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165 EL LIBRO: ENTRE CREPÚSCULOS Y EPIFANÍAS RESUMEN La memoria de la humanidad está resguardada en los libros. En ellos en- cuentra el hombre una razón de ser: la que lo diferencia en la escala zooló- gica. Por eso, la inteligencia, la razón y la capacidad de imaginar, entrevistas en páginas innumerables, tienen un punto de llegada; la libertad. Por eso es un peligro para los tiranos. En la historia del libro hay crepúsculos y epi- fanías. Y la esperanza en los sueños más justos de la humanidad. ABSTRACT The memory of humanity is sheltered in the books. Through them the man the man finds a reason to be: that makes the difference in the zoo- logical scale. So, intelligence, reason and the ability to imagine, interviews on countless pages, have a point of arrival; freedom. That is a threat to tyrants. In the history of the book is twilight and epiphanies. And hope in the most righteous of mankind dreams. P ALABRAS CLAVE Libro, imaginación libertad, justicia, odio, censura, páginas, historia, me- moria, tiranos. KEY WORDS Book, imagination freedom, justice, hate, censorship, pages, history, memory, tyrants. José Francisco Conde Ortega* * Profesor-Investigador del Departamento de Humanidades de la UAM-Azca- potzalco. Revista_42.indb 165 10/11/14 12:27

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Resumen

La memoria de la humanidad está resguardada en los libros. En ellos en-cuentra el hombre una razón de ser: la que lo diferencia en la escala zooló-gica. Por eso, la inteligencia, la razón y la capacidad de imaginar, entrevistas en páginas innumerables, tienen un punto de llegada; la libertad. Por eso es un peligro para los tiranos. En la historia del libro hay crepúsculos y epi-fanías. Y la esperanza en los sueños más justos de la humanidad.

AbstRAct

The memory of humanity is sheltered in the books. Through them the man the man finds a reason to be: that makes the difference in the zoo-logical scale. So, intelligence, reason and the ability to imagine, interviews on countless pages, have a point of arrival; freedom. That is a threat to tyrants. In the history of the book is twilight and epiphanies. And hope in the most righteous of mankind dreams.

PAlAbRAs clAve

Libro, imaginación libertad, justicia, odio, censura, páginas, historia, me-moria, tiranos.

Key woRds

Book, imagination freedom, justice, hate, censorship, pages, history, memory, tyrants.

José Francisco Conde Ortega*

* Profesor-Investigador del Departamento de Humanidades de la UAM-Azca-potzalco.

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amuel Riba decide estar en Dublín el 16 de junio. Un sueño premonitorio le había señalado que en ese lugar y en esa fe-cha podría entrever el sentido de su vida. Un primer paso, des-

de luego, es acudir al Bloomsday; otro, celebrar un extraño funeral por el fin del tiempo de la imprenta, agonizante ya por el vértigo de un mundo seducido por la locura de la era digital. Con tres de sus amigos escritores, el “último de los editores literarios” –como se consideraba a sí mismo– recorre el corazón del Ulises de James Joyce y, en apretada simbología, une la epifanía y el crepúsculo de la Galaxia Gutenberg.

Riba es el personaje central de Dublinesca, novela de Enrique Vila-Matas publicada en 2010. Y este personaje, a punto de cum-plir sesenta años en la primera década del siglo XXI, retirado del al-cohol por problemas de salud, dueño de una prestigiada editorial independiente a punto de la quiebra y con un matrimonio sosteni-do apenas por la costumbre y algo muy parecido a la piedad, es una suerte de portavoz de una generación que nació y creció al am-paro del rito del libro impreso. Una generación que heredó el culto de la letra impresa y lo llevó al extremo. El libro como un objeto va-lioso desde su gestación en originales mecanográficos, para luego, acariciar la textura del papel de interiores y cubiertas; distinguir las familias tipográficas dispuestas sobre la página, acuciosamente for-mada con amplios márgenes y generosos interlineados; admirar el tamaño de las fuentes, y atesorarlo en bibliotecas personales mo-rosamente acrecentadas en años de lectura paciente y obstinada.

