El esfuerzo de escribir un cuento · Fue en México, a mi regreso de Barcelona, en 1974, donde se...

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"El esfuerzo de escribir un cuentocorto es tan intenso como empezaruna novela. Pues en el primerpárrafo de una novela hay quedefinir todo: estructura, tono, estilo,ritmo, longitud, y a veces hasta elcarácter de algún personaje. Lodemás es el placer de escribir, elmás íntimo y solitario que puedaimaginarse, y si uno no se quedacorrigiendo el libro por el resto de lavida, es porque el mismo rigor defierro que hace falta para empezarlose impone para terminarlo. Elcuento, en cambio, no tiene principio

ni fin: fragua o no fragua. Y si nofragua, la experiencia propia y laajena enseñan que en la mayoría delas veces es más saludableempezarlo de nuevo por otrocamino, o tirarlo a la basura." Estevolumen recoge los cuentos que,afortunadamente para los lectoresde García Márquez, no terminaronen la papelera, precedidos por unprólogo en el que se da razón depor qué son doce, por qué soncuentos y por qué son peregrinos.

Gabriel García Márquez

Doce cuentosperegrinos

ePUB v1.0ALEX_AAR 22.05.12

Título original: Doce cuentos peregrinosGabriel García Márquez, 1992.Diseño/retoque portada: ALEX_AAR

Editor original: ALEX_AAR (v1.0)ePub base v2.0

PRÓLOGO

PORQUÉ DOCE, PORQUÉCUENTOS Y PORQUÉ

PEREGRINOS

Los doce cuentos de este librofueron escritos en el curso de losúltimos dieciocho años. Antes de suforma actual, cinco de ellos fueron notasperiodísticas y guiones de cine, y unofue un serial de televisión. Otro lo contéhace quince años en una entrevistagrabada, y el amigo a quien se lo contélo transcribió y lo publicó, y ahora lo he

vuelto a escribir a partir de esa versión.Ha sido una rara experiencia creativaque merece ser explicada, aunque seapara que los niños que quieren serescritores cuando sean grandes sepandesde ahora qué insaciable y abrasivoes el vicio de escribir.

La primera idea se me ocurrió aprincipios de la década de los setenta, apropósito de un sueño esclarecedor quetuve después de cinco años de vivir enBarcelona. Soñé que asistía a mi propioentierro, a pie, caminando entre un grupode amigos vestidos de luto solemne,pero con un ánimo de fiesta. Todosparecíamos dichosos de estar juntos. Y

yo más que nadie, por aquella grataoportunidad que me daba la muerte paraestar con mis amigos de América Latina,los más antiguos, los más queridos, losque no veía desde hacía más tiempo. Alfinal de la ceremonia, cuando empezarona irse, yo intenté acompañarlos, perouno de ellos me hizo ver con unaseveridad terminante que para mí sehabía acabado la fiesta. «Eres el únicoque no puede irse», me dijo. Sóloentonces comprendí que morir es noestar nunca más con los amigos.

No sé por qué, aquel sueño ejemplarlo interpreté como una toma deconciencia de mi identidad, y pensé que

era un buen punto de partida paraescribir sobre las cosas extrañas que lessuceden a los latinoamericanos enEuropa. Fue un hallazgo alentador, pueshabía terminado poco antes El Otoño delPatriarca, que fue mi trabajo más arduoy azaroso, y no encontraba por dóndeseguir.

Durante unos dos años tomé notas delos temas que se me iban ocurriendo sindecidir todavía qué hacer con ellos.Como no tenía en casa una libreta deapuntes la noche en que resolví empezar,mis hijos me prestaron un cuaderno deescuela. Ellos mismos lo llevaban en susmorrales de libros en nuestros viajes

frecuentes por temor de que se perdiera.Llegué a tener sesenta y cuatro temasanotados con tantos pormenores, quesólo me faltaba escribirlos.

Fue en México, a mi regreso deBarcelona, en 1974, donde se me hizoclaro que este libro no debía ser unanovela, como me pareció al principio,sino una colección de cuentos cortos,basados en hechos periodísticos peroredimidos de su condición mortal porlas astucias de la poesía. Hasta entonceshabía escrito tres libros de cuentos. Sinembargo, ninguno de los tres estabaconcebido y resuelto como un todo, sinoque cada cuento era una pieza autónoma

y ocasional. De modo que la escritura delos sesenta y cuatro podía ser unaaventura fascinante si lograbaescribirlos todos con un mismo trazo, ycon una unidad interna de tono y deestilo que los hiciera inseparables en lamemoria del lector.

Los dos primeros —El rastro de tusangre en la nieve y El verano feliz de laseñora Forbes— los escribí en 1976, ylos publiqué enseguida en suplementosliterarios de varios países. No me toméni un día de reposo, pero a mitad deltercer cuento, que era por cierto el demis funerales, sentí que estabacansándome más que si fuera una

novela. Lo mismo me ocurrió con elcuarto. Tanto, que no tuve aliento paraterminarlos. Ahora sé por qué: elesfuerzo de escribir un cuento corto estan intenso como empezar una novela.Pues en el primer párrafo de una novelahay que definir todo: estructura, tono,estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta elcarácter de algún personaje. Lo demáses el placer de escribir, el más íntimo ysolitario que pueda imaginarse, y si unono se queda corrigiendo el libro por elresto de la vida es porque el mismorigor de fierro que hace falta paraempezarlo se impone para terminarlo. Elcuento, en cambio, no tiene principio ni

fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, laexperiencia propia y la ajena enseñanque en la mayoría de las veces es mássaludable empezarlo de nuevo por otrocamino, o tirarlo a la basura. Alguienque no recuerdo lo dijo bien con unafrase de consolación: «Un buen escritorse aprecia mejor por lo que rompe quepor lo que publica». Es cierto que norompí los borradores y las notas, perohice algo peor: los eché al olvido.

Recuerdo haber tenido el cuadernosobre mi escritorio de México, náufragoen una borrasca de papeles, hasta 1978.Un día, buscando otra cosa, caí en lacuenta de que lo había perdido de vista

desde hacía tiempo. No me importó.Pero cuando me convencí de que enrealidad no estaba en la mesa sufrí unataque de pánico. No quedó en la casaun rincón sin registrar a fondo.Removimos los muebles, desmontamosla biblioteca para estar seguros de queno se había caído detrás de los libros, ysometimos al servicio y a los amigos ainquisiciones imperdonables. Ni rastro.La única explicación posible —¿oplausible?—es que en algunos de lostantos exterminios de papeles que hagocon frecuencia se fue el cuaderno para elcajón de la basura.

Mi propia reacción me sorprendió:

los temas que había olvidado durantecasi cuatro años se me convirtieron enun asunto de honor. Tratando derecuperarlos a cualquier precio, en untrabajo tan arduo como escribirlos,logré reconstruir las notas de treinta.Como el mismo esfuerzo de recordarlosme sirvió de purga, fui eliminando sincorazón los que me parecieroninsalvables, y quedaron dieciocho. Estavez me animaba la determinación deseguir escribiéndolos sin pausa, peropronto me di cuenta de que les habíaperdido el entusiasmo. Sin embargo, alcontrario de lo que siempre les habíaaconsejado a los escritores nuevos, no

los eché a la basura sino que volví aarchivarlos. Por si acaso.

Cuando empecé Crónica de unamuerte anunciada, en 1979, comprobéque en las pausas entre dos libros perdíael hábito de escribir y cada vez meresultaba más difícil empezar de nuevo.Por eso, entre octubre de 1980 y marzode 1984, me impuse la tarea de escribiruna nota semanal en periódicos dediversos países, como disciplina paramantener el brazo caliente. Entonces seme ocurrió que mi conflicto con losapuntes del cuaderno seguía siendo unproblema de géneros literarios, y que enrealidad no debían ser cuentos sino

notas de prensa. Sólo que después depublicar cinco notas tomadas delcuaderno, volví a cambiar de opinión:eran mejores para el cine. Fue así comose hicieron cinco películas y un serial detelevisión.

Lo que nunca preví fue que eltrabajo de prensa y de cine mecambiaría ciertas ideas sobre loscuentos, hasta el punto de que alescribirlos ahora en su forma final hetenido que cuidarme de separar conpinzas mis propias ideas de las que meaportaron los directores durante laescritura de los guiones. Además, lacolaboración simultánea con cinco

creadores diversos me sugirió otrométodo para escribir los cuentos:empezaba uno cuando tenía el tiempolibre, lo abandonaba cuando me sentíacansado, o cuando surgía algún proyectoimprevisto, y luego empezaba otro. Enpoco más de un año, seis de losdieciocho temas se fueron al cesto delos papeles, y entre ellos el de misfunerales, pues nunca logré que fuerauna parranda como la del sueño. Loscuentos restantes, en cambio, parecierontomar aliento para una larga vida.

Ellos son los doce de este libro. Enseptiembre pasado estaban listos paraimprimir después otros dos años de

trabajo intermitente. Y así hubieraterminado su incesante peregrinaje deida y vuelta al cajón de la basura, de nohaber sido porque a última hora memordió una duda final. Puesto que lasdistintas ciudades de Europa dondeocurren los cuentos las había descrito dememoria y a distancia, quise comprobarla fidelidad de mis recuerdos casi veinteaños después, y emprendí un rápidoviaje de reconocimiento a Barcelona,Ginebra, Roma y París.

Ninguna de ellas tenía ya nada quever con mis recuerdos. Todas, comotoda la Europa actual, estabanenrarecidas por una inversión

asombrosa: los recuerdos reales meparecían fantasmas de la memoria,mientras los recuerdos falsos eran tanconvincentes que habían suplantado a larealidad. De modo que me era imposibledistinguir la línea divisoria entre ladesilusión y la nostalgia. Fue la soluciónfinal. Pues por fin había encontrado loque más me hacía falta para terminar ellibro, y que sólo podía dármelo eltranscurso de los años: una perspectivaen el tiempo.

A mi regreso de aquel viajeventuroso reescribí todos los cuentosotra vez desde el principio en ochomeses febriles en los que no necesité

preguntarme dónde terminaba la vida ydónde empezaba la imaginación, porqueme ayudaba la sospecha de que quizásno fuera cierto nada de lo vivido veinteaños antes en Europa. La escritura se mehizo entonces tan fluida que a ratos mesentía escribiendo por el puro placer denarrar, que es quizás el estado humanoque más se parece a la levitación.Además, trabajando todos los cuentos ala vez y saltando de uno a otro con plenalibertad, conseguí una visiónpanorámica que me salvó del cansanciode los comienzos sucesivos, y me ayudóa cazar redundancias ociosas ycontradicciones mortales. Creo haber

logrado así el libro de cuentos máspróximo al que siempre quise escribir.

Aquí está, listo para ser llevado a lamesa después de tanto andar del timboal tambo peleando para sobrevivir a lasperversidades de la incertidumbre.Todos los cuentos, salvo los dosprimeros, fueron terminados al mismotiempo, y cada uno lleva la fecha en quelo empecé. El orden en que están en estaedición es el que tenían en el cuadernode notas.

Siempre he creído que toda versiónde un cuento es mejor que la anterior.¿Corno saber entonces cuál debe ser laúltima? Es un secreto del oficio que no

obedece a las leyes de la inteligenciasino a la magia de los instintos, comosabe la cocinera cuándo está la sopa. Detodos modos, por las dudas, no volveréa leerlos, como nunca he vuelto a leerninguno de mis libros por temor dearrepentirme. El que los lea sabrá quéhacer con ellos. Por fortuna, para estosdoce cuentos peregrinos terminar en elcesto de los papeles debe ser como elalivio de volver a casa.

Gabriel García MárquezCartagena de Indias, abril, 1992

BUEN VIAJE,SEÑOR

PRESIDENTE

ESTABA SENTADO en el escañode madera bajo las hojas amarillas delparque solitario, contemplando loscisnes polvorientos con las dos manosapoyadas en el pomo de plata delbastón, y pensando en la muerte. Cuandovino a Ginebra por primera vez el lagoera sereno y diáfano, y había gaviotasmansas que se acercaban a comer en lasmanos, y mujeres de alquiler que

parecían fantasmas de las seis de latarde, con volantes de organdí ysombrillas de seda. Ahora la únicamujer posible, hasta donde alcanzaba lavista, era una vendedora de flores en elmuelle desierto. Le costaba creer que eltiempo hubiera podido hacer semejantesestragos no sólo en su vida sino tambiénen el mundo.

Era un desconocido más en la ciudadde los desconocidos ilustres. Llevaba elvestido azul oscuro con rayas blancas, elchaleco de brocado y el sombrero durode los magistrados en retiro. Tenía unbigote altivo de mosquetero, el cabelloazulado y abundante con ondulaciones

románticas, las manos de arpista con lasortija de viudo en el anular izquierdo, ylos ojos alegres. Lo único que delatabael estado de su salud era el cansancio dela piel. Y aun así, a los setenta y tresaños, seguía siendo de una eleganciaprincipal. Aquella mañana, sin embargo,se sentía a salvo de toda vanidad. Losaños de la gloria y el poder habíanquedado atrás sin remedio, y ahora sólopermanecían los de la muerte.

Había vuelto a Ginebra después dedos guerras mundiales, en busca de unarespuesta terminante para un dolor quelos médicos de la Martinica no lograronidentificar. Había previsto no más de

quince días, pero iban ya seis semanasde exámenes agotadores y resultadosinciertos, y todavía no se vislumbraba elfinal. Buscaban el dolor en el hígado, enel riñón, en el páncreas, en la próstata,donde menos estaba. Hasta aquel juevesindeseable, en que el médico menosnotorio de los muchos que lo habíanvisto lo citó a las nueve de la mañana enel pabellón de neurología.

La oficina parecía una celda demonjes, y el médico era pequeño ylúgubre, y tenía la mano derechaescayolada por una fractura del pulgar.Cuando apagó la luz, apareció en lapantalla la radiografía iluminada de una

espina dorsal que él no reconoció comosuya hasta que el médico señaló con unpuntero, debajo de la cintura, la unión dedos vértebras.

—Su dolor está aquí —le dijo.Para él no era tan fácil. Su dolor era

improbable y escurridizo, y a vecesparecía estar en el costillar derecho y aveces en el bajo vientre, y a menudo losorprendía con una punzada instantáneaen la ingle. El médico lo escuchó ensuspenso y con el puntero inmóvil en lapantalla. «Por eso nos despistó durantetamo tiempo», dijo. «Pero ahorasabemos que está aquí». Luego se pusoel índice en la sien, y precisó:

—Aunque en estricto rigor, señorpresidente, todo dolor está aquí.

Su estilo clínico era tan dramático,que la sentencia final pareció benévola:el presidente tenía que someterse a unaoperación arriesgada e inevitable. Éstele preguntó cuál era el margen de riesgo,y el viejo doctor lo envolvió en una luzde in certidumbre.

—No podríamos decirlo con certeza—le dijo.

Hasta hacía poco, precisó, losriesgos de accidentes fatales erangrandes, y más aún los de distintasparálisis de diversos grados. Pero conlos avances médicos de las dos guerras

esos temores eran cosas del pasado.—Vayase tranquilo —concluyó—.

Prepare bien sus cosas, y avísenos. Peroeso sí, no olvide que cuanto antes serámejor.

No era una buena mañana paradigerir esa mala noticia, y menos a laintemperie. Había salido muy tempranodel hotel, sin abrigo, porque vio un solradiante por la ventana, y se había idocon sus pasos contados desde el Chemindu Beau Soleil, donde estaba el hospital,hasta el refugio de enamorados furtivosdel Parque Inglés. Llevaba allí más deuna hora, siempre pensando en lamuerte, cuando empezó el otoño. El lago

se encrespó como un océanoembravecido, y un viento de desordenespantó a las gaviotas y arrasó con lasúltimas hojas. El presidente se levantó y,en vez de comprársela a la florista,arrancó una margarita de los canterospúblicos y se la puso en el ojal de lasolapa. La florista lo sorprendió.

—Esas flores no son de Dios, señor—le dijo, disgustada—. Son delayuntamiento.

Él no le puso atención. Se alejó contrancos ligeros, empuñando el bastónpor el centro de la caña, y a veceshaciéndolo girar con un donaire un tantolibertino. En el puente del Mont Blanc

estaban quitando a toda prisa lasbanderas de la Confederaciónenloquecidas por la ventolera, y elsurtidor esbelto coronado de espuma seapagó antes de tiempo. El presidente noreconoció su cafetería de siempre sobreel muelle, porque habían quitado eltoldo verde de la marquesina y lasterrazas floridas del verano acababan decerrarse. En el salón, las lámparasestaban encendidas a pleno día, y elcuarteto de cuerdas tocaba un Mozartpremonitorio. El presidente cogió en elmostrador un periódico de la pilareservada para los clientes, colgó elsombrero y el bastón en la percha, se

puso los lentes con armadura de oropara leer en la mesa más apartada, ysólo entonces tomó conciencia de quehabía llegado el otoño. Empezó a leerpor la página internacional, dondeencontraba muy de vez en cuando algunanoticia de las Américas, y siguióleyendo de atrás hacia adelante hastaque la mesera le llevó su botella diariade agua de Evian. Hacía más de treintaaños que había renunciado al hábito delcafé por imposición de sus médicos.Pero había dicho: «Si alguna vez tuvierala certidumbre de que voy a morir,volvería a tomarlo». Quizás la horahabía llegado.

—Tráigame también un café —ordenó en un francés perfecto. Y precisósin reparar en el doble sentido—: A laitaliana, como para levantar a un muerto.

Se lo tomó sin azúcar, a sorboslentos, y después puso la taza bocabajoen el plato para que el sedimento delcafé, después de tantos años, tuvieratiempo de escribir su destino. El saborrecuperado lo redimió por un instante desu mal pensamiento. Un instantedespués, como parte del mismosortilegio, sintió que alguien lo miraba.Entonces pasó la página con un gestocasual, miró por encima de los lentes, yvio al hombre pálido y sin afeitar, con

una gorra deportiva y una chaqueta decordero volteado, que apartó la miradaal instante para no tropezar con la suya.

Su cara le era familiar. Se habíancruzado varias veces en el vestíbulo delhospital, lo había vuelto a ver cualquierdía en una motoneta por la Promenadedu Lac mientras él contemplaba loscisnes, pero nunca se sintió reconocido.No descartó, sin embargo, que fuera otrade las tantas fantasías persecutorias delexilio.

Terminó el periódico sin prisa,flotando en los chelos suntuosos deBrahms, hasta que el dolor fue másfuerte que la analgesia de la música.

Entonces miró el relojito de oro quellevaba colgado de una leontina en elbolsillo del chaleco, y se tomó las dostabletas calmantes del medio día con elúltimo trago del agua de Evian. Antes dequitarse los lentes descifró su destino enel asiento del café, y sintió unestremecimiento glacial: allí estaba laincertidumbre.

Por último pagó la cuenta con unapropina estítica, cogió el bastón y elsombrero en la percha, y salió a la callesin mirar al hombre que lo miraba. Sealejó con su andar festivo, bordeandolos canteros de flores despedazadas porel viento, y se creyó liberado del

hechizo. Pero de pronto sintió los pasosdetrás de los suyos, se detuvo al doblarla esquina, y dio media vuelta. Elhombre que lo seguía tuvo que pararseen seco para no tropezar con él, y lomiró sobrecogido, a menos de dospalmos de sus ojos.

—Señor presidente —murmuró.—Dígale a los que le pagan que no

se hagan ilusiones —dijo el presidente,sin perder la sonrisa ni el encanto de lavoz—. Mi salud es perfecta.

—Nadie lo sabe mejor que yo —dijo el hombre, abrumado por la cargade dignidad que le cayó encima—.Trabajo en el hospital.

La dicción y la cadencia, y aun sutimidez, eran las de un caribe crudo.

—No me dirá que es médico —ledijo el presidente.

—Qué más quisiera yo, señor —dijoel hombre—. Soy chofer de ambulancia.

—Lo siento —dijo el presidente,convencido de su error—. Es un trabajoduro.

—No tanto como el suyo, señor. Éllo miró sin reservas, se apoyó en elbastón con las dos manos, y le preguntócon un interés real:

—¿De dónde es usted?—Del Caribe.—De eso ya me di cuenta —dijo el

presidente—.¿Pero de qué país?—Del mismo que usted, señor, —

dijo el hombre, y le tendió la mano—:Mi nombre es Homero Rey.

El presidente lo interrumpiósorprendido, sin soltarle la mano.

—Caray —le dijo—: ¡Qué buennombre! Homero se relajó.

—Y es más todavía —dijo—:Homero Rey de la Casa.

Una cuchillada invernal lossorprendió indefensos en mitad de lacalle. El presidente se estremeció hastalos huesos y comprendió que no podríacaminar sin abrigo las dos cuadras que

le faltaban hasta la fonda de pobresdonde solía comer.

—¿Ya almorzó? —le preguntó aHomero.

—Nunca almuerzo —dijo Homero—. Como una sola vez por la noche enmi casa.

—Haga una excepción por hoy —ledijo él con todos sus encantos a flor depiel—.

Lo invito a almorzar.Lo tomó del brazo y lo condujo hasta

el restaurante de enfrente, con el nombredorado en la marquesina de lona: LeBoeuf Couronné. El interior era estrechoy cálido, y no parecía haber un sitio

libre. Homero Rey, sorprendido de quenadie reconociera al presidente, siguióhasta el fondo del salón para pedirayuda.

—¿Es presidente en ejercicio? —lepreguntó el patrón.

—No —dijo Homero—. Derrocado.El patrón soltó una sonrisa de

aprobación.—Para esos —dijo—tengo siempre

una mesa especial.Los condujo a un lugar apartado en

el fondo del salón donde podían charlara gusto. El presidente se lo agradeció.

—No todos reconocen como usted ladignidad del exilio —dijo.

La especialidad de la casa eran lascostillas de buey al carbón. Elpresidente y su invitado miraron entorno, y vieron en las otras mesas losgrandes trozos asados con un borde degrasa tierna. «Es una carne magnífica»,murmuró el presidente. «Pero la tengoprohibida». Fijó en Homero una miradatraviesa, y cambió de tono.

—En realidad, tengo prohibido todo.—También tiene prohibido el café,

—dijo Homero—, y sin embargo lotoma.

—¿Se dio cuenta? —dijo elpresidente—. Pero hoy fue sólo unaexcepción en un día excepcional.

La excepción de aquel día no fuesólo con el café. También ordenó unacostilla de buey al carbón y unaensalada de legumbres frescas sin másaderezos que un chorro de aceite deolivas. Su invitado pidió lo mismo, másmedia garrafa de vino tinto.

Mientras esperaban la carne,Homero sacó del bolsillo de la chaquetauna billetera sin dinero y con muchospapeles, y le mostró al presidente unafoto descolorida. Él se reconoció enmangas de camisa, con varias librasmenos y el cabello y el bigote de uncolor negro intenso, en medio de untumulto de jóvenes que se habían

empinado para sobresalir. De una solamirada reconoció el lugar, reconoció losemblemas de una campaña electoralaborrecible, reconoció la fecha ingrata.«¡Qué barbaridad!», murmuró. «Siemprehe dicho que uno envejece más rápidoen los retratos que en la vida real». Ydevolvió la foto con el gesto de un actofinal.

—Lo recuerdo muy bien —dijo—.Fue hace miles de años en la gal era deSan Cristóbal de las Casas.

—Es mi pueblo —dijo Homero, y seseñaló a sí mismo en el grupo—: Éstesoy yo.

El presidente lo reconoció.

—¡Era una criatura!—Casi —dijo Homero—. Estuve

con usted en toda la campaña del surcomo dirigente de las brigadasuniversitarias.

El presidente se anticipó alreproche.

—Yo, por supuesto, ni siquiera mefijaba en usted —dijo.

—Al contrario, era muy gentil connosotros —dijo Homero—. Pero éramostantos que no es posible que se acuerde.

—¿Y luego?—¿Quién lo puede saber más que

usted? —dijo Homero—. Después delgolpe militar, lo que es un milagro es

que los dos estemos aquí, listos paracomernos medio buey. No muchostuvieron la misma suerte.

En ese momento les llevaron losplatos. El presidente se puso laservilleta en el cuello, como un baberode niño, y no fue insensible a la calladasorpresa del invitado. «Si no hicieraesto perdería una corbata en cadacomida», dijo. Antes de empezar probóla sazón de la carne, la aprobó con ungesto complacido, y volvió al tema.

—Lo que no me explico —dijo—espor qué no se me había acercado antesen vez de seguirme como un sabueso.

Entonces Homero le contó que lo

había reconocido desde que lo vioentrar en el hospital por una puertareservada para casos muy especiales.Era pleno verano, y él llevaba el trajecompleto de lino blanco de las Antillas,con zapatos combinados en blanco ynegro, la margarita en el ojal, y lahermosa cabellera alborotada por elviento. Homero averiguó que estabasolo en Ginebra; sin ayuda de nadie,pues conocía de memoria la ciudaddonde había terminado sus estudios deleyes. La dirección del hospital, asolicitud suya, tomó las determinacionesinternas para asegurar el incógnitoabsoluto. Esa misma noche, Homero se

concertó con su mujer para hacercontacto con él. Sin embargo, lo habíaseguido durante cinco semanas buscandouna ocasión propicia, y quizás no habríasido capaz de saludarlo si él no lohubiera enfrentado.

—Me alegro que lo haya hecho —dijo el presidente—, aunque la verdades que no me molesta para nada estarsolo.

—No es justo.—¿Por qué? —preguntó el

presidente con sinceridad—. La mayorvictoria de mi vida ha sido lograr queme olviden.

—Nos acordamos de usted más de

lo que usted se imagina—dijo Homerosin disimular su emoción—. Es unaalegría verlo así, sano y joven.

——Sin embargo —dijo él sindramatismo—, todo indica que morirémuy pronto.

—Sus probabilidades de salir bienson muy altas—dijo Homero.

El presidente dio un salto desorpresa, pero no perdió la gracia.

—¡Ah caray! —exclamó—. ¿Es queen la bella Suiza se abolió el sigilomédico?

—En ningún hospital del mundo haysecretos para un chofer de ambulancias—dijo Homero.

—Pues lo que yo sé lo he sabidohace apenas dos horas y por boca delúnico que debía saberlo.

—En todo caso, usted no moriría envano —dijo Homero—. Alguien lopondrá en el lugar que le correspondecomo un gran ejemplo de dignidad.

El presidente fingió un asombrocómico.

—Gracias por prevenirme —dijo.Comía como hacía todo: despacio y

con una gran pulcritud. Mientras tantomiraba a Homero directo a los ojos, demodo que éste tenía la impresión de verlo que él pensaba. Al cabo de una largaconversación de evocaciones

nostálgicas, hizo una sonrisa maligna.—Había decidido no preocuparme

por mi cadáver, —dijo—, pero ahoraveo que debo tomar ciertas precaucionesde novela policíaca para que nadie loencuentre.

—Será inútil —bromeó Homero a suvez—. En el hospital no hay misteriosque duren más de una hora.

Cuando terminaron con el café, elpresidente leyó el fondo de su taza, yvolvió a estremecerse: el mensaje era elmismo. Sin embargo, su expresión no sealteró. Pagó la cuenta en efectivo, peroantes verificó la suma varias veces,contó varias veces el dinero con un

cuidado excesivo, y dejó una propinaque sólo mereció un gruñido del mesero.

—Ha sido un placer —concluyó, aldespedirse de Homero—. No tengofecha para la operación, y ni siquiera hedecidido si voy a someterme o no. Perosi todo sale bien volveremos a vernos.

—¿Y por qué no antes? —dijoHomero—. Lazara, mi mujer, escocinera de ricos. Nadie prepara elarroz con camarones mejor que ella, ynos gustaría tenerlo en casa una nochede estas.

—Tengo prohibidos los mariscos,pero los comeré con mucho gusto —dijoél—. Dígame cuándo.

—El jueves es mi día libre —dijoHomero.

—Perfecto —dijo el presidente—.El jueves a las siete de la noche estoy ensu casa. Será un placer.

—Yo pasaré a recogerlo —dijoHomero—. Hotelerie Dames, 14 rué del'Industrie. Detrás de la estación. ¿Escorrecto?

—Correcto, —dijo el presidente, yse levantó más encantador que nunca—.Por lo visto, sabe hasta el número quecalzo.

—Claro, señor —dijo Homero,divertido—: cuarenta y uno.

Lo que Homero Rey no le contó al

presidente, pero se lo siguió contandodurante años a todo el que quiso oírlo,fue que su propósito inicial no era taninocente. Como otros choferes deambulancia, tenía arreglos con empresasfunerarias y compañías de seguros paravender servicios dentro del mismohospital, sobre todo a pacientesextranjeros de escasos recursos. Eranganancias mínimas, y además había querepartirlas con otros empleados que sepasaban de mano en mano los informessecretos sobre los enfermos graves.Pero era un buen consuelo para undesterrado sin porvenir que subsistía aduras penas con su mujer y sus dos hijos

con un sueldo ridículo.Lazara Davis, su mujer, fue más

realista. Era una mulata fina de San Juande Puerto Rico, menuda y maciza, delcolor del caramelo en reposo y con unosojos de perra brava que le iban muy biena su modo de ser. Se habían conocido enlos servicios de caridad del hospital,donde ella trabajaba como ayudante detodo después que un rentista de su país,que la había llevado como niñera, ladejó al garete en Ginebra.

Se habían casado por el ritocatólico, aunque ella era princesayoruba, y vivían en una sala y dosdormitorios en el octavo piso sin

ascensor de un edificio de emigrantesafricanos. Tenían una niña de nueveaños, Bárbara, y un niño de siete,Lázaro, con algunos índices menores deretraso mental.

Lazara Davis era inteligente y demal carácter, pero de entrañas tiernas.Se consideraba a sí misma como unaTauro pura, y tenía una fe ciega en susaugurios astrales. Sin embargo, nuncapudo cumplir el sueño de ganarse lavida como astróloga de millonarios. Encambio, aportaba a la casa recursosocasionales, y a veces importantes,preparando cenas para señoras ricas quese lucían con sus invitados haciéndoles

creer que eran ellas las que cocinabanlos excitantes platos antillanos. Homero,por su parte, era tímido de solemnidad,y no daba para más de lo poco quehacía, pero Lazara no concebía la vidasin él por la inocencia de su corazón y elcalibre de su arma. Les había ido bien,pero los años venían cada vez más durosy los niños crecían. Por los tiempos enque llegó el presidente habían empezadoa picotear sus ahorros de cinco años. Demodo que cuando Homero Rey lodescubrió entre los enfermos incógnitosdel hospital, se les fue la mano en lasilusiones.

No sabían a ciencia cierta qué le

iban a pedir, ni con qué derecho. En elprimer momento habían pensadovenderle el funeral completo, incluidosel embalsamamiento y la repatriación.Pero poco a poco se fueron dandocuenta de que la muerte no parecía taninminente como al principio. El día delalmuerzo estaban ya aturdidos por lasdudas.

La verdad es que Homero no habíasido dirigente de brigadasuniversitarias, ni nada parecido, y laúnica vez que participó en la campañaelectoral fue cuando tomaron la foto quehabían logrado encontrar por milagrotraspapelada en el ropero. Pero su

fervor era cierto. Era cierto también quehabía tenido que huir del país por suparticipación en la resistencia callejeracontra el golpe militar, aunque la únicarazón para seguir viviendo en Ginebradespués de tantos años era su pobrezade espíritu. Así que una mentira de máso de menos no debía ser un obstáculopara ganarse el favor del presidente.

La primera sorpresa de ambos fueque el desterrado ilustre viviera en unhotel de cuarta categoría en el barriotriste de la Grotte, entre emigrantesasiáticos y mariposas de la noche, y quecomiera solo en fondas de pobres,cuando Ginebra estaba llena de

residencias dignas para políticos endesgracia. Homero lo había visto repetirdía tras día los actos de aquel día. Lohabía acompañado de vista, y a veces auna distancia menos que prudente, en suspaseos nocturnos por entre los muroslúgubres y los colgajos de campánulasamarillas de la ciudad vieja. Lo habíavisto absorto durante horas frente a laestatuía de Calvino. Había subido tras élpaso a paso la escalinata de piedra,sofocado por el perfume ardiente de losjazmines, para contemplar los lentosatardeceres del verano desde la cimadel Bourgle-Four.

Una noche lo vio bajo la primera

llovizna, sin abrigo ni paraguas,haciendo la cola con los estudiantespara un concierto de Rubmstem. «No sécómo no le ha dado una pulmonía», ledijo después a su mujer. El sábadoanterior, cuando el tiempo empezó acambiar, lo había visto comprando unabrigo de otoño con un cuello devisones falsos, pero no en las tiendasluminosas de la rué du Rhóne, dondecompraban los emires fugitivos, sino enel Mercado de las Pulgas.

—¡Entonces no hay nada que hacer!—exclamó Lazara cuando Homero se locontó—. Es un avaro de mierda, capazde hacerse enterrar por la beneficencia

en la fosa común. Nunca le sacaremosnada.

—A lo mejor es pobre de verdad —dijo Homero—, después de tantos añossin empleo.

—Ay, negro, una cosa es ser Piséiscon ascendente Piséis y otra cosa es serpendejo —dijo Lazara—. Todo elmundo sabe que se alzó con el oro delgobierno y que es el exiliado más ricode la Martinica.

Homero, que era diez años mayor,había crecido impresionado con lanoticia de que el presidente estudió enGinebra, trabajando como obrero de laconstrucción. En cambio Lazara se había

criado entre los escándalos de la prensaenemiga, magnificados en una casa deenemigos, donde fue niñera desde niña.Así que la noche en que Homero llegóahogándose de júbilo porque habíaalmorzado con el presidente, a ella no levalió el argumento de que lo habíainvitado a un restaurante caro. Lemolestó que Homero no le hubierapedido nada de lo mucho que habíansoñado, desde becas para los niñoshasta un empleo mejor en el hospital. Lepareció una confirmación de sussospechas la decisión de que le echaranel cadáver a los buitres en vez degastarse sus francos en un entierro digno

y una repatriación gloriosa. Pero lo querebosó el vaso fue la noticia queHomero se reservó para el final, de quehabía invitado al presidente a comerarroz de camarones el jueves en lanoche.

—No más eso nos faltaba, —gritóLazara—que se nos muera aquí,envenenado con camarones de lata, ytengamos que enterrarlo con los ahorrosde los niños. Lo que al final determinósu conducta fue el peso de su lealtadconyugal. Tuvo que pedir prestado a unavecina tres juegos de cubiertos dealpaca y una ensaladera de cristal, a otrauna cafetera eléctrica, a otra un mantel

bordado y una vajilla china para el café.Cambió las cortinas viejas por lasnuevas, que sólo usaban en los días defiesta, y les quitó el forro a los muebles.Pasó un día entero fregando los pisos,sacudiendo el polvo, cambiando lascosas de lugar, hasta que logró locontrario de lo que más les hubieraconvenido, que era conmover al invitadocon el decoro de la pobreza.

El jueves en la noche, después quese repuso del ahogo de los ocho pisos,el presidente apareció en la puerta conel nuevo abrigo viejo y el sombreromelón de otro tiempo, y con una solarosa para Lazara. Ella se impresionó

con su hermosura viril y sus maneras depríncipe, pero más allá de todo eso lovio como esperaba verlo: falso y rapaz.Le pareció impertinente, porque ellahabía cocinado con las ventanas abiertaspara evitar que el vapor de loscamarones impregnara la casa, y loprimero que hizo él al entrar fue aspirara fondo, como en un éxtasis súbito, yexclamó con los ojos cerrados y losbrazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestromar!»

Le pareció más tacaño que nunca porllevarle una sola rosa, robada sin dudaen los jardines públicos. Le parecióinsolente, por el desdén con que miró

los recortes de periódicos sobre susglorias presidenciales, y los gallardetesy banderines de la campaña, queHomero había clavado con tanto candoren la pared de la sala. Le pareció durode corazón, porque no saludó siquiera aBárbara y a Lázaro, que le tenían unregalo hecho por ellos, y en el curso dela cena se refirió a dos cosas que nopodía soportar: los perros y los niños.Lo odió. Sin embargo, su sentido caribede la hospitalidad se impuso sobre susprejuicios. Se había puesto la bataafricana de sus noches de fiesta y suscollares y pulseras de santería, y no hizodurante la cena un solo gesto ni dijo una

palabra de sobra. Fue más queirreprochable: perfecta.

