El gran caminante. Pasarte bat

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Elur ekaitzaren erdian Paisaiak deskribatzeko eta gertaerak girotzeko aparteko abilezia erakusten du Antxonek bere liburuan. Irakurlea kontakizunean erabat murgiltzea lortzen du. Pasarte hau adibide: elur ekaitzak mendian harrapatu du. Liburu osoan ez du gaixotasunaren aipamen zuzenik egiten, baina lerroartean iger daiteke mamuaren itzala. “La ventisca carga con saña apocalíptica. Avasallándome desde un nivel superior, se precipita sobre mí y comienza a acribillarme. Los copos de nieve son impulsados por el azote de un viento huracanado que agita mi capa como un estandarte y me impide el avance. Impactan en mi pecho, en mis manos, en las botas, en todo mi cuerpo, colándose en mi anatomía por los recovecos y helándome hasta el alma. Me veo forzado a inclinarme hacia adelante con la vista pegada al piso, a tirar apretando los dientes mientras la nube me ametralla a discreción motas blancas heladoras, que caen prácticamente horizontales. Pretende desplomarse en mi cabeza. La nieve en el suelo se espesa y cubre el camino. Me llega, apagado, el crujido de mis lentas y esforzadas, agónicas, pisadas. Procuro dominar el pánico que me embarga, pero el cielo se oscurece como un anochecer adelantado. Es una tiniebla malévola, una sombra perversa proyectada en el gris oscuro de un paisaje que se devora a sí mismo, que no ceja en su descarga blanca y enceguecedora. No veo posibilidad de guarecerme. En realidad, no veo nada. Intento desviarme, detectar la presencia de algún parapeto natural. Mas nada es visible ni reconocible en tan funesta tesitura. Sólo cabe seguir dando pasos desesperados. Resistir mientras me vuelvo una figura blanca andante. Ando, ando y ando. Metro a metro. A ciegas. Contra viento y marea, sin rumbo, a merced de los embates del vendaval. Caen cientos de pasos. Lentos y esforzados. El tiempo discurre ralentizado dentro del hervidero en que se ha convertido mi mente. Los minutos son horas, las horas, días, los días, años. Siento que me desfondo. La nevada redobla la arremetida y me ciega. No puedo abrir los ojos. La nieve se me acumula en los párpados. Mi coraje va deteriorándose, minándose en esta situación límite. Sin fuerzas ni margen para reaccionar, detengo mis pasos. No

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Antxon Gonzalezen El gran caminante liburuko pasarte bat.

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Elur ekaitzaren erdian

Paisaiak deskribatzeko eta gertaerak girotzeko aparteko abilezia erakusten du Antxonek bere liburuan. Irakurlea kontakizunean erabat murgiltzea lortzen du. Pasarte hau adibide: elur ekaitzak mendian harrapatu du. Liburu osoan ez du gaixotasunaren aipamen zuzenik egiten, baina lerroartean iger daiteke mamuaren itzala.

“La ventisca carga con saña apocalíptica. Avasallándome desde un nivel superior, se precipita sobre mí y comienza a acribillarme. Los copos de nieve son impulsados por el azote de un viento huracanado que agita mi capa como un estandarte y me impide el avance. Impactan en mi pecho, en mis manos, en las botas, en todo mi cuerpo, colándose en mi anatomía por los recovecos y helándome hasta el alma. Me veo forzado a inclinarme hacia adelante con la vista pegada al piso, a tirar apretando los dientes mientras la nube me ametralla a discreción motas blancas heladoras, que caen prácticamente horizontales. Pretende desplomarse en mi cabeza. La nieve en el suelo se espesa y cubre el camino. Me llega, apagado, el crujido de mis lentas y esforzadas, agónicas, pisadas. Procuro dominar el pánico que me embarga, pero el cielo se oscurece como un anochecer adelantado. Es una tiniebla malévola, una sombra perversa proyectada en el gris oscuro de un paisaje que se devora a sí mismo, que no ceja en su descarga blanca y enceguecedora. No veo posibilidad de guarecerme. En realidad, no veo nada. Intento desviarme, detectar la presencia de algún parapeto natural. Mas nada es visible ni reconocible en tan funesta tesitura. Sólo cabe seguir dando pasos desesperados. Resistir mientras me vuelvo una figura blanca andante. Ando, ando y ando. Metro a metro. A ciegas. Contra viento y marea, sin rumbo, a merced de los embates del vendaval. Caen cientos de pasos. Lentos y esforzados. El tiempo discurre ralentizado dentro del hervidero en que se ha convertido mi mente. Los minutos son horas, las horas, días, los días, años. Siento que me desfondo. La nevada redobla la arremetida y me ciega. No puedo abrir los ojos. La nieve se me acumula en los párpados. Mi coraje va deteriorándose, minándose en esta situación límite. Sin fuerzas ni margen para reaccionar, detengo mis pasos. No puedo ver. Temo llegar a desaparecer engullido por la vorágine, y antes de abandonarme a mi suerte, ruego la aparición milagrosa de un último recurso al que asirme y me salve”.

