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EL HABITAT RURAL INDÍGENA EN LA PROVINCIA DE CACERES: PROBLEMÁTICA DE SU ESTUDIO José Antonio Redondo Rodríguez Julio Esteban Ortega Universidad de Extremadura Antes de abordar la problemática del habitat rural indígena cacereño, quere- mos dejar constancia de que las conclusiones a las que hemos llegado, son fruto de las excavaciones y prospecciones efectuadas en la década de los 80 por los miembros del Area de Historia Antigua del Departamento de Ciencias de la Anti- güedad de la Universidad de Extremadura. Entre éstas convendría destacar las excavaciones llevadas a cabo en La Coraja (Aldeacentenera)i, El Castillejo (San- tiago del Campo)2, La Villavieja de la Orden (Alcántara)^, Villasviejas del Tamuja (Botija)^ y en Sansueña (Arroyo de la Luz)5; igualmente ha sido de suma impor- 1. J. A. Redondo Rodríguez, Protohistoria y Romanización de la Regio Turgaliensis (Tesis Doc- toral inédita), Caceras 1987. J. A. Redondo Rodríguez-, J. Esteban Ortega; J. Salas Martín, «El castro de La Coraja de Aldeacentenera, Cáceres», Extremadura Arqueológica II, Mérida-Cáceres 1991, pp. 269- 282. J. Esteban Ortega, «El castro y la necrópolis de La Coraja (Aldeacentenera, Cáceres)» El Proceso Histórico de la Lusitania Oriental en Época Prerromana y Romana II, Mérida 1992 (en prensa). 2. J. Esteban Ortega, Protohistoria y Romanización del Suroeste de la Provincia de Cáceres (Tesis Doctoral inédita), Cáceres 1987. J. Esteban Ortega, J. Salas Martín, «Primera campaña de excava- ciones en el castro de «El Castillejo» de Santiago del Campo (Cáceres)», Extremadura Arqueológica I, Salamanca 1988, pp. 129-142. 3. J. Esteban Ortega; J. L. Sánchez Abad; J. M- Fernández Corrales, la necrópolis del castro del Castillejo de la Orden, Alcántara-Cáceres, Cáceres 1988. M. I. Ongil Valentín, «Excavaciones en el poblado prerromano de "Villavieja de la Orden" (Alcántara, Cáceres), 1- Campaña», Extremadura Arqueológica I, Salamanca, 1988, pp. 103-109. 4. F. Hernández Hernández; M- D. Rodríguez López y M. A. Sánchez Sánchez, Excavaciones en el castro de Villasviejas del Tamuja (Botija, Cáceres), Mérida 1989. F. Hernández Hernández, «La necrópolis del poblado de Villasviejas (Cáceres)», Extremadura Arqueológica II, Mérida-Cáceres 1991, pp. 255-268. M* I. Ongil Valentín, «Villasviejas del Tamuja (Botija, Cáceres). El poblado (1986-1990)», Extremadura Arqueológica II, Mérida-Cáceres 1991, pp. 247-254. 5. J. L. Sánchez Abal, «El castro de Sansueña, Aliseda (Cáceres): situación y descripción del sis- tema defensivo». Estudios dedicados a Carlos Callejo Serrano, Cáceres 1979, pp. 659-663.

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EL HABITAT RURAL INDÍGENA EN LA PROVINCIA DE CACERES: PROBLEMÁTICA DE SU ESTUDIO

José Antonio Redondo Rodríguez Julio Esteban Ortega

Universidad de Extremadura

Antes de abordar la problemática del habitat rural indígena cacereño, quere­mos dejar constancia de que las conclusiones a las que hemos llegado, son fruto de las excavaciones y prospecciones efectuadas en la década de los 80 por los miembros del Area de Historia Antigua del Departamento de Ciencias de la Anti­güedad de la Universidad de Extremadura. Entre éstas convendría destacar las excavaciones llevadas a cabo en La Coraja (Aldeacentenera)i, El Castillejo (San­tiago del Campo)2, La Villavieja de la Orden (Alcántara)^, Villasviejas del Tamuja (Botija)^ y en Sansueña (Arroyo de la Luz)5; igualmente ha sido de suma impor-

1. J. A. Redondo Rodríguez, Protohistoria y Romanización de la Regio Turgaliensis (Tesis Doc­toral inédita), Caceras 1987. J. A. Redondo Rodríguez-, J. Esteban Ortega; J. Salas Martín, «El castro de La Coraja de Aldeacentenera, Cáceres», Extremadura Arqueológica II, Mérida-Cáceres 1991, pp. 269-282. J. Esteban Ortega, «El castro y la necrópolis de La Coraja (Aldeacentenera, Cáceres)» El Proceso Histórico de la Lusitania Oriental en Época Prerromana y Romana II, Mérida 1992 (en prensa).

2. J. Esteban Ortega, Protohistoria y Romanización del Suroeste de la Provincia de Cáceres (Tesis Doctoral inédita), Cáceres 1987. J. Esteban Ortega, J. Salas Martín, «Primera campaña de excava­ciones en el castro de «El Castillejo» de Santiago del Campo (Cáceres)», Extremadura Arqueológica I, Salamanca 1988, pp. 129-142.

3. J. Esteban Ortega; J. L. Sánchez Abad; J. M- Fernández Corrales, la necrópolis del castro del Castillejo de la Orden, Alcántara-Cáceres, Cáceres 1988. M. I. Ongil Valentín, «Excavaciones en el poblado prerromano de "Villavieja de la Orden" (Alcántara, Cáceres), 1- Campaña», Extremadura Arqueológica I, Salamanca, 1988, pp. 103-109.

