EL CUENTO MODERNISTA ESPAÑOL Y LO … · trabajos de David Roas (2001, 2006) y Juan Molina Porras...
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EL CUENTO MODERNISTA ESPAÑOL Y LO FANTÁSTICO
Ana Casas
Universitat Autònoma de Barcelona
A diferencia de lo que sucede en otros lugares, donde lo fantástico nace a
finales del siglo XVIII con la novela gótica sobrenatural, en España hay que
esperar hasta la llegada del Romanticismo para asistir a la eclosión del género,
aunque, como en el nuestro, en casi todos los países lo fantástico se desarrolla
verdaderamente con el cuento romántico. Ello explica la intensa relación que se
establece entre fantástico y relato breve: como ocurrió con el cuento, el principal
canal de difusión de estas formas es, en un primer momento, la prensa
periódica y, luego, desde la segunda mitad del siglo XIX —con los avances de la
industria editorial—, las antologías y los volúmenes de relatos, además de las
revistas y los periódicos. Así, tal y como han demostrado los esclarecedores
trabajos de David Roas (2001, 2006) y Juan Molina Porras (2001), puede decirse
que a partir de 1870 son muchas las publicaciones que incluyen en sus páginas
narraciones de corte fantástico (El Museo Universal, El Contemporáneo, El
Periódico para todos, La Ilustración de Madrid, Revista de España, La Ilustración
Española y Americana, etc.), al tiempo que se aprecia un aumento progresivo en
el número de libros que contienen cuentos de esta naturaleza, aunque se trata
de volúmenes que tienen un carácter misceláneo y carecen de unidad genérica o
temática, por lo que combinan relatos de distintas tipologías.
En cuanto a sus rasgos caracterizadores, el cuento fantástico, que, al
principio, se encuentra bajo el dominio de lo legendario, poco a poco va
alejándose de la concepción romántica del género, escogiendo ambientes
cotidianos para el desarrollo de la acción, asumiendo un mayor realismo,
extremando los elementos verosimilizadores, acercándose, en definitiva, cada
vez más al mundo del lector. En este sentido, resulta capital la influencia,
primero, de E. T. A. Hoffmann y, más tarde, de Edgar Allan Poe, cuyo ejemplo
contribuye a delimitar lo que Roas (2006: 176) denomina «lo fantástico interior»,
358« Índice
pues el acontecimiento imposible que irrumpe en el relato no suele
materializarse (aunque ello también sea posible) en una amenaza exterior
(fantasmas, monstruos, vampiros), sino «que afecta fundamentalmente a la
personalidad de sus protagonistas, y […] se manifiesta a través del sueño, el
delirio, la locura, la obsesión maníaca, el doble, el magnetismo y otras formas
de control de la voluntad». Lejos de desaparecer, lo fantástico —desde esta
nueva concepción— sigue cultivándose durante los años del
realismo/naturalismo, profundizando en lo cotidiano tras adoptar los
postulados estéticos y verbales de la literatura mimética. Así, la principal
consecuencia de dicho auge de lo fantástico en el periodo realista va a ser la
asunción de un lenguaje aproximado, metafórico, para designar el
acontecimiento imposible: frente a la afirmación romántica que (en el texto) da
por naturales los sucesos fantásticos y que, por ello, utiliza «términos poco
miméticos de la realidad, [...] como espíritu, fantasma o diablo», ahora se prefieren
«términos como visión, aparición o experiencia imposible de contar», cuya
inconcreción contribuye a instalar «la duda sobre la posibilidad de
representación de la lengua y la parábasis» (Molina Porras, 2001: 57).
Al llegar el Fin de Siglo el terreno para el cultivo de lo fantástico está,
pues, abonado; a ello, además, hay que añadir la concurrencia de una serie de
factores culturales y literarios —sobre todo el empeño renovador del
Modernismo— que van a impulsar la práctica de este género (llama la atención,
por ejemplo, que una revista de gran difusión como Blanco y Negro organizara
en 1903 un concurso de relatos fantásticos). Ante una sociedad cada vez más
uniformada y mecanizada, el apogeo del subjetivismo y del individualismo
ampara la reivindicación modernista del mundo interior y de los sentimientos.
La realidad objetiva deja de ser tal, ya que el artista la percibe como insuficiente
y constreñidora, y a ella opone la literatura configurada como un espacio de
libertad (formal y temática), desde el que poder proclamar la superioridad de la
imaginación sobre lo real. Entendida así, la obra de arte se hace más autónoma,
más autorreferencial, fomentando, junto a las formas realistas, el desarrollo de
lo fantástico, en la medida en que este género pone en entredicho no sólo la
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concepción positivista del mundo, sino los instrumentos cognoscitivos que
hemos diseñado para enfrentarnos a él e intentar comprenderlo.
