo de servicio en Holanda. Mi madremurió a causa del parto, ocho díasdespués de mi nacimiento.

El primer preceptor del queconservo algún recuerdo fue un alemánllamado Stroelin, que me molía a palosy luego me colmaba de caricias para queno me quejase a mi padre. Le guardésiempre el secreto, pero al descubrirseel asunto a mi pesar, le despidieron.Había tenido, por lo demás, una idea

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bastante ingeniosa, que consistía enhacerme inventar el griego paraenseñármelo, es decir, que me propusoque inventáramos entre los dos unidioma que sólo conoceríamos nosotros:esta idea me apasionó. Para empezarformamos un alfabeto, en el que él ibaintroduciendo las letras griegas.Después comenzamos un diccionario enel que cada palabra francesa eratraducida por una palabra griega. Todoaquello se grababa maravillosamente enmi cabeza, porque creía yo que era suinventor. Sabía ya un montón depalabras griegas, y estaba ocupado endar a estas palabras de mi creación unasreglas generales, es decir, que estaba

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aprendiendo la gramática griega, cuandomi preceptor fue despedido. Teníaentonces cinco años.

Tenía siete cuando mi padre memandó a Bruselas, donde se habíapropuesto hacerse cargo él mismo de mieducación. Pronto renunció, y me pusocomo preceptor a un francés, el señor deLa Grange, que había entrado comocirujano mayor en su regimiento. Esteseñor de La Grange decía ser ateo. Porlo demás, y por lo que puedo recordar,era un hombre bastante mediocre, muyignorante, y de una vanidad exagerada.Se propuso seducir a la hija de unmaestro de música con el que yo tomabalecciones. Tuvo varias aventuras

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bastante escandalosas. En fin, se alojabaconmigo en una casa sospechosa, parano ser molestado en sus juergas. Mipadre llegó un día furioso de suregimiento, y el señor de La Grange fuedespedido.

Mientras esperaba encontrar otromentor, mi padre me alojó en casa de mimaestro de música. Allí permanecídurante algunos meses. Aquella familia,que el talento del padre había sacado dela clase más humilde, me alimentó y mecuidó muy bien, pero no podía hacernada por mi educación. Tenía algunosprofesores cuyas clases evitaba, yhabían puesto a mi disposición ungabinete literario vecino en el que podía

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encontrar todas las novelas del mundo, ytodas las obras irreligiosas entonces a lamoda. Leía de ocho a diez horas al díatodo lo que caía en mis manos, desde lasobras de La Mettrie hasta las novelas deCrébillon. Mi cabeza y mis ojos seresintieron, después, toda mi vida.

Mi padre, que de cuando en cuandovenía a verme, conoció a un ex jesuíta alque propuso encargarse de mí. Pero nosé por qué aquello no cuajó. Sinembargo, por la misma época, un exabogado francés que había abandonadosu país por algunos asuntos turbios, yque se encontraba en Bruselas con unamujer a la que hacía pasar por sugobernanta, quería abrir un

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establecimiento educativo; se ofreció yhabló tan bien que mi padre creyó haberencontrado a un hombre admirable.

El señor Gobert aceptó tomarme ensu casa por un precio elevado. Sólo medaba lecciones de latín, que sabía mal, yde historia, que únicamente me enseñabapara tener un motivo por el que hacermecopiar una obra que había compuestosobre esta materia y de la que queríatener varias copias. Pero mi letra era tanmala y mi falta de atención tan grande,que había que volver a empezar cadacopia, y durante más de un año quetrabajé en ello no pasé nunca delprólogo.

Mientras tanto, el señor Gobert y su

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amante se habían convertido en objetode murmuraciones, y los rumoresllegaron hasta mi padre. Hubo algunasescenas de las que fui testigo, y salí decasa de aquel tercer preceptorconvencido por tercera vez de queaquellos que estaban encargados deinstruirme y de corregirme eran, ellosmismos, hombres muy ignorantes y muyinmorales.

Mi padre me llevó a Suiza, dondepasé algún tiempo en su finca bajo suúnica tutela. Uno de sus amigos le habíahablado de un francés de cierta edad quevivía retirado en Chaux-de-Fonds, cercade Neuchâtel, y que tenía fama de serinteligente y culto. Mi padre se informó,

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y el resultado fue que el señorDuplessis, éste era el nombre delfrancés, era un monje que había colgadolos hábitos y se había escapado de suconvento, había cambiado de religión yse mantenía escondido, incluso en Suiza,para evitar ser perseguido por Francia.

A pesar de que estas referencias nofuesen muy favorables, mi padre llamóal señor Duplessis, que resultó valermás que su reputación. Se convirtió, portanto, en mi cuarto preceptor. Era unhombre de carácter débil, pero bueno yespiritual. Mi padre, rápidamente, lodespreció, y no ocultaba su despreciodelante de mí, lo cual era un malprincipio para la relación entre tutor y

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alumno. El señor Duplessis cumplió consu deber lo mejor que pudo y consiguióque hiciera bastantes progresos. Pasépoco más de un año con él, entre Suiza,Bruselas y Holanda. Al cabo de esetiempo, mi padre se hartó de él ydecidió mandarme a una universidad deInglaterra.

El señor Duplessis nos dejó paraconvertirse en preceptor de un jovenconde de Aumale. Desgraciadamente,este joven tenía una hermana bastantehermosa y de costumbres algo ligeras.Ésta encontró divertido hacer perder lacabeza al pobre monje, que se enamoróapasionadamente de ella. Ocultaba suamor porque su estado, sus cincuenta

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años y su físico le daban pocasesperanzas, cuando descubrió que unpeluquero menos viejo y menos feohabía tenido más suerte que él. Cometiómil locuras, que se juzgaron con unaseveridad despiadada. Perdió la cabezay terminó por saltarse la tapa de lossesos.

Entonces, mi padre partió conmigopara Inglaterra, y después de una cortaestancia en Londres, me condujo aOxford. Se dio cuenta en seguida de queesta universidad, donde los ingleses novan a acabar los estudios hasta losveinte años, no podía convenir a un niñode trece. Se limitó, por tanto, a hacermeaprender inglés y a algunas excursiones

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de placer por los alrededores, y nosvolvimos al cabo de dos meses con unjoven inglés que habían recomendado ami padre para darme lecciones, sin tenerni el título ni las pretensiones de unpreceptor, cosas de las que mi padre,después de cuatro experienciassucesivas, abominaba. Pero con estaquinta tentativa pasó como con lasprecedentes. Apenas el señor May sepuso en camino con nosotros, mi padrelo encontró ridículo e insoportable. Mepuso al corriente de sus impresiones, demanera que mi nuevo camarada no fueya para mí más que un continuo objetode burla y de chanzas.

El señor May pasó un año y medio

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en nuestra compañía, en Suiza yHolanda. Pasamos una temporadabastante larga en el pequeño pueblo deGeertruydenberg. Y allí me enamoré porprimera vez. Era la hija del comandante,viejo oficial amigo de mi padre. Mepasaba todo el día escribiéndole largacartas que no le enviaba; y nos fuimossin que le hubiera declarado mi pasión,que me duró sus buenos dos mesestodavía.

Volví a verla más adelante, y la ideade que había estado enamorado de ellapareció interesarle, o tal vez no era másque curiosidad por lo que me habíaocurrido. En una ocasión me preguntóqué había sentido por ella, pero nos

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interrumpieron. Poco tiempo después secasó y murió de parto. Mi padre, queestaba deseando desembarazarse delseñor May, aprovechó la primeraocasión para devolverlo a Inglaterra.

Volvimos a Suiza, donde recurrió,para que tomara algunas lecciones, a untal señor Bridel, hombre bastanteinstruido, pero muy pedante y muyaburrido. Mi padre se dio cuenta enseguida de la arrogancia, de lasfamiliaridades que se tomaba, y delpoco estilo del nuevo mentor que mehabía escogido; y hastiado, después detantas tentativas inútiles, de cualquiertipo de educación privada, tomó ladecisión de inscribirme, a la edad de

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catorce años, en una universidad deAlemania.

El margrave de Anspach, que seencontraba entonces en Suiza, leaconsejó Erlangen. Mi padre meacompañó y me presentó él mismo en lapequeña corte de la margrave deBareith, que residía allí. Nos recibiócon toda la solicitud que suelen tener lospríncipes que se aburren con losextranjeros que les entretienen, y metomó mucho cariño. Como yo decía todolo que me pasaba por la cabeza, meburlaba de todo el mundo y defendía conbastante gracia las opiniones másestrafalarias, debía de ser, para unacorte alemana, un personaje bastante

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divertido. El margrave de Anspach metrataba también con la mismacordialidad. Me concedió un título en sucorte, donde yo iba a jugar al faraón y acontraer deudas de juego que mi padretuvo la torpeza y la bondad de pagar.

Durante el primer año de mi estanciaen esta universidad estudié mucho, perohice al mismo tiempo mil perrerías. Laanciana margrave me las perdonabatodas y cada vez me quería más: y enaquella pequeña ciudad, el favor de queera objeto en la corte hacía callar atodos los que me juzgaban másseveramente. Pero yo quería presumir detener una amante. Escogí a una muchachade bastante mala reputación cuya madre,

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en no sé qué ocasión, había hecho a lamargrave ciertos desaires. Lo curiosodel caso era que, por un lado, yo noamaba a aquella muchacha y, por otro,ella no quería saber nada de mí. Contoda seguridad, yo era el único hombreal que se había resistido. Pero el placerde dar que hablar, y de oír que manteníaa una amante, me consolaba, por unaparte, de pasar mi vida con una personaa la que no amaba en absoluto y, porotra, de no poseer a la persona quemantenía.

La margrave se sintió muy ofendidapor mi relación, a la que, a causa de susescenas, me aferré todavía más.Aquellas escenas consiguieron lo que yo

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quería, que no era otra cosa que sehablase de mí. Al mismo tiempo, lamadre de mi supuesta amante, todavíacargada de odio contra la margrave, yhalagada por la especie de rivalidad quese había establecido entre una princesa ysu hija, no paraba de empujarme acometer toda suerte de ofensas contra lacorte. Finalmente, la margrave perdió lapaciencia y me prohibió aparecer por sucasa. Al principió, me afligió mucho midesgracia y traté de reconquistar elfavor que tanto empeño había puesto enperder. No lo conseguí. Y todos aquellosa los que aquel trato de favor habíaimpedido hablar mal de mí seresarcieron. Fui objeto de un

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linchamiento y una burla generales.La rabia y el despecho me hicieron

cometer algunas tonterías más.Finalmente, mi padre, enterado por lamargrave de todo lo que pasaba, meordenó que me reuniera con él enBruselas, y partimos juntos paraEdimburgo.

Llegamos a esta ciudad el 8 de juliode 1783. Mi padre tenía allí antiguosconocidos, que nos recibieron con todaslas atenciones de la amistad y lahospitalidad que caracteriza a la naciónescocesa. Se me instaló en casa de unprofesor de medicina que admitíapensionistas.

Mi padre sólo se quedó tres semanas

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en Escocia. Después de su partida meentregué al estudio con fervor, yentonces comenzó el año más agradablede mi vida. El trabajo estaba de modaentre los jóvenes de Edimburgo. Habíancreado varias asociaciones literarias yfilosóficas, y yo pertenecí a algunas,distinguiéndome como escritor y comoorador, aunque en una lengua extranjera.Contraje algunas relaciones muyestrechas con hombres que, en sumayoría, se hicieron famosos más tarde;entre ellos se encontraban Mackintosh,actualmente juez supremo en Bombay,Laïng, uno de los mejores discípulos deRobertson, etc.

De todos aquellos jóvenes, el que

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parecía más prometedor era el hijo deun comerciante de tabaco, llamado JohnWilde. Gozaba, entre sus amigos, de unaautoridad casi absoluta, a pesar de quela mayoría fuesen muy superiores a élpor nacimiento o fortuna: susconocimientos eran inmensos; su afán deestudio, infatigable; su conversación,brillante; su carácter, excelente. Despuésde haber conseguido por méritospropios una plaza de profesor y haberpublicado un libro que empezaba ahacerle famoso, se volvió loco, yactualmente, si no está muerto, estarátirado en un jergón en algún calabozo.¡Triste especie humana, qué haces connosotros y con nuestras esperanzas!

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Viví alrededor de dieciocho mesesen Edimburgo, divirtiéndome mucho,trabajando mucho, y no dando quehablar más que cosas buenas de mí. Lamala suerte quiso que un joven italianoque me daba lecciones de música, mellevara a una casa de juego que tenía suhermano. Jugué, perdí, contraje deudas adiestro y siniestro, y eché a perder miestancia allí.

La fecha que mi padre había fijadopara mi partida llegó, y me fuiprometiendo a mis acreedores que lespagaría, pero dejándoles muydescontentos y dando yo mismo unaimpresión muy desfavorable. Pasé porLondres, donde permanecí, perdiendo el

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tiempo, tres semanas, y llegué a París enel mes de mayo de 1785.

Mi padre había hecho un arreglopara mí, que me hubiera proporcionadotoda clase de ventajas si hubiera sabidoy querido aprovecharlo. Debía alojarmeen casa del señor Suard, donde solíanreunirse gentes de letras, y que habíaprometido introducirme en la mejorsociedad de París. Pero mi habitaciónno estaba lista, y desembarqué en unhotel amueblado; allí trabé amistad conun inglés muy rico y muy libertino; quiseimitar sus locuras, y todavía no llevabaun mes en París cuando ya tenía deudaspor encima de mi cabeza. Pero mi padretenía parte de culpa, por enviarme a los

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dieciocho años, confiando en mi buenafe, a un lugar donde yo no podía evitarcometer un error tras otro. Finalmente,fui a alojarme a casa del señor Suard ymi conducta fue menos extravagante.

Pero los líos en los que me habíametido nada más llegar tuvieronconsecuencias que influyeron en toda miestancia. Para colmo de males, mi padrecreyó que debía ponerme bajo la tutelade alguien, y consultó este asunto con unministro protestante, capellán delembajador de Holanda. Éste creyó hacermaravillas al recomendarle a un talBaumier, que se había presentado ante élcomo un protestante perseguido por sufamilia por motivos religiosos.