Es cierto, el mundo no puede reducirse a este apartado, el de la literatura en su sentido más amplio; pero también es cierto que, sin la suma de estos esfuerzos en este rubro, el mundo vería des-protegida su memoria: el registro minucioso del acontecer huma-no en los requerimientos del álgebra superior del lenguaje; la poe-sía, la novela, el teatro, los cuentos... Por eso, Riba, testigo de su generación, durante el antes y el después de ese 16 de junio, pre-tende que todos los conflictos de su vida encuentren su asidero en los libros. Citas de autores que conforman su catálogo, o de mu-chos otros que ha leído o conocido, son como botellas lanzadas al mar para que, de pronto, otros marineros con sed y sin retorno las encuentren. Y, quizás, sean capaces de devolverlas con un nuevo licor despavorido.

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También es posible que, por eso y en esos momentos –o des-de siempre–, avizorara ya los signos del desastre. Por eso, Riba, en uno de sus muchos episodios de desesperanza, exclama:

Pronto cumpliré sesenta años. Desde hace dos, me persigue la reali-dad de la muerte al tiempo que me dedico a observar lo mal que va el mundo. Como dice un amigo, todo se acabó, o se está acabando. No queda otra cosa que una gran masa analfabeta creada delibera-damente por el Poder. Una especie de muchedumbre amorfa que nos ha hundido a todos en una mediocridad general. Hay un inmen-so malentendido. Y un trágico embrollo de historias góticas y edito-res puercos, culpables de un monumental desaguisado.1

Signos del desastre. Y le faltó enlistar los libros de autoayuda y superación personal. Y como si fuera asunto del azar –aunque se-pamos, con Jorge Luis Borges, que el azar no existe, que lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de los complejos mecanismos de la causalidad–,2 en los años cincuenta –1953– se publica Fahrenheit 451, de Ray Bradbury.

Ray Bradbury, como todos los autores de esa modalidad nove-lesca que se ha llamado “ciencia ficción” o “de anticipación cien-tífica”, a partir de un minucioso análisis de su realidad, previene a sus contemporáneos sobre lo que podría ocurrir en un futuro loca-lizado alrededor del año 2 000, si no se toman medidas para con-trolar el insensato afán de la competencia tecnológica en perjuicio de lo esencialmente humano. En Fahrenheit 451, esa insensatez se ve reflejada en la quema de libros. Una sociedad ensoberbecida en los avances de la tecnología, necesita ciudadanos obedientes, in-capaces de cuestionar el Poder, ignorantes para ser fácilmente ma-nipulables. Por eso deben desaparecer los libros, pues su lectura obliga a pensar, a imaginar, a entender la libertad como esencia verdadera de lo humano.

Por eso se crea un cuerpo especial de bomberos, cuyo trabajo, en vez de apagar fuegos, es provocarlos para allí quemar los libros. Guy Montag, personaje central y eficaz provocador de incendios, en algún momento de su labor presencia cómo una anciana deci-

1 Enrique Vila-Matas, Dublinesca, p. 178-179.2 El autor de Ficciones, en sus luminosos ensayos a propósito de La Divina Co-

media, hace claras dos cosas: que lo que un autor quiso decir hay que buscarlos nada más en su obra; y que la concepción generalizada del azar es errónea.

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de incinerarse con sus libros. Esto le da un vuelco a la novela. Montag sustrae algunos títulos, los lee a escondidas y, con ayuda de Clarisse y Faber, asume que su vida adquiere otro sentido. Fi-nalmente Bradbury propone una esperanza. Montag huye y en-cuentra a un grupo subversivo que ha aprendido libros de memoria para que, cuando las cosas hayan cambiado, volver a escribirlos y resguardar la memoria de la humanidad.

