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El Interior

Martín Caparrós

Colección LO REALdirigida por Jorge Carrión

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El Interior

Martín Caparrós

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES

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Prólogo

Somos en cualquier sitio una frontera

Jorge Carrión

«¿A quién se le ocurrió que un viaje se podía contar como si fuera unacontinuidad? ¿A quién se le ocurrió que un viaje se podía contar?», leemosen alguna página de este libro de viajes. Y yo añado una tercera pregunta:¿a quién se le ocurrió que un libro de viajes, una gran crónica, una novelasin ficción, se puede (o se debe) prologar? Sería tan sencillo como decirque este libro, uno de losmás importantes que se han escrito sobre Argen-tina, una de las crónicas fundamentales en nuestra lengua, se publicó enBuenos Aires en 2006, se distribuyó por el Cono Sur y no había llegadohasta ahora a las librerías de otros territorios hispánicos. Y sin embargoseguiremos con preguntas. Porque nada más afín a la poética de MartínCaparrós que el cuestionamiento incesante, por momentos impertinente,en perpetuo desafío. Viajar entre signos de interrogación.

¿Tenemos que seguir hablando de «literatura argentina»? ¿Sobre todoen el caso de Martín Caparrós? ¿En el caso de alguien que ha vivido en Ma-drid, en París, en Nueva York o en Barcelona y que ha viajado por todo elmundo? Ni siquiera un posnacional militante como yo lo tiene del todoclaro. En su reseña de Larga distancia, el primer libro de periodismo y viajesde Caparrós, Tomás Eloy Martínez escribía hace más de veinte años que lacrónica es «tal vez, el género central de la literatura argentina». Un géne-ro que «como el país, es híbrido y fronterizo». Cuando ese texto pasa de logeneral a lo particular llegamos a una reflexión punzante: «Quienhaya leídolas cuatro ficciones anteriores deMartín Caparrós descubrirá tal vez que eneste libro escrito casi por azar, el autor ha encontrado por fin su voz». Unavoz, añade, «conmovedora,memorable, que no se parece a ninguna otra».La reseña —que después se incorporó como prólogo— se abre y se cierracon un «tal vez». La posible centralidad de la crónica en la tradición ar-gentina. La posible centralidad de la crónica en la obra de Caparrós.

Yo borro ese doble adverbio. Porque desde el Facundo y los Viajes deSarmiento hasta Mantra de Rodrigo Fresán o El camino de ida de RicardoPiglia —pasando por Rayuela como relato generacional o El desierto y susemilla de Jorge Barón Biza como autoficción— la mejor literatura argen-

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tina ha trabajado en el terreno de la mezcla. Crónica, ensayo y ficción.Como si su género canónico fuera el laboratorio. ¿Tendría esamisma cen-tralidad en el conjunto de la literatura hispánica? Probablemente si ex-tendemos el significado de la palabra «crónica» y, como hace el autor deLa novela de Perón, incluimos en ella el cuento y la novela que, sin aban-donar la ficción, utiliza sus formas, sus mecanismos. También la poesíapuede serlo. En ese territorio ambiguo y fascinante coincidirían libros tandisímiles como Poeta en Nueva York de Federico García Lorca, Crónica deuna muerte anunciada de Gabriel García Márquez, La tentación del fracasode Julio Ramón Ribeyro o Aproximaciones a Gaudí en Capadocia de JuanGoytisolo. Y casi todos los libros de Martín Caparrós.

Las crónicas de Larga distancia fueron escritas entre 1987 y 1992. Ésosson los años en que ensaya su estilo y su poética. Antes había publicado lanovela No velas a tus muertos, que está (¿irónicamente?) encabezada poruna cita del diario del Che: «Este tipo de lucha nos da la oportunidad deconvertirnos en revolucionarios, el escalón más alto de la especie huma-na, pero también nos permite graduarnos de hombres». Lomataron pocodespués. Caparrós fue a Bolivia buscando las ruinas de Ernesto Guevara.Ése es el territorio caparrosiano: la huida y la muerte; el desplazamientoy un mundo bajo amenaza; la obsesión por escribir cierta versión de loshechos, un testimonio, con la conciencia del fin. Siempre con un ánimoinquieto, polémico, inconformista, porque en los hechos y las ideas hayestratos y reversos («pero yo sigo sospechando que los viajes son, en rea-lidad, otra cosa»): por eso la palabra clave es «búsqueda».

