El Enigma de la Isla Oak

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El Enigma de la Isla Oak John Godwin (1968) Introducción Los misterios más fascinantes son aquellos que se relacionan con los tesoros ocultos. Pocos tópicos han excitado tanto la imaginación como el prospecto de alcanzar la riqueza por el solo acto de encontrarla. Las formas más antiguas de entretenimiento narrativo que se conocen, los cuentos de hadas de la China, contenían relatos de tesoros ocultos, fortunas generalmente custodiadas por uno o dos demonios, y esta trama novelesca ha conservado su atractivo para el público sin que el mismo haya mermado a través de los siglos. Se sabe que los tesoros escondidos existen en todas las regiones del globo terráqueo, con la posible excepción del Antártico. Cada guerra, cada trastorno social violento, aumentan la cantidad de ellos. De esta manera la Segunda Guerra Mundial transformó aproximadamente 64 kilómetros cuadrados en los Alpes de Estiria, el “Reducto Nacional” de Adolfo Hitler, en un legendario almacén de tesoros ocultos. Se supone que de cada dos lagos existentes en las montañas del área, uno contiene tesoros nazis escondidos, ocultos ahí durante las mortales convulsiones del Tercer Reich. No cabe la menor duda de que algunos personajes influyentes escondieron sus tesoros cuando se desintegró el Reich, pero hasta ahora el contenido de estos escondrijos ha resultado una amarga sorpresa para los cazafortunas. Algo de historia En el verano de 1959 un equipo de ingenieros de salvamento, financiado por una revista de la antigua Alemania Occidental, buscó por todos los rincones del lago Toplitz. Encontraron ocho cajas de metal. Estos resistentes contenedores estaban atestados con billetes británicos de cinco libras. El problema presentado es que todos eran falsos. El dinero artificial resultó ser parte de la llamada “Operación Bernhard”, un ardid, fraguado por la GESTAPO, tendiente a hacer pedazos la economía de los aliados occidentales, poniendo en circulación billones de libras y dólares falsificados. Se sabe que este dinero falso fue manufacturado en el cercano campo de concentración de Ebensee. En abril de 1945, cuando Alemania se estaba desmoronando, los guardias de la SS del campo hundieron lo que quedaba del dinero en el lago Toplitz, creando así una leyenda más acerca de tesoros

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El único tesoro en el mundo que todos saben donde está, pero que nadie ha podido llevárselo a su casa.

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El Enigma de la Isla OakJohn Godwin (1968)

Introducción Los misterios más fascinantes son aquellos que se relacionan con los tesoros ocultos. Pocos tópicos han excitado tanto la imaginación como el prospecto de alcanzar la riqueza por el solo acto de encontrarla. Las formas más antiguas de entretenimiento narrativo que se conocen, los cuentos de hadas de la China, contenían relatos de tesoros ocultos, fortunas generalmente custodiadas por uno o dos demonios, y esta trama novelesca ha conservado su atractivo para el público sin que el mismo haya mermado a través de los siglos.

Se sabe que los tesoros escondidos existen en todas las regiones del globo terráqueo, con la posible excepción del Antártico. Cada guerra, cada trastorno social violento, aumentan la cantidad de ellos.

De esta manera la Segunda Guerra Mundial transformó aproximadamente 64 kilómetros cuadrados en los Alpes de Estiria, el “Reducto Nacional” de Adolfo Hitler, en un legendario almacén de tesoros ocultos. Se supone que de cada dos lagos existentes en las montañas del área, uno contiene tesoros nazis escondidos, ocultos ahí durante las mortales convulsiones del Tercer Reich. No cabe la menor duda de que algunos personajes influyentes escondieron sus tesoros cuando se desintegró el Reich, pero hasta ahora el contenido de estos escondrijos ha resultado una amarga sorpresa para los cazafortunas.

Algo de historia En el verano de 1959 un equipo de ingenieros de salvamento, financiado por una revista de la antigua Alemania Occidental, buscó por todos los rincones del lago Toplitz. Encontraron ocho cajas de metal. Estos resistentes contenedores estaban atestados con billetes británicos de cinco libras. El problema presentado es que todos eran falsos. El dinero artificial resultó ser parte de la llamada “Operación Bernhard”, un ardid, fraguado por la GESTAPO, tendiente a hacer pedazos la economía de los aliados occidentales, poniendo en circulación billones de libras y dólares falsificados. Se sabe que este dinero falso fue manufacturado en el cercano campo de concentración de Ebensee. En abril de 1945, cuando Alemania se estaba desmoronando, los guardias de la SS del campo hundieron lo que quedaba del dinero en el lago Toplitz, creando así una leyenda más acerca de tesoros

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sumergidos.

Sin embargo, persiste el hecho de que efectivamente se han escondido fortunas fantásticas en monedas, joyas y metales preciosos, la mayor parte obtenida de manera ilícita, y que todavía esperan ser recobradas. Por ejemplo, a corta distancia del continente americano se encuentran cuatro minúsculas islas que fueron usadas como “alcancías” por dos generaciones de piratas. Entre 1640 y 1730, los años de auge de la piratería, se cree que se enterraron botines cuyo valor asciende a los 100 millones de dólares. Pero, a no ser por unas cuantas piezas de oro y plata encontradas accidentalmente, nadie hasta ahora ha visto siquiera un vislumbre de esta riqueza, y no por no haberlo intentado.