1. La influencia de Poe en el cambio de siglo
Del mismo modo que, en décadas anteriores, la narrativa fantástica
española se ve influida por E. T. A. Hoffmann (Roas, 2002), durante el periodo
finisecular y el Modernismo ésta lleva la impronta de Edgar Allan Poe. Su obra
había empezado a ser traducida al español en 1858 y no tardó en alcanzar un
éxito sin precedentes, en lo que se refiere, claro está, a un autor dedicado a lo
fantástico y terrorífico.1 Su influencia se manifiesta en tres aspectos esenciales: la
intensificación de la cotidianidad, la presencia de lo macabro y el recurso al
cientificismo o, dicho de otro modo, la incorporación de ciertas prácticas
científicas (en especial el magnetismo y la hipnosis) para justificar la irrupción
de lo sobrenatural. Aunque ello no debe entenderse como una racionalización
de los fenómenos insólitos —pues supondría la eliminación del efecto
fantástico—, sino como un recurso más para intensificar la verosimilitud, para
hacer creíble la historia a un lector que cada vez conoce mejor el género y, por
tanto, al que cada vez resulta más difícil impresionar.2 Así sucede en algunas
narraciones de José Fernández Bremón, Rafael Comenge, Nilo María Fabra,
Justo Sanjurjo, o, ya más cerca de la sensibilidad modernista, de Ángeles
Vicente y Salvador Rueda.
La experimentación científica, de la que se desprende lo fantástico,
conforman el argumento de «Los buitres» y «Cuento absurdo» (ambos en Los
buitres, 1908), de Ángeles Vicente, una autora casi desconocida en la actualidad
1 Sus cuentos fantásticos se tradujeron en Madrid en 1858 con el título Historias extraordinarias a partir de la traducción francesa de Charles Baudelaire, aunque, en realidad, el primer texto de Poe que se tradujo al castellano fue «La semana de los tres domingos», cuento humorístico de 1841 que apareció el 15 de febrero de 1857 en la revista El Museo Universal (Roas, 2006: 146-147). 2 Este interés por la ciencia —no hay que olvidar que estamos en plena efervescencia del pensamiento positivista— justifica la aparición en esos años de un nuevo género literario que también juega con los límites de lo posible, aunque su efecto nada tenga que ver con lo fantástico: la ciencia-ficción. Acerca de los inicios del género en España véase Nil Santiáñez (1995) y, con relación a la historia del género en nuestro país a lo largo del siglo XX, el trabajo colectivo de VV.AA. (2002).
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y que Ena Bordonada ha rescatado recientemente.3 Pero hay que decir que los
dos relatos incluyen ciertos componentes utópicos haciendo que lo fantástico
derive hacia lo alegórico. El primero narra la historia de un médico que, a través
de la hipnosis, es capaz de operar a sus pacientes sin anestesia y de extraerles el
cerebro que, luego, transplanta a un buitre, poniendo de este modo en
evidencia que del cerebro humano «han salido todas las miserias de la tierra,
todas las maldades, todas las tiranías, todas las iniquidades humanas» (Vicente,
2006b: 51). El asunto del segundo gira en torno al experimento de Guillermo
Arides, científico también, que aniquila a casi toda la humanidad, menos a un
grupo de elegidos a los que confía la refundación de un mundo más justo, y lo
hace utilizando «ignorados fluidos interplanetarios, acumulados y dirigidos con
precisión admirable, mediante un complicado aparato de su invención»
(Vicente, 2006c: 133); como es de esperar, los privilegiados supervivientes
repiten los mismos errores del pasado, pues sus conductas se rigen por el
egoísmo, la envidia, la explotación del hombre por el hombre, etc., razón por la
que Arides acaba tomando la terrible decisión de destruir la Tierra, y esta vez
sin excepciones.
En Rueda lo científico y lo para—científico también da origen a lo
fantástico: así, en «El doctor Centurias» el protagonista es un investigador que
trata de encontrar una fórmula que le permita insuflar vida a la materia inerte; y,
cuando cree que está a punto de lograrlo, utiliza el espiritismo para conjurar a
los espectros de sus antecesores, con el objeto de que éstos le ayuden en su
delicada empresa. La deuda con Edgar Allan Poe es aquí muy evidente, ya que
al inicio el narrador advierte que «El doctor de mi cuento es un ser extraño y
original. Viéndolo, acuden a la memoria involuntariamente los maravillosos
personajes de Edgard Poe; creyérase que flota en torno de él algo del aire de
sapiencia que envuelve a los iniciados en los avatares» (Rueda, 1887: 205).
Tampoco hay dudas acerca del parentesco entre «En la mesa de disección»
(1895), del mismo autor, y «Conversación con una momia» (1845), de Poe, pues
en él se narra la historia de un cadáver que resucita cuando van a diseccionarlo
3 Ha editado los libros de cuentos Los buitres (1908) y Sombras. Cuentos psíquicos (1911?), en 2005 y 2006a respectivamente, así como, en 2005, la novela Zezé (1909).
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para impedir que abran su corazón y, con ello, descubran la historia de amor
que éste encierra.
Sin embargo, a medida que nos aproximamos al cambio de siglo, la
influencia de Poe se manifiesta, más que en la presencia de lo científico, en la
intensificación del realismo, en una mayor instrospección en el tratamiento de
lo fantástico (el cual se propone, además de generar un efecto ominoso, explorar
la psiquis) y, de manera muy particular, en el empleo de los elementos góticos
típicamente poetianos, como son la experiencia directa del acontecimiento
imposible, la presencia de lo macabro y el terror, rasgos que estaban ya
presentes en algunos textos del último tercio del siglo XIX (por ejemplo, en
cuentos de Pedro Antonio de Alarcón, José Selgas o Pedro Escamilla). Uno de
los autores que mejor representa dicha modalidad de lo fantástico es Antonio
de Hoyos y Vinent, cuyos relatos, de los que me ocuparé con más detalle un
poco más abajo, hacen patente el gusto por lo escabroso, además de multiplicar
las alusiones al escritor de Baltimore: en «El señor cadáver y la señorita
vampiro» (Del huerto del pecado, 1910a), el narrador, al describir a los
protagonistas, asegura que «Jamás en mi vida de raras aventuras encontré
pareja más extraña, más inquietante, que diese más pronto la escalofriante
sensación de tragedia, pero no de una tragedia vulgar, sino de una de esas
misteriosas tragedias macabras y obsesionantes que adivinamos a través de las
prosas de Poe y Hoffman» (Hoyos y Vinent, 1910b: 86); al principio de «El
hombre de la muñeca extraña» (El pecado y la noche, 1913)4, uno de los personajes
pregunta al narrador intradiegético, Gustavo Mondragón, si la historia que éste
se dispone a contar pertenece a Poe dada su macabra naturaleza;5 y en «Una
aventura de amor» (Los cascabeles de Madama Locura, 1916), dos personajes
comentan un suceso tan tétrico como inexplicable (el cadáver de una mujer
aparece apuñalado sin que nadie haya podido entrar en el depósito), lo que les
hace pensar en los asuntos predilectos del americano.
