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-¡Pues hablaré -gritaba Miranda- y el que no quiera oírme que se vaya al demonio! Ravena: dos siglos, el V y VI: la clave. Lo cristiano y lo griego, mano a mano. La pintura, la escultura, modos paganos, inservibles. Quedaban los obreros - los que hacían los mosaicos para los pisos. Los mosaicos ascienden, reptan, suben, invaden las paredes, las cúpulas. Los genios griegos vinieron a ángeles guardianes; la corona imperial se impuso a los bienaventurados; la palma otorgada al atleta victorioso se convirtió en la del martirio. La paloma -¡oh transición inesperada!- vino a representar al Espíritu Santo; el pavo real de Juno se convirtió en símbolo de la Inmortalidad; el venado de Diana en el ciervo del Psalmista. Atribuyeron al Señor la dignidad imperial de Zeus. Las diosas cedieron a María sus atributos; Diana le dio su media luna, Minerva su sierpe, Ci- beles su trono, Circe su aureola, Juno su corona y su velo matronil, Flora sus rosas y sus lirios, Isis su hijo. El panteón en- tero se convirtió sin solución de continuidad. Max Aub, Jusep Torres Campalans, Destino, p. 148 1

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-¡Pues hablaré -gritaba Miranda- y el que no quiera oírme que se vaya al demonio! Ravena: dos siglos, el V y VI: la

clave. Lo cristiano y lo griego, mano a mano. La pintura, la escultura, modos paganos, inservibles. Quedaban los obreros -

los que hacían los mosaicos para los pisos. Los mosaicos ascienden, reptan, suben, invaden las paredes, las cúpulas. Los

genios griegos vinieron a ángeles guardianes; la corona imperial se impuso a los bienaventurados; la palma otorgada al atleta

victorioso se convirtió en la del martirio. La paloma -¡oh transición inesperada!- vino a representar al Espíritu Santo; el pavo

real de Juno se convirtió en símbolo de la Inmortalidad; el venado de Diana en el ciervo del Psalmista. Atribuyeron al Señor

la dignidad imperial de Zeus. Las diosas cedieron a María sus atributos; Diana le dio su media luna, Minerva su sierpe, Ci-

beles su trono, Circe su aureola, Juno su corona y su velo matronil, Flora sus rosas y sus lirios, Isis su hijo. El panteón en-

tero se convirtió sin solución de continuidad.

Max Aub, Jusep Torres Campalans, Destino, p. 148

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PREFACIO

La visión ultramundana es un argumento literario singular en la Edad Media: el

relato de un hombre que ha vuelto en sí, tras pasar por un estado catatónico en el

que su alma, separada del cuerpo, ha recorrido la residencia de los muertos guiada

por otra alma. El lugar se divide en un espacio para los elegidos y otro para los

condenados, que, a su vez, se subdividen en estancias menores según las categorías

respectivas de sus huéspedes. El relato tiene como fin último, generalmente, la

transmisión de una enseñanza moral. La concepción dicotómica del ser humano permite

el abandono del cuerpo por el alma, hecho que tiene lugar durante el sueño o en es-

tados de vigilia próximos a éste. Cuando despierta del sueño, el protagonista, enri-

quecido con la verdad que ha conocido y experimentado, es otro hombre.

Hasta ahora, este tipo de narraciones ha merecido varios estudios de diferen-

tes características y condición. Por lo general, abordan el asunto desde una per-

spectiva de conjunto, incluso con afán exhaustivo, como la mayoría de los que anali-

zan las visiones ultramundanas medievales de la Europa occidental. Sin embargo,

hasta la última década, en las obras realizadas en el extranjero sobre el mundo es-

piritual medieval se dejaban de lado las manifestaciones de este subtema en la

Península Ibérica o apenas contenían referencia a ellas.

Por otro lado, la mayoría de los estudiosos de la literatura espiritual medie-

val plantean sus análisis desde diversas ópticas muy específicas, más de carácter

antropológico, religioso, espiritual, litúrgico, de historia de las mentalidades,

etc… que de historia de la literatura. Y cuando se orienta desde este último punto

de vista, a veces se hace con tanta intensidad que otros aspectos también interesan-

tes pasan desapercibidos o no son tenidos en cuenta por imperativos insoslayables.

El pensamiento espiritual y religioso que desvelan los viajes escatológicos es pro-

ducto de las corrientes culturales de las respectivas épocas. De esta manera, los

textos permiten observar el tratamiento similar de la cuestión, en la medida en que

subyace el sustrato cultural que los alimenta. Se trata de hacer hincapié en poner

de manifiesto la comunidad temática, de recursos e, incluso, retórica que comparten,

a pesar de que la distancia entre algunos de ellos es mayor que la que separa los

últimos (los de Berceo) de nuestra época. Hay que afrontar los relatos de visiones

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trasmundanas no solo para encontrar la mirada concreta de los poetas que los

compusieron, sino incluso con la amplitud y la apertura que permita abarcar la suce-

sión de siglos y mentalidades que los precedieron y engendraron paulatinamente; pero

también con la agudeza que requiere la interpretación de alegorías, de códigos ci-

frados en imágenes. Se trata de escudriñar las visiones desde horizontes filológicos

-al fin y al cabo, en general, están compuestas con aspiraciones literarias-, sin

limitaciones en el análisis de ningún otro aspecto.

Aunque la vigencia de estos textos se extiende más allá del final de la Edad

Media, hemos determinado establecer como límite de nuestro estudio el siglo XIII,

porque con Berceo se pone fin al desarrollo independiente de la literatura vision-

aria. A partir del siglo XIV, por un lado los relatos que perpetúan el tema vision-

ario quedan restringidos al ámbito de la devoción privada o monástica, en los que la

calidad literaria es despreciable por no ambicionada. Por otro, desaparece como en-

tidad genérica, reducido a brevísimo recurso esquemático vicario inserto en obras de

carácter heterogéneo, sin evolución autónoma.

El presupuesto hispánico de nuestro trabajo ha de entenderse como expresión de

nuestras propias limitaciones respecto al objeto de estudio, más que como signo de

alguna peculiaridad de tal ámbito. Al mismo tiempo, sirve como argumento para insis-

tir en la conveniencia de tratar conjuntamente las visiones latinas y las de las

diversas lenguas romances y vernáculas, señalando un margen entre la naturaleza de

los textos y su recepción a lo largo de las épocas. Habitualmente por la propia dis-

posición compartimentada de la disciplina literaria, se disgrega el objeto de estu-

dio por la lengua en que haya sido escrito, de manera que se estudian separadamente

la literatura en latín y la redactada en lenguas vernáculas, aun siendo, en ocasio-

nes, producto de la misma circunstancia e incluso del mismo autor y debiéndose a

menudo el cambio de lengua a una concesión al público que demandaba esos tipos de

textos. Por tanto, considérese este presupuesto panrománico o paneuropeo como una

propuesta metodológica. No se comprendería muy bien que se enjuiciase la obra de

Berceo sin estimar ponderadamente la presencia de sus fuentes latinas en ella. De

esa misma manera, hay que escudriñarla en relación no solo con sus fuentes directas

y manifiestas, sino también con el complejo plasma cultural medieval latino, especi-

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almente en lo que concierne a la minoría medianamente ilustrada, a la literatura y,

en general, a las artes plásticas vinculadas estrechamente con la religión y la li-

turgia.

Como también ocurre en otros ámbitos (p. ej., el homilético1) las obras lit-

erarias que tratan el viaje visionario escatológico son traducción, más o menos

creativa, de un original latino, que, a su vez, resulta ser una especie de centón de

múltiples y variadas fuentes. Las obras de Berceo son un testimonio, notable liter-

ariamente hablando, de un procedimiento recreativo muy difundido por todo el occi-

dente cristiano, un rasgo común medieval, como herencia de la imitatio clásica. El

procedimiento consiste en dar nuevos usos a materiales ajenos. Durante toda la Edad

Media se practica la lectio continua, el comentario sistemático de los libros sagra-

dos, elevando a rango erudito el más humilde de la ruminatio en la que se adiestra-

ban cotidianamente los monjes en los monasterios. Pues bien, los textos de los Pa-

dres eran retomados y copiados en sucesivas compilaciones medievales para uso de los

clérigos dispuestos a seguir un método exegético o, más comúnmente, recopilados en

forma de fragmentos de varia extensión. Esta situación obligaría a estudiar el

fenómeno considerando globalmente el universo medieval e incluso rebasando sus

límites convencionales, por la herencia debida a la cultura grecolatina y porque su

vigencia se prolonga, bajo muy diversas transformaciones, hasta nuestros días. Nues-

tras limitaciones impiden abordar una empresa tan ardua. De ahí el presupuesto

hispánico de este trabajo. Por otra parte, como ya se ha dicho, la visión trasmun-

dana hispánica ha sido poco estudiada, en comparación con la de otros ámbitos de la

Europa medieval. Así pues, nuestro objetivo son las visiones ultramundanas medieva-

les hispánicas, excluyendo las apariciones de seres trasmundanos, salvo que los da-

tos que nos proporcionen éstas sean de alguna utilidad.

Pero hay dos excepciones: Prudencio y Beato. En los poemas del calagurritano

no hay ninguna visión del más allá que responda a los criterios expuestos hasta

ahora. Sin embargo, la importancia del poeta es grande, por su condición de hispano

y por ser el paradigma de la fusión de las culturas pagana y cristiana en un uni-

verso nuevo, fundamento teórico de la cosmovisión imperante en el Medievo y modelo

1 Véase el estudio de Sánchez 2000, passim.

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práctico, avant la lettre, de la misma. Primero, como hispano, nos ofrece un pano-

rama de las creencias en la Tarda Latinidad peninsular y de su influjo en la litera-

tura periférica. Y, luego, aunque no nos haya transmitido un texto que incluya su

versión de las visiones ultramundanas, sí se pueden rastrear a lo largo de su obra

los presupuestos que pueden darnos una idea aproximada.

Por lo que respecta al lebaniego, su obra dista mucho de compartir las peculi-

aridades de nuestro corpus. Sin embargo, sí puede resultar interesante como punto de

referencia externo: el Comentario fue quizá la obra escatológica más influyente en

el mundo hispánico medieval. Su amplia e inmediata divulgación por los escritorios

en los que se han conservado los manuscritos de narraciones visionarias, sus con-

comitancias con éstas y, sobre todo, la extensión cronológica de su apogeo, que con-

cuerda con la de la literatura visionaria, convierten a esta otra en un punto de

referencia único.

Junto a los textos pertinentes y a estos otros concomitantes, también se acude

circunstancialmente a pasajes breves o pequeñas composiciones que quieren ser puntos

de referencia. Así, se mencionan visiones literarias extrapeninsulares, poemas de

diversa procedencia, versiones hispánicas de visiones trasmundanas, episodios inter-

mitentes de escenas análogas en obras ajenas al tema, fragmentos tratadísticos que

corroboran ciertos detalles o explican algunas cuestiones. Pero siempre y en todos

los casos hay una vinculación sustancial con alguno de los asuntos tratados en los

relatos de visiones del más allá. Por ejemplo, se recurre varias veces a capítulos

de la obra de Sulpicio Severo, a tratados de envergadura teórica, como los de Cipri-

ano o Leandro, a versos de poetas tan distantes en el tiempo y en el espacio como

Walafrido Estrabón o Enodio, a las anécdotas cósmicas y paradisíacas de Túndalo y

Eugenia o al vuelo y al sueño de conocimiento trascendente de Alexandre. De un lado,

confirman la universalidad del expediente visionario y, de otro, su difusión por to-

dos los ámbitos de la vida literaria, litúrgica, religiosa y cotidiana.

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El viaje al más allá es un trayecto de la nada al todo. El ideal cristiano

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pretende la perfección absoluta, integral. Por alcanzarla el visionario tiene que

renunciar a su yo, para fundirse espiritualmente con la divinidad, con el Todo

divino. La renuncia al yo significa la anulación, la aniquilación de uno mismo. De

manera que el hombre santo se debate entre la nada que es y el todo con el que as-

pira a unirse místicamente. El conocimiento libresco, racional, es inútil para com-

prender la verdad trascendente y, por tanto, cede su lugar a un conocimiento supe-

rior de índole metafísica. El héroe que disfruta de visiones escatológicas describe

con su alma una trayectoria que va de la ignorancia (reconocimiento de la nada) al

conocimiento divino 2.

Como ese más allá no es descriptible en términos históricos ni en términos es-

trictamente icónicos (el más allá ‘no se ha visto’), sólo queda la vía alegórica

para dar a conocer su excepcional naturaleza. Además, hay que considerar lo poco ex-

plícitos, incluso lo opacos que son los textos sagrados respecto al asunto esca-

tológico. Todo esto, unido a la necesidad que surgió en el paleocristianismo de con-

cordar los usos y mitos religiosos grecolatinos con el nuevo credo emergente, ex-

plica la creación de un corpus cuasihermético que exige iniciación, no solo para el

protagonista viajero, sino también para los lectores u oyentes y para los estudiosos

de la literatura de viajes al más allá. Sobre todo si se atiende a los criterios que

manejaban los redactores y los lectores de entonces, diferentes de los nuestros. Por

ejemplo, ellos no veían la necesidad de probar la autenticidad de los relatos con la

precisión casi positivista a la que los somete la crítica de hoy. Al público medie-

val le bastaba con la descripción de sensaciones físicas, percibidas con los senti-

dos. A nosotros, sin embargo, nos parece demasiado ingenuo que el desprendimiento

de la parte somática no contemple la anestesia del alma; es decir que se priva al

cuerpo de los sentidos, pero, en cambio, el alma, que por definición es insensible,

tiene sensaciones físicas en un mundo inmaterial. Como veremos, para salvar el es-

collo de la veracidad, se insistía en las características patológicas o se destacaba

la evidente anormalidad de la experiencia y se la catalogaba como milagro. Se se-

guía, pues, un procedimiento opuesto al exigible en nuestros días: la narración es

más creíble cuanto más sobrenatural se presenta, como ocurre con las experiencias

2 Para reflexiones más profundas acerca de este tema, consúltese Dunn-Lardeau, p. 159.

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taumatúrgicas de Jesús. Es la autoridad de lo irracional lo que certifica la experi-

encia visionaria trasmundana.

Un último factor interesante para el presente estudio es la presencia pertinaz

y poderosa del substrato clásico, no tanto en pormenores o circunstancias cuanto en

el soporte teórico de la transmigración. En primer lugar, la consideración de la

virtud como conocimiento enseñable y de la felicidad como estado de armonía entre

méritos espirituales (sabiduría, prudencia, valor, justicia) tiene un origen probado

en la filosofía pitagórica. El ideal del sabio es alcanzar la armonía, purificarse

de las afecciones corporales y servirse del intelecto solo para llegar a la contem-

plación de la Forma del Bien. El procedimiento propuesto es revelador: morir cada

día.

Parménides concibió una visión del universo como un todo constituido por

opuestos interrelacionados e inseparables y la imagen que sintetiza tal concepción -

la oposición luz/tinieblas- insinúa veladamente la manifestación del ser y la posi-

bilidad de conocerlo. El proemio de su poema habla de un viaje del poeta en su

carro; las hijas del sol son sus compañeras y guías; al final llega a una puerta y

las muchachas se quitan los velos de sus cabezas como símbolo de la luz en que en-

tran; la puerta es abierta por Justicia, una vez persuadida por las hijas del sol.

Del platónico dualismo psicosomático se hereda la idea de que el alma es el

elemento vital, preexistente a la incorporación, sobreviviente a la misma y suscep-

tible de reencarnarse y de sufrir premios y castigos, mientras que el cuerpo es sólo

una prisión, una tumba, una rémora. De la doctrina de la metempsicosis se hace eco

Virgilio (Aen. VI, 724-755): hay un espíritu ígneo que da vida a todo, en el que

todo tiene su origen y cuya fuerza delega progresivamente en los seres de la escala

natural; el mal tiene un origen siempre físico y debe ser expiado con penas; tras la

purificación, se ingresa en el Elíseo, en donde ya inmensas muchedumbres disfrutan

de la felicidad eterna.

El cristianismo asume, a través de Plotino y el gnosticismo, las reminiscen-

cias platónicas de algunos axiomas místicos y ascéticos: la virtud como principio

purificador que asimila a la divinidad, la transmigración del alma, la teoría epis-

temológica de la reminiscencia, el Bien como fin de una ascensión gradual y esca-

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lonada, la visión mental que culmina el empeño moral e intelectual y que se presenta

como una revelación, como una unión mística basada en el principio de afinidad y,

finalmente, el amor como impulso inicial de todo el proceso. Todos estos temas de

raigambre platónica comparecen en la Platonópolis de Plotino y, posteriormente, rea-

parecen como definición de la ciudad ideal celeste de la hagiografía 3.

La escatología neoplatónica defiende, pues, la separación del alma de lo mate-

rial, que la fuerza del amor es la que conduce a la felicidad, que en el más allá se

reúnen los mejores formando coros y que disfrutan de una beatitud eterna por la gra-

cia de los dioses 4. El tema básico de esta filosofía es la ascensión del alma, que

significa un retorno, un regreso a sí mismo: la αναχωρησις εις εαυτον que practican

ascetas y monjes medievales.

Por consiguiente, una evolución literaria como la de este subgénero, que ha

progresado mediante la aglutinación, mutación o supresión de componentes tan het-

erogéneos y dispares a una estructura sustancialmente invariable y tan abierta que

no excluye la presencia de numerosos elementos que se consideran propios de otros

géneros, aconseja, desde nuestro punto de vista, eso que podríamos denominar un

análisis componencial. Por el contrario, también su propia uniformidad le permitirá,

más allá del Medievo, integrarse dentro de obras más amplias pertenecientes a otros

géneros, despojándose solamente de sus connotaciones religiosas y de fe y convir-

tiéndose en mero recurso literario. En estos últimos casos, puede incluso llegar a

tener un desarrollo autónomo considerable (como en la Divina Comedia) o verse redu-

cido a episodio menor (el de la cueva de Montesinos en el Quijote) o brevísima ref-

erencia vicaria, como las varias al servicio de la poesía cancioneril española.

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Dentro de esa organización mayor del trabajo, después de un preámbulo en el

3 El emperador Galieno estimaba tanto a Plotino que se dice que accedió a la petición de éste de refundar la ciudad de los filósofos que se regía por las leyes de Platón y se llamaba Platonópolis (Porfirio, Uita Plotini, 12). Puede ser que esta leyenda esté en el origen del concepto de ciudad ideal representado por la Ciudad de Dios agustiniana o por la Jerusalén celeste y sus proyecciones terrenales.

4 Porfirio, Uita Plotini, 23.

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que se tratan diversos aspectos de las relaciones de la visión con el sueño, la en-

fermedad y el conocimiento, el primer capítulo está dedicado a una introducción en

la espiritualidad medieval, de la que es reflejo literario el complejo mundo de las

visiones escatológicas, y sus conexiones con la cultura monástica del ámbito geo-

gráfico que nos hemos trazado como límite. Le sigue otro en el que se rastrean las

huellas de los presupuestos teóricos manifiestos o implícitos en los propios textos

de los autores de visiones hispanos, para estudiar en qué medida son deudores de las

convicciones ortodoxas o, por el contrario, se desvían de ellas.

A continuación, es necesaria la descripción minuciosa, desde el punto de vista

analítico, de todas las obras, porque nos proponemos principalmente llamar la aten-

ción sobre los elementos temáticos y estructurales que se repiten, así como sobre

aquellos que mutan o desaparecen en cierto momento. La cantidad de textos no es

grande, pero sí lo suficientemente representativa como para ilustrar la génesis y el

desarrollo del tema de la visión literaria ultramundana en la Península Ibérica. Por

esta razón, se sucede una serie de capítulos dedicados a glosar los ingredientes es-

enciales ordenados en secciones según la progresión cronológica de la narración.

Ésta sigue una estructura que se repite con ligeras variaciones de una obra a otra,

circunstancia que nos permite considerarlo un subgénero de la literatura hagio-

gráfica. En primer lugar, se aborda el tono didáctico y moral de las narraciones: la

insistencia en la verdad, el dolor como principio de purificación, los recursos

tópicos. Luego se examinan las circunstancias externas que determinan la experiencia

visionaria, el desprecio de la materia como disciplina propedéutica y el mismo mo-

mento del viaje cataléptico. En tercer lugar, se indaga en la descripción del más

allá, se procura interpretar sus componentes y se examina brevemente la imagen del

mundo inferior. Por último, un capítulo más extenso trata de ubicar la visión esca-

tológica literaria dentro del universo cultural medieval a través de la comparación

con otro género contemporáneo de similares evolución y tema: el Comentario del

Apocalipsis, de Beato de Liébana y sus secuelas ilustradas.

En el epílogo, aparte de hacer una exposición sintética de conclusiones, nos

extenderemos en el asunto de la percepción, el receptor y los objetivos.

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Así pues, se proyecta examinar la visión escatológica de carácter literario

desde una perspectiva universal, a través de sus abigarradas imbricaciones en disci-

plinas que suelen ser abordadas por separado, con el fin de reintegrar este tipo de

escritos a sus dimensiones medievales: el principal objetivo de estos relatos es

pastoral y moral; en cualquier caso, ceñido a los límites de la religión, a pesar de

que en ciertas ocasiones quizá los respectivos redactores albergasen también cierto

prurito literario e incluso se propusiesen interpretar y elaborar su peculiar ver-

sión del universo metafísico cristiano.

Para los lectores u oyentes de estos relatos, el revestimiento literario era,

como mucho, secundario. Por tanto, sin desdeñarlo en absoluto, procuraremos inte-

grarlo dentro de la tradición, más o menos consciente, que proporciona argumento,

temas, recursos e incluso formas. La aportación frecuente de testimonios de otros

géneros literarios, de otras artes, de disciplinas consideradas ajenas a la cultura,

puede resultar esclarecedora. Siempre con el fin de comprender mejor el desarrollo

de este tema y, en segundo término, para contribuir desde este ámbito múltiple de

los relatos hagiográficos al mejor conocimiento de la influencia determinante del

mundo clásico en la formación del universo cultural del Medievo.

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1.- VISIÓN TRASCENDENTE: CONOCIMIENTO, ENFERMEDAD Y SUEÑO

Desde una perspectiva filosófica, la visión es el molde que adopta el rito

iniciático por el que se ingresa en ese grupo selecto, cerrado y limitado que ha ob-

tenido un conocimiento superior. Este proceso siempre conlleva un comportamiento he-

roico: la superación de arduas pruebas, tras las que renace un individuo radical-

mente distinto. La visión es, pues, una estructura iniciática irracional que desen-

cadena una transformación ontológica de la existencia. Al final, el individuo es

otro. El rito iniciático implica necesariamente la alteración del sujeto. Por eso,

son importantes la predisposición y la experiencia. La intensidad, la hondura del

momento de acceso al conocimiento total (religioso, en este caso) exige, además de

otras condiciones personales especiales, actitud anímica peculiar, singular inteli-

gencia y extraordinaria fuerza de voluntad. La situación crítica presenta el aspecto

dramático de un sueño, un trance o una visión; a veces, varias combinaciones de

tales estados.

Este proceso de alteración es una experiencia traumática, puesto que el naci-

miento de la esencia espiritual, metafísica, presupone inevitablemente la muerte del

hombre animal, físico. Para que se dé la resurrección, ha tenido que haber una

muerte. El nuevo ser espiritual resulta del perfeccionamiento de ciertas dotes natu-

rales, gracias a la revelación de seres ultramundanos que transmiten el conocimiento

divino. El recurso iniciático más frecuente es el viaje al mundo del conocimiento,

el celeste o el subterráneo, y la instrucción del no iniciado por parte de potencias

divinas poseedoras del mismo.

El momento crucial es el de la revelación, cuando se traspasa el umbral que

separa la ignorancia del nuevo conocimiento. En la Edad Media, la mayor parte de

revelaciones se produce mediante visiones a las que se llega a través de un viaje

cataléptico, a veces durante el sueño. El carácter propio de este tipo de revelacio-

nes exige que sólo un ser divino pueda comunicar tal conocimiento, siempre mediante

oráculos, imágenes, fenómenos fantásticos, catástrofes universales o símbolos misté-

ricos. Estos prodigios son mensajes cifrados para los iniciados y, a través de el-

los, para todos los fieles. Visionarios y arrebatados contemplan aturdidos y confu-

sos el arcano de lo futuro: el triunfo final de la divinidad y del cristianismo so-

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bre las potencias del mal. De manera que uisio y reuelatio vienen a ser sinónimos en

esta época 5. La visión resulta ser una manifestación psíquica inconsciente, inex-

pugnable a los intentos de racionalización, puesto que tanto los procedimientos como

los contenidos de la revelación se circunscriben al mundo de lo irracional.

Precisamente por pertenecer a este universo intelectual imaginario, los viajes

iniciáticos perviven en los relatos de ficción, en la literatura. La iniciación pasa

por tres estados: el individuo es segregado del grupo al que pertenece, atraviesa el

umbral o limen y cambia de dimensión y, por último, es agregado o regresa a la vida

normal, pero con un nuevo rol. Este proceso trimembre coincide virtualmente con la

evolución de los relatos hagiobiográficos concebidos como caminos de perfección 6.

Así las cosas, la visión es un tema literario en el que se relata un viaje catalép-

tico: el viajero está físicamente muerto durante el viaje; su alma, desprendida del

cuerpo, recorre la residencia de los muertos, conducida por un guía; allí, el pere-

grino recibe un mensaje para los vivos, generalmente concerniente a la necesidad de

purificar sus almas para poder compartir la verdad absoluta que les espera tras la

muerte definitiva de la materia. Bajo este ‘disfraz’, la visión esconde la comunica-

ción de una experiencia unitiva con la divinidad. Más allá del sentido literal de

las palabras, se expresa en términos alegóricos. Las imágenes visionarias no son un

fin en sí mismas, sino que tienen una función mediadora entre una experiencia real y

el mundo denotativo. En consecuencia, una visión descansa sobre tres ejes: la expe-

riencia en sí misma, su expresión simbólica (visionaria y literaria) y el conoci-

miento que se deriva de ella. Una visión espiritual no encuentra fundamento en la

realidad física ni expresión en el lenguaje humano. No puede ser comunicada con fa-

cilidad, de modo que siglos de tradición van creando un lenguaje específico y con-

formando una vulgata del más allá, referente simbólico de mediación, auténtico mun-

dus imaginalis 7.

5 Carozzi (ps. 144-145) detecta un pasaje neotestamentario que preanuncia tal identidad: Si gloriari oportet (non expedit quidem), veniam autem ad visiones et revelationes Domini (II Cor. XII, 1).

6 La estructura del camino de perfección en las hagiografías consiste en un status inchoantium (iniciación), en un status proficientium (progreso) y en un status perfectionis (perfección).

7 Con este término definen Cirlot-Garí 1999 (p. 266) el cerrado universo cultural de referencias que proporciona las claves de interpretación.

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1.1- La experiencia patológica

El principio motor de la visión es, a la vez, un deseo activo de amor sublime

que conduce a una relación íntima con la divinidad (su conocimiento empírico) y una

iluminación cognitiva de máxima libertad y plenitud desbordante, manifiesta en una

sobreabundancia de maravillas y en un estado exultante del corazón. Físicamente, el

cuerpo desfallece y permanece asténico, por lo que el sujeto pierde el control de

sus miembros y se ve privado de los sentidos. El irrefrenable arrebato amoroso pro-

voca una impaciencia creciente por acercarse a la verdad y disfrutar del amor:

cuanto más recibe de la divinidad, cuanto mayor es la revelación, mayor ansiedad

genera. La culminación llega cuando se goza eternamente del amor sublime de una

manera ininteligible para los humanos. La descripción de ese deseo de trascendencia

se hace en términos de luz, claridad y verdad absolutas. La percepción es exclusiva-

mente anímica, como anímico ha sido también el tránsito de una vida a otra.

Es natural, por tanto, que las visiones estén íntimamente asociadas a la en-

fermedad. Sufrimientos y visiones se suceden indefectiblemente en todas las experi-

encias trasmundanas, si no en una relación directa de causa y efecto, sí como cir-

cunstancias concomitantes.

En principio, ya en los textos bíblicos, la experiencia visionaria tiene lugar

durante el sueño y se asemeja a un éxtasis 8. Es un proceso subconsciente que rebasa

las fronteras de la razón. Sin embargo, ésta trata de comprender a aquélla. Platón

se percata de la existencia de un vacío empírico entre un deseo generoso y profundo

de la psique y la experiencia mística visionaria. El filósofo ateniense resuelve

esta distancia mediante la teoría de la reminiscencia: la visión no es más que el

recuerdo remoto de algo que el alma experimentó en un mundo antiguo y que suscita un

vehemente apetito cordial de llenar ese vacío con una vivencia distinta a la suya

habitual. Esta experiencia enajenante y esquizofrénica culmina en la visión.

Hoy en día, gran parte de la crítica erudita remite el origen del fenómeno a

recuerdos subconscientes de lecturas o de relatos que bien pueden proceder de la me-

moria del sueto visionario de la de quien se encarga de conferir dignidad literaria

8 Por ejemplo, Gen. XII, 6; Iob XXXIII, 15-16.

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a las palabras de aquél 9. También el intento racionalizador de la psiquiatría

camina por el mismo sendero, apelando a explicaciones neurobiológicas. Álvarez ha

acuñado el término ‘hiperia’ para designar la activación neuronal múltiple y sin-

crónica análoga a la que se produce en otros procesos psicopatológicos como la epi-

lepsia y a desarrollos mentales como la potenciación a largo tiempo de la memoria y

el aprendizaje. Lo que caracteriza a estos períodos de hipersincronía neuronal es

una intensificación excesiva de los sentidos, de la memoria, de los afectos, de las

ideas; en definitiva, un estado de hiperactividad psíquica 10. Hasta hoy, los sín-

tomas de la hiperia, tan afines a los de la epilepsia, han hecho que se la haya con-

siderado una enfermedad psíquica con manifestaciones somáticas. El hecho mismo de

que Álvarez dedique gran parte de su obra a proponer su descatalogación del registro

morboso permite comprender que, si hoy aún es una anomalía, no debe sorprender que

en el Medievo fuese considerada una enfermedad indiferenciada de las demás. Recor-

demos que la descripción de los prolegómenos de la visión se hace en términos pa-

tológicos en la mayoría de los casos. Carozzi, que estudia todas las visiones ultra-

mundanas medievales del mundo occidental, concluye que, aunque nunca es descrita de

la misma manera, la enfermedad interviene en veinticinco de las treinta y seis que

él analiza 11. La proporción crece hasta el total de los relatos hispánicos. Las

manifestaciones externas de este fenómeno son, en palabras del propio psiquiatra,

“repentinas e intensísimas vivencias de despersonalización o de déjà vu, desbor-

damientos de pánico, alucinaciones vivísimas, sentimientos de tristeza o de alegría

muy penetrantes, a menudo alternando entre sí, fortísimas ideas que aparecen súbita-

mente en la conciencia y que se imponen a ella con fuerza y sentimiento de convic-

ción absoluta, impulsiones suicidarias irresistibles” 12.

9 Portavoz de esta tendencia es Uría 1989 (ps. 110 y 115-116).

10 Álvarez 2000. ps. 111 y 18, respectivamente. Esta obra se encuadra dentro de la tendencia que estudia los com-portamientos de nuestros personajes literarios desde una perspectiva psiquiátrica. Otro ejemplo de pretensiones semejantes es el re-alizado por Mínguez a propósito de Melibea, a la que considera afectada por una patología psíquica -el amor- desde el título: Me-libea o la enfermedad del amor (L. Mínguez Martín, EDINTRAS, Zamora, 1998).

11 Carozzi, p. 568. En ocasiones, se hace uso de una terminología cuasitécnica. Véase, por ejemplo, un caso de Va-lerio: quum autem… graue egritudine opressus iacerem exanime… anima mea egressa est e corpore.

12 Álvarez 2000, p. 18.

14

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Tal sintomatología es más propia de las experiencias místicas, pero, dada la

concomitancia de éstas con la visión escatológica, puede ser transportada fácilmente

a nuestros relatos. Sus protagonistas padecen alteraciones afectivas profundas: del

gozo por la esperanza de vida eterna a la aguda tristeza por la prolongada permanen-

cia en el siglo. Sufren alucinaciones tan vigorosas que aquél a quien le sobrevienen

las objetiva de manera absoluta. El momento de la visión sobreviene súbita, inopina-

damente, dentro del cuadro general en apariencia morboso. El relato de la experien-

cia tiene características propias de una remembranza. En cierto modo, el deseo de

morir, como transición inevitable hacia la vida eterna, traspone la impulsión suici-

daria al mundo de la literatura visionaria. La hiperia es una función fisiológica

del cerebro que comparte con ciertas psicopatologías la hipersincronía neuronal.

Tanto los epilépticos y enfermos de psicosis endógenas (los esquizofrénicos, por

ejemplo) como los visionarios muestran una sensibilidad especial para experiencias

anómalas 13.

Como puede apreciarse, hay pruebas suficientes para justificar las vivencias

trasmundanas en términos de química neurobiológica: como consecuencia de un estado

de hiperia cerebral. Pero aún hay más datos. La peregrinación ultraterrena

transcurre fuera del tiempo, es inconmensurable para nuestros parámetros cronológi-

cos, efímeros, instantáneos. De la misma manera que se presenta repetinamente, tam-

bién desaparece de modo tajante, sin que el tiempo externo haya avanzado lo más

mínimo.

Por otro lado, durante el tiempo de la hiperia, los sentidos corporales se

anulan hasta el punto de que se produce una desconexión de los acontecimientos cir-

cundantes. Al contrario, la ausencia total de conciencia se ve contrarrestada con

una vida interior muy intensa, cuyas vivencias son percibidas con inusitada nitidez.

Éstas son muy extrañas en la medida en que transmiten nuevos valores y, por tanto, a

la hora de ser comunicados a otro, resultan ser inefables. Extraordinarias sensacio-

nes se desencadenan automáticamente ante el sujeto en estado hipérico, sin que éste

pueda intervenir en ellas. La conciencia se halla siempre absorta durante el tiempo

que dura la experiencia.

13 Álvarez 2000, ps. 128 y 133.

15

Page 16: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

Tales síntomas se corresponden con los rasgos característicos de la hiperia 14

, pero se reflejan en los de las visiones ultramundanas con extraordinaria simetría.

Los pacientes de unas y otras pueden controlarlas y aun provocarlas con estímulos

puramente físicos, de naturaleza fisiológica: la mortificación de los sentidos, el

sometimiento del cuerpo a duras penas, la concentración de la conciencia en puntos

de luz intensa, la audición de una melodía. En los textos místicos cristianos, se

dan ejemplos de todos los casos anteriores: Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan

de la Cruz, Pablo de Tarso, Eliseo… 15. También lo podremos comprobar en los relatos

de excursiones ultramundanas medievales; todos extenuados por la enfermedad, pero

cada uno con sus peculiaridades: Agusto, Máximo y Oria justo después de los oficios,

Millán con la interpretación de una melodía, etc… La actividad permanente del monje

medieval, especialmente eremita o recluso, se resume en dos palabras: lectio y ora-

tio. Esta segunda consiste, como se sabe, en la repetición salmodiada de principios

de fe o de invocaciones dirigidas a la divinidad. En la lectio, en la que todos los

visionarios se sumergen cotidianamente durante muchas horas con devoción impetuosa,

se hace una lectura de un texto sagrado o hagiográfico sobre la que posteriormente

se medita (meditatio) y se asimila interiormente aprendiéndola de memoria y sa-

boreándola o rumiándola (ruminatio), es decir repitiéndola hasta extraerle su signi-

ficado completo y alcanzar el grado supremo de la contemplación (contemplatio) y

disfrute de la vida bienaventurada. Tal proceso repetitivo e hiperconcentrado llega

a provocar un estado de conciencia propicio para un encendido hipérico, una hiperia

cognoscitiva que identifica el núcleo de la realidad con la esencia de uno mismo, la

énstasis: no se trata propiamente de un éxtasis, en el que el sujeto sale de su es-

tado habitual, sino de una clausura en sí mismo, lo que conceptualmente autoriza el

neologismo. Esta explicación psiquiátrica traduce en terminología científica la te-

oría neoplatónica de la fusión con el Uno.

Y no solo se pueden regular las acometidas visionarias, sino que también se

puede alcanzar un estado permanente de alucinación, paralelo a una apariencia 14 Álvarez 2000, ps. 26-28.

15 Los casos de los místicos del Siglo de Oro hispánico son archiconocidos. En el libro segundo de los Reyes, Eliseo reclama la presencia de un músico que le ayude a entrar en éxtasis. En otro famoso pasaje de Hechos, un golpe de luz provoca a Pablo una experiencia visionaria que le hace cambiar de vida.

16

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psíquica normal. Ello se debe a que cuanto mayor es la frecuencia de la hiperactiva-

ción neuronal, menos se manifiesta exteriormente. Así ocurre en los casos de varios

de nuestros personajes, cuyas visiones se van haciendo cada vez más frecuentes, como

símbolo de su progresión espiritual, hasta el momento de la transmigración defini-

tiva: Millán, Oria.

Cabe pensar, incluso, que, a menudo, los fenómenos visionarios tienen su causa

en lo que antes se llamaba insomnia y la psicología de hoy denomina pensamientos

forzados: la justificación del sueño por los pensamientos tenidos antes de dormir.

Es decir que los asuntos que asedian la mente durante el día tienden a aparecer como

manifestaciones oníricas intensas: los monjes de nuestra incumbencia tienen como

preocupación exclusiva la consecución de la vida eterna y, por añadidura, se dedican

a la lectura de obras piadosas en las que la descripción de un trasmundo maravilloso

constituye uno de los motivos principales. Las visiones escatológicas transcurridas

durante el sueño se explican porque el pensamiento del más allá es obsesivo y casi

único en los monjes. Los pensamientos forzados inspiran visiones de remolinos

resplandecientes y móviles (llamas, fuego, chispas, centellas). En el paroxismo

propio de tales estados, “de forma repentina y automática invaden la conciencia sen-

timientos de dicha y de bienestar tan intensos e inefables, que el sujeto interpreta

este estado como de naturaleza divina y le confiere un valor religioso: cree haber

sido trasladado a otra realidad sobrenatural en la que su yo personal se funde con

el Yo cósmico” 16. Es la experiencia de nuestros monjes medievales. Los psiquiatras

modernos describen y racionalizan las recreaciones literarias de nuestros monjes.

Unos y otros reproducen en sus respectivos lenguajes (científico uno, religioso y

literario otro) la admirable y deslumbrante intuición filosófica de Plotino.

La unión del alma con la divinidad conlleva la deificación de la primera, sig-

nifica que llega a ser uno con el dios, sin diferencia, en la ucronía. Tal alianza

adquiere personalidad en la metáfora por la que las vírgenes vivirán eternamente con

la divinidad en un palacio nupcial como esposas, incluso con el beneplácito de la

madre del Amado.

16 Álvarez 2000, p. 39.

17

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1-2. El ambiente onírico

Como se podrá comprobar en el lugar pertinente, el sueño es la forma concep-

tual que expresa la salida de los límites somáticos. En cierta medida, es el recurso

que permite al relato desmarcarse del horizonte histórico, escapar a la objetividad

y ubicar la escena en otra magnitud diferente de la sensible: en la dimensión

onírica. Aunque el sueño no es equivalente a la muerte, se siente la necesidad de

llevar al sujeto a las puertas de ésta para cumplir la pretensión de la resurrec-

ción. El visionario no puede traspasar el umbral de la muerte si no es muerto. Pero

no por ello debe carecer de un hálito de vida que le permita regresar para transmi-

tir al resto de los mortales su insólita experiencia. Por tanto, puede afirmarse que

el aspirante a la vida total, al que se le permiten accesos visionarios, pretende

alcanzar un estado intermedio entre la vida y la muerte. O, al menos, que no es la

muerte, pues ésta, conceptualmente, no existe sino como transición. La mejor

metáfora de ese estado es la del pseudocadáver que resucita o que no ha muerto. El

soplo, el calor, el latido, el flato (spiritus, flatus vitalis) son los signos de la

vida; la exanimidad, la semivida (semivivus), la pasividad o la insensibilidad los

de la muerte. En el sueño, el cuerpo mantiene sus constantes vitales, pero permanece

inconsciente. Y, además, la psiquiatría certifica que los procesos mentales no solo

no cesan, sino que se multiplican aceleradamente.

La idea de la superviviencia más allá del mundo material fue sugerida por las

experiencias oníricas. El sueño es propicio para la revelación de la parte misteri-

osa de la vida por tener fases de gran intensidad rememorativa, de lucidez mental y,

a veces, profética 17. En tal estado de clarividencia casi divina, el alma sigue

unida a la vida del cuerpo, a pesar de estar, en apariencia, ausente de él 18. Luego

sirve como método de conocimiento de una verdad desconocida cuando está vigilante,

17 En la Odisea, Penélope descifra la teoría onírica de la Antigüedad helénica: los sueños se expresan a través de un oscuro lenguaje; unos no se cumplen, pero otros anuncian cosas verdaderas, que se cumplen. De ahí su valor profético: han de ser escrutados (Od. XIX, 560-567).

18 En la tragedia de Esquilo, se expresa concisamente esta idea cuando el espectro de Clitemnestra reclama a las Er-inias, dormidas por orden de Apolo, un castigo para Orestes: “Contempla estas heridas en tu corazón, pues, cuando duerme, la mente se ilumina con ojos; en cambio, de día el destino de los mortales no está precavido” (Eu. 103-105). Para la teoría onírica de origen estoico que expone Cicerón en De divinatione, el alma es clarividente por sí misma y puede relacionarse y conversar con la divinidad durante el sueño; entre otras propiedades que le reconoce al sueño se encuentra el don de la profecía (De div. I, 11; De nat., deor. II, 163).

18

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porque el mundo diurno es aparente, falso, embaucador de los sentidos. El sueño los

libera y los pone en contacto con una verdad superior a la sensorial y a la ra-

cional: la metafísica. La realidad, en el mundo de las visiones, es la verdad

soñada. El estado de consciencia es el de los sueños y las alucinaciones vision-

arias, mientras que, durante la vigilia, el hombre permanece en la subconsciencia

auténtica. El expediente onírico hace verosímil la visión, puesto que justifica los

excesos imaginativos sin fracturar las convenciones espaciotemporales. Como explican

los psiquiatras, la visión abstrae de la realidad, pero el sueño mantiene un delgado

hilo de conexión con ella que hace innecesaria la muerte. Es decir, el sueño con-

siente la desrealización absoluta y efímera de la visión sin contradecir la vero-

similitud. No tiene entidad estructural en sí mismo, sino que es un recurso para

hacer creíble un episodio fantástico en el que se concede a quien lo protagoniza un

conocimiento privilegiado de la verdadera realidad. En los relatos hagiográficos, la

presentación de este mundo subjetivo en forma de sueño no condiciona significativa-

mente la estructura de la obra. Es curiosa la evolución que se da en la utilización

del sueño: en las primeras visiones, los protagonistas tienen interés en declarar

que accedieron a ellas no estafados por las sensaciones engañosas del sueño, sino en

estado de vigilia, conscientes; luego, se hace hincapié en lo contrario, en que fue

una experiencia inconsciente o extática, muy vinculada con los sueños, hasta el

punto de identificar éstos con las experiencias ultraterrenas. Al principio se

quería deslindar la visión de otros conocimientos esotéricos; más tarde, por el con-

trario, se busca acentuar precisamente esta índole y, por eso, el sueño se hace ex-

plícito.

La circunstancia misma de que se repita durante siglos el esquema formal de

estos relatos singularmente alegóricos es la mejor prueba de que el vehículo no es

importante, de que lo que cuenta sobre todo es el contenido del mensaje. El verdad-

ero eje estructural del relato es siempre la sucesión cronológica de los aconteci-

mientos y la única variación estilística es, indefectiblemente en todos los casos,

la desaparición del narrador en favor de la voz del protagonista y de sus interlocu-

tores bajo el formato de un diálogo a través del que obtenemos un conocimiento di-

recto de la acción. A pesar de ello, como veremos, se trata de un recurso tópico.

19

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El viaje espiritual puede ser un patrón narrativo para reflejar la tensa rela-

ción entre las verdades superiores y las realidades inferiores, en el proceso de

conocimiento ascendente que va de la imagen a la alegoría, de la naturaleza material

a la gracia divina. Y se convierte en una estructura poética perdurable porque la

literatura intenta imitar a la naturaleza y reproducir la maravilla conceptual y me-

tafísica mediante imágenes que han de ser interpretadas. La visión se convierte en

un viaje interior del entendimiento literal al abstracto19. A diferencia del teórico

de las exégesis, las visiones proporcionan un conocimiento simbólico, mediante los

signos que se producen durante el momento que va del trance al episodio ultrater-

reno. Los éxtasis, los sueños o las visiones (a veces se hace difícil distinguir en-

tre ellos, ya que se dan simultáneamente) generan imágenes que es necesario inter-

pretar. La mirada espiritual del monje contempla, sin desplazamiento alguno, el es-

pectáculo cósmico que le está vedado al ojo.

1-3. Construcción paulatina de un esquema

De acuerdo con las tablas de Dinzelbacher, la mayor parte de las visiones se

redactaron a partir de principios del siglo XII 20. Según la opinión común, en época

paleocristiana (hasta el siglo VII), la doctrina oficial expurga los relatos vision-

arios de impurezas paganas. La obra de Prudencio representa esta fase en el dominio

hispánico. La segunda etapa (entre los siglos VII y el X) se caracteriza por el auge

del monacato y su prototipo es Valerio. La tercera etapa (siglos XI y XII), es la de

mayor producción y en ella se introducen múltiples variantes. Dentro de ésta pueden

ser incluidos Muño, Grimaldo, todos los hagiógrafos mencionados en el Poema de Santa

Oria e incluso Berceo, como epígono. Por último, a partir del siglo XIII, un robusto

movimiento racionalizador incipiente (culminante en siglos posteriores) abandona el

tema.

En el siglo VI ya está constituido el esquema básico de referencia para con-

19 Lynch 1988, p. 17.

20 El 30% del total se escribieron antes de esa fecha, pero el índice se reduce hasta el 10% si se consideran solamente las que tienen dignidad literaria. Dinzelbacher no tuvo en cuenta las visiones hispánicas, si bien el escasísimo número de éstas no alteraría el porcentaje. En la siguiente periodización, se aceptan las secuencias establecidas por LeGoff, L’imaginaire médiéval, ps. 103-119.

20

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firmar los relatos posteriores. El intertexto hagiográfico medieval proporciona no

solo una fuente de inspiración fecunda, sino también los materiales, los motivos e

incluso los giros. No se trata de una convención, puesto que entonces no tenían con-

ciencia de esta noción nuestra. El periplo ultramundano ofrece dos trayectorias: una

divide el viaje, a partes iguales, entre paraíso e infierno; otra reduce y simpli-

fica los abismos en favor de la ampliación del paraíso. Puesto que la sustitución de

la primera por la segunda se produce, puede afirmarse que definitivamente, en el si-

glo XII, la causa de los cambios apunta la actitud crítica de quienes procuran com-

batir las condiciones irracionales del fenómeno. El sistema penitencial se ha trans-

formado y la actitud intelectual frente al hecho del viaje espiritual cataléptico

son los factores aducidos frecuentemente 21. A ellos habría que añadir, según nues-

tra opinión, la nueva óptica pastoral que abandona el modelo tremendista disuasorio

por una actitud soteriológica optimista y paradigmática. En tal sentido, la Vita

Beatae Aureae, si su texto coincidiese con lo reelaborado posteriormente por Berceo,

se constituiría en pionero, puesto que adelantaría la literaturización del nuevo

modelo en un siglo 22.

No olvidemos que, además de la influencia directa del esquema de referencia al

que todos los relatos remiten, el plasma cultural común actúa por otras vías. Por

ejemplo, los numerosos ejemplares perstantes de las Morales de Gregorio Magno per-

miten concluir, como así es, su indeleble influencia, clara e inmediata, sobre la

literatura medieval hispánica. Dentro de nuestro corpus se trasluce en fragmentos

concretos de las VSPE, en la compilación bergidense y en la obra del propio Berceo

23. De manera que no solo la permanente presencia de la obra de Gregorio, sino tam-

bién la de otras autoridades reinciden en el magma literario, litúrgico y religioso

sobre el que se erigen las visiones. Aunque las circunstancias de la fábula vision-21 Carozzi, p. 635.

22 Es evidente que hay que entender las palabras de Carozzi en sentido general y sistemático, como manifestación de una tendencia regular y metódica, pero la visión de Baldario adelanta este modelo exclusivamente constructivo y edificante an-ticipándose vertiginosamente en casi quinientos años.

23 Silva 1999, p. 272: “El mismo Gonzalo de Berceo debió de ser un asiduo lector de la obra del Papa que conocía muy bien como reflejan sus poemas”. En este mismo sentido se expresan otros: Walsh 1972 (ps. 303-304) habla de un amplio molde paradigmático (a kind of paradigmatic mold of broad appeal); Valcárcel, en su edición de la obra de Grimaldo, apunta a un ‘acervo común de la literatura hagiográfica’ que se encuentra no solo en las autoridades más leídas, sino difuso en el corpus hagiográfico la-tino medieval, entre los textos litúrgicos y las obras devocionales, lo que obstaculiza el rastreo de fuentes precisas (p. 597).

21

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aria varíen, sus poderosas constantes la mantienen fiel a la tradición. Pero, por

otro lado, aunque la fábula visionaria sea siempre la misma, la singularidad de la

imaginación creadora varía, eventualmente, tanto los pormenores como las condiciones

y la expresión. El visionario es un subgénero continuo con testimonios discontinuos

en el tiempo, en la lengua y en la cultura. Éstos son los factores que matizan la

diversidad de cosmovisiones. En esta evolución, se elimina, se recorta, se abrevia,

se interpola buscando, generalmente, mayor sencillez, bien escogiendo un latín más

simple, bien vertiendo el latín al romance. No solo las visiones: toda la hagio-

grafía se va apartando progresivamente de las fuentes, mientras que se enrarecen,

aunque no faltan, las referencias explícitas a las autoridades doctrinales. El com-

pilador o el autor procura siempre adaptar las narraciones a los intereses de su

público. Así actúan, sin ir más lejos, Valerio o Berceo. De manera que el resultado

de tal intervención es una obra distinta.

El motivo principal se organiza en estructuras y asociaciones icónicas muy

fluctuantes y variadas en frecuencia, en distribución, en naturaleza, en compleji-

dad, etc…, que se reestructuran permanentemente forzadas por las cambiantes circun-

stancias peculiares de cada momento. Las constantes son el viaje, el prado jocundo,

las mesnadas, los seres beatíficos y, en general, las marcas escatológicas. Las

variables dependen, naturalmente, del talante de cada autor, del contexto o del ob-

jetivo perseguido. La evolución se ve determinada por lo que algunos denominan es-

tructura policontextual 24: compleja amalgama de mitos oficiales, unos en fase ya

poniente, decadente, residual, y otros incipientes; unos efímeros y otros bastante

perdurables. Es probable que los elementos de esta relación influyan transversal-

mente en todas las composiciones; es decir que todos ellos dejen su huella en una

obra dada. No se trata de una relación unívoca entre cada uno de los tipos de fuente

y la obra respectiva, sino un influjo heterogéneo y policontextual.

Dentro de esa estructura policontextual, los períodos de fluctuación de las

corrientes coinciden con los de la evolución de la hagiografía europea, que intensi-

fica su producción en la Baja Edad Media. El momento de inflexión se produce en la

Península Ibérica cuando la liturgia mozárabe es sustituida por la romana. El Poema

24 Gallais-Thomas, p. 14.

22

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de Santa Oria debe ser considerado producto literario de una pervivencia del antiguo

rito autóctono que celebraba cotidianamente las virtudes de los santos hispánicos

más solemnes, puesto que su pasionario pervivió como lectura espiritual monástica.

Las prácticas de devoción de los héroes cristianos propician la reflexión de los

fieles y la creación de los poetas y de los artistas, a través de cuyas obras se di-

fundían y se transmitían.

Como acumulación de elementos simbólicos, la visión ultraterrena es una ale-

goría literaria capaz de sugerir múltiples realidades y, al mismo tiempo, en el con-

texto en el que una realidad puede ser vista desde infinitas perspectivas, tanto por

la complejidad del mensaje divino del que se convierte en vehículo, como por lo im-

propio e inadecuado del lenguaje humano para hacer inteligible una información de

semejante magnitud 25.

Ante tal panorama, podemos concluir con Castillo que cualquier persona podía

redactar una visión a partir de muy pocos datos: nombres, fechas y lugares 26. No se

precisan otros conocimientos de ningún tipo, salvo la técnica perpetuada por una

tradición milenaria. Dentro de este ambiente constante de usos nuevos de materiales

ajenos, hay que incluir también la vía homilética. Debemos considerar que no había

fronteras genéricas en la transmisión de influencias, sino que también la literatura

homilética compartía los mismos tópicos y se veía sometida a idénticas corrientes 27

. Una vez utilizados en la predicación, los sermones fueron lectura devota, pública

e individual, inspiradora de motivos para la meditación. Adviértase que el carácter

paradigmático de las visiones admite bien ser incluido, citado o referido dentro de

obras homiléticas con más amplias ambiciones y para públicos específicos.

Así pues, el panorama en el que se inscribe la visión medieval ultramundana de

inquietudes literarias es un complejo mostrenco y heterogéneo, pero, al mismo

25 Reflexiones de este tipo pone por escrito U. Eco en su comentario a la obra de Beato (editado por Franco María Ricci en Milán (1983), p. 32), obra tan vinculada con el mundo escatológico medieval hispánico: Beato de Liébana. Miniaturas del Beato de Fernando I y Sancha (Manuscrito B.N. Madrid Vit. 14.2).

26 Castillo (p. 38) hace sus reflexiones en torno a las pasiones hispánicas de época protocristiana, pero sus conjetu-ras son perfectamente extrapolables a las visiones medievales.

27 Véase Sánchez 2000, ps. 36, 98 y 122. Todo el estudio es muy revelador para entender la evolución del subgénero de las visiones, puesto que, según muestra el autor, también los textos homiléticos, cuya transmisión se hace también por escrito, favorecen la creación de un estereotipo imperturbable, pero adaptable.

23

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tiempo, sojuzgado por un esquema básico permanente de origen y carácter docto.

********************

En consecuencia, en el tema de la visión trascendente convergen tres aspectos

diferentes: por un lado, como el propio significado del término ‘trascendente’

sugiere, una vertiente metafísica que está en el componente profundo y en la causa

última del relato. En segundo lugar, desde una perspectiva patológica, la visión es

el resultado de una cadena de alteraciones morbosas en principio, pero hoy en vías

de racionalización por parte de la psiquiatría, que la explica en términos puramente

neurobiológicos y la destierra definitivamente del catálogo de enfermedades. Por úl-

timo, dentro del ámbito literario a través del que ha llegado hasta nosotros, el re-

lato visionario del más allá forma parte del magno repertorio cultural que el Me-

dievo hereda de la Antigüedad grecolatina. En cualquier caso, es preciso insistir en

que todos los esfuerzos anteriores para explicar el fenómeno de la visión trascen-

dente no pueden ocultar el sentido profundo, el verdadero contenido de los textos:

la narración de un proceso epistemológico absoluto, la revelación de la vía del

conocimiento perfecto para alcanzar la felicidad.

24

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2-. LA ATMÓSFERA ESPIRITUAL

2-1. La espiritualidad tardolatina

A finales del siglo IV y principios del V, compone su obra el poeta hispano-

latino Prudencio. Del ambiente predominantemente ascético y rigorista que impregna

el cristianismo peninsular contemporáneo en el que se inscriben los versos del cala-

gurritano habla la difusión de las doctrinas priscilianistas. Algunas de las con-

stantes del monacato hispánico se remontan a la época en la que el modelo ascético y

los usos litúrgicos del ilustre heresiarca fueron practicados, durante más de dos

siglos, en el cuadrante nordoccidental de la Península Ibérica. La subordinación de

las preocupaciones doctrinales a la clamorosa demanda popular de paradigmas morales

prácticos a que se deben los himnos de Prudencio, el priscilianismo y otras orienta-

ciones rigoristas nacidas de las inquietudes apocalípticas del siglo IV, como los

pneumáticos (partidarios de una espiritualización radical de la práctica cristiana)

o los apotactistas (que renuncian totalmente al mundo), sirve de ejemplo de las ten-

dencias ascéticas generales de una época conflictiva y angustiosa de polémica entre

paganos y cristianos.

Estos filósofos de la nueva fe consideran que el alma ha de ascender al cielo,

una vez recuperada la pureza que le ha arrebatado la corrupción de los sentidos.

Siguiendo las corrientes gnósticas, el alma humana tiene naturaleza y atributos

divinos, nace de Dios. Entre la cualidad divina y la humana coexisten otros seres

emanados de la divinidad, que, a pesar de todo, tiene un carácter primordialmente

unitario. Para redimir el alma, se distancian de la philosophia huius mundi, practi-

can ayuno severo y la continencia sexual. Alaban la virginidad como sublimación

ascética (se sirven de textos ortodoxos o apócrifos que la exaltan), conviviendo

hombres y mujeres a veces bajo el mismo techo, y prefieren el estado de castidad al

matrimonio. Las mujeres participan en todas las actividades sin menoscabo alguno en

razón de su condición, en lugares apartados (secessus in villam) y entregados a una

vida angélica: oración, ayuno y lectura de la Biblia. Todos estos valores se ven re-

flejados en los versos de Prudencio, porque, como otros muchos autores tardolatinos

hispanos, está imbuido del mismo substrato doctrinal que el resto de la comunidad

25

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protocristiana. Las herejías peninsulares, principalmente el priscilianismo, son

liquidadas siglos después gracias, entre otros factores, al monasticismo de corte

oriental que introduce Martín de Braga desde el cenobio fundado por él en Dumio.

Éste propone una alternativa levemente doctrinal, esencialmente práctica, de un as-

cetismo riguroso, pero litúrgicamente ortodoxa, que encuentra pronto numerosos se-

guidores en la cornisa cantábrica, especialmente en la región bergidense (Fructuoso,

Valerio), llamada por ello la Tebaida española 28. Es posible que algunos usos

monásticos de siglos posteriores (los monasterios dúplices, la condición de la mujer

no necesariamente subordinada al varón, el rigor ascético, el fenómeno de los reclu-

sos, etc…) tengan alguna conexión con la vehemencia religiosa del siglo IV; este mo-

mento coincide, precisamente y por ejemplo, con el de una gran expansión del mon-

acato femenino, tan relacionado con la profesión de castidad. Aunque no pueda hab-

larse de influencia directa, al menos, de momento, parece existir un plasma cultural

permanente o una cierta continuidad substratística en el momento de transición que

se prolonga desde la Tardolatinidad al Protomedievo vernáculo.

El ascetismo halla fundamento en aspectos determinados del estoicismo y del

neoplatonismo -a los que hay que añadir la tradición gnóstica- aglutinados y confun-

didos en la época de transición de la Antigüedad a la Alta Edad Media. El

pensamiento de Agustín, contemporáneo de Prudencio, sintetiza el espíritu que pugna

por integrar la cultura escolar en el nuevo impulso religioso y por poner aquélla al

servicio de éste.

Ya la antigua doctrina órfica despreciaba el cuerpo en favor del alma, cuya

liberación de los vínculos materiales se hace efectiva con la muerte, y sometía al

ser humano a la voluntad de los dioses. De modo que el cuerpo -y, con él, la mate-

ria- es una prisión de la que el alma sólo será liberada por decisión divina. A

través de las doctrinas filosóficas grecolatinas, este principio sustenta, por un

lado, la teoría estoica de la aspiración del alma al bien supremo y a unirse con la

divinidad y, por otro, la neoplatónica que prescribe la necesidad de desprenderse

28 Ya una relación de códices emilianenses que data del año 1821, añadida como apéndice en la obra de Díaz y Díaz (Díaz y Díaz 1979 (1991), p. 322-332), alude con este topónimo a la compilación hagiográfica de Valerio del Bierzo del códice 13 de la Biblioteca de la Academia de la Historia (p. 325) Se recupera, pues, un término que se encuentra con cierta frecuencia en los trata-dos hagiográficos hispánicos medievales.

26

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del cuerpo (sepulcro del alma) y de ignorar los sentidos como fuente de percepciones

erróneas. Agustín aprovecha conceptos platónicos, neoplatónicos, gnósticos y estoi-

cos. Su influencia en los presupuestos dogmáticos cristianos se hace patente en

varios puntos.

En primer lugar, distingue tres niveles de conocimiento: los sentidos, la

razón y la contemplación. De los tres, ésta última es la que interesa. Consiste en

ver el mundo de las ideas tal cual es; conduce a la sabiduría auténtica, la del

conocimiento objetivo, la que llega a contemplar la verdad. Ésta no es otra, en el

caso de la literatura escatológica, que la que llega tras la muerte: la vida total,

el trasmundo. Es evidente la influencia platónica: la estética socrática contrapone

belleza exterior, perecedera, y belleza interior, inmortal; la disciplina ascética

adquiere su verdadero sentido en el contraste entre la atracción que ejerce lo cis-

mundano y la ansiedad de lo sobrenatural, lo metafísico. En el cristianismo -y en la

poesía de Prudencio-, la única senda para el conocimiento de Dios es la vía mística,

por la que ascienden todos los elegidos (Inés, Eulalia, Agusto, Fidel, Máximo,

Baldario, Bonelo, Millán y Oria) al otro mundo.

En segundo lugar, el proceso de conocimiento empieza en la exploración inte-

rior del hombre, que es el punto de partida de un proceso ascendente que lo lleva

más allá de sí mismo; es deudor este principio de las teorías neoplatónicas de la

inmersión interior y el escalonamiento que desciende del mundo de lo real (de Dios)

a la materia y por el que, en sentido inverso, ascienden las almas de los iniciados,

las de los que han emprendido esa exploración interior. En la tradición hagiográfica

que transmite la vida de ascetas, el cuerpo es la circunstancia hostil que tiene que

ser lacerada, macerada y mortificada para mayor libertad de la vida del espíritu,

dedicada exclusivamente a Dios. Los apetitos de la carne han de ser doblegados y

reprimidos hasta verse sometidos a la voluntad y a la férula de la santidad cristi-

ana. El ascetismo y la piedad de los protagonistas de nuestros relatos son compensa-

dos con la ascensión escalonada al otro mundo; la escalera pasa a ser símbolo o ima-

gen del perfeccionamiento gradual.

En tercer lugar, en la Ciudad de Dios, la de los que lo aman hasta el despre-

cio de sí mismos, todo es piedad y culto a Dios, en la esperanza de un lugar entre

27

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los santos y los ángeles (nótese la reiteración de esta idea en los relatos hagio-

gráficos). La parte biográfica de los poemas de Prudencio y Berceo y de las narra-

ciones prosísticas de los demás autores está inspirada en ese amor generoso de Dios

y en esa esperanza de felicidad eterna. La pintura del otro mundo es una manifesta-

ción literaria del premio que espera a los piadosos, es la plasmación icónica de la

Jerusalén celeste. La dicha del verdadero mundo da sentido propedéutico a éste, el

mundo terrenal carece de valor ante el más allá.

En cuarto lugar y por lo que respecta a la ética, tiene primacía la voluntad

sobre el entendimiento. Ni los héroes de los himnos prudencianos ni sus sucesores en

la anábasis celeste son premiados por su esfuerzo intelectual, sino por el férreo e

inquebrantable deseo de gloria eterna.

Finalmente, para Agustín, el objetivo de la doctrina es la comprensión de la

verdad cristiana. Desde los primeros tiempos, el descensus ad inferos de Eneas había

sido interpretado por cierto sector de la hermenéutica como alegoría del viaje de

investigación filosófica: la rama dorada es el saber con el que se descifra la ver-

dad recóndita 29. En este punto, los pensadores cristianos en general -y Agustín en-

tre ellos- se encargan de divulgar la teoría epistemológica mística y consideran su

misión hacer inteligibles las cuestiones de fe más intrincadas, pero desde una per-

spectiva pastoral y con intención didáctica.

Es evidente que ese objetivo se imponen también los autores de obras hagio-

gráficas tardolatinas y medievales, especialmente de orden escatológico: la popular-

ización de vidas ejemplares en obras propagandísticas sin apenas contenido doctrinal

(y, cuando existe, expuesto mediante casos prácticos), con mensaje fácilmente com-

prensible; máxime cuando tienen el propósito de estimular la imitación y dar consis-

tencia visual a un mundo indescriptible. No olvidemos los tres caracteres esenciales

de la hagiografía: la índole casi exclusivamente religiosa, el fin edificante y el

deseo de promoción de un culto. Por otra parte, representar la escalada del conoci-

miento intelectual mediante una ascensión mística, iniciática, a través de una vi-

sión que plasma, en imágenes miríficas, un mundo inmarcesible de belleza y felicidad

infinitas, es el mejor recurso didáctico para un público humilde, que requiere una

29 Comparetti 1941 (1981), p. 136.

28

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interpretación menos espiritual y más material y concreta del paraíso, aunque sí me-

tafórica. El arte románico, obedeciendo a ese mismo criterio, traduce en imágenes

los preceptos y dogmas de la fe: por ejemplo, la visión de los apóstoles del Poema

de Santa Oria, cad’ uno en su trono (SOria 86), trae a la memoria los frontispicios

de las iglesias románicas del Camino de Santiago y los códices ilustrados del Comen-

tario del Apocalipsis de Beato de Liébana 30.

La obra de Prudencio, compuesta a finales del siglo en cuyos albores murió Eu-

lalia, da forma clásica a contenidos exclusivamente cristianos, según se ha compro-

bado de forma genérica. Con el himno que consagra a la mártir emeritense se inaugura

la trayectoria literaria de la santa. Prudencio, profundo conocedor de la obra vir-

giliana, recurre ya a algunos tópicos de la literatura de visiones. Por la época -

demasiado próxima a las persecuciones- en que fueron compuestos, sus himnos son pa-

siones de gran intensidad lírica. En el himno a Eulalia se da perfectamente la fu-

sión de la inspiración virgiliana con la de la Biblia. Por tratarse del relato de

una pasión y no de una visión, los tópicos cumplen una función diferente, aun siendo

comunes.

La mayoría de los textos pertinentes del poeta calagurritano proceden de sus

dos colecciones de himnos, los cotidianos y la Corona. Sin embargo, se hacen refer-

encias constantes a otras obras suyas de diverso carácter, de las que pueden ser ex-

traídos datos de índole dogmática (Origen del Pecado o Contra Símaco) o de aquéllas

cuyos pasajes ilustran o confirman las opiniones del autor en relación con los temas

que nos interesan más vivamente: éste sería del caso de la Psicomaquia y del Di-

toqueo 31.

Toda la obra prudenciana desarrolla esporádicamente los principios en los que

se fundamenta el viaje trascendente, pero sólo dos poemas tienen relación, como con-

junto, con nuestro tema. Ambos cantan, en forma de himnos, sendos martirios de jóve-

nes doncellas, que es el eslabón que los vincula con el poema narrativo de Berceo.

30 Respecto a la inspiración de diferentes pasajes de la obra berceana en las artes plásticas, véase Alvar 1992, ps. 43-44; Saugnieux 1978 y 1981; Silva 1999. Véase también Ballesteros y Gaibrois, Los marfiles de San Millán de la Cogolla de Suso, Va-lencia, 1944; Chaves y Labarta de Chaves, ‘Influencia de las artes visuales en la caracterización de la Virgen en los Milagros de Nuestra Señora’, Berceo 94-95 (1978), 89-96; y Yarza Luaces, Beato de Liébana. Manuscritos iluminados, Barcelona, M. Moleiro, 1998. En concreto, las ilustraciones de los Beatos serán comentadas sucintamente en un capítulo posterior.

31 Las citas y referencias a la obra de Prudencio siguen la edición de Ortega y Rodríguez para la B.A.C..

29

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El primero de ellos está consagrado a Eulalia, muchacha de doce años, cuyo comporta-

miento da muestras de intereses extramundanos, excepcional sensibilidad, notable

discreción e inusitadas virtudes. Le toca vivir un período de feroz saña anticristi-

ana, a principios del siglo IV. Sus padres la ocultan en un convento rural para pro-

tegerla, temiendo ellos que el impetuoso carácter de su hija puede impulsarla a de-

sear el sacrificio de la muerte. A pesar de tales precauciones, la muchacha escapa

del encierro y se dirige, acompañada por un cortejo angélico, ante los magistrados

para increparles por la cruel persecución y para dar inexorable testimonio de su fe

cristiana. Despreciando las consideraciones del pretor, Eulalia derriba violenta-

mente los símbolos de la religión pagana y se apresta gozosa a sufrir las terribles

torturas y a morir en la hoguera. En el momento de morir, una paloma blanquísima

sale de su boca y dirige su vuelo a las estrellas. Es el alma inocente de Eulalia.

Una extemporánea tormenta de nieve cubre el cadáver y hace de mortaja. Finalmente,

como es convención en esta clase de poemas, se incluyen una indicación del lugar

donde se encuentra su sepulcro y una descripción de éste.

Por su parte, en el himno XIV, se canta la hazaña de Inés, martirizada siendo

aún niña por no adorar a una diosa pagana. El prefecto la expone en un prostíbulo,

pero un milagro de la divinidad ampara y escuda su virginidad. Una espada acelera su

viaje al más allá, en el que, acompañada por ángeles, se eleva hacia las auras desde

las que puede contemplar el espectáculo del mundo en toda su magnitud, que ella ha

despreciado con firmeza inapelable. Ciñen su cabeza dos coronas: la de la virginidad

y la del martirio.

2-2. La cultura monástica protomedieval y la literatura escatológica

En el berceano Poema de Santa Oria, una de las mártires que conduce a la pro-

tagonista en el tránsito hacia el paraíso es Eulalia. La historia del culto de esta

santa emeritense arranca, como acabamos de señalar, con el himno que le dedica Pru-

dencio, atraído, probablemente, por los pormenores de su martirio y por la intensi-

dad del culto que se le ofrecía en su ciudad natal, en la que tuvieron lugar los

acontecimientos: la diócesis emeritense, en la que se recopilaron los relatos

panegíricos de varios obispos, está consagrada a ella. De un poeta a otro, de Pru-

30

Page 31: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

dencio a Berceo, hay una línea continua que supera la distancia de casi un milenio.

Por otra parte, Donato de Servitano y sus seguidores importan desde el norte

de África la primera colección masiva de códices de la que se tiene noticia. Aunque

se instalan en el monasterio valenciano de Servitano, no tardan en difundirse copias

de sus códices por toda la Hispania meridional 32, incluyendo Mérida, que continuaba

siendo un centro urbano de importancia. La capital de la Lusitania tenía una escuela

monástica, ilustre ya en el siglo VI, entre las varias (con Braga, Palencia, Zara-

goza, Sevilla y, desde el siglo VII, Toledo) en las que la cultura grecolatina es el

fundamento y el instrumento de formación intelectual y espiritual. En los monaste-

rios se practica un sistema de enseñanza que integra la cultura clásica en la tradi-

ción cristiana, de modo que se asiste a un florecimiento creativo notable 33. En lo

que a las fuentes estudiadas atañe, junto a los textos bíblicos se manejan los

comentarios patrísticos y las obras clásicas. La figura señera de este período, Isi-

doro, es un modelo de preparación científica, en la que tanta importancia tienen los

Santos Padres y la literatura cristiana como los poetas de la tradición pagana 34.

Entre éstos, tendría un lugar destacado Prudencio, paradigma pionero de la con-

cepción isidoriana del sabio cristiano. Es muy posible que el emeritense monasterio

de Cauliana siguiera un sistema de trabajo semejante al propuesto por el obispo de

Sevilla: estudio de manuales, glosarios, escolios y excerpta, junto con la lectura

de textos clásicos, no solo teóricamente, sino también con la práctica, como

sugieren los ejercicios de uersio sinonímica (reproducción de la técnica utilizada

por Isidoro en los Synonima), apreciados en las Vitae Sanctorum Patrum Emeretensium

(II) 35 por Sánchez Salor 36, y algunos textos autobiográficos de Valerio del Bierzo

37. Hay que concluir, pues, la relación directa que existe entre la difusión inme-

32 Sánchez Salor 1990, p. 25.

33 Serna 1990, ps. 61-84, especialmente 69 y 81.

34 Pérez de Urbel 1940 (1995), ps. 68-81.

35 A partir de aquí haremos referencia a esta colección con las siglas VSPE.

36 Sánchez Salor 1990, p. 33-34.

37 Pérez de Urbel 1940 (1995), ps. 118 y 131.

31

Page 32: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

diata de las VSPE y la importancia cultural del monasterio de Cauliana, en cuya bib-

lioteca es probable que la obra de Prudencio ocupase un lugar preeminente, como

autor del himno que canta hermosamente la pasión de la santa autóctona.

Como se sabe, la composición de las obras hagiográficas en el ámbito románico

se fundamenta, generalmente, en la traducción más o menos creadora de narraciones

previas en lengua latina. Ruffinatto ofrece una breve muestra de ello 38. Por otro

lado, la tradición virgiliana se ha desprendido de todo lo que el modelo tenía de

prescindible para la nueva perspectiva moral y religiosa que adoptan estas composi-

ciones; la estructura de los relatos de visiones, sin embargo, no se resiente. Sería

lícito, por consiguiente, conjeturar que los hagiógrafos medievales -por ejemplo,

Berceo- se encontraban con el material tradicional ya fundido, de modo que las in-

fluencias habían operado sobre las fuentes de sus fuentes, y ellos eran los encarga-

dos, quizá inconscientes, de transmitirlas a la posteridad en sus obras, como último

eslabón de un largo proceso de integración de la tradición pagana en la literatura

cristiana. Las dos corrientes -habitualmente representadas por la patrística, de una

parte, y por Virgilio, de otra- fueron determinantes en la cultura medieval, la una

por vía cristiana, la otra por vía pagana, las dos de raigambre latina. Otro ejemplo

anterior de la integración de ambas culturas -más consciente que hagiógrafos poste-

riores, como Berceo- es Valerio: concibe su labor creativa como compilación y adap-

tación de obras ajenas cuyo objetivo último es la formación de los discípulos. Para

confeccionar este corpus doctrinal, compendio de principios teológicos evangélicos,

extracta y ajusta obras heterogéneas en su empeño de sistematizar la práctica ascé-

tica. Sin embargo, esta pauta compositiva fue inaugurada -y al mismo tiempo perfi-

lada definitivamente y convertida en modelo- por Prudencio. Magnífico conocedor de

la tradición literaria grecorromana, sus versos son una refección personal de poesía

clásica impregnada de sentimiento religioso cristiano en virtud de un procedimiento

convencional y creativo tan latino como la imitatio. Por tanto, no solo se revisan

constantemente los argumentos y los temas, sino que también se perpetúan -si bien de

manera más repetitiva y menos creativa- a lo largo del milenio de literatura penin-

sular que abarca desde Prudencio hasta el siglo XIII.

38 Ruffinatto 1992b, ps. 26-32.

32

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En general, la mayoría de los estudiosos comparte la convicción de que los po-

etas cristianos medievales aplicaron al paraíso la descripción clásica de los Campos

Elíseos. Unos se limitan a determinar la estirpe virgiliana, como Curtius; en cam-

bio, otros, por ejemplo Segre, postulan un origen más complejo, de carácter

ecléctico. Sea como fuere, el paraíso literario cristiano nace al adaptar los funda-

mentos doctrinales de la fe a la cultura pagana, mediante el revestimiento de los

tópicos grecolatinos, de manera muy semejante a como se produjo la simbiosis de pa-

ganismo y cristianismo en otros campos, especialmente en las artes plásticas. En lo

que se refiere al mundo de los bienaventurados, la imagen clásica de los Campos

Elíseos se completa con la imagen evangélica del Juicio Final. Algunas concomitan-

cias entre la escatología pagana y la visión revelada en el Apocalipsis favorecen la

integración de ambas en el ultramundo medieval, resuelta en diversas proporciones

según los autores.

En la Península Ibérica, los testimonios literarios de este subgénero son es-

casos, en comparación con los que perviven en otras regiones del ámbito románico. El

primero de ellos, la colección de vidas recopilada en torno a la basílica de Santa

Eulalia de Mérida, tuvo una enorme difusión, al menos en el siglo VII. Tanta, que

hay noticias de la presencia de copias de esta obra en varias regiones de la Penín-

sula, incluso allende los Pirineos 39. Para nuestro tema, resulta pertinente que el

eremita Valerio, conocido autor y compilador berciano de hagiografías, parece haber

tenido presente el ultramundo de los relatos emeritenses a la hora de confeccionar

el de las obras que escribe para uso del abad Donadeo y sus seguidores. No hay que

despreciar el hecho de que en la biblioteca emilianense se realizó, en la segunda

39 Véase, respecto a este asunto, Divjak 1982 (p. 26) y, en general, Díaz y Díaz 1951, 1958, 1982, 1983 y 1985, así como la introducción a la edición de las Vitae Sanctorum Patrum Emeretensium de A. Maya Sánchez (X-XXXI) en donde hay una de-scripción de todos los manuscritos perstantes, a partir de la cual puede hacerse una idea de la difusión que alcanzó una obra de tan humildes planteamientos. Ésta es la edición de referencia en las citas siguientes. Obsérvese que una parte de los códices que hoy perviven proceden de las bibliotecas de regiones tan vinculadas a nuestro estudio como León y la Rioja (súmese a ésta la vecina Burgos). Díaz y Díaz 1958 acepta la trascendencia internacional de la obra de Valerio. García Rodríguez (p. 388) supone que un im-portante factor en la difusión del culto de Eulalia lo constituyó el comercio. Mérida era una prominente urbe de comercio fluvial (el Guadiana) y terrestre (la vía de la Plata). El culto de la santa se había difundido en el siglo V por toda la Península Ibérica, especial-mente al sur (Castillo, ps. 289-291), desde donde, a pesar de su marcado carácter regional, pasó al norte de África. Pero también en el norte de Hispania, como lo demuestra la visita de Fructuoso a Mérida, en su viaje al golfo de Cádiz, por la fama de la joven mártir (Uita Fructuosi). La propia confección de una passio, en torno al siglo VII, quizá para un monasterio femenino de la ciudad, indica el prestigio y la importancia de su culto. Como se iba diciendo, el culto había alcanzado, ya en el siglo V, la Galia Narbonense y, poco más tarde, la Península Itálica (lo certifica su presencia en el famoso mosaico de Rávena) e, incluso, en un remoto pueblecito del Peloponeso: Monenvasía. La numerosa hagiotoponimia derivada de Eulalia en la Europa francófona y el primer documento liter-ario de la lengua francesa (un poema dedicado precisamente a Eulalia) son una prueba contundente de su inmediata propagación.

33

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mitad del siglo X, una copia de un manuscrito leonés que contenía la Compilación

hagiográfica de Valerio más las VSPE. Tampoco debe olvidarse la pervivencia de una

copia de este manuscrito fechada en el scriptorium de San Millán entre los siglos

XII y XIII. Sin duda, entre la difusión de ambas obras (la colección emeritense y la

compilación del Bierzo) hay una estrechísima vinculación: casi todos los manuscritos

de las VSPE que perviven se nos han transmitido integrados dentro del corpus de la

compilación de obras realizada por Valerio 40. Por otra parte, estos datos sugieren

que la compilación, beneficiada por el auge de la literatura hagiográfica, mantuvo

una gran vitalidad, al menos durante este período. Adviértase que la copia emilia-

nense del siglo X (el códice San Millán 13 de la Biblioteca de la Academia de la

Historia) antecede en menos de un siglo a la vida de la joven benedictina Oria y al

relato del hagiógrafo Muño, monje del propio monasterio, que, probablemente, oficia

como notario entre los años 1050 y 1070, y que la de finales del siglo XII (el

códice San Millán 10 de la misma biblioteca) precede inmediatamente a la época de

producción poética de Berceo. Quizá no haya que extraer ninguna consecuencia de la

sucesión de estos razonamientos, ya que podría ser casual. Pero es innegable, cuando

menos, que la compilación de Valerio (y con ella los textos propagandísticos de la

diócesis emeritense) tuvo vigencia en el entorno riojano durante el período clave de

la historia literaria y de la leyenda de la santa riojana. Así lo confirma la per-

vivencia de dos manuscritos de siglos diferentes, a los que hay que añadir dos más,

uno copiado en el escritorio silense y otro, también emilianense, que contienen so-

lamente los relatos de Mérida 41. Esta colección de cinco relatos fue compuesta en

el siglo VII. Por tanto, es contemporánea de Valerio, aunque, obviamente puesto que

el anacoreta berciano la utilizó como fuente literaria y la incluyó en su compila-

ción, su redacción es anterior. Sin embargo, los sucesos que refiere ocurrieron me-

diado el siglo anterior, período de singular florecimiento de Mérida. Entre otros

pormenores de la vida provinciana de una urbe visigótica, se narran acontecimientos

trascendentes para la vida diocesana y prodigios ocurridos a personajes irrelevan-40 Maya Sánchez, X.

41 Maya, ps. XII-XV y XX-XXI de la introducción; se trata de códices conservados, respectivamente, entre París (Bibliothèque Nationale, nouv. acq. lat. 2178) y Madrid (Biblioteca Nacional, 822) el primero y en Londres (British Museum, add. 17357) el segundo.

34

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tes, siempre en relación con la basílica dedicada a santa Eulalia. Como veremos a

continuación, dos de las anécdotas (la del niño Agusto y la que aconteció tras la

muerte del obispo Fidel) contienen elementos tópicos de las visiones o del tras-

mundo.

Inaugura la colección la historia de Agusto, un niño sencillo y sin formación,

que se preparaba para la vida monástica junto con otros compañeros en una casa li-

gada a la basílica de Santa Eulalia. Se siente enfermo súbitamente. Una noche, en un

intermedio entre los acostumbrados oficios, recibe en su habitación la visita del

personaje narrador. Éste encuentra a todos los oblatos dormidos. La luz se apaga

inopinadamente. Una vez que vuelve a encenderla, Agusto le revela el presentimiento

de su muerte y la esperanza de la vida eterna posterior. El narrador, estremecido,

le pide detalles del extraordinario relato y le cede la voz narrativa. El muchacho

niega taxativamente que haya sido una experiencia fantástica, afirmando por el con-

trario que la sufrió en estado de vigilia, no en sueños.

Tal relato se inicia con la llegada de Agusto a un lugar insólito y es-

pléndido, lleno de flores olorosas, hierbas y coronas de oro y piedras preciosas,

refrigerado por un aire suave que lo inundaba de aromas fragantes. Ve incontables

tronos, uno de los cuales sobresalía entre todos. Hay muchos niños hermosos que pre-

paran un extraordinario y abundante banquete de aves blanquísimas con el que quieren

agasajar al rey, personificación de la divinidad. Agusto besa los pies de todos los

presentes, mientras éstos alaban a Dios. De pronto, aparece una multitud de gentes

vestidas de blanco y adornadas con oro, piedras preciosas y coronas rutilantes. To-

dos traen un regalo para su rey, que se aproxima hacia el trono situado en el centro

del maravilloso lugar. Este personaje presenta la figura de un varón luminoso, her-

mosísimo, muy blanco y altísimo. Se sitúa en el lugar preeminente del banquete y

bendice a todos, quienes, a su vez, lo están adorando. Repiten esta acción tres ve-

ces. Cuando comienza el banquete, el varón magnífico pregunta por Agusto, al que,

viéndolo trémulo y temeroso ante la escena, tranquiliza asegurándole su perpetua

protección. El exquisito manjar que ingieren le proporciona a Agusto la felicidad.

El ser magnífico le invita a visitar el lugar de recreo. Pero, en ese momento,

se acercan gritando unos hombres indignos a los que se expulsa inmediatamente por no

35

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merecer ver el rostro de la divinidad.

Agusto progresa en su relato siempre a instancias del personaje narrador, al

que revela que los habitantes de ese lugar son personas de otras épocas. Continúa la

narración: por fin, el ser excelente conduce de la mano a Agusto a un jardín muy

hermoso, atravesado por un río de aguas transparentes, con bosques de los que se de-

sprendían diversos aromas. Desde ese lugar, verdadera esencia del locus amoenus

trasmundano, Agusto salta al lecho mortuorio donde ahora yace su cuerpo. El confi-

dente, el personaje narrador, da noticia de lo ocurrido al abad, a quien el muchacho

cuenta de nuevo la historia. Agusto muere ese mismo día, previa confesión, y es se-

pultado.

En la desapacible noche siguiente, el espíritu de Agusto llama fuera del

recinto a su compañero Quintiliano. Otro, Veraniano, despierta, sale fuera y ve a

Agusto, con rostro blanquísimo y vestido de blanco todo él. Aquí termina el primer

relato.

********************

El segundo, que hace una crónica del obispado de Fidel (en el tercer cuarto

del siglo VI), se puede leer en el cuarto opúsculo. Un joven emeritense se dirige a

Caspiana, lugar no muy distante de la capital, Mérida. Como le es imposible regresar

en el día, decide pernoctar allí. Al anochecer, en sueños, le parece sentir el canto

de los gallos. Despierta, emprende la vuelta y llega antes de media noche a las

puertas de la capital, que encuentra cerradas. Nadie atiende a sus gritos, por lo

que decide entretener la espera dando de comer a su caballo.

De pronto, sin obedecer a lógica alguna, al levantar su vista ve un globo de

fuego que procede de la iglesia de San Fausto, muy cercana a la ciudad, y se dirige

a la de Santa Leucricia pudiendo así contemplar en silencio la multitud de santos

que avanzan por el puente hacia la puerta, precedidos por la bola ígnea. En medio de

ellos se encuentra Fidel. Todos los miembros de la turba visten blancos ciclatones.

Un ser divino les abre la puerta e ingresan en la ciudad. Nuestro personaje asiste

estupefacto al espectáculo, casi como muerto, según expresión literal. Se dispone a

36

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seguir a tan selecta comitiva, pero encuentra la puerta cerrada. Con los primeros

rayos de luz, un uir sanctus advierte al joven de que no cuente a nadie lo que ha

visto, bajo pena de peligro inminente.

La ciudad amurallada es una prefiguración terrena de la urbe celeste, así como

la escena pretende hacer entender que el acceso a ella está restringido a un grupo

selecto de elegidos.

*******************

Casi contemporánea de los opúsculos emeritenses y precedente de la compilación

de Valerio es la biografía de Emiliano, eremita de la región cogollana, redactada a

mediados del siglo VII por Braulio, obispo de Zaragoza y uno de los intelectuales

mejor formados de su época. Junto con Leandro, Isidoro y Valerio, Braulio se nos

muestra como uno de los más profundos conocedores de la cultura clásica. Sin em-

bargo, su obra tiene la importancia relativa para nuestro asunto de ser sólo fuente

directa de la biografía versificada por Berceo, ya que Braulio no nos relata otro

acontecimiento visionario protagonizado por su personaje central que el que orienta

definitivamente su vida hacia el eremitismo. Se trata de una revelación musicógena,

no de una visión trascendente: Emiliano alcanza el trance inducido por las notas de

su cítara 42. Su contribución será testimonial y casi insignificante al lado de otro

puntal del subgénero de las visiones, Valerio del Bierzo, coetáneo de Braulio, pero

probablemente más joven.

********************

Entre el universo cultural latino del Alto Medievo y la que es la primera rep-

resentación literaria en lengua castellana -las visiones de Oria, santa riojana,

versificadas por Berceo-, un anacoreta bergidense, Valerio, transcribe las visiones

escatológicas de tres compañeros suyos: Máximo, Bonelo y Baldario. Conservamos aún

42 Para las referencias y citas de esta obra se sigue la edición que hizo José Oroz, publicada en Perficit 119-120 (1978), 165-227.

37

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hoy códices que contienen la obra de Valerio realizados en el scriptorium de San

Millán de la Cogolla y guardados en sus anaqueles. Esta circunstancia sugiere que el

monje bergidense pudo ser el intermediario o inmediato precedente, en cuanto atañe

al tópico escatológico, de la biografía latina de Oria compuesta en el siglo XI por

Muño, que después romanceará en verso Berceo. Ya se ha comentado la sucesión cro-

nológica que se establece entre los códices perstantes de las VSPE y los relatos bi-

ográficos de Oria, tanto el de Muño como el de Berceo. Tal circunstancia no permite

suponer dependencia alguna entre estos diversos textos. Sin embargo, sí faculta para

ubicarlos a todos dentro de un mismo ambiente cultural y, sobre todo, para, cuando

menos, conjeturar lo que parece innegable: la enorme vigencia (ya comentada) de la

compilación valeriana en los momentos de mayor auge y difusión del género hagio-

gráfico y, con él, del tópico del ultramundo43. Si, por otra parte, tenemos en

cuenta que los códices de San Millán que contienen la compilación se completaban con

la colección de opúsculos redactados unos años antes en la diócesis de Mérida, puede

concluirse, al menos, la pertenencia de todas estas obras (las Vidas de los Santos

Padres de Mérida, la compilación bergidense, la biografía latina de Oria y el poema

de Berceo) a una misma tradición escatológica y, quizás, una cierta influencia de

las anteriores sobre las posteriores. De modo que, en todo caso, por su ubicación

temporal, la compilación de Valerio ejerce una función transitiva entre la visión

clásica del más allá y la descripción medieval del paraíso cristiano, específica-

mente entre la de la colección propagandística emeritense, que le precede, y la de

Oria, que es posterior.

Aparte de los valores literarios, históricos y dogmáticos intrínsecos de la

obra de Valerio del Bierzo, el monje de Compludo, su exposición del más allá y del

viaje extrasensorial refleja una concepción escatológica común, tanto con la inmedi-

atamente anterior como con las que subyacen en las hagiografías bajomedievales.

La actividad densa y variada de Valerio deja ver la impronta isidoriana: lee

mucho, copia misales y escribe desde tratados ascéticos diversos hasta su propia bi-

ografía, todo ello para combatir el hastío de esta vida transitoria, demostrando así

43 Fue incluso conocida fuera de Hispania muy pronto, si se observa que ya Benito de Aniano la usó en la compila-ción de su regla, que quizá le sirvió como vehículo para su difusión. Sobre este asunto, véase Díaz y Díaz 1958 (1997), p. 55.

38

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una especie de contemptus mundi muy del estilo del que caracteriza a los protago-

nistas de sus obras. La biblioteca de Valerio hubo de ser extensa y rica en volúme-

nes importantes. Tras un examen minucioso de su obra, Díaz y Díaz descubre la canti-

dad de textos que maneja y se atreve a establecer la nómina de sus autores pre-

feridos y mejor conocidos: Casiano, las vidas de los Padres del desierto, la Vida de

Fructuoso, las VSPE, Gregorio Magno, Sulpicio Severo y el pasionario hispánico. No

olvidemos que la difusión de las VSPE y la de la propia Vida de San Millán se hallan

estrechamente vinculadas a la Compilación hagiográfica. Ambas, junto a otras obras,

figuran añadidas a ésta en un manuscrito de la biblioteca de San Millán. Es probable

que la Vida de San Millán fuese agregada a la compilación en el propio monasterio

riojano 44.

Como ya se ha dicho, la colección de vidas recopilada en torno a la basílica

de Santa Eulalia de Mérida tuvo una gran divulgación más allá del siglo VII en

varias regiones de la Península y en Europa. En cuanto a la primera, la conoció

hasta el punto de que pocos años después de su puesta en circulación se hallan, en

el último cuarto del siglo VII, a disposición del hagiógrafo berciano Valerio. En

efecto, en la medida en que se lo exigen los criterios retóricos de su tiempo,

parece haber tenido en mente algunos pasajes de la recopilación emeritense a la hora

de construir las visiones de su propia obra 45.

Valerio es el responsable del compendio de pequeñas obras que se conoce con el

título de Compilación hagiográfica por el contenido exclusivo y por la intención

edificante que todas ellas comparten. Junto a opúsculos debidos a la propia inspira-

ción del poeta, se encuentran epítomes de obras ajenas. Valerio se dedicaba, por en-

cargo, a resumir y extractar obras con el fin de confeccionar compendios adaptados a

las necesidades peculiares de los cenobios bergidenses. Para el tema de las visiones

del más allá y los tránsitos, son pertinentes cuatro opúsculos. Tres de ellos comu-

nican la experiencia trascendente de sendos religiosos próximos al autor narrador,

44 Díaz y Díaz 1979, p. 56.

45 Díaz y Díaz 1985, p. 41, considera esa influencia innegable en el relato de Máximo, sugiriendo que se ejerce sobre el protagonista del relato y no sobre Valerio. Le parece más difícil en los casos de Bonelo y Baldario por entender que tenían un nivel cultural inferior, lo que supondría, según el autor, un obstáculo para el conocimiento profundo de los textos hagiográficos precedentes.

39

Page 40: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

vecinos suyos en la Tebaida hispana, en las rigurosas soledades de los montes berci-

anos. El cuarto deja ver claramente en su título (De uana seculi sapientia) que es

una dogmática denuncia, con espíritu e intención didácticos, de la vanidad de las

cosas mundanas. Su disposición contrastiva define el otro mundo por oposición al que

vitupera. No se trata, pues, del relato de lo que se ha conocido por autopsia, sino

de una descripción de carácter argumental que expone la creencia convencional y uni-

versal de la época. Su valor para el tema que nos ocupa reside en la similitud o en

las concordancias de ese ultramundo confesional, doctrinal y ortodoxo que se expone

ante el lector con el que las visiones de sus confidentes revelan. Tanto es así que,

de confirmarse, tendríamos un argumento más para concluir que el trasmundo literario

medieval obedece a los preceptos de los repertorios retóricos. Las tres restantes

(Dicta beati Valerii ad beatum Donadeum scripta, De Bonello monacho y De celeste

reuelatione) son tránsitos en los que el alma abandona, de manera efectiva, este

mundo (la experiencia se asemeja a la muerte, es un excessus) y tiene conocimiento

anticipado del cielo y del infierno. El narrador concentra su inspiración en dif-

erentes aspectos de acuerdo con las circunstancias de cada obra. Sin embargo, a pe-

sar de tener cada una sus características peculiaridades, serán consideradas global-

mente como producto de la actividad creadora de un poeta berciano 46.

********************

El primer relato se expone, a modo de ejemplo ofrecido a Donadeo (cabeza visi-

ble de una comunidad religiosa), como caso práctico y modelo efectivo de los prin-

cipios expuestos en las composiciones doctrinales de la colección. Cuenta los acon-

tecimientos ocurridos en los tiempos en que Valerio, aún joven deseoso de llevar una

vida ascética, ingresa en un cenobio anexo a una iglesia importante. Uno de los

cofrades, Máximo, copista y amigo de Valerio que destacaba por su santa vida, cae

enfermo y, tras unos días yacente, muere, pero, al tiempo, resucita. Cuando se recu-

pera, relata en privado al amigo lo que le ha ocurrido.

46 Para la obra de Valerio, se siguen diversas ediciones. Utilizamos los trabajos de Díaz y Díaz siempre que existen: concretamente, Dicta beati Valerii ad beatum Donadeum scripta, De Bonello monacho y De celeste reuelatione (las tres publicadas en Díaz y Díaz 1985). En caso contrario, se recurre a la antigua edición de Fernández Pousa.

40

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Éstos son los hechos: Máximo abandona su cuerpo y un ángel luminoso de belleza

indescriptible lo conduce a un jardín hermosísimo, inimaginable, no visto en este

mundo. Una luz esplendorosa lo cubre todo, sugiriendo la imagen de un breve locus

amoenus. Distraído por el espectáculo maravilloso, apenas se da cuenta de que ha

llegado al paraíso celestial, por el que discurre una corriente de agua cristalina.

Ésta actúa como un bálsamo sobre Máximo quien termina reconociendo que no la hay ni

semejante en el mundo terrenal.

Atraviesan el lugar hasta el extremo en donde hay un profundísimo abismo que

llega al infierno, como el Tártaro. La oscuridad y la niebla casi sólida impiden ver

nada, pero Máximo oye alaridos, gemidos, lamentos y rechinar de dientes y le llega

un insoportable hedor.

Horrorizado ante este nuevo espectáculo, prefiere la primera visión en el di-

lema que le propone el ángel. A instancias de éste, se apresta a regresar al cuerpo

para hacer penitencia con la promesa firme de que vivirá eternamente en el paraíso

junto al ángel. En caso contrario, será precipitado al infierno detestable para

siempre. Máximo se postra y suplica quedarse, cosa que no le es permitida.

El ángel le muestra el camino de regreso: pasando un monte, verá a tres mon-

jes, uno con báculo y dos practicando el oficio de Máximo; ellos le indicarán el re-

sto. Efectivamente así sucede: el monje del báculo le señala la vía por la que, de

inmediato, asiste, al abrir los ojos, a su propio velatorio. Vuelto al cuerpo, se

recupera de su enfermedad y, después de contar la extraordinaria experiencia a Va-

lerio, cumple su penitencia y muere.

****

Al hilo de la historia de Máximo, Valerio recuerda otro caso, el de Bonelo.

Este religioso le cuenta, también privadamente en la celda del primero, su visión,

que tuvo lugar tiempo atrás. El relato se resume así: Bonelo, recluso y riguroso

penitente, es arrebatado en éxtasis y transportado a un lugar agradable e introdu-

cido en una cámara construida en oro y piedras preciosas. Su propia estructura es

extraordinaria. El conjunto resplandece maravillosamente. En aquel entorno inefable,

41

Page 42: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

el ángel le revela que ésa será su eterna residencia si persevera en la vida de

penitencia.

Pasado algún tiempo, Bonelo abandona su retiro. Es nuevamente arrebatado en

éxtasis por un ángel maligno esta vez y arrojado a un abismo. Hace una primera es-

cala en su vertiginoso descenso, pero una voz ordena que siga cayendo. Se precipita

hasta una segunda parada en la que encuentra a un mendigo al que había auxiliado y

acogido tiempo atrás en su celda. Éste intercede ante los ejecutores infernales para

que le concedan allí un lugar. Pero la voz ordena que siga cayendo hasta la presen-

cia del juez infernal, cuya imagen es terrorífica: atado con cadenas clavadas en un

ave de hierro que reposa sobre su cabeza.