Sí hay una esperanza.3 Entre tanto, el espectáculo de esa so-ciedad es deprimente. Un solo signo le basta a Bradbury para re-sumir la estolidez de una sociedad en un futuro cercano a él –nuestro presente–: las enormes pantallas de televisión. No sé qué pudo haber pensado el también autor de Crónicas marcianas cuando vio que su funesto presagio se volvió realidad desesperan-te. Nosotros sí atestiguamos que en la mayoría de los hogares mexicanos no hay libros, pero sí pantallas cada vez más grandes. Y las familias se enteran de la existencia de algún libro por las es-porádicas noticias en la televisión, leídas por individuos igualmen-te ignorantes. No obstante, conocen virtudes y ventajas de esos objetos ya indispensables en la vida cotidiana.

Fahrenheit 451 en su título alude a la temperatura con la que arde el papel con el que están hechos los libros. Y es el epígrafe de la novela. Sin embargo, hay que insistir en ello, la esperanza está en la memoria de ese grupo de subversivos que tienen en su mente a los autores, pues saben que los libros pueden cambiar las cosas.

Una de las épocas más fascinantes en la historia de Occidente es la Edad Media. De la toma de Constantinopla por los turcos al Renacimiento, hay ocho siglos Mitos, leyendas, luchas religiosas, principios de conformación de las nacionalidades, convivencia fruc-tíferamente compleja con el Oriente, desarrollo de las lenguas que hoy conforman nuestro atlas lingüístico y una fértil literatura le con-fieren una riqueza que actualmente seguimos queriendo interpretar en su justa dimensión. No es, desde luego, una época oscurantista, por más que muchos de sus estamentos ya resultan caducos; pero significaron un esfuerzo nada despreciable hacia la comprensión de lo humano. La influencia helénica y latina fue fundamental, aunque la apropiación definitiva se haya dado hasta el siglo XVI.

3 Creo que en todos libros que presagian, desde la mitad de la vigésima cen-turia, el imperio de una civilización cada vez más deshumanizada, hay una espe-ranza, excepto en 1984 de George Orwell.

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En ese contexto, las Cruzadas constituyen un cruento episo-dio que hizo declarar a Porfirio Arredondo Muñoz Ledo que con la sangre de muchos hombres llenaron la tumba del más bueno de los hombres. Sí, fue un conflicto religioso, político y comercial. El pretexto, recuperar el Santo Sepulcro. Sequías, malas cosechas, caminos inseguros, desacuerdos en las altas jerarquías y falta de dinero comenzaron a disminuir el fervor religioso. Era necesario encontrar un impulso poderoso. Un libro lo encontró, lo propagó y revivió los ánimos para enconar la lucha. Éste es Le roman de Perceval o Le conte del Graal, escrito por Chretién de Troyes, un autor de novelas de caballería, se cree que hacia 1188.4

La leyenda del Grial, mito universal nacido en esa Europa con-vulsa del siglo XII, nació por la necesidad de legitimar una empresa que ya había caído en el desánimo. Si bien el papado ofrecía, a todo aquel que participara en Las Cruzadas, el perdón de sus pe-cados, y el señuelo de las riquezas y sofisticaciones de Oriente eran suficiente atractivo, los caballeros se sentían desamparados. Algo más que lo ya de sobra conocido les hacía falta: un misterio que los elevara de su condición de seres transitorios: un camino insos-pechado.5

Y este camino llegó por medio de la literatura, de una leyenda fascinante. Y no obstante que su autor la dejó incompleta, pues lo sorprendió la muerte, otros autores la tomaron como referencia. Y el mito se fue transformando con nuevos elementos mágicos. Y se creó un universo que ha llegado hasta nosotros: El rey Arturo, la reina Ginebra, Camelot, los caballeros de la Mesa Redonda, el mago Marlín… y el Santo Grial. El mito trascendió su época y las circunstancias temporales. Aun su historicidad.6

Se ha pensado que el Santo Grial era el cáliz que utilizó Jesu-cristo en la Última Cena; o la copa de oro que la reina de Saba re-galó a Salomón; o la simple copia de un caldero celta. También se especula a propósito del papel de la Iglesia en esta literatura griá-lica. Puede que haya estado detrás para favorecerla o manipularla; o que simplemente la haya ignorado. Con todo, la leyenda del Grial se fortaleció y logró su permanencia. Tal vez porque, más allá de explicaciones circunstanciales, encarnaba la posibilidad de bus-