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El tal Baumier era un hombre sinmoral, sin oficio ni beneficio, unauténtico estafador de la peor especie.Trató de compincharse conmigocompartiendo todas las tonterías que yoquería hacer, y no comprendía que yo nollevase el género de vida más disoluto yabyecto. Como, independientemente detodos sus vicios, carecía de ingenio, eraaburrido e insolente me cansé pronto deun hombre que lo único que hacía eraacompañarme a buscar mujeres ypedirme dinero prestado, y nospeleamos. Escribió, me imagino, a mipadre, y exageró, supongo, todo lo maloque tenía que decir de mí, a pesar de quecon la verdad hubiera sido más que

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suficiente.Mi padre vino en persona a París y

me llevó a Bruselas, donde me dejó paravolver con su regimiento. Permanecí enBruselas desde el mes de agosto hastafinales de noviembre, repartiendo mitiempo entre las casas de Ussel y deAremberg, viejas relaciones de mi padreque, en calidad de tales, me acogieronmuy bien, y una camarilla ginebrina,algo más turbia pero mucho másagradable.

En esta camarilla había una mujer deunos veintiséis o veintiocho años, con unporte muy seductor y un ingenio muyagudo. Yo me sentía atraído por ella, sinquerer confesármelo abiertamente,

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cuando, por algunas palabras que mesorprendieron al principio más de lo queme encantaron, ella me insinuó que meamaba. En el momento en que escriboesto, han transcurrido veinticinco añosdesde aquel descubrimiento, yexperimento todavía una sensación degratitud al recordar el placer que sentí.

Madame Johannot, éste era sunombre, tiene un lugar en mis recuerdosmuy diferente al de todas las demásmujeres que he conocido: mi relacióncon ella fue muy corta y se redujo a muypoca cosa. Pero no me hizo pagar lasdulces sensaciones que me procuró conninguna mezcla de ansiedad o detristeza, y a los cuarenta y cuatro años le

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estoy todavía agradecido por lafelicidad que me procuró cuando teníadieciocho.

La pobre mujer tuvo un triste final.Casada con un hombre de carácterdespreciable y costumbres corrompidas,la llevó consigo, primero, a París, dondese puso al servicio del partidodominante y se convirtió, a pesar de serextranjero, en miembro de laConvención, condenó a muerte al rey ycontinuó hasta el final de aquellatristemente célebre asambleadesempeñando un papel cobarde yequívoco. Ella fue pronto confinada enun pueblo de Alsacia y sustituida poruna amante que su marido mantenía en su

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propia casa. Finalmente, fue devuelta aParís para vivir con aquella amante a laque su marido quería obligarle a servir,y los tratos vejatorios a los que fuesometida la llevaron a envenenarse. Yoestaba entonces en París, y vivía cercade ella, pero ignoraba que ella estuvieseallí, y murió a algunos pasos de unhombre al que había amado y que nuncapudo oír pronunciar su nombre sinconmoverse hasta lo más profundo de sualma; murió, como digo, creyéndoseolvidada y abandonada por todo elmundo.

Apenas había pasado un mes desdeque gozaba de su amor cuando mi padrevino a buscarme para llevarme a Suiza.

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Madame Johannot y yo nos escribimostristes y tiernas cartas en el momento demi partida. Me dio una dirección, dondeme dijo que podía escribirle, pero no merespondió nunca. Me consolé sinolvidarla, y muy pronto, como se verá,fue ocupado su lugar. La volví a ver dosaños después, una única vez, en París,algunos antes de su desgracia. Volví aquedar prendado de ella. Le hice unasegunda visita, pero se había ido.Cuando me lo dijeron se apoderó de míun sentimiento de una tristeza y unaviolencia extraordinarias. Era unaespecie de funesto presentimiento, quesu triste final no hizo más que ratificar.

De vuelta a Suiza, pasé de nuevo

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algún tiempo en el campo, estudiandosin ningún orden y ocupándome de unaobra cuya primera idea se me habíaocurrido en Bruselas, y que en losucesivo nunca dejó de ejercer una granatracción sobre mí: se trataba de unahistoria del politeísmo. Yo no teníaentonces ninguno de los conocimientosnecesarios para escribir cuatro líneasrazonables acerca de semejante tema.Alimentado por los principios de lafilosofía del siglo XVIII y, sobre todo,por las obras de Helvetius, no tenía otropensamiento que contribuir yo también ala destrucción de lo que llamaba «losprejuicios». Me había aprendido unafrase del autor de Sobre el espíritu, que

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pretendía que la religión pagana era, conmucho, preferible al cristianismo; y yoquería apoyar esta afirmación, que nohabía ni profundizado ni examinado, conalgunos hechos tomados al azar y unoscuantos epigramas y declamaciones queimaginaba originales.

Si hubiera sido menos perezoso y mehubiese abandonado menos a misemociones, tal vez habría acabado endos años un pésimo libro, que me habríaprocurado una pequeña y efímerareputación de la que me habría sentidomuy satisfecho. Una vez comprometidopor amor propio, no hubiera podidocambiar de opinión, y aquella primeraparadoja me habría encadenado de por

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vida.Pero si la pereza tiene

inconvenientes, también tiene susventajas. Yo no pasaba mucho tiempollevando una vida apacible y estudiosa:nuevos amores venían a distraerme, ycomo tenía tres años más que enErlangen, cometí tres veces más locurastambién. El objeto de mi pasión era unainglesa, de entre treinta y treinta y cincoaños, mujer del embajador de Inglaterraen Turín. Había sido muy hermosa ytenía todavía una hermosa mirada, unosdientes soberbios y una sonrisaencantadora. Su casa era muy agradable,se jugaba mucho en ella, de manera queyo encontraba allí un placer todavía

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mayor que el que la dama me inspiraba.Madame Trevor era extremadamente

coqueta y tenía el ingenio fino yrebuscado con que la coqueteríafavorece a las mujeres que no tienenotro. Se llevaba bastante mal con sumarido, del que por lo habitual estabaseparada, y había siempre a sualrededor cinco o seis jóvenes ingleses.Al principio me introduje en su círculoporque era más brillante y más animadoque cualquier otro de Lausana. Peroluego, al ver que la mayoría de losjóvenes que la rodeaban le hacían lacorte, se me metió en la cabeza gustarle.Le escribí una hermosa carta paradeclararle que estaba enamorado de

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ella. Le envié aquella carta una tarde yvolví al día siguiente para recibir surespuesta. El nerviosismo que meproducía la incertidumbre sobre elresultado de mi gestión me había dadouna especie de fiebre que se parecíabastante a la pasión que al principiosólo quería fingir. Madame Trevor merespondió por escrito, comoaconsejaban las circunstancias. Mehablaba de sus vínculos y me ofrecía lamás tierna amistad. No tendría quehaberme fijado en aquella palabra yesperar hasta dónde nos habríaconducido tal amistad. En lugar de eso,creí más oportuno ostentar la másviolenta desesperación, porque no me

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ofrecía más que amistad a cambio de miamor: y allí estaba yo, revolcándome ygolpeándome la cabeza contra el murode aquella desgraciada palabra. Lapobre mujer, que probablemente habíatenido asuntos con personas mássensatas, no sabía cómo reaccionar anteaquella escena, tanto más embarazosapara ella cuanto que yo no hacía nadapor ponerle fin de una manera decorosapara los dos.

Me mantenía a diez pasos de ella, ycuando se acercaba para calmarme oconsolarme, me alejaba repitiéndole quepuesto que no sentía por mí más queamistad, sólo me quedaba morir. Nopudo sacar de mí nada más durante

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cuatro horas, y me fui, dejándola,bastante molesta, creo, con un amanteque se empeñaba en discutir sobre unsinónimo.

Pasé de este modo tres o cuatromeses, estando cada vez másenamorado, porque chocaba cada díamás contra un obstáculo que me habíacreado yo mismo, y seguía yendo, por lodemás, a casa de Madame Trevor, tantopor mi afición al juego como por miridículo amor; Madame Trevorsoportaba mis extrañas maniobras conuna paciencia admirable. Respondía atodas mis cartas, me recibía en su casa asolas, y me permitía estar con ella hastalas tres de la madrugada. Pero no

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consiguió nada, ni yo tampoco. Yo erade una timidez excesiva, y de unapasionamiento frenético; no sabíatodavía que había que tomar en vez depedir; y yo estaba pidiendocontinuamente y no tomaba nunca. AMadame Trevor debí de parecerle unamante de una extraña especie. Perocomo las mujeres aman siempre todoaquello que prueba que son capaces deinspirar una gran pasión, se acostumbróa mis rarezas y nunca me recibió mal.

Incluso estuve celoso de un inglés aquien Madame Trevor le traía sincuidado, y quise obligarle a batirseconmigo. Él pensó que podía aplacarmeconfesándome que, lejos de seguir mis

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pasos, ni siquiera encontraba agradablea Madame Trevor. Entonces quisebatirme con él porque no hacía justicia ala mujer que yo amaba. Nuestraspistolas ya estaban cargadas cuando miinglés, que no tenía ningunas ganas de unduelo tan ridículo, tuvo una salidaairosa. Requirió a los padrinos y meanunció que iba a decirles por qué nosbatíamos. Traté de convencerle quedebía guardar el secreto, pero se burlóde mí, y no tuve más remedio querenunciar a mi brillante empresa para nocomprometer a la dama de mispensamientos.

Cuando llegó el invierno, mi padreme anunció que me preparara para

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reunirme con él en París. Midesesperación no tuvo límites. MadameTrevor parecía muy afectada. A menudola tomaba en mis brazos, empapaba susmanos con mis lágrimas, me pasaba lasnoches llorando en un banco donde lahabía visto sentada; ella llorabaconmigo; y si me hubiera olvidado dediscutir sobre el significado de laspalabras, tal vez habría tenido máséxito. Pero todo se redujo a un castobeso sobre unos labios ligeramenteajados. Finalmente partí en un estado desufrimiento inexpresable. MadameTrevor prometió escribirme, y mearrancaron de su lado.

Mi sufrimiento era tan evidente que

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incluso dos días después, uno de misprimos, que viajaba con nosotros,intentó persuadir a mi padre para que medevolviera a Suiza, convencido, comoestaba, de que yo no resistiría el viaje.En fin, lo resistí y llegamos. Meencontré con una carta de MadameTrevor. La carta era fría, pero leagradecí que hubiera cumplido supromesa. Le respondí utilizando ellenguaje del amor más apasionado.Obtuve una segunda carta todavía másinsignificante que la primera. Por miparte, yo me iba enfriando a medida quenuestras cartas se las llevaba el correo.No le escribí más, y nuestra relación seacabó.

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No obstante, volví a ver a MadameTrevor en París, tres meses después: noexperimenté ninguna emoción, y creoque la suya sólo fue provocada por lasorpresa de ver en mí una indiferenciatan absoluta. La pobre mujer continuótodavía algunos años con su oficio decoqueta, e hizo bastante el ridículo.Luego volvió a Inglaterra, donde, segúnme han dicho, se volvió casi loca acausa de ataques nerviosos.

Aquellos primeros meses de miestancia en París fueron muy agradables.Fui amablemente recibido por el círculodel señor Suard, en cuya casa iba aalojarme de nuevo. Mi espíritu, quecarecía entonces por completo de

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sobriedad y de rectitud, pero que teníaun carácter epigramático muy divertido,mis conocimientos, que, aunque muydeshilvanados, eran superiores a los dela mayoría de las personas de letras dela generación que surgía, la originalidadde mi personalidad, todo esto eraconsiderado excitante. Fui festejado portodas las mujeres de la camarilla deMadame Suard, y los hombresatribuyeron a mi edad una impertinenciaque, al no residir en los modales sino enlas opiniones, resultaba menos patente ymenos ofensiva. Sin embargo, cuandorecuerdo lo que decía entonces, y eldesprecio que manifestaba por todo elmundo, todavía no comprendo cómo se

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me pudo tolerar. Recuerdo que un día,habiéndome encontrado con uno de loshombres de nuestro círculo, que teníatreinta años más que yo, me puse ahablar con él, y mi conversación girócomo de costumbre sobre lo ridículasque eran las personas que veíamos adiario. Después de haberme burlado detodo el mundo, le cogí repentinamentede la mano y le dije:

—Le he hecho reír a costa de todosnuestros amigos, pero no vaya a pensarque, porque me he burlado de ellos conusted, no me voy a burlar de usted conellos; le advierto que no hemos hechoese pacto.

El juego, que ya me había creado

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tantos problemas y que me los seguiríacreando después, vino a enturbiar mivida y a echar a perder todo lo que labondad de mi padre había hecho por mí.

En Suiza había conocido, en casa deMadame Trevor, a una francesa anciana,Madame de Bourbonne, jugadoracompulsiva, por lo demás buena mujer, ybastante original: jugaba cuando iba encoche, jugaba en la cama, jugaba en elbaño, por la mañana, por la noche, porla tarde, jugaba a todas horas y encualquier lugar siempre que podía. Yoiba a verla a París, donde todos los díasorganizaba un quince[5] en el que yoprocuraba estar. Perdía generalmentetodo lo que llevaba, y llevaba todo lo

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que me tenía asignado mi padre y todolo que conseguía que me prestasen, loque afortunadamente no era muyconsiderable, a pesar de que nosubestimaba ningún medio de contraerdeudas.

A propósito de esto tuve unaaventura bastante divertida con una delas mujeres más ancianas del círculo deMadame Suard. Se trataba de MadameSaurin, mujer de Saurin, el filósofo yautor de Espartaco. Había sido muyhermosa, cosa que sólo recordaba ella,pues tenía sesenta y cinco años. Mehabía distinguido con su amistad, yaunque yo había cometido laequivocación de burlarme un poco de

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ella, tenía más confianza en MadameSaurin que en cualquier otra persona deParís. Un día había perdido en casa deMadame de Bourbonne todo el dineroque tenía, y todo el que me había podidojugar a crédito. Presionado para quepagara, se me ocurrió recurrir aMadame Saurin para que me prestase loque me faltaba. Pero como yo mismodesaprobaba aquella acción, le escribíen lugar de hablarle, diciéndole que iríaa recoger su respuesta durante la velada.Y, en efecto, fui. La encontré sola. Mitimidez natural, aumentada por lascircunstancias, hizo que esperasebastante tiempo a que ella me hablase demi nota. Finalmente, como ella no decía

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palabra, me decidí a romper el silencio,y empecé ruborizándome, bajando lamirada, y con una voz trémula:

—Os extrañará, tal vez —le dije—,mi atrevimiento. Me entristecería que osformarais de mí una impresióndesfavorable por algo que no me hubieraatrevido a pediros nunca, si su amistad,tan grata para mí, no me hubieraanimado a ello; la confesión que acabode haceros, que vuestro silencio me hacetemer que os haya ofendido, me ha sidoarrancada por un irresistible impulso deconfianza en usted.