La costa de Florida era zona de cacería de un tenebroso caballero llamado Edward Teach, mejor conocido como Barba Negra. Antes que la marina británica pusiera fin a su carrera, él enterró una cuantiosa porción de sus ganancias mal habidas en la isla de Amelia, aproximadamente a 45 km al norte de Jacksonville. Durante medio siglo, nativos y turistas han estado buscando sus tesoros, pero hasta la fecha las únicas personas que han obtenido un provecho de ellos han sido los que venden mapas falsos con la ubicación del tesoro.

Al suroeste de Florida, en el canal de Yucatán, se halla una extensión de terreno arenoso llamada Islas Mujeres. La isla, a la cual se llega mediante bote desde la costa mexicana, era hogar y base de operaciones de un suertudo saqueador español de nombre Mundaca. En alguna parte de la isla descansa su tesoro de toda la vida, cerca de tres y medio millones de pesos de plata, según él alardeaba. Cuando murió, no dejó testamento o plano alguno y hasta ahora, a pesar de haberse hecho numerosas excavaciones, nadie a visto un solo peso.

La Isla Tiburón se encuentra en el Golfo de California, a 3 Km de la costa. La isla, que una vez fuera guarida de indios, servía como escondite no solamente para los botines de los piratas, sino también para algunas de las inmensas riquezas en oro que los aztecas ocultaban para que no cayeran en manos de los conquistadores españoles. Pero aunque varias cartas y documentos auténticos cuentan de los tesoros escondidos en la Isla Tiburón, ni uno solo contiene un mapa, o al menos una mención del sitio en el que se encuentran. Los tesoros ocultos ahí siguen esperando.

El impedimento para encontrar esos tesoros es, desde luego, la falta de un mapa. Sin embargo, se sabe que existen no menos de 3 mapas auténticos del sitio donde se encuentra uno de los más ricos tesoros ocultos jamás reunidos fuera de Fort Knox.

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La Isla del Coco, cerca de la costa del Pacífico de Costa Rica, tiene una extensión de apenas 35 km2 de maleza, rodeada por un litoral de riscos casi verticales. La isla exhala un aura de malignidad que ha sido comentada por todos los cazafortunas que han estado ahí, y de la cual se han alejado con alegría. Estos hombres incluyen individuos de nervios bien templados como el corredor de automóviles sir Malcolm Campbell y el temible conde Félix von Luckner.

La mayor parte de la isla esta cubierta por una espesa masa de color pardo de enredaderas y ramas entrelazadas, que obstruye el paso de la luz solar, conservando la tierra húmeda y oscura. Llena el aire de un hedor de podredumbre y descomposición, junto con el zumbido de millones de insectos voladores. El ambiente fue descrito como “estar dentro de una tumba abierta”.

La siniestra atmósfera parece afectar también a los animales. Sir Malcolm Campbell describió como su perro lo despertó súbitamente una noche cuando, “de un salto se puso de pie con un espantoso aullido y se lanzó hacia el faldón abierto de nuestra tienda de campaña, ladrando con rabia y temor”. Durante tres noches seguidas el perro repitió esta acción, aullando y temblando presa de horror. Pero, aunque sir Malcolm exploró el campamento en cada una de las ocasiones, no vio nada excepto la negrura e la maleza y no escuchó nada, salvo el zumbido de los insectos.

Tal cantidad de insectos, la humedad y la fetidez del lugar, hacen de la Isla del Coco uno de los puntos más desagradables de la Tierra. Pero la tentación de las riquezas ahí enterradas es tan intensa que el gobierno de Costa Rica utiliza la isla como fuente de ingresos. Los cazafortunas pagan una cuota establecida, por la cual obtienen un documento oficial que los autoriza probar suerte en cualquier parte de la isla.

De acuerdo con la tradición, la isla alberga tres tesoros ocultos bien determinados. La existencia de los dos primeros se basa en gran parte en rumores; pero la del tercero, el más cuantioso, es un hecho documentado.

A principios del siglo XVIII el capitán Edward Davis era uno de los numerosos filibusteros que saqueaban las costas de América Central, que entonces se llamaba la Nueva España. Estableció su base de operaciones en la Isla del Coco. Finalmente desapareció sin dejar huella después de haber fracasado en la captura de la ciudad de Porto Bello. En 1709, poco antes de su última empresa se cree que ocultó su botín, acumulado en sus pillajes, en alguna parte de la isla. El sitio se desconoce, pero se tiene un registro del monto del

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tesoro: 700 lingotes de oro, 20 barriles llenos de doblones de oro, y más de 100 toneladas de reales de plata españoles.

El segundo tesoro pertenecía a un rufián particularmente temible de nombre Benito Bonito, quien combinaba la sed de oro con el sadismo. En 1819 obtuvo el mayor botín de su carrera cuando capturó un buque frente a Acapulco, México, el cual llevaba 150 toneladas de oro. Bonito navegó entonces hacia La Isla del Coco, reprimió un motín entre su tripulación y después partió hacia la que resultó su última travesía de pillaje. Se sabe que debe haber dejado el producto de sus hurtos en la isla, porque las embarcaciones piratas, para las cuales la velocidad era esencial, no podían navegar con tal cantidad de oro como lastre. Bonito había soltado el ancla en la bahía Wafer, en la superficie norte de la isla. Fue aquí donde algunos exploradores subsecuentes encontraron los esqueletos mutilados de sus marinos rebeldes. Es muy probable que el oro se encuentre enterrado cerca del lugar donde ancló. El mismo Bonito fue sepultado en el mar, como resultado de su encuentro posterior con la fragata británica Espiegle. No obstante, la atracción principal de la isla la constituye el tesoro de Lima, del cual se tienen mapas y documentos; éste es un tesoro oculto que ha atormentado los esfuerzos y esperanzas de un número mayor de hombres que cualquier otro tesoro del mundo.

