El Hombre Que Hablaba Despacio

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El hombre que hablaba bajito Víktor Borísovich Shklovski Conocí a Isak Bábel en Petersburgo, que entonces acababa de cambiar su nombre por el de Petrogrado, en la redacción de la revista Létopis. La revista era muy gruesa, con una tapa verde. A causa de los tiempos de guerra, la revista se publicaba en un papel poroso, malo. Gorki, el director, que hacía poco que había regresado a Rusia, para nuestra percepción de entonces era viejo, todavía no había cumplido los cincuenta años. El erizo claro y espeso de su cabello había empezado a encanecer, sus ojos celestes todavía eran jóvenes. Pero se había jorobado un poco, aunque era físicamente muy fuerte, infatigable, y si no estaba escribiendo (hablo de literatura) estaba contestando innumerables cartas. No podía ausentarse de su escritorio en las horas habituales, porque en esos momentos es que debía llegarle la inspiración. En esa época, Gorki escribió Infancia, estaba en un nuevo auge literario. Después vinieron Por el mundo y Mis universidades, el notable libro sobre Lev Tolstói, Iegor Bulichov, Klim Samguín. Létopis se hallaba en algún lugar en Petrográdskaia Storoná 1 . Las habitaciones de la redacción eran grandes, altas, con un empapelado verde, sobrepuertas y cortinas de tul en las ventanas, con unas mesas grandes que las cosas no llegaban a ocupar, era un lugar silencioso y cómodo. Allí llegaban los escritores: Chapiguin, Fiódor Gládkov, Mijaíl Prishvin, Alexand Blok, Valeri Briúsov, la muy joven y hermosa periodista Larisa Reisner, el soldado de la brigada automovilística Vladímir Maiakovski. A Maiakovski lo colocó en la brigada automovilística el propio Gorki, a través del capitán Krit, un íntimo conocido. 1 Barrio de San Petersburgo. 1

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El hombre que hablaba bajito

Víktor Borísovich Shklovski

Conocí a Isak Bábel en Petersburgo, que entonces acababa de cambiar su nombre por el de Petrogrado, en la redacción de la revista Létopis. La revista era muy gruesa, con una tapa verde. A causa de los tiempos de guerra, la revista se publicaba en un papel poroso, malo. Gorki, el director, que hacía poco que había regresado a Rusia, para nuestra percepción de entonces era viejo, todavía no había cumplido los cincuenta años.

El erizo claro y espeso de su cabello había empezado a encanecer, sus ojos celestes todavía eran jóvenes. Pero se había jorobado un poco, aunque era físicamente muy fuerte, infatigable, y si no estaba escribiendo (hablo de literatura) estaba contestando innumerables cartas.

No podía ausentarse de su escritorio en las horas habituales, porque en esos momentos es que debía llegarle la inspiración. En esa época, Gorki escribió Infancia, estaba en un nuevo auge literario. Después vinieron Por el mundo y Mis universidades, el notable libro sobre Lev Tolstói, Iegor Bulichov, Klim Samguín.

Létopis se hallaba en algún lugar en Petrográdskaia Storoná1. Las habitaciones de la redacción eran grandes, altas, con un empapelado verde, sobrepuertas y cortinas de tul en las ventanas, con unas mesas grandes que las cosas no llegaban a ocupar, era un lugar silencioso y cómodo.

Allí llegaban los escritores: Chapiguin, Fiódor Gládkov, Mijaíl Prishvin, Alexand Blok, Valeri Briúsov, la muy joven y hermosa periodista Larisa Reisner, el soldado de la brigada automovilística Vladímir Maiakovski. A Maiakovski lo colocó en la brigada automovilística el propio Gorki, a través del capitán Krit, un íntimo conocido.

La revista era antibelicista. Publicaban en ella los bolcheviques, aunque no frecuentemente. Caminaba por ella como unos sacerdotes que eran los únicos en conocer los misterios del pasado y del futuro gente inteligente sin futuro como Bazárov, Sujánov.

Allí conocí también a Bábel.

Yo estaba vestido con unos pantalones de cuero y una campera de cuero. Servía en la división de blindados; no era que creyese en la pronta llegada de la revolución, pero la observaba con una mirada lateral; pues en el año 12 Velimir Jlébnikov publicó en la revista Unión de la Juventud el diálogo del maestro con los alumnos, una tabla en la que estaban señalados los años de las caídas de los grandes imperios, y concluía con la línea “Alguien en el año 1917”.

