El Hombre Escarlata

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Una tarde, en la víspera de mi partida, dejé mi hotel para hacer un breve paseo y, a cierta hora, entré en Piola con intención de comer algo. Pero he aquí que en el momento de pedir la cuenta me di cuenta de que había perdido mi billetera. Pensé enseguida en lo peor y en todos los inconvenientes de encontrarme en el extranjero sin dinero ni documentos, aunque tenía la tenue esperanza de haberla dejado en mi habitación. En efecto, antes de salir, me había cambiado de ropa y la billetera podría habérseme deslizado fuera del bolsillo. Expliqué al propietario mi situación, pero éste me tranquilizó diciendo que, en todo caso, él tendría mucho gusto en hacerse cargo de mi consumición. Me aconsejó también que fuera a ver si no la había dejado en alguna parte. Corrí al hotel, que quedaba a pocas cuadras, entré en mi habitación y, con gran alivio, la vi allí sobre el piso, al lado de la cama. Con cierta euforia, volví a Piola para saldar mi cuenta, pero el propietario no quiso saber nada. Para compensar de alguna manera mi deuda, pensé en ofrecer de beber a los clientes que estaban en la barra y estaban al corriente de los acontecimientos. Fue así como conocí a José María Kokubu. Hijo de un diplomático japonés y de una cantante argentina, había nacido en Berlín donde había permanecido hasta la finalización de sus estudios. Una vez obtenido su título de médico decidió instalarse en Buenos Aires, donde abrió un consultorio odontológico. No demostraba más de cincuenta años. Tenía los ojos grises, el cabello cortado a cepillo y en su rostro los rasgos orientales estaban del todo ausentes. Además del japonés, hablaba con fluidez una media docena de idiomas, entre ellos el italiano, que estaba estudiando en homenaje a sus bisabuelos maternos. Después de brindar a mi salud, José María encendió un habano, ofreciéndome también uno a mí. Empezamos a hablar de habanos, me preguntó si conocía los Maria Mancini, los predilectos de Castorp en La montaña mágica. Del humo a la literatura, después de tres o cuatro vasos de whisky, disertábamos con desenvoltura sobre religiones orientales y occidentales, sobre la falta de adecuación de la mente frente a los misterios de la existencia, Y también sobre el hasta ahora invicto dominio de la ciencia sobre la naturaleza. A propósito de este tema, José María, budista, sostenía que el Dios de la Biblia no podía ser infalible ni omnisciente ya que, al conceder al hombre el poder de irse con el fruto del conocimiento, tendría que haber previsto que éste encontraría el modo de forzar los portales del Edén para apoderarse también del fruto de la inmortalidad. Se había hecho tarde. La conversación y la compañía eran estimulantes, pero al día siguiente me tenía que levantar temprano. José María insistió en acompañarme. En el camino me pidió que lo acompañara hasta su consultorio, que estaba muy cerca de allí, porque tenía pensado darme alguna cosa. Caminamos hasta el fondo de una calle y llegamos a un patio redondo, dominado por el gigantesco follaje de un gomero secular. A la luz de la luna, parecía un vientre femenino bajo el influjo de un íncubo inmóvil. El consultorio estaba en la planta baja de un viejo petit hotel. Me detuve a la entrada. Lo oí revisar algo en una estancia contigua y enseguida volvió trayendo en sus manos un gran sobre, rogándome disponer de él como mejor me pareciera. Acepté lo que creí ser un regalo, antes siquiera de saber lo que contenía.En el breve trayecto hasta mi hotel, José María me confió que, enseguida del accidente en el que su mujer y su hija habían encontrado la muerte, una experiencia tan extraordinaria como terrible lo había convencido de iniciarse en el camino del conocimiento.

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Paolo Maurensig

El Hombre Escarlata*

Novela

Un verano de algunos años atrás, durante una gira de conferencias por América Latina, me detuve por

algunos días en Buenos Aires.

Una tarde, en la víspera de mi partida, dejé mi hotel para hacer un breve paseo y, a cierta hora,

entré en Piola con intención de comer algo. Pero he aquí que en el momento de pedir la cuenta me di

cuenta de que había perdido mi billetera. Pensé enseguida en lo peor y en todos los inconvenientes de

encontrarme en el extranjero sin dinero ni documentos, aunque tenía la tenue esperanza de haberla

dejado en mi habitación. En efecto, antes de salir, me había cambiado de ropa y la billetera podría

habérseme deslizado fuera del bolsillo.

Expliqué al propietario mi situación, pero éste me tranquilizó diciendo que, en todo caso, él

tendría mucho gusto en hacerse cargo de mi consumición. Me aconsejó también que fuera a ver si no la

había dejado en alguna parte. Corrí al hotel, que quedaba a pocas cuadras, entré en mi habitación y, con

gran alivio, la vi allí sobre el piso, al lado de la cama. Con cierta euforia, volví a Piola para saldar mi

cuenta, pero el propietario no quiso saber nada. Para compensar de alguna manera mi deuda, pensé en

ofrecer de beber a los clientes que estaban en la barra y estaban al corriente de los acontecimientos. Fue

así como conocí a José María Kokubu.

Hijo de un diplomático japonés y de una cantante argentina, había nacido en Berlín donde había

permanecido hasta la finalización de sus estudios. Una vez obtenido su título de médico decidió instalarse

en Buenos Aires, donde abrió un consultorio odontológico. No demostraba más de cincuenta años. Tenía

los ojos grises, el cabello cortado a cepillo y en su rostro los rasgos orientales estaban del todo ausentes.

Además del japonés, hablaba con fluidez una media docena de idiomas, entre ellos el italiano, que estaba

estudiando en homenaje a sus bisabuelos maternos. Después de brindar a mi salud, José María encendió

un habano, ofreciéndome también uno a mí.

Empezamos a hablar de habanos, me preguntó si conocía los Maria Mancini, los predilectos de

Castorp en La montaña mágica. Del humo a la literatura, después de tres o cuatro vasos de whisky,

*� MAURENSIG Paolo, L’Uomo Scarlatto, Milano 2001, Arnoldo Mondadori Editore S. p. A., también autor de La

variante Lüneburg, Venere lesa, L’ombra e la meridiana y Canone inverso, publicadas por la misma casa editorial.

Basada en esta última Novela Ricky Tognazzi realizó el film homónimo, título en inglés: Making Love, (Italia 2000, 130

minutos), dirigida por Ricky Tognazzi, con Hans Matheson, Melanie Thierry, Lee Williams, Gabriel Byrne,

Ricky Tognazzi, Peter Vaughan, Nia Roberts, Adriano Pappalardo, Andy Luotto, Mattia Sbraga y Domiziana Giordana.

Música: Ennio Morricone. Fotografía: Fabio Cianchetti. Distribución y ventas al exterior: Cecchi Gori Group.

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disertábamos con desenvoltura sobre religiones orientales y occidentales, sobre la falta de adecuación de

la mente frente a los misterios de la existencia, Y también sobre el hasta ahora invicto dominio de la

ciencia sobre la naturaleza. A propósito de este tema, José María, budista, sostenía que el Dios de la

Biblia no podía ser infalible ni omnisciente ya que, al conceder al hombre el poder de irse con el fruto del

conocimiento, tendría que haber previsto que éste encontraría el modo de forzar los portales del Edén

para apoderarse también del fruto de la inmortalidad.

Se había hecho tarde. La conversación y la compañía eran estimulantes, pero al día siguiente me

tenía que levantar temprano. José María insistió en acompañarme. En el camino me pidió que lo

acompañara hasta su consultorio, que estaba muy cerca de allí, porque tenía pensado darme alguna cosa.

Caminamos hasta el fondo de una calle y llegamos a un patio redondo, dominado por el gigantesco follaje

de un gomero secular. A la luz de la luna, parecía un vientre femenino bajo el influjo de un íncubo

inmóvil. El consultorio estaba en la planta baja de un viejo petit hotel. Me detuve a la entrada. Lo oí

revisar algo en una estancia contigua y enseguida volvió trayendo en sus manos un gran sobre, rogándome

disponer de él como mejor me pareciera. Acepté lo que creí ser un regalo, antes siquiera de saber lo que

contenía.

En el breve trayecto hasta mi hotel, José María me confió que, enseguida del accidente en el que

su mujer y su hija habían encontrado la muerte, una experiencia tan extraordinaria como terrible lo había

convencido de iniciarse en el camino del conocimiento. Seguía viviendo una existencia normal bajo todos

los aspectos, pero no había un instante en el que dejara su mente abandonada a sí misma, ni siquiera

durante el sueño. Me dijo que había cedido su consultorio y que dentro de pronto partiría para

establecerse en Japón donde, en su condición de mestizo, encontraría a su alrededor el desprecio

necesario como para vivir el resto de sus días en soledad, aun en el lugar más poblado del mundo.

Me acordé de ese sobre sólo algún tiempo después. Contenía cinco cassettes y pasó también cierto

tiempo antes de poder conseguir un aparato para escucharlos. La grabación, originalmente en lengua

castellana, está aquí transcripta casi integralmente. Para facilitar la lectura, algunos pasajes fueron

modificados y muchos de los silencios y pausas, algunas de varios minutos, no están señalados.

Naturalmente, en la trascripción se pierde la gama de matices de la voz, a veces atribuibles a distintas

personas. Los cinco cassettes tienen como consigna un ideograma antiguo que simboliza un hombre de

color rojo vivo, un hombre llameante o, en traducción libre, el Hombre Escarlata.

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Cassette nº1, duración 24 minutos

Doctor Klein: Soy el doctor Klein ¿Me oye? ¿Puede hablar?

Pepe Kokubu: Hola, doctor Klein.

Dr. Klein: ¿Recuerda su nombre?

(Prolongado silencio)

No importa. Dígame qué es lo primero que recuerda.

Pepe Kokubu: Recuerdo que me acabo de despertar. Estoy tendido en una cama.

Dr. Klein: ¿En donde?

Pepe Kokubu: En una habitación de hotel. Estoy acostado sobre el cubrecama, completamente

vestido. Hasta tengo puestos los zapatos. Tengo también la ropa oscura requerida para la sesión. Después

de haberla usado la primera vez, debo necesariamente hacerlo siempre, aunque a veces me pregunto qué

diferencia habría si usara otra, cuando el objeto en cuestión es sobre todo mi rostro. ¿Que un tejido de

otro color pueda de algún modo modificar la luz? Me parece improbable. Pero no lo quiero contrariar.

Dr. Klein: ¿De quién está hablando?

Pepe Kokubu: Debo encontrarme con Sussex.

Dr. Klein: ¿Sussex?

Pepe Kokubu: Sí, Sussex. Si él me dijo que me tengo que presentar siempre con la misma ropa,

debe haber alguna razón. Es una ropa cómoda, de corte clásico, no muy pesada, porque en el estudio,

donde estaré obligado por lo menos una hora a permanecer completamente inmóvil, hay siempre

calefacción, aun cuando la estación no lo requeriría. Pero hoy es un día frío, aunque sea ya primavera

avanzada. Del lago viene una fuerte brisa y a través de los vidrios de la ventana puedo ver los rígidos

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abanicos de una palmera que se han puesto a vibrar.

La cita es a las cinco. Sussex instaló su estudio, no muy lejos de la clínica, en un ala en desuso del

laboratorio de investigación. Es una construcción baja, de ladrillos, en gran parte recubierta de hiedra

selvática y literalmente asediada por la vegetación de un jardín que ya nadie cuida desde hace años. Me

espera en la puerta, casi como si temiera que no sepa yo encontrar el camino.

Sólo después de haberme hecho acomodar en la silla de siempre, con apoyabrazos, ubicada en el

medio de la estancia que recibe, a través de una gran vidriera, la luz iridiscente del lago, Sussex cierra la

puerta, se quita la casaca de terciopelo, como si quien llegase en ese preciso instante fuese él –y yo lo

estuviese esperando– y se pone un guardapolvo gris, vistosamente manchado. Finalmente, se acerca a un

minúsculo lavabo de metal. También esta vez se me ocurre preguntarme para qué se lava las manos si se

las ensuciará enseguida con pintura. Pero no puedo olvidar que lo hace siempre antes de proceder a la

delicada operación de desenvolver las vendas que me cubren la cara.

Dr. Klein: ¿Me puede describir a este Sussex?

Pepe Kokubu: Es un hombre de unos sesenta, de corpulencia maciza. Tiene una extensa calvicie y

sufre un pronunciado estrabismo que produce cierta sugestión, porque con un ojo te mira de frente y, con

el otro, de costado, como si de algún modo quisiera rodearte. Tiene manos algo toscas, las uñas, muy

cortas, marcadas por una luneta clara y casi totalmente encarnadas en sus alvéolos. Tienen perfume de

lavanda y timol, y su toque es insólitamente delicado. “Bien, bien, bien”, exclama todas las veces, al

levantar la primera vuelta de la venda. No se trata de un verdadero vendaje, como el que me aplican al

terminar la intervención. Más que nada, tiene el propósito de protegerme de la luz y del polvo, y consiste

en una máscara de gasa, un tegumento ligero que se adapta a mis rasgos dejándome libres sólo los ojos.

Está sostenida con algunas cintas de algodón elastizado, pegadas con cinta adhesiva. “¿Le hago doler?”

Respondo que no, si bien la sensación de poner al desnudo mi rostro no es del todo agradable. La

operación, que recuerda los gestos de una hilandera, o de una Parca, termina enseguida y, una vez

envuelta la cinta de algodón en un ovillo, Sussex se prepara para examinarme de cerca, a la luz del día,

sin el auxilio de lámpara alguna. Por lo demás, la luz que inunda el cuarto desde la vidriera le es

suficiente, y él, como todo buen pintor, detesta la iluminación artificial. Raramente está obligado a

usarla, en los días oscuros de lluvia o nublados, o cuando algunas sesiones se prolongan hasta el

crepúsculo. Entonces, si bien de mal grado, se decide a encender una luz, aunque sólo un instante antes

de que esté oscuro del todo.

“¿Por cuánto tiempo se quedará esta vez?” me pregunta.

“Dos o tres semanas como máximo”.

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“Y la nueva intervención ¿para cuándo está prevista?”

“Para dentro de dos días. Primero hay que completar una serie de análisis.”

“Noto mejorías. En algunos lugares parece cicatrizar perfectamente.”

“Pero no en todos lados de la misma manera”.

“Es sólo una cuestión del tiempo. ¿Dolores?”

“No más de lo habitual”.

“Oí decir que esta vez se hará cargo de la operación un verdadero mago de la cirugía, que es

también el investigador más acreditado en el campo de la genética y de la medicina biomolecular.”

“¿Lo conoce?”

“¿Al doctor Hohen? No en persona, por fama. Además, en su ambiente es una figura legendaria”.

“¿De veras?”

“En casos más desesperados que el suyo consiguió verdaderos milagros. Pero cuando hablo de

leyenda, me refiero también a otra cosa.”

“¿Qué trata de decir?”

“Oh, nada, nada...” Sussex parece arrepentirse de lo que se escapó de su boca. “Habladurías.

Nunca lo conocí, pero algunos malintencionados sostienen que se parece a una criatura salida de la

fantasía de E. T. A. Hoffmann y que, para mejorar su propio aspecto, en primer lugar debería aplicar los

resultados de sus investigaciones sobre sí mismo. En cuanto al resto, sabemos que los detractores se

amontonan como chacales alrededor de los hombres de éxito. También en el campo de la genética se

suele demonizar a cualquiera y se lo transforma rápidamente en un doctor Frankenstein. Hace años lo

acusaron de haber intentado experimentos genéticos con enfermos mentales. En fin, aquí todo es posible,

pero lo bueno es que esto parece haber ocurrido en los primeros años Veinte. Ahora bien, admitiendo que

la acusación tenga fundamento, en aquel tiempo el doctor Hohen no podía ser un recién graduado de la

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universidad: para hacer semejantes investigaciones tenía que tener por lo menos unos cuarenta años. De

modo que, haciendo las debidas cuentas, hoy debería haber sobrepasado el siglo de vida.”

“Es de esperar que por lo menos no le tiemblen las manos.”

Hay un relámpago de hilaridad en su mirada, pero enseguida Sussex se contiene. “Bien, una vez

terminada la intervención podremos encontrarnos una vez más antes de que usted se vaya. Tengo

curiosidad por ver el resultado. La técnica del doctor Hohen parece tener algo de milagroso. Creo que

finalmente no le quedará más que alguna pequeña cicatriz.”

Me levanta el mentón, tomándolo delicadamente entre el índice y el pulgar, como podría hacer un

barbero preparando a su cliente antes de afeitarle la garganta. “Bien, ahora quédese inmóvil, le ruego. La

luz es perfecta. Espero sólo que no cambie. El pronóstico del tiempo para hoy es bueno.”

Se apresura hacia el caballete, quita el paño que recubre la tela, presiona algunos tubitos de color

sobre la paleta, que sostiene con la mano izquierda –el pulgar asoma por la abertura como una gruesa

lombriz– y con una espátula comienza a mezclar los colores con gran seguridad. Sólo después de haber

terminado la mezcla, me mira, inclinando la cabeza como un automovilista lo haría desde la ventanilla.

Después vuelve su mirada a la tela, contemplándola por largo tiempo. Parece casi atravesarla con la

mirada, asegurándose de que el rostro pintado corresponda en sus particularidades con el modelo. Sé bien

que por cierto tiempo permanecerá en silencio. Éste es para él el momento de mayor concentración:

tomar la luz, o más bien la gradación de colores que mejor la definan. Durante todo este tiempo, que

puede durar unos cuantos minutos, no me queda más que mirar a mi alrededor, teniendo la cabeza quieta,

se entiende, pero paseando los ojos alrededor de un campo visual que sin el obstáculo de las vendas se ha

ampliado notablemente.

Dr. Klein: Tengo curiosidad por saber quién es este Sussex. ¿Cómo lo conoció? ¿Qué es lo que hace?

Pepe Kokubu: Sussex, Bernard Sussex. Al principio, cuando todavía no lo había tratado

personalmente, sentía curiosidad por este extraño personaje. No sabía muy bien qué hacía en esta clínica.

Lo veía a menudo dando vueltas por el parque, o sentado en la terraza mientras observaba a la gente.

Llevaba siempre consigo, deformando el bolsillo de su casaca, un gran bloc de dibujo con una tapa de

muchos colores. A veces, siguiendo la fulguración de alguna cosa que atraía su atención, se detenía para

hacer algún boceto. No intentaba ocultar su obra, como hacen tantos, si alguien se ponía a sus espaldas

para espiar su cuaderno. A menudo lo hacía yo también, para descubrir qué estaba mirando, pero nunca

logré –¿cómo podría decir?- ver a través de sus ojos. El objeto de su interés permanecía un misterio hasta

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que la mina del lápiz tocaba el papel, sólo entonces, después de los primeros trazos reconocibles, me

daba cuenta de que estaban mirando cosas muy distintas. Mis ojos se habían posado, por ejemplo, sobre la

vidriera de la terraza que da al jardín, mientras que él estaba tomando en consideración los pliegues de la

nuca de un fulano, que se inclinaba sobre el diario a pocos pasos de él. Pinta la figura humana, sólo la

figura humana, siempre, en todos sus detalles anatómicos. Con mucha frecuencia la secciona, la desuella,

pone en evidencia músculos y nervios, descubre un entero globo ocular, es capaz de hacer una veintena

de esbozos sobre la compleja tortuosidad de un pabellón auditivo. A veces pienso que tiene la facultad de

ver un rostro en transparencia, de poder penetrar con la mirada hasta el fondo de sus recesos. Desdeña los

objetos en cuanto tales, los considera únicamente en su función ligada al gesto, a la prensión, a la

contención de un cuerpo. No pintaría jamás un objeto cualquiera si por lo menos no hubiera unos dedos

que lo rocen, si no hubiera una tela que ponga en evidencia aquello que recubre.

Dr. Klein: ¿Cuándo lo conoció?

Pepe Kokubu: Nos conocimos hace un año, creo, durante una de mis estadas en la clínica

Neuhaus. Estaba dibujando alguna cosa cuando, llamado al teléfono, se alejó dejando su bloc de dibujo

sobre la mesa de la sala de recepción. No sé bien por qué, pero la tentación de ver lo que contenía ese

cuaderno se hizo irresistible y así, sin pensarlo dos veces, me acerqué y lo hojeé distraídamente como se

hace con una revista que alguien dejó en una sala de espera. Había varios bocetos: figuras, perfiles,

particularidades anatómicas. Por fin, tuve un sobresalto al verme dibujado varias veces y desde distintas

angulaciones. Estaban representadas claramente algunas interpretaciones de mi rostro, como debería

aparecer si el experimento al que me había sometido hubiese tenido el éxito que todos esperábamos.

Sobre el papel, con frecuencia había dibujado un óvalo sin líneas sobre el que se superponían algunos

papeles de calco transparentes: primero una boca, la nariz, los ojos... una suerte de identikit que me dejó

horrorizado. El resultado era un rostro hasta bello. Y sin embargo revelaba algo de doloroso, aunque no

tenía ninguna mueca, ningún pliegue amargo, es más, quería aparecer sonriente, incluso radiante. Era el

rostro de quien se liberó de un sufrimiento para afrontar otro, más grande o de naturaleza distinta. Debí

cerrar súbitamente aquel cuaderno para evitar ser asaltado por una angustia intolerable. En ese momento

Sussex había regresado y al verme allí, de pie, observando aún la tapa multicolor de su cuaderno,

comprendió mi turbación. Después de algunos instantes de embarazo recíproco, empezamos a hablar.

Dr. Klein: ¿Cuál fue el tema de su conversación?

Pepe Kokubu: Empezó primero a hacerme preguntas sobre el motivo por el que me encontraba en

la clínica. Si había tenido resultados. Después me dijo que era aficionado a la pintura y que con gusto me

haría un retrato. En el momento pensé en una broma de mal gusto. Pero después me dejé convencer. A

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veces pienso que dejó a propósito su bloc sobre la mesa, que fue un modo de iniciar una conversación y

convencerme de posar para él. Propuesta que terminé por aceptar. Así, desde esa vez, durante mis

estadas en la Neuhaus le concedo algunas horas de inmovilidad para que pueda seguir trabajando en mi

retrato. Sussex, en efecto, es un retratista. Decir que su técnica es laboriosa, es poco. Comienza por la

estructura esquelética para agregarle nervios, arterias, venas, y sólo por último recubre el todo con una

tinta de color encarnado, que representa el tegumento de la epidermis estratificada en decenas,

centenares de veladuras superpuestas. Al principio, aún antes de hacerme posar, me sometió a una

increíble serie de mediciones milimétricas. Mi cabeza, como si fuera un mapamundi, fue dividida en

longitudes y latitudes, marcada con paralelos y meridianos rodeados por una constelación de minúsculos

números. Creo que se hizo una cartografía detallada de cada depresión y protuberancia de mi cráneo. A

veces demostraba cierta satisfacción al relevar quién sabe qué cosa, como si hubiera hallado la

confirmación de alguna de sus teorías. Finalmente, me tomó una serie interminable de fotografías.

En la primera sesión quiso que permaneciera con las vendas, después me las quitó él mismo,

operación que cumple siempre con mano experta. Ahora, cada vez que estoy aquí, me llama a su estudio

para controlar los progresos, que son representados puntualmente sobre la tela. Por más que en los

últimos tiempos se limita a dar sólo alguna pincelada, cada sesión dura al menos una hora. Raramente me

permite desentumecer las piernas, en compensación, para distraerme, habla. Tengo sin embargo la

impresión de que no habla sólo para entretenerme. En realidad me inclino a creer que sus interminables

sesiones no son más que una manera de obligarme a escucharlo, como si quisiese decirme alguna cosa, y

al mismo tiempo prefiriese no exponerse demasiado. ¿Qué me quiere decir? –me pregunto a veces.

¿Adonde quiere llegar con sus abstrusas teorías sobre la percepción de la realidad, sobre la prisión de los

sentidos a la que estamos sujetos, sobre el significado de los sueños, sobre la realidad de los símbolos,

sobre la estructura del tiempo?

No me queda más que escuchar. En la posición en que me encuentro, no tengo opción. Sin

embargo, no puedo permanecer en total silencio. Saber escuchar se hace en ese punto un ejercicio

refinado. Es cierto, no puedo valerme de la mímica, pero trato igual, dentro de lo posible, de participar.

Posiblemente demuestro estupor al oír la cosa más banal del mundo, o asiento con complicidad a la más

absurda de las revelaciones.

Dr. Klein: Continúe.

Pepe Kokubu: También esta vez Sussex comenzará a hablarme. Pero a juzgar por la entonación de

la voz puedo sentir ya que el argumento no será para nada frívolo, ni muy distinto del que tratado ayer

por la tarde durante la cena. Como las ocasiones de estar juntos no se reducen a esa hora de posar en su

estudio –muy a menudo consumimos nuestra comida en la misma mesa– sigo sus argumentaciones como lo

haría con una novela en entregas. Él está convencido de que el tema de la “condición humana” me

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concierne de particular modo. Por lo demás, estoy seguro de que, si bien nunca dije una sola palabra de lo

que me sucedió, está perfectamente al corriente de ello y de que conoce muchas más cosas que las que

yo mismo pueda saber. Quiere convencerme de que la sensación que todos tenemos de proceder en línea

recta hacia un futuro, de recorrer el tiempo como si fuera una calle que nos conduce a alguna parte, es

sólo una ilusión de la mente. Quiere hacerme creer que ciertos eventos ya están cumplidos y que nosotros

los interpretamos como si recitáramos un drama. Como prueba de su abstrusa teoría, Sussex me da el

ejemplo de ciertos sueños retroactivos, esos sueños que se manifiestan como consecuencia de un hecho

externo, sueños perfectamente coincidentes con la causa del despertar. ¿Puede, por ejemplo, un librito

que contiene salmos y oraciones decapitarte?

Así Sussex me cuenta la historia de un fulano que hacía muchos años ya que no entraba en una

iglesia, y se tenía por un pecador impenitente. Un día se vio obligado a entrar en una para refugiarse de

un imprevisto aguacero. Se detuvo en los últimos bancos, cerca de la salida, decidido a irse lo antes

posible. Pero ya sea porque el temporal no daba señales de aplacarse, o porque el sacerdote había subido

al púlpito para propinar su sermón a los fieles, el hombre permaneció en su lugar. Parecía que el

predicador lanzaba sus saetas justamente en contra de él. De improviso se quedó dormido y soñó que

estaba en un tribunal delante del juez que lo condenaba a muerte por todo el mal que había cometido en

su vida. Finalmente, lo encerraban en una celda para esperar la ejecución, que ocurriría al alba. Durante

toda la noche lloró y se arrepintió de sus errores, pero el nuevo día no tardó en llegar. Con las primeras

luces fue arrastrado fuera de su celda y fue conducido a una plaza desierta donde habían erigido el

patíbulo, mientras que el verdugo, de pie, lo esperaba, hacha en mano.