Todo esto lo iba diciendodeteniéndome en cada palabra, y sinmirar a Madame Saurin. Viendo que no

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respondía nada, levanté la mirada y vien su expresión de sorpresa que no dabacrédito a mi sermón.

Le pregunté si no había recibido micarta, y resultó que no. Desconcertado,de buena gana hubiera retirado mispalabras, si hubiera encontrado otrosmedios para salir del atolladero en queme encontraba. Pero no tenía másrecursos. Había que continuar. Ycontinué:

—Usted ha sido tan buena conmigo,me ha demostrado tanto cariño. Tal vezme haya hecho demasiadas ilusiones.Pero hay momentos en que un hombrepierde la cabeza. Nunca me perdonaré sihe traicionado su amistad. Por favor,

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permítame que no hable más de esadesafortunada carta. Permítame que leoculte lo que escapó de mí en unmomento de obnubilación.

—No —me contestó—, confíe enmí. Quiero saberlo todo, acabe, acabe.

Y se cubrió el rostro con las manosmientras todo su cuerpo temblaba.Comprendí claramente que había tomadotodo lo que acababa de decirle por unadeclaración de amor. Aquellaequivocación, su emoción y una grancama de damasco rojo que había a dospasos de nosotros, me sumieron en uninexpresable terror. Pero reaccionécomo un cobarde indignado y meapresuré a deshacer el equívoco.

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—En el fondo —le dije—, no sé porqué la molesto con algo taninsignificante. He cometido la torpezade jugar, perdí algo más de lo quedispongo en este momento, y os escribípara saber si podríais hacerme el favorde prestarme lo que me falta para salirdel paso.

Madame Saurin permaneció inmóvil.Apartó las manos de su rostro, que ya nonecesitaba ocultar. Se levantó sin deciruna palabra y me entregó el dinero quele había pedido. Estábamos tanturbados, ella y yo, que todo transcurrióen silencio. Ni siquiera abrí la bocapara darle las gracias.

Fue en aquella misma época (1787)

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cuando me encontré con la primeramujer con una inteligencia superior quehe conocido, y una de las mayores quetraté nunca. Se llamaba Madame deCharrière. Era holandesa, de una de lasmejores familias de aquel país, y en sujuventud había dado mucho que hablarpor su inteligencia y la extravagancia desu carácter. Con treinta años cumplidos,y después de muchas pasiones, algunasde las cuales habían sido desdichadas,se había casado, a pesar de la oposiciónde su familia, con el preceptor de sushermanos, hombre inteligente y demaneras delicadas y nobles, pero el másfrío y flemático que pueda imaginarse.Durante los primeros años de su

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matrimonio, su mujer le habíaatormentado mucho tratando de hacerlecompartir sus inquietudes; y ladecepción de no conseguirlo más querara vez, pronto destruyó la felicidadque ella se había prometido con aquellaunión en ciertos aspectosdesproporcionada. Un hombre muchomás joven que ella, con una inteligenciamediocre pero una hermosa figura, lecausó una profunda impresión. Nuncasupe todos los detalles de esta pasión,pero lo que ella me dijo y lo que mecontaron otros me bastó paracomprender que había sido una relaciónmuy intensa y muy desgraciada, que elenfado de su marido había turbado su

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paz interior, y que finalmente el joven,motivo de todo, la había abandonadopor otra mujer con la que se habíacasado, y ella había pasado algúntiempo hundida en la más negradesesperación. Esta desesperaciónfavoreció su reputación literaria, pues leinspiró la más hermosa de las obras queescribió: se titula Calixto, y forma partede una novela publicada con el título deCartas escritas desde Lausana.

Cuando la conocí estaba haciendogestiones para imprimir el libro. Suinteligencia me sedujo. Nos pasábamosdías y noches hablando juntos. Ella eramuy severa en sus juicios sobre laspersonas que conocía. Yo, por

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naturaleza, era bastante burlón.Congeniamos inmediatamente. Pero enseguida descubrimos el uno del otroaspectos más íntimos y esenciales.Madame de Charrière tenía una maneratan original y animada de considerar lavida, tal desprecio por los prejuicios,tanta vehemencia en sus pensamientos, yuna superioridad tan grande y desdeñosasobre el común de los hombres, que enmi ánimo, a los veinte años,extravagante y desdeñoso yo también, suconversación representaba un placerhasta entonces desconocido. Meentregaba a ella en un estado de éxtasis.Su marido, que era un hombre honrado,y que sentía cariño y admiración por

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ella, la había llevado a París paradistraerla de la tristeza en que la habíasumido el abandono del hombre al quehabía amado. Ella tenía veintisiete añosmás que yo, de manera que nuestrarelación no podía preocuparle. Estabaencantado y la animaba con todas susfuerzas. Todavía recuerdo con emociónlos días y las noches que pasamos juntosbebiendo té y hablando de cualquiercosa con una pasión inagotable. Peroesta nueva pasión no absorbía, sinembargo, todo mi tiempo.Desgraciadamente, me sobraba elsuficiente como para hacer muchastonterías y contraer nuevas deudas. Unamujer que, desde París, mantenía

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correspondencia con mi padre, le pusoal corriente de mi conducta, pero leescribió al mismo tiempo que yo podríasolucionarlo todo si conseguía casarmecon una joven del círculo en el que memovía habitualmente, y que debía dedisponer de ochocientos mil francos derenta. Esta idea sedujo mucho a mipadre, cosa muy natural. Me lacomunicó en una carta que contenía, porlo demás, muchos y justos reproches, yque terminaba diciéndome que noconsentiría en prolongar mi estancia enParís más que si intentaba poner enpráctica aquel interesante proyecto, si esque creía tener alguna posibilidad deéxito.

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La persona de que se trataba teníadieciséis años y era muy hermosa. Sumadre me había recibido a mi llegadamuy amistosamente. Me veía entre lanecesidad de intentar, al menos, algocuyo resultado me habría convenidomucho, o abandonar una ciudad en laque me divertía enormemente para ir areunirme con un padre que me esperabaindignado. No dudé en intentarlo.

Empecé, según la costumbre, porescribir a la madre para pedirle la manode su hija. Me respondió muycariñosamente, pero negándomelaporque su hija ya estaba prometida conun hombre con quien se iba a casar enpocos meses. Sin embargo, no creo que

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ni siquiera ella considerara su rechazocomo irrevocable, porque, por un lado,como me enteré más tarde, habíasolicitado en Suiza informaciones sobremi fortuna y, por otro, me facilitabatodas las ocasiones que podía de estar asolas con su hija. Pero me comportécomo un auténtico loco. En lugar deaprovecharme de la amabilidad de lamadre, quien a la vez que me rechazabame daba pruebas de amistad, mepropuse iniciar un romance con la hija, ylo comencé de la manera más absurda.

No traté en absoluto de agradarle; nisiquiera le dije una palabra acerca demis sentimientos. Cuando me laencontraba sola, continuaba hablando

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con ella de la manera más tímida delmundo sobre asuntos insignificantes.Pero le escribí una hermosa carta,tratándola como alguien a quien suspadres querían casar contra su voluntadcon un hombre al que no amaba, y lepropuse que se fugara. Su madre, a quiensin duda mostró aquella extraña carta,tuvo conmigo la delicadeza de dejar quesu hija me respondiera como si ella nola hubiera instruido al respecto.

Mademoiselle Pourras —así sellamaba— me escribió que era cosa desus padres decidir su futuro, y que no leagradaba recibir cartas de un hombre.No me di por aludido y volví a la cargacon mis proposiciones de fuga, de rapto,

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de protección contra el matrimonio quequerían obligarla a contraer.

Se diría que escribía a una víctimaque hubiera implorado mi ayuda, a unapersona que sentía por mí toda la pasiónque yo creía sentir por ella: pero, enrealidad, todas mis caballerescas cartasestaban dirigidas a una jovencita muyrazonable que no me amaba en absoluto,que no sentía ninguna repugnancia por elhombre que le habían destinado y que nome había dado ni motivo ni derecho paraescribirle de aquella manera. Pero yohabía tomado aquel camino y por nadadel mundo quería abandonarlo.

Lo más inexplicable de todo era que,cuando veía a Mademoiselle Pourras, yo

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no decía ni una palabra que tuviera quever con mis cartas. Su madre continuabadejándome a solas con ella, a pesar demis extravagantes proposiciones, de lasque seguramente tenía conocimiento, yeso es lo que me confirma en la idea deque todavía habría podido tener éxito.Pero lejos de aprovechar aquellasocasiones, en cuanto me encontraba asolas con Mademoiselle Pourras, mevolvía de una timidez extrema. No lehablaba más que de cosasinsignificantes, y no hacía ni una solaalusión a las cartas que le escribía cadadía, ni al sentimiento que me dictabaaquellas cartas.

Finalmente, una circunstancia que no

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tenía nada que ver conmigo provocó unacrisis que terminó con todo. MadamePourras, que había sido una mujergalante toda su vida, tenía todavía unamante en activo. Después de haberlepedido a su hija, continuó tratándomecon amistad, como si ignorara miabsurda correspondencia, y, mientras yoescribía todos los días a la hijaproponiéndole la fuga, hacía a la madrela confidente de mi amor y de midesgracia: todo ello, debo confesar, sinninguna intención ni mala fe.Sencillamente, ése era el camino quehabía tomado con la una y con la otra.

Mantenía, por lo tanto, largasconversaciones a solas con Madame

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Pourras. Su amante se sintió celoso.Hubo escenas violentas, y MadamePourras, quien estando a punto decumplir cincuenta años no quería perdera aquel amante, que podía ser el último,decidió tranquilizarle. Yo no sospechabanada, y estando un día con mishabituales lamentaciones ante MadamePourras, apareció de repente el señor deSainte-Croix —éste era el nombre delamante— de muy buen humor. MadamePourras me cogió de la mano, me llevóhacia él, y me pidió que le confesarasolemnemente que era de su hija dequien estaba yo enamorado, que era a suhija a quien había pedido en matrimonio,y que ella era completamente ajena a

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mis visitas a su casa. Ella no veía en laconfesión que me exigía más que unmedio de acabar con los celos del señorde Sainte-Croix. Pero yo veía el asuntodesde otro punto de vista, me veíaarrastrado ante un extranjero paraconfesarle que era un amantedesgraciado, un hombre rechazado porla madre y por la hija. Mi amor propioherido me precipitó en un auténticodelirio. Por casualidad, tenía aquel díaen mi bolsillo un frasquito de opio quellevaba conmigo desde hacía algúntiempo. La idea de tener opio habíasurgido como consecuencia de mirelación con Madame de Charrière, quetomaba mucho durante su enfermedad, y

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cuya conversación, siempre brillante eingeniosa, pero muy extravagante, memantenía en una especie de ebriedadespiritual, que no contribuyó poco atodas las tonterías que cometí en aquellaépoca.

Empecé a decir que quería matarme,y a fuerza de decirlo llegué casi acreérmelo yo mismo, a pesar de que enel fondo no tuviese ninguna gana de ello.Con mi opio en el bolsillo, y mientrasdaba un espectáculo al señor de Sainte-Croix, experimenté una especie de apurodel que me pareció más fácil salirmediante una escena que mediante unatranquila conversación. Preveía que elseñor de Sainte-Croix me haría

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preguntas, me demostraría afecto, perocomo me sentía humillado, laspreguntas, el afecto y todo lo quepudiera prolongar aquella situación meresultaba insoportable. Estaba seguro deque si me tragaba el opio acabaría contodo aquello. Además, hacía tiempo quese me había metido en la cabeza quequerer matarse por una mujer era unmedio de gustarle.

Esta idea no es exactamente cierta.Cuando se gusta ya a una mujer y elladesea entregarse, es bueno amenazarlacon matarse porque se le da un pretextodecisivo, rápido y honorable. Perocuando uno no es amado en absoluto, nila amenaza ni el acto producen el menor

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efecto. En toda mi aventura conMademoiselle Pourras había un error departida, y es que el romance sólo lovivía yo. De manera que cuandoMadame Pourras terminó suinterrogatorio, le dije que le agradecíaque me hubiera puesto en una situaciónque no me dejaba más que una salida,saqué el frasquito y me lo llevé a laboca. Recuerdo que, en el corto instantetranscurrido durante aquella operación,un dilema acabó de decidirme.

«Si muero —me dije—, habráacabado todo; y si me salvan, esimposible que Mademoiselle Pourras nose enternezca por un hombre que haquerido matarse por ella».

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Así que me tragué el opio. No creoque hubiera bastante como paraperjudicarme, y como además el señorde Sainte-Croix se abalanzó sobre mí,más de la mitad se cayó al suelo. Todoel mundo se asustó. Me hicieron tomarácidos para contrarrestar el efecto delopio. Hice todo lo que me pidieron condocilidad, no porque tuviese miedo, sinoporque habrían insistido, y me habríaresultado molesto resistirme. Cuandodigo que no tenía miedo, no es porquesupiese que había poco peligro. Yo noconocía en absoluto los efectos queproducía el opio, y me los imaginabamucho más terribles. Pero de acuerdocon mi dilema, me era completamente

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indiferente el resultado. No obstante, midocilidad en dejarme suministrar todoaquello que podía impedir el efecto delo que acababa de hacer, debió depersuadir a los espectadores de queaquella tragedia no tenía nada de serio.

No ha sido la única vez en mi vidaque, después de un acto grandioso, meha fastidiado de repente la solemnidadque habría sido necesaria paramantenerlo, y por puro aburrimiento hedeshecho mi propia obra. Después deadministrarme todos los remedios que sepensó útiles, se me soltó un pequeñosermón, medio compasivo, mediodoctoral, que escuché con airecompungido; Mademoiselle Pourras

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apareció, pues no estaba presentemientras yo hacía todas aquellas locuraspor ella, y tuve la inconsecuentedelicadeza de secundar a su madre ensus esfuerzos para que la hija no sediera cuenta de nada. MademoisellePourras iba arreglada para la ópera,donde estrenaban Tarare, deBeaumarchais. Madame Pourras mepropuso acompañarlas y acepté, demodo que mi envenenamiento terminó,para que todo acabara siendotragicómico en aquel asunto, con unavelada en la ópera. Estuve incluso muyalegre, ya fuera porque el opio habíaproducido en mí aquel efecto, o, cosaque me parece más probable, porque

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quisiese olvidar todo lo lúgubre quehabía pasado y necesitase divertirme.

