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La Anunciación / La Encarnación: el debate sobre El Greco y la imagen religiosa MARÍA CRUZ DE CARLOS VARONA a fondo: encuentros ante las obras EL GRECO en el Museo Thyssen-Bornemisza

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MARÍA CRUZ DE CARLOS VARONA

a fondo: encuentros ante las obras

EL GRECOen el Museo Thyssen-Bornemisza

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A lo largo de su carrera El Greco parece haber sentido cierta inclinación por determinados temas que repitió en nume-rosas ocasiones, sin que haya que olvidar, naturalmente, las demandas de su clientela a este respecto. Los dos que examinaremos en este breve texto (La Anunciación y La Encarnación) están entre ellos pues, entre obras autógrafas y de taller, existen al menos trece versiones de ambos temas vinculadas a la f igura y la obra de Doménico Theotocópuli. Las líneas siguientes presentan, en primer lugar, una distin-ción entre los cuadros de esta temática –tradicionalmente conocidos sólo como La Anunciación– y, partiendo del análisis de varios elementos de La Encarnación para el Colegio de Doña María de Aragón, una ref lexión sobre nuevos elementos a considerar en las obras del pintor.

Del primer tipo, de las obras que denominaremos La Anunciación, tenemos ocho cuadros, aunque sólo la mitad están considerados como obras autógrafas del Greco: se trata de los existentes en la Galleria Estense de Módena, el Museo Nacional del Prado, Museo Thyssen-Bornemisza [f ig. 1] y colección particular madrileña. Todos conside-rados autógrafos, se fechan entre 1567 y 1576. A este grupo se añadirían otros cuatro cuadros de la misma temática y de autoría discutida; el más tardío (Madrid, Fundación Central Hispano) fue realizado en su mayor parte por su hijo Jorge Manuel. Del segundo tipo, La Encarnación, tendríamos cinco ejemplos realizados entre 1597 y 1607: los existentes en el Museo del Prado, Museo Thyssen-Bornemisza [f ig. 2] y Museo de Bilbao, Hospital de la Caridad de Illescas y Catedral de Sigüenza, aunque éste último también se cree de taller.

La Anunciación / La Encarnación: el debate sobre El Greco y la imagen religiosa

por

MARÍA CRUZ DE CARLOS VARONA

EL GRECOen el Museo Thyssen-Bornemisza

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Las diferencias compositivas e iconográf icas entre los cuadros de ambos grupos son abismales, como han señalado diversos autores pero, sin embargo, es difícil encontrar en la historiografía una distinción clara sobre los dos diferentes momentos representados: la Anunciación en los cuadros del primer grupo y la Encarnación en los del segundo. Comencemos pues aclarando por qué debemos establecer esta distinción.

En las Anunciaciones, el ángel erguido se muestra como el enviado celestial, señalando al cielo con su mano derecha extendida, mientras transmite el mensaje divino: María ha sido la elegida para ser la madre del Hijo de Dios. Su pose y actitud refuerzan su autoridad, al mostrarnos cómo ofrece “instrucciones” a María sobre lo que va a pasar y trata de confortarla en su temor. María, por su parte, aparece de espaldas al ángel. Éste la ha sorprendido leyendo de rodillas en un reclinatorio; ante su llegada, se dispone a levantarse –de hecho, ya ha iniciado la acción – y se muestra asustada y sorprendida. Se lleva la mano al pecho, en actitud inte-rrogante. Posiblemente El Greco haya querido representar en estas escenas su pregunta: “¿Cómo podrá ser eso, pues no conozco varón?” (Lc. 1 34-35).