Pasan unos instantes, creo que breves, cuando percibo el cambio. Ha sucedido un imprevisto. Miro arriba instintivamente y me quedo absolutamente pasmado: veo. Veo un agujero en el cielo... Sí, no hay duda.

Es un agujero de color azul pálido. Imprevistamente, de golpe, sin más, la tormenta se desinfla. La nube reanuda su singladura barredora hacia el sur, se disipa y cede el protagonismo a una bóveda gris carente de belicismo. El último copo de nieve bailotea un agarrado con el aire, traza un tirabuzón mostrando una pericia insuperable y se estrella contra mi pechera.

Aturdido y contrariado, observo el panorama. Se me revela un paisaje de una belleza impoluta, diáfana. La calma, el silencio, la quietud y una inmaculada blancura se apro- pian de un paraje en el que el bosque se ha retirado y ha derivado en un espacio abierto, despejado y refulgente. Es como si me hubieran trasladado a un mundo nuevo.Pero ahora estoy desorientado. No hay rastro de camino. La pista de tierra se ha esfumado. Una alfombra de dos palmos de grosor completamente nívea lo ha pavi- mentado absolutamente todo, incluyendo, en su riguroso oficio, la senda que debo

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seguir. Una marea de angustia creciente comienza a colmar mi pecho y maldigo a la mala suerte.

Escudriño ávidamente todas las direcciones, preguntándome por dónde diablos debo surcar este manto uniforme y blanco extendido hacia confines inciertos cuando, de pronto, creo escuchar un crujido a mi derecha. Miro alertado y, antes de ser consciente de lo que ocurre, tengo a un pariente de Bambi frente a mí. Como en una representación espontánea y exclusiva, salta con gracia liviana, cruza de un lado a otro exhibiendo su figura y huye al resguardo de unos arbustos. Allí se detiene, el pelaje de peluche en tonos pardos. Gira la cabeza con la testuz erguida y las orejas atentas y su silueta permanece inmóvil, contrastando en la blancura.

Nos observamos mutuamente. Me llama la atención el brillo de sus ojos sagaces y negros. Siento como si me estuviera calibrando y experimento un extraño sentimiento de serenidad. El animalillo se agita y desaparece repentinamente, como si nunca hubiera existido.

–No necesita camino ninguno. –Pienso sin dejar de mirar su ausencia entre los arbustos.Me arrolla una quietud absoluta, solamente mi respiración cíclica y calmosa se delata mediante un halo visible y envolvente, que se contorsiona como un quejido mudo, permanece estático un suspiro y se desvanece en el entorno para ser susti- tuido al instante por la siguiente espiración de aire.

La certeza me sobreviene de pronto, como en una revelación. –¡Hay que joderse!Los arbustos forman el borde del camino y el hermano corzo así me lo indica. En el fondo lo sabía, pero esta señal es la confirmación que necesitaba. Estoy protagonizando una leyenda del Camino de Santiago: el corzo compasivo, enviado seguramente por el apóstol Santiago, que guía al peregrino pardillo extraviado en las nieves de Los Montes de Oca.