El Evangelio de Juan 2,13-25 nos presenta a Jesús en el Templo de Jerusalén.
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El Evangelio de Juan 2,13-25 nos presenta a Jesús en el Templo de Jerusalén.
Allí se ofrecían sacrificios para expiar los pecados, especialmente en Pascua,
fiesta en la cual los judíos celebraban la liberación de la esclavitud.
El Templo de Jerusalén era lo que había de más sagrado para un judío, el signo visible de la presencia de Dios entre su pueblo. Es la casa de
Dios, pero sus fieles han convertido la religión y el culto en un mercado.
En la fiesta de la Pascua se había de ofrecer por todo israelita un
sacrificio, consistente en un buey o en una
oveja, por los ricos, y en una paloma,
por los pobres (Lev_5:7; Lev_15:14.29; Lev_17:3, etc.),
aparte de los sacrificios que se ofrecían en todo tiempo
como votos.
Además, todo israelita debía pagar anualmente al templo, llegado a los
veinte años (Neh_10:33-35; Mar_17:23.24)
medio siclo, conforme a la moneda del templo (Exo_30:13),
que era en “moneda tiria”.
No se permitía la moneda romana. De ahí la necesidad de cambistas instalados en el mismo recinto del templo, en el “atrio de los gentiles” que además realizar cambios cobraban una sobrecarga que subía del 5
al 10 por 100.
Flavio Josefo dice que la multitud de personas, de ruido y de discusiones que había
en el atrio del templo, en el año setenta, dice que aquel año se compraron y sacrificaron más de 250.000 corderos. Aquello era un
escándalo. El cuadro de abusos a que esto dio lugar era deplorable: balidos de ovejas, mugidos de
bueyes, estiércol de animales., disputas, regateos, altercados de vendedores.
Los peregrinos, que iban a Jerusalén para adorar a Dios, encontraban en el templo aquel barullo y muchos salían
escandalizados.
Nos resulta extraño ver al Señor, látigo en mano, pero Jesús no lastima a ninguna persona, solamente tira las mesas y hace marchar a las
bestias arrojando a los mercaderes del Templo.
Al estilo de los grandes profetas, condena con este gesto valiente, la falsedad de aquello que llamaban “culto a Dios”.
La situación requería que enseñara y corrigiera enérgicamente.
El amaba entrañablemente al Templo,
"la casa de su Padre", no puede consentir
que aquel sitio, que tendría que ser un sitio
para encontrar a Dios, se hubiera convertido en un culto hipócrita que
no conducía al cambio de la vida sino a la
explotación de los devotos peregrinos.
Al expulsar del templo a todos los animales, materia de los sacrificios, declara con esto que tales sacrificios son inútiles y que el culto ofrecido, a
base de animales, está abolido.
Jesús va más allá que los profetas, que proponen la reforma de los
sacrificios, no la abolición.
Los animales eran los sustitutos de los sacrificios a Dios.
Por tanto, sin animales, el sentido del texto es más claro: Jesús quiere anunciar, proféticamente, una religión nueva, personal,
sin necesidad de “sustituciones”.
Los dirigentes del Templo, no fueron capaces de captar el sentido del
gesto de Jesús y cambiar o convertirse.
Se creen los dueños del templo y de Dios; ven en Jesús un rival, y desde
esa posición de fuerza, le preguntan a Jesús por la señal, un “signo,” que mostraba
para obrar así, y el Señor les respondió:
«Destruyan este templo y en tres días
lo volveré a levantar.»
Por eso les dice: “Destruid este templo
y en tres días lo levantaré.”
Naturalmente, estas palabras de Cristo no son una orden de su destrucción.
El que tanto celo había demostrado por la veneración del templo no podía mandar destruirlo. Era una hipótesis, como Cristo habla de su
cuerpo, habla de un futuro: “y si lo destruís” o “destruyeseis”.
El término “templo” (ναός ) significa el recinto del “sancta,” y del “sanctasanctórum” en contraposición al resto del templo (ιερόν ). Los
oyentes podían entenderlo de todo el templo. Pero con esta palabra se indica el lugar del templo en que
moraba la divinidad. Y la divinidad “moraba” en su cuerpo, éste era el “templo” de la divinidad.
Los judíos presentes no comprendieron. Jesús venía a decir que ese templo ya no servía para el nuevo culto que Él iba a instituir: un culto
fundado sobre su propio Cuerpo que sería, al mismo tiempo, un Sacerdote, una Víctima y un Altar.
También nosotros somos templos de Dios
( 1 Cor 3,16), “piedras vivas” ( 1 Pet 2,5),
de ese Templo que es el Cuerpo Místico
de Cristo.
Hay que estar vigilantes para no profanar ese misterio procurando que
esa morada no sea invadida por la algarabía y las preocupaciones que llenan un
mercado.
Es el misterio del pecado.
Cuando sepamos llamarlo por su nombre
y medir su gravedad podremos iniciar
un camino penitencial adecuado para recuperar la salud y vivir
“en espíritu y en verdad”, haciendo siempre la voluntad del
Padre (Rom 12,1).
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