Un inmenso fuego permanente sobre el que una campana escurre llamas desemboca

en un mar de pez que inunda el lugar con olas hirvientes. Asiste a un juicio en el

que tres ángeles malignos y horribles arrojan dos almas a ese magma incandescente.

Tras una última caída, le someten a la peor de las penas, en el infierno infe-

rior: le muestran de cerca ese apestoso lugar. Un ejército de arqueros le disparan

gotas de agua fría de las que se defiende persignándose. En ese momento, alguien a

quien no conoce lo devuelve al mundo terrenal.

Tras la confesión, Bonelo hace saber a Valerio su propósito inmediato: vivir

en una reducidísima celda para evitar el terrible castigo al que asistió. Una vez

recibidos los consejos de Valerio, Bonelo marcha a León, donde vive recluido todavía

en el momento de la narración.

********************

Finalmente, la última historia visionaria redactada por Valerio tiene como

protagonista a un joven cantero, discípulo de Fructuoso y compañero del narrador en

el eremitismo solitario y exigente de los montes leoneses. Este joven, al que Va-

lerio conoce personalmente, se llama Baldario, quien, ya mayor, le cuenta una anti-

gua experiencia que Valerio transcribe en primera persona, como las anteriores.

Baldario convalece de una enfermedad grave y permanece inconsciente. En el

crepúsculo matutino, su mente excede el cuerpo y penetra en la cima celeste (más

42

Page 43: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

allá de las estrellas, hacia el este) raptado por tres palomas, una de las cuales

portaba el signo de la cruz sobre la cabeza. El viaje transgrede el tiempo. Llegan a

un hermoso monte en el que hay una innumerable multitud de ancianos vestidos de

blanco que circundan a la divinidad en su trono. Cuando aún no ha salido del estupor

provocado por esa visión de inconmensurable belleza, la divinidad ordena que sea de-

vuelto al cuerpo por inmadurez. El trayecto de vuelta se retrasa para evitar, tanto

él como su guía, ser abrasados por el sol que inicia su circuito cotidiano. Al de-

scender contemplan el mundo, sus naciones y pueblos. Vuelve al cuerpo de pronto,

abre los ojos y descubre el velatorio y el duelo que honran su muerte.

2-3. La revisión románica

La biografía de Domingo de Silos que Grimaldo compuso adquiere cierta relevan-

cia en ese profundo hiato que supone la ausencia de testimonios literarios relativos

a las visiones desde finales del siglo VII hasta el siglo XIII. Este monje francés

habitó en Silos en la época en que Oria pasaba sus días encerrada en su celda y en

que, en San Millán, Muño, tutor y confidente, redacta las experiencias visionarias

de aquélla en el texto latino que sirvió de fuente a Berceo. La obra de Grimaldo

puede ser un referente para conocer el estado en que se encontraba el género hagio-

gráfico en el siglo XI en el entorno riojano. Sobre todo si se acepta la preexisten-

cia de un plasma literario -y probablemente litúrgico- común, favorecido específica-

mente en la zona por la fluida relación entre los scriptoria de ambos monasterios y

-es lícito suponerlo- la establecida entre sus monjes. Por lo que respecta a la af-

inidad en el recurso de la confirmación de la veracidad de sus respectivos relatos -

en caso de que se considere aceptable la extrapolación de las características posi-

bles del Muño literato a partir de las constatadas en Grimaldo-, éste innova no

tanto en la utilización de expedientes como en la actitud que manifiesta hacia ellos

y con respecto a la necesidad de respaldar algunos sucesos increíbles con aparato

probatorio. Es un monje ilustrado que afronta la redacción de la vida de Domingo de

Silos desde esa perspectiva, teniendo como horizonte la difusión de su paradigma

ético entre el clericato y el público seglar ilustrado o escolástico, no a todo el

universo cristiano que, según la opinión común, constituye el auditorio de los poe-

43

Page 44: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

mas de Berceo.

Grimaldo redactó en el siglo XI47 la vida de Domingo de Silos utilizada por

Berceo como texto fuente para su poema hagiobiográfico sobre el abad del monasterio

silense. Además de por esto, esta biografía latina tiene interés por ser contem-

poránea de ese otro texto latino, que fue utilizado como fuente por Berceo: la Uita

Beatae Aureae. Justamente, la versión hispánica de esta narración, el Poema de Santa

Oria, es la pervivencia literaria más lograda de la vida de esta joven santa. El mo-

tivo fundamental de la obra es el viaje al más allá, primero como visión y luego

como experiencia. No difiere, por tanto, esencialmente de otras composiciones del

mismo género, a no ser por las nuevas circunstancias derivadas de la condición

femenina y la niñez de la protagonista. Por ellas, la visión del más allá se conjuga

con el tema de la castidad como norma de vida.

La dificultad de discernir, en el Poema de Santa Oria, lo que se debe al re-

lato primero de Muño y lo que aportó Berceo en el siglo XIII obliga a considerar el

último período de la época medieval de manera conjunta, contando además para ello

con que el asunto común son las visiones y la alabanza de la virginidad, encarnadas

paradigmáticamente en el proyecto de vida de la reclusa riojana. La visión antici-

pada del otro mundo que disfruta Oria hunde sus raíces en la vulgata del más allá,

cuyos representantes hispánicos son las compilaciones anteriormente referidas. Por

su lado, la postulación de la castidad como voto exquisito, a falta de obras de cre-

ación e intención literaria, cuenta con una prolongada y densa historia ensayística

en la que se encuentran, como principales hitos hispánicos, una obra del obispo Il-

defonso y un breve tratado, relativo al tema, de Leandro de Sevilla: De uirginitate

beatae Mariae y De institutione uirginum, respectivamente. El narrador de la hagio-

biografía de la virgen emilianense aprovecha ambas tradiciones y las funde: la pre-

visión del trasmundo como premio a una vida terrestre plena de virtudes angélicas y

el ejemplo práctico de la castidad para las monjas, reclusas o no, a quienes parece

estar dirigido el poema de Berceo y, quizás, la obra de Muño que aquél traduce y po-

47 Las citas de Grimaldo se harán por la edición de su obra hecha por V. Valcárcel para el Instituto de Estudios Rio-janos.

44

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etiza 48.

Berceo se propone difundir la historia de Oria de Villavelayo, una joven vir-

tuosa a la que sus padres entregan a la vida monástica hacia la cual mostraba incli-

nación desde pequeña; y, con ella, también la madre, Amuña. Ambas son cúmulos de

virtudes, especialmente la hija, cuya primera visión pasa a relatar inmediatamente.

Oria vive emparedada, leyendo pasiones y orando con devoción todo el tiempo.

La noche del día de santa Eugenia, después de maitines, en el momento del sueño, ve

a tres jóvenes mártires -Águeda, Eulalia y Cecilia- hermosamente vestidas. A éstas

las guían sendas palomas blanquísimas, excepcionales. Vienen como mensajeras divinas

para transportarla al más allá con el fin de que conozca la ganancia que le granjea

su vida austera. Eulalia le insta a seguir a una paloma que le señala el camino ha-

cia la realidad alternativa, la verdadera realidad. Oria mira hacia arriba y ve una

columna que llega hasta los cielos: la escala de Jacob. La ascensión hace una

primera parada en una cima, en la que se yergue un árbol frondoso cubierto de flores

que da sombra a un paraje ameno. El cortejo virginal se posa sobre el árbol, desde

el que pueden ver un muro que desborda fuego. Son las fronteras celestes. Tres var-

ones angélicos vestidos de blanco se acercan para trasladar sobre sendos bordones a

las vírgenes a otras regiones más elevadas, a las que les sigue Oria.

Allí contemplan las multitudes de bienaventurados, todos ellos hermosamente

ataviados de blanco. Primero, les salen al paso los clérigos de vida justa, entre

ellos el hagiógrafo Bartolomé y el racionero Gómez de Mansilla; además, un vecino de

Villavelayo, don Jimeno, acompañado de Galindo, su criado. A continuación, se les

aparecen unos varones con preciosas vestimentas, que portan báculos y cálices y a

los que identifican con los obispos. Una vez más, entre ellos se encuentran personas

conocidas por la reclusa: García y Sancho, ambos abades de San Millán. Oria echa de

menos a Gómez, obispo ausente del paraíso por su falta de piedad, según le comuni-

can. En su progresión llegan a la mansión de las vírgenes, en donde éstas les reci-

ben gozosamente. La maravilla del lugar le hace a Oria concebir esperanzas y deseos

de permanecer allí para siempre. En esta mansión habitan Urraca y Justa, quienes

48 Esta hipótesis de Ruffinatto parece haber sido aceptada. Para una exposición sucinta de la misma, véase Berceo 1992b.

45

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habían sido, en vida, maestra y compañera respectivas de la protagonista. Ésta no

puede verlas, pero oye la voz de Urraca. Además, alcanza a ver el magnífico trono

cubierto por un excelente tapiz que para ella guarda una hermosa joven llamada Vox-

mea. Todo lo que le rodea es maravilloso: el trono refulgente, el manto en el que

están inscritos los nombres de los justos. Desde ese lugar avista la mansión de los

ermitaños, entre los que columbran a los dos Muños (maestro y discípulo; monje uno y

abad de Valvanera otro), a un tal Galindo, conocido suyo, y a su propio padre,

García. Mira hacia el norte y ve a los mártires, de rojo y con coronas. Allí dis-

tingue a Esteban, a Lorenzo y a Vicente. Llega incluso a entablar un breve diálogo

con Dios en el que éste le aconseja regresar al cuerpo para su perfecta maduración

moral. Sin embargo, no logra su máxima aspiración: contemplar esa imagen divina. El

camino de regreso no merece más que un tetrástrofo, puesto que recorre a la inversa

la columna que habían ascendido.

Cuando abre los ojos, vuelve a la realidad mundana. Según lo previsto, re-

crudece su lacerio durante los once meses que transcurren antes de la aparición de

la Virgen. A medianoche del 26 de diciembre, Oria, cansada, se dispone a dormir. En-

tonces ve venir tres vírgenes vestidas de un blanco inédito, que le traen un rico

lecho del que Oria no se siente merecedora. A pesar de todo, la doncellas la acues-

tan en él. La celda se ilumina con la presencia de un cortejo virginal que viene a

honrarla, presidido por la Virgen. Ésta le anuncia su próxima muerte, tras enferme-

dad, y posterior ocupación del trono de Voxmea.

Sin solución de continuidad, se relata la segunda visión. Oria, enferma, reza

hasta trasponerse. En ese estado viaja al monte Olivete y alcanza el trance de feli-

cidad. Ve alrededor del monte una espesura de olivos cargados de fruto. A través de

ella se aproximan a Oria multitudes de bienaventurados. Visten blancos ciclatones.

Entre ellos reconoce a un vecino.

El sueño, tan gozoso que anestesia los dolores de la joven, es interrumpido

por la madre, quien teme por la vida de su hija. Los circunstantes no son capaces de

entender lo que la joven murmura. Por eso, es convocado Muño, el narrador, a la

sazón confesor de ambas, madre e hija. En ese momento, Oria abre los ojos y le

cuenta la visión, describe el sitio como un locus amoenus, habitado por seres ex-

46

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cepcionales que cantan maravillosamente y le revela las ansias de habitar en él.

La noche del 12 de marzo, el duelo por la muchacha le impide a Amuña conciliar

el sueño, a pesar de los requerimientos de los monjes. Cuando se acuesta, ya can-

sada, se le aparece el alma de su difunto esposo García -a quien acompaña un trío

uniformado- que comunica a su cónyuge la inmediata muerte de Oria. Así sucede cuando

ésta, siguiendo la costumbre, se persigna y alza los brazos al cielo en señal de

agradecimiento. Le acompañan en ese momento sus compañeros monjes y ermitaños presi-

didos por el abad Pedro. Tras la noticia de su funeral, Berceo revela el lugar donde

se encuentra el sepulcro que la santa comparte con su madre. Los últimos versos los

dedica a la aparición de Oria a su madre, quien se había acostado muy cansada. El

acontecimiento tiene lugar el día de Pentecostés, después de maitines. La hija le

cuenta a la madre, en breves palabras, su tránsito: cómo pasó la primera noche a las

puertas del paraíso, acompañada por las vírgenes y cómo ahora goza eternamente de su

sede en la gloria celeste, junto a los inocentes.

El orden de análisis no va a ser tampoco en este caso el impuesto por el re-

lato. Entre otras razones, porque el texto, en la forma en que ha llegado hasta no-

sotros, presenta dificultades tales que ha sido propuesta otra secuencia 49. En cam-

bio, se analizará todo lo referente a la visión, agrupando por bloques los tópicos

que remiten a la tradición. De este modo, se evitan las posibles confusiones que

plantearían tanto las innovaciones introducidas en el esquema básico (Oria experi-

menta dos visiones complementarias y una aparición; Amuña dos apariciones) como las

reiteraciones propias de la intención poética que mueve a Berceo 50.

********************

En las páginas anteriores se ha intentado trazar la línea continua y uniforme

del viaje espiritual hispánico, inserto en el ámbito mayor de la visión escatológica

49 Uría Maqua 1976. Esta misma autora aplica su tesis en la reordenación del poema editada en varias ocasiones: IER 1976, Castalia 1987 y Espasa Calpe 1992. Por su parte, Ruffinatto, aunque mantiene el orden tradicional, incluye muchas de las alteraciones propuestas por Uría en las notas a su edición de la obra (Berceo 1992).

50 Giménez 1978, p. 18. Las citas y referencias seguirán la edición del Poema de Santa Oria realizada por Anthony Lappin.

47

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tradicional paneuropea. A pesar del esquematismo austero de los primeros relatos al

compararlos con el desarrollo del poema de Berceo, no es difícil descubrir la esen-

cial homogeneidad que existe entre ellos en lo que se refiere al argumento: con las

primeras luces de un día señalado, el alma de un personaje destacado por su piedad

se dispone a viajar fuera de este mundo para gozar transitoriamente del paraíso ce-

lestial; en éste reconoce a algunos de sus habitantes; finalmente, regresa al siglo

y se apresta a morir cuanto antes. La forma narrativa es siempre la misma: el confi-

dente da forma escrita a la revelación que le ha hecho el protagonista; normalmente,

el propio narrador aparece como interlocutor con el fin de avivar el relato, aunque,

en los pasajes fundamentales, cede la palabra al sujeto visionario.

Dentro de tal esquema genérico hay, por supuesto, variaciones que oscilan en-

tre la falta de secuencia lógica de los textos tardolatinos (se dan por entendidos

muchos datos y la narración se vuelve en ocasiones excesivamente elíptica) y el por-

menor de la monografía berceana. Unas veces la escena contemplada en el más allá

adopta la forma de un gran ágape; otras, el visitante es guiado a un maravilloso

lugar apartado, quintaesencia de las cualidades de aquel primero al que se llega;

también puede cumplirse un recorrido que incluye paraíso e infierno; o, por último,

entretenerse en detallar las dependencias por las que pasa el séquito y en especifi-

car la condición e incluso la identidad de algunos residentes. Los resúmenes someros

quizá parezcan excesivamente parcos, sobre todo en el caso de los que sintetizan los

textos de Valerio, ya breves y elusivos de por sí. Puede llegar alguno de ellos a

carecer de ilación en su secuencia lógica, pero los textos originales son extremada-

mente simbólicos en su brevedad y dan la impresión de haber sido compuestos para

iniciados y planteados como una sucesión de escenas deliberadamente incoherentes,

probablemente para transmitir la exaltación del protagonista y denunciar la incapa-

cidad de la lógica para dar razón de ese otro mundo emocional, anímico, psíquico.

48

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3-. PRINCIPIOS TEÓRICOS DE LA VISIÓN ESCATOLÓGICA

En la Antigüedad clásica, diferentes corrientes filológicas y de pensamiento

entablaron un denso debate sobre cómo debía ser interpretada la obra de Homero. Esta

polémica provocó un desarrollo espectacular de la hermenéutica como disciplina aux-

iliar para el estudio de la literatura en época helenística. De manera que, cuando

nació el cristianismo, las varias concepciones teóricas de la interpretación de tex-

tos existentes contaban con técnicas de trabajo consolidadas. Por otra parte, la

nueva creencia, el cristianismo, había desarrollado un sistema simbólico para repre-

sentar los fundamentos de la fe al que los fieles, desde el principio, se acostum-

braron, sistema que no cesó de multiplicarse y engrandecerse. Los factores que ex-

plican la gestación de este código se encuentran en la angustia de los cristianos

por eludir la persecución en los siglos de culto clandestino y en el poderoso valor

didáctico intrínseco de los símbolos 51: la primera obliga al uso de lenguajes críp-

ticos, alegóricos, no explícitos; el segundo favorece su difusión por toda la ecu-

mene cristiana. A ello hay que sumar, como factor fundamental, la naturaleza de ver-

dad única revelada del texto bíblico -que debe ser interpretada de acuerdo con la

ortodoxia- y la oscuridad de algunos libros proféticos y mistéricos. La investiga-

ción filológica y teológica somete al conjunto del corpus bíblico a análisis her-

menéuticos exhaustivos de carácter alegórico, al estilo de los que se practicaron

con Homero, basados en el principio tipológico de que el Antiguo Testamento conti-

ene, en cifra, la doctrina del Nuevo: in Vetere Novum latet et in Novo Vetus patet,

con palabras de Agustín que resumen tal presupuesto teórico 52. Se procede, pues, a

un estudio sistemático del Antiguo Testamento desde la perspectiva evangélica del

Nuevo. Además, ha de tenerse en cuenta la autoridad de los textos bíblicos, algunos

de los cuales pueden soportar la fundamentación de la interpretación simbólica de

principios de fe; como, por ejemplo, este pasaje de la carta de Pablo a los cristi-

51 Respecto a este asunto, véase, por ejemplo, Eco 1977, ps. 68-73.

52 Aug. Quaest. in Hept. 2, 73. Berceo se convierte en portavoz de la concordia entre Antiguo y Nuevo Testamento mediante la tipología en varias estrofas de Sacr.: el Antiguo prefigura al Nuevo y, a su vez, éste completa y perfecciona a aquél. Lo afirma explícitamente en la segunda:

Del Testamento Viejo quiero luego fablar,cómo sacrificavan e sobre quál altar;desent tornar al Nuevo por en cierto andar,acordarlos en uno, facerlos saludar. (Sacr. 2)

49

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anos de Corinto: uidemus nunc per speculum in aenigmate, tunc autem facie ad faciem

(I Cor. XIII, 12). Por tanto, la vocación ecuménica de la doctrina cristiana no solo

considera lícita la traducción de los dogmas a representaciones icónicas mediante

atribuciones simbólicas, sino que lo fomenta, siempre que entre los extremos de la

relación semiótica (referente doctrinal y signo) exista una analogía fundamental o

un nexo esencial constante de significado. De este modo se estimula la facultad de

abstracción del creyente. Finalmente, la potencia expresiva -tanto literaria como

icónica- del símbolo permite el desarrollo de las inquietudes artísticas del autor,

sin menoscabo del contenido dogmático. Una de las cumbres de la lírica simbólica es

una composición formalmente clasicista y de contenido profundamente religioso, la

Psicomaquia, obra de Prudencio, poeta latino cristiano por antonomasia. Como su

título indica, la Psicomaquia pone en escena combates entre las potencias del alma y

los vicios 53; de entre los primeros intentos cristianos, éste de Prudencio es el

más logrado, hasta el punto de que inicia una tradición con fortuna que alcanzará a

las disputas literarias medievales entre virtudes y vicios del alma. El propio Ber-

ceo no puede sustraerse a esta empresa alegórica y la pone en práctica siguiendo los

códigos aprendidos en la escuela o en el ejercicio autodidáctico, con resultados más

o menos originales, como la tan estudiada introducción de los Milagros 54.

En las páginas siguientes se pretende rastrear algunos de los principios

teóricos tomados del repertorio cultural mostrenco al que se debe el Poema de Santa

Oria, a partir de hitos reveladores, pero sin afán de proponer catálogos exhaustivos

y, mucho menos, de establecer conclusiones definitivas. Empresa de ese calibre no

tendría sentido, límites ni fronteras en la literatura hagiográfica, de fuentes fre-

cuentemente adéspotas e influencias extralibrarias, tal como se desprende de los

análisis previos.

********************

53 Existen también precedentes clásicos para este género, como la Subasta de vidas, de Luciano. Ésta consiste en un desfile de almas (psicostasia) ante un Juicio Final, antes del último trance. Prudencio se desprende absolutamente de la impronta cómica para escenificar combates mentales, psíquicos (psicomaquia).

54 Giménez 1976 (p. 96), aun reconociendo la importancia del alegorismo grecolatino, teórico y práctico, concede gran importancia al factor bíblico cristiano. El mismo estudio (ps. 70-77) trata el tema de la alegoría en Berceo, especialmente con relación al pasaje inicial de Mil..

50

Page 51: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

En su tratado sobre el origen del pecado (Hamartigenia), Prudencio se postula

como teórico de la interpretación de los sueños y de la propia visión espiritual

como procedimiento epistemológico. Sin duda, presupone y plantea poéticamente la po-

sibilidad de la migración psíquica a lugares vedados al conocimiento empírico: Ex-

pertus dubitas animas percurrere uisu abdita corporeis oculis (Ham. 892-893). La

conciencia es capaz de superar los obstáculos físicos, sin que importe la magnitud

de éstos. Los versos del poeta hablan de tierras, mares y espacio sideral, insinu-

ando la posesión de dotes que superan las dimensiones sensoriales, físicas, a las

que se superpone el alma por ser sólo conceptual, especulativa y, en todo caso, ab-

stracta: cernat mens uiua remotos distantesque locos, aciem per rura per astra per

maria intendens? (Ham. 894-895). Por razones obvias, el instrumento agente de una

experiencia tal no son los ojos, sino una facultad mental, intelectual, que actúa

incluso al margen de los sentidos, preferentemente en los momentos en que éstos se

hallan relajados: cum saepe quietis rore soporatis (Ham. 893-894). Sin despreciar la

deuda de Prudencio con la tradición filosófica clásica acerca de la interpretación

de los sueños 55, sus versos prefiguran y definen los fundamentos teóricos de la

literatura visionaria tardolatina y medieval. El poeta ilustra su tesis con ejemplos

que describen la actividad de la mente durante el sueño y que reclaman la autoridad

precedente de Juan, el autor putativo del Apocalipsis. De tal manera que, tácita-

mente, se refleja la naturaleza mestiza de la inspiración prudenciana. El testimonio

bíblico se basta para certificar la veracidad de la peregrinación remota del alma en

los momentos del sueño: el espíritu de Juan abandona el cuerpo unos instantes y, sin

embargo, vislumbra una revelación trascendental, penetra en otra dimensión gnose-

ológica; su vivencia mística adquiere valor profético, según Prudencio, al presentir

acontecimientos futuros:

Sic arcana uidet tacitis cooperta futuris

corporeus Iohannis adhuc nec carne solutus,

55 Sobre la raigambre clásica de la teoría onírica de Prudencio consúltese la nota al verso Cat. VI, 25 de la edición de Ortega y Rodríguez. Entre las autoridades invocadas como fuentes inmediatas se encuentran Tertuliano, Ambrosio, Lucrecio y Cicerón. Sin embargo, algunas de las tesis que desarrolla el poeta hispanolatino se atisban o se presuponen ya en Homero, Platón, Píndaro o Eurípides.

51

Page 52: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

munere sed somni paulisper carne sequestra

liber ad intuitum sensuque oculisque peragrans

ordine dispositos uenturis solibus annos. (Ham. 910-915)

Si eso lo experimentó desvinculándose momentáneamente de la carne -parece con-

cluir el poeta (918-921)-, las posibilidades serán ilimitadas cuando el despojo, la

neutralización o la anulación de la rémora física sean definitivos. La idea halla

expresión en una interrogación retórica cuya fórmula lingüística no deja lugar a la

duda: Nonne magis flatus sine corpore cuncta notabit corporis inuolucris tumulo fri-

gente repostis? (Ham. 920-921). Se deja así la puerta abierta a la interpretación de

los cristianos respecto a la mortificación del cuerpo e incluso respecto al martirio

y, al mismo tiempo, se actualiza, implícitamente, el tópico de la cárcel corpórea.

Lo material, el mundo sensorial, es un lastre demasiado pesado que impide la eleva-

ción al cielo. Un símil ejemplifica con claridad lo expuesto: las palomas que,

atraídas por el grano, se ceban y no pueden alzar el vuelo, mientras que las que no

caen en la tentación se elevan con facilidad.

En este ejemplo concurren factores irrelevantes ad hoc, pero de importancia

considerable si se los relaciona con momentos posteriores de la evolución del

tópico. Se trata de la circunstancia menor de que las aves que encarnen a las almas

sean palomas; o de que tengan un color uniformemente blanco que, implícitamente,

vincula el pasaje con la tradición apocalíptica: sic animas caeli de fontibus uni-

coloras infundit natura (Ham. 819-820); o de que tracen un vuelo etéreo, reminiscen-

cia de la cosmología estoica y neoplatónica y figuración anticipada de las transmi-

graciones cristianas medievales. Incluso la imagen misma por la que las almas -sub

specie columbae- no puedan elevarse porque se lo impide la gravedad, magnitud

física, tiene precedentes en los diálogos de Platón, por ejemplo56. Estos cuatro as-

pectos menores del símil de las palomas admiten una lectura trascendente, interpre-

tados a la luz de la literatura hagiográfica posterior a Prudencio.

En otro poema del Cathemerinon, el Hymnus ante somnium (Cat. VI, 25-56), se

desarrolla una teoría idéntica que compendia muchos de los elementos característicos

56 Leg. 927b.

52

Page 53: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

del subtema visionario. En primer lugar, parte de la pertinente premisa que divide

el universo en dos mundos: el de los sentidos (sensus) y el incorpóreo (mens).

Luego, se afirma que el momento del sueño es el apto para la actividad anímica. Al

contrario que el cuerpo, el espíritu no reposa, sino que aprovecha para desarrollar

una actividad incesante. El sueño exime de preocupaciones temporales al alma, que

puede ahora vagar libremente por su espacio natural, el éter, buscando el conoci-

miento verdadero. La excursión emprendida tiene ambiciones epistemológicas, es un

periplo gnoseológico, un viaje iniciático, místico. Las ensoñaciones que lo invaden

en tal estado son la multiforme apariencia que adopta la verdad última para hacerse

comprensible:

Sed dum pererrat omnes

quies amica uenas

pectusque feriatum

placat rigante somno,

liber uagat per auras

rapido uigore sensus

uariaque per figuras

quae sunt operta cernit,

quia mens soluta curis,

cui est origo caelum

purusque fons ab aetra,

iners iacere nescit. (Cat. VI, 25-36)

Ese carácter vagabundo del espíritu es imputable a su origen celeste, ex-

plícito en los versos anteriores. Pero busca el conocimiento verdadero en las regio-

nes celestes no solo porque tienda a sus orígenes, sino también porque de allí pro-

cede la luz divina que le inspira y le agasaja con el don de la presciencia, del

conocimiento anticipado. Así se explica que las ánimas de los bienaventurados ejer-

zan el privilegio de conocer la gloria ultraterrena que les será concedida como ga-

53

Page 54: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

lardón de su excelencia moral. Es, pues, la divinidad la que se manifiesta inopina-

damente como un resplandor o brillo que infunde el conocimiento venidero. El viaje

del alma conduce al conocimiento absoluto de la verdadera ciencia, la que reside más

allá de nuestros sentidos:

Imitata multiformes

facies sibi ipsa fingit,

per quas repente currens

tenui fruatur actu.

Sed sensa somniantum

dispar fatigat horror.

Nunc splendor intererrat,

qui dat futura nosse. (Cat. VI, 37-44)

Esa sabiduría, sin embargo, no está al alcance de todos. Se muestra de una

manera ambigua, enigmática y, a menudo, engañosa. Ilumina y desvela los enigmas so-

lamente a los espíritus iniciados, que han de cumplir el requisito de la pureza y de

la virtud, y proporciona el acceso al conocimiento directo de la divinidad y la cul-

minación del diálogo del alma con Cristo. La idea de misterio que acompaña las expo-

siciones teóricas del hecho visionario en el período tardolatino desaparece en la

literatura medieval, aunque ésta la acepta de un modo implícito al premiar con la

visión a un grupo reducido, exclusivo. De esta manera se resumen las principales

cláusulas del fenómeno visionario en cuatro versos: el inexorable carácter enig-

mático y secreto, la inefabilidad, la fórmula de la revelación, el ambiente onírico,

el diálogo testimonial entre la deidad y el justo:

O quam profunda iustis

arcana per soporem

aperit tuenda Christus,

quam clara, quam tacenda (Cat. VI, 72-76)

54

Page 55: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

Los otros, los impuros, no inspirados por la luz divina, son incapaces de trascender

la superficialidad de las visiones engañosas, que adquieren para ellos un carácter

terrorífico. En el Medievo existe entre los monjes la creencia firme de que esta

clase de visiones intrascendentes y planas son imposturas demoníacas. No se trata de

sueños reveladores, sino de ficciones inconsistentes: somnia uana; uanae umbrae, en

términos prudencianos (Cat. VI, 124). Se advierte ya cómo la dicotomía del más allá

mitológico grecolatino adquiere dimensiones morales e icónicas extremas, casi

maniqueas. El criterio que determina el grado de pureza de las almas es taxativo:

están preparadas para recibir el destello de luz prospectivo las exentas de crímenes

morales, las inmaculadas; por el contrario, las estigmatizadas por el vicio, las

mancilladas por las señales de apego a lo sensible no son capaces de cumplir el sub-

lime trayecto ni de admitir la luminosa revelación trascendente. He aquí los versos

del poeta:

…plerumque dissipatis

mendax imago ueris

animos pauore maestos

ambage fallit atra.

Quem rara culpa morum

non polluit frequenter,

hunc lux serena uibrans

res edocet latentes;

at qui coinquinatum

uitiis cor inpiauit,

lusus pauore multo

species uidet tremendas. (Cat. VI, 45-56)

Por tanto, cabe decir que en los anteriores versos del Origen del pecado y del

Himnario cotidiano se pretende una explicación del poder visionario de las almas:

tienen capacidad para ver más allá del mundo físico, especialmente en estado de re-

55

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poso (por ejemplo, en los momentos de sueño), aun permaneciendo en el cuerpo; y, na-

turalmente, no solo son capaces de percibir el mundo físico en su totalidad, sino

también el trasmundo. Las almas exceden las limitaciones temporales -pues éstas no

son más que una dimensión material, aparente y concreta- y tienen el aspecto, la

consistencia y la tonalidad cromática del aire: una animas semper facies habet et

color unus aëris (Ham. 887-888).

********************

En los opúsculos de la diócesis lusitana no se aborda la cuestión del viaje

sideral trascendente desde un punto de vista teórico. Probablemente, en comparación

con Prudencio, por la propia idiosincrasia del poeta calagurritano, más abstracto y

preocupado por soportar sus tesis sobre fundamentos teológicos sólidos y a la coyun-

tura en que se hallaba el cristianismo contemporáneo, configurando todavía un

sistema doctrinal inmune a las herejías que constantemente lo acosan. En el siglo

VII e incluso antes, el corpus dogmático del cristianismo es ya un sistema difícil-

mente vulnerable. De ahí que no se cuestionen en los foros literarios las verdades

esenciales de la doctrina durante el milenio siguiente, sino que la actitud de los

hagiógrafos es diferente y de intención más paradigmática. Sin embargo, eminente-

mente por obediencia al tópico, los relatos de viajes trasmundanos manejan esas mis-

mas teorías expuestas por Prudencio, pero como presupuestos. Las VSPE renuncian a

desarrollar por extenso el soporte teórico de las visiones por varias razones. En

primer lugar, porque para entonces, gracias a la labor dogmática de los Padres

(especialmente Gregorio en la generación anterior, por lo que se refiere al tema de

las visiones escatológicas), el corpus doctrinal de la Iglesia estaba ya consoli-

dado. Pero hay también poderosas razones de otra índole, como las que atañen a la

estructura de la propia obra y a sus propósitos. Las visiones ocupan una parte

mínima del conjunto y ni siquiera la fundamental. Por tanto, se comprende bien que

el autor o recopilador de tales vidas no sintiera la necesidad de justificar teóri-

camente ni éste ni otros sucesos maravillosos que se narran, sobre todo cuando ex-

iste un respaldo tratadístico tan firme y compacto como el de los Padres. Pero quizá

56

Page 57: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

se deba a las propias circunstancias de la composición, pues parece que un recopila-

dor posterior redacta o bien intenta dar unidad a relatos de acontecimientos anteri-

ores por lo menos en medio siglo. Este carácter cronológicamente heterogéneo, pat-

ente en la diversidad de materias, no explica la ausencia de un sustrato teórico,

aunque quizá influya. Sin embargo, hay que considerar más determinantes las preten-

siones probables del responsable de la obra, dirigida a comunidades y grupos re-

ligiosos de todo tipo, incluidos los humildes. Procura ser accesible, para lo cual

se desprende -si es que en algún momento las tuvo- de todas las rémoras especulati-

vas, concentrándose fundamentalmente en la mera narración de testimonios populares y

cercanos. Se propone divulgar el culto de Eulalia y difundir el prestigio de la

diócesis entre todos los feligreses, sin despreciar la posibilidad no remota de que

realmente sintiese la necesidad modesta de propalar unos acontecimientos extraordi-

narios por sí mismos. De ser así, habría obrado como más tarde lo hará Berceo al ro-

mancear algunas vidas latinas: aliviando o, frecuentemente, suprimiendo los pasajes

más enojosos para el gran público, según su privilegiado juicio de poeta y paisano.

Y las elipsis suelen afectar, en el caso del riojano, a los desarrollos doctrinales.

Para éstos, consciente de su aridez, Berceo reserva obras específicas.

********************

Argumentos análogos pueden ser esgrimidos en cuanto a la Compilación hagio-

gráfica de Valerio del Bierzo. Es una obra diversa y heterógenea, a la que otorga

unidad la profunda finalidad moral que impregna el conjunto. Su autor ofrece el

único camino posible para el hombre religioso hacia la perfección evangélica, sigui-

endo los postulados de la tradición eremítica. Él mismo se perfila en los opúsculos

autobiográficos como modelo del uir sanctus local que promociona y a quien hay que

considerar pervivencia sucesora de los antiguos dioses y héroes autóctonos 57. Una

de las características de este tipo hagiográfico es su capacidad de interpretar

sueños: casi todos los protagonistas de las vidas tienen esa aptitud -desde el

57 Udaondo 1997, ps. 60-61. Cf. la contribución de R. Frighetto titulada ‘O modelo de uir sanctus segundo o pen-samento de Valério do Bierzo’.

57

Page 58: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

Apocalipsis y Prudencio- y la demuestran en algún momento. Es una manifestación del

poder divino que le permite prever acontecimientos futuros a partir de sueños o alu-

cinaciones. Valerio asume, por tanto, las coordenadas de la teoría tardolatina de la

interpretación de sueños, la que integra creencias paganas y dogmas cristianos, la

que formula tan líricamente Prudencio amalgamando la metempsicosis virgiliana y la

metafísica apocalíptica. Valerio no teoriza, transmite ejemplos de revelación que

delatan su adscripción a la corriente ortodoxa en lo que se refiere a hermenéutica

onírica.

********************

Más o menos contemporáneo de Valerio es Braulio, el redactor de la original

Uita Aemiliani. Por eso, su teoría de la visión quizá fue similar a la del Bergid-

ense, en la medida en que ambos compartieron un sustrato ideológico análogo. Por

otra parte, la obra de Braulio es la fuente directa de la correspondiente traducción

de Berceo, de manera que la relación entre ambas constituye un argumento más a favor

de la pervivencia durante toda la Edad Media del canon creado en la Latinidad

Tardía. Para mayor abundamiento, la teoría visionaria que expone brevemente Braulio

coincide, casi puntualmente, con la que desarrolló Prudencio. El obispo cesaraugus-

tano reconoce el carácter apocalíptico de la primera experiencia de Millán. Todo lo

sucedido obedece a designios divinos. El pastor riojano alcanza el trance al llegar

a un lugar predeterminado, lo mismo que el sueño que se apodera de sus sentidos. La

cítara con la que se propone combatir la inactividad mental se transforma en un in-

strumento de la voluntad divina, puesto que ésta se manifiesta mientras el pastor la

toca. Sin embargo, de acuerdo con las tesis ortodoxas, la contemplación divina es

una gracia que sobreviene sólo a quienes están deseosos de ella y muestran una in-

clinación natural a la vida feliz y completa del mundo trascendente. Mediante este

sueño revelador, la divinidad inspira en el joven pastor la meditación sobre la vida

eterna, para la cual, espontáneamente, siente la necesidad de vivir en soledad. Así

comienza el adiestramiento anacorético de Millán:

58

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…quumque ad dispositum caelitus peruenisset locum, diuinitus in eum inruit sopor; etenim ille

opifex mundorum cordium, consueto studio, praebet artificii sui officium uertiitque citharae materiam

in litterarum instrumenta, animumque opilionis in compuncione supernae contemplationis. Expergefactus

caelestem meditatur uitam, reliquensque rura, tetendit ad heremi loca. (UAe 8)

Por tanto, se han de dar varios presupuestos: la preeminencia de la voluntad

divina, la predisposición del sujeto y la especie del sueño. El sueño revelador ad-

quiere rango de iniciación sapiencial, de descubrimiento místico y de propuesta

ética 58. De ahí la necesidad imperiosa de maestros que preparen para un aconteci-

miento tan decisivo como el ingreso en la gloria celeste. Braulio llega a negar la

posibilidad de alcanzar la predisposición necesaria sin la labor pedagógica o

propedéutica de instructores, tutores o directores espirituales, al tiempo que ci-

entíficos y doctrinales:

Hoc credo nos facto instruens neminem sine maiorum institutione recta ad beatam uitam tendere

posse. (UAe 9)

La reflexión trascendente conduce inevitablemente al secessus in heremum. No es po-

sible alcanzar la uita beata caelestis sin encontrarse en disposición de recibir la

inspiración divina; es decir, sin haber practicado la uita beata terrestris. El ob-

jetivo es alcanzar una sabiduría espiritual a la que se llega mediante la instruc-

ción ascética y una formación doctrinal que capacita para el saber místico. Millán

debe, pues, retirarse del mundo en busca del verdadero conocimiento y lo procura re-

curriendo al que fue su maestro, Félix. En consecuencia, el apartamiento del mundo y

la anulación de los sentidos son, junto con la preparación dogmática, los dos presu-

puestos prácticos de la experiencia visionaria concebida como itinerario iniciático

de conocimiento trascendente.

********************

58 Recuérdese que la psiquiatría moderna da una explicación científica muy aproximada a ésta.

59

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En el último cuarto del siglo XI, Grimaldo nos ofrece una pequeña muestra de

lo que probablemente era la idea común acerca del sentido que tenía la visión en la

época de Muño. El monje franco residente en Silos redacta la biografía de Domingo de

Silos. La exposición teórica del prólogo se dedica exclusivamente a encarecer una

vida plena de virtudes, frente a los peligros constantes que acosan por inspiración

malévola del demonio. Es decir, no hay disquisiciones abstractas sobre la visión o

sobre el sueño visionario, muy probablemente debido a la escasa presencia que tienen

en el conjunto de la hagiobiografía. En los prolegómenos de la experiencia trascen-

dente de Domingo, se nos revela la razón de ser de estos fenómenos. En primer lugar,

tienen, como ya sabemos por los hagiógrafos precedentes, la función de confirmar la

existencia de una sabrosa recompensa por las buenas obras pasadas y por el santo

modo de vida. En segundo lugar -y he aquí uno de sus caracteres diferenciales-, en

correspondencia con lo primero, estimula a exacerbar el modo de vida cristiano, pro-

metiendo un premio correspondiente a las obras presentes y futuras. Es decir, induce

a una vida mejor, impele a una más completa perfección:

…post laborem in stratum quiescenti, per misum mitere consolatores, uultu habituque fulgen-

tes, qui et de remuneratione preteritorum ipsius bonorum operum sancteque conuersationis mentem eius

securam rederent et pro presentibus ac futuris sanctis operibus certam retributionem promitterent,

qua ostensione dulcis uisionis eum ad meliora prouocarent et, prouocando, ad sublimiorem perfectionem

incitarent. (UD I, 7, 17-23)

Por un lado, la idea de que en algún momento serán generosísimamente recom-

pensados mitiga y alivia los tormentos padecidos. De ahí la constante asociación en-

tre los premios maravillosos del más allá y los previos méritos del galardonado,

tanto en la tradición precedente como en la propia visión de Domingo (UD I, 7, 45-

47; 65-66). En esencia, se considera este fenómeno como premonición (quam promissio-

nem sibi ostense uisionis, I, 7, 71) de la coparticipación del virtuoso en el impe-

rio celeste, en el gobierno de la región feliz, como afirma una expresión de reso-

nancias litúrgicas: regni sui faciat esse consortes (I, 7, 69-70). Por otro lado,

pretende ser un acicate para el perfeccionamiento. Así que al valor intrínsecamente

prospectivo de la visión hay que sumarle un intenso espíritu edificante añadido.60

Page 61: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

Todos los fenómenos paranormales que cuenta Grimaldo tienen lugar en el ámbito

tenebroso e irracional de la noche y el sueño, ya se trate de visiones o de apari-

ciones. Por ejemplo, el alma de un niño enfermo viaja al más allá en el transcurso

del sueño (UD III, 39): …quod in somnis uiderat suis hominibus ennarrabit. Esta ex-

periencia se repite otras dos veces para contrarrestar la incredulidad de las perso-

nas a quienes cuenta la confidencia: …secunda itaque et tercia nox 59. El empeño que

ponían los primeros hagiógrafos (el autor de las VSPE, Valerio) en separar la visión

y el sueño ya no existe. Más bien al contrario: al menos desde el siglo XI, visión y

sueño están ligados inexorablemente, de manera que no parece posible la una sin el

otro. En un primer momento, se quería desvincular la visión del mundo engañoso de la

ensoñación. Más tarde, ya en Grimaldo -y, por tanto, probablemente en Muño- el es-

tado onírico es condición indispensable de la visión, quizá porque el sueño reúne

características propias de la anestesia análogas a las del éxtasis; o quizá porque

se tienen más presentes algunos sueños visionarios bíblicos, como el de Jacob. Se

pretende la separación de la realidad sensorial cotidiana y el sueño se presenta

como vivencia intensa no compartida, pues se da en el individuo aislado, con cierto

carácter misterioso.

********************

Por la peculiar concepción de la obra de Berceo, en las vidas por él redacta-

das no hay apenas desarrollos teóricos acerca del itinerarium mentis ad Deum. La

única composición monográfica dedicada al tema, el Poema de Santa Oria, carece de

acotaciones dogmáticas. Es un poema narrativo que ignora los desarrollos prescripti-

vos o doctrinales en favor de la propuesta paradigmática. Es norma en nuestro poeta,

a la hora de traducir sus fuentes latinas, despojarlas de las premisas conceptuales.

Así ocurre, por ejemplo, en la Vida de San Millán, en la que el poeta prefiere in-

cluir episodios maravillosos novelados que induzcan prácticamente a la vida santa,

como el de los votos, antes que traducir el espeso prólogo de Grimaldo. Su propuesta 59 Idéntica coyuntura arropa los numerosos milagros terapéuticos de Domingo: III, 25, 6-14; III, 11, 18-21; II, 50, 5-

7; III, 4, 10-11; II, 21, 23-26; III, 40, 10-13. Además, en la visión de Juan de Iruña (II, 40, 27-32) y en la aparición al cautivo Pedro de Lantada (II, 25, 22-24), se especifican detalladamente fecha y hora y en la aparición a Martín de Hornazo (II, 29, 39-40) se da otro de los factores que concurren en estas situaciones: el cansancio y el abatimiento.

61

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literaria es diferente a la de sus fuentes. En el tránsito hacia la romanidad, la

hagiografía se aclimata a la nueva situación en la que el destinatario no es el

monje ilustrado consumidor de relatos piadosos en latín, sino una masa de público

creyente, ávida de narraciones mirabilísticas, pero no preparada para afrontar lar-

gas disquisiciones abstractas y menos en latín. Sin embargo, Berceo no renuncia a

esas exposiciones, sino que las despliega en obras específicamente proyectadas. Por

tanto, en el último período del milenio medieval, el hagiógrafo del siglo XIII seg-

rega lo prescriptivo y lo descriptivo de la obra total que los integraba complemen-

tariamente en épocas anteriores: he ahí los ejemplos de Prudencio o Valerio; e in-

cluso el de Grimaldo, quien, antes de pasar a yuxtaponer los sucesivos casos en los

que interviene la acción milagrosa y benefactora del santo, se preocupa de respaldar

teóricamente y de certificar con argumentos los extraños sucesos que atraen al lec-

tor o al oyente. No obstante, entre los tratados de Berceo, ninguno aborda, ni siq-

uiera parcialmente, el asunto de la transmigración. Sólo circunstancialmente se en-

cuentran referencias, que serán aprovechadas pertinentemente cuando proceda.

********************

Por consiguiente, la presencia de principios teóricos en los textos visionar-

ios hispánicos parece variar con el tiempo. Cuando el cristianismo estaba aún pro-

scrito y en fase de difusión, cuando aún tiene que ganar adeptos luchando contra el

poder imperante y da forma a un corpus doctrinal definitivo, los autores militantes

incluyen los principios teóricos que autorizan y sustentan los maravillosos sucesos

que narran. En cambio, los textos medievales renuncian a exponerlos, aunque los tie-

nen rigurosamente presentes. De manera que es posible señalar como criterio de cla-

sificación la declaración o no de tales principios. Así, Prudencio representa en sus

obras lo que podríamos denominar relatos con teoría explícita, mientras que Berceo

(y probablemente Muño) redactan hagiografías cuya sustancia teórica es implícita o,

mejor, tácita. Entre ambos extremos se ubica el resto de las obras, según la impor-

tancia que dan a la exposición de presupuestos y la proporción de éstos con respecto

al conjunto de la obra.

62

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El factor decisivo, según hemos visto, es el propósito inmediato de cada obra.

Unas veces la difusión de doctrina para la consolidación de un corpus uniforme y de

validez universal exige desarrollo teórico, como en el caso de Prudencio. Otras,

cuando los textos son redactados y editados con el fin de edificar a la población

monástica, las narraciones paradigmáticas están sembradas de referencias más o menos

tácitas a autoridades. Conviene recordar la heterogénea formación intelectual y dog-

mática de los monjes, en los que prevalecía el estímulo religioso de la fe sobre la

preparación moral. Este modelo mixto lo representa Valerio. Y, en tercer lugar, nos

encontramos las obras que aspiran a una difusión más amplia o aquellas otras cuyos

objetivos se alejan de la línea general de la escatología. A las primeras pertenece

el poema de Berceo, que extiende su público fuera de los muros monásticos y, por

tanto, se dirige a gentes con preparación doctrinal nula. Por eso, suprime el prefa-

cio de la Uita Aemiliani y, en caso de que lo tuviese, no sería aventurado pensar

que hubiese obrado de la misma forma también con el texto latino de la Uita Beatae

Aureae. Entre las segundas, las obras que se depojan de argumentación teórica por

razones objetivas, están las VSPE. Es cierto que no se desprenden de ella del todo,

puesto que el compilador remite a Gregorio Magno en el prefacio; sin embargo, el re-

lato de Agusto carece de alusiones doctrinales. La razón es, en nuestra opinión, la

importancia secundaria de su experiencia escatológica, al servicio de un objetivo

principal, compartido con el resto de los opúsculos de la colección: promocionar la

diócesis emeritense.

63

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4-. AFÁN DE VERACIDAD

La progresiva falta de soporte dogmático tiende a ser sustituida por la refer-

encia a autoridades. Sin embargo, este recurso pierde valor inmediatamente, en

cuanto la divulgación del tema visionario alcanza a un público masivo, quizá incluso

extramuros de los conventos. Se imponen otros modos de autorizar tan extraños rela-

tos. El más frecuente suele ser la insistencia tenaz en la veracidad con argumentos

externos como la aportación de datos concretos y la apelación a personajes singu-

lares que pueden dar testimonio de los acontecimientos. Éstos ya no serán autori-

dades doctrinales, sino personalidades cercanas o de prestigio probado para la comu-

nidad. Por tanto, el afán de subrayar que lo narrrado ocurrió realmente y que el re-

lato es exquisitamente fiel a los hechos se convierte no solo en un recurso ineludi-

ble, sino, poco a poco, en un tópico de estos viajes intelectuales. Y puede afir-

marse -casi en términos absolutos- que, a medida que remite progresivamente la

aportación de doctrina y, posteriormente, la referencia a autoridades, en esa misma

medida, pero en proporción inversa, aumenta la frecuencia de los argumentos externos

que convaliden el relato en todos sus detalles.

De esta manera, las visiones previas de la ultravida, los viajes escatológi-

cos, ganan en consistencia y en credibilidad; sin esos argumentos probatorios solo

serían, probablemente, una variante cristiana del género clásico de los mirabilia,

de los tháumata. En cambio, el contenido doctrinal y la alusión a fuentes y autori-

dades (en ese mismo orden cronológico, como veremos) consolidan en viaje espiritual

al más allá dentro del género hagiográfico. Hasta el punto de que el presentimiento

de la propia muerte se convierte en una prueba de la veracidad de la visión. Hay

varios ejemplos en las obras de Berceo6 0 .

***********************

Los poemas de Prudencio, que no rehúyen los desarrollos teóricos, rechazan, en

cambio, los procedimientos externos para certificar la narración: por ejemplo, la

apelación a testigos. La coyuntura política y religiosa de los siglos IV y V, car-

60 MNS 266, 900a-b; SMil. 279c-d; SDom. 490; SOria 136a-b. Lappin (p. 187-188) considera que el origen del mo-tivo se halla en el cuento de Musa (Gregorio Magno, Diál. III, 70).

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gada de testimonios vehementes de fe, próximos y conocidos, permite al poeta so-

slayar circunstancias que probablemente consideraba innecesarias, en favor de la ex-

altación lírica de los sentimientos religiosos que impregnan su corazón y de la ex-

citación y el furor épicos que despiden la actitud de los mártires y los propios

acontecimientos. A diferencia de los textos escatológicos posteriores, que pretenden

cumplir la función de documentos notariales, de argumentos positivos, los himnos

prudencianos son descargas emocionales que desprecian las pruebas. Cantan el valor

de hazañas morales contrastadas por la historia y la memoria popular y que, por

tanto, no necesitan otro aval. Asimismo, las referencias a los asuntos ultramun-

danos, casi siempre en textos de índole doctrinal, carecen de testimonios probato-

rios, no solo por las razones anteriormente esgrimidas, sino también porque el

soporte sólido de una fe inquebrantable y desbordada, que comparten poeta y lecto-

res, hace superfluos e innecesarios todos los razonamientos. Es decir, Prudencio

dirige sus versos a firmes creyentes y les narra sucesos pasados. Por el contrario,

los oyentes o lectores de relatos canónicos de visiones ultraterrenas no cuentan con

las mismas garantías. Son también creyentes y la vía de conocimiento es también para

ellos la fe. Pero el relato que se les ofrece tiene un valor prospectivo, futuro,

incierto e, incluso, inverosímil. La descripción del viaje iniciático al más allá no

tiene otras pruebas que las literarias; por eso, se hace necesaria la insistencia en

la veracidad de los testimonios, en la naturaleza empírica de las experiencias vi-

sionarias. Además, el público colectivo de la literatura medieval necesita visu-

alizar los relatos para darles credibilidad y transformarlos, si no en reales, sí en

verosímiles. Las primeras manifestaciones del género hagiográfico siguen, más bien,

la pauta señalada por la Uita Martinis de Sulpicio Severo: el narrador cuenta suce-

sos que él mismo conoció, porque mantuvo una estrecha relación con el personaje bio-

grafiado. Es decir que se recurre a la autopsia como argumento básico de autoridad

en ambos modelos, pero mientras que Prudencio quiere certificar muertes épicas

(obligado por el tema de su himnario), el galo propone un modelo presente de vida

para generaciones futuras. Justamente el estilo que predominará en los siglos poste-

riores. Incluso, adelantándose a las VSPE y a Valerio, no escribe una uita en sen-

tido estricto, sino más bien una relación de mirabilia, porque los datos biográficos

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tienen importancia en la medida en que son propedéuticos para la gloria eterna.

*********************

En las VSPE, antes de las narraciones propiamente dichas, ya en la praefatio

se incorporan algunos de los recursos inherentes a este tipo de obras. Por ejemplo,

se advierte un afán propagandístico implícito en el carácter mismo de la colección,

que publica acontecimientos extraordinarios y actitudes admirables, con el

propósito, comprensible en una época de decadencia, de recobrar el esplendor per-

dido. Pablo, el autor o compilador, aspira a continuar el ejemplo de los Diálogos de

Gregorio Magno, según declaración propia (1-6).

En segundo lugar y consciente el autor de que se dispone a relatar aconteci-

mientos maravillosos e inauditos, insta a creer en lo que se cuenta, ponderando su

veracidad gracias al precedente de Gregorio (sanctissimus egregiusque uates, 2), a

cuya autoridad y paraclítica inspiración apela. Quiere disipar las dudas que acosen

al lector acerca de la credibilidad del narrador o las surgidas por la antigüedad de

los hechos:

Ne quolibet ab hoc dubietatis quispiam estuet animo, quod priscis iam temporibus gesta esse

uideantur, ac fortassis fidem plenam minime adcommodet et prefatum sacratissimum uirum electionis,

sacrarium Spiritus sancti, aliqua uanis ac nebulosis uerbis fuscasse… (praef. 9-11)

Pero, por si no es suficiente la autoridad del Santo Padre, se hace referencia

a uno de los tópicos constantes de la literatura mirabilística: la confirmación, ca-

muflada aquí bajo la especie de interpelación directa al receptor, de que la infor-

mación es de primera mano y procede de fuentes tan fidedignas como los testigos

presenciales. El último párrafo del prólogo reclama la confianza del lector u oyente

invocando la relativa proximidad de los acontecimientos y la utilización de relatos

de primera mano, recalcando la inmediatez de las declaraciones aportadas y negando

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taxativamente cualquier excurso imaginativo, fabuloso o ficticio 61. Finalmente,

presta su propio y particular dictamen (peruenisse non dubitamus), tanto más cuali-

ficado e irrefutable en cuanto que se expresa en primera persona y procede de quien

hace las funciones de transmisor único. Además proporciona datos concretos que dan

la impresión de que la información es verificable, tales como el lugar y su conoci-

miento directo de los informadores. Por último, recurre a un pleonasmo expresivo de

contundencia inapelable para el caso presente (lo escuchó con sus propios oídos:

auribus nostris audiuimus):

Quam ob rem ut omnium legentium uel audientium fides maiori credulitate robore firmetur, ea

odiernis temporibus in Emeritensi urbe fuisse narramus, que non relatu aliorum agnouimus neque finc-

tis fabulis didicimus, sed que ipsi, eos referentes, auribus nostris audiuimus, quos e corporibus

mirabiliter egressos ad etherea regna peruenisse non dubitamus. (praef. 14-17)62

Y en tercer lugar, como motivo central, entre los acontecimientos relatados

hay transmigraciones. Sin embargo, una de ellas, la de Agusto, que ocupa el primer

lugar de la relación, merece una referencia exclusiva en el prefacio y también

parece ser la razón principal por la cual se muestra tanto empeño en reiterar lo

verídico de los hechos. Éste es el presupuesto indispensable que actúa al servicio

de la confianza, de la fe con la que el lector o el oyente han de sentirse predis-

puestos. En las últimas palabras de este prefacio se hallan en ciernes los elementos

esenciales de este subgénero mixto entre la visión ultramundana y los viajes: el

carácter extraordinario y maravilloso, el punto de partida material y corpóreo, el

tránsito y la magnífica meta celeste. Así lo resume el autor:

…quos e corporibus mirabiliter egressos ad etherea regna peruenisse… (18-19)

El relato más completo de las VSPE, en lo referente a los motivos que nos im-

61 Es un recurso frecuente, como demuestra, por ejemplo, la Uita Martinis: el autor encarece la veracidad del relato entre las últimas consideraciones de los prolegómenos (1, 9) y al final del relato (27, 7): soy totalmente consciente… de que he es-crito hechos reales, de que he dicho la verdad.

62 Casi idéntica fórmula testimonial acerca de la honestidad de la fuente utiliza Berceo en varias ocasiones: MNS 353 y 587a-b, por ejemplo. Lappin (p. 222) sugiere que la fuente última del recurso el el Nuevo Testamento: Io. XXI, 24-25: Hic est dicipu-lus ille qui testimonium perhibet de his, et scripsit haec: et scimus quia verum est testimonium eius.

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portan, es el que inaugura la colección: la visión y muerte de un niño llamado

Agusto. Se indica la condición del vidente, destacando su categoría moral (I, 1-3).

Agusto es un muchacho inocente y alejado de toda malicia; tan joven que todavía no

conoce las primeras letras. Tales datos, aparte de anunciar circunstancias supuesta-

mente objetivas del personaje, acentúan la sinceridad de su relato, puesto que de

ellas se desprenden otras connotaciones más sesgadas, pero no menos importantes, re-

lativas al crédito que merece. El narrador presupone que nadie está más lejos de la

mentira que un inocente niño (insons) y así lo hace saber al señalarlo con el rasgo

con que lo reconocen sus propios compañeros: la sinceridad, la lealtad (fideli

mente). Para mayor abundamiento, se trata de un joven de carácter sencillo, natural

e ingenuo (simplex). Este adjetivo adquiere una nueva dimensión significativa a la

luz de otro pasaje de la colección (IV, 2-3) en el que se confirma el propósito de

narrar la verdad y hacerlo de una forma sencilla para que sea accesible a todos: ea,

que omnis modis uera sunt, simplicibus simpliciter ueraciterque narramus. Es decir:

se afirma que la sencillez es una virtud necesaria para quien aspira a la verdad.

Por tanto, la relación de adjetivos que definen al joven visionario repercute nueva-

mente sobre la idea de que se relatan hechos verídicos.

Como en los casos posteriores a partir de éste, la función narrativa es asu-

mida por un personaje del entorno íntimo del protagonista, a quien éste entrega su

confidencia. Tan cercano que acude frecuentemente (crebrius) a visitar al niño, pos-

trado por la enfermedad en el camastro de la celda que comparte con otros com-

pañeros. El fenómeno central recibe ya el nombre de visión, al consolidar la auten-

ticidad del sorprendente acontecimiento poniendo por testigo a Dios (Testor dominum

celi et terre me fantasticam uisionem nullam; I, 28-29) y en numerosas otras ocasio-

nes, implícitamente, con el uso constante del verbo uideo para definir tal experien-

cia.

A lo largo de este relato se proclama de nuevo la intención de participar en

la perpetuación de un acontecimiento memorable, pero exponiéndolo desnudo y apor-

tando las propias palabras del protagonista. De tal manera se propone satisfacer las

demandas del lector y del oyente, presuponiendo que coinciden con las que acuciaban

a los demás monjes inmediatamente después de haber ocurrido el prodigioso viaje que

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ahora se nos participa. El propio abad pudo escuchar la visión por boca de Agusto:

eius ex ore audire cupiens quidnam uidisset sciscitauit (I, 102-103)63. Además, la

insistencia en que Agusto repite siempre los mismos datos que revelara a su primer

confidente ratifica la certeza de una experiencia vivida con plena consciencia (I,

102-106).

Incluso, en algún momento (el preciso instante en que presencia el ágape ce-

lestial) se insiste en que los acontecimientos narrados cuentan con el aval de la

autopsia. Agusto revela sucesos de los que ha sido testigo presencial privilegiado y

fehaciente y a los que prestó singular atención, fijando la mirada exclusivamente en

ellos, estudiándolos: ego autem a longe et intuebam et conspiciebam (I, 62-63). Por

tanto, no cabe error o inexactitud en las palabras de Agusto, a no ser -como confi-

esa el narrador, más retóricamente que con sincera modestia- por negligencia o inca-

pacidad suya.

Precisamente, la maravilla de lo visto subyace al impulso que le mueve a nar-

rarlo (I, 26-27), esforzándose en subrayar la imposibilidad de que se trate de un

sueño, pues es una visión. Agusto vio un paraíso verdadero, pero inefable. Se trata

de la actualización de un lugar común clásico, el de lo mirabile dictu: lo que se

cuenta es tan admirable e indescriptible, que parece imposible de describir, cuánto

más lo será de creer. La transmisión del relato por vía oral, antes de que llegue a

difundirse por escrito, es, generalmente, tan discreta que el confidente inmediato

del visionario es el primer redactor. En el caso de esta breve narración emeritense,

Agusto confiesa su experiencia en primer lugar al diácono que se encarga de redac-

tarla posteriormente, atendiendo a la petición singular que éste le hace: mici

singillatim narraret deprecabi (I, 27-28). Solo más tarde, cuando se percibe la ver-

dadera magnitud de la vivencia, hacen partícipe también al abad, quien desea oírlo

de su propia boca y, para mayor secreto, susurrado al oído (ex ore audire cupiens

quidnam uidisset, I, 103; sacris auribus intimabit, I, 104). Finalmente, la noticia

se extiende, por jerarquía, a los diáconos y al resto de cenobitas (almo hac beatis-

simo uiro cuidam leuite uniuersisque fratribus se percontantibus; I, 105-106). 63 Idéntico recurso explota el redactor de los milagros del obispo Fidel, cuando el monje que conoce la inminente

muerte del prelado a través de una aparición reveladora se la comunica en audiencia reservada al propio interesado (IV, 9, 47-48). Es obvio que el prodigio se difundió posteriormente para mayor gloria de la iglesia emeritense, pero, como el que protagoniza Agusto, tenía un carácter confidencial.

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Pero también se ve obligado el narrador a reiterar constantemente la verdad,

no solo de lo ocurrido, sino también de lo visto. Aparte de las afirmaciones expre-

sas, el relato de la visión se hace en primera persona (testor, fateor) y comienza

con un juramento que pone por testigo de lo dicho a la misma divinidad: Testor domi-

num celi et terre… (I, 28). Todo lo que atañe a la visión es contado por el propio

protagonista y la entrevista utiliza siempre el estilo directo testimonial, que, al

mismo tiempo, aviva el ritmo de la lectura. Consciente de que ha de ganarse al lec-

tor por el camino de la fe y dando crédito a Agusto, el redactor hace que su héroe

rechace rotundamente el origen onírico de su relato (fateor etiam tibi me hac nocte

minime dormire; I, 30). Este último argumento lo aporta para derribar cualquier

reticencia del confidente (que se identifica con el narrador) y, por añadidura, de

los lectores u oyentes: ut magis credas (I, 29). De la misma manera, el redactor se

asigna credibilidad no solo presentándose como el primero y mejor conocedor de las

palabras de Agusto, sino también por otros procedimientos internos del texto. Es ci-

erto que la repetición insistente del interés que tienen todos los personajes por

conocer de primera mano los detalles y el que tienen, en correspondencia, tanto el

relator como el interlocutor narrador por ser fieles a la verdad deja pocos resqui-

cios a la incredulidad. Además, en plena confidencia, las diferentes intervenciones

de la conversación son introducidas con verbos que subrayan la inmediatez del resul-

tado que ahora tiene el lector entre manos: ego… referente illo, audirem (I, 43).

De diversas formas se proclama la intención de ser fiel a los hechos, lo que,

sin embargo, no deja de ser un lugar común de cualquier género de narraciones testi-

moniales, como éstas de que estamos tratando. Primero, dice renunciar al lenguaje

florido en favor de la claridad y la obediencia debida a los acontecimientos y de-

sentenderse de los períodos alambicados en favor de la instrucción del público y de

la concisión, siempre enarbolando, sin embargo, una excusa precisamente retórica: la

fatiga que agotaría el ánimo del oyente, en caso de no respetar los requisitos (IV,

praef. 1-7). En segundo lugar, cuando la autopsia no puede ser garantía de fideli-

dad, el autor comparece como narrador consciente de su función instrumental (que

constituye también un tópico) al servicio del relato y de la transmisión de un epi-

sodio histórico destacado; tal presupuesto ciñe su objetivo a notificar los milagros

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de la diócesis emeritense tal como a él le fueron referidos en múltiples ocasiones:

simpliciter sanctorum olim gesta miracula, sicuti relatu multorum ad nos perlata

sunt, intimamus (IV, praef. 8-10). De esta manera, también en su persona se concen-

tra una tradición plural, pero homogénea, que le faculta para garantizar legítima-

mente su relato. Eso procura el redactor del cuarto opúsculo de la colección emerit-

ense: acomodar el texto a la realidad de lo acontecido mediante la justeza del len-

guaje sencillo y el respeto devoto a las fuentes orales. Muy concisamente lo expresa

con precisión aforística en las primeras líneas del prefacio: simplicibus simplici-

ter ueraciterque narramus (I, praef. 3).

Como la Sibila y Anquises (aunque las circunstancias no sean las mismas),

Agusto narra su visión a instancias del interlocutor, que se encargará de transmitir

el relato por escrito. El autor se sirve de un procedimiento erístico, en el que se

alternan preguntas y respuestas. De esta manera, al otorgar el narrador la palabra

directamente a los propios protagonistas, el texto adquiere el valor de documento y

gana en vivacidad, puesto que suprime la intermediación y permite el acceso in-

stantáneo del lector a la revelación. Además, en la medida en que una escena drama-

tizada persigue fingir la realidad con cierta verosimilitud y afán de objetividad,

se certifica tácitamente la credibilidad del narrador. Se repiten, aunque variadas,

las fórmulas lingüísticas pertinentes: ille inquit (I, 19), aio ad eum / ille uero

respondit (I, 43-45), rursumque sciscitans dixi / as hec ille ayt / deinde subiunxit

(83-88). Este mismo procedimiento del estilo directo reaparece siempre que se da la

posibilidad de diálogo, como, por ejemplo, en la escena del banquete seguido de una

prefiguración del Juicio Final (I, 44-46; 64-68).

********************

Por su parte, Valerio, en quien coinciden la persona del autor y la función

del narrador, reitera la veracidad de los relatos, lo cual lo hace muy peculiar, no

solo porque lo que tienen de espléndido y milagroso los asimila peligrosamente a las

fábulas fantásticas y desacredita la visión, sino también porque es un recurso

tópico de la literatura de mirabilia, que se siente obligado a perpetuar. Es decir

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que la seriedad del argumento exige necesariamente la afirmación de veracidad, pero

la existencia de una tradición precedente que ha hecho del recurso un lugar común

sostiene retóricamente el procedimiento de Valerio. Es probable que ambos factores

colaboren sin que puedan determinarse las respectivas proporciones. De momento, el

autor de las VSPE ya hizo uso del mismo recurso en idéntico contexto y en una época

contemporánea. Como en el caso de Agusto, Valerio declara la profunda relación afec-

tiva que le une a su personaje Máximo, más intensa que con el resto de los monjes

(in cuius pre ceteris eram caritatis amore conexus), probablemente por la afinidad

de sus ocupaciones. Un cierto ascendiente que ejerce Valerio sobre la comunidad, ya

sea por su trayectoria moral, ya por sus vastos conocimientos, explica la confiden-

cia de Bonelo, hecha a través del pequeño ventanuco de la reducida celda que ocupaba

un Valerio todavía joven: ante primi ergastuli mei fenestra. Aquí ya no se mencionan

lazos afectivos. Angustiado por una extraña visión mantenida en secreto durante lar-

gos años, Bonelo acude a Valerio (ad me ueniens) para confiarle la experiencia,

quizá con la esperanza de que éste le dé una cumplida misión edificante haciéndola

pública en alguno de sus reputados escritos. No cabe duda de que la inmediatez entre

confidente y narrador, aparte de que sea cierta, otorga una gran credibilidad a la

anécdota. Así como también la proximidad temporal entre la confidencia oral de

Baldario y el texto escrito por Valerio: ante hos paucos dies hunc quem tibi nunc

loqui desidero…

No solo se utilizan procedimientos externos para autentificar lo relatado,

sino que es muy frecuente la reiteración de la minuciosidad y el pormenor de los da-

tos (singulto, Ba.). Formalmente, se saca partido de los mismos elementos retóricos

dispuestos en estructuras paralelas: quod eodem mihi ad singula referente cognoui

(Ba.) o que nunc dicturus sum… cuncta enarrauit ad singula (Bo.); sin que este prin-

cipio impida las variaciones pertinentes: mici per ordinem referebat (M.). Incluso,

a veces, se permite reconocer los obstáculos que se le presentan a la hora de repro-

ducir fielmente las palabras del visionario por la magnitud de su contenido: de in-

mensitate autem penarum quantum ualuero recordare intimabo ut ille dicebat (Bo.).

Sea cual fuere el modo de expresarlo, parece evidente el deseo del narrador de

transmitir que los textos no son fruto de imaginación o fantasía, sino meras tran-

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scripciones notariales de revelaciones hechas a él mismo por personas allegadas y de

toda confianza. Cede la palabra al propio protagonista, quien, siguiendo también un

lugar común del género, relata su experiencia en primera persona, sin excepción.

Idéntica regularidad afecta a otra característica genérica: la disposición dialógica

en las conversaciones entre vidente y narrador y, sobre todo, la alternancia de

preguntas y respuestas que sirve como pretexto para exponer las distintas maravillas

del más allá. Generalmente, aunque no es obligatorio, el visitante interroga, abru-

mado y sorprendido por las maravillas que descubre, y el beato guía responde, a pe-

sar de su inhumana e incorpórea condición, como en el caso de las palomas que acom-

pañan a Baldario. Semejante procedimiento hunde sus raíces en la tradición, puesto

que está atestiguado en el canto VI de la Eneida y en el Apocalipsis, sin que sea

posible determinar, hasta el momento, a cuál de ambas debe su aparición en la lit-

eratura hagiográfica. Probablemente sea imposible discernirlo, puesto que los auto-

res tardolatinos estaban imbuidos del dogma cristiano, pero habían sido formados

(sobre todo los grandes literatos como Valerio o Isidoro) en un profundo conoci-

miento de la cultura clásica.

********************

Grimaldo apela a esos mismos recursos inveterados y consagrados por una tradi-

ción sólida y secular: el testimonio de quienes presenciaron los hechos, la autori-

dad de un grupo minúsculo y selecto de confidentes discretos y la prueba fehaciente

de los milagros que se producen por invocación del santo. La nueva perspectiva de

Grimaldo afecta a la consideración de estos expedientes. En principio, todos los

transcriptores de visiones ultramundanas, e incluso la mayoría absoluta de hagiógra-

fos, estiman valiosa la ratificación de los sucesos extraordinarios con todo tipo de

confirmaciones como satisfacción de una demanda popular. Grimaldo, en cambio, se

propone con ellos cumplir un trámite forense, respetar una exigencia cuasijurídica,

un requisito fundado en el derecho eclesiástico (ecclesiastico iure). Y en virtud de

esta premisa, considera en cierto modo superflua la reclamación de los testigos

presenciales:

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Et omne quod referemus idonei testes, si necesse fuerit uel si tantum causa increuerit, ec-

clesiastico iure roborantur, qui stantes ac presentes et uidentes fideliter interfuerunt. (UD I,

7, 4-6)

La veracidad del relato se verá acreditada, pues, por el triunfo de la causa

o, en su defecto, por las otras dos pruebas. Una de ellas es la autoridad de las

personas a las que discretamente reveló el santo su extraña experiencia escatológica

inmediatamente después de sucedida, que tiene rango de argumento per se, puesto que

encuentra su fundamento en la santidad de los intermediarios, un grupo minúsculo y

selecto de cofrades virtuosos y muy próximos al santo:

Qua uisione Christi famulus moderata est letitia exhilaratus conuocatisque probate conuersa-

tionis fratribus sibi admodum familiaribus, indicauit que in uisione uiderat et que a se uisitantibus

dictum audierat. (UD I, 7, 24-26)

no solo se trata de un relato basado en primeros testimonios recientes de boca del

propio protagonista, sino que los intermediarios, además de asegurar la transmisión,

lo avalan con su prestigio, el mismo que ha consolidado durante siglos la autoridad

de otros uiri sancti cuyos testimonios en ningún caso fueron desmentidos.

El otro argumento tiene la contundencia probatoria de los hechos. La tradición

inveterada de la literatura cristiana confirma que el milagro es un indicio de be-

atitud. Por tanto, la visión de Domingo tiene la garantía divina, en tanto que la

taumaturgia es una gracia celestial. Pero, por otra parte, los milagros alcanzados

por la invocación del santo pueden ser verificados por todo tipo de gentes 64:

Hoc etiam testantur creberrima que, Domino donante omnique populo testante, ostendentur ad

eius sacratissimum tumulum euidenter facta et ostensa miracula. (UD I, 7, 7-9)64 En términos semejantes a los de esta cita se formula la misma idea en otros pasajes de la obra, lo que recuerda, por

una parte, la versatilidad estilística de otro autor con buena formación retórica como Valerio y, por otra parte, corrobora la tesis so-bre la existencia de un fondo común de recursos. En concreto, los dos ejemplos en cuestión están construidos casi como centones neotestamentarios. Véase, para ilustración, uno (UD I, 4, 46-48) con referencias intertextuales del apóstol Pablo (Philip. 3, 14; I Cor. 9, 24) quizá por la vía litúrgica del misal romano (según consta en nota pertinente de la edición de Valcárcel, que seguimos:

…et, ut testantur miracula frequenter ad sacratissimum tumulum eius facta, brauium eterne beatitudinis a Domino per-cipere meruit.

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De lo dicho se desprende que la nueva óptica desde la que Grimaldo observa, en

el siglo XI, la necesidad de certificar los acontecimientos asombrosos y sorprenden-

tes de los relatos hagiográficos tiene su origen en su buena formación cultural. Así

lo demuestra la primera parte de su obra, cuyo carácter intensamente doctrinal y de

cierta espesura teórica, la hizo prescindible para Berceo. Quizá no sea exagerado

pensar que Muño compartiese esa mirada instruida. No olvidemos que, si son correctas

las hipótesis que manejamos, este Muño ejerció funciones notariales, según consta en

documentos del archivo emilianense, circunstancia esta que no puede ser ignorada

cuando hemos señalado la impronta forense del lenguaje de Grimaldo y sugerimos la

posibilidad de que compartiesen cosmovisión y sustrato literario y litúrgico.

********************

La protagonista femenina de Berceo, Oria, ha ganado el viaje astral en un con-

curso de méritos. Pero, para que su visión cumpla la función edificante que se le

supone inherente, la convención y la pretensión de verosimilitud exigen que el re-

lato se confíe a una segunda persona que asume la responsabilidad de transcribirlo

para su difusión. Así lo comprobamos en el relato de Agusto (e, implícitamente, en

las demás narraciones emeritenses) y en los de la Compilación hagiográfica de Va-

lerio: Máximo, Bonelo y Baldario se confiesan al propio narrador. De igual modo,

Oria revela su visión a un confidente muy próximo, que avale, con su inmediatez, a

la protagonista y, con su dignidad, el maravilloso relato, que certifique la doc-

trina subyacente: quien obre de la misma manera obtendrá una satisfacción equiva-

lente. Parece que, verídico o no, este procedimiento es el más apropiado para asev-

erar cuanto hay en las hagiografías de inconcreto, inverosímil, ilógico o incompren-

sible. Los datos sobre la realidad cotidiana que proporcionan estos relatos, por su

minuciosidad, tienen credibilidad en la medida en que proceden de la autopsia. De

ahí que la mayoría de los hagiógrafos hayan tratado personalmente a los santos cuya

vida o visiones presentan al público. En el caso que nos ocupa, la credibilidad de

Oria es contrastada, aparte de otros procedimientos externos al texto, mediante el

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testimonio aportado por Amuña. La versión del paraíso supramundano que proporciona

ésta refrenda y completa las visiones anteriores de Oria. Por otro lado, los parla-

mentos de la propia virgen visionaria incluyen aseveraciones explícitas como non te

mintré en nada (SOria 154a). Sin embargo, la mejor acreditación es la reputación del

narrador. Muño, confesor y director espiritual de Oria y Amuña, es el confidente;

reúne las características idóneas: único receptor de la narración de boca de la

propia protagonista (como es preceptivo), monje de San Millán, quien, por añadidura,

ejercía de notario 65. Berceo, como es habitual en él, declara la condición de su

fuente en los primeros versos, esbozando, en esta ocasión, el perfil de un hombre

culto, excelente conocedor del asunto tratado y que, teniendo siempre como objetivo

la transcripción veraz de lo acontecido ante sus pupilas, se limitó a recoger la in-

formación de primera mano y se preocupó de serle escrupulosamente fiel:

Munno era su nonbre, omne fue bien letrado.

Sopo bien su fazienda, él fizo el dictado.

Aviégelo la madre todo bien razonado,

que non querrié mentir por un rico condado. (SOria 8)

El mismo énfasis pone el autor en confirmar la confidencia de primera mano y

la veracidad de lo escrito a la hora de referir la visión de Domingo:

Assí como leemos, los que lo escrivieron,

de la su boca misma, dél misme lo oyeron,

sabemos que en ello toda verdad dixieron,

nin un bierbo menguaron nin otro añadieron. (SDom. 227)

Para comprobar que no es exclusivo de la literatura visionaria, sino compartido gen-

65 En el cartulario de San Millán hay documentos del último tercio del siglo XI signados por un Muño. La coinci-dencia temporal y espacial con el hagiógrafo invita a identificar ambos personajes. Por otro lado, una hipótesis de D. Alonso hace de este Muño un hombre de sólida cultura, lo cual se compadecería muy bien con el perfil de nuestro hagiógrafo. Lappin (p. 200) no rechaza la posible identificación de nuestro Muño con el scriba politor del arca de San Millán. Los estudios más recientes parecen confirmarla (por ejemplo, Uría en su edición de Castalia, p. 20): Berceo asistió a los Estudios Generales de Palencia. Además, el códice que contiene esta copia de la llamada “Nota Emilianense” denuncia la relación de los escritorios de Albelda y San Millán con la monarquía leonesa -Díaz y Díaz 1971 (1990), ps. 170-171-, hecho éste que, de ser cierto, corroboraría el vínculo literario y paleo-gráfico que une la Compilación hagiográfica de Valerio (incluyendo las VSPE) con la redacción latina de las visiones de Oria.

76

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eralmente con todos los relatos de mirabilia, idéntico procedimiento se sigue en el

relato de la aparición del arcángel Miguel a la endemoniada de Peñalba: ella misma

lo contó y eso es suficiente certificación (SDom. 681).

El carácter mistérico, intrínseco a toda visión ultraterrena, inspira a Oria

una descripción ininteligible para sus contemporáneos (SOria 147-148). De ahí la

autoridad incontestable del primer confidente y único, en este caso. No solo por ser

fuente exclusiva, una vez muerta Oria, sino por coincidir en su persona, de nuevo,

las tareas de confidente íntimo y de narrador. Tal identidad lleva a Berceo, en oca-

siones, a ceder la función narrativa a los personajes, de manera muy semejante a

como hemos visto en las VSPE y en la Compilación hagiográfica (p. ej., SOria 153-

157), o a renunciar a ella en favor de una tercera persona impersonal (SOria 184) o,

incluso, de la primera persona de un Muño narrador (SOria 149-150 y 163). Véanse

sendos ejemplos de estos dos últimos procedimientos:

Gonçalo li dixieron al versifficador,

que en su portaleio fizo esta lavor.

¡Ponga en él su graçia dios, el nuestro Sennor,

que vea la su gloria en el regno mayor! (SOria 184)

Yo, Munno, e don Gómez, çellerer del logar,

oviemos a Amunna de firmes a rogar

que fuese a su lecho un poquiello folgar

ca nos la guardariemos si quisiesse passar. (SOria 163)

El propio Gonzalo de Berceo, en las cuadernas finales, sintetiza los argumen-

tos que hacen de Muño una fuente fidedigna (autenticando, por extensión, su poema),

al tiempo que, de paso, lo repite una vez más a su audiencia y esgrime argumentos en

favor de la veracidad de las visiones:

Qui en esto dubdare que nós versificamos,

que non es esta cosa tal commo nós contamos,

peccará dura mente en dios que adoramos,

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ca nós quanto dezimos escripto lo fallamos. (SOria 203)

Él qui lo escrivió non dirié falsedat,

que omne bueno era de muy grant sanctidat;

bien conosçió a Oria, sopo su poridat,

en todo quanto dixo, dixo toda verdat. (SOria 204)

Dello sopo de Oria, de la madre lo ál,

de ambas era elli maestro muy leal. (SOria 205a-b)

Desde el punto de vista narrativo, al ser escogido Muño, en su calidad de con-

fesor de ambas, como recipiente de las experiencias trascendentes de madre e hija,

se genera la figura autorizada del narrador omnisciente. Sin embargo, sabedor de que

la transmisión de los acontecimientos entre quien los protagonizó y el público, su

último destinatario, es interferida por la mediación de dos redactores (Muño certi-

ficando como confidente, confesor y notario; Berceo actualizando a su época y a las

nuevas circunstancias históricas y literarias el documento de su predecesor), el po-

eta riojano cree necesario alabar la lealtad de cada uno de ellos con el respectivo

predecesor. El primero, Muño, aprendió de memoria el relato (tal es el sentido del

término ‘decorar’) y Berceo ajusta rigurosamente sus cuadernas al acta levantada y

firmada por aquél:

Bien lo decoró esso como todo lo ál.

Bien gelo contó ella, no’l aprendió él mal;

por end’ de la su vida fizo libro cavdal:

yo end’ lo saqué esto de essi su missal. (SOria 171)

Cuando tiene que ponderar la veracidad de la visión de Domingo, Berceo asegura que

las versiones escritas del prodigio anteriores a la suya eran escrupulosamente lit-

erales de las que hicieron los testigos presenciales que la oyeron del protagonista.

Éstos pertenecían al círculo de monjes más próximo al santo (SDom. 227-228). No hay

duda, pues, de la credibilidad y la fidelidad de ninguno de los eslabones y, en con-

78

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secuencia, de los inconcebibles acontecimientos.

El hecho en sí no tendría mayor trascendencia, a no ser porque, con el tiempo,

la aseveración de la veracidad de lo relatado, mediante procedimientos diversos, se

ha convertido en un tópico literario inexcusable. La identidad de narrador y confi-

dente de primera mano es un argumento muy estimable y convincente: de forma tácita,

aunque indudable, en las visiones anteriores a Berceo; éste, que se propone trans-

ferir un texto latino a lengua romance, destaca reiteradamente tal circunstancia,

restringiendo su labor a la de mero copista (SOria 203-205, 84b, 89d) o cediendo al

propio Muño la voz narrativa, como ya se ha comentado.

La experiencia visionaria de Oria cuenta con la mejor constatación: el testi-

monio de su propio confesor. No necesita la aportación de autoridades -que lastraría

la recitación o la lectura del poema- porque cuenta con la certificación del testigo

presencial. Por eso, en primer lugar, se subraya el hecho de la exclusividad: nin-

guno de los circunstantes entiende las palabras balbucidas por Oria, hasta tal punto

que su madre decide llamar a Muño (SOria 147-150) 66; una petición de éste es sufi-

ciente:

“Amiga”, dixo, “esto fáznoslo entender.

Bien non lo entendemos, querriémoslo saver,

esto que te rogamos tú déveslo fazer”.

“Amigo”, dixo ella, “non te mintré en nada,

por fazer el tu ruego mucho só adebdada.” (SOria 153b-154b) 67

Por otro lado, hay que tener en cuenta que la historia sería bien conocida, en tiem-

pos de Berceo, ya como leyenda autóctona que era 68. Uría cree que la vida de Oria

debía de incluirse en los Lectionarios medievales del monasterio de San Millán,

66 Éste sería un síntoma de hiperia: el sujeto pierde contacto con la realidad cercana, abstraído en la exploración de su propia realidad interior. Podemos suponer que, en términos de Álvarez, Oria está siendo presa de un ataque de polisincronía neu-ronal que hipersensibiliza su percepción.

67 Esta repentina e intensísima despersonalización provocada por una idea súbita que se impone a la conciencia y aísla del entorno se asemeja a los síntomas de una experiencia psíquica excesiva, de hiperia: la hiperidea (Álvarez 2000, p. 18).

68 Alvar 1992, p. 39 y 46.

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puesto que, actualmente, se conserva en su biblioteca un códice del siglo XVI, con

toda probabilidad copia de otro medieval, que contiene cuatro lectiones de Oria en

latín 69. Asegurada la veracidad del relato, Berceo se concentra en la recreación

poética, siguiendo los procedimientos habituales en el Medievo (amplificatio o abre-

viatio), tendiendo, como es característico en él, ‘a la aproximación o la humaniza-

ción 70’.

En cambio, desviándose ligeramente de la práctica común, no explota las refer-

encias a la indignidad de su labor, debido, probablemente, a la perspectiva narra-

tiva lejana y distante que adopta conscientemente. Sí recurre, en varias ocasiones,

a otros tópicos retóricos. El que define la expresión non omnia exprimere (la impo-

sibilidad de tratarlo todo) es aprovechado esporádicamente, por ejemplo, cuando

afirma no poder tratar otras visiones por falta de tiempo. En cambio, sobre la ad-

testatio rei uisae (el valor del testigo presencial) se cimenta un presupuesto del

conjunto de la literatura de visiones: uno de los objetivos de las visiones esca-

tológicas es la certificación a los hombres de la maravilla ultraterrena con testi-

monios de uisu; en nuestro poema, la autoridad moral de Oria avala la verdad de su

experiencia. La impresión de verdad objetiva pretendida distancia al poeta narrador,

aunque éste no reduzca su labor a la mera formalización en verso romance de un texto

fuente preexistente. Sólo eventualmente y como parte de una fórmula de transición

recurre al lugar común aplicándoselo a sí mismo, aunque para acentuar, a contrario,

la magnitud inefable de los sucesos:

…si nós cántar sopiéramos grant materia tenemos,

mester nos será todo el seso que avemos. (SOria 19c-d)

*******************

En consecuencia, el capital metafísico de carácter dogmático con el que el

cristianismo colabora al tópico de la visión trasmundana exige un soporte doctrinal

69 Uría Maqua 1978, p. 53-54.

70 Baños 1989, p. 68.

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que, en principio, acompañaba al relato de la experiencia. Luego, el cambio de las

circunstancias propicia la variación del contenido en lo que se refiere a este as-

pecto: los desarrollos teóricos sustituidos por una nómina de autoridades a la que

los nuevos destinatarios, los monjes y clérigos, pueden acudir si tienen interés.

Por último, cuando Berceo, en su afán por fomentar entre quienes ignoran el latín el

conocimiento básico de los modelos de vida cristianos, traduce a romance las vidas

latinas y, al mismo tiempo, las despoja del lastre dogmático aligerándolas y, en

cambio, ilustrando los principios de fe con casos concretos. Entonces, la función

verificadora que tenían tanto la doctrina como la relación de autoridades, que ya se

había convertido en un lugar común inevitable, es cumplida ahora por la referencia a

personajes, circunstancias o datos singulares y concretísimos que conforman un in-

ventario probatorio suficiente; además, así se da paso a otro recurso retórico muy

apropiado para cumplimentar el expediente del verismo (la adtestatio rei uisae o

testificación de los visto) como prueba irrefutable de verdad.

Es de particular importancia la influencia que tuvo en esta evolución, desde

los primeros momentos, la biografía de Martín de Tours, escrita por Sulpicio Severo.

A pesar de ser éste contemporáneo de Prudencio, la orientación de su obra se muestra

mucho más moderna, como lo revela el hecho de que la práctica totalidad de la hagio-

grafía medieval siguiese sus pautas más que las del hispano. Sulpicio había creado

el arquetipo del virtuoso cristiano, frente al propuesto por Prudencio de la muerte

épica, más ligada a la tradición cultural pagana.

81

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5-. SUFRIMIENTO Y EDIFICACIÓN MORAL

Desde el punto de vista conceptual, la vinculación directa entre sufrimiento y

edificación moral es, probablemente, una de las más singulares aportaciones del

cristianismo a la historia literaria de la escatología. El paganismo grecolatino

concibe a las almas distribuidas por grupos ordenados según un criterio de afinidad

que varía con el propósito de la obra. Así, en la Odisea y en la Eneida, las almas

bienaventuradas son agrupadas por su antigua condición humana: héroes guerreros, mu-

jeres, niños inocentes, impíos… No existe la correspondencia rigurosa que establece

el cristianismo de acuerdo con una escala de méritos, aunque sí se aprecia un indi-

cio de ella en las penas eternas del Tártaro.

Probablemente, el lastre de los siglos de martirio fomenta el firme desapego

de lo somático y la cotización del sufrimiento como valor esencial en el escalafón

ultramundano. Es muy posible que las doctrinas estoicas (que tanto influyeron en la

consolidación dogmática del cristianismo) hayan contribuido a esta evolución en la

consideración del sufrimiento como mérito moral esencial. La función edificante que

se asocia al sufrimiento es inherente y consustancial a una religión de carácter so-

térico como el cristianismo.

En nuestro periplo por los relatos escatológicos hispánicos medievales, el

valor moral del sufrimiento y su interpretación trascendental es omnipresente. Se

halla plenamente desarrollado ya en Prudencio y no pierde importancia con el paso

del tiempo, sino que, muy al contrario, se mantiene extraordinariamente constante

hasta convertirse en un presupuesto insoslayable del gozo eterno. En todo caso, debe

quedar claro que lo expuesto en este capítulo -y todo lo que se refiere a las visio-

nes de ultravida hispánicas- atañe al mundo monacal o eclesiástico, no a la sociedad

en general.

********************

La fama del martirio, según Prudencio (Per. I, 74-84 ), es prueba de la fuerza

con que se afirma el testimonio de fe, frente a contrariedades y obstáculos de la

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magnitud del decreto de Diocleciano (año 303) por el que se ordenaba destruir las

actas de los mártires. No son necesarias certificaciones mundanas para difundir los

méritos espirituales, para diseminar por el mundo el testimonio indescriptible de

quienes alcanzan la gloria eterna por la vía rápida del martirio. Ni siquiera el si-

lencio institucional, impuesto por ley, obsta para que sea de dominio público

(occulta non est) y perenne (nec senescit tempore) la manifestación de la llama in-

extinguible de la fe. El poeta hispano confirma el poder propagandístico de estas

dramáticas confesiones de fe que demuestran positivamente la promesa de la vida

eterna. El decreto de Diocleciano es, en sí mismo, un argumento evidente de la fun-

ción edificante que se atribuía a la valiente actitud de los fieles que habían su-

perado la prueba más grande de fe: los primeros cristianos archivaban las hazañas de

sus adeptos para que fuesen testimonio y ejemplo de la posteridad (dulcibus linguis

per aures posterorum spargerent). Eran, pues, conscientes del valor propagandístico

de tales documentos para la edificación moral de los creyentes. Por eso, no importa

tanto la destrucción de las actas. La proporción ética de los hechos habla por sí

misma a las almas de los cristianos, sembrando en ellas el germen que madurará con

el tiempo (puesto que no envejece) y, cuando halle predisposición, dará su fruto. Se

trata de una transmisión anímica, de alma a alma, (que solo requiere actitud recep-

tiva), y, por tanto, segura, a salvo de impedimentos externos. El mismo Prudencio,

al impregnar la labor literaria con su compromiso religioso y concebir una parte de

su obra como cánticos solemnes, incluso plegarias, cuyo destino último era el culto,

acepta ser instrumento de esa tradición, vehículo de la divulgación, de la propaga-

ción que, como creyente, deseaba ecuménica 71.

La categoría moral de los héroes de Prudencio no necesita ser desglosada

porque los poemas son en sí mismos una exposición del arrojo extremo que demuestran.

Como propiamente se trata de pasiones más que de biografías, solo se hace una breve 71 Sulpicio Severo, contemporáneo galo de Prudencio, da fe de la universalidad del impulso edificante de estos es-

critos. En la Vita Martinis resume el principio teleológico que se halla en la base teórica de la literatura hagiográfica: el hombre ha de buscar como fin último de sus acciones la consecución de la vida inmortal, por encima de las vanidades del mundo presente. Habiendo olvidado todo lo terreno, tiene que proyectarse hacia la vida eterna, trascendiendo lo material, viviendo pía, santa y re-ligiosamente (1, 4). Por tanto, es deber del ser humano practicar una vida piadosa y del hombre letrado proponer ejemplos al pueblo cristiano. A esta labor se entrega Sulpicio, puesto que ha tenido la fortuna de tratar personalmente a un cristiano admirable y para-digmático, cuyas virtudes pueden excitar el afán de emulación de otros. Asume claramente la función edificante que le decide a di-fundir por escrito el camino, hollado por Martín, del conocimiento verdadero: la vida de un santo varón, destinada a ser pronto ejemplo para otros; con ello es seguro que los lectores se verán animados a la verdadera sabiduría, a la milicia cristiana y a la virtud divina (1, 6).

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referencia a sus cualidades. Sin embargo, el coraje con que afrontan el último y do-

loroso trance no deja dudas respecto a su actitud vital. No obstante, los versos,

tanto los de las obras doctrinales como los de los himnos, están plagados de en-

comios y elogios de las virtudes que serán prescriptivas en los códigos monásticos.

Baste como ejemplo genérico la Psicomaquia, poema en el que se escenifica la lucha

entre virtudes y defectos. De esta alegoría se deduce fácilmente el catálogo moral -

no solo del poeta, sino del universo religioso que comparte esta vulgata del más

allá- del milenio. Según tal código, la suma virtud a la que aspira el cristiano ti-

ene correspondencia real en las jóvenes vírgenes, cuyo mérito especial como debela-

doras del Maligno les gana la honrosa consideración de un tesoro espiritual: gemmae

nobiles (Per. VI, 299)

La historia literaria de la pasión de Eulalia refleja la evolución litúrgica

del motivo literario ultramundano desde los relatos de pasiones hasta las hagio-

grafías monásticas. El momento culminante de su pasión es aquél en el que el alma de

Eulalia abandona el cuerpo, puesto que significa el ingreso en el otro mundo para-

disíaco y eterno. La muerte, por necesaria, es puro trámite. Sin embargo, la intui-

ción poética, una cierta coherencia narrativa y el prurito del testimonio cristiano,

inspiran unos versos iniciales sobre la condición de la protagonista. Eulalia es una

muchacha muy joven, de doce años (Per. III, 12: tres hiemes quater attigerat) y con

un carácter firme (uirgo animosa, ib. 37). No es esta emeritense la única doncella

que se ha hecho acreedora de la gloria siendo aún adolescente. También Inés, con

quien Eulalia comparte algunas concomitancias, fue sacrificada a la misma edad (Per.

XIV, 10-12). Se intuye, por su actitud decidida, que, en ambos casos, mostraron in-

dicios de santidad ya desde la infancia, pormenor que se explicita en el caso de la

mártir hispana:

Iam dederat prius indicium

tendere se patris ad solium. (Per. III, 16-17)

La intuición de la predestinación es tan firme en ellas, que su comportamiento

dista del que se les supone propio atendiendo a la edad: no se entretienen con jue-

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gos inocentes, sino que presienten el destino trascendente que les ha sido pre-

scrito:

…ipsa crepundia reppulerat

ludere nescia pusiola. (19-20)

Tan inquebrantable es su propósito, que los padres temen por ella, como se ha

dicho anteriormente, en un momento de recrudecimiento de la represión anticristiana.

De los versos de Prudencio parece desprenderse el ingreso de la joven en una comuni-

dad de vírgenes radicada a las afueras de la ciudad de Mérida:

uirgo animosa domi ut lateat

abdita rure et ab urbe procul… (Per. III, 37-38)

De ser así, estos versos testimoniarían la existencia de agrupaciones monásti-

cas femeninas en la Hispania latina de principios del siglo IV. En ellos tienen aco-

gida las jóvenes que renuncian a la vida convencional y se encierran en el claustro

con intención de prepararse para su destino trascendente. Eulalia escapa del enci-

erro para, a pesar de todo, dar testimonio de su fe: saepta claustra fugax aperit

(Per. III, 44). Las condiciones morales que muestran estas jóvenes (puellae senes)

desde la infancia y que las acreditan como aspirantes a integrarse en grupo selecto

de los elegidos son una exquisita sensibilidad, impropia de una adolescente púber,

la indiferencia ante la vanidad, fatuidad de lo suntuario:

Spernere sucina, flere rosas

fulua monilia respuere… (Per. III, 21-22);

y un temperamento insólitamente maduro:

…ore seuera, modesta gradu,

moribus et nimium teneris

canitiem meditata senum. (Per. III, 23-25)85

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********************

En definitiva, Prudencio participa de la preocupación por dotar a la obra de

un interés edificante, propio de los textos revelados o inspirados por un profundo

sentimiento religioso. Su estela es seguida unánimemente por los relatos visionarios

hispánicos, en la medida en que todos cumplen la condición requerida: se proponen

varios modelos de comportamiento cabal, reductibles a uno solo, puesto que obedecen

a los mismos presupuestos éticos, religiosos y sociales y se inscriben en la misma

tradición.

En el espíritu difusor de las VSPE está implícito el afán de edificación. El

responsable de la colección, cuando quiere promocionar la basílica emblemática de

Mérida, expone a la comunidad de fieles un conjunto de relatos que, por un lado, re-

sumen los acontecimientos recientes de la diócesis con la lucha contra el arrianismo

como motivo central y, por otro, intercalan anécdotas singulares y asombrosas cuyos

personajes son castigados por sus yerros y desmanes o magníficamente premiados por

ceñirse con rigor y justeza a los principios de la fe. Uno de los premios consiste

en una aparición de seres beatíficos (entre los que se encuentra el alma de un

obispo de Mérida) y una visión prospectiva del más allá, la de Agusto, puer oblatus

en un monasterio próximo a la ciudad.

