El enemigo
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Otro ejercicio de escritura automática que acabó desarrollándose a sí mismo y que logró
entrar en la antología Monstruos de la Razón II, en la categoría de Terror. El personaje
principal me gustó muchísimo cuando salió de la nada y se creó una identidad propia a partir
de un nombre; el personaje de ella, por incomprensible que me siga pareciendo, es también
bastante curioso.
EL ENEMIGO
Jano se tapó los oídos con las manos.
—¡Cállate! ¡Cállate! —aulló, cerrando los párpados con fuerza.
Silencio.
Abrió los ojos con precaución. Los últimos rayos del sol moribundo caían sobre su
cuerpo tendido en el suelo, como un reguero de sangre brotando desde la ventana abierta,
dejando el resto de la habitación en sombras. Agazapada en un rincón, mirándolo con los
ojos muy abiertos, estaba ella.
Se incorporó lentamente sin apartar la mirada de la figura acurrucada, como el
cazador que clava los ojos en su presa para no mostrarle signos de debilidad. Pero era Jano
quien se sentía débil, tan débil…
—Donna —murmuró, poniéndose en pie y extendiendo una mano hacia ella—.
Donna…
Ella vaciló antes de alargar el brazo para tomar su mano. El desconcierto y el miedo
se mezclaban en su mirada de aguamarina, convirtiendo sus ojos en dos mares que reflejaban
la tormenta que rugía en su interior. O tal vez eran el reflejo de la tormenta que aullaba
dentro de Jano. Los dedos de Donna apretaron los suyos. Ella se levantó, apoyando todo su
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peso en el brazo de Jano, y se atrevió a sonreír.
—Has vuelto a vencer —susurró. Él negó con la cabeza, sombrío.
—No he vencido nunca.
—Lo he visto.
Donna se acercó más a él, levantó la mano y acarició su rostro.
—Sé de lo que eres capaz —dijo en voz baja, y Jano se perdió una vez más en su
mirada—. Y no me importa, ¿me oyes? ¡No me importa!
—Pero a mí sí. —Cogió su mano y apretó la mejilla contra la palma. Su tacto cálido
le hizo suspirar de pena, de dolor. Se apartó, luchando contra la tentación de abrazarla.
Ella frunció el ceño, contrariada, y dio un paso hacia él, ignorando sus intentos de
alejarla de sí.
—¿Acaso crees que no veo lo que haces? —le espetó—. ¿A lo que te enfrentas cada
día? ¿Crees que pienso que tú tienes la culpa?
Jano agachó la cabeza. No. Donna no le culpaba, del mismo modo que, en realidad,
no se culpaba él. En aquella lucha interminable él no era el malvado, no era el Enemigo, no
era él quien acudía, día tras día, a intentar aniquilarle. Pero intentas matarlo a él cuando
viene, susurró una vocecita en su interior. Intentas aniquilarlo a él. ¿No te convierte eso en
su igual?
No. Él viene a acabar con todo lo que amo, con todo lo que me importa, conmigo. Yo
sólo me defiendo. Y defendía todo aquello que constituía su vida. No dejaré que vuelva a
suceder, repetía como una oración empapada en amargura, recordando el horror, la angustia,
la rabia de ver el rostro inexpresivo de su madre, mirándolo sin verlo a través del velo de
sangre y lágrimas que cubría sus ojos muertos. O la furia al contemplar el cuerpo
ensangrentado de su padre. Los cánticos fúnebres que habían llenado el aire frío de la noche,
la noche misma llorando la muerte de sus reyes. Y él, su príncipe, mirándolos, impotente,
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después de ser derrotado una vez más en la lucha contra el Enemigo que venía a acabar con
todo lo que amaba…
La angustia se anudó en su garganta y amenazó con volver a ahogarlo en su pena, en
sus propios sollozos. Donna encerró su rostro entre las manos, mirándolo fijamente con los
labios entreabiertos, como si estuviera a punto de besarlo. Por un instante, el deseo fue tan
intenso que estuvo a punto de salvar esas pulgadas que los separaban. Pero no puedo
hacerlo, ¿no lo entiendes…? No puedo. Por mucho que lo desee. Por mucho que lo haya
prometido. Cerró los ojos y disfrutó por un instante del tacto cálido de sus dedos. Quiere
destruir todo lo que yo amo. ¿Crees que me arriesgaría a quererte?
Pero claudicó, y se dejó abrazar por Donna. Como un niño buscando consuelo
permitió que ella le arrullase con susurros sin sentido, mientras su corazón golpeaba con
fuerza, latido a latido, contra sus costillas. Sería tan fácil… besarla, llevarla a su lecho,
casarse con ella. Hacer lo que todo el reino pedía, lo que Donna exigía, lo que él mismo
suplicaba.
