El increíble caso... Capítulo 5

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El increíblle caso de por qué los demás no me entienden si yo lo tengo tan claro. Por Mario López Guerrero.

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Mario López Guerrero

ERNESTO VALBUENA en…

Ediciones MLG

EL INCREÍBLE CASO DE POR

QUÉ LOS DEMÁS NO ME

ENTIENDEN SI YO LO TENGO

TAN CLARO

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CAPÍTULO 5

LA GRAN TECLA

“No todo es lo que parece.” REFRANERO POPULAR

Entré en el restaurante con cierta precaución. Era un restaurante normal. De estilo italiano. Mesas con manteles rojos y fotos de Italia en las paredes. Todas en blanco y negro. En cada mesa una flor, evidentemente una rosa roja. No tenía por qué sentirme mal allí. No era mi primera vez. Ya había estado en muchos restaurantes italianos con anterioridad, pero el nombre del restaurante hacía que por mi cabeza pasaran muchas ideas. “La rosa roja”, no podía llamarse la “Mamma” o “Roma”, no, tenía que llamarse “La rosa roja”. Bueno, reconozco que el nombre también me causaba cierta curiosidad y quizás sea eso por lo que me decidí a entrar en él. - ¿Viene usted solo o acompañado? – me preguntó

amablemente el camarero. - Acompañado, digo solo – reaccioné. - Por aquí, caballero.

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Seguí al camarero hasta una mesa individual mientras pensaba en por qué me había confundido. Lo normal es que coma solo, aunque es cierto que cuando voy a un restaurante, lo hago acompañado. Sí, será eso. La costumbre de responder acompañado en un restaurante. Me senté y le di las gracias. - Ahora mismo le traigo la carta. No había muchas personas en el restaurante y el ambiente era tranquilo. No había televisión y sí una música de fondo agradable. Giré la cabeza hacia la pared para ver las fotos de Italia y aproveché, mientras no me traían la carta, para pensar en lo que había sucedido esta mañana y en pensar también lo que haría después. Por un lado, tenía que volver al hotel Manhattan y subir al noveno piso y por otro, tenía que buscar la forma de hablar con Raquel y de conseguir el testimonio de Manolo, el hombre de la limpieza. Giré la cabeza de nuevo y allí estaba el camarero. - Su carta, caballero. - Disculpe, no le había visto. - No se preocupe. No me había dado cuenta de que el camarero llevaba un tiempo a mi lado. ¡Qué silencioso! Podía haber hecho un ruido o hablarme o hacer algo para que supiera que estaba allí, pero no hizo nada. Esperó a que yo le viera y le prestara atención. Igual soy yo el que no sabe esperar. ¡Qué raras somos las personas! No, ¡qué raras son nuestras costumbres! Recordé mis

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reflexiones de hace unos días. Unos entrantes típicos italianos y un plato de macarrones a la boloñesa con bastante tomate. Lo bueno es que estaban ricos. Lo malo es que tenían tomate. Y efectivamente, cuanto más limpio estás, más probabilidad hay de que te manches. Llamé al camarero y le pregunté si tenían algún producto de limpieza para la camisa. Me dirigí al baño y se lo eché. Aproveché también para descargar la vejiga y salí. Cerré la puerta, me dirigí hacia mi mesa y entonces, lo vi. ¡Sorpresa! No sé si existen las casualidades, pero en aquel restaurante italiano llamado “La rosa roja”, en el que había entrado sin ninguna razón más que porque estaba cerca, entró por la puerta un hombre de gabardina gris con corbata roja y a su lado, el mago Echeverri. Me fui rápido a mi mesa. Es como si tratara de esconderme aunque no sabía por qué. El hombre de la gabardina me conocía porque había estado en mi oficina, pero por qué esconderme. Yo no ocultaba nada y sin embargo, mi cuerpo reaccionó escondiéndose. Como lo había hecho en las taquillas del polideportivo o entre los periodistas en el hotel Manhattan. Pero en esas ocasiones tenía un motivo. Esta vez me había camuflado sin tener un porqué. ¡Qué raro… raras son nuestras acostumbres! A ver si me estoy acostumbrando a esconderme. Me senté en la silla de nuevo y presté atención al