Por otro lado, Agusto, el niño emeritense, vive en un entorno familiar para

muchos de los protagonistas de las visiones: se prepara para la vida contemplativa

apartado del mundo, en un cenobio. Ciertamente, es el estilo de vida habitual de los

clérigos altomedievales, pero, en nuestro caso, los protagonistas de las visiones

narradas por Valerio del Bierzo (Baldario, Máximo, Bonelo) y por Berceo (Millán y

Oria) están ligados a comunidades religiosas de carácter ascético. Agusto es un puer

oblatus, entregado al cenobio como ofrenda para el servicio del templo. No es ex-

traño su caso. Ya Eulalia, mártir emeritense, epónima precisamente del santuario en

el que estaba recluido el joven, posiblemente lo fue también. Igualmente, Oria ganó

para sí idéntica condición por sus precoces virtudes. Dentro de la comunidad, los

jóvenes están subordinados a los clérigos (leuitae), como el propio narrador y otro

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confidente de la visión (cuidam leuite, I, 105), quienes ejercen una especie de tu-

toría espiritual sobre los oblatos. Así parece desprenderse del siguiente breve

fragmento:

…in domo egregie uirginis Eulalie sui seruitii ministerium, quod ei a preposito celle uener-

abile uiro fuerat deligatum… (I, 4-5)

Otros pasajes de esta misma colección nos ilustran acerca de las ocupaciones

propedéuticas de estos jóvenes en el monasterio: …pueri paruuli, qui sub pedagogorum

disciplinam in scolis studebant (II, 61-62). Por su parte, la condición del narrador

se revela mediados los acontecimientos. Se trata de uno de los clérigos a cuyo cargo

estaba Agusto, un diácono (leuita Xpi; I, 96-97) que conoce bien a Agusto porque lo

trató cotidianamente y que tuvo conocimiento inmediato de los hechos y de boca del

propio protagonista de la visión.

********************

Por su parte, las cuatro obras de Valerio pertinentes comparten el propósito

edificante que impulsa todas las hagiografías medievales y que, además, subyace al

conjunto de su obra. También Braulio declara el propósito publicitario de su opús-

culo: pretende evitar que la verdad biográfica de Millán permanezca oculta. Hay, por

tanto, además de un estereotipo literario y del espíritu propagandístico, un deseo

afanoso de definir una verdad incontrovertida que debe servir como modelo para la

cristiandad:

…quia schedulis haec uilibus malui tradere quam lento silentio tegere, ne ueritatis, longin-

qua praecedentium taciturnitas, derogaret posteris fidem. (UAe 5)

El propio monje bergidense lo hace explícito en la introducción a la visión de

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Baldario 72, a quien considera un mero instrumento en manos de la divinidad para la

instrucción de los creyentes: quod per eum pro nostra edificacione omnipotens deus…

iussit demonstrare. En esta ocasión, como sucede con frecuencia, la intención edifi-

cante encuentra fundamento dogmático en pasajes neotestamentarios 73. No obstante,

esta idea de que el otro mundo corresponde con justicia a los méritos terrenales

está presente en los cuatro opúsculos de una manera tácita: a cada vidente se le

muestra el premio de la santidad o el castigo de la maldad, con una enseñanza moral

obvia para el lector. Hay un manifiesto carácter retributivo, de compensación (de

his duabus retributionibus; M.) en el que el valor de intercambio es la virtud: sin-

guli uirtutum suarum compares meritorum (de sap. 9). La perseverancia en la virtud

asegura el premio de la beatitud (retributione iustorum; de sap. 7). Así se lo con-

firma el ángel a Bonelo (si perseueraueris usque in finem, in hac te habitatione

suscipiam). De una manera práctica lo comprende Baldario, quien se salva del de-

scenso a las profundidades del infierno por el testimonio de un mendigo que dio fe

de su humanidad, altruismo y beneficencia en esta vida. La visita en la que el su-

jeto tiene conocimiento anticipado de su futura eterna residencia (Bo.) certifica

prospectivamente un galardón que repara o paga con largueza los merecimientos singu-

lares 74.

El autor propone los postulados de la tradición eremítica. Aquellos que él

mismo practicó, según confiesa en la parte de su obra que tiene contenidos autobio-

gráficos, y que, según se ha indicado ya, se interpretan como pervivencia de an-

tiguos cultos paganos. Tal práctica le hace acreedor de un poder de origen divino:

72 Para las citas literales de las obras de Valerio se sigue la edición más reciente, la de Díaz y Díaz 1985, con la refer-encia del nombre del protagonista (M. = Máximo; Bo. = De Bonello monacho y Ba. = De celeste reuelatione), ya que, dada su breve-dad, no se dividen en parágrafos. De uana seculi sapientia (de sap.) es citada por la edición de Fernández Pousa relacionada también en la bibliografia. Las citas de otros opúsculos siguen, cuando existe, la edición de Díaz y Díaz; cuando no, la de Fernández Pousa.

73 Por ejemplo, Mt. XVI, 27: Filius enim hominis venturus est in gloria Patris sui cum angelis suis: et tunc reddet unicuique secundum opera eius; y Rom. II, 6: …iusti iudicii Dei, qui reddet unicuique secundum opera eius: iis quidem qui secun-dum patientiam boni operis, gloriam, et honorem, et incorruptionem quaerunt, vitam aeternam: iis autem qui sunt ex contentione, et qui non acquiescunt veritati, credunt autem iniquitati, ira et indignatio.

74 Es conveniente notar, sin mayor detenimiento por ser de dominio universal, la filiación cristiana de este pensamiento, que se halla explícito claramente en un contexto semejante a éste en el pasaje apocalíptico en el que se presenta la Jerusalén celeste: es-tas mansiones serán para los vencedores del pecado, mientras que quienes sucumban heredarán la segunda muerte en el estanque que arde con fuego y azufre. Cf. Ap XXI, 7-8: Qui vicerit, possidebit haec, et ero illi Deus; et ille erit mihi filius. Timidis autem, et incre-dulis, et execratis, et homicidis, et fornicatoribus, et veneficis, et idolatris, et omnibus mendacibus, pars illorum erit in stagno ar-denti igne et sulphure: quod est mors secunda.

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la capacidad de prever situaciones futuras mediante alucinaciones o sueños. Valerio,

pues, concibe al asceta como representante de la divinidad o como su interlocutor

humano, porque, tras un entrenamiento corporal y moral, se ha reconciliado con su

esencia divina.

Con respecto a las condiciones particulares, dejando a un lado a Bonelo porque

no se especifica nada peculiar de su persona, interesa destacar la juventud de

Baldario cuando tuvo acceso a la visión (quendam puerulum) en la medida en que es

una circunstancia concomitante con otros protagonistas de tránsitos o de apariciones

(Eulalia -en Prudencio-, Agusto y Veraniano -en las Vidas- y Oria -en Berceo-). Se

especifica que Baldario es un hábil obrero, lo que quizá deba interpretarse como

ausencia de otras facultades especiales o quizá como signo de sencillez; o incluso

en la idea de que representa a cualquier otro miembro de la comunidad, para ilustrar

así que todos los fieles pueden ser agraciados. Sea cual fuere la hipótesis

adecuada, no cabe duda de que era un joven virtuoso. La ausencia de datos que auto-

ricen la confesión de estos personajes -no solo Baldario, sino también Máximo y

Bonelo- podría explicarse si se tiene en cuenta que la compilación de Valerio fue

concebida, en primera instancia, para proveer de textos a los jóvenes novicios de

las comunidades ascéticas del Bierzo. De modo que los personajes reales eran conoci-

dos por los destinatarios de sus obras; sin duda, Donadeo -abad a quien Valerio

dedica sus obras- conocía a Baldario, a juzgar por una interpelación que le dirige

el autor (siempre que no sea un mero recurso retórico) a propósito de que lo conoce

mejor que él: quia usque hodie iam in senile deget aetate, quod ipse melius nosti.

E, incluso, en los casos de Bonelo y Baldario, viven aún y pueden dar fe. En cambio,

Máximo murió siendo Valerio aún joven, por lo que es posible que muchos ignorasen su

piadosa manera de ser. Por tanto, la información que se nos ofrece de este copista

incide, como era previsible, en la sensatez y en la honestidad, cualidades que

acreditan por sí solas su testimonio. Máximo es un monje devoto en el cumplimiento

de los deberes litúrgicos (psalmodie meditator), inteligente, reflexivo y cuerdo

(ualde prudens) y templado en todos sus actos (in omni sua actione conpositus).

En todas las obras hispanas que incluyen visiones del más allá (los opúsculos

emeritenses y los de Valerio, probablemente la biografía perdida de Oria y, con se-

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guridad, los poemas de Berceo), los protagonistas son personajes relacionados, en

diverso grado, con la vida religiosa. Llegados al punto mismo de tratar las circun-

stancias de las visiones, se observa la persistencia de ciertos elementos comparti-

dos. En primer lugar, es necesaria la condición religiosa del sujeto visionario. Va-

lerio propone una jerarquía de acuerdo con los criterios del dogma. Tras los már-

tires, ordena a los hombres de vida retirada y consagrada a la fe. El interés del

pasaje reside en que les insta a llevar una vida virtuosa y establece entre los re-

ligiosos (eremitas, anacoretas y monjes) una distinción genérica: monachorum et pu-

ellarum sancta… cenobia (de sap. 4). Con el transcurso del tiempo, la fama de Va-

lerio atrae un numeroso grupo de personas de ambos sexos que quiere seguir sus en-

señanzas75. El término puella delata la juventud de las muchachas que entregan su

vida al servicio de la divinidad y nutren sus espíritus con el ejemplo de congéneres

como la mártir Eulalia, cantada por Prudencio y epónima de la diócesis de Mérida.

Las uirgines deo dicatae a las que alude Valerio siguen idéntico paradigma que el

que emulan, mediante la lectura de obras biográficas de carácter edificante,

aquéllas a las que dirige su nada convencional regla Leandro y, en última instancia,

son un precedente de la reclusa de Berceo, de Oria. Tal circunstancia confirma la

hipótesis de que los receptores de estas obras tendrían que ser religiosos, a los

que estos textos esperaban aleccionar; el público general no se sentiría identifi-

cado con unas constumbres y una educación que les rebasaban (no olvidemos que todos

los textos, salvo los de Berceo, son escritos en latín). Por su parte, el anónimo

autor de la compilación lusitana y Valerio (sobre todo éste) orientan sus respecti-

vas obras hacia el público masculino. En cualquier caso, los relatos reproducen

siempre un ambiente de religiosidad ferviente y practicante, probablemente no solo

para invitar a los monjes a la constancia, sino también, hipotéticamente, para es-

timular nuevas vocaciones entre los legos, a la vista del magnífico premio póstumo.

Máximo pertenece a una comunidad religiosa y Bonelo y Baldario viven retirados en el

riguroso yermo berciano. Valerio invita al monje a seguir, de los dos caminos que

establece (el regalado y el austero y estrecho: humiliatione corporis et contricti-

75 … coepit se ibidem diuersa utrumque sexu uulgari caterua confluens glomerare meae quoque infelici adiuto-rium praebere, obsequium impendere, uel stipendia ministrare (Ordo II, 3-6).

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one cordis; de sap. 10), la vía del contemptus mundi, en la línea de los primeros

cristianos, tan bellamente poetizada por Prudencio. Los mártires ganaron con tal ac-

titud la gloria eterna (de sap. 4). De manera análoga a otros hagiógrafos, equipara

la vida de pobreza y servicio a Dios con el martirio, como dos formas semejantes de

desprecio de la vanidad mundana. El nuevo monje cristiano debe buscar el retiro y la

soledad, habitar regiones ásperas, desear las privaciones (vigilia, continencia y

ayuno) y practicar la oración (de sap. 7), como Bonelo o Baldario. En ambos casos,

los conceptos (y, eventualmente, las expresiones) son tan semejantes que sugieren un

expediente retórico: p. ej., acerrima… abstinentia atque cuncta deuotionis mee exer-

citia (Bo.), in omni abstinentia et sancta exercitia degens (Ba.) o in rigore absti-

nentie degentes et cuncta exercitie spiritualis studia exercentes (de sap. 7). Tal

estilo de vida, tan próximo al de los legendarios eremitas de la Tebaida, les vale a

Bonelo y a Baldario -discípulo éste de Fructuoso del Bierzo- la honra de la visión

beatífica y el premio póstumo.

Los destinatarios declarados de los escritos valerianos -la comunidad de mon-

jes bercianos a cuyo frente está Donadeo- hacen que la invitación a la vida cristi-

ana se convierta, en esencia, en una breve exposición de la vida monacal regular

que, constituye, en opinión de Valerio, el camino hacia la gloria eterna, un cursus

meritorum con finalidad trascendente: trabajo, oración, oficios, ayunos y vigilias

como antídoto contra el atractivo de los placeres mundanos, lo cual sugiere la posi-

bilidad de que tanto paraíso se explicase porque cada vez más los jóvenes se inclin-

aban por el placer mundano: placer contra placer. El desprecio del placer material

es premisa indispensable para acceder al paraíso ultramundano:

…quia multe sunt uie meritorum, quae ad unam patriam pergunt regni caelorum, in quantum, opi-

tulante Domino, uirtus substiterit, in laboribus, in uigiliis, in ieiuniis crebrisque orationibus

atque diuerso regulare officiossitatis exercitio, sic nos debemus die noctuque infatigabiliter pre-

parare ab omnibusque inlicitis uoluptatibus et mundanis inlecebris atque diuersis flagitiis abstin-

ere… (Eger. 6)

No es ésta la única vez que se expresa en este sentido. Recurriendo, como es

91

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usual en él, a la variatio, insiste en la misma idea de que de las dos vías, amplia

y estrecha, que se ofrecen al cristiano, sólo la segunda, la angosta, conduce al

paraíso de los bienaventurados. En términos muy semejantes a los anteriores, pero en

otro lugar (de sap. 9), invita a los monjes a recorrer el iter angustum, que pre-

scribe la inhibición de los sentidos sometidos a una disciplina implacable. Véase

con qué terminos lo define el Bergidense: ut se homo in humiliatione corporis et

contrictione cordis in omni abstinentiae rigore quoartans (de sap. 9). La mortifica-

ción del cuerpo facilita la levitación del alma.

Lo que propone resulta, pues, un ejercicio propedéutico del verdadero conoci-

miento, en el que el viaje al más allá es interpretado desde una perspectiva misté-

rica, como metáfora iniciática.

********************

De nuevo la obra de Grimaldo puede ilustrarnos acerca de las virtudes estima-

das no solo por ofrecerse como término de comparación con la versión de Berceo, sino

también sobre la idea que se tenía del tema en el siglo XI. En la aretalogía de Do-

mingo, que fue pastor, aprovecha Grimaldo una comparación con Abel, el pastor del

Génesis, para exponer la relación de cualidades esenciales que deben vestir al hom-

bre santo. Éstas son la inocencia, la castidad y la paciencia (UD I,2, 31-39), que

son ampliadas en otro pasaje más extensamente con la caridad, la humildad y la obe-

diencia, además de la paciencia, que ya había sido enumerada (UD I, 4, 1-141). Una

ligera comparación con lo examinado anteriormente y con lo que a continuación se

dirá acerca de la posición de Berceo revela claramente que no ha habido variación

alguna en un período de casi mil años, debido, en parte, a la férrea condición dog-

mática de la doctrina cristiana 76 y, en parte, a la uniformidad ideológica cristi-

ana y a una consolidada tradición literaria en la Iglesia -remontable incluso a la

Latinidad Tardía- que se explican por la subsistencia de un fondo cultural constante

que se manifiesta ad hoc de diversas maneras según la época y el autor, aunque siem-

76 No sería descabellado pensar que el rigor dogmático y la uniformidad que exhibe la Iglesia en estos momentos sea la manera de contrarrestar una progresiva relajación de costumbres dentro de la institución del monacato.

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pre similares. En el caso de Millán, la excepcional condición moral y la semidivini-

dad se manifiestan en sus dotes taumatúrgicas.

********************

Finalmente, la obra de Berceo mantiene unos presupuestos casi idénticos a este

respecto. Oria expira y el poeta procede a cumplir con una precisión importante, que

los relatos hagiográficos hacen suya desde los himnos prudencianos (casi un milenio

antes) y la tradición del pasionario: la localización de la sepultura de la santa y

la instancia a cultivar su fe. No falta la ponderación de su valor como intercesora

ante las majestades divinas, premio a la piedad y la mortificación que practicó en

vida. Una lectura pausada de este fragmento descubre la idea constante que recorre

las pasiones, las biografías y los milagros: promover la vida lacerada y sacrificada

como camino hacia la santidad, que será premiada en razón geométricamente propor-

cional a las privaciones y sufrimientos terrenales. Éste era el principio vital de

los mártires prudencianos: el que concentra el aforismo latino per ardua ad astra.

En segundo lugar queda, aunque no por eso sea menos importante, el valor paradig-

mático, la propuesta de emulación para las jóvenes monjas y novicias riojanas: que

sigan los pasos de Oria, peldaños hacia la santidad, con el previo emparedamiento:

Si entender queredes toda çertanidat,

dó yaze esta duenna de tan grant sanctidat:

en Sant Millán de Suso, ésta es la verdat.

¡Fáganos dios por ella merçed e caridat!

Çerca de la iglesia es la su sepultura,

a pocas de passadas, en una angostura,

dentro en una cueba, so una piedra dura,

como merescié ella, non de tal apostura.

Cuerpos son derecheros que sean adorados,

ca suffrieron por Christo lazerios muy granados;

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ellas fagan a Dios ruegos multiplicados,

que nos salve las almas, perdone los peccados. (SOria 180-181 y 183)

Hay que tener presente que, por los mismos años, esas jóvenes oían cantos (la

lírica tradicional) en los que se hablaba de pasiones humanas. Por tanto, existe

también una propuesta paradigmática. Así lo corroboran en la obra de Berceo las

jóvenes mártires enviadas por Dios para guiar a Oria, al hacer relación de los gra-

dos de un especial cursus meritorum cuyos peldaños son la renuncia y el desprendi-

miento de los bienes terrenos, la beatitud activa (lectura intensa y aplicada de pa-

siones y biografías de santos) y la entrega al servicio divino:

Conbidarte venimos, Oria, nuestra hermana.

Envíanos don Christo de quien todo bien mana

que subas a los çielos e que veas que gana

el serviçio que fazes e la saya de lana.

Tú mucho te deleitas en las nuestras passiones;

de amor e de grado leyes nuestras razones;

queremos que entiendas entre las visïones,

quál gloria reçibiemos e quáles gualardones. (SOria 33-34)

Por una parte, el desprecio de los sentidos y la mortificación del cuerpo, implíci-

tos metafóricamente en el sintagma la saya de lana, y, por otra, la oración (el ser-

viçio divino al que Oria ha entregado su vida) y la lectura de obras hagiográficas

son méritos complementarios que obedecen a la doctrina ética cristiana: la previa

liberación de las ataduras corporales y la dedicación exclusiva al cultivo de las

virtudes del alma 77. El negotium, la ocupación espiritual de la vida angélica con-

siste en la oración y la alabanza de la divinidad. En la triple escala de méritos

pergeñada por Berceo, la saya de lana es la correspondencia del desprecio indispen-

77 Idéntico modo de vida practicaba Millán (33 y 36), lo cual ratifica, una vez más, la sospecha (confirmada fuera de la obra de Berceo) de que se trata de un lugar común de la hagiografía aprovechado por el autor, con independencia de que corre-spondiese o no en todos los casos a la realidad. Además, los versos dedicados a la Oria silense excluyen lecturas que no sean edifi-cantes: Querié oyir las oras más que otros cantares, / los que dicién los clérigos más que otros ioglares (SDom. 318). La dedica-ción a la vida angélica debe ser, pues, absorbente y excluyente.

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sable y previo a la posterior consagración espiritual trascendente, representada por

el conocimiento de los textos doctrinales y la imitación de los modelos biográficos

del pasionario y también por la vida entregada a la oración. Esto es, en términos

del monje riojano, la spiritual fazienda (SOria 15b). La intensidad y el esmero con

que Oria se batió en esos tres frentes le granjean la invitación divina de la que es

emisario el trío de vírgenes. Como Oria, también Ágata, Eulalia y Cecilia, que dis-

frutan ya de la gloria eterna, lo consideran un galardón inmerecido, en virtud del

topos humilitatis, y lo atribuyen a la gracia divina:

Esto por nuestro mérito nos non lo ganariemos,

esto en que nós somos, nos non lo mereçiemos,

mas el nuestro esposo a quien voto fiziemos

fízonos esta graçia porque bien lo quisiemos. (SOria 71)

Otros protagonistas de Berceo manifiestan reiteradamente un deseo explícito de

apartarse del mundo. Unas veces ha de entenderse como simple expresión de la volun-

tad de alcanzar la santidad, que se ve favorecida, cuando no determinada, por la ex-

istencia de un maestro anacoreta cuyas enseñanzas son la pauta y el camino de la

perfección buscados. Millán se desentiende del mundo asumiendo como reto el retiro

absoluto en que vive Félix (SMil. 16, 21-24). Pero a menudo la renuncia a la vida

seglar se produce cuando el santo percibe el mundo como residencia del pecado. Así,

Domingo decide vivir en soledad para alejarse del error:

Si yo peco en otri, de dios seré raptado;

si en mí pecar otri, temo seré culpado;

más me vale buscar logar más apartado,

mejor me será esso que bevir en poblado. (SDom. 51)

En principio, la causa última, esgrimida o no, es la dedicación exclusiva al

cultivo de las virtudes espirituales que garanticen la gloria eterna (SDom. 60). Se

entiende, pues, que la vida santa, concentrada en la instrucción del alma, se con-

crete en duras pruebas físicas, en una soledad nómada sometida a duras condiciones 95

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(SDom. 68). Los versos de Berceo cantan la vida solitaria y silenciosa como factor

irremplazable del recogimiento interior. En ellos se establece una ecuación que pre-

scribe el beneficio de la vida retirada: vivir en tormento y morir en penitencia

constituyen el nuevo ejercicio moral que gana la gracia divina:

Siempre cobdicié esto, e aún lo cobdicio,

apartarme del sieglo, de todo su bollicio,

vivir so la tu regla, morir en tu servicio…

Por ganar la tu gracia fizi obedïencia,

por vevir en tormento, morir en penitencia… (SDom. 100a-c; 101ab)

La anacoresis, el apartamiento del mundo, es postulada como servicio divino

pagado con un premio inefable. Si la causa real es la dedicación a este servicio

divino, el pretexto argüido es en realidad la circunstancia concreta que estimula al

retiro radical porque obstaculiza o niega el recogimiento espiritual: la falsedad

del mundo, ya sea expresada en términos absolutos (el mundo era pleno de engaño,

SDom. 12a), ya en aspectos concretos. Respecto a estos últimos, Millán apunta la fa-

talidad de un mundo funesto y decadente, que reduce a términos propios como malo y

peligroso (SMil. 103cd). Por su parte, Domingo lamenta explícitamente la degradación

y el ocaso progresivo de su tiempo, resumiendo los males en las consabidas mentira y

codicia, aunque hace referencia inconcreta a otros (SDom. 50). Incluso se insinúan

otros motivos inmediatos de la renuncia al mundo: compartir cenobio con monjes rene-

gados e impíos provoca tanto malestar e irritación a Millán como para anhelar la

vida solitaria (SMil. 105).

Por tanto, en general, la huida de los vicios mundanos y el empeño de cultivar

las virtudes que garantizan la salvación incitan al recogimiento en regiones

ásperas, aisladas y solitarias. El sufrimiento corporal neutraliza los sentidos e

intensifica la vida espiritual. Millán invoca su deseo en términos semejantes a los

de Domingo:

Qerría esta vida en otra demudar,

e vivir solitario por la alma salvar;96

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de los vicios del mundo me querría quitar… (SMil. 17)

El páramo ofrece además un paralelo edificante. En él los anacoretas han de soportar

los ataques del maligno bajo la especie de multiformes tentaciones, para lo que hal-

lan paradigma de emulación en el imaginario cristiano: Juan Bautista, Antonio, María

Egipcíaca, los monjes de la Tebaida y el propio Jesús. La relación aparece en la

Vida de Santo Domingo, pero a ella se suman también Millán y Félix, discípulo y

maestro, respectivamente, en la otra obra de Berceo (SDom. 55-63). Todos estos uiri

sancti, que entregaron su vida al servicio divino apartándose del trato humano, se

hicieron acreedores del gozo eterno de la gloria. La nómina de ejemplos autorizados

se incrementa tácitamente cuando se equipara el lacerio anacorético con el antiguo

martirio (SDom. 255): también los mártires padecieron en este mundo por ganar un

lugar en la eterna residencia celeste. Por tanto, ilustres precedentes honran con su

prestigio el anhelo de vida retirada de nuestros santos protagonistas.

En suma, Oria se prepara para la prometida vida angélica practicando el estilo

de vida propugnado por códigos regulares específicos para comunidades femeninas como

la que parece haberla acogido a ella en la región cogollana78. A ésta perteneció

también, según se desprende del poema, la madre de la virgen biografiada. Amuña

soportó idéntica disciplina e ingresó como reclusa, con tanto rigor que alcanzó ci-

erta fama por su afán de superación moral (SOria 15c-d, 17-8). Ambas, madre e hija,

seguían la guía espiritual de un monje del cenobio emilianense, Muño, a la sazón no-

tario primero, como se sabe, de las visiones. A él se refiere la determinación el tu

amo honrado (SOria 150), que denota la reverencia que inspira a sus pupilas y el as-

cendiente que tiene sobre ellas.

A estos tres personajes se añade Urraca, quien desempeña una función magistral

análoga y complementaria a la de Muño, pues se le otorga idéntico título: mi ama fue

78 Respecto a la adaptación de reglas masculinas para comunidades femeninas, tenemos un ejemplo riojano en el si-glo X: el Libellus a Regula Sancti Benedicti substractus, refección de los preceptos benedictinos, siguiendo los comentarios de Es-maragdo, elaborado para importar la devoción del monasterio navarro de Leire por Nunilón y Alodia (santas oscenses del pasionario hispánico) a un nuevo cenobio femenino, próximo a Nájera. El propio nombre del adaptador o copista, Eneco Garseani, de proceden-cia navarra incontestable, confirma el origen legerense de las fundadoras o, al menos, de la advocación bajo la que se coloca el nuevo cenobio. Véase, a este respecto, González Ollé 1997, p. 668, y Díaz y Díaz 1979 (1991), ps. 30-32 y 178. Para un estudio pormenori-zado del códice, A. Linage Conde, Una regla monástica riojana femenina del siglo X: el “Libellus a Regula Sancti Benedicti sub-stractus”, Salamanca, 1973. Por otra parte, adviértase que otros textos aquí estudiados comparten la intención del Libellus. El texto de Muño o la versificación de Berceo obedecen a la voluntad de proponer un modelo de vida al sector femenino del ascetismo mon-acal. Súmese la regla de Leandro para la comunidad femenina de Florentina.

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al mundo (SOria 72a). Urraca es una mujer de santa vida (70a), cuya alma reside en

la morada de las vírgenes (73c), en premio a sus virtudes. Forma parte de una comu-

nidad de religiosas porque recibe el apelativo de seror (73b) y también de maestra

(69d, 70a y 70d). El término ‘maestro’ tiene en Berceo un sentido específico de di-

rección espiritual, de orientación ética y de confidencia, antónimo de ‘criado’

(equivalente a ‘discípulo’, 73d): por una su maestra que la ovo criada (69d), en

donde se aprecia perfectamente el sentido del segundo término; y una maestra ovo de

mucha sancta vida (70a), que aclara el tipo de formación que promovía 79. Por otro

lado, muchos textos del monacato primitivo aportan el fundamento doctrinal, puesto

que aconsejan constantemente la necesidad de un padre o una madre espiritual, sobre

todo en los primeros momentos 80. Urraca, pues, ‘crió’ a Oria -una vez le fue entre-

gada por sus padres como puella oblata- junto con un grupo de niñas entre las que

destaca Justa, quien ya reside en la gloria en el momento de la primera visión de

Oria (73d). Su régimen de vida no era diferente del que inculcaba a sus seguidoras:

reclusión (70c) y mortificación del cuerpo (72b), para predicar con el ejemplo y es-

timular a la práctica de virtudes propias de la vida monacal. Parece que Oria había

estado muy unida a ella y que por su celo se dedicó la joven en cuerpo y alma al

servicio de la divinidad (72c): yo por la su doctrina entré entre paredes (74c). Sus

penitencias compartidas (72b) agradece la discípula con cariño (70d) y se reconoce

deudora de su magisterio (72d) reclamando en vano una entrevista, entre las mesnadas

celestes, con su bienaventurada alma, de una manera similar a la escena de la Eneida

(VI. 449-476) en que el héroe troyano intenta comunicarse con el alma fugaz de la 79 Ynduráin 1976 (ps. 4-6) perfila el contenido semántico de estos dos vocablos, a pesar de que omite en su argu-

mentación los elocuentes usos proporcionados por el Poema de Santa Oria citados aquí (y otros de SMill.: 97, 296, 298 y 310). Por su parte, Uría 1999 (p. 268) afirma que también se llamaba ‘maestro’ al confesor, en el sentido de director espiritual y pone como ejemplo al propio Muño (con citas extraídas del poema de Berceo). No siempre ambas funciones recaían en la misma persona, sobre todo -obviamente- cuando la directora espiritual era una mujer, como Urraca. Orlandis 1998 (p. 246 y 250) cree que la figura del confesor (por extensión, la del maestro) tiene su origen en la penitencia de la liturgia mozarábica, como herencia del período vi-sigótico: “muchos penitentes, para observar más fácilmente los deberes que su condición les imponía, pasaban a vivir a los monas-terios y conservaban su apelativo peculiar”. Quizá, Urraca es una de ellos, porque procedía de la vida laica. En todo caso, por Berceo sabemos que su labor es supervisada, en virtud de la tuitio, por un clérigo de la comunidad masculina a la que el cenobio femenino estaba adscrito, Muño en este caso. En ocasiones, maestro es una simple fórmula de trato respetuoso para el superior en dignidad: Berceo se la atribuye a sí mismo (MNS ).

80 Los Padres del Desierto son el arquetipo primero a partir del cual se desarrolla el prototipo del uir sanctus, que, según hemos visto, representa paradigmáticamente Valerio: su autoridad moral lo convierte en maestro de varios jóvenes eremitas que conviven con él y en guía espiritual de los cofrades de Donadeo a través de sus escritos. Recuérdese que este mismo prestigio magistral de Félix atrae a Millán. Luego el ascetismo está vinculado permanentemente con el valor moral de una persona. Tal fenómeno se da, sin solución de continuidad, a lo largo de todo el período que estudiamos, probablemente favorecido por el carácter práctico de la moral cristiana más fácil de asumir en los actos.

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reina Dido, aunque sin lograr resultado satisfactorio. Por consiguiente, había una

comunidad de reclusas dependiente del monasterio emilianense, al cargo de una monja

de contrastada virtud y probada autoridad moral, que preparaba a las jóvenes de al-

guna inquietud espiritual para una vida de penitencia y oración, con la pureza de la

castidad como punto de referencia primordial. La tratadística cristiana atribuye a

la maternidad espiritual un gran prestigio, como demuestra la abundante literatura

sobre la virginidad. Esta circunstancia y el hecho de que, en los primeros tiempos,

las jóvenes vírgenes viviesen en la casa materna (in custodiam matris) para mejor

resguardar su virtud pueden haber contribuido a la aparición de la figura de la

maestra 81. Es posible que, con el tiempo, ambos factores determinasen ideológica-

mente el concepto de maternidad espiritual posterior, el que ejerce Urraca en el en-

torno emilianense del siglo XI. No hay diferencia entre este mundo y el que regula

el pequeño tratado sobre la virginidad que Leandro de Sevilla confeccionó para la

comunidad de su hermana Florentina, cuyo magisterio ejercía Túrtura con reputación

venerable. Y, quizá, habría que sospechar que el edificio donde fue escondida la

joven Eulalia, en los tiempos de la feroz persecución de Diocleciano, fuese una in-

stitución muy semejante.

La Vida de San Millán nos proporciona un testimonio masculino equivalente, el

del propio ermitaño epónimo del monasterio, quien vivió recluido en cuevas y se

benefició del magisterio de otro clérigo, Félix (SMil. 16, 24-29). Con el tiempo,

Millán se convierte a su vez en director espiritual de una comunidad religiosa. En

el momento de su muerte lo rodean sus discípulos entre los que se encuentra, quizá

como colega, Anselmo, quien se había criado como puer oblatus en el entorno emilia-

nense (SMil. 296). En el mismo Poema de Santa Oria, entre los mártires que Oria re-

conoce desde su residencia celeste, se encuentran un tal Valerio y su discípulo

Vicente, que es llamado ‘criado”, dentro del sentido puramente doctrinal y educativo

que se le da también a la relación que mantienen Justa y Oria con Urraca, Millán con

Félix; idéntica a la que une a Fidel con Pablo, en el cuarto relato de las VSPE, y a

Juan y Saturnino con Valerio. El magisterio es, pues, una institución consolidada,

que, en cierto modo, contradice el propósito inicial de apartamiento y soledad, pues

81 R. Lizzi, ‘Ascetismo e monachesimo nell’Italia tardoantica’, Codex Aquilarensis 5 (1991), p. 70.

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su extremo régimen de vida atrae a numerosos atletas de la fe que desean aprender a

vivir en soledad, apartados de la sociedad humana y embeberse en la práctica de las

virtudes espirituales y en el servicio divino. Éstos buscan sustituir las carencias

doctrinales (doctrina le menguava, SMil. 13) que les impiden desarrollar su proyecto

intelectual, adquiriendo principios dogmáticos al lado de personas santas. Se esta-

blece una curiosa relación directamente proporcional entre ciencia y creencia:

cuanta mejor preparación teórica, mayor profundidad en la fe:

Quanto en la cïencia era más embevido,

tanto en la creencia era más encendido. (SMil. 23)

Reclaman fundamentos retóricos y teológicos, instrucción espiritual, tanto litúrgica

como doctrinal, para recorrer el camino de perfección. Sus aspiraciones coinciden

con el modelo de vida angélica de lectura y oración. Ésta consiste en el rezo de las

horas y en el canto de himnos y salmos (SMil. 22, 33, 43). Los reclusos ocupan su

tiempo con la meditación, la lectura y la ruminatio de frases y pasajes hagiográfi-

cos con el fin de profundizar en su verdadero sentido. Pero necesita el complemento

del estudio (SMil. 22, 36), del que a menudo hay carencias extremas:

Non sé nada de letras, vásmelo entendiendo,

de la santa creencia la raíz non entiendo… (SMil. 18ab)

En realidad, no hay discriminación entre fe y entendimiento en la teoría epis-

temológica de Berceo. Ambos son vertientes del mismo saber. En todo caso, la prepar-

ación doctrinal no supone menoscabo, sino estímulo de la formación religiosa.

En el intervalo que va desde que da por concluido su período de formación con

Félix hasta que regresa a la vida anacorética, Millán ejerce de racionero en la par-

roquia de Santa Eulalia en el municipio de Berceo (SMil. 95, 106). El monasterio

había surgido sobre el humilde oratorio que Millán había fundado (SMil. 107). De

manera que este testimonio literario, unido a los últimos indicios científicos, con-

firma que el origen del cenobio “debe retrotraerse a la época visigoda, sin que la

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presencia monástica se hubiese interrumpido nunca” 82. De ser así, tendríamos que el

fondo sentimental y cultural común del que parecen alimentarse estas obras que nar-

ran tránsitos al más allá es producto de una estructura ideológica y social subya-

cente también, común a todo el Medievo, que es el monacato, implícitamente entre-

visto en las composiciones hagiográficas y explícito en tratados prescriptivos como

el de Leandro.

En consecuencia, la comunidad femenina instalada en la Cogolla hace frente a

la reclusión con los instrumentos prescritos por las reglas femeninas o por las

adaptaciones ad hoc de reglas masculinas, como la ya aludida adaptación de la bene-

dictina realizada o copiada por Eneco Garseani en el siglo X para una nueva funda-

ción najerense. El principal de ellos es la observancia de los oficios (la oración)

y las lecturas piadosas (SOria 23)8 3 . Con estas prácticas cultivan Oria y sus con-

discípulas la spiritual fazienda, que Berceo resume en menos de una sencilla cuad-

erna:

Era esta reclusa vaso de caridat,

templo de paçïençia e de humilidat.

Non amava palabras oír de vanidat:

luz era e confuerto de la su vezindat. (SOria 22)

Son las mismas prácticas que se observaban durante siglos, no solo en los cenobios

de la Rioja, sino en todo el occidente europeo (y aun en la Europa oriental). Tal

uniformidad en los hábitos de los uiri sancti confirma la homogeneidad ideológica

del mundo que, en lo literario, recrea las visiones del más allá también con ana-

logías extraordinarias, a pesar de las distancias espaciales y temporales.

En el De institutione uirginum, se puede comprobar que humildad, paciencia y

caridad presiden, junto a otras virtudes entre las que impera la castidad, la rela-

ción de valores que Leandro estima dignos de una sierva divina. El signo doctrinal

82 González Ollé 1997, p. 660; cf. Azkarate 1991, p. 158 y Castellanos (p. 342), quien añade el ejemplo de otras fun-daciones monásticas con raíces tardolatinas: San Martin de Albelda, San Prudencio de Monte Laturce y Santa María la Real de Nájera, entre otros. Por otra parte, la existencia de una iglesia dedicada a Eulalia en el propio municipio de Berceo y otra, Santa Eulalia de Tormiellos, en el dominio del monasterio de San Millán (Lappin, p.154), asegura por otra vía el culto y, por ende, el conocimiento de la pasión de la santa en el entorno riojano.

83 La oración como vía de penetración en los cielos es una idea veterotestamentaria: Eccl. XXXV, 21: Oratio humili-antis se nubes penetrabit.

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del tratado leandrino reclama un rigor y un afán de exhaustividad que exigen una más

minuciosa exposición. En cambio, a las pretensiones de Berceo, modestas en ese sen-

tido, le son suficientes tres pinceladas para resaltar las brillantes cualidades de

su protagonista. Idénticas virtudes adornan a los otros dos santos berceanos. Do-

mingo -de cuya biografía poetizada pueden extraerse con facilidad por ser enumeradas

con mayor profusión- cumple con la abstinencia, la paciencia (SDom. 12), la obedien-

cia (81cd, 497a), la pobreza (190, 197); en definitiva con las cualidades del per-

fecto cristiano, que se reflejan en un breve espejo de la vida monástica benedictina

en San Millán (SDom. 83-92). Ésta es la excelencia que les permitirá disfrutar en el

siglo de facultades taumatúrgicas (SDom. 304), entre las que se incluyen las propie-

dades terapéuticas de las que dan fe numerosos creyentes y beneficiarios de sus mi-

lagros; la que les hace dignos del servicio mariano (SDom. 103) e incluso, en el

caso de las vírgenes como Oria, de las nupcias con Cristo (SDom. 64, 316-333). Y, en

lo que concierne más a nuestro tema, en la eternidad les hace merecedores de una

residencia de privilegio, cercana a la divinidad, e interceder con mayor fortuna por

quienes permanecen en el siglo. Las virtudes del perfecto cristiano que conceden ac-

ceso franco a la vida total y completa se resumen en estos dos tetrástrofos:

El perfecto christiano de la grand pacïencia,

tan grand amor cogió conna obedïencia,

que por todas la muebdas, por toda la sufrencia,

nunqua moverse quiso a ninguna fallencia.

Dióli tamaña gracia el Reï celestial

que ya non semejava creatura mortal,

mas o ángel o cosa que era spirital,

e que bivié con ellos en figura carnal. (SDom. 119-120)

No cabe duda de que los sujetos visionarios son una selección de almas elegi-

das; parte de las que, más adelante, han de habitar la Jerusalén celeste. La visión

es una demostración de la compenetración que existe entre estos santos varones o mu-

jeres y la divinidad (SOria 115c-d). Desde tal óptica, un poco tangencial al género,

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el poema de Oria estaría más cerca de la tradición representada por la regla de Le-

andro, en la que se reitera este pensamiento aplicado a las monjas para quienes

había sido compuesta la obra. El poeta emilianense expone de una manera muy sencilla

un concepto aprendido en la doctrina, como demuestra algún residuo léxico. Por ejem-

plo, en los primeros compases de la obra (SOria 8b), se enuncia esta predilección

divina con la expresión vaso de elección, fiel versión romance del sintagma latino

uas electionis, a su vez hebraísmo que expresa una noción de cualidad: ‘vaso de

elección’ quiere propiamente significar ‘vaso elegido’. La expresión uas electionis,

que procede del Nuevo Testamento (Act. IX, 15), reaparece con variantes en otros

pasajes (vaso de caridat, 22a) y en otras obras del poeta (…que vaso era pleno de

gracia celestial, SDom. 486b). El autor del prefacio de las VSPE utiliza, re-

cuérdese, otra variación de la misma expresión neotestamentaria para referirse a

Gregorio Magno (sacratissimum uirum electionis, praef. 9-10), con lo cual, en pe-

queña escala, abunda en la tesis de un fondo cultural mostrenco (res nullius), común

a toda la hagiografía medieval. La divinidad manifiesta predilección por los otros

protagonistas: por Domingo (SDom. 486b) o por Millán (SMil. 665-666, 243); la varia-

tio hace de este último un uas uirtutis (SMil. 152). La idea de que para los castos

hay un lugar de preferencia reservado por la divinidad en el más allá (constante en

los tratados sobre la virginidad) se liga con una reminiscencia del libro de regis-

tros celeste (mencionado en el Apocalipsis)8 4 ; de lo que resulta el excelente ves-

tido de Voxmea, todo de materiales preciosos, en el que aparecen inscritos, claros y

fácilmente legibles, los nombres de los justos, en especial los de los reclusos,

tanto más ostensibles cuanto más mortificaron sus carnes. Berceo simplifica y adapta

al público del siglo XIII este acicate de la castidad y de la vida humilde y lac-

erada de los reclusos: creación suya es una aposición tan simple como cosa de Dios

amada (SOria 162a)8 5 .

Igualmente, como miembro de una comunidad ascética (tomó el hábito benedic-

tino; SOria 20-21), Oria está seducida por las expectativas que, por ejemplo, pro-

84 Lappin (p. 96) relaciona la exclusividad que manifiestan estos conceptos y la condición de la virginidad con un fragmento del tratado sobre la virginidad de Aelred de Rielvaux (De institutione uirginum, 14) en el que se identifica la reclusión con el oro. Y todo ello con la clave etimológica del nombre de la protagonista: Aurea- aurum. El propio Berceo no es ajeno a esa clave: nonbre avié de oro, Oria era llamada (SOria 9d).

85 Hay quien concluye, por ejemplo Lappin (ps. 162-164), que el manto de Voxmea es representación de la asamblea de cristianos, de la Iglesia (the Church itself). Sin embargo, en comentario a 90b (p. 161), sugiere otras interpretaciones, como que es la Sabiduría (Sofía), basándose en herejías norteafricanas del siglo VI, o que es la mulier amicta sole del Apocalipsis XII.

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mete Leandro para quienes observen escrupulosamente los principios consuetudinarios

de la vida común. Como las discípulas de Leandro, anhela alcanzar la vida eterna (la

spes uitae aeternae) y, por ello, persiste tenaz en el cultivo de las cualidades

cristianas, aún más intenso tras regresar su alma de la visión. Comparten estos de-

seos Millán y Domingo. El primero expresa su permanente deseo de abandonar este

mundo, tanto en privado y desde que tiene sentido común (SMil. 34, 60), como ante

sus compañeros y discípulos en el último trance (SMil. 297, 299). Domingo, por su

parte, presiente el cambio de estado, lo cual conforta su ánimo, deseoso de recibir

el galardón eterno de la penitencia temporal (SDom. 488-492).

La práctica de las virtudes gana el amor divino, que es el factor esencial del

nuevo estado de gracia (SMil. 243). La divinidad se convierte en inspiración y guía

(SMil. 65-66), premiando la suma de valores morales alcanzada por el hombre santo.

La castidad es imprescindible en un código que se rige por el desprecio de los sen-

tidos (SDom. 317). En el más allá, la congregación de bienaventurados preferida por

la divinidad es la de las vírgenes. Practicada con determinación radical e intransi-

gente, la castidad es fundamento de esa suma ética que se encarna en los héroes vi-

sionarios. Pero, a menudo, es acompañada por otras también muy importantes en la

disciplina monástica: obedencia, paciencia, humildad, pobreza, etc… (p. ej. SDom.

224, 240-242, 317, 322). Todas ellas, en conjunto, identifican el estado de gracia

celestial que Berceo denomina genéricamente virtud sagrada (SMil. 66d), pero que,

por efecto de una metáfora testamentaria, reconocemos en el vaso de virtud, en el

vaso de caridad y en el vaso lleno de gracia celestial e, incluso, en el varón de

elección del texto emeritense. Esa situación de plenitud, inspirada y guiada por la

potencia divina, se manifiesta portentosamente en la posesión de dotes miraculísti-

cas y en la facultad de interceder por otros y protegerlos.

Conociendo por autopsia el gozo de la vida eterna, Oria (al igual que sus

precedentes visionarios) sabe que puede cumplir el deseo de ocupar un lugar en la

morada de las vírgenes (SOria 63b, 136c-d) y por eso cultiva las virtudes propias de

tal condición cada vez con mayor tenacidad. También ella está determinada a acelerar

el trámite de su muerte (SOria 158a-b) y a multiplicar geométricamente sus méritos,

las exigencias de una vida plenamente cristiana, la mortificación de su cuerpo y la

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humildad espiritual. Tan grande es su codicia de gloria que pide la intercesión de

las bienaventuradas doncellas que la tutelan (SOria 100-101), consciente de la sub-

limidad de sus aspiraciones y acatando la voluntad divina de la que depende, en úl-

tima instancia, como gracia que es.

********************

Definitivamente, el público de estas obras literarias era monacal, muy dis-

tinto de la gran mayoría lega y analfabeta que encontraba sus preferencias en los

cantos populares o en los ciclos épicos, por ejemplo. La reiteración de la importan-

cia moral del sufrimiento para el escalafón de la gloria solo puede dirigirse a un

sector de la población iniciado en los misterios de la trascendencia, sobre todo

cuando los relatos rebosan artificio retórico y están escritos en latín literario.

Hemos podido comprobar que los presupuestos teóricos de la transmigración es-

piritual tienen un fundamento ético cismundano y completan una escala de perfección

basada en el sufrimiento, en el castigo de la rémora somática hasta el extremo de la

aniquilación. A partir de ese momento, alcanzado el máximo de virtud, comienza la

experiencia epistemológica transgresora. Este factor es, quizá, el más constante de

los que acompañan al tema de la visión de la ultravida, puesto que figura en todos

los testimonios literarios hispánicos que hemos examinado. Cumplidos estos exigentes

requisitos, nuestros protagonistas se disponen a presenciar la vida total.

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6- EL TÓPICO DE LA HUMILDAD Y DE LA INEFABILIDAD DE LA MATERIA

En los relatos de visiones ultraterrenas suelen encontrarse expresiones de hu-

mildad de dos clases: una confiesa la mezquindad intelectual del narrador y otra

quiere transmitir la inferioridad moral del narrador o del protagonista. Ambas tie-

nen una impronta oratoria, pues se repiten como réplicas invariadas de un modelo

formal y de contenido, sirven para caracterizar un arquetipo (el del narrador o el

del visionario, según el caso) y se hallaban catalogadas y clasificadas ya en la An-

tigüedad grecolatina. Son signos de la primera -la mezquindad intelectual- una su-

puesta incapacidad inexplicable para dar cuenta de los acontecimientos y cierta im-

precisión léxica, también impostada. En cambio, la indignidad moral nace del inevi-

table contacto del narrador o del protagonista con los asuntos terrenales, que im-

pide apreciar dignamente la excelsitud del mundo inmaterial. Tal dicotomía insuper-

able redunda, por reflejo, en la exaltación del estado mental que se asimila a un

paraíso de inefable belleza.

Su análisis se hace necesario en la medida en que revela claramente la deuda

que el tema escalógico tiene con los repertorios retóricos. Deuda que hay que ex-

trapolar, lógicamente, a todos los aspectos, no solo al de la inefabilidad del tema.

Únicamente Valerio se desmarca ligeramente, pues, bien por su idiosincrasia (sus es-

critos autobiográficos nos presentan a un hombre de fuerte temperamento, muy consci-

ente de la importancia de su obra y orgulloso en cierta medida) o bien por sus

características narrativas (compone breves opúsculos en los que concentra lo esen-

cial, incluso en las obras ajenas que adapta): apenas recurre al topos humilitatis.

Sin embargo, para certificar que la actitud de Valerio es anómala en este punto, ex-

aminaremos más adelante la obra de Braulio, que puede darnos una idea aproximada del

recurso a lo inefable en la hagiografía más o menos contemporánea.

********************

El júbilo por participar en la difusión de los grandes triunfos de la fe se

halla implícito en unos versos del himno que Prudencio dedica a Lorenzo. El poeta

hispanolatino era consciente de que debía someter su inspiración a un motivo he-

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roico: las meritorias hazañas de los protomártires. Sin embargo, el hábil poeta,

curtido en la mejor tradición clásica, impone al Prudencio cristiano, deseoso de

cantar el valiente sacrificio de Lorenzo, el tópico de la humildad del narrador.

Este recurso inveterado y frecuente subraya, por yuxtaposición contrastiva, la ine-

fabilidad del tema, la magnitud de los personajes, lugares y circunstancias de la

transmigración a las mansiones celestes:

Qua uoce, quantis laudibus

celebrabo mortis ordinem?

Quo passionem carmine

digne retexens concinam? (Per. II, 33-36)

De este modo, lo extraordinario del trasmundo cristiano y de los personajes

que lo habitan por mérito propio sugiere a Prudencio un tratamiento próximo al del

género de los mirabilia. El poeta se resigna ante la maravilla celeste y acepta su

incapacidad para reproducirla poéticamente. Así, la mansión ultraterrena se define

por exceso: es la inenarrabilis urbs (Per. II, 553-554).

*******************

Como era de esperar, la colección emeritense también recurre al tópico de la

indignidad del narrador ante la grandeza de los hechos contados o la maravilla de

los lugares descritos 86. Así pues, hay que sumar esta correspondencia a otros re-

cursos genéricos de la literatura hagiográfica (el afán de veracidad, el procedi-

miento erístico, la íntima relación del vidente con el narrador) y a otras circun-

stancias menos específicas (Agusto es un niño ofrecido a la divinidad, oblato). En

esta pequeña obra, la referencia a la mezquindad o inferioridad del autor frente a

la obra se manifiesta justo en el momento en que termina Agusto de relatar su expe-

riencia, cuando el narrador se topa con una realidad tan inefable que no es capaz de

describirla. Pero ya antes, en un lugar culminante de la exposición, ha insistido en

86 Cf. también el breve epílogo de la colección, que consiste en un desarrollo literario del topos humilitatis.

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su inepcia: cuando Agusto hace un silencio tras la maravillosa descripción del

paraíso y aquél le insta con apremio a continuar (ego indignus opere; I, 42). La vi-

sión de Agusto queda truncada en el pasaje crucial. A este respecto, el propio autor

alude a un factor moral como causa de la incompetencia (indignus et omnium pecca-

torum primus) y aduce su humilde condición de levita para que el lector sea indul-

gente con su ineptitud para reproducir lo que Agusto le contó tan vivamente, aunque,

según declara, ha intentado someter la precisión léxica al sentido del conjunto:

Hec mici sepe memoratus puer, multis quoram positis, retulit. Quam ob rem ego indignus et om-

nium peccatorum primus, leuita Xpi, quemammodum narrabit scribere malui, uerbis licet aliis, sensibus

tamen ipsis. (95-98)

Sin embargo, estas últimas palabras revelan que el autor, asumida su indigni-

dad como tal, considera oportuno afianzar su modesta función con una declaración de

principios que, como todo lo relativo a esta humildad impostada, procede de un lugar

común 87: ante la imposibilidad de ser estrictamente fiel al pormenor, se propone

dar prioridad al contenido por encima de la literalidad. La incompetencia reconocida

de su verbo le obliga a privarnos de los innumerables detalles que se convocaban y

enriquecían el relato primigenio del visionario (multis quoram positis). De esta

manera se multiplica el valor intrínseco de la vida y las circunstancias del más

allá y, como contrapartida, si la descripción no satisface las expectativas del re-

ceptor, la responsabilidad recaerá sobre la ineptitud del hagiógrafo y nunca supon-

drá detrimento para la majestuosa imagen de la visión trascendente ni para el egre-

gio santo.

********************

No cultiva Valerio la ponderación de los méritos del uir sanctus por el re-

conocimiento de sus limitaciones, aunque sea tópico. Esta circunstancia puede ser

muy significativa respecto a su propia personalidad o al tono de su obra. Sin em-

87 Gregorio Magno (Dial. I pról. 10) utiliza una expresión semejante. Hay que recordar que este Padre es el modelo reconocido por el propio autor.

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bargo, Braulio, el redactor de la vida latina de Millán, recurre a ella en el mismo

prefacio e, incluso, en el epílogo, lo que demuestra una vez más que era un expedi-

ente vivo en la época. Denuncia su incapacidad para exponer con dignidad las vir-

tudes del anacoreta, pero aduce un razonamiento argüido hasta ahora para otros asun-

tos, pero no para éste y, por tanto, novedoso: es imposible para un simple mortal,

aturdido por las cuestiones terrenas, explicar dignamente la vida de un ser extraor-

dinario, de un santo, de un hombre celestial. Es decir, reconoce un déficit insalva-

ble cuya causa está en la oposición irreductible cielo-tierra, divino-humano,

eterno-efímero, trascendente-inmanente. Si las maravillas de las que se quiere dar

noticia no encontrarían arropamiento expresivo en la más florida elocuencia mundana,

representada por Cicerón, cuánto menos por la del humilde autor. Además, su incapa-

cidad no es sólo expresiva, sino también intelectual (scientiae inopia). Como re-

curso tópico, pues, el obispo cesaraugustano ensalza el motivo de su obra por la mi-

nusvaloración de su propia persona: neque enim meae imperitiae sum imperitus (UAe

praef. 4).

La singular personalidad de Valerio resalta aún más, porque también recurre al

lugar común de su indignidad como narrador el anónimo autor de la Vida de Fructuoso.

Éste es muy contundente en la forma de expresar su ineptitud como cronista de los

sucesos que jalonaron la vida de Fructuoso (indoctus, inperitus). Apela a su humilde

condición humana y a los reproches que, sin duda, caerán inevitablemente sobre su

persona (UF IV, 4, 29) 88.

En cambio, sí se encuentran, en los relatos de visiones ultraterrenas de Va-

lerio, referencias a lo indescriptible del lugar. Ni el protagonista de la visión ni

el narrador tienen palabras o conceptos que describan la grandeza del otro mundo.

Por eso el narrador explota la fórmula de la inefabilidad para ponderar en su justa

medida lo que es inexpresable. Y en el más allá todo es de características y propor-

ciones inimaginables para el ser humano: blancura, brillo, belleza. No es mensurable

porque excede y desborda completamente todos los cánones. He aquí algunos atributos

que se repiten con insistencia (junto a otros más convencionales, pero usados en

88 Se ha seguido el texto que incluye A. Maya Sánchez previamente a su edición de las VSPE, Corpus Christianorum CXVI, Turnolt, 1992.

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tonos superlativos) asociados a conceptos como belleza, gloria, fulgor y otros

términos ya absolutos en sí mismos: inenarrabilis, infinitus, inestimabilis, incom-

parabilis, inmensus. Tales calificativos sirven indistintamente para designar a la

Jerusalén celeste: illa inextimabilis sancta celestis ciuitas o illa inenarrabilis

uite perpetue gloria infinita (de sap. 9 y 4); a la blancura fulgurante del ambi-

ente; a la hermosura del ángel psicopompo: cuius pulcritudinis conparationem non

ualeo enarrare (M.); a la redondez del disco solar que destella maravillosamente

(Ba.); a la cámara del palacio celestial: nam habitaculi huius atque loci illius

pulcritudo inestimabilis et incomparabilis est (Bo.); al jardín ameno: cuius uenus-

tissimi decoris speciem, nulla huius mundi pars, nec uerno tempore potest habere

similem (M.); a sus flores de colores abigarrados (M.); a toda la visión, en gen-

eral: dum hec cuncta ceteraque inenarrabilia (M.). Se observa, además, la presencia

reiterada de fórmulas retóricas para expresar la inefabilidad. No solo están com-

puestas por idénticos elementos, sino que éstos se hallan en distribución similar.

Estos procedimimientos formulares abundan en la idea de la existencia de un reperto-

rio retórico latente, más o menos universal, del que los visionarios (empapados de

vidas de santos y de textos doctrinales) o los narradores (igualmente conocedores de

esa tradición, pero dotados de más y mejores recursos) extraen esquemas sintácticos

y léxicos. Véanse, si no, los siguientes ejemplos, semejantes en fondo y forma, que

se aplican a algo que ninguna boca podría referir ni inteligencia alguna concebir o

comprender. Pertenecen, respectivamente, a los relatos de Máximo, Bonelo y Baldario:

primero, nec os meum sufficit ad loquendum neque cor meum cogitationibus queat con-

prehendere; en segundo lugar, nec os hominis hoc nec cogitatio laudibus conprehen-

dere ualet; y, en tercero, nec possum cogitare nec ualeo enarrare quia inestimabilis

est. Son fórmulas adaptadas ad hoc, siguiendo los principios del paralelismo y la

variatio, que aún estaban vigentes en el último cuarto del siglo VII, como demues-

tran los numerosísimos ejemplos que nos ofrece la obra de Valerio. Hay también otras

variaciones unimembres que sirven al mismo propósito de subrayar la indescriptible

belleza de las mansiones celestes, como éstos, que proceden de la visión de Máximo:

non ualeo enarrare y nec ulla cogitatio eius conparationem potest adibere.

Por tanto, el otro mundo que visitan los hombres santos no puede traducirse a

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medidas humanas y, en consecuencia, tampoco el relato que hacen a Valerio (mero

transcriptor, según él se define) encuentra correspondencia en el lenguaje liter-

ario. De ahí, la frecuente idea de inefabilidad dispersa por las tres visiones, que

encuentra expresión en fórmulas retóricas preexistentes. No es extraño este recurso,

si se tienen en cuenta las características hiperbólicas del mundo que se pretende

ajustar a términos conceptuales y lingüísticos plásticos y visuales. No se olvide la

difusión fundamentalmente oral de la literatura en general y de la literatura hagio-

gráfica en particular, desde las VSPE (si se quiere, desde los tiempos de la Eneida

y aún antes), con sus referencias indistintas a lectores y oyentes, hasta el propio

Berceo, que dirige sus obras a un público de espectadores. La necesidad de visu-

alizar los relatos induce al autor de estas visiones (o a los propios monjes vision-

arios, si hacemos caso de sus declaraciones acerca de la veracidad de los hechos) a

rescatar los esquemas del fondo tradicional.

********************

El tópico de la inefabilidad afecta a todos los aspectos de lo concerniente a

Oria y, sobre todo, al más allá. El uso de este recurso es frecuentísimo, como lugar

común, incluso en otras obras, referido a todo tipo de asuntos: santidad de los pro-

tagonistas (SMil. 39 y 55), cantidad e intensidad de la mortificación (SMil. 68,

SDom. 74), gozo de las vírgenes (SMil. 307), facultades taumatúrgicas (SMil. 315,

SDom. 384a), beneficios de la santidad para los mortales (SMil. 362), padecimientos

de María en la Pasión (Duelo 22b), mercedes de la Virgen (Loor. 53a), etc….

La exposición de las maravillosas visiones de Oria cubre la práctica totalidad

de las cuadernas. No es extraño, pues, que la formulación tópica de la humildad se

ponga en boca de la protagonista de los hechos; de manera que, al mismo tiempo, se

ensalza en ella una cualidad indispensable para los siervos de la divinidad. Desde

su primer contacto con las vírgenes, Oria hace gala de esa humildad extrema, que es

adaptación del topos humilitatis a quienes han saboreado la gloria. Así, una vez in-

stalada en el más allá, apareciéndose a su madre, lamenta la, a su juicio, despro-

porción entre la excelencia del lugar y la nimiedad de sus méritos: estó en buen

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logar, qual nunca por mi mérito non podría ganar, SOria 199c-d). No se considera

digna de tan gran honra, como manifiesta en el primer contacto que tiene con las

vírgenes (SOria 35). El recibimiento de que es objeto en las mansiones celestes la

aturde (SOria 65). No se cansa de repetir que la gloria de la visión es inmerecida

(Esto por nuestro mérito nós non lo ganariemos, …nós non lo mereçiemos, SOria 68a-

b), sino que es gracia divina (68c-d). Acostumbrada a la mortificación, el su-

frimiento y la cameña, se siente extraña (dava yemdos estraños) al entrar en tales

vaños (SOria 122-124). Oria es la personificación de la sublimissima humilitas que

caracteriza a los más nobles personajes berceanos 89. Acepta su nueva y extraordina-

ria residencia como una manifestación de la voluntad sagrada, con modestia tan ob-

stinada que nos sorprende:

Yo non lo merezría de seer tan honrrada,

mas plogo a don Christo la su virtut sagrada. (SOria 200c-d)

Dicha humildad es asumida por el narrador que se confiesa frecuentemente inca-

paz de expresar, por ejemplo, la santidad de los personajes principales. La modestia

narrativa se manifiesta a menudo como falta de elocuencia; ineloquencia diagnostica

Grimaldo (UD pról. 107), quien, por su parte, recupera a veces otro tópico fecundo:

la consideración del cansancio del lector como criterio de moderación que evite ex-

cesos en una materia tan propensa a ellos. Como ya se ha comentado, este recurso fue

usado, dentro de nuestro dominio, ya en las VSPE y fue retomado siglos más tarde por

Grimaldo: …et ut de ceteris quam plurimis legimus, quos fastidium formidantes

omisimus… (UD II, 21, 86-67). El fastidium del lector no solo significa el fracaso

del autor, sino también un grave detrimento para el objetivo principal de estas

obras: una difusión sin límites. Berceo es quien apela a él con más frecuencia,

siempre como recurso artificial ofrecido por la práctica literaria precedente.

89 Alvar 1992 (p. 48) se refiere con este concepto a la cualidad de todos aquellos nobles personajes medievales que representan un ideal de vida (héroe, rey, santo, monje) y que sobrellevan su excelente valor con medida, con modestia. Por tanto, afecta a todo ese catálogo de figuras excepcionales que merecen una composición literaria monográfica que ensalce sus virtudes para modelo y ejemplo de la mayoría. En la obra de Berceo, afecta a sus tres personajes biografiados, a la Virgen María, a Lorenzo y, en otro grado, a los sencillos protagonistas de los Milagros. Lappin (p.128), recurriendo a la autoridad de Díaz y Díaz, considera que, en tiempos de Oria, la religiosidad mozarábica exigía la humildad como única cualidad indispensable para la ascensión: SOria 35b, 37c-d.

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El aturdimiento y el estupor en las visiones de Valerio como manifestación de

la admiración que provoca la ultravida son formas de resaltar lo extraordinario. La

reacción del espíritu viajero es de estupefacción y admiración ante el insólito es-

pectáculo que le ha sido dado contemplar, bien al ver por vez primera el locus amoe-

nus (M.) o bien tras tomar conciencia de lo que representa: insolito stuporem mi-

rarem (M.). El momento culminante se alcanza cuando Baldario llega a la presencia de

un Dios sentado en el trono de la gloria con las huestes de bienaventurados a ambos

lados; es decir ante la visión del juicio póstumo. El estupor se transforma en ter-

ror con el espectáculo anticipado de las penas del infierno (M.). La vivencia es tan

impresionante que años después, cuando Baldario la revive para Valerio, su voz tiem-

bla y se agita por el asombro y el pasmo que aún le sugiere: in se tremens, atque

cum nimio stupore fluctuante. Nótese que las mismas alteraciones anímicas experimen-

taron los personajes de las VSPE, especialmente Agusto, quien, como Máximo, escucha

palabras de su angélico guía que le invitan a no ser temeroso: ne timeas quia non

cadis modo. Repite, pues, Valerio otro de los elementos recurridos por los hagiógra-

fos.

En Oria, esta sensación de estupefacción ante lo indescriptible se transforma

en un sentimiento de gozo. La literatura del siglo XIII muestra una actitud más op-

timista, menos reverencial, más jubilosa, quizá correspondiendo a las condiciones de

la nueva época que clausurarán el crepuscular mundo medieval.

113

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7-. EL SUEÑO Y LAS CIRCUNSTANCIAS EXTERNAS DE LA VISIÓN

El recurso del sueño es necesario para conseguir el efecto de señalar, desde

el principio, una distancia entre la realidad objetiva y el anhelo inefable. Con tal

pretensión, los autores recurren a la tradición retórica, que cuenta ya con el aval

de la erudición, por una parte, y, por otra, con la sólida efectividad contrastada

durante siglos. No es que la hagiografía escatológica haya convertido estos recursos

en tópicos, sino que, más bien, hay que pensar en que los recupera ya estereotipados

y los adapta a la materia que trata. Esta circunstancia justifica por sí misma la

necesidad que vienen a cubrir: si no hubiese carencia, no se habría recurrido a el-

los. Pero, por otro lado, el objetivo último de estos relatos es presentar un uni-

verso ultrasensorial glorioso, excesivo en bondad y maravilla, hiperreal y, pre-

cisamente por eso, por encima de la realidad, no abarcable ni expresable en términos

reales. En consecuencia, si escapa a los límites conceptuales humanos, pero, sin em-

bargo, éstos son los únicos al alcance tanto del narrador como del receptor destina-

tario de la obra, no queda más remedio que, de una manera artificial y retórica, ad-

vertir que lo que se tiene entre manos no es más que un intento profundamente fal-

lido de comunicar lo incomunicable. Y aquí es donde cumplen su función los artifi-

cios literarios que procuran hacer justicia a las dimensiones inauditas del universo

psíquico ulterior, tanto los que humillan todo lo correspondiente al mundo terrenal

como los que aumentan, amplifican y exageran las sensaciones del otro lado, las ul-

trasensaciones hiperestésicas, ya sea por el asombro insólito de los personajes al

percibirlo por vez primera o por la acumulación de lugares, personas y hechos super-

lativos.

Desde otra perspectiva, pero con palabras de Homero que evidencian la univer-

salidad e intemporalidad de la metáfora, el sueño es hermano de la muerte, quizás

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por la aparencia física semejante entre ambos estados 90. El sueño es una imagen o

un amago de la muerte. Por tanto, se postula como vía de acceso apropiada al mundo

imposible de las visiones, clausurado en la vigilia.

********************

Sin embargo, Prudencio abre una punto de vista nuevo en su himno para antes

del sueño. Si, durante el día, el cristiano ha de disipar el peligro del letargo, en

la medida en que éste tiene relación simbólica con las tinieblas y la muerte, por la

noche es, como se ha dicho, el mejor antídoto contra el pecado. El hombre justo li-

bra su espíritu, por el efecto de un sueño profundo, de las preocupaciones mundanas

y se apresta a un viaje en el que recorre la región celeste:

Tali sopore iustus

mentem relaxat heros,

ut spiritu sagaci

caelum peragret omne. (Cat. VI, 113-116)

90 La relación establecida entre el mundo tenebroso, la noche y el sueño, con términos semejantes en la Eneida (VI, 390: umbrarum hic locus est, somni noctisque soporae) y las VSPE (IV, 9, 7-10:noctis sopore depressus), es antigua. Por otra parte, entre las dicotomías vigilia / sueño y vida / muerte hay una concomitancia casi universal. Vir-gilio acepta, en otro verso del mismo canto de la Eneida, la estrechísima vinculación existente entre el sueño y la muerte, de filia-ción griega: tum consaguineus Leti Sopor (VI, 278). En ese horrendo lugar destaca un olmo sobresaliente y copudo, entre cuyas ho-jas encuentran asiento, precisamente, los sueños vanos e inconsistentes (ib. 283-285):

…in medio ramos annosaque bracchia panditulmus opaca, ingens, quam sedem Somnia uulgouana tenere ferunt, foliisque sub omnibus haerent.En esto, como en otras ocasiones hemos visto, el poeta mantuano hace suyos los planteamientos homéricos. Para el poeta

griego, Sueño y Muerte son hermanos (kasígnetoi), hermanos gemelos (didymáoi), que escoltan veloces a las almas de los muertos. Las referencias explícitas a esta fraternidad son numerosas en la Odisea (XI, 220-225; XIII, 79-80; XXIV, passim, etc…), pero véanse, por ejemplo, dos pasajes de la Ilíada: cuando Hera busca a Hipno para que duerma a Zeus y así poder ella favorecer a los aqueos (XIV, 231) o cuando Hipno y Tánato (Sueño y Muerte) escoltan el cuerpo del héroe licio Sarpedón a su patria, para que reciba las honras fúnebres (XVI, 671-672, 681-682). También la tradición filosófica antigua reflexionó sobre esta asociación ancestral. Re-cuérdese que Sócrates plantea la cuestión de manera que presupone un íntimo vínculo entre sueño y muerte: si la relación entre vigi-lia y sueño es reversible o recíproca, ¿lo es también la establecida entre vida y muerte? Platón trata el tema en Phaid. 71b-e. Además, Eneas -emulando a Odiseo- abandona el mundo de los muertos por la puerta de los sueños, como después también lo harán los per-sonajes de Luciano (VH II, 32-34). El viaje al ultramundo está muy vinculado con los sueños y con la resurrección ya desde Virgi-lio: Anquises expone literariamente los principios de la transmigración de las almas. En el mundo cristiano, el dogma de la resurrec-ción es fundamental en la doctrina y en la liturgia; ésta, incluso, hace de la muerte un sueño muy largo en espera del juicio postrero. Por tanto, debemos considerar que se trata de una concomitancia inconsciente, debida a la identidad de principios teóricos de los que parten unos y otros. Es, pues, un asunto universal: véase un ejemplo mucho más reciente en Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, II.

Este problema de la resurrección de las almas adquiere la categoría de dogma en la religión cristiana; y se considera que la muerte es un sueño prolongado antes del eterno estado de vigilia, tras el Juicio Final. Respecto a este asunto véase parte del artículo de Gil 1974, p. 151-152.

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Los cuatro versos de esta estrofa son un puente entre la tradición clásica de

sueños revelados por la divinidad y la tradición bíblica, que Prudencio se encarga

de ilustrar con varios ejemplos extraídos tanto del Antiguo como del Nuevo Testa-

mento 91. En el mundo clásico ya Homero aborda el asunto, aunque adquiere notoriedad

con la secta pitagórica, los ritos órficos, la adivinación oracular o la incubatio

terapéutica. Por tanto, nuestro poeta es epígono de una línea de pensamiento con-

solidada por la autoridad de Virgilio. Aquí, en estos versos, se prefigura ya, como

enunciado, la fórmula que se mantiene, en general, en los tránsitos al más allá del

corpus hagiográfico y llega, por ejemplo, hasta la visión de Oria, la joven reclusa

de Berceo: el momento del sueño como el más indicado para el trance, el sueño inspi-

rado por la divinidad que favorece la revelación, la visita concebida como un viaje

o peregrinación y el inevitable regreso al siglo (tácito, aunque indudable, en los

versos del poeta hispano) cuando llegue el nuevo día. Prudencio, una vez más, recoge

las tradiciones pagana y cristiana y las funde en una fórmula que, con las variacio-

nes circunstanciales de cada visión, permanece casi inalterada hasta el siglo XIII:

el sueño de los justos (iustorum sopor 92) es un recorrido por la Jerusalén celeste.

En la Antigüedad se consideraba que los sueños eran revelación de Apolo, Prudencio

otorga esa función a Cristo. En el mundo altomedieval, se creía que la noche y los

lugares inexplorados eran el dominio de los espíritus malignos, el momento propicio

para sus asechanzas. Con la imposición del cristianismo, brujas y fantasmas son aso-

ciados al antiquus hostis del creyente. Todos los espíritus inmundos, especialmente

la concupiscentia carnis, actúan bajo la forma de pesadillas en visiones nocturnas,

en el ambiente desfavorable de las tinieblas 93. Por eso, como se aprecia en Pruden-

91 En el Nuevo Testamento (I Petr. V, 8), se afirma que las diatribas espirituales con el Maligno se producen en las horas nocturnas. La literatura patrística desarrolla esta línea: las vidas de las madres egipcias, Tertuliano, Hilario. Ambrosio (In psalm. XXV, 35) explica que los excesos alimentarios favorecen las perturbaciones. En todo caso, las experiencias esotéricas tienen lugar por la noche, casi siempre relacionadas con el oscuro mundo del sueño.

92 La equivalencia de la muerte con un sueño dulce se daba ya en la tradición ibérica de época romana, antes incluso de Prudencio. Hay un ejemplo de la Antología palatina (VII, 451) en el que se afirma que los mejores no mueren, sino que un dulce sueño se apodera de ellos.

93 Compárese con varios textos de Valerio (p. ej. Ordo 2 y 6) en los que describe a dos fieros enemigos suyos desta-cando en ellos la negrura de cuerpo y alma: Laín y Justo. Para éste reserva una calificación que se asigna frecuentemente a los sayo-nes del infierno: colore barbaricae nationis Aethiopum. Durante el día también actúan los espíritus inmundos en lugares inhóspi-tos, como bosques, selvas, etc…, en contacto con la naturaleza y lejos de los lugares habitados, según nos cuentan romances y lírica tradicional. También la hagiografía se hace eco de esta variante: cf. SMil. 10-11.

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cio (Ad galli cantum), la llegada de la luz diurna se siente como una liberación. En

la adaptación cristiana, durante el reposo, el alma vaga libre de preocupaciones

mundanas, imaginando visiones gozosas (Cat. VI, 25-40). En esos mismos versos, se

establece una dicotomía pertinente para una comprensión cabal de la teoría onírica

(sensus / mens): tal distinción conceptual resulta ser un axioma necesario de la

creencia estoica en el alma errante, que subyace a toda la literatura hagiográfica

visionaria y, en ocasiones, se hace explícita 94. Recordemos el pasaje de Hamarti-

genia (892-930) en que se recomienda la disolución definitiva de la percepción cor-

poral como condición óptima para el viaje parasensorial, para acceder a otra reali-

dad alternativa, y se recuerda el ejemplo canónico del Apocalipsis. A lo que habría

que añadir las mencionadas catábasis de Odiseo y Eneas (como también los opúsculos

de Luciano en que se relatan sueños o se dramatizan escenas necrológicas) en la me-

dida en que dan fundamento literario al recurso onírico. La divinidad utiliza los

sueños como vehículo para desvelar a los varones justos los misterios más profundos

y exclusivos de la fe: por ejemplo, en el presente caso, la naturaleza y esencia del

otro mundo. De esta manera, se proporciona soporte teórico a un recurso muy fre-

cuente de ahora en adelante: en el momento del sueño, la divinidad descifra un ar-

cano, inaccesible para la mayoría, a un privilegiado:

O quam profunda iustis

arcana per soporem

aperit tuenda Christus,

quam clara, quam tacenda! (Cat. VI, 73-76)

********************

Pero Prudencio no tiene la intención de narrar un ascensus ad superos. Por

eso, los datos al respecto se hallan diseminados por los versos de manera que sus

creencias acerca de la teoría y práctica del hecho visionario han de ser reconstrui-

94 Por ejemplo, en el primer himno cotidiano, dedicado al canto del gallo, se define el sueño como el momento en el que el pensamiento olvida los asuntos cismundanos y se entrega a un profundo letargo durante el que anda errante de sueño en sueño: uanis uagantem somniis (Cat. I, 88).

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das por inducción. Sin embargo, a partir justamente de la época del poeta hispano,

el relato del viaje espiritual trasmundano se construye según un estereotipo que

permanece esencialmente idéntico durante todo el período que estudiamos y corre-

sponde elementalmente al modelo sustratístico común a nuestras obras. Pero más que

Prudencio, su coetáneo Sulpicio Severo compendia todos los elementos característicos

en una breve visión: el cuerpo, fatigado por la angustia del ánimo, se entrega al

sueño al punto de amanecer; un sueño ligero, pero que aletarga todos los miembros,

“cosa que no sucede en otro tipo de sueño”. Le parece estar despierto con la sensa-

ción de estar durmiendo (Ep. II, 2); de tal manera que describe perfectamente la ma-

ravilla de su experiencia, además de certificar su consciencia durante el aconteci-

miento 95: no hay somnolencia, que insinuaría engaño.

Así, en las VSPE, la trayectoria ascendente se inicia con los preámbulos del

suceso (detallados cuanto es posible), comenzando por la referencia a la enfermedad

repentina que sobreviene a Agusto y que es indicio de la transmigración: repente

hunc contigit aegrotasse (I, 5-6). Es importante la voluntad manifiesta de destacar

que la enfermedad se presenta de manera fortuita, sin una causa científica recono-

cida y sin que obedezca a una explicación racional, porque, por un lado, no es per-

tinente ni imprescindible para el curso de la narración y, por otro, sugiere al lec-

tor la intervención de fuerzas suprahumanas que determinan inexorablemente el

proceso.

El momento culminante llega durante la noche, entre la vigilia y los maitines

(explicitis uigiliarum sollemniis; I, 8-9), intervalo que el diácono narrador ap-

rovecha para hacer una visita a Agusto convaleciente en la habitación que comparte

con otros oblatos (I, 11-13). Téngase en cuenta la idea popular que transcribe este

aforismo medieval latino: Ut dies vivis, nox est concessa defunctis 96. En todos los

casos, la visión sobreviene en un período de indisposición física, que se manifiesta

95 Otro contemporáneo galo, Enodio, compuso un himno vespertino cuyas dos primeras estrofas se hacen eco de la idea clásica, ya comentada a propósito de Prudencio, de que el sueño es como una muerte temporal, con lo que se prolonga el tópico:

…Ut viva dulci funereReconvalescant corpora.Mortis figura blandiorBustum soporem admovet… (Lír. lat. med. II, p. 208).

96 Lecouteux 1995, p. 194.

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en forma de debilidad o enfermedad, y siempre en la madrugada, justo entre la medi-

anoche y el amanecer (recuérdese cómo la Sibila urge a Eneas ante el temor de que el

día los sorprenda sin culminar el viaje por las regiones de ultratumba97). Aquí, en

un monasterio apartado de la vida seglar, el curso del tiempo está marcado por las

obligaciones cultuales, lo cual merece una breve aclaración del diácono narrador en

razón de la estación del año. Por esta causa, llegamos a conocer que la visión tuvo

lugar en una noche de invierno, en el período de descanso intermedio entre el último

oficio de un día y el primero del siguiente: yemis tempore seorsum excubie et seor-

sum matutinum officium, facto interuallo modico (I, 10-11). Al llegar el levita al

habitáculo en donde se produce el hecho portentoso de la visión, encuentra a todos

los jóvenes aspirantes a monjes profundamente dormidos, hasta el punto de que nin-

guno advierte su presencia (I, 13-15). La luz, que debía estar encendida, se ha apa-

gado, como premonición de los acontecimientos subsiguientes; el visitante despierta

a los que dormían y ordena encender de nuevo la luz (I, 15-17). Estas circunstan-

cias, insignificantes en apariencia, son el preludio extraordinario de un suceso

único. Sulpicio Severo 98 nos transmite una situación análoga a ésta, en la que un

tal Claro ordena que se vuelva a encender la luz para desenmascarar la falsedad de

Anatolio, quien afirmaba tener contacto con la divinidad. Según este testimonio, ya

en el tránsito del siglo IV al V, la luz es el instrumento adecuado para poner en

evidencia posibles farsas, como la que denuncia Sulpicio Severo. Por contra, hay que

deducir que la oscuridad era el marco predilecto para experiencias taumatúrgicas o

irracionales, como son las visiones. La oposición luz/oscuridad presidía, ya en la

Antigüedad la relación entre vida y muerte, día y noche, ocupación y reposo. Por

ejemplo, en la Odisea la llegada de la noche interrumpe sistemáticamente la ac-

tividad, por imperiosa o necesaria que sea, y sólo el último trayecto del viaje a

Ítaca se cumple en la oscuridad. Muy significativamente se trata del que parte de

Esqueria, la isla de los feacios, especie de paraíso terrenal maravilloso y per-

fecto. Y, en la misma línea, puede comprobarse que un poeta tan importante en la

tradición literaria medieval como Prudencio se sirve frecuente e intensamente de esa

97 Virgilio, Aen. VI, 539: nox ruit, Aenea; nos flendo ducimus horas.

98 Uita Martini 23, 8.

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dicotomía conceptual: no olvidemos la repercusión estructural y tropológica que ti-

ene, por ejemplo, en la serie del himnario cotidiano. Así pues, los cristianos del

siglo V, como Anatolio, y los del siglo VII comparten la misma interpretación de

esta alegoría, a juzgar por el presente pasaje de las VSPE.

Se hallan también elementos característicos del tránsito en el cuarto opúsculo

de la colección (dedicado a los hechos dignos de ser divulgados que acontecieron

bajo los episcopados de Pablo y Fidel). La relación comienza en el momento en que

este santo varón, Fidel, presiente su muerte (IV, 7, 1-3). Tal circunstancia da pie

para exponer varias anécdotas extrañas y sorprendentes, de las que importan, en es-

encia, dos, cuyos protagonistas son, respectivamente, un joven del círculo íntimo de

Fidel, quizás un oblato (IV, 7), y un religioso adscrito a su diócesis (IV, 9). Am-

bos tienen sendas experiencias durante una noche intempestiva (intempeste noctis),

en el momento del sueño, sobre todo el religioso, que se halla sumido en un profundo

sopor (sopore depressus). Como se comprueba más delante, es necesario que el sujeto

paciente de estas percepciones ultrasensibles esté predispuesto a una experiencia

onírica, es decir que duerma: los enviados divinos que vienen a mortificar a Fidel

antes de su tránsito post mortem no pueden aparecérsele hasta que no esté dormido:

in cellam eius minime non possumus, quia non dormit, sed in terram prostratus iacet

et orat (IV, 9, 34-35) 99. En ese estado difuso, ambos, religioso y oblato, sufren

una perturbación del horario cotidiano debido a una sensación errónea: excepcional-

mente, se levantan del lecho antes de tiempo, porque creen haber oído el canto del

gallo o el toque de diana. Parece, pues, que la relajación de miembros y la suspen-

sión temporal de los sentidos que se produce en el momento del sueño permite al alma

desplazarse por dimensiones metafísicas o, al menos, transgredir las magnitudes

99 En la colección emeritense, algunos personajes mueren tras tres días de penitencia. El valor simbólico del número tres se entrevé, por ejemplo, cuando la legación divina cuya misión es conducir el alma de Fidel a la corte celestial se dispone a cum-plir su mandato y sólo al tercer intento encuentran al elegido traspuesto, sometido por el sueño; por tanto, su mente está en disposi-ción de soportar una experiencia metasensorial y de trascender a una vida espiritual plena y eterna (IV, 9, 32-49). El arcediano de Masona también muere al tercer día de pesada enfermedad (V, 13, 74). De igual modo en los poemas berceanos: las fechas de sucesos trascendentes se expresan como triduos, ya se trate de visiones, apariciones, muertes o ejercicios devotos (Cf. Prud. Per. II, 25-32 y 137-144. VSPE II, 87-89; V, 13, 74; Berceo, SOr. 25, 116; SDom. 514, 544-545, 579-580; SMill. 189, 191). La tradición posterior extiende el dominio simbólico del tres a otros dominios: las muchedumbres de bienaventurados de las VSPE veneran tres veces al uir splendidissimus; los emisarios divinos encuentran a Fidel en disposición de hacer el último viaje sólo a la tercera intentona (VSPE I, 57 y IV, 9, 32-49).

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físicas100. El autor del relato participa, por tanto, de una idea común que ya es-

taba consolidada en tiempos de Prudencio, como se recordará.

********************

También Valerio, una vez expuestas la firmes credenciales que dan fe a sus

palabras, explica los factores ocasionales que predisponen al fenómeno visionario.

El espacio temporal del tránsito comienza siempre pasada la medianoche y termina an-

tes de las primeras luces del alba. En este aspecto, se siguen rigurosamente los

preceptos reputados por la tradición clásica. La noche y el sueño son las circun-

stancias convencionalmente imprescindibles para cualquier experiencia ultrasensible:

en la vida de Frontón -adaptación de una obra anterior, recopilada por Valerio- se

refieren dos apariciones angélicas; una sobreviene durante el sueño y la otra por la

noche. En la propia obra de Valerio no solo las visiones, sino también otros fenóme-

nos paranormales análogos, relacionados con cualquier tipo de revelación, se pro-

ducen en las horas nocturnas y siempre en estado de sopor (el iustorum sopor de Pru-

dencio). En el tiempo del sueño nocturno recibe el anacoreta las comunicaciones

divinas, si se hace caso de la confesión que hace él mismo en sus relatos autobio-

gráficos: adueniente nocte, dum cubili proprio quieuissem, cumque membra corporis

sopor adisset; iterum sopore grauatus obdormiens (Repl. 2). Teodora, la enferma

sanada por Valerio, acoge el mensaje divino afligida por la enfermedad y el sueño:

per noctem egrotans dormiret, reuelatum est illi… (Repl. 3). Solamente una aparición

no cumple este requisito formal: la del demonio impostor, ángel falso, que ve el

discípulo de Valerio mientras reza el salterio (Repl. 6). No se trata de una epi-

fanía celeste y, por tanto, el incumplimiento de las condiciones tópicas es la ine-

quívoca y flagrante constatación del embuste, como intuye el maestro al momento.

El Bergidense recupera un tópico clásico al que ya recurrieron, antes que él,

el redactor de las visiones y apariciones de Mérida y que después reaparece, por

ejemplo, en el Poema de Santa Oria, pero que pertenece, al menos desde Homero, al 100 En las mismas VSPE (IV 2, 40-44) se cuenta que el obispo Pablo, médico de profesión, prepara la complicada cura-

ción de una mujer embarazada pasando la noche en el templo de Santa Eulalia, postrado y rezando. Este proceso de incubatio busca la inspiración divina con fines terapéuticos y recurre a pautas semejantes a la inspiración visionaria: la noche, la relajación, la ora-ción y un estado análago al sueño que favorecen la llegada del oráculo divino.

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acervo cultural de la civilización. Las dos apariciones angélicas de la Vida de

Frontón se producen en el tiempo del sueño y cuando el santo es atormentado por una

enfermedad. Es decir, subyugados los sentidos por la anestesia del dolor y la rela-

jación del letargo; en suma, por la anhelada impasibilidad física. El relato de

Frontón documenta, junto con las Vidas de Mérida, la heterogeneidad de las fuentes

hagiográficas, pero, al mismo tiempo, la uniformidad de la tradición común.

Exceptuando la experiencia escatológica de Máximo, quien vuelve a su cuerpo

tras un período de varias horas (post multo orarum spatio), el suceso dura mínima-

mente, un instante, según el cómputo convencional del tiempo. El ánima de Baldario

abandona su cuerpo poco antes del amanecer (pretereunte noctis spatio exurgente lu-

cis crepusculo) y completa su viaje astral un segundo más tarde, en el crepúsculo

(primo diluculo preuenimus). Luego no se respetan los cánones físicos de las rela-

ciones entre el espacio y el tiempo. De esta manera, dispuestos los hechos en dos

tempos narrativos (uno -el terrenal y humano- objetivo y otro -el metafísico- hip-

ersincopado), el lector advierte que el mundo visitado por las almas pertenece a

otra dimensión, desde luego sobrehumana. No en vano el punto de partida de la expe-

riencia es, sin excepciones, un trance de muerte o semejante: graue egritudine op-

pressus iacerem exanimis (Ba.), graui inualescente egritudine, corporali molestia

percussus moreretur (M.). Éste, Máximo, muere a los pocos días de regresar su alma

al cuerpo convaleciente. El origen de la enfermedad es el rigor ascético de sus

hábitos: me acerrima macerarem abstinentia, atque cuncta deuotionis mee exercitia

cum ingenti fungerem penuria (Bo.). Si no hay enfermedad, es la postración a que

conduce el inmenso dolor de una mortificación inmisericorde la que favorece el con-

tacto paranormal: ya se trate de visiones (p. ej., las tres que nos relata Valerio),

ya de apariciones, como las que le sobrevienen a Frontón. Éste es visitado por un

ángel cuando se siente roto por las terribles heridas del lacerio: …angelo dei uisi-

tatus, graue caede plagarum percussus. En definitiva, el dolor corporal ha de ser

tan intenso que neutralice los sentidos y, por tanto, el espíritu se desprenda

fácilmente de los vínculos materiales y emprenda una experiencia anímica, ultrasen-

sorial, extraordinaria. Quizá nos hallemos ante una supervivencia cultual del primi-

tivo martirio. Al menos, el alma de los torturados transmigra en el momento del do-

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lor más intenso, el de la anestesia de los sentidos; así se nos transmite, sin ir

más lejos, en el pasionario hispánico y en los himnos prudencianos. La moderna psiq-

uiatría explica que la anestesia total provocada por el sometimiento inmisericorde y

constante es capaz de excitar una reacción sincrónica de las neuronas de la que

puede resultar una experiencia sumamente placentera y efímera, en la que tiempo ob-

jetivo y subjetivo no coinciden. Es decir, las descripciones hagiográficas se ajus-

tan a los síntomas médicos. En ese estado de debilidad corporal, las condiciones

para el viaje escatológico del espíritu son idóneas, como nos demuestra el caso de

Bonelo: el monje queda traspuesto antes de alcanzar el éxtasis (hinc demum factus in

excessu mentis atque iterum in extasi).

********************

Grimaldo, el monje galo de Silos no especifica sino muy sucintamente la coyun-

tura en la que se producen los prolegómenos del viaje cataléptico. En primer lugar,

no respeta las categorías establecidas por Macrobio para el fenómeno general de la

experiencia onírica. Así se entiende mejor la indistinción que parece también afec-

tar a Berceo. De forma invariable, Grimaldo designa a experiencias aparentemente

similares, aunque distintas, con el término uisum, teniendo como criterio único las

circunstancias externas del prodigio. Uisum denomina al fenómeno extrasensorial que

se da en estado de vigilia, cuando el sujeto no está dormido y que, como en estos

casos puede derivar en revelación divina o visión. La primera se produce cuando el

hombre santo, Domingo, conoce mediante inspiración celestial la fuga de unos cauti-

vos sarracenos:

…post laborem in stratum quiescenti, per uisum mitere consolatores, uultu habituque fulgentes

(UD I, 7, 17-19);

la segunda corresponde a la visión de unos varones vestidos de blanco que le condu-

cirán en su viaje:

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Quod statim famulo Dei per uisum diuinitus est reuelatum, qui statim expergefactus a somno,

surrexit. (UD I, 16, 14-15)

La confusión para nosotros es todavía mayor cuando en ambos casos nuestro pro-

tagonista se repone de su alteración psíquica despertando del sueño (UD I, 7, 66-67:

expergefactus a somno; igual que se expresa en la cita anterior, la de la revelación

de la fuga).

Dejando de lado el asunto de la presunta imprecisión léxica de Grimaldo y vol-

viendo al análisis de las circunstancias, nótese cómo el autor acepta tácitamente

las convenciones del género. De ambos casos parece inevitable inducir que la situa-

ción se produjo en un estado de cierto sopor o somnolencia. Además, Domingo llega a

la visión ultraterrena en un momento de descanso después del trabajo; es decir, sus

sentidos se hallaban sometidos por el cansancio. Por tanto, de una manera muy con-

cisa se apuntan las condiciones que predisponen a la experiencia suprema. Probable-

mente, con esas brevísimas pinceladas, en la idea de Grimaldo, se le proporcionaban

al lector las claves suficientes para interpretar la situación, dado que el lector

de hagiografías estaba acostumbrado a manejar los códigos genéricos y es posible,

incluso, que el propio autor considerase innecesaria la expecificación de detalles

universalmente conocidos porque se repetían desde hacía siglos en multitud de textos

escritos y relatos orales análogos 101. Por último, cabe señalar el carácter profé-

tico o premonitorio de la vivencia de Domingo, que la convierte en visión sensu

stricto.

********************

Por su parte, en lo que podrían ser considerados los prolegómenos biográficos

de Oria, se hace hincapié en el carácter visionario de las posteriores experiencias.

En cambio, no existe una exposición teórica sistemática acerca del asunto en la obra

del poeta riojano. Sin embargo, de algunas referencias (insignificantes en exten-

101 Poco después, ya en el siglo XII, sin abandonar el ámbito hispánico, la Historia compostelana incluye una brevísima visión cuyas circunstancias siguen los estereotipos archiconocidos: la fecha concreta, las continuas vigilias que derivan en visiones nocturnas, producidas en momentos oníricos, y la sensación de estupor. Cf. la edición de este fragmento en Díaz y Díaz 1985, ps. 83-93.

124

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sión) es posible inducir algunas de las premisas que sostienen su concepción de la

visión literaria. Generalmente, no difieren de las que rigen el género desde la

Latinidad Tardía y durante toda la Edad Media. En principio, es asociada a un estado

de profundo sueño en el que llega la inspiración divina para compensar el ardoroso

deseo de abstraerse del mundo que acosa al sujeto y es el verdadero motor de la ex-

periencia102. La hiperia, esa especie de racionalización psiquiátrica de los viajes

catalépticos místicos, consiste, como se sabe, en una activación simultánea de las

neuronas, que, en consecuencia, estimula extraordinariamente la función cerebral. De

hecho, Álvarez pone esta potencia en relación clara con la memoria y el aprendizaje

103. De esta manera, también la ciencia corroboraría la idea de la ascensión in-

telectual. Véase -porque resume todos estos factores- el caso del joven Millán, rús-

tico pastor, que tiene acceso a una visión mientras apacienta sus ovejas: la relaja-

ción y el descanso se convierten, por tanto, en vehículo de un sueño inspirado de

índole epistemológica, reveladora, apocalíptica, puesto que el individuo visionario

adquiere un nivel superior de conocimientos, despierta maestrado. Los versos son los

siguientes:

Andando por las sierras, su cayado fincando,

cumpliendo so oficio, sus ovejas guïando,

fuélo de fiera guisa el sueño apesgando,

apremió la cabeça, fóse adormitando.

Durmió quanto Dios quiso sueño dulz’ e temprado,

mientre yazié dormiendo fue de Dios aspirado;

quando abrió los ojos despertó maestrado,

por partirse del mundo oblidó el ganado. (SMil. 10-11)

102 El apartamiento del mundo es un tópico clásico universalmente conocido. Con el epicureísmo y, sobre todo, con el cristianismo asume una nueva orientación esencialmente religiosa, pero también política y moral. En los primeros tiempos, se concretó en el secessus in uillam: los cristianos fundan comunidades en lugares retirados del ajetreo mundano para vivir plena-mente su ideal. Más tarde, cuando la religión cristiana ha impuesto su hegemonía, la anacoresis primitiva es sustituida por lo que puede llamarse el retiro interior, el recogimiento en uno mismo (epistrofé eis eautón) que lo aísla del entorno convulso. Ésta es la nueva versión de la vida entregada a la divinidad que se practicaba en tiempos de Millán y que Berceo propone a sus contem-poráneos. Por tanto, es la que se propugnó uniformemente durante todo el milenio por el occidente europeo.

103 Álvarez, p. 111.

125

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Las visiones son fenómenos en general extraños por insólitos (SDom. 248b),

pero frecuentes en el caso particular en que se dan1 0 4 . Tanto como las apariciones.

Además, ambas suelen manifestarse en el momento del sueño. Tales concomitancias jus-

tifican cierta ambigüedad terminológica. Así, Amuña vive afligida por la incertidum-

bre respecto al destino trasmundano de su hija Oria y desearía saber de ella para

sentirse tranquila; sin embargo, no duda de que la revelación, si se produce, le

será transmitida en sueños: sólo que la podiesse sonnar una vegada (SOria 186c). El

hecho mismo de la aparición de Oria es definido como ensoñación: Ensonnó esta duenna

un suenno deseado (SOria 188c). Según la clasificación de Macrobio, la canónica en

la época, la repetición onírica de las preocupaciones que asedian al individuo

cuando está despierto es un insomnium 105. La experiencia de Amuña coincide, pues,

en todos los detalles con este género singular de percepción que se manifiesta du-

rante el sueño. Berceo da muestras de conocer la terminología de la tratadística

contemporánea.

No obstante, quizá en la medida en que ambas, aparición y visión, evidencian

el otorgamiento de una gracia divina generosa, la aparición post mortem de la joven

reclusa a su madre es designada con el término general de ‘visión’: demostróli a

Âmunna una grant visïón (SOria 187b). Las fronteras semánticas entre los vocablos

‘visión’, ‘aparición’, ‘sueño’ y ‘ensueño’ eran difusas para Berceo; o, al menos,

utilizaba los términos sin afán de precisión, con indiferencia hacia los matices y

cierta despreocupación técnica, consecuencia de los intereses divulgativos que lo

mueven y de la condición del público al que dirige su obra. Con la misma imprecisión

con la que puede hacerlo hoy el común de las gentes. Las sutilezas de Macrobio a

este respecto eran secundarias en esta obra y, probablemente, no traspasaron los

límites de la tratadística.

Las dos experiencias de Oria que forman el núcleo en torno al que se configura

la obra no son -excluyendo la aparición de María acompañada de una cohorte de vírge-

104 Lappin (p. 221) comenta el tópico por el que el narrador rechaza exponer todas las visiones y apariciones que afectan al protagonista con el pretexto de huir de la prolijidad. Haya ejemplos en SDom. , Alex. y el Libro de Buen Amor y encuentra un precedente bíblico en el Evangelio de San Juan XXI, 25.

105 En la psiquiatría actual, este fenómeno recibe el nombre de pensamiento forzado: el sueño reproduce los pensamientos que preocupan la mente durante el día. En el episodio anteriormente comentado del joven Millán (U.Ae. 8, SMil. 10-11), éste alcanza el trance extático interpretando una pieza musical. Nos hallaríamos ante un caso de hiperia musicógena, según la teoría propuesta por Álvarez.