4 Carter Scott, El Santo Grial, p. 23.5 Loc. cit.6 Ibid., p. 17 y ss.

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car lo mejor de sí mismo. Es decir, en un tiempo en que el hombre necesitaba una razón para legitimar el valor y convertirlo en he-roísmo, la búsqueda del Grial pudo significar la elevación espi-ritual. Por eso permanece, en la memoria de la humanidad, la imagen del caballero plena de valor, lealtad, heroísmo, justicia y generosidad. Virtudes instauradas para siempre en las páginas de los libros.7

Antonio Machado escribió que se miente por falta de imagi-nación. Y el que imagina piensa, sueña y se eleva muy por encima de la grosera realidad cotidiana. Conquista territorios insospecha-dos y se atreve a lo imposible. Por eso deja testimonio de su paso por el mundo. La cristalización de esa fe halla cobijo, resguardo y escudo en las páginas de los libros; en la letra que enriquece la memoria; en el trazo que templa la voluntad; en el tacto del papel que acaricia los ensueños. Esto no lo entienden los tiranos, los censuradores. Como no se atreven a imaginar, creen que su limi-tada percepción de la realidad es la única. Inamovibles en su burdo esquema mental, no admiten otras posibilidades. El que imagina comparte sus anhelos; el tirano busca destruir lo que no entiende. Quizás por esto el libro se ha convertido en el enemigo propicia-torio del tirano.

En el capítulo VI de la primera parte del Quijote, Cervantes se encuentra particularmente irónico. Ya ha presentado a su perso-naje, quien sufre su primer descalabro. Cinco capítulos le han bas-tado para trazar una ruta de desasosiego para el lector. Éste ya sabe que la “locura” del hidalgo manchego es genial, elevada y conmovedora. Este lector de novelas de caballerías solamente quería la justicia en el mundo. Socorrer viudas y enfermos, ayudar al necesitado y “desfacer entuertos” era demasiado para una socie-dad mediocre y prosaica. Había que declararlo loco. Y acabar con el motivo de su locura: los libros de caballería que le habían confe-rido los ideales de justicia, libertad y amor al prójimo. Ya no era el tiempo. Pareciera que nunca es el tiempo.

El capítulo, el del escrutinio de los libros, es, desde luego, un acto de censura. El cura y el barbero –y el ama y la sobrina–, al no entender una razón distinta de la propia, deciden quemar el mo-tivo de la “locura” del caballero. Y aunque el acervo libresco del hidalgo pasa por un escrutinio –¿valoración desde un solo punto

7 Loc. cit.

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de vista?–, la genialidad cervantina juega con sus personajes. La Iglesia, a través del cura, juzga y quema, pero salva los libros que quiere Cervantes. Desde luego, el Amadís. Y algunos de poesía, entre ellos la Araucana, único poema épico ocurrido en territorio americano, y la Galatea, una novela pastoril del propio Cervantes.

Independientemente de la pericia narrativa de un Cervantes culto y socarrón, que se permite, en voz de sus personajes, dar cuen-ta de algunas de sus lecturas –libros de caballería aparte– y de la opinión que tenía sobre sus contemporáneos, el capítulo pone de manifiesto la sinrazón de la censura. Si por un lado esto le permite afinar el engranaje de la novela para que ésta crezca sin fisuras y se enriquezca, por otro, es evidente que su crítica social, aunque atemperada en el andamiaje de la ficción, enfatiza un asunto cada vez más preocupante: los libros que no caben en una sociedad con sus límites y “valores” rígidamente establecidos, inamovible y sa-tisfecha consigo misma, deben desparecer. La censura, guillotina feroz de todas las tiranías, está para eso. Ha estado para eso. Los “buenos” deben pensar por los que son distintos.

