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El galeón de papel Mónica López Pérez ª AD DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA Biblioteca Universitaria ª AD DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA Vicerrectorado de Cultura y Deporte DIPLOMA 2017 1

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El galeón de papelMónica López Pérez

ª AD DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA Biblioteca Universitaria

ª AD DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA Vicerrectorado de Cultura y Deporte

DIPLOMA 2017 1

El galeón de papelMónica López Pérez

Seudónimo: Marianela.

EL GALEÓN DE PAPEL

La mañana se despereza ociosa entre cláxones, tráfico humeante y sus respectivos griteríos y

quejas. El joven moreno sentado en los últimos asientos de la guagua tiene su frente pegada al cristal

de la ventana. Parecen no importarle las incómodas vibraciones del vehículo en su cabeza. Mantiene

su mirada perdida entre los reflejos rosados que pincela el amanecer en la ciudad, mas sus

pensamientos vuelan muy por encima del hermoso cielo pastel. Se coloca los cascos y deja que la

música lo invada. Le tiemblan las piernas; se muerde los labios; cierra los ojos y estrecha entre los

brazos su nueva carpeta multicolor. Deja escapar un suspiro temeroso al llegar a su parada. Alza la

vista y observa como una oleada de estudiantes corretean confundidos de un lado a otro. Vuelve a

agarrar la carpeta con fuerza presionándola contra su pecho. “Derecho Romano no puede ser tan

complicado”. Con este autoconvencimiento da sus primeros pasos y se sumerge entre la marea de

jóvenes. Hoy es un día importante.

El sonido del despertador invade la habitación provocando que unos rizos pelirrojos se sacudan

entre las sábanas. La chica se levanta estrepitosamente de la cama chocando con todo lo que se

encuentra. De repente se ve navegando en un profundo caos. Revuelve con las manos entre tochos

de apuntes desordenados cual pirata que busca en su mapa la ruta del tesoro. Se viste en pocos

minutos y sale por la puerta con su joya de papel entre los dedos. La residencia está tranquila,

callada, mas el silencio no es un don de nuestra pelirroja estudiante de ingeniería que corre ruidosa

por los pasillos. Sus vecinos responden molestos, pero sus agravios son ya cotidianos para la futura

ingeniera que repasa mentalmente la fórmula que le ha robado el sueño durante los últimos días.

Hoy es un día importante.

Por las puertas de la cafetería no para de entrar y salir gente. El bullicio se apodera de las mesas

y el ambiente se tiñe de un intenso olor a café. La energía que desprenden los alumnos es palpable

en cada uno de los grupos que allí se concentran. La cafetería es el lugar ideal para alimentar los

sueños —o para despertarlos— de todos los que se dejan caer por su barra.

En la mesa del fondo —esa mesa en la que se sientan quienes están maquinando algún proyecto

innovador o los que tienen que entregar un trabajo a última hora—, dos jóvenes, rubios como el sol y

de ojos claros, se esconden entre la multitud. Son extranjeros. Miran con desconcierto a todo el que

pasa y se preguntan constantemente en qué momento tomaron la decisión de venirse de intercambio

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a un lugar tan diferente al propio. Sin embargo, en sus caras se refleja que se toman esta situación

con humor y ganas. Se han dedicado a recopilar folletos con ofertas y actividades. En su interior

sienten que integrarse no va a significar ningún problema. El grupo de chicas que ríen sonrojadas en

la mesa de al lado comparte la misma idea.

El tráfico avanza al ritmo del vals “un, dos, tres”, “un dos tres”. Dentro del coche, un grupo de

futuros cirujanos, pediatras, neurólogos o quizás psiquiatras, no para de mirar el reloj lamentándose

de no haber salido diez minutos antes. En este momento, se sienten las personas más

desafortunadas del mundo. Van a llegar tarde a su primer día de prácticas. Lo que no saben es que el

responsable de llevarles las prácticas en el hospital está dos coches por detrás de ellos. Él sí que se

siente el más desafortunado del planeta.

El tecleo de los ordenadores inunda la oficina. El señor canoso del mostrador de la entrada oculta

la cabeza detrás de su pantalla. Observa a su nueva compañera de reojo. Está un poco perdida entre

expedientes y matrículas que se acumulan con una altura considerable en su zona de trabajo. El

señor suspira. No entiende que cada año se cargue con tanta faena a los recién llegados. Se dispone

a ayudarla cuando un joven moreno entra en la Administración y se dirige hacia su mesa. Tiene cara

de Carlos. Bueno, de Luis; o, quizás, de Iván. Ambos se miran. El joven hace un gesto con la barbilla

pidiendo permiso para sentarse. Nuestro veterano administrador asiente con el mismo gesto mientras

baraja en su mente el posible nombre del futuro abogado.