4. F. Hernández Hernández; M- D. Rodríguez López y M. A. Sánchez Sánchez, Excavaciones en el castro de Villasviejas del Tamuja (Botija, Cáceres), Mérida 1989. F. Hernández Hernández, «La necrópolis del poblado de Villasviejas (Cáceres)», Extremadura Arqueológica II, Mérida-Cáceres 1991, pp. 255-268. M* I. Ongil Valentín, «Villasviejas del Tamuja (Botija, Cáceres). El poblado (1986-1990)», Extremadura Arqueológica II, Mérida-Cáceres 1991, pp. 247-254.

5. J. L. Sánchez Abal, «El castro de Sansueña, Aliseda (Cáceres): situación y descripción del sis­tema defensivo». Estudios dedicados a Carlos Callejo Serrano, Cáceres 1979, pp. 659-663.

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tancia, sobre todo para consideraciones de tipo general, el proyecto de investiga­ción «Los castros prerromanos de la provincia de Cáceres: planimetría y descrip­ción» que aún está en proceso de elaboración.

La Coraja (Aldeacentenera) es sin duda, con sus ocho campañas, nuestra mejor fuente de información cualitativa y cuantitativamente^. Sin ella no podría­mos haber llegado a conclusiones que reunieran un mínimo de fiabilidad en todo aquello que se refiere a la actividad cotidiana de los pobladores de estos recintos fortificados, como son las viviendas y sus técnicas y modelos constructivos o su actividad económica en general. Especialmente interesante es su necrópolis que no sólo complementa la información que nos suministra el poblado, sino que también nos informa sobre algunos aspectos no documentados, por su particular carácter, en el habitat como es la organización sociopolítica, el ritual funerario o las creencias de ultratumba.

ViUavieja de La Orden (Alcántara) confirmó las conclusiones obtenidas en la necrópolis de La Coraja (Aldeacentenera), sobre todo en aquello que se refiere a la distribución espacial, previamente establecida, de los enterramientos en conso­nancia con presupuestos de índole social; en otras palabras, cada gentilidad ocu­paba un lugar determinado y diferente al de las otras.

De vital importancia ha sido el proyecto de planimetría ya que nos ha permiti­do conocer la mayoría de los castros cacereños. Gracias a esto se ha podido esta­blecer unos supuestos teóricos fiables respecto a su ubicación, sistemas defensi­vos, métodos constructivos y urbanismo, entre otros.

Teniendo en cuenta su ubicación, características defensivas, sistemas construc­tivos y orientación económica, hemos podido identificar dos tipos de poblados y sospechar la existencia de un tercero.

El primero de ellos (fig. I), al que hemos denominado castros serranos, es un tipo de poblado fortificado que se ubica preferentemente en serrezuelas de mediana altura, nunca a una altitud superior a la de 800 m. En general, este tipo de poblados que ocupa extensiones de más de 2 ha., se emplaza junto a vías de comunicación de una importancia relativa, según qué caso, y fácilmente controlables desde un lugar estratégico como suele ser el emplazamiento de estos habitats.

Sus sistemas defensivos no son excesivamente complejos, ni poderosos, y ni siquiera novedosos. Apenas algún foso de escasa profundidad y un recinto amu­rallado de poco alzado, normalmente muros simples verticales, constituían lo mejor de su aparato defensivo.

La escasa información que hemos podido obtener a través de sus pobres res­tos materiales de superficie nos hace sospechar que el inicio de su andadura puede remontarse al Bronce Final o al Período Orientalizante^. Igualmente la no constatación de las cerámicas más típicas de la Segunda Edad del Hierro en la provincia de Cáceres nos hace pensar que estos centros fueron abandonados, en términos generales, en torno a los inicios de dicha época.

6. J. A. Redondo Rodríguez; J. Esteban Ortega; J. Salas Martín y J. L. Sánchez Abal, «Memorias quinquenales sobre el castro y la necrópolis de La Coraja (Aldeacentenera, Cáceres)», Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Extremadura.

7. J. Esteban Ortega, «Algunas consideraciones sobre los poblados orientalizantes extremeños», Norba 6, 1985, pp. 19-28.

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Fig. I. Distribución de los castras de la provincia de Cáceres: 1: Atoquedo (Valencia de Alcántara), 2: Terrías (Valencia de Alcántara), 3: El Esparragal (Santiago de Alcántara), 4: El Cofre (Valencia de Alcántara), 5: El Millarón (Valencia de Alcántara), 6: El Jardinero (Valencia de Alcántara), 7: La Villavieja de La Orden (Alcántara), 8: El Cerro del Águila (Alcántara), 9: Sansueña (Arroyo de la Luz), 10: Alconétar (Garrovillas), 11: El Castillejo (Santiago del Campo), 12: Los castillejos del Guadi-loha (Casar de Cáceres), 13: El Aguijón de Pantoja (Trujillo), 14: La Villeta de Azuquén (Trujillo), 15: El Castillejo de Santa Ana (Monroy), 16: La Burra (Trujillo), 17: El Fardar (Trujillo), 18: La Coraja (Aldeacentenera), 19: La Plaza de la Hoya (Aldeacentenera), 20: Valdeagudo (Garciaz), 21: El Cas-trejón (Berzocana), 22: El Cerro de San Cristóbal (Logrosán), 23: Los Castillejos (Conquista de la Sie­rra), 24: La Peña (Zorita), 25: Pto. de Santa Cruz, 26: Las Villasviejas del Tamuja (Botija), 27: El Cas­tillejo (Plasenzuela), 28: El Castillejo (Madrigalejo), 29: La Muralla (Valdebuncar), 30: Castillo de Boxe (Almaraz), 31: El Cardenillo (Madrigal de la Vera), 32: Los Pajares (Villanueva de la Vera), 33: Los Picos (Aldeanueva de la Vera), 34: El Calamocho (Malpartida de Plasencia), 35: Villasviejas (Pla-sencia), 36: El Berrocalillo (Plasencia), 3 7: Caparra (Oliva de Plasencia), 38: Coria, 39: Las Hacillas (Plasencia), 40: Santa Marina (Cañaveral), 41: El Zamarril (Portaje), 42: El Periñuelo (Ceclavtn),