Umberto Eco, en El nombre de la rosa, ofrece otro ejemplo. William de Baskerville, el personaje principal, un Sherlock Holmes medievalmente analítico y observador acucioso, resuelve los críme-nes ocurridos en un monasterio. Dentro de los conflictos de las di-ferentes órdenes religiosas, las muertes misteriosas de algunos monjes adscritos a la biblioteca parecen no tener sentido. Una in-vestigación ardua y minuciosa llega, por fin, a la (sin)razón de todo. Dadas las luchas por el poder en un entramado social com-plejo, todo debía permanecer oculto. Los libros, el conocimiento acumulado por siglos, se hallaban resguardados en las bibliotecas de los conventos. Su lectura y consulta era nada más para inicia-dos. Éstos decidían qué podían leer los demás.

Fuera de las luchas por el poder y la ambición desmedida, la solución pareciera trivial. El motivo de las muertes era la búsqueda de un libro perdido de Aristóteles, la Comedia. Sin embargo, a una sociedad sumergida en la satisfacción de necesidades inmediatas, conformista y auto complaciente, no le convenía saber más. Le era suficiente con la idea de Dios que le habían impuesto, en la que la resignación y el sufrimiento eran el único camino. Reír era imposi-ble. El “bienaventurados los que sufren porque ellos serán conso-lados” era suficiente. La vida en la tierra es para padecer. Ya en el cielo habrá recompensa. Un libro como el de Aristóteles era peli-

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groso. Podría hacer reír. Y el que ríe puede ser feliz y libre y capaz de imaginar. Y de pensar. Un guardián, fanático del orden estable-cido, se impuso impedir el acceso a este libro. Pensó que estaba haciendo bien. Que debía decidir por todos los demás. El libro era peligroso.

Para Jorge Luis Borges el libro es el mayor invento de la huma-nidad. Otros descubrimientos son extensiones del cuerpo. El teles-copio es la extensión de la vista; el radio, del oído; el micrófono, de la voz. El libro es la extensión de la memoria. En ese mismo sen-tido se pronuncia Sergio Pitol, quien agrega:

El libro es uno de los instrumentos creados por el hombre para ha-cernos libres. Libres de la ignorancia y de la ignominia, libres también de los demonios, de los tiranos, de fiebres milenaristas y turbios le-gionarios, del oprobio, de la trivialidad, de la pequeñez. El libro afir-ma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individualidad, al mismo tiempo fortalece a la sociedad, y exalta la imaginación.8

Y, por supuesto, este majestuoso instrumento de la libertad, la imaginación y la memoria ha tenido que recorrer un largo camino entre crepúsculos y epifanías, desde la aparición del lenguaje y su fijación en la escritura, hasta las más recientes posibilidades tecno-lógicas, como el Ebook.

Pensemos por un momento en el hombre de hace diez mil años. En su urgencia para satisfacer sus necesidades elementales: protegerse de un entorno agresivo y alimentarse. Tratemos de imaginar una jornada de cacería. Podríamos ver al más fuerte, al más valiente, al más osado y al más hábil. Y a aquel que no era fuerte ni valeroso ni audaz ni hábil. Al que solamente sabía contar, con todos los detalles y algo más, los hechos de la jornada, ante la fogata y al amparo de la cueva, al resto de los miembros del clan. Este hombre, después, contaría los hechos de las jornadas más se-ñaladas a otros clanes. Y al propagarse, los primeros hechos se en-riquecerían con nuevos datos. Ya envejecidos, los contadores de historias las revelarían a sus descendientes, para que dieran fe de las hazañas de su clan y así se distinguiera de los otros. Comenzaría a gestarse la necesidad de la memoria.

8 Sergio Pitol, prólogo a La sonata a Kreutzer, de León Tolstoi, p. 11.

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Por los datos que se conocen, las pinturas rupestres permiten avizorar al hombre primitivo. Abundan las escenas de caza. Des-pués vendrían los primeros intentos de escritura. La fijación, en ca-racteres más duraderos, los relatos orales. Tres mil años antes de nuestra era aparece la escritura cuneiforme, fijada sobre tablillas de barro cocido. Parece que los sumerios, primer grupo organizado social, política y religiosamente, son los primeros en dejar huellas de su escritura a partir de lo que podría llamarse literatura mítica. Hay alusiones a Gudea, príncipe de Lagash, a comienzos de la ter-cera dinastía de Ur (2050 a. C.). Y a textos que datan de las dinas-tías babilónicas de Isin y de Larsa (entre 1969 y 1732 a. de C.).