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mago y al hombre de la gabardina. Tenían mucha confianza con el camarero por las risas y la forma en que se saludaron. ¡Cómo hablan las formas! Y después de efectuados los saludos pertinentes, no se sentaron en el comedor del restaurante. El camarero les acompañó a la cocina. Entraron y desaparecieron de mi vista. Al rato, el camarero vino a mi mesa para que pidiera el postre, pero le pedí un café. No soy muy amigo de los postres y la verdad, estaba más interesado en saber lo que se cocinaba ahora en la cocina del restaurante que en comer un postre. El camarero hizo su trabajo y yo me quedé esperando. Me trajo el café y le pedí que cambiara el azúcar por dos de sacarina. Cada uno con sus costumbres. Mientras tomaba el café poco a poco para hacer tiempo y porque estaba bastante caliente, no quitaba mis ojos de la puerta de la cocina. Pensé que de un momento a otro saldría por ella el mago Echeverri y el hombre de la gabardina. Ahora entendí lo que era prestar atención y no lo que yo solía hacer con Marian. Di el último trago al café y la puerta seguía sin moverse. Así que tomé una alternativa. - Disculpe – le llamé al camarero. - ¿Quiere otro café el caballero? - No, gracias. Mire, antes vi entrar a un hombre que

se me pareció al conocido mago Echeverri. - Sí, era él.

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- Verá, yo soy un fan suyo. Me encantan sus juegos de cartas.

- Es magia, caballero. - Sí, por supuesto. Me encanta. Le he podido ver en

un par de ocasiones y es realmente bueno. - Sí, caballero, sí que lo es. - Me preguntaba si podría saludarlo. - Me temo que no. - Entiendo. Estará comiendo y no quisiera

molestarle. - No, señor. El mago se ha ido, ya no está. - ¡Ah! Y nuevamente mi cara habló por mí. El mago había desaparecido por arte de magia. Entró por una puerta al restaurante. Entró por otra a la cocina y ¡tachán! Desapareció. Está claro que hay una puerta trasera que conecta la cocina con la calle. ¡Qué gran deducción! No tardé mucho en pagar y salir del restaurante. Mi misión ahora era ir al hotel Manhattan, desear que no estuviera el inspector Suárez y poder ver una habitación de la planta novena del hotel. Pero antes, di una vuelta a la manzana y efectivamente, encontré un callejón al que daba el restaurante. Lo crucé y llegué hasta la puerta. Cerrada. Vi enfrente un contenedor. Estaba vacío pero en el suelo vi algo que me llamó la atención: pétalos de rosas. Sin mucho más que hacer allí, volví sobre mis pasos y un par de calles más abajo, estaba nuevamente ante

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el majestuoso hotel Manhattan. Miré desde fuera y no vi periodistas en su interior, así que supuse que estaría despejado. Entré por la puerta giratoria, me dirigí a la recepción y me atendió una chica rubia muy simpática. - ¡Buenos días, señor! Su cara expresaba que le gustaba su trabajo o fingía muy bien. Le pregunté por el precio de una habitación en la planta novena y después de interesarme por ella, pedí que me la enseñara. En ese momento, la chica amable que me atendía puso cara rara. - Verá señor, yo se la enseñaría pero tenemos un

problema. - ¿Y bien? - Un ascensor está estropeado y el otro no se puede

utilizar. - ¿Y eso? – me hice un poco el loco. - Bueno. Uno se estropeó ayer y el otro está bajo

vigilancia policial. - Ya. - Me temo que tendrá que subir por la escalera y yo

no le puedo acompañar. - Bueno… - Si usted me deja su carnet, yo le dejo una llave. - Y subo hasta el noveno. - Sí, por las escaleras que son muy bonitas. - Y me podría dar la que hace esquina. - ¿La 905? - Sí.