La verdad era que el arroz decamarones no estaba entre las virtudesde su cocina, pero lo hizo con losmejores deseos, y le quedó muy bien. Elpresidente se sirvió dos veces sinmedirse en los elogios, y le encantaronlas tajadas fritas de plátano maduro y laensalada de aguacate, aunque nocompartió las nostalgias. Lazara seconformó con escuchar hasta los postres,cuando Homero se atascó sin queviniera a cuento en el callejón sin salidade la existencia de Dios.

—Yo sí creo que existe —dijo el

presidente—, pero que no tiene nada quever con los seres humanos. Anda encosas mucho más grandes.

—Yo sólo creo en los astros —dijoLazara, y escrutó la reacción delpresidente—

—¿Qué día nació usted?—Once de marzo.—Tenía que ser —dijo Lazara, con

un sobresalto triunfal, y preguntó debuen tono—: ¿No serán demasiado dosPiséis en una misma mesa?

Los hombres seguían hablando deDios cuando ella se fue a la cocina apreparar el café. Había recogido lostrastos de la comida y ansiaba con toda

su alma que la noche terminara bien. Deregreso a la sala con el café le salió alencuentro una frase suelta del presidenteque la dejó atónita:

—No lo dude, mi querido amigo: lopeor que pudo pasarle a nuestro pobrepaís es que yo fuera presidente.

Homero vio a Lazara en la puertacon las tazas chinas y la cafeteraprestada, y creyó que se iba a desmayar.También el presidente se fijó en ella.«No me mire así, señora», le dijo debuen tono. «Estoy hablando con elcorazón». Y luego, volviéndose aHomero, terminó:

—Menos mal que estoy pagando

cara mi insensatez.Lazara sirvió el café, apagó la

lámpara cenital de la mesa cuya luzinclemente estorbaba para conversar, yla sala quedó en una penumbra íntima.Por primera vez se interesó en elinvitado, cuya gracia no alcanzaba adisimular su tristeza. La curiosidad deLazara aumentó cuando él terminó elcafé y puso la taza bocabajo en el platopara que reposara el asiento.

El presidente les contó en lasobremesa que había escogido la isla deMartinica para su destierro, por laamistad con el poeta Aimé Césaire, quepor aquel entonces acababa de publicar

su Cahier d'un retour au pays natal, y leprestó ayuda para iniciar una nuevavida. Con lo que les quedaba de laherencia de la esposa compraron unacasa de maderas nobles en las colinasde Fort de France, con alambreras en lasventanas y una terraza de mar llena deflores primitivas, donde era un gozodormir con el alboroto de los grillos y labrisa de melaza y ron de caña de lostrapiches. Se quedó allí con la esposa,catorce años mayor que él y enfermadesde su parto único, atrincheradocontra el destino en la relectura viciosade sus clásicos latinos, en latín, y con laconvicción de que aquél era el acto final

de su vida. Durante años tuvo queresistir las tentaciones de toda clase deaventuras que le proponían suspartidarios derrotados.

—Pero nunca volví a abrir una carta—dijo—. Nunca, desde que descubríque hasta las más urgentes eran menosurgentes una semana después, y que a losdos meses no se acordaba de ellas ni elque las había escrito.

Miró a Lazara a media luz cuandoencendió un cigarrillo, y se lo quitó conun movimiento ávido de los dedos. Ledio una chupada profunda, y retuvo elhumo en la garganta. Lazara,sorprendida, cogió la cajetilla y los

fósforos para encender otro, pero él ledevolvió el cigarrillo encendido. «Fumausted con tanto gusto que no puderesistir la tentación», le dijo él. Perotuvo que soltar el humo porque sufrió unprincipio de tos.

—Abandoné el vicio hace muchosaños, pero él no me abandonó a mí porcompleto —dijo—. Algunas veces halogrado vencerme. Como ahora.

La tos le dio dos sacudidas más.Volvió el dolor. El presidente miró lahora en el relojito de bolsillo, y tomólas dos tabletas de la noche. Luegoescrutó el fondo de la taza: no habíacambiado nada, pero esta vez no se

estremeció.—Algunos de mis antiguos

partidarios han sido presidentes despuésque yo —dijo.

—Sáyago,—dijo Homero.—Sáyago y otros —dijo él—. Todos

como yo: usurpando un honor que nomerecíamos con un oficio que nosabíamos hacer. Algunos persiguen sóloel poder, pero la mayoría busca todavíamenos: el empleo.

Lazara se encrespó.—¿Usted sabe lo que dicen de

usted? —le preguntó.Homero, alarmado, intervino:—Son mentiras.

—Son mentiras y no lo son —dijo elpresidente con una calma celestial—.

Tratándose de un presidente, laspeores ignominias pueden ser las doscosas al mismo tiempo: verdad ymentira.

Había vivido en la Martinica todoslos días del exilio, sin más contactoscon el exterior que las pocas noticiasdel periódico oficial, sosteniéndose conclases de español y latín en un liceooficial y con las traducciones que aveces le encargaba Aimé Césaire. Elcalor era insoportable en agosto, y él sequedaba en la hamaca hasta el mediodía, leyendo al arrullo del ventilador de

aspas del dormitorio. Su mujer seocupaba de los pájaros que criaba enlibertad, aun en las horas de más calor,protegiéndose del sol con un sombrerode paja de alas grandes, adornado defrutillas artificiales y flores de organdí.Pero cuando bajaba el calor era buenotomar el fresco en la terraza, él con lavista fija en el mar hasta que se hundíaen las tinieblas, y ella en su mecedor demimbre, con el sombrero roto y lassortijas de fantasía en todos los dedos,viendo pasar los buques del mundo.«Ese va para Puerto Santo», decía ella.«Ese casi no puede andar con la cargade guineos de Puerto Santo», decía. Pues

no le parecía posible que pasara unbuque que no fuera de su tierra. Él sehacía el sordo, aunque al final ella logróolvidar mejor que él, porque se quedósin memoria. Permanecían así hasta queterminaban los crepúsculos fragorosos,y tenían que refugiarse en la casaderrotados por los zancudos. Uno deesos tantos agostos, mientras leía elperiódico en la terraza, el presidente dioun salto de asombro.

—¡Ah, caray! —dijo—. ¡He muertoen Estoril!

Su esposa, levitando en el sopor, seespantó con la noticia. Eran seis líneasen la página quinta del periódico que se

imprimía a la vuelta de la esquina, en elcual se publicaban sus traduccionesocasionales, y cuyo director pasaba avisitarlo de vez en cuando. Y ahoradecía que había muerto en Estoril deLisboa, balneario y guarida de ladecadencia europea, donde nunca habíaestado, y tal vez el único lugar delmundo donde no hubiera querido morir.La esposa murió de veras un añodespués, atormentada por el últimorecuerdo que le quedaba para aquelinstante: el del único hijo, que habíaparticipado en el derrocamiento de supadre, y fue fusilado más tarde por suspropios cómplices.

El presidente suspiró. «Así somos, ynada podrá redimirnos», dijo. «Uncontinente concebido por las heces delmundo entero sin un instante de amor:hijos de raptos, de violaciones, de tratosinfames, de engaños, de enemigos conenemigos». Se enfrentó a los ojosafricanos de Lazara, que loescudriñaban sin piedad, y trató deamansarla con su labia de viejo maestro.

—La palabra mestizaje significamezclar las lágrimas con la sangre quecorre. ¿Qué puede esperarse desemejante brebaje?

Lazara lo clavó en su sitio con unsilencio de muerte. Pero logró

sobreponerse, poco antes de la medianoche, y lo despidió con un beso formal.El presidente se opuso a que Homero loacompañara al hotel, pero no pudoimpedir que lo ayudara a conseguir untaxi. De regreso a casa, Homeroencontró a su mujer descompuesta, defuria.

—Ese es el presidente mejortumbado del mundo —dijo ella—. Untremendo hijo de puta.

A pesar de los esfuerzos que hizoHomero por tranquilizarla, pasaron envela una noche terrible. Lazarareconocía que era uno de los hombresmás bellos que había visto, con un poder

de seducción devastadora y unavirilidad de semental. «Así como está,viejo y jodido, debe ser todavía un tigreen la cama», dijo. Pero creía que esosdones de Dios los había malbaratado alservicio de la simulación. No podíasoportar sus alardes de haber sido elpeor presidente de su país. Ni susínfulas de asceta, si estaba convencidade que era dueño de la mitad de losingenios de la Martinica. Ni lahipocresía de su desdén por el poder, siera evidente que lo daría todo porvolver un minuto a la presidencia parahacerles morder el polvo a susenemigos.

—Y todo eso —concluyó—, sólopor tenernos rendidos a sus pies.

—¿Qué puede ganar con eso? —dijoHomero.

—Nada —dijo ella—. Lo que pasaes que la coquetería es un vicio que nose sacia con nada.

Era tanta su furia, que Homero nopudo soportarla en la cama, y se fue aterminar la noche envuelto con unamanta en el diván de la sala. Lazara selevantó también en la madrugada,desnuda de cuerpo entero, como solíadormir y estar en casa, y hablandoconsigo misma en un monólogo de unasola cuerda. En un momento borró de la

memoria de la humanidad todo rastro dela cena indeseable. Devolvió alamanecer las cosas prestadas, cambiólas cortinas nuevas por las viejas y pusolos muebles en su lugar, hasta que lacasa volvió a ser tan pobre y decentecomo había sido hasta la noche anterior.Por último arrancó los recortes deprensa, los retratos, los banderines ygallardetes de la campaña abominable, ytiró todo en el cajón de la basura con ungrito final.

—¡Al carajo!Una semana después de la cena,

Homero encontró al presidenteesperándolo a la salida del hospital, con

la súplica de que lo acompañara a suhotel. Subieron los tres pisos empinadoshasta una mansarda con una solaclaraboya que daba a un cielo de ceniza,y atravesada por una cuerda con ropapuesta a secar. Había además una camamatrimonial que ocupaba la mitad delespacio, una silla simple, un aguamanil yun bidé portátil, y un ropero de pobrescon el espejo nublado. El presidentenotó la impresión de Homero.

—Es el mismo cubil donde viví misaños de estudiante —le dijo, comoexcusándose—. Lo reservé desde Fortde France.

Sacó de una bolsa de terciopelo y

desplegó sobre la cama el saldo final desus recursos: varias pulseras de oro condistintos adornos de piedras preciosas,un collar de perlas de tres vueltas yotros dos de oro y piedras preciosas;tres cadenas de oro con medallas desantos y un par de aretes de oro conesmeraldas, otro con diamantes y otrocon rubíes; dos relicarios y unguardapelos, once sortijas con todaclase de monturas preciosas y unadiadema de brillantes que pudo habersido de una reina. Luego sacó de unestuche distinto tres pares de mancornasde plata y dos de oro con suscorrespondientes pisacorbatas, y un

reloj de bolsillo enchapado en oroblanco. Por último sacó de una caja dezapatos sus seis condecoraciones: dosde oro, una de plata, y el resto, chatarrapura.

—Es todo lo que me queda en lavida —dijo.

No tenía más alternativas quevenderlo todo para completar los gastosmédicos, y deseaba que Homero lehiciera el favor con el mayor sigilo. Sinembargo Homero no se sintió capaz decomplacerlo mientras no tuviera lasfacturas en regla.

El presidente le explicó que eran lasprendas de su esposa heredadas de una

abuela colonial que a su vez habíaheredado un paquete de acciones enminas de oro en Colombia. El reloj, lasmancuernas y los pisacorbatas eransuyos. Las condecoraciones, porsupuesto, no fueron antes de nadie.

—No creo que alguien tenga facturasde cosas así —dijo.

Homero fue inflexible.—En ese caso —reflexionó el

presidente—, no me quedará másremedio que dar la cara.

Empezó a recoger las joyas con unacalma calculada. «Le ruego que meperdone, mi querido Homero, pero esque no hay peor pobreza que la de un

presidente pobre», le dijo. «Hastasobrevivir parece indigno». En eseinstante, Homero lo vio con el corazón,y le rindió sus armas.

Aquella noche, Lazara regresó tardea casa. Desde la puerta vio las joyasradiantes bajo la luz mercurial delcomedor, y fue como si hubiera visto unalacrán en su cama.

—No seas bruto, negro —dijo,asustada—. ¿Por qué están aquí esascosas?

La explicación de Homero lainquietó todavía más. Se sentó aexaminar las joyas, una por una, con unameticulosidad de orfebre. A un cierto

momento suspiró: «Debe ser unafortuna». Por último se quedó mirando aHomero sin encontrar una salida para suofuscación.

—Carajo —dijo—. ¿Cómo hace unopara saber si todo lo que ese hombredice es verdad?

—¿Y por qué no? —dijo Homero—.Acabo de ver que él mismo lava suropa, y la seca en el cuarto igual quenosotros, colgada en un alambre.

—Por tacaño —dijo Lazara.—O por pobre —dijo Homero.

Lazara volvió a examinar las joyas, peroahora con menos atención, porquetambién ella estaba vencida. Así que la

mañana siguiente se vistió con lo mejorque tenía, se aderezó con las joyas quele parecieron más caras, se puso cuantassortijas pudo en cada dedo, hasta en elpulgar, y cuantas pulseras pudo ponerseen cada brazo, y se fue a venderlas. «Aver quién le pide facturas a LazaraDavis», dijo al salir, pavoneándose derisa. Escogió la joyería exacta, con másínfulas que prestigio, donde sabía que sevendía y se compraba sin demasiadaspreguntas, y entró aterrorizada peropisando firme.

Un vendedor vestido de etiqueta,enjuto y pálido, le hizo una venia teatralal besarle la mano, y se puso a sus

órdenes. El interior era más claro que eldía, por los espejos y las luces intensas,y la tienda entera parecía de diamante.Lazara, sin mirar apenas al empleadopor temor de que se le notara la farsa,siguió hasta el fondo.

El empleado la invitó a sentarse anteuno de los tres escritorios Luis XV queservían de mostradores individuales, yextendió .encima un pañueloinmaculado. Luego se sentó frente aLazara, y esperó.

—¿En qué puedo servirle?Ella se quitó las sortijas, las

pulseras, los collares, los aretes, todo loque llevaba a la vista, y fue poniéndolos

sobre el escritorio en un orden deajedrez. Lo único que quería, dijo, eraconocer su verdadero valor.

El joyero se puso el monóculo en elojo izquierdo, y empezó a examinar lasalhajas con un silencio clínico. Al cabode un largo rato, sin interrumpir elexamen, preguntó:

—¿De dónde es usted? ..u.,, Lazarano había previsto esa pregunta.

—Ay, mi señor —suspiró—. De muylejos.

—Me lo imagino —dijo él.Volvió al silencio, mientras Lazara

lo escudriñaba sin misericordia con susterribles ojos de oro. El joyero le

consagró una atención especial a ladiadema de diamantes, y la puso apartede las otras joyas.

Lazara suspiró.—Es usted un Virgo perfecto —dijo.

El joyero no interrumpió el examen.—¿Cómo lo sabe? , —Por el modo

de ser —dijo Lazara. , Él no hizo ningúncomentario hasta que terminó, y sedirigió a ella con la misma parsimoniadel principio.

—¿De dónde viene todo esto?—Herencia de una abuela —dijo

Lazara con voz tensa—. Murió el añopasado en Paramáribo a los noventa ysiete años.

El joyero la miró entonces a losojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Peroel único valor de estas cosas es lo quepese el oro». Cogió la diadema con lapunta de los dedos y la hizo brillar bajola luz deslumbrante.

—Salvo esta —dijo—. Es muyantigua, egipcia tal vez, y seríainvaluable si no fuera por el mal estadode los brillantes. Pero de todos modostiene un cierto valor histórico.

En cambio, las piedras de las otrasalhajas, las amatistas, las esmeraldas,los rubíes, los ópalos, todas, sinexcepción, eran falsas. «Sin duda lasoriginales fueron buenas», dijo el

joyero, mientras recogía las prendaspara devolverlas. «Pero de tanto pasarde una generación a otra se han idoquedando en el camino las piedraslegítimas, reemplazadas por culos debotella». Lazara sintió una náusea verde,respiró hondo y dominó el pánico. Elvendedor la consoló:

—Ocurre a menudo, señora.—Ya lo sé —dijo Lazara, aliviada

—. Por eso quiero salir de ellas.Entonces sintió que estaba más allá

de la farsa, y volvió a ser ella misma.Sin más vueltas sacó del bolso lasmancuernas, el reloj de bolsillo, lospisacorbatas, las condecoraciones de

oro y plata, y el resto de baratijaspersonales del presidente, y puso todosobre la mesa.

—¿También esto? —preguntó eljoyero.

—Todo —dijo Lazara.Los francos suizos con que le

pagaron eran tan nuevos que temiómancharse los dedos con la tinta fresca.Los recibió sin contarlos, y el joyero ladespidió en la puerta con la mismaceremonia del saludo. Ya de salida,sosteniendo la puerta de cristal paracederle el paso, la demoró un instante.

—Y una última cosa, señora —ledijo—: soy Acuario.

A la prima noche Homero y Lazarallevaron el dinero al hotel. Hechas otravez las cuentas, faltaba un poco más. Demodo que el presidente se quitó y fueponiendo sobre la cama el anillomatrimonial, el reloj con la leontina ylas mancuernas y el pisacorbatas queestaba usando.

Lazara le devolvió el anillo.—Esto no —le dijo—. Un recuerdo

así no se puede vender.El presidente lo admitió y volvió a

ponerse el anillo. Lazara le devolvió asímismo el reloj del chaleco. «Estotampoco», dijo. El presidente no estuvode acuerdo pero ella lo puso en su lugar.

—¿A quién se le ocurre venderrelojes en Suiza?

—Ya vendimos uno —dijo elpresidente.

—Si, pero no por el reloj sino por eloro.

—También este es de oro —dijo elpresidente.

—Sí —dijo Lazara—. Pero ustedpuede hasta quedarse sin operar, pero nosin saber qué hora es.

Tampoco le aceptó la montura de orode los lentes, aunque él tenía otro par decarey. Sopesó las prendas que tenía enla mano, y puso término a las dudas.

—Además —dijo—. Con esto

alcanza.Antes de salir, descolgó la ropa

mojada, sin consultárselo, y se la llevópara secarla y plancharla en la casa. Sefueron en la motoneta, Homeroconduciendo y Lazara en la parrilla,abrazada a su cintura. Las luces públicasacababan de encenderse en la tardemalva. El viento había arrancado lasúltimas hojas, y los árboles parecíanfósiles desplumados. Un remolcadordescendía por el Ródano con un radio atodo volumen que iba dejando por lascalles un reguero de música. GeorgesBrassens cantaba: Mon amour tiens bienla, barre, le temps va passer par la, et le

temps est un barbare dans le genred'Attila, par la ou son cheval passeVamour ne repousse pas. Homero yLazara corrían en silencio embriagadospor la canción y el olor memorable delos jacintos. Al cabo de un rato, ellapareció despertar de un largo sueño.

—Carajo —dijo.—¿Qué?—El pobre viejo —dijo Lazara.

¡Qué vida de mierda!El viernes siguiente, 7 de octubre, el

presidente fue operado en una sesión decinco horas que por el momento dejó lascosas tan oscuras como estaban. Enrigor, el único consuelo era saber que

estaba vivo. Al cabo de diez días lopasaron a un cuarto compartido conotros enfermos, y pudieron visitarlo. Eraotro: desorientado y macilento, y con uncabello ralo que se le desprendía con elsolo roce de la almohada. De su antiguaprestancia sólo le quedaba la fluidez delas manos. Su primer intento de caminarcon dos bastones ortopédicos fuedescorazonador. Lazara se quedaba adormir a su lado para ahorrarle el gastode una enfermera nocturna. Uno de losenfermos del cuarto pasó la primeranoche gritando por el pánico de lamuerte. Aquellas veladas interminablesacabaron con las últimas reticencias de

Lazara.A los cuatro meses de haber llegado

a Ginebra, le dieron de alta. Homero,administrador meticuloso de sus fondosexiguos, pagó las cuentas del hospital yse lo llevó en su ambulancia con otrosempleados que ayudaron a subirlo aloctavo piso. Se instaló en la alcoba delos niños, a quienes nunca acabó dereconocer, y poco a poco volvió a larealidad. Se empeñó en los ejercicios derehabilitación con un rigor militar, yvolvió a caminar con su solo bastón.Pero aun vestido con la buena ropa deantaño estaba muy lejos de ser el mismo,tanto por su aspecto como por el modo

de ser. Temeroso del invierno que seanunciaba muy severo, y que en realidadfue el más crudo de lo que iba del siglo,decidió regresar en un barco quezarpaba de Marsella el 13 de diciembre,contra el criterio de los médicos quequerían vigilarlo un poco más. A últimahora el dinero no alcanzó para tanto, yLazara quiso completarlo a escondidasde su marido con un rasguño más en losahorros de los hijos, pero también allíencontró menos de lo que suponía.Entonces Homero le confesó que lohabía cogido a escondidas de ella paracompletar la cuenta del hospital.

—Bueno —se resignó Lazara—.

Digamos que era el hijo mayor.El 11 de diciembre lo embarcaron en

el tren de Marsella bajo una fuertetormenta de nieve, y sólo cuandovolvieron a casa encontraron una cartade despedida en la mesa de noche de losniños. Allí mismo dejó su anillo debodas para Bárbara, junto con el de laesposa muerta, que nunca trató devender, y el reloj de leontina paraLázaro. Como era domingo, algunosvecinos caribes que descubrieron elsecreto habían acudido a la estación deCornavin con un conjunto de arpas deVeracruz. El presidente estaba sinaliento, con el abrigo de perdulario y

una larga bufanda de colores que habíasido de Lazara, pero aún así permanecióen el pescante del último vagóndespidiéndose con el sombrero bajo elazote del vendaval. El tren empezaba aacelerar cuando Homero cayó en lacuenta de que se había quedado con elbastón. Corrió hasta el extremo delandén y lo lanzó con bastante fuerza paraque el presidente lo atrapara en el aire,pero cayó entre las ruedas y quedódestrozado.

Fue un instante de terror. Lo últimoque vio Lazara fue la mano trémulaestirada para atrapar el bastón que nuncaalcanzó, y el guardián del tren que logró

agarrar por la bufanda al ancianocubierto de nieve, y lo salvó en el vacío.Lazara corrió despavorida al encuentrodel marido tratando de reír detrás de laslágrimas.

—Dios mío —le gritó—, esehombre no se muere con nada.

Llegó sano y salvo, según anunció ensu extenso telegrama de gratitud. No sevolvió a saber nada de él en más de unaño. Por fin llegó una carta de seis hojasmanuscritas en la que ya era imposiblereconocerlo. El dolor había vuelto, tanintenso y puntual como antes, pero éldecidió no hacerle caso y dedicarse avivir la vida como viniera. El poeta

Aimé Césaire le había regalado otrobastón con incrustaciones de nácar, perohabía resuelto no usarlo. Hacía seismeses que comía carne con regularidad,y toda clase de mariscos, y era capaz debeberse hasta veinte tazas diarias decafé cerrero. Pero ya no leía el fondo dela taza porque sus pronósticos leresultaban al revés. El día que cumpliólos setenta y cinco años se había tomadounas copitas del exquisito ron de laMartinica, que le sentaron muy bien, yvolvió a fumar. No se sentía mejor, porsupuesto, pero tampoco peor. Sinembargo, el motivo real de la carta eracomunicarles que se sentía tentado de

volver a su país para ponerse al frentede un movimiento renovador, por unacausa justa y una patria digna, aunquesólo fuera por la gloria mezquina de nomorirse de viejo en su cama. En esesentido, concluía la carta, el viaje aGinebra había sido providencial.

Junio 1979

LA SANTA

Veintidós años después volví a ver aMargarito Duarte. Apareció de prontoen una de las callecitas secretas delTrastévere, y me costó trabajoreconocerlo a primera vista por sucastellano difícil y su buen talante deromano antiguo. Tenía el cabello blancoy escaso, y no le quedaban rastros de laconducta lúgubre y las ropas funerariasde letrado andino con que había venidoa Roma por primera vez, pero en elcurso de la conversación fuirescatándolo poco a poco de las

perfidias de sus años y volví a verlocomo era: sigiloso, imprevisible, y deuna tenacidad de picapedrero. Antes dela segunda taza de café en uno denuestros bares de otros tiempos, meatreví a hacerle la pregunta que mecarcomía por dentro.

—¿Qué pasó con la santa?—Ahí está la santa —me contestó—.

Esperando.Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y

yo podíamos entender la tremenda cargahumana de su respuesta. Conocíamostanto su drama, que durante años penséque Margarito Duarte era el personajeen busca de autor que los novelistas

esperamos durante toda una vida, y sinunca dejé que me encontrara fue porqueel final de su historia me parecíainimaginable.

Había venido a Roma en aquellaprimavera radiante en que Pío XIIpadecía una crisis de hipo que ni lasbuenas ni las malas artes de médicos yhechiceros habían logrado remediar.Salía por primera vez de su escarpadaaldea del Tolima, en los Andescolombianos, y se le notaba hasta en elmodo de dormir. Se presentó unamañana en nuestro consulado con lamaleta de pino lustrado que por la formay el tamaño parecía el estuche de un

violonchelo, y le planteó al cónsul elmotivo sorprendente de su viaje. Elcónsul llamó entonces por teléfono altenor Rafael Ribero Silva, sucompatriota, para que le consiguiera uncuarto en la pensión donde ambosvivíamos. Así lo conocí.

Margarito Duarte no había pasadode la escuela primaria, pero su vocaciónpor las bellas letras le había permitidouna formación más amplia con la lecturaapasionada de cuanto material impresoencontraba a su alcance. A los dieciochoaños, siendo el escribano del municipio,se casó con una bella muchacha quemurió poco después en el parto de la

primera hija. Ésta, más bella aún que lamadre, murió de una fiebre esencial alos siete años. Pero la verdaderahistoria de Margarito Duarte habíaempezado seis meses antes de su llegadaa Roma, cuando hubo que mudar elcementerio de su pueblo para construiruna represa. Como todos los habitantesde la región, Margarito desenterró loshuesos de sus muertos para llevarlos alcementerio nuevo. La esposa era polvo.En la tumba contigua, por el contrario, laniña seguía intacta después de onceaños. Tanto, que cuando destaparon lacaja se sintió el vaho de las rosasfrescas con que la habían enterrado. Lo

más asombroso, sin embargo, era que elcuerpo carecía de peso.

Centenares de curiosos atraídos porel clamor del milagro desbordaron laaldea. No había duda. Laincorruptibilidad del cuerpo era unsíntoma inequívoco de la santidad, yhasta el obispo de la diócesis estuvo deacuerdo en que semejante prodigiodebía someterse al veredicto delVaticano. De modo que se hizo unacolecta pública para que MargaritoDuarte viajara a Roma, a batallar poruna causa que ya no era sólo suya ni delámbito estrecho de su aldea, sino unasunto de la nación.

Mientras nos contaba su historia enla pensión del apacible barrio de Panoli,Margarito Duarte quitó el candado yabrió la tapa del baúl primoroso. Fueasí como el tenor Ribero Silva y yoparticipamos del milagro. No parecíauna momia marchita como las que se venen tantos museos del mundo, sino unaniña vestida de novia que siguieradormida al cabo de una larga estanciabajo la tierra. La piel era tersa y tibia, ylos ojos abiertos eran diáfanos, ycausaban la impresión insoportable deque nos veían desde la muerte. El raso ylos azahares falsos de la corona nohabían resistido al rigor del tiempo con

tan buena salud como la piel, pero lasrosas que le habían puesto en las manospermanecían vivas. El peso del estuchede pino, en efecto, siguió siendo igualcuando sacamos el cuerpo.

Margarito Duarte empezó susgestiones al día siguiente de la llegada.Al principio con una ayuda diplomáticamás compasiva que eficaz, y luego concuantas artimañas se le ocurrieron parasortear los incontables obstáculos delVaticano. Fue siempre muy reservadosobre sus diligencias, pero se sabía queeran numerosas e inútiles. Hacíacontacto con cuantas congregacionesreligiosas y fundaciones humanitarias

encontraba a su paso, donde loescuchaban con atención pero sinasombro, y le prometían gestionesinmediatas que nunca culminaron. Laverdad es que la época no era la máspropicia. Todo lo que tuviera que vercon la Santa Sede había sido postergadohasta que el Papa superara la crisis dehipo, resistente no sólo a los másrefinados recursos de la medicinaacadémica, sino a toda clase deremedios mágicos que le mandaban delmundo entero.

Por fin, en el mes de julio, Pío XIIse repuso y fue a sus vacaciones deverano en Castelgandolfo. Margarito

llevó la santa a la primera audienciasemanal con la esperanza demostrársela. El Papa apareció en elpatio interior, en un balcón tan bajo queMargarito pudo ver sus uñas bienpulidas y alcanzó a percibir su hálito delavanda. Pero no circuló por entre losturistas que llegaban de todo el mundopara verlo, como Margarito esperaba,sino que pronunció el mismo discurso enseis idiomas y terminó con la bendicióngeneral.

Al cabo de tantos aplazamientos,Margarito decidió afrontar las cosas enpersona, y llevó a la Secretaría deEstado una carta manuscrita de casi

sesenta folios, de la cual no obtuvorespuesta. Él lo había previsto, pues elfuncionario que la recibió con losformalismos de rigor apenas si se dignódarle una mirada oficial a la niñamuerta, y los empleados que pasabancerca la miraban sin ningún interés. Unode ellos le contó que el año anteriorhabían recibido más de ochocientascartas que solicitaban la santificación decadáveres intactos en distintos lugaresdel mundo. Margarito pidió por últimoque se comprobara la ingravidez delcuerpo. El funcionario la comprobó,pero se negó a admitirla.

—Debe ser un caso de sugestión

colectiva —dijo. En sus escasas horaslibres y en los áridos domingos delverano, Margarito permanecía en sucuarto, encarnizado en la lectura decualquier libro que le pareciera deinterés para su causa. A fines de cadames, por iniciativa propia, escribía enun cuaderno escolar una relaciónminuciosa de sus gastos con sucaligrafía preciosista de amanuensemayor, para rendir cuentas estrictas yoportunas a los contribuyentes de supueblo. Antes de terminar el añoconocía los dédalos de Roma como sihubiera nacido en ellos, hablaba unitaliano fácil y de tan pocas palabras

como su castellano andino, y sabía tantocomo el que más sobre procesos decanonización. Pero pasó mucho mástiempo antes de que cambiara su vestidofúnebre, y el chaleco y el sombrero demagistrado que en la Roma de la épocaeran propios de algunas sociedadessecretas con fines inconfesables. Salíadesde muy temprano con el estuche de lasanta, y a veces regresaba tarde en lanoche, exhausto y triste, pero siemprecon un rescoldo de luz que le infundíaalientos nuevos para el día siguiente.

—Los santos viven en su tiempopropio —decía.

Yo estaba en Roma por primera vez,

estudiando en el Centro Experimental deCine, y viví su calvario con unaintensidad inolvidable. La pensióndonde vivíamos era en realidad unapartamento moderno a pocos pasos dela Villa Borghese, cuya dueña ocupabados alcobas y alquilaba cuatro aestudiantes extranjeros. La llamábamosMaría Bella, y era guapa ytemperamental en la plenitud de suotoño, y siempre fiel a la norma sagradade que cada quien es rey absoluto dentrode su cuarto. En realidad, la que llevabael peso de la vida cotidiana era suhermana mayor, la tía Antonieta, unángel sin alas que le trabajaba por horas

durante el día, y andaba por todos ladoscon su balde y su escoba de jergalustrando más al á de lo posible losmármoles del piso. Fue ella quien nosenseñó a comer los pajaritos cantoresque cazaba Bartolino, su esposo, por unmal hábito que le quedó de la guerra, yquien terminaría por llevarse aMargarito a vivir en su casa cuando losrecursos no le alcanzaron para losprecios de María Bella.

Nada menos adecuado para el modode ser de Margarito que aquella casa sinley. Cada hora nos reservaba unanovedad, hasta en la madrugada, cuandonos despertaba el rugido pavoroso del

león en el zoológico de la VillaBorghese. El tenor Ribero Silva sehabía ganado el privilegio de que losromanos no se resintieran con susensayos tempraneros. Se levantaba a lasseis, se daba su baño medicinal de aguahelada y se arreglaba la barba y lascejas de Mefistófeles, y sólo cuando yaestaba listo con la bata de cuadrosescoceses, la bufanda de seda china y suagua de colonia personal, se entregabaen cuerpo y alma a sus ejercicios decanto. Abría de par en par la ventana delcuarto, aun con las estrellas delinvierno, y empezaba por calentar la vozcon fraseos progresivos de grandes arias

de amor, hasta que se soltaba a cantarlaa plena voz. La expectativa diaria eraque cuando daba el do de pecho lecontestaba el león de la Villa Borghesecon un rugido de temblor de tierra.

—Eres San Marcos reencarnado,figlio mío —exclamaba la tía Antonietaasombrada de veras—. Sólo él podíahablar con los leones.

Una mañana no fue el león el que ledio la réplica. El tenor inició el dueto deamor del Otello: Giánella notte densas'estingue ogni clamor. De pronto, desdeel fondo del patio, nos llegó la respuestaen una hermosa voz de soprano. El tenorprosiguió, y las dos voces cantaron el

trozo completo, para solaz delvecindario que abrió las ventanas parasantificar sus casas con el torrente deaquel amor irresistible. El tenor estuvo apunto de desmayarse cuando supo que suDesdémona invisible era nadie menosque la gran María Caniglia.

Tengo la impresión de que fue aquelepisodio el que le dio un motivo válidoa Margarito Duarte para integrarse a lavida de la casa. A partir de entonces sesentó con todos en la mesa común y noen la cocina, como al principio, dondela tía Antonieta lo complacía casi adiario con su guiso maestro de pajaritoscantores. María Bella nos leía de

sobremesa los periódicos del día paraacostumbrarnos a la fonética italiana, ycompletaba las noticias con unaarbitrariedad y una gracia que nosalegraban la vida. Uno de esos díascontó, a propósito de la santa, que en laciudad de Palermo había un enormemuseo con los cadáveres incorruptos dehombres, mujeres y niños, e inclusive devarios obispos, desenterrados de unmismo cementerio de los padrescapuchinos. La noticia inquietó tanto aMargarito, que no tuvo un instante depaz hasta que fuimos a Palermo. Pero lebastó una mirada de paso por lasabrumadoras galerías de momias sin

gloria para formarse un juicio deconsolación.

—No son el mismo caso —dijo—.A estos se les nota enseguida que estánmuertos.

Después del almuerzo Romasucumbía en el sopor de agosto. El solde medio día se quedaba inmóvil en elcentro del cielo, y en el silencio de lasdos de la tarde sólo se oía el rumor delagua, que es la voz natural de Roma.Pero hacia las siete de la noche lasventanas se abrían de golpe paraconvocar el aire fresco que empezaba amoverse, y una muchedumbre jubilosa seechaba a las calles sin ningún propósito

distinto que el de vivir, en medio de lospetardos de las motocicletas, los gritosde los vendedores de sandía y lascanciones de amor entre las flores de lasterrazas.

El tenor y yo no hacíamos la siesta,íbamos en su vespa, él conduciendo y yoen la parrilla, y les llevábamos heladosy chocolates a las putitas de verano quemariposeaban bajo los laurelescentenarios de la Villa Borghese, enbusca de turistas desvelados a pleno sol.Eran bellas, pobres y cariñosas, como lamayoría de las italianas de aqueltiempo, vestidas de organza azul, depopelina rosada, de lino verde, y se

protegían del sol con las sombrillasapolilladas por las lluvias de la guerrareciente. Era un placer humano estar conellas, porque saltaban por encima de lasleyes del oficio y se daban el lujo deperder un buen cliente para irse connosotros a tomar un café bienconversado en el bar de la esquina, o apasear en las carrozas de alquiler porlos senderos del parque, o a dolemos delos reyes destronados y sus amantestrágicas que cabalgaban al atardecer enel galoppatoio. Más de una vez lesservíamos de intérpretes con algúngringo descarnado.