En 1821, la capital peruana era la sede de los virreyes españoles. Lima era sin duda la ciudad más rica del continente. Durante ese año, Simón Bolívar triunfó en su intento por arrojar a las fuerzas españolas fuera de sus colonias. Lima temblaba ante la proximidad de los ejércitos revolucionarios, y las autoridades eclesiásticas y municipales se reunieron y decidieron que sería prudente trasladar la riqueza movible de la ciudad hacia regiones más seguras.

Sin embargo, el espacio para efectuar el traslado era escaso; se cargaron todos los buques españoles disponibles. Fue así como los valiosos objetos de la catedral de Lima fueron cargados en el bergantín inglés Mary Dier. El tesoro de esta iglesia era espectacular. Incluía una estatua de tamaño natural de la Virgen María, elaborada en oro, con diamantes incrustados. También había candeleros de plata, cálices y vestimentas enjoyadas, cofres de madera repletos de perlas, rubíes y zafiros. Había figuras de santos vestidos con mantos de plata y baúles llenos de doblones de oro. El tesoro completo se valuó en casi 30 millones de dólares.

En conjunto, el tesoro resultó ser demasiado para el maestre escocés del Mary Dier, capitán Charles Thompson. En lugar de navegar hacia Panamá y entregar su cargamento a las autoridades españolas, se dirigió hacia la Isla del Coco. Una vez ahí, él y su tripulación escondieron el tesoro y partieron

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nuevamente, pero sólo después de que Thompson hubo dibujado un meticuloso mapa de la isla y del sitio preciso del escondite.

Hasta este punto, la historia está bastante clara; de aquí en adelante, se vuelve cada vez más turbia. De alguna manera, durante la travesía desde la Isla del Coco, el Mary Dier se perdió junto con toda su tripulación, salvo el capitán Thompson. De acuerdo con algunas fuentes, la nave fue hundida por un buque de guerra español; según relatan otras, zozobró durante una tempestad. Sea lo que fuere lo que sucedió, únicamente Thompson sobrevivió. Finalmente llegó a Terranova a bordo de un barco ballenero, sin su buque, pero en posesión todavía de su mapa del tesoro.

En aquel entonces, al igual que en la actualidad, se tenían dudas respecto de la autenticidad de los mapas de tesoros, y aunque lo intentaba en verdad, el escocés no lograba conseguir una persona que confiara en él como para apoyarlo equipando una expedición a un sitio tan espeluznante como la Isla del Coco. No fue sino hasta 1840, casi 20 años después, cuando Thompson conoció a dos hombres dispuestos a correr el riesgo. Ambos eran oriundos de Terranova y se apellidaban Boag y Keating. Antes que los tres pudieran zarpar, Thompson murió víctima de una “fiebre”. El mapa pasó a ser posesión de Keating.

Cinco meses más tarde, Keating y Boag llegaron a la Isla del Coco. Aquí, nuevamente, una neblina de incertidumbre envuelve a la historia. Debido a razones no explicadas, la tripulación se amotinó. Los dirigentes, temiendo perder la vida, se ocultaron en la isla, y al final, su buque partió sin ellos.

Dos meses más tarde, arribó otro ballenero desde Terranova. Nadie sabe qué sucedió en esa oscura isla durante el ínterin, pero el navío de rescate encontró un único sobreviviente: Keating. Él explicó que Boag había fallecido de una “fiebre”, aunque nadie encontró ni su cuerpo ni su sepulcro.

Keating regresó a St. John, su ciudad natal, sin el tesoro. Se puede inferir que él no confiaba lo suficiente en sus rescatadores como para permitirles transportar el tesoro. Pero todavía tenía su mapa y se pasó años tratando de organizar otra expedición para recobrarlo. Keating murió en 1873 sin haber realizado su propósito.

Keating legó el mapa a un marinero amigo suyo de nombre Fitzgerald, quien, sin embargo, no estaba del todo interesado. Permitió que se hicieran un par de reproducciones del mapa, pero personalmente nunca acudió en busca del tesoro.

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Desde este punto, se vuelve imposible seguir la pista a la serie de personas que tuvieron el mapa en su poder e intentaron suerte con él, aunque se sabe que incluían a un oficial de la armada británica, un pescador de Terranova, un capitán de la marina real, un agente del gobierno de Costa Rica y sir Malcolm Campbell.

Se efectuaron alrededor de una docena de búsquedas subsecuentes en la Isla del Coco. Además de recibir incontables picaduras de insectos, los cazafortunas encontraron esqueletos, viejas armas y piezas de equipo marino en estado de putrefacción. La única cosa adicional que descubrieron fue que el mapa cuidadosamente dibujado del sitio del tesoro era completamente inútil.

De acuerdo con el plano de Thompson, él había ocultado el tesoro de Lima dentro de una cueva natural, solamente a unos cuantos metros bajo tierra, en el manantial de un arroyo que desembocaba en la bahía de Chatham, el sitio donde él ancló. Todo lo que los exploradores tenían que hacer era seguir río arriba y buscar las señales que indicaran el sitio de la cueva. Pero resultó que solamente se encontraban todavía ahí la bahía y el arroyo. Las señales, al igual que la cueva, parecían haberse esfumado.

Fueron necesarias cantidades tremendas de sudor, furia y frustración antes de que los cazafortunas cayeran en la cuenta de la solución del enigma y que, en todo caso, era la clase de solución que no beneficia a nadie. La isla era arrasada por violentas tormentas tropicales y frecuentemente demolida por derrumbes y terremotos.

Indudablemente, estos cataclismos bastaron para destruir la cueva que se encontraba a poca profundidad y borrar por completo todas las señales que la identificaran.