Al día siguiente, Madame Pourras,que vio la necesidad de poner término amis extravagancias, tomó como excusamis cartas a su hija, que fingió noconocer hasta aquel día, y me escribióque había abusado de su confianza alproponer a su hija que se fugasemientras yo era recibido en su casa. Porconsiguiente, me anunciaba que no merecibiría más, y para quitarme todaesperanza y todo medio de continuar conmis tentativas, hizo llamar al señor deCharrière, a quien rogó que preguntara asu hija lo que sentía por mí. Con totalsinceridad, Mademoiselle Pourras

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respondió al señor de Charrière que yojamás le había hablado de amor, que lehabían sorprendido mucho mis cartas,que jamás había hecho ni dicho nada quepudiera autorizarme a semejantesproposiciones, que no me amaba enabsoluto, que estaba muy contenta con elmatrimonio que sus padres proyectabanpara ella y que aprobaba encantadatodas las decisiones de su madre a mirespecto. El señor de Charrière mecontó aquella conversación, añadiendoque, si él hubiera notado en la joven elmenor interés por mí, habría intentadoinclinar a la madre a mi favor.

Y así terminó la aventura. Aunque nopuedo decir que sintiese una gran pena.

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Había estado obnubilado durantealgunos momentos; la irritación ante elobstáculo me había inspirado unaespecie de obstinación; el miedo a serobligado a volver con mi padre mehabía hecho perseverar en una empresadesesperada; mi mala cabeza me habíahecho elegir los medios más absurdos, alos que mi timidez había vuelto todavíamás absurdos. Pero creo que nunca huboamor en el fondo de mi corazón. Loúnico que sé es que al día siguiente derenunciar a aquel proyecto estabacompletamente consolado.

La persona que, incluso mientrasllevaba a cabo todos aquellosdisparates, ocupaba verdaderamente mi

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cabeza y mi corazón era Madame deCharrière.

En medio de toda la agitación de misrománticas cartas, de mis proposicionesde rapto, de mis amenazas de suicidio yde mi teatral envenenamiento, pasabahoras, noches enteras, hablando conMadame de Charrière, y duranteaquellas conversaciones me olvidaba delas preocupaciones por mi padre, de misdeudas, de Mademoiselle Pourras y delmundo entero. Estoy convencido de quesin aquellas conversaciones mi conductahabría sido menos alocada. Todas lasopiniones de Madame de Charrière sebasaban en el desprecio de cualquierconvencionalismo y costumbre. Nos

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burlábamos, a cual más, de todosnuestros conocidos: nos embriagábamoscon nuestras bromas y nuestro despreciopor la especie humana, y el resultado detodo aquello era que yo actuase como hedicho, riéndome media hora después, enocasiones como un loco, de lo que habíahecho de buena fe, y desesperado, mediahora antes. El final de todos misproyectos con Mademoiselle Pourras meunió más estrechamente todavía aMadame de Charrière: ella era la únicapersona con la que yo charlabalibremente, porque era la única personaque no me aburría con consejos yreconvenciones sobre mi conducta.

De las demás mujeres del círculo en

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el que me movía, unas se interesabanpor mí por amistad, y me reconvenían ala menor ocasión. A otras les hubieragustado, imagino, encargarse de laeducación de un joven que parecía tanapasionado, y me lo daban a entender deuna manera bastante clara. MadameSuard se había empeñado en casarme.Quería que lo hiciera con una joven dedieciséis años, muy espiritual, muyamanerada, nada bonita, y que sería ricacuando muriera un tío anciano. Entreparéntesis, en el momento en queescribo esto, 1811, el tío vive todavía.La joven, que se casó después con elseñor Pastoret, célebre durante laRevolución por su necedad, tuvo algunas

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aventuras, quiso divorciarse paracasarse con un hombre al que yo conocíabien y del que hablaré más tarde, tuvo unhijo con él, hizo algunas locuras paraconseguirlo, y después de perderlo seconvirtió con mucho arte en unamojigata, y hoy en día es una de lasmujeres más consideradas de París. Enla época en que Madame Suard me lapropuso, tenía unas ganas enormes decasarse, y se lo contaba a todo el mundoinocentemente.

Pero ni los proyectos de MadameSuard, ni los manejos de algunasseñoras mayores, ni los sermones deotras produjeron efecto alguno en mí. Encuanto a matrimonio, sólo me interesaba

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Mademoiselle Pourras. En cuanto afísico, también prefería a MademoisellePourras. En cuanto a inteligencia, noveía, no escuchaba, no quería más que aMadame de Charrière. Y no es que noaprovechase las pocas horas queestábamos separados para hacer otrastonterías.

No sé quién me presentó en casa deuna joven que se hacía llamar condesade Linières. Procedía de Lausana, dondesu padre era carnicero. Un joven inglésla había raptado, incendiando la casa enla que vivía, y la había llevado a París,donde ella había continuado, después dehaber sido abandonada por aquel primeramante, ejerciendo un oficio que su

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hermosa figura hacía lucrativo. Despuésde haber reunido algún dinero, se hizodesposar por un tal señor de Linières,que estaba muerto, y convertida en viuday condesa regentaba una casa de juego.Tenía ya los cuarenta y cinco años biencumplidos, pero para no renunciar porcompleto a su primer estado, se habíaagenciado una hermana joven, de unosveinte años, alta, lozana, bien hecha ytonta a rabiar. A su casa acudíanhombres decentes y muchos estafadores.Cayeron sobre mí, a cual mejor. Mepasaba allí la mitad de las noches,perdiendo mi dinero, y luego me iba acharlar con Madame de Charrière, queno se acostaba antes de las seis de la

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mañana, y me pasaba durmiendo lamitad del día. No sé si este hermosogénero de vida llegó a oídos de mipadre, o si bastó la noticia de mi pocoéxito con Mademoiselle Pourras paradecidirle a hacerme abandonar París.Pero cuando menos me lo esperaba, sepresentó en mi casa un tal señor Benay,lugarteniente de su regimiento,encargado de conducirme junto a él aBois-le-Duc.

Estaba convencido de que merecíatodos los reproches, y aquella especiede caos en que la conversación deMadame de Charrière me había sumido,me hacía insoportable por adelantadotodo lo que, pensaba, estaba destinado a

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escuchar. Me resigné, sin embargo, y laidea de no obedecer a mi padre ni se meocurrió. Pero un percance con el cocheretrasó mi partida. Mi padre me habíadejado en París un viejo coche en el quehabíamos viajado, y en mis apurosmonetarios se me había ocurridovenderlo. El señor Benay, contando conaquel coche, había venido en unpequeño cabriolé de una plaza.Tratamos de encontrar una silla depostas en el guarnicionero que me habíacomprado la de mi padre, pero no teníaninguna o no quería alquilárnosla. Estepercance nos retrasó un día entero.Durante ese día, mi cabeza continuócavilando, y la conversación de

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Madame de Charrière no contribuyópoco a aquel cavilar. Seguramente, ellano imaginaba el efecto que producía enmí. Pero al hablarme todo el tiempo dela estupidez del género humano, delabsurdo de los prejuicios, al compartirmi admiración por todo lo que eraextravagante, extraordinario, original,terminó por inculcarme el deseo deencontrarme también yo fuera de lasenda habitual. No tenía, sin embargo,ningún proyecto, pero, con no sé quéidea confusa, tomé prestado de Madamede Charrière, por si acaso, una treintenade luises.

Al día siguiente, el señor Benay vinoa deliberar conmigo sobre la manera en

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que viajaríamos, y convenimos en quenos serviríamos de su coche de unaplaza, apañándonoslas como mejorpudiéramos. Como él no había vistonunca París, le propuse que nopartiésemos hasta la noche, lo queconsintió fácilmente. Yo no tenía ningúnmotivo concreto para aquellaproposición, pero retrasaba un poco másel momento temido. Tenía mis treintaluises en el bolsillo, y experimentabauna especie de placer diciéndome quetodavía era dueño de hacer lo quequisiese. Fuimos a cenar al Palais-Royal. El azar quiso que a mi lado seencontrase un hombre al que había vistoen ocasiones en casa de Madame de

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Bourbonne y con quien había charladoagradablemente, ya que tenía bastanteingenio. Recuerdo todavía su nombre,que la circunstancia en que le vi porúltima vez (aquel día era el 24 de juniode 1787) grabó en mi memoria:caballero de La Roche Saint-André.Gran químico, hombre de talento quejugaba fuerte y siempre era bienrecibido. Me dirigí a él, y, obsesionadocomo estaba con mi situación, me lollevé aparte y le hablé con el corazón enla mano. Me escuchó probablemente conbastante indiferencia, como yo hubierahecho en su lugar.

En el transcurso de mi sermón ledije que por momentos tenía ganas de

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acabar con todo aquello fugándome:—¿Y adónde iría? —me dijo

distraídamente.—Pues a Inglaterra —respondí yo.—Me parece bien —respondió—,

es un hermoso país, y bastante libre.—Todo se habría arreglado —le

dije— cuando volviese.—Seguramente —replicó—. Con el

tiempo todo se arregla.El señor Benay se acercó, y volví

con él a terminar la cena que habíamoscomenzado. Pero la conversaciónmantenida con el señor de La RocheSaint-André había actuado sobre mí dedos maneras: 1) mostrándome que losdemás concederían muy poca

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importancia a una fuga que hastaentonces me había parecido la cosa másterrible; 2) haciéndome pensar enInglaterra, lo que daba una dirección ami aventura, si me decidía a escapar.Indudablemente, eso no significaba quetuviese el menor motivo para ir aInglaterra más que a otra parte, o queesperase encontrar en ella la menoracogida; pero, en fin, mi imaginaciónestaba dirigida hacia un país más quehacia otro. Sin embargo, en principio noexperimenté más que una especie deimpaciencia provocada por la sensaciónde que el momento en que la decisiónestaba todavía en mis manos iba aexpirar, o incluso de que ese momento

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ya había pasado, puesto que debíamostomar el coche nada más cenar y eraprobable que el señor de Benay ya nome dejaría solo hasta ese momento. Alabandonar la mesa volví a encontrarmecon el caballero de La Roche, que medijo riendo:

—¡Pero, cómo! ¿Todavía no se haido?

Aquella frase redobló mi lamentopor no ser libre ya de hacerlo. Volvimosa casa, hicimos las maletas, llegó elcoche, subimos a él. Yo suspiraba,diciéndome que por esta vez todo estabadecidido ya, y apretaba con humor, enmi bolsillo, mis inútiles treinta luises.Íbamos horriblemente apretados en el

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pequeño cabriolé de una plaza. Yo ibaen el fondo, y el señor Benay, que erabastante alto y, sobre todo, muy gordo,iba sentado en una pequeña silla entremis piernas, sacudido y perdiendo elequilibrio a cada bache, golpeándose lacabeza a derecha o a izquierda. Apenashabíamos dado diez pasos cuandocomenzó a quejarse. Yo le acompañé ensus quejas, con la idea de que sivolvíamos a casa me encontraría denuevo en libertad de hacer lo quequisiera. Efectivamente, no habíamosabandonado todavía París cuando dijoque le era imposible continuar así, y mepidió que lo dejáramos para el díasiguiente y buscáramos otra manera de

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viajar. Consentí en ello, le acompañé asu hotel y de nuevo estaba en mi casa alas once de la noche, con diez o docehoras por delante para deliberar.

No necesité tantas para decidirmepor una locura mucho más grave, y conmucha más culpa, que ninguna de las quehabía cometido hasta entonces. Pero yono lo consideraba así. La cabeza medaba vueltas, tanto por el miedo avolver a ver a mi padre como por todoslos sofismas que había repetido yescuchado repetir sobre laindependencia. Estuve paseándomedurante una media hora por mihabitación; luego, cogiendo una camisa ymis treinta luises, bajé por la escalera,

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giré la manivela, se abrió la puerta ysalí a la calle. Todavía no sabía quéquería hacer. En general, lo que más meha ayudado en mi vida a tomardecisiones absurdas, supuestamentedictadas por un temperamento decidido,era precisamente la ausencia completade esa capacidad de decisión, y elpresentimiento que siempre he tenido deque hiciese lo que hiciese nunca erairrevocable. De este modo,tranquilizado por la mismaincertidumbre sobre las consecuenciasde una locura que, me decía, tal vez nocometería, di un paso tras otro y lalocura fue cumplida.

Aquella vez, fue exactamente así

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como me dejé arrastrar a mi ridículahuida. Pensé durante algunos instantesdónde pasaría la noche, y fui a pedirhospitalidad a una persona de virtudsospechosa que había conocido aprincipios del invierno. Me recibió contodo el cariño propio de su condición.Pero le dije que no se trataba ahora desus encantos, que tenía que hacer unviaje de algunos días, a unas cincuentaleguas de París, y que necesitaba que mefacilitara una silla de postas de alquilerpara el día siguiente, tan temprano comopudiera. Mientras esperaba, comoestaba muy nervioso, me propuse tomarfuerzas y pedí vino de Champaña, delque bastaron algunos vasos para que

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perdiera las pocas facultades que mequedaban para reflexionar. Acontinuación me dormí con un sueñobastante agitado, y cuando desperté meencontré con un guarnicionero que mealquiló una silla a tanto por día, sininteresarse por mi ruta, y limitándose ahacerme firmar un contrato que firmécon un nombre falso, decidido adevolverle su coche desde Calais. Midama me había conseguido tambiéncaballos de posta. Le pagué conlargueza, y me encontré huyendo a uñade caballo hacia Inglaterra, conveintisiete luises en el bolsillo, sinhaber tenido tiempo de reflexionar ni unsolo instante. En veintidós horas me

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encontré en Calais. Encargué al señorDessin que devolviera la silla a París yfui en busca de algún barco. Había unoque salía en aquel momento. Yo no teníapasaporte, pero en aquellos felicestiempos no existían los obstáculos queconlleva cualquier trámite desde que losfranceses, en su intento de ser libres,instauraron la esclavitud entre ellos yentre los demás. Un mozo de alquiler seencargó por seis francos de rellenartodos los formularios necesarios, y trescuartos de hora después de mi llegada aCalais me encontraba embarcado.

Llegué por la noche a Douvres,conocí a un compañero de viaje quequería ir a Londres, y a la mañana del

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día siguiente me encontraba en aquellainmensa ciudad, sin nadie que meconociese, sin nada que hacer, y conquince luises por todo capital.

