El Dia de Mi VIDA I Ernesto Canto

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El día de mi vida Por Antonio Rosique y Juan Carlos Vázquez Las 24 horas que marcaron la historia de doce medallistas mexicanos.

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El día de mi vidaPor Antonio Rosique y Juan Carlos Vázquez

Las 24 horas que marcaron la historia

de doce medallistas mexicanos.

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Primera Edición, 2008©2008, Dreamatch Sports PublishingRío Niagara 47, Colonia Cuauhtémoc, 06500, México D.F.Impreso y Hecho en MéxicoISBN: La edición estuvo al cuidado de XXXXXX.

Diseño de portada, arte y formación de interiores: [email protected]

Fotografías: Archivo XXXXXXX

Introducción

Agradecimientos

TierraPrefacio Ernesto Canto, Los Angeles 1984 Raúl González, Los Angeles 1984 Bernardo Segura, Atlanta 1996: Noé Hernández, Sydney 2000:

FuegoPrefacio

Daniel Aceves, Los Angeles 1984 Soraya Jiménez, Sydney 2000: Víctor Estrada, Sydney 2000: Oscar Salazar, Atenas 2004: AirePrefacio

Carlos Girón, Moscú 1980 Jesús Mena, Seúl 1988: Fernando Platas, Sydney 2000:

AguaPrefacio

Felipe Muñoz, México 1968

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Introducción

Los héroes viven para siempre

Por Antonio Rosique y

Juan Carlos Vázquez

Ellos son nuestros héroes. Porque habrás de saber que nuestros héroes no tienen

poderes mágicos, más bien se entrenan todos los días. Nuestros héroes no usan capas ni máscaras, sino trajes

de baño, tenis, y camisetas con números. Nuestros héroes no luchan por la justicia ni contra la

maldad, lo hacen contra el tiempo, el viento, y la gravedad. Nuestros héroes no viven en los comics o en la películas,

habitan en los estadios y en las piscinas. Nuestros héroes no tienen enemigos, sólo adversarios, a

quienes aplauden en la victoria y honran en la derrota. Nuestros héroes no rescatan ciudades, no salvan al pla-

neta, más bien inspiran a las personas comunes a lograr co-sas extraordinarias.

Porque te hemos de decir que nuestros héroes son atle-tas, personas normales con historias admirables, hombres y mujeres que mueven el mundo hacia delante, y que provo-can que nos sintamos mejor.

Y ellos son nuestros héroes porque hemos visto a más de uno levantarse sobre el dolor; porque han ido más lejos de lo que cualquiera hubiera imaginado; porque dijeron sí, cuando todos decían no; porque han encarnado epopeyas y relatos con !nal feliz; porque han sido capaces de cumplir sus anhelos y, con su ejemplo, nos han invitado a nosotros a alcanzar los nuestros.

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Por eso, queremos darte la bienvenida a esta fabulosa máquina de sueños llamada deporte. Porque aquí respiran los protagonistas de las hazañas de nuestra infancia: gue-rreros invencibles, saltimbanquis fabulosos, Hércules mo-dernos, corredores incombustibles. Ellos son los personajes que tejen nuestras fantasías, protagonistas de aventuras des-comunales y victorias inauditas; atletas que llevan el fuego de la superación por dentro; seres que dominan el agua y desafían el aire; hijos predilectos, todos, de la madre tierra.

¿Qué te enseñaron a tí tus héroes? ¿Qué te enseñó a ti el deporte? ¿Cómo te ha hecho sentir? ¿Cómo puede hacerte sentir hoy?

“El deporte saca lo mejor de nosotros”, y por eso es que hemos querido compartir contigo estos doce días de gloria.

Este texto no pretende ser una compilación biográ!ca, nuestro objetivo fue relatar minuto a minuto sólo la jor-nada que cambió la vida de doce medallistas y que marcó para siempre la historia de México. ¿Dónde estabas aquel día? ¿Quién eras en aquel momento? ¿Qué sentiste al verlos triunfar?

Por eso te invitamos a que lo vivas otra vez, ahora desde la intimidad de cada uno de los protagonistas.

Las historias son sustancia viva, y se transforman todos los días, mutan, se añejan en los rincones de nuestra me-moria. Y por ello, en cada una de ellas, escucharás la voz del atleta, y percibirás también el paso del tiempo; el estado todavía tierno de las emociones o la madurez de los recuer-dos; el descubrimiento de nuevos matices, o la profunda asimilación de sus valores. Se trata, en todos los casos, de una narración personal y subjetivísima, liberada de los ri-gores informativos, y bañada por las agitadas aguas de la emoción; todo esto con el !n de acercarte lo más posible a esa situación límite que vivió cada personaje en el día que le cambió la vida.

Las crónicas comienzan la noche anterior al día de la com-petencia y concluyen, en algunos casos, 28 o 30 horas más

tarde, luego del caos mediático, las entrevistas y la celebra-ción, ya cuando el atleta puede por !n quedarse a solas consi-go mismo para asimilar la proeza en toda su dimensión.

Tú decides cómo deseas enfrentarte a este libro. Te espe-ran doce días de aventura. Tienes en tus manos una docena de historias titánicas. Tú escoges el orden, la época, el am-biente, y el elemento. Lánzate por los aires junto a nuestros clavadistas desde la plataforma de diez metros; sumérgete en una batalla acuática con todo el peso de un país colgado de tu espalda; acompaña, kilómetro a kilómetro, a nuestros marchistas bajo un sol asesino y puñado de rivales infati-gables; escucha a tus músculos gritar de dolor al levantar 127.5 kilógramos; forcejea hasta la extenuación, de!éndete de un gladiador, lucha, pelea hasta que se te salten las venas del cuello.

Aire, tierra, agua, fuego, son las tintas primigenias con las que se escribieron estás páginas, además de un quinto elemento, ése que nos hace humanos: la pasión.