En un segundo momento, es la sumisión de María, y no la palabra del ángel, la que marca la pauta de los aconte-cimientos (“He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”, responde la Virgen). Este momento marca el instante de la milagrosa concepción: el Verbo se hace carne en las entrañas de María. No hay ya nada que comunicar, la voluntad divina se ha cumplido en el mismo momento en que María ha pronunciado el “sea”. Su cuerpo

fig. 1

El GrecoLa Anunciación, c. 1576Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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ha cambiado de posición, ya no se oculta ni se protege, sino que se ofrece, con los brazos extendidos y no cerrados sobre el pecho como antes. Gabriel por su parte no anuncia nada ya, sino que inicia una inclinación ante el milagro de la voluntad cumplida y ahora son sus brazos los que se cruzan en el pecho para postrarse ante María y el Verbo Divino que ya anida en sus entrañas. En la parte superior, destaca la presencia del Espíritu, que acaba de impregnar a María y, todavía más arriba, los coros celestiales, que celebran la gravidez de la Virgen.

El historiador británico Michael Baxandall (Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento) ya estableció, basándose en sermones de fra Roberto di Lecce, contemporáneos a pinturas f lorentinas del siglo XV, cinco fases en las escenas de la Anunciación. La primera sería la Conturbatio (contur-bación o asombro de María ante la llegada del ángel). Seguirían la Cogitatio o ref lexión y la Interrogatio o inte-rrogación “¿Cómo podrá ser eso, si no conozco varón?”. La Humiliatio sería la sumisión mientras la Meritario marcaría la postración del ángel ante la nueva condición de María.

En sus dos obras, El Greco nos muestra, pues, dos secuen-cias de un mismo acontecimiento y enfatiza aspectos diferentes. Las escenas del primer grupo inciden en la acción: la autoridad, la decisión, y el anuncio de esa deci-sión. Las escenas del segundo, inciden en la pasividad: la aceptación, la sumisión y, como consecuencia de éstas, el cumplimiento, la encarnación. La libre voluntad del ser humano se fusiona con el plan divino a través de la mujer, que proporciona el cumplimiento, pero sólo por la vía de la obediencia y la sumisión.

La humildad, una de las más importantes virtudes cris-tianas, se ensalza en ambas y se asocia al género femenino, entendiéndose como la vir tud imprescindible para la consecución del “premio”. Ello no puede sorprendernos si tenemos en cuenta que era considerada no sólo como una virtud recomendable para las mujeres, sino como una cualidad innata en las mismas. En las obras del Greco, la idea espiritual converge con el comportamiento social apropiado.

Una vez aclarada esta distinción entre la Anunciación y la Encarnación, centrémonos en la segunda; en concreto en el cuadro para el retablo del Colegio de los agustinos de Doña María de Aragón o, más particularmente, en un elemento que aparece resaltado en el primer plano de la pintura. Se trata de la zarza ardiente que El Greco incorporó a la representación de esta escena sólo en esta ocasión. Este dato, que el artista utilizara este elemento únicamente en este caso, es signif icativo ya de por sí, si tenemos en cuenta las numerosas ocasiones en que pintó los dos temas. Ello indica que, en este caso, el pintor quiso llamar la atención sobre este detalle por alguna razón.

La zarza ardiente es citada en el Éxodo (3, 2-3) al describir la visión de Moisés en el Monte Horeb. Desde un punto de vista formal, es clara la cita visual de Tiziano que realiza aquí El Greco, concretamente de su Anunciación en la iglesia del Salvador de Venecia, composición divul-gada posteriormente por la estampa de Cornelis Cort, que incorpora también el mismo elemento y establece de forma explícita un vínculo con la zarza mosaica a través de la inscripción “fuego que arde y no se consume”.

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Las explicaciones que la historiografía artística ha ofrecido sobre la presencia de este elemento pueden resumirse muy bien a partir de lo expuesto por Richard Mann1 en 1986, que ocasionó la réplica de José Manuel Cruz Valdovinos2 en un artículo de 1998. Para Mann, la presencia de la zarza se debía a la inf luencia sobre El Greco, en el momento de realizar el retablo, de los escritos de Fray Alonso de Orozco, confesor de la fundadora del Colegio, doña María de Aragón. Ambos habían muerto escasos años antes de que El Greco se encargara de la obra, pero Mann consideró acertadamente la rareza de este elemento y sólo encontró explicación en las menciones al mismo en los textos de Orozco. Sin embargo, tal y como señaló Cruz Valdovinos, el historiador norteamericano leyó incorrectamente algunos de estos textos e interpretó de forma literal algunas afirma-ciones del agustino, sacando conclusiones erróneas.