Dichos cataclismos también explicarían la desaparición de los otros dos tesoros ocultos. Es probable que las tres fortunas se encuentren todavía en la Isla del Coco, pero se pueden rastrear tanto como agujas de oro en un pajar de 30 Km en constante movimiento. Es casi como si la maléfica isla estuviera decidida a aferrarse a las riquezas colocadas en sus entrañas.

La Isla Oak La clave para todos los tesoros enterrados mencionados hasta ahora, es simplemente ubicar su localización. Cualquiera que sea el misterio que los rodea, se puede resumir en la palabra ¿dónde?

Pero hay un tesoro oculto cuya existencia desafía todas las reglas de la búsqueda de tesoros. El sitio exacto donde está enterrado se conoce, se ha

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medido e inspeccionado y es claramente visible hasta para el ojo más miope. A diferencia de la Isla del Coco, se encuentra en un lugar muy accesible, libre de insectos y fiebres tropicales y es tan atractivo físicamente que se ha usado como campo de recreación a través de varias generaciones.

No obstante, durante 175 años este tesoro ha resistido todos los intentos por recobrarlo, ha vencido zapapicos, palas, perforadoras de fuerza e indicadores electrónicos, y se ha tragado alrededor de 1 millón y medio de dólares en gastos de excavación, sin devolver un solo centavo. El tesoro de la Isla Oak yace ahí hasta el día de hoy, planteando un enigma que todos los modernos inventos técnicos han sido incapaces de resolver.

La cortina de este acertijo se levanto una mañana de octubre en el año de 1795. Tres jóvenes remaban su canoa alrededor de la bahía Mahone, buscando un sitio adecuado para hacer un día de campo. Sus nombres eran Anthony Vaughan, Jack Smith y Dan McGinnis (o Mcinnes, según la fuente).

La bahía Mahones es un amplio ancladero resguardado en la abrupta costa del sur de Nueva Escocia, salpicada con varios cientos de islas, la mayor parte de las cuales están deshabitadas y que en aquél entonces no se habían explorado. Una de las islas atrajo la atención de los jóvenes. Tenía 1200 metros de longitud y 800 de anchura, y su forma era, muy apropiadamente, un tanto parecida a un signo de interrogación. Debido a su abundancia de altos robles se le conoció como la Isla del Roble (Oak).

Los tres muchachos llegaron a tierra y empezaron a explorar. Llegaron a un claro en el centro del cual sobresalía un inmenso roble solitario. Conforme se acercaban, se percataron que una rama, a unos 3 metros del suelo, había sido aserrada y que el tocón que quedaba tenía marcas de sogas y poleas. Directamente debajo del tocón había una depresión circular en el suelo, de unos dos metros de diámetro, que parecía indicar que algo había sido enterrado en ese sitio.

Los chicos eran vecinos de la región y habían crecido familiarizados con los relatos de piratas que habían hecho presa de sus pillajes a los buques de la Nueva Inglaterra medio siglo atrás y que habían utilizado estas apartadas bahías de la Nueva Escocia como escondites. En lo primero que pensaron fue en un tesoro oculto; su segundo pensamiento fue conseguir implementos para excavar.

Los tres regresaron a la mañana siguiente, provistos de zapapicos y palas. Estaban entusiasmados con la posibilidad de que hubiese una fortuna enterrada justamente debajo de la superficie. Se dirigieron hacia el curioso círculo y empezaron a cavar con todas sus energías. Su excitación aumentó

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cuando advirtieron que estaban excavando en un pozo bien definido, abierto en el duro suelo de arcilla, y que las paredes estaban claramente marcadas por las huellas de piquetas.

A tres metros de la superficie descubrieron una plataforma hecha con firmes troncos de roble. Convencidos de que el tesoro, sea lo que fuese, aparecería inmediatamente, se abrieron paso a través de la madera de 15 cm de espesor. Todo lo que encontraron debajo, sin embargo, fue más arcilla compacta. La excavación continuó.

Un poco más adelante, los chicos hallaron un viejo silbato de contramaestre. Luego su excitación subió a alturas febriles cuando desenterraron una moneda de cobre acuñada en 1713. A los 6 metros, llegaron a otra plataforma de roble. Se abrieron paso a través de ésta, sacaron otros 3 metros de tierra y llegaron a otra plataforma más.

Los muchachos pensaron que este era el final del camino, al menos temporalmente. Habían descendido diez metros y, con las herramientas que tenían a su disposición, no podían seguir excavando. No había forma de saber cuántas plataformas más les esperaban. Pero para entonces estaban seguros de que habían tropezado con el sitio donde se encontraba un tesoro fabuloso, tan magnífico que se habían tomado tantas molestias para ocultarlo. Sólo era cuestión de conseguir los implementos necesarios para excavar.

Eso probó ser más difícil de lo que pensaron. Parecía que la Isla gozaba de una misteriosa reputación, lo suficientemente macabra para lograr que los habitantes de tierra firme se apartaran de ella. Se creía que la isla había sido el sitio propicio para que anclaran los buques del famoso capitán Kidd y de otros filibusteros, quienes, se afirmaba, habían realizado ejecuciones en el lugar, saturando así la isla de espíritus malignos. También corría el rumor de que se podían ver luces misteriosas que se encendían y apagaban y que atraían a los pescadores hacia su muerte. En resumen, no era la clase de isla a la que se dedicaría tiempo, y menos aún por las palabras de tres jovenzuelos aventureros.