Maiakovski esperaba que la revolución llegara antes. Escribía: “en la corona de espinas de las revoluciones está llegando el año 1916”. Gorki apreciaba mucho a Vladímir Vladímirovich,

1 Barrio de San Petersburgo.

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confiaba mucho en él. Entonces, Maiakovski se dirigía a Alexéi Maxímovich muy entusiastamente pues lo conocía desde su infancia caucasiana por buenos rumores y buenas acciones.

Bábel era de baja estatura, de ancho pecho, se vestía muy humildemente; se quedó calvo tempranamente; hablaba siempre bajito.

Tenía una increíble influencia sobre sus amigos y conocidos. Lo obedecían todos, incluso las mujeres que lo amaban. No conozco un caso similar de influencia magnética.

Bábel se encontraba en un estado de crecimiento subterráneo, así como desde el otoño las plantas van fijando sus brotes en las raíces y esperan el sol.

Publicó en Létopis una novella sobre cómo las dos hijas de un geólogo, que había marchado a Kamchatka, vivían por sus propios medios. La madre estaba ocupada. Una de las hijas quedó embarazada. La otra, la mayor, se decide a hacerle un aborto con medios caseros. Todo está escrito de forma simple y terrible; todo sale bien.

La madre llegó a casa y escribió sin esperanzas una carta a Kamchatka. En Kamchatka no había comunicación aérea. Era como si Kamchatka existiese sólo en los atlas geográficos.

Gorki confiaba mucho en Bábel, le sorprendía su maestría detallista.

Para sorprenderse hay que ser una persona talentosa. Para confiar en el talento joven hay que ser casi genial.

Las personas geniales se valoran entre sí y, en todo caso, creen unos en otros aunque sea unas pocas semanas de su vida. Pushkin confió en Gógol casi al instante. Tolstói no sólo confió en Gorki, vio a Chéjov en sueños y como si respondiese ante el joven escritor.

Había muchas conversaciones sobre literatura en las altas habitaciones de Létopis, se predecía mucho. Pero no todo se había vaticinado. Hasta los poetas-profetas se equivocan. Los poetas se equivocan no menos que los demás: los poetas son impacientes.

El departamento de Gorki, ubicado en la avenida Kronwerk (ahora avenida Gorki)2, era visitado por todos nosotros. Esta avenida es notable porque tiene un solo lado. Del otro lado había un parque.

Una vez, en lugar de un parque, en ese lugar estaban los terraplenes de la fortaleza de Pedro y Pablo. Después del parque, detrás de la alta columna de la catedral, se veía el Neva, más lejos la aguja del Almirantazgo.

Había esperanzas en el futuro, detrás del horizonte: entre nosotros y el futuro estaban el fuego y el humo de la revolución.

2 Y ahora nuevamente avenida Kronwerk, que es el nombre alemán de una construcción particular de bastión.

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Estaba Rusia, enorme y vieja, que se esfumaba como un túmulo roturado. Las montañas, los Urales, el Cáucaso, los Cárpatos, estaban totalmente lejos. En los Cárpatos, donde yo había estado en aquella guerra sin esperanzas, vi trincheras derrumbadas.

En una trinchera, un viejo soldado que había cavado para sí un nicho en la pared de arcilla de un parapeto cocía una papilla.

Ardía un fueguito, sustituyendo el confort del hogar.

Pasó la guerra. Vivíamos de nuevo en la alegre Petrogrado.

Entonces, Alexéi Maxímovich admiraba la prosa de Mijaíl Zóshenko, lo apreciaba mucho.

De Vsiévolod Ivánov decía: “No es así como comencé yo”.

Apreciaba mucho a Bábel. De otra manera, como camarada, se dirigía a Fedin, creyendo en su talento cabal.

Fedin era mayor. Cada año, la diferencia entre ellos era más significativa.

Gorki le aconsejó a Bábel que observara a la gente, que anduviera por Rusia.

La Rusia revolucionaria era entonces un terreno accidentado.

Después Isak Bábel fue soldado, sirvió en la Ch.K., en el Narkompros3. Participó de las expediciones de aprovisionamiento de 1918, al parecer viajó por el Volga en unas barcazas, a estas barcazas las ametrallaban. En ellas daban conferencias. Bábel estuvo en el ejército que se enfrentó a Iudénich, cuya línea del frente pasaba cerca de Píter y ocupaba lugares poblados de dachas.