No fue por ellas que llevamos a

Margarito Duarte a la Villa Borghese,sino para que conociera el león. Vivíaen libertad en un islote desérticocircundado por un foso profundo, y tanpronto como nos divisó en la otra orillaempezó a rugir con un desasosiego quesorprendió a su guardián. Los visitantesdel parque acudieron sorprendidos. Eltenor trató de identificarse con su do depecho matinal, pero el león no le prestóatención. Parecía rugir hacia todosnosotros sin distinción, pero el vigilantese dio cuenta al instante de que sólorugía por Margarito. Así fue: para dondeél se moviera se movía el león, y tanpronto como se escondía dejaba de

rugir. El vigilante, que era doctor enletras clásicas de la universidad deSiena, pensó que Margarito debió estarese día con otros leones que lo habíancontaminado de su olor. Aparte de esaexplicación, que era inválida, no se leocurrió otra.

—En todo caso —dijo—no sonrugidos de guerra sino de compasión.

Sin embargo, lo que impresionó altenor Ribera Silva no fue aquel episodiosobrenatural, sino la conmoción deMargarito cuando se detuvieron aconversar con las muchachas del parque.Lo comentó en la mesa, y unos porpicardía, y otros por comprensión,

estuvimos de acuerdo en que sería unabuena obra ayudar a Margarito aresolver su soledad. Conmovida por ladebilidad de nuestros corazones, MaríaBella se apretó la pechuga de madrazabíblica con sus manos empedradas deanillos de fantasía.

—Yo lo haría por caridad —dijo—,si no fuera porque nunca he podido conlos hombres que usan chaleco.

Fue así como el tenor pasó por laVilla Borghese a las dos de la tarde, y sellevó en ancas de su vespa a lamariposita que le pareció más propiciapara darle una hora de buena compañíaa Margarito Duarte. La hizo desnudarse

en su alcoba, la bañó con jabón de olor,la secó, la perfumó con su agua decolonia personal, y la empolvó decuerpo entero con su talco alcanforadopara después de afeitarse. Por último lepagó el tiempo que ya llevaban y unahora más, y le indicó letra por letra loque debía hacer.

La bella desnuda atravesó enpuntillas la casa en penumbras, como unsueño de la siesta, y dio dos golpecitostiernos en la alcoba del fondo.Margarito Duarte, descalzo y sin camisa,abrió la puerta.

—Buona sera giovanotto —le dijoella, con voz y modos de colegiala—.

Mi manda il tenore.Margarito asimiló el golpe con una

gran dignidad. Acabó de abrir la puertapara darle paso, y ella se tendió en lacama mientras él se ponía a toda prisa lacamisa y los zapatos para atenderla conel debido respeto. Luego se sentó a sulado en una silla, e inició laconversación. Sorprendida, la muchachale dijo que se diera prisa, pues sólodisponían de una hora. Él no se dio porenterado.

La muchacha dijo después que detodos modos habría estado el tiempo queél hubiera querido sin cobrarle ni uncéntimo, porque no podía haber en el

mundo un hombre mejor comportado.Sin saber qué hacer mientras tanto,escudriñó el cuarto con la mirada, ydescubrió el estuche de madera sobre lachimenea. Preguntó si era un saxofón.Margarito no le contestó, sino queentreabrió la persiana para que entraraun poco de luz, llevó el estuche a lacama y levantó la tapa. La muchachatrató de decir algo, pero se le desencajóla mandíbula. O como nos dijo después:Mi si geló il culo. Escapó despavorida,pero se equivocó de sentido en elcorredor, y se encontró con la tíaAntonieta que iba a poner una bombillanueva en la lámpara de mi cuarto. Fue

tal el susto de ambas, que la muchachano se atrevió a salir del cuarto del tenorhasta muy entrada la noche.

La tía Antonieta no supo nunca quépasó. Entró en mi cuarto tan asustada,que no conseguía atornillar la bombillaen la lámpara por el temblor de lasmanos. Le pregunté qué le sucedía. «Esque en esta casa espantan», me dijo. «Yahora a pleno día». Me contó con unagran convicción que, durante la guerra,un oficial alemán degolló a su amante enel cuarto que ocupaba el tenor. Muchasveces, mientras andaba en sus oficios, latía Antonieta había visto la aparición dela bella asesinada recogiendo sus pasos

por los corredores.—Acabo de verla caminando en

pelota por el corredor —dijo—. Eraidéntica.

La ciudad recobró su rutina enotoño. Las terrazas floridas del veranose cerraron con los primeros vientos, yel tenor y yo volvimos a la viejatractoría del Trastévere donde solíamoscenar con los alumnos de canto delconde Cario Calcagni, y algunoscompañeros míos de la escuela de cine.Entre estos últimos, el más asiduo eraLakis, un griego inteligente y simpático,cuyo único tropiezo eran sus discursosadormecedores sobre la injusticia

social. Por fortuna, los tenores y lassopranos lograban casi siemprederrotarlo con trozos de ópera cantadosa toda voz, que sin embargo nomolestaban a nadie aun después de lamedia noche. Al contrario, algunostrasnochadores de paso se sumaban alcoro, y en el vecindario se abríanventanas para aplaudir.

Una noche, mientras cantábamos,Margarito entró en puntillas para nointerrumpirnos. Llevaba el estuche depino que no había tenido tiempo de dejaren la pensión después de mostrarle lasanta al párroco de San Juan de Letrán,cuya influencia ante la Sagrada

Congregación del Rito era de dominiopúblico. Alcancé a ver de soslayo quelo puso debajo de una mesa apartada, yse sentó mientras terminábamos decantar. Como siempre ocurría al filo dela media noche, reunimos varias mesascuando la tractoría empezó adesocuparse, y quedamos juntos los quecantaban, los que hablábamos de cine, ylos amigos de todos. Y entre ellos,Margarito Duarte, que ya era conocidoallí como el colombiano silencioso ytriste del cual nadie sabía nada. Lakis,intrigado, le preguntó si tocaba elviolonchelo. Yo me sobrecogí con loque me pareció una indiscreción difícil

de sortear. El tenor, tan incómodo comoyo, no logró remendar la situación.Margarito fue el único que tomó lapregunta con toda naturalidad.

—No es un violonchelo —dijo—.Es la santa.

Puso la caja sobre la mesa, abrió elcandado y levantó la tapa. Una ráfaga deestupor estremeció el restaurante. Losotros clientes, los meseros, y por últimola gente de la cocina con sus delantalesensangrentados, se congregaron atónitosa contemplar el prodigio. Algunos sepersignaron. Una de las cocineras searrodilló con las manos juntas, presa deun temblor de fiebre, y rezó en silencio.

Sin embargo, pasada la conmocióninicial, nos enredamos en una discusióna gritos sobre la insuficiencia de lasantidad en nuestros tiempos. Lakis, porsupuesto, fue el más radical. Lo únicoque quedó en claro al final fue su ideade hacer una película crítica con el temade la santa.

—Estoy seguro —dijo—que el viejoCesare no dejaría escapar este tema.

Se refería a Cesare Zavattini,nuestro maestro de argumento y guión,uno de los grandes de la historia delcine y el único que mantenía connosotros una relación personal almargen de la escuela. Trataba de

enseñarnos no sólo el oficio, sino unamanera distinta de ver la vida. Era unamáquina de pensar argumentos. Le salíana borbotones, casi contra su voluntad. Ycon tanta prisa, que siempre le hacíafalta la ayuda de alguien para pensarlosen voz alta y atraparlos al vuelo. Sóloque al terminarlos se le caían losánimos. «Lástima que haya quefilmarlo», decía. Pues pensaba que en lapantalla perdería mucho de su magiaoriginal. Conservaba las ideas entarjetas ordenadas por temas y prendidascon alfileres en los muros, y tenía tantasque ocupaban una alcoba de su casa.

El sábado siguiente fuimos a verlo

con Margarito Duarte. Era tan goloso dela vida, que lo encontramos en la puertade su casa de la calle Angela Merici,ardiendo de ansiedad por la idea que lehabíamos anunciado por teléfono. Nisiquiera nos saludó con la amabilidadde costumbre, sino que llevó aMargarito a una mesa preparada, y élmismo abrió el estuche. Entoncesocurrió lo que menos imaginábamos. Envez de enloquecerse, como eraprevisible, sufrió una especie deparálisis mental.

—Ammazza! —murmuró espantado.Miró a la santa en silencio por dos o

tres minutos, cerró la caja él mismo, y

sin decir nada condujo a Margaritohacia la puerta, como a un niño quediera sus primeros pasos. Lo despidiócon unas palmaditas en la espalda.«Gracias, hijo, muchas gracias», le dijo.«Y que Dios te acompañe en tu lucha».Cuando cerró la puerta se volvió hacianosotros, y nos dio su veredicto.

—No sirve para el cine —dijo—.Nadie lo creería.

Esa lección sorprendente nosacompañó en el tranvía de regreso. Si éllo decía, no había ni que pensarlo: lahistoria no servía. Sin embargo, MaríaBella nos recibió con el recado urgentede que Zavattini nos esperaba esa misma

noche, pero sin Margarito.Lo encontramos en uno de sus

momentos estelares. Lakis había llevadoa dos o tres condiscípulos, pero él nisiquiera pareció verlos cuando abrió lapuerta.

—Ya lo tengo —gritó—. La películaserá un cañonazo si Margarito hace elmilagro de resucitar a la niña.

—¿En la película o en la vida? —lepregunté.

Él reprimió la contrariedad. «Noseas tonto», me dijo. Pero enseguida levimos en los ojos el destello de una ideairresistible. «A no ser que sea capaz deresucitarla en la vida real», dijo, y

reflexionó en serio:—Debería probar.Fue sólo una tentación instantánea,

antes de retomar el hilo. Empezó apasearse por la casa, como un loco feliz,gesticulando a manotadas y recitando lapelícula a grandes voces. Loescuchábamos deslumbrados, con laimpresión de estar viendo las imágenescomo pájaros fosforescentes que se leescapaban en tropel y volabanenloquecidos por toda la casa.

—Una noche —dijo—cuando ya hanmuerto como veinte Papas que no lorecibieron, Margarito entra en su casa,cansado y viejo, abre la caja, le acaricia

la cara a la muertita, y le dice con todala ternura del mundo: «Por el amor de tupadre, hijita: levántate y anda».

Nos miró a todos, y remató con ungesto triunfal:

—¡Y la niña se levanta!Algo esperaba de nosotros. Pero

estábamos tan perplejos, que noencontrábamos qué decir. Salvo Lakis,el griego, que levantó el dedo, como enla escuela, para pedir la palabra.

—Mi problema es que no lo creo —dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigiódirecto a Zavattini—: Perdóneme,maestro, pero no lo creo.

Entonces fue Zavattini el que se

quedó atónito.—¿Y por qué no?—Qué sé yo —dijo Lakis,

angustiado—. Es que no puede ser.—Ammazza! —gritó entonces el

maestro, con un estruendo que debióoírse en el barrio entero—. Eso es loque más me jode de los estalmistas: queno creen en la realidad.

En los quince años siguientes, segúnél mismo me contó, Margarito llevó lasanta a Castelgandolfo por si se daba laocasión de mostrarla. En una audienciade unos doscientos peregrinos deAmérica Latina alcanzó a contar suhistoria, entre empujones y codazos, al

benévolo Juan XXIII. Pero no pudomostrarle a la niña porque debió dejarlaa la entrada, junto con los morrales deotros peregrinos, en previsión de unatentado. El Papa lo escuchó con tantaatención como le fue posible entre lamuchedumbre, y le dio en la mejilla unapalmadita de aliento.

—Bravo, figlio mío —le dijo—.Dios premiará tu perseverancia.

Sin embargo, cuando de veras sesintió en vísperas de realizar su sueñofue durante el reinado fugaz delsonriente Albino Luciani. Un pariente deeste, impresionado por la historia deMargarito, le prometió su mediación.

Nadie le hizo caso. Pero dos díasdespués, mientras almorzaban, alguienllamó a la pensión con un mensajerápido y simple para Marearito: nodebía moverse de Roma, pues antes deljueves sería llamado del Vaticano parauna audiencia privada.

Nunca se supo si fue una broma.Margarito creía que no, y se mantuvoalerta. No salió de la casa. Si tenía queir al baño lo anunciaba en voz alta: «Voyal baño». María Bella, siempre graciosaen los primeros albores de la vejez,soltaba su carcajada de mujer libre.

—Ya lo sabemos, Margarito, —gritaba—, por si te llama el Papa.

La semana siguiente, dos días antesdel telefonema anunciado, Margarito sederrumbó ante el titular del periódicoque deslizaron por debajo de la puerta:Morto il Papa. Por un instante lo sostuvoen vilo la ilusión de que era unperiódico atrasado que habían llevadopor equivocación, pues no era fácilcreer que se muriera un Papa cada mes.Pero así fue: el sonriente AlbinoLuciani, elegido treinta y tres días antes,había amanecido muerto en su cama.

Volví a Roma veintidós añosdespués de conocer a Margarito Duarte,y tal vez no hubiera pensado en él si nolo hubiera encontrado por casualidad.

Yo estaba demasiado oprimido por losestragos del tiempo para pensar ennadie. Caía sin cesar una llovizna bobacomo de caldo tibio, la luz de diamantede otros tiempos se había vuelto turbia,y los lugares que habían sido míos ysustentaban mis nostalgias eran otros yajenos. La casa donde estuvo la pensiónseguía siendo la misma, pero nadie diorazón de María Bella. Nadie contestabaen seis números de teléfonos que eltenor Ribero Silva me había mandado através de los años. En un almuerzo conla nueva gente de cine evoqué lamemoria de mi maestro, y un silenciosúbito aleteó sobre la mesa por un

instante, hasta que alguien se atrevió adecir:

—Zavattini? Mai sentito.Así era: nadie había oído hablar de

él. Los árboles de la Villa Borgheseestaban desgreñados bajo la lluvia, elgaloppatoio de las princesas tristeshabía sido devorado por una maleza sinflores, y las bellas de antaño habían sidosustituidas por atletas andróginostravestidos de manólas. El únicosobreviviente de una fauna extinguidaera el viejo león, sarnoso y acatarrado,en su isla de aguas marchitas.

Nadie cantaba ni se moría de amoren las tractorías plastificadas de la

Plaza de España. Pues la Roma denuestras nostalgias era ya otra Romaantigua dentro de la antigua Roma de losCésares. De pronto, una voz que podíavenir del más allá me paró en seco enuna callecita del Trastévere:

—Hola, poeta.Era él, viejo y cansado. Habían

muerto cinco papas, la Roma eternamostraba los primeros síntomas de ladecrepitud, y él seguía esperando. «Heesperado tanto que ya no puede faltarmucho más», me dijo al despedirse,después de casi cuatro horas deañoranzas. «Puede ser cosa de meses».Se fue arrastrando los pies por el medio

de la calle, con sus botas de guerra y sugorra descolorida de romano viejo, sinpreocuparse de los charcos de lluviadonde la luz empezaba a pudrirse.Entonces no tuve ya ninguna duda, si esque alguna vez la tuve, de que el santoera él. Sin darse cuenta, a través delcuerpo incorrupto de su hija, llevaba yaveintidós años luchando en vida por lacausa legítima de su propiacanonización.

Agosto 1981.

EL AVIÓN DE LABELLA

DURMIENTE

Era bella, elástica, con una pieltierna del color del pan y los ojos dealmendras verdes, y tenía el cabello lisoy negro y largo hasta la espalda, y unaaura de antigüedad que lo mismo podíaser de Indonesia que de los Andes.Estaba vestida con un gusto sutil:chaqueta de lince, blusa de seda naturalcon flores muy tenues, pantalones delino crudo, y unos zapatos lineales del

color de las bugambilias. «Esta es lamujer más bella que he visto en mivida», pensé, cuando la vi pasar con sussigilosos trancos de leona, mientras yohacía la cola para abordar el avión deNueva York en el aeropuerto Charles deGaulle de París. Fue una apariciónsobrenatural que existió sólo un instantey desapareció en la muchedumbre delvestíbulo.

Eran las nueve de la mañana. Estabanevando desde la noche anterior, y eltránsito era más denso que de costumbreen las calles de la ciudad, y más lentoaún en la autopista, y había camiones decarga alineados a la orilla, y

automóviles humeantes en la nieve. Enel vestíbulo del aeropuerto, en cambio,la vida seguía en primavera.

Yo estaba en la fila de registrodetrás de una anciana holandesa quedemoró casi una hora discutiendo elpeso de sus once maletas. Empezaba aaburrirme cuando vi la aparicióninstantánea que me dejó sin aliento, asíque no supe cómo terminó el altercado,hasta que la empleada me bajó de lasnubes con un reproche por midistracción. A modo de disculpa lepregunté si creía en los amores aprimera vista. «Claro que sí», me dijo.«Los imposibles son los otros». Siguió

con la vista fija en la pantalla de lacomputadora, y me preguntó qué asientoprefería: fumar o no fumar.

—Me da lo mismo —le dije contoda intención—, siempre que no sea allado de las once maletas.

Ella lo agradeció con una sonrisacomercial sin apartar la vista de lapantalla fosforescente.

—Escoja un número —me dijo,—:tres, cuatro o siete.

—Cuatro.Su sonrisa tuvo un destello triunfal.—En quince años que llevo aquí —

dije primero que no escoge el siete.Marcó en la tarjeta de embarque el

número del asiento y me la entregó conel resto de mis papeles, mirándome porprimera vez con unos ojos color de uvaque me sirvieron de consuelo mientrasvolvía a ver la bella. Sólo entonces meadvirtió que el aeropuerto acababa decerrarse y todos los vuelos estabandiferidos.

—¿Hasta cuándo?—Hasta que Dios quiera —dijo con

su sonrisa—. La radio anunció estamañana que será la nevada más grandedel año.

Se equivocó: fue la más grande delsiglo. Pero en la sala de espera de laprimera clase la primavera era tan real

que había rosas vivas en los floreros yhasta la música enlatada parecía tansublime y sedante como lo pretendíansus creadores. De pronto se me ocurrióque aquel era un refugio adecuado parala bella, y la busqué en los otrossalones, estremecido por mi propiaaudacia. Pero la mayoría eran hombresde la vida real que leían periódicos eninglés mientras sus mujeres pensaban enotros, contemplando los aviones muertosen la nieve a través de las vidrieraspanorámicas, contemplando las fábricasglaciales, los vastos sementeros deRoissy devastados por los leones.Después del mediodía no había un

espacio disponible, y el calor se habíavuelto tan insoportable que escapé pararespirar.

Afuera encontré un espectáculosobrecogedor. Gentes de toda ley habíandesbordado las salas de espera, yestaban acampadas en los corredoressofocantes, y aun en las escaleras,tendidas por los suelos con sus animalesy sus niños, y sus enseres de viaje. Puestambién la comunicación con la ciudadestaba interrumpida, y el palacio deplástico transparente parecía unainmensa cápsula espacial varada en latormenta. No pude evitar la idea de quetambién la bella debía estar en algún

lugar en medio de aquellas hordasmansas, y esa fantasía me infundiónuevos ánimos para esperar.

A la hora del almuerzo habíamosasumido nuestra conciencia denáufragos. Las colas se hicieroninterminables frente a los sieterestaurantes, las cafeterías, los baresatestados, y en menos de tres horastuvieron que cerrarlos porque no habíanada qué comer ni beber. Los niños, quepor un momento parecían ser todos losdel mundo, se pusieron a llorar al mismotiempo, y empezó a levantarse de lamuchedumbre un olor de rebaño. Era eltiempo de los instintos. Lo único que

alcancé a comer en medio de la rebatiñafueron los dos últimos vasos de heladode crema en una tienda infantil. Me lostomé poco a poco en el mostrador,mientras los camareros ponían las sillassobre las mesas a medida que sedesocupaban, y viéndome a mí mismo enel espejo del fondo, con el último vasitode cartón y la última cucharita de cartón,y pensando en la bella.

El vuelo de Nueva York, previstopara las once de la mañana, salió a lasocho de la noche. Cuando por fin logréembarcar, los pasajeros de la primeraclase estaban ya en su sitio, y unaazafata me condujo al mío. Me quedé sin

aliento. En la poltrona vecina, junto a laventanilla, la bella estaba tomandoposesión de su espacio con el dominiode los viajeros expertos. «Si alguna vezescribiera esto, nadie me lo creería»,pensé. Y apenas si intenté en mi medialengua un saludo indeciso que ella nopercibió. Se instaló como para vivirmuchos años, poniendo cada cosa en susitio y en su orden, hasta que el lugarquedó tan bien dispuesto como la casaideal donde todo estaba al alcance de lamano. Mientras lo hacía, el sobrecargonos llevó la champaña de bienvenida.Cogí una copa para ofrecérsela a ella,pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo

quiso un vaso de agua, y le pidió alsobrecargo, primero en un francésinaccesible y luego en un inglés apenasmás fácil, que no la despertara porningún motivo durante el vuelo. Su vozgrave y tibia arrastraba una tristezaoriental.

Cuando le llevaron el agua, abriósobre las rodillas un cofre de tocadorcon esquinas de cobre, como los baúlesde las abuelas, y sacó dos pastillasdoradas de un estuche donde llevabaotras de colores diversos. Hacía todo deun modo metódico y parsimonioso,como si no hubiera nada que noestuviera previsto para ella desde su

nacimiento. Por último bajó la cortinade la ventana, extendió la poltrona almáximo, se cubrió con la manta hasta lacintura sin quitarse los zapatos, se pusoel antifaz de dormir, se acostó de mediolado en la poltrona, de espaldas a mí, ydurmió sin una sola pausa, sin unsuspiro, sin un cambio mínimo deposición, durante las ocho horas eternasy los doce minutos de sobra que duró elvuelo a Nueva York.

Fue un viaje intenso. Siempre hecreído que no hay nada más hermoso enla naturaleza que una mujer hermosa, demodo que me fue imposible escapar niun instante al hechizo de aquella criatura

de fábula que dormía a mi lado. Elsobrecargo había desaparecido tanpronto como despegamos, y fuereemplazado por una azafata cartesianaque trató de despertar a la bella paradarle el estuche de tocador y losauriculares para la música. Le repetí laadvertencia que ella le había hecho alsobrecargo, pero la azafata insistió paraoír de ella misma que tampoco queríacenar. Tuvo que confirmárselo elsobrecargo, y aun así me reprendióporque la bella no se hubiera colgado enel cuello el cartoncito con la orden deno despertarla.

Hice una cena solitaria, diciéndome

en silencio todo lo que le hubiera dichoa ella si hubiera estado despierta. Susueño era tan estable, que en ciertomomento tuve la inquietud de que laspastillas que se había tomado no fueranpara dormir sino para morir. Antes decada trago, levantaba la copa ybrindaba.

—A tu salud, bella.Terminada la cena apagaron las

luces, dieron la película para nadie, ylos dos quedamos solos en la penumbradel mundo. La tormenta más grande delsiglo había pasado, y la noche delAtlántico era inmensa y límpida, y elavión parecía inmóvil entre las estrellas.

Entonces la contemplé palmo a palmodurante varias horas, y la única señal devida que pude percibir fueron lassombras de los sueños que pasaban porsu frente como las nubes en el agua.Tenía en el cuello una cadena tan finaque era casi invisible sobre su piel deoro, las orejas perfectas sin puntadaspara los aretes, las uñas rosadas de labuena salud, y un anillo liso en la manoizquierda.

Como no parecía tener más de veinteaños, me consolé con la idea de que nofuera un anillo de bodas sino el de unnoviazgo efímero. «Saber que duermestú, cierta, segura, cauce fiel de

abandono, línea pura, tan cerca de misbrazos maniatados», pensé, repitiendoen la cresta de espumas de champaña elsoneto magistral de Gerardo Diego.Luego extendí la poltrona a la altura dela suya, y quedamos acostados máscerca que en una cama matrimonial. Elclima de su respiración era el mismo dela voz, y su niel exhalaba un hálito tenueque sólo podía ser el olor propio de subelleza. Me parecía increíble: en laprimavera anterior había leído unahermosa novela de Yasunari Kawabatasobre los ancianos burgueses de Kyotoque pagaban sumas enormes para pasarla noche contemplando a las muchachas

más bellas de la ciudad, desnudas ynarcotizadas, mientras ellos agonizabande amor en la misma cama. No podíandespertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lointentaban, porque la esencia del placerera verlas dormir. Aquella noche,velando el sueño de la bella, no sóloentendí aquel refinamiento senil, sinoque lo viví a plenitud.

—Quién iba a creerlo —me dije,con el amor propio exacerbado por lachampaña— Yo, anciano japonés a estasalturas.

Creo que dormí varias horas,vencido por la champaña y losfogonazos mudos de la película, y

desperté con la cabeza agrietada. Fui albaño. Dos lugares detrás del mío yacíala anciana de las once maletasdespatarrada de mala manera en lapoltrona. Parecía un muerto olvidado enel campo de batalla. En el suelo, a mitaddel pasillo, estaban sus lentes de leercon el collar de cuentas de colores, ypor un instante disfruté de la dichamezquina de no recogerlos.

Después de desahogarme de losexcesos de champaña me sorprendí a mímismo en el espejo, indigno y feo, y measombré de que fueran tan terribles losestragos del amor. De pronto el avión sefue a pique, se enderezó como pudo, y

prosiguió volando al galope. La ordende volver al asiento se encendió. Salí enestampida, con la ilusión de que sólo lasturbulencias de Dios despertaran a labella, y que tuviera que refugiarse enmis brazos huyendo del terror. En laprisa estuve a punto de pisar los lentesde la holandesa, y me hubiera alegrado.Pero volví sobre mis pasos, los recogí,y se los puse en el regazo, agradecido depronto de que no hubiera escogido antesque yo el asiento número cuatro.

El sueño de la bella era invencible.Cuando el avión se estabilizó, tuve queresistir la tentación de sacudirla concualquier pretexto, porque lo único que

deseaba en aquella última hora de vueloera verla despierta, aunque fueraenfurecida, para que yo pudiera recobrarmi libertad, y tal vez mi juventud. Perono fui capaz. «Carajo», me dije, con ungran desprecio. «¡Por qué no nacíTauro!». Despertó sin ayuda en elinstante en que se encendieron losanuncios del aterrizaje, y estaba tanbella y lozana como si hubiera dormidoen un rosal. Sólo entonces caí en lacuenta de que los vecinos de asiento enlos aviones, igual que los matrimoniosviejos, no se dan los buenos días aldespertar. Tampoco ella. Se quitó elantifaz, abrió los ojos radiantes,

enderezó la poltrona, tiró a un lado lamanta, se sacudió las crines que sepeinaban solas con su propio peso,volvió a ponerse el cofre en las rodillas,y se hizo un maquillaje rápido ysuperfluo, que le alcanzó justo para nomirarme hasta que la puerta se abrió.Entonces se puso la chaqueta de lince,pasó casi por encima de mí con unadisculpa convencional en castellanopuro de las Américas, y se fue sindespedirse siquiera, sin agradecerme almenos lo mucho que hice por nuestranoche feliz, y desapareció hasta el solde hoy en la amazonia de Nueva York.

Junio 1982.

ME ALQUILO PARASOÑAR

A las nueve de la mañana, mientrasdesayunábamos en la terraza del HabanaRiviera, un tremendo golpe de mar apleno sol levantó en vilo variosautomóviles que pasaban por la avenidadel malecón, o que estaban estacionadosen la acera, y uno quedó incrustado enun flanco del hotel. Fue como unaexplosión de dinamita que sembró elpánico en los veinte pisos del edificio yconvirtió en polvo el vitral delvestíbulo. Los numerosos turistas que se

encontraban en la sala de espera fueronlanzados por los aires junto con losmuebles, y algunos quedaron heridos porla granizada de vidrio. Tuvo que ser unmarejazo colosal, pues entre la muralladel malecón y el hotel hay una ampliaavenida de ida y vuelta, así que la olasaltó por encima de ella y todavía lequedó bastante fuerza para desmigajar elvitral.

Los alegres voluntarios cubanos, conla ayuda de los bomberos, recogieronlos destrozos en menos de seis horas,clausuraron la puerta del mar yhabilitaron otra, y todo volvió a estar enorden. Por la no se había ocupado nadie

del automóvil incrustado en el muro,pues se pensaba que era uno de losestacionados en la acera. Pero cuando lagrúa lo sacó de la tronera descubrieronel cadáver de una mujer amarrada en elasiento del conductor con el cinturón deseguridad. El golpe fue tan brutal que nole quedó un hueso entero. Tenía el rostrodesbaratado, los botines descosidos y laropa en piltrafas, y un anillo de oro enforma de serpiente con ojos deesmeraldas. La policía estableció queera el ama de llaves de los nuevosembajadores de Portugal. En efecto,había llegado con ellos a La Habanaquince días antes, y había salido esa

mañana para el mercado manejando unautomóvil nuevo. Su nombre no me dijonada cuando leí la noticia en losperiódicos, pero en cambio quedéintrigado por el anillo en forma deserpiente y ojos de esmeraldas. No pudeaveriguar, sin embargo, en qué dedo lousaba.

Era un dato decisivo, porque temíque fuera una mujer inolvidable cuyonombre verdadero no supe jamás, queusaba un anillo igual en el índicederecho, lo cual era más insólito aún enaquel tiempo. La había conocido treintay cuatro años antes en Viena, comiendosalchichas con papas hervidas y

bebiendo cerveza de barril en unataberna de estudiantes latinos. Yo habíallegado de Roma esa mañana, y aúnrecuerdo mi impresión inmediata por suespléndida pechuga de soprano, suslánguidas colas de zorros en el cuellodel abrigo y aquel anillo egipcio enforma de serpiente. Me pareció que erala única austríaca en el largo mesón demadera, por el castellano primario quehablaba sin respirar con un acento dequincallería. Pero no, había nacido enColombia y se había ido a Austria entrelas dos guerras, si niña, a estudiarmúsica y canto. En aquel momentoandaba por los treinta años mal

llevados, pues nunca debió ser bella yhabía empezado a envejecer antes detiempo. Pero en cambio era un serhumano encantador. Y también uno delos más temibles.

Viena era todavía una antigua ciudadimperial, cuya posición geográfica entrelos dos mundos irreconciliables quedejó la Segunda Guerra había acabadode convertirla en un paraíso delmercado negro y el espionaje mundial.No hubiera podido imaginarme unámbito más adecuado para aquellacompatriota fugitiva que seguíacomiendo en la taberna estudiantil de laesquina sólo por fidelidad a su origen,

pues tenía recursos de sobra paracomprarla de contado con todos suscomensales dentro. Nunca dijo suverdadero nombre, pues siempre laconocimos con el trabalenguasgermánico que le inventaron losestudiantes latinos de Viena: Frau Frida.Apenas me la habían presentado cuandoincurrí en la impertinencia feliz depreguntarle cómo había hecho paraimplantarse de tal modo en aquel mundotan distante y distinto de sus riscos devientos del Quindío, y ella me contestócon un golpe: —Me alquilo para soñar.

En realidad, era su único oficio.Había sido la tercera de los once hijos

de un próspero tendero del antiguoCaldas, y desde que aprendió a hablarinstauró en la casa la buena costumbrede contar los sueños en ayunas, que es lahora en que se conservan más puras susvirtudes premonitorias. A los siete añossoñó que uno de sus hermanos eraarrastrado por un torrente. La madre, porpura superstición religiosa, le prohibióal niño lo que más le gustaba que erabañarse en la quebrada. Pero Frau Fridatenía ya un sistema propio de vaticinos.

—Lo que ese sueño significa —dijo—no es que se vaya a ahogar, sino queno debe comer dulces.

La sola interpretación parecía una

infamia, cuando era para un niño decinco años que no podía vivir sin susgolosinas dominicales. La madre, yaconvencida de las virtudes adivinatoriasde la hija, hizo respetar la advertenciacon mano dura. Pero al primer descuidosuyo el niño se atragantó con una canicade caramelo que se estaba comiendo aescondidas, y no fue posible salvarlo.

Frau Frida no había pensado queaquella facultad pudiera ser un oficio,hasta que la vida la agarró por el cuelloen los crueles inviernos de Viena.Entonces tocó para pedir empleo en laprimera casa que le gustó para vivir, ycuando le preguntaron qué sabía hacer,

ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Lebastó con una breve explicación a ladueña de casa para ser aceptada, con unsueldo apenas suficiente para los gastosmenudos, pero con un buen cuarto y lastres comidas. Sobre todo el desayuno,que era el momento en que la familia sesentaba a conocer el destino inmediatode cada uno de sus miembros: el padre,que era un rentista refinado; la madre,una mujer alegre y apasionada de lamúsica de cámara romántica, y dosniños de once y nueve años. Todos eranreligiosos, y por lo mismo propensos alas supersticiones arcaicas, y recibieronencantados a Frau Frida con el único

compromiso de descifrar el destinodiario de la familia a través de lossueños.

Lo hizo bien y por mucho tiempo,sobre todo en los años de la guerra,cuando la realidad fue más siniestra quelas pesadillas. Sólo ella podía decidir ala hora del desayuno lo que cada quiendebía hacer aquel día, y cómo debíahacerlo, hasta que sus pronósticosterminaron por ser la única autoridad enla casa. Su dominio sobre la familia fueabsoluto: aun el suspiro más tenue erapor orden suya. Por los días en queestuve en Viena acababa de morir eldueño de casa, y había tenido la

elegancia de legarle a ella una parte desus rentas, con la única condición de quesiguiera soñando para la familia hasta elfin de sus sueños.

Estuve en Viena más de un mes,compartiendo las estrecheces de losestudiantes, mientras esperaba un dineroque nunca llegó. Las visitas imprevistasy generosas de Frau Frida en la tabernaeran entonces como fiestas en nuestrorégimen de penurias. Una de esasnoches, en la euforia de la cerveza, mehabló al oído con una convicción que nopermitía ninguna pérdida de tiempo.

—He venido sólo para decirte queanoche tuve un sueño contigo —me dijo

—. Debes irte enseguida y no volver aViena en los próximos cinco años.

Su convicción era tan real, que esamisma noche me embarcó en el últimotren para Roma. Yo, por mi parte, quedétan sugestionado, que desde entonces mehe considerado sobreviviente de undesastre nunca conocí. Todavía no hevuelto a Viena.

Antes del desastre de La Habanahabía visto a Frau Frida en Barcelona,de una manera tan inesperada y casualque me pareció misteriosa. Fue el día enque Pablo Neruda pisó tierra españolapor primera vez desde la Guerra Civil,en la escala de un lento viaje por mar

hacia Valparaíso. Pasó con nosotros unamañana de caza mayor en las libreríasde¡ viejo, y en Porter compró un libroantiguo, descuadernado y marchito, porel cual pagó lo que hubiera] sido susueldo de dos meses en el consulado deRanigún. Se movía por entre la gentecomo un elefante inválido, con un interésinfantil en el mecanismo interno de cadacosa, pues el mundo le parecía uninmenso juguete de cuerda con el cual seinventaba la vida.

No he conocido a nadie másparecido a la idea que uno tiene de unPapa renacentista: glotón y refinado.Aun contra su voluntad, siempre era él

quien presidía la mesa. Matilde, suesposa, le ponía un babero que parecíamás de peluquería que de comedor, peroera la única manera de impedir que sebañara en salsas. Aquel día enCarvalleiras fue ejemplar. Se comió treslangostas enteras descuartizándolas conuna maestría de cirujano, y al mismotiempo devoraba con la vista los platosde todos, e iba picando un poco de cadauno, con un deleite que contagiaba lasganas de comer: las almejas de Galicia,los percebes del Cantábrico, las cigalasde Alicante, las espardenyas de la CostaBrava. Mientras tanto,, como losfranceses, sólo hablaba de otras

exquisiteces de cocina, y en especial delos mariscos prehistóricos de Chile quellevaba en el corazón. De pronto dejó decomer, afinó sus antenas de ¡bogavante,y me dijo en voz muy baja: alguiendetrás de mí que no deja de mirarme.

Miré por encima de su hombro, y asíera. A sus espaldas, tres mesas más allá,una mujer impávida con un anticuadosombrero de fieltro y una bufandamorada, masticaba despacio con losojos fijos en él. La reconocí en el acto.Estaba envejecida y gorda, pero eraella, con el anillo de serpiente en elíndice.