A pesar de haber sido desairados, los jóvenes se rehusaron a abandonar “su” tesoro y cuando Mcginnis y Smith se casaron unos cuantos años más tarde, llevaron a sus esposas a vivir a la Isla Oak, con objeto de poder permanecer cerca del tesoro escondido.

Su perseverancia eventualmente los recompensó. En 1804 se ingeniaron para atraer al rico doctor John Lynds, quien formó una compañía que empezó a excavar el foso seriamente, en esta ocasión valiéndose de todas las formas

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de instrumentos para excavar que estaban entonces en uso.

Continuaron avanzando más y más hacia abajo. A cada tres metros llegaban a otra plataforma de roble; todas estas plataformas tenían un espesor idéntico de 15 cm y cada una ajustaba dentro del tiro con una precisión tal que bien podría atribuirse a un ingeniero minero.

Después, a una profundidad de 30 mts se encontraron con un tipo de obstáculo completamente diferente: una sucesión de capas de carbón, revestimientos para barcos y esteras de fibra de coco. Cuando también eso hubo sido superado, descubrieron una gran piedra plana cubierta con extrañas inscripciones que se parecían a la escritura invertida. Debajo de todo esto ¡había más arcilla!

En esta etapa los excavadores dieron por concluidas las labores del día. El día siguiente era domingo. De manera que no fue sino hasta la mañana del lunes cuando regresaron al pozo. ¡Para su asombro encontraron el tiro de 30 mts de profundidad inundado con veinte metros de agua!

No puede caber la menor duda acerca de la tenacidad de los cavadores; inmediatamente se constituyeron en una cadena de hombres para sacar el agua con baldes. Su inteligencia parece dudosa, puesto que aparentemente no intentaron averiguar de donde procedía el agua. Únicamente después de 22 días de baldear, cuando el nivel del pozo no daba muestras de disminuir, intentaron adivinar el origen de la inundación. Mcginnis creía que habían llegado a un manantial subterráneo, aunque un sorbo del agua lo habría desengañado de esta teoría.

Obrando según esta suposición, emprendieron la agobiante faena de cavar otro pozo al lado del original, con la esperanza de vaciar el agua dentro del nuevo hoyo. Casi habían llegado a los 30 mts de profundidad, más hondo de lo que habían bajado la primera vez, cuando se escuchó un rugido atronador. ¡El antiguo tiro se había derrumbado! Y el nuevo empezó a llenarse de agua con tal rapidez que los hombres tuvieron que salir velozmente para salvar su vida.

Esto, por lo que se refería a la compañía, era el final. Habían agotado el capital e invertido meses en la ardua tarea. Su ganancia total: dos pozos anegados. El único resultado positivo fue el haber disipado la mala fama de la Isla Oak, ya que los espíritus malignos no se contaron entre sus tribulaciones.

Los cazafortunas atribuyeron su fracaso a la mala suerte. Como Smith escribiera a un amigo: “si no hubiera sido por las diversas diabluras que nos

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jugó la naturaleza, todos nosotros seríamos dueños de inmensas riquezas”. Según se hizo manifiesto posteriormente, la mala fortuna tuvo muy poco que ver con el fiasco.

Los primeros exploradores pusieron al descubierto únicamente 3 pistas. La primera era la moneda de cobre acuñada en 1713. La segunda era la estera de fibra de coco, evidentemente traída al sitio desde ultramar, puesto que ningún material semejante se hacía en América. La tercera era la piedra con las raras inscripciones, una pista que pudo haber ofrecido un indicio definitivo. Extrañamente, ninguno de los cazafortunas pareció prestarle la atención necesaria. Smith conservó la piedra en su casa, tratándola más bien como un recuerdo que como una posible clave para resolver el misterio. No fue sino hasta después de transcurridos 120 años, cuando la losa fue llevada a tierra firme para ser estudiada más detalladamente. La traducción era oscura. Una de las interpretaciones más vanas rezaba: “DOS MILLONES DE LIBRAS YACEN ENTERRADOS 10 PIES MÁS ABAJO”. Que éste fuera el significado de la interpretación, es muy poco probable. ¿Por qué alguien que se había servido de tanta ingeniosidad para proteger un tesoro de cualquier interferencia, iba a advertir de la presencia de éste sobre una placa de piedra? Por otra parte, durante ese período, una suma habría sido expresada en guineas y no en libras. De cualquier manera, la enigmática piedra fue extraviada, robada o destruida durante la década de los veinte. A pesar de sus fracasos iniciales, los descubridores estaban ahora más convencidos que nunca de que había un tesoro en el pozo. El único problema era cómo llegar a él.

Transcurrieron décadas. McGinnis falleció. Smith y Vaughan continuaron trabajando en sus granjas en la Isla Oak, sin perder nunca la esperanza de que algún día podrían apoderarse del oro.

En agosto de 1849 se formo en Truro, Nueva Escocia, una nueva sociedad, bien financiada. Integrado por hombres de negocios e ingenieros de la región, este nuevo grupo emprendió la tarea en una forma un tanto más científica.

Cavando hasta el nivel del agua del tiro, instalaron una broca de media caña, un taladro impulsado por medio de caballos, que se usaba en esos tiempos para operaciones de minería, el cual recogía muestras de cualquier material que atravesara. A los 32 mts, un poco más profundo que la excavación original, la broca atravesó otra capa de roble y después se introdujo en lo que parecía metal suelto. Al subirlo a la superficie, se encontró que el taladro contenía dos pequeños eslabones de una cadena. ¡Y los eslabones eran de oro puro!”

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Volvió a descender el taladro. Una vez más, atravesó una capa de metal suelto. Luego se introdujo dentro de algo más duro que, al ser inspeccionado, resulto ser más madera. Impulsada a una mayor profundidad, la broca repitió la misma secuencia: madera, metal suelto, madera.