Lo primero que quería hacer erabuscar alojamiento en una casa en la quehabía estado algunos días en mi últimavisita a Londres. Necesitaba ver unrostro conocido. No había sitio, pero mefacilitaron alojamiento cerca. Miprimera preocupación, una vez alojado,fue escribir a mi padre. Le pedía perdónpor mi extraña huida, que trataba dejustificar lo mejor que podía; le dije quehabía sufrido horriblemente en París,que estaba, sobre todo, harto de loshombres, deslicé algunas frases

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filosóficas sobre lo agotadora queresultaba la sociedad y sobre lanecesidad de soledad. Le pedía permisopara pasar tres meses en Inglaterra en unretiro absoluto, y terminé con un giroverdaderamente cómico, sin darmecuenta de ello, hablándole de mi deseode casarme y vivir tranquilo, con miesposa, junto a él.

La realidad es que no sabía quéescribir, que tenía realmente necesidadde descansar de los seis meses deagitación moral y física, y que,encontrándome por primera vezcompletamente solo y completamentelibre, ardía en deseos de gozar deaquella situación desconocida, a la que

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aspiraba desde hacía tanto tiempo. Nome preocupaba para nada el dinero,pues de mis quince luises empleé dos,rápidamente, en comprar dos perros y unmono. Me llevé a mi alojamiento estashermosas compras. Pero me peleéenseguida con el mono. Quise pegarlepara corregirle. Pero se enfureció de talmanera que, a pesar de ser muypequeño, no pude hacerme con él, y lodevolví a la tienda de animales donde lohabía comprado, y donde me dieron untercer perro a cambio. Pero pronto meharté de tanto animal, y revendí dos delos perros por la cuarta parte de lo queme habían costado. El tercer perro mecogió mucho cariño y fue mi fiel

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compañero en todas las peregrinacionesque emprendí muy pronto.

Mi vida en Londres, si prescindo dela inquietud que me producía laignorancia del estado de ánimo de mipadre, no era ni dispendiosa nidesagradable. Pagaba media guinea a lasemana por mi alojamiento, gastabaalrededor de tres chelines por día en mimanutención, y alrededor de otros tresmás en extras, de manera que contabacon mis trece luises para subsistir casiun mes. Pero al cabo de dos días se meocurrió recorrer Inglaterra, y empecé apensar en cómo costearlo. Recordaba ladirección del banquero de mi padre, queme prestó veinticinco luises. Descubrí

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también la residencia de un hombrejoven que había conocido, y al que habíahecho muchos favores, en Lausana,cuando me movía en el círculo deMadame Trevor. Fui a verle. Era unhermoso joven, el más pagado de sí queviera jamás; se pasaba tres horas en elpeluquero con un espejo en la mano paradirigir él mismo la colocación de cadacabello. Por lo demás, no carecía deingenio, y tenía bastantes conocimientosde literatura antigua, como casi todoslos jóvenes ingleses de alto rango. Sufortuna era muy considerable, y era decuna distinguida.

Se llamaba Edmund Lascelles; fuemiembro, aunque bastante oscuro, del

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Parlamento. Fui por lo tanto a verle; merecibió con educación, pero sin quepareciese recordar nada de nuestraanterior relación. No obstante, como enel transcurso de nuestra conversaciónme preguntó si podía serme útil en algo,y yo seguía teniendo en la cabeza miviaje por las provincias de Inglaterra, lepedí que me prestara cincuenta luises.Me los negó excusándose torpemente enla ausencia de su banquero y en no séqué otros pretextos. Su ayuda de cámara,honrado suizo que conocía a mi familia,me escribió para ofrecerme cuarentaguineas. Pero su carta, enviada a mi casadurante una excursión que hice fuera deLondres, sólo me llegó mucho tiempo

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después y cuando él ya había dispuestode su dinero de otra manera. Coincidióque en la casa al lado de la mía sealojaba uno de mis antiguos amigos deEdimburgo, llamado John Mackay, quientenía no sé qué empleo subalterno enLondres. Estuvimos encantados devolvernos a encontrar. Y yo lo estuve alno hallarme ya en una soledad tanabsoluta: pasaba varias horas al día conél, aunque no tuviera un ingenio muybrillante. Pero me traía agradablesrecuerdos, y le tenía afecto, además, pornuestra común amistad con el hombredel que hablé cuando conté mi vida enEdimburgo, aquel John Wilde, tanextraordinario por su talento y su

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carácter, que terminó de forma tanlamentable. John Mackay me procuró unsegundo placer del mismo género alfacilitarme la dirección de uno denuestros camaradas, a quien habíaconocido en la misma época. Aquellome procuró algunas agradables veladas;pero no hacía progresar mis proyectos.Sin embargo, era para mí un nuevomotivo para llevarlos a cabo, porqueaquellos encuentros me habíanrecordado vivamente mi estancia enEscocia. Escribí a John Wilde y recibíuna respuesta tan amistosa que meprometí no abandonar Inglaterra sinhaberle vuelto a ver.

Mientras tanto, continuaba viviendo

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en Londres, cenando frugalmente, yendode cuando en cuando a algúnespectáculo, e incluso a alguna casa decitas, gastando de ese modo el dinero demi viaje, no haciendo nada,aburriéndome algunas veces, otraspreocupándome por mi padre yhaciéndome graves reproches, pero apesar de todo ello con un indeciblesentimiento de bienestar por micompleta libertad. Un día, al doblar unaesquina, me tropecé de narices con otroestudiante de Edimburgo, convertido endoctor en medicina y con una situaciónenvidiable en Londres. Se llamabaRichard Kentish, y sería conocido mástarde por algunas obras muy apreciadas.

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No habíamos tenido en Edimburgo unarelación demasiado estrecha, pero enocasiones nos habíamos emborrachadojuntos. Se alegró mucho de volverme aencontrar y me llevó inmediatamente acasa de su mujer, a la que yo conocíadesde hacía tiempo porque, mientras yoacababa mis estudios, él se la habíatraído para casarse en Gretna Green,como se suele hacer cuando los padresno consienten en un matrimonio. Una vezcasado con ella, la había llevado aEdimburgo para presentarla a susantiguos conocidos.

Era una mujer pequeña y delgada,seca, nada guapa y, creo, bastanteautoritaria. Me recibió con mucha

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amabilidad. Salían al día siguiente paraBrighthelmstone e insistieron en quefuera con ellos, prometiéndome todaclase de diversiones. Era precisamentela ruta opuesta a la que yo queríaemprender. Por consiguiente, rechacé elofrecimiento. Pero dos días despuésreflexioné que lo mismo daba divertirseen un lugar que en otro y tomé unadiligencia, que me llevó en un día, juntoa una tortuga destinada a la mesa delpríncipe de Gales. Una vez allí, meinstalé en una pequeña y fea habitación,y salí a continuación a buscar a Kentish,imaginándome que me esperaba la vidamás divertida del mundo. Pero Kentishno conocía ni a un gato, no era recibido

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en sociedad, y empleaba su tiempo encurar a algunos enfermos por dinero y enobservar a otros en un hospital, paraaprender.

Todo aquello era sin duda muypráctico, pero no respondía a misesperanzas. Pasé, no obstante, de ocho adiez días en Brighthelmstone, ya que notenía motivos para esperar nada mejoren otra parte, y porque esta primeradecepción me desanimaba, aunqueequivocadamente, como se verá luego,de mis proyectos sobre Edimburgo. Enfin, como me aburría cada vez más, partísúbitamente un día, después de cenar.

Lo que decidió mi partida fue elencuentro con un hombre que me

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propuso hacer el viaje a mitad de preciohasta Londres. Dejé una nota dedespedida a Kentish y llegamos aLondres a medianoche. Yo tenía miedode que nos robasen, ya que llevabaconmigo todo mi dinero y no hubierasabido qué hacer. De modo que teníaentre las piernas un pequeño bastón deestoque con la firme resolución dedefenderme y dejarme matar antes queentregar mi tesoro. Mi compañero deviaje, que seguramente no llevaba, comoyo, toda su fortuna encima, encontrabami precaución absurda. En fin, nuestroviaje se acabó sin que yo tuvieseocasión de demostrar mi coraje.

De regreso en Londres, dejé una vez

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más que transcurrieran varios días sinhacer nada. Y con gran asombro por miparte, la independencia empezó apesarme. Cansado de recorrer las callesde aquella gran ciudad donde nada meinteresaba, y viendo disminuir misrecursos, tomé finalmente unos caballosde posta y me fui primero a Newmarket.

No sé lo que me decidió por aquellugar, a menos que fuera el nombre, queme recordaba las carreras de caballos,las apuestas y el juego, de los que habíaoído hablar mucho: pero no era latemporada. Allí no había un alma. Mepasé dos días pensando en lo que queríahacer.

Escribí una cariñosa carta a mi

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padre para asegurarle que no tardaría envolver junto a él; conté mi dinero, que vireducido a dieciséis guineas, y luego,después de haber pagado mialojamiento, me fui a pie caminoadelante, con la resolución de llegar aNorthampton, en cuyas cercanías vivíaun tal señor Bridges, a quien habíaconocido en Oxford.

El primer día recorrí veintiochomillas bajo una lluvia torrencial. Lanoche me sorprendió en el camino, entrelos brezales desiertos y tristes delcondado de Norfolk; y empecé de nuevoa temer que los ladrones viniesen aponer término a todas mis aventuras y atodos mis peregrinajes, despojándome

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de todas mis pertenencias. Llegué, noobstante, sin contratiempos a un pequeñopueblo llamado Stokes. Me recibieroncon bastantes malos modos en la posadaporque me habían visto llegar a pie, y enInglaterra sólo viajan de esta manera losmendigos y la peor especie de ladrones,conocidos como «footpads». Me dieronuna cama espantosa y me costó muchotrabajo conseguir sábanas blancas; sinembargo, dormí en ella muy bien, y afuerza de quejarme y darme aires deimportancia conseguí que por la mañaname tratasen como un gentleman y queme cobrasen como a tal.

Aquello no era más que una cuestiónde honor, pues volví a partir a pie

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después de haber desayunado, y trashaber recorrido catorce millas llegué acomer a Lynn, pequeña ciudad comercialen la que me detuve de nuevo porque mimanera de viajar empezaba a cansarme.

Había caminado toda la mañana bajoun sol de justicia, y cuando llegué estabaagotado por el cansancio y por el calor.Empecé por beberme una gran jarra denegus,[6] que encontré nada más entrar enla posada, y a continuación quise haceralgunas gestiones para continuar miviaje. Pero me encontré de repentecompletamente ebrio, hasta el punto deno darme cuenta de lo que hacía y nopoder responder de mí mismo. Tuve, noobstante, el suficiente sentido común

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como para sentir terror al verme enaquel estado en una ciudad desconocida,completamente solo y con muy pocodinero en el bolsillo. Era una sensaciónmuy extraña para mí encontrarme amerced del primero que llegara yprivado de cualquier medio deresponder, de defenderme y de actuar.Cerré mi puerta con llave y, hallándomeasí al abrigo de los demás, me acosté enel suelo para esperar a que las ideasvolviesen.

Pasé de aquella manera cinco o seishoras, y la extravagancia de la situación,unida al efecto del vino, me provocóunas sensaciones tan violentas y tanextrañas que nos las he olvidado nunca.

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Me veía a trescientas leguas de mi casa,sin bienes ni apoyo alguno, ignorando simi padre me reconocería o renegaría demí para siempre, no teniendo de quévivir más allá de quince días, yhabiéndome puesto yo mismo en aquellasituación sin ninguna necesidad y sinningún fin. Mis reflexiones en aquelestado de ebriedad eran mucho mássensatas y razonables que las que mehabía hecho cuando gozaba del plenodominio de mi razón, porque entonceshabía concebido proyectos y me sentíacon fuerzas, y ahora el vino me habíaquitado toda fuerza y tenía la cabezademasiado nublada como para ocuparmede cualquier proyecto. Poco a poco se

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restablecieron mis ideas y me vi lobastante dueño de mis facultades comopara recabar información sobre lamanera de continuar mi viaje máscómodamente. Mis pesquisas no fueronsatisfactorias. No poseía bastante dineropara comprar un viejo caballo, por elque me pedían doce luises. Volví atomar una silla de postas, decidiéndomeasí por el método más caro de viajarprecisamente porque no tenía casi nada,y fui a pasar la noche a una pequeñavilla llamada Wisbeach.

En el camino me encontré con unhermoso coche, que había volcado. A sulado había un caballero y una dama, alos que ofrecí llevar en el mío.

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Aceptaron. Me congratulé pensando queeste encuentro me haría pasar una veladamenos solitaria. Pero para mi gransorpresa, en cuanto pusieron pie a tierra,el caballero y la dama me hicieron unareverencia y se fueron sin decir palabra.Al día siguiente me enteré que habíallegado una mala compañía decomediantes, que actuaría en una granja;como allí me encontraba tan bien comoen cualquier otra parte decidí quedarmepara asistir al espectáculo. Ya norecuerdo qué obra se representaba. Enfin, al día siguiente volví a tomar unasilla de postas y llegué hasta Thrapston,el lugar más cercano a la parroquia deWadenho, donde contaba con encontrar

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al señor Bridges. Tomé un caballo en laposada y llegué enseguida a Wadenho.

El señor Bridges era, efectivamente,el párroco de aquel pueblo, peroacababa de salir de viaje y no estaría devuelta hasta dentro de tres semanas. Estanoticia daba al traste con todos misplanes, sin medios de obtener el dineronecesario para ir a Escocia, sin ningúnconocido en los alrededores, con apenaslo suficiente para volver a Londres ypasar quince días, lo que ni siquiera erasuficiente para esperar allí la respuestade mi padre. No había que perdertiempo en deliberaciones, pues cadacena y cada cama me ponían en unasituación más embarazosa. Tomé una

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decisión. Calculando meticulosamentevi que podía llegar hasta Edimburgo siiba a caballo o en cabriolé, solo; unavez allí, contaba con mis amigos. ¡Loque hace la juventud! Si hoy tuviese quehacer cien leguas para ponerme amerced de personas que no me debíannada, y sin ninguna necesidad queexcusase semejante acción, si tuvieseque exponerme a que me preguntasenqué iba a hacer yo allí y me negasen loque necesitaba o me apetecía, nada en elmundo podría decidirme a ello. Pero,con veinte años, nada me parecía másnatural que decir a mis amigos decolegio: «He hecho trescientas leguaspara cenar contigo; llego sin un céntimo,

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invítame, agasájame, bebamos juntos,agradécemelo y préstame dinero paravolver». Estaba convencido de quedebía encantarles este lenguaje.