El fulano, pues, se había quedado dormido, apoyando la frente sobre el banco. Mientras tanto, la

prédica había terminado, la misa había concluido y los fieles ya habían salido. Quedaba sólo él. El

sacristán se aprestaba a cerrar el portal. Pasando a su lado, para despertarlo, le dio un ligero golpe en la

nuca con el dorso de un librito de oraciones que se encontraba allí. El hombre cayó por tierra, atacado por

un mal. Ese simple gesto por poco lo mató, porque la hoja afilada del hacha que en el sueño se introducía

en su cuello coincidía con el toque del sacristán. Se salvó, y así pudo contar lo que había soñado. El hecho

extraño fue que sobre su cuello apareció un signo de color rojo vivo, como un corte provocado por un

cuchillo, signo que comenzó a disminuir, hasta desaparecer del todo, recién muchos años más tarde.

Sussex concluye diciendo: “¿Se puede creer en una simple coincidencia? O no habrá sido

justamente el golpe recibido en el sueño lo que creó retroactivamente un sueño tan complejo?”. Muy serio

me dice: “¿No es significativo que el fin de la vida coincida justamente con la muerte? ¿No puede ser que

la vida sea un sueño determinado por un hecho que ya se ha verificado?”

“¿Nosotros todos, entonces, podríamos estar ya muertos?”

Sussex aprecia mi perspicacia. No sigue ningún comentario de su parte. No logro entender para

qué me la contó, esa historieta, pero no me parece adecuado preguntarle nada al respecto. Casi

queriendo confirmar la definitiva interrupción, Sussex se acerca al lavabo de metal y hace correr agua

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hirviendo. Se limpia con cuidado las uñas, usando un cepillo de cerdas duras y finalmente se me acerca

secándose las manos con una pequeña toalla de algodón blanco. Me recubre con cuidado el rostro,

aplicándome la máscara de gasa y fijándola a las sienes con la cinta de algodón. Pregunto cuándo podré

ver mi retrato. Pero él elude mi pregunta con una sonrisa enigmática.

“No está pronto aún”.

“¿Pronto el retrato? ¿O pronto yo para verlo?

Sussex sonríe complacido. Una óptima pregunta es aquella que ya tiene en sí la respuesta.

Se quita el guardapolvo grisáceo, se pone la casaca de terciopelo que había colgado detrás de la

puerta y me acompaña a la salida.

“¿Cenamos juntos esta noche?” Son las últimas palabras antes de despedirme. Mientras me alejo,

las luces en su estudio se encienden y veo su figura moviéndose de una habitación a la otra. Camino a lo

largo del sendero, dirigiéndome con prisa hacia la Neuhaus antes de que empiece a llover.

Dr. Klein: Usted dijo que se había despertado en un cuarto de hotel. Pero enseguida después

habla de una clínica.

Pepe Kokubu: Periódicamente, para ser exacto, cuatro veces por año, voy a la clínica Neuhaus,

sobre el lago de Constanza. El hecho es que la Neuhaus no tiene para nada el aspecto de una clínica, sino

más bien el de un confortable hotel, construido sobre las ruinas de una antigua abadía y circundado por un

parque que se extiende por doscientas hectáreas. Aquí no se nos cura, se pasan vacaciones, se goza el

bello panorama, se gusta la refinada cocina, excelente aunque dietética, se escucha buena música. En

resumen, se nos reconstituye. O quizás haría mejor en decir que se nos reconstruye. La clínica Neuhaus,

en efecto, es el nuevo Hospital de la Resurrección, el santuario mundial de la eterna juventud, el gran

baluarte erigido por la Ciencia contra la decadencia y la muerte. Aquí han experimentado las teorías de

Aslan sobre el injerto de células de mono, así como los efectos de la energía orgónica de Wilhelm Reich. Si

alguna vez Fausto llegó a Suiza, es seguro que pasó por aquí, y si acaso existe el elixir de la larga vida, su

fórmula está custodiada en la caja fuerte de la dirección. Por una elemental cuestión de buen gusto, sin

embargo, existe una neta distinción entre terapia y simple permanencia, entre la estructura hospitalaria y

la hotelera. Los pabellones dedicados a la fisioterapia, a los baños de agua termal, a los fangos curativos,

son los más cercanos al hotel; los de cirugía y dermatología aparecen más distantes y están escondidos por

árboles seculares. Hay algunas piscinas cubiertas, con agua termal a temperaturas diferentes, un amplio

solárium, algunas canchas de tenis y, sobre la colina, un campo de golf de nueve hoyos, desde la que se

puede admirar la costa occidental del lago. Para los noctámbulos no falta una sala de juegos, donde

pueden ingresar tanto huéspedes como visitantes. Es de pequeñas dimensiones, pero se pueden dilapidar

igualmente conspicuos patrimonios.

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Dr. Klein: Y Sussex, además de ser aficionado a la pintura, ¿qué hace en la clínica?

Pepe Kokubu: Lo que Sussex hace aquí, en la clínica, lo descubrí sólo más tarde. Su deber es el de

seccionar los cadáveres, operación que realiza con la consumada habilidad del anátomo-patólogo. Me lo

imagino –sobre todo cuando a la mesa lo veo hincar el cuchillo en una rodaja de roast beef– mientras con

pericia abre un esternón en toda su longitud, insertando un separador, y luego gira, gira una manivela

cromada sobre su perno, y el costado estalla, abriéndose como una carena, él lo encara y observa un

espectáculo que le es habitual, antes de proceder a la disección, al pesaje de los órganos, a veces

intactos, a veces colapsados, consumidos, necróticos, y permanece inclinado, meditabundo, sobre el

infeliz, observando su carcasa. Otra vuelta de tornillo y ésta crepita, revelando aún más el blando

mecanismo. Sussex aspira su olor penetrante, como si fuera una esencia rara, esperando que el alma, con

blancas alas de mariposa levante vuelo, liberada de la podredumbre. Su estómago no sufre la más mínima

contracción. Señores, éste es el miserable cuerpo, portador silente, atávico sherpa, amasijo de entrañas,

rompecabezas de fúlgidas superficies amarillo-violáceas, adornado con corales de sebo, el alma está en el

plano de arriba, el espíritu... ni hablemos. Pero observemos lo que tenemos delante de los ojos, invenies

interiora terræ: un bello ejemplo de moderna ergonomía, seguramente. Al reponer todo adentro se

producirá un poco de confusión, algo estará de más, pero siempre sucede así, también cuando hay que

rehacer las valijas para volver a casa después de las vacaciones, siempre alguien de gran porte, debe

sentarse sobre la tapa para meter a presión todo el contenido. Aquí además se hacen las cosas con prisa,

media libra de carne en un frasco de formalina, una entraña empujada con la punta del pie por debajo del

mueble, y que se ocupe mañana la encargada de la limpieza. Ya, si bien nos encontramos en el templo

sacrosanto de la longevidad, algún accidente ocurre, o simplemente alguien tardó demasiado en dirigirse a

la gran diosa, alguno, dicho de otra manera, estira la pata. Está prevista, está contemplada en los

protocolos la eventualidad, si bien remota, de que pueda ocurrir. Además, la investigación científica

impone algún sacrificio, significa inmolarse a la ciencia. Es hora de poner fin a esta abominación: la

degradación, la muerte. Orden, orden, hace falta orden. ¿Qué es el hombre sino un contingente de células

que, muriendo, se renuevan? ¡Que mueran, pues, si es necesario! Mientras que lo hagan para dejar su

lugar a otras. ¿Qué es un cerebro sino un ejército en continua derrota? ¿Y el alma? Bien, del alma

hablaremos, acaso, más tarde. Mientras tanto, miremos el cuerpo, preocupémonos de su integridad. ¡Oh,

oh, mira lo que ha provocado el deceso! ¡Pero mira un poco esta hinchazón, la arteria sangra, obstruida!

¿y qué es esto? Valoremos su consistencia: ¿yema de huevo, ojo de pulpo, testículo de carnero? La

consistencia es importante, quiere decir que se puede extirpar. En cambio, da más miedo lo blando que se

insinúa, llega, se inflitra, se difunde...

Dr. Klein: Cálmese ahora. Por hoy hemos terminado. Retomaremos mañana.

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Cassette nº2, duración 24 minutos

Dr. Klein: La otra vez hablamos de la clínica Neuhaus, ¿recuerda? ¿Desde cuánto tiempo frecuenta

ese lugar?

Pepe Kokubu: No lo sé con precisión, pero supongo que hace ya muchos años que me someto

periódicamente al trasplante de piel. Ilustres luminarias están intentando, con injertos de epidermis

cultivada in vitro, la reconstrucción de la superficie de mi rostro, destruida enteramente por el fuego.

Todas las veces que pienso en una única célula que, duplicándose, se reproduce, hasta cubrir

como una película la superficie de un líquido fisiológico, imagino las hojas de un nenúfar que se extienden

sobre la superficie de un estanque.

Dr. Klein: Imagen sugestiva.

Pepe Kokubu: A propósito, quiero hacerle una pregunta sencilla: si, duplicándose todos los días

con crecimiento constante, las hojas de un nenúfar necesitan treinta días para cubrir la mitad de la

superficie de un estanque, ¿cuántos deberán pasar aún para que quede enteramente cubierta?

Dr. Klein: Bueh, no sabría decirle. Se me ocurriría contestar espontáneamente: otros treinta.

Pepe Kokubu: Uno solo.

(Silencio).

Dr. Klein: Ya, ya... (Ríe).

Pepe Kokubu: Naturalmente, se trata de células que me pertenecen, obtenidas de una parte

intacta de mi cuerpo y que, colocadas en cierto ambiente y a la temperatura justa, comienzan a cumplir

con su esperado deber. Pero para que la nueva epidermis prenda, los médicos deben primero eliminar la

corteza superficial que cubre mi rostro, quitar esa cutícula de color escarlata, esa especie de tegumento

coriáceo y enjuto que la naturaleza, privada de otros medios, fue obligada a improvisar in extremis, y sólo

después de haber puesto al desnudo el epitelio pueden extender, en áreas microscópicas, el nuevo

cultivo. Sigue un período de inmovilidad absoluta, en una cámara estéril, al resguardo de los miles de

posibles infecciones que podría contraer. Ese es el momento peor. Sin embargo, después de una semana

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me dejan salir y puedo volver a conducir una vida normal. El hecho de que yo vaya por el hotel con la cara

enteramente vendada no produce ninguna impresión. Muchos llevan vendas vistosas, otros exhiben rostros

tumefactos, cubiertos de equimosis, como si recién hubieran bajado de un ring.

Aquí en la clínica, estoy obligado a permanecer semanas, a veces meses enteros. La cura es larga

y dolorosa, y los resultados no son siempre satisfactorios. La materia prima –por así decir– no siempre

reacciona como se esperaría: la piel injertada en pequeñas áreas, en lugar de expandirse (como las hojas

de un nenúfar en un estanque, precisamente), tiende a delimitar sus propios contornos, a formar espesas

secreciones. Los retazos aplicados terminan, además, diferenciándose vistosamente uno de otro en una

gama de colores que desde el blanco lechoso atraviesa una serie de grises, y llega finalmente al

amarillento más repugnante.

A veces los resultados son tan decepcionantes, incluso a los ojos de las luminarias que me están

cuidando, que ellos mismos deciden hacer tabla rasa y reintentar la operación. Así, mientras en una parte

me rellenan con nueva piel, en otra retiran su corteza. No tengo un bello aspecto. Después de años y años

de curas e intervenciones, aún me parezco demasiado a un fantoche de trapo. Si viviese en un mundo sin

superficies reflejantes, quizá podría llegar a olvidar por algún instante mi condición. También, los ojos del

prójimo no son sino espejos, a veces con aumento, de los cuales es imposible sustraerse, tanto, que

debería vivir en un mundo sin seres humanos, o en un mundo de ciegos. Sólo aquí, en la clínica, me siento

a gusto. En otros lugares busco cubrirme, enmascarar mi rostro, evitarle la incomodidad a mi prójimo.

Uso sombrero en todas las estaciones del año: un sombrero flojo, de fieltro, durante los meses

fríos, y un livianísimo panamá en verano. Debo repararme del frío y defenderme del sol: por eso me hice

confeccionar unos anteojos especiales con espesos lentes ahumados, con la montura dotada de anteojeras

laterales. No sirven sólo para protegerme de la luz, sino también para ocultar, en lo posible, mi rostro

devastado. Trato de vestir con refinamiento, me pongo siempre camisas de seda pura que resbalan sobre

la piel, y bajo el cuello desabotonado anudo con cuidado un pañuelo para esconder mi garganta

martirizada. Todo esto confiere a mi aspecto una lúgubre elegancia. No es fácil atribuirme una edad, en

mi condición podría ser también un viejo, y sin embargo, parece que cumplí hace poco treinta años.

Dr. Klein: En este punto, ¿cuánto recuerda de su vida pasada?

Pepe Kokubu: La memoria se disolvió en gran parte dentro de mi mente; es como si el fuego

hubiera quemado, además de la piel, también mi pasado. No sé si se debe considerar afortunado que haya

evitado la muerte en el incendio que devastó el edificio que me hospedaba, un colegio en la región del

Jura, el donde perdieron la vida más de cincuenta personas, dejándome como único sobreviviente. Las

consecuencias, además de las que llevo visibles sobre el cuerpo, se relacionan también con mi mente que,

conmovida por aquel trágico acontecimiento, suprimió parte de mi pasado. Aún hoy intento reconstruirlo a

través de los testimonios de cuantos declaran conocerme, o se proclaman mis parientes lejanos.

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Dr. Klein: ¿Usted tiene parientes?

Pepe Kokubu: Sí, o al menos tuve que creer en su palabra, pues nada afloró en mi mente por más

tentativas que haya hecho. Me llevaron a los lugares de mi infancia, haciéndome visitar la casa donde,

según ellos, había nacido y había transcurrido algunos años, hasta la muerte de mis padres. Y sin embargo,

no emergió nada, ni un destello, ni una débil luz, ni siquiera lejanamente. El mundo que me hicieron ver

sigue siendo para mí no sólo extraño sino directamente hostil: una casa burguesa, abarrotada de adornos y

objetos, habitada hoy por mi tutor. Incluso en las fotos de mis padres he visto rostros del todo anónimos,

hacia los que sólo sentí íntima repulsión. Si alguien me hubiera dicho que yo provenía de otro planeta y

que había desembarcado de una nave espacial, habría encontrado mayor crédito de parte mía. Me resulta

totalmente ignoto lo que yo era antes y por eso no puedo saber si lo que soy ahora es una continuidad o un

desarrollo. No sé afirmar con certeza si las aspiraciones y el talento que poseo ahora son una consecuencia

de la educación recibida, o si es una rebelión en contra de ella. A veces tengo la duda de no ser la persona

de quien siempre oigo hablar.

Dr. Klein:¿Recuerda haber recibido asistencia psicológica?

Pepe Kokubu: Por largo tiempo estuve bajo tratamiento de psicofármacos, pero a continuación,

en el difícil período de mi rehabilitación, fui atendido también por un psicólogo. Pero éste nunca quiso

enfrentar el tema de mi pasado, o mejor, de su presunta autenticidad. Por más que insistí, él siempre

adhirió a la opinión de que haría yo mejor en no indagar demasiado y que, si alguna vez la memoria se

quisiera reconstruir, eso ocurriría gradualmente y de manera espontánea. Esto, según su tesis, no

cambiaría mucho las cosas respecto del estado en que me encontraba. Continuaba insistiendo en que la

memoria es simplemente una suerte de orientación temporal, de flecha direccional, así la llamaba. Había

perdido el sentido de la proveniencia, pero sabía ya muy bien en qué dirección proceder. Según sus

teorías, yo sería un privilegiado del destino, un “liberado en vida”. Desde el momento que no tenía más

vínculos con el pasado y con mi ascendencia, no debía sostener siquiera el peso de sus taras hereditarias.

Por eso, según él, debería considerarme un elegido. Mi aspecto, además, imponía temor y respeto, y ésta

era una condición semidivina. Debía nomás admitir que, en el fondo, había logrado obtener alguna ventaja

en la vida, que había realizado en plenitud algunas de mis aspiraciones, valiéndome del talento que la

naturaleza me concedió.

Doctor Klein: Usted, entonces, después del trauma y el largo período de rehabilitación se

reinsertó en la sociedad, con un trabajo normal. ¿Qué actividad recuerda haber desarrollado, o estar

desarrollando hoy?

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Pepe Kokubu: Soy periodista. Si bien relegado a una redacción de provincia, colaboro con un

diario de difusión nacional y tengo buenos ingresos. Además hago uso pleno del talento y la fantasía.

Dr. Klein: ¿De qué modo?

Pepe Kokubu: Primero, escribiendo tramas policiales, y en segundo término, ilustrándolas.

Empecé a publicar algunas tiras en la edición dominical de verano del diario para el que trabajo. Tuvieron

enseguida gran aceptación por parte del público. Tanta, que cuando al terminar el verano fueron

suspendidas, a la redacción llovieron centenares de cartas de protesta. Esto me convenció de continuar.

Mis historias fueron luego recopiladas y publicadas como álbumes mensuales. Me transformé así en un

dibujante de gran éxito. De una de mis historias hasta hicieron una película. Y ahora puedo contar con

centenares de miles de lectores que semanalmente están esperando para leer las nuevas aventuras del

Hombre Escarlata.

Dr. Klein: ¿Y el material para sus historias lo toma de la crónica negra?

Pepe Kokubu: Es cierto, me ocupo de la crónica negra, pero en una pequeña ciudad de provincia,

como la que habito, nunca pasa nada de misterioso. De terrible, sí, puede ser, pero no de tan misterioso.

El único misterio que en común tienen algunos actos tremendos es el móvil, que a primera vista queda sin

explicación y después, una vez descubierto, se revela banal. Tanto como para no merecer ser tenido en

consideración para una historia. A veces los hechos más terribles encuentran su causa en la depresión, una

especie de virus que, después de haberse incubado por años, se manifiesta repentinamente en un acceso

de violencia contra los otros o contra sí mismos. Respecto del resto, de los suicidios, por ejemplo, las

modalidades son siempre muy similares, es casi como si existiesen prescripciones precisas a las que

atenerse. El corto circuito que se produce en el cerebro humano es siempre el mismo, colocado en el

mismo punto, programado a la misma hora, en el mismo día, en la misma estación del año, y suele afectar

al hombre respetado por todos, el buen padre de familia, el profesional estimado que acaba de festejar

con amigos y parientes su aniversario de casamiento, la graduación del hijo, el cumpleaños de la mujer.

Hasta hace pocos minutos nadie había visto en él signos de desequilibrio, o de comportamiento anómalo.

Es más, esa noche había mantenido una conversación hablando de los males del mundo y de la necesidad

de ponerles remedio. Todas son personas que se habían mostrado cuanto menos brillantes y optimistas y

que, al finalizar la tarde, despidiéndose de los huéspedes entre besos y abrazos, volvieron a su casa y

después de aflojarse la corbata y los cordones de los zapatos, con la misma desenvoltura se anudaron la

soga en el cuello. Hechos que parecen ser consecuencia del bienestar, del aburrimiento, de la absoluta

falta de necesidades materiales o de objetivos que alcanzar, sino que el de multiplicar constantemente el

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propio dinero. En efecto, una pérdida, por más que mínima, en el patrimonio, puede desencadenar una

tragedia. También la violencia tiene las mismas raíces: si se pelea es por interés, si los hijos levantan su

brazo contra sus padres, o los padres contra los hijos, es sólo por dinero. Los suicidios son lo más

frecuente. En segundo puesto están los actos de violencia familiar, seguidos por los cometidos en lugares

públicos, las más veces debidos a la embriaguez. Los robos conciernen a los automóviles de lujo, muchas

veces "tomados en préstamo" para alguna acción nocturna. Y por último vienen los homicidios, en gran

parte culposos. Estas cosas no pueden para nada interesarme. Lo único que me ha sido útil fue conocer la

serie de procedimientos que se aplican en una investigación. Pero nada más. A parte de algún caso no

resuelto del que me ocupé con cierto interés, el resto procede generalmente según una suerte de métrica

del mal, una escansión repetitiva, como si un ídolo malvado, después de haber asegurado a la población el

bienestar, pretendiese a cambio un modesto tributo: dos o tres sacrificios por año, lo suficiente como para

no turbar demasiado la tranquilidad general. Éste es el trabajo que me gana la estima de los otros:

escribir en un diario local hechos que ocurren raramente, aunque con cierta regularidad, habitualmente

en el silencio del invierno, o también en la primavera avanzada, con los primeros soplos del viento cálido.

En la redacción paso, pues, pocas horas por día, y a menudo, cuando llego, por el gesto que me hace el

jefe de redacción desde atrás de la puerta vidriada de su oficina, comprendo que no hay nada para mí y

que ni siquiera me debo molestar en sacarme el sobretodo. Si me detengo en el diario a veces es sólo para

intercambiar algunas palabras con mis colegas. A pesar de esto, sin embargo, este trabajo me hace sentir

integrado al ambiente en el que vivo, me hace olvidar mi aspecto, me permite frecuentar los lugares

públicos, mezclarme con la gente. Quien me ve por primera vez puede tener un sobresalto, pero la

costumbre es rápido remedio. El resto del tiempo lo paso en casa, atendido por un ama de llaves, una

viuda en edad canónica que me trata como a un hijo.

Mi vida no es muy distinta de la de un cura de campaña. Salgo poco, si no es para ir al diario, o bien de

noche, con la solapa del sobretodo levantada y el cabello cubriéndome la frente. Paseo por la ciudad

desierta, observando las ventanas iluminadas, sombras chinescas de los más dispares teatros. A menudo

me detengo a escuchar las voces, el llanto de los niños, el batir de una puerta, alguna imprecación. Es el

espectáculo de un sordo sufrimiento que quiere asemejarse al orden, al bienestar, a la fe en el futuro, a

la felicidad, a la fe en un ser supremo. Pero es una ficción a la que algunos, sin embargo, no resisten, y

como no se entrevé una vía de salida, una posible liberación, el acto de autosupresión termina por parecer

lo más natural posible.

Y sin embargo, siento por ellos cierta envidia. Por más que sus vidas sean áridas y estériles, poseen un

pasado en que tener fe, tienen seguramente la luminosa memoria de una infancia, conocieron un período

de inocencia que puede hacerse fundamento de una fe futura. Mi existencia, en cambio, fue brutalmente

amputada. Para mí existe sólo un pasado ficticio, reconstruido, como aquél de ciertas familias

enriquecidas que se compran un blasón. Dígame, doctor Klein, ¿cómo define usted la memoria?

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Dr. Klein: No sabría cómo responderle, así, de improviso...

Pepe Kokubu: ¿Usted logra abrazar su propio pasado en toda su integridad? ¿Puede acaso volver a

ver su vida en todos sus particulares, haciéndola correr como se hace con una película?

Dr. Klein: Dudo que nadie pueda tener un control tan absoluto de la memoria.

Pepe Kokubu: ¿No es quizá cierto que a veces ésta se traiciona a sí misma también respecto de

episodios ocurridos hace pocas semanas, incluso hace pocos días? ¿Recuerda acaso con precisión lo que

hizo usted a esta hora una semana atrás? ¿Y puede recordar lo que comió en el almuerzo, puede recordar

el sabor de la comida? ¿Puede recordar el rostro de una persona amada en todos sus detalles y tenerlo

inmóvil en la mente sin que se superponga a él el más banal de los pensamientos?

Dr. Klein: Tiene usted mucha razón.

Pepe Kokubu: ¿Qué es la memoria, entonces? Una inmanencia. Un espacio mental que podría

también ser inducido artificialmente, dilatado o modificado con fármacos, drogas, o con hipnosis. ¿A quién

no le sucede de recordar con claridad hechos cuya existencia otros están prontos a desmentir? ¿Cuánta

parte de nuestra vida se pierde en los sueños, no sólo los nocturnos sino también aquellos vividos con los

ojos abiertos y que a su vez se disuelven sin dejar rastros en la memoria? ¿Quién puede estar seguro de

que de su pasado todo lo recordado haya sucedido realmente? Yo menos que nadie. Por lo que parece,

después del trauma sufrido en el incendio, transcurrí largos años en un estado de inconsciencia, y para mí

no es del todo clara la cesura entra la memoria auténtica y la ficticia, el punto de encuentro entre las dos

está en constante movimiento, ora hacia adelante, ora hacia atrás. A veces me parece estar

consumiéndome en la existencia de otro, de estar jugando en la memoria de un desconocido. Cuando me

encuentro aquí, en la clínica, tengo la impresión de haber estado aquí todo el tiempo, de no haber salido

jamás. Sobre todo, tengo premoniciones que se manifiestan como un relámpago, que me hacen intuir la

existencia de otra vida, transcurrida en otro lugar, en una gran metrópoli donde llevaba una existencia

serena, al lado de una mujer que amaba.

Dr. Klein: ¿Es ésta una sensación recurrente?

Pepe Kokubu: Es algo como un líquido que, al ser sacudido, escapa de un recipiente colmado y se

cuela a lo largo de la superficie externa. No me abandona nunca del todo, persiste por fuera de mi

memoria como una presencia muda e inmóvil detrás de la puerta de casa. A veces me acerco, tengo la

tentación de abrir esa puerta, pero cuando estoy por decidirme me asalta el pánico porque tengo la

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certeza de que, si alguna vez encontrara el coraje y la fuerza como para hacerlo, tendría que esperar lo

peor. Vuelvo entonces precipitadamente sobre mis pasos, me instalo en mi presente, contentándome con

reconstruir el pasado sobre el testimonio de los otros. ¿Cómo no creerles? Y sin embargo, mi memoria, y

en consecuencia mi misma vida, empieza en la cama de una clínica, según parece, después de un

larguísimo período de coma. La primera noción de luz es la de una lámpara blanca, incandescente, que

entreveo detrás de la gasa que me venda los ojos. Enseguida alguien me quita el velo que ofusca mi vista.

Las sombras en movimiento se recomponen bien pronto en los rostros de los médicos, que me rodean y

miran hacia mí como si escrutaran en un pozo profundo. Son ellos quienes me devolvieron la vida.