Antes de iniciar este viaje en el tiempo, deseamos reco-nocer profundamente a Hugo Martínez Maguey, quien con su sensibilidad nos ayudó a tejer algunas de estas historias. Gracias también a Edmée Pardo por darle dirección y clari-dad a este proyecto; a Jorge Santibañez y Diego Crespo por el arte editorial y su apasionada entrega; al Comité Olímpico Mexicano, por la cortesía de ceder para este libro su archivo fotográ!co y el apoyo brindado desde el primer día; pero, sobre todo, nuestro agradecimiento emocionado a Felipe Muñoz, Raúl González, Ernesto Canto, Bernardo Segura, Noé Hernández, Soraya Jiménez, Fernando Platas, Daniel Aceves, Jesús Mena, Carlos Girón, Víctor Estrada y Oscar Salazar, por haber compartido sus memorias con nosotros.

Este es nuestro homenaje para ellos, protagonistas de la mitología contemporánea, mexicanos inolvidables que des-de hace tanto tiempo, con sus hazañas, le dieron rumbo a nuestras vidas. Serán nuestros héroes para siempre.

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TIERRA

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Tierra

La noche del 10 de agosto de 1984, me sentía en equilibrio total conmigo mismo. A pesar del calor que reinaba en Los Ange-

les, me encontraba cómodo y muy motivado. Los Juegos Olímpicos estaban llegando a su !n, era el último !n de última semana y las cuatro medallas que había ganado México hasta ese día, el 1-2 en los 20 kilómetros de marcha, la plata de Daniel Aceves en lucha y el bronce de Manuel Youshimatz en ciclismo, habían generado un gran ambiente en la delegación. Había esperanza, ilusión de que todavía podíamos conseguir más. Recuerdo que la atención estaba centrada en el boxeador Héctor López.

La noche del 10 de agosto de 1984, me sentía en equilibrio total conmigo mismo. A pesar del calor que reinaba en Los Angeles, me encontraba cómodo y muy motivado. Los Juegos Olímpicos es-taban llegando a su !n, era el último !n de última semana y las cuatro medallas que había ganado México hasta ese día, el 1-2 en los 20 kilómetros de marcha, la plata de Daniel Aceves en lucha y el bronce de Manuel Youshimatz en ciclismo, habían generado un gran ambiente en la delegación. Había esperanza, ilusión de que todavía podíamos conseguir más. Recuerdo que la atención estaba centrada en el boxeador Héctor López que al día siguiente busca-ría la medalla de oro, y en los marchistas que participaríamos en los 50 kilómetros.

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Juegos Olímpicos

Ernesto Canto

Marcha 20 Km SÁBADO 3 DE AGOSTO DE 1984

Cuando la noche del dos de agosto de 1984 terminé de cenar en el comedor de la Villa Olímpica, en ese momento, invo-luntariamente, mi mente le mandó un mensaje a todo mi cuerpo: faltaban veinticuatro horas para la competencia, y había que empezar a concentrarse.

Fue ahí cuando comencé a sentirme nervioso. Afortuna-damente, había trabajado mucho en el aspecto psicológico y era capaz de enfocar toda esa energía de manera positiva. En lugar de permitir que el estrés me paralizara, lo transformaba en un estímulo que me mantuviera alerta de cara a la com-petencia. Además, tenía 24 años, la edad perfecta, porque me permitía combinar como atleta experiencia y juventud.

Me levanté de la mesa, me despedí del profesor Haus-leber, nuestro entrenador, de Daniel Bautista, Campeón Olímpico en Montreal 1976, a quien habíamos pedido que nos apoyara como parte del equipo, y me fui a caminar por la Villa.

A partir de ese momento dejé de hablar con la gente. Quería estar solo. Necesitaba poner mis pensamientos en orden y alcanzar un estado de tranquilidad mental. Desea-ba irme tarde a la cama, para dormirme con sueño y no es-tar luchando contra el insomnio. Además, mi competencia sería hasta las seis de la tarde del día siguiente, por lo que podría levantarme sin prisa.

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La Villa Olímpica se había instalado en la Universidad del Sur de California (USC). Tenía muchas jardineras y es-pacios libres. Anduve conociendo el lugar y paseando por los pasillos. Habíamos llegado a Los Angeles apenas un día antes, ya con los Juegos en marcha, porque hicimos campa-mentos de altura en Bolivia y en Toluca.

Luego de andar deambulando, me metí a la discoteca y, por supuesto, no había nadie. Era muy temprano y a esas horas la gente estaba descansando o compitiendo. Volví a la habitación y todos estaban preparando sus cosas para la competencia, así que me salí a dar otra vuelta.

Regresé a la discoteca a ver si ya había más ambiente, pero no tuve suerte. Así que me senté en una de las jardineras a recapitular todo lo que había hecho para llegar hasta ahí.

Yo tenía una cuenta pendiente con el destino, un trau-ma que estaba presente en mi mente, y era muy claro que no me lo quitaría de encima tan fácil: Moscú 1980. Cua-tro años atrás, justo un mes antes de que comenzaran los Juegos Olímpicos, yo tenía la marca más rápida de México en 20 kilómetros. La competencia al interior de la Selección Nacional era muy intensa, y durante el campamento de al-tura que hicimos en Perú sentí una molestia en la pierna izquierda, en el músculo frontal. Por temor a perder mi lu-gar en el equipo, decidí seguir entrenando sin dar aviso a los médicos, lo que agravó la in!amación, y a la semana, ya ni siquiera podía caminar. Lo que era un problema menor que se hubiera curado con reposo, se transformó en una te-rrible lesión que me privó de competir en los Juegos. Fue el momento más doloroso de mi carrera deportiva, para mi signi"có una catástrofe. Aún así, me permitieron viajar para apoyar a mis compañeros.

En aquel tiempo, México tenía el mejor equipo de mar-cha del mundo y la prensa esperaba muchas medallas. De-cían que podíamos traer hasta seis preseas, lo cual resultaba exagerado. Sin embargo, esa expectativa se convirtió en un fracaso gigantesco luego de las descali"caciones de Daniel

Bautista, Domingo Colín, Martín Bermúdez y el desmayo de Raúl González en los 50 kilómetros. Recuerdo que la prensa criticó con severidad a todo el equipo, y cuando me entrevistaron, allá en Moscú, se me ocurrió decir que en Los Angeles 1984 se consumaría la “venganza azteca” y que yo me iba a encargar de eso. Cordura o locura, temeridad o lucidez, coraje o desconocimiento, lo cierto es que fue una apuesta muy grande, que se convirtió en un gran compro-miso personal.