Las muchas crónicas que Caparrós había escrito sobre Argentina antesde 2006 (y las muchas que escribirá después) encuentran en El interior sunúcleo significativo. Es la «gran búsqueda». Se trata de recorrer miles dekilómetros en coche, cubrir con la voz y la mirada el norte del país, darcuenta de la vasta geografía formada por Entre Ríos, Misiones, Corrientes,Tucumán, Salta, Jujuy, La Rioja, Catamarca, Córdoba y Santa Fe. Contar lamitad de un país interrogándose por el país entero. Esa investigación sólopuede ser impura: «Yo no pienso en buscar lo auténtico. No creo que lo“puro” sea más auténtico que la mezcla». De modo que nos encontramosante dos laboratorios. El del viaje: esas decenas de entrevistas y de paisajesy de estadísticas y de lecturas y de preguntas y de encuentros y demás pre-guntas. Y el de la escritura: el libro encuentra su ritmo en la evocación —lamúsica del teclado—delmovimiento, en su representación distanciada. Poreso se fragmenta. Por eso fluye como un diario. Y, sobre todo, ensaya, evo-

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Prólogo 7

ca,meandrea, recurre al collage, versifica. En variosmomentos las personascon que se cruza hablan en verso. Verso libre, algún endecasílabo. Puro jazz.

En la obra caparrosiana hay centenares de momentos en que el áni-mo contraespacial es innegable. Y en su conjunto se puede afirmar quehay una gran conciencia crítica. Una y otra vez aparece la palabra «pa-tria»: una obsesión que pone en jaque, a través de la «lengua argentina»,al viajero internacional. Unas veces la patria es tratada con ironía burlesca,otras no tanto. Muchos de los argentinismos que conducen a Las palabrasde la patria ya aparecen en El interior, porque para Caparrós la única formaeficaz de analizar lo real, la historia, las violencias, es hacerlo a través deuna particular filología. Tal vez el clímax político del libro sea la narracióndel encuentro con un individuo que fue soldado en los años setenta: «Escurioso: hablo con él como quien habla con alguien que no es, que cuentadesde lejos una historia ajena. No pienso, por ejemplo, éste es un asesinohijodeputamató ayudó amatar a gente que yo podría haber querido». Sal-tan las comas por los aires. La página se convierte en un sismógrafo. En ésey en otros momentos (como cuando se recuerda que allí donde se cortacaña de azúcar hay violencia porque el propio gesto, el trabajo, es suma-mente violento) se trata de extraerle su verdad a la patria. De aplicarle lapicana. De darle su merecido. Y de seguir viajando, narrando, contrapo-niendo, por las ruinas de una historia a menudo demasiado reciente: «Nosé si estoy viajando para sufrir, especialmente».

Tras la búsqueda de la patria, que es utópica (puro deseo intelectualque no puede concretarse), se esconde otra búsqueda: la del padre. El rit-mo interno del libro, su compás, lo marca la evocación: «Si es por buscar,mejor que busques —solía decirme— lo que nunca perdiste». Aunquetambién es unamáscara, el disfraz de otra búsqueda, lamás importante, lade una forma. Una forma que no se parece a ninguna otra y configura unlibro híbrido, de frontera: un libro muy argentino. Un hallazgo. «Viajohaciéndome una pregunta que sé que no voy a poder contestar: las quevalen la pena»: sin embargo, todo libro es—aunque provisional— una res-puesta. Y ésta tiene algo de definitiva.

Formado como historiador, Caparrós indaga siempre —he dicho— enlas ruinas de la historia. ¿Cuál es el lugar de la historia en los autores canó-nicos de la literatura argentina? Curiosamente, secundario. EnMacedonioFernández, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Alejan-dra Pizarnik, SilvinaOcampo, Julio Cortázar, Ricardo Piglia, Fogwill o Cé-sar Aira las historias son muchísimo más importantes que la historia. Por

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supuesto que encontramos en ellos relatos de ambientación histórica oarqueologías personales, pero no existe en sus poéticas la visión de con-junto, el archivo histórico. Una constante en los textos y las entrevistas dePiglia es la expresión de un deseo: «Algún día habría que escribir la histo-ria de…». Los libros de Caparrós, en cambio, sí escriben la historia. Tratande agotar utópicamente los temas, de ensayarlos históricamente. Su poé-tica, en este sentido, sería más próxima a la de Rodolfo Walsh, Juan Gel-man, Tomás Eloy Martínez o Edgardo Cozarinsky (en la generación ante-rior). Pero en ninguno de esos casos la literatura es tan consciente de lahistoria (tan ambiciosamente consciente de la historia) y del vastomundodonde ésta se despliega.