126

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nes en la celda de la muchacha- sueños ni ensueños, sino que se trata de visiones

que tienen lugar en el ámbito onírico y metarreal de la noche, de los sueños y de

las vivencias ultrasensoriales. En cualquier caso, la visión es una manifestación de

la gracia divina, concedida por la voluntad de Dios, que tiene carácter premonito-

rio; la visión del más allá a la que tiene acceso Oria es presentada como bendición

otorgada por la divinidad:

Tanto fue dios pagado de las sus oraçiones

que li mostró en çielo tan grandes visïones

que devién a los omnes canbiar los coraçones. (SOria 24a-c)

Regresando de nuevo al componente visionario de la obra de Berceo, analicemos

el momento de la visión para constatar que se ciñe al paradigma configurado por la

tradición cultural y literaria ambiente. La Antigüedad clásica pinta el Hades como

un mundo de tinieblas y sombras. Esto es, quizá, porque, desde Homero, se localiza

en las entrañas de la tierra y porque, al contrario que el de los vivos (luminoso y

de colores abigarrados), el de los muertos ha de ser opaco y lóbrego. Eneas viaja en

el período de una noche y, por eso, el trayecto se realiza por parajes tenebrosos y

oscuros. Pero el paraíso cristiano es un mundo brillante y resplandeciente, como se

comprueba en estos relatos. En el origen de los viajes nocturnos al más allá está,

probablemente, el precedente de Odiseo 106 y, por efecto de la imitatio, el de

Eneas. A ello debe agregarse el halo de magia, misterio e imaginación, apropiado

para los relatos maravillosos que transportan a sus personajes a otro mundo alejado

de la materia objetiva, a otra realidad alternativa. El concepto de nocturnidad des-

tila espontáneamente las ideas de oscuridad, de inactividad casi absoluta, de íntima

soledad y de connotaciones oníricas por ser el tiempo convencional o naturalmente

asignado al sueño. Esto último es importante porque, tanto Oria como Amuña, se tra-

106 Incluso el encargo de viajar al más allá, como experiencia previa al regreso a Ítaca, se lo hace Circe a Odiseo de madrugada, inmediatamente antes de la aurora (Od. X, 509-550). Pero, en concreto, el país de los cimerios, situado en la frontera que separa los dos mundos, es una región brumosa en la que nunca penetran los rayos del sol, de modo que reina eternamente la noche (Od. XI, 14-19). Por su parte, Eneas sale de su periplo escatológico por la puerta de los sueños (Aen. VI, 893-901), imitando otro pasaje homérico (Od. XIX, 535-550). En la catábasis de los pretendientes, el último lugar por el que pasan, antes de llegar al Hades, es el país de los sueños (Od. XXIV, 11-14). Por tanto, la relación entre el mundo de los muertos y el sueño hunde sus raíces en la lit-eratura grecolatina.

127

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sponen o duermen en el momento anterior al trance. Recuérdense los casos idénticos

de las VSPE y de la Compilación hagiográfica 107. El sueño es un estado de la mente

que, sin formar parte de la existencia objetiva, proyecta en el sujeto estímulos y

reacciones sensoriales vívidas, metarreales. Pero, aparte de la nocturnidad, se dan

otras circunstancias insólitas que presagian un acontecimiento verdaderamente para-

normal; es decir al margen de la percepción racional. Siguiendo las pautas del

tópico, se hace hincapié en la precisión: la fecha exacta, en relación simbólica

(mediante el número tres) con otra muy señalada del calendario. Oria experimenta su

primera visión el día 27 de diciembre y once meses después, el 26 de noviembre, se

le presenta la Virgen en su celda:

Terçera noche era después de Navidat,

de Sancta Eugenia era festividat. (25a-b)

Terçera noche ante del mártir Saturnino,

que cae en nobienbre de Sant Andrés vezino, … (116a-b)

El espíritu de García, el esposo de Amuña, ya fallecido, se le aparece a ésta el día

12 de marzo siguiente para anunciarle la inminente muerte de Oria:

El mes era de março, la segunda semana,

fiesta de sant Gregorio, de Leandre cormana. (161a-b)

A mediados de mayo de ese mismo año, la fiesta de Pascua de Pentecostés, el espíritu

107 De igual manera, en el Libro de Alexandre, un hombre santo tiene una visión. En consecuencia, ésta se manifiesta como pensamiento forzado en el momento de la transposición onírica nocturna y con síntomas de enfermedad o de angustia (hoy lo llamaríamos stress):

Estava en mi cámara en mi lecho yaziendo,de las cosas del regno yazía comidiendo;fue con la gran anxía el sueño transponiendo,yazía en grant cueita, grant lazerio sufriendo.

Era la noche lóbrega e la casa obscura,corrién de mí sudores, ca era en ardura;semajava la cócedra que era tabla dura,ca yaz quien ave cueita siempre en estrechura. (Alex. 1149-1150)

Este ejemplo ajeno a la literatura hagiográfica viene a repercutir en la hipótesis del magma cultural que envuelve el mundo de las visiones, en general.

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de Oria se aparece a Amuña para hacerle saber los detalles de su transmigración y,

de paso, certificar la veracidad de sus visiones:

Cayó una grant fiesta, un día sennalado,

día de Cincüesma que es mayo mediado. (SOria 188a-b)

Se concretan incluso las condiciones previas. Siempre durante la noche: después del

oficio de maitines (26a y 189a) o a media noche (117a), excepto la aparición de

García, que se produce a la hora de la siesta (161c) porque anuncia la muerte de

Oria esa misma noche, y la visión del Monte Olivete, cuyas circunstancias no se

detallan 108. También siempre el sistema perceptivo de la protagonista, sea Oria o

Amuña, está neutralizado o disminuido: la primera visión de la joven y las aparicio-

nes de la Virgen y de Oria se producen en el momento del descanso nocturno (26c),

cuando, en ocasiones, se encuentran agotadas por una larga vigilia y por una rigu-

rosa mortificación, yaciendo en su lecho penitencial (117 y 189c); en otras ocasio-

nes, están enfermas, ni comen ni duermen, factores que facilitan la alteración de

las sensaciones (138, 162 y 176b)1 0 9 . E, incluso, concurren ambos factores -sueño y

debilidad física debida a la penitencia- como en los prolegómenos de la visión de

Domingo:

El confessor glorioso, un cuerpo tan laçrado,

durmiésse en su lecho, ca era muy cansado;

una visïón vido por ond fue confortado

del lacerio futuro siquier de lo pasado. (SDom. 226)

Súmese el profundo ardor religioso que acompaña a los intensos momentos que

108 Uría Maqua 1976 (p. 136) achaca la falta de la fecha y otros pormenores de la visión a la pérdida de un folio del códice. En Berceo 1992a, la editora (la misma Uría Maqua) sigue manteniendo que en las cuadernas perdidas debía de constar, entre otros detalles, la fecha concreta del suceso (nota a 140). Estas tesis son recogidas en nota a 137 por Ruffinatto en Berceo 1992b. Si se aceptan estas opiniones, resultaría que Berceo no se aparta del tópico en ningún caso.

109 Para Lappin, p. 97, el hecho de que la muerte de Oria se produzca en el crepúsculo, a las seis de la mañana, tiene un valor simbólico soportado por la ecuación noche=muerte. Y aduce un pasaje veterotestamentario (Eccl. XII, 1-2. Sin embargo, el narrador se limita a perpetuar un tópico muy difundido en general, especialmente en la literatura hagiográfica, aquí en concreto con la de los viajes ultraterrenos. El propio Lappin, al tratar las circunstancias del funeral, afirma la notable dependencia de las hagio-grafías de los estereotipos (the descriptions are all relatively stereotyped) y aporta numerosos ejemplos de dentro y fuera de la obra berceana.

129

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preceden a visiones y apariciones. Por ejemplo, tras rezar fervorosamente con sus

compañeros, Oria se retira a la celda para reponerse. Compárense estos dos momentos

diferentes:

Después de las matinas, leída la lectión,

escuchóla bien Oria con grant devocïón,

quiso dormir un poco, tomar consolación… (SOria 26a-c)

Serié la meatat de la noche passada,

avié mucho velado Oria, era cansada.

Acostóse un poco, flaca e muy lazrada.

Non era la camenna de molsa ablentada. (SOria 117)

Ya se comentó que los narradores altomedievales muestran un interés escrupuloso en

subrayar que la noche de autos los viajeros visionarios no han sido vencidos por el

sueño. Siguiendo la sutil distinción, Oria no llega a dormirse en los prolegómenos

del acceso, sino que, a lo sumo, se traspone. En cambio, Amuña percibe el espíritu

de su esposo en sueños (adormida), lo mismo que cuando se le aparece su hija: el

verbo ‘ensoñar’ tiene un significado claro, a la luz de las categorías de Macrobio:

ensueño (insomnium) es una ilusión nocturna en la que reaparecen las preocupaciones

que hostigan al individuo durante el día. Las visiones, en cambio, son manifestacio-

nes divinas, teofanías prospectivas.

En todos los casos, el sujeto padece ciertas anomalías sensoriales (acéptese

el sueño entre ellas) o, incluso, trastornos de la salud, antes de alcanzar el

trance. Tales alteraciones psicosomáticas acompañan a las visiones desde los textos

más antiguos (recuérdese el caso de Agusto; o, incluso, el de la Eulalia prudenci-

ana). Reaparece este lugar común en la muerte de Millán: el eremita siente un dolor

en el costado que rápidamente se extiende por todo el cuerpo, como preludio del

viaje postrero (SMil. 295 ss.). A veces, también al retornar el alma al cuerpo, los

sujetos de la visión experimentan prodigios análogos: Domingo no puede ver nada,

deslumbrado o cegado por el reciente espejismo ultramundano, incluso reconvertido en

el hombre nuevo que exige el apóstol Pablo, pues regresa al mundo terrenal con la

130

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voluntad cambiada (SDom. 244). Cuando estos signos son más intensos (SOria 135-136),

Oria muere y obtiene la merecida y prometida gloria del trono que guarda Voxmea. La

enfermedad, que precede a menudo a la muerte de los videntes (ya sucedía en las

VSPE), adquiere proporciones simbólicas al erigirse en signo de la salvación eterna,

según anuncia la propia Virgen y recuerda Berceo en otros pasajes de su obra:

“Esto ten tú por signo, por çertera sennal:

ante de pocos días enfermarás muy mal,

serás fuert’ enbargada de ‘fermedat mortal,

qual nunca la oviste. Terrásla bien por tal.

‘Veráste en grant quexa, de muert’ serás cortada;

serás a pocos días desti mundo passada,

irás do tú codiçias, a la silla honrrada,

la que tiene Voxmea para ti bien guardada.” (SOria 135-136)

Son muy claras, por ejemplo, estas dos cuadernas de la Vida de Santo Domingo de Si-

los, en las que el santo protagonista se dispone a bien morir ante las perspectivas

que tal indicio le depara:

Como es la natura de los omnes carnales,

que ante la muerte sienten puntas mortales,

ovo el santo padre sentir unas atales,

más li plogo con ellas que con truchas cobdales.

Fo perdiendo la fuerça pero no la memoria,

entendió bien que era quitación perentoria,

que li vinié mensage del buen reï de gloria,

que sopiese que era cerca de la victoria. (SDom. 490-491)

El propio Domingo sufre en su cuerpo las consecuencias del sueño, el lacerio y

el cansancio y las interpreta como indicios físicos de aparición (SDom. 226). Otros

personajes menores experimentan semejantes alteraciones antes de procesos extrasen-

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soriales relacionados con el otro mundo: un bienaventurado se le aparece a Servando

tras el preámbulo de una oración nocturna, cuando se halla dormido y aturdido por el

cansancio y la enfermedad (SDom. 652). Casi siempre, por las circunstancias, el

fenómeno extraño interrumpe el ritmo habitual del entorno: los compañeros del hombre

santo (Millán en este caso) se ven desconcertados hasta el punto de no poder cumplir

con el oficio divino de lectura y oración, a pesar de que el protagonista de la

transmigración permanece inalterable en su dignidad, que, por contraposición, se ve

acrecentada (SMil. 297-298).

132

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8-. EL DESPRECIO DEL MUNDO

Un valor característico de la cosmovisión cristiana, inédito tal como se pre-

senta en la tradición pagana, es la vinculación entre triunfo, amor y muerte. En el

mundo mitológico en general y clásico en particular, el amor es el estandarte de un

triunfo. En casi todos los relatos, la victoria del héroe se ve compensada con el

amor de una mujer. Pero también son muchos -y, a veces, los mismos- aquéllos para

los que la culminación amorosa supone el principio de la decadencia, incluso de la

destrucción y de la muerte: Orfeo y Eurídice, Píramo y Tisbe, Paris y Helena, Eco y

Narciso, Adonis y Venus, Apolo y Dafne, Céfalo y Procris, etc… De manera que tri-

unfo, amor y muerte se ligan en una cadena inexorable. La teología cristiana altera

sensiblemente el orden de la relación con una impronta señaladamente trascendental y

sotérica. Es el afecto amoroso el que conduce a una muerte voluntaria por la es-

peranza del triunfo eterno: amor, muerte y triunfo. La muerte no es ya el fin triste

del ciclo, sino un acto de amor supremo con función transitiva hacia el triunfo. Y

no es el amor el símbolo de una culminación triunfal, sino viceversa: el triunfo

contraseña de la culminación amorosa. Por tanto, el concepto de ‘amor’ (entendido,

en su sentido nuevo, como traducción de la agape griega) actúa como motor sentimen-

tal del proceso que lleva al más allá, al palacio divino, donde se disfruta del ban-

quete fraternal de los bienaventurados; del ágape. El amor cierra el ciclo, desde la

nueva perspectiva de Prudencio y sus correligionarios. Por tanto, no hay que temer

la muerte, como aconseja el obispo Fructuoso a sus diáconos (Ne mors terreat! Est

parata palma, Per. VI, 24). El nuevo amor, tras la lucha agónica contra el cuerpo

por la muerte de éste, provoca la liberación del alma (de ello es consciente Lo-

renzo, Per. II, 265-275) y su presentación ante Cristo triunfante; así lo asegura

con contundencia Pedro, en su deseo de emular a Jesús (Per. XII, 13-14), ante la in-

tuición de su martirio: Ad Christum eundum est (Per. XII, 26). Cipriano agradece el

martirio y lo afronta entonando un canto triunfal: Ille deo meritas grates agit et

canit triumphans (Per. XIII, 95). El espíritu victorioso se adorna con los atributos

dignos de su nuevo estado (túnicas purpúreas y coronas áureas), con las que podrá

participar del amor cristiano, en el ágape celestial:

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…non sordidati aut debiles,

sicut uidentur interim,

sed purpurantibus stolis

clari et coronis aureis. (Per. II, 273-276)

Así se cierra el ciclo mítico prudenciano por el que el hombre, creación

divina, retorna a su antigua esencia, tras un período de ejercitación en la cárcel

corporal; amor, muerte y triunfo en el amor eterno, en la agape.

Es evidente que los vínculos con el mundo sensible, de los que ansían de-

sprenderse los mártires de los versos de Prudencio y los eremitas y reclusos de la

hagiografía medieval, llegan al alma por la vía de su revestimiento somático 110. De

manera que la liberación de la cárcel corporal significa realmente la ruptura con la

impureza material y, por tanto, es el último trámite. Así lo expresa Cipriano, el

mártir cartaginés de Prudencio: eripe corporeo de carcere uinculisque mundi hanc

animam (Per. XIII, 63-64). Quienes entregan su vida por la causa de Cristo se sien-

ten liberados por el deseo de alcanzar la culminación y el esplendor del triunfo de

que es símbolo el amor y por el afán de trascendencia (amor lucis, Per. VI, 70-72).

Y este hecho contribuye a que la tortura o las privaciones sean aceptadas de buen

grado, incluso voluntariamente reclamadas: gaudet currere Fructuosus ultro (Per. VI,

18). El corporeus carcer es definido magistralmente en un trístico del himno a Fruc-

tuoso, Augurio y Eulogio, en el que el número tres es, deliberada y conscientemente,

relacionado con los tarraconenses protagonistas y con la Trinidad. El recurso de la

anáfora y el paralelismo destacan, por contraste, la gradación ascendente de sentido

que se desarrolla en los versos: la cárcel corpórea es dibujada sobre el referente

real del calabozo romano, pero se constituye en metáfora de la scala Dei. Es,

primero, un mérito menor o peldaño hacia el premio; en segundo lugar, un vehículo

que transporta a las alturas del cielo; finalmente, un medio de ganarse la amistad

de Dios, pero solo para quienes han alcanzado el estado de dicha, quienes son ya al-

mas puras, incorpóreas:

110 El poeta calagurritano, como era de esperar, se decanta por la vía moral de la salvación y prefiere el alma a las in-clinaciones fugaces y transitorias de este mundo. Véase, por ejemplo, Cat. X, 17-32.

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Carcer christicolis gradus coronae est,

carcer provehit ad superna caeli,

carcer conciliat deum beatis. (Per. VI, 25-27)

Estos mismos conceptos parecen estar detrás de la retirada de la vida secular

propia de monjes, cenobitas, eremitas o emparedados del bergidense valle del Silen-

cio (en los tiempos de Valerio), de la Liébana de Beato o de las riberas del Nájera

(en tiempos de Muño y Oria e, incluso, de Berceo). El abandono del mundo sensible

que se consuma en cada martirio está en el fundamento de la vida retirada de los

monjes posteriores. Es un principio de la ética protocristiana que, en Prudencio,

converge con un tópico de la literatura pagana: el del contemptus mundi. En el me-

dievo cristiano, cuando el martirio ya no es un testimonio de fe, se interpreta el

valor de éste en un sentido ético cotidiano: bien encerrando en cenobios herméticos

a los cristianos selectos, o bien, como Valerio y sus compañeros y como Oria, redu-

ciendo el espacio vital a las dimensiones de su cuerpo, recluyéndolos en un antro

minúsculo en el que no hay nada que pueda distraer el pensamiento del monje hacia

las vanidades del siglo. Los reclusos encarcelan el cuerpo para liberar el alma. En

ambos casos, el de los mártires y el de los ascetas medievales, hay un desprecio de

lo mundano. La identidad de actitudes es total; tanto que un verso compuesto por

Prudencio para definir el contemptus mundi en la época de las persecuciones retrata

perfectamente la actitud de los clérigos medievales, con la única diferencia de que

la circunstancia ambiental era adversa a los mártires y propicia para los monjes:

liquerunt miseri properanda pericula mundi (Ham. 844). Se aprecia el ascendiente re-

moto de la ética estoica de aceptación del destino, confiado a la divinidad, que une

la felicidad a la virtud: el hombre debe vivir de acuerdo con la naturaleza, inde-

pendiente de lo exterior (autarquía), indiferente a los valores mundanos (adiáfora),

dominando sus pasiones (apatía) y soportando los males para fortalecer el alma. En

todos estos axiomas está prefigurada la moral ascética del cristianismo promovida

por los relatos de visiones. Por su parte, a la doctrina neoplatónica se remonta la

idea, tan arraigada en el pensamiento monástico, de que el menosprecio de lo terre-

nal implica la bienaventuranza ultramundana. El sentido de la recompensa póstuma

135

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proporcional estaba ya formulado por Platón en el mito de Er y en otros pasajes de

la República 111. Por tanto, el principio de conducta moral está en el esfuerzo por

librarse de la tiranía de los sentidos y sumergirse en el mundo interior, lo cual se

consigue con el conocimiento cuyo grado supremo culmina en la unión plena del alma

con la divinidad (experiencia prometida en las visiones).

Para demostrar el difícil equilibrio entre obediencia y libertad, al que ex-

pone la divinidad a sus criaturas y que constituye el dilema básico del cristiano,

Prudencio recurre a un lugar común universal: la ilustre anécdota de la doble vía.

En la tradición clásica, tal imagen se remonta al célebre fragmento que resume la

teoría del conocimiento del filósofo Parménides. Con ella deben ser emparentadas la

revisión de nuestros poetas. En último término, el magma teológico cristiano en el

que se desenvuelve el calagurritano se construye en torno a la idea de una verdad

trascendente que es posible aprehender mediante el desprendimiento de lo inmediato.

Como en el relato parmenídeo, el cristiano se enfrenta a una crucial decisión: vivir

entregado a los placeres o renunciar a esa atractiva tentación. Es evidente cuál ha

de ser la resolución del candidato a ocupar sede en el paraíso cristiano. Además,

esa antigua imagen de la filosofía pagana encuentra refrendo o, si se quiere, corre-

lato en los versículos neotestamentarios. El evangelio de Mateo recurre a un símil

parecido, si no idéntico, para ilustrar las dos actitudes básicas del cristiano 112:

la puerta ancha y el camino amplio que conduce a la ruina frente a la vía estrecha y

la puerta ajustada por la que se entra a la vida. El hecho de que la mayoría elija

la primera senda implica (como sucede en la parábola filosófica y en la interpreta-

ción teológica cristiana) que solo unos pocos esforzados, los elegidos, prefieren

encaminarse por la otra, la ardua y penosa, la de la vida.

********************

Prudencio adapta mínimamente el patrón novelándolo. Dos jóvenes hermanos lle-

111 Los textos aludidos proceden de Rep. X, 614c-615b.

112 Mt. 7, 13-14: Intrate per angustam portam: quia lata porta, et spaciosa uia est, quae ducit ad perditionem, et multi sunt qui intrant per eam. Quam angusta porta, et arcta uia est, quae ducit ad uitam: et pauci sunt qui inueniunt eam!

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gan en su viaje a una bifurcación; ante la duda de qué camino seguir, deciden

separarse. Uno avanza por el camino de la izquierda, atraído por la delicia del pai-

saje -de reminiscencias léxicas virgilianas- y el terreno llano, pero, entregado a

la molicie ambiente, descuida su destino primero y llega finalmente a un lodazal; en

cambio, el otro hermano tiene que recorrer una vereda angosta, pedregosa y empinada,

entre arbustos espinosos, para ver recompensadas sus fatigas al alcanzar las estrel-

las (Ham. 789-801). De esta manera, no solo se explica que el alma no puede alcanzar

las mansiones del otro mundo si propende o se inclina demasiado a las cosas terrenas

(noción que tiene precedentes paganos -Platón y Virgilio- y, por supuesto, también

testamentarios -Isaías, Marcos-), sino que nuevamente se reitera -si bien de manera

tan solo sugerida- la creencia en la transmigración por el éter, astral: illum sid-

eribus caput inmiscere propinquis (Ham. 800). El alma, libre de ataduras corporales

y rémoras materiales, escapa de la prisión terrena lanzándose a un veloz recorrido

aéreo.

La misma bifurcación reaparece en un pasaje de su alegato contra el orador

Símaco. En esta obra de carácter didáctico, polémica contra el paganismo, Prudencio

recupera la inveterada imagen de la doble senda: el camino de la derecha conduce a

la gloria y el de la izquierda al abismo. A los que transitan por la primera los

guía la deidad. El camino es difícil al principio, pero, al final, a cambio, la her-

mosura absoluta, las riquezas y una luz permanente que lo ilumina todo compensan las

penas pasadas al inundarlo con la gracia pura. Por la otra vía, la de la izquierda,

las almas son conducidas por el siniestro guía infernal a través de enrevesados

senderos de tétrica oscuridad (Symm. II, 885-890 y 902-906). Hay novedades respecto

a la parábola de los dos hermanos. La primera se refiere a las características del

camino al abismo: en lugar de deslumbrar los sentidos por su voluptuosa belleza, es

un embrollo de múltiples atajos oscuros. La causa de la aparente contradicción

radica, probablemente, en la diferencia de objetivos, intenciones y públicos a los

que obedecen ambas obras. Origen del pecado es una obra doctrinal dirigida a los

fieles y en ella Prudencio advierte contra el peligro de las tentaciones materiales

ante la perspectiva de la vida ultraterrena. Contra Símaco, sin embargo, es producto

de la agria controversia teológica contemporánea y su público es el mundo intelec-

137

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tual pagano. Por eso se describe el modo de vida que éste representa con tonos oscu-

ros. Por otra parte, en este episodio de la polémica antipagana se especifica clara-

mente que el único camino del cristiano es el que conduce a la gracia pura, que se

manifiesta como luz intensa perenne: lux iter est et clara dies et gratia simplex.

Es decir que se hace patente la ecuación que identifica la claridad luminosa con el

estado de gracia. De esta manera, Prudencio concibe una fórmula para una teoría im-

plícita en sus poemas, continuadora de la filosofía estoica y eslabón para la lit-

eratura hagiográfica medieval que representa a los seres beatíficos con un aura lu-

minosa, dimanación de la luz divina.

Queda definitivamente claro que el camino que conduce a la felicidad eterna

del otro mundo pasa por el desprecio absoluto de todo lo que ofrece éste, como, por

otro lado, aconseja el sentido común, al que también apela el poeta con su ejemplo.

Los encantos del mundo físico son, desde esta óptica, riesgos tanto más peligrosos

cuanto su apariencia no hace sospechar y, por eso, valiosísimos si se superan. De

este modo, se pondera mucho más el código ético del aspirante a disfrutar del ultra-

mundo.

Por su parte, el poeta hispano asimila el tópico clásico y lo aplica a la doc-

trina cristiana: el alma logra acercarse a la gloria eterna cuando se desprende del

cuerpo, de los estímulos sensoriales, de la tierra. Tiene su residencia en el cielo,

mientras que el cuerpo la tiene en la tierra. Por tanto, el mundo es despreciable.

La utilización de la literatura pagana llega a ser, como en otras ocasiones, lit-

eral, en virtud de la imitatio. Por ejemplo, el espíritu de la joven Inés, una vez

que se separa del cuerpo, salta de inmediato hacia el éter, en donde la esperan án-

geles para acompañarla. En su ascenso contempla el universo y muestra desprecio por

aquello que ahora ve insignificante (Haec calcat Agnes ac pede proterit stans, Per.

XIV, 112-113) y ríe (ridetque solis quod rota circuit, ib., 96). La misma situación

que el Dafnis de las Bucólicas y la misma actitud que Pompeyo en la Farsalia 113.

Prudencio, por supuesto, hace suyos los hallazgos de sus maestros y amplía el re-

113 En el poema virgiliano, el pastor Menalcas ensalza, con versos casi idénticos a los de Prudencio, a Dafnis, mítico inventor del género bucólico: tras su muerte lo imagina radiante de blanca luz, a las puertas del Olimpo, contemplando bajo sus pies el universo, las estrellas, las nubes y el mundo (V, 56 ss.). En la Farsalia, muerto Pompeyo, varón virtuoso, salta de la pira funeraria al éter, donde una luz verdadera le muestra el mundo desde su nueva perspectiva, lo que le provoca una risa irónica y desdeñosa (IX, 12 ss.).

138

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curso con una extensa enumeración que pormenoriza el tópico (Per. XIV, 94-111). En

lo sucesivo, este motivo será frecuentísimo en el género y, entre otros, Valerio del

Bierzo, Leandro de Sevilla (en su regla para monjas), el pasionario hispánico y Ber-

ceo lo adaptan a sus temas.

En suma, toda laceración corporal, incluida la de la enfermedad (Per., II,

209-212), fortalece el ánimo. Éste es el principio general sobre el que se funda-

menta la teoría de la mortificación. Aquel que acepta el sufrimiento por la confe-

sión de fe se hace compañero de Cristo (collega crucis, Per. V, 299). Son varias las

ocasiones en que el propio Prudencio como narrador o alguno de sus personajes pon-

dera el valor del martirio como ofrenda prometida, como solución deseada. Véanse,

como ejemplo, estas tres:

…quo nihil est pretiosius,

pro te, Christe, deus, mori! (Per. VII, 84-85)

…uotiua mors est martyrii! (Per. II, 330)

Pulchra res ictum sub ense persecutoris pati… (Per. I, 28)

No extraña, pues, que los fervorosos cristianos cuya pasión nos narra el poeta

hispano se apresten gustosos al martirio. Inés salta de gozo y piensa salir al paso

del verdugo como si fuese al encuentro de su amante y tierno joven (Per. XIV, 69-

78). Vicente arde en deseos (incensus) de subir a la pira (Per. V 221-224 y 355-

356), porque sabe que, a través de ella, llegará antes al tribunal excelso. Emeterio

y Celedonio sienten la avidez del sediento (Per. VIII, 8). La muerte testimonial es

un bautismo (mortis lauacrum, Per. V, 362) que renueva (Per. VI, 94-96) la vida,

según afirma una voz de ultratumba que se dirige a Fructuoso; una puerta hacia un

mundo superior, que se abre a las almas purificadas de los justos (Per. I, 29-30).

Es interesante el caso de Inés, la niña virgen y mártir, para quien Prudencio,

adelantándose a la doctrina de Leandro de Sevilla y prefigurando el caso práctico de

la reclusa Oria (siete siglos posterior), reserva un lugar privilegiado como esposa

de Cristo (Per. XIV, 79-80). Las vírgenes gozan de una consideración muy especial. 139

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La vida es un tributo insignificante ante las magníficas compensaciones ultraterre-

nas, que, además, se prevén eternas (aeuo intermino, Per. V, 298).

El objetivo último es que se liberen del yugo de los placeres (uoluptatum

iugo) con la austera ley de la virtud (uirtutis arta lege); es decir: el someti-

miento de un cuerpo débil, vía de penetración sensorial de la molicie, a un espíritu

(residencia de las virtudes) robusto 114. En esto, el alma llega a la liberación por

la imitación de Cristo, el verdadero uictor cupidinis (Cat. VII, 181-185). El ayuno,

uso ascético encaminado a fortalecer las virtudes, fue práctica frecuente desde la

Tarda Latinidad hasta el Medievo, sin solución de continuidad. Ya los protomártires

hispanos (según uno de ellos, el obispo Fructuoso) lo tenían como ley sagrada, que

había sido instituida por el ejemplo del Maestro: el propio Prudencio recuerda el

episodio de su retiro de cuarenta días en el desierto, relatado por el evangelista

Mateo (Cat. VII, 186-190; cf. Mt. 4, 1 ss.). Fructuoso, en el último trance, rechaza

una copa que le ofrecen sus correligionarios para aliviarle el tormento, por imitar

una escena de la Pasión y porque afirma tener el ayuno como hábito (“Ieiunamus”), de

carácter sagrado e inviolable (Per. VI, 52-60). De la importancia concedida a la

ejercitación del espíritu, al fortalecimiento de las virtudes en detrimento del cu-

erpo, dan idea su recurrencia en los versos del himnario cotidiano (especialmente el

sexto y el octavo) y el hecho mismo de que el séptimo haya sido concebido monográfi-

camente para cantar en el momento de ayuno. En este poema, después de relatar el

perdón obtenido por Nínive gracias al ayuno y continuar con el episodio de Jonás,

recupera el ejemplo de Jesús, que se ejercitó en él, aun siendo puro. Éste es con-

siderado el maestro de la nueva salvación (hortator ille primus et doctor nouae sa-

lutis, Cat. VII, 71-72) y, en consecuencia, el modelo de conducta. Los médicos acon-

sejaban el ayuno para purificar el cuerpo, de ahí que, en la medida en que controla

los apetitos corporales, sea considerado un estímulo de la virtud y de la ascesis

espiritual, un antídoto fortalecedor contra el pecado (turbidae culpae, almum ieiu-

nium, Cat., VII, 208-209), un método de expiación, purgación o catarsis para quienes

desean la pureza de corazón, como Jesús (dicato corde, Cat. VII, 178). Se trata, en 114 En la Edad Media, la literatura era combativa, pues quería reformar unas costumbres más bien paganas. Por otro

lado, el hombre no era un fanático o un santo, sino alguien con tanta vitalidad como el de otras épocas, al que había que seducir con otros placeres más ‘eternos’ o atemorizar con tormentos perpetuos para hacerle desistir de su actitud. Había que liberarlo del yugo de los placeres sensoriales con el señuelo de otros placeres superiores.

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suma, de un combate psicosomático, entre los méritos espirituales y los que son con-

siderados excesos corporales:

Hoc nos sequamur quisque nunc pro uiribus

quod consecrati tu magister dogmatis

tuis dedisti, Christe, sectatoribus,

ut, cum uorandi uicerit libidinem,

late triumfet imperator spiritus. (Cat. VII, 196-200)

Torua puellula llama a Eulalia el prefecto (Per. III, 103); es decir, fiera y

ceñuda, la cual, burlando la clausura, avanza decidida a ganar su puesto en el tras-

mundo por la vía rápida: pectore et ore deum fateor (Per. III, 75). La convicción

que le anima se manifiesta en la reflexión que dirige a su propio torturador acerca

de la fragilidad del cuerpo humano, exhortándole a que ejecute las órdenes del pre-

fecto sin miramientos. No solo descuella por la integridad de sus principios mo-

rales, sino que también tiene una excepcional competencia metafísica:

“Ergo, age, tortor, adure seca

diuide membra coacta luto!

Soluere rem fragilem facile est… (Per. III, 91-93)

Así, no es extraño que se precipite con gusto a la tortura y considere el mar-

tirio un placer: laeta canebat et intrepida (142). El dominio de los sentidos, al

que se muestra predispuesta por naturaleza y que ha cultivado precozmente en el

cenobio emeritense, le permite soportar el tormento con alegría, ya que es capaz de

mantener su espíritu ajeno a las sensaciones:

…non penetrabitur interior

exagitante dolore animus. (Per. III, 94-95)

Dirus abest dolor ex animo… (Per. III, 143)

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Las llagas son la manifestación prodigiosa de la divinidad en el cuerpo de la

virgen (Per. III, 136-140) y, por tanto, causa de un inmenso gozo. Como el que ex-

hibe de manera insultante su compañera romana Inés (Per. XIV, 19-20; 67-78) camino

del martirio, en su desesperación por alcanzar la vida eterna: mortis deinde gloria

liberae (Per. XIV, 9). Es evidente la concepción dualista del ser humano que sus-

tenta los versos anteriores y por la que, tras la muerte de la perecedera carne, el

alma se ve libre para ascender al trasmundo del que procede (Per. 166 y 168; XIV,

91-92).

Al mérito del martirio voluntario se suma, en los casos de Eulalia e Inés, la

castidad, la condición virginal: el aureus pudor (Per. XIV, 32-33). Incluso consti-

tuye el rasgo definitivo y primordial:

…quo pudibunda pudicitia

uirgineusque lateret honos… (Per. XIV, 153-154)

La castidad es una cualidad estimable en tanto significa un aspecto de la

característica renuncia al mundo (XIV, 23; 94-111). No solo por privarse de los

placeres inherentes al tálamo nupcial (como Inés: martyris innubae, XIV, 120), sino

también porque implica el desprecio de las implicaciones sociales y económicas del

matrimonio: posición y dote de la familia. El propio prefecto se permite coartar a

Eulalia recordándole factores de tal índole:

respice gaudia quanta metas

quae tibi fert genialis honor! (Per. III, 104-105)

…flore quod occidis in tenero

proxima dotibus et thalamo. (Per. III, 109-110)

En este punto, cuenta también la actitud mostrada por la mártir cuando era

niña, que hacía prever un destino no ligado al matrimonio: iam dederat prius indi-

cium…… nec sua membra dicata toro (Per. III, 16-18). Si se quiere así, las jóvenes

que practican la castidad están predestinadas a un fin que trasciende la cámara 142

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nupcial. Es la vida angélica, a la que se somete todo. Aspiran al trono del Padre:

patris ad solium (Per. III, 17). Como la propia Inés dictamina ante el juez, nada es

tan apreciado, incluso por delante de la propia vida, como la castidad dedicada y

ofrecida a la divinidad, trascendente:

…et uita uilis spernitur, at pudor

carus dicatae uirgitatis est. (Per. XIV, 23-24)

********************

Las VSPE no contienen claras apologías del desprecio de lo terrenal. La expli-

cación ha de ser buscada en la propia naturaleza de la colección, en la que, como se

ha argumentado ya en varias otras ocasiones, predomina el carácter propagandístico

del culto, más que el paradigmático; aunque éste se percibe de manera implícita. El

primer relato de la colección sitúa la escena en un monasterio con niños oblatos,

candidatos a la vida monacal, como Agusto. De ahí se induce que practicaban el mismo

régimen de vida que el resto de cenobios afines. La ofrenda de niños a la divinidad

era costumbre de devoción extendida desde el siglo IV. Ya se ha comentado que la

propia Eulalia debió de ser uno de los casos. La existencia de un cenobio femenino

está documentada en la Vita Fructuosi, en uno de cuyos pasajes se ensalza la labor

de la virtuosa virgen fundadora de un importante cenobio femenino (UF 10). De cu-

alquier manera, ya Prudencio nos ofrece un testimonio de oblación precioso e indis-

cutible en sus versos: el protagonista visita cenobios en los que habitan los hijos

de ilustres personas, consagrados y ofrecidos votivamente 115.

********************

Por el contrario, la compilación bergidense comparte el espíritu didáctico y

115 Uidemus inlustres domossexu ex utroque nobilesofferre uotis pignoraclarissimorum liberum. (Per. II, 521-524)

L. Riber (Aurelio Prudencio, Barcelona, Labor, 1942, reimpr., p. 99-100), da noticia de que tal ofrenda era frecuente sobre la tumba de un mártir. Suma testimonios epigráficos, numismáticos y la autoridad de Paulino de Nola en el caso Turcio Asterio.

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ejemplar de los poemas prudencianos. Por tanto, no hay distanciamiento alguno con

respecto a la doctrina ortodoxa. Ni tampoco de la tradición literaria precedente que

vincula directamente el excessus espiritual al desprecio de lo corporal y lo mate-

rial. Igualmente, nuestro autor participa de la teoría, ya desarrollada en documen-

tos de origen irlandés y compartida por Gregorio Magno 116, según la cual el marti-

rio es un testimonio de fe que puede darse no solo de forma cruenta, sino también en

la vida cotidiana del monje que somete y domina cuerpo y espíritu con la práctica

ascética 117. Es ésta la más importante innovación de Valerio con respecto a Pruden-

cio: la formulación teórica de este modo incruento de contemptus mundi, adaptación

al nuevo estado de cosas en que ya no es necesaria la muerte testimonial y es susti-

tuida por otra manifestación de desprecio por el mundo más acorde con el espíritu y

el signo de los nuevos tiempos. Evidentemente, este mensaje va dirigido a aquellos

que no están dispuestos a sufrir torturas, a los menos fanáticos o más contenidos.

El monje soporta sigilosamente las insidias del enemigo e inmola su corazón en honor

de la divinidad, sin matar el cuerpo, arrancando de él los vicios. Es decir que

identifica martirio y ascesis: se trata de un martirio más templado. Valerio esta-

blece dos tipos o formas de testimoniar la militancia religiosa: una, la difundida

en los primeros siglos de cristianismo, oficial y públicamente (in publico); otra,

la nueva, en el ámbito reservado de la vida privada y cotidiana (in occulto). Esta

última, la que él prescribe a los monjes, consolida la idea de virtud como disposi-

ción incondicional del ánimo al sufrimiento, sin necesidad de reconocimiento púb-

lico; de ahí su mérito: quum uirtus ad passionem prompta flagrat in animo (de sap.

7).

En este asunto se percibe con claridad la manera en que la tradición subya-

cente determina la presencia de temas y formas constantes a lo largo de los siglos.

116 Díaz y Díaz 1958, p. 77.

117 Incluso antes de Gregorio, otros contemporáneos de Prudencio, como Sulpicio Severo, se hacen eco de esta tesis. Refiriéndose a su maestro Martín, Sulpicio advierte que el signo de los tiempos, las nuevas circunstancias, le arrebatan la gloria del mártir. Sin embargo, afirma que, en el momento presente, bastan voluntad y virtud para alcanzar ese título de gloria: solo hay que querer ser mártir y practicar una vida virtuosa. En el excurso siguiente, se concretan los créditos del aspirante general al martirio sin sangre: hambre, vigilias, ayuno, pobreza, todo tipo de padecimientos físicos, paciencia para soportar los agravios ajenos, las envid-ias y la maldad; fortaleza, templanza, piedad, misericordia, prudencia… (Ep. II, 13-14). Es decir un conjunto de cualidades que coin-cide con el exigido por la práctica monástica medieval y que define el cristianismo existencial de la nueva época. Los propios redac-tores de textos visionarios vivían sometidos a tales principios, aspiraban a ese martirio incruento del que eran excepcional para-digma los protagonistas de sus relatos.

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El concepto de las dos clases de martirio está ya formulado por Rufino de Aquileya a

finales del siglo IV 118. La labor de este romano fue esencialmente de traducción,

lo que induce a pensar que la idea de las dos vías pudo haberla extraído de algún

otro autor. Sin embargo, reaparece dos siglos más tarde de la mano de Gregorio

Magno, cuyos Diálogos la difunden por todo el orbe cristiano. Valerio la conoce

probablemente en ellos porque -conforme a su habitual forma de componer regida por

la uariatio- algunas citas suyas dependen literalmente de textos de los Diálogos.

Por ejemplo, al desarrollar el tema del régimen de vida de los monjes, de la vía an-

gosta para alcanzar el premio celeste, recoge, a modo de sentencia epigramática, la

siguiente cita:

Quia dua sunt martirii genera: unum in occulto, alterum quoque in publico. Martirii meritum

in occulto est quum uirtus ad passionem prompta flagrat in animo. (de sap. 7)

Compárese el texto anterior con la fuente 119 y se constatará la literalidad

de la referencia. Pero las afinidades no acaban aquí. La memoria o el peculiar es-

tilo del monje bergidense son capaces de recrear imitativamente el temperamento es-

tilístico de Gregorio, variando la forma de la argumentación que sustenta la ana-

logía entre monjes y mártires en cuanto a virtudes y merecimientos: los penitentes

son los testigos de fe en los tiempos pacíficos. Valerio, gran conocedor de la lit-

eratura patrística y diestro literato, reproduce de manera sui generis la prosodia

del texto gregoriano, construido con cadencias rítmicas formadas por participios

concertados dispuestos en paralelo. Quizá fiándose de su memoria o bien teniendo a

mano el texto fuente, el anacoreta hispano matiza la idea tópica intercambiando ad-

jetivos y recciones y creando nuevas relaciones sintagmáticas. Véase el modelo de 118 Rufino de Aquileya, In Ps. 43.

119 Dial. III, 26: Duo sunt Petre martyrii genera, unum in occulto, alterum in publico. Nam etsi persecutio desit ex-terius, martyrii meritum in occulto est, cum uirtus ad passionem prompta flagrat un animo. Quia enim esse possit et sine aperta passione martyrum… qui occulti hostis insidias tolerantes, suosque in hoc mundo aduersarios diligentes, cunctis carnalibus de-sideriis residentes, per hoc quod se Omnipotenti Deo in corde mactauerunt, etiam pacis tempore martyres fuerunt…

Véase este otro texto de Clemente de Alejandría, tomado de Isidoro, que confirma definitivamente la constante recurrencia de la vulgata cultural, especialmente hagiográfica:

Duo autem sunt martyrii genera, unum in aperta passione, alterum in occulta animi virtute. Nam multi hostis in-sidias tolerantes, per hoc quod se Omnipotenti Deo in corde mactaverunt, etiam pacis tempore existerent, matyres esse potuerunt (Etym. VII, 11, 4).

Las versiones son casi literales. También en otros padres: por ejemplo, Jerónimo, Epist. III, 5, 1; CXXX, 7, 14.

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vida monacal que propone en el párrafo anterior a la cita en cuestión y se apreci-

arán las concomitancias con el pasaje de Gregorio Magno:

Hic illique supra fati in omni abstinentia degentes, uigiliis, ieiuniis et orationibus sine

intermissione atque diuerse artis operibus uacantes, cunctisque religionis exercitiis, et psalmodie

officiis iugiter studentes, humiliantesque se usque ad mortem, uiam angustam arripientes, artam mar-

tirii tenuerunt uitam. (de sap. 7)

Tanta es la afinidad del testimonio de fe dado por los mártires y el de los

ascetas que renuncian al mundo, que Valerio reitera la opinión común de que los ana-

coretas ejercen la función de los mártires en los tiempos de paz, por la humildad

con que se postran ante su oculto sacrificio. Por tanto, serán premiados en el otro

mundo con un lugar junto a los primeros mártires. Éstas son sus propias palabras:

…per hoc quod se Omnipotenti Deo in corde mactaberunt, etiam pacis temporibus martyres

fuerunt, et similes cum primis martyribus uictorie palmas atque inmarcesibiles coronas aceperunt, qui

usque ad finem huius uite in occulta martyrii contrictione perseueraberunt. (de sap. 7)

De manera que se equipara la condición monástica al privilegio que disfrutan

las huestes de almas bienaventuradas en el más allá. No solo porque dediquen su vida

terrena al canto y alabanza de la gloria divina, como se advierte en muchos pasajes

(p. ej. Mon. 58-62), sino porque así se afirma explícitamente poco más adelante

(beatissima uita, Mon. 66-69), incluso considerando a los monjes como una división

terrestre del ejército celestial: certat diebus ac noctibus monoachos separare a

deo, sciens eos caelesti militia sociatos (Mon. 166-173). Tanto es así que la vida

de un monje se dedica exclusivamente a alabar la gloria divina siempre cantando

(Mon. 158-162), igual que las cohortes de bienaventurados.

Por tanto, Valerio asume como suyo el tópico literario del desprecio del

mundo, del contemptus omnium rerum (Mon. 169-170), que inunda los relatos de trasmi-

graciones al otro mundo. El Bergidense apela a este recurso en la epístola de Ege-

ria, también en De uana seculi sapientia -como argumento natural del tema de la

obra: la vanidad de las cosas del mundo- y en De monachis perfectis, cuya atribución 146

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a Valerio es rechazada120, pero cuyos tema y estilo reflejan que la cuestión no es

exclusiva de nuestro autor, sino que estaba latente en el ambiente literario y es-

piritual de la época. Así, el autor de la Vida de Fructuoso revisa esta especie de

desprecio universal en un contemptus omnium rerum terrarum, puesto que hace una enu-

meración de todos los elementos mezquinos y detestables (UF IV, 3, 28-37). Este

autor recupera también la imagen entre clásica y neotestamentaria de la vía estre-

cha, el camino de perfección que hollaron las huestes de bienaventurados (UF IV, 3,

22-24).

El menosprecio de lo mundano y la gloria paradisíaca aparecen siempre dispues-

tos de manera que se oponen incompatiblemente para destacar aún más las diferencias:

los sufrimientos frente a la gloria futura, lo terreno frente a lo celeste, lo tem-

poral frente a lo eterno, lo minúsculo frente a lo grandioso, lo insignificante

frente a lo deslumbrante (Mon. 183-186). Todos los vínculos con lo efímero y mutable

son desdeñados enérgicamente: la podredumbre de las riquezas, la familia y los bie-

nes heredados, considerado todo ello cieno. Por contra, se invita a disfrutar de las

infinitas posesiones que aguardan en el más allá (De sap. 4). Y el valor de la dico-

tomía adquiere dimensiones metafísicas y morales puesto que la mortificación pisotea

este mundo, mientras que el paraíso tiene carácter solamente promisorio (promissa

sunt nobis) y presupone el dogma y, por tanto, la creencia y la fe. Sin embargo,

como nueva modalidad de martirio, esta vida es una transición, ahora incruenta, en-

tre este mundo perecedero y el eterno, sin solución de continuidad. El clero aspira

a ser equiparado con los mártires: como éstos en la sociedad celestial, tiene una

posición privilegiada en los rituales públicos. La relación inmediata con lo sagrado

a través de las reliquias otorga a su figura un valor trascendente que puede coadyu-

var a la identificación de la vida clerical con el sacrificio martirial.

********************

En el tránsito hacia el siglo XIII, Grimaldo puede aproximarnos a la idea de 120 Díaz y Díaz 1958, ps. 71-79. La idea de que el martirio significa también el “dominio cotidiano que el monje hace

de su cuerpo y de su espíritu” es constante en De monachis perfectis. Valerio hace de este concepto el principio motor de sus en-señanzas y el criterio rector de su propia vida. Cf. Díaz, P.C., Fernández Ortiz de Guinea, L., ‘Valerio del Bierzo y la autoridad ecle-siástica’, en Udaondo Puerto, F.J., Valerio del Bierzo. Su figura. Su obra. Su época. Helmántica, 145-146 (1997), 19-35.

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vida cristiana que posiblemente asumían como propia Oria y Muño. En principio, no

hay variación en los conceptos y, a menudo, tampoco en las expresiones. El aborreci-

miento de la materia se convierte, a los ojos del poeta francés afincado en Silos,

en signo de buena salud moral, de inquietud por perfeccionarse y, por tanto, de sal-

vación de la condición humana. El elemento físico es el instrumento del mal, que,

para este autor, se concreta en atractivos placeres -que resultan ser engañosos y

decepcionantes-: riqueza y abundancia, generadoras de molicie. Éstos son los sím-

bolos que representan de manera más abyecta los deleites del mundo terrenal y los

que han de ser rechazados y, finalmente suprimidos: …spreto et calcato omni mundi

oblectamine (UD I, 4, 32-33). Grimaldo no presenta aquí su particular versión del

desprecio del mundo como contemptus omnium deliciarum. El hombre santo que busca la

verdadera esencia debe ignorar todo lo material por efímero, pasajero y, en defini-

tiva, caduco. De esta manera lo expresa sosteniendo sus argumentos con referencias,

explícitas o tácitas, a citas evangélicas y patrísticas:

Et omnia terrena ac transitoria necnon fugitiva huius mundi, tradente Apostolo, semper in ma-

ligno positi, falsa ac deceptoria oblectamenta pro nichilo ducebat. Affluentes etiam ac superfluentes

diuitias et immoderatas abundantias saturitatesque deliciarum, inimicas totius humane salutis exhor-

rebat, et suos omnesque quos poterat ab huiusmodi compescebat. (UD I, 6, 103-106)

Es una versión, si se quiere menos rotunda, del contemptus omnium rerum que

formulaban Prudencio y Valerio, que Grimaldo convierte en requisito previo ineludi-

ble de los aspirantes a la vida perfecta, de quienes están afectados por la spes ui-

tae perpetuae (UD I, 4, 33), despegándose, al menos en lo literal, del hasta ahora

invariable spes uitae aeternae.

Naturalmente, reaparece la consabida imagen del doble camino, aunque

restringida a su mitad pertinente, la vía estrecha. Cuando procede a explicar por

qué derroteros discurre, descubre a su modo lo que ya es sabido: que se trata de un

itinerario espiritual que ignora la atracción de los deseos carnales y se sumerge

entre las virtudes santas:

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…et amplas et latas huius saeculi uias, scilicet, omnia carnalia desideria deserentes, artam

angustamque uiam, id est, sanctas uirtutes illecebris et malesuadis cupiditatibus contrarias sectan-

tes… (UD pról. 15-18)

En el capítulo de los ejemplos, Grimaldo invita a seguir los pasos de Jesús,

quien holló por vez primera esta vía y la abrió a los hombres (UD I, 4, 30-31).

Además se añade la curiosa afirmación que hace de Cristo también el protomonje: …et

abitum sacre religionis suscepit. La preferencia por esta exquisita senda confiere

al sujeto la condición de uir electus que tanto estiman los hagiógrafos bajo la es-

pecie de uasum electionis. Domingo fue transportado al paraíso (UD I, 4, 15-17). En

la práctica, la senda estrecha consiste en vigilias constantes, abstinencia, ayunos

cotidianos, oración continua y buenas obras (UD I, 3, 96-99; 3, 242-244; 6, 3-5).

Grimaldo se hace eco también de la teoría que equipara la vida ascética de los

monasterios con el martirio del Protocristianismo. Parafraseando la especificación

que se divulgó en los Diálogos de Gregorio Magno, explica el criterio de asimila-

ción: mientras que en los primeros tiempos los martyres in persecutione salían in-

victos de su lucha contra los torturadores y los verdugos, los martyres in traquili-

tate se imponen a las tentaciones y las asechanzas del demonio (UD I, 2, 45-51). La

expresión de esta idea, convertida ya en estereotipo (recuérdese su aparición en

Valerio), deja entrever, una vez más, una probable vía litúrgica paralela a la lit-

eraria, puesto que, como bien se anota en el aparato crítico de la edición, parte

del texto tiene correspondencias con el Liber Mozarabicus Sacramentorum.

Por último, en la obra de Grimaldo tenemos conocimiento de una Oria silense,

homónima y coetánea de la emilianense, que entró en hábitos muy joven por mediación

y consagración de Domingo. Su biografía está hecha de desprecio de los sentidos, de

austeridad y de soledad. Estos méritos son los que le ganan la cosagración religiosa

que es el primer paso de la gloria eterna. Sin embargo, una vez consagrada, intensi-

fica su testimonio de fe viviendo como reclusa el resto de sus días (UD I, 9, 1-7).

De manera que no solo se convierte en un ejemplo del contemptus mundi contemporáneo,

sino que también es prueba de que la actitud de su homónima de San Millán no era ex-

traña a finales del siglo XI.

149

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**********************

Entre la vida terrena y la celeste no hay punto de comparación por las marav-

illas sin par que ofrece la segunda y también porque es eterna, frente a la caduci-

dad de una vida perecedera. Así pues, el contemptus mundi que exhiben y con el que

se identifican los santos héroes de Berceo contrapone la mezquindad efímera de la

materia a la riqueza inconmensurable, inextinguible y perpetua (SDom. 246). No solo

los protagonistas de las narraciones soportan la vida gracias a esa ilusión, sino

que es una ambición compartida por el universo monástico. Por ejemplo, la Oria si-

lense (ya se ha comentado a propósito de Grimaldo) vive retirada, entregada al amor

de Dios, renunciando absolutamente a la materia caduca por insustancial (SDom.

317)121. Se practica un desprecio universal del mundo, como se pregona de Millán: de

los precios del mundo avíe poco cuidado (SMil. 44d). Sin embargo, a menudo, reviste

un carácter específico, afectando a aspectos nada físicos, sino a los pilares sobre

los que se sustenta la convivencia humana, que no tienen que ver con bienes concre-

tos, pero representan el desprecio de todo lo efímero, también de lo inmaterial, in-

cuestionable, pero cismundano. El contemptus mundi adquiere la apariencia concreta

de contemptus gentium o menosprecio por las relaciones humanas ante la prioridad de

un recogimiento profundo que se propone la comunicación con la divinidad y, por aña-

didura, la uita perfecta. Así, Millán prefiere el áspero y peligroso trato de las

fieras que el contacto con seres humanos, aunque éstos incorporen dignidades re-

ligiosas: Qerié de mejor grado vevir con las serpientes, …que derredor las cuevas

veer tan grandes yentes (SMil. 45b y d). El grado máximo de desdén por el mundo ex-

terior (o, si se quiere, de inmersión en sí mismo) está representado por la propia

familia del penitente, que también se ve postergada por las ambiciosas aspiraciones

místicas, trascendentes, sobrenaturales. El apartamiento del mundo es total, como

manifiesta esta especie de contemptus familiae:

Parientes e vezinos aviélos oblidados,121 La Oria silense, como también la emilianense -lo veremos más adelante-, se ejercita exclusivamente en la vida an-

gélica: oración, meditación, lectura y ruminatio.

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no l’ membrava si eran o vivos o passados,

ca toda su memoria e todos sus cuidados

eran del otro sieglo do fuelgan los lazrados. (SMil. 35)

Así como en el poema épico romano, Eneas encuentra dificultades para descender

al Hades y sólo la protección y el favor divino le permiten alcanzar su propósito,

los héroes cristianos también cuentan con la ayuda de Dios, que allana las dificul-

tades intrínsecas de la transmigración (SOria 50, 106cd). Si los obstáculos de Eneas

consisten, fundamentalmente, en la ignorancia de los requisitos rituales previos, en

la literatura cristiana (que compagina las inquietudes artísticas con un afán didác-

tico primordial), la dicotomía mérito/premio y la geografía mítica, que ubica el

paraíso celestial más allá de las estrellas, simbolizan el tránsito como una subida

enhiesta. Inés, Agusto, Máximo, Bonelo, Baldario y Oria ascienden al cielo. La difi-

cultad que connota siempre el concepto de subida resulta una buena ilustración me-

tafórica de la vida cristiana, hecha, como se ha visto, de renuncias y mortificación

(la grant carrera, SOria 29c; los Cielos son much altos, SOria 104a)1 2 2 :

Lo que tú tanto temes e estás desmedrida,

que los çielos son altos, enfiesta la subida. (SOria 109ab)

Esta imagen ya había sido utilizada por Braulio, precisamente en su redacción de la

vida de Millán, donde compara la vida ascética con la escala de Jacob:

…ut non solum corde sed etiam corpore, plorationis ualle gradiens, de uirtute in uirtutem

uideretur Iacob quodammodo scalam conscendere. (UAe 11)

La oposición de la vida virtuosa de los atletas de la fe y el mundo material ad-

quiere aquí proporciones evangélicas con la referencia al valle de lágrimas. Re-

cuérdese, para completar el círculo intertextual, que Oria ha de ascender por la es-

calera en su itinerario hacia el más allá. Todo ello redunda en la excepcionalidad

de las cualidades morales, heroicas, de los pocos afortunados que alcanzan la glo-

122 Este pasaje (99-107) es deudor, en opinión de Lappin (Lappin, p. 170-172) de Gregorio de Tours, Historia Fran-corum: la propia divinidad, en conversación con Salvio, pondera la vida austera y mortificada y le invita a regresar al cuerpo.

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ria. En los primeros siglos de un cristianismo perseguido, el martirio era la ex-

cepcional forma de dar testimonio de fe y la garantía que conducía inmediatamente al

paraíso: las almas de los mártires, bajo la especie de palomas, vuelan en el momento

mismo en que expira el cuerpo del mártir. Cuando la fe cristiana es oficial y ya no

se cobra vidas, los paradigmas propuestos buscan la excepcionalidad en la taumatur-

gia (los milagros salpican las biografías de santos) o en un conocimiento esotérico

(los protagonistas han tenido contacto con un más allá inefable y maravilloso). La

entrega continua del monje a la vida monacal, especialmente a la anacorética, es

trasposición de la vida entregada a Dios por los mártires. Las concomitancias entre

el martirio y el secessus in uillam ya fueron puestas de manifiesto, entre nuestros

autores, por Valerio. Pero -según se ha comprobado- ya Prudencio había sentado en

Hispania los fundamentos para la posterior identificación, relacionando el martirio

con el principio ético del desprecio del mundo, que propalaban algunas escuelas fi-

losóficas grecolatinas; la Patrística le ofrece el soporte doctrinal cristiano. La

conjunción de ambas, filosofía y religión, se encuentra ya en algunos textos de

Agustín; p. ej. éste, que aprovecha la polisemia de mundus: si despicitis mundum,

habebitis cor mundum, et uidebitis eum qui fecit mundum (Serm. 216, 2). El desprecio

de lo mundanal mantiene limpia y pura el alma; esto, a su vez, acerca al autor del

universo. De ahí la importancia que Berceo concede a los ermitaños. Así lo expresa

hablando de Domingo:

Después fo ermitaño en que fo muy lazrado,

biviendo por los yermos, del pueblo apartado,

vediendo malos gestos, mucho mal encontrado,

do sufrió más martirio que algún martiriado. (SDom. 255)

El pensamiento y el lenguaje de esta cuaderna recorren el relato de la vida de Oria.

En su visión, mártires y ermitaños ocupan comarcas próximas en el supramundo (SOria

80-85), de manera que sus merecimientos son equivalentes. Para incitar a la emula-

ción, el conocimiento anticipado del otro mundo tiene que ser muy selectivo. Y la

selección exige un concurso de méritos, obstáculos y dificultad, representados aquí

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por la vida piadosa y el ascenso.

Aparte de lo anterior, la dificultad intrínseca de la vía celeste es evidente.

Quien llega hasta allí (siempre gracias a guías excepcionales) teme no ser capaz de

ascender por su cuenta cuando llegue el momento:

Con esto la enferma ovo muy grant pesar:

en aquella sazón non querrié espertar,

ca ‘estava en grant gloria en sabroso logar,

e cuidava que nunca allá podrié tornar. (SOria 145)

Eulalia, una de las dichosas guías del poema berceano, llega a establecer una

relación de afinidad entre ascetas reclusos y seres angélicos (como ya se vio en

otros) y revela a Oria, por si le cabía alguna duda, que el camino hacia el más allá

no es horizontal, como los del siglo, sino vertical; que, para cubrirlo, no es nece-

sario moverse del reducido espacio de su minúscula celda; que no implica solamente

un cambio de espacio, sino, esencialmente, un cambio de dimensión; y que el procedi-

miento adecuado es la rigurosa privación de los sentidos, de los que prescinde y a

los que trasciende el trámite espiritual (SOria 36). La vía que conduce a la gloria

es trazada por la dignidad pura, que se ejercita con el martirio de las carnes. Por

tanto, Oria vivió emparedada la mayor parte de su vida (SOria 134b) y sometió su cu-

erpo con disciplina (SOria 6) y abstinencia, en aras del premio póstumo (SOria 21).

Acostumbrada como está al ejercicio de la penitencia, extraña el primor del trono de

Voxmea, desarrollando un breve menosprecio de la molicie y una alabanza de la morti-

ficación (SOria 122-123). Además, cumple el calendario de ayunos y vigilias y sigue

los oficios y ejerce -en el último tercio de vida- el ministerio evangélico:

Por estas visïones la reclusa don Oria

non dio en sí entrada a nulla vana gloria.

Por amor de la alma, non perder tal victoria,

non fazié a sus carnes nulla misericordia.

Martiriava las carnes dándolis grant lazerio,

153

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cumplié días e noches todo su ministerio,

ieiunios e vigilias e rezar el salterio;

querié a todas guisas seguir el Evangelio. (SOria 111-112)

Como Oria, también Millán habitó en cueva. Vivió cuarenta años soportando tan

ásperas condiciones que, a los ojos del poeta, solo pudieron ser toleradas gracias a

la bendición divina: recónditos y abruptos montes inhóspitos (SMil. 42, 47, 49-50),

resistiendo sus temperaturas extremas sin abrigo; alimentándose de las más simples

hierbas (SMil. 63-68), con la disciplina de ayunos rigurosísimos (SMil. 188cd, 191,

265b) y de una severa y prolongada mortificación (SMil. 65c) para fortalecer su vol-

untad (SMil. 188cd). Y siempre en soledad, practicando una especie sui generis de

misantropía profiláctica. Periódicamente acentuaba, si cabe, las restricciones,

hasta el punto de pasar la Cuaresma emparedado, tal vez en la misma celda o cueva

que habitó después Oria permanentemente (SMil. 143-144). Este episodio traduce otro

correspondiente de la obra fuente de Braulio. Según éste, solamente recibía la

visita de uno de los suyos que le proporcionaba lo necesario para sobrevivir (UAe

17). Más tarde, Domingo se aplicó un régimen semejante para hacer frente a las

tentaciones del Maligno (SDom. 41, 67-71, 74).

Costumbres tan inflexibles son las armas con las que esperan imponerse a los

vicios mundanos (SMil. 48-50). Por añadidura, el martirio carnal incrementa en pro-

gresión geométrica la virtud moral que gana el favor divino (SMil. 66). La mortifi-

cación del cuerpo -ya se sabe- beneficia al alma (SDom. 767a), que olvida las zozo-

bras efímeras por las cuitas supraterrenales (SMil. 35cd). La seducción del sacrifi-

cio y el placer de la laceración están en las catarsis, o sea en el sentimiento de

estar acumulando un capital moral. Al desprecio de lo material, de los sentidos,

oponen los ascetas el caudal moral edificado durante años. Por tanto, la actitud del

santo expresa la preferencia -a veces explícita (SDom. 246)- por la vida humilde,

ante la perspectiva de las excelentes recompensas previstas. Pero, además, concede

gracias especiales: Millán, suerte de nuevo Orfeo o prefiguración de Francisco de

Asís, somete con sus virtudes la hostilidad de las fieras agrestes (SMil. 30-31);

Garci Muñoz de Gumiel se entrega a una especie de lacerio terapéutico que culmina en

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el milagro de la curación (SDom. 413-414). La mortificación del hombre virtuoso ti-

ene una repercusión trascendente -la vida bienaventurada-, pero también halla expre-

sión transitoria en las facultades taumatúrgicas que constatan que el uir sanctus es

un eslabón intermedio entre dos mundos -uno material y otro espiritual-, un vicario

de lo divino, un aspirante fugaz a la dicha eterna. El obispo de Tarazona, portavoz

de una idea común en todo el Medievo, hace un pronóstico que resume el valor metaé-

tico de la mortificación:

…veemos qe mereces en cielo grand soldada,

ca aves en est’ sieglo fiera pena levada. (SMil. 85cd)

********************

Por último, quienes perseveran en este género de vida alcanzan una facultad

que se convierte en indicio de virtud excelsa: el presentimiento de la propia

muerte. Los mártires de Prudencio anhelan la muerte, que se interpone entre ellos y

la felicidad absoluta. En el nuevo martirio monástico, este afán reviste otra apari-

encia: el uir sanctus, dotado de una sabiduría irracional, prevé el inmediato fin de

su vida corporal. Interrogado por su estado, Agusto -como les sucederá a todos

aquellos videntes del más allá- revela el presentimiento de su propia muerte. Hay

que entender en este tópico, que es uno de los más constantes de la literatura de

visiones ultramundanas, no solo lo que el propio Agusto interpreta como premonición

de una inminente muerte y de una futura y eterna residencia celeste, sino también

como símbolo con el que se señala a los elegidos. En el Poema de Santa Oria, la ad-

quisición de tales dotes sapienciales se presenta en forma de revelación: una di-

vinidad superior, María, anuncia la cercana muerte de la joven (SOria 116-136). Para

este grupo selecto de personajes visionarios, la muerte es el trámite inevitable,

incluso ansiado, previo al triunfo de la gloria eterna y, por tanto, el presenti-

miento de la muerte es una facultad concedida a los elegidos, como demuestra el

hecho insólito de que se realice a través de una visión de las mansiones celestes.

Siete siglos más tarde, Berceo nos explica que, en idéntico trance, un Domingo de

155

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Silos gravemente enfermo presiente la cercana muerte y la considera mensage del buen

reï de gloria: que sopiese que era cerca de la victoria (SDom. 490-491). A Agusto le

mueven, en su presagio, la esperanza y el anhelo de la vida eterna (spes uitae ae-

ternae) y el gozo de ver a Dios rodeado de las legiones de ángeles y santos:

Quantum ad presentis pertinet uite spem, fateor ita iam omnes corporis mei artus resolutos ut

nicil uirium omnino [artus mei] remanserit. Quantum uero pertinet ad spem uite eterne, non solum spem

abere me gaudeo, uerum etiam ipsum uite eterne auctorem Dominum Ihesum Xpm cum angelorum cateruas

atque omnium sanctorum innumerabiles multitudines me uidisse confiteor. (I, 19-25)

Se trata de una idea extendida no solo en la hagiografía, sino también frecuente en

el mundo monástico. Así parece desprenderse de las palabras postreras del monje dep-

ravado, quien, una vez arrepentido y devuelto al estado de gracia, no duda en proc-

lamar lo que sucederá en cuanto expire. Aun sin haberlo conocido mediante visión,

imagina un esquemático más allá próximo al del estereotipo escatológico: una estan-

cia a las puertas del cielo, la póstuma acogida en las mansiones ultraterrenas por

un tropel de seres beatíficos vestidos de blanco, que lo guiarán, finalmente, ante

la deidad suprema:

Et ecce pro foribus sanctissimi apostoli Petrus et Paulus, necnon et beatus Laurentius arcid-

iaconus et martir cum innumerabili turba candidatorum me expectant, cum quibus ad Dominum pergere

debeam. (II, 91-94)

Ante tan inmarcesibles expectativas, es comprensible que, después de acabar el

relato de la visión, embargue a Agusto un profundo deseo de morir, que lo consume en

una especie de ardor abrasador por hacer una última penitencia (cepit animus eius

flagare percipiende penitentie; I, 107-108). No es de extrañar, pues, que lo primero

que confiese el oblato a su diácono y mentor sea el anhelo de muerte física, de sen-

tir cómo todas las articulaciones de su cuerpo se vuelven inertes, pierden todo su

vigor y se relajan definitivamente, porque eso sería indicio de defunción: omnes

corporis mei artus resolutos, ut nicil uirium omnino… remanserit (I, 20-21). En con-

secuencia, no solo se pone de manifiesto esa voluntad de abandonar el mundo sensi-156

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ble, sino que se acepta implícitamente el presupuesto teórico por el que la es-

peranza de eternidad espiritual exige el desprendimiento de lo material y aquel otro

de la concepción dualista del ser humano como compuesto psicosomático.

Así se entiende bien que, al contrario de la mayoría de los mortales, los

seres virtuosos anhelen la llegada de la muerte. O, para mayor precisión, que deseen

la transmigración. Es decir: no se entregan a la muerte por pura complacencia, sino

que la esperan ansiosamente como trámite inevitable en su aspiración de llegar a

conocer a la divinidad. Millán siente ya ese irrefrenable deseo en sus primeros años

de vida retirada (SMil. 59-60), hasta el punto de que se considera ciudadano del

otro mundo, extraño y extranjero en éste:

…bien amarié que fuesse so corso acabado,

e exir d’ est’ exilio de malveztat poblado. (SMil. 34cd)

En sus últimos momentos, cuando presiente que le ha llegado la hora de morir,

confirma imperturbable su actitud ante el grupo de monjes circunstante (SMil. 294-

297 y 299). De igual modo, Domingo interpreta los signos previos a la muerte como un

mensaje divino que le provoca gozo: se halla cerca del triunfo revitalizador y

eterno (SDom. 490-491).

********************

En consecuencia, la hagiografía cristiana invierte la relación de factores de

la antigua poesía heroica grecolatina. Si en ésta el amor era la culminación triun-

fal del héroe antes de una muerte apoteósica, la nueva épica del dolor hace de la

muerte un tránsito entre la expresión de amor absoluto que es la vida de renuncia

monacal y el triunfo vivificante. El fin del ciclo no es la muerte, sino una nueva

vida más completa y plena.

Las grandes hazañas de la épica se transforman en una aretalogía moral funda-

mentalmente orientada por el desprecio del mundo en el que deriva la concepción de

la muerte como una transición hacia la otra vida. Los nuevos héroes desean que lle-

157

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gue ese momento, lo afrontan con alegría, considerándolo un trámite necesario para

alcanzar la gloria eterna. Las manifestaciones de ese contemptus mundi permanecen

constantes y fieles al tópico durante todo el milenio. Sin embargo, se observan

leves variaciones dependientes de la condición del destinatario. En esa carrera ha-

cia la muerte por el triunfo total, los participantes concurren desde circunstancias

diversas. Cada uno de nuestros personajes es propuesto como paradigma de vida a lec-

tores o públicos diferentes. El niño oblato de Mérida o la monja reclusa de Villave-

layo reflejan una situación social en la que no solo el estamento eclesiástico busca

orientar a la juventud hacia los valores cristianos basados en el desprecio de lo

mundano (quizá porque sus costumbres estaban todavía impregnadas de actitudes paga-

nas), sino que también puede haber un factor socioeconómico: las familias se de-

shacen de los hijos que suponen una carga excesiva. Este supuesto sería más el caso

de Agusto que el de Oria, quien, según el relato, vivía en un ambiente de religiosi-

dad favorable a ello. Inés y Eulalia responden con rebeldía al poder humano que im-

pone sus criterios frente a la voluntad personal del individuo, aunque no es des-

cartable la influencia de ese factor socioeconómico. También hay monjes de trayecto-

ria moral contrastada, como los bercianos o los riojanos, cuyo currículo visionario

está destinado probablemente a un publico sólo monástico, con el objetivo de fomen-

tar en él unas actitudes más acordes con la regla, diferentes de las que parecen im-

perar en ese momento en el cenobio. Pero siempre parece el género hagiográfico for-

mar parte de la estrategia eclesiástica que pretende combatir unas costumbres muy

relajadas, que anegan incluso los monasterios, y no solo propagar unos modelos de

comportamiento virtuoso o ilustrar la doctrina.

Dentro de esa actitud combativa de la jerarquía eclesiástica a través de la

ideología contenida en los textos, tiene importancia la propuesta de rechazo del

mundo material, de los sentidos, porque, muy probablemente, apunta hacia los vicios

monásticos que se propone atajar. Recuérdese, a propósito de esto, los motivos que

provocan el retiro definitivo de Millán al yermo o los constantes ataques de Valerio

a grupos de clérigos indignos de tal nombre por su perverso comportamiento. En este

aspecto desempeña un papel importante la identificación técnica de la vida monacal

austera con el martirio, como forma de martirio más templado.

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9-. LA NATURALEZA DEL ALMA

La oposición permanente entre dos mundos exige del personaje que transmigra

una condición anfibia, que le permita vivir en ambientes contradictorios entre sí.

Es evidente que el ser humano puede habitar (y de hecho habita) el mundo terrena,

puesto que es su atmósfera natural. En cambio, la hagiografía debe persuadir al lec-

tor u oyente no solo de que existe otro mundo superior, sino también de que es hab-

itable para el hombre. Como las características de éste no son en absoluto compati-

bles con las condiciones de esa trasvida, el periplo mundano de cada ser se con-

vierte en un período de prueba, de adaptación, de preparación para satisfacer el an-

helo trascendente.

Por supuesto, el primer escollo conceptual al que se enfrenta la teoría esca-

tológica es explicar la nueva condición que permita solventar la supervivencia de un

ente de naturaleza material en el éter ingrávido e inconsistente. La solución, ser-

vida por el pensamiento metafísico grecolatino, se encuentra en dotar al ser humano

de una esencia incorpórea, inmaterial, que por otra parte tiene fácil acomodo en un

sistema de creencias sotérico y trascendente como el del judeocristianismo. Para

éste, el hombre es un ente mixto de dos elementos perfectamente segregables, con lo

que el principal obstáculo del viaje esotérico queda diluido. Parece, pues, necesa-

rio, antes de abordar las circunstancias concretas del tránsito, escudriñar en nues-

tros textos la naturaleza del alma que transmigra como presupuesto indispensable del

viaje. Antes de emprender la expedición, conozcamos al viajero.

********************

Aunque está recogida en la propia teoría antropológica cristiana, la con-

cepción dualista del ser humano como ente dúplice, compuesto de cuerpo material y

alma intelectiva (sensus / mens), cuenta con antecedentes obvios también bíblicos y

filosóficos paganos. Prudencio es capaz de sintetizarlo en un dístico soberbio,

dedicado a la figura del diácono oscense Lorenzo, cuando el alma de éste, después de

una tremenda pasión, ha transmigrado a su hogar eterno, mientras que su cuerpo re-

posa en el digno sepulcro que los cristianos han edificado:

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…est aula nam duplex tibi,

hic corporis, mentis polo. (Per. II, 551-552)

Los momentos trascendentales, por su función y dramatismo, son los últimos in-

stantes de la pasión, el trance de la muerte por el que el mártir se desvincula del

mundo terreno y tiende sus manos, en un ademán pleno de significación, hacia el

cielo; Vicente, al verse impedido en tan suprema circunstancia por las ataduras,

eleva la mirada como gesto póstumo (tenditque in altum lumina, Per. V, 235). Puede

entenderse que el cristiano vuelva su atención al cielo porque en él ubica la resi-

dencia de la divinidad por la que entrega su vida y el paraíso donde tiene puestos

sus anhelos. Pero Prudencio actualiza un dístico virgiliano 123 y lo reinterpreta en

los versos posteriores: Vicente adelanta que su muerte significará la liberación de

la rémora corporal (el calabozo o prisión: corporale ergastulum (Per. V, 358),

variante del platónico σωµα σηµα 124). No es éste el único momento en que Prudencio

retoma dicho tópico. En la fundamentación teórica de la visión, desarrollada en Ha-

martigenia, utiliza conceptos similares, como membrorum carcere, poenarum carcere o

carcereos situs (Ham. 918, 927 y 851, respectivamente), con los que se expresa el

anhelo y la nostalgia por regresar al lugar de donde vino y la entrega efectiva del

alma a la divinidad, su creadora; la coerción de los sentidos, por tanto, impide la

merecida retribución de los justos hasta el momento de la muerte:

123 Casandra, hija del rey troyano (Priameia uirgo), es arrastrada fuera del santuario y eleva su mirada al cielo, pues un grupo invasores griegos inmoviliza sus brazos. Precisamente, Casandra es una sacerdotisa virginal dotada con el conocimiento oracular, circunstancia de considerable importancia para las visiones trascendentales del Medievo porque sus protagonistas gozan de la predilección divina, se caracterizan por la veneración de la castidad como virtud suprema y adoptan a menudo la misma actitud suplicante que muestra la joven troyana en el pasaje virgiliano:

…ad caelum tendens ardentia lumina frustra,lumina, nam teneras arcebant uincula palmas. (Aen. II, 405-406)

124 Resulta inevitable preterir la obvia raíz platónica de estas ideas. A partir del dualismo psicosomático formulado en el Fedón, Sócrates refiere una teoría de origen itálico (quizá pitagórico) que afirma que nuestra vida presente es una muerte y que el cuerpo es el sepulcro del alma: το µεν σωµα εστιν ηµιν σηµα (Gorg. 493a). De ahí que se imagine al alma en un presidio

(φρουρα; cf. Crat. 400c: δεσµωτηριου εικονa, una especie de cárcel) del que no le es posible escapar sino en el momento de la muerte (Phaid. 62b). Estas mismas teorías, relacionadas ahora con el pensamiento órfico (próximo al pitagorismo), se completan en el Crátilo (400bc) con el concepto de expiación: esta vida es un presidio en el que el alma expía o purga las faltas por las que había sido castigada (δικην διδουση⌡); hasta el momento de la redención, decidido por la divinidad (Phaid. 62c). Por otra parte, la cor-poralis catena de las VSPE (IV, 8, 30) recuerda esta prisión corporal (corporale ergastulum).

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…[mors] mentem resoluit liberam

et reddit auctori deo. (Per. V, 359-360)

En relación con la naturaleza del alma, la cosmología cristiana hereda del es-

toicismo la noción de una razón universal o lógos (de clara resonancia neotestamen-

taria) que da forma a todo y de un pneûma, aliento o fuego divino, del que, por

transformación, nacen los cuatro elementos; éstos son tanto más activos cuanto más

se acercan al fuego, en lo que puede advertirse el origen de la alegoría del fuego y

de la luz como factor esencial de lo divino, tan cara a Prudencio. El alma humana es

una participación reducida del pneûma divino. Traduciendo al latín este concepto es-

toico griego, que designa al principio generativo del que son partícipes las almas,

Prudencio lo denomina res flabilis: sustancia aérea, inane. Es la correspondencia

tardolatina del hálito vital o de las vanas sombras homéricas, materialmente incon-

sistentes, sin fuerza ni conocimiento: imago uana 125. También revela en varios mo-

mentos que fue creada por un soplo incorpóreo de la boca divina (Apoth. 867), lo que

indica que se trata de una creencia asumida y aceptada como propia por el autor. Son

significativos los versos de Ham. 829-831, en donde se expone claramente esta

hipótesis con terminología técnica y destilando reminiscencias de la teoría de la

metempsicosis, versificada por su admirado Virgilio en el descensus ad inferos:

flatu ex proprio uegetamen inesse corporibus nostris animamque ex ore perenni for-

matam. En otros lugares -p. ej. Ham. 906-907- se presupone la condición ígnea (ignem

peruigilis animae) y se la imagina como llamarada de naturaleza sutil (naturae

leuis) y penetrante luminosidad: acutis luminibus (Ham. 902). Por otra parte, de la

cosmología gnóstica derivan los eones, seres divinos intermediarios entre la suprema

deidad anónima y el hombre, y la tendencia cristiana de esta escuela invita a as-

cender desde la fe en la autoridad de Dios y la Iglesia hasta el conocimiento

(gnôsis) de las cosas divinas. Nótese la trascendencia de estos dogmas para la per-

spectiva ascendente del tránsito etéreo y para jerarquización de los entes beatífi-

cos. La Vida de Fructuoso se hace eco de este precepto o axioma metafísico en cuanto

125 El alma de Anticlea escapa a los intentos repetidos de Odiseo por abrazarla (Od. XI, 218-222; véase también IV, 796; 831; XI, 657; Il. XXIII, 65-107; Virg. Aen. II, 792; VI, 293; Lucan. Phars. VII, 5, 25; Ovidio, Fast. 455; Propercio, IV, 7, 2; Sé-neca, Troi. 438; Luciano, VH II, 32).

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a que los uiri sancti alcanzan la virtud por la gracia divina. La excelencia y la

elocuencia de Fructuoso son muestra de la emanación divina originaria a través del

Espíritu Santo. La inscripción de Prudencio y este autor anónimo dentro de una misma

tradición se refleja incluso en el uso de expresiones análogas 126:

Claret aspectu iocundo et ilari semper;

emicat iubar rutilans introrsus uiri in corde dicato,

coruscans celitus paracliti lumen infusum

resplandet sedule ulla sine intermissione beatum;

angeli ad instar intuitu uultus almi

sereno sempreque pio cernit obtutu. (UF IV, 3, 11-17)

Incluso un verso del Poema de Santa Oria (33b) recuerda el principio del Uno

dimanante: Envíanos don Christo de quien todo bien mana. En la misma línea, Pruden-

cio, en su diatriba contra la herejía patripasiana, se hace eco de la teoría de la

dimanación al definir la naturaleza divina como impasible, ajena completamente a lo

humano, sin principio ni fin, pura, fulgente, libre, soberana y dominadora del

mundo:

Ardua nam uis

est inpassibilis, quoniam natura superni

ignis ad horrificas nescit descendere poenas

nec capit humanis angoribus excruciari;

pura serena micans, liquido praelibera motu,

subdita nec cuiquam, dominatrix utpote rerum,

cui non principium de tempore, sed super omne

tempus et ante diem maiestas cum patre summo,

immo animus patris et ratio, uia consiliorum,

quae non facta manu nec uoce creata iubentis

protulit imperium patrio ructata profundo. (Apoth. 83-93)

126 Incluso el sintagma corde dicato se corresponde con otro de Prudencio Cat. VII, 57-58.

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Por el principio del Uno dimanante, las almas, copartícipes de su naturaleza

pneumática, disfrutan -en lo que afecta a la literatura visionaria y a la transmi-

gración psíquica- de idénticas cualidades, como entes intermedios entre la suprema

deidad y el hombre. La imagen que transporta tal concepto a nuestros versos es la de

la fuente de divinidad (fons deitatis, Apoth. 76 y 78) de la que son prolongación

las almas. De manera que, como se ha explicado, la ascensión de éstas a los cielos

significa para ellas el regreso a su morada y la recuperación de su naturaleza genu-

ina. La tortura del martirio representa la destrucción de la cárcel temporal y la

liberación definitiva del alma por efecto de la incandescente luz divina, interpre-

tación enajenada y mística del fuego de la hoguera. Así se expresa en un pasaje del

himno a los mártires de Tarragona, respecto a la cremación del obispo:

…qui, dum corpora concremanda soluit,

feruentes animas amore lucis

fracto carceris expediret antro. (Per. VI, 70-72)

Por tanto, los espíritus son puros en la medida en que no se contagian de la

materia, libres en su movimiento espiritual y eternos. Sin embargo, como se verá en

su momento, su apariencia y función, permanecen idénticas a las que tenían y desem-

peñaban en vida. De manera que se sigue la tradición clásica inaugurada por Homero,

continuada por toda la hagiografía cristiana. Quien más claramente explica esta

aparente incoherencia conceptual es Luciano127. No se someten, pues, a ninguna de

las coordenadas físicas y, en consecuencia, su expresión literaria ha de ser ex-

celsa: Prudencio imagina un brillo extraordinario, desprendido de aquella razón

univesal concebida icónicamente como un fuego inextinguible y transformada por el

poeta en engendradora de la luz y creadora del fuego: lucis genitor, auctor et ignis

(Apoth. 74).

Este presupuesto también está presente en Berceo. Quizá se trate de una per-

vivencia del pasionario, que actualiza los crueles tormentos a que eran sometidos

127 VH II, passim: los espectros que se divisan en el más allá, incluso el espíritu que transmigra, tienen tres dimen-siones: cuerpo, peso y volumen. No obstante, cualquiera de ellas puede ser rebasada sin problemas. En la hagiografía se aprecia la primera; peso y volumen no tienen presencia.

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los mártires, cuyo punto culminante de sufrimiento se alcanzaba en el momento de la

muerte, cuando el alma abandona los miembros, ya insensibles. En el momento de la

transmigración, acompaña a Oria una representación numerosa del convento, como es

preceptivo en estos relatos, quizá para dar a entender que otros muchos (se men-

cionan personajes concretos) pueden dar fe de lo extraordinario de los hechos. En el

momento de la muerte de Millán, se encuentran con él un grupo de discípulos (SMil.

309). Por otro lado, también en lo que concierne a la procedencia de los materiales

berceanos de un fondo cultural común, compárense los gestos de Oria al morir con los

de Millán y póngaselos en relación con los ademanes de los mártires prudencianos.

Berceo se ciñe otra vez a los recursos comunes del género1 2 8 :

Avié buenas compannas en essi passamiento,

el buen abbat don Pedro, persona de buen tiento,

monges e hermitannos, un general conviento,

éstos fazién obsequio e todo conplimiento. (SOria. 179)

Como también se sirve de la teoría de la concepción dualista del ser humano,

heredada de la filosofía pagana, integrada en la literatura cristiana en la medida

en que se convirtió en dogma de fe. No suele tratar Berceo estas cuestiones, a no

ser en las obras de específico contenido doctrinal. Sin embargo, aquí no puede sus-

traerse a deslizar muy ligeramente entre sus versos los principios de fe que susten-

tan la decidida actitud de Oria. La subordinación del revestimiento corporal al con-

stituyente psíquico es el principal presupuesto de la literatura de visiones y de

los tránsitos al más allá. Pero, además, respalda teóricamente la tesis de que la

liberación del alma pasa necesariamente por la neutralización de las imposiciones

sensoriales o, mejor, por su emancipación, a la que conduce la vía ascética. De

manera que la protagonista atormenta la carne, procurando emular con ello la dolo-

rosa anestesia de los mártires, por la nobilísima causa del amor del alma (SOria

111c-d). Libre de las ataduras temporales, el espíritu emprende el viaje iniciático

hacia el paraíso prometido (SOria 97b), el ascenso prospectivo que le introduce en

128 Lappin, ps. 203 y 206, hace un recorrido por todos los pasajes de la obra de Berceo en que se asiste al trance de la muerte y subraya la repetición de los mismos elementos rituales. Por otra parte, en el mismo lugar, Lappin cita el texto de la liturgia mozarábica (Liber ordinum) que requiere la presencia del abad y los monjes en el lecho mortuorio.

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el conocimiento escatológico, de la verdad trascendente, del mundo de ultratumba

(SOria 33c-d).

La teoría dualista del ser humano tiene expresión también en otros pasajes de

la obra berceana. Un reflejo de ella, la idea de que el alma abandona el cuerpo, es

constante: por ejemplo, en los preámbulos a los milagros post mortem de Millán, en

el epílogo de su muerte y ante la inminencia de la muerte de Domingo (SMil. 110,

318; SDom. 489; respectivamente). Las expresiones son casi idénticas en forma y en

prosodia, a pesar de producirse en tres circunstancias diferentes: ante que fuess’

la alma de la carne partida; que se avié el alma del cuerpo a partir. La tradicional

imagen del cuerpo como prisión del alma la hallamos expresa en otros versos, también

de manera semejante: soltarás muchas almas de la mortal presón; fasta salga mi alma

desta carnal presón (SMil. 89, SDom. 247). Concordancias como éstas se explican por

la existencia de un repertorio común de expresiones y recursos específicos de la

hagiografía y por la propensión de la métrica de la cuaderna vía a la prosodia for-

mular.

*******************

Por tanto, la metafísica cristiana es heredera directa de la concepción greco-

latina que se inaugura con la visión del ser humano como ente dual en la filosofía

presocrática. Sistematizada y completada por Platón, desemboca en el corpus teórico

del cristianismo previa transición gnóstica en el sistema neoplatónico. El alma in-

consistente, de esencia ígnea, que se propaga por dimanación se mantiene invariado y

apenas evoluciona sustancialmente a lo largo de la historia. A pesar de ello, en la

hagiografía medieval, quizá por incapacidad conceptual, las ánimas son descritas en

dimensiones físicas.

165

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10- EL VUELO DE LAS ÁNIMAS

Después de haber estudiado los factores que condicionan la transmigración del

alma a las regiones del ultraconocimiento, llegamos al punto en que da comienzo el

viaje propiamente dicho. En esencia, comparte las características generales de cu-

alquier otro viaje literario. Ya desde la Antigüedad clásica (de la que tanto ha be-

bido la visión ultraterrena), el tema del viaje genera un subtipo imaginario: el

viaje a regiones utópicas, muy frecuente en la literatura grecolatina. Variante de

éste es el que invita a transgredir las fronteras racionales y naturales (del in-

telecto y de la muerte) y especular con la recreación de un mundo maravilloso e in-

accesible. Por consiguiente, se trata de abandonar un lugar, este mundo, y llegar a

otro, el de la ultravida. No obstante, su propia definición como viaje al más allá

aporta novedades. Dado que el paraíso cristiano está ubicado en el éter, la transmi-

gración adopta la especie de vuelo, como solución para la ascensión y como concre-

ción ilustrativa de la pérdida de todo contacto con el mundo material 129. La mitad

inmaterial del ser, libre de ataduras, ingrávida por su pureza, levanta el vuelo

epistemológico. De esta manera, también se explica fácilmente la idea de la vida

terrenal como una sucesión ascendente de pruebas.

********************

El alma pura aspira a rescatar su condición divina, a recobrar su primera na-

turaleza, desprendiéndose de todo lo terreno. Por eso, recupera su sutileza natural,

inicia un viaje por el éter hacia las regiones celestes, transformada en ave. Ya

Homero concibe el tránsito como vuelo y se conocen los nombres de tres personajes de

la Grecia Antigua cuyas almas viajaron durante el sueño: Aristeas de Proconeso,

129 Es conveniente recordar aquí que la pérdida de contacto con lo terrenal para llegar al mejor conocimiento de los fenómenos etéreos es un recurso sugerido probablemente por el sentido común. Aristófanes, en un pasaje de Las nubes -comedia en la que parodia las enseñanzas insustanciales de los sofistas- presenta a Sócrates dentro del ‘pensadero’, suspendido en una cesta para, según él, poder examinar mejor los fenómenos meteorológicos sin el impedimento de lo terrestre: Si yo observase las regiones superiores desde abajo, estando en el suelo, no descubriría nunca nada, pues la tierra forzosamente arrastra hacia ella la sus-tancia de la meditación. Eso mismo les pasa también a los berros (Nub. 231-234). La potencia cómica que critica el nuevo sistema educativo implantado por los sofistas no debe empañar el principio lógico de estos versos y sus concomitancias incluso léxicas con el presupuesto que sustenta la idea del vuelo como forma del viaje hacia el conocimiento superior y hacia la trasvida.

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Hermótimo de Clazomenas y Epiménides de Creta 130. El motor inicial es la esperanza

de una vida eterna llena de gozo (lumen aeternae spei, Per. X, 432), inspirada por

la divinidad (diuinitatis uim coruscantem cepit, ib. 440)131. Sólo el alma pura

(anima absoluta uinculis, ib. 1110; cf. Per. V, 368; puris mentis, Per. X, 435) ti-

ene la fortuna de llegar. Desde el punto de vista literario, puede aducirse una

causa extrargumental del viaje al más allá: las mayores posibilidades que ofrece a

la imaginación del poeta el estímulo de un mundo insólito que ponga más de relieve

el valor del héroe visionario. La otra causa es de índole conceptual: la necesidad,

imperiosa en el caso de los hagiógrafos, de difundir las creencias del autor, que

son las canónicas, sobre el mundo de los muertos 132. Por otro lado, es natural que

la travesía hacia el mundo superior, por el éter, adopte la imagen del vuelo. El

espíritu, libre de ataduras, vaga por las profundidades del éter. El viaje astral

hunde sus precedentes en el pitagorismo, en el hermetismo y en el estoicismo y se

sostiene sobre el argumento de que el alma tiene la misma naturaleza que los astros,

puesto que las almas son efecto del principio ígneo que da vida al mundo. El alma se

compone de ese aire inflamado (la res flabilis de Prudencio), que asciende por

efecto del calor. Los uiri sancti son transportados por otros seres de consistencia

análoga, mientras escuchan la música celeste, contrafacta a lo cristiano, de la ar-

monía cósmica de las esferas 133. Son ejemplares los casos de Inés y de la pareja

130 Para Aristeas, Hdt. V, 14-15; para Hermótimo, Plutarco, De genio Socrati, 22; para Epiménides, el capítulo corre-spondiente de FHG. Las almas homéricas se trasladan volando: Od. X, 494-495; XI, 393-394; 475-476; Il. XXIII, 103-104. Anticlea revela a Odiseo que el alma se salva solamente volando en el momento de la muerte (Od. XI, 218-222). Por otra parte, cuando muere Patroclo, su aliento vital abandona los miembros volando (Il. XVI, 856). Otros autores antiguos que desarrollan esta idea son Pín-daro (O. XVI, 20-24 y P. V, 101), Platón (Leg. 927b) y Aristóteles (Eth. Nic. 1000a 29-39).

131 En la literatura cristiana, ya Tertuliano en De anima (3, 26), compuesto a principios del siglo III, define el tránsito como un vuelo, pero la representación zoomórfica del alma es un águila, quizá por su majestad, relacionada con la famosa metamor-fosis de Zeus: Quommodo igitur illa anima, quae terris inhaerebat, nullius sublimitatis, nullius profunditatis, intrepida, … aeri postea insultabit in aquila?. Orígenes concibe la vida monástica (y, en general, la vida espiritual) como una ascensión ardua, llena de esfuerzo y sufrimiento, pero, al mismo tiempo, extraordinaria, puesto que conduce a las alturas de la theoria, a la plenitud de la gnosis, a la unión mística con el logos. Para alcanzarla, el cristiano ha de despojarse de todo lo mundano, empezando por el cuerpo, practicando un radical y absoluto contemptus mundi. Nótese cómo, en estos dos autores cristianos, se hace transparente el proceso de fusión de paganismo y cristianismo. Tertuliano reutiliza la cultura pagana en aras de la nueva fe; Orígenes, por su parte, se ap-ropia de la teoría neoplatónica para interpretarla en clave cristiana.

132 Aunque Cors (p. 202) diagnostica estas razones en el viaje al más allá de Odiseo, son perfectamente válidas tam-bién para los relatos medievales cristianos hispánicos.

133 Sobre este asunto de los precedentes paganos, véase Cicerón (Tusc. I, 18, 42). Sobre la ignea uirtus como prin-cipio físico del tránsito etéreo: Lucano Phars. IX, 7; Virgilio Aen. VI, 730; Plutarco Fac. orb. lum. 943. Sobre los diversos aspectos de la ascensión: Apuleyo Met. V, 5; Plutarco Ser. num. vind. 563F; Filóstrato Vit. Apol. VIII, 2.

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formada por Emeterio y Celedonio. El alma de la primera salta a las auras in-

stantáneamente, en cuanto se halla libre de la rémora física para el tránsito (Per.

XIV, 79-80 y 91-92). Las almas de los dos legionarios romanos transmigran por una

vía que les abre el camino del cielo (Per. I, 83-84).

De tal manera que, salvando las distancias, experimentan de nuevo los catas-

terismos de la mitología grecolatina. Como a los héroes clásicos, una virtud notable

en este mundo los hace dignos de un viaje astral (subuehuntur usque in astra, Per.

I, 90; VI, 122-123) 134. Y, a pesar de que no hay catasterismo sensu stricto (es de-

cir, no hay metamorfosis en cuerpo celeste), obtienen la licencia de permanecer en

el firmamento eternamente. Como sucederá con regularidad más tarde, un coro de ánge-

les (Per. XIV, 91-93) o de santos (Per. V, 373-376) los acoge. Entre éstos,

esporádicamente, uno hace de portavoz y anuncia al recién llegado una inminente y

generosa compensación de sus fatigas, le anima a continuar la ascensión y le invita

a formar parte del coro (Per. V, 281-304) que, a menudo, siguiendo la pauta del

Apocalipsis, canta una tonada excelente (Per. V, 313-314).

El tránsito es breve, como corresponde a espíritus ingrávidos. Su pureza de-

sprende un hálito de blancura durante el viaje (tramite candido, Per. XIV, 93), como

el Dafnis de la égloga virgiliana. En todo caso, la transmigración es inmediata, por

un camino recto, hacia el excelso paraíso (Per. V, 369-370). Los espíritus transpor-

tados han de atravesar las puertas del cielo (ianuas caeli, Per. XIV, 83-84). Todos

estos elementos, constantes en el acceso al otro mundo, urden una estructura de

características básicas invariables que adopta formas diversas según las intenciones

y el carácter de la obra o del personaje al que se aplique: desde la tradición in-

doeuropea que representan Homero y, para nuestros efectos, Virgilio, el elegido es

guiado por un grupo de almas dichosas hasta las puertas del más allá y ve la insig-

nificancia del mundo desde esta nueva perspectiva; la doctrina estoica aporta la

idea de que las almas virtuosas ascienden, después de la muerte, por encima de la

atmósfera terrestre hasta el espacio exterior; la tradición misticorreligiosa suma

la preferencia de la divinidad por la condición virginal (recuérdense ejemplos de

134 La expresión latina Per ardua ad astra condensa la actitud que mueve a los protagonistas de Prudencio y, por extensión, a los ascetas medievales. El poeta no era ajeno a esta idea, como quizá muestra la literalidad de Cat. X, 91-92: uia pandi-tur ardua iustis et ad astra doloribus itur.

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castidad ilustres, todos relacionados con el culto: Ártemis, Atenea, Ifigenia, Cas-

andra, las vestales, etc…). Este último aspecto es sacralizado por el primer cristi-

anismo y desarrollado teóricamente por Tertuliano, Cipriano, Ambrosio, Jerónimo,

Agustín, Casiano y Benito de Nursia y dignificado para la literatura no doctrinal

por Sulpicio Severo y el propio Prudencio, entre otros 135. En el mundo hispánico

medieval adquiere relevancia literaria sobre todo a partir de la obra que el obispo

Leandro redacta para su hermana Florentina: De institutione uirginum. La castidad

(la encarnación del Verbo puro) es, ya para la teología de los siglos IV y V repre-

sentada por Prudencio, motivo de la apoteosis del género humano (Psych. 53-97), que

accede a los dones gloriosos y protagoniza una nueva apoteosis cósmica, muy seme-

jante a las ya mencionadas de Dafnis y Pompeyo.