Al regresar a México se armó un escándalo en la pren-sa y se hizo una “cacería de brujas” contra los marchistas que habían competido en Moscú. Les quitaron las becas, los corrieron del Comité Olímpico y se inició una nueva era dentro del equipo nacional. Prensa, directivos, fanáticos, no les perdonaron lo que para ellos fue catalogado en ese momento como el fracaso más grande en la historia de la marcha mexicana.

Luego de recordar el amargo episodio de Moscú 1980 y todo lo que había tenido que pasar los últimos cuatro años, regresé a mi habitación dispuesto a descansar. Había llega-do el momento de vivir el sueño de toda mi vida, desde que comencé en el deporte a los doce años: competir en unos Juegos Olímpicos.

Compartía cuarto con Marcelino Colín, que también competiría en los 20 kilómetros de marcha. Era un espacio, en la planta baja del edi"cio, para dos personas, muy pe-queño, pero con la ventaja de que contábamos con nuestro propio baño.

Como Marcelino ya estaba dormido, no platiqué con na-die. Tampoco sentía la necesidad. Me encontraba en conti-nuo diálogo interior. Mi atrevida declaración, cuatro años antes en Moscú, resonaba en mi mente, y había llegado el momento de hacerle frente a esa “bravuconada”.

Ahí sentado al borde de mi cama, viendo en retrospecti-va los cuatro años que me había tardado para poder compe-tir al "n en los Juegos Olímpicos, comprendí que Dios había

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querido que las cosas fueran así, que me lesionara semanas antes de Moscú 80, tal vez, porque no estaba lo su!ciente-mente maduro para encarar lo que estaba por venir y para liberarme del aquel fracaso del equipo. Esta vez llegaba a Los Angeles 1984 tras haber forjado un ciclo perfecto: Campeón Centroamericano, Panamericano, Mundial, y ahora, sólo me faltaba culminar el proceso con una victoria olímpica.

No podía quejarme, esta vez llegaba en excelentes con-diciones físicas al evento. Durante la gira europea, el 5 de Mayo de ese año en Noruega, había implantado récord del mundo en una pista histórica para el atletismo, la de Oslo. Ese día las condiciones de clima fueron extraordinarias y mi entrenador, Jerzy Hausleber, me dijo antes de iniciar: “Ernesto estás preparado para hacerlo”. Yo sabía a lo que se refería y no le pregunté nada. Esa mañana le saqué al me-nos una vuelta de ventaja a todos los competidores y registré 1:18:39 en los 20 kilómetros.

Llevaba un año, desde que gané el Campeonato Mun-dial en Helsinki 1983, visualizando cada kilómetro de mi prueba, preparando cada detalle, para ganar la medalla de oro en Los Angeles 1984. Sin embargo, sabía que ninguno de mis éxitos anteriores, podía garantizarme, cumplir mi anhelo al día siguiente.

Me acosté con bastante sueño y preferí no meter a Dios en el dilema de pedirle una medalla, porque yo estaba segu-ro que siempre iba a estar ahí para ayudarme, como lo había hecho toda mi vida, así que no hacía falta que se lo pidiera.

Me desperté, con toda calma, a las diez de la mañana. Por la ventana de la habitación entraba un sol radiante. La competencia era hasta la seis de la tarde, así que me quedé en la cama repasando mi itinerario.

No dejaba de motivarme. Le mandaba ese mensaje a mis músculos, a mi corazón: “Ahora va la mía. Ya lo viví. Ya lo sufrí. Ya pasé por todo eso y por algo estoy aquí”.

Me levanté muy animado. Me metí a bañar con mucha con!anza, me tenía prohibido cualquier pensamiento ne-

gativo. En la regadera me acordé de mis primeras compe-tencias cuando mis papás me llevaban al Deportivo Plan Sexenal. Ellos siempre me apoyaron, no importaba a dónde tuviera que ir, recuerdo que mi madre siempre me acompa-ñó. Yo le decía de dientes para fuera que no me gustaba que fuera a mis competencias, pero la verdad es que era un en-canto tenerla siempre a mi lado. Mi papá no podía ir por sus obligaciones en el trabajo, pero siempre estuvo al tanto de mis triunfos en Juegos Infantiles y Juveniles, mis entrena-mientos, los viajes, los sufrimientos y sacri!cios de un hijo que vivía su juventud de manera diferente a los demás.

Me puse un short blanco y una camiseta porque hacía mu-cho calor, y así me fui a almorzar. Era un día bastante soleado con 34 grados centígrados de temperatura a la sombra.

Cuando llegué al comedor me encontré al profesor Haus-leber y al resto del equipo ya en la sobremesa.

Almorcé pasta, unos huevos revueltos, jugo de naranja y pan con mantequilla y mermelada; era la última comida así que también comí un poco de carne. Pero todo en pequeñas porciones para tener una digestión rápida. La intención era llegar a la competencia con el estómago vacío.

Me sentía muy bien, no sentía vibraciones negativas. Es-taba preparado, con!aba en mis entrenamientos, en mis marcas, y eso me tranquilizaba. Recuerdo que nos quedába-mos platicando, como dos horas en el comedor, y me levanté de la mesa pasadas las dos de la tarde.

Marcelino y yo regresamos juntos a la habitación para vestirnos. El único que no andaba con nosotros y hacía todo por su cuenta era Raúl González, el único sobreviviente de aquella crisis de Moscú 80.

El ritual de vestirme era lo que más disfrutaba. Lo hacía con mucho cuidado y le daba a cada momento un valor es-pecial, desde ponerme los calcetines, el short, la camiseta, los tenis, aquello signi!caba para mí “el ritual de un guerrero”.

Me enfundé en el short blanco con franjas verdes y rojas a los costados. Luego me puse las calcetas blancas, cortas,

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con tres líneas rojas. Aquella tarde utilicé unos tenis Adi-das nuevos. Me los habían hecho a la medida, así que no tenía problema de que me fueran a lastimar. Eran azules con franjas amarillas y anaranjadas !uorescentes, especia-les para marcha.