43: Salvaleón (Valverde del Fresno), 44: El Retamal (Alcántara).

Evidentemente, aunque carecemos de información arqueológica ai respecto, estos poblados, denominados por nosotros serranos, debieron desarrollar una actividad económica relacionada con las vías de comunicación pues no existe ningún otro tipo de explicación plausible a la poco aconsejable ubicación de los mismos desde otro cualquier punto de vista económico, ya sea agrícola, ganade­ro o minero. La reorientación económica del territorio en etapas posteriores fue sin duda la principal causante del empobrecimiento o total desaparición de estos asentamientos.

El segundo modelo de asentamiento, al que hemos denominado castros ribe­reños, es el que personaliza la Segunda Edad del Hierro en el actual territorio de

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la provincia de Cáceres. Los hemos llamado así por ubicación exclusiva en las riberas de algunos ríos, como el Almonte, El Salor o el Tajo (fig. I).

Se emplazan preferentemente en pequeños cabezos o espigones fluviales fácilmente defendibles en los que, además de las defensas naturales que poseen estos emplazamientos —muy superiores a las de los castros serranos— los ribere­ños documentan unos sistemas defensivos artificiales muy interesantes, e ingenio­sos en algunos casos.

Por lo general, este segundo tipo de poblados es más extenso que el ante­rior, pues suele ocupar solares cuyas medidas oscilan entre las 1,5 y las 4 ha.; algún caso excepcional, como el de Castillo de Boxe (Almaraz), puede superar las 10 ha.

Posiblemente hubo un tercer modelo de asentamiento ubicado en el llano. La dispersión de los yacimientos que relega al olvido zonas llanas, algunas de las mejores tierras de secano de la provincia de Cáceres (fig. I), nos hace sospechar que hubo asentamientos indígenas, previos a la llegada de los romanos, ubicados en el llano y orientados a la explotación agropecuaria de dichas tierras. Lógica­mente algunos de estos poblados pudieron pervivir en época romana pues se adecuaban a las características que buscaban los conquistadores; este podría ser el caso, por citar unos ejemplos, de Trujillo o Cáceres.

Las características defensivas de los poblados indígenas prerromanos en la provincia de Cáceres son muy similares, salvo pequeñas matizaciones que afec­tan más al potencial que a la forma y a la funcionalidad de las mismas. Esta simi­litud arranca incluso desde su propia ubicación pues, como ya hemos dicho, se emplazan en cabezos o espigones con marcadas pendientes que prácticamente podrían suplir cualquier tipo de defensa artificial. Por lo general solamente una pequeña franja de terreno comunicaba el habitat con el área circundante; lógica­mente en este sector se ubicará lo mejor de su aparato defensivo artificial.

A pesar de que el lugar no requiere, por cuestiones ya mencionadas, obras de ingeniería militar importantes, sin embargo sus pobladores creyeron conveniente circundar todo el área habitable con uno o dos recintos amurallados.

El material de construcción de las murallas se obtenía en las proximidades del poblado, generalmente pizarras de pequeño y mediano tamaño, aunque no faltan casos de calizas o granitos.

Las murallas se alzan a base de un paramento exterior ataludado que se soli­dariza con la pendiente del terreno con un relleno interior compuesto de piedras de regular tamaño y tierra (fig. Ill); una vez que se ha nivelado la muralla con el solar inmediato de habitat, se continúa la construcción mediante dos paramentos, el exterior ataludado y el interior vertical, y entre ambos un relleno de cascajos y de barros de diferentes consistencias.

La técnica constructiva de alzado generalmente empleada es la de soga, ya que la pizarra no aconseja otro tipo de disposición. Un caso excepcional es el de castro de Valdeagudo en Garciaz, en el que se empleó la disposición a tizón en algún tramo del recinto exterior, quizás porque se utilizaron lajas de pizarra de mayor tamaño que el habitual en estos casos. Cuando el material empleado es calizo o granítico la disposición del alzado es la típica del muro simple vertical con mampuesto irregular; en estas ocasiones prácticamente desaparece la forma ataludada de la muralla, probablemente porque estos materiales son menos aptos para este tipo de construcción que las pizarras, ya que éstas no precisan labores de alisado.

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La muralla se adapta perfectamente, salvo en contadas ocasiones, a la orogra­fía del lugar; a veces casi se podría decir que sigue la misma cota altimétrica. No obstante no se duda en desviarla de un teórico trazado si con ello pueden apro­vechar mejor las defensas naturales del entorno.