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- ¿La de los famosos? - Bueno, tiene buena vistas. - Se la dejo si usted no se tira por ella. El humor de la chica era bastante peculiar, pero me sacó una sonrisa. Cogí la llave y me acerqué a las bonitas escaleras. El que algo quiere, algo le cuesta y nueve pisos era un precio que podía pagar. Eso pensé hasta el cuarto piso, luego bendije a quien inventó los ascensores. Novena planta ¡Por fin! ¡Vamos allá! Al fondo la habitación 905 y en el medio del pasillo dos policías custodiando el ascensor. Ninguno era el inspector Suárez. Me alegré. Caminé por el pasillo, saludé y pregunté qué había pasado. - No es asunto suyo – me respondieron. Los agentes tenían cara de pocos amigos, así que opté por seguir hacia la habitación. Otra vez que hablaban las caras y no las palabras. Habitación 905. Llave. Cerradura. Y dentro. Una habitación cuadrada. Un suelo de moqueta. Al frente y a la izquierda dos grandes ventanales desde el techo hasta el suelo. A la derecha una puerta, una mesa escritorio con una silla y una cama bastante grande. Lo que más me impresionó fue la limpieza de los ventanales. Parecía que no había, pero toqué con la mano y sí había. Si desde aquí se han suicidado tantos famosos, lo lógico hubiera sido que pusieran barrotes o algo, pero

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no quedarían bonitos. Abrí la puerta que estaba al lado de la cama y entré en el baño. No muy grande. Una bañera, un lavamanos y un inodoro. Blanco, todo muy blanco. - Aquí no hay nada, inspector. Escuché una voz no muy clara. - Algo tiene que haber. Distinguí la voz del inspector Suárez. - Pues no hemos encontrado nada. - Miren bien. Algo. Cualquier detalle. Entraron su

compañero y Elías en el ascensor vivos y nueve plantas más abajo aparecieron muertos.

Las voces estaban un poco distorsionadas pero me di cuenta de que venían del respiradero del cuarto de baño. Era como si el respiradero hiciera de canal desde el ascensor. Me acerqué para escuchar mejor. - No hay nada. - Miren bien. Los botones. El techo. - Al techo le falta un tornillo. Tiene la placa suelta

por una esquina. - ¿Dónde? - Aquí. Pero no hay nada, inspector. No cabe ni la

mano. - ¿Quién lleva el mantenimiento de los ascensores? - Tecla, inspector. - Claro, cómo no. Y las voces se apagaron como si ya estuviera todo dicho. Tecla me sonaba de algo, pero no la relacionaba con ascensores.

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Salí del baño y me acosté sobre la cama. Una persona está aquí tumbada y se tira por la ventana ¿por qué? No lo sé. Me levanté, me acerqué a la ventana con cierto miedo porque parecía que no había y busqué cómo se abría, pero no encontré ninguna forma posible. Estaba cerrada de arriba a abajo. ¿Y aquí como se ventila la habitación? Probé con el otro ventanal y tampoco. Ya tenía preguntas para la amable recepcionista. Al fin y al cabo había respetado nuestro acuerdo de no suicidarme. Abrí la puerta de salida y asomé la cabeza. Ya no había nadie en el pasillo, así que salí tranquilo. Pasé por delante del ascensor que tenía un precinto para no acceder a él y lo observé. Busqué con mi mirada el techo y efectivamente, estaba algo descolgado, pero muy poco. Escuché unos pasos por las escaleras y me giré en dirección a ellas. Algo me decía que sería el inspector Suárez. ¡Me equivoqué! Era un agente de policía. Le saludé con educación y me dirigí a las escaleras. Él también me saludó y se quedó en la puerta del ascensor. Bajé las escaleras y al ver que el inspector Suárez salía del hotel, fui sin miedo a la recepción. No es que tuviera miedo del inspector, pero últimamente, siento que tengo que esconderme de todo el mundo. En la recepción seguía la chica amable. - Me gusta la habitación. - ¿Quiere reservarla? - Seguramente, pero hoy no.

