El Dios Con Nosotros

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1 ÉL QUISO SER COMO UNO DE NOSOTROS Leonardo Boff La Navidad revela el proyecto que Dios se había propuesto a sí mismo. Dios quiso comunicarse de un modo total a otro ser diferente de sí. Se dignó entregarse como don a alguien. Dios no quiso limitarse a ser únicamente Dios. El Creador tuvo deseo de hacerse también criatura. No juzgó oportuno comunicar únicamente su Bien, su Verdad y su Belleza. También nos dio estas cosas. Por lo tanto, siempre que amamos radicalmente el Bien, pensamos la Verdad y apreciamos la Belleza, estamos apreciando, pensando y amando a Dios. Pero pretendió mucho más. Quiso quedarse: Dios da al mismo Dios. Ahora bien, para darse, es preciso que exista alguien diferente que pueda recibirlo. Y ese alguien, capaz de recibir a Dios, fue creado. Es el hombre. Y, de entre los hombres, la mirada divina se posó en el judío Jesús de Nazaret. En él, Dios estará absolutamente presente. El hombre, consiguientemente, sólo tiene pleno sentido en cuanto que es receptáculo de Dios. Es como una copa: sólo tiene pleno sentido si recibe el exquisito vino, pues para esto ha sido hecha. En su hermano Jesús de Nazaret, el hombre encuentra el sentido y la realización plena de su existencia, pensada, querida y creada par hospedar a Dios. Cuando, por lo tanto, Dios se auto-entrega totalmente a alguien, nos hallamos ante la encarnación divina. Y ¿cuándo se produjo esto? Cierto día, llega la plenitud de los tiempos, habiendo expirado el plazo de espera, Dios se aproximó a una Virgen pura. Llamó mansamente a su puerta. Le pidió que le permitiera habitar y vivir en la casa de los hombre. Y María dijo sí. Y como en su posada había lugar para él, el Verbo se hizo carne en el seno de la Virgen. Y la vida divina comenzó a crecer en el mundo. Y he aquí que, una noche, se cumplió el tiempo. En el silencio de la cueva, puesto que no había lugar para él en la posada de los hombres, nació Dios entre el rebuzno del asno y el mugido del buey. Aquél a quien nadie había visto jamás, Aquél a quien los hombres suplicaban: Señor muéstranos tu rostro, se mostró tal como es. Sin dejar de ser el Dios que siempre había sido, asumió la figura del hombre que no siempre había sido. ¡Es el misterio de la noche bendita de Navidad! Y fijémonos bien cómo lo hizo: Dios no se quedó encerrado en su misterio indescifrable, sino que salió de su luz inaccesible y se adentró en las tinieblas humanas. No permaneció en su omnipotencia eterna, sino que penetró en la fragilidad de la criatura. No atrajo hacia sí a la humanidad, sino que se dejó atraer al interior mismo de la humanidad. Quiso venir a lo que era diferente de sí, hacerse lo que en su eternidad no había sido. Pasé por Belén de Judo y escuche un tierno susurro. Era la voz de María que estaba arrullando al pequeñín: “Mi niño, mi sol, ¿cómo voy a envolverte en pañales? ¿Cómo voy a amamantarte a ti, que nutres a toda criatura? ¿Cómo voy a tenerte en mis manos a ti, que abarcas todas las cosas?” (Analecta Sacra, 1, 229). Y José, perplejo, exclamaba: “¿Cómo es posible? ¿Cómo puede tener forma de criatura el que ha dado forma a todos lo seres? ¿Cómo puede hacerse pequeño en la tierra el que es grande en el cielo? ¿Cómo puede el establo acoger a quien contiene en sus manos el universo entero? ¿Cómo pueden sus bracitos estar envueltos en pañales, cuando su brazo gobierna el cielo y la tierra? ¿Cómo es posible?” Y, sin embargo, he aquí que aparece en el pesebre “la bondad de Dios y su amor a los hombres” (Tt 3,4). Dios se abaja, se hace mundo, se torna humano. Ya no es sólo el Dios de quien se cantaba: Grande es nuestro Dios e infinito su poder. Ahora se ha mostrado tal como es: ¡Pequeño es nuestro Dios e infinito su amor! Y porque su amor es infinito, se ha acercado a nosotros. No tuvo miedo a la materia, no dudó en asumir la condición humana, a veces trágica y, en muchos aspectos, absurda. ¿Quién podría imaginar que Dios se hiciera hombre de este modo? A nadie se le oculta la condición humana. A pesar de su bondad fundamental, el hombre es también un ser fracasado en la historia. Puede ser un lobo para los demás y una máquina auto-destructora para consigo mismo. Cada cual lo sabe por propia experiencia: es difícil soportarse a sí mismo con hombría; pero aún más difícil es abrirse a los demás, escucharlos y tratar de amarlos tal como son, con sus miserias y limitaciones. Y, sin embargo, Dios quiso ser hombre. La gente está tan cansada de decir y oír decir que “El Verbo de Dios se hizo carne”, que llega a no reflexionar lo que esto significa. Él quiso realmente ser como uno de nosotros, como tú y como yo, menos en el pecado: un hombre limitado que crece, que aprende y que pregunta; un hombre capaz d e oír y de responder. Dios no asumió una