En el ascensus de Oria, la reclusa riojana, se observan concomitancias con la

joven Inés, cuya pasión es la última de las cantadas por el vate calagurritano en el

Libro de las coronas. Ambas son muy jóvenes y aspiran a ser desposadas por Cristo,

después de haber demostrado su amor siguiéndolo e imitándolo con el sacrificio su-

premo y entregándole un alma purísima cuyo cuerpo no ha sido mancillado por los de-

leites sensoriales y cuyas primicias serán privilegio del señor de las mansiones ce-

lestes:

…ac te sequentem, Christe, animam uoca

cum uirginalem tum patris hostiam! (Per. XIV, 83-84)

Emulan, pues, a Cristo al padecer tormentos y, repitiendo su ejemplo, gozan de

la resurrección, revocando los propios pecados de la misma manera que Cristo, el

guía de la salvación, deshizo las antiguas culpas. Él se revistió de naturaleza mor-

tal para servir de ejemplo y acostumbrar a los mortales por naturaleza. Cuando se

sueltan los lazos de los antiguos pecados, el alma renace a la nueva vida, despren-

dida de su envoltura mortal:

135 La virginidad es una condición imprescindible para la reuelatio diuina, reservada para los servidores de Dios, en la medida en que constituye el fundamento de todas las virtudes y el principio propedéutico para la visión divina. El alma necesita alcanzar el estado de máxima pureza para unirse a la deidad incorruptible y sólo lo puede lograr gracias a la virginidad. De la princi-palidad de la castidad entre las virtudes habla, por ejemplo, este dístico de Enodio de Arlés (siglos V-VI):

Ornet cubile castitasque prima virtutum micat… (Lír. lat. med. II, p. 210 )

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Ad breuem se mortis usum dux salutis dedidit,

mortuos olim sepultos ut redire insuesceret

dissolutis pristinorum uinculis peccaminum. (Cat. IX, 94-96)

Los seres humanos comparten todos una misma naturaleza. A pesar de ello y en

virtud de las diferentes decisiones que toman, no todos desean desprenderse de lo

contingente perecedero, no todas las almas tienen aspiraciones de trascendencia. Si

se aficionan demasiado a las cosas mundanas, grávidas por las manchas materiales, no

pueden remontar el vuelo. Es ésta una idea ya antigua que Prudencio retoma en otros

pasajes 136.

La muerte es, pues, justa devolución de lo prestado, pero también una libera-

ción de la parte indigna del hombre, quien es siervo de la divinidad y solo por la

majestad de ésta se ve libre de su parte caduca para volver hacia su origen divino

(Per. VI, 118-120). Los conceptos utilizados para expresar ese glorioso primer mo-

mento de la transmigración son redeo, para indicar que el alma reingresa en su resi-

dencia primigenia, las moradas celestes (redeuntem, Ham. 852), y refero, que conti-

ene un claro matiz de restitución de una situación previa (referuntur; Ham. 845).

Ambos ejemplos proceden del momento del viaje póstumo en el que Fides, personifica-

ción de la virtud que debe adornar sustancialmente las almas, las recibe. Así pues,

la expedición espiritual supone el reintegro de la esencia psíquica del hombre a su

condición originaria:

Ac primum facili referuntur ad astra uolatu,

unde fluens anima structum uegetauerat Adam.

Nam, quia naturam tenuem decliuia uitae

pondera non reprimunt nec tardat ferrea compes,

concretum celeri relegens secat aëra lapsu

exsuperatque polum feruens scintilla remensum

carcereos exosa situs quibus haeserat exul. (Ham. 845-851)

136 P. ej. Cat. X, 25 ss. La cuestión fue ya planteada por Platón: Phaid. 81b-c, Phaidr. 248c.

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También se aprecia una particularidad del viaje: el alma ha de cumplir su

trayecto expedita para que sea un trámite moderado (celeri lapsu; Ham. 849) y, dadas

las características del medio, volando. Lo humano ya no es rémora para ella si está

pertrechada con la fe.

Una vez liberada, está mejor dispuesta para la travesía del éter que culmina

en el mundo incorpóreo, el cielo. En ocasiones, la liviandad del espíritu libre pro-

porciona imágenes logradas, como, por ejemplo, la del salto (Per. XIV, 91-93). De-

sprendido de su cobertura seglar, el espíritu puro, como templo consagrado (Cat. IV,

16-18), está dispuesto para acoger a Cristo. El más allá es un maravilloso mundo in-

corpóreo de pureza inmaculada. Tras una vida desprendida de vanidad, la muerte acaba

con el último resquicio mundano y deja a la parte incorpórea del ser preparada para

participar en la corte celestial: spiritibus puris et ab omne labe remotis (Ham.

841).

Es ilustrativo el himno dedicado a Eulalia. El espíritu virginal se dispone a

alcanzar las mansiones ultramundanas atravesando el éter: flatus in aethere plaudit

ouans templaque celsa petit uolucer (Per. III, 169-170). Aprovechando la circunstan-

cia de que el paraíso es ubicado más allá del éter, Prudencio recoge una imagen,

probablemente común en los ambientes cristianos, que acumula varios símbolos: la del

alma pura convertida en un ave extraordinaria, en una paloma blanquísima y reful-

gente. Blancura nítida y brillo excepcional son las características sobresalientes

de esta metamorfosis animal, heredadas de la tradición pagana y transmitidas a la

literatura posterior del trasmundo:

Emicat inde columba repens

martyris os niue candidior…

…spiritus hic erat Eulaliae

lacteolus celer innocuus. (Per. III, 161-165)

El brillo y la luz son asociados con el mundo trascendente y con los seres que

lo habitan. La luz divina guía a la doncella al martirio, en las tinieblas de la no-

che oscura, como también guió al pueblo judío en forma de rayo (III, 50-55). O pro-

171

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tege, en forma de rayo, a Inés del hombre que se aproxima a ella con intenciones

impúdicas (XIV, 24-49). En estos casos, las jóvenes vírgenes conciben el martirio

como un mero expediente, previo a los desposorios con la divinidad, para quien se

han conservado íntegras (XIV, 79). Prudencio se sirve ya de esta tesis, tan fre-

cuente en las hagiografías y tratados sobre la castidad posteriores y fundada en el

argumento del Apocalipsis. La doble palma que aportan al matrimonio (martirio volun-

tario y virginidad) se representa simbólicamente en una doble corona (XIV, 7-9), a

la que la castidad ilumina con su luz eterna (XIV, 119-120). Luego los haces de luz

sobrenatural emanan de los espíritus de pureza inmaculada, como los de Eulalia o

Inés.

Al morir, Eulalia exhala por su boca el aliento vital, libre ya de la prisión

corporal. En ese momento se produce la transmigración del espíritu al más allá, en

donde ha de esperar eternamente el fin de los tiempos. Ha corrido animosa a afrontar

el trámite de la muerte (mortis amore, 40; gradu cita peruigili, 61; citum cupiens

obitum, 159), movida por el deseo vehemente de la divinidad: et rude pectus anhela

deo (34). La forma de paloma maravillosa que adopta, metafóricamente, el espíritu

ascendente, aparte de su posible procedencia tradicional, solventa el problema

físico y conceptual del abismo etéreo.

La paloma, el alma de Eulalia, emprende el viaje estelar (astra sequi, 163;

cf. XIV, 79-80), guiada por un coro de ángeles psicopompos (angelico choro comitata,

48; cf. XIV, 92-93). Tal sucesión de acontecimientos extraordinarios viene acom-

pañada por prodigios naturales. La transmigración conduce hasta las mismas puertas

del otro mundo (XIV, 81-82), del cual son, a partir de la muerte, habitantes perma-

nentes (XIV, 125).

En la tradición cultual (la pasión de Eulalia de Mérida, versión prosaica y

tardía del himno prudenciano), persiste la trasmigración del alma in specie columbe,

en presencia de un concurso de gentes; llega el alma a las mansiones celestes, como

premio a la lucha (in suo agone) en defensa de la fe mostrada por la mártir, en su

anhelo de llegar a presencia de Dios:

Sicque beata Eolalia gloriosa in suo agone, festinans ad Dominum quo celerius ire properabat;

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de flamma uero ignis ex utraque parte adposita, aperto ore suo, uim rapuit et ausit incendium. Quo

facto, ex ore eius, in specie columbe, in conspectu omnium, sancte martyris spiritus migrauit ad ce-

lum, scilicet que Christi martyrem celestibus sedibus nuntiaret. (IV, 17, 7-12)

Si, como parece deducirse de lo anterior, los textos hagiográficos se leían en

la iglesia durante la misa o en los oficios, es fácil concluir que las pasiones de

varios santos les fueran familiares a Valerio del Bierzo y a otros escritores del

siglo VII 137.

Frente a las puras, las almas pecadoras, en cambio, no tienen forma definida,

pero sí el color oscuro propio del mundo infernal subterráneo. Así, por ejemplo, Eva

era cándida como una paloma hasta que sucumbe al engaño de la serpiente que la ensu-

cia (Eua columba fuit tunc candida, nigra deinde facta per anguinum malesuada fraude

uenenum tinxit, Ditt. I). En eso, el cristiano imita a Jesús, pues, aunque habitual-

mente éste sea representado por el cordero blanco del sacrificio (niueus agnus, Cat.

III, 168-169), adopta también la figura de una poderosa paloma: tu, mihi, Christe,

columba potens (Cat. III, 166-167).

********************

Tenemos noticia también del tránsito del obispo Fidel (IV, 10, 29-32). Tras la

liberación de la rémora corporal (e corporali catena; IV, 8, 30), preceden a su

espíritu gozoso (tripudiando), lo guían tropeles de santos (precedentibus sanctorum

cetibus) y le esperan coros angélicos (expectantibusque angelicis choris); final-

mente, lo recibirá la divinidad (Ihesu Christo precipiente). En el reino del éter

(etherea regna), formará parte de los ejércitos celestes (celestibusque falangiis),

disfrutando de una perpetua alegría (cum exultatione perpetua). Compárese el ejemplo

anterior con el tránsito de Renovato, narrado en el último opúsculo de la colección,

y se verá hasta qué punto existe un substrato ideológico común en la metafísica

católica tradicional, una asombrosa, diestra y sutil síntesis teológica y cos-

mológica latente que alimenta la literatura escatológica durante toda la Edad Media

137 Díaz y Díaz 1979, p. 50; y Díaz y Díaz 1970, ps. 28-45 (apud Domínguez del Val 1986, p. 166).

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y posteriormente. Reaparecen los coros de ángeles y las legiones celestiales a las

que se unirá, en el palacio eterno de Cristo, el alma del santo en cuanto se relajen

sus miembros:

…angelicis cetibus copulaturus omnibusque celestibus supernarum partium legionibus coniunc-

turus, mirabiliter artubus resolutis e corpore egrediens superni aulam regni cum Xpo semper mansurus

et sine fine regnaturus introire meruit (V, 14, 35-38)

Vocabulario, conceptos y desarrollo narrativo recuerdan de cerca el modelo

subyacente común del que se sirvió antes Prudencio y al que acudirán más tarde futu-

ros narradores de visiones trascendentes.

Circunstancialmente, aparecen otros componentes comunes en las visiones esca-

tológicas medievales, pero, generalmente, no vinculados a ningún fenómeno vision-

ario, sino ligados al credo cultural común de la época. Eulalia se presenta en su

basílica bajo la especie de una paloma blanca como la nieve para consolar a su

siervo y ordenarle el regreso a Mérida (V, 8, 3-4); esta imagen y el vocabulario con

que se expresa siguen muy de cerca las huellas de Prudencio y del pasionario

hispánico.

********************

Valerio también somete su inspiración a lo que debió de ser canon de fe,

además de tópico literario. En el delirio extático, un ser angélico 138 arrebata el

alma y lo conduce instantáneamente al trasmundo139. El carácter formular del pasaje

en los tres textos visionarios induce, otra vez, a pensar en un origen tópico o

138 El ángel psicopompo es un recurso tan inevitable que nos consta su presencia en la liturgia fúnebre hispánica al menos desde el siglo VIII, en la antífona In Paradisum que se canta en la conducción del cadáver: In Paradisum deducant te angeli et gaudie suscipiant te martyres, perductant te in civitatem Sancta Hierusalem (Ruiz Domínguez 1999, p. 280). Este dato refuerza la hipótesis de que la literatura y la liturgia iban de la mano y se debían a esa especie de vulgata del más allá cristiano.

139 Valerio presenta a los enviados divinos en tríos (las palomas y los monjes celestes), como después Berceo (vírgenes, séquito de García o varones angélicos; SOria 27, 47, 126, 168; SMil. 803) y ya antes Prudencio y Sulpicio Severo. Éste re-lata un hecho asombroso: un globo de fuego brota de la cabeza de Martín mientras celebra, pero, a pesar de la numerosa concurrencia del templo, solamente es visto por una virgen, un presbítero y un trío de monjes. Lo selectivo del prodigio es sucintamente comen-tado por el autor: por qué no lo vieron los demás es cosa sobre la que no debemos opinar nosotros (Sulp. Sev. Dial. II, 2, 1-2). Es significativo que, con un pretexto tan tentador, Sulpicio Severo no haga referencia a la Trinidad.

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retórico; los términos son, indefectiblemente, suscipio (también en la antífona) y

rapio, para el arrebato, y perduco, para indicar el transporte. Significativamente,

Baldario es guiado por tres palomas blancas resplandecientes 140: la representación

zoomórfica del alma cuando abandona el cuerpo de los primeros mártires del pasion-

ario y, como se ha podido comprobar, de los himnos prudencianos, entre ellos, pre-

cisamente, el de Eulalia; y, seis siglos más tarde, la Oria de Berceo asciende gui-

ada por tres vírgenes -una de ellas Eulalia-, precedidas por sendas palomas. En la

obra espuria del Bergidense De monachis perfectis (62-63), se desvela una variante

del tránsito: el alma no vuela hacia el más allá, sino que es transportada en una

nube: ut rapti in nubibus obuiam uenienti de caelis ire possitis (189-191). Ambos

recursos tienen raigambre clásica. Las palomas psicompompos remontan su existencia

al canto sexto de la Eneida: como símbolos zoomórficos de la madre de Eneas, prece-

den a éste en su recorrido hasta el árbol de la rama dorada. Además, Valerio, en uno

de los breves textos de las Vitae Patrum incluido, extractado y comentado en la com-

pilación, cuenta el caso del monje egipcio que ve salir de su boca una paloma -su

alma- en el momento en el que reniega de su condición y pierde la pureza espiritual

y, gracias a un profundo arrepentimiento en rigurosa penitencia de tres semanas,

percibe cómo aquélla se aproxima cada vez más, igualmente bajo la especie de paloma

-uelut columbam-, hasta que, completamente purificado, penetra de nuevo en su cuerpo

a través de la boca (De pen.).

Por otra parte, Virgilio -apropiándose del pasaje homérico en el que Odiseo se

presenta en el palacio de los reyes feacios protegido por una nube- hace que Eneas

140 Una de ellas sobresale por el signo de la cruz inscrito en su cabeza: …una super caput Christi gestabat uexillum. Con el signo de la cruz se defiende Bonelo del ataque de las potencias del mal: …et quum signaculo crucis resisterem illis in circui-tum. Es la marca que, según el Apocalipsis, distingue a los elegidos, pues la cruz es el nombre de la divinidad que éstos exhiben en sus frentes. Durante los siglos VI y VII -justamente coincidiendo con la época de Valerio- la cruz es un símbolo con significado in-trínseco, todavía mágico. Entonces comienza a asociarse con la iconografía y los sentidos cristianos (Giordano, p. 49). La transición se percibe en el poema anónimo Urbe beata Hierusalem (Lír. lat. med. II, p. 236). Se trata de una descripción versificada de la otra vida (el título es revelador), en la que no faltan la satisfacción plena de los anhelos, la idea de eternidad en bienaventuranza y paz, el tópico paradisíaco, las multitudes vestidas de blanco ni la Virgen ni Cristo. En este contexto, la unción y el crisma ya tienen valor cristiano. Por otra parte, Lappin (p. 124) establece una depedencia directa entre las palomas que guían a Oria y sus compañeras y este episodio.

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acceda a Dido también envuelto en una nube 141. Quizá la consideración de que las

nubes son posada en el viaje etéreo haya servido para reinterpretar este recurso pa-

gano en clave cristiana. Esta modalidad de vuelo del espíritu adopta la imagen de

rapto, que cuenta con fundamento neotestamentario en la segunda carta de Pablo a los

corintios, en donde, además de distinguir entre revelación y visión, se concibe el

tránsito etéreo como un rapto espiritual que conduce al tercer cielo, primero, y,

luego, al paraíso 142.

Baldario emprende una expedición sideral hasta un monte, cumpliendo el rumbo

de las tres blancas palomas que lo transportan. Desde allí, puede divisar una amplia

panorámica del trasmundo, ubicado al otro lado del éter por Valerio (o su fuente

oral 143). Los cuatro personajes dirigen su inaudito viaje hacia oriente y al amane-

cer ya han dejado atrás las estrellas: …altitudinem eris penetrabimus partem orien-

tis occupantes; primo diluculo super astra celi peruenimus. Con la actualización de

este recurso, el anacoreta bergidense vuelve a erigirse en portavoz y en eslabón in-

consciente del substrato cultural intermediario entre el representante máximo de la

tradición académica pagana, Virgilio, y nuestro monje riojano, Berceo. En una de las

églogas del poeta mantuano, Menalcas imagina a Dafnis, recién muerto, a las puertas

del Olimpo, contemplando desde allí el universo entero. Situaciones muy semejantes

poetizan Lucano o Prudencio tras la muerte de sus héroes respectivos, Pompeyo e

Inés. Y, puesto que la transmigración del ánima de Oria tiene concomitancias con es-

tos tránsitos cósmicos, no resulta aventurado asignar a textos intermedios en el

tiempo, como la visión de Baldario, una función transitiva. En su itinerario, el

141 El pasaje homérico tiene lugar en Od. VII, 139-141. En la Ilíada es un fenómeno constante con el que los dioses protegen a los héroes de las embestidas furiosas de sus enemigos: VI, 345 (a Eneas de Diomedes); XX, 150 (los dioses se protegen del combate); XX, 446 (Héctor es protegido de Aquiles); XXI, 597 (Apolo protege a Agénor); XXIII, 188-192 (Apolo cubre el cadáver de Héctor). En XVIII, 202-214 y 225-227, Aquiles se presenta ante el ejército troyano cubierto por la égida floqueada, coronado con un nimbo dorado y con una llama ardiente que brota de su cuerpo; los aurigas troyanos quedan atónitos al contemplar tal es-pectáculo. En lo anterior, parecen advertirse algunos elementos que, sistematizados por la filosofía estoica y neoplatónica, desem-barcan en la metafísica cristiana.

142 II Cor. XII, 1-4: Et scio huius modi hominem sive in corpore, sive extra corpus nescio. Deus scit: quoniam raptus est in paradisum: et audivit arcana verba, quae non licet homini loqui. Sulpicio Severo había utilizado también este recurso en Ep. II, 4.

143 Sobre la sacralidad de los montes, existen antecedentes paganos y cristianos a los que ya se hará referencia en su momento. Dentro de la obra literaria de Valerio, concretamente en su carta a Egeria, la preeminencia de las montañas es símbolo de la presencia divina; por eso, en muchas de ellas se ha construido una capilla o un pequeño recinto sagrado. Carozzi interpreta que la oposición paraíso-infierno reproduce la que se establece entre montaña sagrada y precipicio. La iconografía relaciona las montañas de fuego con los volcanes (cf. Virg. Georg. I, 471-473), lo que, probablemente, tuvo influencia en la imagen del infierno.

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peregrino visionario puede contemplar, desde tan privilegiada atalaya, un panorama

global del mundo. Como Prudencio en el himno de Inés, Valerio recobra un lugar común

clásico, el del conspectus uniuersi mundi, no solo para acreditar que el menosprecio

de la materia perecedera y transitoria es absoluto y no admite excepciones, sino

también por establecer una nítida frontera conceptual entre el mundo terrenal y el

paraíso celeste, entre lo contingente y la esencia, entre la realidad insatisfacto-

ria y el deseo ferviente1 4 4 . En un brevísimo instante, Baldario divisa con la mirada

del espíritu (toto mentis obtutu), desde una perspectiva lejanísima, todo lo que re-

sume esta vida.

Valerio remueve y registra el fondo retórico subyacente y, tras dar nombre a

la escena (conspectus uniuersi mundi), hace una relación de los elementos definiti-

vos del gran espectáculo que Baldario tiene a sus pies. Mares, ríos, ciudades, mon-

tes, hombres, etc…:

…atque toto mentis obtutu uniuersum conspicere mundum, maria et flumina uariatum urbiumque

meniis, ecclesiis, montium rupibus atque diuersis edificiis summo decore faleratum, hominibus diuer-

sisque nationibus refertum.

********************

El vuelo de la paloma como representación alegórica del tránsito etéreo per-

siste durante todo el período que estudiamos. En el siglo XI, Juan de Iruña, pro-

tagonista de una breve visión contada por Grimaldo (UD II, 40, 27-32), sintetiza to-

dos los elementos esenciales del recurso. Por una parte, la visión tiene lugar,

fecha y hora concretísimos; por otra, Juan, que está rezando fervorosamente ante el

sepulcro de Domingo de Silos, eleva su mirada y advierte dos palomas tan blancas

como la nieve que se posan, respectivamente, sobre su hombro derecho y sobre su

cabeza y, luego, penetran en los cielos ante su vista (con cierta semejanza a las

aves de los augurios homéricos). Presenciamos una escena análoga a la del himno pru-

denciano a Eulalia. Por tanto, la conjunción de dos factores (el vuelo hacia las re-

144 Lappin (p. 139) establece una relación directa entre este pasaje y SOria 50b y aporta otras referencias autóctonas y foráneas (el sarcófago de Quintana de la Bureba que representa un momento de la pasión de Perpetua y la visión de Salvio en Gregorio de Tours, Hist. Franc. II, 4-5).

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giones etéreas y la blancura como símbolo de la pureza) hace de la paloma el emblema

zoomórfico ideal para la alegoría; sin olvidar que contaba con precedentes autoriza-

dos, así en la tradición bíblica como en la literatura pagana.

********************

Aunque las normas del género aconsejan un viaje etéreo, la visión de Domingo

nos revela que hay otras maneras de describir el tránsito. Un puente, estrecho en

apariencia, une los dos mundos. Desde el otro lado, el alma del monje siente la lla-

mada de dos bienaventurados, avanza por una escalera y, a pesar de la angostura de

la vía y de la dificultad del acceso, el espíritu avanza con comodidad y holgura, y

es recibido de manera excepcional, como se acostumbra en estos casos (SDom. 235-

236). Berceo se limita a acomodar a los requerimientos métricos y estilísticos el

texto fuente de Grimaldo. Este asombroso y extravagante accidente geográfico señala

el límite entre el mundo material y el espiritual, entre la vida aparente y la vida

real y perfecta. El único puente que los une es aquí igualmente estrecho (de palmo y

medio), pero extraordinario: de cristal (UD I, 7, 27-33), sensible a la más mínima

impiedad de las almas, de manera que se recalca la ingravidez de las que logran

atravesarlo. Se cumple de esta manera uno de los requisitos elementales del trans-

mundo descrito como locus amoenus: el recinto cerrado, el hortus conclusus. Sigui-

endo muy de cerca su fuente directa, el agua de uno de los ríos tiene el color del

vino, la del otro transparente; el autor los interpreta, respectivamente, como leche

y sangre. Precisamente este dato religa el trasmundo berceano con la tradición por

la vía de la comparación: como piedras cristales (SDom. 230c). La relación de este

verso con otras expresiones similares de sus predecesores hispanos ya comentados re-

monta hasta la uitrea unda de Virgilio. En la tradición escatológica, hay siempre

una corriente de agua pura parangonable con la transparencia del vidrio, ya sea el

río que refresca el locus amoenus (VSPE, Valerio), ya uno de los que marca sus

límites (Berceo). En este caso, la acostumbrada descripción minuciosa del lugar es

omitida en favor de una calificación general sintética: fiero logar (SDom. 229a).

Esta representación, que conserva de la tradición clásica el río impracticable y es-

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tremecedor que circunda el paraíso, incorpora un puente de acceso que aparece ya en

algunos relatos muy antiguos, como el Apocalipsis de Esdras (siglos I-II), pero no

se hizo recurrente hasta que reapareció en Gregorio Magno (Dial. IV, 36). Tal vez

por influencia de éste, Grimaldo incluye el motivo en su biografía de Domingo.

Quizás, incluso, como eco literario de las propias palabras del monje visionario,

posibilidad que no hay que descartar en ningún caso. Sea como fuere, se trata de un

unicum en el género literario altomedieval hispánico y, por tanto, ajeno -o, como

mínimo, tangente- a nuestra expedición cósmica.

Berceo, sin embargo, sí se hace eco de ésta, aunque de una manera general y

somera, en el largo episodio de los votos de Millán. Dos espectros celestiales,

Millán y Santiago, se aparecen montando sendas cabalgaduras de una blancura insól-

ita, armados como exige la circunstancia de la batalla contra el infiel, de la

guerra santa, pero también distinguidos con los atributos de su dignidad. La necesi-

dad de predicar lo extraordinario de ésta es satisfecha con una referencia a su ori-

gen (qe del cielo vinieron, SMil. 442-446) e, incluso, a las características del

viaje. Puesto que vienen del cielo, hacen una presentación espectacular: descendién

por el aer (SMil. 239). Es decir, siguen el mismo camino que deben recorrer, en sen-

tido inverso, las almas de los bienaventurados. El viaje escatológico iniciático de

la visión ultramundana es aéreo y, como el descenso de estos magníficos jinetes san-

tos, desborda todas las coordenadas espaciotemporales. Siempre, en todos los casos,

la visión entronca con la tradición grecolatina de experiencias catalépticas en las

que el alma permanece entre la vida y la muerte, cumpliendo el viaje al más allá. El

personaje se suspende en un coma en el que el alma sincopa o comprime los sucesos de

la eternidad.

Es el expediente más común (casi único), como lo demuestra no solo Berceo en

el Poema de Santa Oria, sino también una obra reputada como culta: el Libro de Alex-

andre. El rey heleno construye una máquina voladora con dos grifos. En esta ocasión,

el recurso sirve para que el protagonista transite por el éter, contemple el uni-

verso y, de este modo, el autor incluya el tópico del conspectus mundi, que ya hemos

visto relacionado con el tránsito escatológico en el martirio de Inés y en la visión

de Baldario. El desarrollo hecho aquí tiene un carácter menos trascendente, puesto

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que solo pretende revelar la vastedad de los dominios regidos por Alexandre y, al

mismo tiempo, promocionarlo como poseedor de un conocimiento extraordinario. Empieza

describiendo los accidentes geográficos del modo más fiel al estereotipo para luego

recorrer extensamente los continentes de manera singular 145. Cabe afirmar, pues,

que el estereotipo del viaje cataléptico se extiende también por la literatura más

culta, la que representa el Alexandre, y que, por tanto, es justo atribuirle un

carácter universal. En su viaje al otro mundo, Oria es acompañada por doncellas que,

como ella, ganaron la gloria a temprana edad, entregando la vida por su fe en tiem-

pos de persecución. Ágata, Eulalia y Cecilia padecieron el martirio que quiere imi-

tar Oria lacerándose y ahora son esposas de Cristo (SOria 24-25) 146. Que la guíen

quienes residen en la comarca que le corresponde a la riojana (nuestra compañera la

llaman, SOria 29d) no solo lo dicta el buen sentido, puesto que conocen el camino,

sino que es un lugar común del género: el niño Agusto pasó a formar parte del cuerpo

de jóvenes servidores celestiales, el obispo Fidel se integró en las huestes de pre-

lados y a Máximo lo custodiarán monjes santos como los tres de la visión. Se trata

de una remiscencia clásica: en todas la representaciones del Hades, desde la homé-

rica, las almas están agrupadas por un criterio de afinidad que se relaciona con la

causa y el modo de la muerte. En las versiones cristianas, tal circunstancia se con-

serva con ciertas modificaciones ad hoc. La distribución de las almas celestiales

depende de las circustancias y el modo en que se dio el testimonio de fe y de la in-

tensidad de éste. En consecuencia, a Oria le corresponde tener unas anfitrionas vír-

145 Alex. 2496-2514, especialmente 2504-2505. En este fragmento, se encuentra también el tópico del mundum mag-num hominem que tiene precedentes en una obra emblemática del genero de visiones ultraterrenas, el Somnum Scipionis: el mundo es un hombre de magnas proporciones, de igual manera que el hombre es un micromundo (imago mundi):

Solémoslo leer, dizlo la escriptura,que es llamado mundo del omne por figura. (Alex. 2508ab)

146 La asociación de diversas mártires en cortejos virginales es fruto de un sincretismo frecuente. En el himno de Eu-lalia de Barcelona, el antifonario de San Millán adapta las oraciones de la Eulalia emeritense y de Águeda (García Rodríguez, p. 299). La pasión de Inés pudo haber influido en la de Eulalia (García Rodríguez, p. 405; Castillo, p. 413). En el cortejo de vírgenes de un mosaico tan primitivo (mediados del siglo VI) como el de la nave central de la basílica de San Apolinar Nuevo de Rávena (o en la de San Vicente, Santa Inés y Santa Eulalia de Montady, en Francia, del siglo V), Eulalia aparece entre Cecilia, Inés y Ágata en una proce-sión ordenada que avanza, siguiendo a los Magos, hacia el trono de la Virgen Teótoco. Este complejo sistema de relaciones da idea de cómo se fue confeccionando el magma del que resulta, tras un proceso de solidificación de más de mil años, el substrato cultural en el que germina el lugar común de la visión escatológica, dentro del más amplio género hagiográfico.

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genes que la acompañen hasta su residencia definitiva que es también la de ellas 147

.

La identidad de estos anfitriones celestes que orientan el curso de la pere-

grinación es muy variada, como delatan nuestros textos. A veces, la mayoría, son al-

mas de personas ya muertas, conocidas y tratadas por el viajero ultramundano en la

vida terrena; es el caso de las tres vírgenes que conducen a Oria, de quienes tenía

conocimiento íntimo, no personal, sino literario1 4 8 . Sin embargo, a menudo carece de

identidad definida, consistiendo en un recurso dramático que funciona como inter-

locutor del narrador. Así parece en las visiones bergidenses. Virgilio prefiere com-

binar un personaje histórico (al menos tal lo consideraba él) como Anquises con otro

ente mitológico con aspecto humano como la sibila cumana (transposición literaria

del Tiresias homérico). Pueden ejercer esta función simples personificaciones

alegóricas como la Fides (Fe) de Prudencio. Finalmente, es singular el capellán del

palacio de Apolo y Diana que conduce a Alejandro por el mundo del conocimiento eso-

térico en el sueño que le revela su próxima muerte envenenado 149. Las guías acom-

pañantes son tres 150, número simbólico que cuenta ya con precedentes en los tres

147 Estas tres doncellas mártires encarnan el paradigma emulado por la riojana. Las tres están muy bien representadas en los oracionales medievales: el tarraconense dedica al menos cuatro textos a Eulalia (a Cecilia también uno), en el manuscrito si-lense tiene más de cinco missae. También la encontramos en el santoral de los leccionarios y en homiliarios del entorno riojano (Codex Silensis). A la mártir emeritense y a Cecilia se les consagraban himnos ya antes del siglo VIII; el de Águeda es posterior a esa fecha, pero también está incluido. El sacramentario toledano del siglo IX celebra las fiestas de las tres. Y, entre las pasiones no his-panas conocidas en la Península en época visigotica, se encontraba, probablemente, la de Cecilia.

148 El Beato de Lorvao contiene una ilustración en la que tres figuras femeninas aparecen junto al evangelista Juan en el momento en que el alma de éste asciende al cielo sub specie columbae. Considera Lappin, p. 123, que la obra de Beato es una lec-tura devocional apta para eremitas. El hecho de que ese manuscrito sea contemporáneo de Oria le lleva a proponer que fue pre-cisamente ese ejemplar el que usó la reclusa. Lappin ve una relación directa entre esa ilustración y la escena en que la mártir Eulalia insta a Oria a seguir el rumbo de la paloma. Sin embargo, por lo que estamos viendo, las tres almas psicopompos y las palomas pare-cen elementos constantes del magma cultural común, del que también participaba, por supuesto, el ilustrador de esa copia.

149 Alex. 2482-2494.

150 Aunque, como se ha visto, el uso del tres como símbolo se remonta a época precristiana, partiendo de la identidad con la Santa Trinidad -que sí es, quizá, el origen semiótico de lo que nos concierne-, el tres podría significar el todo, la totalidad, vista a través de sus manifestaciones. Así, el triángulo que simboliza la divinidad significa la esencia pura, para cuya representación física se necesita lo mínimo: tres ángulos. No hay superficie que quede abarcada en menos trazos. El tres significa, pues, la totalidad: los tres seres malignos que se presentan ante Bonelo son agentes de la maldad absoluta; los tres varones angélicos que suelen pre-sentarse como entidades del otro mundo encarnan la beatitud en sí misma; las tres vírgenes personifican la total integridad de cu-erpo y espíritu y las tres palomas son la paloma; las tres coronas que divisa Domingo son la manifestación física de la inefable glo-ria eterna; las fechas expresadas en forma de triduo indican una idea global e incuantificable de tiempo, el tiempo absoluto. De igual manera que, por ejemplo, las tres moras de la lírica popular representan a toda mora, los tres Reyes Magos toda la realeza del mundo y las tres juras de Santa Gadea tienen el valor del juramento final, irreversible e inexorable. Para el caso del triple signo de la cruz con el que el oficiante del sacrificio eucarístico consagra el pan y el vino, el propio Berceo ofrece una explicación sustentada en los libros litúrgicos: tres veces el clamor popular solicitó la crucifixión de Cristo (Sacr. 239-240 y 242. Cf. las referencias neotesta-mentarias: Mt. XXVII, 20-25; Mc. XV, 12-15; Lc. XXIII, 17-23; Jn. XIX, 1-17). No obstante, salvo éste, todos los ejemplos sugieren que la identificación con la Trinidad remonta a los primeros testimonios cristianos.

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ángeles malignos del infierno que contempla Bonelo, en los tres monjes que señalan

el camino a Máximo y en las tres palomas que guían a Baldario. Y, más peregrina-

mente, las visiones de Oria acaecen tres días antes o después de una fecha señalada

del calendario 151. Es de un interés relativo que una de ellas sea Eulalia de Mé-

rida; por una parte, resulta tentador que las VSPE, eslabón de este itinerario de

las visiones, difundan su devoción. Muy probablemente Berceo conocía a la perfección

los pormenores biográficos de la santa, puesto que se la veneraba en la iglesia par-

roquial de Berceo, el probable pueblo natal de nuestro autor, según se deduce de los

versos de una de sus obras: Millán, el anacoreta epónimo del monasterio, ejerció en

esa iglesia como racionero, antes de retirarse a los montes (SMil. 95 y 106). In-

cluso en el caso de que no fuese así, el ministerio de esa parroquia era asignado a

clérigos de la órbita emilianense, entre ellos, quizás, el propio poeta, por lo que

no caben dudas sobre el perfecto conocimiento de todo lo referente a la santa virgen

no solo por parte de toda la clerecía, sino también por parte de los fieles. En úl-

tima instancia, el culto de Eulalia estaba muy extendido, incluso más allá de los

Pirineos.

151 Recuérdese que el papa Sixto, desde la cruz, predice a Lorenzo que en tres días seguirá sus pasos y así se cumple. Se han ido señalando a lo largo del trabajo las apariciones recurrentes del número tres. Para tratar de explicarlo examinaremos algu-nos pasajes de Prudencio. Aparte del uso de estructuras trimembres -como en los primeros versos del segundo himno cotidiano-, el poeta calagurritano se sirve, no siempre con valor simbólico, del tres en varias ocasiones. Pero tienen mayor trascendencia las refer-encias cronológicas con tres días de intervalo, al estilo de las que luego abundan en Berceo. En el prefacio de la Psicomaquia, hay un pasaje en el que tres ángeles visitan la cabaña de Abraham. El propio poeta entiende en la anécdota bíblica que la Trinidad visita el cuerpo (la pobre cabaña) y el alma, fecundada por el Espíritu Santo, alumbra un heredero digno de la casa del Padre (Prud. Psych. praef. 15-68. Cf. Gen. XIV, 12-14). En otro poema de carácter didáctico, la Apotheosis, trata Prudencio monotemáticamente sobre la naturaleza humana de Dios y profundiza en el misterio de la Trinidad. Los tres ángeles son, pues, la concreción imaginaria de la Trinidad. Por otra parte, las concomitancias con las escenas de nuestros textos, en que un trío divino se presenta al personaje vision-ario, son elocuentes. En el segundo himno del Libro de las Coronas, dedicado a los tres mártires de Tarragona -Fructuoso, Augurio y Eulogio-, se repite la directa relación que hay entre el tres y la Trinidad: ésta corona a la ciudad con el trío de mártires:

Hispanos deus aspicit benignus,arcem quandoquidem potens Hiberamtrino martyre trinitas coronat. (Per. VI, 4-6)En otra ocasión reutiliza la misma imagen, sin referencia a la Trinidad, con fines ornamentales (Per. IV, 21-24).

Sin embargo, no hay obstáculo que impida, desde este momento, establecer posteriormente una relación directa entre el dogma cris-tiano de la Trinidad y el número tres y que llegue a convertirse en un tópico. A la invocación de la Trinidad como fórmula de en-cabezamiento acude, entre otros poetas del mester de clerecía, Berceo: SOria 1, SDom. 1, SLor. 1, Sacr. 1. El riojano coincide con Prudencio en conceder un valor significativo al tres al identificarlo con la Trinidad en las cuadernas con las que encabeza el tercer li-bro de la biografía de Domingo de Silos. Convergen los dos extremos cronológicos de la tradición poética medieval:

Como son tres personas e una Deïdad,que sean tres los libros, una certanedad,los libros sinifiquen la sancta Trinidad, materia ungada la simple Deïdad.

El Padre e el Fijo e el Espiramiento,un Dios en tres personas, tres sones, un cimiento,singular en natura, plural el complimiento,es de todas las cosas fin e començamiento. (SDom. 534-535)

Para una relación de fragmentos en que el número tres adquiere un valor significativo en la Vida de Santa Oria, véase Lappin, p. 116.

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El espectáculo admirable comienza para Oria desde el momento en que emprende

la ascensión, pues su destino está en un mundo superior: mira hacia arriba (SOria

38b) y contempla la escalera del sueño de Jacob, por la que el patriarca vio transi-

tar ángeles (SOria 42b). En consecuencia, es la vía de acceso de las almas beatífi-

cas (SOria 39d). Esta versión berceana de la escala de Jacob (presente ya en la Pas-

sio Perpetuae) conduce a las puertas del cielo 152.

La escala de Jacob no es exclusiva de la mitología cristiana. También aparece

en el Libro de la escala de Mahoma, traducido al latín por Buenaventura de Siena en

el siglo XIII. Es posible que el poeta riojano conociese la leyenda musulmana, pero

la alusión al personaje veterotestamentario restringe la deuda del pasaje berceano a

la tradición bíblica cristiana. Oria ve una columna altísima (elemento compartido

con los versos virgilianos citados más arriba) que se pierde en los cielos; obra

divina, por sus escalones ascienden las almas de los bienaventurados. La relación

simbólica es muy sencilla, en el estilo acostumbrado por el poeta. Sin embargo, bajo

sus palabras se esconde un lugar común de la exégesis doctrinal muy difundido desde

antiguo y, por tanto, probablemente no desconocido por un clérigo como Berceo. Los

tratados exegéticos comentan frecuentemente el texto del Génesis referente a la es-

cala de Jacob desde un punto de vista alegórico, según las costumbres del género,

habitualmente con Cristo como referencia tipológica1 5 3 . Tratan el asunto, entre

otros muchos, Justino, Ireneo e Hipólito, pero, dada la coincidencia básica de todos

ellos, estudiaremos la interpretación que ofrecen dos autores a caballo de la se-

gunda mitad del siglo IV y los primeros años del V, contemporáneos, por tanto, de

Prudencio, Sulpicio Severo y Agustín: Zenón de Verona y Cromacio de Aquileya. Para

la exégesis cristiana, puesto que representa el camino abierto por Cristo entre

tierra y cielo para la resurrección en la vida eterna, la escala es la cruz en la

que Cristo está clavado y cuyos dos palos transversales son, respectivamente, cada

uno de los Testamentos. Es decir, los códigos de preceptos cuya observancia conduce

al ultramundo, que la imagen de la escalera simboliza mediante los peldaños. Tal es 152 El relato del sueño de Jacob procede de Gen. XXVIII, 10-19. La Pasión de Perpetua y Felicidad es la más antigua

pasión latina registrada y contiene, en germen, muchos de los tópicos propios del género. La escalera de Jacob es el símbolo de la ascensión. En la visión, la protagonista asciende por esta escalera al conocimiento superior, a la verdadera realidad, al mundo tras-cendente, al cielo.

153 Lappin (p. 130) amplía las referencias bíblicas y propone una deuda literal del sintagma a los cielos (SOria 38c) con respecto al usque ad caelum (Deut. 4, 11; Mat. 11, 23).

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la síntesis de los textos de ambos, ya que Zenón identifica las astas de la cruz con

los textos bíblicos, mientras que Cromacio avanza un grado en la metáfora e inter-

preta que la escala es la cruz. Y, tras hacer una extensa enumeración de las vir-

tudes, explota el mismo argumento de Zenón acerca de que los palos de la cruz corre-

sponden, respectivamente, a Antiguo y Nuevo Testamento 154.

Éste es el supuesto teórico que subyace a los versos referentes a la escala de

Jacob. Resulta difícil determinar si el autor tenía conocimiento y conciencia de

ello o el recurso de esta imagen solamente es un eco subconsciente del poso cultural

contemporáneo, del que Berceo, reproduciéndolo irreflexivamente, se convierte en

mero instrumento.

Siguiendo a la paloma (y en compañía de las mártires) por la escalera de

divina factura, la santa reclusa llega a un locus amoenus, situado por encima de la

columnata:

…alçó Oria los oios arriba ond’ estava.

Vido una columna, a los çielos puiava,

tant’ era de enfiesta que avés la catava. (SOria 38b-d)

Quando durmié Iacób çerca de la carrera

vido subir los ángeles por una escalera,

aquésta reluzía, ca obra de Dios era.

Estonz perdió la pierna en essa lit vezera. (SOria 42)

Desde tan importante atalaya, puede contemplar la muralla ígnea que hace el cielo

inaccesible. A partir de Homero -como se sabe-, es frecuente que los paraísos estén

protegidos por un muro que restrinja el paso de la gente común: la feraz isla de

Eolo y la mítica ciudad de los feacios: un hortus conclusus 155. Sin embargo, la mu-

154 Los fragmentos respectivos de Zenón y Cromacio son los siguientes: Scala autem duo testamenta significat, quae et euangelicis intexta praeceptis credentes homines uoluntatemque dei faci-

entes quasi per quosdam obseruantiae gradus in caelum leuare consuerunt (Zenón, Tract. I, 37, 1-2 ).Scala firmata a terra usque ad caelum crux Christi est, per quam nobis locus ad caelum est, quae uere preducit usque ad

caelum. In hac scala multi gradus uirtutum inserti sunt, per quos nobis ascensus ad caelos sunt.Recte autem scalam crucem Christi significatam cognoscimus, quia sicut scala duobus scapis continetur, ita crux Christi

duobus testamentis continetur, habens in se gradus caelestium praeceptorum, quibus ad caelum ascenditur. (Cromacio, Serm. I, 6).

155 Homero, Od. X, 1-12 y VII, 82-132, respectivamente.

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ralla de fuego, que adquiere relevancia con Isidoro (por quien, probablemente, la

pudo conocer el poeta emilianense), aparece ya en Tertuliano y Lactancio 156. La es-

tampa de la doncella contemplando desde el pórtico el panorama del otro mundo,

apostada en un maravilloso árbol (trasmutado aquí en el apocalíptico árbol de la

vida), procede en última instancia del ingreso en el Hades narrado en la Eneida: el

muro imponente circundado por el río de fuego, el Flegetonte:

…vidieron en el çielo finiestras foradadas:

lumbres salién por ellas, de dur’ serién contadas. (SOria 46c-d)

La primera posada de Oria y sus compañeras de viaje es correspondencia de la que

efectúan Inés (su paralelo prudenciano) y Eneas con la Sibila -éstos junto al árbol

de la rama dorada-, a las puertas del más allá, antes de traspasar la muralla del

Hades, antes de llegar a otras regïones (48c) 157.

La segunda visión de Oria comprende el monte Olivete, descrito, de nuevo, como

un locus amoenus umbroso de belleza y espesura 158. En él habita una cofradía de

hermosos varones angélicos adornados con ricas ropas blancas. La estancia en ese

paraje ameno estimula satisfacciones espirituales tan penetrantes que anestesian el

cuerpo de Oria, perturbado hasta entonces por los dolores de la enfermedad:

156 Patch 1983, ps. 152-153. Lappin (p. 136-137), aunque insinúa la influencia céltica y parece decantarse por la estirpe bíblica de este episodio (en lo que concierne a las ventanas de fuego: Isaias LX, 8; Apoc. IV, 1), propone explicar tal con-comitancia como producto de una Weltanschauung compartida. Haciendo una extrapolación de esta idea, toda la Europa medieval, también la Península Ibérica, participa de una visión del mundo uniforme, que explica muchos de los tópicos compartidos. No ob-stante, más que uniformidad espiritual es un magma cultural al que todas las tradiciones que convergen aportan elementos. Y a la vez que esos temas tópicos prescriben los recursos expresivos en que se configuran, también se ven determinados por ellos.

157 El árbol muchas veces está ligado con el mundo funerario o con el onírico: un árbol sirve de término para los jue-gos fúnebres en honor de Anquises (Aen. V, 129-131), otro es el de la rama de oro (Aen. VI, 136 ss.) y un tercero, el de los sueños, en el Hades (Aen. VII, 282-284). Según Gallais-Thomas (p. 49), en la Edad Media simbolizaba el deseo de elevación sobre la ruina moral. Lappin (p.136) considera, en una interpretación que no es incompatible con la anterior, que este árbol de la Vida o del Conoci-miento, actualización del primordial jardín del Génesis (II, 9), es Cristo, que la luminosidad de la escena representa su matrimonio espiritual con las almas de las jóvenes y que la escena en su conjunto puede tener su origen en la especial devoción cristológica de la liturgia mozarábica. Previamente, en el comentario del tetrástrofo anterior (SOria 44, p. 135) sugiere que la presencia de esta es-cena es debida a los textos litúrgicos mozarábicos de Adviento -ricos en imágenes vegetales- de los que la reclusa se habría empa-pado las semanas anteriores a la visión. Esta clase de interpretaciones se compadece bien con los valores que interesan a nuestro tra-bajo.

158 Recuérdese que, según vimos en Valerio, en la montaña se manifiesta la divinidad, máxime si, como el monte Olivete, tiene una trascendencia bíblica: tras la Última Cena y antes de la Ascensión, justo en el trance de la muerte. Precisamente también esta visión de Oria es inmediatamente anterior a su ascensión. De cualquier manera, en la visión prospectiva de Alexandre, el capellán del palacio de Apolo y Diana le muestra un monte con dos árboles que informarán al héroe de importantes acontecimien-tos inminentes de su incumbencia (Alex. 2482-2494).

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…ca ‘stava en grant gloria, entre buenos sennores,

que non sintié un punto de todos los dolores. (SOria 146cd)

A Eneas y a la Sibila les facilita la entrada al Hades la rama de un árbol

mágico: una rama dorada, una especie de franquicia ante Caronte. Con ella como sal-

voconducto, el héroe romano podrá acceder al conocimiento sin límites, a la per-

cepción del absoluto. De igual manera, las jóvenes doncellas de Berceo son traslada-

das al paraíso por tres varones de aspecto humano, que cumplen la función del bar-

quero mítico: transportar las almas de este mundo al otro. A diferencia de lo que

relata la mitología pagana, la expedición no requiere una barca para atravesar una

laguna que hace de frontera física entre ambos mundos, porque la imagen de la ascen-

sión que dicta la metafísica cristiana propone, como se sabe, un recorrido etéreo.

Unas varas, que señalan la dignidad de sus portadores (como las fasces romanas),

asumen las funciones desempeñadas por la barca y el ramo; por un lado, sirven como

ligero y mágico medio de transporte de las almas y, por otro, son la contraseña que

permite traspasar las murallas e ingresar en el nuevo mundo maravilloso. Los varones

que las ostentan visten también de blanco, puesto que tienen la condición de seres

angélicos puros de la que, como se sabe, disfrutaban Agusto o Fidel. Las vergas -que

son los bordones o cetros que identifican la dignidad de la jerarquía clerical- son

también preciosas:

Salieron tres personas por essas averturas,

cosas eran angélicas con blancas vestiduras,

sendas vergas en mano de preçiosas pinturas,

vinieron contra ellas en humanas figuras.

Tomaron estas vírgenes estos sanctos barones,

como a sendas pénnolas en aquellos bordones;

pusiéronlas más altas en otras regïones.

Allá vidieron muchas honrradas proçessiones. (SOria 47-48)

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El salvoconducto no es ya la rama dorada -la uirga de Grimaldo-, sino una adaptación

cristiana que otorga dignidad abacial o episcopal a quien la porta (que, como se

recordará, es también llamada verga por Berceo). De entre los tres monjes de la

peregrinación etérea del Máximo valeriano, es el portador del báculo quien le indica

el camino; sin duda porque, mientras los otros dos, lector y copista, representan el

oficio del transeúnte, aquél encarna al abad. El báculo es, pues, indicio de digni-

dad eclesiástica. Probablemente haya que ver en esas tres almas los espíritus de

prelados que ya han alcanzado la gloria -como algunos que Oria conocerá posterior-

mente-, en la idea de que las comunidades de reclusas seguían el dictado moral de

cenobios masculinos o de obispos. El transporte de las jóvenes sobre los bordones

vendría a simbolizar la labor de orientación espiritual que ejercían abades y obis-

pos en el siglo. La ingravidez del alma de Oria, debida a su total desprendimiento

de lo material, facilita un viaje expedito: como a sendas pénnolas (48b).

Los bordones los portan sendos varones y sobre ellos se efectúa el cambio de

dimensión. Que son el signo de la misión pastoral o la respetable dignidad eclesiás-

tica, lo confirman el nombre de ‘báculo’ (blago) que los designa a veces y la

cofradía de obispos que llega a divisar Oria en el paraíso celestial y que ostentan

su dignidad con ellos (SOria 58). Tal interpretación se ve apoyada por otro texto

del mismo autor en el que se narra la confirmación episcopal de Domingo como abad

del monasterio de Silos, mediante la consagración en la que el obispo le entrega sus

propias insignias: un trono y una croza. Trono y báculo portan las más altas digni-

dades celestes desde el Apocalipsis hasta la visión de Oria, por lo que podrían ser

entendidos como indicios de participación delegada del otro mundo. Véanse los versos

aludidos:

Confirmólo el bispo, dioli ministramiento,

desende benedíxolo, fíçol su sagramiento,

dioli siella e croça, todo su complimiento,

fíçol obedïencia de grado el conviento. (SDom. 211)

Pero, por otro lado, su función y el contexto en el que aparecen sugieren otra

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interpretación, compatible con la anterior y cercana al valor de la rama dorada de

la Eneida 159, retoño de un maravilloso árbol en el que reposan los visitantes y

desde el que pueden divisar la entrada del más allá. Póngase a éste en relación con

el árbol de la vida y tendremos, una vez más, el complejo entramado cultural sobre

el que se asienta la literatura de visiones escatológicas. La rama dorada recibió

explicaciones alegóricas desde los tiempos de los primeros comentaristas 160. En

primera instancia, el nombre que se da a los vehículos que transportan al más allá

del Poema de Santa Oria es el de ‘verga’ (SOria 47), heredero etimológico de la

virga virgiliana 161, cuyo significado sólo traslaticiamente puede ser aplicado al

báculo de las potestades eclesiásticas. Por estos argumentos parece aconsejable,

cuando menos, no negar la posible relación de las vergas berceanas con la rama do-

rada de Virgilio. Es significativo que Riesco Álvarez y Uría Maqua, analistas re-

spectivos de Virgilio y Berceo, converjan a la hora de intentar esclarecer el sen-

tido conjunto de sendas escenas: para ambos, los símbolos de la entrada al paraíso

representan la imagen de un centro del mundo 162. Las palomas de Venus, los varones

angélicos, las palomas virginales proceden del más allá y transitan por el éter;

Oria y el árbol pertenecen y provienen del mundo terrestre; el árbol, situado en el

centro de un prado ameno, la columna sobre la que se sustenta la escalera y la es-

calera misma son ‘símbolos del centro’ o ‘ejes del universo’ en cuanto que ponen en

contacto dimensiones espaciotemporales herméticas e incompatibles: el mundo de los

vivos y el de los muertos, lo humano y lo divino, la razón y lo irracional, la

lógica y el mito. En ambos casos, verga o bordón, se trata del instrumento por el

cual el iniciado accede a la sabiduría de la revelación absoluta, convirtiéndose en

símbolo de ésta y de la selecta condición de aquél. La parada antes de penetrar en

el paraíso, el árbol maravilloso, las palomas, la excelencia del lugar y el ambiente

159 Riesco Álvarez 1993, ps. 257-288 hace un análisis exhaustivo de todo lo referente a la rama dorada, cuyo valor de contraseña para el ultramundo crea Virgilio a partir de “un grupo de asociaciones que no tenían, sin embargo, nada que ver con el re-sultado final” (p. 276) y remontan, al propio Platón.

160 Para este asunto, consúltese Comparetti 1941 (1981), p.71. En esta obra se puede encontrar un análisis erudito ac-erca de la influencia de Virgilio en el Medievo.

161 Verg. Aen. VI, 408-409: uenerabile donum fatalis uirgae.

162 Riesco Álvarez 1993, p. 288 y Uría Maqua en la nota al verso 53b de su edición en Berceo 1992a.

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misterioso hacen converger en la rama o en las vergas la responsabilidad trascenden-

tal del tránsito entre dos mundos y todo ello reduce la distancia entre ambas esce-

nas a través del ambiente cultural y religioso en el que se inscribe la obra de Ber-

ceo, cuya imagen del más allá, sin olvidar la impronta bíblica, depende, sobre todo

estructuralmente y en último término, del descensus de Eneas. La tradición a la que

se debe Berceo -amalgama en diversas proporciones de cultura grecolatina y ju-

deocristianismo- ha generado un producto singular de la perfecta contaminación entre

ambos mundos. Los bordones significan la dignidad pastoral de sus portadores, pero

también simbolizan -como pasaportes para el más allá- la participación en un conoci-

miento místico, en la esencia de las cosas, en la sabiduría absoluta.

Pero los báculos de Berceo parecen tener un significado más próximo al bastón

de poder, relacionado con la virilidad, que con la rama dorada. Una larga tradición

cristiana ha reelaborado el símbolo basándose en el pasaje evangélico en el que

Jesús da instrucciones a los apóstoles para el cumplimiento de su misión: su única

compañía será un bastón 163. Por otra parte, con el tiempo, los atributos icónicos

se van simplificando, de manera que sólo identifican al personaje. El báculo se con-

vierte en un indicio de jerarquía que identifica al obispo o al abad. No olvidemos

que, durante un tiempo, el abadiato era previo al obispado:

Todos vestién casullas de preçiosos colores,

blagos en las siniestras como predicadores,

cáliçes en las diestras, de oro muy meiores,

semeiavan ministros de preçiosos sennores. (SOria 58)

O también identifican la función: con los cálices se quiere significar el valor de

la labor pastoral ejercida por los obispos para su grey y con el báculo su poder

apotropaico frente al adversario acérrimo de los fieles, el diablo:

Porque davan al pueblo bever de buen castigo

por end’ tienen los cáliçes cada uno consigo;

163 Et praecepit eis ne quid tollerent in via, nisi virgam tantum: non peram, non panem, neque in zona aes (Mc. VI, 9).

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reffirién con los cuentos al mortal enemigo. (SOria 60ac)

Luego los ángeles psicopompos que transportan a las recién llegadas sobre sen-

dos báculos son almas de personajes de magisterio o patronazgo espiritual recono-

cido1 6 4 .

Más significativo para la dependencia de la tradición -o para ubicar este po-

ema en ese clima común de conocimientos difusos- es que las tres doncellas sigan el

curso señalado por sendas palomas y que, según advertencia de Eulalia, Oria no deba

apartar la vista de la paloma que le señala el rumbo1 6 5 . Dos de estas maternas aves

(maternas auis, VI, 193) acompañan el descenso de Eneas; indican, probablemente, que

la diosa Venus guía los pasos del héroe. Otras tres recogen el alma de Baldario, una

de ellas con el estigma de la cruz grabado en su cabeza 166. Y, así como Eneas no

debe apartar su mirada de ellas, Oria tampoco puede perderlas de vista: guarda esta

palonba, todo lo ál olvida. Tú ve do ella fuere, non seas deçebida (SOria 37bc). Así

lo cumple con un empeño casi obsesivo, a pesar del cansancio (SOria 40-41 y 49).

Este consejo corresponde a aquel otro de la Sibila virgiliana a Eneas 167.

Por último, en los Milagros (600a y 600c-601a), un obispo contempla palomas

que salen del mar y vuelan hacia el cielo. Él interpreta que son las almas de los

náufragos ahogados en el trance del viaje póstumo. Nuevamente, recurren al contemp-

tus mundi, a la muerte como tránsito y no como fin (es la puerta de la gloria) y al

164 Los ángeles psicopompos, que guían las almas al más allá, son descritos en MNS 138cd y aparecen como recurso tópico siempre asociados a visiones y sueños, no necesariamente con la literatura escatológica, como por ejemplo en el Poema de Fernán González, 409cd.

165 Lappin, p. 124, llama la atención sobre la ausencia total de referencias en el Poema de Santa Oria a Columba, re-clusa cordobesa de mediados del siglo IX de la que tenemos breve noticia por Eulogio de Córdoba, cuya vida tenía concomitancias con la de la riojana y cuyo nombre significa en latín precisamente ‘paloma’.

166 Reminiscencia apocalíptica: el signo de la cruz inscrito en la frente es el Nombre de Dios que identifica a los ele-gidos (Apoc. III, 1; XIV, 1; XVII, 5). Sus poderes son extraordinarios: terapéuticos (cura la ceguera, SDom. 348) y apotropaicos (Bonelo se defiende del ataque de los agentes malignos con el signo de la cruz).

167 Aen. VI, 197-200: uestigia pressit / obseruans quae signa ferant, quo tendere pergant. / pascentes illae tantum prodire uolando / quantum acie possent oculi seruare sequentum. La paloma es un animal sagrado también en otras culturas paga-nas. Por ejemplo, en la cultura minoica cretense, que precede al primer asentamiento de pueblos griegos en el Mediterráneo. En el museo de Heraclio pueden ser contempladas numerosas divinidades femeninas y también aves (quizá palomas) ofrecidas, entre otras especies animales a la divinidad. Es un animal sagrado: un vaso de piedra con palomas grabadas muestra la epifanía de la divinidad; lo mismo representan tres columnas con sendas palomas (I. A. Sakelarakis, Museo de Iraclio. Guía ilustrada, Atenas, Ediciones Atenas, 1997 -en griego moderno-, ps. 30 y 23-24, respectivamente). La vinculación de esta ave con el mundo de ultratumba está cer-tificada por el famoso sarcófago de Ayía Triada que se ilustra con una escena de transmigración presidida por dos palomas sobre sendos labrys -la doble hacha sagrada de los minoicos- (Sakelarakis, ibid. p. 111).

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cuerpo como prisión del alma.

El valor simbólico de la paloma

La paloma blanca es el signo animal del alma pura. No solo porque la circun-

stancia del viaje etéreo convoca imágenes aptas para aves, sino también porque el

color blanco de sus plumas simboliza la pureza de los espíritus santos y del

Espíritu Santo, a quien representa en la iconografía. Recuérdese que, en la mi-

tología latina, esta ave es el símbolo zoomórfico de una divinidad, de Venus, pre-

cisamente la que acompaña a Eneas en su viaje ultramundano. Y recuérdese también

que, en las culturas mediterráneas, se asocia a diosas de la fertilidad 168.

Por otro lado, la iconografía bíblica le otorga un valor trascendente. La

paloma ingresa en la hermenéutica judeocristiana con el honor de ser el animal que

revela a Noé el final del diluvio, al regresar al arca con la rama de olivo en su

pico 169. Así que este papel secundario le da una importancia relativa en el imagi-

nario bíblico. Sin embargo, no alcanza la trascendencia simbólica que se le otorga

en la Edad Media hasta el Nuevo Testamento: cuando Juan bautiza a Jesús, el espíritu

divino desciende de los cielos en forma de paloma 170; según Mateo, este animal en-

carna por antonomasia la sencillez y la virtud 171. En estos pasajes sí se perciben

los fundamentos teóricos sobre los que se asienta el uso literario y artístico de la

paloma en el mundo occidental desde la Patrística hasta nuestros días: como encarna-

ción de los espíritus santos y como representación de la inocencia. En los tiempos

de Prudencio, esta imagen del alma como paloma veloz, rápida e inocente ya está con-

solidada en los cánones simbólicos de la espiritualidad y la literatura cristianas.

168 M. López Salvá (‘En los márgenes del Cristianismo: Gnósticos y Maniqueos’, en Cristianismo marginado: re-beldes, excluidos, perseguidos. I: De los orígenes al año 1000. Actas del Seminario sobre Historia del Monacato. 4 al 7 de agosto de 1997. Madrid, Fundacion Santa Maria la Real, 1998, ps. 26-27) remonta la relación hasta las diosas orientales Istar-Astarté, Atar-gatis, Derceto, Isis y, por supuesto, Afrodita. La pertenencia de la paloma al mundo simbólico de Afrodita, que ya Virgilio postulaba, está confirmada por Plutarco (De Iside 71) y por la presencia de estas aves en los templos de la diosa: p. ej., en Curio (Chipre), en el templo Afrodita-Astarté. También hace referencia a las numerosas figuras minoicas, diosas de la fertilidad que se representan acom-pañadas por palomas. Incluso aduce una etimología semítica para el término griego de paloma: peristerá.

169 Gen. VIII, 11.

170 P. ej., Mt. III, 16: Baptizatus autem Iesus, confestim ascendit de aqua, et ecce aperti sunt ei caeli: et uidit spiritum Dei descendentem sicut columbam, et uenientem super se.

171 Mt. X, 16: Estote ergo prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae.

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Es el símbolo del Espíritu Santo por el episodio del bautismo de Cristo de la sen-

cillez por el pasaje de Mateo (muy explotado por la Patrística) y de la esperanza

escatológica personal por su papel en el arca de Noé. Debemos también prestar aten-

ción a que el vocativo ‘paloma’ sirve para invocar a la esposa amada del Cantar de

los Cantares y en los salmos 172, si se tiene en cuenta que, pasado el tiempo, des-

ignará por antonomasia a las jóvenes vírgenes que cultivan primordialmente la virtud

de la simplicidad y la pureza con el objetivo de alcanzar el tálamo del Esposo ce-

lestial. Por otro lado, Horacio otorga a esta ave una función trascendente, puesto

que anuncia la predestinación poética 173.

En última instancia, no hay que olvidar que la iconografía grecolatina se fig-

uraba el alma -Psique- como figura antropomórfica alada. Su imagen se multiplica en

el arte y la literatura helenísticos y romanos, asociada a Eros y también al mundo

funerario. En este último, íntimamente relacionado con el lance postrero del trán-

sito a la vida total, pudo producirse la conjugación del alma ave con la representa-

ción física del espíritu, de Psique, e influir en la concepción simbólica de la

paloma.

En la tradición judeocristiana -desde el Nuevo Testamento-, la paloma repre-

senta al Espíritu Santo. Cipriano -profesor de Retórica de la primera mitad del si-

glo III- no solo aplica esta metáfora, sino que también proporciona algunas claves

para comprender el significado de este símbolo animal para el cristianismo posterior

174. Las cualidades de la paloma que la Iglesia ha de imitar (la metáfora de la

paloma se aplica luego a la Iglesia) son el candor y el amor fraterno. Y explica uno

y otro especificando ejemplos de su instinto franco y de sus hábitos de comporta-

miento domésticos, como la dulzura, la paz, la inocencia, la convivencia con el

género humano, etc…:

172 Amat 1985 (p. 373-374) analiza en pormenor este singular proceso sincrético. Después de Prudencio, por influen-cia de los Padres, en toda la hagiografía primigenia, la paloma blanquísima y luminosa es el icono del espíritu, elegido de Dios, que remonta el vuelo desde el interior del cuerpo hasta la experiencia de la visión total y perfecta del paraíso.

173 Carm. III, 4, 10.

174 La alusión bíblica a la paloma como representación zoomórfica del Espíritu Santo, se encuentra en Mt. III, 16; Mc. I, 10; Lc. III, 22 y Jn. I, 32. El texto de Cipriano al que se hace referencia es De ecclesiae catholicae unitate , 9.

192

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Idcirco et in columba uenit Spiritus sanctus. Simplex animal et laetum est: non felle amarum,

non morsibus saeuum, non unguium laceratione uiolentum; hospitia humana diligere, unius domus con-

sortium nosse; cum generant simul filios edere, cum commeant uolatilibus inuicem cohaerere; communi

conuersatione uitam suam degere; oris osculo concordiam pacis agnoscere; legem circa omnia unianimi-

tatis implere. Haec est in ecclesia noscenda simplicitas, haec caritas obtinenda: ut columbas dilec-

tio fraternitatis imitetur, ut mansuetudo et lenitas agnis et ouibus aequetur.

Esta asociación alegórica de la paloma con la ingenuidad, la sencillez, el

candor (simplicitas) extiende su ámbito simbólico. Representa al Espíritu Santo,

pero también a la Iglesia y a cualquier espíritu santo de ésta; es decir, a cu-

alquier criatura angélica, pura. Por eso, las palomas asumen las funciones de com-

pañía y protección en principio propias del Espíritu Santo. En el caso de las visio-

nes, a las anteriores labores se les suma la docencia, encargo divino por el que

muestran al alma recién iniciada la vía que conduce al más allá y le revelan la

identidad de las que le salen al paso. Por cierto, un milenio después, Berceo mani-

fiesta claramente participar del mismo código alegórico que Cipriano, en la relación

de símbolos zoomórficos de Del sacrificio de la misa, uno de cuyos versos es defini-

tivo: la palomba signífica la su simplicidad (21a).

En el siglo IX, en los años posteriores al reinado de Carlomagno, Walafrido

Estrabón compuso un poema (será comentado más adelante) dedicado a glosar alegórica-

mente el lirio y la rosa 175. El lirio está relacionado con la Madre de Dios; tanto

uno como Otra representan la virginidad: el lirio como símbolo, María como su para-

digma excelso. Uno de los epítetos usados por Walafrido para designarla es el de la

paloma:

O mater virgo, fecundo germine mater,

virge fide intacta, sponsi de nomine sponsa,

sponsa, columba, domus regina, fidelis amica. (28-30)

Por otro lado, el paraíso celestial está habitado por ánimas: solo las almas

175 Conviene recordar que Walafrido Estrabón intervino, probablemente, en la redacción de la Visio Wettini, cuyo contenido es canónico, muy semejante a las VSPE. Walafrido es un ejemplo de la profunda formación de los hagiógrafos, de su ver-satilidad estilística y de que todos ellos participaban todavía de un universo cultural tardolatino.

193

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de los bienaventurados han recorrido el camino que lleva al cielo y, por ello, son,

junto con los ángeles y otras jerarquías celestiales, las únicas que pueden ejercer

de guías. Las palomas de las visiones cristianas representan a seres elegidos por

Dios. Cada una es un uas electionis, cuya relación de virtudes se asemeja a la que

Leandro propone a las jóvenes profesas 176. A éstas les espera el matrimonio espiri-

tual con Cristo.

El viaje sideral justifica el expediente de un animal volador. No tanto el que

sea la paloma, salvo, quizá, como herencia de las guías virgilianas o, incluso, como

deuda con el Espíritu Santo. Se funden la condición inexcusable del viaje, la repre-

sentación del alma como ave que sale de la boca en el momento de morir y la función

de psicopompos que les asigna la literatura pagana. Su excelsa condición queda pat-

ente en la visión de Baldario, pues una de las tres palomas lleva el signo de la

cruz grabado sobre su cabeza, enseña de las huestes divinas del Apocalipsis. De modo

que también puede considerarse que es símbolo del martirio, puesto que la partida

del alma sub specie columbae se produce en el momento en que la carne mortal sucumbe

al tormento del martirio y de la vida lacerada1 7 7 .

La inocencia de las palomas ha de ponerse en relación con el inmaculado estado

del alma que incluye la integridad moral, la castidad. En la introducción de los Mi-

lagros, admitida como ejemplo de composición alegórica, el verdor significa la cas-

tidad y el prado es su representante por antonomasia, la Virgen. Se acepta que la

fuente directa es una homilía de Bernardo de Claraval 178. Sin embargo, Sulpicio

Severo, cronista de entre los siglos IV y V, nos transmite una anécdota de Martín de

Tours que puede ser muy reveladora al respecto de la imagen del pratum uirginale: ve

un mismo prado dividido en tres sectores; uno floreado, otro pacido por bueyes y un 176 De habitu uirginum 23. Justo en el capítulo siguiente, Cipriano institucionaliza el principio básico del magiste-

rio de las mayores sobre las más jóvenes, presupuesto formativo en todos los textos estudiados: prouectae annis, iunioribus facite magisterium; minores natu, praebete comparibus incitamentum (De hab. uirg. 24). Y solicita para los maestros la obediencia que se debe a un padre, con lo que equipara la paternidad espiritual a la genética, como Leandro: audite itaque uirgines, ut parentes (ib. 21). Por su parte, también éste, Leandro, utiliza el término columba para dirigirse a su hermana en la Regula, pero, pese a lo que sugiere Gimeno 1984 y parece aceptar Lappin, no es el origen de la imagen.

177 La aparición de la paloma en las mansiones celestes es anuncio de la próxima llegada de un mártir. Passio Eula-liae, 17 (Riesco Chueca 1995): Quo facto, ex ore eius, in specie columbe, in conspectu omnium, sancte matyris spiritus migrauit ad celum, scilicet que Christi martyrem celestibus sedibus nuntiaret. Casi mil años después, la ascensión de Oria, siguiendo una paloma, se debe indirectamente a la devoción por las pasiones de mártires, que estimula a llevar una vida privada de todo (SOria 34b).

178 Uli 1974 y Giménez 1976 (ps. 70-77).

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tercero hozado por cerdos. El santo turonense interpreta en él una alabanza de la

castidad: el prado floreado es la virginidad, el pacido por bueyes se asemeja al

matrimonio y el pisoteado por los cerdos tiene la apariencia de la fornicación.

Martín, a partir de esa escena, considera que esa visión [es] digna de Dios; que

nada es comparable a la virginidad; que la virginidad tiene que ver con la gloria

179. Luego, para él, según Sulpicio, la virginidad es la cualidad humana más próxima

a la gloria. Esta idea rige tanto el tratado de Leandro como el Poema de Santa Oria.

En el relato de Berceo, se aprovecha la tradición de las palomas psicopompos para

subrayar la cualidad de la protagonista, que, como vemos, mantiene una relación con

María, identificación latente que realiza el público. La Virgen por antonomasia es

quien se aparece en la celda de Oria para confirmarle las expectativas de su visión.

Recuérdese, además, que una de las privilegiadas participantes en la visión selec-

tiva del globo ígneo sobre Martín (en el diálogo de Sulpicio Severo) es una virgen.

Ángeles o varones angélicos son los que transportan en sus báculos a las vír-

genes ante las puertas del cielo, cumpliendo, en la visión de Oria, la función de la

Sibila y la rama dorada (ramus aureus, 187) y de Caronte en la Eneida. Como varones

angélicos son los tres que muestran el camino de vuelta a Máximo. Sin duda, no

carece de significado que, tanto en el viaje de Máximo como en el de Oria, quienes

ejercen como guías compartan algún rasgo con el visitante: la labor monástica, en un

caso, y la virginidad, en el segundo.

********************

El motivo del vuelo sideral nos confirma en la hipótesis de que, como en

muchos otros temas, el Medievo cristiano no puede desprenderse de la herencia greco-

latina. Desde la misma concepción del viaje fantástico a un lugar utópico como pro-

longación imaginativa de la literatura de viajes hasta numerosos pormenores, como el

símbolo de la paloma, las vergas que facilitan el paso franco, incluso la elección

del vuelo como la forma en que el tránsito se ejecuta. Sólo Grimaldo (y, por con-

siguiente, la versión de Berceo sobre la vida de Domingo) sustituye el vuelo por

179 Dial. II, 10, 4 y 6.

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otro tópico que no remonta al mundo antiguo, sino a los primeros años de cristian-

ismo y, en todo caso, se relaciona con la mitología céltica: el frágil, pero casi

inaccesible puente estrecho que une ambos mundos.

En cambio, es interesante el hecho de que el pasaporte al más allá, la con-

traseña que advierte de que se ingresa en un paraíso restringido, solamente aparece

en las obras que señalan las fronteras cronológicas de nuestro estudio. La rama do-

rada de Virgilio es transformada en el báculo de la dignidad eclesiástica por Ber-

ceo. Es difícil determinar la naturaleza de la relación entre estos elementos, si es

que existe. Podemos admitir sin problemas que Berceo simplemente tradujese el pasaje

pertinente de la Uita Beatae Aureae, de manera que o bien Muño conocía a Virgilio o

bien se limitó a recuperar un motivo que la hagiografía anterior ya había cristiani-

zado. La primera posibilidad es remota, a pesar de que la biblioteca monástica

contaba con un ejemplar de la obra de Virgilio, porque supondría un comportamiento

inusual en la literatura de la época. De ser así, Muño habría logrado un efecto au-

daz al reinterpretar el ramo aúreo como báculo abacial o episcopal.

Más verosímil sería la segunda opción, por su sintonía con el hábito composi-

tivo contemporáneo. En este caso, el transporte sobre la croza habría sido tomado

del capital de recursos que los hagiógrafos tenían a su disposición. Faltaría sola-

mente establecer la posible correa de transmisión literaria que nace en Virgilio y

llega a Berceo, vía Muño. Aún existe una tercera posibilidad, que siempre hay que

tener en cuenta: quizá Muño ejerció efectivamente de notario y transcribió fielmente

los relatos de la reclusa, quien inconscientemente hacía públicos unos anhelos

aprendidos que, por ansiados, su delirio onírico quiso hacer realidad.

Sea como fuere, aun restringido a los términos de una visión trascendental de

carácter literario, el motivo del vuelo astral con todos sus elementos admite las

respectivas variaciones con las que cada autor pretende someterlo a sus intereses o,

si se quiere, a las demandas de su público, como en las páginas anteriores se ha

pretendido mostrar.

196

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11-. LA RESIDENCIA DEL CONOCIMIENTO SUPERIOR

El viaje del alma al paraíso es una prueba definitiva de que no hay vida y

muerte, sino, más exactamente, dos vidas alternativas, dos modos de vida con

fronteras difusas y, para las almas selectas, inexistentes. El tránsito no es un

fin, sino, como indica claramente el vocablo, el paso de un estado a otro. El otro

mundo es complementario del nuestro y el viaje una forma de mantener la vinculación

psicológica entre vivos y muertos. El alma, alter ego psíquico del hombre, su esen-

cia intelectual, conserva, según hemos visto, el mismo género de vida que en el

mundo material. El fundamento sustancial de las revelaciones reside en la pretensión

de continuar un vínculo con los muertos. El alma viajera conserva las facultades

sensoriales. La continuidad de mundos se ve confirmada porque el protagonista se en-

cuentra allá con su micromundo terrenal y mantiene las relaciones con las personas

que lo trataron aquí. Según el género visionario, el ecosistema del cenobio se

repite en el más allá: los cofrades del monasterio que han llevado una vida virtuosa

alcanzan el gozo eterno sin dificultad. Allí conviven con almas homólogas y practi-

can la misma vida santa que ejercitaban en la tierra, solo que ahora no se ven

sometidas a las circunstancias temporales y cantan la gloria de Dios eternamente 180

. Desean la posesión de un saber total en una comunidad perfecta; es decir alcanzar

la perfección absoluta de la vida que llevan. O, viceversa, el monasterio se con-

vierte en la antecámara del paraíso, en un reducto del cielo en la tierra 181.

Se trascienden, pues, los límites del tiempo y del espacio o, mejor, estos

mismos se aplican bajo coordenadas nuevas, puesto que se hace coincidir en un mismo

momento y lugar personajes heterogéneos de diversas épocas y lugares. Y el criterio

lógico ya no sirve. Los personajes y las acciones se repiten sin solución de conti-

nuidad; sin embargo, las circunstancias espaciotemporales se alteran cataléptica-

180 La transposición del universo monástico alcanza los más insospechados pormenores, si es cierta la opinión de Ruiz Domínguez 1999 (p. 286), quien piensa que el hecho de que una portera abra las puertas del cielo al séquito de Oria se debe a que la estructura del más allá transpone a lo divino la vida conventual. Por eso, en el Poema de Santa Oria hay una portera. Esta ima-gen del convento a lo divino puede extrapolarse, como veremos, a casi todas las escenas ultramundanas.

181 Ruiz Domínguez 1999 (ps. 220-221) y Carozzi (ps. 303-304 y 508). Valerio (Repl. XVI) describe el jardín que me-joró sus condiciones de vida en el yermo berciano. Sembrado al lado del recinto sagrado, es una prolongación de éste. Su de-scripción respeta las convenciones del locus amoenus, las mismas que sigue en la descripción del paraíso en el que ubica el reino celeste. Quizá haya que ver aquí ese principio doctrinal que establece vía directa entre el monasterio y la gloria y que hace del primero una antesala de la segunda.

197

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mente dislocando las pautas racionales.

********************

La residencia del conocimiento superior es, para Prudencio, un regazo de luz

ubicado en el firmamento: quamuis innumero sidere regiam lunarique polum lampade

pinxeris, Cat. V, 5-6). En el martirio de Fructuoso, el obispo tarraconense, se oye

una voz que resuena en el cielo diciendo:

“Non est, credite, poena quam uidetis,

quae puncto tenui citata transit,

nec uitam rapit illa sed reformat.

Felices animae quibus per ignem

celsa scandere contigit Tonantis,

quas olim fugiet perennis ignis!” (Per. VI, 94-99)

En estos seis versos se resumen gran parte de los presupuestos teóricos que

subyacen a las visiones trasmundanas. Por un lado, la purificación que supone el

martirio (o más tarde el bautismo y la vida mortificada, ajena al mundanal ruido)

nos es presentada como el nacimiento a la verdadera vida. Por otro, el alma del már-

tir ascenderá a las moradas eternas ante la presencia de la deidad suprema (aludida

aquí a través del atributo atmosférico que le asignaba el paganismo: el trueno). An-

tes habrá de atravesar las sucesivas escalas de fuego que, de acuerdo con lo que se

ha comentado, conducen allí. Hay que sobrentender que un fuego eterno es el elemento

ambiente del más allá, hasta que, según promete la voz, desaparezca. De modo que el

principio divino es un fuego inconmensurable.

Es habitual la asociación del bien con la luz y del mal con la oscuridad y las

tinieblas. A este lugar común no escapa nuestro poeta, como muestra a lo largo de

sus poemas. El combate entre la divinidad y las fuerzas del mal se ve inundado de

imágenes que contraponen un mundo brillante y fúlgido a otro tenebroso y opaco.

Véase, como ilustración, su himnario cotidiano, regido y ordenado por el criterio 198

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simbólico de la luz, y, especialmente, los poemas en que este factor es destacado:

Himnus ad galli cantum, Himnus ad incensum lucernae e Himnus ante somnum. Por ra-

zones inversas a éstas, la oscuridad de la noche es el momento de la incertidumbre y

del peligro, como se advierte en el tercero: la noche es el tiempo para el pecado o

para el sueño; éste como remedio menor y única disyuntiva posible a aquél. El des-

valimiento del ser humano en las tinieblas hace de la noche el momento escogido por

los agentes del mal:

Fit namque peccatum prius

quam praeco lucis proximae

inlustret humanum genus. (Cat. I, 53-55)

Precisamente, es este último elemento, la luminosidad, el que predomina en las

referencias a las almas escogidas y al mundo de los bienaventurados. Los cristianos

que desprecian los bienes terrenales en aras del espíritu son considerados discípu-

los, pupilos de la Luz (Per. II, 205). En la medida en que están próximos a ella,

son iluminados, participando de manera alícuota del espíritu universal al que se

dirigen; aceptan, pues, su destino, confiados en la razón divina. De análoga forma a

aquélla en que el sabio estoico procura acomodar la razón individual a la razón uni-

versal. La concordancia no es remota, puesto que la definición de Dios que Prudencio

pone en boca de Lorenzo, heredera directa de la doctrina neoplatónica, manifiesta

una cierta influencia de la cosmología panteísta estoica: un aliento caliente

(Pneûma) o fuego que lo penetra todo y es la razón del mundo (Lógos; cf. los prime-

ros versículos del evangelio de Juan) y que a todo le da forma:

Deus perennis, res inaestimabilis,

non cogitando, non uidendo clauditur,

excedit omnem mentis humanae modum

nec comprehendi uisibus nostris ualet

extraque et intus inplet ac superfluit.

Intemporalis, antequam primus dies,

199

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esse et fuisse semper unus obtinet;

lux ipse uera ueri et auctor luminis,

cum lumen esset lumen effudit suum,

ex luce fulgor natus hic est filius.

Vis una patris, uis et una est filii

unusque ab uno lumine splendor satus

pleno refulsit claritatis numine;

natura simplex pollet unius dei

et quiquid usquam est una uirtus condidit. (Per. X, 311-325)

Obviemos las fuertes resonancias neoplatónicas 182. Lorenzo afirma que Dios es

la luz verdadera y creador del resplandor que irradia jerárquicamente por sobre to-

das las cosas; en primer lugar, sobre el Hijo. Hay, pues, una Claridad divina única

de la que se deriva el resplandor del que participan todos los seres, como los lógoi

spermatikoí de la teología estoica. El principio que Prudencio formula en los versos

anteriores encuentra desarrollo en el fundamento religioso de su obra. Cristo, el

Esplendor único nacido de la única Luz que brilla desde la divinidad plena de la

Claridad, penetra con el alba en todos los seres y cosas de este mundo (Cat. II, 3-

4). Él es, por efecto de la irradiación progresiva característica de las teologías

intermediarias (la estoica, la neoplatónica y la cristiana lo son), el sembrador de

la luz: lucisator, el inuentor rutili luminis (Cat. V, 1). En Él yace la esperanza

de luz de la que nacen las minúsculas y reducidas llamas de los fieles (nostris ig-

niculis unde genus uenit, ib. 9-12), quienes esperan repetir la experiencia de

Moisés: vio a la divinidad ardiendo en forma de zarza (ib. 4, cf. 31-34). La apoteo-

sis de Cristo bajo la especie de luz es traducción física de la emanación de gracia

divina. La experiencia es extraordinaria, puesto que le suceden prodigios (Per. V,

271-272). Trasciende el mundo sensible, porque las percepciones se alteran de manera

análoga a la de la mística: los añicos de vasijas son flores y la cárcel tiene un

182 Amat 1985 (ps. 146-147) persigue el rastro de la extraordinaria luminosidad del más allá, haciéndolo remontar hasta el mito de Er, a través del Corpus hermeticum y de Luciano, Plutarco, Horacio, Catulo, Ovidio y Virgilio. También en esta cu-estión la poesía pagana se confunde con un espíritu religioso aportado por la Biblia: la apoteosis ante Moisés en el monte Sinaí y la de Jesús en el monte de los Olivos.

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perfume de néctar (ib. 273-80). Todo se transforma con la presencia de la luz, con

la presencia del donante de gracia (Christum datorem luminis, ib. 276). El carcelero

se convierte, estupefacto ante el resplandor de la celda de Vicente y las maravillas

a que asiste: la presencia de Cristo, acompañado de una cohorte de ángeles (Per. V,

349-352), en una escena que recuerda la visita de la virgen a la celda de Oria.

El tercer escalón de la serie descendente y jerarquizada de los entes celestes

lo ocupa el Espíritu Santo, que, como predice la teoría, se infunde refulgiendo

desde el cielo: caelo refulgens influebat spiritus; Cat. VII, 75). La emanación de

la gracia, que concede el perdón y, por consiguiente, la palma del triunfo, se pro-

duce en sentido descendente (Per., VIII, 11-12), desde el Ser Supremo hasta los

seres humanos. El bautismo (ex lauacro, ib. 76) genera la gracia y la remisión de

los pecados, el renacimiento (ibant renati, ib. 77) a una nueva vida (el ‘hombre

nuevo’ paulino) 183. El efecto del Espíritu Santo es comparado con la vena de oro

puesta en el crisol o a la plata esplendente (ib. 78-80).

La emanación de la luz eterna alcanza a los espíritus celestiales inferiores:

los ángeles. Su luz se expande ante los ojos de los pastores de Belén (uis luminis

angelici, Ditt. XXVIII), interpretando el famoso pasaje evangélico de Lucas a través

del prisma de las corrientes filosóficas contemporáneas.

Finalmente, las llamas minúsculas que proceden de la irradiación única celeste

se posan sobre los fieles. Su refulgencia destaca en los momentos culminantes del

martirio, del ascenso o de la llegada al mundo supraterrenal. Por ejemplo, la visión

de Cristo ilumina la pasión de Vicente (Per. V, 125-128). La visión del cielo

abierto hace brillar el rostro de Esteban (Per. II, 369-380). Una vez transmigrado a

las alturas, el alma bienaventurada resplandece con las insignes perlas que adornan

su corona (Per. II, 557-560).

Cabe inducir, pues, que la luz que dimana del Uno en la doctrina neoplatónica

es reinterpretada por la teología cristiana como la gracia de la salvación que

otorga la divinidad generosamente, como el don de la trascendencia para los espíri-

tus puros que participan de la unión con Dios, de la bienaventuranza del más allá.

183 Aparte del hombre nuevo paulino, nacido del bautismo, el Nuevo Testamento aporta argumentación teológica a este recurso prudenciano del agua purificante; por ejemplo, Jn III, 5: Nisi quis renatus fuerit ex aqua, et Spirito Sancto, non potest in-troire in Regnum Dei. La pureza es una cualidad exigida para ingresar en el reino de los cielos.

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En la imagen constante del primer himno cotidiano que contrapone la noche al día, el

pecado a la gracia, la luz representa la esperanza prometida, la esperanza de la

salvación: lucis salutis numinis (Cat. I, 42); hoc esse signum praescii… repromissae

spei (ib. 45-46). El resplandor de la luz manifiesta la revelación, el conocimiento.

Es ésta una reminiscencia de las corrientes gnósticas, ya prefiguradas por la Pa-

trística: el propio Prudencio interpreta la zarza ardiente como el signo material de

la revelación que se le hizo a Moisés (Cat. V, 31-34). La sabiduría divina, como la

luz del sol, sale de la divinidad, pero se separa de ella. Por eso, el gnosticismo

cristiano propugna ascender desde la fe (pistis) en el poder de Dios hasta el cono-

cimiento (gnôsis) de lo divino. La unión plena con la divinidad, la suma bienaven-

turanza, es el grado supremo de conocimiento. Los seres humanos, cuya esencia es-

piritual nace, por transformación, del aliento divino, aspiran a volver a su origen,

a regresar al mundo superior y eterno, al mundo de donde viene la luz184. Para resu-

mirlo con una imagen del poeta, los símbolos de los martirizados Emeterio y Cele-

donio son arrastrados por una corriente superior y entran en lo más profundo de la

luz, del conocimiento 185: quae superno rapta flatu lucis intrant intimum (Per. I,

87).

Otra de las características de la nueva Jerusalén es el predominio de un color

blanco intenso. Aparte de que es intrínseco al lugar, también se desprende de quie-

nes allí moran. La cualidad de este blanco es excepcional; más intenso que el de la

nieve, según se afirma eventualmente (Per. XIII, 11; 78). En la tradición greco-

latina pagana, la candidez es divisa cromática de la excelencia y de la luz resplan-

deciente, metáforas ambas explotadas en la literatura de visiones y transportes ul-

184 Las resonancias de varias de las corrientes filosóficas más o menos coetáneas en este texto son evidentes: estoi-cismo, neoplatonismo y gnosticismo.

185 El simbolismo de la luz convertido en tópico se expresa con una terminología tipificada de la que participan no solo los poetas tardolatinos y medievales, sino también todos los personajes relacionados con la cultura y que tienen inquietudes literarias. Un ejemplo de la pervivencia sustratística de este tópico en fechas anteriores, pero muy próximas a la época en que vivió Oria, es el copista oxomense Vigilán, que pasó (probablemente) por San Martín de Albelda. Este antecesor inmediato de Muño y de Berceo recurre al símbolo tópico de la luz en los poemas que recoge Díaz y Díaz 1979 (1991), p. 351-370. Solo como curiosidad, aunque no como argumento, interesa recordar que Vigilán es el probable copista de un códice de la Biblioteca Nacional de París (lat. 2224) que contiene, entre otras obras, la regla de Leandro y el De uirginitate Mariae, de Ildefonso, tan próximas al tema del presente estudio (cf. ib. p. 85 y 328).

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tramundanos 186. Así se aprecia en la transfiguración de Dafnis, referida en las

Bucólicas de Virgilio y comentada párrafos más arriba a propósito del vuelo astral:

el pastor, transportado al cielo por efecto de su apoteosis, se presenta en las

puertas del Olimpo ataviado de blanco (candidus insuetum miratur limen Olympi, B. V,

56). Al mismo tiempo, la apocalíptica cristiana recoge una tradición escrituraria

por la que la glorificación 187, ya sea de Cristo como de las almas bienaventuradas,

se representa destacando la resplandecencia de los personajes. El color blanco es

utilizado no desde una perspectiva cromática, sino por su potencia luminosa; no como

color, sino por la idea de brillo que transmite. Tal metáfora, que como tópico se

pierde en las tradiciones clásicas y evangélica, adquiere una nueva dimensión desde

la perspectiva de Prudencio. Toda alma que disfruta de la dicha eterna se carac-

teriza por una blancura resplandeciente, ya sea de mártires recién torturados (Per.

IV, 73-76; 145-148), ya gocen de su nueva condición y se aparezcan a los antiguos

correligionarios (Per. VI, 139) o formen a ambos lados del trono que preside y reina

en el firmamento (Per. I, 67-68). Generalmente, es el color de las telas que visten

(textilis candor, Per. I, 89). Sin embargo, desde sus primeros tiempos (cuenta con

precedentes en ambas tradiciones, la clásica y la pagana), el color blanco es inter-

pretado alegóricamente en sentido anagógico. La candidez, como su significado es-

pañol declara, es el estado propio de los recién bautizados (candiduli), de quienes,

por el efecto del bautismo, borran la mácula del primer pecado y conservan la casti-

dad del alma. Así lo recuerda Prudencio en los himnos tercero (157) y séptimo (75-

80) del Cathemerinon, en los que (especialmente en el segundo) concede al sacramento

del bautismo y al Espíritu Santo que lo administra la facultad de restaurar la

pureza perdida. Por tanto, candidus equivale a casto, puro. Lo que, traspuesto al

mas allá, es signo de santidad. Cuando Cipriano es arrojado a un pozo de cal viva,

el poeta aprovecha la imagen que le brinda el relato de la pasión para explicar que,

186 Homero (Il. X, 437) visualiza la excelencia de los caballos de Reso desvelando su blancura inusitada, que atrae tanto la atención que Diomedes y Odiseo deciden robarlos, a pesar del peligro que conlleva este propósito y de que no era ése el ob-jetivo primero de su secreta expedición.

187 Fontaine 1970 (p. 109) estudia la convergencia de las tradiciones pagana y cristiana en este aspecto de la glorifi-cación de seres. Por no abusar, utilizamos un ejemplo testamentario del propio Fontaine: Et uestimenta eius facta sunt splendentia et candida nimis uelut nix, qualia non potest super terram candida facere (Mc. IX, 2). Se aprecia, además de la ponderación del blanco inmarcesible y de la noción de brillo, la comparación de superioridad con la nieve, muy recurrente en nuestros textos y con-comitante también con una expresión virgiliana.

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así como el blanco de la cal cubre los cuerpos de los mártires, la blancura trans-

porta sus almas a los cielos, en donde pasan a formar parte de la Blanca Masa

(Candida Massa) para siempre:

Corpora candor habet, candor uehit ad superna mentes,

“Candida Massa” dehinc dici meruit per omne saeclum. (Per. XIII, 86-87)

Román, el mártir de Antioquía, aclara que las víctimas caras a Dios han de ser

blancas y puras (candidatas simplices). Y enumera, a continuación, en qué consiste

tal condición:

…frontis pudorem, cordis innocentiam,

pacis quietem, castitatem corporis,

dei timorem, regulam scientiae,

ieiuniorum parcitatem sobriam,

spem non iacentem, semper et largam manum. (Per. X, 356-360)

Hay condiciones inexcusables que podrían estimarse mínimas, como el pudor del

pensamiento, la inocencia del corazón, el sosiego, el orden de la sabiduría, la gen-

erosidad y el temor de Dios. Las que indican un cambio cualitativo, en la medida en

que no están al alcance de todos, son las que cumplen los místicos y ascetas medie-

vales, incluidos los reclusos como Oria: la castidad del cuerpo, la sobria abstinen-

cia de los ayunos y la esperanza inagotable. Con ellas se pertrecha el ánimo del bi-

enaventurado para el último viaje, el trames candidus (Per. XIV, 93), preñando, una

vez más, una imagen clásica de profundo contenido religioso 188.

El grado más alto de pureza reside en la castidad virginal, en la cualidad in-

maculada original, previa al conocimiento del engaño y la falsedad. Tras la muerte

de Fructuoso y sus diáconos, un soldado contempla cómo se les abre el cielo y son

transportados a través de las estrellas; el soldado le muestra el prodigio a la hija

del magistrado que los torturó, mientras que el padre queda ciego. Con esta prueba

se quiere demostrar que la virginidad es un mérito de consideración especial: haec 188 Martín de Tours aparece revestido de toga blanca, con ojos destellantes y cabellos brillantes; tanto que no puede ser

contemplado (S. Severo, Ep. II, 3). 204

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tunc uirginitas palam uidere per sudum meruit (Per. VI, 127-128). El oscense Lorenzo

(Per. II, 301-308) presenta las vírgenes ante su torturador como las joyas de la

Iglesia (gemmas nobiles, ib. 297), cuyo brillo refulgente (gemmas corusci luminis,

ib. 299) adorna la cabeza de Cristo:

Cernis sacratas uirgines,

miraris intactas anus…

Suman al martirio la noble condición de la castidad, tan considerada desde la

primera patrística y por los tratadistas hispanos: Leandro hace una apología de la

castidad en la introducción a las normas de convivencia en cenobios femeninos. A las

receptoras de estos poemas había que presentarles unos placeres mucho más intensos

que los que dejarían. También la hagiografía medieval ensalza la castidad, e, in-

cluso, en nuestros días, continúa siendo voto inexcusable, o, cuando menos, preciado

en la clerecía. Cobra importancia esta virtud por concurrir en los protagonistas de

la hagiografía, especialmente entre las mujeres, y, por consiguiente, en el poema

berceano dedicado a la vida de Oria. Uno de sus precedentes en los versos de Pruden-

cio (el otro es Eulalia), es Inés, acreditada merecedora de una doble corona

(gemello diademate, coronis duabus): la virginidad (innubae) exenta de toda culpa y

la gloria de una muerte deseada y libre (martyris):

…intactum ab omni crimine uirginal

mortis deinde gloriae liberae. (Per. XIV, 8-9)

La primera, la de la virginidad, es una recompensa magnífica de luz eterna

(merces perenni lumine, Per. XIV). Un segundo motivo recurrente revela la vincula-

ción entre las jóvenes vírgenes y la más excelsa de ellas, la que sin mácula conci-

bió al hijo de Dios, María. Ésta desempeña un papel fundamental en la transmigración

del alma de Oria. Ya Prudencio describe la omnipresente imagen de la Virgen abati-

endo con su pie la serpiente (Cat. III, 149-155), como metáfora plástica del triunfo

sobre el mal (omnia uirgo uenena domat, Cat. III, 152). De igual manera, Inés, ya en

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su vuelo astral (Per. XIV, 94-123), desprecia la vanidad del mundo que tiene a sus

pies y la pisotea, como manifestación del espíritu maligno, de la serpiente: os-

tentación, filargiria, lujo, ira, deseos, gozo, envidia, honor, paganismo. Inés, con

la virginidad intacta y el martirio, ha triunfado sobre todo, lo ha sometido todo y,

por eso, Prudencio la describe hollando con su pie la testuz de la serpiente (nunc

uirginali perdomitus solo cristas cerebri deprimit ignei, ib. 116-117), mientras la

divinidad la corona dos veces: con la corona del triunfo, por los tormentos soporta-

dos, y con la corona de la luz eterna, por la castidad.