Con un par de seguros tenía que colocar sobre mi ca-miseta el número 632. Sin embargo, fue en ese momento cuando me percaté de algo que perturbó mi estabilidad: la tela de la playera estaba muy gruesa para competir en esas condiciones de calor. Era totalmente inadecuada. ¡Eso no podía pasarme en la competencia más importante de mi vida! ¡Eso no podía frustrar mi sueño! Marcelino y yo lla-mamos al profesor Hausleber, quien de inmediato se comu-nicó con los directivos de la Delegación para que nos ayuda-ran a conseguir camisetas más delgadas.

Traté de no enojarme, de olvidar el asunto lo más rá-pido posible. Debía tener la mente tranquila y concentrada en mi objetivo. No podía desperdiciar adrenalina que iba a necesitar después. Ahí estuvimos, esperando en nuestra habitación a que nos resolvieran el problema. Mientras tan-to, preparé mi maleta, metí mi toalla, otra camiseta, y dejé listos mis pants sobre la cama. Estaba muy seguro de lo que iba a hacer esa tarde, totalmente decidido, por lo que metí en la maleta otro juego de pants, blancos con franjas verdes, los de gala, impecables para la premiación.

Unos cuarenta minutos más tarde, llegaron a nuestra ha-bitación con las nuevas camisetas, eran blancas, también de la misma marca, pero más ligeras; las habían comprado en la tienda de la Villa y les plancharon la palabra México en color rojo.

Cerré la puerta de mi habitación, y pensé: “Al rato re-greso con la medalla”. Ahí en el pasillo me encontré con el profesor Hausleber y Antonio Aguilar Darriba, el jefe de la delegación mexicana.

Previo a una competencia, cuando estaba plenamente concentrado, mi carácter llegaba a ser insoportable para

mis compañeros y rivales. Era, fácilmente, confundida con prepotencia. No me gustaba platicar, no hacía comentarios, sólo contestaba las preguntas que me hacían con un movi-miento de cabeza, si o no.

Caminamos en silencio, entre los pasillos y las jardine-ras, hasta la zona donde salían los autobuses o"ciales. Pasa-mos por la zona internacional de la villa, donde había mu-cho ambiente, grupos que tocaban música y a"cionados que iban a ver a los atletas, además de la prensa mundial, pero yo no respondía a ninguno de esos estímulos.

Luego de cinco minutos de caminata llegamos al au-tobús, un vehículo de lujo con aire acondicionado helado. Ahí me encontré a algunos de mis rivales. Los saludé, pero nunca me pasó por la mente establecer charla alguna. Todos iban muy concentrados en la competencia. Me senté pegado a la ventanilla. A pesar de que en mi maleta traía un walk man para escuchar música, que ese tiempo eran la novedad, yo prefería sumergirme en mis recuerdos, hacer de ellos mi fortaleza, todas las vicisitudes y di"cultades que había pasa-do para llegar hasta ahí.

Recuerdo que la ciudad, esa tarde, estaba muy tranquila extrañamente, con poco trá"co. El autobús iba muy despa-cio y eso me permitió apreciar el Coliseo por fuera y escu-char el murmullo de los cien mil a"cionados, en la mayoría mexicanos, que se dieron cita para vernos ese día. Fueron exactamente ocho minutos de viaje. Los conté.

Me bajé del camión en el estadio y me fui a la zona de ca-lentamiento. Ahí las personas del Comité organizador nos mostraron un video de lo que era el estadio, los servicios, las facilidades para los atletas, etc. Me busqué un rincón tran-quilo y me acosté en el piso a descansar un rato. Trataba de que mi mente no se distrajera con los ruidos del estadio, las ovaciones que se escuchaban en la tribuna, los resultados de ls otras competencias, el movimiento de los atletas en la zona de calentamiento. Era fundamental estar tranqui-lo, concentrado, repasando la misión para la que me había

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preparado. Luego de unos veinticinco minutos, escuché la primera llamada y fui rumbo al escritorio de los o!ciales. Al registrar mi número, uno de los organizadores le puso pa-lomita a la lista y los o!ciales me desearon suerte en inglés, francés, italiano y español.

Ya estaba ansioso por competir. De reojo vi a mis rivales. Me causó gracia la manera en que me miraban, lo hacían con cierto recelo porque yo era el Campeón Mundial, el hombre a vencer. Se había hablado mucho las semanas previas de que el boicot soviético a los Juegos le reducía el novel de la competencia. Pero con o sin los rusos, alemanes del este, checoslovacos, yo había demostrado ser el mejor. Los había vencido en competencias anteriores, y además, ostentaba el record del mundo. Así que esos comentarios, en mi caso, no tenían razón de ser. Por supuesto que me hubiera encan-tado tener ahí a Eugene Evstukov, Solomin Yevstikov, Mat Viejev, Joseph Pribilinec, pero ese no era asunto mío. Yo me había preparado para ganar sin importar quien competía.

Ante la ausencia de los competidores de Europa del este, el italiano y campeón olímpico, Mauricio Damilano, así como el canadiense Guilleume Leblanc, cuarto lugar en Moscú, eran los rivales a vencer. Mis compatriotas, Raúl González y Marcelino Colín, también eran muy peligrosos, pero sentía mucha con!anza en mis facultades porque había demostrado, en el último año, ser más rápido que ellos en esta distancia.

En la zona de calentamiento, cada quien tenía su mane-ra muy particular de prepararse. Algunos estiraban antes, otros trotaban primero, pero se sentía la presión de los Jue-gos Olímpicos, una competencia distinta a cualquier otra en la que impera, sobretodo, el nerviosismo. Calentar es fun-damental para sentirte bien. Hay que sentir cómo están tus músculos ese día y lo notas cuando comienzas a acelerar, a llevar a tu cuerpo a la máxima velocidad.

Tras media hora de ejercicios, nos llamaron a todos los participantes y nos formaron en la boca del túnel. Parado

ahí, antes de salir al estadio podía escuchar el murmullo de la gente. Cuando iniciamos el camino hacia la pista, el inconfundible olor a pasto natural recién cortado me llenó de adrenalina. El estadio lucía pletórico, espeluznante, para algunos, pero no sentí pánico, sino al contrario, honor por representar a mi país. Veía cientos, miles de banderas verde, blanco y rojo, que aceleraron mi corazón. Además sabía que mis papás y mis hermanos estaban entre la gente y aunque no los ubiqué sentía su vibra, sentía cómo se me agitaba la respiración, como coordinaban sus latidos con los míos.