Smith, Vaughan y los otros miembros de la sociedad se miraron uno al otro, rebosantes de alegría por el triunfo. La broca de media caña había comprobado que ellos estaban en lo correcto: sí había un tesoro dentro del tiro. Allá abajo había dos cofres, uno enterrado sobre el otro, cada uno fabricado con madera de roble de 10 cm de espesor, cada uno con un contenido de 55 cm de metal precioso.

Sin embargo, persistía el problema de llegar a los cofres. Estaba esa condenada agua. Para su asombro, resultó ser salada. Entonces, al observar el tiro, advirtieron que el nivel del agua ascendía y descendía al mismo ritmo que la marea. Puesto que era prácticamente imposible que el agua del mar se filtrara a través del duro suelo arcilloso, comprendieron rápidamente contra qué se tenían que enfrentar: un canal subterráneo comunicaba el tiro con el océano.

Bajo estas circunstancias podrían haber baldeado hasta el día del Juicio sin reducir el nivel del agua más de unos cuantos metros. La única probabilidad era bloquear la corriente en su origen. La playa más cercana se encontraba en la caleta Smith, distante del tiro unos 200 mts. Conforme los buscadores del tesoro peinaron la arena buscando el acceso del canal, su curiosidad se fue convirtiendo en azoro. Porque debajo de la arena descubrieron un fondo de piedra que cubría la distancia total entre las marcas de la marea alta y las de la marea baja. Este piso de piedra estaba cubierto diestramente con la misma fibra de coco que habían hallado dentro del foso. Debajo del fondo de piedra encontraron cinco desagües revestidos con piedras. Estos desagües partían en declive desde el océano hasta convergir en un canal central que se dirigía en una línea subterránea directa hacia el tiro del tesoro.

Por increíble que esto pareciera, alguien había convertido 50 mts de playa en una esponja. Al subir la marea, la tupida fibra de coco absorbía y retenía el agua, para después encauzarla hacia el foso por medio de los desagües. Normalmente, la presión de la tierra dentro del tiro bastaría para contener este volumen de agua, pero si alguien llegara a cavar dentro del foso desde la superficie y a sacar la tierra, la presión disminuiría. Conforme los merodeadores se acercaran a los cofres del tesoro, la tierra de encima ejercería menos presión, el agua de abajo aumentaría la presión y el tiro se inundaría automáticamente.

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Esto era fantástico, increíble, pero era verdad. El foso del tesoro tenía como protección el océano Atlántico. Que cualquier persona alterara el delicado balance entre el mar y el suelo y ¡Whoosh! Se anegaría el escondite.

Y aún ahora, los cazafortunas se veían frustrados por ese diseñador diabólicamente astuto. Persistía una pregunta vital: ¿Cómo se arreglarían los hombres que habían enterrado el tesoro para recuperarlo?

En alguna parte, dentro o cerca del tiro debía haber un dispositivo para mantener el hoyo seco mientras se sacaba su contenido, una especie de trampa de seguridad conocida únicamente por los diseñadores. Era imposible pensar que cualquier persona con la sorprendente habilidad del arquitecto de este pozo, se hubiera privado a sí mismo de sacar lo que había colocado dentro. Esta consideración aparentemente no cruzó por la mente de los miembros de la sociedad. En lugar de ello, gastaron una enorme suma construyendo una represa en la caleta Smith para evitar que el mar llenara el acceso al subir la marea. Después de esto, se podría haber bombeado el tiro.

¡Se podría haber bombeado, sí! Según sucedió, un violento ventarrón azotó la costa cuando subió la siguiente marea y la represa quedó destruida.

¡La compañía de Truro cayó en bancarrota! Tenía un déficit de 40 mil dólares y no había obtenido ni diez centavos de ganancia. Los miembros se retiraron para emprender ocupaciones menos emocionantes. Pero aún cuando estaban curándose sus heridas financieras, se consolaban uno al otro con el pensamiento de que, cuando menos, habían puesto al descubierto el admirable secreto del misterioso foso.

Pero resultó que no habían hecho tal cosa. El tiro todavía escondía secretos nunca antes imaginados.

Lo que habían logrado era concentrar la atención mundial en el enigma de la Isla Oak. En el transcurso de los siguientes 40 años se realizaron media docena de intentos para llegar al tesoro oculto, ninguno de los cuales obtuvo por lo menos lo que las anteriores expediciones.

Entonces, en 1893, un hombre excepcionalmente emprendedor, oriundo de Nueva Escocia, cuyo nombre era Frederick L. Blair, organizó otra sociedad más. La nueva compañía estaba decidida a no repetir los mismo errores de sus predecesores. Cuando Blair arribó al sitio del tesoro, se encontró con que tendrían que empezar desde cero. Los intentos anteriores, la mayor parte de ellos muy torpes, habían ocasionado que el tiro donde se encontraba el tesoro, al igual que los diversos fosos de desagüe que estaban a su alrededor, se derrumbaran.

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Con gran sagacidad Blair y sus trabajadores iniciaron operaciones, no en el lugar donde se encontraba el tesoro, sino en la caleta Smith. Perforaron una hilera de hoyos a lo largo de la trayectoria del canal subterráneo, rellenaron esas perforaciones con dinamita e hicieron estallar los canales, bloqueando así, de manera eficaz, la afluencia de agua de mar hacia el tiro. O al menos eso pensaron ellos.

Inmediatamente después, sumergieron un tubo de metal en el hoyo, siguiendo aproximadamente la trayectoria original de la broca de media caña utilizada por el grupo de Truro. En el interior del tubo protector, su propio taladro podría funcionar mucho más eficazmente.