Viajaba desde Nápoles en el mismo

barco que los Neruda, pero no se habíanvisto a bordo. La invitamos a tomar elcafé en nuestra mesa, y la induje ahablar de sus sueños para sorprender alpoeta. Él no le hizo caso, pues planteódesde el principio que no creía enadivinaciones de sueños.

—Sólo la poesía es clarividente —dijo.

Después del almuerzo, en elinevitable paseo por las Ramblas, meretrasé a propósito con Frau Frida pararefrescar nuestros recuerdos sin oídosajenos. Me contó que había vendido suspropiedades de Austria, y vivía retiradaen Porto, Portugal, en una casa que

describió como un castillo falso sobreuna colina desde donde se veía todo elocéano hasta las Américas. Aunque nolo dijera, en su conversación quedabaclaro que de sueño en sueño habíaterminado por apoderarse de la fortunade sus inefables patrones de Viena. Nome impresionó, sin embargo, porquesiempre había pensado que sus sueñosno eran más que una artimaña para vivir.Y se lo dije.

Ella soltó su carcajada irresistible.«Sigues tan atrevido como siempre», medijo. Y no dijo más, porque el resto delgrupo se había detenido a esperar queNeruda acabara de hablar en jerga

chilena con los loros de la Rambla delos Pájaros. Cuando reanudamos lacharla, Frau Frida había cambiado detema.

—A propósito —me dijo—: Yapuedes volver a Viena. Sólo entoncescaí en la cuenta de que habíantranscurrido trece años desde que nosconocimos.

—Aun si tus sueños son falsos,jamás volveré —le dije—. Por si acaso.

A las tres nos separamos de ellapara acompañar a Neruda a su siestasagrada. La hizo en nuestra casa,después de unos preparativos solemnesque de algún modo recordaban la

ceremonia del té en el Japón. Había queabrir unas ventanas y cerrar otras paraque hubiera el grado de calor exacto yuna cierta clase de luz en ciertadirección, y un silencio absoluto.Neruda se durmió al instante, y despertódiez minutos después, como los niños,cuando menos pensábamos. Apareció enla sala restaurado y con el monogramade la almohada impreso en la mejilla.

—Soñé con esa mujer que sueña —dijo. Matilde quiso que le contara elsueño.

—Soñé que ella estaba soñandoconmigo—dijo él.

—Eso es de Borges —le dije. Él me

miró desencantado.—¿Ya está escrito?—Si no está escrito lo va a escribir

alguna vez —le dije—. Será uno de suslaberintos.

Tan pronto como subió a bordo, a lasseis de la tarde, Neruda se despidió denosotros, se sentó en una mesa apartada,y empezó a escribir versos fluidos conla pluma de tinta verde con que dibujabaflores y peces y pájaros en lasdedicatorias de sus libros. A la primeraadvertencia del buque buscamos a FrauFrida, y al fin la encontramos en lacubierta de turistas cuando ya nosíbamos sin despedirnos. También ella

acababa de despertar de la siesta.—Soñé con el poeta —nos dijo.

Asombrado, le pedí que me contara elsueño.

—Soñé que él estaba soñandoconmigo —dijo, y mi cara de asombrola confundió—

¿Qué quieres? A veces, entre tantossueños, se nos cuela uno que no tienenada que ver con la vida real.

No volví a verla ni a preguntarmepor ella hasta que supe del anillo enforma de culebra de la mujer que murióen el naufragio del Hotel Riviera. Asíque no resistí la tentación de hacerlepreguntas al embajador portugués

cuando coincidimos, meses después, enuna recepción diplomática. Elembajador me habló de ella con un granentusiasmo y una enorme admiración.«No se imagina lo extraordinaria queera», me dijo. «Usted no habría resistidola tentación de escribir un cuento sobreella.» Y prosiguió en el mismo tono, condetalles sorprendentes, pero sin unapista que me permitiera una conclusiónfinal.

—En concreto, —le precisé por fin—: ¿qué hacía?

—Nada —me dijo él, con un ciertodesencanto—. Soñaba.

Marzo 1980.

«SÓLO VINE AHABLAR PORTELÉFONO»

Una tarde de lluvias primaverales,cuando viajaba sola hacia Barcelonaconduciendo un automóvil alquilado,María de la Luz Cervantes sufrió unaavería en el desierto de los Monegros.Era una mexicana de veintisiete años,bonita y seria, que años antes habíatenido un cierto nombre como actriz devariedades. Estaba casada con unprestidigitador de salón, con quien iba a

reunirse aquel día después de visitar aunos parientes en Zaragoza. Al cabo deuna hora de señas desesperadas a losautomóviles y camiones de carga quepasaban raudos en la tormenta, elconductor de un autobús destartalado secompadeció de ella. Le advirtió, eso sí,que no iba muy lejos.

—No importa —dijo María—. Loúnico que necesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba paraprevenir a su marido de que no llegaríaantes de las siete de la noche. Parecía unpajarito ensopado, con un abrigo deestudiante y los zapatos de playa enabril, y estaba tan aturdida por el

percance que olvidó llevarse las llavesdel automóvil. Una mujer que viajabajunto al conductor, de aspecto militarpero de maneras dulces, le dio unatoalla y una manta, y le hizo un sitio a sulado. Después de secarse a medias,María se sentó, se envolvió en la manta,y trató de encender un cigarrillo, perolos fósforos estaban mojados. La vecinade asiento le dio fuego y le pidió uncigarrillo de los pocos que quedabansecos. Mientras fumaban, María cedió alas ansias de desahogarse, y su vozresonó más que la lluvia y el traqueteodel autobús. La mujer la interrumpió conel índice en los labios.

—Están dormidas —murmuró.María miró por encima del hombro,

y vio que el autobús estaba ocupado pormujeres de edades inciertas ycondiciones distintas, que dormíanarropadas con mantas iguales a la suya.Contagiada de su placidez, María seenroscó en el asiento y se abandonó alrumor de la lluvia. Cuando despertó erade noche y el aguacero se había disueltoen un sereno helado. No tenía la menoridea de cuánto tiempo había dormido nien qué lugar del mundo se encontraban.Su vecina de asiento tenía una actitudalerta.

—¿Dónde estamos? —le preguntó

María.—Hemos llegado —contestó la

mujer.El autobús estaba entrando en el

patio empedrado de un edificio enormey sombrío que parecía un viejo conventoen un bosque de árboles colosales. Laspasajeras, alumbradas apenas por unfarol del patio, permanecieron inmóvileshasta que la mujer de aspecto militar lashizo descender con un sistema deórdenes primarias, como en unparvulario. Todas eran mayores, y semovían con tal parsimonia en lapenumbra del patio que parecíanimágenes de un sueño. María, la última

en descender, pensó que eran monjas. Lopensó menos cuando vio a variasmujeres de uniforme que las recibieronen la puerta del autobús, y les cubrían lacabeza con las mantas para que no semojaran, y las ponían en fila india,dirigiéndolas sin hablarles, conpalmadas rítmicas y perentorias.Después de despedirse de su vecina deasiento María quiso devolverle lamanta, pero ella le dijo que se cubrierala cabeza para atravesar el patio, y ladevolviera en la portería.

—¿Habrá un teléfono? —le preguntóMaría.

—Por supuesto —dijo la mujer—.

Ahí mismo le indican.Le pidió a María otro cigarrillo, y

ella le dio el resto del paquete mojado.«En el camino se secan», le dijo. Lamujer le hizo un adiós con la manodesde el estribo, y casi le gritó: «Buenasuerte». El autobús arrancó sin darletiempo de más.

María empezó a correr hacia laentrada del edificio. Una guardiana tratóde detenerla con una palmada enérgica,pero tuvo que apelar a un gritoimperioso: «¡Alto he dicho!» Maríamiró por debajo de la manta, y vio unosojos de hielo y un índice inapelable quele indicó la fila. Obedeció. Ya en el

zaguán del edificio se separó del grupoy preguntó al portero dónde había unteléfono. Una de las guardianas la hizovolver a la fila con palmaditas en laespalda, mientras le decía con modosmuy dulces:

——Por aquí, guapa, por aquí hayun teléfono.

María siguió con las otras mujerespor un corredor tenebroso, y al finalentró en un dormitorio colectivo dondelas guardianas recogieron las cobijas yempezaron a repartir las camas. Unamujer distinta, que a María le pareciómás humana y de jerarquía más alta,recorrió la fila comparando una lista con

los nombres que las recién llegadastenían escritos en un cartón cosido en elcorpiño. Cuando llegó frente a María sesorprendió de que no llevara suidentificación.

—Es que yo sólo vine a hablar porteléfono —le dijo María.

Le explicó a toda prisa que suautomóvil se había descompuesto en lacarretera. El marido, que era mago defiestas, estaba esperándola en Barcelonapara cumplir tres compromisos hasta lamedia noche, y quería avisarle que noestaría a tiempo para acompañarlo. Ibana ser las siete. El debía salir de la casadentro de diez minutos, y ella temía que

cancelara todo por su demora. Laguardiana pareció escucharla conatención.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.María le dijo su nombre con un

suspiro de alivio, pero la mujer no loencontró después de repasar la listavarias veces. Se lo preguntó alarmada auna guardiana, y ésta, sin nada que decir,se encogió de hombros.

—Es que yo sólo vine a hablar porteléfono—dijo María.

—De acuerdo, maja —le dijo lasuperiora, llevándola hacia su cama conuna dulzura demasiado ostensible paraser real—, si te portas bien podrás

hablar por teléfono con quien quieras.Pero ahora no, mañana.

Algo sucedió entonces en la mentede María que le hizo entender por quélas mujeres del autobús se movían comoen el fondo de un acuario. En realidad,estaban apaciguadas con sedantes, yaquel palacio en sombras, con gruesosmuros de cantería y escaleras heladas,era en realidad un hospital de enfermasmentales. Asustada, escapó corriendodel dormitorio, y antes de llegar alportón una guardiana gigantesca con unmameluco de mecánico la atrapó de unzarpazo y la inmovilizó en el suelo conuna llave maestra. María la miró de

través paralizada por el terror.—Por el amor de Dios —dijo—. Le

juro por mi madre muerta que sólo vinea hablar por teléfono.

Le bastó con verle la cara para saberque no había súplica posible anteaquella energúmena de mameluco aquien llamaban Herculina por su fuerzadescomunal. Era la encargada de loscasos difíciles, y dos reclusas habíanmuerto estranguladas con su brazo deoso polar adiestrado en el arte de matarpor descuido. El primer caso se resolviócomo un accidente comprobado. Elsegundo fue menos claro, y Herculinafue amonestada y advertida de que la

próxima vez sería investigada a fondo.La versión corriente era que aquellaoveja descarriada de una familia deapellidos grandes tenía una turbiacarrera de accidentes dudosos en variosmanicomios de España.

Para que María durmiera la primeranoche, tuvieron que inyectarle unsomnífero. Antes del amanecer, cuandola despertaron las ansias de fumar,estaba amarrada por las muñecas y lostobillos en las barras de la cama. Nadieacudió a sus gritos. Por la mañana,mientras el marido no encontraba enBarcelona ninguna pista de su paradero,tuvieron que llevarla a la enfermería,

pues la encontraron sin sentido en unpantano de sus propias miserias.

No supo cuánto tiempo había pasadocuando volvió en sí. Pero entonces elmundo era un remanso de amor, y estabafrente a su cama un anciano monumental,con una andadura de plantígrado y unasonrisa sedante, que con dos pasesmaestros le devolvió la dicha de vivir.Era el director del sanatorio.

Antes de decirle nada, sin saludarlosiquiera, María le pidió un cigarrillo. Élse lo dio encendido, y le regaló elpaquete casi lleno. María no pudoreprimir el llanto.

—Aprovecha ahora para llorar

cuanto quieras —le dijo el médico, conuna voz adormecedora—. No hay mejorremedio que las lágrimas.

María se desahogó sin pudor, comonunca logró hacerlo con sus amantescasuales en los tedios de después delamor. Mientras la oía, el médico lapeinaba con los dedos, le arreglaba laalmohada para que respirara mejor, laguiaba por el laberinto de suincertidumbre con una sabiduría y unadulzura que ella no había soñado jamás.Era, por la primera vez en su vida, elprodigio de ser comprendida por unhombre que la escuchaba con toda elalma sin esperar la recompensa de

acostarse con ella. Al cabo de una horalarga, desahogada a fondo, le pidióautorización para hablarle por teléfono asu marido.

El médico se incorporó con toda lamajestad de su rango. «Todavía no,reina», le dijo, dándole en la mejilla lapalmadita más tierna que había sentidonunca. «Todo se hará a su tiempo». Lehizo desde la puerta una bendiciónepiscopal, y desapareció para siempre.

—Confía en mí —le dijo.Esa misma tarde María fue inscrita

en el asilo con un número de serie, y conun comentario superficial sobre elenigma de su procedencia y las dudas

sobre su identidad. Al margen quedó unacalificación escrita de puño y letra deldirector: agitada.

Tal como María lo había previsto, elmarido salió de su modesto apartamentodel barrio de Horta con media hora deretraso para cumplir los trescompromisos. Era la primera vez queella no llegaba a tiempo en casi dosaños de una unión libre bien concertada,y él entendió el retraso por la ferocidadde las lluvias que asolaron la provinciaaquel fin de semana. Antes de salir dejóun mensaje clavado en la puerta con elitinerario de la noche.

En la primera fiesta, con todos los

niños disfrazados de canguro,prescindió del truco estelar de los pecesinvisibles porque no podía hacerlo sinla ayuda de ella. El segundocompromiso era en casa de una ancianade noventa y tres años, en silla deruedas, que se preciaba de habercelebrado cada uno de sus últimostreinta cumpleaños con un mago distinto.El estaba tan contrariado con la demorade María, que no pudo concentrarse enla suertes más simples. El tercercompromiso era el de todas las nochesen un café concierto de las Ramblas,donde actuó sin inspiración para ungrupo de turistas franceses que no

pudieron creer lo que veían porque senegaban a creer en la magia. Después decada representación llamó por teléfono asu casa, y esperó sin ilusiones a queMaría contestara. En la última ya nopudo reprimir la inquietud de que algomalo había ocurrido.

De regreso a casa en la camionetaadaptada para las funciones públicas vioel esplendor de la primavera en laspalmeras del Paseo de Gracia, y loestremeció el pensamiento aciago decómo podría ser la ciudad sin María. Laúltima esperanza se desvaneció cuandoencontró su recado todavía prendido enla puerta. Estaba tan contrariado, que se

olvidó de darle la comida al gato.Sólo ahora que lo escribo caigo en

la cuenta de que nunca supe cómo sellamaba en realidad, porque enBarcelona sólo lo conocíamos con sunombre profesional: Saturno el Mago.Era un hombre de carácter raro y conuna torpeza social irredimible, pero eltacto y la gracia que le hacían falta lesobraban a María. Era ella quien lollevaba de la mano en esta comunidadde grandes misterios, donde a nadie sele hubiera ocurrido llamar a nadie porteléfono después de la media noche parapreguntar por su mujer. Saturno lo habíahecho de recién venido y no quería

recordarlo. Así que esa noche seconformó con llamar a Zaragoza, dondeuna abuela medio dormida le contestósin alarma que María había partidodespués del almuerzo. No durmió másde una hora al amanecer. Tuvo un sueñocenagoso en el cual vio a María con unvestido de novia en piltrafas y salpicadode sangre, y despertó con la certidumbrepavorosa de que había vuelto a dejarlosolo, y ahora para siempre, en el vastomundo sin ella.

Lo había hecho tres veces con treshombres distintos, incluso él, en losúltimos cinco años. Lo habíaabandonado en Ciudad de México a los

seis meses de conocerse, cuandoagonizaban de felicidad con un amordemente en un cuarto de servicio de lacolonia Anzures. Una mañana María noamaneció en la casa después de unanoche de abusos inconfesables. Dejótodo lo que era suyo, hasta el anillo desu matrimonio anterior, y una carta en lacual decía que no era capaz desobrevivir al tormento de aquel amordesatinado. Saturno pensó que habíavuelto con su primer esposo, uncondiscípulo de la escuela secundariacon quien se casó a escondidas siendomenor de edad, y al cual abandonó porotro al cabo de dos años sin amor. Pero

no: había vuelto a casa de sus padres, yallí fue Saturno a buscarla a cualquierprecio. Le rogó sin condiciones, leprometió mucho más de lo que estabaresuelto a cumplir, pero tropezó con unadeterminación invencible. «Hay amorescortos y hay amores largos», le dijo ella.Y concluyó sin misericordia: «Este fuecorto». El se rindió ante su rigor. Sinembargo, una madrugada de Todos losSantos, al volver a su cuarto de huérfanodespués de casi un año de olvido, laencontró dormida en el sofá de la salacon la corona de azahares y la larga colade espuma de las novias vírgenes. Maríale contó la verdad. El nuevo novio,

viudo, sin hijos, con la vida resuelta y ladisposición de casarse para siempre porla iglesia católica, la había dejadovestida y esperándolo en el altar. Suspadres decidieron hacer la fiesta detodos modos. Ella siguió el juego. Bailó,cantó con los mariachis, se pasó detragos, y en un terrible estado deremordimientos tardíos se fue a la medianoche a buscar a Saturno.

No estaba en casa, pero encontró lasllaves en la maceta de flores delcorredor, donde las escondieronsiempre. Esta vez fue ella quien se lerindió sin condiciones. «¿Y ahora hastacuándo?», le preguntó él. Ella le

contestó con un verso de Vinicius deMoraes: «El amor es eterno mientrasdura». Dos años después, seguía siendoeterno.

María pareció madurar. Renunció asus sueños de actriz y se consagró a él,tanto en el oficio como en la cama. Afines del año anterior habían asistido aun congreso de magos en Perpignan, y deregreso conocieron a Barcelona. Lesgustó tanto que llevaban ocho mesesaquí, y les iba tan bien, que habíancomprado un apartamento en el muycatalán barrio de Horta, ruidoso y sinportero, pero con espacio de sobra paracinco hijos. Había sido la felicidad

posible, hasta el fin de semana en queella alquiló un automóvil y se fue avisitar a sus parientes de Zaragoza conla promesa de volver a las siete de lanoche del lunes. Al amanecer del juevestodavía no había dado señales de vida.

El lunes de la semana siguiente lacompañía de seguros del automóvilalquilado llamó por teléfono a la casapara preguntar por María. «No sé nada»,dijo Saturno. «Búsquenla en Zaragoza».Colgó. Una semana después un policíacivil fue a la casa con la noticia de quehabían hallado el automóvil en los puroshuesos, en un atajo cerca de Cádiz, anovecientos kilómetros del lugar en que

María lo abandonó. El agente queríasaber si ella tenía más detalles del robo.Saturno estaba dándole de comer algato, y apenas si lo miró para decirle sinmás vueltas que no perdieran el tiempo,pues su mujer se había fugado de la casay él no sabía con quién ni para dónde.Era tal su convicción, que el agente sesintió incómodo y le pidió perdón porsus preguntas. El caso se declarócerrado.

El recelo de que María pudiera irseotra vez había asaltado a Saturno porPascua Florida en Cadaqués, adondeRosa Regás los había invitado a navegara vela. Estábamos en el Marítim, el

populoso y sórdido bar de la gauchedivine en el crepúsculo del franquismo,alrededor de una de aquellas mesas dehierro con sillas de hierro donde sólocabíamos seis a duras penas y nossentábamos veinte. Después de agotar lasegunda cajetilla de cigarrillos de lajornada, María se encontró sin fósforos.Un brazo escuálido de vellos viriles conuna esclava de bronce romano se abriópaso entre el tumulto de la mesa, y le diofuego. Ella lo agradeció sin mirar aquién, pero Saturno el Mago lo vio. Eraun adolescente óseo y lampiño, de unapalidez de muerto y una cola de caballomuy negra que le daba a la cintura. Los

cristales del bar soportaban apenas lafuria de la tramontana de primavera,pero él iba vestido con una especie depiyama callejero de algodón crudo, yunas abarcas de labrador.

No volvieron a verlo hasta fines delotoño, en un hostal de mariscos de LaBarceloneta, con el mismo conjunto dezaraza ordinaria y una larga trenza envez de la cola de caballo. Los saludó aambos como a viejos amigos, y por elmodo como besó a María, y por el modocomo ella le correspondió, a Saturno lofulminó la sospecha de que habíanestado viéndose a escondidas. Díasdespués encontró por casualidad un

nombre nuevo y un número de teléfonoescritos por María en el directoriodoméstico, y la inclemente lucidez delos celos le reveló de quién eran. Elprontuario social del intruso acabó derematarlo: veintidós años, hijo único dericos, decorador de vitrinas de moda,con una fama fácil de bisexual y unprestigio bien fundado como consoladorde alquiler de señoras casadas. Perologró sobreponerse hasta la noche enque María no volvió a casa. Entoncesempezó a llamarlo por teléfono todoslos días, primero cada dos o tres horas,desde las seis de la mañana hasta lamadrugada siguiente, y después cada vez

que encontraba un teléfono a la mano. Elhecho de que nadie contestaraaumentaba su martirio.

Al cuarto día le contestó unaandaluza que sólo iba a hacer lalimpieza. «El señorito se ha ido», ledijo, con suficiente vaguedad paraenloquecerlo. Saturno no resistió latentación de preguntarle si porcasualidad no estaba ahí la señoritaMaría.

—Aquí no vive ninguna María —ledijo la mujer—. El señorito es soltero.

—Ya lo sé —le dijo él—. No vive,pero a veces va. ¿O no?

La mujer se encabritó.

—¿Pero quién cono habla ahí?Saturno colgó. La negativa de la

mujer le pareció una confirmación másde lo que ya no era para él una sospechasino una certidumbre ardiente. Perdió elcontrol. En los días siguientes llamó pororden alfabético a todos los conocidosde Barcelona. Nadie le dio razón, perocada llamada le agravó la desdicha,porque sus delirios de celos eran yacélebres entre los trasnochadoresimpenitentes de La gauche divine, y lecontestaban con cualquier broma que lohiciera sufrir. Sólo entonces comprendióhasta qué punto estaba solo en aquellaciudad hermosa, lunática e impenetrable,

en la que nunca sería feliz. Por lamadrugada, después de darle de comeral gato, se apretó el corazón para nomorir, y tomó la determinación deolvidar a María.

A los dos meses, María no se habíaadaptado aún a la vida del sanatorio.Sobrevivía picoteando apenas la pitanzade cárcel con los cubiertos encadenadosal mesón de madera bruta, y la vista fijaen la litografía del general FranciscoFranco que presidía el lúgubre comedormedieval. Al principio se resistía a lashoras canónicas con su rutinabobalicona de maitines, laudes,vísperas, y a otros oficios de iglesia que

ocupaban la mayor parte del tiempo. Senegaba a jugar a la pelota en el patio derecreo, y a trabajar en el taller de floresartificiales que un grupo de reclusasatendía con una diligencia frenética.Pero a partir de la tercera semana fueincorporándose poco a poco a la vidadel claustro. A fin de cuentas, decían losmédicos, así empezaban todas, y tarde otemprano terminaban por integrarse a lacomunidad. La falta de cigarrillos,resuelta en los primeros días por unaguardiana que los vendía a precio deoro, volvió a atormentarla cuando se leagotó el poco dinero que llevaba. Seconsoló después con los cigarros de

papel periódico que algunas reclusasfabricaban con las colillas recogidas enla basura, pues la obsesión de fumarhabía llegado a ser tan intensa como ladel teléfono. Las pesetas exiguas que seganó más tarde fabricando floresartificiales le permitieron un alivioefímero.

Lo más duro era la soledad de lasnoches. Muchas reclusas permanecíandespiertas en la penumbra, como ella,pero sin atreverse a nada, pues laguardiana nocturna velaba también en elportón cerrado con cadena y candado.Una noche, sin embargo, abrumada porla pesadumbre, María preguntó con voz

suficiente para que la oyera su vecina decama:

—¿Dónde estamos?La voz grave y lúcida de la vecina le

contestó:—En los profundos infiernos.—Dicen que esta es tierra de moros

—dijo otra voz distante que resonó en elámbito del dormitorio—. Y debe sercierto, porque en verano, cuando hayluna, se oyen los perros ladrándole a lamar.

Se oyó la cadena en las argollascomo un ancla de galeón, y la puerta seabrió. La cancerbera, el único ser queparecía vivo en el silencio instantáneo,

empezó a pasearse de un extremo al otrodel dormitorio. María se sobrecogió, ysólo ella sabía por qué.

Desde su primera semana en elsanatorio, la vigilante nocturna le habíapropuesto sin rodeos que durmiera conella en el cuarto de guardia. Empezó conun tono de negocio concreto: trueque deamor por cigarrillos, por chocolates, porlo que fuera. «Tendrás todo», le decía,trémula. «Serás la reina». Ante elrechazo de María, la guardiana cambióde método. Le dejaba papelitos de amordebajo de la almohada, en los bolsillosde la bata, en los sitios menos pensados.Eran mensajes de un apremio

desgarrador capaz de estremecer a laspiedras. Hacía más de un mes queparecía resignada a la derrota, la nocheen que se promovió el incidente en eldormitorio.

Cuando estuvo convencida de quetodas las reclusas dormían, la guardianase acercó a la cama de María, ymurmuró en su oído toda clase deobscenidades tiernas, mientras le besabala cara, el cuello tenso de terror, losbrazos yertos, las piernas exhaustas. Porúltimo, creyendo tal vez que la parálisisde María no era de miedo sino decomplacencia, se atrevió a ir más lejos.María le soltó entonces un golpe con el

revés de la mano que la mandó contra lacama vecina. La guardiana se incorporófuribunda en medio del escándalo de lasreclusas alborotadas.

—Hija de puta —gritó—. Nospudriremos juntas en este chiquero hastaque te vuelvas loca por mí.

El verano llegó sin anunciarse elprimer domingo de junio, y hubo quetomar medidas de emergencia, porquelas reclusas sofocadas empezaban aquitarse durante la misa los balandranesde estameña. María asistió divertida alespectáculo de las enfermas en Pelotaque las guardianas correteaban por lasnaves corno gallinas ciegas. En medio

de la confusión, trato de protegerse delos golpes perdidos, y sin saber cómo seencontró sola en una oficina abandonaday con un teléfono que repicaba sin cesarcon un timbre de súplica. María contestósin pensarlo, y oyó una voz lejana ysonriente que se entretenía imitando elservicio telefónico de la hora:

—Son las cuarenta y cinco horas,noventa y dos minutos y ciento sietesegundos.

—Maricón —dijo María.Colgó divertida. Ya se iba, cuando

cayó en la cuenta de que estaba dejandoescapar una ocasión irrepetible.Entonces marcó seis cifras, con tanta

tensión y tanta prisa, que no estuvosegura de que fuera el número de sucasa. Esperó con el corazón desbocado,oyó el timbre familiar con su tono ávidoy triste, una vez, dos veces, tres veces, yoyó por fin la voz del hombre de su vidaen la casa sin ella.

—¿Bueno?Tuvo que esperar a que pasara la

pelota de lágrimas que se le formó en lagarganta.

—Conejo, vida mía —suspiró.Las lágrimas la vencieron. Al otro

lado de la línea hubo un breve silenciode espanto, y la voz enardecida por loscelos escupió la palabra:

—¡Puta!Y colgó en seco.Esa noche, en un ataque frenético,

María descolgó en el refectorio lalitografía del generalísimo, la arrojó contodas sus fuerzas contra el vitral deljardín, y se derrumbó bañada en sangre.Aún le sobró rabia para enfrentarse agolpes con los guardianes que trataronde someterla, sin lograrlo, hasta que vioa Herculina plantada en el vano de lapuerta, con los brazos cruzados,mirándola. Se rindió. No obstante, laarrastraron hasta el pabellón de laslocas furiosas, la aniquilaron con unamanguera de agua helada, y le inyectaron

trementina en las piernas. Impedida paracaminar por la inflamación provocada,María se dio cuenta de que no habíanada en el mundo que no fuera capaz dehacer por escapar de aquel infierno. Lasemana siguiente, ya de regreso aldormitorio común, se levantó enpuntillas y tocó en la celda de laguardiana nocturna.

El precio de María, exigido por ellade antemano, fue llevarle un mensaje asu marido. La guardiana aceptó, siempreque el trato se mantuviera en secretoabsoluto. Y la apuntó con un índiceinexorable.

—Si alguna vez se sabe, te mueres.

Así que Saturno el Mago fue alsanatorio de locas el sábado siguiente,con la camioneta de circo preparadapara celebrar el regreso de María. Eldirector en persona lo recibió en suoficina, tan limpia y ordenada como unbarco de guerra, y le hizo un informeafectuoso sobre el estado de la esposa.Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo nicuándo, pues el primer dato de suingreso era el registro oficial dictadopor él cuando la entrevistó. Unainvestigación iniciada el mismo día nohabía concluido en nada. En todo caso,lo que más intrigaba al director eracómo supo Saturno el paradero de su

esposa. Saturno protegió a la guardiana.—Me lo informó la compañía de

seguros del coche —dijo.El director asintió complacido. «No

sé cómo hacen los seguros para saberlotodo», dijo. Le dio una ojeada alexpediente que tenía sobre su escritoriode asceta, y concluyó:

—Lo único cierto es la gravedad desu estado.

Estaba dispuesto a autorizarle unavisita con las precauciones debidas siSaturno el Mago le prometía, por el biende su esposa, ceñirse a la conducta queél le indicara. Sobre todo en la manerade tratarla, para evitar que recayera en

sus arrebatos de furia cada vez másfrecuentes y peligrosos.

—Es raro —dijo Saturno—.Siempre fue de genio fuerte, pero demucho dominio.

El médico hizo un ademán de sabio.«Hay conductas que permanecen latentesdurante muchos años, y un día estallan»,dijo. «Con todo, es una suerte que hayacaído aquí, porque somos especialistasen casos que requieren mano dura». Alfinal hizo una advertencia sobre la raraobsesión de María por el teléfono.

—Sígale la corriente —dijo.—Tranquilo, doctor —dijo Saturno

con un aire alegre—. Es mi

especialidad.La sala de visitas, mezcla de cárcel

y confesionario, era el antiguo locutoriodel convento. La entrada de Saturno nofue la explosión de júbilo que amboshubieran podido esperar. María estabade pie en el centro del salón, junto a unamesita con dos sillas y un florero sinflores. Era evidente que estaba lista parairse, con su lamentable abrigo color defresa y unos zapatos sórdidos que lehabían dado de caridad. En un rincón,casi invisible, estaba Herculina con losbrazos cruzados. María no se movió alver entrar al esposo ni asomó emociónalguna en la cara todavía salpicada por

los estragos del vitral. Se dieron un besode rutina.

—¿Cómo te sientes? —le preguntóél.

—Feliz de que al fin hayas venido,conejo —dijo ella—. Esto ha sido lamuerte.

No tuvieron tiempo de sentarse.Ahogándose en lágrimas, María le contólas miserias del claustro, la barbarie delas guardianas, la comida de perros, lasnoches interminables sin cerrar los ojospor el terror.

—Ya no sé cuántos días llevo aquí,o meses o años, pero sé que cada uno hasido peor que el otro —dijo, y suspiró

con el alma—: Creo que nunca volveréa ser la misma.

—Ahora todo eso pasó —dijo él,acariciándole con la yema de los dedoslas cicatrices recientes de la cara—. Yoseguiré viniendo todos los sábados. Ymás, si el director me lo permite. Yaverás que todo va a salir muy bien.

Ella fijó en los ojos de él sus ojosaterrados. Saturno intentó sus artes desalón. Le contó, en el tono pueril de lasgrandes mentiras, una versióndulcificada de los pronósticos delmédico. «En síntesis», concluyó, «aún tefaltan algunos días para estar recuperadapor completo». María entendió la

verdad.——¡Por Dios, conejo! —dijo,

atónita—. ¡No me digas que tú tambiéncrees que estoy loca!

——¡Cómo se te ocurre! —dijo él,tratando de reír—. Lo que pasa es queserá mucho más conveniente para todosque sigas por un tiempo aquí. Enmejores condiciones, por supuesto.

—¡Pero si ya te dije que sólo vine ahablar por teléfono! —dijo María.

Él no supo cómo reaccionar ante laobsesión temible. Miró a Herculina.Ésta aprovechó la mirada para indicarleen su reloj de pulso que era tiempo determinar la visita. María interceptó la

señal, miró hacia atrás, y vio aHerculina en la tensión del asaltoinminente. Entonces se aferró al cuellodel marido gritando como una verdaderaloca. Él se la quitó de encima con tantoamor como pudo, y la dejó a merced deHerculina, que le saltó por la espalda.Sin darle tiempo para reaccionar leaplicó una llave con la mano izquierda,le pasó el otro brazo de hierro alrededordel cuello, y le gritó a Saturno el Mago:

—¡Vayase!Saturno huyó despavorido.Sin embargo, el sábado siguiente, ya

repuesto del espanto de la visita, volvióal sanatorio con el gato vestido igual

que él: la malla roja y amarilla del granLeotardo, el sombrero de copa y unacapa de vuelta y media que parecía paravolar. Entró con la camioneta de feriahasta el patio del claustro, y allí hizouna función prodigiosa de casi tres horasque las reclusas gozaron desde losbalcones, con gritos discordantes yovaciones inoportunas. Estaban todas,menos María, que no sólo se negó arecibir al marido, sino inclusive a verlodesde los balcones. Saturno se sintióherido de muerte.

—Es una reacción típica —loconsoló el director—. Ya pasará.

Pero no pasó nunca. Después de

intentar muchas veces ver de nuevo aMaría, Saturno hizo lo imposible porque le recibiera una carta, pero fueinútil. Cuatro veces la devolvió cerraday sin comentarios. Saturno desistió, perosiguió dejando en la portería delhospital las raciones de cigarrillos, sinsaber siquiera si le llegaban a María,hasta que lo venció la realidad.

Nunca más se supo de él, salvo quevolvió a casarse y regresó a su país.Antes de irse de Barcelona le dejó elgato medio muerto de hambre a unanoviecita casual, que además secomprometió a seguir llevándole loscigarrillos a María. Pero también ella

desapareció. Rosa Regás recordabahaberla visto en el Corte Inglés, haceunos doce años, con la cabeza rapada yel balandrán anaranjado de alguna sectaoriental, y encinta a más no poder. Ellale contó que había seguido llevándolelos cigarrillos a María, siempre quepudo, y resolviéndole algunas urgenciasimprevistas, hasta un día en que sóloencontró los escombros del hospital,demolido como un mal recuerdo deaquellos tiempos ingratos. María lepareció muy lúcida la última vez que lavio, un poco pasada de peso y contentacon la paz del claustro. Ese día le llevótambién el gato, porque ya se le había

acabado el dinero que Saturno le dejópara darle de comer.

Abril 1978.

ESPANTOS DEAGOSTO

Llegamos a Arezzo un poco antes delmedio día, y perdimos más de dos horasbuscando el castillo renacentista que elescritor venezolano Miguel Otero Silvahabía comprado en aquel recodo idílicode la campiña toscana. Era un domingode principios de agosto, ardiente ybullicioso, y no era fácil encontrar aalguien que supiera algo en las callesabarrotadas de turistas. Al cabo demuchas tentativas inútiles volvimos alautomóvil, abandonamos la ciudad por

un sendero de cipreses sin indicacionesviales, y una vieja pastora de gansos nosindicó con precisión dónde estaba elcastillo. Antes de despedirse nospreguntó si pensábamos dormir allí, y lecontestamos, como lo teníamos previsto,que sólo íbamos a almorzar.

—Menos mal —dijo ella—porqueen esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos enaparecidos del medio día, nos burlamosde su credulidad. Pero nuestros doshijos, de nueve y siete años, se pusierondichosos de conocer un fantasma decuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de

buen escritor era un anfitrión espléndidoy un comedor refinado, nos esperaba conun almuerzo de nunca olvidar. Como senos había hecho tarde no tuvimos tiempode conocer el interior del castillo antesde sentarnos a la mesa, pero su aspectodesde fuera no tenía nada de pavoroso, ycualquier inquietud se disipaba con lavisión completa de la ciudad desde laterraza florida donde estábamosalmorzando. Era difícil creer que enaquella colina de casa encaramadas,donde apenas cabían noventa milpersonas, hubieran nacido tantoshombres de genio perdurable. Sinembargo, Miguel Otero Silva nos dijo

con su humor caribe que ninguno detantos era el mas insigne de Arezzo.