Hice llamar a mi posadero y le dijeque quería aprovechar la ausencia de miamigo Bridges para ir a pasar algunosdías a unas millas de allí, y que debíaconseguirme un cabriolé. Me mandó a unhombre que tenía uno, con un buencaballo. Desgraciadamente, el cabrioléestaba en Stamford, pequeño pueblo adiez millas. No puso ningúninconveniente en alquilármelo. Meprestó su caballo y a su hijo como guíapara retirar el cabriolé delguarnicionero que debía repararlo, y

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convinimos que saldría de Stamfordpara viajar más lejos. Me alegré de quemi asunto se hubiese resuelto tanfácilmente, y al día siguiente estabamontado sobre su caballo. El hijo delhombre a quien pertenecía montó sobreun viejo rocín que el posadero le prestó,y llegamos sin contratiempos aStamford. Pero allí me esperaba un grancontratiempo. El cabriolé no estabareparado todavía. Busqué otro,inútilmente. Intenté convencer a mijoven acompañante para que me dejasepartir a caballo, pero se negó. Tal vezhubiera cedido, pero a la primerapalabra monté en cólera y le cubrí deinsultos. Se burló de mí. Entonces quise

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intentarlo por las buenas, pero me dijoque le había tratado mal, montó sobre sucaballo y me dejó allí plantado. Misproblemas aumentaban así a cadaminuto. Me fui a dormir, en Stamford, enun estado de completa desesperación.

Al día siguiente tomé ladeterminación de volver a Thrapston,con la esperanza de convencer a miposadero para que me consiguiera otrovehículo. Pero cuando volví a hablarlede ello, no lo encontré muy dispuesto.Una circunstancia bastante extraña, queyo no habría adivinado nunca, le habíahecho formarse una mala opinión de mí.Desde mi borrachera de Lynn, sentíacierta repugnancia hacia el vino por

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miedo al estado en el que me habíaencontrado durante algunas horas. Enconsecuencia, durante todo el tiempoque había pasado en la posada deThrapston, no había bebido más queagua. Esta abstinencia, tan pocofrecuente en Inglaterra, le habíaparecido a mi posadero un verdaderoescándalo. No fue él quien me habló dela mala impresión que le había causado,fue el hombre que me había alquiladoanteriormente el cabriolé, al que habíahecho venir para tratar de reanudar conél la negociación. Al quejarme de laconducta de su hijo, me respondió:

—¡Ah, señor! ¡Se cuentan de ustedcosas tan extrañas!

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Aquello me asombró y pedí unaexplicación.

—No ha bebido usted una gota devino desde que está aquí —replicó.

Me quedé estupefacto. Hice que metrajeran al instante una botella de vino,pero el daño ya estaba hecho y no pudeconseguir nada. Por una vez, tenía quetomar una decisión. Alquilé de nuevo uncaballo para el día siguiente, con elpretexto de ir a Wadenho a ver si elseñor Bridges había llegado ya. La malasuerte quiso que, de los dos caballosque tenía mi posadero, sólo el peor seencontrara allí. Así que tuve pormontura un raquítico caballo blanco,horriblemente feo y muy viejo.

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Partí al día siguiente de madrugada,y a diez o doce millas de allí le escribíal posadero que me había encontradocon uno de mis amigos, quien iba a verlas carreras de caballos a Nottingham yme había invitado a que le acompañase.Ignoraba el riesgo a que me exponía. EnInglaterra, la ley considera como unrobo el uso de un caballo alquilado paraun fin distinto al que se ha convenido. Elpropietario del caballo no tenía más quedenunciarme o hacer que aparecieranmis señas en los periódicos. Habría sidoarrestado sin ninguna duda, llevado antela justicia, y tal vez incluso condenado ydeportado a las islas; o, como mínimo,habría sufrido un proceso por robo, lo

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que, incluso en el caso de ser absuelto,no habría sido menos desagradable y,teniendo en cuenta mi huida, habríaproducido un efecto desastroso en todosaquellos lugares que estuviesen al tanto.En fin, aquello no ocurrió. Al principio,el dueño del caballo se extrañó un poco.Fue a Wadenho, donde por suerte seencontró con el señor Bridges, quienacababa de llegar, y que, gracias a unacarta que yo le había dirigido, respondióde mi vuelta.

Por lo que a mí respecta, nosospechando nada, recorrí el primer díauna veintena de millas e hice noche enKettering, un pueblecito deLeicestershire, si no recuerdo mal. Fue

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entonces cuando comenzóverdaderamente, y por primera vez, elplacer de la independencia y la soledadque me había prometido tan a menudo.Hasta aquel momento no había hechootra cosa que errar sin rumbo fijo,insatisfecho, con un vagabundeo que meparecía, con razón, ridículo y sin finalguno. Ahora tenía un objetivo, pocoimportante si se quiere, pues no setrataba más que de ir a hacer una visitade quince días a mis amigos del colegio.Pero, en fin, era un objetivo claro, yrespiraba tranquilo sabiendo queaquello era lo que quería.

He olvidado las diferentes paradasque hice en el camino sobre mi triste

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caballito blanco; lo único que recuerdoes que todo el viaje fue delicioso. Elpaís que atravesaba era un jardín. Pasépor Leicester, por Derby, por Buxton,por Chorley, por Kendall, por Carliste.De allí pasé a Escocia y llegué aEdimburgo. Fue un viaje tan placenteroque no puedo dejar de describir losmenores detalles. Hacía de treinta acincuenta millas por día. Los dosprimeros días me mostré un poco tímidoen las posadas. Mi montura estaba tanenclenque que me parecía que no teníaun aire más rico ni más gentlemanlikeque cuando viajaba a pie, y recordaba lamala acogida que había tenido cuandoviajaba de aquel modo. Pero pronto

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descubrí que había una inmensadiferencia entre un viajero a pie y unviajero a caballo. En Inglaterra las casasde comercio tienen viajantes querecorren de este modo todo el reino paravisitar a sus clientes. Estos viajantesviven muy bien y hacen mucho gasto enlas posadas, de manera que siempre sonrecibidos con muchas atenciones. Elprecio de la cena y de la cama es fijo,porque los posaderos se resarcen con elvino. En todas partes yo era consideradocomo uno de esos viajantes, y enconsecuencia recibido de maravilla.Siempre se encontraba a siete u ochocon los que charlar, que cuandodescubrían que yo era de una clase

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superior a la suya me trataban todavíamejor.

Inglaterra es un país en el que, poruna parte, los derechos de todos estángarantizados y, por otra, las diferenciasde rango son muy respetadas, de maneraque viajaba casi gratis. Todo mi gasto yel de mi caballo no superaban la mediaguinea por día. La belleza del país, la dela estación, la de los caminos, lalimpieza de las posadas, la expresión defelicidad, de sentido común y desensatez de los habitantes son paracualquier viajero observador unacontinua fuente de placer. Conocía elidioma hasta el punto de poder sertomado por un inglés, o mejor aún, por

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un escocés, ya que había conservado elacento escocés desde mis primerosestudios en Escocia.

Llegué finalmente a Edimburgo el 12de agosto de 1787, a las seis de la tarde,con alrededor de nueve o diez chelinesen el bolsillo.

Me apresuré a buscar a mi amigoWilde, y dos horas después de millegada estaba con todos aquellosamigos que se encontraban todavía en laciudad, pues la temporada había alejadoa los más ricos, que estaban en suspropiedades. Quedaban todavía, sinembargo, bastantes como para quenuestra reunión fuera numerosa, y todosme recibieron con verdaderas muestras

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de alegría. Estaban agradecidos por laextravagancia de mi expedición, algoque tiene siempre atractivo para losingleses.

Nuestra vida en común durante losquince días que pasé en Edimburgo fueun continuo festín. Mis amigos meagasajaron a cual más y mejor, y todaslas tardes y las noches las pasábamosjuntos. El pobre Wilde, sobre todo,ponía en agradarme un empeño quedemostraba de la manera más ingenua yconmovedora. ¡Quién me hubiera dichoque siete años después estaría atado a uncamastro! Finalmente, hubo que pensaren la vuelta. Fue a Wilde a quien medirigí. Me consiguió con dificultad, pero

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con la mejor voluntad del mundo, diezguineas. Volví a montar en mi animal, ypartí. Había ido a visitar a Niddin aaquellos Wauchope que tan bien mehabían acogido cuando era estudiante, yme habían dicho que la hermana mayorse encontraba en un pueblecito, unbalneario, si no me equivoco, llamadoMoffat. Aunque no tenía motivos paradar un rodeo, quise sin embargo ir averla, no sé por qué, pues era unapersona muy poco agradable, de treintaa treinta y cinco años, fea, pelirroja,agria y caprichosa a más no poder. Peroyo estaba tan contento y tan satisfechocon el recibimiento que me habíanhecho, que no quería dejar pasar una

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ocasión de ver todavía a algunos deaquellos buenos escoceses que iba aabandonar por un tiempo indefinido.Efectivamente, no he vuelto a verlosdespués.

Me encontré a la señorita Wauchopeinstalada sola, como convenía a sutemperamento. Me agradeció la visita yme aconsejó que volviese a Londres porlos condados de Cumberland y deWestmoreland. Un pobre hombre,protegido suyo, se unió a nosotros, ehicimos un recorrido bastante agradable.Me alegré de ver aquella parte deInglaterra, que no habría conocido de noser por ella. Porque soy tan perezoso ycarezco hasta tal punto de curiosidad

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que por propia voluntad no he ido nuncaa visitar ni un monumento, ni una región,ni a un hombre célebre. Permanezcodonde la suerte me arroja hasta que doyun salto que me sitúa de nuevo en unlugar completamente distinto. Pero no esni la afición por las diversiones, ni elaburrimiento, ni ninguno de los motivosque, de ordinario, deciden a los hombresnormalmente en la vida lo que memotiva. Es necesario que me sacuda unapasión para que una idea fija se apoderede mí y se convierta en pasión. Esto eslo que me da un aspecto bastanterazonable a los ojos de los demás, queven, en los intervalos de las pasionesque me agitan, cómo me conformo con la

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vida menos atractiva que cabe imaginary no busco ninguna distracción.

Las partes más bellas delWestmoreland y del Cumberland, pueshay otras que son horribles, se parecenen miniatura a Suiza. Son unas montañasbastante altas, cuyas cimas estánrodeadas de brumas en lugar de estarcubiertas de nieve, lagos con islasverdes, hermosos árboles, bellas aldeas,dos o tres pueblecitos limpios ycuidados. Añadid a esto una completalibertad de ir y venir sin que un alma osmoleste, y sin que nada recuerde a esapolicía para la que los culpables son lossospechosos y los inocentes su objetivo.Todo esto convierte cualquier recorrido

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por Inglaterra en un verdadero placer.En Keswick, en una especie de museo,vi una copia de la sentencia de Carlos Icon las firmas de todos sus juecesperfectamente reproducidas, y observécon curiosidad la de Cromwell, quehasta principios de este siglo ha pasadopor ser un audaz y hábil usurpador, peroque hoy día no merece el honor de quese le nombre.

Después de haberme acompañado,creo que hasta Carliste, la señoritaWauchope me dejó, dándome comoúltimo consejo la recomendación de novolver a hacer locuras parecidas a lahuida que le había valido el placer devolver a verme. Desde allí continué mi

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viaje con recursos suficientes parallegar a casa del señor Bridges, dondeesperaba encontrar nuevos recursos,cada vez más satisfecho con mi génerode vida, del cual recuerdo que nolamentaba más que una cosa, y era quellegara el momento en que la vejez meimpidiese viajar de aquel modo,completamente solo y a caballo. Perome consolaba prometiéndome continuarcon aquella vida todo el tiempo quepudiese. Finalmente, llegué a Wadenho,donde encontré todo dispuesto para mirecibimiento. El señor Bridges seencontraba ausente, pero llegó al díasiguiente. Era un hombre excelente, deuna devoción casi fanática, pero todo

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corazón conmigo, hasta el punto de queestaba convencido, sin que yo se lodijese, de que había venidoexpresamente de París para verle. Meretuvo en su casa varios días, me paseópor los alrededores y sacó a flote misnegocios. Entre las personas que mepresentó no recuerdo más que a una tallady Charlotte Wentworth, de unossetenta años, a quien yo miraba conespecial veneración porque era hermanadel marqués de Rockinham, y la políticaescocesa me había inspirado un granentusiasmo por la administración de loswhigs,[7] de los que él había sido jefe.

Para corresponder a todas lasamabilidades del señor Bridges me

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plegaba de buena gana a sus costumbresreligiosas, por muy diferentes que fuesende las mías. Todas las tardes reunía aalgunos jóvenes de cuya educación seencargaba, dos o tres sirvientes quetenía en su casa, campesinos, mozos decuadra y algunas personas más y les leíapasajes de la Biblia; luego nos hacíaponer de rodillas a todos y pronunciabafervientes y largas oraciones. A menudose revolcaba literalmente por el suelo,golpeaba el piso con la frente y se dabaviolentos golpes en el pecho sin parar.La menor distracción durante aquellosejercicios, que duraban por lo habitualmás de una hora, le sumía en una hondadesesperación. Sin embargo, de buena

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gana me habría resignado a permanecerindefinidamente en casa del señorBridges, tal era el temor que empezaba atener de presentarme ante mi padre. Perocomo no había medio de prolongar miestancia fijé el día de mi partida. Habíadevuelto a su propietario el fielcaballito blanco que me había llevadodurante todo mi viaje. La pasión por estamanera de viajar hizo que pensara encomprar uno, sin tener en cuenta ladificultad que habría tenido para sacarlode Inglaterra. El señor Bridges mesirvió de fiador, y volví a encontrarmeen el camino de Londres, en una monturamucho mejor y muy satisfecho con miidea de volver de aquella guisa a casa

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de mi padre. Llegué, no sé qué día deseptiembre, y todas mis hermosasesperanzas se disiparon. Había podidoexplicar al señor Bridges por qué meencontraba sin dinero en su casa. Perono le había confesado que en Londresestaría en la misma situación. Él creía,por el contrario, que una vez llegado allílos banqueros a los que mi padre habríadebido de dirigirme me proveerían delos fondos que necesitase. Por lo tanto,no me había prestado más dinero que elque necesitaba para llegar hastaLondres.