4 Hay una edición moderna de este libro (1995a). 5 A modo de captatio benevolentiae, Mondragón compara su relato con «La fábula de Prometeo creando la estatura [sic] e infundiéndole vida. Pero esta vez animándola no con el fuego del cielo, sino con llamas robadas qué sé yo dónde, creo que al mismísimo infierno, a Satanás en persona; un fuego maldito de locura, de pecado, de horror; en fin, algo escalofriante, terrible, ultramoderno...», por lo que uno de los participantes en la reunión pregunta: «¿Poe?» (Hoyos y Vinent, 1995b: 49).
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A veces la relación es más velada, como sucede en «Médium», relato de
Pío Baroja incluido en Vidas sombrías (1900), cuyas primeras frases recuerdan a
las de «El corazón delator» (1843): «¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy
nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy
loco?», leemos en Poe, y en Baroja: «Soy un hombre tranquilo, nervioso, muy
nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido»
(Baroja, 1966a: 18). García de Juan (1997: 91—92), que había apreciado la
relación entre ambos relatos, señala otras similitudes, especialmente el hecho de
que los protagonistas pongan todo su empeño en demostrarse a sí mismos que
no están locos. Habría otros cuentos de Baroja en la órbita de lo fantástico en los
que también se observaría la huella de Poe. Así, destaca «El reloj» (Vidas
sombrías), en el que apenas sucede nada, pues sólo se cuenta cómo un hombre
decide retirarse del mundo y se instala en un castillo abandonado, donde
únicamente se escucha el ruido del reloj que mide las horas, hasta el día en que
éste deja de oírse, anunciando la muerte del protagonista. La ambientación del
relato recuerda inevitablemente a la de «El retrato oval» (1842), cuya historia
también se desarrolla en un castillo abandonado, e incluso a la de la ruinosa
mansión de «La caída de la casa Usher» (1839). De igual modo, parece haberse
inspirado, al menos en parte, en «La máscara de la muerte roja» (1842), donde
también aparece un reloj, cuyo siniestro tañido solo cesa después de haber
tenido lugar la muerte de los personajes, pero en Baroja por encima de todo
llama la atención «el interés de reconvertir algunos motivos propios del cuento
gótico (el aislamiento del héroe, el castillo tenebroso, la inquietante noche) en
una reflexión simbolista sobre el paso del tiempo y la llegada de la muerte»
(Molina Porras, 2001: 602). Por último, en «De la fiebre» (Vidas sombrías),
aunque se trata más bien de un cuento pseudo—fantástico (ya que la visión del
personaje es racionalizada en el desenlace),6 también podría detectarse la huella
poetiana: narrado en primera persona, describe la serie de visiones terroríficas
que padece el personaje, hasta que descubrimos que éstas han sido producto de
6 Entiendo por pseudo-fantásticos aquellos relatos en lo que, a pesar de presentar un suceso sobrenatural, no se produce efecto fantástico alguno, ya que acaban racionalizando el acontecimiento imposible (por ejemplo, cuando al final se dice que todo ha sido un sueño o una alucinación) o –esta es otra posibilidad- porque utilizan lo aparentemente fantástico para crear otros efectos, como el humor, la alegoría o la sátira de costumbres (Roas, 2006: 159).
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la fiebre. El paisaje fantástico (imagen de la desolación), así como el encuentro
con las figuras abominables de los muertos que el protagonista había visto antes
en el depósito de cadáveres o diseccionado en clase de anatomía, recuerdan a
los que aparecen en la parte sombría y espectral de «La isla del hada» (1841) y
en «Silencio» (1837), relato en el que se describe la lúgubre región donde vive el
Diablo.7
2. Lo fantástico y los mundos interiores
El cambio de siglo es también el momento en que el género fantástico
presenta con mayor intensidad la fusión de lo sobrenatural y lo inconsciente. Es
cierto que Hoffmann y, más tarde, Poe ya habían explorado con maestría la
dimensión subjetiva de lo fantástico, entendida como manifestación o
proyección de los miedos y deseos más ocultos del ser humano, siempre
contemplados, y de ahí su efecto ominoso, como una amenaza para éste. Así, a
diferencia de los textos que articulan el efecto fantástico a partir de la agresión
de un elemento exterior –fantasma, vampiro, monstruo—, en este tipo de
historias el peligro proviene del interior del propio individuo. Eso llevó a la
proliferación de relatos que desarrollan el tema de la alteración de personalidad
en todas sus manifestaciones: sueños, delirios, locura, desdoblamiento,
influencia magnética (aquí la amenaza interior se combinaría con la exterior,
con la posibilidad de que nuestra voluntad pueda ser controlada por otro ser).