Otra vez se introdujo una broca, perforando el misterioso hoyo de arcilla más y más profundamente, debajo de los niveles de las exploraciones previas. No parecía haber necesidad de continuar cavando más allá de donde se encontraban los dos cofres que contenían el tesoro, pero Blair abrigaba la idea de que el tiro podría reservar unas cuantas sorpresas adicionales. Y su corazonada era acertada.

A los 50 mts la broca extrajo una muestra de algo que, al principio, pareció ser blanda piedra parda. Sin embargo, al ser sometida a análisis químicos, resultó ser cemento, 17 cm de él. Luego había otros 10 cm de madera, después ochenta de metal suelto, seguidos de más madera y otra capa de cemento.

De cada uno de estos materiales, la broca extrajo minúsculas muestras, incluyendo motitas de oro y algo semejante a un fragmento de pergamino. En conjunto, presentaban una imagen de la anatomía del foso. Estaba claro que los dos cofres descubiertos más arriba constituían un señuelo, astutamente colocado ahí para dar a cualquier persona que se topara con él, la idea de que había hallado todo lo que había para hallar. El tesoro más valioso yacía dentro de la cámara de cemento, que estaba a 16 mts más abajo, dentro del tiro.

Como escribió Edward Hooper, uno de los miembros de la compañía, a un amigo en Londres: “Nunca en mi vida había experimentado la clase de emoción que se apoderó de nosotros en ese momento. Sentíamos que estábamos a punto de descubrir el secreto más astutamente encubierto sobre la faz de la Tierra. Las riquezas que se encontraban ahí abajo parecían tener menor importancia; era la solución al enigma lo que nos avivaba la curiosidad”.

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Pero las esperanzas del pomposo Hooper no se realizaron. Repentinamente se escuchó un gorgoteo estruendoso que venía de lo profundo del tiro. Unos segundos después, un chorro de agua salió del tubo y se elevo a 3 mts de altura, empapando a todos los que se encontraran a su alcance.

El agua era de mar, ¿pero de donde provenía? Blair ordenó que se bombearan grandes cantidades de tinte rojo dentro del tubo, luego observó el acceso para ver si advertía vestigios de él. No los hubo, lo que significaba que la conexión entre la caleta y el foso continuaba bloqueada. Sin embargo, horas más tarde aparecieron grandes manchas escarlatas en la playa que se encuentra en el costado sur de la isla, a más de 200 mts de distancia del tiro.

Esto podía significar solamente una cosa: existía otro túnel subterráneo dentro del hoyo, protegiendo la cámara de cemento del tesoro, de la misma manera que el canal descubierto había protegido los dos cofres. Blair y sus hombres recorrieron la playa sur, esperando encontrar el acceso. Pero ni ellos ni los que les sucedieron pudieron hallarlo jamás.

Con tenaz persistencia Blair continuó perforando, a pesar de la constante afluencia de agua. A los 60 mts, después de abrirse paso a través de otra capa de arcilla, la broca chocó con un obstáculo que no pudo penetrar. Era una placa de hierro. Éste era el punto más profundo que los cazafortunas habían llegado a alcanzar.

El hierro, que parece ser la última plataforma del tiro, nunca ha sido zanjado.

Pero Blair no había concluido. Inició nuevas operaciones de excavación, aunque para entonces, los contornos del tiro parecían un cenagal. El agua fluía a una velocidad de varios miles de litros por hora y volvían la arcilla en fango resbaloso. Después de forcejear en el lodo, los cavadores habían perdido todo vestigio de cualquiera de las dos cámaras del tesoro. Ahora, de hecho, no podían localizar siquiera la ubicación del tiro original. La búsqueda del tesoro se había convertido en un juego de la “gallinita ciega” sumamente costoso.

Blair se obstinaba en continuar, pero sus colegas de la sociedad, que habían gastado 115 mil dólares, decidieron dar sus operaciones por terminadas. Aunque Blair carecía de los recursos para continuar por sí mismo, compró los derechos del tesoro oculto en la isla y expidió una oferta permanente para arrendar estos derechos a cualquier tomador, a cambio de recibir una participación de cualquier cosa que se encontrara.

Hasta su muerte en 1951, el testarudo viejo de la Nueva Escocia, nunca abandonó la esperanza. Observaba un socio tras otro aceptar el desafío,

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miraba los métodos de excavación que se hacían cada vez más complejos y sofisticados y veía dilapidar enormes sumas de dinero en el foso.

En 1909 se trató de un ingeniero neoyorquino llamado Harry Bowdoin. Después siguieron compañías fuertemente financiadas de New Jersey, Maine y Wisconsin. En 1930 un grupo de Nueva Escocia regresó a la isla. Una por una, cada expedición se topaba con los mismos obstáculos que habían frustrado a sus predecesores, y una por una fracasaban.

En 1935, un hombre verdaderamente importante e inteligente recogió el guante. Gilbert Hedden, negociante de New Jersey, tenía dinero y experiencia considerable en minería. Emprendió las operaciones de rescate más exhaustivas que se habían realizado hasta entonces.

Tendió cables eléctricos submarinos que iban desde tierra firme hasta la isla Oak y tenían la energía suficiente para hacer funcionar sus máquinas. Durante un tiempo, las máquinas eléctricas pudieron vencer la corriente constante de agua marina, pero sus máquinas podían hacer muy poco contra el lodo. Cuando se inició la excavación en forma, los trabajadores de Hedden lucharon casi ten inútilmente como lo habían hecho los de Blair. Hasta donde se podía determinar, las constantes perforaciones, excavaciones e inundaciones, aunadas a los diversos hoyos de desagüe abiertos alrededor del pozo, habían alterado en tal forma la ubicación de los cofres del tesoro, que ya no era posible fijar su posición dentro de un radio menor a los 30 mts. Después que el “juego del escondite” se hubo tragado 140 mil dólares, el hombre de New Jersey tiró la toalla.