Enfrento el mundo por primera vez, pero enseguida mi mente se rebela, presa del pánico. No recuerdo

más ni quién soy ni qué soy. Con las manos voy en busca de los contornos de mi figura, de mi cara. De

golpe, una sacudida terrible, un dolor lancinante me atraviesa el cuerpo. Querría gritar, pero de mi

garganta sale sólo un ridículo ronquido. Por fin logro enfocar la vista, reconozco los objetos, su función, sé

para qué sirve una silla, una mesa. Si acaso me encuentro aislado en una habitación, puedo imaginarme

también el espacio que existe fuera de estas paredes. Sé bien que esa ventana, desde la que me asomaré

sólo mucho tiempo después de mi despertar, da a una calle; sé bien que ese ruido constante, ese ronquido

que hace vibrar los vidrios, es debido al tránsito ciudadano. Conozco, pues, todo esto. Sé que existe. Si

hubiera nacido en ese momento no lo sabría, por cierto: la función de los objetos me sería del todo

desconocida, las personas mismas, en su aspecto, me serían extrañas, y quizá me infundirían horror. Y en

último término, comprendo su lenguaje, con el que me expresaría también yo, si sólo pudiese mover los

labios. Signo de que mi memoria no se suprimió del todo, de que traje conmigo algo de mi vida

precedente. Sin embargo, siento la sensación extraña de que algo se recompone en mi mente de una

manera del todo nueva. Tengo la impresión de que lo que antes era un mero concepto se materializa como

si un conjunto de moléculas se reordenara, en el punto mismo sobre el que vuelvo mi vista, lo que era sólo

un proyecto, un esquema, y todo esto ocurre simultáneamente, como si el mundo se recompusiera bajo

mis ojos, como si yo mismo fuera su creador, con la facultad de transformar los pensamientos en materia,

las intenciones, en sólida realidad, los rasgos del pensamiento en estructuras inamovibles. Pero todo esto

se cuela literalmente fuera de mí, como si a través del estrechamiento de una clepsidra pasara por la

fuerza toda la materia del universo, provocando un dolor tan grande que es casi inconcebible pensar en

poderlo soportar.

Dr. Klein: Dígame algo sobre el personaje ideado por usted: el Hombre Escarlata.

Pepe Kokubu: El Hombre Escarlata es un extranjero en la tierra, es un ser único, sin padre ni

madre, un huérfano metafísico, nacido de una célula conservada in vitro por mucho tiempo y que no se

sabe a quién perteneció. Es el resultado de un experimento fallido, o realizado sólo en parte. Es el

hombre más solo de la tierra y de todo el universo.

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Dr. Klein: ¿Cómo nació la idea de este personaje?

Pepe Kokubu: En el pasado leí muchos libros. No sabría decirle cuándo ni dónde, pero algunas

historias me las acuerdo bien todavía. La idea nació de un cuento de Wells, en donde se narra sobre un

científico que a punto de morir logra, gracias a determinado compuesto químico, transferir su propia alma

al cuerpo de un joven. En el caso de mi personaje, sin embargo, el experimento fracasa, el laboratorio de

investigación genética se incendia, el científico muere sin coronar su sueño de inmortalidad. El Hombre

Escarlata es el sujeto del experimento, y se llama así porque lleva dentro de sí, como un estigma, el

recuerdo del incendio en el que pereció su demiurgo.

Dr. Klein: Las llamas... las ampollas... En parte es autobiográfico.

Pepe Kokubu: En parte.

Dr. Klein: ¿Actúa para el bien o para el mal?

Pepe Kokubu: Su mente ha superado toda forma de dualismo. Sin embargo, sus acciones, dirigidas

hacia seres en gran medida inferiores a él en la escala evolutiva, buscan una suerte de justicia, de

compensación, teniendo en cuenta también el karma individual, por lo que no siempre son comprendidas.

Dr. Klein: ¿Es una suerte de justiciero?

Pepe Kokubu: En algunos casos puedo serlo, pero nunca en modo cruento. El castigo más fuerte

que pueda infligir a alguien es el de hacerle ver lo que se oculta en su ánimo. Y esta visión puede ser fatal

para el infeliz que deba sufrirla. A veces, sin embargo, cuando el individuo no está del todo corrompido y

existe aún una sutil unión con su ascendencia espiritual, la visión desnuda de sí mismo puede representar

la salvación.

Dr. Klein: Otros personajes como Flash Gordon, Mandrake... tienen una compañera. ¿El Hombre

Escarlata está totalmente solo?

Pepe Kokubu: El científico conservó también algunas células madre de su propia compañera,

muerta años atrás. Algún día la hará revivir. O quizá esté viva desde hace tiempo. En ese caso, la ley de la

atracción no tardará en surtir sus efectos y no tardará en provocar su encuentro.

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Cassette nº 3, duración 58 minutos

Dr. Klein: Volvamos a lo que recuerda de la clínica Neuhaus. ¿A Sussex, lo ve de nuevo?

Pepe Kokubu: Lo vuelvo a ver esa misma noche en la cena. Estamos a la misma mesa, y elegimos

un menú idéntico. Sussex pidió vino tinto, Burdeos. El tema de conversación entre plato y plato es la

inmortalidad. Terminada la cena, una persona se levanta de una mesa de al lado y se acerca.

“Discúlpenme, no pude hacer menos que escuchar su conversación. Oí que hablaban de

inmortalidad. No puedo negar mi interés por el tema”. En este punto el hombre se interrumpe como si

hubiese sido invadido por la sensación de haber descuidado las más elementales reglas de la cortesía.

“Discúlpenme, he olvidado presentarme. Me llamo Egon Forti. Soy médico y me encuentro aquí haciendo

el seguimiento de un paciente”. Dicho esto, se sienta con mucha naturalidad a nuestra mesa. Esta

intrusión nos deja sin palabras, y el hecho de que también el desconocido permanezca en silencio,

esperando quizá de parte nuestra una invitación para proseguir, no hace más que aumentar el embarazo

general. Sussex lo mira de manera extraña, como preparándose a mantener una encendida discusión.

Trato de poner más cómodo al desconocido: “Nos acaba de decir que el argumento le interesaba”.

Pero el hombre seguramente no ha perdido el hilo del discurso, su silencio es un modo de

ponernos a prueba. Tiene unos sesenta años, viste con cuidada elegancia y lleva una barba muy arreglada,

de un negro intenso, probablemente teñida, ya que sus dedos, al alisarla, toman bajo la claridad de la

lámpara reflejos azulados. Entretanto, nos mira con una intensidad indagadora, como para sugerirnos que,

si estuviéramos mal dispuestos respecto de él, incluso podría irse. Hay cierta suficiencia en su modo de

mirarnos. Quizá se está preguntando si no será una pérdida de tiempo. Su presencia me pone incómodo, y

sin embargo no puedo más que esperar a que se ponga a hablar. El hombre sonríe como para excusarse

una vez más por su intromisión. “Oí el tema de su conversación y no supe resistir. Querría oír de vosotros

lo que piensan a este respecto”.

Al oír estas palabras siento cierta desilusión. Me había preparado para escuchar quién sabe qué

revelación y ahora, en cambio, nos toca hablar a nosotros. Como Sussex no dice palabra, soy yo quien le

explica cómo nuestra conversación se aproximó a un terreno tan insidioso. “Discutíamos sobre los

progresos de la medicina que quizá ya está en condiciones de develar todas las enfermedades incurables

que enlutan a la humanidad. Hablábamos de la posibilidad de alargar la vida hasta el punto de alcanzar

una longevidad sin precedente, si no la misma inmortalidad... ”

El hombre parece meditar sobre lo que le acabo de decir. “Pienso”, dice al fin “que deberemos

dar un significado preciso a esta palabra, el concepto mismo se presta para innumerables

interpretaciones. Nos referimos, naturalmente, a la inmortalidad del cuerpo.”

Y dirigiéndose a mi: “Usted mismo me acaba de afirmar que hablaba de la ciencia, que estaría en

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condiciones de prolongar la vida indefinidamente, pero la relación con el tiempo, determinado por

nuestra conciencia, quedaría aún sin resolver. Incluso si la medicina pudiera operar semejante prodigio

sobre el cuerpo, se plantearía el problema de la psiquis, que es mortal. Podrá parecer una paradoja, pero

en el fondo es sólo la psiquis la que sufre la condición de mortalidad, ya que el cuerpo se transforma, se

restituye a los elementos de la tierra, manteniendo su existencia dentro de la especie, que posee todas

las posibilidades de eternizarse hasta el infinito. ¿En semejante milagro de la ciencia, cómo podría la

psiquis compartir con el cuerpo todos esos años excedentes? ¿No es acaso verdad que diez años de nuestra

vida adulta se escapan más rápidamente que un solo mes de nuestra infancia? Si es cierto que para la

conciencia de un niño que tiene un año de vida, un año es toda su vida, y para un hombre de cien años, un

año representa sólo una centésima parte de su existencia, nuestro futuro se acortaría en fracciones

siempre decrecientes hasta hacerse infinitesimales, mientras que la memoria del pasado crecería como la

sensación de un vacío incolmable, tanto como para hacernos sentir náufragos en un océano sin posibilidad

de salvación. Pienso, entonces, que la inmortalidad debe ser buscada no tanto en la duración del mismo

cuerpo, que en todo caso no reencontraría la propia juventud perdida, sino más bien en una forma de

trasmigración a un cuerpo renovado”.

Después de un instante de vacilación Egon Forti prosigue: “Habría otra desventaja atroz: la de

llevar consigo durante demasiados años el bagaje de los propios errores, que no pueden ser suprimidos

más que con la renovación absoluta que se obtiene con la muerte, con la amnesia total que es el supremo

don divino, como lo es el sueño reparador para un hombre fatigado después de una jornada de dura labor.

Y luego, la obtención de esta forma de inmortalidad lleva consigo inevitablemente el eterno

dilema del bien y del mal. Semejante resultado, ¿en qué plato de la balanza debería ser colocado? ¿La

supervivencia para evitar la prueba de la muerte? ¿O para no separarse de los bienes materiales, o del

amor de una mujer que, naturalmente, debería también ella mantener esa eterna juventud? ¿Y podría

semejante individuo gozar de otros privilegios, más allá de los que ya posee? ¿Podría aprender cosas que

todavía no sabe? ¿Podría adquirir nuevos talentos, el talento musical, o la predisposición para la

matemática? No, ciertamente. Aunque un ser humano pueda vivir incluso mil años, estará siempre

limitado por su propia herencia. Lo que puede crecer en él, lo que puede aumentar hasta la desmesura

será una cosa sola, su crueldad, la indiferencia hacia el dolor de los demás. Sería un hombre malvado, un

ser abominable que no tiene ya nada que aprender porque cada una de sus células de su cuerpo está ya

saturada de experiencia. Además, no debiendo temer el ineluctable castigo que espera a todos, podría

obrar para el mal sin ningún temor”.

“Ah”, interviene Sussex, “entiendo, volvemos siempre al problema del bien y del mal, una

cuestión que es siempre relativa”.

“Cierto, eso es verdad, también una pequeña sociedad secreta con intenciones destructivas tiene

sus reglas internas de bien y de mal. La distinción es simple: el bien es constructivo, y el mal lleva a la

disolución, a la disgregación. ¿Y si, en cambio, alguien intentase construir un orden de naturaleza distinta,

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queriendo hacernos creer que miramos al bien supremo de cada individuo singular siempre que adhiramos

a su doctrina hasta el punto de defenderla con la propia vida, hasta eliminar en el camino a todos los que

se oponen? Podrá parecer extraño, pero también el mal tiene su sapiencia, su rigor, su ascetismo. Y

también su liturgia. Muy frecuentemente, cuanto más un hombre trata de imitar la propia divinidad, tanto

más asume, para sus semejantes, la connotación de lo maligno. Inversamente, lo maligno sabe revestirse

con desenvoltura con ornamentos sagrados. Queda un problema sin resolver y es el de la némesis, del

castigo. Todas nuestras acciones negativas se vuelven finalmente en contra de nosotros, en esta vida o,

para quien así lo cree, en otras vidas futuras. Y todo esto es sabido por quien obra el bien, pero también

por quien obra el mal. Y la pregunta final es justamente ésta: ¿es posible actuar para el mal, burlando la

ley de causa y efecto? Quién sabe si los ascetas del mal han descubierto el secreto para ponerse a refugio

de todo posible castigo, elevándose a poder divino y sacrificándole un gran número de víctimas”.

Esta última palabra suena de modo siniestro. ¿Por qué habló de víctimas? Es como si el término se

le hubiera escapado de la boca. Él mismo parece estar sorprendido, casi espantado. “¿Cuántas veces nos

sucede de ver sucederles a otros cosas terribles que nos hacen exclamar: cómo es posible que les haya

ocurrido a ellos algo semejante? Justo a ellos, personas tranquilas, sensatas y temerosas de Dios. Ni

siquiera la teoría del karma, de la culpa que debe ser expiada en esta o en otras vidas, nos puede explicar

la extrema, aparente injusticia de la vida. La ecuación es simple: si con espada hiero, de espada deberé

también perecer, en esta o en otra vida. Pero aquél que me deba matar ¿no merecerá acaso el mismo

castigo, iniciando así una irrefrenable cadena de causas y efectos? Al menos que el ejecutor de esta

venganza sea un hombre legalmente autorizado a hacerlo. Si éste fuese, pongamos el caso, un verdugo,

debería suprimir a un inocente, o mejor, al culpable de un delito cometido en otra vida. También podría

ser un médico”.

“¿Un médico? ¿Y por qué un médico? ¡Qué absurdo!” exclama Sussex.

“Quiero decir un médico cirujano”.

“¿Y por qué justamente un médico cirujano?”

“Porque un médico cirujano es la única persona autorizada a hundir una hoja de acero en el

cuerpo de un hombre sin intención de matar, sino más bien, por el contrario, para salvarle la vida”.

“Usted quiere decir” interviene Sussex, “que la mano de un cirujano que con el bisturí secciona

por equivocación la arteria de un paciente representa simbólicamente un instrumento vengador?”

“Veo que me he explicado bien. Naturalmente son sólo teorías basadas sobre la ley de causa y

efecto. Las cosas se complican cuando y no hablamos de individuos, sino más bien de masas, de

multitudes. Volviendo a lo que sostenía antes sobre la capacidad de obrar el mal sustrayéndose a las

consecuencias, el engaño consiste en actuar en el interior de una legalidad que sea reconocida,

compartida por muchas personas, como la religión, la política, la medicina... la ciencia. Cuanto más

grande sea el número de sus acólitos, menor será la cantidad que se deberá pagar personalmente. Cierto,

podrán verificarse casos de muerte colectiva, aluviones, incendios, naufragios, guerras, desastres aéreos.

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Estas calamidades golpearán en gran parte a personas aparentemente inocentes, pero que no lo son desde

el momento que dieron, si bien de buena fe, su consentimiento”.

Con un movimiento se inclina hacia mí, bajando la voz, como si no quisiera hacerse oír por Sussex,

quien no deja escapar palabra, me confía con toda seriedad que en la clínica Neuhaus se están intentando

experimentos que buscan prolongar la vida hasta alcanzar una condición de inmortalidad. Al oír estas

palabras extiendo los labios en lo que quiere parecer una sonrisa de complicidad, como si fuese claro que

se refiere a una metáfora que ambos compartimos. Por lo demás, es fácil que durante una conversación se

haga uso de alguna hipérbole: normalmente al decir “inmortal” se entiende una persona cuyo prestigio en

vida se sigue recordando en los siglos siguientes. Un gran artista, un genio, un inmortal, queda impreso

indeleblemente en la memoria colectiva. Si se nos refería entonces a la clínica Neuhaus, donde el objetivo

es el de vencer a la vejez, todo está claro. Pero en este caso, como puedo ver en la expresión fruncida del

rostro, su aserción debía referirse a algo distinto de una metáfora demasiado común.

“La juventud eterna, entonces”.

“Usted no puede entender, naturalmente, o al menos no todavía... ”

En este momento nos interrumpe un camarero. Madame Orlova, dice, nos invita a su mesa para

una partida de cartas, con apuesta absolutamente simbólica. Casi parece que Forti se siente aliviado por

esta imprevista interrupción. Y también Sussex. Aceptan la invitación, y yo, por mi parte, no tengo ganas

de rechazarla, a pesar de ser un pésimo jugador.

Dr. Klein: ¿Quién es madame Orlova?

Pepe Kokubu: Madame Orlova es una mujer que seguramente cuenta con muchos años más de los

que declara tener. En los años Treinta era quizá la mujer más cortejada de Europa, pero ahora sufre una

enfermedad degenerativa de los huesos. Viste, sin embargo, con extrema coquetería, ropas ligeras,

adornadas con plumas de avestruz, se pone vistosas pelucas que lucen todas las gradaciones del rojo. En

claro contraste, el rostro aparece siempre cubierto por una espesa pátina de cera blanca que la hace

asemejarse a una máscara japonesa. A pesar de la edad, es frecuente presa de pasiones irrefrenables por

algún joven sirviente, para horror del desdichado porque la mujer no sólo es de edad avanzada sino que

también es de una fealdad impresionante, y si el rostro puede estar recubierto con maquillaje, para el

cuerpo no hay remisión: un esqueleto deforme que de la carne no conserva ni la memoria, con un busto en

forma de quilla sostenido por unas largas piernas, de las cuales no perdió el uso, aunque por la noche

prefiere desplazarse en una silla de ruedas. Tiene pasión por el juego y después de la cena pasa algunas

horas frente a las mesas de paño verde. Nadie la vio jamás perder. Se dice que es una vidente que utiliza

sus dotes también en las mesas de juego. En su juventud, antes de transformarse en actriz famosa, había

sido cantante lírica, y es aún hoy una de las pocas personas en el mundo que pueden emitir, con efecto

verdaderamente impresionante, dos voces simultáneamente: una de soprano y otra de contralto.

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Al final de la partida de whist nos invita a todos a su apartamento para participar de una sesión

espiritista. Quiere evocar, nos dice, a Boris Karloff. Saber que será ella quien conducirá la velada basta

para hacer erizar los cabellos. Sussex en un primer momento se niega declarándose demasiado cansado,

pero al final acepta. Egon Forti, por cuanto parece, ya está al corriente de la cosa, porque será él quien

nos acompañará al lugar.

La cita es a las diez. Subimos con el ascensor al cuatro piso sin intercambiar palabra. Forti golpea

tres veces y luego de una breve pausa, otras dos. A recibirnos viene alguien que madame Orlova hace

pasar por su sobrino: un joven con cabellos lacios atados en forma de cola de caballo. El apartamento está

inmerso en la penumbra, y madame está ya pronta. Alrededor de la mesa, otras personas que no conozco.

No hay presentaciones de rigor, cada uno de nosotros ocupa la silla que le fue asignada y permanecemos

en silencio. Hay todavía un puesto vacío, se está esperando a alguien. Mientras tanto, se apagan las pocas

luces difusas y queda encendido sólo un abat-jour apoyado sobre una mesita en el otro extremo de la

estancia. Los rostros de los participantes se retiran a la penumbra. Madame Orlova nos recomienda en voz

baja que liberemos la mente de todo pensamiento, que la dejemos flotar, dice. Si bien el misterio

siempre me fascinó, es la primera vez que participo de una sesión del género y no logro reprimir la imagen

cómica de un fantasma que aparece de repente y que, al verme, se da a la fuga aterrorizado. Pero

enseguida, este pensamiento se acompaña con una repentina inquietud. Me siento fuera de lugar, tengo la

impresión de encontrarme en medio de una conjura en mi contra, y por poco me invade el impulso de

levantarme y abandonar la sesión. Lo haría si en aquel instante no oyera unos golpes a la puerta. La

entrada había quedado en penumbra, de modo que de la última persona que esperábamos entreveo sólo la

silueta maciza que se mueve de manera innatural. No sé bien por qué, pero mi corazón acelera sus

latidos. ¿Si me impresiono tanto con la llegada de una persona de carne y hueso, cómo reaccionaré con la

aparición de un espectro? El candelero central se enciende para permitir sentarse al recién llegado. El

tiempo me alcanza para notar un hombre obeso, con el cráneo lustroso. Las piernas arqueadas, delgadas

en proporción con el cuerpo macizo, parecen sostenerlo con dificultad, de modo que avanza con una

especie de rolido. Puede parecer cómico a primera vista, pero en realidad infunde temor. Parece tener el

poder de individualizar hasta la más mínima sospecha de burla respecto de su persona, decidido en tal

caso a reducir a cenizas en forma instantánea al infeliz. Sussex emite una tos y se desplaza hacia un lado

para dejarle espacio. El hombre se sienta con dificultad. Sentado alcanza la altura de los hombros de

Sussex, que a pesar de su constitución robusta es de estatura media, y sus piernas no tocan el piso, sino

que cuelgan de la silla como las de un niño. El candelero se apaga y quedamos todos a oscuras. Los ojos se

acostumbran bien pronto a la oscuridad y después de algunos minutos empiezan a delinearse los contornos

de los muebles, el perfil de las cabezas, la mancha clara del vestido de madame Orlova, que con un

susurro nos exhorta una vez más a liberar nuestra mente de cualquier pensamiento y de todo

escepticismo. Nos pide que apoyemos la palma de las manos sobre la mesa y que abramos bien los dedos

hasta tocar los del de al lado, para formar una cadena. Las manos deben unirse por los pulgares y con la

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extremidad de los meñiques tocar las del vecino. Para obtener el contacto debemos inclinarnos hacia el

centro de la mesa sobre el que viene a formarse una pálida rueda de rayos que se hace bien pronto la

única cosa perceptible en la estancia, como si ese círculo estuviese recorrido por una corriente eléctrica

que va aumentando en intensidad, mientras que, por contraste, todo lo demás parece anularse. Por un

tiempo indeterminado tengo la sensación de que esas manos unidas en círculo son lo único que queda de

nosotros, y que todos nosotros, entretanto, nos hemos desmaterializado. Un hormigueo siempre más

intenso comienza a recorrerme los dedos y los antebrazos como una corriente cálida cuya temperatura se

hará de ahí en más intolerable. Estoy a punto de separar las manos arruinando el círculo, pero me doy

cuenta bien pronto de que no ejerzo sobre ellas ningún control, que parecen separadas del cuerpo,

manteniendo intacta, sin embargo, la sensibilidad. En el lugar donde debería sentarse madame Orlova se

difunde una leve claridad, como si su cuerpo extrajese energía de nuestras manos hasta asumir en sus

contornos una luminiscencia bien visible en la oscuridad. Esa palidez fosforescente alrededor de la figura

de la médium parece fluir también hacia dentro de ella. De improviso comienza a hablar. La sensación es

de que alguien, aprovechándose de la oscuridad, tomó su puesto, porque la que oímos no es su voz. No se

entiende lo que está diciendo, pronuncia palabras incomprensibles, desligadas unas de otras sin apariencia

de conexión sintáctica. Parecen los primeros intentos de un niño para pronunciar sílabas, la voz, sin

embargo, es la de un hombre...

Al escuchar esa voz creo que voy a perder el conocimiento, la estancia donde me encuentro se

empequeñece hasta transformarse en la cabina de un ascensor, la pálida rosa de manos sobre la mesa se

vuelve un vago dibujo sobre la pared de caoba del habitáculo. ¿Estoy subiendo o bajando? No logro

entenderlo. Finalmente, el ascensor me deposita en no sé qué piso, salgo y empiezo a caminar a lo largo

de el pasillo. Estoy yendo nuevamente hacia el apartamento de madame Orlova, pero no recuerdo haber

salido de allí. Vacilo por un instante delante de la puerta de su apartamento, querría volver sobre mis

pasos, pero finalmente el llamado se hace aun más fuerte y no puedo hacer más que golpear a esa puerta.

La puerta se abre casi como empujada por el peso de mis nudillos. Siento la voz de madame Orlova.

“Pase, pase”. Las luces en el apartamento están apagadas, y a través de las persianas se filtra la claridad

del día.

Vacilo un poco sobre la entrada, mirando alrededor para comprender qué recorrido seguir, una vez

adentro. ¿Atravesar la roja alfombra? ¿Caminar por el costado evitando la mesita colmada con cristales y

soperas déco? ¿Detenerme a esperar que sea ella quien me guíe en ese bric-à-brac, o buscar en cambio

alcanzar el sillón que está bajo la luz de la ventana? Su voz me llega desde atrás de un biombo chino sobre

cuyos paneles hay dibujadas unas pescadoras al lado del río, con un junco en la lejanía. “No preste

atención al desorden, entre nomás y póngase cómodo”. Me doy cuenta de que no es la misma estancia

donde tuvo lugar la sesión, o quizá los muebles fueron cambiados de lugar. Recién en ese instante noto la

presencia de un prolijo camarero de rasgos asiáticos, que está detrás de la puerta, esperando, con

oriental paciencia, que yo me decida a entrar. La puerta se cierra a mis espaldas y el camarero me

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precede con pasos pequeños a lo largo de un recorrido que no habría podido sospechar. Como pensaba,

me indica el sillón bajo el balcón. Detrás del biombo adivino la sombra esquelética de madame Orlova que

parece agitarse en un grotesco ballet. Se está cambiando de ropa para recibirme. Debe haberse levantado

recién, y el reloj a péndulo de la pared señala las cuatro de la tarde, presumo, pero se sabe que con

frecuencia ella empequeñece las horas frente al paño verde de las mesas de juego, donde nadie la vio

jamás perder. El recuadro iluminado por los pocos rayos de sol que se filtraban se retiró del respaldo del

sillón, mientras que una brisa ligera hace mover las cortinas de tul, largas como un vestido de novia. Sobre

los muebles, fotografías de época, y ella, madame Orlova, en su tiempo Thelma Toldt, cuando era

definida como la diva más bella de la creación, cuando su rostro aparecía en las pantallas de todo el

mundo y sus historias de amor, verdaderas o presumidas, estaban en boca de todos. Sobre la mesita de té

hay apoyado un álbum de tapas doradas. No resisto a la tentación de hojearlo. Por lo demás, parece haber

sido puesto allí a propósito. Thelma Toldt en el fulgor de la juventud. En varias poses de diva, extraídas

mayormente de sus films de mayor suceso. Jovencísima, en las ropas de la divina Helena, con un peplo

blanco, recogido en la cintura. En ropas de jinete, con suntuosas ropas de geisha, o al volante de un

Daimler convertible... Uno se pregunta qué fue lo que determinó la irreducible admiración del público de

entonces. Una belleza inusual, un pudor desenfrenado, esa mirada umbrosa llena de promesas

inconfesadas. Siento aproximarse sus pasos y cierro rápidamente el álbum. Y hela aquí, finalmente,

viniendo a mi encuentro envuelta en un vestido de flores negras y plumas de pavo real y con una peluca

monumental de un rojo que se inflama por un instante con un rayo de sol, para extinguirse enseguida

después en la sombra. Hela aquí tal como aparece después de medio siglo, devastada por el tiempo y por

la enfermedad, con su máscara blanca adornada con manchas rojas, compuestas con maníaca precisión.

Me pregunto si Sussex pensó alguna vez en retratarla, ya que el esqueleto está bien visible, con huesos

delgados pero espesados en las junturas de las rodillas, de los codos y de los nudillos, grandes como

nueces, tanto que nadie podrá jamás deslizar los anillos fuera de sus dedos en el momento de la muerte.

“Mire, mi querido, cuando uno se decide a adentrarse en el reino de ultratumba, es preciso tomar

algunas precauciones. Ante todo debemos enmascararnos lo más posible, no debemos hacernos reconocer,

sino que debemos más bien ocultar nuestro rostro y nuestra identidad de modo que ningún habitante de

ese lugar nos pueda identificar y, atraído por nosotros, venir al nuestro a perseguirnos”.