Hacia esas fechas (2800 a. de C.), los egipcios utilizaban la es-critura jeroglífica. Usaban como soporte el papiro, planta que abundaba a orillas del Río Nilo. Trataban la corteza para hacer fi-nas láminas que colocaban en bandas cruzadas. Luego las pulían y blanqueaban para comercializarlas en rollos de 20 hojas. De he-cho, el término volumen hacía referencia al acto de enrollar un pa-piro. Mucho de la historia, religión y literatura de este pueblo se debe a su contacto con los griegos, que supieron entender y en-cauzar los aportes de los pueblos prehelénicos.

Cuando en Egipto se prohibió la exportación de papiro, en la ciudad asiática de Pérgamo se empezó a tratar la piel de los ani-males para utilizarla como soporte de escritura, dando pie al per-gamino, y éste dio lugar al códex o códice. Los testimonios dan cuenta de su existencia desde dos mil o dos mil quinientos años antes de nuestra era. Y fue utilizado por los griegos y los roma-nos. Y aquí sucede el primer gran paso en la historia de la civiliza-ción: los griegos son los primeros en analizar exhaustivamente su lengua.

Cuando la civilización helénica consigue el rigor necesario para llevar hasta las últimas consecuencias el análisis de la lengua, llega al punto culminante de su desarrollo. Y sienta las bases para el devenir de Occidente. Al crear un alfabeto, es decir, un número fijo de signos para que, en múltiples combinaciones, expresen rea-lidades lo mismo tangibles que abstractas, están propiciando que todos los hombres compartan el milagro de la escritura y la lectu-ra desde un concepto tan moderno como la economía lingüística. Otras nociones que ahora nos parecen obvias, como la de saber que el signo lingüístico es simbólico y doblemente articulado, no hubieran sido posibles sin este gran primer paso. La historia del

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pensamiento –ciencia, arte, filosofía, mito– y su propagación sur-gen de aquí.

Además, en el siglo III a. de C., Alejandro Magno fundó la Bi-blioteca de Alejandría, con el objetivo de preservar el legado de la civilización griega. Fue la más grande de su tiempo, pues se sabe que llegó a albergar más de 500 mil manuscritos adquiridos en Grecia, el Medio Oriente, la India y África. Lamentablemente, esta gran colección se perdió, en su totalidad, por un incendio. Asimis-mo, la invención del papel, a partir de fibras vegetales, en China, soporte que permitía el uso de la tinta, favoreció la difusión de la escritura.

Desde la Grecia antigua y la Roma imperial el pensamiento circulaba en manuscritos. Y aunque su lectura era sólo para las cla-ses privilegiadas, la ruta hacia la democratización de la lectura no se detendría, por más que fuera larga y sinuosa. En la Alta Edad Media, lo mismo que en la antigüedad, la lectura estaba dirigida a las minorías. El gobierno, el sacerdocio y la aristocracia detenta-ban este privilegio. Y buena parte de los manuscritos versaban so-bre temas sagrados. Pero al surgir las universidades, en el siglo XII, textos clásicos de saberes filosóficos, científicos y aun profanos abrieron nuevas posibilidades. Una de las aficiones mayores de este tiempo fue la lectura de novelas de caballería.

El otro paso decisivo para el desarrollo humano fue la inven-ción de la imprenta. 1492 es la fecha oficial. Es un año axial, pues se consuma la unificación de España y se descubre América. O se inventa, para que cupiera en los esquemas conceptuales euro-peos, como escribe Edmundo O ́ Gorman. Aunque se dice que los chinos en el siglo XI y los coreanos en el XIII crearon sistemas de reproducción escritural con tipos móviles, fue Gutenberg quien adaptó una prensa, utilizada para exprimir uvas y fabricar vino, para comenzar la revolución del pensamiento humano al facilitar su difusión a mayor escala. ¿Grata coincidencia? El hombre degus-taría un licor más perdurable.