—El mas grande —sentenció —fueLudovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el granseñor de las artes y de la guerra, quehabía construido aquel castillo de sudesgracia, y de quién Miguel nos hablódurante todo el almuerzo. Nos hablo desu poder inmenso, de su amorcontrariado y de su muerte espantosa.Nos contó como fue que en un instantede locura del corazón había apuñalado asu dama en el lecho donde acababan deamarse, y luego azuzó contra sí mismo asus feroces perros de guerra que lo

despedazaron a dentelladas. Nosaseguró, muy en serio, que a partir de lamedia noche el espectro de Ludovicodeambulaba por la casa en tinieblastratando de conseguir el sosiego en supurgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmensoy sombrío. Pero a pleno día, con elestomago lleno y el corazón contento, elrelato de Miguel no podía parecer sinouna broma como tantas otras suyas paraentretener a sus invitados. Los ochenta ydos cuartos que recorrimos sin asombrodespués de la siesta, habían padecidotoda clase de mudanza de sus dueñossucesivos. Miguel había restaurado por

completo la planta baja y se había hechoconstruir un dormitorio moderno consuelos de mármol e instalaciones parasauna y cultura física, y la terraza deflores intensas donde habíamosalmorzado. La segunda planta, que habíasido la mas usada en el curso de lossiglos, era una sucesión de cuartos sinningun carácter, con muebles dediferente épocas abandonados a susuerte. Pero en la ultima se conservabauna habitación intacta por donde eltiempo se había olvidado de pasar. Erael dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estabala cama de cortinas bordadas con hilos

de oro, y el sobrecama de prodigios depasamanería todavía acartonado por lasangre seca de la amante sacrificada.Estaba la chimenea con las cenizasheladas y el ultimo leño convertido enpiedra, el armario con sus armas biencebadas, y el retrato de óleo delcaballero pensativo en un marco de oro,pintado por alguno de los maestrosflorentinos que no tuvieron la fortuna desobrevivir a su tiempo. Sin embargo, loque mas me impresionó fue el olor defresas recientes que permanecíaestancado sin explicación posible en elámbito del dormitorio.

Los días del verano eran largos y

parsimoniosos en la Toscana, y elhorizonte se mantiene en su sitio hastalas nueve de la noche. Cuandoterminamos de conocer el castillo eranmás de las cinco, pero Miguel insistióen llevarnos a ver los frescos de Pierodella Francesca en la Iglesia de SanFrancisco, luego nos tomamos un cafébien conversado bajo las pérgolas de laplaza, y cuando regresamos para recogerlas maletas encontramos la cena servida.De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielomalva con una sola estrella, los niñosprendieron unas antorchas en la cocina,y se fueron a explorar las tinieblas en

los pisos altos. Desde la mesa oíamossus galopes de caballos cerreros por lasescaleras, los lamentos de las puertas,los gritos felices llamando a Ludovicoen los cuartos tenebrosos. Fue a ellos aquienes se les ocurrió la mala idea dequedarnos a dormir. Miguel Otero Silvalos apoyó encantado, y nosotros notuvimos el valor civil de decirles queno.

Al contrario de lo que yo temía,dormimos muy bien, mi esposa y yo enun dormitorio de la planta baja y mishijos en el cuarto contiguo. Amboshabían sido modernizados y no teníannada de tenebrosos. Mientras trataba de

conseguir el sueño conté los doce toquesinsomnes del reloj de péndulo de lasala, y me acordé de la advertenciapavorosa de la pastora de gansos. Peroestábamos tan cansados que nosdormimos muy pronto, en un sueñodenso y continuo, y desperté después delas siete con un sol espléndido entre lasenredaderas de la ventana. A mi lado, miesposa navegaba en el mar apacible delos inocentes. «Qué tontería —me dije—, que alguien siga creyendo enfantasmas por estos tiempos». Sóloentonces me estremeció el olor de fresasrecién cortadas, y vi la chimenea con lascenizas frías y el último leño convertido

en piedra, y el retrato del caballerotriste que nos miraba desde tres siglosantes en el marco de oro. Pues noestábamos en la alcoba de la planta bajadonde nos habíamos acostado la nocheanterior, sino en el dormitorio deLudovico, bajo la cornisa y las cortinaspolvorientas y las sábanas empapadasde sangre todavía caliente de su camamaldita.

Octubre 1980.

MARÍA DOSPRAZERES

El hombre de la agencia funerariallegó tan puntual, que María dosPrazeres estaba todavía en bata de bañoy con la cabeza llena de tuboslanzadores, y apenas si tuvo tiempo deponerse una rosa roja en la oreja para noparecer tan indeseable como se sentía.Se lamentó aún más de su estado cuandoabrió la puerta y vio que no era unnotario lúgubre, como ella suponía quedebían ser los comerciantes de lamuerte, sino un joven tímido con una

chaqueta a cuadros y una corbata conpájaros de colores. No llevaba abrigo, apesar de la primavera incierta deBarcelona, cuya llovizna de vientossesgados la hacía casi siempre menostolerable que el invierno. María dosPrazeres, que había recibido a tantoshombres a cualquier hora, se sintióavergonzada como muy pocas veces.Acababa de cumplir setenta y seis añosy estaba convencida de que se iba amorir antes de Cavidad, y aun así estuvoa punto de cerrar la puerta y pedirle alvendedor de entierros que esperara uninstante mientras se vestía para recibirlode acuerdo con sus méritos. Pero luego

pensó que se iba a helar en el rellanooscuro, y lo hizo pasar adelante.

—Perdóneme esta facha demurciélago —dijo—pero llevo más decincuenta años en Catalunya, y es laprimera vez que alguien llega a la horaanunciada.

Hablaba un catalán perfecto con unapureza un poco arcaica, aunque todavíase le notaba la música de su portuguésolvidado. A pesar de sus años y con susbucles de alambre seguía siendo unamulata esbelta y vivaz, de cabello duro yojos amarillos y encarnizados, y hacíaya mucho tiempo que había perdido lacompasión por los hombres. El

vendedor, deslumbrado aún por laclaridad de la calle, no hizo ningúncomentario sino que se limpió la suelade los zapatos en la esterilla de yute y lebesó la mano con una reverencia.

—Eres un hombre como los de mistiempos —dijo María dos Prazeres conuna carcajada de granizo—. Siéntate.

Aunque era nuevo en el oficio, él loconocía bastante bien para no esperaraquella recepción festiva a las ocho dela mañana, y menos de una anciana sinmisericordia que a primera vista lepareció una loca fugitiva de lasAméricas. Así que permaneció a un pasode la puerta sin saber qué decir,

mientras María dos Prazeres descorríalas gruesas cortinas de peluche de lasventanas. El tenue resplandor de abrililuminó apenas el ámbito meticuloso dela sala que más bien parecía la vitrinade un anticuario. Eran cosas de usocotidiano, ni una más ni una menos, ycada una parecía puesta en su espacionatural, y con un gusto tan certero quehabría sido difícil encontrar otra casamejor servida aun en una ciudad tanantigua y secreta como Barcelona.

—Perdóneme —dijo—. Me heequivocado de puerta.

—Ojalá —dijo ella—, pero lamuerte no se equivoca.

El vendedor abrió sobre la mesa delcomedor un gráfico con muchos plieguescomo una carta de marear con parcelasde colores diversos y numerosas crucesy cifras en cada color. María dosPrazeres comprendió que era el planocompleto del inmenso panteón deMontjuich, y se acordó con un horrormuy antiguo del cementerio de Manaosbajo los aguaceros de octubre, dondechapaleaban los tapires entre túmulossin nombres y mausoleos de aventureroscon vitrales florentinos. Una mañana,siendo muy niña, el Amazonasdesbordado amaneció convertido en unaciénaga nauseabunda, y ella había visto

los ataúdes rotos flotando en el patio desu casa con pedazos de trapos y cabellosde muertos en las grietas. Aquelrecuerdo era la causa de que hubieraelegido el cerro de Montjuich paradescansar en paz, y no el pequeñocementerio de San Gervasio, tan cercanoy familiar.

—Quiero un lugar donde nuncalleguen las aguas —dijo.

—Pues aquí es —dijo el vendedor,indicando el sitio en el mapa con unpuntero extensible que llevaba en elbolsillo como una estilográfica de acero—No hay mar que suba tanto.

Ella se orientó en el tablero de

colores hasta encontrar la entradaprincipal, donde estaban las tres tumbascontiguas, idénticas y sin nombres dondeyacían Buenaventura Durruti y otros dosdirigentes anarquistas muertos en laGuerra Civil. Todas las noches alguienescribía los nombres sobre las lápidasen blanco. Los escribían con lápiz, conpintura, con carbón, con creyón de cejaso esmalte de uñas, con todas sus letras yen el orden correcto, y todas lasmañanas los celadores los borrabanpara que nadie supiera quién era quiénbajo los mármoles mudos. María dosPrazeres había asistido al entierro deDurruti, el más triste y tumultuoso de

cuantos hubo jamás en Barcelona, yquería reposar cerca de su tumba. Perono había ninguna disponible en el vastopanteón sobrepoblado. De modo que seresignó a lo posible. «Con la condición—dijo—de que no me vayan a meter enuna de esas gavetas de cinco años dondeuna queda como en el correo». Luego,recordando de pronto el requisitoesencial, concluyó:

—Y sobre todo, que me entierrenacostada.

En efecto, como réplica a la ruidosapromoción de tumbas vendidas concuotas anticipadas, circulaba el rumorde que se estaban haciendo

enterramientos verticales paraeconomizar espacio. El vendedorexplicó, con la precisión de un discursoaprendido de memoria, y muchas vecesrepetido, que esa versión era un infundioperverso de las empresas funerariastradicionales para desacreditar lanovedosa promoción de las tumbas aplazos. Mientras lo explicaba llamaron ala puerta con tres golpecitos discretos, yél hizo una pausa incierta, pero Maríados Prazeres le indicó que siguiera.

—No se preocupe —dijo en vozmuy baja—. Es el Noi.

El vendedor retomó el hilo, y Maríados Prazeres quedó satisfecha con la

explicación. Sin embargo, antes de abrirla puerta quiso hacer una síntesis finalde un pensamiento que había maduradoen su corazón durante muchos años, yhasta en sus pormenores más íntimos,desde la legendaria creciente deManaos.

—Lo que quiero decir —dijo—esque busco un lugar donde esté acostadabajo la tierra, sin riesgos deinundaciones y si es posible a la sombrade los árboles en verano, y donde no mevayan a sacar después de cierto tiempopara tirarme en la basura.

Abrió la puerta de la calle y entró unperrito de aguas empapado por la

llovizna, y con un talante de perdularioque no tenía nada que ver con el resto dela casa.

Regresaba del paseo matinal por elvecindario, y al entrar padeció unarrebato de alborozo. Saltó sobre lamesa ladrando sin sentido y estuvo apunto de estropear el plano delcementerio con las patas sucias debarro. Una sola mirada de la dueñabastó para moderar sus ímpetus.

—¡Noi! —le dijo sin gritar—.¡Baixa d'ací!

El animal se encogió, la miróasustado, y un par de lágrimas nítidasresbalaron por su hocico. Entonces

María dos Prazeres volvió a ocuparsedel vendedor, y lo encontró perplejo.

—¡Collons!, —exclamó él—. ¡Hallorado!

—Es que está alborotado porencontrar alguien aquí a esta hora —lodisculpó María dos Prazeres en voz baja—. En general, entra en la casa con máscuidado que los hombres. Salvo tú,como ya he visto.

—¡Pero ha llorado, cono! —repitióel vendedor y enseguida cayó en lacuenta de su incorrección y se excusóruborizado—: Usted perdone, pero esque esto no se ha visto ni en el cine.

—Todos los perros pueden hacerlo

si los enseñan —dijo ella—. Lo quepasa es que los dueños se pasan la vidaeducándolos con hábitos que los hacensufrir, como comer en platos o hacer susporquerías a sus horas y en el mismositio. Y en cambio no les enseñan lascosas naturales que les gustan, como reíry llorar. ¿Por dónde íbamos?

Faltaba muy poco. María dosPrazeres tuvo que resignarse también alos veranos sin árboles, porque losúnicos que había en el cementerio teníanlas sombras reservadas para los jerarcasdel régimen. En cambio, las condicionesy las fórmulas del contrato eransuperfluas, porque ella quería

beneficiarse del descuento por el pagoanticipado y en efectivo.

Sólo cuando habían terminado, ymientras guardaba otra vez los papelesen la cartera, el vendedor examinó lacasa con una mirada consciente y loestremeció el aliento mágico de subelleza. Volvió a mirar a María dosPrazeres como si fuera por primera vez.

—¿Puedo hacerle una preguntaindiscreta? —preguntó él.

Ella lo dirigió hacia la puerta.—Por supuesto —le dijo—, siempre

que no sea la edad.—Tengo la manía de adivinar el

oficio de la gente por las cosas que hay

en su casa, y la verdad es que aquí noacierto —dijo él—. ¿Qué hace usted?María dos Prazeres le contestó muertade risa:

—Soy puta, hijo. ¿O es que ya no seme nota? El vendedor enrojeció.

—Lo siento.—Más debía sentirlo yo —dijo ella,

tomándolo del brazo para impedir quese descalabrara contra la puerta—. ¡Yten cuidado! No te rompas la crismaantes de dejarme bien enterrada.

Tan pronto como cerró la puertacargó el perrito y empezó a mimarlo, yse sumó con su hermosa voz africana alos coros infantiles que en aquel

momento empezaron a oírse en elparvulario vecino. Tres meses anteshabía tenido en sueños la revelación deque iba a morir, y desde entonces sesintió más ligada que nunca a aquellacriatura de su soledad. Había previstocon tanto cuidado la repartición póstumade sus cosas y el destino de su cuerpo,que en ese instante hubiera podidomorirse sin estorbar a nadie. Se habíaretirado por voluntad propia con unafortuna atesorada piedra sobre piedrapero sin sacrificios demasiado amargos,y había escogido como refugio final elmuy antiguo y noble pueblo de Gracia,ya digerido por la expansión de la

ciudad. Había comprado el entresueloen ruinas, siempre oloroso a arenquesahumados, cuyas paredes carcomidaspor el salitre conservaban todavía losimpactos de algún combate sin gloria.No había portero, y en las escalerashúmedas y tenebrosas faltaban algunospeldaños, aunque todos los pisosestaban ocupados. María dos Prazereshizo renovar el baño y la cocina, forrólas paredes con colgaduras de coloresalegres y puso vidrios biselados ycortinas de terciopelo en las ventanas.Por último llevó los mueblesprimorosos, las cosas de servicio ydecoración y los arcenes de sedas y

brocados que los fascistas robaban delas residencias abandonadas por losrepublicanos en la estampida de laderrota, y que ella había ido comprandopoco a poco, durante muchos años, aprecios de ocasión y en rematessecretos. El único vínculo que le quedócon el pasado fue su amistad con elconde de Cardona, que siguióvisitándola el último viernes de cadames para cenar con ella y hacer unlánguido amor de sobremesa. Pero aunaquella amistad de la juventud semantuvo en reserva, pues el condedejaba el automóvil con sus insigniasheráldicas a una distancia más que

prudente, y se llegaba hasta suentresuelo caminando por la sombra,tanto por proteger la honra de ella comola suya propia. María dos Prazeres noconocía a nadie en el edificio, salvo enla puerta de enfrente, donde vivía desdehacía poco una pareja muy joven conuna niña de nueve años. Le parecíaincreíble, pero era cierto, que nunca sehubiera cruzado con nadie más en lasescaleras.

Sin embargo, la repartición de suherencia le demostró que estaba másimplantada de lo que ella misma suponíaen aquella comunidad de catalanescrudos cuya honra nacional se fundaba

en el pudor. Hasta las baratijas másinsignificantes las había repartido entrela gente que estaba más cerca de sucorazón, que era la que estaba más cercade su casa. Al final no se sentía muyconvencida de haber sido justa, pero encambio estaba segura de no haberseolvidado de nadie que no lo mereciera.Fue un acto preparado con tanto rigorque el notario de la calle del Árbol, quese preciaba de haberlo visto todo, nopodía darle crédito a sus ojos cuando lavio dictando de memoria a susamanuenses la lista minuciosa de susbienes, con el nombre preciso de cadacosa en catalán medieval, y la lista

completa de los herederos con susoficios y direcciones, y el lugar queocupaban en su corazón.

Después de la visita del vendedor deentierros terminó por convertirse en unomás de los numerosos visitantesdominicales del cementerio. Al igualque sus vecinos de tumba sembró floresde cuatro estaciones en los canteros,regaba el césped recién nacido y loigualaba con tijera de podar hastadejarlo como las alfombras de laalcaldía, y se familiarizó tanto con ellugar que terminó por no entender cómofue que al principio le pareció tandesolado.

En su primera visita, el corazón lehabía dado un salto cuando vio junto alportal las tres tumbas sin nombres, perono se detuvo siquiera a mirarlas, porquea pocos pasos de ella estaba el vigilanteinsomne. Pero el tercer domingoaprovechó un descuido para cumplir unomás de sus grandes sueños, y con elcarmín de labios escribió en la primeralápida lavada por la lluvia: Durruú.Desde entonces, siempre que pudovolvió a hacerlo, a veces en una tumba,en dos o en las tres, y siempre con elpulso firme y el corazón alborotado porla nostalgia.

Un domingo de fines de septiembre

presenció el primer entierro en lacolina. Tres semanas después, una tardede vientos helados, enterraron a unajoven recién casada en la tumba vecinade la suya. A fin de año, siete parcelasestaban ocupadas, pero el inviernoefímero pasó sin alterarla. No sentíamalestar alguno, y a medida queaumentaba el calor y entraba el ruidotorrencial de la vida por las ventanasabiertas se encontraba con más ánimospara sobrevivir a los enigmas de sussueños. El conde de Cardona que pasabaen la montaña los meses de más calor laencontró a su regreso más atractiva aúnque en su sorprendente juventud de los

cincuenta años.Al cabo de muchas tentativas

frustradas, María dos Prazeres consiguióque Noi distinguiera su tumba en laextensa colina de tumbas iguales. Luegose empeñó en enseñarlo a llorar sobre lasepultura vacía para que siguierahaciéndolo por costumbre después de sumuerte. Lo llevó varias veces a piedesde su casa hasta el cementerio,indicándole puntos de referencia paraque memorizara la ruta del autobús delas Ramblas, hasta que lo sintió bastantediestro para mandarlo solo.

El domingo del ensayo final, a lastres de la tarde, le quitó el chaleco de

primavera, en parte porque el verano erainminente y en parte para que llamaramenos la atención, y lo dejó a sualbedrío. Lo vio alejarse por la acera desombra con un trote ligero y el culitoapretado y triste bajo la cola alborotada,y logró a duras penas reprimir losdeseos de llorar, por ella y por él, y portantos y tan amargos años de ilusionescomunes, hasta que lo vio doblar haciael mar por la esquina de la Calle Mayor.Quince minutos más tarde subió en elautobús de las Ramblas en la vecinaPlaza de Lesseps, tratando de verlo sinser vista desde la ventana, y en efecto lovio entre las parvadas de niños

dominicales, lejano y serio, esperandoel cambio del semáforo de peatones delPaseo de Gracia.

«Dios mío», suspiró.«Qué solo se ve».Tuvo que esperarlo casi dos horas

bajo el sol brutal de Montjuich. Saludó avarios dolientes de otros domingosmenos memorables, aunque apenas sí losreconoció, pues había pasado tantotiempo desde que los vio por primeravez, que ya no llevaban ropas de luto, nilloraban, y ponían las flores sobre lastumbas sin pensar en sus muertos. Pocodespués, cuando se fueron todos, oyó unbramido lúgubre que espantó a las

gaviotas, y vio en el mar inmenso untrasatlántico blanco con la bandera delBrasil, y deseó con toda su alma que letrajera una carta de alguien que hubieramuerto por ella en la cárcel dePernambuco. Poco después de las cinco,con doce minutos de adelanto, aparecióel Noi en la colina, babeando de fatiga yde calor, pero con unas ínfulas de niñotriunfal. En aquel instante, María dosPrazeres superó el terror de no tener anadie que llorara sobre su tumba.

Fue en el otoño siguiente cuandoempezó a percibir signos aciagos que nolograba descifrar, pero que leaumentaron el peso del corazón. Volvió

a tomar el café bajo las acacias doradasde la Plaza del Reloj con el abrigo decuello de colas de zorros y el sombrerocon adorno de flores artificiales que detanto ser antiguo había vuelto a ponersede moda. Agudizó el instinto. Tratandode explicarse su propia ansiedadescudriñó la cháchara de las vendedorasde pájaros de las Ramblas, los susurrosde los hombres en los puestos de librosque por primera vez muchos años nohablaban de fútbol, los hondos vicios delos lisiados de guerra que les echabanajas de pan a las palomas, y en todaspartes entró señales inequívocas de lamuerte. En Navidad se encendieron las

luces de colores entre las acacias, ysalían músicas y voces de júbilo por losbalcones, y una muchedumbre de turistasajenos a nuestro destino invadieron loscafés al aire libre, pero dentro de lafiesta se sentía la misma tensiónreprimida que precedió a los tiempos enque los anarquistas se hicieron dueñosde la calle. María dos Prazeres, quehabía vivido aquella época de grandespasiones, no conseguía dominar lainquietud, y por primera vez fuedespertada en mitad del sueño porzarpazos de pavor. Una noche, agentesde la Seguridad del Estado asesinaron atiros frente a su ventana un estudiante

que había escrito a brocha gorda en elmuro: Visca Catalunya lliure.

¡Dios mío —se dijo asombrada—escomo si todo se estuviera muriendoconmigo!»

Sólo había conocido una ansiedadsemejante siendo muy niña en Manaos,un minuto antes del amanecer, cuandolos ruidos numerosos de la nochecesaban de pronto, las aguas se detenían,el tiempo titubeaba, y la selvaamazónica se sumergía en un silencióabismal que sólo podía ser igual al de lamuerte. En medio de aquella tensiónirresistible, el 10 viernes de abril, comosiempre, el conde de Cardona fue a

cenar en su casa.La visita se había convertido en un

rito. El conde llegaba puntual entre lassiete y las nueve de la noche con unabotella de champaña del país envueltaen el periódico de la tarde para que senotara menos, y una caja de trufasrellenas. María dos Prazeres lepreparaba canelones gratinados y unpollo tierno en su jugo, que eran losplatos favoritos de los catalanes dealcurnia de sus buenos tiempos, y unafuente surtida de frutas de la estación.Mientras ella hacía la cocina, el condeescuchaba en el gramófono fragmentosde óperas italianas en versiones

históricas, tomando a sorbos lentos unacopita de oporto que le duraba hasta elfinal de los discos.

Después de la cena, larga y bienconversada, hacían de memoria un amorsedentario que les dejaba a ambos unsedimento de desastre. Antes de irse,siempre azorado por la inminencia de lamedia noche, el conde dejabaveinticinco pesetas debajo del cenicerodel dormitorio. Ese era el precio deMaría dos Prazeres cuando él la conocióen un hotel de paso del Paralelo, y era loúnico que el óxido del tiempo habíadejado intacto.

Ninguno de los dos se había

preguntado nunca en qué se fundaba esaamistad. María dos Prazeres le debía aél algunos favores fáciles. Él le dabaconsejos oportunos para el buen manejode sus ahorros, le había enseñado adistinguir el valor real de sus reliquias,y el modo de tenerlas para que no sedescubriera que eran cosas robadas.Pero sobre todo, fue él quien le indicó elcamino de una vejez decente en el barriode Gracia, cuando en su burdel de todala vida la declararon demasiado usadapara los gustos modernos, y quisieronmandarla a una casa de jubiladasclandestinas que por cinco pesetas lesenseñaban a hacer el amor a los niños.

Ella le había contado al conde que sumadre la vendió a los catorce años en elpuerto de Manaos, y que el primeroficial de un barco turco la disfrutó sinpiedad durante la travesía del Atlántico,y luego la dejó abandonada sin dinero,sin idioma y sin nombre, en la ciénagade luces del Paralelo. Ambos eranconscientes de tener tan pocas cosas encomún que nunca se sentían más solosque cuando estaban juntos, pero ningunode los dos se había atrevido a lastimarlos cantos de la costumbre. Necesitaronde una conmoción nacional para darsecuenta, ambos al mismo tiempo, decuánto se habían odiado, y con cuánta

ternura, durante tantos años.Fue una deflagración. El conde de

Cardona estaba escuchando el dueto deamor de La Bohéme, cantado por LiciaAlbanese y Bemamino Gigli, cuando lellegó una ráfaga casual de las noticiasde radio que María dos Prazeresescuchaba en la cocina. Se acercó enpuntillas y también él escuchó. Elgeneral Francisco Franco, dictadoreterno de España, había asumido laresponsabilidad de decidir el destinofinal de tres separatistas vascos queacababan de ser condenados a muerte.El conde exhaló un suspiro alivio.

—Entonces los fusilarán sin remedio

—dijo—, porque el Caudillo es unhombre justo.

María dos Prazeres fijó en él susardientes ojos de cobra real, y vio suspupilas sin pasión detrás de lasantiparras de oro, los dientes de rapiña,las manos híbridas de animalacostumbrado a la humedad y lastinieblas. Tal como era.

—Pues ruégale a Dios que no —dijo—, porque con uno solo que fusilen yote echaré veneno en la sopa.

El Conde se asustó.—¿Y eso por qué?—Porque yo también soy una puta

justa.

El conde de Cardona no volviójamás, y María dos Prazeres tuvo lacertidumbre de que el último ciclo de suvida acababa de cerrarse. Hasta hacíapoco, en efecto, le indignaba que lecedieran el asiento en los autobuses, quetrataran de ayudarla a cruzar la calle,que la tomaran del brazo para subir lasescaleras, pero había terminado no sólopor admitirlo sino inclusive pordesearlo como una necesidad detestable.Entonces mandó a hacer una lápida deanarquista, sin nombre ni fechas, yempezó a dormir sin pasar los cerrojosde la puerta para que el Noi pudierasalir con la noticia si ella muriera

durante el sueño.Un domingo, al entrar en su casa de

regreso del cementerio, se encontró enel rellano de la escalera con la niña quevivía en la puerta de enfrente. Laacompañó varias cuadras, hablándole detodo con un candor de abuela, mientrasla veía retozar con el Noi como viejosamigos. En la Plaza del Diamante, talcomo lo tenía previsto, la invitó a unhelado.

—¿Te gustan los perros? —lepreguntó.

—Me encantan —dijo la niña.Entonces María dos Prazeres le hizo lapropuesta que tenía preparada desde

hacía mucho tiempo.—Si alguna vez me sucediera algo,

hazte cargo del Noi —le dijo—con laúnica condición de que lo dejes libre losdomingos sin preocuparte de nada Élsabrá lo que hace.

La niña quedó feliz. María dosPrazeres, a su vez, regresó a casa con eljúbilo de haber vivido un sueñomadurado durante años en su corazón.Sin embargo, no fue por el cansancio dela vejez ni por la demora de la muerteque aquel sueño no se cumplió. Nisiquiera fue una decisión propia. Lavida la había tomado por ella una tardeglacial de noviembre en que se precipitó

una tormenta súbita cuando salía delcementerio. Había escrito los nombresen las tres lápidas y bajaba a pie haciala estación de autobuses cuando quedóempapada por completo por lasprimeras ráfagas de lluvia. Apenas sítuvo tiempo de guarecerse en losportales de un barrio desierto queparecía de otra ciudad, con bodegas enruinas y fábricas polvorientas, yenormes furgones de carga que hacíanmás pavoroso el estrépito de latormenta.

Mientras trataba de calentar con sucuerpo el perrito ensopado, María dosPrazeres veía pasar los autobuses

repletos, veía pasar los taxis vacíos conla bandera apagada, pero nadie prestabaatención a sus señas de náufrago. Depronto, cuando ya parecía imposiblehasta un milagro, un automóvil suntuosode color del acero crepuscular pasó casisin ruido por la calle inundada, se paróde golpe en la esquina y regresó enreversa hasta donde ella estaba. Loscristales descendieron por un soplomágico, y el conductor se ofreció parallevarla.

—Voy muy lejos —dijo María dosPrazeres con sinceridad—. Pero meharía un gran favor si me acerca unpoco.

—Dígame adonde va —insistió él.—A Gracia —dijo ella. s La puerta

se abrió sin tocarla.—Es mi rumbo —dijo él—. Suba. '

En el interior oloroso a medicinarefrigerada, la lluvia se convirtió en unpercance irreal, la ciudad cambió decolor, y ella se sintió en un mundo ajenoy feliz donde todo estaba resuelto deantemano. El conductor se abría paso através del desorden del tránsito con unafluidez que tenía algo de magia. Maríados Prazeres estaba intimidada, no sólopor su propia miseria sino también porla del perrito de lástima que dormía ensu regazo.

—Esto es un trasatlántico —dijo,porque sintió que tenía que decir algodigno—

Nunca había visto nada igual, nisiquiera en sueños.

—En realidad, lo único malo quetiene es que no es mío —dijo él, en uncatalán difícil, y después de una pausaagregó en castellano—: El sueldo detoda la vida no me alcanzaría paracomprarlo.

—Me lo imagino —suspiró ella.Lo examinó de soslayo, iluminado

de verde por el resplandor del tablerode mandos, y vio que era casi unadolescente, con el cabello rizado y

corto, y un perfil de bronce romano.Pensó que no era bello, pero que teníaun encanto distinto, que le sentaba muybien la chaqueta de cuero barato gastadapor el uso, y que su madre debía ser muyfeliz cuando lo sentía volver a casa.Sólo por sus manos de labriego se podíacreer que de veras no era el dueño delautomóvil.

No volvieron a hablar en todo eltrayecto, pero también María dosPrazeres se sintió examinada de soslayovarias veces, y una vez más se dolió deseguir viva a su edad. Se sintió fea ycompadecida, con la pañoleta de cocinaque se había puesto en la cabeza de

cualquier modo cuando empezó a llover,y el deplorable abrigo de otoño que nose le había ocurrido cambiar por estarpensando en la muerte.

Cuando llegaron al barrio de Graciahabía empezado a escampar, era denoche y estaban encendidas las luces dela calle. María dos Prazeres le indicó asu conductor que la dejara en unaesquina cercana, pero él insistió enllevarla hasta la puerta de la casa, y nosólo lo hizo sino que estacionó sobre elandén para que pudiera descender sinmojarse. Ella soltó el perrito, trató desalir del automóvil con tanta dignidadcomo el cuerpo se lo permitiera, y

cuando se volvió para dar las gracias seencontró con una mirada de hombre quela dejó sin aliento. La sostuvo por uninstante, sin entender muy bien quiénesperaba qué, ni de quién, y entonces élle pregunto con una voz resuelta:

—¿Subo?María dos Prazeres se sintió

humillada.—Le agradezco mucho el favor de

traerme —dijo—, pero no le permitoque se burle de mí.

—No tengo ningún motivo paraburlarme de nadie —dijo él encastellano con una seriedad terminante—. Y mucho menos de una mujer como

usted.María dos Prazeres había conocido

muchos hombres como ése, habíasalvado del suicidio a muchos otros másatrevidos que ése, pero nunca en sularga vida había tenido tanto miedo dedecidir. Lo oyó insistir sin el menorindicio de cambio en la voz:

—¿Subo?Ella se alejó sin cerrar la puerta del

automóvil, y le contestó en castellanopara estar segura de ser entendida.

—Haga lo que quiera.Entró en el zaguán apenas iluminado

por el resplandor oblicuo de la calle, yempezó a subir el primer tramo de la

escalera con las rodillas trémulas,sofocada por un pavor que sólo hubieracreído posible en el momento de morir.Cuando se detuvo frente a la puerta delentresuelo, temblando de ansiedad porencontrar las llaves en el bolsillo, oyólos dos portazos sucesivos delautomóvil en la calle. Noi, que se lehabía adelantado, trató de ladrar.«Cállate», le ordenó con un susurroagónico. Casi enseguida sintió losprimeros pasos en los peldaños sueltosde la escalera y temió que se le fuera areventar el corazón. En una fracción desegundo volvió a examinar por completoel sueño premonitorio que le había

cambiado la vida durante tres años, ycomprendió el error de suinterpretación.

«Dios mío», se dijo asombrada.«¡De modo que no era la muerte!»

Encontró por fin la cerradura,oyendo los pasos contados en laoscuridad, oyendo la respiracióncreciente de alguien que se acercaba tanasustado como ella en la oscuridad, yentonces comprendió que había validola pena esperar tantos y tantos años, yhaber sufrido tanto en la oscuridad,aunque sólo hubiera sido para viviraquel instante.

Mayo 1979.

DIECISIETEINGLESES

ENVENENADOS

Lo primero que notó la señoraPrudencia Linero cuando llegó al puertode Nápoles, fue que tenía el mismo olordel puerto de Riohacha. No se lo contó anadie, por supuesto, pues nadie lohubiera entendido en aquel trasatlánticosenil atiborrado de italianos de BuenosAires que volvían a la patria porprimera vez después de la guerra, perode todos modos se sintió menos sola,

menos asustada y distante, a los setenta ydos años de su edad y a dieciocho díasde mala mar de su gente y de su casa.

Desde el amanecer se habían vistolas luces de tierra. Los pasajeros selevantaron más temprano que siempre,vestidos con ropas nuevas y con elcorazón oprimido por la incertidumbredel desembarco, de modo que aquélúltimo domingo de a bordo pareció serel único de verdad en todo el viaje. Laseñora Prudencia Linero fue una de lasmuy pocas que asistieron a la misa. Adiferencia de los días anteriores en queandaba por el barco vestida de medioluto, se había puesto para desembarcar

una túnica parda de lienzo basto con elcordón de San Francisco en la cintura, yunas sandalias de cuero crudo que solpor ser demasiado nuevas no parecíande peregrino Era un pago adelantado:había prometido a Dios llevar ese hábitotalar hasta la muerte si le concedía lagracia de viajar a Roma para ver alSumo Pontífice, y ya daba la gracia porconcedida. Al final de la misa encendióuna vela al Espíritu Santo por el valorque le infundió para soportar lostemporales del Caribe, y rezó unaoración por cada uno de los nueve hijosy los catorce nietos que en aquelmomento soñaban con ella en la noche

de vientos de Riohacha.Cuando subió a cubierta después del

desayuno, la vida del barco habíacambiado. Los equipajes estabanamontonados en la sala de baile, entretoda clase de objetos para turistascomprados por los italianos en losmercados de magia de las Antillas, y enel mostrador de la cantina había unmacaco de Pernambuco dentro de unajaula de encajes de hierro. Era unamañana radiante de principios deagosto. Un domingo ejemplar deaquellos veranos de después de laguerra en que la luz se comportaba comouna revelación de cada día, y el barco

enorme se movía muy despacio, conresuellos de enfermo, por un estanquediáfano. La fortaleza tenebrosa de losduques de Anjou apenas si empezaba avislumbrarse en el horizonte, pero lospasajeros asomados a la borda creíanreconocer los sitios familiares, y losseñalaban sin verlos a ciencia cierta,gritando de júbilo en dialectosmeridionales. La señora PrudenciaLinero, que había hecho tantos amigosviejos a bordo, que había cuidado niñosmientras sus padres bailaban y hasta lehabía cosido un botón de la guerrera alprimer oficial, los encontró de prontoajenos distintos. El espíritu social y el

calor humano que le permitieronsobrevivir a las primeras nostalgias enel sopor del trópico, habíandesaparecido. Los amores eternos dealtamar terminaban a la vista del puerto.La señora Prudencia Linero, que noconocía la naturaleza voluble de lositalianos, pensó que el mal no estaba enel corazón de los otros sino en el suyo,por ser ella la única que iba entre lamuchedumbre que regresaba. Así debenser todos los viajes, pensó, padeciendopor primera vez en su vida la punzadade ser forastera, mientras contemplabadesde la borda los vestigios de tantosmundos extinguidos en el fondo del

agua. De pronto, una muchacha muybella que estaba a su lado la asustó conun grito de horror.