Los ojos, negrísimos, flotando en sus órbitas de estuco, tienen una insólita transparencia para una

mujer de su edad; a uno se le ocurre imaginar que, al arrebatarle esa máscara, se revelará el rostro de

una jovencita.

“La otra noche, en nuestra reunión, tuve la extraña sensación de que no nos vino a visitar un

espíritu desencarnado, sino que la voz que se manifestó era la de un viviente, prisionero, sin embargo, en

una especie de limbo del cual le es imposible salir. Él se encuentra en esta condición de no vida sin darse

cuenta; está convencido de que está despierto y, en cambio, duerme un sueño profundo del cual no

tardará en despertar. Sé bien que sus historias, que tienen por protagonista al Hombre Escarlata, describe

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muy a menudo ciertos misterios de la vida con la humildad, por cierto rara, de no tratar de explicarlos, y

con esa elección concuerdo plenamente, porque hay cosas que provienen de otro estado de conciencia

muy distinto de aquél al que estamos habituados. Aplicar las reglas de uno para comprender las del otro

sería pura locura. Percepción, imaginación, memoria, son las paredes sutiles con las que se edifica nuestra

persona, una unidad sólo ficticia, un núcleo que muy a menudo es sólo una ilusión. Ya en nuestra vida que

nos parece tan consolidada en eso que llamamos materia y que está regulada por la física mecánica,

donde dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio, somos testigos de hechos, a veces insignificantes,

de experiencias que escapan a la regla. A veces nos preguntamos cómo en los sueños se pueden prever,

con tanta precisión, acontecimientos futuros, nos preguntamos entonces qué representa el sueño, y por

qué nunca se recuerda casi nada de nuestras experiencias nocturnas, por qué nunca hay una frontera tan

nítida y, si me permite la comparación, una aduana tan severa entre el estado de vigilia y el del sueño.

Nos preguntamos qué significa perder la conciencia, o mejor, adónde va la conciencia cuando no habita

más nuestro cuerpo”.

“¿Y usted está en condiciones de prever el futuro?”

“El futuro es previsible en tanto que ya ha ocurrido, nosotros no hacemos más que volver a él”.

“¿Y es posible cambiar el futuro?”

“De la misma manera en que es posible cambiar el pasado, en tanto que son la misma cosa, un

punto sobre el mismo círculo que recorremos en eterno”.

“¿Se puede impedir algún acontecimiento desastroso?”

Sobre la máscara blanca de madame Orlova aparecen dos grietas profundas al lado de esa fisura

sin labios que representa la boca. “Cuando se habla de eterno presente, no se nos refiere al presente que

todos conocemos, a eso que consideramos el ahora, respecto del antes y el después, a esa porción de

tiempo que pasa por debajo de nuestros sentidos, sino que se nos refiere a un presente que encierra en sí

todo el pasado y también todo el futuro. Es una visión global de la vida, la cual puede parecernos inmóvil

como la tierra sobre la que apoyamos los pies y cuyo movimiento se puede deducir sólo por el

desplazamiento de los planetas. Pero usted naturalmente no puede comprender, o al menos no todavía...

Me siento empujado a hacerle la misma pregunta. “¿Y usted está en condiciones de prever el

futuro?” repito.

“Mi querido, en realidad el término “prever” no es exacto, ya que en este caso el futuro se ve, y

basta”.

“¿Y entonces se puede también modificar?”

“El futuro no se puede modificar, se puede sin embargo modificar su significado, ni más ni menos

de lo que se puede hacer con el pasado. Le parece acaso que el pasado se nos aparece más claro que el

futuro?”

Sacudo la cabeza. “No, no...”

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“¿No le parece que la memoria de nuestra vida pasada ya es bastante confusa?”

“¡A quién se lo dice! Gran parte de mi vida fue suprimida de mi memoria”.

“¿Y no le parece extraño que un consenso de muertos trate de reclamar el espíritu de un vivo?”

En tanto madame Orlova, inclinándose, me aferra las muñecas, y de improviso parece no poder

separarse, y comienza a temblar, temblar siempre más fuerte, y su máscara blanca se fractura, primero

en minúsculas fisuras que se ramifican, y su maquillaje comienza a agrietarse y a caérsele encima como

una cáscara de huevo. Por debajo aparece el rostro de una joven mujer, de incomparable belleza,

mientras que yo sigo gritando siempre más fuerte, no, no, no...

Abro los ojos. Me encuentro extendido sobre un diván. Alguien me desabotonó el cuello de la camisa.

Estoy aún en el alojamiento de madame Orlova. Ella está sentada a mi lado y agita un abanico para darme

aire. Detrás de sus hombros se inclina el rostro preocupado de Sussex, mientras que Forti está

tranquilizando a los otros: “Nada, nada, no fue nada, sólo una fuerte emoción”.

Alguien, mientras tanto, se alejó de mi rostro y, en el espacio que se hizo, puedo vislumbrar, no

muy distante, el hombre del cráneo lustroso, cuyo busto macizo surge por sobre el plano de la mesa como

si no tuviera nada que compartir con esas piernas inertes que cuelgan de la silla. No se ha movido de su

puesto y mira hacia mí. “¿No será acaso necesario llevarlo a la enfermería?” exclama con timbre agudo,

una voz que ya antes oí o imaginé oír.

Al oír estas palabras, me pongo de pie de un salto. Con los dedos me palpo los contornos del rostro

para verificar que el vendaje esté en su lugar. Hago algunos pasos por la estancia con forzada

desenvoltura para mostrar que me siento bien y que no hay ninguna necesidad de llevarme a la

enfermería. “No es nada” confirmo. “Estoy muy bien”.

Forti se ofrece para acompañarme hasta mi alojamiento y yo acepto gustoso porque en realidad

las piernas no me sostienen como deberían. Son recorridas por un temblor que logro controlar a duras

penas. Forti me toma por debajo del brazo y nos dirigimos hacia la salida. Parece un espacio interminable,

el piso se volvió una cinta transportadora que gira en la dirección opuesta. El deseo de correr, las piernas

flojas, ese miedo incontrolable... ¿seré aún presa de un íncubo? Mientras tanto Sussex está confabulando

con madame Orlova, pero ella, dándose cuenta de que me estoy yendo, me alcanza con prisa como para

querer sostenerme. “¡Querido, querido muchacho! ¡Cuánto lamento lo sucedido! Espero que me concederá

la cortesía de volver. Mañana temprano por la tarde lo espero aquí para un té. Le ruego no falte porque

me ofendería terriblemente. Quiero verificar personalmente que usted esté bien”.

“Fue sólo un desmayo” interrumpe con brusquedad Forti que, como yo, no ve la hora de irse.

Desde la mesa se eleva una vez más, importuna, esa voz infantil y de tono extraño. “Un calmante,

una noche de sueño, y todo será pronto olvidado”.

¿Olvidado? ¿Cómo no darse cuenta de que enfatizó deliberadamente esta última palabra? ¿Y habrá

sido mi imaginación que me hizo entrever un extraño fulgor en esos ojos hundidos en la máscara blanca de

madame Orlova?

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Egon Forti me acompaña a mi alojamiento. Lo hago entrar. En realidad es él quien insiste, por más

que lo tranquilice acerca de mi estado. Me doy cuenta enseguida de que la condición de mi salud no lo

preocupa para nada, porque me pide permiso para fumar. Acordado. Se sienta en un sillón y espera a que

yo lo imite. Tiene todo el aspecto de querer confiarme alguna cosa.

“Ante todo quiero pedirle nuevamente disculpas por haberme entrometido en la conversación

entre usted y...”

“Sussex”.

“Ya, Sussex...” El tiempo de encender un cigarro, finalmente se apoya sobre el respaldo,

observando un anillo de humo suspendido en el aire. “Escuchando sus palabras no pude hacer menos que

entrometerme, pero después pensé que habría sido mejor hablar de a dos. En realidad no me fío mucho

de esta gente. Pero, dígame, ¿no notó nada de extraño?

Su pregunta me hace sonreír. Es cierto que muchas personas pueden parecer extrañas, pero no

debemos olvidar, le digo, que este hotel hospeda personas que están bajo tratamiento, que casi todas son

de edad avanzada, que contrajeron raras enfermedades degenerativas o que están aguardando recibir

alguna intervención quirúrgica. No estamos en una estación termal, aunque el aspecto exterior lo haría

creer.

“No me refería a eso, pero no importa”. Forti parece acusar un momento de duda. Por un tiempo

reflexiona. “Bueno, si no he oído mal, con el doctor Sussex hablaban de los prodigios de la ciencia médica,

del prolongamiento de la vida. ¿El viejo sueño de la humanidad está quizás por realizarse? Imaginemos por

vía totalmente teórica que los procesos degenerativos puedan de algún modo ser detenidos, que el reloj

biológico pueda detenerse definitivamente. ¿Qué obtendremos? Nada, sino una suerte de vejez perenne,

sin achaques pero también sin perspectiva alguna. Deteniendo el tiempo no hay más esperanza en el

futuro, sino sólo una continua repetición al infinito de una serie de gestos, de procesos fisiológicos, y

basta. Y de a poco empezarán a faltar todas las emociones, el alma se escaparía sin que nos diéramos

cuenta, de modo que quedaría sólo la psiquis aprisionada, encadenada a un cuerpo que por sí mismo no

podría darle nada. La psiquis, como dije ya de cierto modo, es la que aspira a la inmortalidad, y es la que

permanece ligada indisolublemente al cuerpo. La psiquis, sin embargo, es una construcción ficticia, ligada

a la memoria subjetiva, a las emociones pasadas, a la cultura adquirida, y por lo tanto, a las neuronas que

la sostienen, mientras están activas. ¿En un cuerpo inerte, sin perspectivas, cuál sería el finalidad de la

psiquis?

Pero las cosas cambiarían sustancialmente si ésta, en vez de estancarse en un cuerpo detenido y

momificado en el tiempo, tuviese la posibilidad de recobrar la juventud, o de transferirse a un cuerpo

compatible y todavía en crecimiento, manteniendo así intactas sus propias particularidades, aunque

teniendo también la perspectiva de adquirir otras”. Forti, en este punto, no quiere ir más allá con su

razonamiento. El cigarro se apagó y él trata inútilmente de reencenderlo. “Soy médico y sé lo que le digo,

no son ilusiones ni fantasías, sino, créame, ya hace muchos años que se intenta este abominable

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experimento, y quizá ya lo lograron”.

“¿Está convencido?”

“Mi profesión” declara el doctor Forti “me llevó a ser testigo de muchos hechos extraños,

inexplicables, paradojales, y, más allá del caso clínico, representan verdaderas tragedias individuales. No

pasaron demasiados años desde esa vez en que dì con un caso para el que todavía hoy no logro encontrar

una explicación, ni hacer un seguimiento, porque las huellas de lo que descubrí fueron debidamente

suprimidas por alguien. No me pregunte por quién, porque no sabría responderle.

Y bien, hace unos quince años, en una pequeña ciudad de la Suiza alemana, dos turistas que

viajaban en automóvil tuvieron un extraño encuentro. De noche, bajo una lluvia torrencial, estaban

atravesando el bosque de Zweik cuando, a la salida de una curva, por poco no embistieron a un joven que

estaba caminando por el medio de la calle. Afortunadamente su automóvil avanzaba a velocidad reducida,

por lo que pudieron accionar los frenos a tiempo. Se detuvieron a pocos metros de él, iluminándolo de

lleno con los faros, pero éste siguió caminando por el medio de la calle como si nada. Estaba descalzo,

llevaba puesto un piyama gastado y caminaba sobre la línea trazada en el asfalto, poniendo un pie por

delante del otro, buscando permanecer rigurosamente sobre esa guía blanca, como un equilibrista sobre el

cable, y saltando, cuando la línea se interrumpía, de un segmento al otro. Ni el ruido del motor ni los

faros lo habían distraído de ese extraño ejercicio. El automovilista había tocado varias veces la bocina,

pero el muchacho no dio señales de oírlo. Por algunas decenas de metros lo habían seguido a paso de

hombre, pero después, dándose cuenta de alguien podía llegar de improviso y embestirlo, lo alcanzaron,

deteniendo a su lado el automóvil, decididos a sacarlo de allí por las buenas o por las malas. De la llegada

de los dos, el muchacho pareció darse cuenta sólo a último momento, y no reaccionó ni intentó escaparse,

sino que por el contrario, se mostró inesperadamente dócil: ante su llegada dobló las rodillas y se

acurrucó en el piso llorando, como si temiera un castigo. Los dos turistas lo hicieron subir al auto y,

después de envolverlo en una manta, decidieron llevarlo al hospital más cercano de la zona. Sin embargo,

no sabiendo adónde ir, a lo largo del camino fueron atraídos por el letrero de un médico de provincia, y lo

llevaron allí.

Ese médico era yo. En ese tiempo, en efecto, ejercía mi profesión en Landau, y esa

circunscripción estaba a mi cargo.

Lo transportamos hasta la casa, donde tenía una habitación dedicada a enfermería, y dejé que los

dos turistas prosiguieran su viaje, asegurándoles que me ocuparía de él. Después de hacerle tomar un

baño caliente, me preparé para examinarlo. Mientras tanto, había caído en una especie de trance, de

sueño hipnótico, por lo que se tenía en pie con dificultad y sólo daba algún paso si era estimulado a

hacerlo. A pesar de esto, tomó ávidamente un plato de sopa caliente. Lo atraían todas las fuentes

luminosas, sus pupilas comenzaban a moverse como si en la luz viese agitarse alguna cosa. Fijaba su

mirada en ellas, quedándose allí, embobado, hasta que lo llevaba por la fuerza a otro lado. Caminaba

encorvado y perdía a menudo el equilibrio, pero esto se debía al hecho de que la musculatura de las

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piernas estaba atrofiada, como si hubiera estado obligado por largo tiempo a la inmovilidad, hipótesis

confirmada también por unos signos de llagas de decúbito cicatrizadas. Por lo demás, según un primer

examen que le hice esa noche misma, gozaba de buena salud. La dentadura estaba en condiciones, a no

ser por una pequeña obturación en un molar inferior. No presentaba en el cuerpo ni heridas ni signos de

maltrato. La única cosa que me produjo curiosidad fueron unas marcas rojizas en las sienes, como si en

ese lugar le hubieran aplicado ventosas o mejor, como si lo hubieran obligado por largo tiempo a llevar

una máscara subacuática. Vi también que sobre la nuca tenía una marca horizontal, un surco, como la

huella de una cinta o de un gran elástico que le había raleado los cabellos, impidiendo su crecimiento y

dejando una huella profunda sobre el cuero cabelludo.

Le medí los reflejos, que se revelaron muy por debajo de lo normal, si no del todo inexistentes,

pero por lo demás parecía estar físicamente en buen estado. Su vista era también normal, sólo que, como

ya había notado, atraídas por una fuente luminosa, las pupilas primero se dilataban al máximo, como por

el efecto de la atropina, y después se contraían hasta casi desaparecer. Enseguida los globos oculares

comenzaban a oscilar, de manera bien visible sin el auxilio de instrumentos. Parecía como si estuviera

asistiendo a una escena en movimiento, o a la proyección de un film: un movimiento rápido que se

asemejaba a la fase REM del sueño, la fase más activa de los sueños. A veces, sin embargo, este

movimiento se hacía más lento, estabilizándose, como si estuviera leyendo un texto que existía sólo dios

sabe en qué parte de su mente. Fracasé en todos mis intentos de hacerlo hablar e incluso de hacerle

emitir algún sonido. Su oído, sin embargo, era normal porque ante un ruido más bien fuerte y repentino

oponía una reacción, aunque no se volvía hacia la fuente sonora, sino que se ponía rígido para relajarse

nuevamente sólo cuando el sonido había cesado. Mis análisis habían sido más bien sumarios, y debería

tener otros instrumentos para analizar más a fondo su estado físico y mental. Sin embargo, lo que había

visto me bastaba para comprender que el sujeto no corría peligro y que podía tenerlo conmigo por lo

menos hasta el día siguiente.

Entretanto, ya estaba por despuntar el alba y el muchacho se había dormido sobre la camilla que

tenía en la enfermería. Dormía, sin embargo, con los ojos abiertos y las pupilas dilatadas, al punto de

reducir el iris a un sutilísimo anillo. Lo cubrí con una frazada, apagué la luz y lo dejé en ese estado que

presumía se asemejase al sueño. Estaba yo cansadísimo y confiaba en que me bastarían pocas horas de

reposo para recuperarme de la noche insomne que había pasado. Pero la excitación y el cansancio me

impidieron conciliar el sueño enseguida. Persistía además el vago temor de que el muchacho pudiese

despertar y tratar de huir o que, sintiéndose atrapado, intentara algún acto inconsulto. Lo había

encerrado con llave, y las ventanas estaban protegidas con rejas, por lo que me parecía difícil, si no

imposible, que pudiera alejarse, teniendo en cuenta además su debilidad física.

Me pareció que recién me había dormido, cuando me desperté porque alguien estaba tocando la

campanilla. Me senté en la cama con un sobresalto. El reloj marcaba las nueve. Me vestí con prisa y corrí

a abrir. Había comenzado el horario de visita y mi primer paciente se había presentado con puntualidad.

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Le receté los remedios que necesitaba y lo mandé a su casa diciéndole que no me sentía bien. El hombre

me miró asombrado: en tantos años nunca había pasado una cosa así. Para mis pacientes, yo, tutor de su

salud, no tenía derecho a enfermarme. Colgué un cartel en la puerta del consultorio y me precipité hacia

la enfermería temiendo que hubiera pasado algo. Llegué a la puerta y me quedé allí, parado, con el

corazón que me latía con fuerza. Traté de escuchar, pero desde el interior no vería ningún ruido.

Finalmente, me decidí a entrar. La enfermería estaba inmersa en la penumbra. La noche anterior, en

efecto, había bajado las persianas de todas las ventanas, y la luz matutina se filtraba apenas a través de

las listas de madera. El lugar, sin embargo, estaba suficientemente iluminado como para poder ver

claramente, y lo que vi me hizo sobresaltar. La camilla sobre la que había dejado al muchacho dormido

estaba vacía, la frazada, tirada en un rincón, y la sábana, extendida sobre el piso, estaba salpicada,

cubierta literalmente de manchas oscuras. Él parecía haber desaparecido. Levanté la persiana de la

ventana más grande y sólo entonces lo vi, acurrucado detrás del mueble donde guardaba las medicinas.

Sentado en el suelo, se abrazaba las rodillas hasta llevarlas a la altura de la boca. Desparramados sobre el

piso, algunos frascos. Reconocí el de azul de metileno y el de tintura de yodo, y comprendí enseguida la

naturaleza de esas manchas sobre la sábana extendida sobre el suelo. Debería mejor decir: de ésas que a

una cierta distancia me habían parecido manchas, porque, acercándome algunos pasos, no pude retener

una exclamación de maravillado asombro. En toda mi vida jamás había visto nada parecido. Mientras que

la frazada había quedado en el suelo, amontonada tal como había caído, la sábana, en cambio, había sido

extendida con cuidado sobre el piso para ser usada como soporte para pintar una... no sabría cómo

definirla. ¿Imagen, representación pictórica, escenografía? Fuese lo que fuese, no lograba concebir que el

muchacho en pocas horas hubiese podido hacer sólo con sus manos, o ayudándose con torundas de algodón

hidrófilo o trozos de gasa (el piso, en efecto, estaba cubierto de gasas), semejante obra maestra. Las

palabras siempre han sido insuficientes para describir tan sólo una imagen, por simple que ésta pueda ser.

Si además se trata de algo más complejo, las palabras se hacen inútiles. Creo que es imposible transmitir

aunque sea lejanamente la idea de una escena de batalla de Paolo Uccello a quien no haya visto nunca

siquiera un cuadro de este pintor. Se puede hablar de colores predominantes, de cielos, de figuras de

caballeros, de las lanzas, de los caballos. Se puede hablar del tema sólo descomponiéndolo, pero sin

jamás poder restituirlo en su totalidad. Color, forma, equilibrio, armonía... se podría escribir un libro

entero sobre un solo cuadro importante, pero cien mil palabras no bastarían para describirlo, no servirían

al lector como lo haría la visión misma del cuadro, aunque más no sea reproducido en una minúscula

fotografía en blanco y negro. Estoy convencido por eso de que la descripción de lo que vi ese día no podrá

dar más que una pálida idea de cuanto había en esos pocos metros cuadrados de algodón extendidos sobre

el piso. ¿Visión caleidoscópica, panóptica? ¿Fantasmagoría? ¿Cómo podría definirla? Estamos

acostumbrados a valorar la realidad según las habituales tres dimensiones. Se puede plantear la hipótesis

de que existen otras, y que el tiempo sea una de éstas, pero no podemos pensar en relatar una historia, ni

con palabras, ni con imágenes, sino separando unas de otras, y poniéndolas en sucesión. Nos fiamos de la

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capacidad de síntesis de la mente de quien lee o mira. Hablé de Paolo Uccello porque en algunos de sus

pinturas ha narrado historias en cuadros sucesivos. Picasso trató, a su manera, de representarnos un

objeto observado desde varios puntos de vista. Escher nos mostró la falsa perspectiva, los objetos que se

compenetran. El holograma nos da la ilusión de la tridimensionalidad con miles de fotogramas tomados en

secuencia alrededor del objeto, pero en aquél que tenía ante los ojos había más. Era algo muy parecido a

una construcción laberíntica a la que se podía acceder desde cualquier punto. Bastaba cambiar de

ubicación un solo paso, girar alrededor de la pintura, y la perspectiva cambiaba repentinamente. Bastaba

mover la tela algún centímetro para que las imágenes mudaran en forma y en significado. Las escenas se

sucedían circularmente: lo que en primer lugar parecía la bóveda de una iglesia, con imágenes de ángeles

y de santos, se transformaba en una atestada sala de espera, y enseguida, sólo con alejarse un paso, era

un bosque agitado por el viento, y después, la superficie ondulada de un lago en el que se dibujaba un

gran rostro de mujer que en pocos instantes se fragmentaba, para transformarse, como por encanto, en

una pradera que recorrían manadas de bisontes. Tenía delante de mí algo cambiante, magmático, en

perenne movimiento...”

Como golpeado por el recuerdo, Forti apoya su cabeza sobre el respaldo del sillón, y luego

prosigue con su relato.

“Existen los cuadros de Rorschach, usados en los test psicológicos, complejas manchas de tinta

que pueden sugerirnos imágenes, así como sucede al observar las nubes. Nada de eso, en lo que tenía ante

los ojos: todo era bien visible en sus más minuciosos particulares. Si me acercaba algún paso, he aquí que

aparecía, ahí donde se veía algo semejante a un cielo tormentoso, la calle atestada de una gran

metrópoli, corrientes de muchedumbre que se compenetraban, pero de estas personas podía reconocer los

rostros, la vestimenta, la extracción social, la edad... ¿Qué puedo decir? Me parecía estar en medio de

ellos, sentir su respiración, percibir su olor. Y todo esto había sido hecho en pocas horas, en la oscuridad,

y utilizando azul de metileno y tintura de yodo. Creo que frente a un milagro no me habría sentido más

desconcertado que en ese momento. Tanto, que me había olvidado de la presencia del muchacho, que,

aprovechando mi distracción, se estaba dirigiendo hacia la puerta. Lo detuve a tiempo, y él en un primer

momento pareció rebelarse, pataleando como un niño caprichoso, pero después, hablándole con voz

suave, logré calmarlo, no opuso resistencia y se dejó guiar por mí dócilmente.

Volví entonces a ocuparme de él, que sin embargo parecía haberse tranquilizado del todo.

Comprendí que se había dirigido hacia la puerta no para escapar, sino sólo porque había sido atraído

fuertemente por lo que se entreveía en la otra estancia. Me preguntaba qué hacer par tenerlo bajo

control. Ciertamente, no podía tenerlo conmigo por largo tiempo, el mío era un pequeño consultorio de

provincia; tarde o temprano alguien se daría cuenta, y en el código deontológico de mi profesión no está

por cierto contemplado el secuestro de personas. Pero era todavía temprano y por algunas horas podía

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aún examinarlo a fondo. Después de todo lo que había visto, sin embargo, me daba cuenta de que mi

interés por él era de naturaleza distinta de la profesional, y que se hacía siempre más fuerte en mí la

tentación de renovar el experimento, poniéndole a su disposición lápices de pastel y colores. ¿Cuánto

tiempo había pasado desde que había hecho este descubrimiento? La enfermera no había llegado todavía.

Tomaba un autobús desde una localidad vecina y tenía permiso para comenzar el servicio con diez minutos

de atraso respecto de la apertura del consultorio. A las nueve en punto había despedido a mi primer

paciente y ella no había llegado todavía: señal que desde que había visto la pintura no habían pasado más

que pocos minutos, pero tan intensa había sido la emoción, que el tiempo se había dilatado en forma

desmesurada, o aun detenido. ¡Aquí está! Está haciendo sonar la campanilla a mi puerta: en su retraso

acordado, en efecto, era siempre puntual. Me preguntaba qué debería hacer: si mandarla de vuelta a su

casa, ponerla al tanto de lo que había sucedido, o esconderle sólo parcialmente la verdad. Fue ella quien

me ahorró la incomodidad porque, después de leer el cartel colocado en la puerta, estaba ya

preparándose para irse. Debía yo tener un aspecto terrible, no hubo necesidad de convencerla de que me

sentía mal. Me pidió sólo que le avise cuándo retomar el servicio, y de contar con ella por cualquier cosa

que necesitara. La tranquilicé respecto de mi estado de salud, mencioné un vago síntoma gripal, y apenas

se fue, me apresuré a volver a la enfermería, donde el muchacho no se había movido del lugar en que lo

había dejado. Todo estaba en su lugar, la gran pintura estaba aún extendida sobre el piso. No podía menos

que acercarme, quería vivir nuevamente la emoción sentida poco antes. Sin embargo, algo había

cambiado. La luz matutina, que se había hecho más fuerte, me confundía, no reconocía nada de lo que

había visto, o había creído ver. No, no me había engañado, estaba seguro de haber distinguido con

claridad, con mis ojos, esas escenas. Ahora la luz se había hecho más intensa, al punto de diluir todo

claroscuro. Pero se distinguían otros particulares no menos interesantes. Lo que a cierta distancia

aparecían como manchas más o menos decididas, estaban compuestas en realidad de mosaicos de signos

agrupados, signos simples como puntos, o complejos como ideogramas, dispuestos en vórtices que a su vez

seguían órbitas circulares y concéntricas. Me daba cuenta de estar frente a un preciso código del que veía

en ese momento sólo la letra, sin poder captar el espíritu. El hecho me pareció todavía más interesante

porque me di cuenta de que no había visto sólo imágenes, sino que había descifrado algo que en mi mente

se había transformado en imagen. Había leído una lengua desconocida, prefigurando su contenido. ¿Será

que la misma realidad que nos circunda es dada por un constante mensaje cifrado que nuestro cerebro

decodifica a continuación? ¿A qué increíble descubrimiento había llegado? ¿Y quién me creería? Esos

dibujos, en efecto, habían sido interpretados sólo dentro de mi mente, que me había hecho ver paisajes,

multitudes, muchedumbre, nubes, mares tempestuosos. ¿Pero otro en mi lugar vería las mismas cosas? ¿El

fenómeno era objetivo? Y el muchacho, ¿de quién había obtenido semejantes poderes? ¿Quién había

podido hacerle hacer semejantes prodigios? Estaba excitadísimo, pero al mismo tiempo no sabía qué

hacer. No podía olvidar que la situación requeriría de mi parte un comportamiento preciso: en primer

lugar, debería advertir a la policía, averiguar si alguien había denunciado mientras tanto la desaparición

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del muchacho, fugado probablemente de algún instituto. Sabía que estaba actuando en contra de todo

código deontológico, y mientras tanto, el tiempo pasaba, empeorando a cada instante mi posición.