Pero hay un proverbio chino que dice que en muchos el apetito es más ancho que sus bocas.

La ciudad revolucionaria –tensa, enorme, inagotable– era mucho más ancha que la boca del ejército de Iudéich y los demás ejércitos: sus fauces deambulaban pasmadas de terror. Después los frentes retrocedieron, y su estruendo se intensificó.

Cayó Bábel en el Primer Regimiento de Caballería. Me contó de él Blioj, el director de fotografía de “El acorazado Potiomkin”, que antes había sido comisario allí. En el ejército a Bábel lo querían mucho. Tenía un arrojo tranquilo, que no percibía siquiera él mismo. En el Primero de Caballería comprendían qué era el arrojo.

Cada hombre tiene una habilidad propia para liberarse del terror. Pero cuando un hombre se encuentra debajo de las balas, ve el ataque de la caballería, no cambia la voz, su postura, cuando no se achica y no pierde el control, su valentía física es respetada por todos.

3 En 1918 Bábel trabajó un tiempo como traductor en el departamento exterior de la Ch.K. de Petrogrado. Narkompros: acrónimo de Comisariado Popular de Educación, ministerio encargado de la educación y de la mayor parte de los asuntos relacionados con la cultura. En 1946 fue reemplazado por el Ministerio de Educación.

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Bábel no regresó a la redacción en seguida.

Me encontré con Bábel en la invernal Píter. La nieve en la ciudad había llegado tan alto que no parecía una ciudad, sino un escudo enrejado antinieve, ensamblado de escasas tablas. Era como si esos escudos atrajesen a la nieve. Las fábricas no echaban humo. Los automóviles, entonces, se podían contar por decenas. La nieve yacía pura, por la nieve se abrieron profundos senderos. De los tejados pendían montones de nieve.

Bábel vivía en el edificio número 86 de la avenida Nevski. En su casa siempre había un samovar, y a veces había pan. Junto al samovar se sentaba Piotr Storitsin, un químico de formación suiza, un estupendo narrador. A menudo concurría allí el gran actor Kondrat Iákovlev.

Bábel se marchó de Píter dejándome su valija. Así sabía disiparse en el aire.

Cuando yo estaba en el frente en el Dniéper me llegaron rumores de que habían matado a Bábel. Después dijeron que lo habían herido. A mí también me hirieron en esa época.

¿Qué se trajo Bábel del frente? Se trajo los cuentos del Primer Ejército de Caballería que fueron publicados por primera vez en la revista Lef de 1924. El propio Bábel lo consideraba el comienzo de su auténtico destino literario. La palabra “carrera”, por supuesto, no se usaba. Y no hablábamos de éxito: hablábamos de arte.

En casa de Maiakovski, en el pasaje Vodopiani, a Bábel lo recibían con entusiasmo. ¿Qué nos asombraba y que nos asombra todavía en el arte de Bábel, en el arte del cuento sobre la revolución?

Actualmente hablamos mucho sobre la guerra atómica. Si ella ocurriese –y ella ya prorrumpió sobre Hiroshima y Nagasaki– esa guerra sería terrible. Las viejas guerras eran lentas, pero también terribles. Ir al ataque, mal preparados de artillería, levantarse del suelo, atravesar el camino cercano hasta la trinchera enemiga, era difícil. El camino de las partes del frente y pasar la noche en la nieve, en el barro, no sólo es materia para bellos paisajes. Es un largo destino y largas relaciones entre las personas.

La gente toma imágenes de la revolución, de la guerra revolucionaria, y parece que todo eso es muy espantoso, muy sombrío, que todo eso no sólo desgarra y mata a la gente, sino que también la pisotea. Es cierto, pero no del todo cierto.

En Bábel, los combatientes del Primero de Caballería se representan la guerra y el frente como su asunto cosanguíneo y alegre. Sobre los prados está el cielo, y en un extremo del cielo la victoria. La gente es colorida y alegre no porque se vistan de forma colorida, sino porque se visten para una fiesta.

Bábel es un optimista de la guerra revolucionaria, Bábel representó la juventud invencible, la vejez difícil de derrotar y la fiesta de la inspiración. Bábel no es un pacifista, es un soldado de la revolución.