—Mamma mía —dijo, señalando elfondo—. Miren ahí.

Era un ahogado. La señoraPrudencia Linero lo vio flotandobocarriba entre dos aguas, y era unhombre maduro y calvo con una raraprestancia natural, y sus ojos abiertos yalegres tenían el mismo color del cieloal amanecer. Llevaba un traje de etiquetacon chaleco de brocado, botines decharol y una gardenia viva en la solapa.En la mano derecha tenía un paquetitocúbico envuelto en papel de regalo, y

los dedos de hierro lívido estabanagarrotados en la cinta del lazo, que eralo único que encontró para agarrarse enel instante de morir.

—Debió caerse de una boda —dijoun oficial del barco—. Sucede mucho enverano por estas aguas.

Fue una visión instantánea, porqueentonces estaban entrando en la bahía yotros motivos menos lúgubresdistrajeron la atención de los pasajeros.

Pero la señora Prudencia Linerosiguió pensando en el ahogado, elpobrecito ahogado, cuya levita defaldones ondulaba en la estela del barco.

Tan pronto como entró en la bahía,

un remolcador decrépito salió alencuentro del barco y se lo llevó decabestro por entre los escombros denumerosas naves militares destruidasdurante la guerra. El agua se ibaconvirtiendo en aceite a medida que elbarco se abría paso entre los escombrosoxidados, y el calor se hizo aun masbravo que el de Riohacha a las dos de latarde. Al otro lado del desfiladero,radiante en el sol de las once, aparecióde pronto la ciudad completa depalacios quiméricos y viejas barracasde colores apelotonados en las colinas.Del fondo removido se levantó entoncesuna tufarada insoportable que la señora

Prudencia Linares reconoció como elaliento de cangrejos podridos del patiode su casa.

Mientras duró la maniobra lospasajeros reconocían a sus parientes conaspavientos de gozo en el tumulto delmueble. La mayoría eran patronasotoñales de pechugas flamantes,sofocadas dentro de los trajes de luto,con los niños mas bellos y numerosos dela tierra, maridos pequeños y diligentes,del genero inmortal de los que leen elperiódico después que sus esposas y sevisten de escribanos estrictos a pesardel calor.

En medio de aquella algarabía de

feria, un hombre muy viejo de aspectoinconsolable, sobretodo de mendigo, sesacaba a dos manos de los bolsillospuñados y puñados de pollitos tiernos.En un instante llenaron el muelle, piandoenloquecidos por todas las partes, y solopor ser animales de magia había muchosque seguían corriendo vivos después deser pisoteados por la muchedumbreajena al prodigio. El mago había puestosu sombrero bocarriba en el piso, peronadie le tiró desde la borda ni unamoneda de calidad.

Fascinada por el espectáculo demaravilla que parecía ejecutado en suhonor, pues sólo ella lo agradecía, la

señora Prudencia Lineros no se diocuenta de en que momento tendieron lapasarela, y una avalancha humanainvadió el barco con los aullidos y elímpetu de un abordaje de bucaneros.Aturdida por el jubilo del tufo decebollas rancias de tantas familias enverano, vapuleada por las cuadrillas decargadores que se disputaban a golpeslos equipajes, se sintió amenazada porla misma muerte sin gloria de lospolíticos en el muelle. Entonces se sentósobre su baúl de madera con esquinas delatón pintado, y permaneció impávidarezando en un circulo vicioso deoraciones contra las tentaciones y

peligros en tierras de infieles. Allí laencontró el primer oficial cuando pasoel cataclismo y no quedo nadie mas queella en el salón desmantelado.

—Nadie debe estar aquí a esta hora—le dijo el oficial con ciertaamabilidad—.

—¿ Puedo ayudarla en algo ?—Tengo que esperar al cónsul —

dijo ella.Así era. Dos días antes de zarpar, su

hijo mayor le había mandado untelegrama al cónsul en Nápoles, que eraamigo suyo, para rogarle que la esperaraen el puerto y la ayudara en los trámitespara seguir a Roma. Le había mandado

el nombre del barco y la hora dellegada, y le indicó además que podíareconocerla por el hábito de SanFrancisco que se pondría paradesembarcar. Ella se mostró tan estrictaen sus leyes, que el primer oficial lepermitió esperar un rato más, a pesar deque iba a ser la hora en que almorzabala tripulación y habían subido las sillassobre las mesas y estaban lavando lascubiertas a baldazos. Varias vecestuvieron que mover el baúl para nomojarlo, pero ella cambiaba de lugar sininmutarse, sin interrumpir las oraciones,hasta que la sacaron de las salas derecreo y terminó sentada a pleno sol

entre los botes de salvamento. Allívolvió a encontrarla el primer oficial unpoco antes de las dos de la tarde,ahogándose en sudor dentro de laescafandra de penitente, y rezando unrosario sin esperanzas, porque estabaaterrorizada y triste y soportaba a duraspenas las ganas de llorar.

—Es inútil que siga rezando —dijoel oficial, sin la amabilidad de laprimera vez—. Hasta Dios se va devacaciones en agosto.

Le explicó que media Italia estabaen la playa por esa época, sobre todolos domingos. Era probable que elcónsul no estuviera de vacaciones, por

la índole de su cargo, pero conseguridad no abriría la oficina hasta ellunes. Lo único razonable era ir a unhotel, descansar tranquila esa noche, y aldía siguiente llamar por teléfono alconsulado, cuyo numero estaba sin dudaen el directorio. De modo que la señoraPrudencia Linero tuvo que conformarsecon ese criterio, y el oficial la ayudó enlos trámites ¿e inmigración y aduana ydel cambio de dinero, y la puso dentrode un taxi con la indicación azarosa jeque la llevaran a un hotel decente.

El taxi decrépito con rezagos decarroza fúnebre avanzaba dando tumbospor las calles desiertas. La señora

Prudencia Linero pensó por un instanteque el conductor y ella eran los únicosseres vivos en una ciudad de fantasmascolgados en alambres en medio de lacalle, pero también pensó que un hombreque hablaba tanto, y con tanta pasión, nopodía tener tiempo para hacerle daño auna pobre mujer sola que habíadesafiado los riesgos del océano paraver al Papa.

Al final del laberinto de callesvolvía a verse el mar. El taxi siguiódando tumbos a lo largo de una playaardiente y solitaria donde habíanumerosos hoteles pequeños de coloresintensos. Pero no se detuvo en ninguno

de ellos sino que fue directo al menosvistoso, situado en un jardín público congrandes palmeras y bancos verdes. Elchofer puso el baúl en la acerasombreada y, ante la incertidumbre de laseñora Prudencia Linero, le aseguró queaquel era el hotel más decente deNápoles.

Un maletero hermoso y amable seechó el baúl al hombro y se hizo cargode ella. La condujo hasta el ascensor deredes metálicas improvisado en el huecode la escalera, y empezó a cantar un ariade Puccini a plena voz y con unadeterminación alarmante. Era un vetustoedificio de nueve pisos restaurados, en

cada uno de los cuales había un hoteldiferente. La señora Prudencia Linero sesintió de pronto en un instante alucinado,metida en una jaula de gallinas que subíamuy despacio por el centro de unaescalera de mármoles estentóreos, ysorprendía a la gente dentro de las casascon sus dudas más íntimas, con suscalzoncil os rotos y sus eructos ácidos.En el tercer piso el ascensor se detuvocon un sobresalto, y entonces elmaletero dejó de cantar abrió la puertade rombos plegadizos y le indicó a laseñora Prudencia Linero, con unareverencia galante, que estaba en sucasa.

Ella vio un adolescente lánguidodetrás de un mostrador de madera conincrustaciones de vidrios de colores enel vestíbulo y plantas de sombra enmacetas de cobre. Le gustó deinmediato, porque tenía los mismosbucles de serafín de su nieto menor. Legustó el nombre del hotel con las letrasgrabadas en una placa de bronce, legustó el olor de ácido fénico, le gustaronlos helechos colgados, el silencio, laslises de oro del papel de las paredes.Después dio un paso fuera del ascensor,y el corazón se le encogió. Un grupo deturistas ingleses de pantalones cortos ysandalias de playa dormitaban en una

larga fila de poltronas de espera.Eran diecisiete, y estaban sentados

en un orden simétrico, como si fueranuno solo muchas veces repetido en unagalería de espejos. La señora PrudenciaLinero los vio sin distinguirlos, con unsolo golpe de vista, y lo único que leimpresionó fue la larga hilera derodillas rosadas, que parecían presas decerdo colgadas en los ganchos de unacarnicería. No dio un paso más hacia elmostrador, sino que retrocediósobrecogida y entró de nuevo en elascensor.

—Vamos a otro piso —dijo.—Este es el único que tiene

comedor, signara—dijo el cargador.—No importa —dijo ella.El cargador hizo un gesto de

conformidad, cerró el ascensor, y cantóel pedazo que le faltaba de la canciónhasta el hotel del quinto piso. Allí todoparecía menos estricto, y la dueña erauna matrona primaveral que hablaba uncastellano fácil, y nadie hacía la siestaen las poltronas del vestíbulo. No habíacomedor, en efecto, pero el hotel teníaun acuerdo con una fonda cercana paraque sirviera a los clientes por un precioespecial. De modo que la señoraPrudencia Linero decidió que sí, que sequedaba por una noche, tan convencida

por la elocuencia y la simpatía de ladueña como por el alivio de que nohubiera ningún inglés de rodillasrosadas dur—miendo en el vestíbulo.

El dormitorio tenía las persianascerradas a las dos de la tarde, y lapenumbra conservaba la frescura y elsilencio de una floresta recóndita, y erabueno para llorar. No bien se quedósola, la señora Prudencia Linero pasólos dos cerrojos, y orinó por primeravez desde la mañana con un desagüetenue y difícil que le permitió recobrarsu identidad perdida durante el viaje.Después se quitó las sandalias y elcordón del hábito y se tendió del lado

del corazón sobre la cama matrimonialdemasiado ancha y demasiado sola paraella sola, y soltó el otro manantial de suslágrimas atrasadas.

No sólo era la primera vez que salíade Riohacha, sino una de las pocas enque salió de su casa después de que sushijos se casaron y se fueron, y ella sequedó sola con dos indias descalzascuidando del cuerpo sin alma de suesposo. Se le acabó la mitad de la vidaen el dormitorio frente a los escombrosdel único hombre que había amado, yque permaneció en el letargo durantecasi treinta años, tendido en la cama desus amores juveniles sobre un colchón

de cueros de chivo.En el octubre pasado, el enfermo

abrió los ojos en una ráfaga súbita delucidez, reconoció a su gente y pidió quellamaran un fotógrafo. Llevaron al viejodel parque con el enorme aparato defuelle y manga negra, y el platón demagnesio para las fotos domésticas. Elmismo enfermo dirigió las fotos. «Unapara Prudencia, por el amor y lafelicidad que me dio en la vida», dijo.La tomaron con el primer fogonazo demagnesio. «Ahora otras dos para mishijas adoradas, Prudencita y Natalia»,dijo. Las tomaron. «Otras dos para mishijos varones, ejemplos de la familia

por su cariño y su buen juicio», dijo. Yasí hasta que se acabó el papel y elfotógrafo tuvo que ir a su casa areabastecerse. A las cuatro de la tarde,cuando ya no se podía respirar en eldormitorio por la humareda de magnesioy el tumulto de parientes, amigos yconocidos que acudieron a recibir suscopias del retrato, el inválido empezó ades—vanecerse en la cama, y se fuedespidiendo de todos con adioses de lamano, como borrándose del mundo en labaranda de un barco.

Su muerte no fue para la viuda elalivio que todos esperaban. Alcontrario, quedó tan afligida, que sus

hijos se reunieron para preguntarle cómopodrían consolarla, y ella les contestóque no quería nada más que ir a Roma aconocer al Papa.

—Me voy sola y con el hábito deSan Francisco —les advirtió—. Es unamanda.

Lo único grato que le quedó deaquellos años de vigilia fue el placer dellorar. En el barco, mientras tuvo quecompartir el camarote con dos hermanasclarisas que se quedaron en Marsella, sedemoraba en el baño para llorar sin servista. De modo que el cuarto del hotelde Nápoles fue el único lugar propicioque había encontrado para llorar a gusto

desde que salió de Riohacha. Y habríallorado hasta el día siguiente cuandosaliera el tren de Roma, de no habersido porque la dueña le tocó la puerta alas siete para avisarle que si no llegabaa tiempo a la fonda se quedaría sincomer.

El empleado del hotel la acompañó.Una brisa fresca había empezado asoplar desde el mar, y todavía quedabanalgunos bañistas en la playa bajo el solpálido de las siete. La señora PrudenciaLinero siguió al empleado por elvericueto de calles empinadas yestrechas que apenas empezaban adespertar de la siesta del domingo, y se

encontró de pronto bajo una pérgolaumbría, donde había mesas para comercon manteles de cuadritos rojos yfrascos de encurtidos improvisadoscomo floreros con flores de papel. Losúnicos comensales a esa hora tempranaeran los propios sirvientes, y un curamuy pobre que comía cebollas con panen un rincón apartado. Al entrar, ellasintió la mirada de todos por el hábitoPardo, pero no se alteró, pues eraconsciente de que el ridículo formabaparte de la penitencia. La mesera, encambio, le suscitó un ápice de piedad,porque era rubia y bella y hablaba cornosi cantara, y ella pensó que debían estar

muy mal en Italia después de la guerra siuna muchacha como esa tenía que serviren una fonda. Pero se sintió bien en elámbito floral del emparrado, y el aromade guiso de laurel de la cocina ledespertó el hambre aplazada por lazozobra del día. Por primera vez enmucho tiempo no tenía deseos de llorar.

Sin embargo, no pudo comer a gusto.En parte porque le costó trabajoentenderse con la mesera rubia, a pesarde que era simpática y paciente, y enparte porque la única carne que habíapara comer eran unos pajaritos cantoresde los que criaban en jaulas en las casasde Riohacha. El cura, que comía en el

rincón, y que terminó por servirles deintérprete, trató de hacerle entender quelas emergencias de la guerra no habíanterminado en Europa, y que debíaapreciarse como un milagro que hubieraal menos pajaritos de monte para comer.Pero ella los rechazó.

—Para mí —dijo—sería comocomerme un hijo.

Así que debió conformarse con unasopa de fideos, un plato de calabacineshervidos con unas tiras de tocino rancio,y un pedazo de pan que parecía demármol. Mientras comía, el cura seacercó para suplicarle por caridad quelo invitara a tomarse una taza de café, y

se sentó con ella. Era yugoslavo, perohabía sido misionero en Bolivia, yhablaba un castellano difícil yexpresivo. A la señora Prudencia Linerole pareció un hombre ordinario y sin elmenor vestigio de indulgencia, yobservó que tenía unas manos indignascon las uñas astilladas y sucias, y unaliento de cebollas tan persistente quemás bien parecía un atributo delcarácter. Pero después de todo estaba alservicio de Dios, y era un placer nuevoencontrar a alguien con quien entenderseestando tan lejos de casa.

Conversaron despacio, ajenos aldenso rumor de establo que los iba

cercando a medida que los comensalesocupaban las otras mesas. La señoraPrudencia Linero tenía ya un juicioterminante sobre Italia: no le gustaba. Yno porque los hombres fueran un pocoabusivos, que ya era mucho, ni porquese comieran a los pájaros, que ya erademasiado, sino por la mala índole dedejar a los ahogados a la deriva.

El cura, que además del café sehabía hecho llevar por cuenta de ellauna copa de grappa, trató de hacerle versu ligereza de juicio. Pues durante laguerra se había establecido un serviciomuy eficaz para rescatar, identificar ysepultar en tierra sagrada a los

numerosos ahogados que amanecíanflotando en la bahía de Nápoles.

—Desde hace siglos —concluyó elcura—los italianos tomaron concienciade que no hay más que una vida, y tratande vivirla lo mejor que pueden. Eso losha hecho calculadores y volubles, perotambién los ha curado de la crueldad.

—Ni siquiera pararon el barco —dijo ella.

—Lo que hacen es avisar por radio alas autoridades del puerto —dijo el cura—Ya a esta hora deben haberlo recogidoy enterrado en el nombre de Dios.

La discusión cambió el humor deambos. La señora Prudencia Linero

había acabado de comer, y sólo entoncescayó en la cuenta de que todas las mesasestaban ocupadas. En las más próximas,comiendo en silencio, había turistas casidesnudos, y entre ellos algunas parejasde enamorados que se besaban en vez decomer. En las mesas del fondo, cerca delmostrador, estaba la gente del barriojugando a los dados y bebiendo un vinosin color. La señora Prudencia Linerocomprendió que sólo tenía una razónpara estar en aquel país indeseable.

—¿Usted cree que sea muy difícilver al Papa? —preguntó.

El cura le contestó que nada era másfácil en verano. El Papa estaba de

vacaciones en Castelgandolfo, y losmiércoles en la tarde recibía enaudiencia pública a peregrinos delmundo entero. La entrada era muybarata: veinte liras.

—¿Y cuánto cobra por confesarlo auno? —preguntó ella.

—El Santo Padre no confiesa anadie —dijo el cura, un pocoescandalizado—, salvo a los reyes, porsupuesto.

—No veo por qué va a negarle esefavor a una pobre mujer que viene de tanlejos —dijo ella.

—Hasta algunos reyes, con serreyes, se han muerto esperando —dijo el

cura—.Pero dígame: debe ser un pecado

tremendo para que usted haya hecho solasemejante viaje sólo por confesárselo alSanto Padre.

La señora Prudencia Linero lo pensóun instante, y el cura la vio sonreír porprimera vez.

—¡Ave María Purísima! —dijo—.Me bastaría con verlo. —Y agregó conun suspiro que pareció salirle del alma—: ¡Ha sido el sueño de mi vida!

En realidad, seguía asustada y triste,y lo único que quería era irse deinmediato, no sólo de ese lugar sino deItalia. El cura debió pensar que aquella

alucinada ya no daba para más, así quele deseó buena suerte y se fue a otramesa a pedir por caridad que le pagaranun café.

Cuando salió de la fonda, la señoraPrudencia Linero se encontró con laciudad cambiada. La sorprendió la luzdel sol a las nueve de la noche, y laasustó la muchedumbre estridente quehabía invadido las calles por el aliviode la brisa nueva. No se podía vivir conlos petardos de tantas vespasenloquecidas. Las conducían hombressin camisas que llevaban en ancas a susbellas mujeres abrazadas a la cintura, yse abrían paso a saltos culebreando por

entre los cerdos colgados y las mesas desandías.

El ambiente era de fiesta, pero a laseñora Prudencia Linero le pareció decatástrofe. Perdió el rumbo. Se encontróde pronto en una calle intempestiva conmujeres taciturnas sentadas a la puertade sus casas iguales, y cuyas luces rojase intermitentes le causaron unestremecimiento de pavor. Un hombrebien vestido, con un anillo de oromacizo y un diamante en la corbata lapersiguió varias cuadras diciéndole algoen italiano, y luego en inglés y francés.Como no obtuvo respuesta, le mostróuna tarjeta Postal de un paquete que sacó

del bolsillo, y ella sólo necesitó ungolpe de vista para sentir que estabaatravesando el infierno.

Huyó despavorida, y al final de lacalle volvió a encontrar el marcrepuscular con el mismo tufo demariscos podridos del puerto deRiohacha, y el corazón le volvió aquedar en su puesto. Reconoció loshoteles de colores frente a la playadesierta, los taxis funerarios, eldiamante de la primera estrella en elcielo inmenso. Al fondo de la bahía,solitario en el muelle, reconoció elbarco en que había llegado, enorme ycon las cubiertas iluminadas, y se dio

cuenta de que ya no tenía nada que vercon su vida. Allí dobló a la izquierda,pero no pudo seguir, porque había unamuchedumbre de curiosos mantenidos araya por una patrulla de carabineros.Una fila de ambulancias esperaba conlas puertas abiertas frente al edificio desu hotel.

Empinada por encima del hombro delos curiosos, la señora Prudencia Linerovolvió a ver entonces a los turistasingleses. Los estaban sacando encamillas, uno por uno, y todos estabaninmóviles y dignos, y seguíanpareciendo uno solo varias vecesrepetido con el traje formal que se

habían puesto para la cena: pantalón defranela, corbata de rayas diagonales, yla chaqueta oscura con el escudo delTrinity College bordado en el bolsillodel pecho. Los vecinos asomados a losbalcones, y los curiosos bloqueados enla calle, los iban contando a coro, comoen un estadio, a medida que los sacaban.Eran diecisiete. Los metieron en lasambulancias de dos en dos, y se losllevaron con un estruendo de sirenas deguerra.

Aturdida por tantos estupores, laseñora Prudencia Linero subió en elascensor abarrotado por los clientes delos otros hoteles que hablaban en

idiomas herméticos. Se fueron quedandoen todos los pisos, salvo en el tercero,que estaba abierto e iluminado, peronadie estaba en el mostrador ni en laspoltronas del vestíbulo, donde habíavisto las rodillas rosadas de losdiecisiete ingleses dormidos. La dueñadel quinto piso comentaba el desastre enuna excitación sin control.

—Todos están muertos —le dijo a laseñora Prudencia Linero en castellano—. Se envenenaron con la sopa deostras de la cena. ¡Ostras en agosto,imagínese!

Le entregó la llave del cuarto, sinprestarle más atención, mientras decía a

los otros clientes en su dialecto: «¡Comoaquí no hay comedor, todo el que seacuesta a dormir amanece vivo!» Otravez con el nudo de lágrimas en lagarganta, la señora Prudencia Lineropasó los cerrojos de la habitación.Luego rodó contra la puerta la mesita deescribir y la poltrona, y puso por últimoel baúl como una barricada in—franqueable contra el horror de aquelpaís donde ocurrían tantas cosas almismo tiempo. Después se puso elcamisón de viuda, se tendió bocarribaen la cama, y rezó diecisiete rosariospor el eterno descanso de las almas delos diecisiete ingleses envenenados.

Abril 1980.

TRAMONTANA

Lo vi una sola vez en Boceado, elcabaret de moda en Barcelona, pocashoras antes de su mala muerte. Estabaacosado por una pandilla de jóvenessuecos que trataban de llevárselo a lasdos de la madrugada para terminar lafiesta en Cadaqués. Eran once, y costabatrabajo distinguirlos, porque loshombres y las mujeres parecían iguales:bellos, de caderas estrechas y largascabelleras doradas. Él no debía sermayor de veinte años. Tenía la cabezacubierta de rizos empavonados, el cutis

cetrino y terso de los caribesacostumbrados por sus mamas a caminarpor la sombra, y una mirada árabe comopara trastornar a las suecas, y tal vez avarios de los suecos. Lo habían sentadoen el mostrador como a un muñeco deventrílocuo, y le cantaban canciones demoda acompañándose con las palmas,para convencerlo de que se fuera conellos. Él, aterrorizado, les explicaba susmotivos. Alguien intervino a gritos paraexigir que lo dejaran en paz, y uno delos suecos se le enfrentó muerto de risa.

—Es nuestro —gritó—. Nos loencontramos en el cajón de la basura.

Yo había entrado poco antes con un

grupo de amigos después del últimoconcierto que dio David Oistrakh en elPalau de la Música, y se me erizó la pielcon la incredulidad de los suecos. Pueslos motivos del chico eran sagrados.Había vivido en Cadaqués hasta elverano anterior, donde lo contrataronpara cantar canciones de las Antillas enuna cantina de moda, hasta que loderrotó la tramontana. Logró escapar alsegundo día con la decisión de novolver nunca, con tramontana o sin ella,seguro de que si volvía alguna vez loesperaba la muerte. Era una certidumbrecaribe que no podía ser entendida poruna banda de nórdicos racionalistas,

enardecidos por el verano y por losduros vinos catalanes de aquel tiempo,que sembraban ideas desaforadas en elcorazón.

Yo lo entendía como nadie.Cadaqués era uno de los pueblos másbellos de la Costa Brava, y también elmejor conservado. Esto se debía enparte a que la carretera de acceso erauna cornisa estrecha y retorcida al bordede un abismo sin fondo, donde había quetener el alma muy bien puesta paraconducir a más de cincuenta kilómetrospor hora. Las casas de siempre eranblancas y bajas, con el estilo tradicionalde las aldeas de pescadores del

Mediterráneo. Las nuevas eranconstruidas por arquitectos de renombreque habían respetado la armoníaoriginal. En verano, cuando el calorparecía venir de los desiertos africanosde la acera de enfrente, Cadaqués seconvertía en una Babel infernal, conturistas de toda Europa que durante tresmeses les disputaban su paraíso a losnativos y a los forasteros que habíantenido la suerte de comprar una casa abuen precio cuando todavía era posible.Sin embargo, en primavera y otoño, queeran las épocas en que Cadaquésresultaba más deseable, nadie dejaba depensar con temor en la tramontana, un

viento de tierra inclemente y tenaz, quesegún piensan los nativos y algunosescritores escarmentados, lleva consigolos gérmenes de la locura.

Hace unos quince años yo era uno desus visitantes asiduos, hasta que seatravesó la tramontana en nuestras vidas.La sentí antes de que llegara, undomingo a la hora de la siesta, con elpresagio inexplicable de que algo iba apasar. Se me bajó el ánimo, me sentítriste sin causa, y tuve la impresión deque mis hijos, entonces menores de diezaños, me seguían por la casa conmiradas hostiles. El portero entró pocodespués con una caja de herramientas y

unas sogas marinas para asegurarpuertas y ventanas, y no se sorprendióde mi postración.

—Es la tramontana —me dijo—.Antes de una hora estará aquí.

Era un antiguo hombre de mar, muyviejo, que conservaba del oficio elchaquetón impermeable, la gorra y lacachimba, y la piel achicharrada por lassales del mundo. En sus horas libresjugaba a la petanca en la plaza conveteranos de varias guerras perdidas, ytomaba aperitivos con los turistas en lastabernas de la playa, pues tenía la virtudde hacerse entender en cualquier lenguacon su catalán de artillero. Se preciaba

de conocer todos los puertos delplaneta, pero ninguna ciudad de tierraadentro. «Ni París de Francia con ser loque es», decía. Pues no le daba crédito aningún vehículo que no fuera de mar.

En los últimos años habíaenvejecido de golpe, y no había vuelto ala calle. Pasaba la mayor parte deltiempo en su cubil de portero, solo enalma, como vivió siempre. Cocinaba supropia comida en una lata y unfogoncillo de alcohol, pero con eso lebastaba para deleitarnos a todos con lasexquisiteces de la cocina gótica. Desdeel amanecer se ocupaba de losinquilinos, piso por piso, y era uno de

los hombres más serviciales que conocínunca, con la generosidad involuntaria yla ternura áspera de los catalanes.Hablaba poco, pero su estilo era directoy certero. Cuando no tenía nada más quehacer pasaba horas llenando formulariosde pronósticos para el fútbol que muypocas veces hacía sellar.

Aquel día, mientras asegurabapuertas y ventanas en previsión deldesastre, nos habló de la tramontanacomo si fuera una mujer abominablepero sin la cual su vida carecería desentido. Me sorprendió que un hombrede mar rindiera semejante tributo a unviento de tierra.

—Es que éste es más antiguo —dijo.Daba la impresión de que no tenía su

año dividido en días y meses, sino en elnúmero de veces que venía latramontana. «El año pasado, como tresdías después de la segunda tramontana,tuve una crisis de cólicos», me dijoalguna vez. Quizás eso explicaba sucreencia de que después de cadatramontana uno quedaba varios años másviejo. Era tal su obsesión, que nosinfundió la ansiedad de conocerla comouna visita mortal y apetecible.

No hubo que esperar mucho. Apenassalió el portero se escuchó un silbidoque poco a poco se fue haciendo más

agudo e intenso, y se disolvió en unestruendo de temblor de tierra. Entoncesempezó el viento. Primero en ráfagasespaciadas cada vez más frecuentes,hasta que una se quedó inmóvil, sin unapausa, sin un alivio, con una intensidad yuna sevicia que tenía algo desobrenatural. Nuestro apartamento, alcontrario de lo usual en el Caribe,estaba de frente a la montaña, debidoquizás a ese raro gusto de los catalanesrancios que aman el mar pero sin verlo.De modo que el viento nos daba defrente y amenazaba con reventar lasamarras de las ventanas.

Lo que más me llamó la atención era

que el tiempo seguía siendo de unabelleza irrepetible, con un sol de oro yel cielo impávido. Tanto, que decidísalir a la calle con los niños para ver elestado del mar. Ellos, al fin y al cabo, sehabían criado entre los terremotos deMéxico y los huracanes del Caribe, y unviento de más o de menos no nospareció nada para inquietar a nadie.Pasamos en puntillas por el cubil delportero, y lo vimos estático frente a unplato de frijoles con chorizo,contemplando el viento por la ventana.No nos vio salir.

Logramos caminar mientras nosmantuvimos al socaire de la casa, pero

al salir a la esquina desamparadatuvimos que abrazarnos a un poste parano Ser arrastrados por la potencia delviento. Estuvimos así, admirando el marinmóvil y diáfano en medio delcataclismo, hasta que el portero,ayudado por algunos vecinos, llegó arescatarnos. Sólo entonces nosconvencimos de que lo único racionalera permanecer encerrados en casa hastaque Dios quisiera Y nadie tenía entoncesla menor idea de cuándo lo iba a querer.

Al cabo de dos días teníamos laimpresión de que aquel viento pavorosono era un fenómeno telúrico, sino unagravio personal que alguien estaba

haciendo contra uno, y sólo contra uno.El portero nos visitaba varias veces aldía, preocupado por nuestro estado deánimo, y nos llevaba frutas de laestación y alfajores para los niños. Alalmuerzo del martes nos regaló con lapieza maestra de la huerta catalana,preparada en su lata de cocina: conejocon caracoles. Fue una fiesta en mediodel horror.

El miércoles, cuando no sucediónada más que el viento, fue el día máslargo de mi vida. Pero debió ser algocomo la oscuridad del amanecer, porquedespués de la media noche despertamostodos al mismo tiempo, abrumados por

un silencio absoluto que sólo podía serel de la muerte. No se movía una hoja delos árboles por el lado de la montaña.De modo que salimos a la calle cuandoaún no había luz en el cuarto del portero,y gozamos del cielo de la madrugadacon todas sus estrellas encendidas, y delmar fosforescente. A pesar de que eranmenos de las cinco, muchos turistasgozaban del alivio en las piedras de laplaya, y empezaban a aparejar losveleros después de tres días depenitencia.

Al salir no nos había llamado laatención que estuviera a oscuras elcuarto del portero. Pero cuando

regresamos a casa el aire tenía ya lamisma fosforescencia del mar, y aúnseguía apagado su cubil. Extrañado,toqué dos veces, y en vista de que norespondía, empujé la puerta. Creo quelos niños lo vieron primero que yo, ysoltaron un grito de espanto. El viejoportero, con sus insignias de navegantedistinguido prendidas en la solapa de suchaqueta de mar, estaba colgado delcuello en la viga central, balanceándosetodavía por el último soplo de latramontana.

En plena convalecencia, y con unsentimiento de nostalgia anticipada, nosfuimos del pueblo antes de lo previsto,

con la determinación irrevocable de novolver jamás. Los turistas estaban otravez en la calle, y había música en laplaza de los veteranos, que apenas sítenían ánimos para golpear los bolichesde la petanca. A través de los cristalespolvorientos del bar Marítimoalcanzamos a ver algunos amigossobrevivientes, que empezaban la vidaotra vez en la primavera radiante de latramontana. Pero ya todo aquellopertenecía al pasado.

Por eso, en la madrugada triste delBoceado, nadie entendía como yo elterror de alguien que se negara a volvera Cadaqués porque estaba seguro de

morir. Sin embargo, no hubo modo dedisuadir a los suecos, que terminaronllevándose al chico por la fuerza con lapretensión europea de aplicarle una curade burro a sus supercherías africanas.Lo metieron pataleando en unacamioneta de borrachos, en medio de losaplausos y las rechiflas de la clienteladividida, y emprendieron a esa hora ellargo viaje hacia Cadaqués.

La mañana siguiente me despertó elteléfono. Había olvidado cerrar lascortinas al regreso de la fiesta y no teníala menor idea de la hora, pero la alcobaestaba rebozada por el esplendor delverano. La voz ansiosa en el teléfono,

que no alcancé a reconocer deinmediato, acabó por despertarme.

—¿Te acuerdas del chico que sellevaron anoche para Cadaqués?

No tuve que oír más. Sólo que no fuecomo me lo había imaginado, sino aúnmás dramático. El chico, despavoridopor la inminencia del regreso,aprovechó un descuido de los suecosvenáticos y se lanzó al abismo desde lacamioneta en marcha, tratando deescapar de una muerte ineluctable.

Enero 1982

EL VERANO FELIZDE LA SEÑORA

FORBES

Por la tarde, de regreso a casa,encontramos una enorme serpiente demar clavada por el cuello en el marcode la puerta, y era negra y fosforescentey parecía un maleficio de gitanos, conlos ojos todavía vivos y los dientes deserrucho en las mandíbulasdespernancadas. Yo andaba entonces porlos nueve años, y sentí un terror tanintenso ante aquella aparición de

delirio, que se me cerró la voz. Pero mihermano, que era dos años menor queyo, soltó los tanques de oxígeno, lasmáscaras y las aletas de nadar y salióhuyendo con un grito de espanto. Laseñora Forbes lo oyó desde la tortuosaescalera de piedras que trepaba por losarrecifes desde el embarcadero hasta lacasa, y nos alcanzó, acezante y lívida,pero le bastó con ver al animalcrucificado en la puerta paracomprender la causa de nuestro horror.Ella solía decir que cuando dos niñosestán juntos ambos son culpables de loque cada uno hace por separado, demodo que nos reprendió a ambos por los

gritos de mi hermano, y nos siguiórecriminando nuestra falta de dominio.Habló en alemán, y no en inglés, comolo establecía su contrato de institutriz,tal vez porque también ella estabaasustada y se resistía a admitirlo. Perotan pronto como recobró el alientovolvió a su inglés pedregoso y a suobsesión pedagógica.

—Es una murena helena —nos dijo—, así llamada porque fue un animalsagrado para los griegos antiguos.

Oreste, el muchacho nativo que nosenseñaba a nadar en aguas profundas,apareció de pronto detrás de losarbustos de alcaparras. Llevaba la

máscara de buzo en la frente, unpantalón de baño minúsculo y uncinturón de cuero con seis cuchillos, deformas y tamaños distintos, pues noconcebía otra manera de cazar debajodel agua que peleando cuerpo a cuerpocon los animales. Tenía unos veinteaños, pasaba más tiempo en los fondosmarinos que en la tierra firme y élmismo parecía un animal de mar con elcuerpo siempre embadurnado de grasade motor. Cuando lo vio por primeravez, la señora Forbes había dicho a mispadres que era imposible concebir unser humano más hermoso. Sin embargo,su belleza no lo ponía a salvo del rigor:

también él tuvo que soportar unareprimenda en italiano por habercolgado la murena en la puerta, sin otraexplicación posible que la de asustar alos niños. Luego, la señora Forbesordenó que la desclavara con el respetodebido a una criatura mítica y nosmandó a vestirnos para la cena.

Lo hicimos de inmediato y tratandode no cometer un solo error, porque alcabo de dos semanas bajo el régimen dela señora Forbes habíamos aprendidoque nada era más difícil que vivir.Mientras nos duchábamos en el baño enpenumbra, me di cuenta ¿c que mihermano seguía pensando en la murena.

«Tenía ojos de gente», me dijo. Yoestaba de acuerdo, pero le hice creer locontrario, y conseguí cambiar de temahasta que terminé de bañarme. Perocuando salí de la ducha me pidió que mequedara para acompañarlo.

—Todavía es de día —le dije.Abrí las cortinas. Era pleno agosto,

y a través de la ventana se veía laardiente llanura lunar hasta el otro ladode la isla, y el sol parado en el cielo.

—No es por eso —dijo mi hermano—. Es que tengo miedo de tener miedo.