Tal meta la alcanzan solo quienes se han despojado de la debilidad del cor-

rupto revestimiento carnal y brillan (purpurantibus stolis clari et coronis aureis,

Per. II, 275-276) en consonancia con su nueva morada. Cuando Lorenzo se dispone a

entregar las riquezas de la Iglesia al prefecto, en lugar de oro y metales precio-

sos, le conduce hasta un templo abarrotado de multitudes de pobres (cateruae pauper-

orum). La escena completa es susceptible de ser interpretada alegóricamente, en sen-

tido anagógico: la iglesia (el templo) es la Iglesia, la asamblea del pueblo de Dios

reunida en el cielo. No se olvide que, desde el Apocalipsis, la vida eterna se anun-

cia como una nueva Jerusalén celeste, a la que desposa Cristo. De modo que, si la

Iglesia es la amada (arguyendo ahora el Cantar de los Cantares), tenemos que el tem-

plo que le presenta el futuro mártir al prefecto es una representación cismundana

del más allá. Y Lorenzo describe una imagen semejante a la que se utiliza para la

puerta de acceso al más allá: un atrio immenso con los pórticos abiertos, en donde

los talentos (ya no de oro, como espera el prefecto, sino de la nueva divisa: la

pureza) se hallan dispuestos en hileras. Con estos versos:

Videbis ingens atrium

fulgere uasis aureis

et per patentes porticus

structos talentis ordines. (Per. II, 173-176)

No encontramos en Prudencio una descripción sistemática del paraíso como locus

amoenus. En relación con la posterior uniformidad del motivo, el poeta calagurritano

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se muestra más independiente. Sí utiliza el estereotipo al menos en tres ocasiones,

pero en un solo caso ligado directamente al paraíso celestial, no a la visión tras-

cendente. Siguiendo de cerca la estela trazada por Virgilio, Prudencio recurre al

motivo en diversas circunstancias y nunca lo desarrolla por extenso. El locus amoe-

nus virgiliano representa la quintaesencia de la naturaleza, un lugar inventado,

creado y fantaseado para colmar los placeres sensoriales y, también, la fusión per-

fecta de los cuatro elementos: árbol, hierba, flores (tierra); fuente, regato

(agua); brisa y canto de las aves (aire); sol, calor (fuego) 189. En esta línea, el

abigarramiento paisajístico en que se manifiesta literariamente sirve tanto para de-

scribir muy brevemente el paraíso adánico (Cat. III, 101-105), el prado ameno del

Buen Pastor (Cat. VIII, 41-48) o el paraíso celestial (Cat. V, 113-124). Pero, in-

cluso en este último ejemplo, la descripción es un ejercicio retórico -no exento de

valor- sobre su correspondencia virgiliana: los amoena uirecta que ensalzan las

proximidades de los Campos Elíseos (Aen. VI, 638-641 y passim). No obstante, carece

del carácter sistemático necesario para que adquiera sentido desde la perspectiva

escatológica.

Sin embargo, en los altos palacios del Tonante habitan las almas dichosas, las

felices animae, que el poeta tardolatino toma de Virgilio, su modelo. No olvidemos

que el Hades clásico (el que difundió la Eneida) estaba protegido y aislado del ex-

terior por una corriente de agua y un muro de fuego, legado quizá por las flammantia

moenia mundi de la escuela estoica cirenaica. Prudencio hace una descripción por-

menorizada del locus amoenus, inspirada en los versos del poeta mantuano. El más

allá es, para este fiel amante de la tradición clásica, un inmenso lugar de gozo

(beata regione), dividido en etapas o posadas: multa in thensauris patris est habi-

tatio, Christe, disparibus discreta locis (Ham. 951-952). En cada una de ellas habi-

tan, agrupadas según sus méritos (casta uirorum agmina, ib. 954-955), las almas de

los bienaventurados. Recostadas en lechos de rosas purpúreas perciben el maravilloso

189 Sobre este asunto, véase Gallais-Thomas (ps. 32-33) y, en general, sobre la interpretación del árbol en la icono-grafía virgiliana.

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aroma de flores eternas 190 y liban ambrosía, el alimento de los seres inmortales:

Illic purpureo latus exporrecta cubili

floris aeternis spirantes libat odores

ambrosiumque bibit roseo de stramine rorem. (Ham. 856-858)

Tan dichoso régimen de vida compensa con creces los muchos trabajos que han padecido

en el largo destierro mortal, la prisión aborrecible. Entre ellos destaca Prudencio

como más meritoria la preservación de la castidad, puesto que simboliza el contemp-

tus mundi por antonomasia. Todos los afortunados espíritus que se han ganado el

cielo son acogidos solemnemente por la cándida fe personificada (cana Fides, Ham.

853) 191. Este ambiente ceremoniosamente majestuoso y augusto es el propio del

paraíso clásico, heredero del que disfrutan, por ejemplo, las felices animae de Vir-

gilio. De esa misma concepción paradisíaca se hace eco Prudencio, quien, como tantos

otros coetáneos suyos, asume la tarea de transmitir a la posteridad medieval el

tópico pagano, interpretado ya a lo divino. En las transmigraciones del milenio

siguiente el trasmundo cristiano responde a una communis opinio, a una vulgata

latente: recepción solemne al venerable nuevo habitante, compartimentación en dis-

tritos, presentación de las almas en grupos multitudinarios y descripción de un

paraíso inmarcesible. Los cánticos maravillosamente modulados que se escuchan en las

apoteosis son, quizá, la moderna versión de la expresión de la dicha de las almas

virgilianas, diluida entre la teoría cósmica de las armonías celestes. La división

de las almas en dos grupos principales y opuestos, ubicados a uno y otro lado del

trono divino desde la visión neotestamentaria, actualiza la descripción de las almas

a uno y otro lado de la laguna Estigia, que el mantuano reproduce en el canto sexto

de la Eneida. Incluso esta disposición dual y maniquea de las ánimas -tradicional-

mente relacionada con el Apocalipsis- tiene correspondencias en concepciones esca-

190 Sulpicio Severo (U. Mart. 24, 8) comenta que el hedor es indicio indudable de la condición diabólica. En conse-cuencia y por contraste, el olor fragante y el aroma agradable son atributos de la vida eterna. Así se entienden los aires miríficamente perfumados que refrescan todos los loca amoena comentados.

191 Amat 1985 (ps. 291-295; 376 y 393-394) analiza los precedentes protocristianos de la escena de recepción de al-mas y aporta testimonios que van desde los Padres Apostólicos griegos y textos apócrifos a pasajes canónicos y divulgados de Am-brosio y Jerónimo.

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tológicas más antiguas, como la egipcia y la grecolatina: recuérdese, por ejemplo,

la psicostasia en la Subasta de vidas de Luciano, cómica e irreverente escenifica-

ción de una especie de juicio final.

Resulta fácil interpretar alegóricamente que ese edén pretenda reproducir, en

el imaginario colectivo, un paisaje interior, un estado del alma. Todo lo que ex-

perimentan las almas visionarias en el más allá es sólo un reflejo de la realidad

ideal que el lenguaje humano constriñe en términos insuficientemente expresivos.

Tanto los goces paradisíacos como las penas infligidas en el infierno son solo psi-

cológicas. El viaje de nuestros protagonistas sigue una ruta íntima; más énstasis

que éxtasis, parece definir un paraíso interior, una utopía inmóvil. La tradición

estética latina se pone al servicio de la fe cristiana para recrear el universo ar-

monioso que le propone la doctrina escrituraria y para dar expresión poética a un

mundo inmaterial, místico e indescriptible. Prudencio, siguiendo la práctica patrís-

tica, recurre a procedimientos simbólicos aprendidos en la escuela para transmitir,

a través de sonidos, colores, brillo y objetos, un espacio espiritual y, por tanto,

interior e íntimo, ilocalizable mediante parámetros humanos, extraño 192. En todo

caso, pinta un lugar placentero en el que lo más importante, para transmitir sensa-

ciones, es el paisaje. Como parte de éste, las rosas rojas desempeñan un papel im-

portante. No solo en los versos de Prudencio, sino también en las representaciones

del ultramundo cristiano, desde las más antiguas. Su concurrencia connota la

prestancia del renacimiento primaveral. Sin embargo, la rosa estaba asociada al

culto fúnebre romano 193 y, por eso, se constituye en elemento característico del

mundo de ultratumba, principalmente de los jardines paradisíacos de la gloria celes-

tial.

192 Fontaine 1970 cree que el paisaje ideal que funde a Virgilio con la Biblia representa un estado del alma y aporta (ps. 99-102 y 115) correspondencias con la musivaria contemporánea y los idilios y epigramas helenísticos. E. Lledó (Imágenes y palabras, Madrid, Taurus, 1998, p. 410) acuña el concepto de ‘utopía inmóvil’ para designar este paraíso interior que se crea en la intimidad y que resulta, según él, de la negación de la realidad y, al mismo tiempo, de la no superación de la misma. Para el erudito francés, el paraíso prudenciano resulta de la fusión de varios elementos de las Bucólicas y las Geórgicas, sustituyendo la importan-cia que el mantuano otorga al color por la luz.

193 Fontaine 1970, p. 103-104.

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Allí, en la cima del senado eterno (arx aeternae curiae, Per. II, 555) 194

, las almas bienaventuradas se agrupan en comarcas o estancias, continuando así la

tradición clásica de la distribución por mansiones 195. El nuevo código las con-

vierte en los nueve órdenes celestes de Notker Bálbulo (s. IX) o, también, mucho más

tarde (entre los siglos XIV y XV) de Conrado de Haimbourg 196. De igual modo,

Vicente, que muere tras soportar largos y horribles tormentos, comparte lugar con

los hermanos Macabeos y con Isaías; es decir, con quienes se enfrentaron valero-

samente a una corona de duros castigos (corona poenarum, Per. V, 526). El señor de

este lugar (dominus loci, Per. VIII, 15), de los excelsos palacios celestes, preside

sentado en un trono elevado (ad supernum Christi sedile, Per. VI, 8-9). Se presenta

bajo figura antropomórfica para ser percibido, puesto que en su naturaleza divina no

es accesible a los sentidos corporales 197. No puede ser visto y adopta formas aje-

nas. Así se formula en el poema doctrinal de carácter polémico, compuesto para de-

sarmar las desviaciones heréticas: la divinidad se muestra sub specie:

“Quid apertius absque aliena

quam sumat facie uerbum non posse uideri,

posse tamen cum malit idem, numquam patre uiso,

terrenis oculis habitu se ostendere nostro,

saepe et in angelicas uel mortales moderatum

induci species, queat ut sub imagine cerni? (Apoth. 42-48)

De este modo, Prudencio no solo arremete contra quienes negaban la impasibili-

194 Aparte de ésta, el más allá recibe otras muchas denominaciones, dependiendo de la circunstancia que se desea destacar, aunque siempre se le reservan términos de excelsitud. Véanse algunas: inenarrabilis urbs (Per. II, 553-554), Roma caeles-tis (Per. II, 559), arx Patris (Per. II, 272), celsa Tonantis (Per. 98), celsa atria (Per. VIII, 9-10), caelestis aula (Per. XIV, 62), caeles-tis arx (Per. XIV, 125), regia (Cat. V, 5), regiones paradisi (Ham. 839), beata regio (Ham. 954-955).

195 Recuérdese que la distribución de almas en grupos siguiendo el criterio del tipo de muerte popularizado por Vir-gilio es tradicional en la cultura grecolatina desde que Homero lo introdujese en la undécima rapsodia de la Odisea: el héroe homé-rico ve a mujeres, a héroes de la guerra de Troya, etc…

196 Conrado compuso un poema en honor de estos nueve órdenes: Summo deo agmina trinae hierarchiae, Lír. lat. med. II, p. 744.

197 Amat 1985 (p. 300) atribuye el origen de esta figura literaria a la conjunción de una tradición cristiana que pinta un ser de ojos brillantes, de hábito blanco no tejido y con aromas perfumados junto con otra pagana de seres extraordinarios, de gran estatura y rostro resplandeciente, de genios.

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dad de la divinidad, sino que también (quizá inconscientemente) renueva la antigua

idea grecolatina de la inmaterialidad de los habitantes del más allá. Ya antes

Odiseo, en el Hades, intenta tres veces abrazar el alma de su madre sin conseguirlo;

en la literatura medieval, Oria escucha la voz de Dios y la del espíritu de su tu-

tora sin poder verlos. Por tanto, los versos prudencianos admiten ser considerados

como eslabón entre la inmaterialidad de las felices animae de la literatura y la mi-

tología paganas y la impasibilidad que les concede la teología cristiana y que ob-

liga al recurso de la apariencia mortal. Tal fenómeno afecta no solo a la divinidad

superior, sino también a sus dimanaciones angélicas: a Lot, en su huida de la ciudad

de Sodoma, se le aparece un ángel bajo la forma de dos seres, probablemente humanos,

que le previenen (Ham. 730-734).

La deidad suprema es el centro de la escena trasmundana. La rodea un séquito

de personajes vestidos de blanco, en una disposición apocalíptica que disfrutó de

mucha fortuna a lo largo de todo el Medievo1 9 8 :

Christus illic candidatis praesidet cohortibus

et throno regnans ab alto damnat infames deos… (Per. I, 67-68)

En otro pasaje, más explícito, se especifica la sublimidad de las cohortes. Se

trata de los serafines y querubines que rodean su sagrado trono:

…patri qui Cherubin sedile sacrum

nec non et Seraphin suum supremo

subnixus solio tenet regitque. (Cat. IV, 4-6)

Hasta se recuerda la imagen del libro de la Revelación que predice el regreso

apoteósico de un Jesús justiciero, sobre una nube encendida y blandiendo su diestra

fulgente (Per. IV, 9-12).

La preocupación del cristiano -sus cuidados- están en la consecución de la

recompensa que algún día se le conceda a su alma inmortal (Per. X, 476-477), por en-198 Váese, por ejemplo, la ordenación de personajes en los frisos de muchas portadas románicas (Santiago de Carrión de los

Condes o San Pedro de Moarves, ambas en Palencia) o en las ilustraciones de la obra de Beato: la cuidadosa disposición de las masas de bienaventurados en torno al simbolo del uir splendissimus, quien preside la escena sentado en su trono (Beato de Santo Do-mingo de Silos, f. 86v.) o la visión del anciano y las bestias del mar (Beato de Gerona, f. 258-259).

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cima de la conservación física. Alcanzada la gloria, el nombre del bienaventurado es

rigurosamente anotado en el libro de registros del cielo (regesta caelestia), testi-

monio imborrable que detalla cada gota de sangre derramada, cada llaga, y sobre el

que se fundamenta la ulterior decisión, en el día del Juicio Final (Per. X, 1126-

1133). Este catálogo dorado (aureis litteris), mencionado de nuevo en los versos que

inauguran la colección a propósito de la llegada al paraíso ultramundano de Emeterio

y Celedonio (Per. I, 1-3), actualiza el libro de la vida del Apocalipsis y prefigura

el abigarrado manto de la Voxmea berceana 199. Ambos contienen el futuro y son

herméticos a cualquier intento de interpretación (Cat. VI, 77-84).

Aparte de este registro sagrado, la inclusión entre las huestes de almas di-

chosas confirma el triunfo, simbolizado por la palma (Per. VI, 24; V, 384 y 539;

Ditt. XX). Por supuesto, implica la atribución de signos propios de la nueva condi-

ción: los regia insignia. Desde época helenística, la palma es uno de los símbolos

del triunfo de la vida eterna 200. En el Dittoqueo (XX), conjunto de breves estampas

tetrásticas, en las que se contraponen imágenes de ambos Testamentos, se atribuyen a

Cristo las insignias de la realeza que porta David, sometidas a interpretación: ce-

tro de poder, aceite, corona, púrpura, altar y el palo de la cruz:

Regia mitifici fulgent insignia Dauid:

sceptrum oleum cornu diadema et purpura et ara.

Omnia conueniunt Christo, clamys atque corona,

uirga potestatis, cornu crucis, altar, oliuum. (Ditt. XX)

Sustraídos los elementos propios, como la cruz, y los relativos al culto

(aceite y altar) -de los que el alma dichosa participa en cada templo-, cetro, dia-

dema y púrpura se erigen como símbolos de la bienaventuranza eterna. Es innegable el

carácter universal de estos adornos como indicio de dignidad superior. Quizá por eso

199 Apoc. XXI, 27: Non intrabit in eam aliquod coinquinatum, aut abominationem faciens et mendacium, nisi qui scripti sunt in libro vitae Agni.

200 A tal respecto, consúltese el estudio de Fontaine 1970, ps. 111-112, en donde se defiende una doble tradición simbólica en la poesía latina (de la que tan empapado estaba Prudencio) para la palma: como elemento de los loca amoena paganos (Verg. G. IV, 20; II, 67) o como símbolo de victoria (Verg. G. III, 2; Aen. V, 472; Hor. Carm. I, 1, 5; IV, 2,18); y como metáfora del combate en la literatura cristiana, p. ej. en las cartas de Pablo.

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son también constantes en la tradición hagiográfica. Por lo que respecta a la virga,

baste recordar, por una parte, la franquicia que otorga a Eneas en el descensus y,

por otra, la potestad con la que reviste a quien la porta. Gracias a la concordancia

que nos ofrece Prudencio, puede ser considerada la equivalencia sagrada del cetro

real. La uirga potestatis concede, pues, facultades virtuales a su poseedor: por

ejemplo, a los varones celestes la de transportar al más allá los espíritus de las

vírgenes Eulalia, Ágata y Cecilia y, tras ellas, el de Oria. El color purpúreo re-

viste las ropas de los dieciocho mártires zaragozanos (proceres purpurei, Per. IV,

191-192), honra y baluarte de la ciudad que los vio nacer.

El título de la colección de himnos (Libro de la coronación) habla por sí

mismo de la identificación que existía entre el martirio y la recompensa correspon-

diente. Vicente se enfrenta al tribunal, consciente de que le espera la corona de

triunfo (Per. V, 223-224). La madre anima a su hijo torturado pronosticándole la co-

rona de diadema perlada que cubrirá su cabeza (Per. X, 764-765). Es significativo el

caso de Lorenzo, quien -dice el calagurritano- ha sido recompensado con una corona

ciuica, el mayor premio que podía recibir un soldado por sus hazañas individuales

(Per. II, 553-560). Se continúa aquí la imagen tópica que transfiere el mundo de la

milicia al de la fe; desde los milites Christi hasta los ejércitos de bienaventura-

dos que pueblan las comarcas celestes. Las coronas son el signo externo de un acto

admirable (Ditt. XLIV) de carácter sagrado (Per. IV, 73-76). Su abigarrada composi-

ción, de materiales preciosos, quiere plasmar la excepcionalidad de su portador. A

menudo se hace referencia a perlas o metales preciados que las decoran, pero sirva

de ejemplo la que, alegóricamente, componen los propios mártires para premiar a la

ciudad que los acogió, Tarragona:

Nomen hoc gemmae strofio inligatae est,

emicant iuxta lapides gemelli

ardet et splendor parilis duorum

igne corusco. (Per. IV, 25-28)

En el mundo clásico esta función la cumplen las diademas blancas o las guir-

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naldas de flores. Prudencio, como se ha visto, establece una concordancia entre la

cinta de David y la corona de Cristo, de manera que ésta, que le fue ceñida para

tormento, es ahora una recompensa digna de reyes. El mártir, socio de Jesús en el

usufructo del tormento (collega crucis), disfruta también de su propia corona poena-

rum (Per. V, 525-526). Lo anterior confirma que la corona del triunfo se ha ido con-

figurando con los sucesivos martirios. Entre éstos (y sus respectivas compensacio-

nes: las coronas) hay una gradación, sugerida en los versos en que se afirma que las

que les correspondieron a los Macabeos son sencillas.

********************

El recurso del locus amoenus es, como lugar común tipificado retóricamente, de

clara procedencia clásica, aunque esté atestiguado en el Génesis. Pero con él se

mezclan otros como la compartimentación en mansiones, la blancura y el brillo re-

stallante de los materiales preciosos y el trono abigarrado (tal como se ha podido

comprobar en Prudencio unas páginas más arriba). El lugar apacible, de vegetación y

ambiente paradisíacos, es el entorno ideal para que residan los bienaventurados,

según la visión clásica del mundo de ultratumba 201. En ella se introducen modifica-

ciones neotestamentarias. Cristo revela que en la casa del Padre hay lugar para to-

dos 202; de ahí el incalculable número de afortunados que habitan el cielo. Allí,

las almas dichosas son presentadas por comarcas (herencia clásica, pero autorizada

por las fuentes bíblicas) o en procesiones (fusión de las huestes de la Eneida con

las bíblicas muchedumbres innumerables de gentes vestidas de blanco con palmas en la

201 Ya para Virgilio el bosque es un lugar sagrado (cf. el significado del término lucus). Tras él, la relación queda consolidada en la literatura. Por ejemplo, en textos como el siguiente, pronunciado por Evandro cuando la expedición llega a la costa italiana, presintiendo la sacralidad del lugar en el que se edificará la ciudad, donde ahora hay un bosque:

Hoc nemus, hunc inquit, frondoso uertice(quis deus, incertum est) habitat deus… (Aen. VIII, 351-352)

Gallais-Thomas (ps. 53-55) determinan ocho razones que explican la sacralidad inherente al bosque virgiliano que lo convierten en lugar mágico, nefasto, prodigioso, de connotaciones maternales, para ser atravesado por el homo viator, etc… De entre ellos, el bosque paradisíaco del otro mundo y el anagógico, el de la metamorfosis del héroe, son los que aquí se cumplen.

202 Jn. XIV, 2. Amat 1985 (ps. 391-401) analiza de manera definitiva el maremágnum de influencias, tanto grecolati-nas como bíblicas que convergen en la formación del paraíso cristiano, y concluye un sincretismo en el que los pilares básicos son, por un lado, el seno de Abraham y, por otro, el bucolismo de los Campos Elíseos. Sobre ellos actúan variablemente la escena de ban-quete y el concepto de otium latino, ya de por sí mixtos, para formar una heterogénea ciudad celeste. La clave última del proceso es Prudencio, quien funde el gusto helenístico y romano por los laudes hortorum y el lirismo de los Salmos y el Cantar, sobre un léxico y un armazón esencialmente virgilianos.

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mano) 203. El cristianismo transforma el lugar que describe el tópico clásico en un

estado de ánimo 204. Alcanzar el paraje agradable significa alegóricamente disfrutar

de la felicidad perpetua. En el texto de la revelación cristiana, esa muchedumbre

rodea el trono de Dios. Ya se encuentra en Prudencio, pero, tras Gregorio Magno, se

repite en las VSPE, en Valerio, en Berceo y en muchos otros: por ejemplo, en la Vi-

sión de Túngalo (que tantas y tan literales correspondencias tiene con la de Oria) y

en el Libro de la escala de Mahoma 205.

El autor de las VSPE tiene la intención de relatar con exhaustividad la expe-

riencia de Agusto en el más allá (cuncta que uiderat; I, 27). La narración de la vi-

sión propiamente dicha comienza con la llegada a un locus amoenus (abundancia de

flores fragantes, verdes prados, rosas y lirios, muchas coronas de oro y piedras

preciosas, tejidos olorosos y suave brisa), en el que se prepara un banquete para

innumerables comensales dispuestos a ambos lados de una presidencia. Este maravil-

loso lugar -según hace Fontaine con el mismo tópico en Prudencio- admite ser inter-

pretado como un estado de felicidad espiritual. Hay textos bíblicos que sostienen la

imagen del alma justa como templo de la divinidad 206. Si el templo cristiano es una

refección prefigurada de la ciudad de Jerusalén, el ánima justa es, por analogía,

una participación del estado de gracia, de la Jerusalén celeste 207. Multitud de

203 Apoc. XXI, 3: se alude a la gran tienda o mansión que habitará Dios con los hombres; Apoc. VII, 9: las multitudi-narias procesiones en el día del juicio.

204 Segre 1990, ps. 13-14, y Fontaine 1970, passim, entre otros.

205 Para la Visión de Túngalo, cf. Walsh 1986. A la vista de esta somera relación, no parece muy convincente (a pesar de la prueba documental que toma prestada de Dutton) la afirmación de Giménez 1976 (p. 74) de que “este modelo alegórico del campo-vergel ha de tener su fuente en la formación cultural de los educados en San Millán y en su biblioteca”. Sí se trata de un sub-strato cultural, pero que afecta al universo cultural medieval, como se ha de ver al tratar las alegorías de la virginidad. Para la se-

gunda, cf. el Libro de la escala de Mahoma. Según la versión latina del siglo XIII de Buenaventura de Siena, Madrid, Siruela, 1996.

206 II Co. VI, 16; Apoc. XXI, 3.

207 En las principales ciudades de la Hispania visigótica, la catedral recibía el nombre de Santa Jerusalén, aunque es-tuviese bajo otras advocaciones diversas (Castillo, p. 134). Tal proliferación de basílicas con este título es lo que invita a presumir que era común a todos los templos metropolitanos. A la luz de este dato, el relato de las VSPE, en el que los santos van recorriendo los templos de la ciudad y en el que el protagonista de la visión no puede acceder a ellos, sino más tarde, en un estado de plenitud de gracia, ha de entenderse como una expresión literaria más de la idea de que los templos son prefiguración de la ciudad de Dios. En una ilustración del Beato de San Millán precisamente (f. 185v.), sobre la triple arquería de un templo se divisa una zona amurallada con edificios que quiere representar la Ciudad de Dios (Silva 1999, p. 90). Adviértase que entre el primer ejemplo de las VSPE y el segundo de la miniatura emilianense han transcurrido cuatro siglos en los que la ecuación se ha mantenido constante: la que hace equivalentes los templos cristianos, las almas puras y la Jerusalén celeste.

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jóvenes de llamativa hermosura (omnes ornati et pulcri) 208 preparan el excelente

banquete de aves bien cebadas. Todo el ajuar del banquete es blanco como la nieve:

Ibi etiam uidi sedes innumerabiles positas ad dextera leuaque. In medio uero sedis multo sub-

limior posita prominebar. Ibi namque adstabant pueri innumerabiles ornati et pulcri, preparantes

mensas et conbibium eximium. …de altilia omnis parabatur ferculorum copia et omne quo parabatur erat

candida instar niuis. Et prestolabant aduentum domini sui regis. (I, 34-41)

Se suceden, pues, en la descripción un locus amoenus y el banquete celestial. Se

confunden en un solo pasaje elementos paganos y cristianos, gracias a una transición

bien lograda. Clásico es el tópico del lugar ameno y cristiana la imagen del postrer

simposio (conbibium eximium). Añádanse las reminiscencias del mítico rapto de Gani-

medes, no solo porque éste y Agusto reciben el premio de servir la mesa divina, sino

también porque Ganimedes, como ciertos protagonistas de viajes al ultramundo cristi-

ano, fue transportado por un animal alado, metamorfosis del dios supremo, de Zeus.

Entre lugar ameno y banquete divino, integrados en un todo, hay una primorosa

decoración de metales y piedras preciosas en la que convergen algunos paraísos

clásicos (recuérdese, por ejemplo, la descripción homérica del mítico país de los

feacios) y la escena del Juicio Final. Precisamente, la disposición general de los

comensales rememora levemente la de los veinticuatro ancianos sedentes del cielo

apocalíptico, en la que destaca (sedis multo sublimior) un personaje refulgente (Ap.

IV, 1-4). Incluso, la escena que presencia Agusto deriva en juicio (I, 77-82), como

ocurrirá poco más tarde en la obra de Valerio. Ateniéndonos a lo que es frecuente en

las visiones medievales (el protagonista es conducido hasta la comarca o morada que

le está predestinada, la que habitan seres angélicos homólogos), podría entenderse

que, en la eternidad, Agusto tendrá el privilegio de servir la mesa celestial, como

los pueri de su visión. En lo que concierne a la forma, aparece ya aplicada a estos

208 La excelsa pulcritud que destilan los habitantes del más allá y que denuncia su maravillosa apariencia exterior se debe al reflejo de la luz que proyecta en su interior el Espíritu Santo, según el narrador del opúsculo que habla de las luchas contra el arrianismo en la diócesis y en referencia a Renovato: sed quamuis extrorsus habitus sui esset gloria decoratus, introrsus pulcrior habebatur lumine sancti Spiritus inlustratus (IV, 14, 21-23). Por otro lado, el que se ilustre el más allá espiritual con un curioso placer mundano, el banquete, demuestra, una vez más, las limitaciones narrativas de estos textos y la incapacidad de los autores para transmitir la idea de un mundo inmarcesible. De ahí, las constantes alusiones a la inefabilidad, que trasladan toda la escena a un más allá torpemente descrito.

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contextos una comparación muy fecunda en general: los manjares que se sirven son

como la nieve de blancos (omne quod parabatur erat candida instar niuis).

De igual manera, se utiliza una expresión ciertamente menos significativa,

pero igualmente recurrente en el futuro, aunque ya aparece en el sexto canto de la

Eneida: ad dextera leuaque 209. Agusto, en señal de humildad, besa los pies de los

presentes. De repente, llega una cohorte de hombres vestidos de blanco, todos ador-

nados con oro, piedras preciosas y coronas brillantes; unos por la izquierda y otros

por la derecha, portando un extraordinario regalo para su señor (ille speciosus uir)

que ocupa su sede en el lugar preeminente. Los seres beatíficos se presentan, pues,

cándidos y magníficos. Imaginamos un cuadro con innumerables bienaventurados que

proceden a sentarse en sendos tronos, flanqueando el que está reservado (in eminen-

tiori loco; I, 55) para el personaje que preside la escena210. Las inexpresables cu-

alidades de este ser manifiestan su divinidad y su aspecto corresponde proporciona-

damente a la excepcionalidad espiritual que se desprende de la etopeya. Entre las

cualidades, todas expuestas en grado superlativo, adviértase la presencia de dos que

conciernen, respectivamente, al resplandor y a la blancura sobresalientes del pul-

cerrimus: es más brillante que el sol y más blanco que la nieve, comparación es-

tereotipada que se repite por tercera vez en este opúsculo y se reitera constante-

mente en la literatura medieval de cualquier género 211. Candidez (que comparten el

209 La disposición de las huestes celestiales dextera laeuaque con respecto a un personaje central coincide en la Eneida (VI, 486 y 656) y las VSPE (I, 35). La escena de Eneas rodeado por ambos lados de turbas de almas es semejante a la del uir splendidissimus sentado en su trono, con innumerables comensales a derecha e izquierda. Sin embargo, el episodio emeritense es una amplificación literaria del pasaje neotestamentario subyacente a todas estas visiones: el del trono de Dios, en vísperas del Jui-cio Final.

210 La divulgación de la imagen de un trono privilegiado, rodeado de otros, innumerables, maravillosamente adorna-dos, se extiende al ámbito pagano. El Anacreunti carmine, de Eugenio Vulgario, monje de Montecasino entre los siglos IX y X, nos presenta la situación común, pero contrafacta a lo animal: las aves del bosque, que forman las cohortes del águila real, modulan sus trinos en torno a éste, sentado en un trono central, como el Cordero bíblico o el uir splendidissimus de la visión de Agusto, en el primer opúsculo emeritense:

…auro sedet rex aquila, circum cohors per agmina. (49-50)

La esplendorosa estampa del águila real rodeado por un ejército en formación de columnas -si no es una alegoría que deba interpretarse a lo divino- constituye una profanación lírica de la fiesta celestial, vertida al contexto zoológico. Cf. Lírica

latina medieval I, p. 172-177.

211 Fernández Vallina 1997 (p. 42) hace expresa la opinión común de que estos elementos constantes (fulgor, blancura, inefabilidad) son herencia de Gregorio Magno, quien sistematiza el motivo. Aunque refiere su comentario a los ángeles que aparecen en la obra de Valerio, sin embargo, como se aprecia en el nuestro, el estereotipo es antiguo y, dentro de la hagiografía hispánica, ya recurren a él Prudencio y el anónimo emeritense, además de otros contemporáneos de Gregorio, como Leandro de Sevilla. Por otra parte, Lappin (p. 140) establece una línea directa entre el texto de Las VSPE II, 47-50 y el Apocalipsis VII, 9.

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personaje central y las multitudes adláteres) y esplendor son los signos externos de

la beatitud:

Subito aduenit ingens multitudo candidatorum, omnes auro et lapidibus pretiosis ornati et co-

ronis rutilantes redimiti. Et una acies ipsius multitudinis ad dextera, alia uero ad leua parte gra-

diebatur atque ita altrinsecus properantes regi suo ineffabile obsequium exibebant. In medio autem

eorum ueniebat uir splendidissimus nimiumque pulcerrimus, forma decorus, aspectu gloriosus, statura

procerior cunctis, lucidior sole, candidior niue. Quumque peruenissent ad preparatas sedes sedit

pulcrior ille uir in eminentiori loco, ceteri uero procidentes adorantesque eum residerunt in sedibus

suis. Statim denique benedixit omnes. At illi adoraberunt semel et iterum ac tertio. (I, 47-57)

En este mismo pasaje, pueden discernirse algunos ingredientes aún germinales

aquí, pero constantes en el desarrollo posterior de las visiones. Así, los bienaven-

turados aparecen en escena formando multitudes, a menudo en procesión, tópico

consagrado ya por Virgilio: ingens multitudo candidatorum. Todos ellos, ésta es la

segunda constante, exhiben coronas que les han sido otorgadas en compensación de sus

méritos: coronis rutilantes redimiti. La relación dicotómica entre mérito y premio

es subrayada por el autor del Apocalipsis (p. ej., Ap. XXII, 12), aunque son poetas

posteriores, como Prudencio, quienes la desarrollan. En tercer lugar, estas cohortes

beatíficas glorifican a la divinidad con sus cánticos (I, 56-57; 76), siguiendo la

estela abierta por el libro de la revelación cristiano (p. ej., Ap. VII, 9). Agusto

pudo ver cómo el rito de adoración se efectuaba tres veces, con lo que su relato se

suma a los que explotan el valor simbólico del tres en la hagiografía medieval: at

illi adoraberunt semel et iterum ac tertio (I, 57) 212.

Agusto es presentado de modo solemne al ser excelsus y comienza una conversa-

ción con él en la que da cuenta del estupor que le sobrecoge ante espectáculo tan

maravilloso (I, 63-64). Sin embargo, el ser divino le asegura su protección con una

212 No es la única aparición del número tres como símbolo en la colección emeritense, pues el monje de Coloniana que protagoniza el segundo relato muere después de tres días de penitencia: Ac tribus diebus tothidemque noctibus lacrimis et con-fessione mirifica satisfecit. Tertio post hec die migraturus e corpore… (II, 87-89). Por cierto, en su lecho de muerte redunda en la idea común de la blancura de los seres bienaventurados, pues comunica a sus hermanos que lo esperan los santos Pedro, Pablo y Lo-renzo -otra vez el tres- cum innumerabili turba candidatorum (II, 92-93). Por otra parte, solamente a la tercera visita pueden los en-viados celestes arrebatar el alma a Fidel (IV, 9, 27-49).

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fórmula bíblica 213, de una manera semejante a la de posteriores mensajeros celes-

tes:

Ille uero dixit mici: “Noli timere, fili. Transi post scapulam meam et hic sta”. Et adgecit:

“Noli timere. Scito quia protector tuus ero. Numquam tibi aliquid deerit. Ego te semper pascam, ego

te semper uestiam, ego te omni tempore protegam et numquam derelinquam”. (I, 64-68)

El mismo narrador es contagiado por el pavor que acompaña a estas visiones (I, 26-

27). En un principio, el invitado comparece como mero espectador, hasta que es invi-

tado por el propio presidente a participar del ágape de la vida eterna, cuyo exce-

lente manjar es deseado para siempre. Celebrado el banquete dichoso del que ya par-

ticipa Agusto, se asiste a una escena que funde el Juicio Final con una reminiscen-

cia del Hades virgiliano y que reaparecerá en Valerio del Bierzo: son traídos a

presencia del uir splendidissimus unos seres cuyos gritos y lamentos oye, en clara

correspondencia con la percepción lejana y básicamente sonora que Eneas tiene del

Tártaro (I, 77-82). Se trata de la escenificación del Juicio Final: se oyen los gri-

tos y lamentos de un grupo de hombres que la divinidad rechaza como indignos de es-

tar en su presencia y de ver su rostro. A diferencia de otras revisiones, no hay

mención de terribles castigos eternos. En todo caso, el pasaje es heredero de los

modelos clásicos en la medida en que prescribe una teoría escatológica maniquea y

porque, emprendida la excursión al más allá, el alma llega a una encrucijada de dos

caminos irreversibles y opuestos: el uno conduce al abismo y el otro (aliam uiam) al

paraíso. Reminiscencia de este mito es la referencia explícita a una segunda vía,

que sigue las huellas divinas y conduce a un lugar maravilloso. Es un camino estre-

cho, prohibido para la mayoría de las almas inmortales y accesible sólo para un re-

ducido grupo selecto en el que se encuentra la de Agusto 214. El destino final es un

refrigerio (uibariolum), que algunos manuscritos transmiten como uiridarium: huerto

o vergel. A este excelente lugar conduce la divinidad al alma de Agusto. Éstas son

213 Gen XV, 1; L, 21; Ios. I, 5.

214 En el segundo opúsculo de la colección, que cuenta el arrepentimiento de un monje depravado, se apela de nuevo a la propuesta de la vía angosta que conduce al paraíso, la de la bondad de pensamiento, palabra y obra: …ad supernam patriam prouocaret cunctosque grex pastorem preeuntem artis semitis callibusque prosequeretur celicis (II, 11-12).

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las palabras del uir splendidissimus, cuando le hace saber que es uno de los elegi-

dos, antes de asistir a la condena de las almas pecadoras:

Ambulet ista multitudo. Et aliam uiam tu mecum profecturus eris, ut tibi ostendam uibariolum

meum quem habeo.

A instancias del narrador, el niño visionario niega la posibilidad de haber

reconocido a alguien (I, 83-84); sin embargo, sí le consta la gran distancia que ex-

iste entre los personajes celestes y los cismundanos, patente simbólicamente en el

aspecto externo, de una hermosura inédita en la vida terrena, tanto por su figura

como por sus adornos: longe erant ab his hominibus quos uidemus modo, nam alia forma

et alio habitu decorati sunt omnes (I, 86-88). Finalmente, el propio señor abandona

su trono (surrexit de sua sede, I, 88-89) y reasume las funciones de guía excelso

llevando de la mano al niño (adpreendens manum meam; I, 89-90) por el camino hacia

un hortus amoenissimus: el río de la vida allí nace, con sus aguas cristalinas, ro-

deado de muchas flores y frondosos bosques de suaves aromas. Siguiendo el curso del

río se llega al lugar que, en el momento de la confidencia, aún puede contemplar

desde su camastro:

…ubi erat ribus in quo erat aqua uitreique coloris et sequus ribo ipso flores multi et siluas

aromatum flagrantes redolentesque diuersis suauitatis odoribus. Ac sic iuxta ribum ipsum uenientes

peruenimus usque ad locum quo usque nunc in stratu meo iacens uideo. (I, 94-95)

Son elementos comunes de estas narraciones la cuestión acerca del reconocimiento de

personajes que fueron famosos en el siglo y el hecho de que un personaje sobrehumano

ejerza las funciones de guía por las comarcas ultramundanas. Este procedimiento lo

inauguró la Odisea con el espíritu de Tiresias presentando los espectros que se ap-

roximan al protagonista homérico y lo continuó Virgilio haciendo que el alma del

propio padre de Eneas, Anquises, le indique a éste quiénes son los héroes que es ca-

paz de ver y le inicie en el conocimiento prospectivo de la historia de la estirpe

que aún está por fundar. Por último, nótese la referencia al color cristalino de la

corriente de agua que riega el lugar (aqua uitrei coloris; I, 91), que corrobora la 220

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hipótesis de una conexión léxica entre Virgilio y algunas de nuestras visiones me-

dievales, vía Prudencio 215.

********************

Los monjes de Valerio, por su parte, llegan a un maravilloso lugar opuesto

diametralmente a la tierra: un paraíso de encantos, donde se regocijarán con la com-

pañía eterna de otros bienaventurados (regnum celorum paradisum deliciarum, consor-

tium angelorum, uitam eternam (de sap. 7). Es la realización de la promesa apocalíp-

tica, la nueva Jerusalén (así llamada también por Valerio): celum nouum et terram

nouam (de sap. 9).

Ya traspasado el umbral del más allá, guía y visitante se apostan en un monte

elevado de incomparable belleza para contemplar mejor el inefable panorama (Ba.).

También Máximo, en el camino de regreso, señala la presencia de un monte que ha de

atravesar para llegar ante los tres seres con aspecto de monjes entre los que se

halla quien le indicará el camino de vuelta. Se renueva así la fusión de cultura pa-

gana y fe cristiana, representadas, una vez más y respectivamente, por el viaje es-

catológico de Eneas y la declaración profética del Apocalipsis. De un lado, el héroe

troyano y la Sibila cumana suben a la cima de un monte a instancias de Anquises para

admirar las felices animae de los héroes futuros. De otro, uno de los siete ángeles

que portan las copas con las siete plagas conduce al espíritu del profeta a un monte

grande y alto desde el que puede ver a la esposa de Cristo, la ciudad eterna 216.

El paraíso es una gran cámara maravillosa que contiene innumerables pequeñas

celdas. Esta imagen cuenta con antecedentes en la literatura clásica (desde la isla

de Eolo o la ciudad gobernada por Alcínoo, en la isla de Esqueria, situada en el ex-

tremo del mundo) y, cómo no, mucho más próximos a Valerio, en el Apocalipsis. Si

aceptamos que los detalles que aportan Máximo y Bonelo son complementarios, obtene-

215 Para hacerse una idea de la intertextualidad de las VSPE sólo hay que examinar los indices locorum Sanctae Scripturae et scriptorum de la edición de Maya, 105-113.

216 Para el ejemplo de Virgilio, Aen. VI, 754-755: …et tumulum capit unde omnis longo ordine posset / aduersos le-gere et uenientium discere uultus. Una escena semejante tiene lugar versos antes (675-676), en la que el poeta Museo les hace subir a una pequeña altura para indicarles el lugar donde se halla Anquises. Para el ejemplo bíblico, Ap. XXI, 10: Kai aphnegken me en neu-mati epi oroV mega kai uyhlon.. (es transportado en espíritu a un alto monte).

221

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mos una urbe fortificada (M.), un oppidum 217, concebido como un magnífico edificio

compartimentado (Bo.), en el que cada habitáculo está dispuesto para acoger singu-

larmente a los bienaventurados. Valerio desarrolla esta imagen sintética en De sap.

9: la residencia eterna es una ciudad rodeada por unos inconcebibles muros ciclópeos

horadados por doce puertas que titilan resplandecientes con brillo perlado, con doce

cerrojos cada una; con edificios y calles de oro purísimo; y está adornada con la

transparente hermosura de toda clase de piedras preciosas. En palabras del propio

autor:

…gloriosa ex auro purissimo, inmense magnitudinis murorum munitione constructa, omnique lap-

ide pretioso prespicua pulcritudine exornata. Per quadras autem quattuor partes ternis firmata

claustris, et per singulis duodeno numero portis ex singulis constructis corusco fulgore premicanti-

bus margaritis…

No cabe duda de que el poeta bergidense (o, no lo olvidemos, el propio Bonelo en su

relato original) ha ajustado la descripción apocalíptica de la Jerusalén celeste218

a los intereses de su opúsculo. En consecuencia, el día del Juicio Final los justos

se verán transformados en seres angélicos (De sap. 8) y cada uno, según su condi-

ción, entrará a formar parte de los coros celestes.

La visión se completa con un locus amoenus que acompaña al edificio inefable

217 Patch 1983 (p. 152-155) analiza la muralla ígnea como motivo tópico tradicional. Lo considera una innovación de Isidoro. Sin embargo, Eneas contempla unas murallas triplemente fortificadas, rodeadas por un río de fuego, el Flegetonte, que discurre tortuoso entre formidables rocas:

…Respecit Aeneas subito et sub rupe sinistramoenia lata uidet triplici circumdata muro,quae rapidus flammis ambit torrentibus amnis,Tartareus Phlegethon, torquetque sonantia saxa.porta aduersa ingens solidoque adamante columnae… (Aen. VI, 548-553)

De aquí a la muralla de Berceo, por cuyas ventanas se escapan horribles llamas, no hay gran distancia, a pesar de que los versos virgilianos reproduzcan la antesala del Tártaro, los dominios de Tisífone. Sí es posible, no obstante, que alcanzase mayor difusión la versión de Isidoro. Antes de él, Tertuliano y Lactancio le sirven de transmisores; tras él, Rábano Mauro y otros de-rivan la visión de las puertas del cielo de las Etimologías. Por ejemplo, en Sulpicio Severo (aunque no en contexto escatológico propiamente, quizá sí interpretable como tal), un ángel se aparece a Martín para anunciarle que hallará abiertas las puertas de la mu-ralla que rodea el palacio real (habitualmente cerradas e infranqueables para él) y el acceso al rey expedito; y así ocurre. La autoridad bíblica para la muralla se encuentra, por ejemplo, en Apoc. XXI, 14: la ciudad celeste tiene un muro con doce fundamentos, uno por cada apóstol. El elemento ígneo se analizará más adelante.

218 Para Lida 1956 (1983) la cámara maravillosa de la experiencia escatológica de Bonelo no tiene ‘conexión visible con la Jerusalén celeste del Apocalipsis’ (p. 372). Sin embargo, se dan correspondencias correspondencias, a veces muy precisas, que pueden ser comprobadas: compárese este pasaje de Valerio con Ap. XXI, 10-27. Incluso la idea de la cohabitación de seres angélicos en un trasmundo compartimentado en cámaras (como se sabe, evidente en la Eneida) puede tener concordancia en Ap. XXI, 2, donde, en sentido diferente, se habla de la nueva Jerusalén como ‘mansión de Dios con los hombres’ (σκηνη, tabernaculum).

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en todos los casos, salvo en el de la revelación de Baldario, que es más bien la

prefiguración del Juicio Final. Bonelo y Máximo, transportados por sus repectivos

guías, alcanzan un vergel: amoenissimus iucunditatis locus o paradisi deliciis. Pero

Valerio sólo aborda la descripción en la visión del copista. Se trata, naturalmente,

de un lugar agradabilísimo, cuya belleza no tiene parangón en ninguna otra parte,

debido a una luz especialmente brillante que lo hace refulgir con blancura esplen-

dente. Siguiendo el camino marcado por su guía, avanza por prados jocundos con abi-

garradas flores de diversos colores deslumbrantes (entre las que se cuenta la tópica

combinación de rosas rojas y blancos lirios), densos sotos y bosques espesos de ver-

dor destellante, perfumes embriagadores y néctar aromático.

…perductus sum in amenissimum locum, cuius uenustissimi decoris speciem nulla huius mundi

pars nec uerno tempore potest habere similem nec ulla cogitatio eius conparationem potest adibere;

nam preclara lux inenarrabile splendifui candoris ibidem prefulgebat claritate. Precedens etiam ipse

et ego subsequens per eiusdem paradisi deliciis (diuersarum namque erbarum totus ille iucundissimus

pagus, uaria inmarcessibilium florum specie pictoratus, rosarum rutilante rubore, liliorum premicante

candore, purpureo, croceo diuersoque indiscreto colore, cuncta prefulgebant corusco radiante decore,

stupens cernebam hinc indeque perspicuos argium multiplices per totum dispositos nemorum saltos ue-

nustissime admirationis uirore fecundos. Vernansque micabat uniuersarum ineffabilis pulchra, eximiis

premicantibus radiabat ligustris, atque egregia redolens mulcebat timiama suauitatis nectareo flamine

aromatizans flagrabat ambroseus odor…

La filiación tópica de esta imagen no ofrece dudas, pero es conveniente com-

pararla con otra del mismo autor, para poner en evidencia la semejanza incluso fra-

seológica de los textos. Lo cual redundaría en la idea de un fondo literario común

muy tipificado, del que los escritores extraen esquemas y fórmulas y al que se ajus-

tan motivos análogos. Si, como afirma, Valerio es únicamente notario de la confiden-

cia y se limita a transcribirla fielmente (recordemos la salvedad), Máximo, imbuido

de literatura hagiográfica por vocación y profesión, pergeña un locus amoenus ultra-

mundano que será tanto más fidedigno cuanto más se ciña a los cánones del tópico.

Adviértase que el relato de Máximo es el que más fielmente sigue las convenciones de

la tradición literaria, mientras que Bonelo y Baldario se atienen a imágenes, igual-

223

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mente tópicas, pero de raigambre no clásica. En este punto, quizá sea pertinente

recordar que Máximo se dedicaba a copiar códices, por lo que se le ha de suponer una

formación cultural más profunda de lo habitual. No sería descabellado deducir que

tales peculiaridades de su persona se viesen reflejadas en un relato más apegado a

la tradición literaria y que, por otro lado, efectivamente Valerio se limitara a

transcribir puntualmente los hechos que le fueron confiados.

El otro texto de Valerio al que hacemos referencia (De sap. 9) describe fron-

dosos bosques y praderas de extraordinaria frescura, multitud de primorosas flores

en una eterna primavera, fragancias y aromas divinos y otros infinitos encantos

propios de un paraíso delicioso:

Atque inter inenarrabiles illas nemorum et erbarum prespicuo uirore, et uenustissima fecundi-

tate perpetuo flore uernantes, ambroseasque aromatas nectareo odore flagrantes, et exuberantes

diuersas paradisi deliciarum amenitates.

El diverso carácter de ambos opúsculos explica las diferencias. La visión de

Baldario se demora y entretiene con los pormenores que dan al lugar un aspecto abi-

garrado y con la ponderación de los matices que colaboran al brillo sin igual del

paraje. En cambio, la segunda versión del tópico ni siquiera es una revelación, sino

que se inscribe en una descripción más amplia y reglamentaria del más allá, en la

que la amenidad del paraje ve reducida su importancia a la de un componente más. De

ahí su aspecto más denso y concentrado. Sin embargo, no solo los componentes son

idénticos (bosques, hierbas y flores), sino que los conceptos y, por tanto, el vo-

cabulario se repiten: uenustas, uerno, paradisi deliciae, diuersitas, perspicuitas,

fecunditas, uirus. En ocasiones, se aprecia una variación formal mínima que modifica

las relaciones sintagmáticas y descubre la maestría y el dominio del lenguaje liter-

ario de los que hace gala a menudo Valerio. Véanse, por ejemplo, los siguientes sin-

tagmas: ambroseasque aromatas nectareo odore flagrantes y nectareo flamine aromati-

zans ambroseus odor. Apenas hay cambios léxicos y, sin embargo, los sintagmas han

variado sensiblemente en cuanto al significado porque las dos sensaciones olfativas

nucleares han intercambiado entre sí modificadores y sentido de la rección.

224

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Por otra parte, en un pasaje autobiográfico (Repl. 16) nuevamente se recurre

al estereotipo del lugar ameno. La descripción de la finca donde vivía Valerio con

su sobrino Juan y el esclavo de éste, Evagrio, responde a la imagen académica del

hortus conclusus, mezcla de fertilidad y utilidad, de productividad y de adorno, que

ya pintaban los clásicos desde el homérico jardín de los feacios. Las mejoras del

entorno medioambiental que favoreció la actuación humana convierten el yermo en un

vergel. En esta versión, la más extensa del tópico debida a Valerio, se enumeran, en

torno a una corriente de agua, árboles, arbustos de variado género y especie que

alivian con su frescor y aroma el calor estival. El panorama floral, aunque expre-

samente multicolor y variado, queda reducido en su expresión verbal a la recurrente

pareja de lirios y rosas. De manera distinta, pero respondiendo al mismo concepto,

Máximo retrata un jardín abigarrado de flores, sin embargo solo se detalla el ante-

dicho binomio de rosas y lirios. Es posible que esta nueva coincidencia no sea in-

significante a la hora de confirmar la preexistencia de un repertorio de lugares

comunes que reaparecen en cualquier circunstancia pertinente; después, dignificado

por el uso, adquiere categoría de realidad literaria como vulgata paradigmática que

certifica las visiones de paraísos, incluidos los extraterrestres.

Nuestro autor recurre al tópico del locus amoenus en dos circuntancias tan re-

motas como la pintura de un paraíso utópico de gozo eterno y la descripción del

huerto ajardinado en el que el propio Valerio, Juan y Evagrio sembraban su parco

alimento. Tal falta de discriminación en el uso del lugar común conduce, al menos, a

dos conclusiones. La primera resulta ya flagrante: la existencia de un catálogo de

recursos temáticos e incluso formales de los que se abastecían indefectiblemente los

hagiógrafos medievales siempre que un motivo justificaba mínimamente la presencia de

uno de ellos. Pero, por otro lado, teniendo en cuenta que es frecuente la interpre-

tación de la vida monacal como una aproximación propedéutica a la vida total y, por

tanto, del monasterio como último peldaño terrenal antes de la perfección eterna del

otro mundo, cabe considerar la hipótesis de que el genio literario de Valerio nos

proponga extender la alegoría metafísica: el jardín monástico ha de ser la imagen

material y mundana de ese paraíso de delicias que no podremos nunca alcanzar con la

imaginación ni expresar en lenguaje humano, sino solamente disfrutar con la potencia

225

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del alma. De ahí que necesariamente haga uso del locus amoenus no gratuitamente,

sino impulsado por una exigencia espiritual. En consecuencia, una realidad soñada da

origen a un tópico literario pagano que se convierte, en primer lugar, en paradigma

de la representación doctrinal del ultramundo cristiano; éste, a su vez, por el

prestigio dogmático y la autoridad moral del imaginario religioso, adquiere el rango

de arquetipo para todas las obras literarias del universo cristiano y su fórmula se

repite ejemplarmente durante siglos; finalmente, el patrón libresco determina la re-

alidad extraliteraria hasta imponerla en sus manifestaciones materiales. De manera

que el estereotipo del locus amoenus llega a ser representación propia y exclusiva

de cualquier hermoso paisaje ficticio o real, a condición de que se circunscriba al

ámbito cultural y literario cristiano dominante en el milenio medieval. En él en-

cuentra justificaciones teóricas: presentación de una cosmovisión escatológica

atractiva y, probablemente, anhelada por los fieles; estimulación moral (valor edi-

ficante inherente) a practicar en este mundo una vida semejante a aquella magnífica

a que se aspira -dentro de lo cual se incluiría el objetivo de conseguir un paraíso

terrestre semejante, en la medida de lo posible, al hortus conclusus celeste-; y,

por último, insistencia en que la vida retirada del mundo debe restringirse al cul-

tivo de la tierra que asegure el alimento y al recogimiento espiritual, más fácil,

quizá, en un jardín que prefigura la gloria. En definitiva, Valerio parece querer

transmitir a sus lectores bercianos la idea de que el jardín monástico debe ser una

prefiguración del paraíso, como el cenobio pretende serlo de la feliz convivencia,

desprendida de lo material, en las mansiones celestiales.

Más adelante, en el centro de aquel paraíso (en donde la visión de Baldario

ubica el trono de la divinidad) Máximo contempla un río de extraordinaria transpar-

encia que discurre por un cauce de arena plateada. Parece una versión amplificada

del cuadro pintado por Agusto (VSPE, I, 90):

…peruenimus in medio eiusdem paradisi, ubi mire pulcritudinis almificus decurrebat riuus, in

quo uenustissimi candoris aqua super argentea relucebat harena.

El recurso del locus amoenus, de linaje claramente grecolatino y de estirpe virgili-

226

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ana para nuestro tema, tiene el pretexto y la autoridad del Evangelio. Tras la de-

scripción de los edificios impresionantes en belleza y fulgor de la Jerusalén ce-

leste, se habla de la existencia de un río de brillos cristalinos y del frondosísimo

árbol de la vida, justo donde el trono de Dios y el Cordero serán adorados por sus

siervos 219. Es posible que éste sea el punto de partida teológico y argumental

para la inserción de un tópico independiente y de amplia presencia en la literatura

clásica. Pero la línea directa que une el relato de Máximo con el fondo cultural

común, con esa especie de vulgata del trasmundo, parece trazada por la educación pa-

gana, si atendemos a un minúsculo detalle léxico. El agua de este río brilla como el

cristal, tanto en la expresión evangélica como en la pagana. Pero, mientras la

primera, aun en la traducción latina, utiliza el vocablo helénico (λαµπρον ως κρυσ−

ταλλον, splendidum tamquam crystallum), nuestros autores eligen siempre la deriva-

ción de la uitrea unda de Virgilio 220 (via Prudencio).

Hay otros dos factores que alimentan la presencia substratística de la educa-

ción clásica pagana: primero, los habitantes del trasmundo son felices animae, almas

dichosas, y, luego, ciertas referencias lejanas del infierno. Quienes alcanzan el

paraíso perpetuo de la infinita primavera que prevén los visionarios gozan de una

eterna juventud: in quibus omnes prima iubentutis uernante etate… (De sap. 9). Como

en Virgilio, estas notas acerca de los bienaventurados suceden a la pintura del más

allá y al locus amoenus. A partir de este punto, Valerio se aproxima más a las esce-

nas apocalípticas del Juicio Final, que también habían sido explotadas por el autor

de las VSPE. El profeta evangélico avanza, precedido por el ángel, hasta el trono

que preside el otro mundo. De igual manera que antes lo había hecho Agusto, Baldario

-cuya visión es una revelación anticipada del juicio- llega hasta el trono de glo-

ria, flanqueado por un consejo de ancianos (caterua seniorum), circundados por una 219 Ap. XXII, 1-3: fluvium aquae vitae y lignum vitae.

220 Ap. XXI, 2 y Aen. VII, 759, respectivamente. Pero hay otro tipo de concomitancias provenientes de la analogía en las herencias culturales de las que derivan los textos en cuestión. Las aguas del río que discurre por el locus amoenus son cristalinas por razones obvias. Este motivo adquiere autonomía muy pronto. Lo encontramos ya en la Eneida (VII, 759): uitrea unda. Idéntico, alterado ligeramente por una enálage, lo hallamos también en un admirador acérrimo del poeta mantuano, Prudencio: circumstans uitreis unda liquoribus (Cat. V, 67; VIII, 47). El anónimo autor de las VSPE nos describe un río de agua cristalina: uitrea aqua (I, 91: aqua uitreique coloris). Y Valerio hace suyo el motivo, alejándose del tópico, que tampoco aparece en Berceo. Pero, una vez más, hay ejemplos de su difusión por todos los géneros literarios. Pablo Diácono, poeta galocristiano del siglo VIII, recupera la uitrea unda de la tradición clásica (Lit. lat. med. I, p. 106-107, v. 13). En este punto, la herencia apocalíptica interpreta el tópico al margen -no en pensamiento, sino en cuanto a disposición y léxico- de la pauta virgiliana: fluuium… …splendidum tamquam crys-tallum (XXII, 1).

227

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multitud incontable (innumerabile multitudine circunstante) de almas ataviadas con

blancas vestimentas (innumerabilium candidatorum; Ba.). Hasta que es transportado a

presencia de Dios. Éste resplandece refulgente (De sap. 9). Por paralelismo reflejo,

Bonelo, en su visión de los abismos, llega hasta la presencia del juez infernal. El

ingreso significa la culminación de un proceso iniciático sapiencial: electos Dei

ueram sapientiam ueraciter possidentes (De sap. 10). Hay, como en todos los demás

ascensos, una recepción a cargo de las cofradías angélicas. Una vez transformadas

(De sap. 9), las ánimas pasan a formar parte de las cohortes celestes, cuyos rostros

resplandecen más que el sol naciente a causa de la virtud y cuyas vestiduras son más

blancas que la nieve (nibeo brillanti candore induti stolis; De sap. 8). Aunque pre-

senta reminiscencias del descensus virgiliano, la escena sigue fielmente las premi-

sas del Apocalipsis. Los símbolos inconfundibles de su excelsa condición, concedidos

por la misma divinidad, son la palma, que representa la virtud, las coronas inmarce-

sibles y las ropas talares, señal de la vida eterna (De sap. 4). Palmas y coronas

indican que en el trasmundo han alcanzado la gloria de los mártires (De sap. 7),

como ya se ha comentado. Allí, agrupados en incomparables coros cantan alegres la

gloria de Dios (De sap. 9).

Precisamente, la distribución del más allá en comarcas es otra de las heren-

cias clásicas. Se aprecia, sobre todo, en la excursión de Máximo, de una forma im-

plícita, tácita: tres seres angélicos, que personifican la institución monástica (a

la que pertenece el viajero visionario), le muestran el camino de regreso a la

tierra. Se trata de un copista y de un lector (trabajos relacionados con la edición

de textos, como el desempeñado por Máximo), obedientes ambos al abad, que ostenta su

mayor dignidad en el báculo que porta. Tal compartimentación halla soporte teológico

en textos del Apocalipsis que hablan de la existencia de maravillosas cámaras indi-

viduales -semejantes al artificioso palacio que describe Bonelo- donde hallará

aposento cada uno de los bienaventurados. A Máximo le corresponde, pues, un lugar

entre multitudes de congéneres, en la mansión celeste de los monjes. Sin embargo,

Valerio, obviamente, era conocedor y compartía la imagen común de un ultramundo co-

marcalizado, deudor del clásico, en general, y del virgiliano, en particular. Así lo

demuestra en otros escritos suyos. Por ejemplo, Egeria será recibida en el reino de

228

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los cielos (designado, no sólamente aquí, con el término pagano de ‘paraíso de

delicias’), por María y el séquito de vírgenes: consortium sanctarum uirginum

(Egeria 4), que acompaña a la Reina del cielo (Egeria 5); los mártires y su moderna

encarnación -los monjes- se asocian a los ejércitos de ángeles (De sap. 5 y 7) y

otros grupos análogos de seres beatíficos.

Sin embargo, aun compartiendo algunos elementos básicos, hay, entre las tres

visiones escatológicas que ofrece Valerio, diferencias evidentes que pueden ser

atribuidas a varios factores. Aunque las tres describen un trasmundo dicotómico, se

aprecia una diferencia singular en el relato de Máximo. Baldario y Bonelo apenas de-

sarrollan los lugares comunes del paraíso, subrayando, en cambio, el mundo triste,

denso y lúgubre que amenaza a los injustos. Téngase en cuenta el móvil edificante

que impregna toda la obra de Valerio y que siempre encuentra mejor acomodo en la in-

timidación punitiva que en la persuasión y en la propuesta emuladora de modelos

positivos. Por eso, Bonelo explica pormenorizadamente su terrorífico hundimiento en

el abismo de los injustos y Baldario prefiere una disposición contrastiva, próxima a

la del Juicio Final, de manera semejante, por ejemplo, a la que concibe el ilustra-

dor del Beato de San Andrés de Arroyo. En estas visiones, las huellas de la herencia

clásica son mucho más borrosas y están eclipsadas por la presencia manifiesta de la

escena apocalíptica: trono divino flanqueado por otras potestades en riguroso orden

jerárquico, palacios construidos con preciosos materiales abigarrados, ágape celes-

tial…

En cambio, Máximo ciñe su relato a las coordenadas de la tradición pagana. In-

cluso repite, a su modo, la estructura virgiliana: desde un punto del camino,

percibe los terribles quejidos de los castigados a perpetuidad y siente un olor nau-

seabundo, fétido. Aunque la fraseología es bíblica (ululatum, gemitum, lamentum et

luctum atque stridorem dentium; cf. De sap. 8), planea por sobre ella el dibujo

escénico de Virgilio.

Las denominaciones que recibe el lugar anhelado por los uiri sancti se reducen

básicamente a dos que ponderan lo maravilloso. Por un lado, el placer, la fascina-

ción, el deleite, el gozo propios del ocio y del esparcimiento jubiloso ininter-

rumpidos. Es el paradisus deliciarum. Por otro, se destaca la belleza, la gracia y

229

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el encanto del paraje: el paradisus amoenitatis. En consecuencia, es la residencia

del bienestar emocional, un mundo de placeres espirituales, de felicidad anímica, y,

al mismo tiempo, una fiesta para los sentidos. Naturalmente, esta segunda condición

resulta de la necesidad de trasladar a parámetros físicos y a los esquemas del

tópico literario la felicidad inconmensurable del alma descrita en el paradisus de-

liciarum. Porque no cabe duda de que en el más allá no rigen los criterios sensoria-

les, sino los mentales, los mismos a los que se atiene el espíritu desprendido de la

carne en los momentos de la muerte y el sueño. Esta idea se mantiene invariablemente

en los presupuestos teóricos de la teoría medieval sobre el más allá y la transmi-

gración.

En una ocasión, Máximo nos habla del paradisus sydereus, con lo que hace ref-

erencia a su ubicación cósmica, ultraterrena, además de connotar un mundo estelar,

astral, brillante y resplandeciente. Sin embargo, la otra denominación frecuente,

regnum caelorum, incluye las anteriores y amplía el concepto con nuevos elementos

ahora sagrados: los seres angélicos, la vida eterna y la remuneración de los justos.

Por tanto, el paraíso celestial es un estado de ánimo gozoso que comparten quienes

obraron conforme al derecho divino:

Denique regnum caelorum, et paradisum deliciarum, consortium angelorum, uitam

aeternam, et retributionem iustorum non ignorant. (De sap. 7)

La jerarquía trasmundana de Valerio es una derivación de la apocalíptica. Por

encima de todos los estamentos preside la divinidad. A continuación, residen los

apóstoles y luego monjes, eremitas y ascetas, uiri sancti distinguidos por la forma

de participar en el martirio, en el testimonio de la fe cristiana 221. Debe tenerse

en cuenta que la obra en la que se hace esta ordenación, De uana saeculi sapientia,

que no es una obra revelada, tiene por objetivo ensalzar la actitud de los que de-221 Un siglo después, un poema anónimo (Lír. lat. med. II, ps. 304-309) resume el panorama de la Jerusalén celeste.

Aparte de comprender otros elementos circunstanciales (la ciudad amurallada, la entonación de cánticos, las coronas áureas, los tro-nos, las vestimentas albas, la intensa luz difuminada, el árbol de la vida, etc…), respeta el sistema jerárquico canónico en todas nuestras obras. En orden descendente, es el siguiente: la divinidad (Rex eternus), ángeles (cetus hominum angelorum), patriarcas (patriarche), apóstoles (numerus apostolorum), mártires (chorus martyrum), vírgenes (turmas virginum) y, finalmente, de manera ya indiscriminada, los justos (omnes iusti). Merecen mención especial las jóvenes doncellas a las que se reserva el gozo de la contem-plación del Esposo (puellarum cohors). Todas estas mesnadas conviven rigurosamente distribuidas en residencias amuralladas (multae mansiones amplis menibus).

230

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sprecian el mundo y no describir específicamente el orden jerárquico eterno. En todo

caso, recurre a los elementos y características ya consagradas por el Apocalipsis.

Este riguroso escalafón podría ser un trasunto divino idealizado de la realidad so-

cial protomedieval prefeudal. O bien un intento de justificar el orden social esta-

blecido según el modelo divino que se propone en estos opúsculos. Según tal inter-

pretación, la divinidad celeste, revestida de toda su majestad, sentada en el trono

de la gloria y rodeada de una multitud de ancianos y ejércitos de potestades, pre-

figura la relación de poder característica del feudalismo 222. Pero, dadas las

tempranas fechas (último tercio del siglo VII) y las características específicas de

los relatos revelados de Valerio, la corte celeste representa, más bien, la imagen

tópica del Juicio y no de una imagen del paraíso, lo que no obsta a una explicación

ideológica como la anteriormente expuesta.

Los habitantes del paraíso cristiano conservan la incorporeidad de sus prece-

dentes clásicos. Es una consecuencia lógica de la anulación de los sentidos que pre-

coniza la nueva moral. Los espíritus bienaventurados destacan por reflejar el brillo

de la intensa luz que irradia, desde su interior, la beatitud que reside en ellas.

El alma pura es templo del Espíritu Santo (Mon. 24-26). Hay, en todo ello, reminis-

cencias de la teoría estoica por la que el alma aspira a unirse con la divinidad;

como también de los conceptos de razón universal o lógos (con claras resonancias

neotestamentarias), que todo lo conforma, y de pneûma o fuego divino, del que nacen

los cuatro elementos. El fuego es, pues, manifestación de lo divino. Por su parte,

del neoplatonismo parece proceder la idea de que hay que desprenderse necesariamente

del cuerpo e ignorar los sentidos como fuente de percepciones erróneas que son. El

aparato doctrinal del pensamiento cristiano propicia la dependencia del ultramundo

pagano o la confluencia con él, habitado por felices animae cuyo extraordinario

brillo inunda el más allá con una refulgencia insólita. Para la mirada profundamente

moral del siglo VII, la fuente de luz son las virtudes practicadas, según comentario

explícito del autor a propósito del relato de Baldario. Así se formula también en un

texto apócrifo atribuido a Valerio:222 Cf. el artículo que aporta D. Pérez Sánchez a la monografía sobre Valerio editada por Helmantica: Udaondo 1997.

Aunque el estudio analiza el conjunto de la obra del monje bergidense y las relaciones entre el poder religioso y la realidad social, las conclusiones referentes al asunto que nos concierne consideran la corte celestial como representación ideal del orden social mundano (p. 182).

231

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…et sua luce admodum prefulgente cuncta inlustrat atque pingit. Hinc iam primo humilitas et

industria parcitatis, hinc continentiae pudor atque modestia, hinc laboris sollertia et spiritualis

prudentia, hunc denique omnium diuinorum copia praeparatur… (Mon. 30-34).

Es lógico, pues, que el cuerpo de Valerio centellee y resplandezca como el

fuego cuando es torturado por dos varones armados (Repl. 2). La mortificación de la

carne propicia la conducta virtuosa y ésta se manifiesta en el fulgor sobrenatural

del alma. Aplicando la ecuación anterior según la teoría del Uno dimanante, es nece-

sario deducir que el espíritu supremo, el que concentra en sí el grado más elevado

de virtud, irradia un haz de luz inefable. Y así es el espléndido personaje

beatífico de las falanges de Félix, cuyo rostro resplandece como el sol y cuya

blanca indumentaria brilla más que la nieve y denota el brillo de la pureza: cuius

uultu fulgebat ut sol; uestimenta eius splendidior nibe. Se trata del ser que, en

sueños, revela a la enferma Teodora el modo de sanar (Repl. 3). El nombre con el que

se le designa en este opúsculo autobiográfico de Valerio (uir splendidissimus) coin-

cide con el que recibe la deidad que preside el banquete de la visión de Agusto,

circunstancia que podría esgrimirse en favor de la relación de dependencia entre am-

bas obras defendida por algunos o, al menos, de la existencia de un substrato inter-

cultural común. De idéntica descripción se sirve el autor para presentar la impos-

tura del diablo fingiendo ser un ángel celestial: cuius uultus fulget sicut sol,

uestimenta illius super nibe candidior est (Repl. 6). Ya conocemos el gusto del Ber-

gidense por el estilo formular versátil, que, por su frecuencia, redunda en la

hipótesis de un fondo de expresiones y temas común, no solo propio del autor, sino

del género.

De modo que, cuando el alma transmigra, el esplendor se muestra con toda in-

tensidad, como el ángel o las palomas psicopompos de Máximo y Baldario, respectiva-

mente. Todo el más allá refulge de una manera que ningún ser humano podría compren-

der. Una vez más, ante la dificultad de transmitir lo inefable o quizás por la exi-

gencia de inscribir las visiones dentro de unos esquemas ya codificados genérica-

mente, Valerio aprovecha las propuestas de la doble tradición a la que se debe.

232

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Por poner un ejemplo, en lo que se refiere al campo semántico de la luz, del

brillo y del esplendor del más allá, se atiene a los modelos heredados. El más allá

es un reino de inconmensurable y resplandeciente gloria, según Valerio, aunque por

inspiración bíblica, como puede advertirse en el siguiente pasaje:

…prefulgens splendidior argento septies, et lux splendiflui, atque inmensi candoris radians

claritate perpetua, absque aliquo noctiuago fuscante lubrico permanebit in eternum. (de sap. 9)

Estas líneas recuerdan otras del Apocalipsis, que describen la nueva ciudad celeste.

El siete como valor de multiplicación, tan arraigado en la tradición semítica; la

idea de un único punto de luz radiante, inagotable, que no puede ser eclipsada, y

que dimana del trono divino; la ausencia absoluta y perpetua de oscuridad: todos son

elementos con parangón y precedente en el libro de la revelación cristiana 223. En

la visión de Baldario, el brillo y la luminosidad inéditos del paraíso proceden de

un inmenso e indescriptible disco solar que irradia una luz abrasadora; ésta es la

versión plástica capaz de transmitir una idea visual del fenómeno. Por otra parte,

no hay que descuidar las posibles analogías de este inconcebible y asombroso disco

solar con la esfera de fuego que acompaña a los seres beatíficos aparecidos en los

textos de las VSPE y de Sulpicio Severo ya aludidos.

Es natural que los magníficos materiales de la ciudad de los dichosos destel-

len de una manera imponente. Así, el pequeño edificio que cobijará a Bonelo está

construido con oro purísimo, piedras preciosas y gemas y perlas multicolores y cada

uno de sus habitáculos con un material no especificado, pero resplandeciente, reful-

gente y rutilante como el oro, las piedras preciosas y las perlas 224. Igualmente,

todos los componentes del locus amoenus emanan ese resplandor, desde la blancura de

los lirios y el variado cromatismo de las flores hasta la hermosura de sotos y 223 El rendimiento del número siete en la Biblia es amplio y conocido popularmente. Baste recordar, por utilizar

ejemplos del Apocalipsis, los siete ángeles, las siete copas o las siete plagas (passim, citadas resumidamente en XXI, 9). La gloria de Dios como fuente de una luz espléndida tiene expresión breve en XXI, 23. Por último, de la inexistencia de noche y de la no necesi-dad de fuentes artificiales de luz se nos da cuenta, entre otros, en XXII, 5. No son éstos los únicos casos en que Valerio echa mano de este caudal para la descripción del otro mundo. Con respecto a la importancia de los números simbólicos en Berceo, concretamente del número siete, véase Gimeno 1977, que subraya la influencia de esta cifra en la composición de la Vida de Santo Domingo de Si-los.

224 Recordemos la parecida condición de las ánimas que pueblan el más allá que conoce Fidel, el obispo emeritense (VSPE V, 12, 17-20).

233

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bosques y la blancura de la corriente que atraviesa el lugar sobre un lecho plateado

(M.). Valerio parece considerar que los moradores de tan inenarrable mundo no pueden

desdecir de él. Ya en la vida mortal, los que han de alcanzar la eternidad están to-

cados por el brillo excepcional de sus virtudes, como Baldario: gloriosis uirtutum

prodigiis perfectus emicuit. En otra pieza de la colección (Mon. 23-33), se hace un

breve inventario de las más importantes: humildad, sobriedad, pudor, modestia, es-

fuerzo y prudencia. Así pertrechado con estas riquezas otorgadas por el cielo, re-

fulge el espíritu con su propia luz, dimanación de la ultramundana. El autor se hace

eco de la teoría cosmológica cristiana que ya hemos conocido en Prudencio: el

Espíritu Santo infunde generosamente las gracias divinas en el alma, transformado

por la metáfora en templo inmaculado y leal y palacio de Dios: templum purum atque

sincerum, aula dominica. Por tanto, el alma del uir sanctus es una delegación del

paraíso ultramundano en la tierra y, por tanto, participa también de su esplendidez

y refulgencia 225.

Por último, hagamos una breve referencia a un aspecto menor, pero significa-

tivo para el seguimiento de la tradición literaria del otro mundo. Se trata de la

anagnórisis, que ya se trató a propósito de la visión de Agusto. Recuperando una

técnica clásica, muy desarrollada por Virgilio (incluso por autores griegos anteri-

ores a él, como Homero, o posteriores, como Luciano), Valerio se constituye en

puente de una tradición que recobra su vigor en la Baja Edad Media, como se podrá

demostrar en el Poema de Santa Oria. En su visita al infierno, Bonelo puede re-

conocer a una persona con la que tuvo cierta relación en el siglo. Se trata de un

mendigo cuyo testimonio salvará al vidente de la pena eterna, demostrándole en la

práctica el principio de justicia retributiva que impera en el otro mundo. En la vi-

sión de Oria, el reconocimiento de personajes próximos tiene un carácter honorífico

para los personajes que alcanzaron la gloria y ejemplar para el público oyente que

225 En época algo posterior a Valerio, el siglo VIII, Alcuino de York poetiza esta misma idea de la luz espiritual que ilu-mina el más allá y, por delegación, también los espíritus de los hombres justos:

Ille sol nos irradiet coruscus,Luce qui pulva fovet angelorum

Agmina sancta.Celitus lumen rutilum refundeEt fuga mentis tepide tenebrasSimus accensi ut face spiritalis

Vascula lucis. (Lír. lat. med. II, p. 296, vs. 22-28)

234

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seguramente los conocía y admitía sus méritos.

********************

La visión ultraterrena que nos ofrece Grimaldo tiene función terapéutica: en

el ambiente plácido del locus amoenus, el extraordinario personaje que allí habita

le revela al enfermo que su curación pasa por una visita al sepulcro de Domingo. La

descripción del lugar corresponde a una de las variantes del tópico: una planicie

inmensa y verde atravesada por un río de aguas transparentes que dejan ver el brillo

plateado del fondo; un tapiz de flores abigarrado embellece el panorama y divierte

la vista:

Et ecce campus magnus, planus, totus uiridis, diuersis floribus et rosis crispantibus adorna-

tus; et per medium campi, fluuius nimis lucidus; et aqua super argentea relucebat arena. Ad litus

uero fluuii stabat… (UD III, 39, 6-11)

Es, sin lugar a dudas, más que una expresión común de un lugar excepcional-

mente precioso, la residencia ultraterrena, como lo demuestra la presencia del per-

sonaje mágico y maravilloso con el que entabla conversación. Encontramos varios de

los elementos que constituyen la imagen de conjunto: el prado verde, el río trans-

parente y las flores, entre las que destacan, como en otras ocasiones, las rizadas

rosas. Adviértanse, sin que ello signifique dependencia directa, las similitudes de

este pasaje con los pertinentes de Valerio y las VSPE, entre los cuales ya se ha

propuesto una posible relación de filiación o fraternidad.

El principal personaje de la escena es un ser maravilloso, cuya denominación

tiene, para Grimaldo, uniformidad: uir quidam splendidissimus (UD II, 50, 5-7; III,

4, 10-11), uir in spledidissima specie (II, 24, 4-6). Mantiene Grimaldo, pues, el

término que aparece ya en las VSPE, aunque probablemente fuese un uso recurrente y

casi universal 226. La descripción casi formular de este personaje redunda en la te-

sis de un repertorio retórico constante. Le distingue no tanto su aspecto, del que 226 Baste como prueba de su uso en otras regiones de la Romania la referencia de Gregorio de Tours en su obra dedi-

cada a los milagros de su conciudadano Martín: Mir. Mart. 1, 6.

235

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sólo se dice que es maravilloso (quizá porque la mejor muestra de su inefabilidad se

manifiesta en que no puede ser descrito), cuanto los atributos que le otorgan digni-

dad. Su notable rasgo único es, precisamente, el que, en grado superlativo, indica

splendidus: el brillo y la refulgencia. Lo comparten todos los seres bienaventura-

dos, desde la propia representación del ser supremo hasta quienes son sus enviados:

por ejemplo, el arcángel Miguel que se aparece a la endemoniada de Peñas Albas (UD

III, 11, 18-21). Los ángeles, enviados divinos (UD I, 7, 46), comparten el patrimo-

nio sagrado de Cristo y su mismo destino: coheredes, consortes (UD I, 22, 76 y 83).

Los varones santos son como ángeles (consortem angelorum, UD I, 22, 92-93) y, por

tanto, también participan alícuotamente de la gloria: (sancti uiri) angelis Dei sunt

equales Iesuque Christi coheredes (I, 22, 76) 227.

Sin embargo, hay diferencia entre las potencias celestes y los humanos que han

alcanzado la gloria. Éstos, como manda la tradición clásica (pues no solo Virgilio,

también Homero, Aristófanes o Luciano la respetan) conservan el aspecto que tenían

antes de la muerte y la transmigración. En cambio, la divinidad llama la atención y

contrasta con el resto por su muy elevada estatura, juventud y belleza (cualidades

compartidas con los dioses paganos): …longissimus iuuenis pulcherrimus (III, 11, 18-

21). La necesidad de identificar a los personajes se resuelve con la perpetuación de

los rasgos físicos, aun en el mundo inmaterial. En consecuencia, Domingo es un ven-

erable anciano, bajo, calvo y cuya dignidad está representada en sus blancos cabel-

los. Las variaciones son mínimas: …quidam senex decorus, ueneranda facie, canicie

atque caluicie (II, 29, 22-24) y statura pusillus, ueneranda canitie et caluus (II,

50, 5-7; III, 11, 20-21 y III, 25, 11-12).

Como prescribe la tradición literaria, los habitantes del trasmundo se presen-

tan agrupados en cortejos. Así se desprende del poema inicial dedicado a Domingo

(supernis cuneis, 32) y del prólogo general de la obra (innumeros cuneos sanctorum,

10-11). Pero, incluso, se encuentra en la propia biografía del santo una visión que

pone en escena la afluencia de estas procesiones beatíficas. María, una peregrina

jacobea vasca enferma de fiebres cuartanas, cree ver, una noche que se hospeda en

227 En consonancia con su estilo habitual y con el mandamiento de la época, Grimaldo establece esta red de identi-dades con referencias intertextuales del Evangelio y de la liturgia. Véanse, por ejemplo, las siguientes: angelis…equales (Luc. 20, 36); Iesu…coheredes (Rom. 8, 17); consortem angelorum (Luc. 20, 36).

236

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Carrión, a la Virgen María, al arcángel Miguel, al apóstol Pedro y a una incalcula-

ble tropa de santos entre los que, aceptando el modelo precedente, es capaz de dis-

cernir a Domingo: innumerabilia agmina sanctorum (UD III, 25, 7-9). Ya se ha comen-

tado que la característica distintiva de las almas santas es la refulgencia 228.

Aparte de que sea un indicio de su extraordinaria peculiaridad, la causa inmediata

del brillo son los maravillosos atuendos que visten y sus correspondientes adornos.

Éstos son siempre de materiales preciosos, como los cinturones de brillo insólito

que ciñen los mensajeros divinos (UD I, 7, 35) y el báculo que porta Domingo o los

incensarios de las ánimas, también de oro (UD III, 25, 10 y 12). O las más frecuen-

tes coronas, correspondencia medieval y monástica de las que obtenían los mártires

protocristianos como compensación a su profesión de fe. Tres magníficas coronas de

oro esperan a Domingo, de tanto fulgor que oscurecen al santo (UD I, 24, 92-94); las

mismas tres, de maravillosa factura (adornada una con piedras preciosas) que le of-

recen los ángeles psicopompos (UD I, 7, 27-66). Siguen conservando estas prendas su

antiguo valor retributivo, como ya se anuncia en el poema (merito tribuente, 30-31).

Significan por sí mismas la vida perfecta: …coronam, hoc est, perpetuam uitam (prol.

36-37). El ejemplo de Domingo es bueno para confirmar que todavía tienen el valor de

remuneración o soldada. Al llegar al puente de vidrio, se le explica cuáles fueron

sus méritos: una corona por renunciar al mundo, otra por restaurar el templo de la

Virgen y por conservar su castidad y una tercera -la más preciosa, según se dice-

por la construcción del monasterio de Silos (I, 7, 50-63).

Hay que representar un mundo excepcional y para ello se recurre a los crite-

rios cismundanos, que, sin embargo, son los de este mundo corriente y mezquino. Con

todo, es un lugar de inefable belleza, en el que habitan las almas bienaventuradas

de cuantos existieron y no se entregaron a los encantos de la materia. Agrupados or-

denadamente en procesiones o comarcas inmensas, siempre se les puede reconocer por

un rasgo común que comparten. Recordemos que Inés y Eulalia cohabitan con un

sinnúmero de vírgenes adolescentes, que Agusto ocupa un lugar en la mansión de los

niños inocentes o que Máximo reside junto a otros compañeros monjes, incluso copis-

228 Afecta indiscriminadamente a todos los bienaventurados: a los ángeles psicopompos del alma de Domingo (I,7), al arcángel (II, 24) y al propio Domingo en sendas apariciones a varios cautivos (II, 21; II, 25) y a Martín de Hornazo (II, 29).

237

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tas como él. No debe extrañar, pues, que, en casi todas las apariciones o visiones,

Domingo porte el báculo propio de su condición abacial (UD II, 29, 22-24 y 39-41;

III, 11, 18-21) y él mismo se jacte de ser abad (UD III, 25, 14). Una vez, utiliza

el término uirga (UD III, 39, 10-11) para designar al bastón de mando. Este pasaje

puede ser interpretado como el eslabón hispánico que media entre la vara de Eneas y

el báculo de la hagiografía medieval. Además, Berceo designa con este término

(verga) a los vehículos en los que los ángeles psicopompos transportan las almas de

las vírgenes en el Poema de Santa Oria. Con lo cual, no solo se abre una vía para

explicar por qué recurre a un vocablo arcaizante y, en cierto modo, impropio, sino

también para identificar a esos ángeles con ánimas beatas de abades o monjes, quizá

los tutores de las vírgenes. En el caso de Domingo, en otros pasajes se añaden

atributos como el libro (UD III, 25, 13) o, incluso, el hábito monacal (UD II, 25,

23-24).

Junto con el brillo, la otra característica compartida por tradición por todos

los seres beatíficos es la blancura nívea. Por lo general, siempre afecta a la ves-

timenta y tiene su origen, ya se ha comentado, en la asociación universal del color

blanco con la pureza, tipificada para el cristianismo en el Apocalipsis, y en la

trascendencia literaria de ese color en la Antigüedad Clásica. El sintagma preferido

por Grimaldo es siempre uestibus albis indutus, que varía, lógicamente, con las con-

cordancias (UD I, 7, 35-36; III, 25, 10; 39, 10). No obstante, también se aplica

esta cualidad a otras entidades, siempre que tengan estrecha relación con la pureza

espiritual de la vida perfecta. Es blanco el diminuto animal que devuelve su aspecto

normal a Salvador de Fuentemejil (UD III, 40, 10-13). Evidentemente ese animalito es

una epifanía divina, como lo son también las dos palomas más blancas que la nieve

(duas columbas ad instar niuis; UD II, 40, 29) que se posan, respectivamente, sobre

el hombro y la cabeza y otorgan el habla a un mudo de nacimiento. Son ellas la ima-

gen más fiel de las almas puras con facultad para la transmigración, la continuación

de la pareja de palomas del poema épico latino, del aliento vital (del espíritu) que

emigra a la mansión celeste en el momento de la expiración, las que, siglo y medio

más tarde, guiarán el tránsito de Oria.

Por último, otros elementos circunstanciales de la visión ultramundana recur-

238

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ridos esporádicamente en la obra de Grimaldo son la breve conversación entre el

visitante y una instancia superior, generalmente la divinidad, y las frecuentes ex-

presiones de estupor, seguidas de la invitación a la confianza y al sosiego. La con-

versación reveladora tiene lugar entre Domingo y los dos enviados divinos, quienes

le descubren su misión y le pronostican su futura dicha (UD I, 7, 27-66), al mismo

tiempo que calman su miedo. El mismo que domina a todos los que asisten a sucesos

extraordinarios y paranormales: por ejemplo, sendos cautivos a los que se aparece

Domingo (UD II, 21, 23-26; 25, 22-24) o la mujer endemoniada a la que se aparece San

Miguel (UD II, 24, 4-6).

********************

En Berceo, la descripción del lugar ameno, tanto de aquél en el que se solazan

las cuatro vírgenes antes de penetrar en el más allá como del que circunda el monte

Olivete de la segunda visión, sigue las pautas previstas y tipificadas por siglos de

tradición: árbol frondoso y variadamente florido, rodeado de una umbrosa y templada

pradera; tal ambiente da lugar a sensaciones placenteras:

Vidieron un buen árbol, cimas bien conpassadas,

que de diversas flores estavan bien pobladas.

Verde era el ramo, de foias bien cargado,

fazié sombra sabrosa e logar muy temprado.

Tenié redor el tronco marabilloso prado:

más valié esso sólo que un rico regnado.

Estas quatro donzellas ligeras más que biento,

obieron con est’ árbol plazer e pagamiento.

Subieron en él todas, todas de buen taliento,

abién en él folgura, en él grant complimiento. (SOria 43c-47)

De la disponibilidad de este recurso habla la frecuencia con que se hace uso de él

239

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en la literatura medieval, recordando que todos los autores que nos atañen lo utili-

zan. Berceo lo desarrolla más extensamente en otro lugar donde interpreta alegórica-

mente cada uno de sus componentes 229.

La visita al más allá es causa de gozo. No solo para el alma dichosa que ac-

cede al paraíso (SOria 126, 131), sino también para las cofradías de almas beatífi-

cas que la reciben: alegrósse con ellas la cort’ que y morava (SOria 51b). Tales

acontecimientos no son frecuentes, lo cual reincide en lo selecto de las cualidades

que adornan a los visionarios, sobre todo si, como en el caso de Oria, son sólidas e

inquebrantables. La joven monja riojana conservaba íntegra la pureza de su alma,

como diría Leandro. Por eso, al llegar a su morada, la de los inocentes, es recibida

por el coro de vírgenes con alegría placentera y paz (SOria 67):

Salieron reçivirla con responsos doblados,

fueron a abraçarla con los braços alçados.

Tenién con esta novia los cueres bien pagados,

non fizieran tal gozo años avié passados. (SOria 64)

En la segunda visión la del monte Olivete, la reciben, de nuevo con dicha

inusitada, los entes beatíficos, dispuestos a vestirla y calzarla con dignidad

(SOria 142). Hasta María se congratula con ella y le honra con su visita a la celda.

Ésta se ilumina con un fulgor nunca visto, por la presencia de dignidad ultramundana

229 Milagros 2-46. A propósito de las representaciones berceanas de este tópico y su opuesto, el del locus eremus, Ynduráin 1976 (ps. 58-59) considera que se trata de “fórmulas aprendidas”, no “observadas directamente”, visiones esquemáticas de la realidad con función alegórica. Tales observaciones, muy acertadas a pesar de su aparente obviedad, redundan en la idea de la pervivencia de un fondo común de recursos mostrencos.

240

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tan grande (SOria 129) 230.

Se trata casi siempre de una recepción universal en la que todas la almas di-

chosas, sin excepción, acuden alegres: ángeles, confesores, patriarcas y profetas,

apóstoles, mártires, vírgenes y, por último, las más altas instancias: la Virgen y

Dios. La descripción que hace el poeta quiere semejar una gran fiesta en la que las

almas, agrupadas en procesiones y coros uniformes según la condición, visten las me-

jores galas y entonan maravillosos cánticos de bienvenida en honor del recién lle-

gado. Este esquema utilizado en el viaje escatológico de Oria se repite sin varia-

ción en otras ocasiones: en la transmigración de Millán (SMil. 302-308), en la de

Domingo (SDom. 524-525) y en la visión de éste (SDom. 236-237). En todos estos ejem-

plos, cada cofradía porta los atributos que la identifican o que representan su dig-

nidad. Éstos son, casi exclusivamente, los preciosos atuendos que visten y las coro-

nas que premian la lealtad: si fuéremos a Dios leales, derecheros, ganaremos corona

que val más que dineros (SDom. 245). Idénticos atributos caracterizan a los persona-

jes trasmundanos aparecidos por ejemplo en los milagros de Domingo (SDom. 681-683,

708-711). En el caso de que el alma aparecida pertenezca a quien en vida tuvo digni-

dad clerical, a los antedichos signos se suma el bordón sobre el que portan unos án-

geles antropomorfos las almas del cortejo virginal que acompaña a Oria. Igualmente,

la figura humana con aspecto de monje que se aparece a Pedro de Lantada ostenta un

báculo (SDom. 708). De modo que Berceo continúa sirviéndose de las asociaciones

simbólicas que utilizó la hagiografía precedente.

Igual que las felices animae de la tradición latina (tanto pagana como cristi-

230 El elemento ígneo no tiene su origen en Isidoro, como sugiere Patch 1983 (ps. 152-155), ya que también está pre-sente en Sulpicio Severo, aunque el cronista galo no haga referencia al paraíso: un grupo selecto de asistentes a la bendición ritual del altar por parte de Martín ve un globo ígneo que nace de la cabeza del insigne obispo. Quizá la corona que adorna la cabeza de los felices participantes de la gloria, la aureola, es la mínima participación de la gran bola de fuego celeste. Agustín imagina simbólica-mente a la divinidad infundiendo sobre los espíritus de los hombres una sed inextinguible de dicha y de verdad; igual que el sol nos permite ver las cosas gracias a la luz que emana, a través de Dios el hombre puede comprender la esencia de las cosas. Ya en el si-glo VII, un ciudadano de Mérida que pasa -como Oria- una noche fuera de la muralla contempla maravillado una gran bola de fuego. Ésta resulta ser una gran congregación de santos, en procesión por los templos emeritenses, entre los que se encuentra el obispo Fi-del. Esta imagen -que se deriva, en último término, de la filosofía neoplatónica- fue utilizada también por la mística cristiana antigua y por la patrística, desde la que se difunde a la doctrina institucional de la Iglesia. Como la luz sale del sol, la sabiduría divina sale de Dios, pero no se separa de él. Por tanto, el fuego caracteriza a todos aquellos que participan del conocimiento divino y tanto mayor es aquél cuantos más son los seres que participan de él, dando lugar a una serie descendente y jerarquizada: los individuos, en su menor expresión -la corona o aureola-; las cofradías que se acercan a la tierra, bajo la especie de bolas de fuego; y las enormes llamaradas que circundan el más allá como máxima concentración de beatitud imaginable. Por supuesto, desde la perspectiva cristi-ana, el conocimiento que emana de la divinidad está por encima del racional que pueden expresar los conceptos humanos y, obvia-mente, lo trasciende. El cristiano persigue la esencia de Dios, a la que sólo puede acceder por el conocimiento místico, el que repre-senta el fuego.

241

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ana), que entretienen su ocio interminable con fiestas, banquetes y diversiones de

todo tipo, los habitantes del monte Olivete se recrean con las delicias del lugar

(SOria 141)2 3 1 . La acumulación de percepciones sensoriales intensas y variadas vu-

elve a recordar pasajes ya conocidos de Virgilio, de la visión de Agusto y de Va-

lerio: la frescura de las sombras; el verdor de la fronda, los frutos de los árboles

que tientan tanto a la vista como al gusto; el sosiego y el placer de unos campos

ilimitados y fértiles; el variopinto colorido de las flores con sus diversos aromas

y fragancias. He aquí los versos:

A Mont’ Olivet’ fui en visïón levada:

vidi y tales cosas por que só muy pagada.

Vidi y logar bueno, sobra buen arbolado,

el fructo de los árboles non sería preçiado,

de campos grant amchura, de flores grant mercado,

guarrié la su olor a omne entecado. (SOria 154c-155)

Esta visión, aun siendo de extensión más breve que la primera, reclama interés

por sí misma, ya que, en la línea que marca Virgilio en la heroscopia, integra en el

locus amoenus natural la representación de un mundo ideal, placentero, sabroso, que

no conoce los males, habitado por unos seres venturosos y felices (SOria 156-157b)2 3 2

. Los habitantes de tan hermoso lugar la reciben con maravillosos cánticos. El gozo

de la visión supera todas las expectativas (SOria 157cd). Es una eterna fiesta

grande (SOria 191) en la que se participa del alimento divino. Quizá pueda verse en

231 Lappin (p. 191) estudia someramente la relación de esta versión del locus amoenus con otras del propio Berceo y rastrea referencias bíblicas (veterotestamentarias como Ezequiel y neotestamentarias como el Apocalipsis) para concluir que, a pesar de sus variaciones, responden a un propósito alegórico común, aceptando implícitamente la existencia de un sustrato básico que se adecúa a los objetivos pertinentes en cada caso.

232 No en todos los casos se interpreta esta descripción del locus amoenus en clave trascendente. Lappin (p. 189), en referencia a todo el pasaje (SOria 139-159), sugiere una interpretación inmanente ‘en clave eremítica’: Oria no tiene sus pensamien-tos en el Paraíso de los Bienaventurados, sino que alude a la situación espacial concreta de los cenobios emilianenses. La oposición entre el antiguo y el nuevo monasterio, entre Suso y Yuso, arriba y abajo, era también ideológica. El de Yuso abandona la vida er-emítica del de Suso, sin embargo Oria sige ganándose su recompensa cumpliendo los hábitos de antaño en el rigor de las alturas del monte.

No obstante, a pesar de sugerir tal hipótesis, el propio Lappin (p. 190) hace otra propuesta: relaciona este monte de los Oli-vos no solo con la Pasión de Cristo, por supuesto, sino también con la Asunción de la Virgen y con aquél al que tres palomas trans-portan a Baldario y recupera una Adsumpcio Virginis del monasterio silense en la que se identifica el monte de los Olivos, evocado en esta visión por Oria, con el paraíso terrenal.

242

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ello un indicio más de la fusión entre las culturas pagana y cristiana, puesto que

Berceo invierte sólo un hemistiquio para lo que eran escenas en Virgilio y en las

VSPE (la rememoración del banquete celestial bíblico). En torno al uir splendidis-

simus de la visión de Agusto se sientan pueri innumerabiles, muchachos jóvenes como

el emeritense. A propósito de esto, en la respuesta que da a su madre, el espectro

de Oria describe el más allá como un magnífico banquete eterno en el que los bi-

enaventurados toman el cevo espirital, el cuerpo de don Christo (SOria 191c-d).

Las mártires visten unánimemente ropas singulares por su espectacular brillo:

todas eran eguales, de un color bestidas,… luzién como estrellas, tant eran de bel-

lidas (29b y d). Completan el atuendo las aureolas (SOria 30a) que coronan a los

seres angélicos, premiando al mismo tiempo la lealtad probada (SDom. 245) y el mar-

tirio:

“Todos éstos son mártires, unas nobles personas;

dexáronse matar a colpes de azconas,

Jesu Christo por ende diolis ricas coronas.” (SOria 81b-d)

En este aspecto, se continúa la convención por la cual el más allá es un mundo

de brillo fulgurante y blancura inimaginable, cualidades que se aplican indistinta-

mente al marco ambiental, a los ropajes y, en general, a todos los objetos relacio-

nados con el ultramundo. Atuendos de tan inconmensurable belleza corresponden a to-

dos los seres angélicos que, como ellas (SOria 33a, 37d), cumplen una misión divina.

Hay una estrecha relación entre la cíclade nívea de Fidel y los blancos ciclatones

de los personajes berceanos (SOria 143b; SDom. 232a). Así, el alma de García se

aparece acompañado de tres personas de unánime parecer y ataviadas con maravilloso

uniforme blanco, como todos los seres angélicos (SOria 168). Antes, la aparición de

la Virgen ha sido anunciada por tres doncellas vestidas de un blanco inédito, con

ricas ropas y de condiciones espirituales extraordinarias. No cabe duda de que estos

elementos pertenecen a la comunidad de conocimientos latentes, no exclusivos de los

literatos, aunque sí llegados hasta nosotros fundamentalmente a través de ellos. He

aquí, por ejemplo, la descripción del séquito de la Virgen, cuyas características

243

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son extrapolables a cualquier alma dichosa de Berceo o a cualquier otro personaje

análogo de los relatos medievales de visiones:

Vido venir tres vírgines todas de una guisa;

todas venién vestidas de una blanca frisa.