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- ¿Para cuándo, entonces? - El fin de semana. - ¿Quiere que le haga ahora la reserva? - No, la haré por teléfono. - Muy bien, señor Valbuena. La chica sabía mi nombre y yo no se lo había dicho. Me extrañé. - No se extrañe, lo pone en su carnet – dijo

devolviéndome el carnet. - ¿Ha leído mi cara? - Sí, claro. - Mi cara habla mucho últimamente… ¿Le puedo

hacer una pregunta? - Me la acaba de hacer. - Ya. ¿Y otra? - Dígame. - ¿Quién limpia las ventanas? - El equipo de limpieza – me sonrió. - Ya, pero ¿es personal del hotel? - En cierta manera. Todos somos personal del hotel,

pero estamos contratados por Tecla. - ¿Tecla? - Sí, la gran Tecla. - Y ¿Cómo limpian las ventanas? No se pueden abrir. - Bueno, se pueden abrir desde fuera. Eso lo lleva el

equipo de limpieza, no yo. - ¡Muchas gracias! – Me despedí. Necesitaba poner en orden todo lo que había pasado hoy desde la mañana o me volvería loco. Salí del hotel

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camino al metro y después de cinco paradas subí a la oficina. Allí estaba Marian a punto de irse. - ¿Qué tal en el hotel? - Ha muerto Elías. Su cara me indicó que no sabía de qué Elías hablaba. - La mano de la Viuda Negra. Su cara indicaba menos extrañeza, pero todavía no tenía claro de lo que le estaba hablando. Así que le conté mi aventura con el inspector Suárez y los periodistas, mi encuentro posterior con la madre de Elisa Santos, la comida en el restaurante italiano y mi posterior visita al hotel Manhattan. - Nunca te escuché hablar tanto. Deberías hablar

más a menudo. Te explicas bien. Oh, venga, no pongas esa cara. Yo soy la que habla mucho y tú el que habla poco y ahora tú has estado haciendo de Marian y se te da bien. Ves, puedes hacerlo.

Por un momento, pensé que Marian no me había escuchado nada y me sentí mal. Es como si no le diera importancia a todo lo que me había pasado en el día de hoy. - Bueno, mañana me cuentas más. Tengo que irme

al funeral de mi antiguo profesor. - Está bien. Mañana hablamos. - Sí, mañana. A ver a quién me encuentro hoy en el

funeral. - Por cierto, ¿de qué murió? - Al parecer fue una intoxicación. Hubo una pérdida

de gas durante la noche en su casa y él no se dio

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cuenta. Dicen que no es el primero que muere por culpa del gas en la zona nueva de la ciudad.

- ¿El gas? - Sí, el gas. - ¿Una pérdida? - Sí, eso he leído. - ¿Quién revisa la instalación del gas? - Pues supongo que un técnico. - Marian, tú vives en la zona nueva, ¿quién os lo

revisa? - La compañía es… ¡Claro! No podía ser de otra manera. Hacía un rato que en mi cabeza resonaba el nombre de Tecla y Marian lo confirmó. - La compañía es Tecla. Llevan el servicio del gas, de

los ascensores y de la vigilancia. Están por todas partes.

- Ya lo creo que están por todas partes – Y en ese momento me di cuenta de que había un dato que no le había contado a Marian.

- ¿Sabes quién lleva el mantenimiento del hotel Manhattan?

- No, mañana me lo cuentas. Tengo prisa. ¡Hasta luego!

Y se fue dejándome con la palabra en la boca. ¡Qué prisa! Sólo había pensado en ella y lo que tenía que hacer y no me había prestado atención. Quizás no era importante lo que tenía que contarle, pero era importante para mí. Al fin y al cabo lo había vivido en