En alguno de estos poblados, como el de Valdeagudo (Garciaz) y La Coraja (Aldeacentenera), hemos podido detectar un recurso técnico ciertamente curioso pero a la vez muy eficaz. Nos referimos a la solución que se aplica en la conjun­ción de dos muros en ángulo que consiste en la construcción de al menos un tirante interior solidario con el vértice del ángulo formado por los dos muros. Su posterior relleno da al conjunto la apariencia de ser un bastión o torreta adosada; este fenómeno lo encontramos más «desarrollado», tomando ya la apariciencia de auténticas torres adosadas, en otros poblados como en el de La Villeta de Azu-quén (Trujillo) y La Burra (Trujillo).

Con la misma finalidad defensiva de las torretas, la de permitir un fuego cru­zado, se construye en ocasiones la muralla con un trazado ondulado. Este recur­so está presente, parcial o totalmente, en varios de los poblados cacereños; el ejemplo más representativo es el de El Pardal en Trujillo (fig. II).

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puerta

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Fig. II. El Castillejo de «El Pardal» (Trujillo)

El número de puertas que presentan estos recintos fluctúa de acuerdo con la naturaleza del lugar y la entidad del emplazamiento, aunque hasta ahora no hemos podido localizar más de tres. Por lo general, una permitía la entrada direc­tamente desde el exterior al área del primer recinto; otra al segundo recinto; y una tercera facilitaba el acceso desde el río (fig. III).

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Fig. III. El castro de «La Corja-' (Aldeacentenera)

La primera de ellas no debe ser quizás la más utilizada pero sin duda es la más importante. Esta puerta es vital para la defensa del poblado ya que se ubica en el lugar más accesible del mismo por lo que será poderosamente reforzada; tanto es así que a primera vista da la impresión de ser una gran torre. No obstan­te, tras un examen más minucioso del lugar, se llega a la conclusión de que se trata de un sistema de entrada en el que confluye no solamente su utilidad como puerta sino también su función como principal bastión defensivo del poblado^.

Las demás puertas no presentan estructuras tan complejas, tan sólo un cierto engrosamiento de la muralla que posibilitaba una mayor concentración de defen­sores en el lugar. Como excepción a la regla habría que decir que en los pobla­dos de Santa Ana (Monroy) y Sansueña (Arroyo de la Luz) se construyeron una especie de espolones con la finalidad de proteger la puerta que permitía el acce­so al río y así asegurar el abastecimiento de agua.

En el exterior del poblado, y lógicamente en los lugares de más fácil acceso, se excavaron, en algunas ocasiones, uno o dos fosos de profundidad variable, cuyo material extraído se empleó en la construcción de las murallas y/o en las

8. Ver organizaciones de entradas en A. Romero Masía, El habitat castreño, Santiago de Com-postela 1976.

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viviendas. La finalidad de estos, habida cuenta de las características defensivas de dichos poblados, estaba en consonancia con la mayor preocupación de sus habi­tantes: un ataque rápido y concentrado de un cuerpo de caballería. Estos focos, cuando las circunstancias así lo requieren, adquieren un gran desarrollo, llegando a flanquear no solamente el frontal, como es lo habitual, sino también alguno de los laterales como sucede en el caso de El Castillejo de Berzocana.

Evidentemente, acerca de las viviendas, no podemos establecer consideracio­nes de tipo general ya que los restos visibles en superficie son muy escasos y los resultados obtenidos en las excavaciones son muy concretos. Desde el punto de vista cualitativo habría que destacar la información que nos suministran las exca­vaciones arqueológicas efectuadas en el castro de La Coraja (Aldeacentenera); ahora bien, no sabemos a ciencia cierta si las cabanas de este yacimiento son comunes en este mundo o son específicas de este poblado^.

Además, hay que hacer constar que la información obtenida en La Coraja se refiere exclusivamente a la que nos ha proporcionado el área del primer recinto, denominada convencionalmente «acrópolis» (fig. Ill), que, a nuestro parecer, era el lugar de residencia de la élite local indígena. Por tanto hemos de considerar que la categoría de estas cabanas debía ser superior a la del resto del poblado.

A falta de más información, y solamente como datos complementarios, hemos tenido en cuenta los restos de cabanas visibles en superficie, principalmente los de Valdeagudo (Garciaz), además de lo publicado referente a los castros de Villa-vieja del Tamuja (Botija), El Castillejo (Santiago del Campo), El Castillejo de La Orden (Alcántara) y el de Sansueña (Arroyo de la Luaz). De acuerdo con todo esto queda manifiesto que las cabanas de la «acrópolis» de La Coraja (Aldeacente­nera) serán nuestra principal fuente de información.

Las obras de cimentación de las cabanas son muy simples, tan sólo una zanja de escasa profundidad hasta llegar a la roca base del terreno que, teniendo en cuenta las características morfológicas de este tipo de asentamiento, se encontra­ba escasamente a unos 30 o 40 cms.; son verdaderamente raros los casos de mayor profundidad. Excepcionalmente, como sucede en Castillo de Boxe (Alma-raz), se han efectuado importantes labores de aterrazamiento del terreno para conseguir solares nivelados. En el resto de los asentamientos, cuando la inclina­ción del terreno así lo requiere, solamente se nivela el pavimento de la cabana.

El alzado de los muros constaba de dos cuerpos perfectamente definidos, un zócalo pétreo y un segundo cuerpo de adobes.

El zócalo arranca directamente de la roca base del terreno que apenas ha reci­bido algún tipo de tratamiento, tan sólo un ligero aislamiento en las zonas más quebradas. Igualmente hemos podido apreciar en El Castillejo (Santiago del Campo), que cuando las depresiones de la roca eran más profundas de lo habi­tual, se efectuaba una somera y localizada cimentación con pequeñas lajas de pizarra.