Quizás el autor que mejor cultivó a finales de siglo esta vía de lo fantástico fue
Maupassant, muy leído y traducido en España en esos años. Basta leer «¿Quién
sabe? », «Él» o, sobre todo, «El Horla», para comprobar su habilidad en la
fusión de lo fantástico y la neurosis. Esa preocupación por la combinación de
ambos elementos hay que entenderla también como producto del interés por los
grandes avances que se producen en psiquiatría en la segunda mitad del siglo
XIX, como la definición de inconsciente de Carus, los estudios sobre
personalidad múltiple, sonambulismo o histeria, que desembocan en las tesis de
Freud y Jung. De esta manera, los autores fantásticos del periodo ven cómo la
7 Véase García de Juan (1997: 92-93).
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psiquiatría –tal y como después harán los surrealistas, aunque con objetivos
diferentes— abre nuevas posibilidades para ir más allá del mundo racional,
para sumergirse en el lado oscuro de la mente (desde lo onírico y fantástico a lo
monstruoso y morboso, el mal y la abyección) y sacar a la luz los miedos, los
deseos reprimidos, las frustraciones, con una intención, además, claramente
subversiva con relación al plácido y ordenado mundo burgués. La explicación
la encontraríamos en el hecho de que, como señala Phillips—López (2003: 41),
«aunque nacida bajo los auspicios del positivismo, la nueva ciencia psicológica
traía consigo posibilidades que a la vez cuarteaban las nociones racionales más
enraizadas, al abrirse sobre el mundo desconocido del inconsciente, y, por
tanto, sobre aspectos aún carentes de explicación científica». En consecuencia,
«sobre esta ambigüedad, peculiarmente moderna, se edificarían numerosas
creaciones fantásticas del fin de siglo que cuestionaban las fronteras de la
normalidad, identificando lo morboso, lo monstruoso, la aberración, los nuevos
territorios donde expresar la disconformidad».
Por eso, los cuentos fantásticos del cambio de siglo se interesan
especialmente por las zonas oscuras de la psique, que a menudo reprime la
norma social: así, lo fantástico sirve muchas veces para descargar la
responsabilidad de un acto «censurable» en un ente sobrenatural, como ocurre
en los relatos de Eduardo Zamacois «La hija del sol» y «Agonía», incluidos en el
volumen De carne y hueso (1900): en el primero, la hija de Carmen, que es una
niña, mata a Antonio —respectivamente, amante y padre de ambas— bajo el
influjo del sol y cumpliendo sus designios; en el segundo, las muestras de amor
fingido de la protagonista son inexplicablemente la causa de la agonía del
marido odiado, así como de su muerte próxima. Los personajes de Historias de
locos (1910a), de Miguel Sawa, también se ven abocados al asesinato, como en
«Judas», donde el narrador cree salvar a la humanidad del apóstol traidor
reencarnado en un vulgar sujeto; en «Un desnudo de Rubens», en el que el
marido mata a su mujer al descubrir que el célebre pintor había adivinado su
belleza y la había retratado en un lienzo varios siglos antes de nacer ella;8 o en
8 El argumento de este relato presenta múltiples similitudes con el de «La madona de Pablo Rubens», de José de Zorrilla, publicado en el número 26 de El Porvenir, el 26 de mayo de 1837.
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«La muerte de María Antonieta», donde el asesino perpetra su crimen porque
está convencido de ser la reencarnación de Danton y de que su víctima lo es de
la reina de Francia.
Como en los cuentos de Sawa, abunda el tipo de personaje que se
encuentra al borde de la locura, que padece visiones o desvaría, que no sabe si
sueña o está despierto: llama la atención, por ejemplo, la perspectiva alucinada
de «El reloj» o la que es fruto del delirio, en «De la fiebre», y que causa visiones
terroríficas, fantásticas, al protagonista del relato (ambas narraciones de Baroja).
Algunos títulos de libros son ya de por sí significativos, como Historias de
locos, de Miguel Sawa, Sombras. Cuentos psíquicos, de Ángeles Vicente, o Los
cascabeles de Madama Locura, de Antonio de Hoyos y Vinent.9 Aunque hay
que decir que, en muchos casos, no es posible discernir el grado de
perturbación mental del personaje protagonista que, a su vez, suele ser el
narrador del relato (ya sea extradiegético o intradiegético), de modo que el
lector difícilmente puede estar seguro de la veracidad de lo contado. En
«Médium», por ejemplo, sabemos que el narrador es declarado loco y, aunque
éste insiste en repetidas ocasiones en defender su cordura, su discurso resulta a
ratos incoherente y contradictorio; lo que el lector desconoce es si el trastorno
del personaje es consecuencia del episodio fantástico que lo ha traumatizado o
si, al contrario, su narración es fruto del delirio. Algo parecido sucede en «El
que se enterró» (1908), de Miguel de Unamuno, donde el narrador
extradiegético inicia el cuento observando un cambio de personalidad en su
amigo, que, en poco tiempo, ha pasado de «dicharachero y descuidado» a
«taciturno y escrupuloso» (Unamuno, 2008: 69). El relato de éste acerca de cómo
se produjo el encuentro con su doble y de cómo experimentó la muerte para
resucitar siendo su otro yo queda, pues, bajo sospecha. Igualmente, en «La
esfera prodigiosa», Van Stralen, que dice haber sido testigo de los poderes de la
esfera, se vuelve poco sociable, y hay quien lo ha visto «pasearse solo,
gesticulando y musitando palabras incomprensibles» (Valera, 1903b: 125).