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Bábel escribía lentamente. Le pagaban por su literatura por cantidad de líneas, pero la literatura es variada, no se puede cambiar su metro. Es lenta como el cambio de las estaciones del año, rápida como la primavera, que ya se está preparando debajo de la tierra.

Yo era amigo de Bábel. Nos llamábamos por el nombre. A él le gustaban mis artículos teóricos. Pero sobre las bellas letras me decía: “Considerando una sola línea, no tenemos nada más fuerte que ti”. Para mí, eso no es mucho.

Pero él sabía comprender esa línea.

Trabajábamos juntos en los estudios de filmación. Imaginábamos guiones, escribíamos los letreros, creíamos en milagros, y los milagros anónimos ocurrían. El exigente y valiente Bábel era necesario en todas partes. Pero ocurren milagros que caen en cajas de lata y quedan en los estantes.

La última vez que vi a Bábel fue en Iásnaia Poliana. Habíamos llegado con una brigada de la Unión de Escritores. A la cabeza de la brigada estaba Vasili Ivánovich Lébedev-Kumach. Estaba llegando el otoño.

Detrás de los anchos claros se erguía un bosque de abedules. Las viejas alamedas se cerraban sobre los senderos.

Nos habían invitado a un viejo lugar, construido aún por el abuelo de Tolstói. Allí había unas mesas largas. Sobre las mesas, papas, repollos, pepinos. No recuerdo que hubiese carne. A nuestras espaldas se desplazaban unos viejos con pasos silenciosos, servían vodka en unas copas grandes.

Yo estaba sentado al lado de Bábel. Varias veces se nos acercaba por detrás un viejo y quería servirnos. Yo tapé la copa con mi mano y le pregunté al viejo:

–¿Por qué nos sirven todo el tiempo?

–Su excelencia lo ordenó.

–¿Qué excelencia?

El viejo lacayo respondió bajito:

–Lev Nikoláievich.

Yo me arrimé al respaldo y pregunté de nuevo: –¿De quién es la orden?

–Del conde. Ordenó servir para que haya ruido, para que el ruido sea parejo: donde callan hay que servir, donde hacen ruido pasar de largo, así, para que el ruido sea parejo.

En ese momento no había mucho ruido.

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Visitamos la tumba de Lev Nikoláievich. En una colina baja, debajo de unos robles todavía no demasiado viejos, se elevaba un montículo bajo. Entonces, todavía no lo habían cubierto de ramas de abeto.

El pasto estaba verde. El cielo estaba contorneado por las firmes curvaturas de las ramas de los robles. Las hojas, de forma conocida, como la propia palma, descansaban sobre el azul.

Sobre la colina, el primero en ponerse de pie fue Lébedev-Kumach. Nos paramos todos.

Entre los tranquilos árboles, yacía en una profunda tumba el bogatyr de difícil destino; si el bogatyr se queda en su casa, significa que la casa es una fortaleza que hay que defender.

Descendimos, junto con Isak Emmanuílovich, desde aquel “montecillo de hormigas”, por el prado verde, hasta el río.

Creo que se llama Voronka. A Lev Nikoláievich le gustaba bañarse en él.

Nadaba bien. Nunca se secaba con una toalla después de bañarse. Se secaba al viento.

El campo era verde y amplio. Hablábamos de Tolstói, de las novelas extensas, de la capacidad de conservar la respiración en una narración extensa, de cómo no se debe abigarrar el estilo, pero si es necesario hay que hacerlo de modo tal que todo el campo sea valioso. Hablamos de Alexéi Maxímovich, quien todavía vivía.

Hablamos de cine, de nuestras desdichas, de las desdichas ajenas, de que la escritura debe ser valiosa y comprensible, precisa y a elección, precisa y festiva.

Bábel estaba triste. Estaba muy cansado. Vestía una tolstovka4, creo que de color azul. Su espalda se había curvado un poco.

La juventud había pasado.

Contaba fugazmente sobre París. Hablaba largamente de la nueva prosa.

Llegamos al riachuelo tranquilo. El agua no hacía ruido.

El tiempo fluye, como el agua, lavando la memoria. No quiero inventar, no quiero precisar el diálogo. Por eso escribimos, y no tomamos nota, no llevamos un cuaderno de bitácora.

Desde aquella tranquila jornada no volví a ver a Bábel.

Traducción de Fulvio Franchi

4 Especie de buzo de algodón amplio, al estilo de los que usaba Tolstói, pero con capucha.

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