Para Cruz Valdovinos, la única explicación posible a la presencia de este elemento en la pintura era su carácter alusivo al embarazo y parto virginal de María, que se mantiene virgen, intacta, al igual que la zarza que no se consume pese a ser devorada por el fuego. Las inter-pretaciones de otros autores (como Harold E. Wethey o José Álvarez Lopera), para quienes la zarza era símbolo de castidad o de pureza, le parecieron inexactas y se manifestó en total desacuerdo con quienes establecieron una analogía entre la zarza ardiente y la Inmaculada Concepción de María.

1 Mann 1986 2 Valdovinos 1998

fig. 2

El GrecoLa Anunciación [La Encarnación], c. 1596-1600Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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fig. 4

Juan Correa de VivarAnunciación, 1599Fotografía invertida para apreciar mejor la ilustración del libro, que es la Visión de Moisés en el Monte HorebMuseo Nacional del Prado, Madrid

fig. 3

Juan Correa de VivarAnunciación, 1599Museo Nacional del Prado, Madrid

Además, y frente a la extrañeza de Mann al encontrar este elemento en una pintura española de esta época, Cruz Valdovinos demostró la existencia de una tradición pictórica anterior y específ icamente vinculada al ámbito toledano a través del ejemplo de Juan Correa de Vivar y su Anunciación (1599) hoy en el Museo Nacional del Prado [f igs. 3 y 4] pero, también, de una continuidad en el caso de las pinturas murales de Fray Juan Bautista Maíno para el convento de San Pedro Mártir de Toledo [f igs. 5 y 6]. Obviamente, resulta especialmente relevante el primer ejemplo, en el que la zarza ardiente aparece también en una Anunciación.

Nuestra propuesta para explicar la presencia de este elemento en el cuadro iría, sin embargo, por un camino algo diferente.

Respecto a la tradición pictórica de este elemento simbó-lico, a las aportaciones de Cruz Valdovinos habría que añadir las procedentes del mundo bizantino, de donde El Greco era natural, donde tuvo lugar su primera formación pictórica y donde la asociación de la zarza ardiente con la Theotokos (y, por tanto, con el Verbo Encarnado) es tal que existe un tipo iconográf ico específ ico. En la Iglesia Oriental es la Virgen con el Niño la que ocupa el centro de la zarza, mientras Moisés contempla a ambos desde la parte inferior, y así lo vemos ref lejado en obras que debieron ser bien conocidas por El Greco en su juventud, como la Theotokos en la zarza ardiente del cretense Michail Damaskinós (Iraklion, Creta, Monasterio de Santa Catalina). En este sentido, el tríptico de Nicolas Froment existente en la catedral de Aix-en-Provence es una excepción en el contexto de la pintura europea occidental.

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fig.6

Fray Juan Bautista MaínoVisión de la zarza ardiente, 1620-1624(detalle de las pinturas murales del sotocoro de San Pedro Mártir, Toledo)

Foto: Fernando Marías

fig. 5

Fray Juan Bautista MaínoMoisés con las Tablas de la Ley y Visión de la zarza ardiente, 1620-1624Pinturas murales del sotocoro de San Pedro Mártir, Toledo

Foto: Fernando Marías

Por el contrario, en Occidente el episodio de la zarza ardiente tiene un marcado carácter cristológico y, como hemos visto en los ejemplos de Correa de Vivar y Maíno es Cristo, y no la Virgen, quien aparece en el centro de la zarza.