Nos encontramos, de hecho, ante una serie. Una serie que comienzaen 1998 con La voluntad («una historia —en tres tomos— de la militanciarevolucionaria en la Argentina»), prosigue en 1999 con La historia (intentode agotar en mil páginas un lugar argentino con un historiador como pro-tagonista), se constituye como tal en su tercera entrega, El Interior (2006)y finaliza en 2014 con la publicación de El hambre. Una serie que nace de lahistoria y se expande hacia la geografía a través del viaje. Una serie en quela historia se espacializa, se discute con el cerebro y con los pies, se reco-rre. No se trata de la operación posmoderna que encontramos en Nabokovo en Borges, donde la historia se utiliza superficialmente, donde un textose comenta desde la erudición irónica, donde se extrae y se recontextuali-za un fragmento para insertarlo en un nuevo puzle. Se trata —en cambio—de la conciencia de que existen infinitos estratos, un sinfín de cronologíasque se pueden recorrer gracias a la topografía y a la memoria.

Por eso, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos y de susmayores, la poética de Caparrós no parte del «problema Borges». El autorde Ficciones es una presencia constante en toda su obra, particularmenteen La historia, una ampliación brutal de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius; peroCaparrós apuesta por «Realidades». Si la literatura argentina (y buena par-te de la hispanoamericana) es sedentaria, monourbana, nacional; la deCaparrós es nómada, policéntrica, bastante postnacional. Si hubiera queescoger a tres (sólo tres) maestros intuyo que no habría lugar para Borges.Los de Caparrós son Quevedo, Voltaire y Sarmiento. Aparecen una y otravez, citados con admiración, con reverencia y con humor (no podría ser deotro modo, tratándose de semejantes maestros y de discípulo semejante)en decenas de textos. Si fueran media docena los escogidos, no sólo ten-dríamos a Borges—por supuesto: en el cuarto lugar—, sino también a Cer-

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vantes (con un epígrafe suyo comienza La historia, aunque en él se proyec-te la sombra de Pierre Menard) o a Tomás Eloy Martínez.

Desde su memorable primer concierto en La historia, los tres tenoresactúan enmuchos libros de Caparrós. Pero en El Interior nos encontramoscon Sarmiento como solista de excepción. El libro —ya lo he dicho— sepuede leer como un viaje al padre; pero también como un viaje al Padre.La ruta acaba en San Juan y San Juan es «territorio Sarmiento». Allí lospadres se confunden: «Cuando sea grande quiero ser Sarmiento. Lo pen-saba, supongo, cuando chico, y todavía lo pienso». Al autor de Facundo loune la ironía, la inmodestia, la ambición de narrar un país, la fe en el la-boratorio que se pone al servicio de la forma (y no a la inversa). De él losepara la época: ¿qué escritor serio de hoy pensaría seriamente en ser pre-sidente de su país? Tal vez sea Mario Vargas Llosa la excepción que etcé-tera. Caparrós ha abordado el género al que la ambición de Sarmiento as-piraba por naturaleza: la vuelta al mundo (Una luna, Contra el cambio, Elhambre), ese género que el decimonónico ensayó con sus Viajes por Amé-rica, Europa y el norte africano. «Para colmo, el muy sanjuanino escribiósus Viajes, una de las tres mejores crónicas viajeras —junto con la Excur­sión a los indios ranqueles— de la literatura patria», leemos en El Interior,la tercera.

Justo antes de recordar la ocasión en que le preguntó al «maestro To-más EloyMartínez» qué valía la pena contar de Tucumán, Caparrós afirmaque «la tarea más laboriosa del escritor consiste en reducir su vocabulariohasta quedarse con sus propias palabras». Supongo que forma parte delproceso que lleva a la propia voz. El autor de Santa Evita tenía razón: hacepoco más de veinte años que Caparrós publicó su primer gran libro. Cómole hubiera gustado leer éste.

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La partida

Si es por buscar, mejor que busques —solía decirme— lo que nunca perdiste.Yo a veces lo escuchaba, a veces no. Y ahora me pregunto por qué pienso en

mi padre, tan argentino por opción —tan su acento español—, mientras terminode cargar el Erre conmis cosas, me subo,me aprieto el cinturón, le doy arranque.