Nunca había competido en un escenario tan grande y con tanto público. El “monstruo de mil cabezas” rugió cuando el sonido local nos presentó a cada uno de los atletas. La ovaciones más fuertes se escucharon cuando se anunció a Mauricio Damilano, Campeón Olímpico, y cuando me pre-sentaron a mí como Ernesto Canto, Campeón Mundial, eso fue un gran aliciente, una carga extra de motivación, la piel se me erizó de orgullo y dije: “Es aquí y ahora, este es el mo-mento, no me voy a esperar otros cuatro años”.

Ya sobre la línea de salida, esperando el disparo, pude verme en la pantalla del estadio. La señal internacional esta-ba pendiente de mí. A pesar de la tensión que se vivíamos en esos instantes en el grupo de competidores, sonreí. En ese momento, los a!cionados mexicanos aplaudieron de nuevo, pero el sonido se ahogó con el grito de: “on your marks”, en inglés y en francés.

Estaba en la primera !la, al frente del grupo, y al escu-char la orden, me adelanté cinco pasos hasta el borde de la línea. Seleccioné mi posición y me metí entre dos compe-tidores, que se hicieron a un lado de inmediato, haciendo valer el respeto que me tenían como campeón del mundo. Mi mente bloqueó todos los estímulos externos a cinco se-gundos de la arrancada. Dejé de pensar en el ambiente, de escuchar a la gente, me conecté con lo más profundo de mi ser. Repasé a máxima velocidad toda mi vida, cuando inicié compitiendo como niño hasta mis victorias recientes. Mis

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recuerdos se esfumaron cuando detonó el disparó. Ahí volví a escuchar al público, el rugido del estadio, la respiración de mis rivales, y comencé a marchar, tal cómo lo había visuali-zado todos los días durante el último año.

Dimos cinco vueltas a la pista de 400 metros, antes de salir del estadio. El canadiense Leblanc se adelantó en cuan-to llegamos al Exposition Boulevard, donde se había traza-do un circuito de dos kilómetros. Ninguno de los favoritos decidimos seguirle el paso y lo dejamos ir. Sabíamos que marchando a ese ritmo no iba a aguantar mucho tiempo y terminaríamos alcanzándolo. Y así ocurrió, lo pescamos en la segunda vuelta, antes del kilómetro seis. A partir de ahí me fui al frente de la competencia.

Llegué a la marca del kilómetro siete sintiéndome muy fuerte y como líder. Así lo había planeado. Caminar adelan-te, me permitía imponer el ritmo de competencia que me convenía. Aunque rebasábamos los 33 grados, no tomé lí-quidos al pasar por la mesa de abastecimiento. El atardecer era una belleza y como hacía mucho calor pusieron regade-ras en la calle para que pasáramos debajo y poder refrescar-nos, pero hasta ese momento evité pasar por los aspersores.

Sabía que mi velocidad era la adecuada y que debía ejecu-tar la estrategia a la perfección, tal y como lo estaba haciendo hasta ese momento. Para el kilómetro diez sólo quedábamos ocho atletas con posibilidades de medalla: mis compañeros Colín y González, los italianos Damilano y Mattioli, el es-tadounidense Marco Evoniuk, el australiano David Smith y el canadiense Leblanc. Yo controlaba la competencia con ritmo muy rápido en relación a las condiciones brutales de calor y humedad.

No había tableros a lo largo del circuito, así que no sabía como iban las amonestaciones ni las advertencias, única-mente me enteraba de lo que podía ver mientras marchaba. Eso me dio más con!anza, porque a mi no me habían mos-trado ni siquiera una tarjeta de amonestación. Me motivaba también toda la gente que se apostó a lo largo del Exposition

Boulevard. Muchos no habían conseguido boletos para en-trar al estadio y se habían ido al circuito callejero para ver la competencia. Había varios miles de personas ahí fuera, lo que signi!caba para mí competir en un ambiente nunca antes experimentado.

A partir del kilómetro 12 Maurizio Damilano, Marceli-no y yo dimos un acelerón que rompió el grupo y acabó con las esperanzas de muchos que habían aguantado hasta ese momento nuestro paso. Raúl soportó el jalón y se mantuvo atrás de nosotros junto con Mattioli y Leblanc. Ya sólo que-dábamos seis atletas en busca de tres medallas.

Cuando llegamos al kilómetro 15, que es cuando verda-deramente comienza la competencia por las medallas, supe que era mi momento. Estaba fuerte todavía y muy motivado. Todo me estaba saliendo conforme lo había planeado. Ade-más, el profesor Hausleber con!rmaba mi estupendo desem-peño con sus gritos, cada vez que pasaba por el área de abas-tecimiento, y me alentaba a seguir así. Ese kilómetro 15 lo llamaba yo el kilómetro mágico, era el punto de quiebre de la prueba, el tramo en el que debía dar el jalón que me separara de mis rivales.

A pesar de que Raúl y Marcelino venían en el grupo líder, no teníamos planeado trabajar en equipo. Era una competen-cia individual, cada uno iba por su propia gloria, sin embargo, cuando empecé a acelerar en ese kilómetro 15, Raúl me dijo: “Todavía no”. Yo pensé: ¿Y este cuate de qué me está hablan-do? Todavía no…¿qué? Lo volteé a ver con una expresión de molestia y desacuerdo absoluto. En ese momento, reaccioné en contra de las palabras de Raúl y di un jalón que resultó fatal para algunos de mis rivales. Al acelerar, sentí como el grupo no respondía. Estaba claro que la energía ya no les al-canzaba para seguirme el paso. Luego de doscientos metros a ese poderoso ritmo, la mayoría se quedaron, excepto el italia-no Maurizio Damilano, el campeón olímpico defensor.

Damilano escuchó lo que me dijo Raúl y al emparejarse conmigo me dijo: ¿No lo vas a escuchar? Decidí no contes-

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tarle. No debía distraerme, no debía tener contemplaciones con nadie. Era imperante seguir escuchando mi cuerpo, mantener mi paso. Damilano tenía más experiencia y tenía que hacerle sentir que yo estaba más fuerte. Continuamos así hasta el kilómetro 17. Yo iba al frente imponiendo el rit-mo, apenas unos metros detrás de mi Damilano, y en tercer lugar Raúl. Rezagado, en otro grupo, venía Marcelino, que por su cara, se le notaba que no podía recuperarse. Yo tenía la oportunidad de ver de frente a mis rivales en cada vuelta al circuito.