Pese a este protagonismo visual cristológico, en Occidente el símbolo se asocia desde el siglo XII a temas devocionales marianos y, en particular, a la Anunciación, el Nacimiento, la Coronación de María y el Árbol de Jesé. En el Libro de Horas del llamado Maestro de la Ciudad de Dios de Boston (ca. 1460-65, Cleveland, colección particular), Moisés aparece contemplando la zarza en el margen de una representa-ción de la Anunciación. En un Árbol de Jesé de la Biblioteca Municipal de Dijon (Códice 641, fol. 40 vº), aparece en el margen izquierdo de una representación de la Theotokos y la inscripción “Dominis in Rubo” señala con claridad la identidad de Cristo, que aparece en el centro. Otras repre-sentaciones, como la existente en la portada Norte de la catedral de Chartres, en la escena de la Visitación a los pies de la Virgen, nos recordarían el vínculo particular de este elemento con los ciclos de la maternidad de María.

En resumen, tal y como señaló en un documentado artículo François Boespflug3, si la interpretación patrística y litúr-gica del símbolo es la misma en Oriente y en Occidente, la solución pictórica que se adoptó en ambos casos es distinta: en Occidente, se impone el simbolismo mariano de este elemento, pero no la iconografía mariana, al contrario de lo que sucede en el arte oriental. El autor apunta la posibilidad de que los pintores orientales, formados en el pensamiento

3 Boespflug 1992

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de que la única visibilidad admisible para Dios era la del Verbo encarnado, no concibieran disociarlo de la representación de su madre, la Theotokos, elemento clave en la definición de la humanidad de Cristo. Para los pintores latinos, disociar a Madre e Hijo no era tan problemático.

Así pues, además de los vínculos con la pintura toledana coetánea, sería importante revisar cuál fue para El Greco el peso de su tradición original bizantina a la hora de abordar este tema: la zarza ardiente en relación con la idea misma de la encarnación del Verbo.

Respecto al signif icado de este elemento, la interpreta-ción más extendida es la que apunta a su consideración como símbolo de la virginidad, de la castidad, y sobre ello volveremos en seguida. Sin embargo, la posibilidad de que pudiera aludir también a la Inmaculada Concepción de María no debería rechazarse tan abiertamente como hizo Cruz Valdovinos.

Aunque es un testimonio muy posterior al Greco y a la realización del cuadro, sí existieron obras, como el Heroico canto, que en la prodigiosa zarza que vio Moyses en la cumbre del Monte Oreb manif iesta simbolizada à Maria Santissima Libre, desde el primer instante de su puro ser, de el incendio de la culpa…. Por Miquel de Verthamon y Carreras, alumno de las Reales Escuelas de la Compañía de Jesús y de la Congregación Suaristica… (Barcelona, Juan Pablo Martí, 1740) que vincu-laban explícitamente el símbolo de la zarza ardiente con la Inmaculada Concepción. Es cierto que su autor no es un teólogo pero, como proclama orgullosamente en su título, se formaba con los jesuítas. ¿Partía Miquel Verthamon,

como es más probable, de una tradición anterior, o fue ésta una idea de elaboración propia? En tal caso, es dudoso que le hubiesen permitido presentarla públicamente en una f iesta religiosa el 8 de junio de 1740.

De cualquier forma, el ejemplo nos sirve para aludir a un aspecto que, a veces, nos pasa inadvertido a los historia-dores del arte (¡incluso después de Ernst H. Gombrich!): la polisemia de los elementos presentes en las obras de arte, producto, al f in y al cabo, de una cultura simbólica. La zarza ardiente es, en este contexto, una evocación simbó-lica de la virginidad de María, antes y después del parto. Pero ello no excluye que pueda aludir, al mismo tiempo, a otras cuestiones.

En relación con ello estaría nuestro siguiente punto de interés. Quienes se han ocupado del cuadro del Greco han asumido que la zarza alude únicamente a María. En el retablo mayor de un colegio destinado a la formación de frailes agustinos, sería permanente loa de la virtud de la más excelsa de las mujeres y paralelo recordatorio a los estudiantes de un elemento imprescindible para la vida religiosa: la castidad. Sin embargo ¿es realmente éste el único signif icado de la zarza? ¿Por qué El Greco no lo incorporó a ninguno de los otros cuadros representando la Anunciación o la Encarnación?