A veces lo escuchaba.

Si es por buscar, mejor que busques, me decía. Yo sé que debería buscar algo;debería encontrar, primero, qué: puede ser largo. Quizás se llame la Argentina—pero me cuesta mucho pensar qué será eso. La Argentina es un invento, unaabstracción: la forma de suponer que todo lo que voy a cruzarme de ahora enmásconforma una unidad. La Argentina es una entelequia: casi tres millones de kiló-metros de confusiones, variedades, diferencias, inquinas y querencias y un him-no una bandera una fronteramismos jefes y, a veces, mismos goles. La Argentinaes el único país al que nunca llegué. Erre arranca.

Hasta llegamos a creer, de tanto en tanto, que nuestra historia es una sola.

Vecinos, conciudadanos, tengo una mala noticia para darles: nos pasamos lavida haciendo equilibrio en una línea inexistente. Somos una línea inexistente. Siestamos en Buenos Aires tenemos dos opciones: de un lado está el interior, delotro el exterior; podemos ir al interior o al exterior. Si el interior y el exteriorjuntos forman un todo, entre los dos no hay nada: nosotros somos esa nada.Siempre lo sospechamos —y por eso, quién les dice, el tango.

Para subir a la autopista —en Buenos Aires todavía— cruzo un olor de parrillay lapachos en flor. Como si la ciudad que relegó al interior al interior tambiéntratara de afirmar su pertenencia a aquel folclore. Es probable que, para nosotrosporteños, el interior seamás que nada un folclore: la zamba, la pobreza, el feuda-lismo, la pachorra, la inmensidad vacía —distintas formas de folclore. Para mí,supongo, también: tengo que verlo para no creerlo.

Ya en la autopista un cartel me tranquiliza: «Autopista vigilada por cámarasde TV». Quiero creer que estoy yendo a lugares que no están vigilados por cáma-ras de TV, que en realidad no están siquiera mostrados por esas cámaras que ha-

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cen real o falso lo que miran o dejan de mirar. Quiero creerlo, pero no es-toy seguro.

Sería tranquilizador poder decir que busco alguna esencia de la patriao, por lomenos, razones para pensar que somos algo todos juntos. Sería unalivio tener una misión. Pero no aspiro a tanto. Me contentaría con saberqué estoy buscando. Quizás, en el camino, lo consiga.

Es fácil salir de Buenos Aires. Salir de Buenos Aires no significa nada:cualquier porteño sale de Buenos Aires todo el tiempo, porque Buenos Ai-res incluye sus salidas, sus alrededores: al oeste y te estás yendo a Ezeiza,al norte y al Tigre o a Pilar, al sur y parece que fueras a La Plata. A primeravista parece que salir no fuese salir, sino ir a los satélites.

Pero eso cambia cuando el viajero sabe que se va lejos: entonces, lamisma salida se transforma en algomuy distinto: el principio de un viaje.Y es un esfuerzo de la imaginación: el principio de un viaje siempre es unesfuerzo de la imaginación —como las despedidas. Las despedidas sonese momento extraño en que la ficción es necesaria, en que dos o máspersonas se entristecen y duelen por una separación imaginada, una dis-tancia que todavía no existe —que va a existir pero que, en el momentodel adiós, no es más que fantasía.

Hay una idea, muy bien establecida, que pretende que el Interior es laverdadera Argentina. En lo bueno —tradición, religión, historia viva, et-cétera— y en lo malo —tradición, religión, historia viva, etcétera—. Fren-te a la solidez de esas raíces, Buenos Aires es lo lábil, lo sin identidad, lamezcla—más omenos— pervertida. Hay una idea—previa, necesaria— deque existe una verdadera Argentina, y otras falsas.

Voy sin tocar el suelo. Las autopistas no están apoyadas sobre la tierra:levitan a treinta, cuarenta centímetros —como aquella alfombrita de RayBradbury. El cuento era ingenioso: un grupo de turistas viaja al remotísi-mo pasado —tiempo de dinosaurios—, pero la empresa que los lleva lesdice que tengan mucho cuidado de no interactuar de ningún modo con elentorno, porque cualquier pequeña modificación podría causar efectostremebundos en el futuro donde viven. Para asegurarse de que no habráaccidentes, la empresa los hace caminar por una especie de sendero ten-dido a cincuenta centímetros del suelo, pero uno de los paseantes, sin

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querer, mata una mariposa. Más tarde, cuando vuelven a su tiempo, des-cubren que, por el accidente, toda la evolución ha sido otra y el mundo—su mundo— es una monstruosidad incomprensible.