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ÉL QUISO SER COMO UNO DE NOSOTROS

Leonardo Boff

La Navidad revela el proyecto que Dios se había propuesto a sí mismo. Dios quiso comunicarse de un modo total a otro ser diferente de sí. Se dignó entregarse como don a alguien. Dios no quiso limitarse a ser únicamente Dios. El Creador tuvo deseo de hacerse también criatura. No juzgó oportuno comunicar únicamente su Bien, su Verdad y su Belleza. También nos dio estas cosas. Por lo tanto, siempre que amamos radicalmente el Bien, pensamos la Verdad y apreciamos la Belleza, estamos apreciando, pensando y amando a Dios. Pero pretendió mucho más. Quiso quedarse: Dios da al mismo Dios. Ahora bien, para darse, es preciso que exista alguien diferente que pueda recibirlo. Y ese alguien, capaz de recibir a Dios, fue creado. Es el hombre. Y, de entre los hombres, la mirada divina se posó en el judío Jesús de Nazaret. En él, Dios estará absolutamente presente. El hombre, consiguientemente, sólo tiene pleno sentido en cuanto que es receptáculo de Dios. Es como una copa: sólo tiene pleno sentido si recibe el exquisito vino, pues para esto ha sido hecha. En su hermano Jesús de Nazaret, el hombre encuentra el sentido y la realización plena de su existencia, pensada, querida y creada par hospedar a Dios. Cuando, por lo tanto, Dios se auto-entrega totalmente a alguien, nos hallamos ante la encarnación divina. Y ¿cuándo se produjo esto? Cierto día, llega la plenitud de los tiempos, habiendo expirado el plazo de espera, Dios se aproximó a una Virgen pura. Llamó mansamente a su puerta. Le pidió que le permitiera habitar y vivir en la casa de los hombre. Y María dijo sí. Y como en su posada había lugar para él, el Verbo se hizo carne en el seno de la Virgen. Y la vida divina comenzó a crecer en el mundo. Y he aquí que, una noche, se cumplió el tiempo. En el silencio de la cueva, puesto que no había lugar para él en la posada de los hombres, nació Dios entre el rebuzno del asno y el mugido del buey. Aquél a quien nadie había visto jamás, Aquél a quien los hombres suplicaban: Señor muéstranos tu rostro, se mostró tal como es. Sin dejar de ser el Dios que siempre había sido, asumió la figura del hombre que no siempre había sido. ¡Es el misterio de la noche bendita de Navidad!

Y fijémonos bien cómo lo hizo: Dios no se quedó encerrado en su misterio indescifrable, sino que salió de su luz inaccesible y se adentró en las tinieblas humanas. No permaneció en su omnipotencia eterna, sino que penetró en la fragilidad de la criatura. No atrajo hacia sí a la humanidad, sino que se dejó atraer al interior mismo de la humanidad. Quiso venir a lo que era diferente de sí, hacerse lo que en su eternidad no había sido.

Pasé por Belén de Judo y escuche un tierno susurro. Era la voz de María que estaba arrullando al pequeñín:

“Mi niño, mi sol, ¿cómo voy a envolverte en pañales? ¿Cómo voy a amamantarte a ti, que nutres a toda criatura? ¿Cómo voy a tenerte en mis manos a ti, que abarcas todas las cosas?” (Analecta Sacra, 1, 229). Y José, perplejo, exclamaba: “¿Cómo es posible? ¿Cómo puede tener forma de criatura el que ha dado forma a todos lo seres? ¿Cómo puede hacerse pequeño en la tierra el que es grande en el cielo? ¿Cómo puede el establo acoger a quien contiene en sus manos el universo entero? ¿Cómo pueden sus bracitos estar envueltos en pañales, cuando su brazo gobierna el cielo y la tierra? ¿Cómo es posible?”

Y, sin embargo, he aquí que aparece en el pesebre “la bondad de Dios y su amor a los hombres” (Tt 3,4).

Dios se abaja, se hace mundo, se torna humano. Ya no es sólo el Dios de quien se cantaba: Grande es nuestro Dios e infinito su poder. Ahora se ha mostrado tal como es: ¡Pequeño es nuestro Dios e infinito su amor! Y porque su amor es infinito, se ha acercado a nosotros. No tuvo miedo a la materia, no dudó en asumir la condición humana, a veces trágica y, en muchos aspectos, absurda. ¿Quién podría imaginar que Dios se hiciera hombre de este modo? A nadie se le oculta la condición humana. A pesar de su bondad fundamental, el hombre es también un ser fracasado en la historia. Puede ser un lobo para los demás y una máquina auto-destructora para consigo mismo. Cada cual lo sabe por propia experiencia: es difícil soportarse a sí mismo con hombría; pero aún más difícil es abrirse a los demás, escucharlos y tratar de amarlos tal como son, con sus miserias y limitaciones. Y, sin embargo, Dios quiso ser hombre.