Lo más razonable hubiera sidovender mi caballo, meterme en unadiligencia y volver lo más discretamente

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y de la forma menos cara posible allugar donde tenía finalmente que volver.Pero me había aficionado al modo deviajar que había adoptado y me puse abuscar otros recursos. Me acordé deKentish: fui a verle y me prometiósacarme del atolladero, y con aquellapromesa ya sólo me ocupé deaprovechar el poco tiempo durante elque gozaría todavía de unaindependencia que volvería a perdermuy pronto. Gasté de diversas maneraslo poco que me quedaba, y finalmenteme encontré sin blanca. Unas cartas demi padre, que me llegaron al mismotiempo, despertaron también en mí unosremordimientos que los sinsabores de la

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situación no hacían más que aumentar.Mi padre expresaba una profundatristeza por toda mi conducta y por laprolongación de mi ausencia, y meinformaba que, para obligarme a volvera su lado, había prohibido a susbanqueros que atendieran ninguno demis gastos. Volví a hablar con Kentish,quien, cambiando de lenguaje, me dijoque no debería haberme puesto enaquella situación en lugar de quejarmede encontrarme en ella. Recuerdotodavía la impresión que me produjoaquella respuesta. Por primera vez en mivida me veía a merced de otro que seempeñaba en hacerlo patente. No es queKentish quisiese en absoluto

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abandonarme, pero no me ocultaba,mientras me ofrecía ayuda, ni la condenade mi conducta ni la compasión que lellevaba a socorrerme, y su ayuda estabaenvuelta en las maneras más humillantes.Para no tener que prestarme un chelínme propuso que fuera a cenar a su casatodos los días, y para hacerme sentir queno me consideraba como un amigo alque se invita, sino como a un pobre alque se alimenta, fingió, durante cinco oseis días, no tener para cenar más que lonecesario para su mujer y para él,repitiendo que su economía noalcanzaba más que para dos personas.

Soporté aquella insolencia porquehabía escrito a los banqueros, a pesar de

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la prohibición de mi padre, y esperabaencontrarme en situación de hacer sentira mi pretendido bienhechor todo lo quepensaba de su proceder. Pero aquellosdesgraciados banqueros estaban, odecían que estaban, en el campo, y mehicieron esperar su respuesta toda unasemana. La respuesta llegó finalmente, yfue una negativa en toda regla. Fuenecesario, por tanto, que recurriera unaúltima vez a Kentish, quien me aconsejóque vendiera mi caballo y me fuera, conlo que sacase, como pudiera y adondepudiera. El único favor que me hizo fueacompañarme a casa de un tratante decaballos, que me lo compraríainmediatamente. No tenía otra salida; y

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después de una escena bastante violenta,que hubiera acabado en pelea si no sehubiese mostrado tan insensible a misreproches como lo había sido a misruegos, fuimos juntos a casa del hombredel que me había hablado. Me ofreciócuatro luises por un caballo que mehabía costado quince. Estaba tan furioso,y traté a aquel hombre, que en el fondono hacía más que cumplir con su oficio,con tanta insolencia, que a punto estuvede ser apaleado por él y por sushombres. Como el negocio se habíaechado a perder, Kentish, que empezabaa tener tantas ganas como yo de acabarcon todo aquello, se ofreció a prestarmedos guineas a condición de que le

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extendiese una letra de cambio poraquella suma y que, además, le dejara elcaballo, que prometía vender lo mejorque pudiese en mi nombre. Yo no estabaen condiciones de rehusar nada.

Acepté, por tanto, y partíprometiéndome no volver a cometerlocuras semejantes. Como despedida demis aventuras caballerescas me propuseir a todo galope hasta Douvres. Ésta esuna manera de viajar que no es frecuenteen Inglaterra, donde se va igual derápido y más barato en silla de postas.Pero yo pensaba que no era digno de míno tener un caballo entre las piernas. Elpobre perro que me había acompañadotan fielmente en todas mis correrías fue

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la víctima de esta última locura. Cuandodigo última, hablo de las que cometí enInglaterra, de donde partí al díasiguiente. El perro sucumbió alcansancio a algunas millas de Douvres.Lo confié casi moribundo a un cocherocon una nota para Kentish, en la que ledecía que, ya que él trataba a sus amigoscomo a perros, esperaba que trataría aaquel perro como a un amigo. Variosaños más tarde me enteré de que elcochero había cumplido mi encargo y deque Kentish había mostrado el perro auno de mis primos, que viajaba porInglaterra, diciéndole que era unaprueba de la amistad íntima y sinceraque le había unido siempre conmigo.

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En 1794, a aquel mismo Kentish sele ocurrió escribirme en el mismo tono,recordándome los deliciosos días quehabíamos pasado juntos en 1787. Lerespondí secamente y no he vuelto a oírhablar de él.

En el momento en que ponía pie atierra en Douvres, salía un barco paraCalais. Subí a él y el 1 de octubre mevolvía a encontrar en Francia. Aquéllafue la última vez hasta hoy que viInglaterra, asilo de todo lo que es noble,tierra de felicidad, de sabiduría y delibertad, pero donde no hay que contarsiempre con las promesas de los amigosde colegio. Pero soy un ingrato. Heencontrado veinte veces más personas

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buenas que malas.En Calais, un nuevo problema.

Calculé que con el resto de mis diezguineas no habría manera de llegar aBois-le-Duc, donde se encontraba mipadre. Tanteé al señor Dessin, peroestaba demasiado acostumbrado aproposiciones semejantes por parte detodos los aventureros que iban aInglaterra, o que volvían de ella, comopara estar dispuesto a escucharme. Medirigí finalmente a un criado de laposada, quien me prestó tres luises acambio de un reloj que valía diez, con loque todavía no tenía suficiente parallegar. Y volví a cabalgar día y noche,dirigiéndome al lugar donde no me

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esperaban más que disgustos yreproches.

Al pasar por Brujas caí en manosdel viejo dueño de una posta que al vermi aspecto pensó, con bastantepenetración, que podría timarme.Empezó por decirme que no teníacaballos y que no contaba con tenerlosen varios días, pero se ofreció aconseguírmelos a un precio excesivo.Hecho el negocio, me dijo que el dueñode los caballos no tenía coche. O memetía en un nuevo negocio o perdía elanterior. Opté por lo primero. Perocuando creía que todo estaba resuelto,no había cochero para llevarme, y sóloconseguí uno a un precio exorbitante.

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Me sentía tan invadido por la tristeza,imaginándome a mi padre, cuyas últimascartas habían sido tan desgarradoras,presa de la desesperación, y pensabatanto en el recibimiento y en ladependencia, de la que ya había perdidola costumbre, que me esperaban, que notenía fuerzas para enfadarme ni paradiscutir por nada. Me sometí, pues, atodas las bribonadas de aquel viejotunante de la posta y finalmente me puseen camino; pero el destino no quería quellegase muy lejos. Eranaproximadamente las diez cuando salíde Brujas muerto de cansancio. Medormí casi inmediatamente. Después deun profundo sueño, me desperté, la silla

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estaba detenida y el cochero habíadesaparecido. Después de habermefrotado los ojos, de haber llamado,gritado, jurado, oí cerca de mí un violín.El sonido venía de una taberna dondelos campesinos bailaban, y mi cocherocon ellos, con todas sus ganas.

En la posta anterior a Anvers,gracias al tunante de Brujas, me encontrésin medios para pagar los caballos queme habían llevado hasta allí, y esta vezno conocía a nadie. Tampoco habíanadie que hablara francés, y mi malalemán era casi ininteligible. Saqué unacarta de mi bolsillo y traté de hacercomprender por señas al dueño de laspostas que era una carta de crédito para

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Anvers. Como, afortunadamente, nadiepodía leerla, me creyeron, y conseguíque me llevasen hasta allí, prometiendo,siempre por señas, que pagaría todo loque llegase a deber. En Anvers fuenecesario una vez más que mi cocherome prestase dinero para pagar unabarcaza, e hice que me condujesen a laposada, donde ya me había alojadoantes, varias veces, con mi padre. Elposadero me reconoció, pagó mi deuday me prestó dinero para continuar elviaje. Pero tenía tanto miedo a que mefaltase dinero que mientras enganchabanlos caballos corrí a casa de uncomerciante que había conocido enBruselas y le pedí prestados algunos

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luises más, a pesar de que, casi con todaprobabilidad, no los iba a necesitar.Finalmente, al día siguiente llegaba aBois-le-Duc. Estaba sumido en la máshorrible angustia, y durante algún tiempono tuve fuerzas suficientes parapresentarme en la residencia de mipadre. Pero era necesario que mearmara de valor y fuese a verlo.Mientras seguía al guía que había venidoa buscarme, temblaba pensando en losjustos reproches que seguramente meharía, y más todavía en el dolor, eincluso enfermedad, causada por aqueldolor, en que podía encontrarlo. Susúltimas cartas me habían desgarrado elcorazón. Me había hecho saber que

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estaba enfermo por la pena que lecausaba, y que si prolongaba miausencia iba a tener su muerte sobre miconciencia. Entré en su habitación.Estaba jugando al whist con tresoficiales de su regimiento.

—¡Ah! ¿Estás aquí? —me dijo—.¿Cómo has llegado?

Le dije que había viajado unas vecesa caballo y otras en coche, día y noche.Mientras, él continuó con su partida.Suponía que su cólera estallaría cuandoestuviésemos solos. Se fue todo elmundo.

—Debes de estar cansado —me dijo—. Ve a acostarte.

Me acompañó a mi habitación.

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Como iba delante de él, vio mi ropadesgarrada.

—Ya me temía yo esto de tu aventura—dijo.

Me abrazó, me dio las buenasnoches y me acosté. Me quedéestupefacto con aquel recibimiento, queno era ni el que me había temido ni elque había esperado. En medio de mitemor a ser tratado con una severidadque sentía merecida, hubiera necesitado,a riesgo de algunos reproches, tener unaconversación franca con mi padre. Micariño había aumentado por el dolor quele había causado. Hubiera necesitadopedirle perdón, hablar con él sobre mivida futura. Estaba ansioso por

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recuperar su confianza y que él volviesea tenerla en mí. Esperé, con una mezclade temor, que hablaríamos al díasiguiente con el corazón en la mano.

Pero el día siguiente no trajo ningúncambio en su comportamiento, y lastentativas que hice por entablar unaconversación sobre el asunto, así comoalgunas disculpas que aventuré contorpeza, no obtuvieron ningunarespuesta. Durante los dos días que paséen Bois-le-Duc no hubo nada entrenosotros. Creo que yo mismo tendría quehaber roto el hielo. Si a mí me dolía elsilencio de mi padre, probablemente a élle hería el mío. Probablemente, loatribuía a una indiferencia censurable

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después de tan imperdonable conducta, ylo que yo tomaba por indiferencia era talvez un oculto resentimiento. Pero enaquella ocasión, como en otras mil demi vida, estaba paralizado por unatimidez que nunca he conseguido vencer,y mis palabras expiraban en mis labiossi nadie me animaba a continuar. Mipadre dispuso, pues, mi partida con unjoven bernés, oficial de su regimiento.

No me habló más que de lo que serefería a mi viaje, y subí al coche sinhaber dicho una palabra sobre la locuraque acababa de hacer o sobre miarrepentimiento, y sin que mi padrepronunciara una palabra que mostrara sutristeza o su enfado. El bernés con el que

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hacía el viaje era de una de las familiasaristocráticas de Berna. Mi padre sentíahorror por aquel gobierno y me habíaeducado en esos principios. Ni él ni yosabíamos entonces que casi todos losviejos gobiernos son blandos porque sonviejos, y todos los nuevos gobiernosduros porque son nuevos. Exceptúo, sinembargo, un despotismo absoluto comoel de Turquía o el de [8]

porque todo depende de un solo hombre,al que el poder vuelve loco, y, entonces,los inconvenientes de la novedad que nose encuentran en la institución seencuentran en el hombre. Mi padre sepasaba la vida despotricando contra laaristocracia bernesa, y yo repetía sus

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diatribas. No pensábamos que nuestrascríticas, por el sólo motivo de que notenían que ver con nosotros, sedemostraban falsas; aunque no lo fueronsiempre. A fuerza de acusar de injusticiay de tiranía a unos oligarcas que no eranculpables más que de autoritarismo y deinsolencia, mi padre consiguió quefueran injustos con él, y aquello acabópor costarle su puesto, la fortuna y eldescanso de los veinticinco últimosaños de su vida.

Imbuido de todo su odio contra elgobierno de Berna, apenas me encontréen la silla de postas con un bernésempecé a repetir todos los argumentosconocidos contra los privilegios

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políticos, contra los derechosarrebatados al pueblo, contra laautoridad hereditaria, etc.,aprovechando para prometer a micompañero de viaje que, si sepresentaba la ocasión, libraría al país deVaud de la opresión en que lo manteníansus compatriotas. Once años después sepresentó la ocasión. Pero entoncesconocía ya la experiencia de Francia,donde había sido testigo de lo que esuna revolución y actor bastanteimpotente; conocía lo que significaba lalibertad basada en la justicia, y meguardé mucho de revolucionar Suiza. Loque me choca, mientras relato miconversación con aquel bernés, es la

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poca importancia que se concedíaentonces a la expresión de cualquieropinión y la tolerancia que distinguíaaquella época. Si hoy día alguienpronunciara la cuarta parte de aquello,no duraría ni una hora en libertad.

Llegamos a Berna, donde abandonéa mi compañero de viaje, y tomé ladiligencia hasta Neuchâtel; aquellamisma noche me presenté en casa deMadame de Charrière. Fui recibido porella con grandes muestras de alegría, yretomamos nuestras conversaciones deParís. Pasé allí dos días, y tuve laocurrencia de volver a pie a Lausana.Madame de Charrière encontró aquellaidea encantadora, porque cuadraba,

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decía, con toda mi expedición aInglaterra. Aquello hubiera sido,razonablemente hablando, un motivopara no hacer algo que podíarecordármela y evitar que pareciese unhijo pródigo.

En fin, me encontraba otra vez encasa de mi padre y sin otra perspectivaque vivir allí tranquilamente. Su amante,a la que entonces yo no tomaba por tal,trató de que yo me sintiese lo mejor delmundo. Mi familia se portó muy bienconmigo. Pero llevaba allí apenasquince días cuando mi padre me hizosaber que había obtenido del duque deBrunswick, que estaba entonces a lacabeza del ejército prusiano en Holanda,

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un puesto en su corte, y que debía hacerlos preparativos para irme a Brunswickdurante el mes de diciembre. Consideréaquel viaje como un medio de vida másindependiente del que habría podidotener en Suiza, y no puse ningunaobjeción. Pero no quería partir sin pasarantes algunos días en casa de Madamede Charrière, y monté en mi caballo parahacerle una visita.

