"El Escritorio de Marx". Por Maximiliano Crespi

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1 “El escritorio de Marx” *  Por Maximiliano Crespi Karl Marx se levantaba entre las ocho y las nueve de la mañana, tomaba una taza de café, leía los diarios y entraba a su gabinete de trabajo hasta las dos o tres de la mañana del día siguiente. No interrumpía su trabajo sino para comer y para dar un paseo, al caer la tarde, cuando el tiempo lo permitía, por el Hampstead Heath. Podía trabajar en cualquier lugar. «Soy un ciudadano del mundo -decía- y trabajo donde quiera que me encuentre». Pero su espacio de producción intelectual más conocido es el el gabinete de trabajo de Maitland Park Road. Allí, a esa habitación que se ha hecho ya histórica, afluían los camaradas de todo el mundo civilizado para conversar con el maestro del  pensamiento socialista. Para entender la intimidad de la vida intelectual de Marx, es  preciso pensar en ese gabinete. Estaba situado en el primer piso de la casa y tenía un ancho ventanal por el que la luz entraba abundantemente. Frente a la ventana, a ambos lados de la chimenea, había anaqueles colmados de libros, paquetes de periódicos y manuscritos. A un lado de la ventana, dos mesas con pilas de papeles, libros, periódicos. En medio de la habitación, en el sitio más iluminado, había una mesita de trabajo de un metro de largo y por 70 centímetros de ancho y un sillón de madera, donde Marx trabajaba habitualmente. Entre el sillón y los anaqueles de libros había un diván de cuero, sobre el cual se tendía de vez en cuando a descansar. Sobre la chimenea había se acumulaban libros, cigarros, cigarrillos, paquetes de tabaco, pisacartas, fotografías de sus hijas, de su mujer, de Guillermo Wolff y de Engels. Era un fumador empedernido. «  El Capital no me dará nunca el dinero que me han costado los cigarros que he fumado escribiéndolo», solía decir a sus amigos. Según Lafargue, uno de sus últimos secretarios, Marx no permitía se que nadie se entrometiese a poner orden en sus cosas. Y en realidad el desorden era sólo aparente  porque él siempre encontraba rápidamente el libro, el apunte o el recorte que buscaba. Frecuentemente se interrumpía en el curso de una conversación para mostrar la última cita o la cifra que acababa de indicar. Él y su gabinete de trabajo no formaban sino un solo y único conjunto: se servía de sus libros y los papeles de archivo como de sus *  Texto tomado de un posteo del día 27 de octubre de 2014 en su perfil de facebook.

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7/27/2019 "El Escritorio de Marx". Por Maximiliano Crespi

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“El escritorio de Marx”*

 

Por Maximiliano Crespi

Karl Marx se levantaba entre las ocho y las nueve de la mañana, tomaba una taza de

café, leía los diarios y entraba a su gabinete de trabajo hasta las dos o tres de la mañana

del día siguiente. No interrumpía su trabajo sino para comer y para dar un paseo, al caer

la tarde, cuando el tiempo lo permitía, por el Hampstead Heath. Podía trabajar en

cualquier lugar. «Soy un ciudadano del mundo -decía- y trabajo donde quiera que me

encuentre». Pero su espacio de producción intelectual más conocido es el el gabinete de

trabajo de Maitland Park Road. Allí, a esa habitación que se ha hecho ya histórica,

afluían los camaradas de todo el mundo civilizado para conversar con el maestro del

 pensamiento socialista. Para entender la intimidad de la vida intelectual de Marx, es

 preciso pensar en ese gabinete. Estaba situado en el primer piso de la casa y tenía un

ancho ventanal por el que la luz entraba abundantemente. Frente a la ventana, a ambos

lados de la chimenea, había anaqueles colmados de libros, paquetes de periódicos y

manuscritos. A un lado de la ventana, dos mesas con pilas de papeles, libros, periódicos.

En medio de la habitación, en el sitio más iluminado, había una mesita de trabajo de un

metro de largo y por 70 centímetros de ancho y un sillón de madera, donde Marx

trabajaba habitualmente. Entre el sillón y los anaqueles de libros había un diván de

cuero, sobre el cual se tendía de vez en cuando a descansar. Sobre la chimenea había se

acumulaban libros, cigarros, cigarrillos, paquetes de tabaco, pisacartas, fotografías de

sus hijas, de su mujer, de Guillermo Wolff y de Engels. Era un fumador empedernido.

« El Capital no me dará nunca el dinero que me han costado los cigarros que he fumado

escribiéndolo», solía decir a sus amigos.Según Lafargue, uno de sus últimos secretarios, Marx no permitía se que nadie se

entrometiese a poner orden en sus cosas. Y en realidad el desorden era sólo aparente

 porque él siempre encontraba rápidamente el libro, el apunte o el recorte que buscaba.

Frecuentemente se interrumpía en el curso de una conversación para mostrar la última

cita o la cifra que acababa de indicar. Él y su gabinete de trabajo no formaban sino un

solo y único conjunto: se servía de sus libros y los papeles de archivo como de sus

* Texto tomado de un posteo del día 27 de octubre de 2014 en su perfil de facebook.

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 propias manos. No tenía en cuenta para nada la simetría al colocar los libros en los

estantes. Los en cuatro, los en octavo y los folletos estaban confundidos unos con otros.

 No los ordenaba conforme a su dimensión o a su materia, sino de acuerdo a las

relaciones que establecían en su propio pensamiento. Todos esos materiales eran para él

instrumentos de trabajo, no objetos de lujo. «Son mis esclavos -solía decir- y deben

servirme a mí, no yo a ellos». Los maltrataba sin cuidarse de su formato, ni de su

encuadernación, ni de la belleza del papel o de la impresión. Plegaba las puntas,

señalaba los márgenes con trazos de lápiz o de tinta y subrayaba pasajes completos de

narración histórica. No escribía notas marginales pero solía marcar los pasajes con

signos de interrogación o de admiración cuando el autor excedía los argumentos. El

sistema que empleaba en ese subrayado y puntuación le permitía encontrar fácilmente el

 pasaje que buscaba. Pero además tenía la costumbre de releer, aun después de años, sus

cuadernos de notas y los pasajes subrayados en sus libros para conservarlos mejor en su

memoria, que era por demás admirable. La había ejercitado desde su juventud siguiendo

el consejo de Hegel y aprendiendo de memoria versos escritos en idiomas que

desconocía. Leía correctamente todas las lenguas europeas y escribía sin problemas en

tres: alemán, inglés y francés. A los 50 años se puso a estudiar ruso sólo para leer a

Pushkin y Gogol. «Un idioma extranjero -solía decir a sus hijas- es un arma en la lucha

 por la existencia».