Esta singularidad obliga a preguntarse, en primer lugar, sobre las circunstancias del lugar donde estuvo colocado. El Colegio de Doña María de Aragón fue enteramente costeado por Doña María de Córdoba y Aragón, una mujer de quien tenemos pocos datos. Sabemos que era hija de Álvaro de

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Córdoba, caballerizo mayor de Felipe II, y de una dama portuguesa llamada también Doña María de Aragón. Según la escueta biografía ofrecida por Gil González Dávila, la fundadora del colegio fue dama de Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II y dueña de honor de la infanta Isabel Clara Eugenia.

Las escasas fuentes que nos hablan de ella coinciden en señalar un aspecto al parecer fundamental en relación con su persona: Doña María de Aragón nunca se casó, pues hizo voto de castidad siendo muy joven y, pese a haber tenido numerosos pretendientes, rechazó cuantas ofertas de matri-monio se le propusieron. Pese a ello, decidió no profesar en ningún convento y vivir toda su vida en el siglo como una mujer soltera. Costeó íntegramente la fundación del Colegio que, todavía en la actualidad, es recordado como Colegio de Doña María de Aragón y lo cedió a los agustinos porque lo era su confesor, el hoy santo Alonso de Orozco. Doña María no realizó la escritura fundacional del Colegio hasta 1593, dos años después de la muerte de Orozco; por ello, se ha considerado que no hubo intervención de ninguno de los dos en la planificación del retablo y en el encargo de las pinturas al Greco.

Sin embargo, creemos que en la excepcionalidad del elemento introducido en la pintura para el Colegio podría verse, también, una alusión a la excepcionalidad de su fundadora.

La práctica del juramento de castidad se remonta, como es sabido, a los orígenes del cristianismo. Entonces las muchachas se comprometían a la virginidad por juramento cuando tenían dieciséis o diecisiete años, aunque en muchas

regiones esta resolución no recibía la ratif icación defini-tiva, con la imposición de un velo, hasta mucho más tarde y había diferentes ritmos de ratificación en cada región: según señala Peter Brown en El cuerpo y la sociedad4 podía variar desde los veinte años en unos lugares hasta los cuarenta en otros. Muchas veces se debía al deseo de las familias de ahorrarse la dote, por eso en un principio no se casaba a las jóvenes y se las dejaba “en barbecho”, si se nos permite la expresión, en previsión de una boda de urgencia en caso de falta de herederos. Sólo tras haber f inalizado la edad fértil tenía lugar la ratif icación.

Muchas de estas mujeres ascéticas surgieron en el Cristianismo del siglo IV entre las familias de clase alta, pues eran ellas quienes tenían la riqueza y el prestigio necesarios para impactar con su decisión en las nacientes comunidades cristianas. Al igual que las mujeres casadas, llevaban el velo impuesto en solemne ceremonia, aunque en su caso como señal de consagración de manera que su identidad quedaba reafirmada a los ojos de todos. Autores como San Ambrosio recomendaban la opción del juramento de castidad, pero pronto las familias comenzarían a resistirse, pues ello impli-caba que una parte de su riqueza quedara congelada en manos de la Iglesia.

Por otra parte, la existencia de mujeres no pertenecientes a un instituto religioso, con una cierta libertad de movi-mientos y una opción vital que implicaba, en gran medida, el rechazo a los modelos familiares romanos, empezó a ser vista con cierta reticencia y las autoproclamadas “vírgenes al

4 Brown 1993

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servicio de Cristo” serían, con el tiempo, convenientemente reconvertidas a la fórmula elaborada a partir de Tertuliano de “esposas de Cristo”, dependientes en último término de una relación marital f igurada.

¿Qué suponía, para una mujer de las élites, laica, de finales del siglo XVI, la realización de un voto de castidad? Desde luego, no era una opción fácil. Como sus antecesoras romanas, Doña María también necesitó de la asistencia de un “guía espiritual” masculino, en su caso Fray Alonso de Orozco, que recondujo –aunque no sin resistencia por su parte– los ímpetus fundacionales de la dama.