El verano de California era abrasador. Arrancamos la competencia con 34 grados centígrados y para ese mo-mento, luego de casi una hora de esfuerzo, el termómetro marcaba 30. Mi escapada emocionó a todo el público. Las banderas mexicanas se agitaron y los gritos de apoyo se in-crementaron. De repente, con tanto mexicano ahí, me ima-giné que estaba en Paseo de la Reforma, el corazón de la Ciudad de México, y no en Los Angeles. Además, sabía que cada paso que daba era seguido de cerca por la televisión de mi país. De hecho, alcanzaba a escuchar a los comentaristas mexicanos que se había apostado en puntos estratégicos del circuito para narrar la competencia.

Faltaba vuelta y media a ese trazado de dos mil metros y luego el último kilómetro, el de la gloria, camino al estadio. Sabía que llevaba ventaja y que me encontraba en mejores condiciones físicas que mis rivales. Decidí no voltear a ver la distancia que me separaba de ellos. Tenía que seguir con-centrado en mi ritmo, en mis tiempos parciales. Era tanta mi concentración que no escuché la campana que anuncia-ba la última vuelta al circuito. Al pasar por debajo de los aspersores para refrescarme, agudicé el oído para tratar de calcular el tiempo que le llevaba de ventaja a mis persegui-dores, con base en el sonido de sus pisadas sobre los charcos de agua. Por el tiempo que transcurrió calculé que eran 100 metros, la idea me resultó fascinante. Aunque traté de man-tener la calma, reconozco que me emocioné. Fue ahí cuando

me invadió una descarga de adrenalina. Me imagino que millones de células se llenaron de esta sustancia, lo que me provocó sensaciones indescriptibles en todo mi cuerpo.

Al llegar a la desviación que me llevaría hacia el estadio apareció pintada sobre el pavimento la línea azul que seña-laba la ruta hacia la gloria. Esa raya me anunciaba también los últimos 600 metros. Ahí ya no había a!cionados porque era una zona restringida y se hizo un silencio maravilloso. Sólo escuchaba mi respiración y mis pisadas, por lo que ese espacio en solitario me dio la oportunidad de disfrutarlo la competencia más que nunca. A partir de ese momento, la estrategia pasaba a segundo término. Ya había logrado el objetivo principal: salir del circuito en primer lugar y con una buena ventaja para encarar el último kilómetro. En esos instantes había que apelar a la emoción, al corazón, a los sentimientos, a la fortaleza mental para aguantar.

Cuando vi el Coliseo a lo lejos, agrandándose en el ho-rizonte con cada paso que daba, me emocioné aún más. Era impactante tenerlo frente a mí, como tantas veces lo había imaginado, yo solo, en primer lugar, marchando con fuerza hacia el túnel del estadio para conquistar la felici-dad olímpica.

La cámara de la motocicleta se fue conmigo ese último tramo. Yo sabía que la atención mundial estaba centrada en mí. Estaba seguro que la gente, en el estadio, en México, en todo el planeta, estaba viendo mi esfuerzo. Entre más avan-zaba, más fuerte escuchaba el clamor del Coliseo y cada vez menos el ruido del motor de la motocicleta. Estaba ansioso, impaciente por llegar al túnel y entrar al estadio. Quería es-cuchar el rugido de miles de mexicanos, deseaba celebrar. Había luchado mucho por todo eso, me había preparado como nunca, había sacri!cado muchas cosas y me había comprometido cuatro años antes: ¡Yo iba a ser Campeón Olímpico!

A pesar de que había visualizado ese momento, y todo hasta ese instante estaba ocurriendo como lo había imagi-

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nado, la entrada al túnel superó cualquier fantasía. Dejé de escuchar. Comencé a percibir todo como en cámara lenta. Veía a los o!ciales, a los jueces, a los asistentes que me seña-laban el camino, y sólo percibía los latidos de mi corazón y mi respiración.

Vi como el círculo luminoso al !nal del túnel se hacía más grande conforme me acercaba. Sabía que afuera me es-peraba el anhelo más grande de mi vida, el momento que había deseado desde niño. La cámara tomó la salida del tú-nel y en cuanto aparecí y escuché la ovación de todo el esta-dio me dieron ganas de llorar, quería gritarle a mi país que estaba orgulloso de ser mexicano, que había sido capaz de lograr eso que tanto había soñado.

Fue un grito tan fuerte, más de 90 mil personas al uníso-no, que me llené de energía. Me dieron ganas de regresarme unos segundos al túnel y salir de él otra vez para que se repi-tiera la escena. Eran sólo 400 metros los que me separaban de la medalla de oro, y esa vuelta olímpica la disfruté como nunca, paso a paso, viendo como la gente se levantaba de sus asientos para aplaudirme de pie, viendo como ondeaban las banderas mexicanas, como la gente se volvía loca por el triunfo que estaba atestiguando.

Cuando me faltaban unos doscientos cincuenta metros escuché otra ovación y supe que estaba entrando al estadio el segundo lugar. Las banderas verde blanco y rojo se agita-ban por todos lados y la gente enloquecida de emoción.

Yo me había quedado con la idea de que Mauricio Ami-lano iba en segundo lugar y que Raúl iba en tercero. Por más que volteaba a ver la pantalla, no era capaz de enfocar para distinguir lo que estaba ocurriendo. Entre el cansancio y la emoción mi vista se nublaba, pero no me importaba, me sentía como un niño, inmensamente feliz. Salí de la última curva y al en!lar por los últimos cincuenta metros me em-pecé a acordar de todo lo que había sufrido para poder estar ahí, en esa última recta, en los metros !nales, a punto de ganar la medalla de oro. Recordé las veces que había llorado,

las lesiones, las frustraciones, los viajes, la soledad; todas las veces que pensé en desistir, los momentos en que me dete-nía a pensar que no servía para eso, que era mucho sacri!-cio, todo se concentró en mi pecho en esos momentos como si fuera una tormenta de sentimientos. Ese era el !nal de unos 20 kilómetros gloriosos que habían comenzado para mi doce años atrás cuando me inicié en la marcha. “Gracias, Mamá, Gracias, Papá, Gracias, Dios mío! Por permitirme vivir todo esto, pensé antes de cruzar la meta. Cuando di el último paso, ya no fui capaz de escuchar ni pensar nada más. El estadio estalló de alegría, los decibles alcanzaron su máximo, y la emoción me desbordó.