9 Puede consultarse al respecto el trabajo de Ezama (1994), «Cuentos de locos y literatura fantástica. Aproximación a su historia entre 1868 y 1910».
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Con frecuencia la relación entre locura y fantástico permite reflexionar
sobre determinados aspectos de la mente humana: los meandros de la
personalidad, la pulsión de violencia y también sobre el deseo sexual. De este
modo, la mayor parte de las muertes que tienen lugar en los cuentos de Sawa
son (o podrían ser, dependiendo de la lectura, racional o sobrenatural, que
hagamos del relato) causa de la pasión amorosa, como sucede en «El gato de
Baudelaire», «Mi otro yo» y «La muerte»; otros relatos plantean distintos
aspectos del erotismo, como la búsqueda de la mujer ideal («La mujer de
nieve», «La sirena») o la trasgresión erótica, como en el sacrílego «La tentación»,
en el que un fraile reza a Dios y a la Virgen con gran fervor para que permitan
que la Tentación (encarnada en una bella mujer), que ya se le había aparecido
una vez y con la que había gozado, vuelva a él para hacerle pecar de nuevo.
Antonio de Hoyos y Vinent es otro de los autores que explora, aunque no
siempre con acierto, la conexión entre lo fantástico, la locura y el erotismo: así,
«Una hora de amor» (El pecado y la noche), donde una prostituta se ve asaltada
por un vampiro en horas bajas o por un perturbado mental, pues la cosa no
queda clara; pero sobre todo «El hombre de la muñeca extraña», relato que
empieza siendo fantástico (tiene lugar una escena en la que cobran vida los
muñecos de cera de un museo) para acabar abandonando este aspecto en favor
de otros de carácter no sobrenatural, pero que combinan la «atracción
invencible por el misterio, por la vesanía [sic], por el dolor y la muerte» y
revelan en el protagonista una inclinación enfermiza, desde el punto de vista
sexual, hacia lo macabro (Hoyos y Vinent, 1995b: 66).
3. Espiritismo, ciencias ocultas y fantástico
La influencia de Poe, el cientificismo y la psiquiatría coincide
cronológicamente con otro fenómeno que sirve de inspiración a muchos autores
fantásticos modernistas: el esoterismo y el ocultismo. Son los años de la
popularización en España de las ideas de Eliphas Lévi, Madame Blavatski o
Allan Kardec, conocido autor de Le libre des sprits (1857); por todo el país se
fundan centros encargados de propagar el espiritismo, aparecen revistas
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dedicadas al tema y en 1888 se celebra en Barcelona el I Congreso Internacional
Espiritista (Gullón, 1990). Dicho interés, aunque puede resultar incongruente en
una época de pleno apogeo del positivismo científico, debe su éxito, sin
embargo, a que (en apariencia) estas ‘disciplinas’ ofrecían respuestas a la
inquietud que producían la muerte y el más allá, sobre los cuales la ciencia
proporcionaba escaso consuelo.10 Como advierte Dolores Phillips—López (2003:
33),
La racionalización y el progreso científico se hallan en la base del fenómeno de
secularización que consistió, como lo formuló Max Weber, precisamente en la
‘desmiraculización del mundo’. Sentido como vacío espiritual, vivido como
desgajamiento, este fenómeno se verá signado en la vaga, amplia y renovada
religiosidad que caracterizó el fin de siglo. Al acudir al misticismo, al
esoterismo y a las supersticiones, al sumar la magia, lo legendario, el milagro, el
misterio, el sueño y al describir los estados morbosos o las patologías del alma
humana, la ficción fantástica modernista condensa interrogantes y respuestas
literarias significativas, busca colmar los vacíos, explorar las nuevas (y
replantear las antiguas) fronteras, desbordando límites, instalándose en la
muerte misma, complaciéndose en lo excesivo.
En este contexto de escepticismo frente a la religión convencional y
quebrada la confianza absoluta en la ciencia, el espiritismo trataba de ofrecer,
como señala David Roas (2003: 25), una respuesta de síntesis «a esa crisis de fe
probando científica y empíricamente la inmortalidad del alma, demostrando de
ese modo que la existencia continuaba tras la muerte, aunque en un plano
diferente que podía [...] entrar en contacto con el mundo material».11 Así,
algunos modernistas exploran el ocultismo, el esoterismo o las religiones
antiguas como reacción al colapso del sistema de creencias que había sido el
dominante hasta finales del siglo XIX (resulta muy conocida, por ejemplo, la
10 Uno de los cuentos fantásticos de Miguel Sawa, titulado significativamente «La muerte», ilustra bien dicho desasosiego: «¡La única verdad está en mí –le dice la Muerte al protagonista-; la única verdad que jamás sabrá el hombre! Yo soy lo desconocido, lo ignorado, lo eternamente misterioso. ¿Qué hay después de mí? ¿La Nada? ¿El Infinito? ¡Que lo averigüen, si pueden, esos bestias de sabios!» (Sawa, 1910b: 92). 11 Anota Litvak (1994: 83) que «el espiritismo llegaba a ser una especie de pensamiento religioso, basado justamente en la terminología y las armas de combate del enemigo de las religiones establecidas: la ciencia».