Además, no podía tenerlo encerrado con llave o, peor, bajo sedantes. ¿Y si encima los dos turistas

hubieran tenido la mala idea de advertir la gendarmería más cercana? Me parecía que ya toda la región

estaba al corriente. El teléfono sonaba a continuación, haciendo funcionar la cinta de mi contestador

automático, y ya me parecía ver montones de curiosos frente a mi casa. Estaba por dejarme invadir por el

pánico, cuando un pensamiento, repentino al par que simple, me hizo recobrar la calma. Me vino a la

mente que la mía era, sí, una residencia privada, pero anexa a una estructura pública: un consultorio, el

único de la zona, y que el muchacho se encontraba entonces en el lugar más apropiado. ¿Era o no era el

médico del lugar, responsable directo de su estado de salud, autorizado a tenerlo bajo observación? Se

trataba entonces de hacer la debida denuncia a la policía y, para mi fortuna, quien representaba a la

autoridad en la zona era un amigo de vieja data. Lo llamé por teléfono, rogándole que viniera a mi casa lo

más pronto posible y que no diga palabra a nadie. No agregué más. No había pasado media hora cuando

hizo sonar la campanilla de la entrada. Evidentemente, mi llamado había despertado su curiosidad: por

precaución, en efecto, había tomado su automóvil personal y no el de servicio, que habría podido

despertar sospechas entre los vecinos. Lo puse enseguida al corriente de la situación, rogándole que me

cubriera. Él hizo un llamado a su oficina, para asegurarse de que no hubiese habido denuncias de personas

desaparecidas. Ahora no me quedaba más que someterlo a la prueba. ¿Qué vería él en esa pintura

extendida sobre el piso? Evite influenciarlo, quería observar su reacción espontánea. Bajé las persianas,

tratando de buscar las condiciones de luz en que me había hallado la primera vez, y le pedí que se

acercara a la pintura. Vi enseguida una expresión de sorpresa, se acercó primero, para luego alejarse

entrecerrando los ojos, luego empezó a girar alrededor, tal como lo había hecho yo. “Fantástico,

increíble” le oí decir. Me miró interrogándome con los ojos. “¿Ves también tú lo que veo yo?”

“¿Y tú qué ves?”

“Veo una imagen que cambia continuamente. Adentro hay de todo. Increíble.”

Me había mantenido aparte, ocupado en controlar al muchacho, que en su estado de aparente

tranquilidad estaba aún en condiciones de darme alguna sorpresa, pero también por el temor de que la

epifanía no se repitiera. La constatación de que mi amigo había repetido mi misma experiencia me

bastaba, esto al menos me quitaba toda duda sobre el hecho de que se trataba de un fenómeno objetivo,

aunque no tendría jamás la certeza de que ambos hubiéramos visto exactamente las mismas cosas. ¿Pero

no ocurre esto también con la realidad? Levanté las persianas y la estancia se llenó de luz. Esto puso fin a

su hipnótica zarabanda. Como despertándose repentinamente, vino hacia mí. “¿Y todo esto lo habría

producido en la oscuridad, en una noche?”

“No es todo”.

“¿Qué más?”

“Observa la pintura bajo la luz, y dime qué ves”

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Hizo falta un instante para la confirmación. “Signos, símbolos, cifras...”

“Exactamente”.

Comprendí en este punto que en mi amigo, si bien era un integrísimo funcionario de policía,

encontraría cierta complicidad. Le pedí que tomara oficialmente el caso bajo su autoridad, que verificara

nuevamente si había denuncia de alguna desaparición, pero que hiciera de modo de retardar todo lo más

posible, dándome tiempo de hacer un examen más profundo del sujeto y quizás reintentar el experimento

con medios más idóneos: pasteles y colores en lugar de tinturas medicinales. Y, sobre todo, que no

mencionara el tema a nadie, se entiende. Reflexionó largo tiempo, evidentemente se debatía también él

entre el sentido del deber y la certeza de encontrarse frente a alguna cosa extraordinaria sobre la que

valía la pena indagar. Se acercó al muchacho que estaba inmóvil en una silla, mirando al vacío.

“¿Has notado?”

“¿Qué?”

“Las muñecas, mírale las muñecas”.

No lograba comprender. Con ese minucioso examen al que lo había sometido la noche anterior,

¿cómo se me podía haber escapado un particular tan evidente? Probablemente era a causa de la luz

eléctrica, pero ahora, a la claridad del día, sobre cada muñeca aparecía claramente una señal, similar al

que deja un brazalete. Lo mismo en los tobillos. Esto denotaba que el muchacho había sido inmovilizado

por largo tiempo, encadenado a un muro, o a una cama de contención. Una imagen, tan fugaz como

terrible, me pasó frente a los ojos, haciéndome estremecer. ¿Qué experimento inhumano se había

cumplido sobre ese cuerpo? En este punto señalé a mi amigo también las sienes y la nuca. Le pregunté qué

pensaba.

“Espero que la verdad no sea lo que estoy imaginando en este momento”. Sacudió la cabeza como

para librarse de un pensamiento molesto. El mismo que había tenido yo. “Una cosa es cierta: nos

encontramos frente a algo ilegal. Este muchacho es un conejillo de indias.”

“Yo también pensé lo mismo. El sujeto de un experimento que no oso siquiera imaginar.”

“Un animalito de laboratorio, prisionero desde el nacimiento. Criado quién sabe cómo. Pero

ahora, alguien o algo abrió la puerta de la jaula. No sé qué podemos hacer. ¿Cuántas personas están al

corriente, aparte de nosotros dos?”

“Nadie. O mejor dicho, esos dos que me lo trajeron.”

“¿Los conoces?”

“No. Eran dos turistas de paso. Parecía que tenían muchas ganas de desembarazarse de él para

proseguir su viaje”.

“¿Crees que hayan hablado?”

“Seguramente se lo contarán a alguien, cuando hayan vuelto a su casa. Será el plato fuerte de sus

vacaciones. Lo importante es que no hayan denunciado el hecho a la autoridad, pero no lo creo. Era un

matrimonio de edad y les aseguré que yo me ocuparía. De un médico uno se puede fiar.”

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“¿Y ahora qué piensas hacer?”

“Ése es el problema. De aquí no puedo moverme, y no puedo tenerlo encerrado con llave ni

tampoco atado a la cama”.

“Habría una solución”.

“¿Y cuál?”

“Pongámoslo en prisión”. Acusando la mirada que le dirigí, se apresuró a agregar “Pongámoslo en

una celda cómoda, sólo para su protección, se entiende. A veces lo hacemos con los drogados o con los

borrachos, y de que él no lo sea todavía debemos cerciorarnos. Podría ser tu deber. Sabes que en la cárcel

tenemos también nosotros una enfermería, quizás más equipada que la tuya. Allí tendrás modo de

controlarlo con toda calma, y yo mientras tanto haré algunas indagaciones. No podremos tenerlo mucho

tiempo: el tiempo que yo extienda un informe verbal y tú un informe médico, después deberemos llevarlo

al hospital más cercano y hacer pública la cosa”.

“¿Y cómo hacemos con Franz?” Franz era el único agente de la zona. En realidad, en ese distrito

no había mucho que hacer para la policía, más que poner alguna multa por exceso de velocidad. Y las

celdas de la cárcel estaban, la mayor parte del año, vacías y sin usar, hasta el punto que, en ciertas

ocasiones, como durante las ferias de la región, se alquilaban como si fueran habitaciones de hotel.

“Franz tiene otras cosas en las que pensar, y además hace todo lo que le ordeno”. La solución me

parecía buena, ¿pero cómo transportarlo? ¿Y cómo vestirlo? La noche anterior, en efecto, quitada la ropa

mojada, le había hecho vestir un viejo pijama mío, arremangando las mangas y bocamangas, pero no era

precisamente en ese estado que podía andar por la calle. Probé con alguna casaca mía, pero el resultado

no cambiaba; al fin me acordé de un viejo impermeable que la enfermera, en los días de tiempo variable,

olvidaba a menudo en el consultorio. Le llegaba hasta los pies, pero por lo menos era de talle más

reducido que el que usaba yo. A la gendarmería lo llevaría mi amigo. El trayecto no era largo y el

muchacho no había manifestado intenciones de rebelarse, ni de querer huir. Además, las puertas traseras

del automóvil tenían bloqueo centralizado. Yo me reuniría con ellos enseguida”.

Forti calló repentinamente, como si en la narración hubiese agotado toda su energía. Gotitas de sudor le

descendían a lo largo de la sien izquierda, la que estaba sometida al calor de la lámpara de mesa, y de ese

lado su barba revela un color de ala de cuervo. Sólo con mirarlo me siento invadido por un cansancio, no

tengo fuerzas para esbozar un comentario sobre lo que acabo de oír, ni las ganas de exhortarlo a proseguir

su relato. Sin que yo le diga nada, sin embargo, en un momento parece recuperarse.

“Todavía hoy me pregunto qué habría sucedido si yo, en vez de quedarme, hubiera decidido ir con

ellos. Quizá no habría sucedido.”

“¿Qué cosa?”

“Todo había andado bien. Enseguida después de su partida volví a mi casa para poner un poco de

orden en la enfermería. La sábana estaba aún extendida en el piso. Me preguntaba qué haría. En el

momento pensé en recogerla y de ponerla en un lugar seguro, pero luego me vino la duda de que haciendo

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así podría dañarla o que, sólo con moverla del lugar en que se encontraba, pudiera de algún modo perder

su extraordinaria propiedad. La luz misma podría alterar la tinta. Bajé las persianas, la estancia se

oscureció, habría querido irme, pero volví sobre mis pasos...

Sonó el teléfono y me di cuenta de que, en estado hipnótico, seguía girando alrededor de la

pintura y que, atraído por ese vértigo, había perdido la noción del tiempo y de mí mismo. Era una llamada

de urgencia en el aparato de servicio: había habido un accidente sobre la carretera provincial. Acudí al

lugar y ya desde lejos reconocí el auto volcado en una zanja y, en la tierra, el cuerpo exánime de mi

amigo, asistido por algunas personas. Llegado al lugar, esperando la ambulancia, preste los primeros

auxilios al herido, pero del muchacho no había rastro. Pensé que con el impacto se podría haber sido

expulsado del auto y que se podría haber alejado dentro del bosque, en ese caso sería difícil encontrarlo

nuevamente. Lo que sucedió, me lo contó mi amigo, más tarde, en el lecho de un hospital. No se había

tratado de un accidente. En realidad se había detenido durante el trayecto para prestar auxilio a un

herido. Había un automóvil detenido y una persona caída en el asfalto. Pero mientras me acercaba al

cuerpo exánime, fui golpeado en la cabeza. Su auto fue empujado dentro de la zanja para simular un

accidente. Y el muchacho había sido raptado, o mejor dicho, había terminado su brevísimo período de

libertad.

Como si esto no fuese suficiente, cuando volví del hospital descubrí que alguien se había metido

en mi casa, forzando la cerradura. Todo el apartamento había sido revuelto y la pintura había

desaparecido”.

Forti parece atormentado por este pensamiento, el sudor que se cuela de su sien izquierda formó

ya una huella brillante sobre la mejilla. Sus ropas parecen haberse ensanchado, o mejor dicho, su figura,

empequeñecido. Sólo en ese momento puedo notar qué pequeñas son sus manos pálidas, con mechoncitos

de pelos negros sobre las falanges, tan pequeñas que se pierden en las mangas, y también los pies metidos

en zapatos de medida extremadamente reducida, de los que se entrevén sólo las puntas, asomando por la

bocamanga del pantalón.

Dr. Klein: Hagamos una pequeña pausa. El tiempo para cambiar la cinta.

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Cassette nº4, duración 20 minutos

Dr. Klein: Ahora puede continuar.

Pepe Kokubu: Egon Forti retoma la palabra: “El caso estaba cerrado. Si bien mi amigo era un

funcionario de policía, por la agresión sufrida sólo podía presentar una denuncia contra desconocidos. En

su informe no hizo mención ni del encuentro ni de la desaparición del muchacho. No podíamos menos que

sospechar que había una relación con el incendio de un orfanato, ocurrido algunos días después, una

verdadera tragedia en la que habían muerto más de cincuenta personas. Pero las investigaciones en ese

sentido no llegaron a ningún resultado. Los niños que habían muerto no tenían a nadie en el mundo. Y no

había ninguna prueba que sobre ellos se hiciesen extraños experimentos. La coincidencia, sin embargo,

nos hacía reflexionar. ¿Y si aquel muchacho hubiera sido uno de ellos? Finalmente desistimos, no había

ningún modo de relacionar los hechos. Quedó como un secreto entre nosotros dos, que condicionó nuestra

vieja amistad, ya que cada vez que nos encontrábamos no podíamos hablar de otra cosa, buscando

reconstruir los acontecimientos de aquella jornada, cuyo recuerdo se alejaba y desdibujaba siempre más

en la memoria y sólo hablar de ello nos daba la impresión de poderlo conservar. Si no fuera porque los dos

habíamos visto la misma cosa, habría comenzado a convencerme de que no había sucedido nada. El sueño

no queda impreso en la memoria más que el reflejo de un ala de pájaro en el agua de un río que corre. A

veces, también, los sueños más vívidos se diluyen enseguida después de nuestro despertar; algunos, por el

contrario, persisten en todos sus detalles también a decenios de distancia, como si tuvieran la capacidad

de reconstruirse con sólo enfocar sobre ellos nuestra atención. No son impresiones, sino que son la

expresión misma de nuestra mente. Y bien, esas imágenes que juraba haber visto tenían esta intrínseca

capacidad de renovarse, tomando fuerza de mi atención interior. Se materializaban, paradójicamente, en

los sueños nocturnos. Persistían en la vigilia. Con sólo cerrar los ojos, los veía rotar como en una nebulosa

en formación: bosques, nubes, rostros que asumían contornos siempre más precisos, tanto, que si los

hubiera encontrado por la calle los habría reconocido aun en medio de la muchedumbre.

Y al fin, después de mucho tiempo, ocurrió algo que inesperadamente me transportó nuevamente

a aquellos hechos. Fue por pura casualidad, en Lucerna, en una muestra sobre la historia del cine, del

mudo al sonoro, hasta nuestros días. Se exhibían objetos de todo tipo: antiguas filmadoras, vestuario,

fotografías de escenas, filmaciones, escenografías, diseños, bocetos, caricaturas, afiches. Fue en medio

de esta reseña que tuve repentinamente una fulguración, algo llamó imperiosamente mi atención. En un

salón, se exponían sobre las paredes los paneles de una escenografía. Volví a ver las mismas

muchedumbres que se amontonaban en una estación del subterráneo, la gente que caminaba por la calle,

que paseaba en los parques públicos, los bosques, las nubes, y vi también aquel rostro de mujer que me

obsesionaba desde hace tiempo, radicado en mi mente, hasta el punto que sólo le faltaba abrir la boca

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para hacerme oír su voz. No podía pensar en una coincidencia, no podía creer que mi razón hubiera

querido, por así decir, volver a poner los pies sobre la tierra, aferrarse a algo sólido, encontrar un punto

firme frente al continuo desvanecerse de mi fantasía. No, las semejanzas eran demasiado precisas. El

estilo de un artista es único, irrepetible, a menos que alguien quiera falsificar su obra. Se trataba de la

misma mano o, mejor dicho, de la misma mente.

En el catálogo adquirido en la exposición estaba el nombre del autor, Marcus Walzer, berlinés, y

también una foto de hace cincuenta años, que lo evocaba posando al lado de una de sus obras. En la guía

telefónica de Berlín, sin embargo, no aparecía nadie con ese nombre. Recurrí finalmente a mi amigo, que,

gracias al aparato de investigaciones de su oficina, no tuvo dificultad para rastrearlo. Marcus Walzer vivía

aún en Berlín. Decidí, pues, ir a buscarlo. Para evitar que me evitara o que me directamente me

rechazara de plano, le envié un telegrama anunciándole mi llegada al día siguiente. Le escribí sólo dos

frases: que el encuentro era para mí una cuestión de vital importancia, y que no le robaría demasiado

tiempo. Era suficiente para estimular su curiosidad, y al mismo tiempo para no inquietarlo. La mía era una

movida azarosa, no sabía si funcionaría, pero al fin se demostró eficaz. Durante el viaje en tren tuve

tiempo de leer algunas noticias, sobre su vida y sus obras. Se había dedicado en los años juveniles a la

pintura, siguiendo a Braque y a Picasso, de quienes se hizo amigo, había vuelto bien pronto al arte

figurativo, que le era más afín, pero abandonando este último género para aprovechar su talento en el

ámbito de la escenografía. Su obra había sido revalorada sólo en los últimos años Noventa, cuando ya

desde hace tiempo se había retirado de la actividad. Estas pocas noticias, junto con la fisonomía juvenil

de esa única foto aparecida en el catálogo de la muestra, era todo lo que sabía en el momento en que

descendí del taxi frente a la dirección que poseía. El número correspondía a un edificio aislado, el único

que quedaba en pie en todo un distrito que había sido demolido recientemente. Había aún montones de

escombros humeantes alrededor de los cuales se agrupaban algunas piedras gigantescas. El único

sobreviviente, era ese edificio que tenía cuatro entradas, y a cada una correspondía un casillero de

nombres, entre los que, como me temía, no encontré el de Marcus Walzer. Los pasé y repasé varias veces

uno por uno, pero sin éxito. Probé hacer sonar alguna campanilla al azar. No respondió nadie, sólo el

ladrar de un perro en el quinto piso. Busqué en vano al portero. Comenzaba a desesperar. Había

emprendido un largo viaje sin ninguna certeza, y estaba corriendo el riesgo de regresar con las manos

vacías. Ya estaba pensando en consultar la oficina catastral, o dirigirme al correo, cuando me atrajo un

casillero sin nombre. Me acerqué para observar mejor. Sobre el cartoncito amarillento quedaba apenas

visible el residuo de una escritura borrada, dos letras solamente: una M y una W. Hice sonar la campanilla,

y el tiempo de espera se hizo infinito. La hora preanunciada en mi telegrama recién había pasado, era

puntual, restaba ver si sería recibido o no.

El intercomunicador graznó algo incomprensible, a lo que respondí declinando mis generalidades

de manera ridículamente formal, escandiendo con precisión cada sílaba, y después de algunos segundos de

absoluto silencio, el portón se abrió con un golpe. El ascensor me llevó al último piso. La persona que me

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esperaba inmóvil en la entrada no era Marcus Walzer, pero igualmente mi hizo pasar a un saloncito sin

pretensiones, con paredes despojadas, casi una sala de espera. El hombre que me había recibido era

calvo, pero usaba como compensación un par de patillas de color herrumbre. Las cejas sin color y unas

pecas esparcidas alrededor de la nariz conferían a sus ojos claros un aire inocuo, infantil. Su cuerpo, y

sobre todo sus manos, denotaban sin embargo la fuerza de un luchador. Levantó una silla de madera

maciza con dos dedos y, poniéndose a horcajadas como si fuera una motocicleta, se sentó apoyando los

antebrazos sobre el respaldo vuelto hacia mí. Era una actitud, la suya, que en otro lugar habría parecido

extremadamente amenazadora, el inicio de un duro, extenuante interrogatorio, pero en ese saloncito

pareció, en cambio, un acto inhospitalario respecto de un importuno, una advertencia para que me fuera

lo más pronto posible.

“El doctor Walzer no recibe a nadie. Soy su secretario. Dígame la razón de esta visita”.

Me daba perfectamente cuenta del punto débil de ese individuo. Ya sea que fuese su guardaespaldas o su

concubino, o ambas cosas, al pronunciar la palabra “secretario” había tenido ese instante de vacilación

que lo delataba.

“¿Secretario?” pregunté, con evidente estupor. “No se habló de ningún secretario”.

El color claro de mi interlocutor sufrió un ligero enrojecimiento. En otros tiempos y en otros lugares,

habría pagado caro mi afrenta. ¿Pero aquí, qué podía sucederme?

“Ya le dije que el doctor Walzer no recibe a nadie.”

“¿Y por qué?”

“Su salud no se lo permite”.

“Pero yo no vine hasta Berlín para hablar con su... secretario”.

“Temo, pues, que deberá irse”.

“Querría hablar con el doctor Walzer aunque sea por pocos minutos. Como dije en el telegrama,

se trata de una cuestión de vital importancia.” Pronuncié estas palabras en voz bien alta sabiendo que si

Marcus Walzer se encontraba en el apartamento, me estaba escuchando.

El secretario, o quien diablos fuese, perdió la paciencia y se levantó de repente, como expulsado por la

silla misma que, con lo brusco del gesto, cayó por el piso. Él la dejó donde estaba, como signo de

advertencia.

“Ahora le ruego que se vaya. Si no quiere ponerme al corriente de lo que quiere decirle al doctor

Walzer, sepa que puede tomar la puerta e irse, todavía con sus piernas...”

“El tema es estrictamente personal” insistí. “Se refiere a su arte, su pintura, y no veo cómo usted

pueda...”

“Váyase”. Su expresión esta vez se había hecho verdaderamente amenazadora. Si hubiera

agregado una sola palabra, habría sido a costa de mi integridad física.

“De acuerdo, de acuerdo” lo tranquilicé. Me voy, pero de este modo el doctor Walzer no podrá

saber jamás de qué se trataba”. Esperaba, con estas palabras, despertar el interés del anciano artista, en

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el caso de que estuviera escuchando. Era la única carta que me quedaba por jugar. ¿Resistiría a la

curiosidad? ¿Al amor propio? ¿A esa buena dosis de narcisismo que seguramente es propia de todo artista, y

aún más si éste en el pasado estaba en auge y ahora olvidado? Todos mis esfuerzos parecían inútiles. El

secretario tenía ya la puerta abierta, sosteniéndola como un torero sostiene su manto, con la diferencia

de que, por mi parte, no tenía ninguna gana de arrojarme sobre él. Al contrario, buscaba retardar la

despedida lo más posible, imprimiendo lentitud a todos mis gestos, con la esperanza de que ocurriera

algo. Ya resignado, había dado algunos pasos hacia la salida bajo la mirada triunfante del secretario,

cuando de una de las habitaciones adyacentes llegó un furioso retumbar, como si alguien golpeara con un

gran bastón sobre el piso de madera. Al oír este ruido el secretario empalideció y, abandonando su lugar,

se alejó con prisa, dejándome solo. Era ésa la señal con la que Marcus Walzer requería la presencia del

hombre, y la prisa que éste había puesto para acudir denotaba ahora una insólita urgencia. Al poco tiempo

reapareció, y esta vez parecía aliviado al ver que no me había ido. Parecía el retrato mismo de la

gentileza, era como si la mano de un santo se le hubiera posado sobre la frente, volviendo mansa su

naturaleza malvada.

“Me debe disculpar” dijo con una voz que no se condecía con su complexión muscular. “No hago

más que seguir las órdenes de Marcus...” se corrigió, “del doctor Walzer...”

Me sentía magnánimo. “No es nada”.

“No es nada personal, pero tenía instrucciones precisas. El doctor Walzer es asediado por todo

tipo de individuos de los que debo defenderlo. Inoportunos, embrollones...” Acreedores... pensé. “Me

permito entonces advertirle. Pienso que su pedido de ser recibido tiene un fundamento válido, de otro

modo estaré obligado...”

No lo dejé continuar, pasé a su lado con la mirada de desprecio que algunos sometidos se

merecen. La puerta del fondo me invitaba a entrar. En comparación con la salita a pleno sol en que se

había desarrollado el encuentro con el presunto secretario, el recuadro parecía proyectarse en la

oscuridad más completa. Atravesé la puerta sin ver adonde entraba. Gruesas cortinas cubrían las grandes

ventanas, y si no hubiera sido por alguna luz que se filtraba, no habría sabido dónde poner los pies. Pero

los ojos se habituaron bien pronto a la oscuridad y comencé a reconocer el contorno de los muebles y la

planimetría de la estancia.

“Pase, pase nomás” pronunció una voz desde el fondo. Era una voz precedida y seguida por un

soplo, como el de un fuelle. Avancé algunos pasos y distinguí claramente la figura de Marcus Walzer.

Estaba sentado detrás de un imponente escritorio repleto de papeles y su rostro pequeño se recortaba

sobre el respaldo de un sillón de cuero negro que lo sobrepasaba por un palmo.

“Hace años que aquí no entra un alma viva”. Ya me encuentro frente a él. Su cuerpo envuelto en

una bata de brocado se hundía en el sillón. El rostro era afilado, con la nariz delgada y aguda, los largos

cabellos blancos le descendían hasta los hombros. A pesar de la edad conservaba cierta orgullosa dignidad,

sostenida sobre todo por una mirada que ponía a uno incómodo. Apoyado sobre el brazo del sillón había un

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macizo bastón con pomo de plata. Era seguramente con eso que había golpeado hace un momento sobre el

piso para llamar a su devoto. Detrás del respaldo del sillón asomaba la ojiva de un tanque de oxígeno, con

la boquilla al alcance de la mano.

“Espero que la penumbra no le moleste”.

“No me molesta para nada”. Ya mis ojos distinguían claramente cada cosa. Esa penumbra era casi

placentera.

Me invitó a sentarme y quedó a la espera de que le expusiera el motivo de mi visita.

Evidentemente tenía curiosidad y estaba impaciente. En el telegrama le había hablado de una cuestión de

vital importancia y ahora no debería decepcionarlo. Empecé, sin embargo, tomando el tema en forma muy

indirecta, le hablé de la muestra de Lucerna donde había visto expuestos sus trabajos, y mentí respecto

del interés te tenía por ellos, mencionando vagamente una serie de artículos que estaba escribiendo para

una revista de arte. Pero me dí cuenta enseguida de que Marcus Walzer era más perspicaz y atento de lo

que su edad y su condición de salud permitirían suponer. Me interrumpió con un gesto de la mano y con la

expresión de quien está por estornudar, después se llevó la máscara de oxígeno a la cara y aspiró varias

veces a fondo. Hurgó entre los papeles esparcidos sobre el escritorio y extrajo mi telegrama.