Nunca nadie había subido unas escaleras tan rápido como esa cabellera pelirroja. El corazón de la

chica late al compás de una obra wagneriana. Se estira la blusa y sacude sus pantalones antes de

tocar la puerta. El examen ha comenzado. Llega tarde. “Universo, por favor, dame un poco de suerte,

sólo un poco”. Entra en el aula, saca su bolígrafo favorito y se recoge el pelo en un moño de

guerrera.

En el hospital, el grupo de jóvenes impuntuales ya viste de bata blanca. Bromean entre ellos sobre

su apariencia de doctores novatos. Se sienten un poco ridículos al principio, como si no estuvieran

preparados para comenzar la profesión. Ciertamente, no lo están. Aún son alumnos de cuarto de

medicina. Sin embargo, todos tienen la boca tensa. Buscan cualquier excusa o invitación para

sonreír. Esa bata blanca les hace sentirse especiales. Quieren ser médicos. Se convertirán en

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buenos médicos. Van a luchar por merecer esa bata. Será suya. Ciertamente, son unos chicos muy

especiales.

Los extranjeros de ojos claros deciden abandonar la zona de confort que les ofrece la cafetería. Es

hora de conocer el que va a ser su hogar durante los próximos meses. Uno de ellos chasquea la

lengua. Nota como su cuerpo le pide exprimir esta nueva experiencia que se le presenta. Dirige una

mirada cómplice a su compañero. Su rubio camarada le corresponde. Ambos se ruborizan, se dan la

mano y caminan juntos hacia la parada de la guagua. Este va a ser un año importante.

La profesora se pasea por la clase. En el aula se ha creado una atmósfera de silencio y

concentración. Los alumnos no despegan la mirada de su examen. A la catedrática le parece una

vista hermosa. Siempre le han fascinado las diversas formas que tienen los estudiantes de enfrentar

este tipo de pruebas. Muchos cruzan las piernas, otros nunca terminan de encontrar una postura

cómoda y no paran de moverlas. Algunos presionan tanto el bolígrafo al escribir que el papel se

rebela en rasgadas quejas. Varios chicos se revuelven los pelos como tratando de rebuscar ahí las

respuestas. En las últimas filas un moño se tambalea de un lado a otro sobre la cabeza de una joven.

La catedrática detiene su curiosidad en ella. La chica desprende entusiasmo en su forma de escribir,

en su afán por dar solución a las complicadas preguntas. La profesora sonríe. Ese recogido pelirrojo e

inquieto tiene un futuro prometedor.

El joven moreno sale satisfecho de su conversación con el empleado de la Administración. Cruza

la calle y choca sin querer con una pareja de estudiantes con un acento bastante singular.

“Probablemente son extranjeros” piensa. Se disculpa agachando la cabeza y prosigue su camino.

El señor canoso se propone enseñarle las instalaciones de la universidad a su compañera novel.

Ha sido una mañana ajetreada pero ambos parecen disfrutar con el bullicio del mar de jóvenes que

no ha parado de sentarse y levantarse en las sillas de la oficina. Comentan lo mucho que les llama la

atención la energía vivaz de tanta juventud suelta. Realmente, la Administración ha olido durante toda

la mañana a proyectos de futuro en construcción, a sueños de vainilla y de limón.

Las agujas del reloj avanzan en silencio sin que nadie se percate. De pronto, los primeros rayos

anaranjados de la tarde se dejan caer en el cielo plasmando un hermoso lienzo impresionista. La

marea bulliciosa desciende y, por primera vez en el día, se saborea la calma mentolada.

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La mujer mueve la fregona con efusión “Yo, yo no me doy por vencido. Yo quiero un mundo

contigo…”. Se coloca los cascos y pasa la bayeta al ritmo de su canción favorita “…juro que vale la

pena esperar, y esperar y esperar un suspiro…”. Se acerca el gran final, “…una señal del destino…”.

Le da un repaso a los espejos del baño, “NO ME CANSO, NO ME RINDO, NO ME DOY POR

VENCIDO”. La señora de la limpieza desliza su carro por el pasillo afinando a la perfección la última

nota de su jornada.

Los estudiantes de medicina ríen recordando las anécdotas del día. Caminan juntos hacia el coche

con marcha entusiasta que a veces acaba en pequeños saltitos. Parecen un grupo de adolescentes

enamorados contándose entre ellos cómo fueron sus primeros besos. La vida del hospital les

apasiona. Solo han sido sus primeras prácticas. Muchas cosas han salido bien y otras —bastantes.