Hazlo. El Enemigo sonrió detrás de Donna y la miró como quien mira el plato más
suculento de un festín. Ella no se percató de su presencia. Hazlo, Jano. Bésala. Demuéstrame
que la quieres. En sus ojos malévolos brilló el anhelo, el deseo de matar, el hambre que había
visto tantas veces… Paladeó en su propia boca la sangre que tanto deseaba el Enemigo, y la
sensación, Jano, chorreando por mis labios entreabiertos, goteando hasta caer desde mi
mentón hasta el suelo, gota, gota, tan dulce…
—No. ¡No! —gritó Jano, apartando a Donna de un empujón y dando un paso hacia él.
El Enemigo rió, burlón, y en su risa borboteó la sangre.
No puedes matarme. Y lo sabes, ¿verdad, Jano…? Él también se acercó un paso,
mostrando una sonrisa de dientes afilados. Pero yo sí puedo matarla a ella… Y tú no puedes
hacer nada. Y eso también lo sabes.
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Jano aulló de furia cuando el Enemigo hizo un rápido movimiento y aferró a Donna
por el cuello. Ella gimió de miedo y dolor y clavó los ojos en Jano, sus enormes ojos azules,
suplicantes, implorando…
La mano del Enemigo apretó su garganta.
¿Lo recuerdas…? La sensación de su piel entre mis dedos, y cómo la vida se va
escapando lentamente de su mirada… El Enemigo rió suavemente. Y después, oh, sí,
después, cuando ya estaban muertos… ¿Lo recuerdas, Jano, el sabor? La sangre. El tacto de
sus párpados bajo mis dedos, la suave resistencia, y el globo ocular estallando sin un sonido,
viscoso, cálido… ¿No lo recuerdas? Donna lo miró. Sus labios empezaban a amoratarse,
pero en sus ojos seguía brillando un amor tan hondo, tan intenso, que en aquel momento Jano
supo que ni siquiera los dedos del Enemigo podrían arrancarlo de su mirada. Igual que ella,
¿te acuerdas? Tu madre. Oh, sí, todavía tenía los dedos en sus ojos cuando se la metí. Lo
que sentí, ¿lo recuerdas? Cómo la quisiste entonces… ¿Y tu padre mirando, con los ojos
llenos de sangre?
La rabia explotó en el interior de Jano. Se abalanzó sobre él con las manos rígidas, los
dedos buscando su rostro, el odio hirviendo, bilis, en su boca. Agarró el brazo que
inmovilizaba a Donna y tiró de él, y volvió a tirar, luchando por separar los dedos que se
clavaban en la suave piel del cuello de ella. No lo hagas… Jano, la sensación, ¿no te
acuerdas? ¿No querrías que volviese a hacerlo…?
Logró arrancar la mano que asfixiaba a Donna y apartó al Enemigo de ella de un
fuerte empujón. Se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo, y cayó encima de él. Lo golpeó con
los puños cerrados, ¡Cállate!, y volvió a golpearlo una y otra vez, enloquecido.
Oh, Jano... Pero no puedes matarme. Y lo sabes. Una risa burlona resonó en la
estancia, un sonido tan sediento de sangre que Jano estuvo a punto de morderse su propio
brazo, tan intenso era el deseo de sentir el sabor salado en el paladar.
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—¡Cállate! ¡Cállate! —aulló. Estrelló los nudillos contra el rostro burlón, ignorando
el dolor de la carne y el hueso contra la carne y el hueso, y siguió golpeándolo, ahogando el
sonido de su risa hiriente, hasta que el Enemigo dejó de gritar y de moverse y se quedó inerte
en el suelo, con los ojos muy abiertos.
Jano parpadeó, alzó los ojos y la miró.
Donna le devolvió la mirada sin parpadear, y se frotó suavemente las marcas
enrojecidas de la garganta.
—Has vuelto a vencer —susurró. Él negó con la cabeza, sombrío.
—No he vencido nunca.
—Lo he visto. —Donna acarició su rostro. Pese a la suavidad de sus dedos, Jano hizo
una mueca de dolor cuando ella rozó la magulladura que hinchaba su mejilla—. Sé de lo que
eres capaz. Y no me importa. ¡No me importa!
—Pero a mí sí.
Agachó la cabeza y cerró los ojos, y dejó que las lágrimas corretearan por sus mejillas
inflamadas y cayeran, una a una, sobre el dorso de la mano de Donna. Tan hermosa, su
Donna… Tan… Se mordió el labio, derrotado.
La quiero.
Dentro de su mente, el Enemigo rió quedamente.