Este zócalo no debe sobrepasar el metro de altura y su grosor medio es de 55 cms. La técnica de alzado de éste es la típica de muro simple vertical de mam­puestos .careados; en los casos en los que este muro se ha alzado con pizarras se

9. Actualmente se están realizando reproducciones de las cabanas de La Coraja en la localidad cacereña de Aldeacentenera, procurando respetar fielmente no solamente los materiales sino también las técnicas constructivas.

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observa que se recurre en ocasiones a la utilización de barro en el interior del muro con el fin de asegurar la estabilidad de las dos caras de la pared.

Lógicamente sobre el segundo cuerpo del muro no es mucho lo que sabe­mos, ya que tan sólo contamos con la información que nos suministran los ado­bles que han aparecido diseminados por todo el área habitada de los castros; el caso de La Coraja es el más significativo ya que en el interior de todas las vivien­das excavadas han aparecido niveles importantes de estos adobes, muchos de ellos incluso completos.

Los adobes se elaboraban con barros locales, preferentemente arcillosos, mez­clados con desgrasante mineral grueso aunque el principal aglutinante lo consti­tuía la materia vegetal; posteriormente se secaban el sol en moldes ya que sus medidas son prácticamente uniformes: 45 cms. de largo, 35 cms. de ancho y 14 cms. de grosor.

Sospechamos que la altura de este segundo cuerpo de adobes no debió sobrepasar los 70 u 80 cms. de altura; tampoco descartamos la posibilidad de que este muro se adaptara a las cubiertas, sobre todo a las de dos aguas, mediante un tercer cuerpo de tapial.

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SECCIÓN B-B f.-MOO

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Fig. IV. El castro de «Valdeagudo» (Garciaz)

El pavimento de las cabanas no recibe ningún tipo de tratamiento especial si exceptuamos algún pequeño aislamiento de la superficie rocosa irregular; lo usual es un suelo de tierra batida. Los hogares, a la luz de los datos que posee­mos, no presentan una ubicación específica. A nuestro juicio dicha ubicación está en estrecha relación con las características de la vivienda; así en las cabanas que tienen al menos tres estancias el hogar ocupará una de ellas, mientras que en las

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que tienen una o dos el hogar se ubicará en la de mayor tamaño. El solar del hogar unas veces se acondiciona con arcilla y otras con una lancha de pizarra de tamaño considerable; este solar bien se adosa al muro, bien en cualquier otro lugar de la estancia.

Las puertas, que no superan el metro de vano, no presentan ninguna estruc­tura especial, tan sólo en algunas ocasiones una gran laja de pizarra servía de umbral. Dos quicios de granito hallados en La Coraja, desgraciadamente fuera de su ubicación original, nos hacen pensar que hubo algún tipo de hoja de madera con espigón giratorio que sirvió de puerta, aunque tenemos dudas al respeto ya que no aparecen quicios sobre los umbrales de pizarra anteriormente mencionados.

La techumbre de estas cabanas normalmente es de un agua aunque, como aconseja la gran dimensión de alguna de éstas, podría haber cubiertas a dos aguas. Se elaboran a base de una cobertura vegetal sostenida por un entramado simple de vigas de madera; este entramado descansaba sobre las paredes de las cabanas, tanto sobre las exteriores como las interiores, no necesitándose en este último caso vigas de gran tamaño. También tenemos constancia de la existencia de mástiles centrales que aseguraban el entramado de vigas cuando la estancia era amplia; el mejor ejemplo es el de la cabana número 2 de La Coraja en la que se ha conservado una base de columna de granito sobre la que apoyaba el mástil (fig. V).

Fig. V. Las cabanas de «La Coraja» (Aldeacentenera)

También sabemos por las numerosas pellas de barro encontradas en El Casti­llejo (Santiago del Campo) y La Coraja (Aldeacentenera), que la techumbre vege­tal se recubría con barro, de esta forma no sólo aseguraban la impermeabilidad de la cabana sino que también evitaban posibles riesgos de incendios.

De acuerdo con los datos que poseemos, no nos atrevemos a ofertar unas medidas tipo para las cabanas de estos habitats indígenas ya que, como hemos dicho anteriormente, la información disponible es muy concreta y hace casi

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exclusivamente referencia a las viviendas de un solo castro, y más concretamente a su «acrópolis», por lo que cualquier conclusión de tipo general podría pecar de aventurada. Así por ejemplo sería absurdo considerar como una cabana común la número 1 de La Coraja (Aldeacentenera) con sus más de 14 m. de largo y 8 de ancho que, por seguir con el mismo ejemplo, presentaba un zócalo formado por un muro simple vertical recubierto en el exterior con grandes lajas de pizarra de cerca de 2 m. de altura. Incurriríamos en el mismo error si considerásemos habi­tual el enfoscado interior de la cabana número 2 de este mismo poblado (fig. V).

En un buen número de ocasiones los castros ribereños presentan dos recintos amurallados, fenómeno inusual en los serranos. Ahora bien, ¿estos poblados se planificaron en origen con dos recintos y por tanto con dos áreas de habitación?

Posiblemente no. Ni siquiera creemos que el recinto exterior fuera producto de un solo momento y de una sola causa. El escaso potencial demográfico de estos habitats es, a nuestro juicio, una razón lo suficientemente convincente como para que pensemos que en un principio sólo fueran fortificadas aquellas zonas más desprotegidas del cabezo o espigón fluvial, bastando en el resto la escarpada orografía creada por los ríos. Es posible también, aunque no tenemos pruebas de ningún tipo, que en estas últimas zonas se reforzara la defensa con alguna valla o empalizada realizada con materiales de naturaleza vegetal.