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directo. ¡Qué forma de no hacerme caso! Pasé un tiempo en la oficina escribiendo el informe pertinente para tener claro todo lo que había pasado. Apagué las luces, cerré la puerta y me fui a terminar la jornada al bar de Lola. - ¿Otro día duro? – me preguntó la sobrina. - Sí, desde hace treinta años. - Deberías de tomarte unas vacaciones. - Eso digo yo. - Pues tómatelas. - Es fácil decirlo. - Y hacerlo. - No, eso no es tan fácil. - ¿Estás preocupado? - ¿Por qué lo dices? - Por tu cara Otra más con mi cara. - ¿Y qué dice mi cara? - ¿En qué piensas? - En qué tengo tres asesinatos que resolver. - Pues eso es lo que dice tu cara. - Mi cara dice que tengo tres asesinatos. - No, que hay algo que te preocupa. - Claro, todo el mundo tiene preocupaciones. - Sí, pero no todo el mundo piensa en ellas

constantemente. - ¿Tú no tienes preocupaciones? - Claro qué las tengo y muchas. Pero por ejemplo,

aquí y ahora no estoy pensando en ellas.

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- ¡Ah! - Yo creo que hay que vivir el momento. Si estoy

hablando contigo, estoy hablando contigo. No estoy pensando en si va a entrar un cliente nuevo o si le puse bien el café a la pareja del fondo. Así cuando hablo contigo sabes que estoy hablando contigo.

- ¿Sabes? Llevo todo el día escuchando que mi cara dice otra cosa diferente a lo que yo digo.

- Es normal. - ¿Normal? - Claro, si estás pensando en otra cosa. Yo creo que

cuando hablas tienes que estar en el momento, en el presente. Porque si estás pensando en el pasado o en el futuro, tu cara se lo muestra a los demás y los demás en vez de atender a tus palabras, atienden a tu cara. Así que le hacen más caso a tu cara que a tus palabras.

- Así que por eso no me entienden. - Claro. Tú dices una cosa y expresas otra y el otro

tiene que elegir entre tu voz y tu cara y gana tu cara.

- Así que yo mismo me hago la competencia. - Sí. - ¿Y qué se supone que tengo que hacer? ¿Dejar de

pensar? - Más o menos. - No puedo dejar de pensar. - Se trata de qué estés pensando en lo que estás

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diciendo. No en lo que has dicho o en lo que vas a decir. Dejar el pasado y el futuro para otro momento. Mucha gente cuando habla se queda pensando si está bien o mal lo que acaba de decir y en ese momento, se olvida de qué tiene a alguien delante y aunque quiera demostrar atención, su cara es testigo de que está pensando en otra cosa. Otra gente, piensa en el futuro, mientras le hablan sólo está esperando su momento para hablar, está pensando en lo que va a decir. Piensa en el futuro y su cara le dice al otro: acaba ya que quiero hablar. Y al final. En vez de comunicarnos. Lo que hacemos es un partido de tenis.

- Creo que me he perdido. - Ja ja ja es que a mí a estas horas me da por

filosofar un poco. - ¿Un poco? La conversación con la sobrina de Lola se hizo amena aquella noche. Filosofamos un poco más y regresé a mi casa. Me quedé con esa idea de que lo que piensas, tu cara lo expresa. Por eso cuando piensas una cosa y dices otra, pones caras raras. Pero es más. Nuestra conversación terminó concluyendo que no sólo es lo que piensas, sino lo que sientes. Puedes pensar y decir lo mismo, pero sentir otra cosa y tu cara lo expresará también. Así qué hay que aceptarlo. No podemos engañarnos. Tenemos que ser congruentes. Sentir, pensar y decir lo mismo. Si no,

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nuestra cara le dirá a los demás que hay algo raro y en lugar de comunicarnos, el otro estará jugando a descubrir qué es lo que nos pasa. Aunque bueno, como el otro estará pensando en sí mismo, en lo que ha dicho, en lo que va a decir, en lo que piensa o en lo que siente, creo que estará jugando consigo mismo. Cada día pienso que comunicarse es realmente magia. Y así llegué al portal. Saqué la llave y nueve llaves después no acerté a abrir la puerta. Lo intenté una vez más y nada. El portal estaba cerrado y la llave no lo abría. Y en ese momento, escuché una voz a mis espaldas.

CONTINUARÁ…

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