Sin embargo, cuando llegamos a lamesa parecía tranquilo, y había hecholas cosas con tanto esmero que mereció

una felicitación especial de la señoraForbes, y dos puntos más en su buenacuenta de la semana. A mí, en cambio,me descontó dos puntos de los cinco queya tenía ganados, porque a última horame dejé arrastrar por la prisa y llegué alcomedor con la respiración alterada.Cada cincuenta puntos nos dabanderecho a una doble ración de postre,pero ninguno de los dos había logradopasar de los quince puntos. Era unalástima, de veras, porque nuncavolvimos a encontrar unos budines másdeliciosos que los de la señora Forbes.

Antes de empezar la cena rezábamosde pie frente a los platos vacíos. La

señora Forbes no era católica, pero sucontrato estipulaba que nos hiciera rezarseis veces al día, y había aprendidonuestras oraciones para cumplirlo.Luego nos sentábamos los tres,reprimiendo la respiración mientras ellacomprobaba hasta el detalle más ínfimode nuestra conducta, y sólo cuando todoparecía perfecto hacía sonar lacampanita. Entonces entraba FulviaFlamínea, la cocinera, con la eternasopa de fideos de aquel veranoaborrecible.

Al principio, cuando estábamossolos con nuestros padres, la comida erauna fiesta. Fulvia Flamínea nos servía

cacareando en torno a la mesa, con unavocación de desorden que alegraba lavida, y al final se sentaba con nosotros yterminaba comiendo un poco de losplatos de todos. Pero desde que laseñora Forbes se hizo cargo de nuestrodestino nos servía en un silencio tanoscuro, que podíamos oír el borboriteode la sopa hirviendo en la marmita.Cenábamos con la espina dorsalapoyada en el espaldar de la silla,masticando diez veces con un carrillo ydiez veces con el otro, sin apartar lavista de la férrea y lánguida mujerotoñal, que recitaba de memoria unalección de urbanidad. Era igual que la

misa del domingo, pero sin el consuelode la gente cantando.

El día en que encontramos la murenacolgada en la puerta, la señora Forbesnos habló de los deberes para con lapatria. Fulvia Flamínea, casi flotando enel aire enrarecido por la voz, nos sirviódespués de la sopa un filete al carbón deuna carne nevada con un olor exquisito.A mí, que desde entonces prefería elpescado a cualquier otra cosa de comerde la tierra o del cielo, aquel recuerdode nuestra casa de Guacamayal mealivió el corazón. Pero mi hermanorechazó el plato sin probarlo.

—No me gusta —dijo.—. La señora

Forbes interrumpió la lección.—No puedes saberlo —le dijo—, ni

siquiera lo has probado.Dirigió a la cocinera una mirada de

alerta, pero ya era demasiado tarde.—La murena es el pescado más fino

del mundo, figlio mío —le dijo FulviaFlamínea—. Pruébalo y verás.

La señora Forbes no se alteró. Noscontó, con su método inclemente, que lamurena era un manjar de reyes en laantigüedad, y que los guerreros sedisputaban su hiel porque infundía uncoraje sobrenatural. Luego nos repitió,como tantas veces en tan poco tiempo,que el buen gusto no es una facultad

congénita, pero que tampoco se enseña aninguna edad, sino que se impone desdela infancia. De manera que no habíaninguna razón válida para no comer. Yo,que había probado la murena antes desaber lo que era, me quedé para siemprecon la contradicción: tenía un saborterso, aunque un poco melancólico, perola imagen de la serpiente clavada en eldintel era más apremiante que miapetito. Mi hermano hizo un esfuerzosupremo con el primer bocado, pero nopudo soportarlo: vomitó.

—Vas al baño —le dijo la señoraForbes sin alterarse—, te lavas bien yvuelves a comer.

Sentí una gran angustia por él, puessabía cuánto 'e costaba atravesar la casaentera con las primeras sombras ypermanecer solo en el baño el tiemponecesario para lavarse. Pero volvió muypronto, con otra camisa limpia, pálido yapenas sacudido por un temblorrecóndito, y resistió muy bien el examensevero de su limpieza. Entonces laseñora Forbes trinchó un pedazo de lamurena, y dio la orden de seguir. Yopasé un segundo bocado a duras penas.Mi hermano, en cambio, ni siquieracogió los cubiertos.

—No lo voy a comer —dijo. Sudeterminación era tan evidente, que la

señora Forbes la esquivó.—Está bien —dijo—, pero no

comerás postre.El alivio de mi hermano me infundió

su valor. Crucé los cubiertos sobre elplato, tal cómo la señora Forbes nosenseñó que debía hacerse al terminar, ydije:

—Yo tampoco comeré postre.—Ni verán la televisión —replicó

ella.—Ni veremos la televisión —dije.La señora Forbes puso la servilleta

sobre la mesa, y los tres nos levantamospara rezar. Luego nos mandó aldormitorio, con la advertencia de que

debíamos dormirnos en el mismo tiempoque ella necesitaba para acabar decomer. Todos nuestros puntos buenosquedaron anulados, y sólo a partir deveinte volveríamos a disfrutar de suspasteles de crema, sus tartas de vainilla,sus exquisitos bizcochos de ciruelas,como no habíamos de conocer otros enel resto de nuestras vidas.

Tarde o temprano teníamos quellegar a esa ruptura. Durante un añoentero habíamos esperado con ansiedadaquel verano libre en la isla dePantelana, en el extremo meridional deSicilia, y lo había sido en realidaddurante el primer mes, en que nuestros

padres estuvieron con nosotros. Todavíarecuerdo como un sueño la llanura solarde rocas volcánicas, el mar eterno, lacasa pintada de cal viva hasta lossardineles, desde cuyas ventanas seveían en las noches sin viento las aspasluminosas de los faros de África.Explorando con mi padre los fondosdormidos alrededor de la isla habíamosdescubierto una ristra de torpedosamarillos, encallados desde la últimaguerra; habíamos rescatado un ánforagriega de casi un metro de altura, conguirnaldas petrificadas, en cuyo fondoyacían los rescoldos de un vinoinmemorial y venenoso, y nos habíamos

bañado en un remanso humeante, cuyasaguas eran tan densas que casi se podíacaminar sobre ellas. Pero la revelaciónmás deslumbrante para nosotros habíasido Fulvia Flamínea. Parecía un obispofeliz, y siempre andaba con una ronda degatos soñolientos que le estorbaban paracaminar, pero ella decía que no lossoportaba por amor, sino para impedirque se la comieran las ratas. De noche,mientras nuestros padres veían en latelevisión los programas para adultos,Fulvia Flamínea nos llevaba con ella asu casa, a menos de cien metros de lanuestra, y nos enseñaba a distinguir lasalgarabías remotas, las canciones, las

ráfagas de llanto de los vientos deTúnez. Su marido era un nombredemasiado joven para ella, quetrabajaba durante el verano en loshoteles de turismo, al otro extremo de laisla, y sólo volvía a casa para dormir.Oreste vivía con sus padres un poco máslejos, y aparecía siempre por la nochecon ristras de pescados y canastas delangostas acabadas de pescar, y lascolgaba en la cocina para que el maridode Fulvia Flamínea las vendiera al díasiguiente en los hoteles. Después seponía otra vez la linterna de buzo en lafrente y nos llevaba a cazar las ratas demonte, grandes como conejos, que

acechaban los residuos de las cocinas. Aveces volvíamos a casa cuando nuestrospadres se habían acostado, y apenas sipodíamos dormir con el estruendo de lasratas disputándose las sobras en lospatios. Pero aun aquel estorbo era uningrediente mágico de nuestro veranofeliz.

La decisión de contratar unainstitutriz alemana sólo podíaocurrírsele a mi padre, que era unescritor del Caribe con más ínfulas quetalento. Deslumbrado por las cenizas delas glorias de Europa, siempre pareciódemasiado ansioso por hacerse perdonarsu origen, tanto en los libros como en la

vida real, y se había impuesto la fantasíade que no quedara en sus hijos ningúnvestigio de su propio pasado. Mi madresiguió siendo siempre tan humilde comolo había sido de maestra errante en laalta Guajira, y nunca se imaginó que sumarido pudiera concebir una idea que nofuera providencial. De modo queninguno de los dos debió preguntarsecon el corazón cómo iba a ser nuestravida con una sargenta de Dortmund,empeñada en inculcarnos a la fuerza loshábitos más rancios de la sociedadeuropea, mientras ellos participaban concuarenta escritores de moda en uncrucero cultural de cinco semanas por

las islas del mar Egeo.La señora Forbes llegó el último

sábado de julio en el barquito regular dePalermo, y desde que la vimos porprimera vez nos dimos cuenta de que lafiesta había terminado. Llegó con unasbotas de miliciano y un vestido desolapas cruzadas en aquel calormeridional, y con el pelo cortado comoel de un hombre bajo el sombrero defieltro. Olía a orines de mico. «Asíhuelen todos los europeos, sobre todo enverano», nos dijo mi padre. «Es el olorde la civilización». Pero, a despecho desu atuendo marcial, la señora Forbes erauna criatura escuálida, que tal vez nos

habría suscitado una cierta compasión sihubiéramos sido mayores o si ellahubiera tenido algún vestigio de ternura.El mundo se volvió distinto. Las seishoras de mar, que desde el principio delverano habían sido un continuo ejerciciode imaginación, se convirtieron en unasola hora igual, muchas veces repetida.Cuando estábamos con nuestros padresdisponíamos de todo el tiempo paranadar con Oreste, asombrados del arte yla audacia con que se enfrentaba a lospulpos en su propio ámbito turbio detinta y de sangre, sin más armas que suscuchillos de pelea. Después siguióllegando a las once en el botecito de

motor fuera borda, como lo hacíasiempre, pero la señora Forbes no lepermitía quedarse con nosotros ni unminuto más del indispensable para laclase de natación submarina. Nosprohibió volver de noche a la casa deFulvia Flamínea, porque lo considerabacomo una familiaridad excesiva con laservidumbre, y tuvimos que dedicar a lalectura analítica de Shakespeare eltiempo de que antes disfrutábamoscazando ratas. Acostumbrados a robarmangos en los patios y a matar perros aladrillazos en las calles ardientes deGuacamayal, Para nosotros eraimposible concebir un tormento cruel

que aquella vida de príncipes.Sin embargo, muy pronto nos dimos

cuenta de que la señora Forbes no eratan estricta consigo misma como lo eracon nosotros, y esa fue la primera grietade su autoridad. Al principio se quedabaen la playa bajo el parasol de colores,vestida de guerra, leyendo baladas deSchiller mientras Oreste nos enseñaba abucear, y luego nos daba clases teóricasde buen comportamiento en sociedad,horas tras horas, hasta la pausa delalmuerzo.

Un día pidió a Oreste que la llevaraen el botecito de motor a las tiendas deturistas de los hoteles, y regresó con un

vestido de baño enterizo, negro ytornasolado, como un pellejo de foca,pero nunca se metió en el agua. Seasoleaba en la playa mientras nosotrosnadábamos, y se secaba el sudor con latoalla, sin pasar por la regadera, demodo que a los tres días parecía unalangosta en carne viva y el olor de sucivilización se había vuelto irrespirable.

Sus noches eran de desahogo. Desdeel principio de su mandato sentíamosque alguien caminaba por la oscuridadde la casa, braceando en la oscuridad, ymi hermano llegó a inquietarse con laidea de que fueran los ahogados errantesde que tanto nos había hablado Fulvia

Flamínea. Muy pronto descubrimos queera la señora Forbes, que se pasaba lanoche viviendo la vida real de mujersolitaria que ella misma se hubierareprobado durante el día. Unamadrugada la sorprendimos en lacocina, con el camisón de dormir decolegiala, preparando sus postresespléndidos, con todo el cuerpoembadurnado de harina hasta la cara ytomándose un vaso de oporto con undesorden mental que habría causado elescándalo de la otra señora Forbes. Yapara entonces sabíamos que después deacostarnos no se iba a su dormitorio,sino que bajaba a nadar a escondidas, o

se quedaba hasta muy tarde en la sala,viendo sin sonido en la televisión laspelículas prohibidas para menores,mientras comía tartas enteras y se bebíahasta una botella del vino especial quemi padre guardaba con tanto celo paralas ocasiones memorables. Contra suspropias prédicas de austeridad ycompostura, se atragantaba sin sosiego,con una especie de pasión desmandada.Después la oíamos hablando sola en sucuarto, la oíamos recitando en su alemánmelodioso fragmentos completos de DieJungfrau von Orleans, la oíamos cantar,la oíamos sollozando en la cama hasta elamanecer, y luego aparecía en el

desayuno con los ojos hinchados delágrimas, cada vez más lúgubre yautoritaria. Ni mi hermano ni yovolvimos a ser tan desdichados comoentonces, pero yo estaba dispuesto asoportarla hasta el final, pues sabía quede todos modos su razón había deprevalecer contra la nuestra. Mihermano, en cambio, se le enfrentó contodo el ímpetu de su carácter, y elverano feliz se nos volvió infernal. Elepisodio de la murena fue el últimolímite. Aquella misma noche, mientrasoíamos desde la cama el trajín incesantede la señora Forbes en la casa dormida,mi hermano soltó de golpe toda la carga

del rencor que se le estaba pudriendo enel alma. —La voy a matar —dijo.

Me sorprendió, no tanto por sudecisión, como por la casualidad de queyo estuviera pensando lo mismo desdela cena. No obstante, traté de disuadirlo.

—Te cortarán la cabeza —le dije.—En Sicilia no hay guillotina —dijo

él—. Además, nadie va a saber quiénfue.

Pensaba en el ánfora rescatada delas aguas, donde estaba todavía elsedimento del vino mortal. Mi padre loguardaba porque quería hacerlo sometera un análisis más profundo paraaveriguar la naturaleza de su veneno,

pues no podía ser el resultado delsimple transcurso del tiempo. Usarlocontra la señora Forbes era algo tanfácil, que nadie iba a pensar que nofuera accidente o suicidio. De modo queal amanecer, cuando la sentimos caerextenuada por la fragorosa vigilia,echamos vino del ánfora en la botelladel vino especial de mi padre. Segúnhabíamos oído decir, aquella dosis erabastante para matar un caballo.

El desayuno lo tomábamos en lacocina a las nueve en punto, servido porla propia señora Forbes con lospanecillos de dulce que Fulvia Flamíneadejaba muy temprano sobre la hornilla.

Dos días después de la sustitución delvino, mientras desayunábamos, mihermano me hizo caer en la cuenta conuna mirada de desencanto que la botellaenvenenada estaba intacta en elaparador. Eso fue un viernes, y labotella siguió intacta durante el fin desemana. Pero la noche del martes, laseñora Forbes se bebió la mitadmientras veía las películas libertinas dela televisión.

Sin embargo, llegó tan puntual comosiempre al desayuno del miércoles.Tenía su cara habitual de mala noche, ylos ojos estaban tan ansiosos comosiempre detrás de los vidrios macizos, y

se le volvieron aún más ansiosos cuandoencontró en la canasta de los panecillosuna carta con sellos de Alemania. Laleyó mientras tomaba el café, comotantas veces nos había dicho que no sedebía hacer, y en el curso de la lecturale pasaban por la cara las ráfagas declaridad que irradiaban las palabrasescritas. Luego arrancó las estampillasdel sobre y las puso en la canasta conlos panecillos sobrantes para lacolección del marido de FulviaFlamínea. A pesar de su malaexperiencia inicial, aquel día nosacompañó en la exploración de losfondos marinos, y estuvimos divagando

por un mar de aguas delgadas hasta quese nos empezó a agotar el aire de lostanques y volvimos a casa sin tomar lalección de buenas costumbres. La señoraForbes no sólo estuvo de un ánimo floraldurante todo el día, sino que a la hora dela cena parecía más viva que nunca. Mihermano, por su parte, no podía soportarel desaliento. Tan pronto comorecibimos la orden de empezar apartó elplato de sopa de fideos con un gestoprovocador.

—Estoy hasta los cojones de estaagua de lombrices —dijo.

Fue como si hubiera tirado en lamesa una granada de guerra. La señora

Forbes se puso pálida, sus labios seendurecieron hasta que empezó adisiparse el humo de la explosión, y losvidrios de sus lentes se empañaron delágrimas. Luego se los quitó, los secócon la servilleta, y antes de levantarse lapuso sobre la mesa con la amargura deuna capitulación sin gloria.

—Hagan lo que les dé la gana —dijo—. Yo no existo.

Se encerró en su cuarto desde lassiete. Pero antes de la media noche,cuando ya nos suponía dormidos, lavimos pasar con el camisón de colegialay llevando para el dormitorio mediopastel de chocolate y la botella con más

de cuatro dedos del vino envenenado.Sentí un temblor de lástima.

—Pobre señora Forbes —dije. Mihermano no respiraba en paz.

—Pobres nosotros si no se muereesta noche —dijo.

Aquella madrugada volvió a hablarsola por un largo rato, declamó aSchiller a grandes voces, inspirada poruna locura frenética, y culminó con ungrito final que ocupó todo el ámbito dela casa. Luego suspiró muchas veceshasta el fondo del alma y sucumbió conun silbido triste y continuo como el deuna barca a la deriva. Cuandodespertamos, todavía agotados por la

tensión de la vigilia, el sol se metía acuchilladas por las persianas, pero lacasa parecía sumergida en un estanque.Entonces caímos en la cuenta de queiban a ser las diez y no habíamos sidodespertados por la rutina matinal de laseñora Forbes. No oímos el desagüe delretrete a las ocho, ni el grifo del lavabo,ni el ruido de las persianas, ni lasherraduras de las botas y los tres golpesmortales en la puerta con la palma de sumano de negrero. Mi hermano puso laoreja contra el muro, retuvo el alientopara percibir la mínima señal de vida enel cuarto contiguo, y al final exhaló unsuspiro de liberación.

—¡Ya está! —dijo—. Lo único quese oye es el mar.

Preparamos nuestro desayuno pocoantes de las once, y luego bajamos a laplaya con dos cilindros para cada uno yotros dos de repuesto, antes de queFulvia Flamínea llegara con su ronda degatos a hacer la limpieza de la casa.Oreste estaba ya en el embarcaderodestripando una dorada de seis librasque acababa de cazar. Le dijimos quehabíamos esperado a la señora Forbeshasta las once, y en vista de quecontinuaba dormida decidimos bajarsolos al mar. Le contamos además que lanoche anterior había sufrido una crisis

de llanto en la mesa, y tal vez habíadormido mal y prefirió quedarse en lacama. A Oreste no le interesó demasiadola explicación, tal como nosotros loesperábamos, y nos acompañó amerodear poco más de una hora por losfondos marinos. Después nos indicó quesubiéramos a almorzar, y se fue en elbotecito de motor a vender la dorada enlos hoteles de los turistas. Desde laescalera de piedra le dijimos adiós conla mano, haciéndole creer que nosdisponíamos a subir a la casa, hasta quedesapareció en la vuelta de losacantilados. Entonces nos pusimos lostanques de oxígeno y seguimos nadando

sin permiso de nadie.El día estaba nublado y había un

clamor de truenos oscuros en elhorizonte, pero el mar era liso y diáfanoy se bastaba de su propia luz. Nadamosen la superficie hasta la línea del faro dePantelaria, doblamos luego unos cienmetros a la derecha y nos sumergimosdonde calculábamos que habíamos vistolos torpedos de guerra en el principiodel verano.

Allí estaban: eran seis, pintados deamarillo solar y con sus números deserie intactos, y acostados en el fondovolcánico en un orden perfecto que nopodía ser casual. Luego seguimos

girando alrededor del faro, en busca dela ciudad sumergida de que tanto y contanto asombro nos había hablado FulviaFlamínea, pero no pudimos encontrarla.Al cabo de dos horas, convencidos deque no había nuevos misterios pordescubrir, salimos a la superficie con elúltimo sorbo de oxígeno.

Se había precipitado una tormenta deverano mientras nadábamos, el marestaba revuelto, y una muchedumbre depájaros carniceros revoloteaba conchillidos feroces sobre el reguero depescados moribundos en la playa. Perola luz de la tarde parecía acabada dehacer, y la vida era buena sin la señora

Forbes. Sin embargo, cuando acabamosde subir a duras penas por la escalera delos acantilados, vimos mucha gente en lacasa y dos automóviles de la policíafrente a la puerta, y entonces tuvimosconciencia por primera vez de lo quehabíamos hecho. Mi hermano se pusotrémulo y trató de regresar.

—Yo no entro—dijo.Yo, en cambio, tuve la inspiración

confusa de que con sólo ver el cadáverestaríamos a salvo de toda sospecha.

—Tate tranquilo—le dije—. Respirahondo, y piensa sólo una cosa: nosotrosno sabemos nada.

Nadie nos puso atención. Dejamos

los tanques, las máscaras y las aletas enel portal, y entramos por la galeríalateral, donde estaban dos hombresfumando sentados en el suelo junto a unacamilla de campaña. Entonces nosdimos cuenta de que había unaambulancia en la puerta posterior yvarios militares armados de rifles. En lasala, las mujeres del vecindario rezabanen dialecto sentadas en las sil as quehabían sido puestas contra la pared, ysus hombres estaban amontonados en elpatio hablando de cualquier cosa que notenía nada que ver con la muerte. Apretécon más fuerza la mano de mi hermano,que estaba dura y helada, y entramos en

la casa por la puerta posterior. Nuestrodormitorio estaba abierto y en el mismoestado en que lo dejamos por la mañana.En el de la señora Forbes, que era elsiguiente, había un carabinero armadocontrolando la entrada, pero la puertaestaba abierta. Nos asomamos al interiorcon el corazón oprimido, y apenastuvimos tiempo de hacerlo cuandoFulvia Flamínea salió de la cocina comouna ráfaga y cerró la puerta con un gritode espanto:

—¡Por el amor de Dios, figlioli, nola vean! Ya era tarde. Nunca, en el restode nuestras vidas, habíamos de olvidarlo que vimos en aquel instante fugaz.

Dos hombres de civil estaban midiendola distancia de la cama a la pared conuna cinta métrica, mientras otro tomabafotografías con una cámara de mantanegra como las de los fotógrafos de losparques. La señora Forbes no estabasobre la cama revuelta. Estaba tirada demedio lado en el suelo, desnuda en uncharco de sangre seca que había teñidopor completo el piso de la habitación, ytenía el cuerpo cribado a puñaladas.Eran veintisiete heridas de muerte, y porla cantidad y la sevicia se notaba quehabían sido asestadas con la furia de unamor sin sosiego, y que la señora Forbeslas había recibido con la misma pasión,

sin gritar siquiera, sin llorar, recitando aSchiller con su hermosa voz de soldado,consciente de que era el precioinexorable de su verano feliz.

LA LUZ ES COMOEL AGUA

En Navidad los niños volvieron apedir un botó de remos.

—De acuerdo —dijo el papá—, locompraremos cuando volvamos aCartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete,estaban más decididos de lo que suspadres creían.

—No —dijeron a coro—. Nos hacefalta ahora y aquí.

—Para empezar —dijo la madre—,aquí no hay más aguas navegables que la

que sale de la ducha.Tanto ella como el esposo tenían

razón. En la casa de Cartagena de Indiashabía un patio con un muelle sobre labahía, y un refugio para dos yatesgrandes. En cambio aquí en Madridvivían apretujados en el piso quinto delnúmero 47 del Paseo de la Castellana.Pero al final ni él ni ella pudieronnegarse, porque les habían prometido unbote de remos con su sextante y subrújula si se ganaban el laurel del terceraño de primaria, y se lo habían ganado.Así que el papá compró todo sin decirlenada a su esposa, que era la más reaciaa pagar deudas de juego. Era un

precioso bote de aluminio con un hilodorado en la línea de flotación.

—El bote está en el garaje —revelóel papá en el almuerzo—. El problemaes que no hay cómo subirlo ni por elascensor ni por la escalera, y en elgaraje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábadosiguiente los niños invitaron a suscondiscípulos para subir el bote por lasescaleras, y lograron llevarlo hasta elcuarto de servicio.

—Felicitaciones —les dijo el papá—¿Y ahora qué?

—Ahora nada —dijeron los niños—. Lo único que queríamos era tener el

bote en el cuarto, y ya está.La noche del miércoles, como todos

los miércoles, los padres se fueron aleme. Los niños, dueños y señores de lacasa, cerraron puertas y ventanas, yrompieron la bombilla encendida de unalámpara de la sala. Un chorro de luzdorada y fresca como el agua empezó asalir de la bombilla rota, y lo dejaroncorrer hasta que el nivel llegó a cuatropalmos. Entonces cortaron la corriente,sacaron el bote, y navegaron a placerpor entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue elresultado de una ligereza mía cuandoparticipaba en un seminario sobre la

poesía de los utensilios domésticos.Totó me preguntó cómo era que la luz seencendía con sólo apretar un botón, y yono tuve el valor de pensarlo dos veces.

—La luz es como el agua —lecontesté—: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegandolos miércoles en la noche, aprendiendoel manejo del sextante y la brújula, hastaque los padres regresaban del cine y losencontraban dormidos como ángeles detierra firme. Meses después, ansiosos deir más lejos, pidieron un equipo depesca submarina. Con todo: máscaras,aletas, tanques y escopetas de airecomprimido.

—Está mal que tengan en el cuartode servicio un bote de remos que no lessirve para nada —dijo el padre—. Peroestá peor que quieran tener ademásequipos de buceo.

—¿Y si nos ganamos la gardenia deoro del primer semestre? —dijo Joel.

—No —dijo la madre, asustada—.Ya no más. El padre le reprochó suintransigencia.

—Es que estos niños no se ganan niun clavo por cumplir con su deber —dijo ella—pero por un capricho soncapaces de ganarse hasta la silla delmaestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí

ni que no. Pero Totó y Joel, que habíansido los últimos en los dos añosanteriores, se ganaron en julio las dosgardenias de oro y el reconocimientopúblico del rector. Esa misma tarde, sinque hubieran vuelto a pedirlos,encontraron en el dormitorio los equiposde buzos en su empaque original. Demodo que el miércoles siguiente,mientras los padres veían El últimotango en París, llenaron el apartamentohasta la altura de dos brazas, bucearoncomo tiburones mansos por debajo delos muebles y las camas, y rescatarondel fondo de la luz las cosas que duranteaños se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanosfueron aclamados como ejemplo para laescuela, y les dieron diplomas deexcelencia. Esta vez no tuvieron quepedir nada, porque los padres lespreguntaron qué querían. Ellos fuerontan razonables, que sólo quisieron unafiesta en casa para agasajar a loscompañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estabaradiante.

—Es una prueba de madurez —dijo.—Dios te oiga —dijo la madre.El miércoles siguiente, mientras los

padres veían La Batalla de Argel, lagente que pasó por la Castellana vio una

cascada de luz que caía de un viejoedificio escondido entre los árboles.Salía por los balcones, se derramaba araudales por la fachada, y se encauzópor la gran avenida en un torrentedorado que iluminó la ciudad hasta elGuadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberosforzaron la puerta del quinto piso, yencontraron la casa rebosada de luzhasta el techo. El sofá y los sillonesforrados en piel de leopardo flotaban enla sala a distintos niveles, entre lasbotellas del bar y el piano de cola y sumantón de Manila que aleteaba a mediaagua como una mantarraya de oro. Los

utensilios domésticos, en la plenitud desu poesía, volaban con sus propias alaspor el cielo de la cocina. Losinstrumentos de la banda de guerra, quelos niños usaban para bailar, flotaban algarete entre los peces de coloresliberados de la pecera de mamá, queeran los únicos que flotaban vivos yfelices en la vasta ciénaga iluminada. Enel cuarto de baño flotaban los cepillosde dientes de todos, los preservativos depapá, los pomos de cremas y ladentadura de repuesto de mamá, y eltelevisor de la alcoba principal flotabade costado, todavía encendido en elúltimo episodio de la película de media

noche prohibida para niños.Al final del corredor, flotando entre

dos aguas, Totó estaba sentado en lapopa del bote, aferrado a los remos ycon la máscara puesta, buscando el farodel puerto hasta donde le alcanzó el airede los tanques, y Joel flotaba en la proabuscando todavía la altura de la estrellapolar con el sextante, y flotaban por todala casa sus treinta y siete compañeros declase, eternizados en el instante de hacerpipí en la maceta de geranios, de cantarel himno de la escuela con la letracambiada por versos de burla contra elrector, de beberse a escondidas un vasode brandy de la botella de papá. Pues

habían abierto tantas luces al mismotiempo que la casa se había rebosado, ytodo el cuarto año elemental de laescuela de San Julián el Hospitalario sehabía ahogado en el piso quinto delnúmero 47 del Paseo de la Castellana.En Madrid de España, una ciudadremota de veranos ardientes y vientoshelados, sin mar ni río, y cuyosaborígenes de tierra firme nunca fueronmaestros en la ciencia de navegar en laluz.

Diciembre 1978.

EL RASTRO DE TUSANGRE EN LA

NIEVE

Al anochecer, cuando llegaron a lafrontera, Nena Daconte se dio cuenta deque el dedo con el anillo de bodas leseguía sangrando. El guardia civil conuna manta de lana cruda sobre eltricornio de charol examinó lospasaportes a la luz de una linterna decarburo, haciendo un gran esfuerzo paraque no lo derribara la presión del vientoque soplaba de los Pirineos. Aunque

eran dos pasaportes diplomáticos enregla, el guardia levantó la linterna paracomprobar que los retratos se parecían alas caras. Nena Daconte era casi unaniña, con unos ojos de pájaro feliz y unapiel de melaza que todavía irradiaba laresolana del Caribe en el lúgubreanochecer de enero, y estaba arropadahasta el cuello con un abrigo de nucas devisón que no podía comprarse con elsueldo de un año de toda la guarniciónfronteriza. Billy Sánchez de Ávila, sumarido, que conducía el coche, era unaño menor que ella, y casi tan bello, yllevaba una chaqueta de cuadrosescoceses y una gorra de pelotero. Al

contrario de su esposa, era alto yatlético y tenía las mandíbulas de hierrode los matones tímidos. Pero lo querevelaba mejor la condición de ambosera el automóvil platinado cuyo interiorexhalaba un aliento de bestia viva, comono se había visto otro por aquellafrontera de pobres. Los asientosposteriores iban atiborrados de maletasdemasiado nuevas y muchas cajas deregalos todavía sin abrir. Ahí estaba,además, el saxofón tenor que había sidola pasión dominante en la vida de NenaDaconte antes de que sucumbiera alamor contrariado de su tierno pandillerode balneario.

Cuando el guardia le devolvió lospasaportes sel ados, Billy Sánchez lepreguntó dónde podían encontrar unafarmacia para hacerle una cura en eldedo a su mujer, y el guardia le gritócontra el viento que preguntaran enHendaya, del lado francés. Pero losguardias de Hendaya estaban sentados ala mesa en mangas de camisa, jugandobarajas mientras comían pan mojado entazones de vino dentro de una garita decristal cálida y bien alumbrada, y lesbastó con ver el tamaño y la clase delcoche para indicarles por señas que seinternaran en Francia. Billy Sánchezhizo sonar varias veces la bocina, pero

los guardias no entendieron que losllamaban, sino que uno de ellos abrió elcristal y les gritó con más rabia que elviento:

—Merde! Al ez vous en!Entonces Nena Daconte salió del

automóvil envuelta con el abrigo hastalas orejas, y le preguntó al guardia en unfrancés perfecto dónde había unafarmacia. El guardia contestó porcostumbre con la boca llena de pan queeso no era asunto suyo, y menos consemejante borrasca, y cerró laventanilla.

Pero luego se fijó con atención en lamuchacha que se chupaba el dedo herido

envuelta en el destello de los visonesnaturales, y debió confundirla con unaaparición mágica en aquella noche deespantos, porque al instante cambió dehumor. Explicó que la ciudad máscercana era Biarritz, pero que en plenoinvierno y con aquel viento de lobos talvez no hubiera una farmacia abiertahasta Bayona, un poco más adelante.

—¿Es algo grave? —preguntó.—Nada —sonrió Nena Daconte,

mostrándole el dedo con la sortija dediamantes en cuya yema era apenasperceptible la herida de la rosa—. Essólo un pinchazo.

Antes de Bayona volvió a nevar. No

eran más de las siete, pero encontraronlas calles desiertas y las casas cerradaspor la furia de la borrasca, y al cabo demuchas vueltas sin encontrar unafarmacia decidieron seguir adelante.Billy Sánchez se alegró con la decisión.Tenía una pasión insaciable por losautomóviles raros y un papá condemasiados sentimientos de culpa yrecursos de sobra para complacerlo, ynunca había conducido nada igual aaquel Bentley convertible de regalo debodas. Era tanta su embriaguez en elvolante que cuanto más andaba menoscansado se sentía. Estaba dispuesto allegar esa noche a Burdeos, donde tenían

reservada la suite nupcial del hotelSplendid, y no habría vientos contrariosni bastante nieve en el cielo paraimpedirlo. Nena Daconte, en cambio,estaba agotada, sobre todo por el últimotramo de la carretera desde Madrid, queera una cornisa de cabras azotada por elgranizo. Así que después de Bayona seenrolló un pañuelo en el anularapretándolo bien para detener la sangreque seguía fluyendo, y se durmió afondo. Billy Sánchez no lo advirtió sinoal borde de la medianoche, después deque acabó de nevar y el viento se paróde pronto entre los pinos y el cielo delas landas se llenó de estrellas glaciales.

Había pasado frente a las lucesdormidas de Burdeos, pero sólo sedetuvo para llenar el tanque en unaestación de la carretera, pues aún lequedaban ánimos para llegar hasta Paríssin tomar aliento. Era tan feliz con sujuguete grande de 25.000 librasesterlinas que ni siquiera se preguntó silo sería también la criatura radiante quedormía a su lado con la venda del anularempapada de sangre, y cuyo sueño deadolescente, por primera vez, estabaatravesado por ráfagas deincertidumbre.

Se habían casado tres días antes, adiez mil kilómetros de allí, en Cartagena

de Indias, con el asombro de los padresde él y la desilusión de los de ella, y labendición personal del arzobispoprimado. Nadie, salvo ellos mismos,entendía el fundamento real ni conocióel origen de ese amor imprevisible.Había empezado tres meses antes de laboda, un domingo de mar en que lapandilla de Billy Sánchez se tomó porasalto los vestidores de mujeres de losbalnearios de Marbella. Nena Dacontehabía cumplido apenas dieciocho años,acababa de regresar del internado de laChátellenie, en Saint-Blaise, Suiza,hablando cuatro idiomas sin acento ycon un dominio maestro del saxofón

tenor, y aquel era su primer domingo demar desde el regreso. Se habíadesnudado por completo para ponerse eltraje de baño cuando empezó laestampida de pánico y los gritos deabordaje en las casetas vecinas, pero noentendió lo que ocurría hasta que laaldaba de su puerta saltó en astillas yvio parada frente a ella al bandoleromás hermoso que se podía concebir. Loúnico que llevaba puesto era uncalzoncillo lineal de falsa piel deleopardo, y tenía el cuerpo apacible yelástico y el color dorado de la gente demar. En el puño derecho, donde teníauna esclava metálica de gladiador

romano, llevaba enrollada una cadenade hierro que le servía de arma mortal, ytenía colgada del cuello una medalla sinsanto que palpitaba en silencio con elsusto del corazón. Habían estado juntosen la escuela primaria y habían rotomuchas piñatas en las fiestas decumpleaños, pues ambos pertenecían ala estirpe provinciana que manejaba a suarbitrio el destino de la ciudad desdelos tiempos de la colonia, pero habíandejado de verse tantos años que no sereconocieron a primera vista. NenaDaconte permaneció de pie, inmóvil, sinhacer nada por ocultar su desnudezintensa. Billy Sánchez cumplió entonces

con su rito pueril: se bajó el calzoncillode leopardo y le mostró su respetableanimal erguido. Ella lo miró de frente ysin asombro.

—Los he visto más grandes y másfirmes —dijo, dominando el terror—.De modo que piensa bien lo que vas ahacer, porque conmigo te tienes quecomportar mejor que un negro.