Ya puede hablarse, ahora, del concepto de libro y su propaga-ción en Europa. La imprenta fomentó la curiosidad por la lectura y propició la demanda de ejemplares. Muy pronto los talleres ita-lianos superaron a los alemanes. En el siglo XVI destacó Amberes como exportador de ejemplares en diferentes idiomas. En Francia se desarrolló el arte tipográfico y en España se publicó la Biblia po-líglota a partir de 1514. En nuestros días, el término incunable es

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respeto histórico, alusión a otra Edad de Oro y, quizás, el sueño irrealizable de cualquier amoroso lector.

Más adelante, en la Europa protestante se difundió la ense-ñanza de la lectura para estudiar los textos bíblicos. En el mundo católico ocurrió algo similar. Fue durante la Ilustración, en el siglo XVIII, cuando la monarquía española dispuso la proliferación de las escuelas de primeras letras sin fines de adoctrinamiento. Así pues, la escolarización, principalmente en los centros urbanos, hizo ne-cesaria la publicación de obras para la enseñanza, desde catecis-mos, cartillas morales y silabarios para la instrucción elemental, hasta manuales de conocimientos avanzados. En México, a partir de 1867 y con el positivismo, se impulsó la edición de textos cien-tíficos.

Y es el siglo XIX mexicano fundamental para la parte que nos toca en la historia del libro. Los afanes de Sigüenza y Góngora y sor Juana; los jesuitas Abad, Landívar, Alegre y Clavijero; los pio-neros independentistas como Fernández de Lizardi, y muchos otros, cristalizaron en el generoso proyecto de Ignacio Manuel Al-tamirano. Había que reconstruir un país dañado por las guerras, la de Independencia y las de las intervenciones extranjeras. Se llama-do a la concordia nacional tenía como fundamento la educación, el combate a la ignorancia. Muchos de sus contemporáneos lo ayudaron.

Una caminata apresurada por ciertas calles del ahora llamado centro histórico quizás permitiera recuperar alguna huella de aquellos lugares que fueron santuarios laicos de los libros: la Aca-demia de Letrán (de la que no queda nada), la Casa de la Primera Imprenta de América, la imprenta de Ignacio Cumplido o la de la viuda de Charles Bouret, la redacción de la Revista Moderna en el edificio más alto, en ese tiempo de la calle Cinco de Mayo…

Nuestra vigésima centuria comienza con la ilusión de unos jó-venes que fundaron el Ateneo de la Juventud. Al estrépito de los cañones de la guerra opusieron la voluntad de saber. Más adelan-te, Vasconcelos emprende el sueño mayor del siglo: enseñar a leer ofreciendo qué leer. Brigadas de maestros se esparcieron por el país con los clásicos de la literatura en su equipaje y con la fe en el corazón. Jaime Torres Bodet creó una Enciclopedia de la ciencia. La UNAM, su Biblioteca del Estudiante Universitario. Víctor Bravo Ahuja funda la colección Sep-setentas. Inclusive, ya al finalizar el siglo, se intentó que los niños de la calle, en vez de pedir limosna,

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vendieran paquetes de libros, editados por Conaculta, a precios bajos. Este último proyecto fracasó por motivos de mercado. Los otros, no lo sabemos. O tal vez sí.

Ha habido, desde luego, otros esfuerzos igualmente celebra-bles. Este recuento apresurado es apenas una muestra. Y todos parten de una certeza. La de que, como dice Sergio Pitol:

Leer es uno los mayores placeres, uno de los grandes dones que nos ha permitido el mundo, no sólo como una distracción, sino también como una permanente construcción y rectificación de no-sotros mismo.9

Y tal parece que este siglo XXI es otra cosa. José Emilio Pacheco es-cribió que vivimos en el tiempo de la rapiña y la codicia.