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afición de Valle—Inclán por el espiritismo, pues dio conferencias sobre el
asunto, escribió varios artículos y participó en las experiencias de clarividencia
del espiritista gallego Manuel Otero Acevedo).12
Un ejemplo de ese interés por el ocultismo —compartido con algunos
autores hispanoamericanos muy leídos en la España del momento, como Rubén
Darío y Leopoldo Lugones— lo tenemos en diversos relatos de Luis Valera
recogidos en los volúmenes Visto y soñado (1903a) y Del antaño quimérico (1905),
textos de carácter fundamentalmente maravilloso aunque incorporan ciertos
elementos fantásticos. Quizás el más representativo sea «La esfera prodigiosa»
(recogido en el primero de los libros citados),13 donde el misterioso objeto sirve
al narrador para explicar las bases del esoterismo budista: el relato, que se
ambienta en Pekín entre 1900 y 1901, narra el encuentro casual entre dos
personajes (un extranjero, del que se desconoce su identidad u origen, y Van
Stralen, que es amigo del narrador y que, más tarde, cuenta a éste el increíble
suceso), así como el hallazgo de una esfera de poderes inconmensurables dentro
de un buda de bronce. Dotada de una increíble energía psíquica, se nos dice que
fue fabricada por un maestro budista para que los iniciados al esoterismo
llevaran a cabo determinadas experiencias místicas gracias a ejercitar su
voluntad. Se generan así varios episodios fantásticos, pues el extranjero, en
presencia de Van Stralen, ensaya algunas facultades de la esfera (la invisibilidad
o la trasmigración del alma) y, finalmente, acaba yéndose a la Región de las
Ideas Puras, desapareciendo de esta dimensión y llevándose con él la
prodigiosa esfera.
Por su parte, la fascinación por el esoterismo de Ángeles Vicente —la
cual debió gestarse en los años que esta escritora vivió en Argentina—14 la llevó
a trasladar algunos de los principios de éste a varios de los cuentos reunidos en
Los Buitres (1908) y Sombras. Cuentos psíquicos (1911?). Basados en la
independencia del alma con respecto de la materia, en ciertos casos dichos
12 Véase a propósito el trabajo de Milner Garlitz (1990). 13 Debemos a Juan Molina Porras (2006: 121-164) la única reedición de este relato, el cual puede leerse en las páginas 121-164 de la citada edición. 14 Ángeles Vicente nació en Murcia en 1878 y en edad muy temprana marchó a Argentina, donde residió hasta 1906, año de su regreso a España. Véase la nota biográfica elaborada por Ángela Ena Bordonada (2006: 7-14, 2007: XIII-XXXI).
369
fundamentos del ocultismo originan, como en la narración de Valera, el efecto
fantástico: así, la percepción sensorial de los espíritus («La trenza», «Algunos
fenómenos psíquicos de mi vida»), la reencarnación («Maruja»), los desposorios
tras la muerte («Spiro y Caro», escrito en colaboración con Rafael López de
Haro) o el magnetismo como medio de comunicación con el más allá («Alma
loca») se sienten en varias de las narraciones de esta escritora como imposibles
de la historia.15
En algunos de los textos recogidos en Los cascabeles de Madama Locura
(1916), de Hoyos y Vinent, la acción tiene lugar durante una sesión de
espiritismo, donde, pese a la incredulidad del narrador, suceden
acontecimientos asombrosos (en «La mano de la muerta» o «La mueca del
misterio», por ejemplo). Pero hay más cuentos de este mismo volumen que
desarrollan otros motivos relacionados con las ciencias ocultas, como la
telepatía («El hombre de plata») o la metempsicosis, en «La mirada de la
muerta», en el que su protagonista, Facundo Huerto, descubre en un perro, que
encuentra por la calle, los ojos de su mujer ya fallecida: como ella, el animal lo
atormentará con su mirada hasta que, en una fatal pelea, acabe con la vida del
infeliz marido.
Un indicio de que, en la época, la atracción por las ciencias ocultas debió
ser muy importante es que incluso un racionalista como Baroja llegó a asistir a
algunas reuniones espiritistas y, aunque siempre se mantuvo escéptico, se hizo
eco a través de sus primeros cuentos del gusto modernista por los aparecidos y
las conexiones con el otro mundo. Destaca su magistral relato «Médium», en el
que el narrador—protagonista cuenta, muchos años después de haber tenido
lugar el suceso, la fuerte impresión que le causó conocer a la hermana de un
compañero de escuela, de nombre Ángeles, cuya sola sonrisa infundía terror a
quien la mirara, pero que, además, era capaz de romper un cristal con los
dedos, mover objetos a su antojo o hacer que sonara el timbre de la puerta aun
habiendo quitado la campanilla. Pero sobre todo espanta al narrador la
conexión de Ángeles con el más allá, tal como descubre al revelar una serie de
15 Menos «La trenza», que pertenece al libro Los buitres (1908), todos los demás relatos aparecen en Sombras. Cuentos psíquicos (1911?).
370
fotografías en las que, junto a la joven, se ve una «sombra blanca de mujer de
facciones parecidas a las suyas», en la primera, y, en la segunda, «la misma
sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole
al oído» (Baroja, 1966a: 21—22).