— no tan bien. Sin embargo, estos estudiantes de cuarto de medicina han descubierto su tesoro.

Llegarán esta noche a sus respectivas casas y les dirán a sus familias que están donde siempre han

querido estar. Aman la medicina. En pocos años serán médicos. Ingenuo el que se atreva a negarles

tal verdad.

La puesta de sol deviene tranquila sobre la universidad. El campus luce solitario. Los estudiantes

parecen haber desaparecido por completo. Sin embargo, pocos se han marchado.

La biblioteca se alza embellecida por el atardecer. Durante la mañana ha permanecido latente en

un segundo plano pero ahora brilla en su máximo esplendor. Las salas están repletas de jóvenes y

mayores que buscan refugio en la calma que ofrece la enorme casa de papel. La biblioteca, lugar

favorito de muchos universitarios, es la guardiana del silencio, cómplice del esfuerzo y confidente de

sueños de todo el que se guarece en sus entrañas.

Todos callan. Disfrutan del tenue coro susurrante de las páginas de los libros. De vez en cuando

se escapa algún suspiro cansado; ciertas miradas entre desconocidos a los que les gustaría tomarse

un café juntos; alguna que otra queja tras no comprender nada de lo leído durante horas.

Los minutos pasan, —también las horas— y el contrabando de bolígrafos y apuntes se acentúa en

las diferentes mesas. Los estudiantes están cansados. Gran parte de ellos ha vivido hoy su primer día

de muchos en la universidad. Para otros, solo ha sido una jornada más de las pocas que les quedan

para finalizar esta aventurera travesía estudiantil.

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La biblioteca bulle ociosa. Las estanterías son consultadas cada dos por tres por ojos chispeantes

y manos curiosas. En la casa de papel se están cocinando muchos proyectos de vida que huelen a

suculentos manjares. Unos sueños necesitan más tiempo de cocción que otros pero todos los allí

presentes aderezan con paciencia y motivación sus platos, sus sueños. Los universitarios acarician

los regalos que la madre biblioteca les ofrece con gusto y los emplean para perfeccionar sus recetas.

Un moño pelirrojo se tambalea entre las repisas en busca de algún manual que le ayude a

entender lo dado en su clase de cálculo. No lejos de allí, un joven moreno selecciona todos los

códigos legislativos posibles para afrontar los casos prácticos que dará mañana. Los dos se

aproximan sin saberlo. Desconocen que cuando lleguen al pasillo siguiente, ambos chocarán. Él le

tirará toda su recopilación encima y ella le pisará no pocos dedos de los pies.

El sol ha caído.

Un niño de apenas diez años juguetea en el coche con su padre. Está esperando a que su

hermano salga de la biblioteca. El pequeño observa con sus enormes ojos el gran edificio. Su

imaginación lo transforma rápidamente en un gran barco, en un galeón de papel. Sueña con ser

marinero para poder subirse a él e iniciar un largo viaje hacia aguas y tierras por descubrir. “¡Papá, tú

serás uno de mis tripulantes para mi travesía! ¡Ayúdame a alzar las velas! ¡Me pido llevar el timón!”.

El padre sigue el juego y responde a su hijo menor con la misma emoción. Es un niño de apenas diez

años mas capitanea su barco con una viveza envidiable.

La futura ingeniera llega a la residencia con paso ligero. Su mente está ausente, perdida no sólo

entre fórmulas matemáticas, sino también en los ojos del joven moreno al que ha prometido invitar a

desayunar por su despiste en el pasillo 15 de la biblioteca. Ella todavía no lo sabe, pero ese despiste

en la biblioteca y ese pasillo se van a convertir en uno de los momentos más importantes y

recordados de su vida.

El futuro abogado tiene su frente pegada al cristal de la ventana. Parecen no importarle las

incómodas vibraciones del vehículo en su cabeza. Mantiene su mirada perdida entre los reflejos

plateados de la luna en la ciudad, mas sus pensamientos vuelan muy por encima del hermoso cielo

estrellado. El padre del joven moreno sigue inmerso en un teatrillo de aventuras en alta mar con su

hijo menor. El hermano mayor está cansado pero no le molesta el griterío entusiasta de su padre y su

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hermano. Está ausente, perdido no solo entre latinismos de derecho, sino también en los rizos

pelirrojos de la chica que le ha invitado a desayunar mañana en la cafetería. Sí, mañana será un día

importante.