Lo que sí nos parece más probable es que, como norma general y una vez que se hubo delimitado el área del habitat con un recinto, los poblados no se extendieron extramuros; es decir, no se construyeron nuevos recintos ni se gene­raron «barriadas» fuera de sus murallas. Tan sólo puede escapar a estas circuns­tancias el castro de Castillo de Boxe (Almaraz) que parece documentar alguna «barriada» extramuros aunque sospechamos que este fenómeno se produjo ya bajo la dominación romana.

Todas estas consideraciones nos hacen pensar que tras un proceso, sea cual fuere el motivo, de crecimiento demográfico por encima de las posibilidades de mantenimiento del área de influencia de uno de estos poblados, lo usual es que fuera resuelto con la creación de un nuevo asentamiento y no con la ampliación del ya existente.

Retomando el asunto de la división de estos poblados en dos áreas fortifica­das, hemos de pensar lógicamente que este hecho obedece a razones socioeco­nómicas y no exclusivamente defensivas. Dichas diferenciaciones socioeconómi­cas no existieron en el momento originario del asentamiento pero, tras una diná­mica en la que no vamos a entrar, dadas las características del trabajo, fueron surgiendo con el tiempo, hasta el punto de que dejan una huella profunda en los restos arqueológicos. Así, cuando definitivamente se «planificó» el habitat, se dis­tinguieron dos áreas perfectamente delimitadas por un recinto amurallado; una interior destinada a la élite local, como lo demuestra la calidad de la documenta­ción arqueológica, y otra exterior destinada a gentes de menor consideración e incluso, al menos en algunas ocasiones, al ganado.

Igualmente hemos dicho, aunque sea entrecomillado, que se «planificó» el habitat. Con esto ¿hemos querido decir que se intentó distribuir el espacio bajo presupuestos urbanísticos, además de los ya mencionados socioeconómicos?

A nuestro juicio, tanto si se piensa en un urbanismo de carácter geométrico como funcional, entendiendo éste como la adaptación plena al medio, habría que decir sin lugar a dudas que no hubo intentos racionales de distribuir el espa­cio habitable.

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A priori, por razones obvias, descartábamos la posibilidad de que en estos habitats hubiera alguna intención urbanística de corte geométrico, pero estába­mos convencidos de que habría una distribución de carácter funcional, sin embargo el tiempo y las excavaciones, como las efectuadas en La Coraja (Aldea-centenera), se encargaron de convencernos de lo contrario.

Evidentemente la mayoría de las consideraciones anteriormente reseñadas con respecto al posible urbanismo de los habitats indígenas cacereños son suscepti­bles de posteriores matizaciones e incluso modificaciones, ya que se fundamen­tan en datos ciertamente escasos por cuanto que se reducen a los resultados obtenidos de las excavaciones de tan sólo dos poblados, el de La Coraja en Alde-acentenera y el de El Castillejo en Santiago del Campo. El resto de los poblados tan sólo ha recibido una observación superficial de las estructuras visibles con los problemas que esto conlleva.

No obstante, una vez establecidas nuestras fuentes de información, podemos decir que en los pocos casos que hemos tenido oportunidad de realizar compro­baciones arqueológicas, se ha confirmado lo anteriormente dicho; es decir, los habitats no se adecúan a un modelo urbanístico previamente establecido por muy tolerantes que seamos con el concepto de urbanismo. El hecho de que por ejemplo las puertas de las viviendas estén orientadas unas veces al norte y otras a los vientos dominantes, es una prueba lo suficientemente convincente de lo que decimos.

Como complemento al estudio de los habitats indígenas prerromanos en la provincia de Cáceres sería oportuno tratar, aunque sólo sea someramente, los aspectos relacionados con su economía ya que éstos han sido, en buena lógica, protagonistas importantes del porqué de dichos asentamientos.

Así, como ya dijimos, la reorientación económica del territorio fue a nuestro juicio la causa fundamental del abandono de los poblados serranos y del naci­miento de los ribereños a los que hemos considerado los típicos de la Segunda Edad del Hierro en el ámbito geográfico de la actual provincia cacereña.

La propia ubicación de los castros ribereños es una pista lo suficientemente elocuente como para haceros pensar que las actividades pecuarias deberían copar la mayor parte de la actividad económica de estos centros. Esto se confir­ma con las excavaciones arqueológicas, principalmente en los vertederos, que muestran una amplia documentación osteológica referente en su mayor número a animales domésticos. Los ovicápridos son con mucho los más representados, sin menospreciar por ello la representatividad de bóvidos y suidos, aunque sobre estos últimos tenemos importantes dudas sobre su domesticidad.

Los équidos apenas encuentran lugar significativo en la documentación ósea de los vertederos, sin embargo la cría de este animal debió ser importante aun­que bajo parámetros diferentes al resto de la cabana ganadera. La importancia de este animal no sólo la conocemos a través de las numerosos referencias literarias clásicas, sino también por los numerosos restos arqueológicos —^espuelas, arreos y herraduras— relacionados con el caballo encontrados entre los ajuares funera­rios de las necrópolis de La Coraja (Aldeacentenera), El Castillejo de La Orden (Alcántara), Villasviejas del Tamuja (Botija), Castillo de Boxe (Almaraz) y el castro de Portaje.