Yo no pienso en buscar lo auténtico. No creo que lo «puro» sea másauténtico que la mezcla —y además lo puro argentino es, como todos, unamezcla apenas anterior. Voy, sí, a mirar un país que en muchas cosas esdistinto de la ciudad en donde vivo.

Supongamos que el Interior empieza a unos cien kilómetros de la ciu-dad de Buenos Aires, en cualquier dirección. En tal caso, el Interior es unpaís enorme, de 22 millones de habitantes y una superficie de 2.783.000kilómetros cuadrados, con una densidad de 8 habitantes por kilómetrocuadrado; la Argentina tiene una densidad de 11; el gran Buenos Aires am-pliado, de 1.600 habitantes por kilómetro cuadrado. Por su extensión, elInterior es—como la Argentina— el octavo país delmundo, justo detrás dela India y delante de Kazajistán. Pero, a diferencia demi ciudad, el Interiores un país semivacío.

Su producto bruto —cifras de 2004, las últimas completas— se puedecalcular en unos 250.000millones de pesos al año: como país, tiene un PBIcomparable al de Perú o Kuwait. Cada habitante del Interior, entonces,tendría un ingreso anual promedio de 11.300 pesos—contra los 14.200 quese llevan los habitantes de lamegalópolis Buenos Aires. La diferencia no estan pronunciada, porque la equilibra la pobreza del Gran Buenos Aires.

Nada sería peorque convertirmeen un decorador de interiores.

Mejor que busques, me decía.

A los costados de la autopista ya no se ven casas ni calles, pero estosigue siendo Buenos Aires. El menemismo perfeccionó el concepto deGran Buenos Aires achicando Buenos Aires: al transformarla en una ciu-dad más pobre y —dicen— más peligrosa, tuvo que integrarle zonas queantes no eran suyas. Para tranquilizar a los ricos inventó comarcas, queantes no existían, donde los acaudalados aprensivos pueden vivir estilocampo y trabajar en la ciudad. O sea que ahora hay signos de la ciudadhasta mucho más allá de la ciudad. Cuando el Erre deja atrás esos últimos

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signos —corralones, restoranes, el shopping, el gran hotel de lujo— estállegando al Interior.

¿Salir hacia el Interior sería entonces entrar? ¿Dónde?

Mejor que busques.

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Buenos Aires-San Nicolás

La autopista de Buenos Aires a Rosario es una raya prolija derechita sólida a travésde un campo tan correcto. El campo está ahí para mirar. Las autopistas ofrecen lailusión de no deberle nada al espacio circundante. Convierten el espacio circun-dante en un paisaje. Uno va por el mundo de los coches —autosuficiente, auto-contenido, completo— que ofrece paradas acotadas con los combustibles que loscoches precisan y las papas fritas que los choferes pueden llegar a usar y la gaseo-sa el mingitorio el pirulín para los chicos. A los costados está el mundo y no lonecesitamos para nada. De hecho, aunque quisiéramos, no lo podríamos alcanzar:estamos encerrados.

La autopista no es un espacio: es un transporte.

Algo en la luzque las nubes convierten en docenas de rayos.Abajo el verde es uniforme:soja.

Atravieso doscientos kilómetros de monocultivo. Miles, miles y miles dehectáreas de soja una detrás de otra. El mismo color, la misma forma, la mismatextura todo a lo largo del camino: la belleza de un campo bien plantado, biendomado. El color uniforme, las alturas parejas, la textura continua, una victoriadel artificio sobre la naturaleza. Hombres que imponen sus ideas.

Al costado del camino un cementerio chico con cuatro cipreses y sobre lapared blanqueada un aviso de yerba Romance. Querría saber qué estoy buscan-do.

La pampa se escapa a los costados. La dejo ir: ya me detendré en la pampamás adelante, cuando haya recorrido lo que está más arriba, o sea: las regionesque hicieron la Argentina.

El país se puede dividir de tantas formas: de hecho, este país se ha especiali-zado en dividirse. Pero he dado con una división que me interesa: están, por unlado, al norte de Buenos Aires, las regiones que crearon la Argentina; y, por otro,al sur, las regiones que la Argentina creó.