La gente está tan cansada de decir y oír decir que “El Verbo de Dios se hizo carne”, que llega a no reflexionar

lo que esto significa. Él quiso realmente ser como uno de nosotros, como tú y como yo, menos en el pecado: un hombre limitado que crece, que aprende y que pregunta; un hombre capaz d e oír y de responder. Dios no asumió una

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humanidad abstracta de animal racional, sino que desde el primer momento de su concepción asumió un ser histórico: Jesús de Nazaret, un judío por raza y por religión, que se formó en el reducido espacio del seno materno; que creció en el reducido espacio de una patria insignificante; que maduró en el reducido espacio de una minúscula y remota idea; que trabajó en un medio limitado y muy poco culto, donde no se hablaba griego ni latín, las lenguas de la época, sino un dialecto, el arameo, con acento de Galilea; que sintió la opresión de las fuerzas de ocupación de su país; que conoció el hambre, la sed, la soledad, las lágrimas por la muerte del amigo, la alegría de la amistad, la tristeza, el temor, las tentaciones y el horror a la muerte; y que pasó por la noche oscura del abandono de Dios. Todo esto lo asumió Dios en Jesucristo. Nada de ello se le ahorro. Asumió todo lo que es auténticamente humano y pertenece a nuestra condición, como la justa ira y la sana alegría, la bondad y la dureza, la amistad y el conflicto, la vida y la muerte. Todo esto está presente en la frágil figura del Niño que comienza a gimotear en el pesebre, entre el buey y el asno.

La Navidad nos muestra de lo que Dios es capaz. Él puede hacerse realmente otro, un hombre como nosotros,

sin dejar de ser Dios. Jesucristo: sacramento del encuentro entre Dios y el hombre

Jesucristo se manifiesta como el lugar donde se encuentran el hombre que busca a Dios y Dios que busca al hombre. Él es la encrucijada en la que se cruzan el camino descendente de Dios y el camino ascendente del hombre.

En él está presente el verdadero hombre, en todo igual a nosotros excepto en el pecado. En él se halla nuestra

añoranza infinita por un encuentro totalmente planificador; en él se fortalece nuestra fragilidad y nuestra abismal pobreza; en él están nuestras lágrimas vertidas por causa de la pasión dolorosa de nuestro mundo; en él está nuestra pequeña alegría, con su temporal y pasajera satisfacción; en él está nuestra pequeñez humana, presa de las estreches de un mundo atormentado por toda clase de intereses contradictorios; en él está nuestra vida, que es mortal y que se va consumiendo irresistiblemente, ocasionándonos la inseguridad y el miedo que anteceden a la sorpresa del gran encuentro.

En él está presente el verdadero Dios saciando nuestra infinita nostalgia, asumiendo nuestra fragilidad,

enriqueciendo ingesta pobreza sin fondo, enjugando nuestras lágrimas, llenándonos de indecible alegría, divinizando nuestra pequeñez e inmortalizando nuestra vida mortal. El proyecto humano es asumido en le proyecto divino; el proyecto divino penetra el proyecto humano.

Todo esto late en aquel Pequeñín que se mueve, lleno de vida, en el pesebre. Él es el sacramento del

encuentro entre divinización y humanización. En este momento, como niño que es, no puede mostrar aún todo lo que significa el que Dios entre a habitar en la carne humana y el que el hombre sea conducido hacia el interior de Dios. El proceso de la encarnación se inició en la concepción de Jesús, prosigue ahora en su nacimiento, y se intensificará a lo largo de su vida, hasta culminar en la resurrección. Todo va siendo asumido por Dios: la estrechez del seno materno, las manifestaciones todas de la vida del pequeñísimo embrión, el llanto del recién nacido, su voz, sus primeros pensamientos, su aprendizaje, sus decisiones de adulto, sus conflictos con la situación de su tiempo, su vida entera y su muerte. Todo es asumido por Dios a medida que se desarrolla la existencia del hombre Jesús de Nazaret. Cuanto más Jesús esta en Dios, más estaba Dios en Jesús. Cuanto más se sumergía Jesús en Dios, mayor era su condición de hombre, porque el hombre es tanto más hombre cuanto más capaz es de estar en otro. Y estando totalmente en Dios -el absoluto Otro-, Jesús se hacía totalmente hombre.

Y cuanto más estaba Dios en el hombre Jesús, tanto más se humanizaba. Y cuanto más el hombre Jesús esta

en Dios, tanto más se divinizaba. Y Dios estaba de tal manera en Jesús, que se identificó con él. Y Jesús estaba de tal manera en Dios, que se identificó también con Él. Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios. Cuando se verificó este encuentro inefable, surge en el mundo el misterio de la encarnación de Dios y de la divinización del hombre. Como perfectamente afirma la fe de la tradición sagrada, un solo y mismo Jesucristo es verdadero Dios y verdaderamente hombre en una unidad inconfundible, inmutable, indivisible e inseparable.

Todo eso en el Hijo, perfecto reflejo del Padre.