Algunas fuentes de la época nos hacen reflexionar sobre las dificultades que tal decisión podía acarrear. Por ejemplo, las Excelencias de la Castidad, un tratado publicado en Zaragoza en 1642 por la Condesa de Aranda, una mujer de la misma extracción social que Doña María de Aragón. Partiendo de San Agustín, la condesa señala tres estados en la Castidad: el virginal, el vidual y el conyugal. De los tres, el más excelso era el primero, pero ella sólo lo aceptaba en determinado tipo de mujeres expresando a la vez un rechazo total hacia las “continentes”, mujeres que, como Doña María, juraban mantenerse vírgenes de por vida pero sin profesar en un convento ni casarse,

“… diferéncianse en que las primeras [continentes] no dexan las galas, ni de todo el propósito de casarse, estando indeterminables; de éstas dixo San Gerónimo, no le aprovecharà tener virgen el cuerpo, à quien se casare con el entendimiento; y San Agustín: no es digna de alabança la Virginidad en la muger, sino el consa-

grarse piamente a Dios, conservando pureza en alma y cuerpo. Mas feliz es la casada que la virgen que pretende casarse; porque aquélla ya tiene lo que desea y un solo cuidado de agradar a su marido; a ésta se le và el tiempo en esperanzas vanas, procurando aficionar a muchos, porque no sabe de quién ha de ser muger. Y devería reparar en lo que dice San Isidoro: la virgen que solo tiene entereza de carne, y no de espíritu, no espere el premio de la Virginidad5”

Como puede deducirse del texto y de la lectura del resto de su obra, la condesa no parece siquiera considerar la sinceridad de las intenciones de las mujeres que se comprometían de por vida con un voto tan solemne. Esta animadversión puede sin duda explicarse por la amenaza para el orden social que suponían quienes decidiesen vivir así. Hace tiempo que la teoría feminista ha llamado la aten-ción sobre estas opciones al considerarlas, más allá de su dimensión religiosa, como expresión de autonomía por parte de ciertas mujeres que pretendieron de esta manera aspirar a un control sobre sus propias vidas (expresado simbólicamente en un control sobre sus cuerpos) fuera de las únicas vías posibles: el matrimonio y el convento. Por ello, el caso de Doña María de Aragón puede ser calif icado, en cier to sentido, como excepcional entre las mujeres de su clase. No eran muchas las que podían tomar una decisión como ésta y mantenerla durante toda su vida. Ignoramos las circunstancias en las que se produjo su voto, pero González Dávila nos dice que se consagró

5 Aranda 1642, pp. 452-453

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“desde sus primeros años”; por ello debemos pensar en una elección propia, hecha en torno a los once años, y no en razones como el abandono o fallecimiento de un potencial prometido.

Los testimonios que poseemos sobre ella revelan que debió ser una mujer de cierto carácter. Las cartas con su confesor, Fray Alonso de Orozco (fechadas entre 1587 y 1591 aproxi-madamente) dan fe de sus deseos de fundar un convento y no un colegio para formación del clero, como quería el reli-gioso. María accedió a ello dos años después de la muerte de éste, pero en las cartas se alude varias veces al tema, a instancias de Orozco, quien varias veces le insta a que “… se determine Vª Sª en que sea convento o colegio esta casa…”. De la correspondencia se deduce también que María de Aragón tenía cierta ascendencia sobre su confesor: él le mandaba datos para la biografía que sobre el fraile ella estaba compilando y en varias ocasiones se vio obligado a decirle que “por caridad me deje a mi ordenar” ante las que debían ser constantes intromisiones de la mujer en asuntos de disciplina del colegio.

¿Hasta qué punto es plausible pensar que El Greco intro-dujera un elemento alusivo, también, al voto de castidad de la fundadora del Colegio, además de al parto virginal de María? Textos e imágenes de la época pueden servirnos de ayuda para responder a esta pregunta.