“Aquí usted sostiene que se trata de una cuestión de vital importancia y que para exponérmela no

me haría perder más que algunos minutos. Minutos ya pasaron demasiados, pero esto ciertamente no me

molesta, ya que a mi edad, en mi estado de salud, el valor del tiempo se revela relativo: si bien me queda

poco, estoy también dispuesto a dilapidarlo, con tal de que usted sepa despertar, al menos por un

instante, mi interés, empresa, ésta, difícil de llevar a buen término con un hombre que se encuentra en

mis condiciones, sobre todo mintiendo, y mal, como está haciendo usted en este momento”.

Hundió una vez más la cara en la máscara de oxígeno. “Si el tema se refiere simplemente a un

artículo sobre una revista de arte, puede considerarse ya fuera de aquí”.

Su mano ya estaba yendo en busca del bastón.

“Lo admito, lo admito” me apuré a decir antes de que llamara de nuevo a su secretario, quien

habría estado muy feliz de llevarme hasta la puerta. “La razón es otra”.

“¿Quiere ir al punto? ¿Por qué le interesan justamente esos paneles?”

“Soy médico” dije, para ganar tiempo. Esta imprevista digresión pareció suscitar su interés porque

dejó el bastón en su lugar. El único modo de no hacerme echar era enfrentar directamente el tema.

“Hace tiempo di con un caso insólito de autismo”. En este punto el interés de Marcus Walzer había subido

hasta las estrellas y me podría haber permitido tenerlo en suspenso, pero no lo hice. “El sujeto en

cuestión tenía una extraordinaria capacidad de pintar. Era, diría, su único modo de expresarse, y lo hacía

con todos los medios que tenía a disposición”.

“¿Y bien?”

El hecho es que en lo que le he visto pintar había una extraordinaria semejanza con los paneles

expuestos en la muestra de Lucerna. ¿Usted cómo lo explica?

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Marcus Walzer no respondía. Para una pregunta como la mía podría haber encontrado mil

respuestas diferentes. Y en cambio callaba. “¿No está seguro?” dije al fin.

“Una extraordinaria semejanza, es poco decir”. No hace falta ser un experto para darse cuenta.

Reproducidos tal cual, fotocopiados es la palabra justa. La única diferencia está en los colores. Aquellos

de los que hablo fueron hechos utilizando tintura de yodo y azul de metileno: ámbar y cobalto en vez de

colores. Pasaron algunos años desde que los vi, y sin embargo los reconocí, en sus mínimos detalles: un

rostro de mujer, por ejemplo, retratado muchas veces”.

Marcus Walzer permanecía inmóvil y en silencio. Parecía hurgar en la memoria. Sus ojos que hasta

ahora no me habían perdido de vista un instante parecían escrutar en las profundidades de una vorágine.

Quizá era así como veía su pasado.

“¿Qué fue de él?” preguntó finalmente.

“Desapareció. Lo más probable es que haya sido raptado por los mismos que lo habían dejado

escapar”.

“¿Y la pintura de la que me habló?”

“Desapareció también”.

“¿Desapareció?”

“La robaron”.

“¿No tiene ninguna prueba entonces?”

“Temo que no”.

“¿Y está seguro de que no fue una alucinación?”

“No soy el único que la vio”.

“Pero no tiene pruebas concretas”.

“No hay nada, aparte de la memoria de lo que hemos visto con nuestros ojos. Pero es suficiente”.

“Ah” exclamó Marcus Walzer ante mis palabras. “¿Cómo pude permitir semejante abominación?”

Comprendí enseguida que había dado en el blanco. Pero no dije nada y dejé que continuara.

“¿Cómo hice para ceder a la suprema tentación? Y sin embargo en aquel tiempo todo parecía

posible. Los dioses habían descendido entre nosotros y todo nos parecía lícito. He vivido los últimos años

con la esperanza de que aquel experimento iniciado con mi aprobación hubiese caído en la nada. He

tratado de olvidar, de convencerme de que no había realmente sucedido. Mi conciencia me ha

atormentado por años, reduciéndome a la soledad, al aislamiento, por miedo de descubrir la verdad. “Ah,

qué premio más grande es el olvido”.

Marcus Walzer parecía hundido en el sillón, los pálidos labios tensos en una mueca de disgusto, los

ojos cerrados, los puños apretados...”

La voz de Egon Forti resuena infinitamente lejana. Continúa hablando, pero justamente como

imagino al viejo Marcus Walzer abrumado por el peso de sus remordimientos, del mismo modo yo también

me siento desmayar. El muchacho perdido en el bosque. El incendio de un instituto en el Jura. Un único

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sobreviviente. Todo esto, hace quince años: el período que coincide con la presunta pérdida de mi

memoria. Soy yo, entonces, el Hombre Escarlata, el ser más solo de esta tierra y del entero universo. El

resultado de un experimento.

Egon Forti se me acerca y con dos dedos pellizca y retira un mechón de su barba, revelando el

pegamento que se estira en muchos filamentos blanquecinos. Pero enseguida vuelve a aplicar mejor los

pelos de su barba postiza. “Perdóneme esta puesta en escena, pero no me quiero hacer reconocer”. Sus

rasgos están alterados por la cercanía. Puedo ver claramente el correr de la sangre de un capilar que

desde el borde del iris se ramifica sobre la esclerótica biliosa. “Él está aquí” me susurra, “y no tardará en

hacerse ver. Antes de irse para siempre, el demiurgo quiere conocer a su criatura”.

No recuerdo otra cosa. La cinta que corría delante de mis ojos se ha como trabado. Oscuridad en la sala.

Ningún ruido. Ningún recuerdo. Estoy cansado, cansado...

Dr. Klein: Proseguiremos mañana. Ahora trate de descansar. Le daré sólo un suave sedante. No

tenga miedo.

Pepe Kokubu: ¿En este punto qué debería temer? ¿No he muerto acaso muchas veces?

Dr. Klein: Trate de dormir ahora.

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Cassette nº 5, duración 60 minutos

Dr. Klein: ¿Se anima a retomar desde la última vez? ¿Qué más recuerda?

Pepe Kokubu: Es el día siguiente. Y me vienen a buscar.

Dr. Klein: ¿Es el día siguiente al relato de Forti?

Pepe Kokubu: Sí, la revelación de Forti me ha alterado y, después de que se fue, decido que en la

clínica Neuhaus no pasaré un minuto más. Partiré enseguida. Hago las valijas y me preparo. Apenas sea

posible, llamaré un taxi y tomaré el primer tren. Paso el resto de la noche en un angustiante insomnio,

tengo la impresión de que el tiempo se ha detenido, las agujas del reloj parecen pintadas sobre el

cuadrante, y mientras tanto el relato de Forti continúa atormentando mi mente. Al fin deberé descubrir

quién soy. ¿Qué importancia tiene si interrumpo la cura a la que me he sometido por años? Seré el Hombre

Escarlata mientras viva.

Con las primeras luces del alba, agotado por mil pensamientos, cedo al sueño así como estoy,

vestido desde la cabeza hasta los pies, con las valijas preparadas delante de la puerta. Me duermo por

pocos minutos, o al menos así me parece, pero cuando vuelvo a abrir los ojos el sol ya está alto y han

venido a buscarme de la clínica. Trato de protestar. “No es para hoy” digo. “Se equivocaron. La

intervención está prevista para mañana”. Pero no me hacen caso, me quitan los zapatos y me calzan un

par de pantuflas. “¡No es para hoy, les digo!”

Alguien se digna responderme: “El doctor Hohen ha decidido anticipar”. Me levantan en peso para

colocarme sobre la silla de ruedas. Comprendo en ese momento lo que es la suprema resignación. Frente

al cuchillo, al patíbulo, a la muerte ineluctable. Una suerte de bálsamo que te invade desde la cabeza

hasta los pies, que te infunde casi un sentido de bienestar. “¡Y bueno, sea!” dices, y te dejas manipular

como un fantoche. Por lo demás, siempre han hecho así, también esta vez vinieron a buscarme a mi

habitación. Dos enfermeros con una silla de ruedas, para hacerme hacer el trayecto desde el hotel hasta

el pabellón de cirugía. No porque no me sostenga sobre las piernas, sino porque la praxis lo requiere.

Desde ese momento estoy en sus manos y son ellos los responsables de mi persona. Por eso están de a dos.

Por seguridad. Uno me precede, el otro empuja el carrito. Estoy asegurado con una cinta y me aferro a los

apoyabrazos. Cuando nos encontramos frente a un obstáculo, a un desnivel, o a escalones, intervienen en

pareja. Robustos como son, su superación ocurre con extrema suavidad. Finalmente, a lo largo de los

senderos asfaltados, las ruedas avanzan ligeras. Tienen óptima suspensión y neumáticos inflados, de modo

que es un verdadero placer dejarse trasportar, un placer infantil, presumo, ya que de mi infancia no

recuerdo nada. El tiempo es espléndido, las ruedas giran con facilidad sobre el asfalto granulado del

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camino que, a través del parque, lleva al pabellón quirúrgico. Pero mientras abandonamos la calle

principal para entrar en un camino interno y poco frecuentado, veo venir hacia mí un vehículo similar al

mío, empujado por un hombre alto y robusto, con el cráneo lustroso, con dos patillas pelirrojas. No,

observándolo mejor, aquel medio de transporte está mucho mejor equipado que el mío. Exhibe cromados

de fuera de serie y las ruedas tienen una banda interna blanca, como ciertos automóviles del pasado. A

bordo, semihundido en el asiento, un cuerpo sin consistencia alguna, sostenido por almohadones laterales,

asegurado al respaldo con una finísima cinta de cuero adornada con una guarda dorada. Vestido de gris,

envuelto en un suave plaid de lana roja, tiene los cabellos lacios y blancos, que asoman por debajo de un

gorro con diseño escocés. Lleva anteojos oscuros, con marco de carey, demasiado grandes para su perfil

afilado.

Nos acercamos, pero en vez de cruzarnos en el mismo recorrido, cerca de una fuente en cuyo

centro hay una escultura que representa un juego de nereidas semisumergidas en el agua, mi carrito se

dirige por un lado, y el suyo rodea la fuente por el otro. Sin embargo nos separan pocos metros e,

inesperadamente, él mueve un brazo del que parece colgar una mano esquelética, y baja sus anteojos

para observarme mientras me alejo.

Bueno, esto es todo. Después, todo parece acelerar sus tiempos. Mi entrada en la clínica, la ropa

de hospital, el acostumbrado ceremonial al que estoy tan habituado que me siento casi cómodo. Aquí

entra el doctor Hohen, su busto macizo envuelto en un camisolín. Esperando que le calcen los guantes de

látex, pone las manos en una posición que parodia al Pantocrátor y, un instante antes de que mi

conciencia se disuelva en los vapores del anestésico, lo veo avanzar hacia mí, caracoleando sobre sus

piernas delgadas.

Dr. Klein: (Después de una larguísima pausa). ¿Qué cosa recuerda, en el momento de su despertar?

Pepe Kokubu: Mi despertar no es distinto de tantos otros. La conciencia que reaflora y que queda

demorada en la oscuridad, ya que mi rostro está completamente vendado, y no hay siquiera una hendidura

para los ojos.

Tengo, sin embargo, una percepción de lo que me rodea, siento que mi cama está arrimada a una

pared por un lado, y por el otro lado, en cambio, se abre un espacio. Advierto que hay una presencia a mi

lado, con respiración sibilante. Un fuelle reducido a la mínima expresión, que pierde aire. Finalmente,

siento una voz, que si bien traiciona la fatiga, parece bien determinada a hablarme por largo tiempo.

“Ah, el tiempo, el tiempo... vivimos inmersos en este sueño, boqueamos como pececillos en esta

bola de cristal. ¿Se preguntó usted alguna vez, qué refinada atrocidad es el tiempo? Gran parte de nuestra

existencia la gastamos, en la juventud, fantaseando sobre el futuro; en la vejez, recordando la juventud y

las ambiciones que nunca se realizaron. Viviendo de este modo, inmersos en el propio sueño, la vida pasa

como un suspiro y pierde continuamente significado. Aquella concretitud, aquella solidez que el mundo

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ostentaba en los años de nuestra mocedad, con el tiempo se empieza a esfumar, empieza a mostrar sus

propias lagunas, la realidad se vuelve traslúcida y nos hace entrever un mundo de sombras. Nuestras

certezas ya empiezan a vacilar cuando nos enseñan que nuestra unidad no existe, que estamos en perenne

mutación, que estamos compuestos de células que se recambian en forma continua, o peor aun, de

moléculas, de átomos, y que estos últimos están compuestos de vacío. Simples simulacros. Éste es el

primer duro golpe a nuestra ilusión de unidad. Alguna vez, quizá no era así, cuando la ciencia estaba en

sus albores, cuando no existían los microscopios electrónicos, cuando aún no se había experimentado la

fisión del átomo. Pero hoy es imposible huir de esta revelación. Antes o después se termina por asistir a la

muerte, a la pérdida, se es testigo de la decadencia del propio cuerpo, y las certezas continúan vacilando

cada vez más, pero no se sabe a qué aferrarse, no se sabe cómo salir, como salvarse. Comienzan a

aparecer entonces los varios mesías, los místicos, los magos, los adivinos, los salvadores de la humanidad.

El sueño de vencer a la muerte, de hacerse eternos, inmortales, nos induce una vez más a la tentación. Y

finalmente, la ciencia, mi querido, la ciencia no se queda atrás. Posiblemente la ciencia logrará pronto

coronar el antiguo sueño del hombre. El mapa del genoma humano se está ya completando. La ingeniería

genética consigue construir en al laboratorio nuevas especies, lo que en un tiempo se obtenía después de

décadas de cruzamientos hoy es realizable en brevísimo tiempo. La antigua alquimia se ha mudado en

química y en física nuclear, la magia se ha transformado en moderna ciencia experimental. El hombre

hoy, gracias a los progresos de la ciencia, siente tener completo dominio sobre la naturaleza, finalmente

consiguió acceder a la sala de comandos y puede operar directamente sobre las causas primeras. Es quizás

un error decir que recién hoy ha obtenido este dominio, sería mejor decir que hoy, finalmente, puede

proclamarlo libremente, sin temer represalias de ninguna clase de aquellos que se autodefinen como

depositarios del espíritu. Por lo demás, la antigua dicotomía entre espíritu y materia quedará bien pronto

superada. Hay hombres que han trabajado y trabajan, si bien en secreto, para tal fin, para escapar de los

rigores de una ley que consideran demasiado miope como para entender la grandeza de su investigación, y

en un futuro próximo, para que todo esto pueda realizarse, la gran batalla ocurrirá en el plano legal.

Puedo asegurarle, sin embargo, que todo esto ha sido experimentado en gran secreto. Y yo, por un corto

período, me enorgullecí de ser uno de ellos. Si bien el mío no era un sueño de grandeza ni de

omnipotencia, sino que más bien provenía del amor y de la belleza, hoy, aunque sea demasiado tarde, me

arrepiento.

A fin de que usted sepa, debemos volver muy atrás en el tiempo. Me llamo Marcus Walzer, y en

ese tiempo era un joven artista. La Gran Guerra había terminado, y la humanidad vivía un período de

renovación. Por voluntad de mi padre, me había graduado en medicina en Berlín, pero mi sueño era ser

pintor y así, terminados los estudios, me quise ir a París. Mi padre había aceptado mis condiciones, si bien

con reparos, ya que habría querido que siguiera sus huellas. Tenía veinticinco años y vivía en un

alojamiento sin pretensiones. Era un lugar tranquilo que daba a una pequeña plaza en cuyo centro lucía un

tilo: con sus ramas tocaba mis ventanas y al caer de la tarde liberaba un perfume embriagador. Desde mi

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única habitación podía casi tocar esas ramas, y ese verde que se recortaba sobre los cristales en cada

despertar me hacía olvidar de la escualidez del barrio y del lugar donde vivía. Había llegando a París

siguiendo las huellas de tantos artistas que en la capital pensaban encontrar inspiración y éxito. Hay, sin

embargo, lugares que llevan a engaño, lugares en los que el alma sufre una sobreabundancia de estímulos

y sugestiones, lugares en donde se vive una especie de ebriedad continua, una felicidad creativa que nos

hace olvidar nuestros propósitos. Había llegado a París con las mejores intenciones, empujado por el

elogio de mis profesores y hasta con una beca de estudios. Había llevado conmigo todo lo necesario para

trabajar, pero después de tres meses me encontraba en cambio frente a un decepcionante balance: no

había logrado organizar nada aún. Mi alojamiento era de lo más simple que se pueda imaginar: un

ambiente único, desnudo, con el techo muy alto, una habitación que recibía luz no sólo de la ventana sino

también de una claraboya. Esta última, sin embargo, dejaba filtrar, además de los rayos del sol, también

el agua, y en los días de lluvia debía colocar una media docena de recipientes sobre el piso. Si sólo mi

padre me hubiese visto. Era una habitación escuálida, por más que, según la propietaria, antes que yo

había alojado a algún artista, ahora famoso. Todo esto se me hacía auspicioso, pero por más que las

instalaciones fueran buenas, hasta ahora no había tocado siquiera un pincel. Las telas estaban todavía

embaladas, el caballete nuevo, plegado, y todo el material que había comprado yacía en un rincón,

exactamente en el lugar en que lo había depositado el día de mi llegada. No podía mirar hacia esa parte

del cuarto sin sentir remordimiento de conciencia. Cómo y cuándo debería trabajar un artista seguía

siendo para mí un misterio. Me levantaba a las tres de la tarde, iba a comer algo al bistrot más cercano,

hacía un paseo a lo largo del Sena para terminar siempre en los lugares donde se reunían habitualmente

los artistas. Allí, entre discusiones y bebidas, se hacía el alba. Lo que me parecía extraño era que todos

los otros, por más que llevaban una vida tan desordenada como la mía, lograran además llevar a término

algún trabajo. Sólo yo, ante la pregunta de si estaba trabajando respondía vagamente, escondiendo el

embarazo, pero esto no hacía más que empeorar la situación, porque cada vez el interés por mi trabajo

aumentaba, y si primero la curiosidad podía venir sólo de algunas personas con quienes tenía más

confianza, después de un tiempo me di cuenta de que la indiscreción a mi respecto era ya general.

Probablemente, hasta hacían apuestas. Así, para salvarme, empecé a mentir, diciendo que trabajaba

haciendo vistas de París. Como por encanto, desde ese momento nadie me preguntó más nada. El interés

por mi trabajo se había debilitado hasta desaparecer del todo, y me había transformado en uno de ellos,

ya que todos mentían y ninguno había producido nada, más que las habituales vistas de los boulevards o

de las varias callejuelas de la ciudad, mayormente témperas o acuarelas que se exponían en la calle o en

algún café, a la espera de que un misericordioso adquirente decidiera desembarazarse de algún franco de

más para mitigar el hambre de los menos habientes de la compañía. No todos, en efecto, tenían como yo

la suerte de recibir una asignación mensual, que me permitía vivir decorosamente, dejándome también un

resto para los vicios. Por lo demás, en esos tiempos bastaba poco para divertirse, eran suficientes algunos

centésimos para tener lleno siempre el vaso de vino, y la compañía no faltaba. Ni siquiera la femenina. Es

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más, diría que a veces ésta era sobreabundante, y siempre disponible. Cambiaban los nombres, cambiaba

el color del cabello, el timbre de la voz. Todas las veces, pues, había una fugaz sensación de novedad,

que desaparecía al alba, cuando con paso veloz las muchachas bajaban las escaleras y no las volvía a ver.

Pero, fuera de la compañía que frecuentaba, a veces sin ganas, y en la cual había buscado

inútilmente de insertarme, tratando de asumir su carácter y sus hábitos, tentativa por otra parte

imposible, a causa de mi extracción burguesa que no lograba ocultar, y aun más por mi inocultable acento

alemán, tenía también una vida del todo mía que no compartía con nadie. A menudo, a esa compañía de

vagos, la abandonaba para hacer largos paseos por el corazón de la ciudad, posiblemente en busca de

inspiración. Había encontrado un local de nombre sugestivo, Cabinet aux Merveilles, donde por pocos

centésimos se podía asistir a la proyección de los primeros films de entonces: Bruges la mort, Le portrait

de Mireille... El cine ya me fascinaba, era una expresión completamente nueva, era el compendio de

todas las artes y, al mismo tiempo, una cosa que escapaba a toda posesión, porque estaba hecho de luces

y sombras que, como los sueños, se diluían con la primera claridad. Iba a menudo y me identificaba con

esos personajes que dominaban la pantalla, que siempre estaban en busca de una mujer inasible que

desaparecía de golpe, o directamente moría, para manifestarse en el cuerpo de otra mujer en otro lugar y

en otro tiempo. Todos los jueves, en la misma sala, se podía asistir también a alguna pieza teatral.

Habitualmente eran compañías locales, ocupadas en trabajos que me interesaban poco, mayormente

comedias, Corneille, Molière... u otros, desconocidos. Pero cuando una compañía de afuera comenzó a

representar el Faust de Marlowe, no podía estar ausente.

Y fue allí donde la vi por primera vez. La compañía estaba compuesta por una media docena de

actores, de modo que cada uno debía arreglarse para cubrir los mas variados papeles, pronto para

cambiarse de ropa con la rapidez de un transformista. Ella entraba primero en escena vestida como el

ángel bueno que trata de sustraer a Fausto de la práctica nefasta de la magia, y enseguida volvía como

Cornelius, y luego, como Robin, el clown, mudando cada vez su apariencia y su tono de voz con

extraordinaria habilidad. En efecto, debí asistir muchas veces al espectáculo para darme cuenta de que

era siempre ella quien interpretaba las partes más dispares. Pero el momento culminante del espectáculo

era la aparición de Helena, cuando ella, abandonadas las ropas masculinas, se mostraba en toda su natural

belleza. Al verla salir a escena y, al son de un arpa, avanzar majestuosa con los cabellos sueltos y llevando

un blanco peplo, yo mismo exclamaría, “Helena, hazme inmortal con un beso” dispuesto a condenar mi

alma por ella.

Se llamaba Telma Tholdt, un nombre que conservaría también después, en su período de mayor

éxito. Decir que estaba enamorado no da idea del sentimiento que experimentaba. Era mi musa, o quizá

no lo era aún, pero por cierto lo sería dentro de poco. No la conocía, no me había acercado nunca a ella,

no nos habíamos hablado. Pero todas las veces le hacía llegar un ramo de rosas rojas a su camarín.

Prolongaba así la espera de nuestro primer encuentro con una suerte de indecible voluptuosidad. Yo

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llegaba bien temprano a la representación para poder ubicarme el mismo lugar en la primera fila. Estaba

convencido de que ella sabía de mi amor, y que era yo quien le enviaba esas flores. Desde el momento en

que entraba en escena en las ropas de Helena, su mirada parecía no separarse ya de la mía, como la

mirada de ciertos retratos que te siguen con los ojos. Quizá todos en la sala tenían la misma impresión,

pero yo sabía que era sólo a mí a quien miraba.

Es extraño pensar ahora, cuando ya la vida, al dejarme, me quita hasta la ilusión de haber vivido

un gran amor, cómo mi destino fue signado entonces, en el Cabinet aux Merveilles, en ese lugar donde,

por pocos centésimos, se vendían los sueños. Quizá, para mantener un diálogo secreto con mi amada,

había repetido con demasiado ardor los pasajes del guión, que conocía ya de memoria, quizá me había

ensimismado demasiado en el papel del doctor Fausto, que dirigiéndose a su servidor infernal exclamaba:

“Sólo una cosa te pido, siervo fiel, para saciar el ansia de mi corazón, hazme tener por amante aquella

divina Helena que he visto…”. No pensaba, en efecto, que un día Mefistófeles se presentaría a mi puerta

para escuchar mi deseo. Sin embargo, así como son infinitas las vías de salvación, lo son también las

vueltas que te llevan a la perdición. Con mucha frecuencia, las sutiles estrategias que actúan para nuestro

daño escapan a la comprensión inmediata, revelándose del todo opuestas a lo esperado.

Es cierto que Mefistófeles no se me apareció repentinamente envuelto en una nube sulfúrea, como

sucedía en la escena. En mi caso, las cosas ocurrieron de manera distinta: primero, conocí a alguien que

quería quizá renegar de su pacto, que intentaba escapar de su dominio para salvar su alma. Sucedió una

tarde mientras me dirigía al bistrot de costumbre. Vi sobre un puente una figura que se estaba asomando

demasiado por el parapeto. Intuí enseguida sus intenciones y, apurando el paso, sin hacerme oír, logré

aferrarlo apenas a tiempo. Enseguida se zafó con furia, tanto, que debí sostenerlo con todas mis fuerzas,

pero después se calmó, abandonándose a un llanto sin lágrimas. Me encontraba frente a un muchacho,

posiblemente unos años menor que yo, pero reducido a un estado tal que parecía tener diez más. Se diría

que, vestido como estaba, ya se había bañado en el Sena, secándose después al sol: ése era el aspecto de

sus ropas y de sus zapatos. Los cabellos, largos y sucios, le llegaban a los hombros y la barba le crecía

rala, a mechones esparcidos sobre las mejillas. Su aspecto, sin embargo, no me impresionó tanto, porque

mucha de la gente que frecuentaba estaba reducida a un estado aun peor. Me preocupé, en cambio, por

su estado físico y mental. Evité, sin embargo, hacerle preguntas y lo llevé al bistrot para, por lo menos,

mitigar su hambre, porque parecía no haber tocado alimento alguno desde hacía varios días. Mientras lo

miraba comer, me preguntaba qué lo habría empujado a intentar el suicidio. ¿La pobreza, el hambre, la

desesperación? Quizá él también era un artista, o quizá un simple buscavidas, como todos nosotros por

otra parte, que vivíamos en una especie de interregno, a la espera de que ocurriera alguna cosa. Daba la

impresión de estar en fuga, por algún motivo, o que intentara huir de alguien que lo estaba amenazando.

Por lo demás, hablaba poco, y ninguno de nosotros se había animado a herir su ya miserable estado con

preguntas que pudieran herirlo, o incomodarlo. Logró pronunciar claramente sólo su propio nombre,

Gilles, pero en general se expresaba de manera muy confusa. Gilles y basta, entonces.

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En la compañía que frecuentaba estaba vigente un tácito acuerdo que imponía la mutua

colaboración y la ayuda para los más débiles. Este auxilio incluía la obligación de compartir todo lo que se

tenía, incluyendo el alojamiento. Ya antes había tenido que hospedar a algún compañero de bebidas que

no lograba encontrar el camino de regreso, pero nunca un desconocido, como en este caso. Además, le

había salvado la vida, y no podía, por cierto, dejar las cosas por la mitad. Por otra parte, el único que

tenía un verdadero alojamiento propio era yo.

Recuerdo aún el trayecto que hicimos a pie hasta llegar a la casa donde me alojaba, donde

debería hospedarlo sólo por algún día, según él, hasta que le llegara cierta ayuda que él solo sabía cuál

era. A lo largo del camino no abrí la boca, pero noté que de vez en cuando, miraba para atrás como si

temiera ser seguido. Cuando entró en mi alojamiento, lo primero que hizo fue mirar hacia la ventana.