Nunca tan blanca vido nin toca nin camisa.

Nunca tal cosa ovo nin Genüa nin Pisa.

Todas eran iguales de una calidat,

de una captenençia e de una edat;

ninguna a las otras non vençié de bondat.

Trayén en todas cosas todas tres igualdat.

Trayén estas tres vírgines una noble lechiga,

con adobos reales non pobres, nin mendiga. (SOria 118-120b)

Una vez traspasado el umbral, gracias a los tres varones angélicos de los

báculos mágicos, Oria contempla multitudes de almas reunidas por mesnadas, cofradías

o conventos, según términos de Berceo (SOria 69, 110 y 126, respectivamente). Ya

había precedente en las columnas (agmina) virgilianas, que se describen también en

algunos pasajes de las VSPE o de la visión de Baldario, pero se aproximan a la mul-

titudo sanctorum de las mismas obras cristianas. Son también virgilianos la estruc-

tura dramática por la que las guías describen el lugar o los habitantes a instancias

del recién llegado, la evolución de la escena (unas veces ven venir cohortes de po-

testades, otras son los visitantes quienes avanzan y descubren en su camino las dif-

erentes comarcas celestes) y el reconocimiento, en las diferentes mansiones, de las

almas de personas tratadas en la vida terrenal por la protagonista o ilustres por

sus méritos. Por supuesto predominan las descripciones brillantes y la riqueza de

adornos y el recorrido sigue una vía ascendente, de acuerdo con una estructura pira-

midal cuya cúspide está ocupada por Dios y en la que las diversas potestades ocupan

un puesto acorde con su dignidad. Canónigos, obispos y vírgenes forman la base desde

la cual Oria divisa, más arriba, las almas de los mártires y, por encima de éstos y

244

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por debajo de Dios, a los apóstoles. En las otras dos transmigraciones que se narran

en las obras de Berceo, se repite el esquema ascendente. Las almas de Millán y Do-

mingo progresan contemplando las multitudinarias procesiones que se encuentran a su

paso hasta llegar a la cofradía o comarca que les corresponde habitar eternamente.

La recepción inicial corre a cargo, como siempre, de los ángeles. Después encuentran

santos (denominación genérica para todos los bienaventurados), confesores, patriar-

cas, profetas, apóstoles, mártires y vírgenes. Y finalmente la Virgen y Dios culmi-

nan esta jerarquía. Todos ellos ocupan su tiempo, como las felices animae de Virgi-

lio, en cánticos gozosos y todos ellos hacen ostentación de su condición gloriosa

con los hábitos blancos y coronas que los adornan (SMil. 302-308). La distribución

comarcal del ultramundo que conoce Domingo es semejante. Las variaciones afectan a

la omisión de los profetas y a la alteración de la residencia de los confesores.

Esta segunda variación se debe al afán del autor por destacar la posición de los

confesores, grupo al que pertenece el protagonista. En la nueva distribución, Do-

mingo ocupa, con sus homólogos confesores, una posición de privilegio, solamente por

detrás de las almas predilectas de las vírgenes y de las de Benito y Millán, que

fueron modelo y precedente del Silense. Tales privilegios obedecen, obviamente, a

los intereses literarios concretos de cada obra, de igual manera que la relación de

Oria pretende apreciar, cotizar o dar relevancia a los valores representados por la

reclusa. En De los signos que aparecerán antes del juicio, una descripción -doc-

trinal, no visionaria- del más allá contempla también el principio de la comparti-

mentación, aunque sometido a los temas específicos de la obra 233. En consecuencia,

como en tantas otras ocasiones, da la impresión de que Berceo procura ser original

con material de procedencia ajena, prestado, pero asumido como propio.

Por otra parte, en lo que se refiere concretamente al Poema de Santa Oria, en-

tre los canónigos y monjes que el alma de la joven reconoce cabe señalar la presen-

cia de Bartolomé y de Gómez de Mansilla, en su condición de autores de “pasiones”.

Desconocemos todo de estos personajes, pero su presencia en la relación certifica la

233 El autor del Alexandre comparte, como no podía ser menos, la imagen de una más allá comarcalizado que abarca también el infierno. Utiliza, incluso, términos idénticos: comarca (1241c, 2344a), convento (1246a) o cofradía (2378c). El contexto no es el de una visión, sino una descripción del paraíso celeste hecha por oposición a la del infierno: no existe la noción de tiempo, no se conoce el sufrimiento, es un lugar de inmarcesible belleza, luminoso, en el que los seres beatíficos contemplan la visión divina desde sendos tronos (2336-2338, 2445d, 2550ab).

245

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abundancia de hagiógrafos que, por otras vías, confirma la historiografía. La refer-

encia a Bartolomé y a Gómez insiste en la importancia de esta literatura en la época

y, además, subraya la afición de Oria a los relatos hagiográficos, tan reiterada 234

. En ello hay que interpretar una prueba más de la función edificante y paradig-

mática de estos relatos; el caso de Oria es presentado como digno de imitación: una

joven que se ganó un trono en la gloria por emular las vidas ejemplares que conoció

a través de los textos. Entre los obispos, ve a Gómez, quien fue asimismo abad de

San Millán desde 1307 a 1046, en que es nombrado obispo de Nájera y Calahorra hasta

que murió en 1067, poco antes que Oria. El motivo por el que es excluido de la glo-

ria tiene relación con la expulsión de Domingo de Silos del monasterio emilianense,

ordenada por él. En la misma cofradía episcopal, ve Oria a otros abades emilianenses

promovidos a obispos (García y Sancho). Parece que los tres participaron en la tra-

slación de los restos de Millán del monasterio de Suso al de Yuso en 1052. Por eso,

Oria los asocia y se extraña al notar la ausencia de Gómez 235.

No es de extrañar, pues, que se asimile a los abades con los obispos, puesto

que ambos eran peldaños pares en el escalafón jerárquico. Los abades (que podían ser

mitrados) representaban en los monasterios lo mismo que los obispos en las diócesis.

De manera semejante a la identificación entre abad y sacerdote, frecuente a partir

del siglo VII y perceptible en la obra de Valerio 236.

Más adelante, llegan a ver las procesiones de obispos, preciosamente ataviados

y portando sendos cálices y báculos, símbolo de su dignidad (SOria 61). Desde allí

llegan a la mansión de las vírgenes, donde le corresponderá residir por los siglos a

Oria. Ya no avanzan más. Alzando la vista, contemplan, en primer término, las hues-

tes de mártires, adornados con el color noble de la púrpura (vido grandes compannas,

234 Para más datos sobre el auge de la hagiobiografía en el siglo XI hispano, cf. Baños 1989 (p. 45-46). Sobre la ori-entación espiritual en que parece haberse embarcado el scriptorium emilianense a partir del siglo X, expresión libraria de la inquie-tud por nuevas formas ascéticas que existía en el entorno del monasterio, de la que es representante el mundo que nos revela la Vida de Santa Oria, pueden ser consultados Díaz y Díaz 1979 (1991) passim y Saugnieux 1981, ps. 165-166. Al menos dos de los redac-tores de vidas romanceadas por Berceo vivieron en ese siglo: Muño y Grimaldo. Ambos estuvieron muy ligados al monasterio de la Cogolla. Este Bartolomé es identificado nada menos que con el clérigo responsable del scriptorium albeldense a mediados del siglo XI (Díaz y Diaz 1979 (1991), p. 79; Lappin 142).

235 Ruiz Domínguez 1999, ps. 198-199.

236 Carozzi, p. 162.

246

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fermosa criazón, semeiavan vestidos todos de vermeión; SOria 80bc)2 3 7 y premiados

con coronas (SOria 81d). Las vírgenes le señalan, entre otros, a Lorenzo y a Vicente

levita, personajes que adquieren cierta importancia porque son citados por Berceo en

otros lugares: a la pasión del primero dedica un poema completo y el segundo rea-

parece en la Vida de Santo Domingo de Silos 238. La repetida alusión a Vicente cer-

tifica, una vez más, la importancia del pasionario hispánico y de la liturgia

mozárabe (aunque ya había sido suprimida y sustituida por el rito romano a finales

del siglo XI 239) en el ambiente cultural y en la formación de Berceo. Más allá,

residen los ermitaños; su propio padre, don García, entre ellos. El recurso de la

anagnórisis de personajes del entorno íntimo del protagonista es constante en la

literatura de visiones. Desde Virgilio (por no hablar de Homero o de Luciano), el

recién llegado se informa sobre las circunstancias de las respectivas muertes o so-

bre las condiciones de la vida de ultratumba mediante entrevistas con personajes que

conoció en vida. Ya antes de Berceo, Valerio se había servido de este expediente en

la visión de Bonelo.

En su mansión, la de las vírgenes, tienen lugar dos pasajes de impronta vir-

giliana. El primero cuando Oria, contemplando la procesión multitudinaria de doncel-

las, pregunta por la que fue su maestra en vida: Urraca (SOria 70-76) 240. Según

esto, Urraca desempeña la misma labor que la Túrtura de Leandro, preceptora y conse-

jera moral del cenobio en el que profesa Florentina. Oria llega incluso a percibir

la voz de Urraca en la lejanía, pero no alcanza a verla. En su trayecto conversa con

algunos personajes, pero le resulta imposible precisamente con su maestra. A efectos

237 Lappin habla de un código de colores simbólico en los hábitos de las procesiones que Oria ve: canónigos y vír-genes, de blanco; mártires, de rojo; y obispos, de colores (p. 143).

238 Aunque no se deba establecer ninguna relación de dependencia directa, señalamos, a título de curiosidad, que en VSPE (II, 90-94) hay también una alusión al protomártir Lorenzo. La breve referencia a Vicente se encuentra en SDom. 262a.

239 Justo por esa época -último tercio del siglo XI- tienen lugar los acontecimientos narrados por Berceo (las visio-nes del mas allá experimentadas por Oria) y la propia redacción de la fuente latina que el clérigo riojano dice romancear. Por tanto, no es solamente el ambiente cultural en que se hubo criado y formado Berceo el único factor de la importante presencia de un rito oficialmente caduco, sino también que su fuente directa fue redactada y los hechos relatados acontecieron cuando aquella antigua li-turgia mozárabe aún estaba vigente. Que conocía la Biblia fundamentalmente a través de la liturgia lo demuestran Saugnieux 1981 y Ruiz Domínguez 1990. Desde una óptica concreta, baste señalar el ágil y frecuente uso que Berceo hace de antífonas y salmos. Re-specto a la importancia de los salmos en la formación monástica, cf. Ruiz Domínguez 1990, ps. 73-74.

240 Ruiz Domínguez 1999 (p. 106) quiere identificarla con una mujer emparedada de ese nombre que aparece en un documento de 1067 como donante de sus bienes al monasterio de Valvanera: nº 43 de la Documentación medieval del Monasterio de Valvanera (siglos XI a XIII), ed. de F.J. García Turza, Anubar-IER, Zaragoza,1 985. Lappin (p. 149) acepta esa hipótesis.

247

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intertextuales, recuérdese el intento, también fallido, de Eneas por establecer

comunicación con Dido 241. A diferencia del pasaje latino, en el que la reina de

Cartago se niega rotundamente a contestar a Eneas movida por un rencor furibundo,

Oria oye la voz de su tutora, pero no llega a verla, confundida entre la multitud de

almas, obteniendo el mismo resultado nulo que el troyano:

Clamáronla por nombre las otras companneras,

respondiólis Urraca a las vezes primeras.

Conosçió la voz Oria, entendió las senneras;

veer non la podió por ningunas maneras. (SOria 75)

La joven santa no puede hablar con su maestra, como tampoco contemplar el sem-

blante de la divinidad debido a la claridad deslumbrante que inunda todo, pero, en

especial, porque aún no merece tal premio, puesto que no se ha desprendido definiti-

vamente de la rémora mortal y debe proseguir con la práctica de la laceración en

este mundo 242.

Por otra parte, Voxmea es la guardiana del maravilloso trono que en breve será

ocupado por Oria. Probablemente se trata de otra virtuosa joven, conocida por Oria o

del ámbito emilianense que, por su trayectoria espiritual, mereció el premio de la

gloria 243. Su condición de guardiana fiel y el trono imponente la asemejan -cambi-

ando lo que haya que cambiar- a la Tisífone, implacable vigilante de los terribles

castigos del Tártaro. No obstante, en el subconsciente del autor está muy presente

la iconografía apocalíptica 244 de tronos y vestimentas abigarrados, por lo que es

241 Para otros ejemplos en que no hay comunicación mediante la palabra entre las almas del visitante y del residente en otros paralelos, recuérdese Sir Orfeo, el anónimo británico del siglo XIV: el protagonista ve a su esposa, Dame Herodis, entre un numeroso grupo de amazonas; ésta había desaparecido anteriormente por arte de magia y ahora es habitante de la corte que remeda en este poema al Hades. Sin embargo, le es imposible hablar con ella.

242 Ruiz Domínguez 1999 (p. 44) apunta como posible fuente bíblica el pasaje de Ex. 33, 20, en el que Moisés suplica ver la gloria de Dios, pero no le es permitido porque ningún hombre puede contemplarla y seguir vivo.

243 Uría (Berceo 1992a, nota a 82b) cree que Voxmea puede representar a Dios, si se entiende como nombre parlante, hecho perfectamente posible dentro del simbolismo del pasaje: Vox Mea. Su identificación con una joven hay que explicarla por la afinidad que, según el canon, ha de tener con Oria.

244 Saugnieux 1981 demuestra la existencia de lo que llama una “tradición apocalíptica emilianense” (p. 166), aplicándola en su artículo a De los signos que aparecerán antes del juicio.

248

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posible que Berceo haya poetizado una escena ya amalgamada en el ambiente cultural o

litúrgico de su tiempo e, incluso, antes, en el de su fuente.

El trío de vírgenes señala a Oria varios personajes de la mansión de los ermi-

taños: dos Muños, un desconocido Galindo y García, su padre (SOria 83-85). De los

Muños -maestro y discípulo, respectivamente-, al segundo, abad de Valvanera, hay

quien lo considera redactor del texto latino fuente del de Berceo, autor de la Vita

Beatae Aureae 245.

Es necesario incluir en este capítulo una referencia a la identidad de las

guías. Ya se ha comentado la tendencia al sincretismo entre mártires que sufrieron

peripecias análogas. Así ocurre en el documento fundacional del monasterio de Santa

María de Nájera (1052), que, como en muchos otros casos riojanos -entre ellos el del

propio cenobio de San Millán de Suso-, tiene su origen en la dignificación ar-

quitectónica de un anterior culto rupestre. Entre las iglesias najerenses que se

conceden al nuevo monasterio, se encuentran la de las Santas Nunilo y Alodia, la de

Santa María de las Sorores, la de Santa Águeda y la de Santa Cecilia. Este dato ti-

ene doble interés; en primer lugar, porque, muy probablemente, los dos primeros, aun

naciendo como simples oratorios, fueron conventos femeninos, en un entorno y una

época en que éstos proliferaron en la sierra riojana. Del de las Santas Nunilo y

Alodia ya se ha comentado a propósito del monacato femenino y de su filiación lege-

rense; el de Santa María lo fue, por su advocación. Pero, también, en segundo lugar,

porque, si se tiene en cuenta que la iglesia del municipio de Berceo estaba

consagrada a Eulalia, la existencia de otras dedicadas a Cecilia y Ágata en la

vecina Nájera podría ser el pretexto y, al mismo tiempo, la explicación de su apari-

ción en la hagiobiografía de Oria. Aunque no es en absoluto imprescindible, adquiere

relevancia la idea de que el poeta (o su fuente) conocían perfectamente las circun-

stancias de sus martirios a través de la liturgia, especialmente si se considera su 245 Ruiz Domínguez 1999 (p. 231) y Uría en su edición para Castalia (p. 112, en nota). A propósito de la identidad de

Muño, Vivancos 1995 (p. 20) da noticia de la producción de Blasco, escriba silense entre cuyas obras se cuenta una copia del De vir-ginitate de Ildefonso de Toledo, hecha en 1056 o en 1059 por encargo del concejo de Huerta y un tal Muño. Sería muy posible que no se tratase del nuestro (Muño era un nombre frecuentísimo entonces en la región, según muestran los documentos); sin embargo, de hacia 1058 data la primera producción de Pedro, quien, como abad, asistiría a la muerte de Oria y también hacia 1070, cuando se fabrica la arqueta relicario que representa la vida y milagros del santo epónimo del monasterio y donde figuran los retratos del propio Pedro y Muño (este sí, el probable autor de la Vita), cuando Oria experimenta sus visiones y cuando se redacta el texto latino de su vida. Por tanto, en tal contexto, no es imposible que el Muño que encarga a Blasco una copia del De virginitate fuese el maes-tro, no solo por el asunto de la obra, sino también por las fluidas relaciones codicológicas entre los escritorios de San Millán y Si-los.

249

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condición de clérigos. Por otra parte, se consolidaría la idea de las raíces profun-

damente autóctonas, inmediatas, próximas de la inspiración berceana y podría abundar

en la tesis de que promocionaba los cultos locales.

Sin embargo, hay otras opiniones. Walsh postula que esta procesión de vírgenes

debe su presencia a razones alegóricas. Por la familiaridad, tanto por parte de Ber-

ceo como de su público, por ciertas leyendas hagiológicas como presupuesto, propone

que la asociación de Eulalia con la paloma explica su selección para el poema. Re-

cuérdese que, cuando muere, su alma levanta el vuelo hacia las mansiones celestes en

forma de paloma. El caso de Ágata es diferente. Walsh lo explica aduciendo ciertas

lecturas litúrgicas en las que algunos santos, entre ellos la que nos ocupa, son

asimilados a altos árboles. Lo cual le sirve para ponerlo en relación con la función

de esos dos elementos -paloma y árbol- en la narración de la transmigración de Oria.

No encuentra justificación alguna, sin embargo, para Cecilia. El propio Walsh parece

estar de acuerdo en que la obra de Berceo no es tanto un poema alegórico cuanto una

colección de relatos hagiográficos de ámbito local o de interés preferente 246.

Haciendo uso, como tantas veces, de la amplificación, Berceo explaya su in-

spiración narrando el encuentro de Oria con Voxmea. En primer lugar, la disposición

de una multitud de almas vestidas de blanco, cantando en torno a un trono preemi-

nente, recupera pasajes ya conocidos de la visión de Agusto, que remontan hasta el

libro de la revelación cristiana 247. Además, la silla está construida con materia-

les muy valiosos (oro, piedras preciosas y telas ricas y brillantes):

…falló muy rica siella de oro bien labrada,

de piedras muy preçiosas toda engastonada,

mas estava vazía e muy bien seellada.

Vedié sobre la siella muy rica acithara,

non podrié en est’ mundo cosa seer tan clara. (SOria 77b-78b)

246 Walsh 1972, p. 304-306, donde puede leerse lo siguiente: Berceo’s work is not so much a progression of creative allegory and symbol as it is a recitation of local and favorite saints and of requisite motifs.

247 Apoc. VII, 9-17.

250

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…como rayos de sol así relampagava… (SOria 90c)

También la vestimenta de Voxmea tiene la prestancia, el brillo y la riqueza

propios del otro mundo: más preciosa que el oro o la seda pura y maravillosamente

bordada con los nombres de personajes que servieron a Christo con voluntat complida

(SOria 92b). El brillo de las letras es proporcional al grado de santidad alcanzado.

Por supuesto, destacan los emparedados:

…pero de los reclusos fue la mayor partida

que domaron sus carnes a la mayor medida. (SOria 92cd)

El precioso adorno de Voxmea (SOria 91-93) es refección literaria del libro de

los registros celeste, en el que están inscritos los nombres de todos aquéllos que

alcanzaron la gloria. La santa riojana, como Bonelo, llega a conocer el lugar exacto

que se le reserva. Un trono magnífico destinado a ella y vigilado por Voxmea. Aunque

en el caso de Bonelo se trata de una maravillosa estancia, ambas sedes

(especialmente el trono de Voxmea) tienen reminiscencias del trono abigarrado y

polícromo desde el que Tisífone vigila (también Voxmea es guardiana).

El trono procede de la Biblia; en cambio, el palacio adquiere dignidad liter-

aria ya en Prudencio (descripción de la tumba de Eulalia). Pero, una vez más, es

Gregorio Magno el autor a partir del cual tiene carácter de lugar común 248. En cu-

alquiera de los dos casos, se trata de construcciones hechas con ricos materiales

como el oro y las piedras preciosas; destaca la importancia que se concede al

esplendor, al brillo y a la luz que despiden 249. Berceo (o su fuente latina, Muño)

se alimenta de materiales preexistentes y se los entrega a la libre inspiración para

que explote aquellos recursos que le son más útiles. Por ejemplo, aunque la tradi-

ción hagiográfica pronto abandona el motivo del libro de la vida, en el que están 248 Prud. Per. III, 196-200; y Greg. Magn. Dial. IV, 37,9.

249 La luz es asociada a la idea de salvación desde autores tan antiguos como Homero: p.ej. Il, VI, 6; XI, 795-797; XVI, 95. Por otro lado, es conveniente recordar que, en su desarrollo, los materiales preciosos (en tronos, edificios o dondequiera que sea) identifican a otros componentes del paraíso: el locus amoenus, en general, y las cohortes de santos de la visión de Agusto; las flores del río, en Máximo; la mansión de Bonelo; y el trono de Túngalo.

251

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inscritos los nombres de quienes acompañarán a Cristo en el fin de los tiempos, la

ropa de Voxmea exhibe, preciosamente bordados, los nombres de todas las almas dicho-

sas; es decir, se actualiza el motivo del libro de la vida apocalíptico, asociándolo

al trono de majestad (también bíblico) y al de Tisífone y, por supuesto, revelando

que la mayoría de los nombres inscritos pertenece al género de los que domaron sus

carnes a la mayor medida (SOria 92d), los reclusos como Oria.

Por tanto, siendo en principio heredero directo del trono de Dios250, se con-

figura como entidad nueva de origen mixto. En cualquier caso, el trono que guarda

Voxmea es para Oria:

Todo que vees a ti es otorgado,

ca es del tu serviçio el Criador pagado.

Todo esti adobo a ti es comendado,

el solar e la silla, Dios sea end’ laudado,

si non te lo quitare consejo del Peccado. (SOria 95c-96c)

Berceo vuelve a utilizar la imagen en otra obra al describir las vestiduras

del obispo o del sacerdote celebrante antiguos, del levita, del perteneciente a la

tribu de Leví, por lo que se deduce, una vez más, que es un bien mostrenco, recuper-

ado ad hoc de ese ambiente cultural difuso y, probablemente, extraliterario, de la

época en la que transcurrió la vida del autor 251. Máxime si, como parece, su texto

se corresponde con el de su posible fuente latina.

Como viene siendo habitual desde Virgilio, aunque su divulgación depende di-

rectamente de la difusión universal y popular del Apocalipsis, todos los elementos

250 Apoc. IV, 1-4.

251 Sacr. 115 y 234-237: al describir las ropas sagradas del sacerdote, menciona la insignia pontifical última que re-viste todas las anteriores, en la que están inscritos los nombres de los padres de la Iglesia. Tal puede ser el referente real del rico palio que recubre el trono de Voxmea. No sería extraño si se tiene en cuenta que Berceo dedica un poema a interpretar anagógica-mente -entre otros elementos eucarísticos- la vestimenta sacerdotal. Además las ediciones de Dutton y Cátedra proporcionan el texto latino de la fuente probable de la que se sirvió el poeta riojano. De esta circunstancia se deduce, una vez más, una precedente commu-nis opinio respecto a este recurso. En cualquier caso, no deben ser despreciados como antecedentes remotos de este motivo el libro de los registros celeste y los tronos de las potestades en el Juicio Final, por un lado, y, por otro, el torreón de hierro desde el que la implacable Tisífone supervisa los terroríficos castigos del Tártaro. Este pasaje virgiliano es, a su vez, un remedo del homérico trono de Circe. En cambio, el caso opuesto referido por el resucitado de la Uita Martinis, quien, recién llegado del Hades, cuenta la anoni-mia de la multitud que habita el abismo: la muchedumbre sin nombre.

252

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del más allá, incluidos los personajes, resaltan por un resplandor inefable para vi-

sionarios y narradores. Es una constante del tópico que recogen todas las visiones

del más allá; con más o menos desarrollo, se identifica la luz deslumbrante con la

presencia divina, lo mismo que la oscuridad tenebrosa es indicio de su ausencia ab-

soluta en el Hades o en los infiernos. Aparte de la luz que emana de los personajes

angélicos o el brillo que desprenden las magníficas vestiduras, en ocasiones es con-

secuencia de la presencia en un lugar de almas elegidas por Dios, que gozan de la

visión beatífica y, por tanto, irradian un aura. La celda de Oria se ilumina admi-

rablemente con la presencia de María o de otras ánimas divinas como las vírgenes 252

:

…relunbró la confita de relumbror doblado:

qui oviesse tal huéspeda serié bien venturado. (SOria 129bc)

Luego que fue la freira en el lecho echada,

fue de bien grandes lunbres la çiella alunbrada,

fue de vírgines muchas en un rato poblada,

todas venién honrrarla a la emparedada. (SOria 125)

La luz es un universal hermenéutico que se identifica con el sol y que se di-

viniza en casi todas las culturas, al menos en la occidental y sus tangentes: Apolo,

Bel, Ra, Ahura Mazda, etc… Es creadora de belleza en cuanto que solo a través de

ella se perciben los perfiles de las cosas y los colores. Por vía filosófica, en la

benéfica concepción platónica de la luz, el sol es el principio de las ideas y del

propio bien supremo. De manera que esta idea asume la representación de realidades

espirituales que trascenderá al cristianismo a través de la filosofía neoplatónica y

la Patrística. Reminiscencias de esta imagen se aprecian en versos berceanos como

los siguientes:

Orava a menudo a Dios por sí meísmo,

252 La iluminación milagrosa de una celda o prisión tiene antecedentes, al menos desde Tertuliano. La novedad del poeta riojano consiste en que el reducido rincón no es, como en la tradición anterior, una prisión diabólica, sino su versión ad hoc: una terrenal celda monástica. Para una información completa sobre este asunto, véase Amat 1985 (ps. 162 y 260-263).

253

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que Él que era Padre e luz del Christianismo… (SDom. 78a-b)

Desde tales presupuestos, se entienden mejor las visiones de las escenas del

Juicio Final y la descripción de la Jerusalén celeste, que tanta influencia tuvieron

en el Medievo. En esta época se reafirma la utilización de la luz para describir las

visiones beatíficas y la gloria celestial, por sus cuatro propiedades fundamentales:

el resplandor que ilumina, la impasibilidad a la corrupción, la agilidad y la pene-

trabilidad, que le permite traspasar cuerpos sin afectarlos 253. Así pues, su origen

sobrenatural y sus intensas propiedades hacen de la luz un símbolo de la trascenden-

cia 254, interpretación que también algunos le ven en la Eneida 255.

Aparte del uso que se hace del recurso en la visiones de Oria, la fama poste-

rior de su celda, la llamada ‘celda angélica’, debe ser atribuida (por su apelativo)

a la trascendencia popular del momento en que se le apareció la Virgen María. Por

tanto, una luz intensísima manifiesta la presencia divina, sin excepción, en las vi-

siones. El motivo es universal, pues se encuentra tanto en la literatura judaica

testamentaria, como en la literatura árabe y en la cristiana 256. El resplandor

emana de personajes que gozan de la visión beatífica: las jóvenes doncellas, com-

pañeras de Oria; las palomas que guían a Baldario; Fidel, en las VSPE; las almas

beatíficas que habitan el paraíso, en todos los relatos. De la difusión de este

tópico dan cuenta también Prudencio y Sulpicio Severo. La importancia del brillo y

no del color remonta, en la literatura clásica, hasta Homero.

El otro elemento de color característico de las escenas trasmundanas es la

blancura intachable, que destaca más por su luminosidad que por su propia cualidad

cromática. En el caso del Poema de Santa Oria, los animales psicopompos son palomas

253 Eco 1997, p. 67.

254 Así lo confirma el testimonio temprano de Sulpicio Severo (U. Mart. 23, 5-6): un falso elegido de Dios anuncia su próxima aparición revestido con la autoridad divina. Los comentarios del autor son muy jugosos. La aparición tiene lugar a media noche (como es preceptivo), mientras la celda del adolescente brilla con luces frecuentes; éste viste, para mejor fingir la apariencia, una túnica, enormemente blanca, con reflejos brillantes, pero no podía saberse qué clase de tejido era (23, 8). El impostor indica previamente a sus compañeros que se aparecerá ataviado con una vestidura de Dios, una túnica blanca, como señal de que es un po-der de Dios (23, 5). Con ello se avanza una posible interpretación para la blancura cándida, tan frecuente y propia de este género.

255 Riesco Álvarez 1993, p. 287-288.

256 Fernández Vallina 1995, p. 200.

254

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excepcionales, más blancas que la nieve sin hollar; tanto que no son como las de

este mundo (SOria 30). Este tópico cuenta con profundos antecedentes en la tradición

cuyas huellas seguimos, según se pretende demostrar en páginas anteriores, y podría

ser demasiado común para considerarlo peculiar 257. Otros ejemplos que aparecen en

las obras de Berceo son los mártires que reciben al santo (SMil. 306), los jinetes

angélicos que combaten al infiel entre las huestes del conde Fernán González (437-

438), el caballo de Alejandro (Alex. 108d) o las almas transmigrantes bajo especie

de palomas (Milagros 599-600). En casi todos los casos se busca el referente univer-

sal y general de la nieve como término de la comparación. La blancura nívea como

signo de bienaventuranza se remonta hasta el Apocalipsis. En el pasionario, la

paloma es la forma animal que adopta el alma pura y libre para ascender, antes de

transir al más allá.

Se insiste reiteradamente en la blancura extraordinaria de los rostros, de las

vestimentas o de los complementos que conciernan a los personajes (hay ejemplos en

todas las narraciones, desde el Apocalipsis a Berceo); o de las palomas y de las

doncellas (Prudencio, Berceo); o de los servicios de mesa del banquete celestial

(visión de Agusto). Vestir de blanco significa no haber manchado los vestidos,

poseer la plenitud del Espíritu y participar de la victoria de Cristo resucitado y

pertenecer al sacerdocio eterno 258 (como bien muestra la visión de Agusto, con-

taminada, además, por un pasaje de Lucas (22, 30): la promesa del banquete en el re-

ino celeste).

Continuando con la imagen bíblica, desde la mansión de las vírgenes divisa a

los apóstoles sentados en sendos tronos y despidiendo una luz extraordinaria (SOria

86). Por encima de ellos, Dios, con quien llega a conversar, sin verlo, Oria. Hasta

las más altas instancias llegaron también Agusto y Baldario: ante la presencia de la

257 Por ejemplo, en un pasaje de Sulpicio Severo (U. Mart. 24, 4), el diablo, para poder engañar mejor a un monje, se rodea de una luz brillante, replandeciente, se reviste de ropas regias, porta una diadema de oro y piedras preciosas y calza zapatos de oro. Ya pueden apreciarse aquí los símbolos de magnificencia tradicionales, propios, por ejemplo, del poder real, extrapolados a la dignidad beatífica. Este disfraz del diablo no difiere en nada de la apariencia que caracteriza a las potestades celestes de Berceo: ricos adornos que destacan por su brillo y luz esplendente. La diadema es de color púrpura (símbolo de realeza), como las ropas de las cofradía de mártires de la Vida de Santa Oria (86). A pesar de tamaña habilidad, Martín descubre el engaño y el diablo se desvanece dejando tras de sí un hedor insoportable (24, 8).

258 Apoc. III, 4 y XXII, 14. VSPE IV, 14, 21-23 afirma que la blancura es la manifestación externa de la luz interior del Espíritu Santo.

255

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divinidad. En la comarca de las vírgenes, donde se halla, es recibida por coros de

vírgenes que cantan, como los ángeles y santos en la visión de Fidel y como las

huestes apocalípticas. No olvidemos que las felices animae de la Eneida vivían tam-

bién entregadas al canto y a la danza, a una vida gozosa y placentera en definitiva.

********************

Dentro del tópico del locus amoenus, pero también con carácter autónomo, se

combinan el lirio y la rosa 259. La dicotomía está bien representada en nuestros

textos, pero será analizada aquí porque no reaparece sino modificada en las obras de

Berceo. En la Eneida (VI, 789) todavía no se halla formalizada, sino que, junto con

los lirios, hay diversas y variadas flores: floribus insidunt uariis et candida cir-

cum lilia funduntur. De la misma indefinida manera aparece en los relatos fantásti-

cos de Luciano (VH II, 5). En cambio, en otro pasaje de la Eneida, en el que la rosa

hace pareja figurativa con el lirio, se encuentra el origen literario de un tópico

que triunfará en el Siglo de Oro hispánico bajo la especie de rosas y azucenas por

cuestiones de traducción. En el Hades virgiliano, rosas y lirios amplifican la ima-

gen que proyectan púrpura y marfil para visualizar el rostro ruborizado de Lavinia:

aut mixta rubent ubi lilia multa alba rosa, talis uirgo dabat ore colores (XII, 68-

69). Prudencio, en su versión del lugar agradable donde residen las felices animae,

dibuja un variopinto jardín cubierto de purpúreos rosales y alfombrado -entre otras

variedades de flores-, principalmente por lirios 260. Siglos después, en la segunda

mitad del VI, Venancio Fortunato, también autor de biografías de santos y de algunos

de los más famosos himnos litúrgicos, incorpora la dicotomía de lirios y rosas a un

poema de circunstancias, en el que, curiosamente, a falta de lirios, el poeta of-

259 Probablemente, el testimonio más antiguo de este lugar común (por tanto, puede ser considerado su precedente) es un fresco minoico del siglo XVI a.C., en el que los lirios y las rosas son el entorno vegetal del famoso Pájaro Azul. El lirio es un elemento decorativo frecuente en los frescos minoicos conservados. La conjunción de lirios y rosas con la paloma sagrada y los ár-boles cargados de estas aves constituyen un catálogo importante de argumentos para considerarlo universal o para examinar las cau-sas de su reiteración en templos, lugares y culturas remotamente relacionadas. Independientemente de estas interrelaciones, no hay que olvidar tampoco que ambas flores son símbolos (de la pureza y de la pasión, respectivamente) tanto en la lírica religiosa como en la lírica tradicional: el lirio se cita sobre todo en la cortesana. Por tanto admiten ser interpretadas según un código erótico-amo-roso, aunque aquí se aplique a una doncella virgen, a Oria. Berceo conocía estas relaciones establecidas por la poesía lírica de su tiempo.

260 Cat. V, 113-124: describe el paraíso celestial. Otros ejemplos de loca amoena del mismo autor son Cat. III, 101-105, el paraíso de Adán, y Cat. VIII, 41-48, el prado donde apacienta sus ovejas el Buen Pastor.

256

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renda violetas, porque, aunque tiene rosas, éstas solas no tienen sentido sin

aquéllos. Por otro lado, García de la Concha 261 señala la analogía de una estrofa

berceana con una adaptación de Fortunato fechada en el siglo IX, uno de cuyos versos

explota la tópica asociación: uincens rosas rubore, lilia candore!. No cabe duda,

pues, de que la conjunción de la blancura de los lirios con la púrpura de las rosas

pervive a lo largo de toda la Edad Media.

Más relacionados con la literatura escatológica están los textos de Leandro y

los de la miscelánea académica a la que alude Rico 262, en tanto que ilustran, re-

spectivamente, la persistencia del lugar común en las obras que manejaban los in-

telectuales eximios y también entre los intersticios de los estudios generales en

los que se formaban los clérigos. El fragmento de la regla leandrina para vírgenes -

tan relacionada con el eremitismo femenino emilianense que figuraba entre los

volúmenes de la biblioteca que pudieron conocer tanto Muño como Berceo- es relevante

para nuestro asunto porque, una vez más, vincula directamente la virginidad con los

lirios y las rosas, en una relación de causa y efectos; en contraposición a la

tentación carnal, que debe aborrecer Florentina por haber consagrado su castidad a

Cristo. Por cierto, unas líneas más abajo (119), Leandro invoca a la paloma como en-

carnación de la candidez, la misma que representa el lirio, según veremos adelante

263. He aquí el fragmento de Leandro:

…fuge primorum hominum exempla. Horresce serpentis antiquissimi sibila, ne incipiat tibi ger-

minare spinas et tribulos uitiata terra, et quae pro insigne uirginitatis, lilia rosasque parturire

debet, orticam et paliam producat. (de inst. uirg. 106-110)

El segundo texto -una colección de modelos de cartas para uso académico del

estudio general palentino (del primer cuarto del siglo XIII; por tanto, contem-

poránea de Berceo)- muestra una reminiscencia literaria de las muchas que caracteri-

261 García de la Concha 1978, p. 185. Los versos de Berceo pertenecen a Loor. 205.

262 Rico 1985, p. 18, nota 47. Se trata de la llamada Miscelanea palentina, códice 776 de la Biblioteca de Cataluña.

263 Como anticipo, ya en un poema de Ambrosio recogido en Lír. lat. med. II (ps. 162-165), se establece claramente la relación. La virgen en cuyo honor compone estos versos vive entre iconos de virginidad: los lirios. Según el editor, Marcos Casquero, tal asocia ción se inspira en el Cantar de los cantares.

257

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zan al conjunto: la armonía de colores y fragancias de lirios y rosas. Esta vez se

aplica a un rostro femenino en el contexto más amplio de un corpus amoenum que sigue

patrones convencionales:

…quandam habeo filiam in qua gaudet per affectum Natura suam potenciam pro-

bauisse, nam eius facies rosas tenet mixta liliis, oris eius suauitas est…

Su interés para nuestro asunto radica en que confirma la presencia del lugar común

en repertorios retóricos de muy diversa naturaleza y, desde una óptica más concreta,

en que Berceo pudo manejar ésta u otras misceláneas análogas. Así como las escuelas

monásticas centraban su interés en la literatura ascética y en la exégesis (piénsese

en nuestro monasterio de San Millán), en escuelas episcopales como la palentina,

donde se formaban los clérigos para el ejercicio pastoral práctico, los estudiantes

aprendían y analizaban cánones, liturgia y otros aspectos relacionados con el culto

-los ejercicios de retórica entre ellos- 264. En tales circunstancias se comprende

mejor el uso frecuente de antífonas y salterio por parte de Berceo en sus obras.

Quizá por eso la producción de los scriptoria del Bierzo y de la Rioja -lugares

donde el fenómeno eremítico tuvo un desarrollo prolongado e intenso- abunda en tex-

tos ascéticos y de exégesis bíblica, frente a la obra de Berceo, menos profunda y

más orientada a la práctica pastoral. Incluso Muño, siglo y medio antes, puede ser

el responsable, si esta referencia fuese original de su redacción, dado que el

tópico se documenta a lo largo de todo el Medievo.

Rosas encarnadas y lirios blancos aparecen, casi sin variación, en la visión

de Agusto: multi odoriferi flores, erbe uiridissime, rose hac lilie…; I, 32-33); Va-

lerio reproduce el esquema en la visión de Máximo:

uaria inmarcessibilium florum specie pictoratus, rosarum rutilante rubore, liliorum premi-

cante candore, purpureo, croceo, diuersoque indiscreto colore, cuncta prefulgebant corusco radiante

decore;

264 Sánchez Salor 1990, p. 27.

258

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en la visión de Túngalo:

E so los ramos de aquel árvol estavan muchos lilios e muchas rosas, e de todas aquellas rosas

e de todas aquellas yervas que olién bien… (cap. XII, fol. 22r).

Berceo, a pesar de la asombrosa similitud que tiene la visión de Túngalo con

la de Oria, se aleja del tópico: de flores grant mercado, guarrié la su olor a omne

entecado, 155cd). Quizás buscando originalidad y dando pábulo a su creatividad se

aproxima a la imagen de Virgilio. Es imposible decidir si conscientemente o por

azar, aunque es más probable esta segunda opción.

Se observa, por una parte, que Valerio amplifica, según su estilo y costumbre,

el tópico con desarrollos de intensidad lírica y períodos rítmicos rimados. En cam-

bio, los anónimos autores de las VSPE y de la visión de Túngalo se atienen escueta-

mente al recurso 265.

********************

Además de la conmoción sentimental (y, quizás, intelectual, ya que se accede a

un grado superior de conocimiento) que provoca, la visión tiene una función mera-

mente apocalíptica sensu stricto; es decir reveladora. Es decir: se inicia una pere-

grinatio mentis ad Deum. Aquél a quien se concede la gracia de una visión accede a

una información privilegiada, tal como le aseguran las vírgenes guías a Oria: el ob-

jetivo del viaje al supramundo es mostrarle los beneficios de la gloria (SOria 33-

265 Para la interpretación de la combinación de lirios y rosas desde la óptica cristiana, puede ser pertinente un poema de Walafrido Estrabón, ya referido a otro propósito. Lirio y rosa -ésta es florum flos, 10- destacan entre las demás flores por su fra-gancia (9, rosa; 15-18, lirio) y por otras propiedades específicas: la rosa tiene cualidades terapéuticas (12-13) y el lirio representa la salud anímica en su más elevada expresión: la virginidad (19). Un lirio intacto impregna el ambiente con su aroma perfumado, mien-tras que apesta su hedor cuando es pisoteado (20-23). A este respecto, véanse las conexiones de este pasaje con aquel de Sulpicio, en el que Martín de Tours imagina la virginidad como un prado verde sin hollar. Entre lirios y rosas existe una relación de oposición: hic famosa suos opponunt lilia flores (14). Son las dos palmas de la Iglesia (24-25): la guerra y la paz (31 y 35).

Esta flor, el lirio, procede del linaje de Jesé, padre de David (32); es Jesús. Él sembró, con sus palabras y su ejem-plo, los lirios de blancura inefable (lilia qui verbis vitaque dicavit amoena, 34) y tiñó las rosas con su sacrificio cruento (morte ro-sas tinguens, 35). Las unas simbolizan la sangre del martirio (sanguine martyrii carpit quae dona rosarum, 26), los lirios el candor de la promesa mantenida (27). Los representantes excelsos de cada una son, respectivamente, Jesús y la Virgen (la paloma; por su promesa inviolada, 28-29). En conclusión, Walafrido ve la virginidad en el lirio y el martirio en la rosa; ambos, por cierto, muy rela-cionados con la literatura hagiográfica de visiones. No hay que olvidar que Walafrido intervino, probablemente, en la redacción de la Vita Wettini. En otro poema de la Lír. lat. med., de finales del siglo X, se ensalza la calidad de la ciudad de Roma por su condición de cuna de vírgenes y mártires. He aquí un dístico que resume su contenido en lo que atañe a nuestro asunto: …rosas martyrum san-guine rubea, / albis et virginum liliis candida…

259

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34). Igualmente sucede con las apariciones. El celo ferviente de Amuña en sus ora-

ciones es recompensado con la posibilidad de conocer las maravillas del otro siglo

en boca de su propia hija, quien se le aparece en espíritu después de muerta: que

sopo de la fija qué era e qué non (SOria 187c) 266. La visión del otro mundo es,

pues, un método de conocimiento. La autoridad moral del modelo que representa Oria

se revalúa con la afirmación expresa -en la cuaderna 202- de que la reclusa emilia-

nense fue agraciada con muchas visiones que el poeta omite pretextando otros deberes

inexcusables que le exigen concluir la narración. También se recurre a idéntico ex-

pediente en el caso de Domingo. La razón que se da para no reproducir las visiones

es que el santo ni siquiera las reveló a sus cofrades.

Por tanto, las experiencias de Oria son visiones equivalentes a esas otras que

ya habían adquirido difusión literaria: tan grant como las otras que escriptas son

(SOria 115b). No en vano Oria es una voraz consumidora de este tipo de literatura

hagiográfica. Las vírgenes que la guían en su peregrinación denuncian la afición con

que revive las pasiones de aquellas jóvenes mártires cuya vida y muerte toma como

ejemplo:

Tú mucho te deleitas en las nuestras passiones,

de amor e de grado leyes nuestras razones. (SOria 37a-b)

Implícitamente, se equipara funcionalmente la pasión martirial y la vida monástica,

en la medida en que ambas se hacen acreedoras de la misma gracia divina: el precono-

cimiento de la mansión celeste. De manera semejante, se establece una corresponden-

cia funcional entre el subgénero de las pasiones y el de las biografías de monjes,

266 Frente a Walsh 1972, quien supone que Berceo toma la aparición de Oria a Amuña de la Vita Sanctae Eugeniae, Uría (en su edición para Castalia, p. 26, en nota) sostiene que estaba ya en el texto fuente y que, en todo caso, fue Muño quien tuvo esa vita como modelo, porque el momento culminante del culto a Eugenia fue la segunda mitad del siglo XI, por la traslación de sus restos a la basílica de Santa María de Nájera. Lappin (p. 219-220), aunque admite explícitamente esa influencia, basándose en el epi-sodio de la aparición de Oria a su madre -que tiene semejanzas con de Eugenia a la suya (Uit. Eug. 30)-, destaca los rasgos orginales del relato riojano.

En el breve relato, Eugenia se aparece a su madre, que está afligida por su muerte, vestida con una cíclade áurea y escoltada por una cohorte de vírgenes, para comunicarle que no tiene motivos para la tristeza, puesto que tanto ella como su padre han sido admitidos entre la multitud de bienaventurados y que, en breve, ella misma, Claudia, la madre, morirá. Pero antes ha de transmitir a sus hijos el anhelo de gloria. Se hace una luz insólita y un coro de ángeles entona un himno maravilloso en el nombre de de Dios. En otro pasaje, el Salvador le ofrece a Eugenia un pan de blancura nívea. Las correspondencias con la visión de Oria son evidentes, in-cluso es probable una relación de dependencia, pero no es imprescindible, dado el intenso grado de sincretismo que caracteriza a este género.

260

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puesto que se redactan con una intención moralmente paradigmática.

No es extraño, incluso, que algunos autores desarrollen o hagan referencia por

escrito a esta imagen. Por ejemplo, Grimaldo establece paralelismos entre la vida

monástica y el martirio, entre pasión y hagiobiografía, pero además encuentra expre-

sión para un presupuesto frecuentísimo del género: la vida terrena es un viaje con-

stante hacia la ciudad de Dios:

Presens enim est terra peregrinancium atque morientium, secundum Apostoli dictum: “dum sumus

in corpore peregrinamur a Domino”; et idem tibi: “non habemus hic manentem ciuitatem, sed futuram

inauisimus”. (UD I, 4, 35-38)

En esta mera ilación de sentencias bíblicas, Grimaldo anima al lector a par-

ticipar del único motor de la vida material: el anhelo del espíritu por recuperar su

estado y ubicación originales, lejos del cuerpo, en el mundo incorpóreo de las esen-

cias. En consecuencia, esta vida no ha de ser más que una peregrinatio in futuram

ciuitatem. De la misma manera, la vida monástica puede alcanzar a desprenderse de

las limitaciones corporales y aproximarse extraordinariamente a la gloria celeste.

Solo se distinguirían por el maravilloso entorno de ésta, que, por otro lado, es el

que pretende emular el hortus conclusus del cenobio (si se acepta la tesis sugerida

por Valerio en su obra autobiográfica: Repl. 16). De manera que la plenitud monás-

tica es como una participación en la vida perfecta, una prefiguración terrestre de

la gloria: et in monastica uita perseuerantes, ut credimus, celestis uite fecit par-

ticipes (UD I, 5, 196-197)267 . Más aún, gracias a una audaz metáfora que proyecta

lo anterior sobre el conjunto de la comunidad cristiana, la iglesia actual es el re-

ino de los cielos: in regnum celorum, id est, in presenti ecclesia (UD pról. 52 y

55).

Esta identificación tiene dos consecuencias importantes para el género de las

visiones ultramundanas. La primera es que, por una simple inversión de esa relación

de igualdad, el otro mundo es un reflejo de éste, llevado a su máximo grado de per-

fección. De ahí que la iconografía literaria del más allá reproduzca los criterios

267 Berceo invierte la relación y hace del cielo una trasposición metafísica de la vida monacal, hasta el punto de que, según el modelo de los cenobios femeninos, una portera recibe a Oria: SOria 195-196.

261

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estéticos y apreciativos del mundo material. Por ejemplo, se describe un lugar que

contiene todo lo que, según un sentido canónico, representa los anhelos del común de

las gentes; por otra parte, las mansiones celestes están construidas con piedras

preciosas, sus habitantes visten ropajes de telas nobilísimas y los adornos que allí

se encuentran están fabricados o tienen más valor que el oro, la plata, etc. Segura-

mente el prejuicio de la obediencia a un tópico -consciente o no-, la necesidad de

que el narrador haga visible para el lector u oyente un mundo inconcebible desde una

perspectiva humana y el hecho de que no tenga más remedio que hacerlo desde el único

punto de partida posible, que es el mundo conocido, determinan también la trasposi-

ción de los códigos materiales al mundo inmaterial. Sin embargo todo ello es posible

gracias a la previa formulación del axioma que iguala la uita perfecta con el de-

sprendimiento de la rémora sensorial que patrocina la regla monástica.

La segunda consecuencia afecta a la interpretación del más allá descrito en

estos textos. Si, como parece deducirse de las afirmaciones de Grimaldo, en este

mundo puede encontrarse gran parte de los encantos del otro en virtud de la aniqui-

lación de los sentidos, es lícito concluir que el otro mundo en el que ingresan los

visionarios es un estado de la mente y no un lugar de la realidad externa o metar-

real. Esta interpretación se compadece bien con la idea que presenta el tránsito

como una revelación intelectual y espiritual y el más allá como residencia del cono-

cimiento superior. Y aquí la descripción material sí tiene sentido como proyección

visual o icónica de carácter literario del estado de plenitud anímica que alcanzó,

que no podría ser expresado de otra manera que con los recursos figurados de la tro-

pología.

********************

En suma, parece evidente que, durante todo el milenio, los hagiógrafos se ci-

ñen, en diverso grado, al motivo que les procuraba la tradición literaria y litúr-

gica. El más allá representa la sede del conocimiento absoluto, al que llega el hé-

roe tras un período de iniciación que la literatura transforma en un viaje. La cul-

minación del proceso se cumple con la metamorfosis del protagonista.

262

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La descripción de esa meta superior según las coordenadas del locus amoenus

suscita la creación de una iconografía consolidada desde los primeros tiempos y con-

stante gracias al carácter inalterable e impasible que le confiere su condición

sagrada. Los símbolos tienen un valor doble: por una parte, representan cierto ele-

mento del mundo trascendente, de manera que los referentes reales cismundanos en los

que se inspiran alcanzan su sublimación por la emulación del modelo ideal. Así, el

templo y, sobre todo, el convento se convierten en prefiguraciones imperfectas de la

vida eterna, aunque, al mismo tiempo, actúan como centros de ejercicio y adies-

tramiento para quienes viven en este mundo con la vista puesta en el otro. La imagen

del locus amoenus sublima parajes naturales placenteros de esta tierra, pero, tam-

bién en sentido inverso, los huertos de los cenobios copian las tópicas descripcio-

nes del jardín latino -sus derivaciones medievales- como si aspirasen a ser imper-

fectas anticipaciones del paraíso. Tales interrelaciones afectan también, como es

lógico, a las artes plásticas, según tendremos oportunidad de comprobar posterior-

mente en el capítulo dedicado a los manuscritos iluminados del Comentario de Beato.

Por otra parte, son también símbolos de un estado jubiloso del alma. Desde

esta perspectiva, admiten una interpretación metafísica que se impone a cualquier

concreción literaria: el paraíso es, más que una versión de un jardín latino exce-

lente, la representación de un alma gozosa.

Diacrónicamente, la descripción del ultramundo es el elemento de la visión

trascendente que más desarrollo tiene, dentro de la brevedad habitual de estas nar-

raciones. El único autor que rompe la tónica es Berceo. El riojano, al contrario que

sus predecesores, no despliega el tópico, sino que lo sintetiza. Es posible que él o

su fuente considerasen innecesario (o incluso superfluo) reproducir un esquema ar-

chiconocido por sus lectores. Prefiere, como en otras muchas ocasiones, reproducirlo

ya asimilado a su manera.

En cualquier caso y en general, se observa una mayor sujeción al estereotipo

que permite a algunos eruditos establecer relaciones de filiación directa entre al-

gunos textos. Incluso pueden apreciarse brevísimas, aunque elocuentes, concomitan-

cias literales. La descripción del trasmundo como versión metafísica del locus amoe-

nus es la constante más fiel de la literatura de visiones escatológicas.

263

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12-. EL VIAJE AL MUNDO INFERIOR

La tradición pagana aporta al cristianismo también una imagen de la trascen-

dencia muy apta para el maniqueísmo de su mundo religioso. Si el más allá de los

virtuosos se traduce en términos positivos extremos, no es aventurado pensar -dado

el carácter compensatorio del trasmundo con respecto al cismundo y el equilibrio que

se pretende alcanzar entre ellos- que el ultramundo inferior sea pintado como una

equivalencia contrastiva de su opuesto, caracterizado con valores extremos en nega-

tivo, no agradables, sino ingratos, enojosos y fastidiosos, y que, en lugar de dis-

frutar de premios, se soportan castigos indecibles. Por supuesto, se mantienen los

esquemas jerarquizados, pero invertidos. Nos encontramos ante la creación de un

mundo opuesto que impregna de pleno sentido al locus amoenus. Aunque se gesta como

tal en los textos de la Patrística, sus precedentes se encuentran, en parte, en la

tradición judeocristiana, pero sobre todo en la pagana.

********************

Frente a las cohortes de almas beatas, las que no son capaces de remontar el

vuelo -siguiendo la imagen de las palomas, desarrollada por Prudencio (Ham. 804-

823)- lastradas por el peso de los pecados se hunden en un abismo cenagoso. La esca-

tología cristiana prolonga y dilata la dicotomía maniquea de la religión romana. Si

la mitología pagana distribuía las ánimas en dos jurisdicciones principales del Ha-

des grecolatino -Campos Elíseos para las afortunadas y Tártaro para las desventura-

das merecedoras del castigo-, las representaciones literarias posteriores contrapo-

nen a ese mundo maravilloso que han trasladado a las regiones celestes otro de

carácter radicalmente antitético, siniestro y oscuro, ubicado, lógicamente, en el

abismo, donde se infligen terribles castigos eternos. Todas sus características y

todos sus componentes compiten en negatividad con el Tártaro grecorromano. La de-

scripción del lugar busca provocar repelencia: un abismo hirviente de plomo fundido,

por el que fluyen corrientes de pez y betún plagadas de gusanos y envueltas en lla-

mas; allí las almas de los condenados gimen afligidas por tormentos eternos:

264

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Praescius inde pater liuentia tartara plumbo

incendit liquido piceasque bitumine fossas

infernalis aquae furuo suffodit Auerno

et Flegetonteo sub gurgite sanxit edaces

perpetuis scelerum poenis inolescere uermes.

……………………

Vermibus et flammis et discruciatibus aeuum

inmortale dedit, senio ne poena periret

non pereunte anima. (Ham. 824-828 y 834-836)

Se hace uso, pues, de elementos paganos esenciales, incluso de la terminología: Tár-

taro, Averno, Flegetonte 268. De tan repugnante lugar se desprenden sensaciones

opuestas a las que el alma disfruta en el paraíso. Aquí se pagan eternamente los

crímenes cometidos en el mundo material, de acuerdo con el principio retributivo

equivalente a aquél por el que en el cielo se recompensan las virtudes. Cada uno ob-

tiene el pago recíproco de sus valores, ya sean los premios del cielo (Ham. 839-841)

o los castigos del Érebo (Ham. 930). Uno de los tormentos -el de la inmensa sed de

quienes beberían ríos o todas las lluvias para apagarla (Ham. 859-862)- tiene remi-

niscencias del suplicio de Tántalo. Regentan ese odioso precipicio de negras caver-

nas unos seres infernales, fieros, implacables, rabiosos, de voz y aspecto ter-

roríficos (Ham. 946-950), que prefiguran las siniestras potencias demoníacas de los

relatos de visiones medievales. En suma, esta visión prudenciana del Hades se ap-

ropia de la tradición grecolatina y avanza el prototipo del modelo imperante en el

Medievo.

********************

Conviene señalar que la anterior visión del Tártaro es retomada por Sulpicio

268 El paganismo recurre a este mismo expediente en la descripción del Tártaro, con sus penas eternas ejecutadas por la inclemente Tisífone.

265

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Severo 269 -entre otros- y vuelve a aparecer posteriormente, con carácter secundario

en muchos casos, en la literatura hispánica por obra del compilador de las VSPE y de

Valerio del Bierzo. El espectáculo de terribles sanciones y condenas que contempla

Eneas lo gobiernan aquí unos justicieros administradores de tormentos cuyo aspecto -

se nos dice- no dista del de las potencias del mal, los demonios (Tartareos minis-

tros). Son unos seres estremecedores, de tamaño descomunal y denso color negro (este

dato se repite cuatro veces, una de ellas en forma superlativa) y manejan unas ter-

ribles espadas. Tal concepción concuerda esencialmente con una ilustración del Beato

de Silos en la que se representan los diversos tipos de demonio. La novedad que

aporta el presente texto consiste en que esta espeluznante guardia no actúa en el

Tártaro, donde habitualmente pagan sus penas los condenados, sino que son la per-

sonificación de los tormentos purificadores que se aplican los virtuosos y, como en-

viados divinos, se encargan de arrebatar el alma a los hombres en el momento de la

muerte. Es decir, son producto de una contaminación de dos series análogas de di-

vinidades vengativas y ejecutoras del paganismo, pues, por una parte, recuperan una

función que la religión grecorromana otorgaba a las Erinis o Furias, pero, por otra,

son caracterizadas como las Moiras o Parcas:

apparuerunt in conspectu eorum eziopes terri nimiumque terribiles, quorum statura uidebatur

esse gigantea, nigredo perquam teterrima, ita ut ex ipso eorum turbo intuitu nimiumque atro uultu

palam cernenti daretur intelligi ipsos procul dubio Tartareos esse ministros. (IV, 9, 20-25)

********************

En Valerio es predominante, por la intención didáctica de sus escritos, la

269 U. Mart. 7, 5-6. Un muerto cuenta su experiencia trasmundana, después de ser resucitado por Martín. Su vida ter-renal fue poco o nada edificante, por lo que, tras el correspondiente juicio, es relegado a un lugar oscuro y sombrío, habitado por una muchedumbre anónima. Dos ángeles comunican al juez que el alma del difunto debe ser restituida a la vida; ellos mismos se encar-gan de señalarle el camino. Hay varios elementos recurrentes en este relato. Primero, la existencia de un lugar para los impíos, tene-broso, en contraste evidente con el luminoso paraíso celeste. Siendo un lugar común probablemente universal, su difusión literaria en el occidente medieval tiene como punto de partida el Tártaro virgiliano, según muestran las visiones de Agusto, Máximo y Bonelo. Sin embargo, no es, lógicamente, la visita al infierno lo más característico de los tránsitos al cielo.

266

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contraposición de paraíso e infierno (Mon. 3; De sap. 1 y 10) 270. Por lo que re-

specta a los infiernos, la visión de Máximo continúa las premisas de la visita de

Eneas, tal y como se ha señalado ya. Finalizado el viaje, Máximo besa los pies de su

guía, tras lo cual le es mostrado el abismo del infierno y, aunque nada ve, puede

escuchar alaridos, gemidos, lamentos, lloros y rechinar de dientes. Este pasaje ti-

ene reminiscencias de otro de las VSPE y ambos recuerdan los versos virgilianos en

que Eneas oye, de lejos, desde la bifurcación del camino, las estridencias de los

terribles castigos del Tártaro; por otro lado, el lenguaje es claramente neotesta-

mentario, como el de otro pasaje semejante del propio Valerio 271:

Infernum enim pessimum, tartarum tenebrosum, ignem eternum, uermem inmortalem, tormenta non

finienda, ululatum, gemitum et stridorem dentium. (de sap. 8)

No obstante, la descripción sucinta de Máximo corresponde a la más amplia que

nos proporciona Bonelo e, incluso, a aquélla con la que se amenaza a los injustos

en el Juicio Final (De sap. 8): un profundo abismo sin fondo, horrible y oscuro, su-

mido en tinieblas, dominado por un fuego eterno, pez candente y una tormenta inter-

minable 272; lo pueblan gusanos inmortales y agentes del mal. En suma, el paisaje

infernal es sobrecogedor, comparable al de un temible volcán (el Etna) en erupción o

semejante a una visión sombría del Tártaro (Tartarum tenebrosum). Que tal imagen ti-

ene un origen substratístico no puede dudarse; primero, porque, como en otros pasa-

jes, las descripciones de Valerio, más o menos desarrolladas, obedecen a un único

esquema consolidado; luego, porque algunos de los elementos que lo conforman tienen

270 Todavía en una época posterior, una homilía emilianense recupera el procedimiento de la psicomaquia prudenci-ana (ángeles y demonios luchan por el alma de un difunto) para representar esa contraposición. Si se tiene en cuenta que, más o me-nos por esta época en el mundo griego bizantino, Juan Mosco recurre a la misma imagen, podemos hacernos una idea acertada de la universalidad del estereotipo escatológico. Véanse los breves datos que proporciona Díaz y Díaz 1979 (1991) (ps. 237 y 241) sobre el códice emilianense 60 de la B.A.H.

271 Cf. Mt VIII, 12 y Aen. VI, 556-559. El pasaje concordante de las VSPE es IV, 9, 20-26; cf. también Sulpicio Severo, Uita Mart. VII, 5-6. Por otra parte, recuérdese que también Agusto besa los pies, en actitud suplicante o sumisa, a los seres angélicos sentados en sus tronos (VSPE I, 45-46).

272 Un prodigio virgiliano (Aen. V, 528; VII, 71-77) está en la base del globo ígneo que se manifiesta sobre la cabeza de Martín de Tours, en el disco solar de Valerio, en la bola de fuego que recorre las basílicas emeritenses… En estos casos, a diferen-cia de aquellos otros en los que el fuego está asociado al ultramundo negativo, se interpreta como indicio de santidad y de conoci-miento superior (compárese con las lenguas flamantes de Pentecostés).

267

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precedentes: el ambiente sombrío y oscuro, la idea de penas eternas, el muro infran-

queable y el fuego inexorable existían ya en la concepción pagana; los agentes del

mal, de aspecto odioso, color mate, oscuro, aparecen, por ejemplo, en las visiones

emeritenses, bajo denominaciones tan expresivas como ministros tartareos y eziopes

273. Éstos son la personificación de los verdugos infernales, no solo en estas com-

pilaciones (tanto la emeritense como la leonesa), sino en toda la literatura hagio-

gráfica. En las varias ocasiones en que alude al infierno (Mon. 3, M., De sap. 1, 8

y 10), Valerio transmite un abismo tenebroso y triste, opuesto diametralmente al más

allá de la dicha. En conjunto, la patrística acentúa la lobreguez del ambiente y el

tono moralizante y dibuja la imagen de los ángeles caídos o servidores del infierno.

El juez atroz ante el que se presentan las almas de los muertos puede ser consid-

erado una transposición ad hoc del legendario Minos o de la implacable Tisífone que,

desde su trono, vigila y atormenta a los condenados de la Eneida y una prefigura-

ción solo icónica de la Voxmea berceana. De aspecto temible, sujeto con fortísimas

cadenas y con un ave semejante al cuervo sobre su cabeza. Éste, el cuervo (también

negro), ha de ser considerado el símbolo antagónico de la paloma y de la cruz que

los dichosos llevan grabada en la frente como divisa del dueño y que se convierte en

señal de salvación para Bonelo: cuando se persigna para defenderse del asedio de los

sayones infernales, un ser anónimo lo rescata y se acaba la pesadilla de la segunda

visión.

Máximo y Bonelo pintan un mundo horrible, más despegado de la tradición; tanto

que da muestra de la libérrima imaginación de Valerio o, si se quiere, de su fuente

oral. En un lugar apartado de la tierra hay un hondo precipicio, cuya sección verti-

cal llega desde el paraíso hasta las profundidades de la mansión demoníaca. Una nie-

bla sombría y un muro altísimo delimitan ese infierno oscuro y espantoso. Hasta el

momento la descripción tiene similitudes con el terrible antro homérico llamado Car-

273 Otro nuevo recurso de carácter universal: el negro. Dentro del ámbito bizantino, la Vida de Simeón el Loco, com-puesta por Leoncio de Neápolis en la primera mitad del siglo VII, nos presenta un demonio disfrazado de etíope (153) y, en otro pasaje, (165), un ciudadano importante en trance de defunción sueña que juega a los dados con otro negro (la muerte) con el que perdía. Este sueño le revela que, de perseverar en su impiedad, el demonio (la muerte en forma de etíope) se llevará su alma. Este tipo de psicomaquias que adquieren dignidad literaria con Prudencio, siguen componiéndose en época protobizantina. Véase, por ejem-plo, El prado, de Juan Mosco (66): Teodosio entra en éxtasis y ve un teatro de tamaño inconmensurable al que asisten espectadores vestidos de blanco y otros, etíopes, de negro. Teodosio tiene que luchar con un negro gigantesco. Cada contrincante es aclamado por sus partidarios hasta que el hermoso árbitro le entrega a él la corona de la victoria. Ambos textos han sido traducidos al castel-lano por J. Simón Palmer: Historias bizantinas de locura y santidad, Madrid, Siruela, 1999.

268

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ibdis, lo cual indicaría no una dependencia directa del poeta griego (poco menos que

imposible), sino subordinación a un tópico no muy difundido 274. Las tinieblas pro-

ducidas por la nube densa y la profundidad misma del lugar impiden la visión. En esa

caverna sin fondo, los condenados residen eternamente sometidos a penas perpetuas.

La gravedad del pecado determina la profundidad de la morada, tal como muestra

Bonelo en su caída pasando vertiginosamente por tres sucesivos niveles cuyos terror,

desolación y atrocidad aumentan gradual y progresivamente. Entre los elementos que

crean un ambiente sórdido destacan las percepciones sensoriales escalofriantes, ya

sean auditivas (alaridos, gemidos, lamentos, lloros y rechinar de dientes) u olfati-

vas (hedor intolerable), que sustituyen la anulación de la vista. Al final, en el

nivel más bajo, arde un mar de pez entre las llamas de un fuego permanente de magni-

tud incalculable. A ese fuego fétido son arrojadas las almas de los desventurados.

Éstas, antes de ser inmoladas, esperan en cubículos singulares que vendrían a ser

correspondencia de las cámaras celestes. La imagen del fuego purificador, aunque ti-

ene fundamento bíblico 275, sin embargo, ha sido mucho más explotada por el pagan-

ismo. Según la mitología, está presente, por ejemplo, en la cremación de Demofonte

por Ceres y en la muerte de Hércules en el monte Eta, tema éste que desarrollan lit-

erariamente Ovidio y Séneca. Luciano lo recompone con forma sarcástica para la

muerte de Peregrino Proteo 276. No obstante, es la vía filosófica la que, probable-

mente, sirve de sustrato sobre el que se edifica el infierno cristiano: la ekpyrosis

de la física estoica, las flammantia moenia mundi de Lucrecio (Nat. rer. I, 73), que

se difunden en los versos de Virgilio, con la muralla y el río ígneos que separan

ambos mundos. El empleo de toda esta terrible parafernalia del horror se debe a que

el hombre medieval necesitaba muchas dosis de temor para abandonar sus intereses

terrenales. Es decir, a más tibieza en lo religioso, más amenaza de horrores. Y esto

supone la otra cara de lo que ya hemos tratado: a menor entusiasmo, más promesa de

gozo. Lo cual explica que se recurra a tantos tópicos (que, quizá, no fuesen tan

274 Díaz 1985 (p. 55), en cambio, considera que la imagen del abismo cortado a pico en el extremo de la tierra tiene origen en la invención personal de Valerio, puesto que es semejante en ambas revelaciones. Sin embargo, no aporta otras razones.

275 La llama que guarda el árbol de la vida (Gen. III, 24); el camino hacia el descanso feliz atraviesa fuego y agua: transivimus per ignem et aquam, et eduxisti nos in refigerium (Ps. LXV, 12).

276 Más detalle sobre estas referencias en Carozzi, p. 131.

269

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eficaces) y no la pretensión del autor de parecer culto, aunque lo fuese.

*******************

En cambio, en los relatos de visiones escatológicas insertos en las obras de

Berceo no hay testimonios infernales porque se habla de ya a fieles convencidos del

cielo. Ni siquiera Oria, cuando hace un alto en su peregrinación, percibe la exis-

tencia de un mundo nefasto, como le ocurría al propio Eneas y a los otros preceden-

tes en pasajes equivalentes. Nada de eso. Ni en Grimaldo ni en Berceo hay la más

mínima referencia al infierno en contextos visionarios. Lo cual invita a pensar en

un cambio conceptual en el género hagiográfico -posterior al siglo VIII, pero ante-

rior al XI- provocado, seguramente, por un cambio en las demandas del público. A

partir de ese momento, se da prioridad a la recompensa frente al castigo, en aras

del objetivo edificante que se persigue. La coerción negativa desaparece en favor

del estímulo exclusivamente positivo. La nueva vida se propone como modelo por sus

valores intrínsecos, dejando de lado las cláusulas terribles que conlleva su re-

chazo.

Es difícil determinar las razones que explican esta importante variación, so-

bre todo teniendo en cuenta el largo período de más de tres siglos durante el que

carecemos de testimonios literarios hagiográficos en el ámbito hispánico, justamente

coincidiendo con el momento en el que se produce este cambio. Los escasos documentos

que nos han llegado sugieren un hiato que nunca se produjo. Posiblemente, tenga in-

fluencia la extraordinaria conmoción que produjo en la Península Ibérica, desde su

publicación en el siglo VIII, el Comentario del Apocalipsis de Beato de Liébana. Li-

gado en cierto modo a esta obra, el fenómeno milenarista trasladó la alucinación ca-

tastrofista, siniestra y delirante que se representaba en el infierno del ámbito

doctrinal y literario al cabalístico de la clarividencia testamentaria. A pesar de

que el hombre medieval no tenía por qué ser cabalmente consciente del milenarismo,

la influencia de la obra de Beato debió de dejarse notar y quizá una vez traspasado

el umbral del milenio, los miedos se volvieron esperanzas. Por otra parte, desde una

perspectiva exclusivamente compositiva, en las biografías que describen un modelo de

270

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comportamiento virtuoso, no tendría lógica literaria ni pertinencia argumental la

pintura de un mundo abyecto, sucio y lleno de calamidades, extraño y completamente

ajeno al protagonista de la vida. Solamente en el caso de algunos personajes de los

Milagros cuyo comportamiento se desvía de la ortodoxia tiene sentido la escena de

los terribles castigos infernales. Pero los breves episodios de esta colección care-

cen del componente visionario y, además, se inscriben dentro de la tradición mari-

ana, que sigue derroteros propios, diferentes de los escatológicos, a pesar de que

ambos se crucen en la figura artística de Berceo.

Ante la ausencia de este motivo en la obra del riojano, podemos, brevemente,

analizar la imagen que se tenía de él en el siglo XIII a través de una obra muy vin-

culada a nuestro autor, el Libro de Alexandre. En un lugar sin luz, rodeado por mu-

ros de azufre y betún, los condenados sienten constantemente la amenaza de bestias

terribles, son sometidos a castigos insoportables. El lugar propiamente dicho se de-

scribe por oposición al locus amoenus (como locus ingratus o molestus): sin flores,

lleno de espinas y cardos, penosas regiones, con antros cubiertos de suciedad y em-

bargados por el hedor. Conserva la jerarquización y la distribución del paraíso,

vertidas a lo infernal, es decir, ubicando a los habitantes en siete comarcas en

razón de los pecados capitales. En medio, el horno en combustión perpetua junto al

que un rey preside la legión de súbditos inmundos que nunca verán a la divinidad

(Alex. 2340-2421). Como siempre, el autor recurre al fondo de cultura cristiana me-

dieval (con su amalgama de elementos paganos y cristianos probablemente fundida ya

en su fuente, Gualterio de Chatillon, e, incluso, antes). Es posible que, como en

sus precedentes, el excurso sobre el infierno combine funciones didácticas (noticias

para instruir a los lectores), doctrinales (con enseñanzas morales), al margen de su

principal cometido argumental, que es condenar a Alexandre, prototipo de individuo

autosuficiente y sin temor de Dios (al contrario que, por ejemplo, Apolonio).

********************

Justamente el anterior ejemplo, el del pasaje del Libro de Alexandre, es un

testimonio indiscutible -el enésimo- de la difusión de la vulgata ultramundana no

271

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solo en el ámbito peninsular, sino en el europeo y, en general, en el pancristiano,

puesto que la escena se encuentra ya, según se ha dicho, en el texto francés de

Gualterio de Chatillon. Por lo que respecta al contenido de este elemento del

tópico, se ha podido comprobar que se concibe en estricta oposición al paraíso ce-

lestial, como punto de referencia que contraste sus valores esenciales.

272

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13-. INTERCESIÓN, SUFRAGIOS Y APARICIÓN POST MORTEM

Los acontecimientos posteriores a la expedición visionaria sirven en parte

para cumplir con los requisitos de la justicia literaria: una aparición póstuma cer-

tifica definitivamente sucesos tan inverosímiles. Pero, una vez satisfecha esa nece-

sidad argumental, se descubren otros intereses externos. El primero de ellos -el más

evidente, puesto que los propios narradores suelen hacerlo explícito- obedece al mo-

tivo cultual que inspira la composición: beneficiarse de las nuevas facultades del

santo en la corte celestial, ganadas por su virtud, como predilecto de la divinidad.

Por otro lado, menos explícito en general, pero manifiesto tácitamente en to-

dos los textos salvo, quizá en los opúsculos de Valerio, hay también un afán public-

itario de difundir no tanto los cultos en sí mismos de los santos cuyas visiones se

relatan, sino, más bien, de ciertos lugares de culto: basílicas, monasterios, dióce-

sis. En este último empeño pueden advertirse diferencias de tono según las épocas y,

por tanto, las circunstancias. En líneas generales, la divulgación adopta actitudes

de defensa activa, que podríamos considerar agresiva, en los versos de Prudencio,

mientras que posteriormente sosiega sus ánimos para concentrarse en la propagación

de las sedes y de los cultos.

******************

Los paradisícolas de Prudencio (Ham. 928), considerados cónsules perennes de

la Roma del cielo (Per. II, 559-560), cumplen una doble función por los que quedan

en este mundo: de intercesión y de protección. Ambas son inherentes al concepto de

himno religioso, de cántico y plegaria de las composiciones de Prudencio, al menos

en el caso del Libro de las coronas. La intercesión la ejercen ante las potencias

supremas. El poeta, para concluir la larga composición dedicada a la pasión de

Vicente, le ruega que interceda como sobresaliente abogado de sus culpas ante el Pa-

dre (nostri reatus efficax orator ad thronum patris, Per. V, 545-548) y, luego, ante

el Hijo, para que se muestre condescendiente y magnánimo con los suyos (placatus ut

Christus suis inclinet aurem properam, ib. 558-559). Se pretende conseguir, mediante

su favor, la remisión de las culpas (Per. IV, 193-196): noxas nec omnes imputet

273

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(Per. V, 560). La súplica a las almas dichosas es garantía de remedio: (oraui quoti-

ens…, opem merui, Per. XI, 178) porque se les ha concedido el poder de otorgar lo

que se les pida (Per. XI, 181-182; II, 561-572). A menudo, la indignidad del supli-

cante para impetrar directamente al Juez (indignus agnosco et scio quem Christus

ipse axaudiat, Per. II, 577-578) es el pretexto esgrimido por Prudencio en la expli-

cación de la función intercesiva de los mártires para remedio de los tormentos

(medellam consequi, ib. 580). Ofrece a cambio sus versos:

Fors dignabitur et meis medellam

tormentis dare prosperante Christo

dulces hendecasyllabos reuoluens. (Per. VI, 160-162)

Pero también ganan el favor divino (Christi fauorem deferens, Per. V, 566) o

protegen (praesidio, Per. VI, 146) con su patrocinio. Ejercen, como la institución

romana de la que toman nombre (patronus, Per. VI, 145), de patronos, protectores,

defensores y abogados 277. Por tanto, la madre de Román se encomienda a él (memento

matris, Per. X, 835), antes de que el niño expire 278.

La descripción del sepulcro se inserta en los versos finales, en los que se

indica su ubicación para difundir el culto de la santa. Prudencio pinta habitaciones

multicolores, abigarradas y brillantes, visiones literarias para construcciones ir-

reales, pero con precedentes inmediatos en el trono apocalíptico:

Tecta corusca super rutilant

de laquearibus aureolis

saxaque caesa solum uariant,

floribus ut rosulenta putes

prata rubescere multimodis. (196-200)

277 El mártir intercede en calidad de aduocatus ante la divinidad, siendo ésta la que se reserva la facultad de otorgar la gracia. Así lo formula Orígenes (De oratione, passim; cf. Agustín, Civ. Dei XXII, 8, 21 e Isidoro Etym. VII, 2, 32).

278 Sulpicio Severo otorga a la intercesión valores más modernos, próximos a los que le concede la Edad Media. Quizás porque el galo ya no tiene tan presente la angustia del martirio. Martín de Tours se erige como modelo del nuevo santo que protege con su bendición a quienes se encomiendan a él, que muestra el camino que hay que seguir y que, con sus oraciones, hace méritos por ellos (Ep. II, 16-18).

274

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Finalmente, el autor reconoce la capacidad de intermediación del nuevo ser an-

gélico ante las majestades divinas y ofrece sus versos e inspiración como pago del

amparo que solicita. También hace extensivo el poder de esta uirginalis oratio (en

palabras de Leandro) a todo el pueblo cristiano: prospicit haec populosque suos

(214). Inés, por su parte, intercede para que se devuelva la vista al hombre lascivo

que la atacó (XIV, 57-60; cf. también 4-6). El propio poeta le invoca, en los últi-

mos versos, para que interceda por la remisión de sus faltas (XIV, 126-133). Las mu-

jeres que se entregan al martirio conservando la integridad de sus espíritus pro-

tagonizan la superación de la claudicación de Eva. Inés, en una imagen que prefigura

la iconografía mariana, pisotea la serpiente (XIV, 112-113): nunc uirginali perdomi-

tus solo (XIV, 116). El alma permanece ligado al cuerpo mientras éste no es destru-

ido, en tanto que es su principio vital. Por eso, regresa sin problemas conceptuales

al cuerpo.

********************

En las VSPE, la visión culmina con una demostración flagrante y explícita de

la inefabilidad del lugar, puesto que Agusto interrumpe su relato omitiendo consci-

entemente el espectáculo maravilloso que aún disfruta. El infante emeritense vuelve

al siglo y muere en el día. Esa misma noche se aparece post mortem, vestido de

blanco y con el rostro de un blancor níveo, a un joven compañero suyo, Veraniano.

Como es frecuente, éste queda tan aturdido y confuso por el miedo que no osa acer-

carse. Entre otros factores que este epílogo comparte con los relatos de mirabilia

merecen ser destacados también el que tenga lugar en una noche desfavorable

(intempesta nocte) y la insistencia en la sinceridad del testigo, ya sea a través de

una caracterización tópica (quidam puer simplex et uerax) o bien garantizando la

revelación mediante juramento:

…intempesta nocte idem Agustus aliorum puerulum equeuum suum nomine Quintilianem a foris per

nomen uoce magna uocauit. Cuius uoce audita et cognita, quidam puer simplex et uerax nomine Verania-

nus ilico surrexit egressusque ad illum accedere non presumsit; cuius faciem niueo candore uidisse

275

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cum iuramento testatus est. (I, 116-122)

En consecuencia, se ha cumplido la ceremonia iniciática y mistérica. Un ele-

gido ha recorrido la senda del conocimiento absoluto y total. Es lo que se pide a

los feligreses: que sean vasallos perfectos. Antes de llegar al más allá, era un

alma sencilla e ingenua. La divinidad celeste se refiere a él con términos semejan-

tes que delatan incultura, ignorancia y grosería en el nuevo mundo: aliquis rusticus

est? (I, 60). Una vez que ha participado del ágape eterno, adquiere la condición de

iniciado y merece contemplar el rostro de la deidad suprema (I, 79-80). Finalmente,

Agusto ha logrado conocer anticipadamente el premio que le está destinado para de-

spués de su inminente muerte física. Completo ya el trámite escatológico, la primera

narración de esta compilación emeritense alcanza una dimensión ética de carácter

edificante, puesto que propone unas pautas de comportamiento muy simples: la pura

inocencia y la oración, representadas aquí en la persona de un niño de nombre conno-

tativo: Augusto. Al mismo tiempo, se difunde la fama de la diócesis y, especial-

mente, de la basílica de Santa Eulalia, por cuya intercesión suceden estos hechos

admirables. Es lógico que se mencione el lugar donde ocurrieron -la basílica de

Santa María-, no solo para proclamar su nombre, sino también como indicio de veraci-

dad: se da incluso la apelación popular del templo, Quintisina, lo que denota famil-

iaridad con los autos y conocimiento directo de los mismos.

En el cuarto opúsculo de la colección, hay otros dos ejemplos de apariciones

post mortem. En ambos casos, dos personajes asisten pávidos y estupefactos al es-

pectáculo que se muestra a sus ojos, especialmente el monje: obstipuit et exterritus

ac tremebundus pre timore factus est uelut mortuus (IV, 7, 26-27). El joven eleva

los ojos y ve una esfera ígnea 279 que avanza de una iglesia a otra y una muchedum-

bre de santos (multitudo sanctorum) de blanco (candidatorum agmina) en peregrinación

por los templos de la ciudad. En medio de ellos avanza, como uno más, el obispo Fi-

del, ricamente ataviado con un ciclatón de blancura nívea (ciclade nivea indutum)

279 Este prodigio cuenta con un antecedente en los Diálogos de Sulpicio Severo, II, 2, 1-2.

276

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280. Las puertas de la ciudad se abren por voluntad divina, pero el joven, que

quiere seguirlos, encuentra las puertas cerradas. Aparición semejante se le presenta

a un monje (IV, 8). El religioso escucha, primero, cánticos maravillosos (uoces mire

modum modulationis canentium) y ve, más tarde, a Fidel acompañado de innumerables

santos en el coro de la iglesia, antes de despertar casi al amanecer. Las almas de

estos bienaventurados, una vez llegan al palacio supremo (in celesti sacrario), al-

canzan el rango de los mártires, por su pureza y valor, que superan ampliamente el

del oro puro y las piedras preciosas. Así son descritos los mártires que han alcan-

zado la gloria, aunque este fragmento no procede de ninguna visión, sino que es, más

bien, la manifestación escrita de las creencias del autor: animas omnis auro obrizo

puriores omnique lapide pretioso pretiosiores (V, 12, 17-20). Allí hay sendas coro-

nas predestinadas para ellos (IV, 8, 31). Vuelven en sí y regresan al siglo re-

ligioso y oblato y cuentan lo sucedido a un personaje que les pide discreción, al

menos mientras viva el aparecido, es decir Fidel. En caso contrario, el monje impru-

dente y lenguaraz es castigado con la muerte (IV, 8).

********************

Como se sabe, el paso por el otro mundo es fugaz: aún no ha llegado el mo-

mento. Y el monje visionario, en las tres peregrinaciones que nos sirve Valerio,

debe hacerse aún acreedor al premio. La divinidad ordena que el alma de Baldario sea

devuelta al cuerpo que abandonó: Reducite eum ad corpus suum, quia nondum completum

est tempus eius. A Máximo es su guía quien le revela que su visita ha sido una pro-

spección de futuro y le conmina a volver a la tierra para que haga vida de peniten-

cia:

Bene. Vadens modo reuertere in domum tuam, et si bene egeris beneque penitueris, mox iterum

reuersus fueris, in isto amenitatis loco te suscipiebo, et mecum permanebis usque in eternum.

280 La indumentaria de los clérigos cuando celebraban era blanca (IV, 6, 5). Por tanto, debemos considerar que ese color representa a los elegidos. Los monjes de la diócesis observaban, como era preceptivo, la castidad, con el objeto de ganar la fe-licidad celestial, según se deduce de los textos y se explicita a veces (p. ej., IV, 2, 70-72: perseuerantes cum timore Dei in castitate post multo temporis interuallo ad supernam patriam uocatione diuina adsciti sunt). Es probable que esté latente en todos los tex-tos de la colección la relación tácita, recóndita y larvada, entre la candidez y la castidad, en la idea de que la primera es consecuencia y señal de la segunda, como se encargan de formular los otros textos hagiográficos comentados.

277

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Pero los afortunados visitantes, como luego hará Oria, se resisten a abandonar lugar

tan inmensamente agradable. Así se lo suplica Máximo a su ángel:

Domine, fac in me misericordiam ut me ad terram illam iniquissimam non remittas, quia tecum

esse desidero…

Al volver al cuerpo, Máximo y Baldario presencian su propio velatorio, al que

asiste un numeroso concurso de cofrades. Repárese en esta circunstancia, que se re-

petirá idéntica en el poema dedicado a la reclusa riojana, especialmente en el caso

de Máximo, que no recupera la salud y muere al poco de reincorporarse 281.

********************

Como es habitual en estos relatos, una vez en la gloria, la afortunada Oria se

aparece a una persona próxima (recuérdese el caso de Fidel o el de Agusto), en este

caso a Amuña, su madre. El objetivo de estas apariciones es constatar ante el mundo

que las visiones previas fueron cumplidas: frecuentemente, el santo visionario se

aparece integrando una de las cofradías celestiales que conoció en su tránsito. Sin

embargo, el hagiógrafo Muño (o el propio Berceo) introduce la novedad de una conver-

sación en la que, con la disposición erística típica de estos relatos 282, Amuña so-

licita información sobre el estado actual de la aparecida, lo que sirve igualmente

para certificar lo previsto y merecido. Tal vez resulte demasiado arriesgado retro-

traer esta escena entre madre e hija al encuentro de Eneas con su padre en los Cam-

pos Elíseos. Pero quizá no lo sea constatar algunas concomitancias. La obra berceana

intercambia los papeles: Eneas interroga a su padre sobre el otro mundo; aquí es

281 Cf. Sulpicio Severo, U. Mart. 7, 5-6: solamente el alma asciende, despojándose de las ataduras terrenas que le lle-gan por vía sensorial. Pero, al encontrarse inmadura aún, es restituida a su vida anterior, con el objetivo de que redima sus penas. Dos ángeles, quizá herederos de las dos palomas venéreas, lo devuelven a este mundo, para que comunique sus experiencias.

282 Sólo por afán de ilustración daremos referencia de algunos ejemplos de este fértil recurso en el poema de Berceo para que sea comparado con las obras precedentes. Oria recibe información sobre diversas cuestiones del más allá mediante un pro-cedimiento erístico simple: de las guías (28-29), de diferentes personajes que le salen al paso en su peregrinación (56, 66-73, 77-78), de la divinidad (82), de Voxmea (92). El método se utiliza también con otros personajes, como en la aparición de García a Amuña (163-164).

278

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Amuña la que pregunta a Oria. En ambos casos, la alegría del encuentro funde a los

protagonistas en un abrazo. Al finalizar las entrevistas, Amuña y Eneas (que sale

por la puerta de los sueños) despiertan2 8 3 .

La escena de la aparición post mortem tiene precedentes en ciertos relatos de

literatura visionaria. Por ejemplo, igual que el ciudadano que viaja a Cauliana se

ve obligado a pasar la noche fuera de su ciudad (símbolo de la ‘Jerusalén celeste’)

y, luego, con las primeras luces, le abre el portero y puede entrar, aunque ya fuera

del ambiente visionario, es otra vez la puerta del puente (IV, 7, 17-38); así tam-

bién Oria hubo de pasar la primera noche a las puertas del cielo, en compañía de sus

inseparables mártires, hasta que a la mañana siguiente abre la portera y es recibida

como merece2 8 4 :

“Madre”, dixo la fija, “en la noche primera

non entré al palacio, non sé por qual manera.

Otro día mannana abrióme la portera:

resçibiéronme, madre, todos por compannera.”

“Fija, en essa noche que entrar non podiestes,

¿quién vos fizo companna mientre fuera ‘stoviestes?”

“Madre, las sanctas vírgines que de suso oyestes,

‘stovi en tal deliçio en qual nunca oyestes”. (SOria 196-197)

********************

En suma, la conclusión de los relatos de visiones ultramundanas consiste en

una especie de epílogo ajeno a la narración propiamente dicha, que cumple como una

transición que devuelve el interés del lector al objetivo real del texto, del que la

visión era solo una prueba de eficacia. Este procedimiento conclusivo se constituyó

en un elemento más del estereotipo. Así lo confirman, para la tradición hispánica, 283 Lappin (p. 212) considera el abrazo una característica universal de las visiones, no respetada únicamente en la

aparición de García, el padre de Oria, a Amuña: the visionary and the saint embrace, an element shared by all the visions except Amunna’s vision of her husband.

284 Aunque en un principio sugiere que esta escena puede constituir un rasgo distintivo de la liturgia mozarábica (y aporta una antífona para probarlo), Lappin (p. 216) entiende que el cielo es concebido como una extensión del monasterio, en este caso en versión femenina.

279

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nuestros autores, puesto que lo hallamos ya en Prudencio y lo usa también, casi un

milenio después, Berceo.

280

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14-. EL MUNDO SUPRATERRENAL EN LA TRADICIÓN APOCALÍPTICA DE BEATO

Puesto que el fenómeno literario se produce dentro de un contexto cultural más

amplio, es natural que, por ejemplo, estudiosos de la literatura aconsejen el anál-

isis de las circunstancias como presupuesto indispensable para profudizar en el

conocimiento del objeto de estudio e incluso algunos de ellos se apliquen a la tarea

285. Igualmente interesante resulta examinar los versos de un poeta a la luz de

otras disciplinas artísticas contemporáneas relacionadas de diversas maneras y con

variada intensidad con el entorno histórico o, mejor aún, con el medio ambiente cul-

tural que favorece un fenómeno literario. En el caso del objeto de nuestro estudio,

un género que se desarrolla a lo largo de toda la Edad Media (los viajes escatológi-

cos y las visiones del más allá), tal perspectiva puede resultar fructífera.

Sin embargo, los diferentes factores que determinan el milenio (no solo por su

gran extensión cronológica, sino también por las abigarradas coyunturas en que se

desenvuelve un subgénero literario que permanece invariable e idéntico a sí mismo,

relativamente ajeno a aquéllas) plantean un problema: ¿en qué grado es sensible a

ese influjo?. No debe ser soslayado el hecho de que el desarrollo del tema hagio-

gráfico afecta con la misma intensidad a todo el universo medieval cristiano, desde

las Islas Británicas hasta el Oriente Próximo. Se trata, pues, de conjugar los con-

ceptos de unidad y diversidad en torno a las visiones literarias de carácter esca-

tológico. No hay tanta diversidad porque esta literatura contiene la enseñanza de

una institución, la Iglesia, que se extiende en todos los sentidos.

En tal contexto se obtendrán resultados muy importantes estudiando manifesta-

ciones artísticas concomitantes con el mundo literario hagiográfico escatológico

bien por analogía temática, bien por haber surgido en el ámbito del monasticismo

hispánico septentrional e, incluso, reducido al entorno espiritual y religioso rio-

jano o, más aún, emilianense. Entre los primeros (aquéllos que comparten tema) se

encontrarían las hagiografías icónicas que contribuyeron a la expansión del culto de

los santos relacionado con intereses clericales diversos -entre otros los económi-

285 Entre unos y otros se encuentran, por ejemplo Saugnieux 1978 y 1981, Alvar 1992, Abou-el-Haj 1997 y las obras de González Echegaray y Silva y Verástegui que figuran en la bibliografía. A ellos deben sumarse otras como las de Ballesteros-Gai-brois (Los marfiles de San Millán de la Cogolla y de Suso, Valencia, 1944) y Chaves-Labarta de Chaves (‘Influencia de las artes visuales en la caracterización de la Virgen en los Milagros de Nuestra Señora’, Berceo 94-95, 1978, 89-96.

281

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cos- y, probablemente, con la atención espiritual a los peregrinos. Los ejemplos de

estas expresiones dentro del circuito monástico son algunas plasmaciones icónicas de

tales contenidos hagiográficos con correspondencias literarias: la decoración del

arca y el detalle del cenotafio del propio monasterio de San Millán en el que apare-

cen representadas, probablemente, la reclusa Oria y su madre. Estas dos últimas

muestras de la imbricación de todas las manifestaciones artísticas entre sí tienen,

evidentemente, gran trascendencia para nuestro tema particular, porque constrastan

fehacientemente el rendimiento inmediato de estos presupuestos del mundo hagio-

gráfico en la vida cotidiana medieval, en la vida de los monasterios en general y

del cenobio riojano en particular. Si bien es cierto que unas particularidades re-

gionales no deben hacernos perder de vista el sello genérico que agrupa estos rela-

tos y los mantiene esencialmente iguales.

El caso concreto del relicario de San Millán, tiene una especial repercusión

porque es la más antigua manifestación hagiográfica en semejante soporte (ilustra,

lógicamente, la vida del santo epónimo, cuyos restos guardaba), porque los artistas

se guiaron por el texto de Braulio (lo que refuerza lo dicho anteriormente respecto

a las interrelaciones artísticas) y porque, además de perpetuar la memoria de la re-

fundación del monasterio por el rey navarro García de Nájera, contiene efigies de la

familia real contemporánea a la realización del trabajo y, especialmente, los re-

tratos de varios monjes de la congregación emilianense, en tiempos de los abades

Blas (protagonista de la refundación del monasterio y primer abad del de Suso) y Pe-

dro (promotor del arca conmemorativa). Entre los personajes representados figuran

tres Muños, a uno de los cuales se le considera un noble relacionado con el aconte-

cimiento 286. De los otros dos, cualquiera podría ser nuestro Muño: uno aparece con

el abad Blas, identificado como scriba politor supplex y, por lo tanto, inmerso ple-

namente en el mundo del scriptorium emilianense y persona ilustrada; el otro aparece

junto al abad Pedro, quien suscribe la copia emilianense del Liber Commicus por esa

286 Silva 1999, p. 22. En sendos documentos contemporáneos (editados en el Cartulario de San Millán de la Co-golla (759-1076), ed. Antonio Ubieto Arteta, y en el Cartulario de San Millán de la Cogolla (1076-1200), ed. Mª L. Ledesma Rubio, ambos en Anubar-IER, en Valencia, 1976 y Zaragoza, 1989, respectivamente) aparecen estos tres personajes. Blas y Pedro como abades del monasterio. Ambos, junto a Muño, actúan como confirmantes en documentos de la época en que vivió Oria: por ejemplo, el del 24 de marzo de 1074 (nº 414 de la edición de Ubieto) y otro de 1079 (nº 21 de la edición de Ledesma).

282

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misma época 287 y, en consecuencia, también se halla estrictamente vinculado al

mismo ambiente. El primer Muño se enfrenta al escrúpulo léxico del título que le

acompaña: scriba. ¿Debe entenderse este término en sentido literal, es decir, como

mero y sobrio copista, incapaz de redactar un relato hagiográfico y desligado de cu-

alquier interés creativo o bien en sentido lato, de escritor notable (como hace Uría

288), de manera que se acepte que pudo cumplir las funciones de confesor y tutor de

Amuña y Oria y de redactor de la biografía latina de esta última? En cambio, el otro

Muño tiene la ventaja de ser rigurosamente contemporáneo de los extraordinarios

acontecimientos que jalonaron la biografía de Oria.

Por tanto, parece que el contraste de los datos extraídos partiendo del examen

de los diversos testimonios artísticos permite iluminar desde ángulos diferentes las

circunstancias que convergen en el hecho literario. De la misma manera que ha ocur-

rido en el anterior caso de la Vida de Santa Oria y el entorno cultural de San

Millán, se cumple en inmensa proporción en el caso de los Comentarios al Apocalipsis

de Beato de Liébana. Esta obra representa por antonomasia la necesidad de abordar

las formas artísticas con afán totalizador, no solo por la cantidad de manifestacio-

nes implicadas (literatura, pintura, escultura, miniatura, etc…), sino también por

el tramo cronológico que abarca, que viene a coincidir con el de nuestro estudio so-

bre la visión literaria del ultramundo. Uno de los responsables de una edición de

las obras completas de Beato asegura “haber visto reflejados [en las esculturas

románicas de Cantabria] algunos de los temas principales de las magníficas ilustra-

ciones con las que se iluminaban los manuscritos del In Apocalypsin, pero también

unas alegorías sexuales y nupciales relacionadas con aquellas descritas en el texto

del mismo en la extensa carta contra la herejía adopcionista de Elipando” 289.

Por otro lado, aparte de que el tema apocalíptico evoluciona siguiendo una

trayectoria paralela -llegando, a veces, a ser tangente- a la de la visión ultramun-

287 Díaz y Díaz 1979 (1991), ps. 184-185.

288 Peña 1961 y, sobre todo, Uría en la introducción a su edición del poema en Castalia, se decantan por éste, a quien identifican con el hagiógrafo de Oria porque sería mucha casualidad que coincidiesen por los mismos años (la arqueta se hizo para la traslación del 26 de septiembre de 1067), en el mismo monasterio, dos escritores notables, con el mismo nombre (ps. 19-20). Un tercer Muño, identificado por Lappin (p. 153) como el confesor de Oria es el scriba exarator et testis del documento nº 10 de 26 de agosto de 1078.

