El Dilema de Los Grafitis
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4/21/2015 El dilema de los grafitis | Babelia | EL PAÍS
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ESTRELLA DE DIEGO 8 ABR 2015 - 10:38 CEST
LLAMADA EN ESPERA »
El dilema de los grafitisLa pintura en muros, dice David Lynch, ha arruinado el mundo. Cuanto menos, la inmensa mayoría ha perdido el
encanto
Archivado en: Crítica arte Grafiti David Lynch Arte urbano Arte
Por fin alguien se ha atrevido a hablar claro sin
miedo a ser políticamente incorrecto o a pasar
por “antiguo”. Hace apenas unos días, con motivo
de la inauguración de su exposición en una
galería australiana, el conocido y radical director
de cine David Lynch despotricaba contra los
males en el mundo del arte y es curioso que, junto
a los recortes culturales en nombre de la
austeridad, mencionara los grafitis. Los grafitis,
decía en la entrevista recogida por The Guardian,han arruinado el mundo. Vas a filmar una
película y tienes que empezar por pintar las
paredes. Fábricas, edificios, estaciones de tren…
todo está grafiteado. En lugar de árboles, hay
grafitis.
La verdad es que Lynch tiene razón, en especial
porque hoy día la inmensa mayoría de los grafitis
han perdido el encanto. Hace mucho que
entraron al sistema como fórmula de consumo —y sirvan de ejemplo las superventas en subastas de Banksy—. De hecho,
los grafitis están en las galerías de arte desde los tiempos de Basquiat y Haring, a mediados de la década de 1980. Hace
unos años, sin ir más lejos, en Arco unos grafiteros “actuaron” a una hora preestablecida en un lugar preasignado. Ya no
era necesario jugarse el pellejo para pintar un muro, tal y como ocurría con los artistas chicanos en los setenta, cuando
frente al Museo de Los Ángeles protestaban para poder entrar —Mario Torero es el ejemplo siempre citado—. En aquel
Arco, en vez de pintar un muro en la calle, se pintaba una pared en una feria. Pero ¿era eso grafiti? ¿Lo sigue siendo aún
después de décadas de reconocimiento en el mercado? Sobre todo, ¿cuándo ha dejado de ser ilegal y urbano y ha pasado a
ser entretenimiento chic para consumidores?
Han pasado muchas cosas desde aquella época legendaria en la cual los chicos neoyorquinos se jugaban la vida pintando
los vagones del metro, a pesar de que ahora, recorriendo São Paulo desde fuera, desde las autopistas que tratan de paliar
el tráfico, se vean siglas y pintadas en las partes más altas de los rascacielos y las casas —una de las reglas de oro del
grafiti antes de aburguesarse era el riesgo—.
En todo caso, hay algo más importante aún que el aburguesamiento de los grafitis y por eso me gusta lo claro que habla
Lynch: la mayoría son feos y absurdos. Mi barrio, que es muy tranquilo, de pronto un día se levantó tapizado por unas
siglas que, como dice el director de cine, obligaron a todo el mundo a limpiar y repintar. Y es que hay grafitis interesantes
como los hay malos —y no me agobio por juzgar este arte callejero con los parámetros del mercado porque hace tiempo
que han entrado al mercado y al museo por su propio pie—.
Aunque igual la culpa no es de los grafitis, sino del entorno, o quizá la culpa es mía por querer saber a qué atenerme: o es
El dibujo de Banksy en la puerta de una casa destruida en Palestina / IBRAHEEM ABU MUSTAFA (REUTERS)
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radical o no lo es. O es ilegal y arriesgado —es la gracia, ¿no?— o es una mera intervención pictórica sobre un muro con
lugar y hora preestablecidos. Pero, claro, pedir que algo sea radical para siempre tal vez no tiene sentido ni parece
realista. Todo lo radical, incluido lo dadá, acaba pasando inexorablemente a la historia, a los libros de texto y a las
subastas. Pero si los dadaístas dejaron de ser artistas porque era absurdo repetir el chiste, ¿tiene sentido que Banksy siga
haciendo sus pintadas —fascinantes— para que acaben deglutidas por el mercado? Tengo mis dudas, como Lynch. Sólo
espero que decirlo no me coloque la etiqueta de “antigua”. Qué dilema.
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