El foso siguió atrayendo cazafortunas que acudían ahí constantemente. Llegaron exploradores y mineros veteranos, hombres con varas rastreadoras e inclusive una dama escocesa con un mapa que ella aseguraba haber trazado de acuerdo con las instrucciones que le proporcionó el fantasma del capitán Kidd.

La mayor parte de los cazafortunas permanecía solo el tiempo suficiente para añadir su dinero a las inmensas cantidades ya dilapidadas en el foso. Para algunos, el tiro se convirtió en una obsesión; inclusive después de haber fracasado, no podían soportar apartarse de ese sitio.

En 1959, un fundidor de acero llamado Robert Restall, oriundo de Ontario, renunció a su trabajo permanente y se mudó con su familia a la isla. Robert, que en sus años mozos fuera un intrépido motociclista tuvo con su esposa Mildred, una ex bailarina de ballet, dos hijos: Robert Jr. y Ricky.

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Construyó una pequeña cabaña cerca de la lodosa depresión, esparcida de escombros, que actualmente indica el sitio donde se localiza el tesoro. Dedicó 4 años y gastó todos sus ahorros en efectuar operaciones de excavación a pequeña escala, las cuales fracasaron rotundamente.

El 17 de agosto de 1965 sobrevino la tragedia cuando Robert Restall, aparentemente intoxicado por los vapores de monóxido de carbono que despedía una bomba mecánica de gasolina que se hallaba cerca, sufrió un colapso y cayó en un tiro de 9 mts de profundidad. Los intentos que realizaron su hijo Robert, de 24 años, un asociado y tres trabajadores por salvarlo, tuvieron un desenlace igualmente trágico. Tres de los rescatadores, entre ellos el hijo de Restall, perecieron también, vencidos por los vapores.

Conclusión Éste, pues, es el relato del tesoro oculto más enigmático y enloquecedor del mundo: el tesoro de la Isla Oak, que ha desafiado absolutamente todos los alardes tecnológicos de la era atómica. Tal vez un día algún aventurero casual, al vagar por el terreno, descubrirá por accidente la clave; la historia nos juega esa clase de bromas.

Pero hasta que no llegue este día, que puede no suceder jamás, únicamente podemos conjeturar acerca de la naturaleza exacta del tesoro y del misterioso mecanismo utilizado por sus arquitectos, quienes esperaron algún día convertir en un sésamo abierto el foso donde se encuentra el tesoro. Sabemos que hay tanto oro como pergamino en la isla Oak, pero no qué cantidad de cada uno. Sin embargo, no puede caber la menor duda acerca del elevado valor del contenido, puesto que nadie emprende en broma una tarea hercúlea semejante.

Es precisamente la magnitud de esa tarea lo que nos ofrece cuando menos una ligera pista acerca de los hombres que la realizaron. Gracias a la habilidad literaria de Robert Louis Stevenson, estamos inclinados a asociar las islas de tesoros con la piratería. Pero conforme consideramos más detalladamente la estructura del foso, esa teoría va pareciendo cada vez menos verosímil. El entierro del tesoro de la Isla Oak requirió no solamente de un gran número de hombres que trabajaran sin distracciones durante períodos prolongados; también fue necesaria una práctica experta en ingeniería, conocimientos de un orden superior, semejantes a la genialidad. Quienquiera que haya diseñado el tiro, obviamente confiaba en regresar un día con un número suficiente de hombres para rescatar el contenido. No existe la más ligera evidencia en la historia que confirme que haya habido un grupo de bucaneros dotado de la destreza utilizada en la construcción de esta caja de seguridad a prueba de robos.

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La moneda de cobre de 1713 hallada en el sitio del tesoro ha ocasionado que muchos investigadores conjeturen que el tesoro fue enterrado alrededor de esa época. Pero no existe razón alguna para que no pudiera haber sido enterrado mucho después, digamos, en 1758.

Porque 1758 fue el año en que la gigantesca fortaleza de Louisbourg cayó en manos de los atacantes británicos después de un sitio prolongado y cruel durante la guerra francesa e india. Louisbourg, diseñada para custodiar la desembocadura vital del río San Lorenzo, estaba situada en la isla de Cabo Breton, cerca de la punta norte de Nueva Escocia. La fortaleza contenía parte de la reserva de oro de la Nueva Francia y, de haber conseguido los británicos poner sus manos sobre ella, con toda certeza habrían mencionado un golpe maestro semejante en sus registros oficiales. Sería algo histórico.

Existe una firme posibilidad de que los franceses hayan sacado su oro de la fortaleza y lo hayan transportado 370 km hacia el sur, a la Isla Oak. Por esa época, los ingenieros militares de Francia eran, indiscutiblemente, los mejores del mundo; ellos habrían contado tanto con la mano de obra como la habilidad necesarias para construir un escondite tan impenetrable.

Naturalmente, los arquitectos supusieron que eventualmente arrebatarían de manos de los británicos el Canadá francés. Entonces regresarían con calma y recuperarían el oro. La historia, personificada en el general James Wolfe, convirtió esa suposición en una ilusión. Y de esta manera, la posteridad ha recibido como legado una enigmática caja fuerte para la cual ningún ladrón, por más habilidoso que éste sea, ha logrado todavía encontrar la llave.