Varias ruedas molares y una molineta barquiforme atestiguan la existencia de la molienda de cereales. Otra cuestión distinta será el averiguar qué tipos de cereales eran conocidos y utilizados por los habitantes de los castros del ribero.

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La fuentes nos hablan tanto del trigo como de la cebadado aunque lo cierto es que las condiciones agrícolas del entorno, al menos en la actualidad, aconsejan el cultivo de la cebada y no el del trigo. Dichos cereales se almacenaban en dolias que se guardaban dentro de las viviendas, normalmente en una estancia dedica­da a tal efecto.

De todas formas esta actividad no debió ocupar una parcela importante en la economía de estas gentes ya que la pobreza del suelo imposibilitaba el desarrollo adecuado de estos cultivos. Evidentemente la elección de los emplazamientos de los poblados nos indica que, cuando esto se produjo, las posibilidades agrarias no contaron a la hora de dicha elección, sino que primaron las pecuarias, ade­más de las defensivas ya mencionadas.

La tarea recolectora también juega un papel importante en la actividad econó­mica de estas gentes. Sin duda la bellota, muy abundante en la zona, es la princi­pal protagonista de este quehacer; con este fruto se elaboraba el renombrado pan de bellotas que debió constituirse en uno de los principales elementos de su dieta alimenticiaii. Al igual que los cereales, este fruto, en su estado natural, podía almacenarse durante largo tiempo en las mismas dolias que el grano.

Aunque no tenemos pruebas arqueológicas, sin embargo sospechamos que la recolección de la aceituna pudo copar una parte, por muy pequeña que sea, de su economía. Tenemos constancia, a través de los textos literarios, de que hubo un tipo de aceituna en la Lusitania que podía conservarse almacenada una vez secada al sol. Dicha variedad de aceituna todavía se conserva en la provincia cacereña, se la conoce con el nombre de «aceituna cérea» y efectivamente, según nos cuentan los autores grecolatinos, este fruto, una vez seco, es dulce, perfecta­mente almacenable y buen comestibles^.

La caza y la pesca están perfectamente atestiguadas en el vertedero del pobla­do de La Coraja. El cerdo salvaje, el pez y el mejillón de río son los más repre­sentativos.

Entre las actividades artesanales destacan la industria textil y la de la forja del metal. De la industria textil contamos con numerosos testimonios de lanzaderas y pesas de telar en varios yacimientos; el trabajo del metal es también muy impor­tante y se puede constatar la presencia de un herrero estable en La Coraja (Alde-acentenera) y una gran actividad metalúrgica en El Pardal (Trujillo), Sansueña (Arroyo de la Luz) y Castillo de Boxe (Almaraz), en los que se pueden observar en superficie abundantes escorias de fundición. Posiblemente la presencia de algunos fragmentos de oro sin trabajar podrían ser indicador de que el herrero de La Coraja realizó trabajos de orfebrería, aunque para ello nos gustaría contar con más datos que refrendaran este planteamiento.

De acuerdo con todo lo expuesto anteriormente, habrá que decir que el surgi­miento de los castros ribereños está fundamentalmente relacionado con una reo­rientación económica que sufre el territorio en torno al inicio del siglo Va. C. En estas fechas prácticamente se abandonan la totalidad de los castros serranos que estaban íntimamente ligados a las vías de comunicación y a los intereses econó­micos que por éstas discurren, y surge un nuevo tipo de poblados asentados junto a ríos de mediana y pequeña importancia que ineludiblemente poseen una

10. Mela, 3, 47; Ateneo, I, l6 c; Diodoro, 33, 7, 4. 11. Plinio, A . H., 16, 15, Varrón, 67, l6; Estrabón, 155. 12. Plinio, N. H., 15, 17.

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proyección pecuaria. Evidencias arqueológicas muestran la presencia de un nuevo elemento humano que también tiene que tener su protagonismo en la reo­rientación económica del territorio y en la elección de los nuevos asentamientos.

Evidentemente los presupuestos económicos jugaron un papel importantísimo a la hora de ubicar los poblados ribereños. Los lugares escogidos, dada sus características, nos indican que se pretendían cubrir dos necesidades perentorias: un lugar fácilmente defensible y un habitat perfectamente aprovechable desde la perspectiva ganadera.

Desde un punto de vista demográfico, si nos atenemos exclusivamente a las dimensiones de los recintos, habría que concluir diciendo que como norma gene­ral estos castros estuvieron habitados por no más de trescientos o cuatrocientos individuos. Sin embargo, si tenemos en cuenta el enorme trabajo que supone el realizar las construcciones comunitarias, principalmente las murallas, habría que concluir diciendo que estos poblados contaron con mayor número de habitantes.

Un castro de mediano tamaño necesitaba, en cálculos aproximativos, para sus recintos en torno a los 4.000 m. cúbicos de piedras, cuya extracción, acarreo y construcción, además del acondicionamiento del terreno, precisaban de una población bastante más numerosa que la anteriormente mencionada.

Por tanto hemos considerado la posibilidad de que en el ámbito territorial dependiente del castro flotara una población «rural» que habitaba en viviendas estacionales y en lugares relacionados estrechamente con su actividad económica —rebaños, vegas cultivables, etc.—. Los poblados, por consiguiente, servían tanto de habitat permanente como de refugio para esa población rural en caso de peligro.