Borges afirmó que estaba más orgulloso de los libros que ha-bía podido leer que de los que había escrito. Que él había sido, so-bre todo, “un atento y agradecido lector.” Sus lectores le creemos a medias. Mejor: estamos agradecidos con lo que escribió; pero también con sus provocaciones de lectura. Con él y con muchos otros –Homero, Dante, Shakespeare, Baudelaire, Rilke, López Ve-larde, Revueltas, Huerta, Bonifaz Nuño...– hemos aprendido que, como el buen degustador de vino, uno va depurando el gusto.

Otra parte de la historia tendría que referirse a la ruta que han seguido las ediciones. Desde los diseños primitivos, hasta la elabo-rada concepción de los llamados libros-objeto, una somera revi-sión llenaría centenares de páginas. Me conformo con señalar que prefiero los libros realizados antes de la irrupción de la tecnología digital. La página “compuesta” por los cajistas no permite el espa-ciado azaroso, en una sola línea, que sí se advierte en los parados digitalmente por la necesidad de “justificar”. Con esto no quiero decir que las nuevas tecnologías vayan a sustituir al libro impreso. Antes bien, creo que los requerimientos de una sociedad que tiene como nuevo dios al vértigo, acabará por poner a cada cosa en su lugar. El Ebook es utilísimo durante los viajes, por ejemplo. Alfon-so Reyes hubiera querido –y celebrado– esta nueva herramienta.

El enemigo del libro impreso está en otra parte. Este tiempo de la rapiña y la codicia globalizadas es la del nuevo Fahrenheit 451. Un dato tan solo: la brecha entre ricos y pobres se ha hecho

9 Ibid., p. 9.

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insalvable. La incierta clase media, la consumidora de libros en la época moderna, tiende a desaparecer. El poder económico, políti-co y religioso debe mantenerse a toda costa. Por eso los discursos políticos son cada vez más sosos y aburridos: se han repetido has-ta la saciedad. Un pequeño esfuerzo de memoria –y de lectura– bastaría para corroborarlo. Las “razones” para llevar a cabo la lla-mada “reforma energética” ya están expresadas, tal cual, por un diputado porfirista. El historiador Alejandro Rosas tiene los datos perfectamente documentados.

Hasta hace pocos años, los puestos de periódicos ofrecían co-lecciones de libros de literatura, filosofía, sicología, pintura… El comprador podía adquirirlas a razón de un tomo por semana. Y eran buenas ediciones, en pasta dura y un diseño de interiores ge-neroso. Y a precios bajos. Ya no hay. Por otro lado, las autoridades educativas imponen nebulosos programas de lectura que tienen que realizar profesores que, en el mejor de los casos, apenas tie-nen tiempo de cumplir con dos o tres jornadas de trabajo.

Algo verdaderamente risible, pese a lo trágico del asunto, es la campaña en “favor de la lectura” del Consejo de la Publicidad. Personajes desadaptados vociferan, sin convicción, que “leer es divertido.” Uno observa sin mucho cuidado a estos “promotores de la lectura”, y descubre, sin el mayor agobio, que ellos no leen ni su horóscopo. Para ellos es lo mismo un libro que unas medias de mujer o pastillas para adelgazar. Pero autoridades, anunciantes y grupos en el poder tranquilizan su conciencia. Y abunda la lite-ratura chatarra. La ya digerida y domesticada. Son los bomberos renovados de la novela de Bradbury.

Pero la voluntad humana es resistente. Ha sobrevivido a otras etapas similares. Siempre habrá subversivos que saben un poema de memoria y lo comparten; que leen novelas para confrontar la complejidad de la especie en su lucha con el mundo; que se con-mueven ante la necesidad de Ulises por saberlo todo. Siempre ha-brá quien acaricie un libro y lo resguarde junto a otros de su espe-cia. Y siempre habrá quien, pese a todo, se esmere por construir nuevas formas de solidaridad con lo humano a partir de la factura de un libro, ese invento mayor de la humanidad, ese compañero que, como el café en el poema de Vicente Quirarte, puede ser, además, “el perro más fiel del solitario.”

Ciudad Nezahualcóyotl-UAM-Azcapotzalco, primavera de 2014.

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