Además del perro que me habíavisto obligado a abandonar en el caminode Londres a Douvres, había recogido auna perrita por la que sentía muchocariño, y la llevé conmigo. En un bosqueque hay cerca de Yverdon, entre Lausanay Neuchâtel, me equivoqué de camino y

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llegué a la puerta de un viejo castilloque había en una aldea. Dos hombressalían precisamente en aquel momentocon perros de caza. Aquellos perros searrojaron sobre mi animalito, no parahacerle daño sino, al contrario, porgalantería. Pero yo no veía claras susintenciones y los espanté a latigazos.

Uno de los dos hombres me insultóbastante groseramente. Le respondí en elmismo tono y le pregunté su nombre. Medijo, mientras continuaba con losinsultos, que era el caballero Duplessis D’Épendes, y después de haber seguidoinsultándonos todavía unos minutos,convinimos que al día siguiente iría a sucasa para batirnos en duelo. Volví a

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Lausana y le conté mi aventura a uno demis primos, rogándole que meacompañase. Me lo prometió, pero medijo que al ir yo a casa de mi adversarioestaba reconociendo ser el agresor, yque era posible que un criado o unguarda de caza se hubieran hecho pasarpor su señor, y más valía enviar aalguien a Épendes con una carta paraasegurarme de la identidad delpersonaje y, en tal caso, fijar otro lugarde encuentro. Seguí su consejo. Mimensajero me trajo una respuesta,confirmándome que se trataba,efectivamente, del señor Duplessis,capitán al servicio de Francia; unarespuesta llena, por lo demás, de

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insinuaciones desagradables por habersolicitado yo informaciones en vez dehaber ido al lugar y el día fijados. Elseñor Duplessis señalaba otro día enterritorio neuchâtelense.

Partimos, mi primo y yo, y durante elcamino estuvimos de muy buen humor.Lo recuerdo porque, de repente, miprimo me dijo: «Hay que reconocer quevamos muy alegres». Y no pude evitarreírme de que encontrara un mérito suyoaquello, pues no iba a ser más queespectador. Por lo que a mí se refiere,tampoco tenía mérito alguno. No meconsidero más valiente que cualquierotro, pero una de las cualidades con queme ha distinguido la naturaleza es la de

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sentir un gran desprecio por la vida, eincluso un deseo secreto de morir paraevitar todo lo desagradable que todavíame pueda suceder. Soy muy capaz deaterrorizarme por algo inesperado queactúa sobre mis nervios. Pero despuésde un cuarto de hora de reflexión, mecomporto ante el peligro con unaindiferencia completa.

Dormimos en el camino, yestábamos al día siguiente a las cinco dela mañana en el lugar indicado. Allí nosencontramos con el padrino del señorDuplessis, un tal señor Pillichody d’Yverdon, oficial como él en Francia, yque tenía modales y eleganciacuartelarios. Desayunamos juntos, pero

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pasaban las horas y el señor Duplessisno aparecía. Estuvimos esperándoleinútilmente todo el día. El señorPillichody estaba furioso y no dejaba dedecir que jamás reconocería comoamigo a un hombre que faltaba a una citade aquella naturaleza.

—He tenido —me decía— milasuntos parecidos, y siempre he sido elprimero en el lugar indicado. SiDuplessis no está muerto reniego de él,y si se atreve todavía a llamarse miamigo seré yo quien lo mate.

Se debatía de este modo en sucaballeresca desesperación cuandollegó súbitamente uno de mis tíos, padredel primo que me había acompañado.

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Venía a salvarme del peligro que meamenazaba y se extrañó mucho alencontrarme charlando con el padrino demi adversario y sin que este adversariose hubiese presentado. Después de haberesperado un poco más, decidimosvolvernos. El señor Pillichody nosadelantó, y al pasar delante de la casaque habitaba el señor Duplessis, nosencontramos en el camino a toda lafamilia, que venía a presentarme susexcusas.

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Cronología deBenjamin Constant

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Nota

Para redactar esta cronología eltraductor se ha basado en las siguientesfuentes:

Alfred Roulin, «Vie de BenjaminConstant». En: Benjamin Constant,Adolphe, Le Cahier rouge, Cécile.Gallimard, París, 2003, pp. 247-260.

Jean-Pierre Perchellet, Chronologiede Benjamin Constant. En:http://www.stael.org, web de la Sociétédes études stäeliennes.

Hippolyte Castille, The ProjectGutenberg eBook of Benjamin Constant(http://www.gutenberg.org).

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Institut Benjamin Constant de laUniversidad de Lausana(http://www.unil.ch/ibc).

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Como muchos de los hombres y mujeresde su época y clase social, Constant tuvouna vida bastante agitada. Prototipo deilustrado, fue un hombre de unaactividad incesante y casi compulsiva,tanto pública como privada. Viajó portoda Europa, ocupó cargos públicos endistintos gobiernos, habló cuatro o cincoidiomas, fue amigo de los hombres ymujeres más célebres e influyentes de sutiempo. Jugador empedernido y amanteobsesivo, se batió en duelo más deveinte veces, y se granjeó con suspanfletos políticos y sus discursos tantasamistades como enemistades. En estacronología nos limitaremos a señalarsólo los hechos y episodios más

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relevantes de su vida, es decir, aquellosque dejaron una huella perdurable en él:viajes, obras, amores y amistades.

1767. Nace el 25 de octubre en Lausana,hijo de Louis-Arnold-Juste Constantde Rebecque y de Henriette-Paulinede Chandieu. El 10 de noviembremuere su madre.

1775-1779. Vive con su padre,alternativamente, en Bruselas,Lausana y Holanda.

1780-1784. Diversas estancias enAlemania, Suiza, Bélgica, Holanda eInglaterra. Conoce a Gibbon.

1785.Primera estancia en París. Primeramor de Constant por MadameJohannot.

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1786. Se enamora de Madame Trevor.1787. Conoce a Madame de Charrière en

casa de Necker. Viaje a Inglaterra.Estancia en Suiza.

1788. Es nombrado chambelán en la cortede Brunswick. El 8 de enero, y enColombier, se celebra, finalmente, suduelo con Duplessis, quien no habíapodido presentarse antes debido aunas fiebres.

1789. Matrimonio con Minna von Cramm.Estancia en Lausana.

1793. Inicia su relación con Charlotte deHardenberg. Se separa de su mujer.Estancia en Colombier, en casa deMadame de Charrière.

1794. Encuentro con Germanie de Staël.Inicia sus estudios sobre religión.

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1795. Comienzo de su actividad política. Seinstala en casa de Madame de Staëlen Mézery. Redacción de panfletos afavor de las institucionesrepublicanas. Dimite en la corte deBrunswick. El Comité de saludpública envía al exilio a Madame deStaël, quien se instala con Constanten Suiza. Divorcio de Minna vonCramm.

1796. Publica su primer panfleto políticoimportante, De la force dugouvernement actuel de la Franceet de la nécessité de s’y rallier,impreso en Suiza. Encuentros conJulie Talma en París.

1797. Publica Des effets de la Terreur. El 8de junio nace Albertine de Staël.

1798. Por la anexión de Suiza, se convierte

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en ciudadano francés. Se instala enParís con Madame de Staël.

1799. Es nombrado miembro del Tribunal.

1800. Pronuncia su primer discurso deoposición en el Tribunal. Inicio de suapasionada relación con AnnaLindsay.

1801. Fin de su relación con Anna Lindsay.Se instala en Suiza con Madame deStaël. Conoce a Sismondi.

1802. Constant es expulsado del Tribunal.

1803. Proyecto de matrimonio con AmélieFabri. Escribe su primer Diario:Amélie et Germanie. Viaje aAlemania con Madame de Staël,quien rechaza su oferta dematrimonio. Estancia en Weimar.Frecuentes encuentros con Goethe ySchiller.

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1804. Inicia su Diario íntimo. MuereNecker. Estancia en Suiza y en París,donde vuelve a ver a Madame Talma.Nuevo encuentro con Charlotte vonHardenberg.

1805. Muere Julie Talma. Pasión renovadapor Anna Lindsay y proyecto dematrimonio con Charlotte. MuereMadame de Charrière.

1806. Comienza la redacción de losPrincipios de política. Estanciasalternativas entre París y Rouan,donde reside Madame de Staël.Nueva pasión por Charlotte.Comienza la redacción de Adolphe.

1807. Nuevo exilio de Madame de Staël.Comienza Wallenstein. Acaba elprimer Diario íntimo. Desavenenciascon De Staël.

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1808. Matrimonio secreto con Charlotte.1809. Charlotte confiesa a Madame de

Staël su matrimonio con Constant.Constant se reúne con Madame deStaël en Lyon a petición de ésta.Charlotte intenta suicidarse. Constantabandona a su mujer y vuelve conMadame de Staël. En diciembre,ratificación del matrimonio deBenjamin y Charlotte en París.

1810. Se instala en París. Probableredacción de Cécile.

1811. Constant y Charlotte viajan a Suiza.Alejamiento de Madame de Staël.Redacción de El cuaderno rojo.Viaje a Alemania con Charlotte.

1812. Muere su padre. Constant, miembrode la Société royale des Sciences deGöttingen.

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1813. Comienza Le Siège de Soissons.Escribe De l’Esprit de conquête etde l’usurpation.

1814. Vuelta a París después de la caída delImperio y de la abdicación deNapoleón. Encuentro con el zarAlejandro. Nuevo encuentro conMadame de Staël en París. Publicalas Réflexions sur les Constitutions,la distribution des pouvoirs et lesgaranties dans une monarchieconstitutionelle. Se enamoralocamente de Madame Récamier.Comienza la redacción de De laresponsabilité des ministres.

1815. Se produce el famoso episodioconocido como los «Cien Días»(Cents-Jours): desde el regreso delNapoleón exiliado en Elba hastaWaterloo y la restauración de Luis

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XVIII como rey de Francia. Entretanto, violentos artículos de Constantcontra el emperador, quien regresa aParís. Constant es recibido variasveces por él y nombrado consejerode Estado. Redacta el Acteadditionnel aux constitutions de l’Empire. Batalla de Waterloo,Napoleón abdica. El 24 de junio,Constant visita al emperador y,posteriormente, es condenado alexilio, aunque la orden será revocadapor el rey pocos días después.Ruptura con Madame Récamier yreconciliación con Charlotte.

1816. Viaja con Charlotte a Londres.Publicación del Adolphe en Londres.Vuelta a París. Publica De ladoctrine politique qui peut réunirles partis en France.

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1817. Muere Madame de Staël en París.1818. Da su primera conferencia en el

Ateneo real sobre la historia de lasreligiones. Se rompe una piernadurante un paseo, lo que le dejarácojo para el resto de su vida. Publicael Cours de politiqueconstitutionnelle.

1819. Es elegido diputado de la Sarthe.1820. Publica el primer volumen de

Mémoires sur les Cents-Jours, suhistoria de los «Cien Días».

1822. Publica la primera parte delCommentaire sur l’ouvrage deFilangieri. Publica el segundovolumen de Mémoires sur les Cents-Jours. Fracaso en las elecciones. Sebate en duelo sentado en una silla.

1824. Es elegido diputado por París.

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Aparece el primer volumen de De lareligión.

1825. Publica el segundo volumen de De lareligión.

1827. Publica el tercer volumen de De lareligión.

1828. Reúne sus discursos parlamentariosy los publica en dos volúmenes.Fracasa su elección a la Academia.

1829. Publicación de Mélanges delittérature et de politique. Trabaja enun cuarto volumen de De la religión.

1830. Es reelegido diputado enEstrasburgo. Enfermo, se retira alcampo. Publica el cuarto volumen deDe la religión. Es nombradopresidente de una sección delConsejo de Estado. Vuelve a fracasarsu elección a la Academia. El 19 de

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noviembre pronuncia su últimodiscurso en la Cámara, a favor deimpresores y libreros. Muere el 8 dediciembre en París, acompañado porCharlotte y su amigo Coulmann. El12 de ese mismo mes se celebra unfuneral de Estado. Constant esenterrado en el cementerio de Père-Lachaise.

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BENJAMIN CONSTANT nació enLausana en 1767. Durante su infancia yjuventud viajó por toda Europa,estudiando en Baviera y Edimburgo. Fueuno de los hombres más populares yrespetados, además de controvertidos,de su época. Tuvo numerosas amantes(la más conocida de ellas Madame de

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Staël), que serían muy influyentes tantoen su vida como en su obra literaria. En1795 comenzó su actividad política,defensora de los derechos civiles yseguidora en parte del modelo liberalinglés. Fue partidario siempre de lasmonarquías constitucionales conpoderes limitados y de ladescentralización del estado. En 1798,por la anexión de Suiza, se convirtió enciudadano francés. Defensor en unprimer momento de la Revoluciónfrancesa, se opondría más tarde alrégimen de Napoleón y sería, por ello,exiliado, aunque durante la última etapadel bonapartismo estaría cerca de éste.En 1819 fue elegido diputado. Murió en

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París en 1830, al poco de ser nombrado,tras la revolución de ese mismo año,presidente del Consejo de Estado.

Aunque dedicó muchos años y esfuerzosa estudios tan extensos como De lareligión considerada en sus fuentes, susformas y sus desarrollos, sus obras másperdurables son, amén del Diarioíntimo, las novelas Adolphe y Cécile ysus memorias de juventud, recogidas enEl cuaderno rojo.

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Notas

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[1] Lema de Benjamin Constant. (N. delt.). <<

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[2] Benjamin Constant, Adolphe. LeCahier rouge. Cécile. Préface deMarcel Arland. Édition établie etannotée par Alfred Roulin. Gallimard,París, 2003, p. 281. (N. del t.). <<

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[3] Émile Faguet, «Benjamin Constant».En: Politiques et Moralistes du XIXsiècle. gallica.bnf.fr. pp. 187-255. (N.del t.). <<

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[4] Charles Du Bos, Grandeur et misèrede Benjamin Constant. Correa, París,1946, p. 51. (N. del t.). <<

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[5] Juego de azar. (N. del t.). <<

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[6] Bebida de fuerte graduaciónalcohólica muy apreciada en laInglaterra de entonces. (N. del t.). <<

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[7] Antecedente escocés del futuroPartido Liberal británico. (N. del t.). <<

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[8] Constant dejó un espacio en blancoque la primera edición rellenó,arbitrariamente, con la palabra «Rusia».(N. del t.). <<