4. Cuento fantástico de base legendaria y folklórica
En el cambio de siglo abundan también los relatos fantásticos de temática
más tradicional, basados en lo legendario, como ocurre en los cuentos que
Ramón del Valle—Inclán incluye en las diversas ediciones de Jardín umbrío16o en
algunos de Pío Baroja, y que de un modo u otro entroncan con el folklore (el
gallego, en el primer caso, y el vasco, en el segundo). No obstante, estos textos
presentan divergencias notables con respecto al cuento legendario romántico,
con el que entroncan: mientras éste suele desarrollarse en un espacio rural y en
un tiempo alejado del presente (especialmente la Edad Media), en general los
relatos modernistas se ambientan en el mundo contemporáneo y, en
consecuencia, ciertos elementos góticos, de presencia obligada en los textos de
épocas anteriores, tienden ahora a ser menos habituales (los castillos, las criptas,
las mazmorras, las noches de tormenta, los cementerios). Sí permanecen
determinados motivos sobrenaturales de carácter tradicional como la aparición
de fantasmas, la brujería o el pacto con el diablo, elementos que, por otra parte,
armonizan con el deseo de trasgresión típicamente modernista. En este sentido,
la elección de lo fantástico permite épater le bourgeois gracias a plantear,
utilizando asuntos derivados del acervo popular, las perversidades sexuales en
el ámbito familiar, la necrofilia, el satanismo, la enfermedad como estética, el
catolicismo sacrílego o el erotismo religioso, es decir, todas aquellas cuestiones
16 Me refiero a las tres ediciones de Jardín umbrío (1903, 1914 y 1920) y a las dos de Jardín novelesco (1905 y 1908). Sigo la edición de Miguel R. Díez (2007), la cual, a su vez, reproduce la que se considera la última y definitiva edición de Jardín umbrío. Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones (1920). Son muy útiles las páginas que Juan Serrano Alonso (1996) dedica a la cronología de los distintos cuentos que componen «la serie de los Jardines», así como a sus distintas variantes y los cambios experimentados a lo largo del tiempo.
371
que se encuentran en los márgenes de las formas convencionalmente
codificadas y que constituyen la base de la mentalidad comunitaria. De este
modo, a través de la estetización del mal y la exploración de lo monstruoso, los
escritores del cambio de siglo problematizan las fronteras sociales, psicológicas
y morales, un deseo que no podría mostrarse más solidario con lo fantástico, si
tenemos en cuenta que, como apunta Todorov (1970), la motivación de este
género precisamente está en abordar los temas tabú y escapar así a la censura
colectiva e individual.
En el caso concreto del cuento legendario, las formas escogidas a veces
muestran su dependencia respecto de las estructuras típicas del relato
tradicional. Así, dentro de esta modalidad, los textos de la primera mitad del
siglo XIX, solían presentar un esquema recurrente basado en la presencia de
distintos niveles de ficción. Habitualmente un narrador extradiegético hacía
partícipe al de lector una leyenda que había escuchado (o leído) durante una
visita a una población rural (Roas, 2006: 160). En cuanto a los relatos
legendarios del Modernismo, a veces éstos respetan dicho esquema estructural,
y por ello emplean estrategias de oralidad, como la presencia de cuentos
enmarcados y de diversos planos narrativos (recurso por el cual se transcriben
historias referidas, contadas indirectamente por terceros), junto a las maniobras
de dilación u ocultamiento de sucesos relevantes con el objeto de crear suspense
y tener en vilo al receptor. Por ejemplo, al inicio de la novela corta La dama de
Urtubi (1916), de Pío Baroja, el narrador homodiegético explica cómo el médico
de Yanci le contó que, muchos años antes, había conocido al cura Duhalde
d’Harismendy, el cual le mostró el castillo de Urtubi y, además de narrarle
parte de la historia de la dama de dicho castillo, le facilitó el manuscrito de un
tal Dornaldeguy donde se contaba lo que le había sucedido a esta mujer. En
consecuencia, lo que el narrador primero ofrece al lector es, en gran medida, la
transcripción del relato de Dornaldeguy. En «El trasgo» (Vidas sombrías), del
mismo autor, la estructura elegida también es convencional, pues la narración
que incluye elementos inverosímiles tiene como marco una tertulia, de cuyo
desarrollo nos informa un narrador testigo, así como de la intervención del
viajero que cuenta su encuentro con un trasgo.
372
Pero otras veces, en cambio, los niveles de ficción no aparecen
desdoblados. Así, aunque en el breve prólogo a Jardín umbrío, Valle—Inclán
asegure que las historias que componen el libro, en su día se las contó a él una
vieja criada de su abuela, de nombre Micaela la Galiana, ninguno de los relatos,
aun estando plagados de elementos folklóricos, presentan narraciones
enmarcadas ni estructuras conversacionales. De los cinco cuentos que pueden
considerarse fantásticos, dos tienen un narrador heterodiegético que relata la
historia en tercera persona («Rosarito» y «Beatriz»), mientras que en los otros
tres el narrador homodiegético rememora sucesos que tuvieron lugar durante
su infancia («Del misterio», «Milón de la Arnoya» y «Mi hermana Antonia»).17
A pesar de las diferencias formales, unos y otros plantean la existencia de
dos versiones distintas para un mismo hecho, sin llegar casi nunca a deshacer la
ambigüedad a favor de una explicación u otra de lo acontecido. Habría alguna
excepción, como La dama de Urtubi, novela en la que el médico—relator deja
entrever su escepticismo, pues critica duramente las creencias supersticiosas
(que tanto desagradaban al propio Baroja) y las conductas racionales obtienen
una justa recompensa frente a las que no lo son. Por esta razón, en la narración
enmarcada que se ambienta en el siglo XVII, uno de los protagonistas, Miguel
Machain, rescata a Leonor de un aquelarre al que había acudido engañada y,
gracias a su acción, consigue que el tío de ella les de su consentimiento para
poder casarse. Además, el narrador, ofrece una visión antropológica acerca del
poder de las sordiñas (brujas), despojándolas de esta manera de toda dimensión
mágica.