Ahí me quedé unos momentos, tratando de recuperarme y sobretodo, asimilar que la competencia había terminado. Ese es un momento para el cual ya no estaba preparado. Los veinte kilómetros anteriores los había planeado minuciosa-mente, pero el primer metro, tras cruzar la meta, ya no. Ni si-quiera volteé a ver dónde venía el segundo lugar. Mis ojos es-taban llenos de banderas de México y me acerqué a la tribuna para que me dieran una. Cuando la tomé, sentí el abrazo de Maurizio Damilano. Hasta ahí, tenía la idea de que Damila-no había terminado segundo. Después vi a Raúl y al abrazarlo le dije: “¿tercero?”. “Segundo”, me contestó. Y fue ahí cuando me di cuenta de que México había logrado algo histórico, el uno-dos. No podía ser más perfecto para nuestro país.

Con banderas de México, Raúl y yo nos lanzamos a dar la vuelta olímpica. Lo hicimos agarrados de la mano y con sombreros de charro que nos aventaron. Todo eran aplau-sos, risas, gritos. Mientras corríamos sobre la pista, busqué a mis papás en las gradas. Cuando encontré a mi mamá en la tribuna, como por instinto natural me fui sobre ella. Me salté la barda, me metí en la tribuna, y escalé entre las buta-cas, frenéticamente, hasta llegar a donde se encontraba. La gente me abrazaba, me intentaba detener, pero era imposi-ble. Quería besar y abrazar a la persona que estuvo conmigo en todas mis competencias, llevándome a las carreras, apo-

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yándome, dándome de comer, cuidándome cuando estaba enfermo, siempre conmigo, incondicional, siempre de mi lado sin importar si ganaba o perdía. Y cuando por !n lle-gué, le agradecí con lágrimas en los ojos, porque de ella, era gran parte de la medalla.

“Mamá….Mamá gracias, gracias por todo”. Ella no me dijo nada, se nos hizo nudo la garganta, y nos saltamos a llo-rar los dos.

Luego de unos minutos, me bajé como pude de ahí, y me regresé a la pista. Mientras descendía entre la multitud, me di cuenta que la cámara del estadio me había seguido en mi loca escalada. Seguí dando la vuelta con Raúl, pero el público estaba todavía más emocionado luego de verme llorar con mi mamá. Sentía una vibra única, inexplicable. Todo el universo se había confabulado para que yo viviera ese momento.

Luego de dar casi dos vueltas a la pista, se acercaron los o!ciales para llevarnos al control antidopaje. En ese trayec-to me encontré al Profesor Hausleber y lo abracé como si fuera mi segundo padre. También le di las gracias por toda su dedicación y le dije que todo había salido justo como lo habíamos planeado.

Llegamos a la o!cina de los médicos con todo y nuestros sombreros de charro. Ahí me senté un rato a tomar agua. Estaba tan alterado que no pude orinar. Era normal luego del esfuerzo y la tremenda deshidratación.

Tras quince minutos de intentos, me avisaron que me preparara para la premiación y que después regresaría al antidopaje. Encontré mi maleta en el canasto donde la había dejado y saqué con gran orgullo los pants blancos que había reservado para ese momento.

Mientras me vestía sentí una gran tranquilidad. Había cumplido mi misión. No tenía nada que reprocharme, lo había dejado todo, mi alma, mi corazón, mi fuerza, en esos veinte kilómetros. Sentía paz conmigo mismo, con mi equi-po de trabajo, con mi familia, con mi país. Una vez listo, nos formaron a Raúl, Mauricio y a mí para des!lar en orden

hacia el sitio de la premiación. La noche estaba cayendo en Los Angeles y sentí el aire más fresco.

Cuando llegué al podio vi a Juan Antonio Samaranch, el Presidente del Comité Olímpico Internacional y me volví a llenar de emoción. Su presencia marcaba la importancia de aquel evento. Era la primera medalla que entregaba el atle-tismo en esos Juegos. La gente comenzó a corear: “México…México…México”, y con ese maravilloso eco subí al sitio reservado al primer lugar. Ahí, en el lugar más alto y más sagrado al que puede aspirar un atleta, escuché las palabras que había soñado toda mi vida: Ernesto Canto from Méxi-co, Gold Medallist, Olympic Champion”.

Raúl y yo nos dimos la mano, cada quien desde su lugar, y en ese momento, se pidió silencio para escuchar el Himno Nacional de México. Mientras izaban la bandera en la parte más alta, quedé convencido que de que esa medalla era un mensaje de esperanza para todo mi país. Era la con!rma-ción de que si nos lo proponíamos, si luchábamos, podía-mos ser los mejores del mundo.

El público empezó a cantar el Himno Nacional en las tri-bunas y aunque quise, no pude seguirlos. El sentimiento me doblegó y se me salieron las lágrimas. Había sido un día su-blime y lo estaba culminando con mucho sentimiento, desde el fondo de mi corazón. Durante los cuatro o cinco minutos que duró la premiación, me sentí como un gigante.

Al terminar la ceremonia de premiación, me llevaron otra vez al control antidopaje. Tras diez minutos al !n pude orinar, toda el agua que había tomado empezaba a hacer su trabajo, y cumplí por !n con el trámite. Recuerdo que Raúl terminó antes que yo y ya no lo volví a ver. Cuando salí de la o!cina y pasé por la zona mixta comenzaron las entrevis-tas. Toda la prensa mexicana estaba ahí y no faltó quien se acordara de aquel reto que había lanzado cuatro años atrás en Moscú. “Gracias a Dios que pude cumplir mi prome-sa”, le dije a los reporteros. Estuve dando entrevistas como media hora y noté que había una discusión entre Fernan-

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do Schwartz de Televisa y Raúl Orvañanos, Carlos Albert y Alfredo Domínguez Muro de Canal 13 por ver quién me llevaba a sus estudios para entrevistarme.