Viendo el tilo, lo observó con atención recorriendo su tronco con la mirada, como para ver si esas ramas

podían representar una posible vía de fuga en caso de necesidad, o quizás, como se me ocurrió más tarde,

una posible vía de acceso. Miró también largamente la claraboya. En alguna parte había un colchón

enrollado que extendí por el piso en un ángulo de la estancia, cubriéndolo con una tela. Apenas el lecho

estuvo pronto, Gilles se dejó caer en él como si no hubiera dormido por varios días. Parecía muerto, pero

su sueño era profundo sólo en apariencia, porque a los pocos minutos empezó a agitarse y a murmurar

alguna cosa que yo no lograba comprender, hasta que, llegado al paroxismo, se despertó gritando. Por un

instante leí el terror en sus ojos y después, viéndose seguro, retomó la vacía expresión de siempre. “No

puedo dormir” dijo, y eran las primeras verdaderas palabras que le oía pronunciar desde que lo tenía bajo

mi tutela. “No podré dormir nunca más”. Le pregunté si necesitaba algún tranquilizante, pero según él no

existía fármaco capaz de vencer su insomnio. En la valija me quedaba media botella de brandy. No se hizo

rogar y la vació con grandes sorbos. “Si no me hace dormir, por lo menos esto me dará el valor para

permanecer despierto”. Esta fue, posiblemente, la única frase articulada que dijo.

Gilles se quedó conmigo durante tres largos días en los que no abrió la boca más que para pedirme

dinero, cigarrillos, o más brandy. Durante tres días y tres noches estuvo tendido en su lecho sin

concederme un instante de paz. No quería salir por ninguna razón y tampoco quería quedarse solo en la

casa. Tenía miedo. Durante todo este tiempo no hice más que observarlo, esperando que de un momento

a otro se volviera furioso. De que estaba loco ya no me cabía duda, y liberarse de un loco que se instaló en

tu casa puede volverse complicado. Todo intento para convencerlo de higienizarse, aunque más no fuera

someramente, y de vestir la ropa que le ofrecía, fracasó, y así, durante tres días me encontré ligado a un

loco, maloliente para colmo, cuya angustia terminó por quitarme el sueño también a mí. Traté de

comprender cuáles eran sus miedos, de inducirlo a confiar en mí, pero fue todo inútil, porque cada vez

que me aproximaba al tema veía sus pupilas dilatarse y su rostro contraerse como presa de un terror

incontrolable. Se dormía sólo durante pocos minutos, sin dejar de murmurar confusamente alguna cosa,

hasta que las palabras se hacían más comprensibles, y entonces me parecía oírlo hablar con alguien,

imitando, como un ventrílocuo, voces de timbre diverso, hasta que salía repentinamente de su pesadilla

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recurrente, sentándose de un salto sobre su lecho.

El tercer día que lo tenía en casa, alguien llamó a la puerta de abajo. Me asomé por la ventana, no

sin notar que Gilles había sido presa de una incontrolable agitación. Abajo, en la calle, había un

hombrecillo con un sombrero verde. Ese individuo me pareció más bien cómico. Al oír la ventana que se

abría, miró en mi dirección. “Estoy buscando a Gilles” dijo con una voz infantil, de frecuentes

sobreagudos. “Me dijeron que vive aquí”.

Experimenté una sensación de alivio. Finalmente alguien venía a llevárselo. Estaba ya por decirle

que, efectivamente, Gilles se encontraba en mi casa, cuando algo en la mirada de ese hombre me detuvo,

algo indefinido, una especie de amenazadora ferocidad que él trataba de disimular entrecerrando los ojos

como si no soportara la luz del sol. Con el rabillo del ojo, entretanto, veía a Gilles, que me hacía señas

desesperadas para que no lo traicionara. Evité, pues, mirar en su dirección para no crear sospechas en

aquel extraño personaje, pero la mirada suplicante de Gilles no dejaba lugar a dudas.

“¿Gilles, Gilles?” dije, y me di cuenta de que la voz me temblaba. “Aquí no hay nadie con ese

nombre” intenté negar con la alarmante sensación de haber mentido mal.

“Si me permite, debería hablarle”.

“¿De qué cosa?”

“Oh, se trata de cosas personales, muy personales...” dijo el hombrecillo, y agregó: “Cosas de las

que no querría participar a oídos indiscretos... usted me entiende”. Y mirando alrededor con aire

circunspecto quiso darme la impresión de que en ese preciso instante decenas de oídos indiscretos estaban

escuchando por detrás de las numerosas ventanas del vecindario.

“En este momento estoy muy ocupado” mentí, de nuevo débilmente.

“¿Hay alguien allí con usted?”

“Sí... no... en realidad estoy esperando a una persona”.

“Ah, comprendo” dijo el hombre mirando otra vez alrededor para ver si se acercaba alguien.

“Pero en realidad se trata sólo de pocos minutos. ¿Puedo subir?”

“Sólo un momento. Yo bajo.”

Cerré la ventana y en ese preciso instante Gilles se me tiró literalmente encima, se me aferró a la

camisa, suplicándome que no hiciera subir a ese hombre. Traté de calmarlo, asegurándole que lo

detendría a la puerta.

“A ése no lo detienes a la puerta. Subirá, verás que subirá. Debo esconderme. ¿Dónde puedo

esconderme? Preso del pánico, comenzó a mirar a su alrededor en busca de un escondrijo. Pero en esa

habitación desnuda había bien pocos lugares en donde refugiarse. Había sólo un armario y una cama.

Gilles eligió el armario. Se acurrucó en un ángulo y yo cerré la puerta corrediza. Antes de descender,

vacié el cenicero lleno de colillas y quité de la mesa la botella de brandy. Finalmente, bajé las escaleras

para ir a abrir. La persona frente a la que me encontré era aún más pequeña de lo que me había parecido

desde el balcón. A pesar de que era agosto, llevaba un sobretodo pesado, con los bolsillos deformados,

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como si tuviera la costumbre de llenarlos de libros, y por debajo llevaba un traje marrón, y una cadena de

reloj le surcaba su vientre prominente. Sobre la cabeza llevaba un cómico sombrero. Su figura era

redonda, sus manos, por el contrario, delgadísimas, arrugadas, con las uñas amarillentas. A veces me

pregunto cómo pude observar todos esos detalles en sólo un instante. No sabía darle una edad, era

imberbe, y la piel del rostro estaba recorrida por unas arrugas semejantes a los capilares que se forman

sobre la porcelana de época, o sobre una antigua tela al óleo. En cuanto a sus ojos, no me había

equivocado: eran amenazantes e indagadores. Era difícil mentir bajo esa mirada, pero por suerte, por más

que se diga torpemente, toda mentira conserva siempre, incluso frente a la atención más aguda, la fuerza

de convicción de la palabra.

El hombre, si puedo llamarlo así, porque de un hombre parecía una imitación, estaba irritado por

la prolongada espera. “Me llamo Hohen, doctor Alban Hohen” afirmó con decisión y me enfrentó,

convencido de que me apartaría para hacerlo pasar, pero yo seguí cerrándole el paso.

“¿De qué se trata?”

“No querrá que se lo diga aquí... en la calle”. En verdad, todo esto iba contra toda regla de

cortesía, pero por suerte era un artista y podía permitirme semejantes transgresiones. “Le dije que estoy

esperando la llegada de una persona.”

“Ya, pero no veo acercarse a nadie”.

“Puede venir de un momento a otro”.

“Ya, ya... ¿Pero no me estará escondiendo algo?

“¿Qué podría tener que esconderle?”

“Quizá una persona de nombre Gilles...” Y aquí, con mi mayor estupor, aquél hombrecillo me

empujó a un lado, sí, me desplazó del lugar con una mano sola, y no fue, como se podría creer, un

empujón, sino un simple gesto que apenas me rozó, sin tocarme siquiera, y enseguida me encontré

siguiéndolo por las escaleras, protestado en alta voz, es cierto, y con incontenibles ganas de aferrarlo por

las faldas de ese sobretodo suyo demasiado pesado para la estación, y de tironearlo con violencia hasta

hacerlo rodar escaleras abajo, mas siguiéndolo en cambio como un perrito.

Una vez entrado en mi habitación, empezó a caminar a lo largo y a lo ancho de la misma, sin

prestar atención a mi presencia, inspeccionando cada rincón. Miró la claraboya, se asomó a la ventana,

luego volvió al medio de la estancia pareció olfatear el aire. Por un momento temí que el pobre Gilles,

por más que estuviera bien escondido, podría haber dejado su huella maloliente. “¿No se dio cuenta?” me

preguntó con fingida amabilidad.

“¿De qué?”

“Del aire viciado. Aquí dentro el aire está terriblemente viciado”. Se acercó a la ventana y la

abrió, luego tomó una silla y, desplazándola hacia un lugar de la estancia que a él, sólo dios sabe por qué,

le gustaba, se sentó, y desabotonando su sobretodo entrecruzó sus dedos sobre su panza prominente. Sólo

entonces noté que sus piernas colgaban de la silla sin llegar a tocar el piso.

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“Bien, bien, bien... usted me asegura de que no conoció a nadie con este nombre: Gilles, Gilles,

piénselo bien.”

“Conozco a tantas personas. Ocasionalmente, en los lugares que frecuento, encuentro otras. Se

ven todos los días caras nuevas y, se sabe, las presentaciones, cuando las hay, son apresuradas y los

nombres se olvidan”.

“No, quiero decir aquí, aquí en su casa. ¡Es posible que haya hospedado, aunque sea por una sola

noche?” y aquí su voz se le hizo más aflautada que nunca “¿a un individuo de quien no puede afirmar con

certeza que no se llamara justamente Gilles?”

“No puedo afirmar con certeza nada semejante...”

“Ah, ahora sí” dijo este Hohen con voz sibilante, apuntándome con sus ojos amenazadores.

“Entonces estuvo aquí”.

“No le dije absolutamente que haya estado” grité, fuera de mí. Había retomado un poco la

confianza en mí mismo. “Dije que entre las varias personas que conocí y que estuvieron aquí, no puedo

excluir con certeza...”

“De acuerdo, de acuerdo, interrumpió, y en ese momento se levantó de la silla y se puso a

caminar alrededor de la estancia. Seguía teniendo la extraña impresión de que olfateaba el aire.

Finalmente se detuvo frente al armario. Habría sido inútil intentar detenerlo si hubiera querido mirar

adentro. Además, si se lo hubiera impedido me habría traicionado. Para distraer su atención de ese

guardarropas que a cada instante parecía hacerse más y más transparente, le pregunté si era tan amable

como para hacerme al menos una descripción del sujeto.

“¿Una descripción? preguntó maravillado. “¿Por qué? ¿Realmente no lo conoce?”

En ese momento fui presa de un deseo de echarlo fuera por la fuerza. “Pero, en definitiva, ¿se

puede saber qué es lo que quiere de mí? ¡Váyase!”

En lugar de atemorizarse, el hombrecillo se me acercó, más amenazador que nunca. El hecho de

que me mirara desde abajo no lo hacía menos amenazador, es más, lo hacía parecer un perro rabioso

pronto para saltarme a la garganta. Fue en ese preciso instante que me di cuenta de lo peligrosa que era

esa persona. Comenzó a escandir bien las palabras: “Estoy aquí para darle un consejo. Debe usted estar

bien atento a las personas que frecuenta, y más aún a las que lleva a su casa. ¿Puede asegurar, con

absoluta certeza, que esta persona, este Gilles, es una persona inocua? Que sea sólo un buscavidas

necesitado de ayuda? ¿Y no le pasó, aunque sea lejanamente, por la cabeza que puede tratarse de un

peligroso delincuente? ¿un ladrón? ¿un asesino?

En realidad, del pobre Gilles no había sospechado nada parecido. Ciertamente, era un tipo un

poco extraño y su comportamiento tampoco podía definirse como normal, pero que fuera un ladrón, o

cualquier cosa peor, y bien, no, no lo había pensado nunca.

“¿Un ladrón… un asesino… Gilles…?” se me escapó de la boca.

“¡Ahora sí! ¡sabía que lo conocía!” exclamó Hohen triunfante.

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Llegado a este punto no había más motivos para mentir, o por lo menos no podía ya decir que no

lo había conocido nunca. Comprendí lo que significa ser sometido a un interrogatorio. Las defensas que

van venciéndose una a una, un deseo inconsciente de confesar, de terminar con todo, fragmentos de

verdad que se mezclan con la mentira, y finalmente el alivio de una rendición incondicional.

“No puedo decir con certeza que se trata de él, pero hace un par de días hospedé, por algunas

horas,” me corregí “por una noche, a un joven que había quedado sin lugar donde alojarse”. Me di cuenta

de que Hohen me estaba mirando con extrema atención, buscando descubrir cuánto había de cierto en mis

palabras, traté de darle una vaga descripción. “Joven, mal vestido, cabellos largos, barba desprolija…” En

el fondo, le estaba haciendo una descripción de media población juvenil parisina, al menos aquí en la Rive

Gauche.

“¿Adonde fue?”

“No lo sé, de veras”.

“¿Se fue así nomás, sin decir adonde?”

“Me dijo que nos veríamos en lo de Thérèse.”

“¿Y quién es esa Thérèse?”

“Así se llama el local donde habitualmente nos reunimos. Tenía hambre y no había nada para

comer. Entonces lo mandé a lo de Thérèse, diciéndole que lo encontraría enseguida, pero cuando llegué

ninguno de mis amigos lo había visto. Era un tipo raro y no hablaba mucho. Las palabras había que

sacárselas de la boca. Parecía asustado”. Me estaba preguntando por qué seguía inventando todos esos

detalles inútiles. En realidad, había tomado un curso en el que ya no me podía detener. Y continué.

“Decía que ya no podía dormir”.

“¿Y no dejó nada aquí? ¿Una nota, algún equipaje? Su atención se desplazó nuevamente hacia el

guardarropa. “Posiblemente, haya dejado alguna ropa, quizá…”

En ese momento, con tal de liberarme de ese tormento, estaba por decirle que, si le venía en gana,

abriera nomás el maldito armario, cuando, un instante antes de que su mano se posara sobre el panel

corredizo del guardarropa, una voz llamó desde abajo, y comenzó a subir las escaleras una muchacha (me

había olvidado, en efecto, de asegurar con la cadena la puerta de entrada) que apenas conocía, pero

hacia quien, en ese momento, se dirigió todo mi reconocimiento. A su llegada, en efecto, Hohen cambió

súbitamente de actitud. Recordó tener una ocupación en alguna parte y se fue a toda prisa.

La muchacha no podía parar de reír. “¿Pero quién era ése? Nunca vi a nadie parecido. ¿Y Gilles, no

está más contigo?”

Me llevé el índice a los labios, para hacerla callar. Hohen había salido de la habitación, o al menos

así parecía, pero debía asegurarme de que verdaderamente se hubiera ido. Por eso, bajé hasta la puerta

de entrada, miré a la calle, volví a cerrar la puerta, asegurándola con la cadena, y recién después volví a

subir. La muchacha estaba todavía allí, inmóvil en el medio del cuarto. Tan perentorio había sido mi

gesto, y tan espantado mi rostro, que no osaba moverse. Si no hubiera sido por su mímica facial, por sus

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ojos que hacían una muda serie de preguntas, habría parecido un maniquí.

No dije nada. ¿Se había ido de veras, aquel hombre, o podía esperar de él algún juego de

prestidigitación? Me parecía sentir su presencia entre esas paredes. Mirara adonde mirara, esperaba que

reapareciera. Así, antes de acercarme al escondrijo de Gilles, miré una vez más en cada rincón, si bien,

como dije, no hubiera posible refugio ni siquiera para un niño. Finalmente decidí hacerlo salir de esa

incómoda posición.

Durante todo ese tiempo, mientras trataba de mantener bajo control la invasión de aquel hombre,

no había olvidado ni por un instante la situación en que se encontraba el fugitivo. No podía menos que

preguntarme qué experimentaba al oír nuestra conversación, y cuál sería su terror al oír acercarse los

pasos de su perseguidor al armario donde se hallaba. Me preguntaba también qué habría ocurrido si Hohen

hubiera llegado a descubrirlo. Pero cuando finalmente me decidí a abrir el guardarropa, tuve la sorpresa

de encontrarlo vacío.

Cómo podría haber hecho para escapar era un misterio. Ciertamente, no por la ventana, que había

quedado cerrada, y tampoco por la claraboya. La única hipótesis plausible era que Gilles, con el valor que

da la desesperación, se hubiera escondido detrás de la puerta para deslizarse fuera en el momento en que

entrábamos. El terror que había leído en sus ojos cuando aquel hombre llegó me hacía pensar que habría

creído no tener escapatoria y, a pesar de mi presencia, no poder oponer ninguna resistencia. Me

preguntaba qué ascendiente ejercería sobre él aquel individuo, y qué habría sucedido si los dos se

hubieran encontrado cara a cara.

Esa tarde volví a lo de Thérèse, y no fui sólo allí, sino que pasé por todos los locales que solía

frecuentar, con la intención de recoger la mayor cantidad de noticias sobre el joven Gilles, y quizá

también con la esperanza de encontrarlo. Pero no descubrí nada más de lo que ya sabía. Éste era un

defecto de la relación entre nosotros los artistas: todos nos conocíamos, pero ninguno se interesaba por

los demás. Durante días enteros el pensamiento de aquel joven siguió atormentándome, no lograba

quitármelo de la mente, y mientras pensaba en él tenía la sensación de que él también estaba pensando

en mí, casi como si quisiera transmitirme mentalmente un mensaje. Su rostro, en efecto, se me aparecía

claramente en los sueños nocturnos, llevando una mueca de dolor, como si pidiera ayuda, como si me

llamara desde quién sabe qué distancia. Pero algún tiempo después, recorriendo las páginas de un diario,

me impactó una breve crónica que hablaba del hallazgo en el Sena del cadáver de un joven. Me dirigí a la

morgue y pedí de ver el cuerpo, pero éste estaba hinchado hasta el punto de hacerse irreconocible, no

había más rastros de cabellos ni de barba, porque todos los pelos habían salido de sus alvéolos, dilatados

por la larga permanencia en el agua. Habría tenido que conocer algún signo particular que lo identificara.

Pedí ver su ropa, pero también ésta estaba reducida a un estado tal que era inútil buscar de relacionarla

con la que le había visto usar aquel día. Lo insólito era que, además de mí, nadie hubiera pedido

identificarlo, como también me pareció extraño el hecho de que no hubiera ninguna denuncia de persona

desaparecida. Me fui, pero siguió atormentándome el pensamiento de su desaparición, asociado al

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recuerdo de aquel cadáver hinchado expuesto en la morgue.

Estos acontecimientos, me di cuenta demasiado tarde, me habían hecho olvidar la habitual cita

con mi musa. Era jueves y me había quedado dormido. ¿Cómo había podido olvidarme? Me vestí

rápidamente y corrí al teatro, pero el espectáculo había sido suspendido.

Había otra gente frente a la taquilla cerrada. Traté de enterarme de qué había sucedido. Por lo

que parecía, habían surgido conflictos entre los actores y el director, así la compañía había levantado

campamento y se había ido a otra parte. Adonde, nadie lo sabía. Estaba furioso conmigo mismo. En lugar

de hacer mi estúpido juego romántico, hecho de esperas y de miradas, tendría que haber pactado con mi

escaso espíritu práctico y puesto en la cola junto con tantos otros admiradores que asediaban su camarín

al final del espectáculo. Pero yo no, tenía mi estilo, mi dignidad para salvaguardar, no me habría rebajado

nunca a mezclarme con la plebe; quería distinguirme elaborando una sublime estrategia y así, finalmente,

el destino me la había soplado frente a mis propios ojos. Me lo merecía. Desesperado por la pérdida, volví

a frecuentar asiduamente la antigua compañía, despilfarré mi dinero, compré regalos para las muchachas,

obteniendo favores, y procuré de beber y de comer a mis compañeros, ganándome su amistad, al menos

en apariencia. Y continué así, embruteciéndome cada vez más día tras día, hasta disipar todo mi dinero.

Pero una mañana, cuando me desperté en mi cama al lado del cuerpo de una perfecta desconocida, sentí

una puntada en el corazón, un llamado interno que me hizo incorporar de un salto. Frente al recuerdo

confuso de la diversión prolongada hacia altas horas de la noche, a la vista de los vasos desparramados y

de las botellas volcadas sobre el piso, al pensamiento de aquella bacanal que se había desarrollado en mi

casa, fui atacado por todas las furias y comencé a arrojar botellas y vasos, estrellándolos contra la pared,

gritándoles a todos: “¡Fuera, fuera!”

La pobre muchacha que se había quedado dormida a mi lado se despertó con mis aullidos y,

creyéndome enloquecido, recogió con prisa sus zapatos y vestido y, desnuda como estaba, huyó

aterrorizada escaleras abajo. Destrozada con furia la última botella contra la pared, me apoyé sobre la

cama y, preso de la desesperación, comencé a sollozar. Fue en ese momento que algo, semejante a un

beso de despedida, me rozó la mejilla. Como bajo un soplo repentino, mi estado de ánimo cambió de

dirección, liberándose de la deriva. De golpe me vino a la mente que había venido a París para pintar, y si

mi Helena había desaparecido repentinamente, podía al menos fijar su imagen sobre la tela. Con ese

pensamiento me invadió una furia incontenible, saqué de su embalaje mi caballete y, apoyando sobre él

una tela, comencé a dibujar esos rasgos que aún recordaba bien. Después de unas cuantas horas estaba

aún allí pintando su rostro, sin prestar atención a nadie ni a nada, pero poseído por una felicidad que no

sentía desde largo tiempo. No estuve del todo satisfecho de ese primer retrato. Enseguida hice otros hasta

alcanzar una semejanza perfecta. Esa mujer que había elegido secretamente como mi musa me había

dado la primera inspiración, aunque lo haya hecho de la manera en la que menos lo habría esperado: con

su ausencia. Desde ese día –y habían pasado unos cuantos meses desde que había puesto los pies en París–,

sólo desde ese día, comencé a trabajar con gran ahínco. Ahora ya no frecuentaba la compañía y había

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reencontrado cierta serenidad.

Comencé así a exponer y a vender mis cuadros, primero en la vidriera de un negocio o en las

paredes de alguna fonda que tenía la bondad de darme crédito. Aún recuerdo bien cuál fue el primer

cuadro que vendí. Me había sucedido de encontrar por la calle a alguien que se parecía a Gilles. Lo había

visto huyendo, en el medio de la muchedumbre que recorría un boulevard, pero, ante mi llamado, éste

había apurado el paso desapareciendo bien pronto de mi vista. Como a menudo ocurre con las cosas para

las que no tenemos explicación, me bastó encontrar a alguien que se asemejara a Gilles para

convencerme de algún modo respecto de lo que había concluido hubiera sido la trágica muerte de un

vagabundo, o quizá de un loco escapado de un hospital psiquiátrico. Me había equivocado, seguía

diciéndome, no podía haber modo de reconocerlo en el cuerpo de aquel ahogado que había visto en la

morgue. De este modo, le había dedicado un cuadro que había logrado exponer en una exposición

colectiva de jóvenes pintores y, si bien no seguía las corrientes modernistas, respecto de tantos epígonos

o imitadores de la pintura entonces en auge, mi cuadro se diferenciaba claramente de los demás. Si bien

se inspiraba en una pintura clásica, no era un mero ejercicio académico. Era un cuadro de pequeñas

dimensiones que representaba a un joven en ropa de Pierrot de color rojo encendido, sobre un fondo

arcádico, con un templete dórico en lontananza, semiescondido por la vegetación. La figura de este joven

aparecía en primer plano en el acto de llevarse la máscara a un rostro que, por contraste con la ropa que

llevaba, se veía de palidez lunar. Había querido darle los rasgos del fugitivo que había conocido,

inspirándome al mismo tiempo en el Gilles de Watteau.

Concluida la muestra, cuando fui a retirar el cuadro, la directora de la galería vino a mi encuentro

radiante, anunciándome que mi cuadro había sido vendido. El único de toda la exposición. Éste había sido

mi primer, estimulante, éxito. La gran ocasión no tardó en llegar con una muestra personal en una galería

de prestigio.

Había aprontado una serie de cuadros inspirándome en las vivencias del doctor Faustus. En esas

escenas había dado lo mejor de mi incoercible espíritu romántico. Tuve un gran éxito no sólo de público,

sino también de parte de cierta crítica conservadora”.

“¿Por qué sigo hablando de estas cosas, cuando todo no era más que el preludio de una inminente

tragedia? ¿Por qué me entrego a la autocomplacencia cuando sé bien cómo todo habría de terminar? El

Cabinet aux Merveilles, Gilles, Elena, yo y mi pintura... éramos, ya entonces, marionetas movidas por los

hilos que Mefisto tenía anudados a sus dedos. El tiempo era su escenografía, la historia, su escenario.”

La voz de quien me habla, la voz de Marcus Walzer, en este momento se quiebra, su respiración se

hace irregular, me parece que está llorando. Retoma la palabra, pero débilmente. “Como estaba escrito,

volví a encontrar a Elena un tiempo después, cuando, de regreso en Berlín, me transformé, con mi

pintura, en el maestro indiscutido de un arte incontaminado, el vehículo de una nueva ideología que

quería conquistar al resto del mundo bajo su talón de hierro. Comencé a trabajar para el cine de

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propaganda, cuya casa de producción se llamaba, por una extraña combinación, Wunderkammer. Mis

escenografías se habían transformado en el emblema del espíritu grandioso y cruel que había tomado

posesión del alma alemana.

Y fue justamente en Berlín que volví a ver a Helena, también ella ya famosa como actriz del

régimen. En la pantalla, se había transformado en el emblema de la mujer alemana. La encontré en una

recepción importante, y esto borró repentinamente todos los años de espera. Ella se detuvo frente a mí,

como si me conociera desde hace tiempo y, después de algunos convencionalismos, quiso contarme de

cuando aún se encontraba en Parías y recitaba en una compañía de actores ambulantes la parte de Helena

en el Fausto de Marlowe, y estaba secretamente enamorada de un joven tímido que iba a sentarse en la

primera fila, siempre en el mismo lugar, puntual a todos los espectáculos. Me preguntó si eran de ese

muchacho los ramos de rosas que le llegaban a su camarín con un billete que llevaba sólo las iniciales.

Asentí. Eran de él”.

Esa noche huimos juntos. Ella abandonó a su segundo marido, cierto conde Orlov. Las crónicas de

escándalo de la época tuvieron de qué hablar, pero Thelma Tholdt, mi Helena, la heroína misteriosa de

tantos films de éxito, no podía tener una vida distinta de los personajes que interpretaba en la pantalla.

Vivimos un largo período de intensa felicidad. Nos habíamos reencontrado después de mucho tiempo,

seguros de que nuestro amor estaba guiado por el destino.