El testimonio de la Condesa de Aranda sirve, al menos, para indicarnos que en la época existía una percepción social –en su caso, claramente negativa– sobre esta clase de mujeres. ¿Existen también, nos preguntamos, alusiones

simbólicas o representaciones explícitas de vírgenes en la Época Moderna, que nos permitan plantear esta hipótesis con cierta solidez?

Sí. Existen mujeres que se hicieron representar o que se autorrepresentaron proclamando su condición de vírgenes: la pintora cremonesa Sofonisba Anguissola, al menos, tres veces (Autorretrato 1554, Viena, Kunsthistorisches Museum; Autorretrato c. 1556, Boston Museum of Fine Arts; Autorretrato con clavicordio, c. 1561, Northampton, Althorp House). Para ella fue importante incorporar su condición de mujer de virtud –lo que se asociaba, por encima de todo, con la mujer casta– a su propia imagen. Y hemos de recordar que se trata de una mujer que durante algún tiempo vivió en el mismo entorno que doña María de Aragón, pues fue dama de la reina Isabel de Valois y vivió en la corte española entre 1559 y 1573.

Otras mujeres tan excepcionales como María de Aragón también aparecen con lo que pudiera ser un hábito monjil. Sin embargo, sabemos que no es sino un velo de mujer consagrada, porque Luisa de Carvajal, como María, realizó solemnes votos pero nunca profesó. Por si quedara alguna duda, la inscripción al pie de su retrato por Jean de Courbes (Biblioteca Nacional, Madrid) la identif ica como “venerable virgen”.

Las fuentes escritas de la época también nos informan del carácter habitual de determinados elementos simbó-licos, especialmente de la zarza en torno a la que ha girado nuestra atención en este texto. Es de nuevo la Condesa de Aranda quien en sus Excelencias sobre la Castidad, alude a

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este elemento como uno de los símbolos apropiados para representar la virginidad:

“Es la Virginidad el Monte Sinaí de Arabia donde Moyses vio la zarza que ardía y no se quemava: porque la naturaleza rodeada de fuego de concupiscencia se conserva pura con la castidad; y como en aquel monte habitava Dios, y hablava a su pueblo ofreciéndoles premios si guardavan sus leyes, así los virgenes son templos de su divina Magestad”6.

Es digna de hacerse notar la alusión a la zarza ardiente como símbolo, no exclusivo de la Virgen María, sino de los/las vírgenes “… templos de su divina Magestad…” El elemento introducido por El Greco en la maravillosa Encarnación del retablo de Doña María de Aragón es, sin duda, una alusión a la Virgen María, pero creemos que también existen elementos que nos permiten pensar en una referencia a doña María de Aragón y, si no formular respuestas definitivas por el momento, sí empezar a plan-tear nuevos interrogantes sobre el lienzo.

Un cuadro que, como indicamos al comienzo, es una Encarnación y no una Anunciación. El momento elegido por El Greco es el de la encarnación del Verbo, en conso-nancia con la titularidad de la iglesia de cuyo retablo mayor formó parte central. El elemento singular en él tenía impor-tantes raíces en la tradición bizantina natal del artista, que asociaba la zarza ardiente con la Theotokos, literalmente “la que dio a luz a Dios”.

6 Aranda 1642, p. 412

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Aranda 1642

Condesa de Aranda. Excelencias de la Castidad, Zaragoza, Pedro Lanaja, 1642.

Boespflug 1992

François Boespflug. “Un étrange spectacle: le Buisson ardent comme théophanie dans l’art occidental”, Revue de l’art, 97, 1992, pp. 11-31.

Brown 1993

Peter Brown. El cuerpo y la sociedad. Los cristianos y la renuncia sexual, Barcelona, Muchnik editores, 1993.

Mann 1986

Richard Mann. El Greco and His patrons. Three major projects, Cambridge-Londres-Nueva York, Cambridge University Press, 1986.

Valdovinos 1998

José Manuel Cruz Valdovinos. “De zarzas toledanas (Correa, El Greco, Maíno)”, Archivo Español de Arte, LXXXI, nº 282,1998, pp. 113-124.

Bibliografía