En realidad, Nena Daconte no sóloera virgen, sino que nunca hastaentonces había visto un hombre desnudo,pero el desafío resultó eficaz. Lo únicoque se le ocurrió a Billy Sánchez fuetirar un puñetazo de rabia contra lapared con la cadena enrollada en la

mano, y se astilló los huesos. Ella lollevó en su coche al hospital, lo ayudó asobrellevar la convalecencia, y al finalaprendieron juntos a hacer el amor de labuena manera. Pasaron las tardesdifíciles de junio en la terraza interiorde la casa donde habían muerto seisgeneraciones de procrees de la familiade Nena Daconte, ella tocandocanciones de moda en el saxofón, y élcon la mano escayolada contemplándoladesde el chinchorro con un estupor sinalivio. La casa tenía numerosas ventanasde cuerpo entero que daban al estanquede podredumbre de la bahía, y era unade las más grandes y antiguas del barrio

de la Manga, y sin duda la más fea. Perola terraza de baldosas ajedrezadasdonde Nena Daconte tocaba el saxofónera un remanso en el calor de las cuatro,y daba a un patio de sombras grandescon palos de mango y matas de guineo,bajo los cuales había una tumba con unalosa sin nombre, anterior a la casa y a lamemoria de la familia. Aun los menosentendidos en música pensaban que elsonido del saxofón era anacrónico enuna casa de tanta alcurnia. «Suena comoun buque», había dicho la abuela deNena Daconte cuando lo oyó porprimera vez. Su madre había tratado envano de que lo tocara de otro modo, y no

como ella lo hacía por comodidad, conla falda recogida hasta los muslos y lasrodillas separadas, y con unasensualidad que no le parecía esencialpara la música. «No me importa quéinstrumento toques», le decía, «con talde que lo toques con las piernascerradas». Pero fueron esos aires deadioses de buques y ese encarnizamientode amor los que le permitieron a NenaDaconte romper la cascara amarga deBilly Sánchez. Debajo de la tristereputación de bruto que él tenía muybien sustentada por la confluencia dedos apellidos ilustres, ella descubrió unhuérfano asustado y tierno. Llegaron a

conocerse tanto mientras se le soldabanlos huesos de la mano, que él mismo seasombró de la fluidez con que ocurrió elamor cuando ella lo llevó a su cama dedoncella una tarde de lluvias en que sequedaron solos en la casa. Todos losdías a esa hora, durante casi dossemanas, retozaron desnudos bajo lamirada atónita de los retratos deguerreros civiles y abuelas insaciablesque los habían precedido en el paraísode aquella cama histórica. Aun en laspausas del amor permanecían desnudoscon las ventanas abiertas respirando labrisa de escombros de barcos de labahía, su olor a mierda, y oyendo en el

silencio del saxofón los ruidoscotidianos del patio, la nota única delsapo bajo las matas de guineo, la gota deagua en la tumba de nadie, los pasosnaturales de la vida que antes no habíantenido tiempo de conocer.

Cuando los padres de Nena Daconteregresaron a la casa, ellos habíanprogresado tanto en el amor que ya noles alcanzaba el mundo para otra cosa, ylo hacían a cualquier hora y en cualquierparte, tratando de inventarlo otra vezcada vez que lo hacían. Al principio lohicieron como mejor podían en loscarros deportivos con que el papá deBilly Sánchez trataba de apaciguar sus

propias culpas. Después, cuando loscoches se les volvieron demasiadofáciles, se metían por la noche en lascasetas desiertas de Marbella donde eldestino los había enfrentado por primeravez, y hasta se metieron disfrazadosdurante el carnaval de noviembre en loscuartos de alquiler del antiguo barrio deesclavos de Getsemaní, al amparo de lasmamasantas que hasta hacía pocosmeses tenían que padecer a BillySánchez con su pandilla de cadeneros.Nena Daconte se entregó a los amoresfurtivos con la misma devoción frenéticaque antes malgastaba en el saxofón,hasta el punto de que su bandolero

domesticado terminó por entender lo queella quiso decirle cuando le dijo quetenía que comportarse como un negro.Billy Sánchez le correspondió siempre ybien y con el mismo alborozo. Yacasados, cumplieron con el deber deamarse mientras las azafatas dormían enmitad del Atlántico, encerrados a duraspenas y más muertos de risa que deplacer en el retrete del avión. Sólo ellossabían entonces, veinticuatro horasdespués de la boda, que Nena Daconteestaba encinta desde hacía dos meses.De modo que cuando llegaron a Madridse sentían muy lejos de ser dos amantessaciados, pero tenían bastantes reservas

para comportarse como recién casadospuros. Los padres de ambos lo habíanprevisto todo. Antes del desembarco, unfuncionario de protocolo subió a lacabina de primera clase para llevarle aNena Daconte el abrigo de visón blancocon franjas de un negro luminoso, queera el regalo de bodas de sus padres. ABilly Sánchez le llevó una chaqueta decordero que era la novedad de aquelinvierno, y las llaves sin marca de uncoche de sorpresa que le esperaba en elaeropuerto.

La misión diplomática de su país lorecibió en el salón oficial. El embajadory su esposa no sólo eran amigos desde

siempre de la familia de ambos, sinoque él era el médico que había asistidoal nacimiento de Nena Daconte, y laesperó con un ramo de rosas tanradiantes y frescas que hasta las gotas derocío parecían artificiales. Ella lossaludó a ambos con besos de burla,incómoda con su condición un pocoprematura de recién casada, y luegorecibió las rosas. Al cogerlas se pinchóel dedo con una espina del tallo, perosorteó el percance con un recursoencantador.

—Lo hice adrede —dijo—, para quese fijaran en mi anillo.

En efecto, la misión diplomática en

pleno admiró el esplendor del anillo,que debía costar una fortuna, no tantopor la clase de los diamantes como porsu antigüedad bien conservada. Peronadie advirtió que el dedo empezaba asangrar. La atención de todos derivódespués hacia el coche nuevo. Elembajador había tenido el buen humorde llevarlo al aeropuerto y de hacerloenvolver en papel celofán con unenorme lazo dorado. Billy Sánchez noapreció su ingenio. Estaba tan ansiosopor conocer el coche que desgarró laenvoltura de un tirón y se quedó sinaliento. Era el Bentley convertible deese año con tapicería de cuero legítimo.

El cielo parecía un manto de ceniza, elGuadarrama mandaba un viento cortantey helado, y no se estaba bien a laintemperie, pero Billy Sánchez no teníatodavía la noción del frío. Mantuvo a lamisión diplomática en elestacionamiento sin techo, inconscientede que se estaban congelando porcortesía, hasta que terminó de reconocerel coche en sus detalles recónditos.Luego, el embajador se sentó a su ladopara guiarlo hasta la residencia oficialdonde estaba previsto un almuerzo. Enel trayecto le fue indicando los lugaresmás conocidos de la ciudad, pero élsólo parecía atento a la magia del coche.

Era la primera vez que salía de sutierra. Había pasado por todos loscolegios privados y públicos, repitiendosiempre el mismo curso, hasta que sequedó flotando en un limbo de desamor.La primera visión de una ciudad distintade la suya, los bloques de casascenicientas con las luces encendidas apleno día, los árboles pelados, el mardistante, todo lo iba aumentando unsentimiento de desamparo que seesforzaba por mantener al margen delcorazón. Sin embargo, poco despuéscayó sin darse cuenta en la primeratrampa del olvido. Se había precipitadouna tormenta instantánea y silenciosa, la

primera de la estación, y cuandosalieron de la casa del embajadordespués del almuerzo, para emprenderel viaje hacia Francia, encontraron laciudad cubierta de una nieve radiante.Billy Sánchez se olvidó entonces delcoche, y en presencia de todos, dandogritos de júbilo y echándose puñados depolvo de nieve en la cabeza, se revolcóen mitad de la calle con el abrigopuesto.

Nena Daconte se dio cuenta porprimera vez de que el dedo estabasangrando, cuando salieron de Madriden una tarde que se había vuelto diáfanadespués de la tormenta. Se sorprendió,

porque había acompañado con elsaxofón a la esposa del embajador, aquien le gustaba cantar arias de ópera enitaliano después de los almuerzosoficiales, y apenas si notó la molestia enel anular. Después, mientras le ibaindicando a su marido las rutas máscortas hacia la frontera, se chupaba eldedo de un modo inconsciente cada vezque le sangraba, y sólo cuando llegarona los Pirineos se le ocurrió buscar unafarmacia. Luego sucumbió a los sueñosatrasados de los últimos días, y cuandodespertó de pronto con la impresión depesadilla de que el coche andaba por elagua, no se acordó más durante un largo

rato del pañuelo amarrado en el dedo.Vio en el reloj luminoso del tablero queeran más de las tres, hizo sus cálculosmentales, y sólo entonces comprendióque habían seguido de largo porBurdeos, y también por Angulema yPoitiers, y estaban pasando por el diquedel Loira inundado por la creciente. Elfulgor de la luna se filtraba a través dela neblina, y las siluetas de los castillosentre los pinos parecían de cuentos dehadas. Nena Daconte, que conocía laregión de memoria, calculó que estabanya a unas tres horas de París, y BillySánchez continuaba impávido en elvolante.

—Eres un salvaje —le dijo—.Llevas más de once horas manejando sincomer nada.

Estaba todavía sostenido en vilo porla embriaguez del coche nuevo. A pesarde que en el avión había dormido poco ymal, se sentía despabilado y con fuerzasde sobra para llegar a París al amanecer.

—Todavía me dura el almuerzo de laembajada —dijo. Y agregó sin ningunalógica—. Al fin y al cabo, en Cartagenaestán saliendo apenas del cine. Debenser como las diez.

Con todo, Nena Daconte temía queél se durmiera conduciendo. Abrió unacaja de entre tantos regalos que les

habían hecho en Madrid y trató demeterle en la boca un pedazo de naranjaazucarada. Pero él la esquivó.

—Los machos no comen dulces —dijo.

Poco antes de Orléans se desvanecióla bruma, y una luna muy grande iluminólas sementeras nevadas, pero el tráficose hizo más difícil por la confluencia delos enormes camiones de legumbres ycisternas de vinos que se dirigían aParís. Nena Daconte hubiera queridoayudar a su marido en el volante, pero nisiquiera se atrevió a insinuarlo, porqueél le había advertido desde la primeravez en que salieron juntos que no hay

humillación más grande para un hombreque dejarse conducir por su mujer. Sesentía lúcida después de casi cincohoras de buen sueño, y estaba ademáscontenta de no haber parado en un hotelde la provincia de Francia, que conocíadesde muy niña en numerosos viajes consus padres. «No hay paisajes más bellosen el mundo», decía, «pero uno puedemorirse de sed sin encontrar a nadie quele dé gratis un vaso de agua». Tanconvencida estaba que a última horahabía metido un jabón y un rollo depapel higiénico en el maletín de mano,porque en los hoteles de Francia nuncahabía jabón, y el papel de los retretes

eran los periódicos de la semanaanterior cortados en cuadraditos ycolgados de un gancho. Lo único quelamentaba en aquel momento era haberdesperdiciado una noche entera sinamor. La réplica de su marido fueinmediata.

—Ahora mismo estaba pensando quedebe ser del carajo tirar en la nieve —dijo—.

Aquí mismo, si quieres.Nena Daconte lo pensó en serio. Al

borde de la carretera, la nieve bajo laluna tenía un aspecto mullido y cálido,pero a medida que se acercaban a lossuburbios de París el tráfico era más

intenso, y había núcleos de fábricasiluminadas y numerosos obreros enbicicleta. De no haber sido invierno,estarían ya en pleno día.

—Ya será mejor esperar hasta París—dijo Nena Daconte—. Biencalienticos y en una cama con sábanaslimpias, como la gente casada.

—Es la primera vez que me fallas—dijo él.

—Claro —replicó ella—. Es laprimera vez que somos casados.

Poco antes del amanecer se lavaronla cara y orinaron en una fonda delcamino, y tomaron café con croissantscalientes en el mostrador donde los

camioneros desayunaban con vino tinto.Nena Daconte se había dado cuenta en elbaño de que tenía manchas de sangre enla blusa y la falda, pero no intentólavarlas. Tiró en la basura el pañueloempapado, se cambió el anillomatrimonial para la mano izquierda y selavó bien el dedo herido con agua yjabón. El pinchazo era casi invisible.Sin embargo, tan pronto comoregresaron al coche volvió a sangrar, demodo que Nena Daconte dejó el brazocolgando fuera de la ventana,convencida de que el aire glacial de lassementeras tenía virtudes de cauterio.Fue otro recurso vano, pero todavía no

se alarmó. «Si alguien nos quiereencontrar será muy fácil», dijo con suencanto natural. «Sólo tendrá que seguirel rastro de mi sangre en la nieve.»Luego pensó mejor en lo que habíadicho, y su rostro floreció en lasprimeras luces del amanecer.

—Imagínate —dijo—: un rastro desangre en la nieve desde Madrid hastaParís. ¿No te parece bello para unacanción?

No tuvo tiempo de volver a pensar.En los suburbios de París, el dedo eraun manantial incontenible, y ella sintióde veras que se le estaba yendo el almapor la herida. Había tratado de segar el

flujo con el rollo de papel higiénico quellevaba en el maletín, pero más tardabaen vendarse el dedo que en arrojar porla ventana las tiras de papelensangrentado. La ropa que llevabapuesta, el abrigo, los asientos del coche,se iban empapando poco a poco, pero deun modo irreparable. Billy Sánchez seasustó en serio e insistió en buscar unafarmacia, pero ella sabía entonces queaquello no era asunto de boticarios.

—Estamos casi en la puerta deOrléans —dijo—. Sigue de frente, porla avenida del General Leclerc, que esla más ancha y con muchos árboles, ydespués yo te voy diciendo lo que haces.

Fue el trayecto más arduo de todo elviaje. La avenida del General Leclercera un nudo infernal de automóvilespequeños y motocicletas, embotelladosen ambos sentidos, y de los camionesenormes que trataban de llegar a losmercados centrales. Billy Sánchez sepuso tan nervioso con el estruendo inútilde las bocinas que se insultó a gritos enlengua de cadeneros con variosconductores y hasta trató de bajarse delcoche para pelearse con uno, pero NenaDaconte logró convencerlo de que losfranceses eran la gente más grosera delmundo, pero no se golpeaban nunca. Fueuna prueba más de su buen juicio,

porque en aquel momento Nena Daconteestaba haciendo esfuerzos para noperder la conciencia.

Sólo para salir de la glorieta deLeón de Belfort necesitaron más de unahora. Los cafés y almacenes estabaniluminados como si fuera la medianoche,pues era un martes típico de los enerosde París, encapotados y sucios, y conuna llovizna tenaz que no alcanzaba aconcretarse en nieve. Pero la avenidaDenfert-Rochereau estaba másdespejada, y al cabo de unas pocascuadras Nena Daconte le indicó a sumarido que doblara a la derecha, yestacionó frente a la entrada de

emergencia de un hospital enorme ysombrío. Necesitó ayuda para salir delcoche, pero no perdió la serenidad ni lalucidez. Mientras llegaba el médico deturno, acostada en la camilla rodante,contestó a la enfermera el cuestionariode rutina sobre su identidad y susantecedentes de salud. Billy Sánchez lellevó el bolso y le apretó la manoizquierda donde entonces llevaba elanillo de bodas, y la sintió lánguida yfría, y sus labios habían perdido elcolor. Permaneció a su lado, con lamano en la suya, hasta que llegó elmédico de turno y le hizo un examenrápido al anular herido. Era un hombre

muy joven, con la piel del color delcobre antiguo y la cabeza pelada. NenaDaconte no le prestó atención, sino quedirigió a su marido una sonrisa lívida.

—No te asustes —le dijo, con suhumor invencible—. Lo único que puedesuceder es que este caníbal me corte lamano para comérsela.

El médico concluyó su examen, yentonces los sorprendió con uncastellano muy correcto, aunque con unraro acento asiático.

—No, muchachos —dijo—. Estecaníbal prefiere morirse de hambreantes que cortar una mano tan bella.

Ellos se ofuscaron, pero el médico

los tranquilizó con un gesto amable.Luego ordenó que se llevaran la camilla,y Billy Sánchez quiso seguir con ella,cogido de la mano de su mujer. Elmédico lo detuvo por el brazo.

—Usted no —le dijo—. Va paracuidados intensivos.

Nena Daconte le volvió a sonreír alesposo, y le siguió diciendo adiós con lamano hasta que la camilla se perdió enel fondo del corredor. El médico seretrasó estudiando los datos que laenfermera había escrito en una tablilla.Billy Sánchez lo llamó.

—Doctor —le dijo—. Ella estáencinta.

—¿Cuánto tiempo?—Dos meses.El médico no le dio la importancia

que Billy Sánchez esperaba. «Hizo bienen decírmelo», dijo, y se fue detrás de lacamil a. Billy Sánchez se quedó paradoen la sala lúgubre olorosa a sudores deenfermos, se quedó sin saber qué hacermirando el corredor vacío por donde sehabían llevado a Nena Daconte, y luegose sentó en el escaño de madera dondehabía otras personas esperando. Nosupo cuánto tiempo estuvo ahí, perocuando decidió salir del hospital eraotra vez de noche y continuaba lallovizna, y él seguía sin saber ni siquieraqué hacer consigo mismo, abrumado por

el peso del mundo.Nena Daconte ingresó a las 9.30 del

martes 7 de enero, según lo pudecomprobar años después en los archivosdel hospital. Aquella primera noche,Billy Sánchez durmió en el cocheestacionado frente a la puerta deurgencias, y muy temprano, al díasiguiente, se comió seis huevos cocidosy dos tazas de café con leche en lacafetería que encontró más cerca, puesno había hecho una comida completadesde Madrid. Después volvió a la salade urgencias para ver a Nena Daconte,pero le hicieron entender que debíadirigirse a la entrada principal. Allí

consiguieron, por fin, un asturiano delservicio que lo ayudó a entenderse conel portero, y éste comprobó que, enefecto, Nena Daconte estaba registradaen el hospital, pero que sólo sepermitían visitas los martes, de nueve acuatro. Es decir, seis días después. Tratóde ver al médico que hablaba castellano,a quien describió como un negro con lacabeza pelada, pero nadie le dio razóncon dos detalles tan simples.

Tranquilizado con las noticias deque Nena Daconte estaba en el registro,volvió al lugar donde había dejado elcoche, y un agente del tránsito lo obligóa estacionar dos cuadras más adelante,

en una calle muy estrecha y del lado delos números impares. En la acera deenfrente había un edificio restaurado conun letrero: «Hotel Nicole». Tenía unasola estrella, y una sala de recibo muypequeña donde no había más que un sofáy un viejo piano vertical, pero elpropietario de voz aflautada podíaentenderse con los clientes en cualquieridioma a condición de que tuvieran conqué pagar. Billy Sánchez se instaló cononce maletas y nueve cajas de regalos enel único cuarto libre, que era unamansarda triangular en el noveno piso,adonde se llegaba sin aliento por unaescalera en espiral que olía a espuma de

coliflores hervidas. Las paredes estabanforradas de colgaduras tristes y por laúnica ventana no cabía nada más que laclaridad turbia del patio interior. Habíauna cama para dos, un ropero grande,una silla simple, un bidé portátil y unaguamanil con su platón y su jarra, demodo que la única manera de estardentro del cuarto era acostado en lacama. Todo era, peor que viejo,desventurado, pero también muy limpio,y con un rastro saludable de medicinareciente. A Billy Sánchez no le habríaalcanzado la vida para descifrar losenigmas de ese mundo fundado en eltalento de la cicatería.

Nunca entendió el misterio de la luzde la escalera que se apagaba antes deque él llegara a su piso, ni descubrió lamanera de volver a encenderla. Necesitómedia mañana para aprender que en elrellano de cada piso había un cuartitocon un excusado de cadena, y ya habíadecidido usarlo en las tinieblas cuandodescubrió por casualidad que la luz seencendía al pasar el cerrojo por dentro,para que nadie la dejara encendida porolvido. La ducha, que estaba en elextremo del corredor y que él seempeñaba en usar dos veces al día comoen su tierra, se pagaba aparte y decontado, y el agua caliente, controlada

desde la administración, se acababa alos tres minutos. Sin embargo, BillySánchez tuvo bastante claridad de juiciopara comprender que aquel orden tandistinto del suyo era de todos modosmejor que la intemperie de enero, y sesentía además tan ofuscado y solo queno podía entender cómo pudo viviralguna vez sin el amparo de NenaDaconte.

Tan pronto como subió al cuarto, lamañana del miércoles, se tiró bocaabajo en la cama con el abrigo puesto,pensando en la criatura de prodigio quecontinuaba desangrándose en la acera deenfrente, y muy pronto sucumbía en un

sueño tan natural que cuando despertóeran las cinco en el reloj, pero no pudodeducir si eran las cinco de la tarde odel amanecer, ni de qué día de la semanani en qué ciudad de vidrios azotados porel viento y la lluvia. Esperó despierto enla cama, siempre pensando en NenaDaconte, hasta comprobar que enrealidad amanecía. Entonces fue adesayunar a la misma cafetería del díaanterior, y allí supo que era jueves. Lasluces del hospital estaban encendidas yhabía dejado de llover, de modo quepermaneció recostado en el tronco de uncastaño frente a la entrada principal, pordonde entraban y salían médicos y

enfermeras de batas blancas, con laesperanza de encontrar al médicoasiático que había recibido a NenaDaconte. No lo vio, ni tampoco esatarde después del almuerzo, cuando tuvoque desistir de la espera porque seestaba congelando. A las siete se tomóotro café con leche y se comió doshuevos duros que él mismo cogió delaparador después de cuarenta y ochohoras de estar comiendo la misma cosaen el mismo lugar. Cuando volvió alhotel para acostarse encontró su cochesolo en una acera y todos los demás enla acera de enfrente, y tenía puesta lanotificación de una multa en el

parabrisas. Al portero del hotel Nicolele costó trabajo explicarle que en losdías impares del mes se podíaestacionar en la acera de númerosimpares, y al día siguiente, en la aceracontraria. Tantas artimañas racionalistasresultaban incomprensibles para unSánchez de Ávila de los másacendrados, que apenas dos años antesse había metido en un cine de barrio conel automóvil oficial del alcalde mayor, yhabía causado estragos de muerte antelos policías impávidos. Entendió menostodavía cuando el portero del hotel leaconsejó que pagara la multa, pero queno cambiara el coche de lugar a esa

hora, porque tendría que cambiarlo otravez a las doce de la noche. Aquellamadrugada, por primera vez, no pensósólo en Nena Daconte, sino que dabavueltas en la cama sin poder dormir,pensando en sus propias noches depesadumbre en las cantinas de maricasdel mercado público de Cartagena delCaribe. Se acordaba del sabor delpescado frito y el arroz de coco en lasfondas del muelle donde atracaban lasgoletas de Aruba. Se acordó de su casacon las paredes cubiertas de trinitarias,donde serían apenas las siete de lanoche de ayer, y vio a su padre con unpijama de seda leyendo el periódico en

el fresco de la terraza.Se acordó de su madre, de quien

nunca se sabía dónde estaba a ningunahora, su madre apetitosa y lenguaraz,con un traje de domingo y una rosa en laoreja desde el atardecer, ahogándose decalor por el estorbo de sus telasespléndidas. Una tarde, cuando él teníasiete años, había entrado de pronto en elcuarto de ella y la había sorprendidodesnuda en la cama con uno de susamantes casuales. Aquel percance, delque nunca habían hablado, establecióentre ellos una relación de complicidadque era más útil que el amor. Sinembargo, él no fue consciente de eso, ni

de tantas cosas terribles de su soledadde hijo único, hasta esa noche en que seencontró dando vueltas en la cama deuna mansarda triste de París, sin nadie aquien contarle su infortunio, y con unarabia feroz contra sí mismo porque nopodía soportar las ganas de llorar.

Fue un insomnio provechoso. Elviernes se levantó estropeado por lamala noche, pero resuelto a definir suvida. Se decidió por fin a violar lacerradura de su maleta para cambiarsede ropa, pues las llaves de todas estabanen el bolso de Nena Daconte, con lamayor parte del dinero y la libreta deteléfonos donde tal vez hubiera

encontrado el número de algún conocidode París. En la cafetería de siempre sedio cuenta de que había aprendido asaludar en francés, y a pedir sandwichesde jamón y café con leche. Tambiénsabía que nunca le sería posible ordenarmantequilla ni huevos en ninguna forma,porque nunca los aprendería a decir,pero la mantequilla la servían siemprecon el pan, y los huevos duros estaban ala vista en el aparador y se cogían sinpedirlos. Además, al cabo de tres días,el personal de servicio se habíafamiliarizado con él, y le ayudaba aexplicarse. De modo que el viernes alalmuerzo, mientras trataba de poner la

cabeza en su puesto, ordenó un filete deternera con papas fritas y una botella devino. Entonces se sintió tan bien quepidió otra botella, la bebió hasta lamitad, y atravesó la calle con laresolución firme de meterse en elhospital por la fuerza. No sabía dóndeencontrar a Nena Daconte, pero en sumente estaba fija la imagen providencialdel médico asiático, y estaba seguro deencontrarlo. No entró por la puertaprincipal, sino por la de urgencias, quele había parecido menos vigilada, perono alcanzó a llegar más allá delcorredor donde Nena Daconte le habíadicho adiós con la mano. Un guardián

con la bata salpicada de sangre lepreguntó algo al pasar, y él no le prestóatención. El guardián lo siguió,repitiendo siempre la misma pregunta enfrancés, y por último lo agarró del brazocon tanta fuerza que lo detuvo en seco.Billy Sánchez trató de sacudírselo conun recurso de cadenero, y entonces elguardián se cagó en su madre en francés,le torció el brazo en la espalda con unallave maestra, y sin dejar de cagarse milveces en su puta madre lo llevó casi envilo hasta la puerta, rabiando de dolor, ylo tiró como un bulto de papas en mitadde la calle.

Aquella tarde, dolorido por el

escarmiento, Billy Sánchez empezó a seradulto. Decidió, como lo hubiera hechoNena Daconte, acudir a su embajador. Elportero del hotel, que a pesar de sucatadura huraña era muy servicial, yademás muy paciente con los idiomas,encontró el número y la dirección de laembajada en el directorio telefónico, yse los anotó en una tarjeta. Contestó unamujer muy amable, en cuya voz pausaday sin brillo reconoció Billy Sánchez deinmediato la dicción de los Andes.Empezó por anunciarse con su nombrecompleto, seguro de impresionar a lamujer con sus dos apellidos, pero la vozno se alteró en el teléfono. La oyó

explicar de memoria la lección de que elseñor embajador no estaba por elmomento en su oficina y no le esperabanhasta el día siguiente, pero de todosmodos no podía recibirlo sino con citaprevia y sólo para un caso especial.Billy Sánchez comprendió entonces quetampoco por ese camino llegaría hastaNena Daconte, y agradeció lainformación con la misma amabilidadcon que se la habían dado. Luego tomóun taxi y se fue a la embajada.

Estaba en el número 22 de la calledel Elíseo, dentro de uno de los sectoresmás apacibles de París, pero lo únicoque le impresionó a Billy Sánchez,

según él mismo me lo contó enCartagena de Indias muchos añosdespués, fue que el sol estaba tan clarocomo en el Caribe por la primera vezdesde su llegada, y que la torre Eiffelsobresalía por encima de la ciudad en uncielo radiante. El funcionario que lorecibió en lugar del embajador parecíaapenas restablecido de una enfermedadmortal, no sólo por el vestido de pañonegro, el cuello opresivo y la corbata deluto, sino también por el sigilo de susademanes y la mansedumbre de la voz.Entendió la ansiedad de Billy Sánchez,pero le recordó, sin perder la dulzura,que estaban en un país civilizado cuyas

normas estrictas se fundaban en loscriterios más antiguos y sabios, alcontrario de las Américas bárbaras,donde bastaba con sobornar al porteropara entrar en los hospitales. «No, miquerido joven», le dijo. No había másremedio que someterse al imperio de larazón, y esperar hasta el martes.

—Al fin y al cabo, ya no faltan sinocuatro días —concluyó—. Mientrastanto, vaya al Louvre. Vale la pena.

Al salir, Billy Sánchez se encontrósin saber qué hacer en la plaza de laConcordia. Vio la torre Eiffel porencima de los tejados, y le pareció tancercana que trató de llegar hasta ella

caminando por los muelles. Pero muypronto se dio cuenta de que estaba máslejos de lo que parecía, y que ademáscambiaba de lugar a medida que labuscaba. Así que se puso a pensar enNena Daconte sentado en un banco de laoril a del Sena. Vio pasar losremolcadores por debajo de los puentes,y no le parecieron barcos, sino casaserrantes de techos colorados y ventanascon tiestos de flores en el alféizar, yalambres con ropa puesta a secar en losplanchones. Contempló durante un largorato a un pescador inmóvil, con la cañainmóvil y el hilo inmóvil en la corriente,y se cansó de esperar a que algo se

moviera, hasta que empezó a oscurecer,y decidió tomar un taxi para regresar alhotel. Sólo entonces cayó en la cuenta deque ignoraba el nombre y la dirección, yde que no tenía la menor idea del sectorde París donde estaba el hospital.

Ofuscado por el pánico, entró en elprimer café que encontró, pidió uncoñac y trató de poner sus pensamientosen orden. Mientras pensaba, se viorepetido muchas veces y desde ángulosdistintos en los espejo;, numerosos delas paredes, y se encontró asustado ysolitario, y por primera vez desde sunacimiento pensó en la realidad de lamuerte. Pero con la segunda copa se

sintió mejor, y tuvo la idea providencialde volver a la embajada. Buscó latarjeta en el bolsillo para recordar elnombre de la calle, y descubrió que enel dorso estaban impresos el nombre yla dirección del hotel. Quedó tan malimpresionado con aquella experiencia,que durante el fin de semana no volvió asalir del cuarto sino para comer y paracambiar el coche a la aceracorrespondiente. Durante tres días cayósin pausa la misma llovizna sucia de lamañana en que llegaron. Billy Sánchez,que nunca había leído un libro completo,hubiera querido tener uno para noaburrirse tirado en la cama, pero los

únicos que encontró en las maletas de suesposa eran en idiomas distintos delcastellano. Así que siguió esperando elmartes, contemplando los pavorrealesrepetidos en el papel de las paredes ysin dejar de pensar un solo instante enNena Daconte. El lunes puso un poco deorden en el cuarto, pensando en lo quediría ella si lo encontraba en ese estado,y sólo entonces descubrió que el abrigode visón estaba manchado de sangreseca. Pasó la tarde lavándolo con eljabón de olor que encontró en el maletínde mano, hasta que logró dejarlo otravez como lo habían subido al avión enMadrid.

El martes amaneció turbio y helado,pero sin la llovizna, y Billy Sánchez selevantó desde las seis, y esperó en lapuerta del hospital junto con unamuchedumbre de parientes de enfermoscargados de paquetes de regalos y ramosde flores. Entró con el tropel, llevandoen el brazo el abrigo de visón, sinpreguntar nada y sin ninguna idea dedónde podía estar Nena Daconte, perosostenido por la certidumbre de quehabía de encontrar al médico asiático.Pasó por un patio interior muy grande,con flores y pájaros silvestres, a cuyoslados estaban los pabellones de losenfermos: las mujeres, a la derecha, y

los hombres, a la izquierda. Siguiendo alos visitantes entró en el pabellón demujeres. Vio una larga hilera deenfermas sentadas en las camas con elcamisón de trapo del hospital,iluminadas por las luces grandes de lasventanas, y hasta pensó que todo aquelloera más alegre de lo que se podíaimaginar desde fuera. Llegó hasta elextremo del corredor, y luego lorecorrió de nuevo en sentido inverso,hasta convencerse de que ninguna de lasenfermas era Nena Daconte. Luegorecorrió otra vez la galería exteriormirando por la ventana los pabellonesmasculinos, hasta que creyó reconocer

al médico que buscaba.Era él, en efecto. Estaba con otros

médicos y varias enfermeras,examinando a un enfermo. Billy Sánchezentró en el pabellón, apartó a una de lasenfermeras del grupo y se paró frente almédico asiático, que estaba inclinadosobre el enfermo. Lo llamó. El médicolevantó sus ojos desolados, pensó uninstante y entonces lo reconoció.

—Pero ¿dónde diablos se habíametido usted? —dijo. Billy Sánchez sequedó perplejo.

—En el hotel —dijo—. Aquí, a lavuelta.

Entonces lo supo. Nena Daconte

había muerto desangrada a las 7.10 de lanoche del jueves 9 de enero, después desetenta horas de esfuerzos inútiles de losespecialistas mejor calificados deFrancia. Hasta el último instante habíaestado lúcida y serena, y dioinstrucciones para que buscaran a sumarido en el hotel Plaza Athenée, dondetenían una habitación reservada, y diolos datos para que se pusieran encontacto con sus padres. La embajadahabía sido informada el viernes por uncable urgente de su cancillería, cuandoya los padres de Nena Daconte volabanhacia París. El embajador en persona seencargó de los trámites del

embalsamamiento y los funerales, ypermaneció en contacto con laPrefectura de Policía de París paralocalizar a Billy Sánchez. Un llamadourgente con sus datos personales fuetransmitido desde la noche del vierneshasta la tarde del domingo a través de laradio y la televisión, y durante esascuarenta horas fue el hombre másbuscado en Francia. Su retrato,encontrado en el bolso de NenaDaconte, estaba expuesto por todaspartes. Tres Bentley convertibles delmismo modelo habían sido localizados,pero ninguno era el suyo.

Los padres de Nena Daconte habían

llegado el sábado a mediodía, y velaronel cadáver en la capilla del hospitalesperando hasta última hora encontrar aBilly Sánchez. También los padres deéste habían sido informados, yestuvieron listos para volar a París, peroal final desistieron por una confusión detelegramas. Los funerales tuvieron lugarel domingo a las dos de la tarde, a sólodoscientos metros del sórdido cuarto delhotel donde Billy Sánchez agonizaba desoledad por el amor de Nena Daconte.El funcionario que lo había atendido enla embajada me dijo años más tarde queél mismo recibió el telegrama de sucancillería una hora después de que

Billy Sánchez salió de su oficina, y queestuvo buscándolo por los baressigilosos del Faubourg St. Honoré. Meconfesó que no le había puesto muchaatención cuando lo recibió, porquenunca se hubiera imaginado que aquelcosteño aturdido por la novedad deParís, y con un abrigo de cordero tanmal llevado, tuviera a su favor un origentan ilustre. El mismo domingo por lanoche, mientras él soportaba las ganasde llorar de rabia, los padres de NenaDaconte desistieron de la búsqueda y sellevaron el cuerpo embalsamado dentrodel ataúd metálico, y quienes alcanzarona verlo siguieron repitiendo durante

muchos años que no habían visto nuncauna mujer más hermosa, ni viva nimuerta. De modo que cuando BillySánchez entró por fin en el hospital, elmartes en la mañana, ya se habíaconsumado el entierro en el tristepanteón de La Manga, a muy pocosmetros de la casa donde ellos habíandescifrado las primeras claves de lafelicidad. El médico asiático que puso aBilly Sánchez al corriente de la tragediaquiso darle unas pastillas calmantes enla sala del hospital, pero él las rechazó.Se fue sin despedirse, sin nada queagradecer, pensando que lo único quenecesitaba con urgencia era encontrar a

alguien a quien romperle la madre acadenazos para desquitarse de sudesgracia. Cuando salió del hospital, nisiquiera se dio cuenta de que estabacayendo del cielo una nieve sin rastrosde sangre, cuyos copos tiernos y nítidosparecían plumitas de palomas, y que enlas calles de París había un aire defiesta, porque era la primera nevadagrande en diez años.

1976

Gabriel José de la Concordia GarcíaMárquez (Aracataca, Colombia, 6 demarzo de 1927)1 es un escritor,novelista, cuentista, guionista yperiodista colombiano. En 1982 recibióel Premio Nobel de Literatura. Esconocido familiarmente y por susamigos como Gabito (hipocorístico

guajiro para Gabriel), o por su apócopeGabo desde que Eduardo ZalameaBorda subdirector del diario ElEspectador, comenzara a llamarle así.Gabriel García Márquez ha sidoinextricablemente relacionado con elrealismo mágico y su obra másconocida, la novela Cien años desoledad, es considerada una de las másrepresentativas de este género literario.En 2007, la Real Academia Española yla Asociación de Academias de laLengua Española lanzaron una ediciónpopular conmemorativa de esta novela,por considerarla parte de los grandesclásicos hispánicos de todos los

tiempos. El texto fue revisado por elpropio Gabriel García Márquez.