Entonces les dije: “momento, el que decide a donde ir soy yo”, y a pesar de la insistencia de Schwartz, me fui primero con Canal 13 porque siempre había tenido una buena rela-ción con la gente que trabajaba ahí.

Me llevaron en una camioneta al Centro Internacional de Televisión. Me acompañaba el Profesor Hausleber y An-tonio Aguilar Darriba. Cuando entramos al aire, José Ra-món Fernández me dijo que tenía una sorpresa para mí, pero yo ni siquiera me imaginaba de qué se trataba, porque la verdad es que mi familia estaba en Los Angeles. Me puse los audífonos y escuché una voz que se me hizo conocida…era el Presidente de la República, Miguel de la Madrid.

—Sr. Canto felicidades, le habla el Lic. De la Madrid, —Sr Presidente, muchas gracias —Ernesto, estamos muy orgullosos de usted todos los

mexicanos. Es un triunfador, una muestra de que los mexi-canos sí podemos. Aquí lo espero para invitarlo a Los Pinos y recibirlo como se merece…

—Gracias Sr. Presidente.Todo seguía ocurriendo muy rápido. Emoción tras emo-

ción. Ahí, en pleno programa, me mostraron las escenas de cómo vivió la gente de la Ciudad de México, Monterrey y Guadalajara, la competencia. Me impactó mucho saber que esa tarde, las calles habían estado vacías. Todo el mundo ha-bía estado pendiente de la transmisión, que por primera vez era llevada en su totalidad por dos canales de la televisión mexicana al mismo tiempo. La gente había estado viendo la televisión en los aparadores de las tiendas, en los restauran-tes, en todas partes. Esas imágenes me ayudaron a darle a mi triunfo la dimensión que merecía.

También estuvimos viendo la competencia, analizándo-la, desde la salida, los cinco kilómetros, los diez, y la recta !-nal. Al ver mi esfuerzo en la pantalla me emocioné otra vez.

Me preguntaron si había hecho trabajo de equipo con Raúl González pero les dije que no, que cada quién había hecho su competencia y que me daba mucho gusto que México hubiera logrado el uno-dos.

Al salir del estudio de Canal 13, me fui al de Televisa, lue-go a Univisión, donde Felipe “Tibio” Muñoz era conductor de un programa junto con Jorge Berry. Terminé recorriendo unas diez televisoras de todo el mundo.

Ya era más de media noche y no había comido nada toda-vía, pero de cualquier manera yo estaba disfrutando tanto que del hambre, ni me acordaba. Toda la gente que me había acompañado las últimas horas se había ido poco a poco por-que los Juegos Olímpicos no habían terminado y aún tenían mucho trabajo que hacer y otros atletas que atender. Regresé a la villa como a la una de la mañana. Alguien de una de las televisoras, me llevó en una camioneta. Entré solo, con mi maleta y mi medalla en la bolsa del pantalón. Aún tenía ganas de saltar de alegría y de enseñarle mi medalla a toda la gente me encontraba. En esos momentos, caminando por la villa, tuve sensaciones contrastantes. Minutos atrás había estado conectado a todo el mundo gracias a la televisión y ahora me encontraba completamente solo, por !n, después de mi conquista.

Me fui directo al comedor. Y ahora sí, me serví bastante bien: pasta, carne, pan y lo que se me atravesaba en el cami-no. Tenía tanta hambre que me pasé casi dos horas comien-do y volviendo a comer; tomando varios litros de agua.

Parecía un niño. Mientras comía, sacaba mi medalla, la veía, la tocaba, y me la volvía a guardar. Era como para con-!rmar que todo lo que había ocurrido no era real. Se trata-ba de la medalla que había soñado, redonda, adelante decía Olympic Games Los Angeles 1984; atrás traía grabada una carroza y la corona de olivos. Había sido el motor de mi vida y ahora la tenía en las manos. Era mía.

Atletas de otros países entraron al comedor y se dieron cuenta de que saqué la medalla, pero me vieron tan inmerso

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en mi satisfacción que no me dijeron nada. Durante la cena comprendí la responsabilidad que había adquirido al ganar los Juegos Olímpicos. Era algo que me acompañaría para siempre.

Siete horas y media después de terminada la competen-cia, llegué por !n a mi habitación. Eran más de las tres de la mañana y aunque Marcelino estaba dormido, tenía ga-nas de despertarlo para seguir celebrando. Sin embargo no lo hice y preferí meterme a bañar. Bajo el chorro de agua asimilé lo completo que me sentía en ese momento como ser humano. No me faltaba nada. Sentía mucha tranqui-lidad. Mi mente estaba en paz y le agradecía a mi cuer-po, a mi corazón, a mis piernas, por haberme respondido como lo hicieron esa tarde. Había llevado a mi organismo a su máximo límite impulsado por una ilusión. Agradecí también todas las mañanas de entrenamientos, los campa-mentos de altura, los días en que quería quedarme acosta-do en la cama pero me levanté a trabajar. Esa noche en la regadera me di cuenta de que no sólo había valido la pena sino que me había cambiado la vida, que nada volvería a ser igual, y que a partir de ese 3 de agosto de 1984 mi vida tomaría un rumbo muy distinto.

El baño me relajó completamente y cuando salí de la re-gadera me tumbé en la cama y pronto comencé a dormir profundamente. No recuerdo lo que soñé, pero estoy seguro que fue algo sumamente placentero.

A las siete de la mañana, apenas tres horas y media des-pués de haberme quedado dormido, tocaron la puerta de mi cuarto y me despertaron. Les grité que me acababa de acostar. Una voz enérgica pero amable, del otro lado de la puerta me dijo que el resto de la delegación me esperaba para felicitarme. Me levanté y fui, pero al término de los abrazos y aplausos, me regresé a dormir. Marcelino vol-vió a despertarme minutos después para felicitarme y no refunfuñé. Pero cuando apenas tuve oportunidad volví a abrazar a mi almohada y ahora sí, ahí me quedé hasta las

once de la mañana. Una nueva vida comenzaba para mí. Uno no vuelve a ser el mismo luego de un triunfo olímpi-co. Algo indescriptible te pasa en el corazón, en el alma, en la mente. Esa medalla me acompañará por siempre.