El área que englobaban los recintos de estos castros no suele superar las una o dos hectáreas, sólo excepcionalmente alguno de estos poblados logra sobrepa­sar ampliamente estas dimensiones. Los ejemplos más significativos de esta excepción son los de Sansueña (Arroyo de la luz), El Pardal (Trujillo), Villavieja del Tamuja (Botija) y Castillo de Boxe (Almaraz). Sabemos que alguno de estos poblados tuvo una cierta importancia como es el caso de Villavieja del Tamuja que incluso tuvo su propia ceca. No obstante no consideramos probable que alguno de estos poblados lograra controlar políticamente a otros del entorno.

El porqué de esta conclusión se fundamenta en el hecho de que no creemos probable que habitats de tan escaso potencial demográfico acometan obras de tal magnitud si no es para defenderse de un peligro inmediato temporalmente y cer­cano geográficamente. Este peligro no puede ser otro que el de su propio veci­no. De otra forma no se explica el hecho de que poblados que están apenas a cinco kilómetros de distancia, se encuentren amurallados cuando perfectamente, si constituyeran una misma entidad política, podrían compartir un mismo recinto en caso de peligro, sobre todo teniendo en cuenta lo costoso de una construc­ción de estas características.

La deditio hallada en La Villavieja de La Orden (Alcántara)i3 es, a nuestro jui­cio, una prueba más de la independencia política de estos poblados. Sabemos que Roma llega a acuerdos incluso con entidades humanas de escasa considerá­

is. R- López Melero; J. Salas Martín; J. L. Sánchez Abal y S. García Jiménez, «El bronce de Alcántara. Una deditio del 104 a. C.» Gerión 2, 1984, pp. 265-324.

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ción, por lo que no nos extraña en absoluto que en dicha deditio actuasen por una parte Roma y por otra una comunidad independiente de pequeño tamaño y que no tiene por qué habitar en más de un castro.

La propia dinámica sociopolítica de estas gentes no aconseja organizaciones políticas superiores a la de una simple comunidad de unos cuantos centenares de individuos, en el mejor de los casos siete u ocho. A nuestro juicio, cuando en una de estas comunidades, sean cuales fueren los motivos, se produce un incre­mento demográfico importante, lo usual debe ser la decisión de crear un nuevo poblado en las cercanías, aunque siempre respetando unas distancias mínimas. Esta nueva comunidad que comparte consanguineidad, cultura y religión con el centro originario, será políticamente independiente y se organizará como tal a imagen y semejanza del poblado del cual se ha escindido.

Como apoyatura a esta hipótesis se puede esgrimir también la evidencia arqueológica de que no existen «barriadas» extramuros ni ampliaciones de los recintos amurallados en estos castros que lógicamente se detectarían en aquellos centros que consiguieran destacarse demográfica, política y económicamente. La sola excepción en Castillo de Boxe (Almaraz) de la presencia de construcciones extramuros no es lo suficientemente significativa como para pensar que este fenómeno pudiera ser habitual y mucho menos si tenemos en cuenta que esta ampliación debe ser muy tardía, probablemente bajo el dominio romano.

El abandono de estos poblados obedece a diferentes causas, quizás no siem­pre concatenadas. Sin duda una de las razones de su decadencia es la limitación de su propia organización sociopolítica que no les permitía evolucionar hacia for­mas de estado más desarrolladas. El estancamiento de esta fórmula de organiza­ción provoca a largo plazo un proceso de descomposición del propio sistema que no puede ofrecer soluciones «institucionales» y económicas a unas realidades cambiantes y distintas para las que había sido creado^^ .

Hay indicios suficientes en las fuentes antiguas como para pensar que el modelo de organización de estas gentes estaba ya en franca decadencia, y de ahí las numerosas bandas de desheredados que hicieron del bandidaje y la rapiña una forma de vida. También es manifiesto que de entre estas gentes había surgi­do una élite que comienza a acaparar los medios de producción y que otros gru­pos tuvieron que depender económicamente de ellos. De esta forma surge un poder paralelo al de la propia organización comunal gentilicia de estos poblados; algo así como «un estado dentro de otro estado». Este modelo de dependencia en el que ya no desempeñaban un papel fundamental los lazos de sangre sino los de tipo personal, desintegraba por sí mismo la esencia de la propia organización gentilicia.

A través de esta nueva figura, el aristócrata del que depende un numero inde­terminado de individuos de su propio poblado o incluso de otros cercanos, se podría quizás haber llegado a otro tipo de organización estatal que superara el marco político y territorial del propio castro. Evidentemente estamos ante un pro­ceso de descomposición y generación de un nuevo sistema, lo cual necesaria­mente tiene que ser muy lento pues, entre otras cosas, nos encontramos con una

14. J. A. Redondo Rodríguez, «Organizaciones suprafamiliares vettonas», El Proceso Histórico de la Lusitania Oriental en Época Prerromana y Romana II, Mérida 1992 (en prensa).

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figura que no posee un trasfondo institucional ya que está totalmente al margen de las magistraturas indígenas^s.

Esta es la situación en la que se encontraban estos poblados cuando Roma hace acto de presencia en el territorio. Roma no es, como ya hemos dicho, la única causante de la crisis y desaparición del modelo por el que se regían estos poblados. Pero sí es la causante directa de la última fase de su descomposición ya que imprime un fuerte aceleramiento al proceso con su modelo de integración en el que no vamos a entrar; no obstante no queremos pasar por alto que en dicho proceso la atracción de la élite indígena hacia los centros más romanizados juega un papel importantísimo ya que para estos momentos gran parte de la población o le sigue o queda en total desamparo.

15. J. A. Redondo Rodríguez, «Organizaciones...», ob. cit. 1992.