Estas palabras podrán arrancarle alguna sonrisa, si no fuera por que nuestro sueño personal estaba

contenido en un sueño ultraterreno. Éramos simples gotas de agua, como tantas, en un océano, pero nos

sentíamos transportados por una oleada gigantesca que nada parecía poder detener. Los Antiguos del

Tiempo habían regresado entre nosotros para develarnos todos los secretos de la naturaleza, la legendaria

Thule formaba ya parte de nuestra asolada provincia, y sobre el calco del Santo Grial ya se formaban

copas de libación. Quemamos algunos años en el lujo más desenfrenado, hasta el estallido de la guerra,

cuando debí enrolarme. Después de ser herido en el frente, finalizada la convalecencia, fui transferido a

un lugar donde encontré nuevamente a Mefistófeles en persona, aquel doctor Hohen que había conocido

en París, y que era ahora el responsable de la salud en un campo de trabajos forzados. Gracias a mi, si

bien desatendido, título de médico, pasé a depender directamente de él. Como su asistente, llegué bien

pronto a descubrir que desde hace muchos años se estudiaba la manera de replicar el cuerpo humano,

posiblemente con la esperanza de construir un superhombre, inatacable por la vejez, la enfermedad y la

muerte. Por sus experimentos, ya conducidos por largo tiempo en París valiéndose de sujetos

mentalmente enfermos, de parias de la sociedad de cuyo destino nadie se habría preocupado, el doctor

Hohen tenía ahora a su disposición un número incalculable de conejillos de indias con quienes probar sus

teorías fundadas en la posibilidad de replicar, partiendo desde una sola célula, el entero organismo. El

sueño loco de Mefisto, como promesa de inmortalidad a un pueblo que ya se jactaba de su propia

ascendencia divina, era el de recrear un cuerpo joven, una réplica en todo y por todo, que comprendiera

también, y sobre todo, la psiquis, en la cual el alma del donante, en teoría, se debería insuflar después de

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la muerte, comenzando así a vivir de nuevo. El único y aún irresuelto problema era justamente el de

reproducir en el nuevo organismo también la memoria del pasado, sin la cual se habría formado un ser

carente de toda personalidad: un autómata, o un idiota. Y para reconstruir el pasado era necesario un

largo y paciente trabajo que se valía de todos los medios a disposición: la radio, las cintas magnéticas, la

primera y aún rudimentaria televisión, y sobre todo el cine. Era un procedimiento totalmente opuesto a la

técnica del lavado de cerebro. Fue ahí que me di cuenta de cómo también yo, sin saberlo, había trabajado

para este ambicioso programa con minuciosas escenografías de films que, para mi gran sorpresa, no se

habían realizado nunca. Comprendí que parte de mi trabajo había servido para reconstruir la memoria de

alguien, para crear un mundo artificial o, como se diría hoy, un mundo virtual en el cual hacer crecer la

larva hasta el momento de su metamorfosis.

Después de la derrota, el doctor Hohen fue procesado, pero no hubo acusaciones probadas, ni

testimonios atendibles, de modo que finalmente fue absuelto por insuficiencia de pruebas.

Evidentemente, la Ciencia deseaba dejarlo proseguir con sus investigaciones. Después del fin de la guerra

se transfirió a Sudamérica y no hubo más noticias de él. Hasta que en mi amada Helena se manifestaron

los primeros síntomas de una enfermedad degenerativa que, por crueldad de la suerte, terminaría por

mudar su belleza en repugnante monstruosidad. Entonces abandoné todo escrúpulo y le pedí ayuda a

Mefistófeles y a su ciencia. Elena y yo nos pusimos en sus manos. Fue cosa larga y difícil, ya que debíamos

reconstruir una memoria precisa que contuviera lo más bello que habíamos vivido y que no dejara pasar

nada, ni siquiera en ángulo más remoto de nuestra psiquis. Pero después de años de trabajo en los que yo

mismo me había prodigado, con mi arte, a reconstruir nuestro pasado con todo detalle, el doctor Hohen

fue acusado nuevamente, el laboratorio se incendió, se destruyeron todas las cosas y se perdió su rastro”.

La voz de Marcus Walzer es rota por los sollozos. “Ya me he resignado al hecho de que entramos a

la vida trayendo grandes riquezas y estamos obligados a salir de ella reducidos a la miseria. Es el drama

universal. Eso que llamamos experiencia es sólo petrificación. Los sueños pronto se transforman en

estiércol, en polvo. Y, sin embargo, en nuestra juventud parecían más concretos que la realidad misma.

Pero con los años, las cosas cambiaron, los valores se invirtieron, lo que en un tiempo parecía

indispensable se ha vuelto ya inútil, lo que una vez no tenía ningún significado ahora se transforma en la

razón de nuestra vida. Ya mi amada y yo habíamos decidido que había llegado la hora de irse. Cuál sea la

destinación no tiene importancia, la alcanzaremos juntos como hemos hecho siempre. ¿Qué sentido tiene

vivir eternamente cuando vivir una sola, breve vida, significa consumar hasta lo último los propios sueños?

Esta noche misma Helena y yo nos iremos. ¿Qué deberíamos temer? El espíritu navega en un mar de

sangre, es una vela blanca, pero que tiene una parte empapada de rojo. El fuego eterno no es la gehena,

ni el Hades, no es el mundo de las sombras, ni la tortura eterna, sino que es sólo la rueda del

renacimiento, el caldo abominable en el que todos volvemos a empastarnos.”

Su voz en este punto disminuye hasta hacerse un susurro, intuyo aún el sentido de algunas

palabras. Habla de mi despertar, de mi liberación, siento su respiración hacerse siempre más afanosa.

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Luego hay pasos que se acercan. Comprendo, por su imperceptible rumor, que alguien está desplazando

una silla de ruedas, los neumáticos se alejan sobre el piso de mármol. Luego, nada más. Marcus Walzer se

ha ido. Por un momento permanezco completamente inmóvil, después, con la mano, tanteo en búsqueda

del botón para llamar a la enfermera. Pruebo una y otra vez, siento la campanilla que resuena en alguna

parte, pero no llega nadie. Trato de hacerme oír a través de la abertura que me dejaron en el vendaje, a

la altura de la boca. Logro gritar, y aullar, pero no hay respuesta a mi reclamo. Ya no puedo quedarme

acostado ni un solo minuto más. Incorporo el tronco, me siento en el borde de la cama, por un momento

permanezco inmóvil tratando de contener un ligero vértigo. Luego, acerco la punta de los dedos a mi

rostro. Las vendas están bien compactas, colocadas con cuidado. Aprieto un poco más fuerte en algún

punto sin sentir ningún dolor. Sigo tanteando los contornos de mi cabeza, alrededor de la cual giro hasta

que en la parte occipital izquierda encuentro una pequeña protuberancia, lisa al tacto: habitualmente es

justo allí donde aplican la cera que asegura el extremo del vendaje. Con la uña del pulgar la quito, siento

un goce perverso al hacerlo, como sienten algunos al quitar la costra de una herida. ¿Sangrará mi rostro?

Con paciencia comienzo a desenvolver la venda. ¿Será agredida por los gérmenes, mi cara? ¿Se infectará

en breve? ¿Se marchitará? ¿Se caerá en pedazos? Ya veo la mirada horrorizada de los médicos, que me

siguen por el corredor gritando: “¿Qué ha hecho? ¡Inconsciente, loco! Ha arruinado todo. Ahora no hay ya

remedio”. Podría aún detenerme, salvar lo salvable, pero no lo hago. Es increíble lo larga que es la

primera venda. Finalmente se suelta. La dejo caer por tierra. Debajo hay otra, y, por debajo de ésta, otra

más. A medida que voy quitando el vendaje, la gasa se hace más ligera y delgada, la última, la que está

en contacto con el rostro, temo que quede pegada y se deshaga, pero sale de su lugar intacta hasta su

último extremo. Tengo los ojos cerrados, pero a través de los párpados cerrados percibo una leve claridad

rojiza. Debo hacer un esfuerzo por abrir los ojos, finalmente el párpado izquierdo se abre en un pequeño

orificio por el que penetra un rayo de luz. ¿En el fondo, no es así como se aparece al mundo a quien acaba

de nacer? Abro el otro. La luz de las lámparas, aun a través de las pantallas que la cubren, me hiere la

retina, pero ahora lo veo, estoy en mi pequeña habitación de hospital, dispuesta exactamente como lo

había imaginado. Las vendas están amontonadas en largas volutas sobre el piso. No oso tocarme el rostro

con los dedos y sin embargo no siento ningún dolor, ni siquiera el más leve prurito. Me quito el pijama de

hospital. En el pequeño armario de hierro que está al lado de la cama está mi ropa, que me pongo con

toda calma. Salgo de allí, recorro el pasillo, las camas que veo en las otras habitaciones están todas vacías

e intactas, en este pabellón no queda nadie. Tampoco en la recepción. Ahora voy en busca de un espejo,

el corazón me late con fuerza pensando en lo que deberé ver. Aquí hay uno, bello, grande, que recubre

media pared. Me acerco con las manos prontas para cubrirme la cara, espiaré entre un dedo y otro, como

un jugador de póker que descubre con aprensión las cartas que le fueron asignadas. Desplazo apenas el

índice del dedo medio y no hay huellas de rojo, quito una mano y aparece una superficie clara. ¿Será que

me estoy olvidando de levantar una última, sutilísima, gasa que escapó a mi tacto? Quito también la otra

mano y el espejo me devuelve mi rostro intacto, sin la más mínima cicatriz, sin la menor señal.

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Desabotono el cuello y tampoco sobre la garganta veo huellas de llagas. Debería sentirme feliz o, por lo

menos, sorprendido, y en cambio, nada, ni siquiera un asomo de emoción, y sin embargo sigo

repitiéndome que no puede ser, no que esté curado, no, sino que jamás haya estado enfermo, mi rostro lo

reconozco, lo conozco bien, lo recuerdo perfectamente, por cierto no podría equivocarme, me parece

imposible que yo haya sido jamás distinto de lo que veo en este momento, que haya vivido como un

fantasma de la máscara roja, que me haya sometido por años a transplantes de piel y a una cura tan

dolorosa como inútil.

Salgo del pabellón quirúrgico. Afuera se está preparando una tempestad. El viento sopla con

fuerza, encrespando la superficie del lago. La silueta oscura de la Neuhaus se recorta sobre un cielo

llameante. Todas las luces del hotel están apagadas, sólo el último piso está iluminado, y las ráfagas de

viento me traen de a momentos las notas de una orquesta. Parece que allí arriba haya una fiesta en pleno

desarrollo. Una sombra oscura está atravesando velozmente el espejo del lago, es el frente de lluvia que

se acerca. Mientras me dirijo con paso rápido hacia el hotel, el viento se hace más fuerte, el espacio que

está por delante de la entrada está recubierto de hojas secas, de hojas de diario y de páginas de libros

sueltas que el aire lleva de aquí para allá pero sin dispersar ninguna. Todo parece estar encerrado en una

bola de cristal que la mano de un niño gigantesco haya sacudido apenas. Al avanzar atrapo algunos

montones de papel, con extrañas formas de jeroglíficos. Subo la escalinata, lo hago sin ningún esfuerzo.

En cierto momento el viento parece aplacarse, las tiras de papel, las páginas, llegadas a cierto límite, se

detienen y son chupadas hacia atrás, volviendo a mezclarse en un torbellino vertiginoso. Doy una rápida

mirada a mis espaldas, para asegurarme de que nadie de la clínica me haya seguido, y finalmente me

dirijo a la entrada.

La gran puerta se abre a mi llegada, pero ya no está accionada por una célula fotoeléctrica,

quienes mueven los batientes son sirvientes canosos en librea, que se desplazan para abrirme paso, casi

como si tuvieran vergüenza de mostrarme sus rostros grises. Me asombra que a su edad puedan moverse

con tanta soltura. En sus movimientos hay, sin embargo, algo de mecánico, parecen moverse de a

pequeños movimientos bruscos, como si algún sistema de engranajes interno los obligase a hacer siempre

los mismos gestos, a seguir los mismos recorridos. El piso está gastado por sus pasos, y la madera de los

banquillos sobre los que van a sentarse está brilloso y cavado con la impronta perenne de su anatomía.

¿Pero qué ha sucedido mientras tanto, durante mi ausencia? Aquello que era un hall elegante y

confortable se transformó en un inmenso depósito de libros y manuscritos nevados con el polvo de mucho

tiempo. Unos carritos se mueven a lo largo de unos rieles y transportan montones y haces de papel

impreso para depositarlos frente a las puertas de una enorme hornalla que diligentes foguistas tienen el

deber de alimentar sin pausa.

Prosigo mi camino hacia el ascensor que está al fondo del salón. El ascensorista apoya la palma de

la mano sobre la puerta corrediza para asegurarse de que quede abierta a mi llegada. “Al último piso”

digo, apenas pongo un pie en el interior. El ascensorista está vestido de terciopelo color ámbar, con

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zapatos bordados con hilo de plata, calzones ajustados en las rodillas y una peluca blanca en la cabeza. Lo

veo de espaldas mientras se alza sobre la punta de los pies para apretar el botón más alto. Siento la

presión amortiguada del piso sobre la planta de los pies: la estructura ósea se acorta imperceptiblemente

hasta que la elasticidad de las vértebras y de las innumerables junturas vuelve a su tensión natural.

Estamos subiendo a gran velocidad. Los pisos se pueden contar observando un led que recorre la botonera

en toda su altura. ¿Cuántos pisos habremos hecho ya? ¿Será entonces un edificio éste? Tengo casi la

impresión de estar en el interior de un organismo viviente, y de que los pisos que estoy subiendo no sean

más que grados de conciencia. Infinitos niveles del conocimiento, de la memoria.

Finalmente, el ascensor se detiene, las puertas se abren para cerrarse inmediatamente detrás de

mis espaldas, dejándome en el principio de un largo corredor. Debo recorrerlo con gran prisa, antes de

que la puerta del fondo se cierre. Llego apenas a tiempo para entrar, entre la mirada sorprendida de dos

sirvientes que ya están cerrando los batientes, y me encuentro en el medio de la fiesta. Es un baile de

máscaras, por lo que parece, y la gran sala, iluminada por miles de luces, está repleta de invitados que

llevan, todos, ropa de distintas gradaciones del rojo. Sólo los sirvientes y los miembros de la orquesta

tienen ropa de color distinto, y por último, yo mismo. A mi aparición, todos enmudecen, hasta la orquesta

amortigua el sonido hasta callar del todo. Uno a uno, se vuelven hacia mí. Por debajo de un manto

púrpura reconozco a Sussex por su modo de moverse, a pocos pasos de él, Forti, por su barba color cuervo

que la máscara no logra cubrir del todo, más allá el doctor Hohen, vestido de juglar, con un sombrero con

cascabeles y con las delgadas piernas envueltas en unas calzas de color rojo. Madame Orlova, adornada

con plumas de avestruz, lleva un vestido bermellón que no logra esconder (sino que más bien exalta) su

deformidad, y finalmente Marcus Walzer, sobre su silla de ruedas cromada, envuelto en una casaca de

terciopelo de color amaranto. Hay algo en el fondo de la sala que parece atraer a todos, quiero acercarme

para ver y mientras atravieso la sala, los festejantes se hacen a un lado, como el cierre relámpago de un

vestido de noche, dejándome pasar. Todos vuelven la mirada a un cuadro apoyado sobre un caballete y

cubierto con un trapo, también éste de color rojo. Todos me están esperando, me toca a mí descubrir el

motivo. Sussex, envuelto en su manto rojo, se me acerca y me susurra al oído: “Todo logro comporta una

pérdida”. Con un gesto solo, quito el trapo que recubre el cuadro. A todo mi alrededor se elevan

exclamaciones de maravilla. He aquí que finalmente me es concedido ver mi retrato. En él está pintado

un joven cuyo delgado cuerpo se hunde en un ropaje demasiado abundante, se diría que es un ropaje de

Pierrot si no fuera porque es de color rojo escarlata. El joven está tomado en el acto de quitarse la

máscara del mismo color que la ropa y su rostro se destaca, por contraste, en toda su palidez. En ese

rostro reconozco mis lineamientos, pero apenas tengo tiempo de comprenderlo ya que, en ese instante,

un rayo, seguido de un ruido ensordecedor, apaga de improviso todas las luces de la fiesta, y en la

oscuridad que sigue comienzan a elevarse los primeros gritos de terror.

(Silencio)

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(Un largo suspiro)

(Más silencio)

Pepe Kokubu: ¿Dónde estoy?

Dr. Klein: Soy el doctor Klein. Cálmese. Está a salvo. Trate de no agitarse.

Pepe Kokubu: No veo nada. No veo más nada. ¡Oh, dios, estoy ciego!

Dr. Klein: Son sólo las vendas que le recubren los ojos. Dentro de poco las quitaremos, y su vista

volverá a ser normal.

Pepe Kokubu: ¿Qué me pasó? ¿Dónde estoy?

Dr. Klein: Está a salvo, le repito. Tuvo una... pérdida de conocimiento. Ahora debe sólo estar

tranquilo. Puede considerarse afortunado.

Pepe Kokubu: No puedo mover los brazos. Estoy paralizado.

Dr. Klein: No puede hacerlo porque están enyesados. Tuvo unas cuantas fracturas. También las

piernas están en tracción. Pero no es nada irreparable, dentro de algunas semanas podrá volver a

caminar. Hará falta un período de rehabilitación, naturalmente. Usted se encuentra en una clínica y yo

soy el doctor Klein. Usted se acaba de despertar del coma. Pero dígame mejor, ¿usted practica algún

deporte en particular?

Pepe Kokubu: Ando a caballo.

Dr. Klein: Y bien, una caída del caballo podría tener consecuencias más desastrosas. ¿En qué club

está inscripto?

Pepe Kokubu: En el Club Gaucho Rojo.

Dr. Klein: Qué casualidad. Yo también estoy inscripto en el mismo club. ¿Tiene un caballo que

monta habitualmente?

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Pepe Kokubu: Sí, es un caballo que compré hace dos años. Es una potranca manchada, marrón y

blanca, con crines larguísimas y una mirada seductora.

Dr. Klein: ¿Recuerda cómo se llama?

Pepe Kokubu: Blondie.

Dr. Klein: ¿Puede recordar también el nombre de usted?

Pepe Kokubu: Me llamo José María.

Dr. Klein: Bien, bien... ¿Recuerda aún nuestras conversaciones de días pasados?

Pepe Kokubu: No me parece. ¿Conversamos acaso?

Dr. Klein: Estos nombres: Sussex, madame Orlova, la clínica Neuhaus... ¿le dicen alguna cosa?

Pepe Kokubu: Es la primera vez que los oigo. ¿Qué significan?

Dr. Klein: No tiene importancia. ¿Qué logra recordar de preciso?

Pepe Kokubu: Estoy caminando en el medio de la gente, con mi mujer y con mi hija.

Dr. Klein: ¿Caminan por una calle?

Pepe Kokubu: No, estamos en el aeroparque. Nos estamos dirigiendo al embarque. Ya

consignamos nuestro equipaje y nos queda tiempo como para hacer las cosas con calma. Mi mujer se

detiene de tanto en tanto para mirar alguna vidriera. Mi hija quiere comprar una mochila. “Lo haremos a

la vuelta” digo yo. “¿Por qué a la vuelta?” dice mi mujer. Tenemos todo el tiempo para comprar una”. Mi

hija está exultante. Tiene sólo diez años, se parece en todo a su madre, hasta se peina como ella, tiene

cabellos oscuros, lacios y luminosos que caen sobre los hombros como la cola de un pájaro lira. En nuestro

recorrido encontramos un gran negocio y entramos. Hay mucha gente haciendo compras, mucha gente en

la caja, yo miro el reloj, pero mi mujer me tranquiliza, tenemos más de media hora antes del embarque.

Viajar siempre me pone nervioso, tengo constantemente la impresión de estar atrasado. La niña está

indecisa entre la mochila roja y la fucsia, finalmente se decide por la fucsia. Se la lleva a la espalda,

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todavía con el precio y la etiqueta de la marca, pero mi mujer insiste en que la vuelva a poner en el

carrito, podrá ponérsela recién después de pasar por la caja. “¿Por qué?” pregunta la niña, impaciente por

más que la espera sea breve. Hacemos como que no oímos y proseguimos. Para llegar a la salida debemos

hacer un trayecto obligado, y hay allí artículos de lo más diversos. También mi mujer está atraída por

algo, ha visto una blusa con una fantasía que estaba buscando hace tiempo. “Quedaría muy bien con esos

pantalones que compramos el año pasado” dice “¿te acuerdas?”. Finjo recordar y asiento. Además, pienso

que esa blusa con flores le quedaría realmente bien. Ella se acerca y toca la tela, pasándola entre los

dedos. Es de pura seda. Está un poco desilusionada por el precio. Insisto en que la compre, pero ella está

indecisa. Tendría que probársela y posiblemente no haya tiempo para elegir con calma. Mejor, a la vuelta.

Yo estaría tentado por un panamá livianísimo, el que tengo en casa está ya muy viejo, pero le tengo

mucho cariño, no me desprenderé nunca de él, ni querría sustituirlo, pero al mismo tiempo lo uso muy

poco porque sus años los tiene. Doce. Y lo compré en su lugar de origen. Fue la ocasión en que conocí a

Teresa, así se llama mi mujer, en efecto, ella es panameña. Recordamos a menudo el episodio que nos

llevó a conocer: yo que en la costanera observo a lo lejos el atraco de un buque mercante y esa ráfaga de

viento que me sorprende y me arranca el sombrero de la cabeza, haciéndolo rodar por la calle,

peligrosamente en dirección del muelle, cuando una muchacha frena su carrera, clavándolo en el asfalto

con un preciso golpe de taco. Hay aún un invisible remiendo en ese punto, justo en la parte posterior del

ala. No, no lo sustituiré jamás. ¿Pero adonde se fueron mis mujeres? Ah, aquí está Teresa que volvió a

probar la consistencia del género, lo hace correr entre el índice y el pulgar, con un gesto que le es

habitual, lo hace siempre con todo lo que es fino: un género, una hoja de papel, con sus cabellos, cuando

está inmersa en la lectura los pasa entre los dedos enrulándolos alrededor del índice. Mi mujer tiene

cabellos finos, de un negro intenso, y sin embargo su piel es blanca. No soporta el sol, y tampoco

Consuelo, nuestra niña, que tiene la coloración de su madre. Aquí vienen a mi encuentro empujando el

carrito. A la mochila se agregó alguna otra pequeña adquisición: una bolsa de caramelos, alguna tableta

de chocolate, una cinta para el pelo.

Mi mujer me sonríe. La veo feliz. Antes de llegar a la caja nos detenemos en un rincón donde hay

expuestas revistas y libros económicos. Mi mujer toma una revista de moda, y para Consuelo la edición

económica de Alicia en el país de las maravillas, yo, el último número de “Investigación & Ciencia”.

Finalmente el anuncio: “Se ruega a los pasajeros con destino a Rosario dirigirse a la puerta 11”.

Hay todavía un poco de cola antes de llegar a la caja. Un hombre macizo con un traje de tweed está

bloqueando la fila, empeñado en discutir con la cajera. Sufre estrabismo y mientras habla con ella en alta

voz, con un ojo parece buscar mi aprobación. Ha comprado una serie de tubitos de colores al óleo, pero,

por lo que parece, falta uno en el envase. Llega el encargado y lo lleva aparte, dejando que los demás

puedan proseguir. Mientras que nos dirigimos hacia el embarque, el altoparlante invita al doctor Egon

Forti a presentarse en la oficina de informaciones. Un hombre de barba negra me golpea la pierna con su

equipaje de mano y se da vuelta para hacerme un gesto de disculpas, luego prosigue, tiene aspecto de

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tener prisa. En el embarque, el primero en pasar es un hombre en una silla de ruedas empujada por un

hombre de patillas pelirrojas. Del ocupante de la silla de ruedas se ve bien poco, cubierto como está por

una manta de lana rosa, se entrevén solamente sus largos cabellos de color plateado que asoman por un

birrete de diseño escocés. A través de los ventanales lo vemos subir al bus interno del aeroparque, izado a

bordo mediante una plataforma hidráulica. Finalmente nos toca a nosotros, pasamos el control y junto con

los otros subimos al vehículo. Hay lugar para todos, no somos muchos, el bimotor a hélice que nos llevará

a Rosario tiene sólo cincuenta plazas. Lo vemos a lo lejos, sobre la línea blanca del costado aparece la

sigla SU 55 EX. El bus tarda en partir, falta un último pasajero. Impacientes, esperamos todos para ver

cómo será la cara del consabido retrasado. Aparece una vieja deforme con un vestido despampanante y un

sombrero de ala ancha. Posiblemente todos se preguntan a quién le tocará sentarse a su lado, pero ella se

dirige hacia el viejo que está en la silla de ruedas, que le sonríe al verla llegar y levanta un brazo por

debajo de la manta para saludarla. Más tarde, en el avión, estarán sentados uno al lado del otro y ella le

hablará mientras continúa extrayendo de una voluminosa bolsa objetos que él mirará una y otra vez,

pasándolos entre los dedos. Nosotros estamos acomodados en la cola, Consuelo mirará por la ventanilla,

mi mujer me tomará de la mano, nunca venció del todo el miedo de volar. Colocaremos el equipaje en los

habituales compartimentos, la auxiliar de a bordo nos dará las últimas instrucciones. El avión recorrerá la

pista y, alcanzada la velocidad adecuada, se inclinará elevándose en vuelo, mi mujer me estrechará

fuerte la mano una vez más hasta que la altura y la velocidad de crucero hayan sido alcanzadas. Podremos

finalmente soltar los cinturones de seguridad, tomar alguna revista. Consuelo me hará ver un cómico

hombrecito vestido de verde, hallado en la bolsa de los caramelos, mi mujer leerá distraídamente un

artículo sobre las bellezas de Suiza, cuando…

Dr. Klein: Continúe.

Pepe Kokubu: Se sentirá un golpe proveniente del motor, un ruido no muy fuerte, amortiguado,

diría, algo parecido a un manotazo dado sobre el respaldo de una butaca… Enseguida el altoparlante hará

una invitación perentoria a ajustarnos los cinturones de seguridad, a cerrar las mesas, y a llevar el

respaldo de las butacas a la posición vertical. La voz controlada del comandante nos invitará a

permanecer calmos, dirá que un fallo técnico nos obliga a regresar, y que posiblemente deberemos

realizar una maniobra de emergencia, pero ya el humo negro lamerá las ventanillas y alguien habrá

comenzado a gritar que estamos cayendo…

Mi memoria se detiene aquí. De lo que sucederá después no recuerdo más nada.

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En el desastre aéreo ocurrido en agosto de 1984, cuando un bimotor de una compañía privada,

incendiándose en vuelo, se precipitó en el Río de la Plata, hallaron la muerte cincuenta personas, además

de la tripulación. Hubo un solo sobreviviente.

Fin de El Hombre Escarlata