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Mendoza, Salta, Córdoba o Misiones existían antes de ser argentinas,antes de que la Argentina existiera —y, de algún modo, la formaron. Sepodía ser mendocino, salteño, cordobés, misionero antes de que la idea deser argentino apareciera. La mayor parte de la Pampa y toda la Patagonia,en cambio, fueron conformadas por la Argentina: son su efecto, las tierrasque los argentinos—cuando ya lo eran—ocuparon para armar la Argentina.

En estas tierras nadaque pueda parecerceleste, blanco.

La bandera argentina no es verde o parda como sus tierras, marróncomo sus grandes ríos. Hay un país cuyo color está en el cielo—siempre unpoco más allá, como el horizonte, como El Dorado— y no en la tierra. Lagran promesa siempre. La búsqueda, decíamos.

Hace tiempo escribí que las autopistas eran la única prueba fehacientede la existencia de dios—y lo decía, en una novela llamadaUn día en la vidade Dios, el personaje Dios: «Habíamos entrado en una carretera ancha, bienasfaltada, ya muy cerca de Santa Fe: autos y camiones nos cruzaban y es-quivaban y adelantaban sin parar. Nunca había visto una danza tan estre-mecedora como esa procesión de bólidos lanzados por ese espacio estrecho:habría bastado con que uno modificase ligeramente su posición, su ritmo,su velocidad para que restallara la catástrofe. No hay partículas en todo elorden físico tan cerca del desastre todo el tiempo, pensé, y me dio unarranque de orgullo: algo en el tercer pedrusco (la Tierra) debía estar bienhecho si cosas como ésta funcionaban. Las autopistas deberían ser unaprueba de mi existencia o, mejor: de mi utilidad —en vez de buscarlas envaya a saber qué raros enunciados filosóficos— pensé, y me reí sin ruido».

El balneario se estira a lo largo de un río. Hoy es domingo, hace calor yen el balneario municipal de San Nicolás hay un río un poco chico para serel Paraná, un estanque muy grande con una gran ducha en el medio, mu-cha gente pescando poco, algunas vacas, ese color marrón de casi todo.Una pareja de treinta y pico camina de la mano: ella es gorda, él muy flacoy lleva una canasta de mimbre con el mate y unas facturas que convocanmoscas: no semiran. La cumbia se oye al fondo, casi pudorosa. Todo rebo-sa de chicos en cueros, camisetas de fútbol, sauces, sauces; dos nenas de

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diez no saben cómo hacer para agarrar a Bobby ymeterlo en el bote; quie-ren cruzar el río, el botero se aburre. El botero tiene una boina negra depaisano. El perro tampoco tiene raza definida. Hay mucha transpiración,haymuchas siestas, hay esemodo de ser del tiempo cuando hace todo pordisimularse. Haymucha carne sin gimnasio,mucho coche viejo, bastantesbicicletas y sillitas plegables y juguetes de plástico: todo lleno de plástico.Hubo tiempos en que el plástico era una aspiración, pero esos tiempos pa-saron hace mucho. Pescan: los hombres pescan. Las cañas de pescar sonchicas; bastantes son, incluso, cañas. Mucha chancleta, bastantes menosbesos. Un chico y una chica de quince caminan abrazados como si fuera laprimera vez, agarrándose fuerte para mostrar que se poseen. Un morochoen triciclo vende medio kilo de helado por tres pesos. Otro en otro vendepororó. En algunas motos van familias. Muchos comen sandía y se cho-rrean. Uno le dice a su mujer que no entiende por qué siguen viniendo losdomingos si para ellos todos los días es domingo; la mujer le dice que nohay que desbandarse, que si no cuando consiga trabajo va a estar lleno demalas costumbres, y que al balneario uno va los domingos. El hombre lamira sin fastidio: admirativo.

Gloria de los domingos: hacer de la vida algo distinto. Peor, mejor:distinto.

—Vieja, no me digas que te olvidaste de traer los bizcochitos.—No, Ricardo, ahí están.—¿Dónde, vieja?—Ahí, ¿no los ves?—No, ésos son los cuernitos.—¿Y no te da lo mismo?

Me gusta escuchar: viajar es, más que nada, un ejercicio de la escucha.Pero me agota, por momentos. Escuchar es tanto más cansador que ha-blar: uno habla con sus propias palabras, con lo que ya conoce y, salvoepifanías, se sorprendemuy poco. Escuchar, en cambio—no digo oír, digoescuchar—necesita una atenciónmuy especial: esperar lo inesperado todoel tiempo.

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