En «El trasgo», por el contrario, el narrador extradiegético se limita a
transcribir las actitudes contrapuestas del doctor (que detenta la posición
racionalista) y el viajero (la posición sobrenatural), ambos integrantes de la
tertulia en la venta de Aristono. El primero —médico, como Baroja— reproduce
la opinión del autor con relación a la brujería y el fanatismo supersticioso: al ser
preguntado por uno de los contertulios acerca de las hijas de Aspigalla,
responde lo siguiente: « ¿Cómo han de estar? Mal [...], locas de remate. La
17 Me he ocupado en otro lugar de los cuentos fantásticos de Jardín umbrío, por lo que no me detengo aquí en su análisis (Casas, en prensa).
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menor, que es una histérica tipo, tuvo anteanoche un ataque, la vieron las otras
dos hermanas reír y llorar sin motivo, y empezaron a hacer lo mismo. Un caso
de contagio nervioso. Nada más» (Baroja, 1966b: 52). Y al inquirir otro de lo ahí
presentes si ya habían llamado a la curandera de Elisabide, contesta el doctor
que ésta es «otra loca», y concluye: «¡ Sea usted médico con semejantes
imbéciles» (Baroja, 1966b: 53). Pero en la conversación también interviene un
buhonero, cuyo relato sobre su encuentro con un trasgo ocupa los dos últimos
tercios del cuento, de modo que el desenlace de la narración enmarcada
coincide con el final del relato, por lo que ningún personaje desmiente o matiza
ningún aspecto de la increíble narración del desconocido.
Tampoco en los relatos de Valle—Inclán que antes he mencionado, así
como en otros de Baroja —«La sima», por ejemplo—, el lector tiene elementos
para decantarse por una explicación u otra. Rara vez la presencia de lo
fantástico es irrefutable, ya que no suele ser confirmada por un narrador
heterodiegético que refrende o sancione lo que dicen o piensan los
protagonistas. Generalmente sólo tenemos la versión que éstos ofrecen de los
hechos, bien porque el relato es una narración en primera persona, bien porque
el narrador es focal y asume la perspectiva de los personajes.
Habría otras estrategias generadoras de ambigüedad, como la
caracterización del espacio en «La sima» (Vidas sombrías): mientras parece obvio
que la identificación del macho cabrío, propiedad de la tía Remedios (que tiene
fama de bruja), con el Demonio resulta infundada, la descripción del paisaje
posee connotaciones fantásticas, pues aparece animado y repleto de
comparaciones que sugieren desgracia e inquietud:
Comenzaba a anochecer –leemos al principio—, corría ligera brisa; el sol iba
ocultándose tras de las crestas de la montaña; sierpes y dragones rojizos
nadaban por los mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el sol, las nubes
blanqueaban y perdía sus colores, y las sierpes y los dragones se convertían en
inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se arrugaban ante la
vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y agrandarse a la luz
del crepúsculo (Baroja, 1966c: 111).
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De estos cuentos, cuya fantasticidad resulta irresoluble, se desprende al
menos una conclusión: casi todos ellos se construyen sobre la dialéctica
fe/escepticismo, la cual se manifiesta a través de dos actitudes antagónicas, la
que acepta la presencia del misterio y la que trata de racionalizar el fenómeno
fantástico. Es significativo que, a menudo, ambas posturas se revelen
insatisfactorias para penetrar en una realidad que ya no puede ser explicada
desde la superstición o la fe religiosa, pero que, al mismo tiempo, es mucho más
vasta e incomprensible de lo que la razón permite alcanzar. «¡Ten valor,
racionalista!», es lo que le dice el hombre que asegura haberse encontrado son
su doble al narrador de «El que se enterró»: «los que os tenéis por cuerdos –
continúa diciendo—, no disponéis de más instrumentos que la lógica, y así vivís
a oscuras... » (Unamuno, 2008: 76). En «La sirena», de Sawa, el narrador llega a
afirmar que
El hombre es un ser inferior. Para cada uno que mira a lo alto, hay ciento que,
con los párpados caídos, andando torpemente como los topos, sólo se
preocupan de ver —sin talento para observar— las cosas bajas y feas de la
tierra. Hay muy pocos que aspiren a volar, que quieran perderse, en busca de
mundos nuevos por las inmensidades del infinito. ¡Andar a dos patas es tan
cómodo, y tan fácil, y... tan natural! (1910c: 79—80).
De esta manera, aunque por vías distintas, el cuento fantástico del
cambio de siglo manifiesta una insatisfacción con respecto al realismo y al
positivismo, o lo que es lo mismo, manifiesta una insatisfacción con respecto a
los principios de verosimilitud operantes en la segunda mitad del siglo XIX a
través de las poéticas realistas. Dicha actitud enlaza con la desilusión romántica
frente a las limitaciones de la razón y, como a principios de siglo, no se rechaza
las conquistas de la ciencia, pero se niega que ésta sea el único instrumento para
captar la realidad.
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