289 Beato 1995, p. LVI.

283

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dana, comparte con los textos que manejamos la técnica de composición. Es natural -

puesto que las respectivas evoluciones diacrónicas obedecen a idénticas circunstan-

cias debido a la cierta analogía de los temas- que, en ambos casos, predomine el re-

curso de la compilación, tan socorrido en la época que nos ocupa. Gran parte de

nuestros autores hacen uso consciente y voluntario de una técnica compilatoria, muy

creativa y prácticamente independiente de los textos fuente unas veces (Prudencio),

básicamente recopilatoria otras (VSPE), pasando por lo que se podría considerar como

composición recreativa (la colección hagiográfica de Valerio), hasta versiones per-

sonales como las de Gonzalo de Berceo. De igual manera, la tradición escatológica

que catapulta literariamente Beato se constituye a partir de textos apocalípticos

compuestos en los primeros siglos de cristianismo, aglutinados o recompuestos a modo

de mosaico por el monje lebaniego en el siglo IX. En todo caso, se trata -y en ello

reside la labor personal y genuina del compilador- de reordenar de una manera

inédita materiales ajenos, mostrencos ya en muchos casos por la imposibilidad de

identificar a su autor original. El éxito inaudito del nuevo comentario resultante

fue tal que su verdadera dimensión aún no ha sido medida. Pero la tradición que nace

con Beato es tangente a la de las visiones trasmundanas no solo por concomitancias

temporales, sino también porque ambas se contaminan elementos o, al menos, hay cier-

tas intersecciones icónicas entre ellas, que es justamente lo que trataremos de ex-

aminar a continuación. Tal empeño carece de valor prescriptivo, puesto que es impo-

sible resolver nada con criterios absolutos teniendo en cuenta la naturaleza profun-

damente mestiza de estas obras o, mejor, de este milenio. Además, la técnica compi-

latoria o de mosaico que caracteriza esta época es, como ya se ha dicho, vertical,

diacrónica, pero también horizontal, omnicomprensiva, que se adentra por múltiples

intersticios ideológicos, filosóficos y doctrinales heterogéneos, pero presentados

simultánea y aglutinantemente. De manera que tanto el autor de la VSPE como Valerio,

Beato, Muño o Berceo redactan sendos compendios de teología dogmática, de teología

moral, de doctrina, de tradición bíblica, etc… cuyos límites son difusos porque su

procedencia es muchas veces indefinible. Sin embargo, en diversos grados, pero en

todas estas obras (quizá excluyendo la de Muño, cuyo texto no podemos comentar, y la

del emeritense) se percibe la personalidad dominante o el espíritu característico

284

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del compilador. Otro ejemplo menor de este mismo procedimiento recreativo, marcado

por un estilo coloquial y cercano, que explota la cultura mostrenca, nos lo ofrece

un texto contemporáneo de Berceo sobre la traslación de las reliquias de Millán, que

fue compuesto a partir de varias traslaciones de siglos anteriores: Translatio

Sancti Emiliani, del monje Fernando.

Por último, todas las visiones del más allá se nos han transmitido en compila-

ciones más generales de obras edificantes 290, al igual que el comentario de Beato.

Eso significa que ambas tradiciones comparten circunstancias, algunas concomitancias

temáticas y técnica compositiva, pero también intenciones y objetivos. Las recopila-

ciones que contienen visiones y el compendio lebaniego, cada uno con sus caracterís-

ticas propias, coparticipan de ciertos objetivos. Por ejemplo, tanto unas como otro

quieren proporcionar un corpus doctrinal asequible para la edificación espiritual de

un entorno de cofrades más o menos inmediato en principio, aunque luego la difusión

posterior supere en ambos casos las expectativas iniciales. Pretenden satisfacer,

cada uno en su tiempo, una misma demanda doctrinal -incluso pastoral- permanente a

lo largo de toda la Edad Media, que es la que estimula la voluntad didáctica de to-

dos ellos. La misma que se prolonga siglos después en sus epígonos respectivos: por

una parte, las ricas y famosas ilustraciones expositivas y explicativas de las co-

pias del comentario del Apocalipsis y, por otra, el sistemático empeño docente del

mester de clerecía. Sin duda hay una cierta adaptación progresiva a un cambio en el

público: religiosos, clérigos y monjes para las compilaciones más antiguas (VSPE,

Valerio, Beato, Muño) y, en cambio, el vulgo cristiano para las traducciones

pictóricas y escultóricas de Beato y para los poemas de Berceo.

En segundo lugar, se conciben como material propedéutico utilizable en la pre-

dicación litúrgica (Beato), en la ilustración de cofrades (Valerio) o en la propaga-

ción del culto (VSPE, Muño, Berceo). Y este rasgo es común con otro tipo de obras,

como son las de carácter homilético, que también circulan compendiadas y extractadas

por los escritorios monásticos y con las que el corpus visionario y, en especial,

290 Bajo tal epígrafe puede inscribirse incluso el caso de Oria y Berceo, si se entiende que la obra de éste es, en rigor, una nueva forma de presentación (un odre nuevo) para un programa idéntico al de sus predecesores (el vino viejo). La diferencia re-side en que Berceo aborda ese programa proyectando y reconstruyendo, a su vez, obras independientes, vistas, sin embargo, en su conjunto como una compilación de obras morales, doctrinales y teológicas. A grandes rasgos, Berceo aborda la misma empresa con una amplitud de miras nueva y, por supuesto, más moderna.

285

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Berceo tienen en común una perspectiva eminentemente pastoral.

Y, en tercer lugar, en todos los casos la redacción de las obras respeta las

convenciones literarias de su época, muestra aspiraciones artísticas y hace uso con-

tinuo -como tantas obras contemporáneas- de la apelación a la auctoritas, aunque,

según se ha dicho ya, por encima de ésta se eleva el genio peculiar e idiosincrásico

del respectivo compilador. Desafortunadamente, las anteriores apreciaciones valen

para todos, excepto para Muño, en quien no pueden ser enjuiciadas sino indirecta-

mente a través de la versión de Gonzalo de Berceo y siempre demasiado aventurada-

mente.

Teniendo en cuenta, pues, esa especie de evolución paralela y periódicamente

covergente de las tradiciones apocalíptica y escatológica y considerando asimismo

que algunos de sus protagonistas coinciden eventualmente en algunos aspectos 291,

intentaremos rastrear las características de los viajes ultraterrenos tanto en el

texto de Beato como en las ilustraciones de las copias que generó su difusión. Aun-

que Beato vivió en el siglo IX, los materiales que recompone proceden de varios

autores de siglos anteriores y las ilustraciones de sus códices cubren el Medievo

hasta el siglo XIII. Por lo tanto, tal circunstancia le otorga validez como punto de

referencia. Por otra parte, a pesar de que interpreta un tema escatológico, no hay

coincidencia manifiesta entre su obra y la hagiografía trasmundana de raigambre

clásica. Sin embargo, en virtud de esa cultura mostrenca que incubó ambas, pueden

apreciarse en el entorno de la obra lebaniega ciertos elementos que quizá aporten

luz al género de la visión literaria del más allá.

Casi en el principio absoluto de la obra, al comienzo de la llamada Summa

dicendorum, Beato anuncia el pretexto de la misma, que es la satisfacción de una de-

manda de su colega Eterio (prol. I, 1, 21-23 y 3, 1-16). No es tan importante el

recurso en sí mismo como la confesión por parte del propio autor del propósito

didáctico que mueve su empresa. El primer prólogo de la obra se escribe a instancias

de Eterio para la edificación de sus hermanos en la fe (ob aedificationem studii

291 La misma idea transmite Uría 1999 en comentarios como el siguiente: Beato es, como nuestro Berceo, un monje que escribe para otros monjes. Su libro quiere ser una explicación de toda la Revelación, se inspira de la doble preocupación es-piritual y pastoral (p. 129). Pero Berceo no escribe para este tipo de monjes, sino para que las jóvenes pretendan ser nuevas Orias, para que los peregrinos visiten ciertos lugares, para que los gobernantes no olviden el monasterio de San Millán o para que la gente sea devota de María.

286

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fratrum, I, 1, 22). Este procedimiento era frecuente en la época y se recordará que,

entre nuestros autores, ya Valerio hizo uso de él. Al confesar abiertamente que se

propone una refección de textos ajenos, por una parte confirma su labor de compila-

ción, pero, por otra, declara también su intención de presentar la doctrina escritu-

raria de acuerdo con una interpretación ortodoxa y ‘en lenguaje popular’, según él

mismo afirma, asequible, por tanto, al público destinatario:

Quae quamvis omnibus nota sint qui per amplitudiem Scripturarum percurrunt; facilius tamen ad

memoriam redeunt, dum brevi sermone legutur. […] in hoc, quamvis plebeio sermone, in aliquibus deri-

vatum, tamen plana fide atque devotione expositum, recognoscas. (Pról. I, 1, 9-11 y 15-16)

Para cumplir tal empresa, la fórmula literaria apropiada es la amalgama de

textos patrísticos ensamblados. Renuncia a utilizar sus propios términos y a es-

grimir sus argumentos, en aras de la fidelidad a la doctrina y como reconocimiento

de su inferioridad dogmática, que, en cierto modo, significa el recurso tácito del

topos humilitatis. Como posteriormente también Berceo, declara sus fuentes, aunque,

a diferencia del riojano, no se trate de una fuente única, sino múltiple, y no la

recree, sino que solamente superponga unos fragmentos a otros, cosa los textos de

las autoridades que lo avalan. En esto, como es lógico, Beato está más próximo al

compilador emeritense o al bergidense que a Berceo, pues éste se sirve de un único

texto fuente que transforma y crea de nuevo, mientras que aquéllos recurren a varie-

dad de apócopas veneradas que aportan no solo el prestigio literario y moral de sus

autores, sino también el texto literal nuevo. Es decir, los compiladores altomedie-

vales tratan los textos con veneración y apenas los alteran; Berceo se enfrenta a

otros textos ya más ligeros de por sí con una nueva actitud, igualmente respetuosa,

pero menos sacramental. Por decirlo en términos del propio Beato, para lograr

idéntico objetivo (hacer comprensible la doctrina a una parte numerosa de la comuni-

dad cristiana), unos revuelven los libros de predecesores reputados (maiorum statim

libros revolvi, pról. I, 3, 10), mientras que el otro, más próximo a la vida co-

tidiana extramuros del cenobio, propaga y populariza a partir de textos fuente a los

que alivia de carga dogmática dando preferencia a las noticias de carácter

287

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episódico.

En cualquier caso, Beato limita su labor al ensamblaje, a la recolección de

fragmentos ajenos:

Quae non tamen a me, sed a sanctis patris explanata reperi, in hoc libello indita sunt, et

firmata his auctoribus. (pról. I, 1, 11-12)

Hasta el punto de resumir en una imagen su propósito básico: esta compilación

es la llave de la biblioteca (omnium tamen librorum thecae hunc librum credas esse

claviculam, pról. I, 1, 15-16). Debe entenderse un reconocimiento implícito de la

función propedéutica del Comentario: invitación al lector a que se adentre progresi-

vamente en las profundidades de la doctrina. También debe deducirse un testimonio

subliminal más del verdadero afán divulgativo -expreso y manifiesto también en el

Apocalipsis, la obra que los textos comentan-, que pretende ser inicio del camino

hacia el entendimiento de la verdad absoluta. En otro pasaje (I, 4, 31-32), al ex-

plicar la obligación que tiene quien accede a ese conocimiento de difundirlo por es-

crito, tácitamente se admite que este comentario participa en esa misión difusora.

De manera que puede afirmarse que los demás hagiógrafos medievales coparticipan en

diverso grado de la misma tarea y así lo consideran, aunque, evidentemente, orientan

sus obras a las demandas de sus repectivos públicos. Si el anónimo emeritense com-

pila o redacta para sus cofeligreses, Valerio para la comunidad de monjes dirigida

por Donadeo y Berceo para proponer, en el caso de Oria, un modelo de vida a las

jóvenes riojanas, Beato, a instancias de Eterio, compone una antología de textos te-

ológicos en un entorno hostil en el que la doctrina ortodoxa se ve amenazada por

discrepancias heréticas. Por tanto, podemos concluir que tanto el Comentario como

las hagiografías visionarias comparten intención, pero ésta se ve matizada en cada

caso por compromisos inmediatos diversos (unos de índole genérica y otros extral-

iterarios) que determinan la notable distancia existente entre ambas. Esto justifica

lo que venimos diciendo sobre la importancia del receptor, al que nunca debemos per-

der de vista y en el que nos detendremos en el epílogo.

Todos estos compiladores (así se les puede llamar puesto que su labor con-

288

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siste, esencialmente, en compendiar un florilegio a partir de extractos) están im-

buidos del espíritu intelectual del momento, en mayor grado en tanto que sus recopi-

laciones son vehículo de opiniones heterogéneas, pero convertidas por la tradición

en dogma común. Por ejemplo, todos ellos aceptan el principio hermenéutico

consagrado por la Patrística y predominante en el Medievo: todo lo relativo a la

verdad absoluta se expresa por medio de signos. De la misma manera en que los textos

bíblicos admiten varias interpretaciones según la profundidad del análisis, así tam-

bién los demás textos más o menos teóricos de asunto cristiano. Beato reconstruye su

obra siguiendo la estela de la tradición alegórica apocalíptica cuyos principios ex-

pone en varias ocasiones. Si el Antiguo Testamento ha de ser interpretado a la luz

del Nuevo (III, 4, 257-260 y 264-268), el monje lebaniego se dispone a explicar los

símbolos clasificados del Apocalipsis. Hablando de las escrituras afirma su natu-

raleza críptica: Plurimum in his absconditum est. Aliud littera, aliud mysticus

sermo significat (IV, 6, 129-130). E, incluso, hace expresa la definición canónica

de alegoría por la que se resuelven y descifran los símbolos utilizados en la lit-

eratura hagiográfica:

Allegoria est significantia, cuiuscumque rei, ut aliud sonet in verbis, aliud intelligas in

mysteriis, id est, in secretis, et spiritualibus. (I, 5, 178-180)

Por lo que respecta al preámbulo humano del itinerarium mentis ad Deum, es de-

cir, de la vida terrena, especialmente en nuestro caso vinculada a un monasterio,

dentro de ese territorio común doctrinal, Beato acepta varios principios explícitos

de diversas maneras en todos nuestros autores: Duo quippe sunt genera martyrum: unum

aperte per gladium, aliud in occulto per poenitentiam (III, 4, 480-481). Equipara,

por tanto, el valor del recogimiento monástico con el del martirio, pero también

hace del desprecio del mundo el pilar básico de esta vida angélica, en términos tan

próximos a los de Valerio que no caben dudas acerca de un substrato anterior latente

en cuyo regazo ambos se forman intelectual e ideológicamente. Véase lo que dice de

pasada al tratar sobre la santificación del domingo, un asunto poco relacionado a

priori con el contemptus mundi:

289

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…et a terrenis operibus, vel mundi illecebris abstinentes, ob hoc tantum divinis cultibus

servire oportet, dantes scilicet diei huic reverentiam propter spem resurrectionis nostrae, quam ha-

bemus in illa. (I, 3, 114-117)

De igual modo, la salida del pueblo judío de Egipto es para Beato un símbolo

anagógico que prefigura la futura destrucción de las doctrinas perniciosas y la ru-

ina de los errores y falsedades del mundo que culminará con la segunda venida de

Cristo, pero se actualiza en cada uno de los cristianos que, anticipando ese día

portentoso, abandonan la vida secular, engañosa y perversa, y se recluyen en la es-

trechez del espacio intramuros de un convento para adiestrarse en lo que será la

nueva Jerusalén:

Nos tamen dicimus spiritualiter, quod egredientibus nobis ex Aegypto istius saeculi, errorum

idola corruunt, et omnis perversarum dogmatum cultura quatiatur. (II, 2, 206-208)

Las resonancias de los textos hagiográficos medievales en general y de los vi-

sionarios en particular son intensas. El abandono del mundo, de la mentira, signi-

fica lógicamente el acercamiento a la verdad.

En consecuencia con lo dicho, el uir sanctus que la hagiografía propone como

modelo está presente en otros pasajes del Comentario. También aquí es el modelo de

conducta. Se somete a un proceso de inmolación que recuerda la anacoresis de los

monjes visionarios porque se proyecta en dos sentidos: el físico, con la eliminación

radical de toda dependencia corporal por el ánimo de negar los sentidos; y el me-

tafísico, por el que se entrega en alma a los demás, como paradigma moral. Los pro-

tagonistas de las visiones acceden a éstas por entrega incondicional a la empresa

trascendente de la felicidad eterna. Pero, al mismo tiempo, según Beato, se consumen

como carbones (III, 2, 150-152) ardiendo para iluminar la conducta ajena. Vuelve la

omnipresente dicotomía luz/oscuridad para delimitar el término y el comienzo, re-

spectivamente, del itinerarium mentis ad Deum. En todos los casos se presenta como

un proceso inductivo que de la multiplicidad y el engaño superficial inicia un

290

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movimiento ascendente hacia la única verdad. Y siempre el agente es el uir sanctus,

quien, llevado de su amor a la verdad y por el deseo de alcanzar la luz, orienta a

sus compañeros en la fuga de la lobreguez. Mientras él se consume como carbón en el

fuego, su llama es como linterna para los demás que lo imitan. Y en origen último,

la luz que desprende el santo es dimanación de la verdad primera. De manera que el

recorrido de la oscuridad a la luz es el mismo que el que va de la apariencia mun-

dana a la verdad, en el que el santo ejerce de guía:

Qui vero in imitationem sanctitatis positus lumen se rectitudinis multis demonstrat, lamás

est; quia et sibi ardet et aliis lucet. (III, 2, 168-169)

El verdadero amor del que se habla es, pues, aquel que practican Valerio -

según su obra autobiográfica- y sus héroes ascéticos, así como el tíaso religioso

que fomenta Urraca y cuenta a Oria, a Justa y a Amuña entre sus seguidoras. Consiste

en aspirar a un puesto en el cielo por la inmersión en uno mismo. El espíritu edifi-

cante del uir sanctus le instiga a retirarse hacia sus adentros y, de ese modo, con-

stituirse en ejemplo para el mundo exterior:

Quia amando caelestia intra semetipsum praedicator legit, quomodo persuadeat, ut despici de-

beant terrena, Qui enim vitam suam interius pensat, et exemplo suo foris admonendo alios aedificat;

quasi in corde linguae calamum intingit, in eo quod manu verbi proximis exterius scribit. (V, 10,

126-130)

Luego el modelo propuesto por Beato es el del homo interior que anhelaban en-

carnar los ascetas visionarios y que cierra el círculo que proyectó Prudencio al

postular en sus poemas que el paraíso que prometen los textos sagrados se traduce, a

la espera del fin del mundo, en un estado del alma al que se llega por la enajena-

ción de lo corporal. Y las prácticas que Beato sugiere para someter la rémora senso-

rial son la quintaesencia del ascetismo de nuestros sujetos visionarios:

…sed sum illi amant terena, etsancti ad caelestia anhelant, et nihil terrenum desiderant, et

tribulationem et paupertatem aequanimiter tolerant, super ipsos mente, non corpore ambulare dicuntur. 291

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(VI, 2, 197-199)

Esta peregrinación psíquica que se produce en el interior del santo alcanza el

conocimiento de la verdad, que es la patria celeste, si se admite una ecuación

tácita del comentario. En un pasaje (III, 2, 141-145) se afirma que es el amor ueri-

tatis el catalizador de la carrera del santo hacia la contemplación feliz del

paraíso, de la visión, en suma. En otro muy próximo (II, 2, 150-152), ese mismo con-

cepto tiene expresión en el sintagma amor patriae caelestis. Además, en ambos casos,

el efecto es la provocación de un movimiento ascendente, cuya fórmula es idéntica:

el concepto ascendere. No parece demasiada audacia asimilar uno a otro -la verdad a

la patria celeste anhelada- sobre todo si se tiene en cuenta que tal identidad suby-

ace a toda la literatura hagiográfica medieval, en especial en las visiones, sin ex-

cepción.

En consecuencia, puede afirmarse que Beato no se sustrae al signo de su tiempo

en lo que a nuestro tema se refiere y que presupone -y expresa en el lenguaje

hiperbólico y enfático que le caracteriza- la misma idea que está tras la literatura

de visiones: que el tránsito al más allá requiere la liberación de todo obstáculo

material, lo que, asociado a la imagen de la luz dimanada de la verdad, es presu-

puesto indispensable y exclusivo -si no factor determinante- de la clarividencia.

Esa fe perfecta de la santidad concluye en la facultad visionaria. Así sucede en las

visiones ultramundanas hispánicas:

…quod non nisi sanctis fidei oculis aspicitur, et quod ipsi sancti humilitate contecti futu-

rae claritati reservantur. (III, 3, 538-539)

Para mayor abundancia, reproduce sucintamente un lugar común de la hagiografía

medieval asociado a la austeridad de la vida monástica: el de las clases de marti-

rio, el testimonio cruento de los primitivos cristianos en los tiempos de la perse-

cución y el del desprecio de lo mundano que supone la muerte en vida del retiro con-

ventual. La fórmula utilizada es idéntica conceptualmente a la comentada en los tex-

292

Page 293: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

tos visionarios2 9 2 :

Duo quippe sunt genera martyrum: unum aperte per gladium, aliud in occulto per poenitentiam.

(III, 4, 480-481)

En todo caso, el desprecio de lo terrenal es requisito indispensable para un

viaje, pues implica una noción metafísica que ubica el trasmundo del homo interior

en un lugar superior. Para alcanzar la contemplación el hombre santo ha de trascend-

erse a sí mismo y a su mundo: quia omnis intentio omnisque contemplatio sanctorum

super se tendit (III, 3, 251-254). En el amplio capítulo del que procede este frag-

mento, las alas de los vivientes son el símbolo inalterable del viaje metafísico de

lo humano hacia Dios en el que actúan como instrumento necesario. Sin embargo, como

afirman los narradores de visiones, es el alma del hombre el que cumple esa ascen-

sión despojándose del cuerpo (I, 3, 80). Y así niega rotundamente con una interroga-

ción retórica la posibilidad de que sea de otra manera:

Quis non sentiat nihil carnale loquutum, qui in spiritu ingressum se fuisse describit?

(III, 2, 37-38)

Es un itinerario exclusivo para la mitad incorpórea del ser humano, para su

facultad intelectual y sentimental. Y en el difícil equilibrio entre libertad y de-

terminación divina en que se resuelve la actitud cristiana ante la vida, el motor

primario de la peregrinación espiritual es el deseo de complacer a la divinidad que

colma al elegido. Su alma es conducida por Dios y elevada a las moradas celestes

para gozar de la dicha eterna de la contemplación suprasensible porque el aspirante

ha seguido los preceptos divinos en su conducta. Éstos son, según Beato, el amor in-

tenso y la esperanza (III, 3, 287) o el anhelo (III, 452) de esa futura gracia in-

stalada en un mundo superior: miris operibus ad alta proficiunt (III, 449-450); ut

signis et virtutibus ad alta evolent (III, 3, 450-451). En la desasosegada y ex-

292 De hecho, Valerio del Bierzo amplifica el texto original de Gregorio Magno en De uana saeculi sapientia, con el estilo de centón que caracteriza también a Beato. Esta constante presencia de los textos del autor berciano es indicio de que Muño o Berceo recurrieron directamente a él. La reutilización del texto de Gregorio Magno como vulgata para tantos autores abunda en la idea del magma, del substrato común adéspota.

293

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citada mente de Beato, estas almas adoptan la forma de los santos vivientes alados

que acompañan a Dios omnipotente en el pertinente pasaje del Apocalipsis. La necesi-

dad de explicar un tránsito hacia las regiones más altas fuerza a que el símil

metamorfosee el alma en un fantástico volátil (III, 3, 450).

El ejemplo es Juan, el redactor putativo del último libro de la Biblia. Abdi-

cando de lo terreno -también de su propia constitución física (no oye nada)- sólo su

espíritu (fui in spiritu) puede contemplar la majestad divina (III, 2, 38-41). In-

cluso cuando dice que contempla la maravillosa visión, se refiere a que ve con los

ojos cordiales (oculis cordis, VI, 2 150), no se trata en ningún caso de una experi-

encia sensorial 293. Iguales condiciones afectan a las visiones de los demás elegi-

dos. Es el resultado de un empeño intelectual que toma fuerza en el ejercicio de la

penitencia: omnis qui toto mentis ardore ad Deum convertitur, quasi mortuus per poe-

nitentiam resurgit (VI, 2, 147-148). Es, según se descubre entre líneas un poco más

adelante (148-151), paso del mundo aparente al real, del de los sentidos al especu-

lativo, de la vida activa a la contemplativa: ab activa vita trahitur in contempla-

tivam. La imagen que simboliza este viaje ultrasensorial es el rapto extático, tal

como lo describen las narraciones visionarias: se in extasin spiritu raptum fuisse

(I, 3, 85-86). Y, aunque la idea del rapto se encuentra en el episodio correspondi-

ente de la obra comentada (Ap. 12, 5), se observan concomitancias con la tradición

pagana de raptos etéreos: al ascenso a la vida contemplativa le corresponde la com-

paración con un águila que se aproxima a los rayos del sol para no regresar nunca

(ut ad radios solis aquila; VI, 2, 150). La conjunción de ambos elementos se con-

firma en otros pasajes, como, por ejemplo, aquél en el que se indica claramente que

el camino de la eternidad pasa por un arrebato extático de los justos que son sus-

traídos en el aire y transportados con los santos: his enim perfectis, iusti rapiun-

tur obviam Christi in aera (VIII, 6, 12-13). El rapto y el águila nos traen reminis-

cencias de las metamorfosis de Zeus. Las almas de los mejores son llevadas por las

auras hacia los astros 294. Estas excursiones estelares del alma libre de las preo-

293 También a los vates griegos se les representa ciegos, los que sugiere que ya entonces la percepción intelectual requería la negación de los sentidos.

294 Esta idea la extiende Roma por el Mediterráneo. Así debe entenderse, por ejemplo, el relieve de Osuna: unos jine-tes que avanzan hacia lo alto.

294

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cupaciones mundanas, que ya Prudencio atribuía al momento del sueño y que luego la

mística cristiana extiende incluso a los momentos de consciencia, encuentran también

acomodo en el arte medieval. Si las imágenes literarias de Beato inspiran la imagi-

nación de los miniaturistas, en justa correspondencia parece probado que algunos

pasajes de las composiciones de Berceo hallaron sugestión y estímulo en los relieves

de la arqueta de San Millán 295, uno de cuyos motivos es, precisamente, la elevatio

animae del santo al cielo. Por tanto, el motivo del itinerarium mentis ad Deum se

mantiene vigente en la cultura hispánica durante los casi mil años que abarca nues-

tro estudio, afectando no solo a la literatura, sino también a las artes plásticas.

Se confirma así, una vez más, que el mundo de las visiones pertenecía al acervo de

tópicos literarios hagiográficos medievales y que, desde esta perspectiva, Beato se

debe al mismo substrato cultural que los demás narradores de visiones hispanos.

Las almas son, pues, como aves que contemplan por la fe (I, 4, 122-123), lo

cual se compadece muy bien con la idea, anteriormente examinada, de que se trata de

una contemplación intelectual, para los ojos del entendimiento, de la devoción y de

la piedad. Por las alas explica Beato la rapidez del itinerario espiritual (celerem

eorum discursum), si bien reconoce que es una licencia artística que se toman los

pintores (pictorum licentia). Sin embargo, se pretende dar a entender que no hay di-

mensión temporal que admita calibrar un fenómeno metafísico desbordante y majestuoso

(pról. II. 1, 57-58). Tanto que, nuevamente, el símbolo zoomórfico que desarrolla

Beato por inspiración del texto apocalíptico es el águila, el ave solemne que, al

mismo tiempo que vuela, observa vigilante y despierta la panorámica que se descubre

a sus pies (quia contemplando volant; IV, 6, 284-285). Se resume así la doble natu-

raleza del prodigio: la del trámite aéreo y la del espectáculo extraordinario. En la

tradición icónica miniaturística del entorno de los Beatos, son representadas como

aves las almas de los mártires (BM f. 109) o los ángeles (BSU f. 106) ante el altar

de la divinidad 296.

295 Silva 1999, p. 121, quien remite a MªA. de la Heras y Núñez, ‘La literatura emilianense y el arte medieval riojano’, en Lecturas de Historia del Arte, Ephialte, 1990, ps. 223-224.

296 Las abreviaturas corresponden a los diversos códices ilustrados del Comentario al Apocalipsis. He aquí una rela-ción de todas las que se utilizan en este apartado y los códices que designan: BFyS = Beato de Fernando I y doña Sancha; BM = Beato Magio; BSM = Beato de San Millán; BSPC = Beato de San Pedro de Cardeña; BMan = Beato de Manchester; BVa = Beato de Valca-vado; BG = Beato de Gerona; BSU = Beato de Seo de Urgel; BLH = Beato de Las Huelgas.

295

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Sin embargo, la imagen del alma consolidada por la tradición es la paloma. En

la apertura del quinto sello, tres filas de palomas simbolizan las almas de los már-

tires. Los argumentos aducidos por el comentarista son los que había aprendido en la

literatura patrística y la liturgia hizo comunes. Recordemos que, en la literatura

hispánica tardolatina, los resume Leandro en un breve tratado de gran difusión. Como

los narradores de visiones ultramundanas, Beato apela a la perfección y a la santi-

dad de cuerpo y espíritu como rasgos que comparten las palomas y las almas de quie-

nes aspiran a la bienaventuranza: quae ergo perfecta est et sancta corpore et

spiritu, et columba et proxima meretur vocari (pról. II, 9, 90-91). Es decir, la cu-

alidad que más valora el código moral cristiano: la integridad física y espiritual

que tanto estiman nuestros monjes visionarios, puesto que representa el mayor de-

sprecio posible de lo mundano y, por tanto, el mejor indicio de pureza absoluta. Más

adelante, menciona explícitamente el término que tan caro era a los doctores medie-

vales y tan frecuente en los textos de viajes transmundanos: in virginitate corporis

et animi (pról. II, 9, 98-100). La perseverancia en esta virtud es pasaporte seguro

a la gloria. Puede decirse que la cualidad de la paloma que le asimila a los espíri-

tus santos es la sencillez. Al menos eso afirma Beato en relación con las almas que

inspira el Espíritu Santo: Spiritus Sanctus Columba dicitur, quia nos simplices fa-

cit (XII, 2, 106-107).

Justamente, esa cualidad es la que Beato más extensamente explica en relación

con las apariciones del Espíritu Santo bajo la especie de paloma y sirviéndose,

además, de términos y estilo semejantes a otros textos aludidos en otros capítulos

del presente trabajo:

Proinde Spiritus Sanctus in simplici animali, id est, in columba, apparuit: ut quae etiam

corporaliter felle caret, et alteri inferre aliti iniuriam nescit. Solum ergo in eis habitat Spiritus

Sanctus, in quibus fuerit simplex et mansuetus dilectionis affectus. (VIII, 3, 33-37)

La analogía con el alma beatífica reside en que, como ésta, la paloma es pura

de cuerpo (carece de hiel) y de instinto (es inofensiva para las demás aves). De

manera semejante, el Espíritu Santo sólo busca cobijo en almas de características

296

Page 297: El Más Allá en las literaturas hispánicas hasta Berceo (WP).pdf

similares: amor inocente y dulce. En la práctica de las experiencias visionarias,

este principio es respetado escrupulosamente, pues son siempre caracteres inocentes

los que se ven premiados con su inspiración: niños (Agusto), anacoretas que purgan

sus sentidos sometiéndolos a duras, incluso crueles pruebas (Máximo, Bonelo,

Baldario, Millán), y jóvenes vírgenes (Inés y Oria). Especialmente éstas, que son

consideradas las primicias de la cristiandad y fueron tan alabadas por la Patrís-

tica. Para ellas tiene también memoria Beato (pról. II, 9, 98-100).

En último lugar, por lo que respecta a la paloma como símbolo de la pureza

anímica, el comentario alude, como los textos de visiones, a la autoridad testamen-

taria con el fin de respaldar y prestigiar el recurso. Y los pasajes escogidos son

los que una tradición inveterada ponía en sus manos: la paloma anunciadora del arca

de Noé (pról. II, 10, 115) y la que se aparece en el momento del bautismo de Jesús

en el río Jordán (I, 3, 29-32).

Ahora nos proponemos recorrer brevemente las referencias a la paloma como por-

tadora de la inspiración divina para los hagiógrafos y la plasmación de este motivo

en la iconografía contemporánea de Beato. En estos casos, una paloma blanca baja del

cielo para posarse sobre el elegido y dictarle el contenido de sus obras. Otras ve-

ces se posa sobre la cabeza y apoya su pico en la boca del inspirado. Estos episo-

dios se representan de maneras muy similares en códices de todos los siglos que ab-

arca nuestro estudio conservados en muy diversas bibliotecas de Europa, lo que da

idea de la difusión, tanto cronológica como espacial, de la paloma como icono de la

inspiración divina revelada por el Espíritu Santo, ya sea de carácter moral o in-

telectual. La variedad que se deriva de las sucesivas amplificaciones permite que,

en algún caso, la paloma haya sido sustituida por un ángel, que simboliza lo mismo.

De entre todos los códices destaca uno del siglo XIII (nuestro límite ante quem)

conservado en Madrid que ilustra las Moralia de Gregorio Magno297.

También el fuego representa al Espíritu Santo, puesto que éste actúa como

fuerza purificadora que se manifiesta en el bautismo: ignis Spiritus Sanctus est

(pról. V, 66-67). No en vano la paloma se presenta en el bautismo de Jesús (I, 3,

297 Más detalladamente se trata este asunto en Silva 1999, p. 274-276. El conjunto del ensayo se dedica exclusiva-mente a estudiar los códices iluminados del scriptorium emilianense.

297

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29-32). Pero también desciende sobre los apóstoles para hacerles partícipes del don

de lenguas, como recuerda Beato (VI 4, 241-242), quien se hace eco de las explica-

ciones tradicionales:

Alio loco Spiritus Sanctus in igne apparuit. Consuetudo ignis est frigidos calefacere. Hanc

enim habet naturam ignis accensus ut quanti ad eum accenserint, calefiant. Et quanti ad crinem pur-

purei splendoris eius aspexerint, tantis visum suae lucis impertiat: tantis ministerium per aliquid

coctionis substantiae sui muneris tribuat, et ipse inde nihil mimat, sed nihilhominus in sui integ-

ritate permaneat. (VIII, 3, 37-42)

Estas líneas parecen una paráfrasis de muchos versos de Prudencio o una deri-

vación lejana, probablemente inconsciente, de las teorías de la dimanación neo-

platónicas. Así se entrevé en la definición de las virtudes del fuego, que coinciden

básicamente con las que fundamentan las imágenes y metáforas literarias de las vi-

siones. Por un lado, como fuente de calor, inflama las almas que irradia con su luz.

Por otro, precisamente por esto mismo, proporciona la visión de la luz a todos los

que lo contemplen. El vocabulario y los conceptos usados por Beato pertenecen tam-

bién al repertorio léxico de los relatos ultramundanos. No es de extrañar, por

tanto, que los uiri sancti, imbuidos del Espíritu Santo, sean un punto resplandeci-

ente de irradiación. Así, por ejemplo, la visita de la Virgen a la celda de Oria se

acompaña de un resplandor inusitado; las procesiones de santos que acompañan a Fidel

refulgen con destellos inmortales; toda visión de lugares bienaventurados se dis-

tingue por una luminosidad sorprendente y cegadora. Y, como dice Beato -en concor-

dancia con los principios de la metafísica neoplatónica-, la naturaleza de este

fuego es tal que la fuente, a pesar de ramificarse sucesiva e infinitamente, no

pierde integridad. De igual modo, el alma pura (la paloma) del uir sanctus -como el

Pneuma Santo (también la paloma)- mantiene su integridad espiritual, aunque difunda

su luz de manera constante e ilimitadamente sobre otros seres. Eso les sucede a los

protagonistas de las visiones, como se puede ver en los textos.

En consecuencia, Beato comparte imágenes y conceptos heredados. En lo que se

refiere a los símbolos del alma de los futuros videntes, son, casi exclusivamente,

la paloma por su inocencia y el fuego como factor de unión con el Uno, según acierta 298

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a resumir el propio comentarista de la manera siguiente:

Spiritus Sanctus Columba dicitur, quia nos simplices facit. Spiritus Sanctus Ignis dicitur,

quia nos in unum calefacit. (XII, 2, 106-107)

En el descenso al Hades de Eneas, el punto de inflexión definitivo es la rama

de oro que permite al héroe ingresar en el otro mundo prohibido. De otra parte, en

uno de los libros proféticos del Antiguo Testamento (Is. 11, 1) se emiten vaticinios

sobre la estirpe de Jesé, de la que nacerá el Salvador. Así como ocurre en la lit-

eratura hagiográfica de visiones, Beato interpreta el símbolo de la vara en clave

cristiana. Aquí los rastros del episodio virgiliano no existen. Sin embargo, quizá

las reflexiones del comentarista acerca de la vara de Jesé, que es Jesús, nos aporte

luz sobre la transformación posible de la rama dorada en el báculo pontifical. Hay

que dejar de lado las explicaciones condicionadas que obedecen a factores históricos

inmediatos como la lucha contra la herejía. Desde esa perspectiva, la vara es una

trasposición de la luz de la Iglesia, de la verdad de la fe única transmitida por la

divina majestad (I, 4, 93-96). Pero, además -y esto es lo pertinente- ofrece una in-

terpretación trascendente, más próxima a nuestros intereses. Ahora, la vara es signo

de justicia y equidad, valores con que se adornan los que tienen el nuevo mando,

delegado de la instancia suprema. Esta vara, a la que designa indistintamente cetro,

es la señal del nuevo reino, del reino celeste:

Virga aequitatis, virga regni tui. Virga et sceptrum insignia esse dicuntur regnantis, sicut

propheta ait: Exiet virga de radice Iesse, et flos de radice eius adscendet. Hominem qui est adsump-

tus intellige, cui et defferatur imperium, et qui propter dilectam iustitiam, et exosam iniquitatem,

regnare dicatur. (pról. II, 9, 158-161)

De donde se deduce fácilmente que el pasaporte a la nueva vida es el cetro o

báculo con el que unos varones angélicos (probablemente las ánimas de obispos o

abades) transportan a las jóvenes doncellas del Poema de Santa Oria. Tanto es así,

que abundan las miniaturas en las que los personajes santos lo portan. Ciñéndonos

sólo a los códices iluminados del comentario de Beato, recordemos que Mateo, sim-299

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bolizado en el hombre del tetramorfos, porta uno (BFyS f.7v y BM f.1v); que un ángel

con una vara de oro señala a la Virgen con el niño (BFyS f. 17); que otros ángeles

también lo llevan (BFyS f. 286; BSM f. 43); que los que tienen el evangelio de Juan

se apoyan también en bastones con forma de tau (BFyS f. 10; BSPC); y que en una Epi-

fanía hay otro (BMan f. 13).

Recuérdese que, en ocasiones, el santo es raptado en una nube. Ya se ha comen-

tado que la imagen remonta, por el lado pagano, hasta Homero vía Virgilio. Por el

lado cristiano, a su vez, Isaías (60, 8) y, en el Nuevo Testamento, Pablo (I Th. 4,

16) y Apocalipsis (11, 12) hablan de raptos en nube. Como en otras ocasiones, la

concomitancia favorece la integración de ambas tradiciones. Sólo Cristo puede as-

cender en cuerpo y alma; por tanto, los santos no hacen ese movimiento espontánea-

mente, sino que cumplen el trámite en consistencia psíquica y son transportados en

nube (pról. I, 4, 222-225). La única condición para el viaje trascendente es haber

vivido la vida perfecta (perfecti servi), como nuestros monjes visionarios. Así se

afirma claramente en relación con el primer rapto en nube: el de Elías y Enoc, qui

perfecte vixerunt (V, 13, 14-23). Por eso, ya se expuso en un capítulo anterior (V,

10, 29-31), aunque respecto a los mismos protagonistas, que se trata de una nube es-

piritual que cubre el cuerpo santo. De esta manera se presentan ante Cristo quienes,

con su uita perfecta difundida en sus respectivas biografías, se hicieron acreedores

de prever el lugar que han de ocupar en la eternidad.

De nuevo, la tradición iconográfica de los scriptoria confirma lo dicho con

águilas nimbadas que descienden del cielo y se dirigen a un grupo de ángeles, con la

ascensión de los propios Elías y Enoc en idénticas circunstancias, con ángeles que

descienden volando desde las nubes, etc… Todos ellos ejemplos del mismo cenobio en

cuyos anaqueles se guardaban varias copias de los únicos textos hagiográficos medie-

vales hispánicos con entidad literaria que se conservan, el de San Millán 298.

Una vez cumplido el trámite, el peregrino espiritual ingresa en la nueva Igle-

sia, que es el reino de los cielos, como no se cansa de repetir Beato a lo largo y

298 Silva 1999, ps. 76, 90 y 91.

300

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ancho de su obra 299. En líneas generales, el lugar es definido en parámetros re-

ligiosos con términos que parafrasean la Biblia: templum, tabernaculum (I, 5, 128-

129). Sin embargo, en otras varias ocasiones, se aprecia la deuda del autor con

Agustín y su concepción antitética: el paraíso es la ciuitas Dei, por oposición a la

ciudad de los hombres. Esta idea es la que predomina en el Medievo y en las de-

scripciones visionarias. Así, o bien se define con simplicidad (civitas Dei Ecclesia

est, VII, 1, 32; cf. pról. I, 4, 187-188), o bien por sus cualidades. Desde esta se-

gunda perspectiva, la nueva ciudad reúne a la muchedumbre de santos (XII, 3, 9-10),

puesto que es el destino final de las almas (nostra conversatio; pról. I, 5, 84-85),

la visión pacífica que prometen los viajes escatológicos (visio pacis; pról. I, 5,

87). Beato se hace eco de una idea común en las visiones cristianas, pero también en

las paganas: los habitantes de esa región se muestran en multitudes, en procesiones

masivas (II, 8, 55). Estas muchedumbres disfrutan de la vida eterna porque mantu-

vieron en este siglo su integridad y aún en esa nueva tierra celeste siguen incor-

ruptos (pról. I, 5, 395-398). Por último, coincidiendo una vez más con el género de

las visiones por afinidad dogmática, el comentarista recuerda la exclusividad del

paraje, en el que no ingresan sino los puros de espíritu, los que buscan a Cristo y

lo imitan en sus actos y lo aman en extremo:

Paradisus Ecclesia est, quam nemo ingreditur, nisi qui Christum pura mente cognoverit, et

eius vestigia ex tota mente, toto corde, tota fortitudine imitaverit, et proximum sicut se ipsum di-

lexerit. (II, 1, 214-217)

Es comprensible, pues, que, residentes del cielo, los santos sean identifica-

dos con estrellas, especialmente si se considera el popular precedente de los catas-

terismos grecolatinos y la metáfora de luz que reviste todo el imaginario ultramun-

dano. Ésta preside el comentario de Beato de principio a fin en relación con la di-

cotomía luz/oscuridad que ya había desplegado Prudencio mucho antes como herencia

clásica.

Así la metáfora de la luz progresa por dimanación sucesiva. En numerosas oca-299 Éstas son sólo algunas de las referencias en las que se establece esa relación: pról. I, 4, 9-10; 71; IV, 3, 47; VI, 2,

31 y 58; VII, 1, 18. La fórmula es siempre idéntica o similar a la siguiente: Caelum Ecclesia est.

301

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siones, se representa a Cristo bajo la figura resplandeciente del sol: sol Christus

est (IV, 6, 315; et passim). Siguiendo la escala neoplatónica de la propagación del

Uno, la bienaventuranza espiritual se difunde por los seres inferiores sin perder un

ápice de integridad. Si Cristo es la estrella más luminosa, las almas beatíficas son

otros tantos cuerpos celestes que iluminan por delegación de las emisiones solares.

Así, por ejemplo, destella en los apóstoles: Splendor est enim interni luminis

Christi, quem in eo inhabitare dicit Apostolus (IV, 5, 471-472). En donde puede

apreciarse la particularidad de esa irradiación estelar, que, en concordancia es-

tricta con la imagen de Espíritu Santo como fuego, es una luz interior. De esa pecu-

liar manera, pasa a los ángeles y a los santos por mediación del ejemplo: Stellas

dicit angelos esse ecclesiarum (I, 5, 111-112). Esa luz cósmica tiene no solo una

condición moral, sino también intelectiva y mística. Se trata entonces de un conoci-

miento esotérico que adopta la imagen universal de la luz que ilustra:

Sol, luna, et stellae Ecclesiae est, quae lumen veritatis ministrat: quia sicut tenebras ig-

norantiam dicimus, ita lumen scientiam nuncupamus… Dies est Ecclesia, et nox ignorantia. (IV, 3,

14-16 y 21)

A continuación, la luz cósmica alcanza a los santos y los transforma en es-

trellas por virtud de la metáfora (p. ej., I, 4 310; VI, 2, 54). Desde una perspec-

tiva amplia, santos son considerados, como ya se sabe, quienes han vivido con recti-

tud, que actúan como luminarias transmisoras de la luz espiritual con su ejemplo,

según el símil comentado anteriormente de los carbones. Así lo confirma el comen-

tario (VI, 2, 98-100) a un pasaje neotestamentario (las luminaria de Pablo de Tarso:

Flp. 2, 15): las estrellas son recte vivientes. Por si no hubiese sido suficiente-

mente explícito, hace una relación de figuras que irradian el resplandor de sus vir-

tudes sobre la comunidad y, por tanto, brillan como estrellas en el firmamento. Cu-

riosamente, la enumeración corresponde fielmente a la jerarquía de bienaventurados

o, si se quiere, a las diferentes mansiones o congregaciones de almas que pueblan el

más allá de los relatos de visiones:

302

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Stellarum quoque relucentium millia, hoc est patriarcharum, prophetarum, apostolorum, marty-

rum, sacerdotum, et confessorum, virtutum suarum luminibus radiantes. (VI, 2, 58-61)

Por tanto, he aquí una correspondencia de las auras luminosas que rodean a

nuestros héroes visionarios, heredera, como éstas, de los catasterismos de la mi-

tología clásica.

Santos (llamados también reyes) son, pues, quienes, desde una óptica eti-

mológica y moral, han sabido gobernar las apetencias corporales: qui corpora sua

fortiter regunt (VIII, 7, 37-38). Por eso, aunque la doctrina cristiana pretende

llegar a todos, la revelación del Espíritu Santo es privativa de las almas contem-

plativas y siempre se manifiesta por vía psíquica:

Cum hoc ita est, a multis legitur, et auditur, sed porro a doctis et paucis Spiritu Sancto

revelante intelligitur, et non carnalibus, sed spiritalibus contemplativis revelatur (VIII, 1, 31-

34)

Solo unas pocas personas excepcionalmente preparadas son galardonadas con la

visión: de entre todos los que se someten a las reglas de la vida perfecta, aquéllos

que tienen su alma en disposición de alojar el nuevo conocimiento en su interior.

Éstos son los servi Dei perfecti spiritualiter (VIII, 1, 75-76), los interiores

homines que, por el desprecio absoluto de lo terrenal, son ya solo almas, almas an-

gélicas (VIII, 3, 94-95), que pueden efectuar el tránsito etéreo gracias a su livi-

andad y alcanzar el estado de contemplación eterna del que disfrutan como ángeles.

Los videntes han perdido la conciencia de que son materia y, siendo sólo entidades

psíquicas, alcanzan el verdadero saber. El alma es la capacidad de contemplar por la

fe a la divinidad: semper Deum puro corde contemplatur per fidem. Oria o Millán, por

ejemplo, someten sus carnes a tales torturas que avanzan a un estado de percepción

superior (homo interior), en el que sus almas se convierten en ángeles (angelus

hominis anima eius est; I, 5, 163-165).

En ese lugar supremo del que tienen conocimiento visual durante ese primer

viaje privilegiado y en el que tienen residencia permanente tras la muerte, se suman

303

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a las muchedumbres de ángeles (turbam innumerabilem; IV, 6, 293) que arropan el

trono de Dios, del que, en la interpretación alegórica de Beato, forman parte ellos

mismos en la medida en que Dios habita en cada uno de ellos (IV, 6, 209). Y así, en

turbas de incontables almas, se presentan ante los peregrinos del más allá en todas

las visiones.

Y cantan porque sus voces son la expresión del afecto cordial por la contem-

plación en alabanza de la fuente de luz, de las maravillas del poder divino, y

porque se alegran de morar junto a los apóstoles, que derramaron su doctrina entre

los santos (IV, 2, 68-73; XII, 3, 30-31). Así que Oria o Agusto, en sendos paseos

celestes, corroboran la existencia de los coros angélicos y la riojana se alegra

cuando advierte la presencia de hombres de probada virtud entre esas cohortes. Ésta

es la manera que tiene Berceo de adaptar el esquema general y los contenidos a su

pequeño entorno riojano.

En uno de los códices del Comentario, copiado e ilustrado en San Millán

(B.A.H.33), el Cordero aparece victorioso rodeado por la mandorla y por los vence-

dores del mundo material, quienes cantan haciéndose acompañar de sus cítaras (fs.

183v. y 184). Además, entre éstos, entre los elegidos destacan, en otra ilustración,

dos que portan en sus manos el Evangelio (f. 179). Recuérdese que Máximo se encuen-

tra una escena similar en su regreso a la vida terrena: tres monjes, uno de los cu-

ales sujeta un báculo. Dejando a un lado las posibles interpretaciones del tres, de-

bemos concluir, una vez más, que estas concomitancias obedecen a un ideario cultural

aprendido y asimilado (incluso inconsciente), del que todos los hagiógrafos y trata-

distas medievales son deudores.

El mismo que designa a los elegidos como uiri electionis (I, 5, 308-310),

cuyos nombres están inscritos en piedra, según Beato (I, 5, 339), o en el manto de

Voxmea, en el poema de Berceo. Son los habitantes de la nueva ciudad quienes osten-

tan este título. Como algunos de nuestros protagonistas, los santos de Beato, en

consonancia con lo profetizado en el Apocalipsis, portan este signo en sus frentes.

El comentarista ve en esta señal la prueba del conocimiento de la obra de Cristo

(VI, 4, 271-274). De manera semejante, en las visiones trasmundanas los santos tocan

el hombro, pero muestran el signo de la cruz en la frente. Entre ellos destacan,

304

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como primicias de la iglesia, la congregación de vírgenes, coros de almas que, como

hemos dicho de los santos en general, adoran a Cristo con sus cánticos; con mayor

razón, puesto que, según la tratadística cristiana, son sus esposas. Por eso, esta

relación más próxima de las vírgenes es también aceptada tácitamente por la hagio-

grafía visionaria.

Otro de los elementos formulares que inducen a imaginar un caldo común de cul-

tivo ideológico, aprendido en las escuelas monásticas, es la jerarquía de seres ul-

tramundanos. No solo su reiterada utilización en la práctica totalidad de los textos

examinados, incluido el Comentario, sino también la disposición de cada uno de los

elementos que la componen. Siempre en medio de la ciudad brillante, rodeado por

muchedumbres de ángeles y santos, Cristo, el uir splendidissimus de los relatos

emeritenses y de Valerio, cuya refulgencia se define con el acostumbrado tópico de

la inefabilidad:

Et quia dicit in civitate solam non esse, necessarium evidenter ostendit, creatorem luminum,

immaculatum, fulgere in medio eius: cuius splendorem nullus poterit sensus cogitare, nec lingua

proloqui. (XII, 3, 21-24)

Los demás estamentos de la Jerusalén celeste descienden progresivamente en la

escala, en el mismo grado en que desciende la irradiación luminosa del Uno. En tal

distribución gradual, el grupo más próximo a la divinidad son los ángeles. Y, a con-

tinuación, según su alejamiento de la fuente de luz, se encuentran indefectiblemente

patriarcas, profetas, apóstoles y mártires (aunque estos últimos son incluidos bajo

el epígrafe genérico de omnium sanctorum en una ocasión: XII, 5, 81-85). Cuando esta

relación se prolonga más allá, abarca también el estamento clerical, unas veces dis-

tinguidos según la función específica que desempeñan (sacerdotes y confessores; VI,

2, 58-61), otras de acuerdo con la condición (clerici y monachi; pról. II, 1, 23-

27). Cuando la relación se extiende aún más y comprende a los laicos, lo hace bajo

la denominación de fideles et religiosos (ibid.). Ésos son los rangos de la santa

sociedad, establecidos según el criterio de la pureza espiritual alcanzada por el

cultivo de las virtudes; son los focos que irradian la luz verdadera:

305

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Continet autem Ecclesia hos: Christum, angelos, patriarchas, prophetas, apostolos, martyres,

clericos, monachos, fideles, et religiosos. Et haec Ecclesia caelum nominatur, in quo sol, luna, et

stellae quas supra diximus, virtutum suarum luminibus radiant. (pról. II, 1, 23-27)

Como modelos de comportamiento, el comentarista explica que son, simbólica-

mente, las puertas que conducen a la ciudad santa de Jerusalén, a Cristo, a la Ver-

dad, al Uno (XII, 5, 81-85). Interesante, desde nuestro punto de vista, es el

carácter casi formular de esta jerarquía que Beato enumera idéntica siempre, lo que

debe ser interpretado, lógicamente, como una prueba más de la preexistencia de una

tradición secular o de unos repertorios fijos fácilmente recurribles por este autor.

Sin embargo, más importancia tiene que ese mismo esquema sea repetido por las narra-

ciones visionarias hispánicas anteriores y posteriores a la difusión de la obra de

Beato, porque extiende ese común manto cultural por un amplio período cronológico y

a lo largo y ancho de la comunidad hispánica tardolatina y medieval. Puede afirmarse

que toda la literatura hagiográfica, sea dogmática o pastoral, dispone la jerarquía

ultramundana en un riguroso orden, debido, en primera instancia, a la propia in-

flexibilidad de toda casta sagrada, pero también al gusto de la literatura eclesiás-

tica medieval por los repertorios. Y éstos permanecen invariables durante siglos

porque los hagiógrafos revelan en ellas el respeto por la autoridad patrística. De

la misma manera, podría extenderse esta hipótesis al conjunto de los componentes del

viaje y la visión ultramundanos. También los ilustradores del motivo procuran respe-

tar tal disposición masiva. Se sigue un orden lineal en la congregación de apóstoles

(BG f. 52v-53). El Beato de San Pedro de Cardeña y el de Manchester (f. 113) sitúan

a los personajes en varios pisos. En el de Manchester (f. 111v) y en el de San An-

drés de Arroyo (f. 79v), entre los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos que repre-

sentan a la humanidad pueden adivinarse obispos o papas (por la tiara), abades, clé-

rigos, peregrinos y mujeres. El obispo y uno de los clérigos portan cetro. Por

tanto, se advierte una línea de pensamiento constante y convergente que se manifi-

esta en todos los órdenes literarios y artísticos. Si se quiere, la rigurosa jerar-

quía que desfila por la Jerusalén celeste es una continuación de la sociedad ter-

306

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rena. Lo cual puede ser simple trasposición inconsciente o, quizá, deliberado deseo

de perpetuar un modelo al presentarlo como prescripción divina e inmutable. En todo

caso, sea o no descripción o prescripción de un status social, sí que advierte de

que la sociedad humana está sujeta al Juicio Final. Nótese que ése es también el ob-

jetivo último de los relatos visionarios: recordar la trascendencia última de cada

una de las acciones inmediatas a través de la visualización, literaria o gráfica, de

lo póstumo.

Si el árbol de la vida muestra la venida de Cristo según la carne -así se

afirma en un pasaje: XII, 3, 16-17-, su eterna presencia en el prado ameno de la

cristiandad se puede entender como manifestación simbólica de la divinidad del

lugar. En éste hay siempre un monte, que Beato interpreta como símbolo de la contem-

plación trascendente. El ilustrador del códice de Fernando I pinta al Cordero en el

monte Sión, desde el que contempla a los Vivientes y los ancianos en el cielo y, en

la tierra, a los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos -cantidad cabalística- que

entonan sus himnos al son de las cítaras (f. 205). En cierto modo, el narrador de

esta experiencia llega a conocer, desde la atalaya sobre la que se eleva, lo que va

a suceder. Se trata de una escena análoga a la que relata Virgilio en el descensus

ad inferos: en un primer momento, desde el árbol de la rama dorada contempla una vi-

sión general del más allá, que correspondería a la interpretación de Beato, la de la

contemplación trascendente; más adelante, ya dentro de la ciudad elísea y guiado por

su padre Anquises, conoce los acontecimentos futuros desde un monte. Esta última es-

cena equivale al sentido prospectivo que preside la obra del monje lebaniego y, más

concretamente, la contemplación desde el monte.

Dejando de lado la posible influencia del texto épico latino en la revelación

cristiana, para Beato el monte alto representa la contemplación de los perfectos:

altitudo vero est montium, speculatio perfectorum (II, 2, 110-114). No olvidemos

tampoco que, si el infierno era un abismo, lógicamente su contrario debe ser un

monte. A su vez, al monte Sión le corresponde idéntico valor de atalaya espiritual:

speculatio contemplationis (XI, 2, 57). Y, cuando comenta la frase Me trasladó en

espíritu a un monte más alto (Apoc. 21, 10), revela clara y concretamente la nueva

situación: el espíritu viajero pertenece a la Iglesia y es apostado allí para la

307

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contemplación (XII, 2, 136-138). El carácter espiritual de esta nueva situación se

hace patente en otra equivalencia por la que el monte es la doctrina de los após-

toles (IV, 3, 139-141) e incluso los mismos apóstoles, los santos e incluso Cristo,

vistos como baluartes de la fe que perseveraron en ella (IV, 3, 65-67; 73-76). Desde

esta óptica, el monte simboliza el caudal espiritual sobre el que se fundamenta el

hecho visionario. Es lógico, pues, que nuestros héroes escatológicos oteen el más

allá desde diversas alturas 300.

La descripción física del lugar respeta los códigos del locus amoenus, en par-

ticular dos: el pratum uirginale y el abigarrado jardín adornado con flores de

diversas especies entre las que se encuentran los lirios y las rosas. Puesto que am-

bos han sido tratados ya en los correspondientes capítulos referentes a los relatos

de visiones, podemos adelantar que confirman la hipótesis del fondo literario común

repleto de esquemas y motivos estereotipados y sistemáticamente recurridos en todos

los siglos. Por lo que respecta al primero de ellos, el pratum uirginale, Beato ini-

cia su comentario a partir de una frase de Sulpicio Severo referente al mismo tema

301. Se trata de la visión en la que Martín contempla un prado dividido en tres sec-

tores progresivamente degradado por el efecto de los animales que pastan en él: cer-

dos o bueyes; en la tercera no pasta ninguno. Beato se apropia no solo de la imagen

del hagiobiógrafo galo, sino también de su exposición y de sus argumentos, incluso

parafrasea de cerca el texto. El monje cantábrico hace suya la interpretación de la

visión que Sulpicio atribuye al propio obispo turonense: los cerdos que socavan el

campo y se revuelcan en la tierra y en el lodo son los fornicadores; el prado pacido

por bueyes, que no pierde el verdor, representa el matrimonio; y, por último, la

tercera parte que queda incólume y pura es la virginidad. Este motivo del pratum

uirginale tiene desarrollo en la famosa introducción de los Milagros de Nuestra

Señora, para cuyo origen se han propuesto varios textos originales latinos 302. Esta

circunstancia -el hecho de que a un texto se le puedan atribuir diversas fuentes-

300 Podría tratarse también de un paralelo de los oppida clásicos o de las fortalezas medievales, situadas en lugares elevados, convirtiéndose así el símbolo en una trasposición de la vida cotidiana.

301 Dial. II, 10, 4: Boues prata depauerunt; porci etiam nonnulla suffoderunt, pars cetera quoque manebat illaesa.

302 Respecto a este asunto, consúltese Uli 1974.

308

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habla por sí sola de la promiscuidad de los textos de autor medievales. En este

caso, Beato prolonga por su cuenta la imagen asimilando la dignidad del matrimonio a

la de un mulero (esclavo al fin y al cabo) y la de la virginidad a la de un pre-

fecto.

A propósito de la virginidad, ésta continúa siendo en este comentario una

altísima dignidad celeste, puesto que quienes la respetan tienen un lugar junto al

rey de los cielos (apud aeternum regem in caelis; IV, 5, 407-409). Además, los máxi-

mos ejemplos del cristianismo son también paradigmas de integridad espiritual y cor-

poral: Jesús, María y José. Ellos -y todas las vírgenes- alcanzaron esa gracia por

practicar las virtudes cardinales: humildad, caridad, pobreza y penitencia. Las vír-

genes son la Iglesia eterna (IV, 5, 433-437).

El segundo tópico trascendente que corrobora la cuidadosa y ordenada mis-

celánea cultural del Medievo es el del lirio y la rosa. Se muestra casi omnipresente

en la literatura de viajes y visiones ultraterrenos. Al describir icónica y me-

tafóricamente las virtudes de las almas bienaventuradas, hace una relación de fra-

gancias florales. Dentro de una enumeración más amplia, la rosa y el lirio (que son

enumerados y comentados uno a continuación de la otra) simbolizan, respectivamente,

el olor y la fragancia del martirio y la blancura de la incorrupción virginal:

Aliter flos rosae, quia mira est fragantia, quae rutilat et redolet ex odore martyrum. Aliter

flos lilii, quia candida caro est de incorruptione virginitatis. (III, 4, 68-70)

Las exactas correspondencias entre esta interpretación y la casi contem-

poránea de Walafrido Estrabón, que ya se ha comentado en su momento, no dejan lugar

a dudas. La iconografía medieval sigue criterios hermenéuticos rigurosos y ceñidos a

las pautas marcadas por la patrística desde siglos atrás. El lirio es la recompensa

del trabajo espiritual que reciben las almas santas que reverdecen en la patria

eterna (III, 4, 145-148).

En esta misma línea, así como Oria puede contemplar a los apóstoles sentados

en sendos tronos, Beato nos los presenta en semejante disposición. Recuérdense los

contemporáneos frisos románicos y la ilustración del Beato de Las Huelgas (f. 31) en

309

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que los apóstoles, sentados en sus tronos, hablan entre sí. Incluso algunas miniatu-

ras que ilustran varios códices visualizan tal descripción: los doce apóstoles, or-

nados con sendos nimbos de oro, majestuosos en sus tronos 303. El trono de Dios,

según se repite a menudo, es otra de las metamorfosis de la Iglesia: hic thronus Ec-

clesia est, supra quam Christus sedere dicitur (III, 3, 115-116); tronus Dei sedes

Dei est, id est, Ecclesia (XII, 3, 49). Si, como se afirma explícitamente (III, 2,

131-133), ese trono es el principio de todo por la voluntad y el poder divino, por

el tantas veces repetido axioma de la dimanación, de igual manera puede afirmarse

que todos y cada uno de los tronos de las diversas potestades y de los ciudadanos

celestes comparte, en grado rigurosamente correspondiente a su jerarquía, las carac-

terísticas del trono supremo: son, por delegación de la voluntad y del poder divino,

el motor inmóvil de las acciones y sede de la esencia cristiana (regnum supra

regnum). Esta última consiste en la grandeza anímica, en la autoridad (de carácter

espiritual también) y la franqueza (III, 2, 41-43). En definitiva, el conjunto de

valores que podemos denominar bajo el término de justicia moral trascendente que

concede el pasaporte y la gracia de ver el trono de Dios o, en su defecto, los tro-

nos de otros seres beatíficos. Por ejemplo, Oria, que aún no ha cumplido su ciclo

cismundano y, por tanto, no está en condiciones de soportar la magna visión, contem-

pla la maravilla que le espera: el trono de Voxmea cubierto por magníficas telas en

las que una energía sobrehumana ha inscrito los nombres de todos los habitantes de

la ciudad eterna. Muño y Berceo comparten, pues, el concepto de Beato: el trono es

la representación por excelencia de la Iglesia.

Otro de los atributos de dignidad es el báculo que varios de los personajes de

nuestras visiones portan como señal de autoridad quizá metafísica. Los doce após-

toles de las miniaturas que ilustran algunos Beatos de la rama IIb (referidos ya a

propósito de los tronos) se adornan con el nimbo, pero también con un libro y un

báculo que, en principio, no les correspondería, porque habitualmente es atributo de

la clase episcopal. Sin embargo, en la primitiva tradición miniaturística hispánica

303 A este respecto, véase Silva 1999 (p. 228), quien comenta el folio 183 del códice B.A.H. 3 y aporta una relación de Beatos que recurren a este motivo. Abarcan un período cronológico que coincide justamente con los siglos X (Beato de Gerona), XII (Beato de Turín) y principios del siglo XIII (Beatos de Manchester, San Andrés de Arroyo y Las Huelgas).

310

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medieval de los siglos X y XI, no es raro en los apóstoles304. El báculo, junto con

la mitra, son los signos de la condición episcopal, puesto que, en la Vida de Santa

Oria, las vírgenes peregrinas son transportadas al más allá por personajes angélicos

que portan báculos, pero no mitra. Esta última circunstancia y la citada tradición

hispánica podrían sugerir que los personajes psicopompos no son figuraciones psíqui-

cas de los obispos que tutelaron y guiaron a las jóvenes, sino que representan sim-

plemente al género de los mensajeros divinos. Es decir que serían cuatro ángeles,

los únicos que tienen la facultad de trasladarse en tiempo y espacio metarreales, de

cumplir el trámite del mundo físico al intelectual sin peturbación alguna y, en con-

secuencia, los únicos capaces de facilitar el recorrido a quien, como Oria, aún no

se ha desprendido totalmente de la rémora material. Sobre todo, si se considera la

decoración del plano inclinado de la parte delantera de la arqueta de Santo Domingo,

fechada por los años en que debió de nacer Berceo: Cristo Majestad preside, envuelto

en una mandorla, a cuyos lados se encuentran sendas parejas de santos que portan

báculos con forma de cruces.

Es tópico que las almas bienaventuradas canten eternamente la gloria divina o

bien reciban gozosos a sus nuevos camaradas. Su condición dichosa la manifiestan,

como se ha podido comprobar en las visiones, con palmas y coronas. Beato nos informa

de una clave simbólica para interpretar la palma, diferente de la tradicional, pero

quizá más cercana a los autores de relatos visionarios. En un principio, la palma

es, desde los tiempos de los romanos, signo de triunfo y así debe ser entendida.

Pero, en el nuevo código de la literatura hagiográfica medieval representado por

nuestras visiones, la palma ha sufrido la influencia de la fértil hermenéutica cris-

tiana. Beato, uno de los más insignes portavoces de ésta, ofrece una versión dif-

erente de este motivo. Para él, los bienaventurados con las palmas representan a la

asamblea de cristianos. Las palmas son la metáfora de las vidas de los justos. Las

explicaciones esgrimidas por Beato aluden, en primer lugar, a argumentos intrínse-

cos: las palmeras son ásperas por la corteza y estrechas en su origen, pero hermosas

por su aspecto y por sus frutos y amplias y verdes en sus copas. Lo que se ve como

304 Silva 1999, p. 228, aporta varos ejemplos, entre otros el de la imagen del apóstol Juan del Liber Comitis que fue confeccionado en el scriptorium de San Millán en 1073 y, por tanto, es riguroso contemporáneo de Muño y de Oria.

311

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una imagen de una vida que progresa desde la tribulación al premio. Por otro lado,

desde una óptica extrínseca, a diferencia de otros árboles, la palmera está sujeta

al suelo (símbolo natural de lo terreno) por la fragilidad de unas raíces débiles y,

en cambio, su tronco se llena de vigor en su ancha parte alta (IV, 6, 228-242). Esta

segunda explicación se reitera más adelante en el mismo capítulo varias veces y en-

cuentra correspondencia icónica en algunos códices de la obra (276-277; 289-290):

At contra ex qualitate palmarum designatur proficiens vita iustorum, qui nequaquam sunt in

terrenis studiis fortes, neque in caelestibus debiles. (IV, 6, 256-258)

Aparte del episodio neotestamentario que se celebra el Domingo de Ramos, la

palma es el atributo de los justos en las miniaturas en que se basan los textos de

Beato, ya que esta referencia no tiene origen en el Apocalipsis. Se da con frecuen-

cia: BFyS f. 160, BVa 111 y BG 147v. En el nuevo mundo, los elegidos que acompañan

al Cordero mantienen el adorno: BSPC, BMan f. 113). Junto con la palma, también son

signo de beatitud la corona de triunfo y lo precioso de los atavíos. La primera

pertenece al mundo feliz desde los primeros años del cristianismo, en los que el

martirio y la muerte son vistos como un triunfo sobre la pesada rémora corporal, so-

bre los sentidos. Desde tal óptica, la sangre vertida y los suplicios soportados se

convierten en la corona de su triunfo. Así lo expresan los redactores de visiones y

también Beato (I, 3, 108-110). Pero el concepto tiene una larga vida cultural,

puesto que, sin apelar a la literatura dogmática, se encuentra ya en los poemas de

Prudencio y alcanza, a lo largo de los relatos hagiográficos, hasta Berceo, a quien

trasciende. Recuérdense los himnos de Inés y Vicente, por ejemplo, y, por la equiva-

lencia del monacato al martirio, las narraciones de Mérida y de Valerio.

El rico atuendo, inédito en este siglo, es, por argumento a contrario, carac-

terístico del más allá. Las piedras preciosas que adornan maravillosamente a los

premiados eternos expresan, por sinécdoque, la calidad anímica extraordinaria de

aquellos a quienes engalanan. Así lo cree también Beato: lapides quoque pretiosi,

confessores, et apostoli, sacerdotes, omnesque iusti intelliguntur (II, 3, 220-221).

Pero la larga andadura de este recurso por la literatura cristiana tardolatina y me-

312

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dieval ha convertido cada uno de estos materiales en metáfora de las personas o de

los valores trascendentes: los cinturones figuran los coros santos, el oro repre-

senta la conciencia pura (VII, 4, 33-35) y las piedras preciosas los hombres valien-

tes en la verdadera fe (XII, 3, 11-13).

Por su parte, el color de la gloria es también un estereotipo: el blanco.

Blanca como la nieve es la cabellera del uir splendidissimus y blancas las vestimen-

tas de los santos. De nuevo Beato se yergue como intérprete de la tradición her-

menéutica. Para él, la blancura es signo externo de la luz infusa divina, que mana

del Espíritu Santo y cada uno de los santos, a su vez, transmite. El fulgor nace de

la pureza espiritual, de la hermosura de quien tiende a la justicia verdadera, del

iustus. De tal manera, que la abundante cabellera blanca es una alegoría de la mul-

titud de bautizados (I, 4, 214-221), cumpliendo aquí una función análoga a la del

manto de Voxmea en el poema de Berceo o la del libro de registros celestes del

Apocalipsis. Hay, sin embargo, la posibilidad, en caso de haber mancillado la pureza

del bautismo, de redimirse por los propios actos, como muchos de los santos viden-

tes. Beato lo expresa en forma de bienaventuranza, de manera que el sacramento del

bautismo es el origen de la blancura, pero ésta se renueva con la penitencia, en

todo momento con cada acción justa y siempre con el desprecio de lo efímero. El

ejército divino del Beato de Fernando I y doña Sancha (f. 240) viste de color

blanco.

Luego Beato comparte con las narraciones hagiográficas del más allá el tópico

de la blancura. También el del brillo provocado por la luz refulgente cayendo sobre

objetos inmensamente preciosos. Aunque es, quizá, la idea más recurrente en el

Comentario, la dicotomía luz / oscuridad se resume, para no ser prolijos, en dos de

sus más concisas formulaciones: una que vincula la luz de la verdad escrituraria y

otra que identifica día con conocimiento y noche con ignorancia, de manera que, uni-

das, resumen la concepción medieval por la que la irradiación celeste convierte a

quienes la transmiten en beneficiarios de su usufructo, en copartícipes de la glo-

ria. Análogamente a como, menos conceptualmente, la revelación comunica a los monjes

videntes esa misma verdad luminosa y cándida. La Jerusalén celeste amurallada y ru-

tilante tiene plasmación gráfica en los códices iluminados: p. ej. BFyS f. 253v).

313

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Éstos son dos textos representativos de Beato que le sirvieron de inspiración:

Scriptura enim Sacra saepe diem pro prosperis, noctem vero pro adversis ponere consuevit.

(VI, 2, 223-224)

Nox ignorantia est, et dies sapientia: semper enim perfidis nox est, qui lucem Christi suae

nebulis interpretationis obducere, et quantum in ipsis est, fuscare cionantur. (VI, 4, 71-74)

Beato actualiza nociones ya expuestas con profundidad por Prudencio cuatroci-

entos años antes. Por tanto, se aprecia un continuum prolongado e inequívoco que en-

laza la tradición clásica, fundida con la doctrina cristiana, con la literatura

hagiográfica medieval, en especial con la de viajes y visiones.

En el entorno ultramundano de Beato hay una masa de agua transparente que se

interpreta como gracioso resultado del bautismo (III, 2, 169-171; VII, 3, 25-28).

Incluso se asimila su efecto reparador al de la pasión, puesto que ambos significan

la remisión del pecado (VII, 3, 33-40). El mar de agua cristalina es símil de la

transparencia espiritual que proporciona el bautismo, a través de la cual refulge la

gracia instalada en el alma por delegación del Espíritu Santo. A través de este

prisma vítreo es contemplado el otro mundo. Beato, como es lógico, se atiene a la

tradición apocalíptica, que se distingue de la corriente de agua diáfana que re-

fresca el locus amoenus clásico. La distancia entre ambos es tan grande que las mu-

tuas resonancias sugieren la posible influencia de una (probablemente la clásica)

sobre la otra.

Pero, finalmente, los peregrinos espirituales no pueden ver a la divinidad.

Quizá, como ya se ha comentado, porque aún no se hallan preparados para experiencia

de dimensiones tan insólitas. En cambio, Beato se hace eco de ese mismo principio

desde una óptica doctrinal: la divinidad no puede manifestarse a los ojos humanos

tal cual es. Continúa un universal religioso que, entre otros, respetan el cristian-

ismo y la religión grecolatina (Zeus se manifiesta siempre bajo otras especies, de

fenómenos etéreos o de animales, generalmente). La razón, para Beato, es la dispari-

dad entre lo sobrenatural y lo humano: la santidad, por mucha que sea, humillada por

la fragilidad de la naturaleza, oye las palabras de Dios como por detrás de ella:314

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Omnis humanitas quamvis sanctitatis altitudine subrigatur, divinis sactionibus comparata,

divins vccibus adaequata, nequaquam parilitatem praesentiae, aut vultus praestat intuitu: sed quadam

fragilitate naturae depressa carnalitas, quasi post tergum Dei sermonibus admonetur. (I, 4, 22-26)

También los breves rasgos que destila por su comentario acerca del otro mundo

inferior proceden de la tradición cristiana compartida con los viajes ultramundanos.

Es decir, como en la Antigüedad clásica el Érebo era caracterizado por oposición al

locus amoenus, así el infierno es definido por oposición a la civitas Dei. A la Je-

rusalén celeste Beato le contrapone la nueva Babilonia. Ya en el Antiguo Testamento

(Is. 34, 8; Iob 10, 21) habla de un mundo de pez incandescente y azufre, de ambi-

ente caliginoso, sombrío, oscuro y caótico, que luego recuperan los textos evangéli-

cos y se convierte en el estereotipo escatológico cristiano. Por otra parte, la tra-

dición virgiliana (la clásica en general) refleja un mundo similar, que nace en el

Érebo homérico y en la amenaza de mundo al revés con que serán castigados Odiseo y

sus compañeros en caso de devorar las vacas del Sol. De nuevo, la convergencia de

motivos propicia la contaminación posible. Preside la escena el trono de la Bestia,

tal y como lo describe Valerio, invirtiendo completamente la imagen de la ciudad de

Dios, en términos que se resumen en el siguiente fragmento:

Nam sicut civitas Dei Ecclesia est, ita e contrario civitas diaboli ista Ierusalem est, quam

supra diximus, et Babylon, eo quod in hoc mundo in pace confusionis versetur. (VII, 1, 32-34)

Las ilustraciones correspondientes al mundo siniestro del infierno responden

fielmente a la imaginación efervescente del comentarista. Véase, por ejemplo, el

Beato de San Andrés de Arroyo (f. 160). Hay vagas reminiscencias del Tártaro

clásico, casi olvidadas en favor de la horrenda escatología escrituraria, probable-

mente semítica.

En definitiva, hay una diferencia esencial entre los relatos de visiones y el

Comentario lebaniego: el tema, que marca, por sí solo, la distancia en otros múlti-

ples aspectos. Hasta el punto de que no existe posible comparación genérica entre 315

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ambos. Beato no se propone como intención primaria la descripción del más allá según

la versión de un personaje que ha tenido la fortuna de visitarlo en vida y de regre-

sar para contarlo. Ni pretende dibujar un modelo de comportamiento para los cristi-

anos o para los monjes. Por el contrario, aspira a adaptar las enseñanzas de la fe a

los nuevos tiempos, desde una perspectiva doctrinal. Por ello, se aplica a una tarea

para la que parece estar especialmente dotado por talante y preparación intelectual:

el comentario de uno de los libros más esotéricos de la Biblia, junto con los profé-

ticos.

Se trata, por tanto, de una obra singular, sin conexión posible, a priori, con

el mundo literario que nos ocupa. La mayoría absoluta de las referencias literarias

que menciona Beato (y también las tácitas) es de carácter dogmático: se trata, prin-

cipalmente, de otros comentarios precedentes y de tratadistas patrísticos. En cam-

bio, las obras en que se insertan visiones -aunque compartan y, a veces, citen auto-

ridades doctrinales- son concebidas con una intención práctica y su redacción huye

de la dimensión simbólica, si se exceptúan sus componentes. Sin embargo, ambos sub-

géneros pertenecen a la especie hagiográfica escatológica. Ésta es la intersección

que comparte el lebaniego con las narraciones ultramundanas y que también se ha cos-

tituido en presupuesto de este capítulo. A partir de aquí, tanto en los hagiógrafos

visionarios como en Beato, se aprecian ciertas concomitancias (que hemos considerado

aquí brevemente) debidas, a nuestro juicio, a la inevitable dependencia de un sub-

strato cultural e ideológico común. Comparten propósitos generales e intereses, que,

como es propio, orientan hacia sus respectivos fines o metas doctrinales o pas-

torales. En este sentido, se observa mayor afinidad espiritual entre las obras de

Valerio y Beato (con densidad dogmática) que entre el primero y Berceo, a pesar de

que estos dos últimos narran visiones trasmundanas.

También el sistema compositivo, basado en la técnica compilatoria de mosaico,

segrega a Berceo del resto de los autores (incluido Beato), puesto que el riojano se

aparta de ellos al utilizar un único texto fuente. De esta manera, una vez más, se

pone de manifiesto la complejidad de las relaciones literarias medievales, en las

que las influencias y las derivaciones no son nunca unívocas.

Sin embargo, hemos podido comprobar que existen muchas concomitancias temáti-

316

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cas, argumentales o episódicas, espirituales e, incluso, literales. Ciertamente,

éstas suponen una parte mínima y probablemente no esencial del Comentario, pero su

existencia es fundamental para nuestro estudio, porque confirma, desde una perspec-

tiva externa a los relatos visionarios, lo previsible: también en el subgénero de

visiones escatológicas, la Península Ibérica comparte con el resto de Europa la tra-

dición heredada del universo cultural latino. Pero no de una manera específica en

este campo, sino a través del medio ambiente cultural y religioso, que también es

patrimonio de otros géneros afines. Puede decirse que, en ese magma heterogéneo, los

flujos evolucionan en sentido horizontal (sobre el conjunto de la sociedad) y no

vertical (sobre cada uno de sus componentes en particular: p. ej. en la literatura

de visiones). La Biblia, la cultura grecolatina -especialmente la literatura- y la

dogmática patrística impregnan las raíces del mundo medieval en proporciones vari-

ables según el momento, el lugar y la condición social y cultural del sujeto. Luego,

resurgen transformadas por el genio de cada autor, tal como sucede entre los nues-

tros. Cada uno imprime su propio carácter sobre esa vulgata y renueva el motivo de

la visión. La obra de Beato es el contraste necesario que demuestra la generaliza-

ción del fenómeno y la diversidad del material, a pesar de la uniformidad evidente

del expediente trasmundano.

317

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EPÍLOGO

En consonancia con el resto de Europa, la hagiografía hispánica evoluciona ha-

cia un apartamiento progresivo de las fuentes clásicas, atraída por la proyección de

otras figuras magnéticas (Ambrosio, Gregorio Magno, Isidoro), que, sin embargo, son,

a su vez, deudoras de esa misma compleja tradición. No puede denominarse equilibrio

la relación de proporciones que se establece entre el soporte cultural grecolatino y

el aluvión ideológico del pensamiento cristiano. No se trata de una fusión, sino,

más bien, de una aplicación superestructural de profundo contenido dogmático sobre

unos sólidos cimientos milenarios preexistentes de cuyos réditos se obtienen inmen-

sos beneficios. La omnipresencia y la pertinacia de ambos factores constituye la

base de la uniformidad genérica de los relatos de visiones ultramundanas en particu-

lar, expresa en un repertorio de rasgos formales: fórmulas estereotipadas como el

cansancio del narrador o del lector, el recogimiento de los sentidos en el protago-

nista, el paisaje insólito y enigmático, la visión incomprensible, el misterioso

personaje que descifra la visión, etc… También es un rasgo uniformador la figura del

narrador convertido en mero espectador y comentarista de las visiones, orientando

con sus reacciones y actitudes la mirada del lector u oyente: admiración, despertar

súbito, necesidad de redactar la experiencia, transformación en un hombre nuevo.

Pero tal homogeneidad no solo es debida a la repetición de ciertos recursos

formales, sino también a la univocidad temática: siempre se narran visiones revela-

doras. A partir de esto, existe un factor añadido: la simple coincidencia psi-

cológica, que es, probablemente, una consecuencia inevitable de la tradición liter-

aria persistente. De manera que, siendo una estructura lineal, admite ser integrada

dentro de géneros más amplios. Es el caso de las visiones de Agusto y Fidel en las

crónicas emeritenses, de la de Domingo en la biografía redactada por Grimaldo o de

las de los monjes bercianos dentro de la colección edificante de Valerio. Pero, al

mismo tiempo, es una estructura abierta que no excluye otros elementos considerados

propios de otros géneros: sermones, utopías, viajes imaginarios, etc… Sigue una es-

tructura básica no rígida -exordio, visión propiamente dicha y epílogo-, pero sí

constante y guarnecida de tópicos también perseverantes y duraderos.

Se podría afirmar, como en otros casos análogos en que se trata de definir las

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proporciones de tradición e innovación, que se da una situación de unidad esencial

dentro de la diversidad de las características peculiares de cada autor o texto. El

primer factor de evolución es el proceso de atomización por el que los diversos te-

mas locales ven reducido su campo de acción. Tanto Prudencio como el resto de los

hagiógrafos relatan experiencias trascendentes de interés principalmente local, sus

protagonistas son uiri sancti o mulieres sanctae de entidades geográficas y cul-

turales cerradas. En principio, Prudencio tiene ambiciones mayores, puesto que a los

santos locales añade himnos de personajes originarios de otras partes del Imperio.

Su campo de acción es la totalidad del Imperio, incluso cuando se impone la poetiza-

ción del martirio de un hispano, la asume con la intención de divulgar su noble ac-

titud y, en consecuencia, de difundir su culto por todo el universo latino cristi-

ano. Además, el calagurritano imprime a sus versos un carácter paradigmático que

otorga valor añadido a su obra.

Con la fragmentación del Imperio y la disolución del dominio cultural uni-

forme, los ámbitos se reducen. Los hagiógrafos emeritenses, bercianos o riojanos,

circunscriben su obra a áreas muchísimo más limitadas, a pesar de que, a veces, por

circunstancias diversas, aquélla haya alcanzado una difusión mayor de la prevista. A

pesar de la humildad de sus propósitos, la práctica supresión de las circunstancias

locales o peculiares habilita el valor paradigmático de estos relatos para el común

de los fieles o, al menos, para una parte selecta de éstos: las jóvenes vírgenes,

los oblatos, los eremitas, etc… Este proceso de desintegración general repercute en

el entorno literario. Además de la ya comentada proliferación de asuntos locales y

del inevitable reflejo de las peculiaridades de cada autor, la desintegración del

universo mitológico grecolatino acelera la descomposición de cada componente. Poste-

riormente, cada vez que recurren al expediente, los respectivos hagiógrafos deben

actualizarlo. De manera que se produce una fusión de horizontes en la que la tradi-

ción se manifiesta en cada nuevo intérprete: el legado afianzado y robustecido por

la reflexión secular se filtra a través del prisma que interpone la cosmovisión del

autor moderno, siempre más mermada. De cualquier manera, todo se reduce a dar forma

nueva a viejos contenidos.

Por otra parte, la fe cristiana desarrolla su labor propagandística en varios

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frentes: el doctrinal, el litúrgico y el pastoral. A menudo coinciden en el tiempo,

predominando uno u otro eventualmente. En el período paleocristiano que representa

Prudencio, la nueva fe adopta una actitud apologética frente a los ataques institu-

cionales paganos y de combate frente a las constantes derivaciones heréticas. Así se

explican no solo las obras dogmáticas del hispano, sino también la intensa propor-

ción de doctrina que impregna sus poemas narrativos. Cuando los estados se declaran

confesionalmente cristianos y la nueva doctrina se consolida y se impone como fe

única, los hagiógrafos suelen destinar unas obras para desplegar y explicar el dogma

y otras para ilustrarlo en ejemplos concretos que sirvan de paradigma. Así proceden

el anónimo lusitano y Berceo. Valerio sigue la misma pauta: aunque el carácter

sintético de su compilación y su propósito inmediato le inducen a aglutinar textos

de todo tipo, los opúsculos conservan su independencia y, por tanto, mantienen la

separación entre dogma y paradigma que es propia de las obras de su época. Prudencio

y Valerio traspasan a sus textos sus presupuestos teóricos respecto a las visiones.

Berceo y el autor de las VSPE no se detienen en consideraciones de ese tipo.

A pesar de todo, la literatura hagiográfica medieval adopta una actitud com-

bativa, puesto que se propone reformar unas costumbres más bien paganas. El hombre

medieval no es un fanático o un santo, sino un hombre con habitual tendencia a dis-

frutar de los sentidos, al cual había que seducir con una gama de placeres eternos o

atemorizar con tormentos perpetuos, para hacerle desistir. Por esos mismos años de

Oria, por ejemplo, jóvenes como ella oían cantos (lírica tradicional) en los que sus

“amigas/hermanas” hablaban de pasiones humanas y por los que se inclinaban mayori-

tariamente. El tipo de tratadística retórica que constituye nuestro objeto de estu-

dio se justifica por la necesidad, más o menos urgente, de reconvertir a ese tipo de

jóvenes que se sienten más atraídas por otros tipos de vida (lo mismo pasaría tam-

bién con los monjes destinatarios de las obras de Valerio, del compilador emerit-

ense, de Grimaldo u otras del propio Berceo). Al lado de nuestras protagonistas,

había también -según la lírica popular- muchas “mal monjadas”. Por eso, para refor-

mar tales disposiciones contrarias al dogma, se redactan viajes visionarios hacia el

ultramundo. Recuérdese el ejemplo de la Oria silense, quien, como su homónima emili-

anense, solo leía obras edificantes:

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Querié oyir las oras más que otros cantares,

los que dicién los clérigos más que otros ioglares. (SDom. 318)

En consecuencia, puede afirmarse que, en lo que respecta a nuestro tema, se

constituye una antítesis de las muchas que caracterizan el Medievo: por un lado,

jóvenes de cierta inquietud espiritual frente a una mayoría más dispuesta a los go-

ces sensuales, que disfruta de las composiciones líricas de contenido amoroso. Solo

a las primeras y a sus correspondientes masculinos, los monjes, iba dirigida la lit-

eratura de contenido escatológico sapiencial. Los receptores de estas obras también

deberían de ser religiosos a los que tendrían como objetivo aleccionar; el público

en general no se sentiría identificado con unas costumbres y educación que les reba-

saban (de ahí que, salvo en la última fase de su desarrollo, las obras de este tema

se escribiesen en latín). Berceo debió de ser el primero que sintió la necesidad de

alcanzar al gran público: de hecho, en los Milagros muchos protagonistas son laicos,

bien es verdad que la práctica totalidad de ellos heredados.

Para otro momento queda determinar si los niños oblatos del primer cristian-

ismo son verdaderas ofrendas de fe o un simple recurso para

despojarse de hijos a los que con dificultades se podría mantener. En este su-

puesto caso, no habría piedad, sino hipócrita interés. De ser así, no solo a los

clérigos convendría propagar la doctrina, sino también a los padres, lo cual expli-

caría, en cierto modo, la pervivencia de esta literatura durante tan largo tiempo.

Por otro lado, nuestras emparedadas serían en verdad jovencitas con deseos de ser

vírgenes ascetas o, tal vez, les forzarían a ello unas madres puritanas como quizás

lo fuese Amuña. ¿Querían ellas ser vírgenes o eran los padres quienes se obstinaban

en ello? ¿Se predica a fieles convencidas o a quienes no parecen estar muy dispues-

tas? Es posible que la respuesta a tales cuestiones no sea taxativa: algunas ingre-

sarían guiadas por su propia fe; sin embargo, el tono general y las características

de estas obras nos transmiten una intención reformadora de costumbres, que pretende

transformar unos hábitos irregulares.

Todas estas circunstancias justifican tanto la insistencia en los tópicos como

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sus variaciones. En esa progresiva disgregación o dispersión de los tópicos que

caracteriza a la literatura medieval y, en concreto, a los relatos de visiones tras-

cendentes, Berceo desarrolla sólo un viaje descriptivo del paraíso celestial, ol-

vidando la acostumbrada visión global del mundo ultraterreno. Recuérdese que ya Va-

lerio lo había anticipado en la visión de Bonelo. Se perciben en esta diferencia ac-

titudes dispares: prescriptiva y punitiva la que opone al paraíso un mundo de casti-

gos y descriptiva y estimulante aquella otra que sólo descubre la maravilla de los

premios. La primera predomina en la Alta Edad Media hispánica, a pesar de la ex-

cepción de Baldario, y la segunda en el período posterior, como dan fe Muño y el

propio Berceo. Parece ser que la progresiva estabilización de la Iglesia ha suprim-

ido los comportamientos excesivos e irregulares, hasta el punto de que carecían de

sentido posturas tan combativas como la de Valerio contra los monjes renegados, lib-

ertinos o depravados. Puede deberse también a una distinción significativa: la de

una tradición litúrgica, menos despegada del uso judeocristiano o apocalíptico y más

orientada a la tutela moral de los fieles y otra literaria representada por los mon-

jes ilustrados. La causa última puede, en suma, remontar, según se ha sugerido ya, a

la diferencia de objetivos, intenciones y públicos a los que se debe cada obra.

En el capítulo de características estructurales, Berceo se distingue de sus

predecesores en varios aspectos. La razón de su peculiaridad radica, a nuestro modo

de ver, en una tendencia de la hagiografía de los siglos XII y XIII que literaturiza

o traduce narraciones anteriores. En primer lugar, Berceo es el primer narrador que

no conoce personalmente al protagonista visionario, como consecuencia de la distan-

cia que media entre los acontecimientos y la redacción. El riojano es el único que

especifica claramente la duración de ese período, si bien es verdad que los datos

que proporciona Valerio también permiten calcularla, al ofrecer detalles concretos

relativos a su propia edad. Cuanto mayor es la distancia, más se independiza el re-

lato de su héroe o protagonista. De manera que la interposición de un autor interme-

diario obliga a Berceo a narrar en tercera persona, mientras que sus predecesores

recurren a la primera persona testimonial. Quedan exceptuadas, naturalmente, las

revelaciones de los propios protagonistas, que son inherentes al subgénero. La voz

narrativa determina que el relato adopte una actitud implicada, en que el informante

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encarna y se identifica con la narración, gracias a una sensibilidad específica,

comunicando reflexiones, sentimientos y experiencias íntimas, como en nuestros ca-

sos. Sólo Berceo se mantiene en la perspectiva del mero informante de los hechos,

que se desentiende del relato después de haber cumplido con su misión de darlos a

conocer. Sin embargo, evita la asepsia narrativa por otros medios que ya han sido

estudiados en numerosos trabajos. Se pretende la impresión de inmediatez. En todos

los casos, el relato finge ser inmediato al acontecimiento extraordinario. En cuanto

deja de pretender ese artificio (en el siglo XIII y en toda Europa), aparece el nar-

rador intermediario. El narrador secundario, Berceo, admite su condición vicaria.

No hay que establecer una relación directa entre el fervor religioso de un

autor y su respeto a la tradición hagiográfica, pero sí la dicotomía que bascula en-

tre la voluntad de edificación y la voluntad artística, entre le désir de Dieu y

l’amour des lettres. Los narradores de visiones se debaten entre la obligación moral

de atenerse a los principios de la fe y el ánimo de exponerlo con dignidad liter-

aria. En Prudencio, ambos se manifiestan en grado excelso. En igual proporción que

las combina Valerio desde una postura militante y ferviente. En el autor de las

vidas lusitanas, en cambio, el principio artístico se somete al propósito publici-

tario, bien por decisión consciente o bien por incapacidad. Berceo organiza y amal-

gama esos mismos factores acentuando aquéllos que sirven a sus intereses, encauzados

hacia un nuevo público más sencillo. Las inquietudes artísticas que, en diversa me-

dida, mueven a todos, ennoblecen el mensaje y le dan trascendencia. En lo que se

refiere al episodio visionario, quizá debería reducirse la cuestión a la limitación

escueta al tópico frente a una postura más abierta y personal, a veces rabiosamente

personal. Este último sería el caso de Prudencio -quien no aborda el asunto de

manera sistemática-, de Valerio o de Berceo, mientras que el redactor emeritense y,

por lo que se puede intuir, Muño siguen los cánones más convencionales. Sirviéndonos

de la terminología retórica clásica -aún vigente, aunque convenientemente adaptada-,

se podría afirmar que estos últimos se proponen esencialmente ilustrar (docere) y,

probablemente, conmover (movere); por su parte, Prudencio, Valerio y Berceo, además

de lo anterior, no renuncian a revestir el mensaje con un estilo muy cuidado, sea

elevado o sencillo (delectare).

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El sujeto visionario se construye como arquetipo: el uir sanctus. Con Pruden-

cio, los hombres santos representan personajes cuyo destino está escrito por la

providencia y, por tanto, son presentados sin atributos peculiares, sino como ar-

quetipos que cumplen inexorablemente con un deber asignado y, por asignado, asumido.

En las VSPE y Valerio, las circunstancias diferentes tienden a individualizar a los

protagonistas, sin conseguirlo, porque, a pesar de ser una elección personal, la

mortificación y el excessus son la consecuencia inevitable de un comportamiento in-

evitable también. Oria es un intento serio de individuo, en la medida en que es de-

scrita con características idiosincrásicas: su genealogía y otras circunstancias

personales, su infancia, sus ocupaciones cotidianas, el entorno íntimo de su reclu-

sión, etc… Berceo aporta detalles personales, incluso pyede que transmitidos oral-

mente.

Los uiri sancti vencen la debilidad del cuerpo con la valentía del alma y an-

teponen los bienes esperados a los sufrimientos presentes. Quieren abandonar el mun-

danal ruido para pasar a la vida que no conoce la turbación y el oleaje. Sus funcio-

nes son de diverso tipo: desde la obviamente paradigmática, de modelo moral, hasta

la de intermediario entre el cielo y la tierra, que son las expresas. A ellas se

añaden otras menos evidentes como la del héroe imaginario o fantástico con el que

identificarse y vivir sensaciones no propias, anheladas en lo más profundo del ánimo

o como factor de integración de un individuo en un grupo más amplio en el que su

identidad tiene presencia.

Los relatos hagiográficos en general, también los visionarios, comparten algu-

nas características con la poesía épica. Se narran los hechos como supuestamente

suceden. Un ideal heroico es presentado como modelo de conducta distinguido por un

individualismo extremo: se tratan asuntos peculiares, pero incluyendo elementos for-

males de la prestigiada tradición cultural latina. Frente a la hagiografía litúr-

gica, que tiene por objetivo dar a conocer la historia, el argumento (como la épica

oral), la visión escatológica literaria tiene una función más instructiva, más

didáctica: los héroes son un ejemplo de lo que los individuos deben ser y también el

reflejo de un grupo clerical ilustrado emergente. Por otro lado, estas narraciones

significan la afirmación histórica del paraíso cristiano y del cursus honorum moral

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y del cristianismo secular como prefiguración tipológica de la Iglesia celeste.

Dentro de esta universidad de temas y formas, las diferencias son de índole o

de talante personal, propias del carácter y del estilo de cada autor en personajes

tan poderosos e inquebrantables sometidos a afectos y circunstancias extraordinar-

ios. Tal virtuosismo supremo no admite adulterar la piedad con los vicios. La pre-

ceptiva literaria está dominada por los principios de la imitatio y la uariatio, lo

cual no obsta para la creatividad; no se trata de una falsificación o un plagio,

sino de respeto hacia una autoridad venerada por reconocimiento de su envergadura,

relieve y significación, por sus virtudes técnicas y por su valor anagógico a la luz

de la teología cristiana. En este aspecto, Berceo innova, puesto que, más que hablar

de vicios y virtudes en abstracto, divulga la trayectoria extramundana de dos per-

sonajes que han practicado la virtud y, en consecuencia, se postulan como modelos

imitables. Todos los relatos de visiones de nuestro corpus han sido compuestos desde

las perspectivas de una moral práctica, pero, mientras sus precedentes la plantean

en términos absolutos como pretexto para la visión, Muño y Berceo abundan en ella

desarrollando los requerimientos previos como exigencia necesaria (no como pretexto)

de la experiencia sapiencial.

La causa puede residir, en el caso de Muño y de Berceo, en que para ingresar

en el clero solo se exigía una mínima preparación en temas hagiográficos y bíblicos,

tamizados por las explicaciones de los Padres. Más adelante, en la liturgia, en el

rezo de las horas canónicas y en las misas de las festividades se perpetúa la memo-

ria de los héroes cristianos a los que Berceo, con su estilo luminoso y dúctil,

aplica sus comparaciones claras, de colores vivos, amplias, espaciosas. Así se ex-

plica también que pase con toda naturalidad de la comparación lírica y culta a la

expresión popular, coloquial y cotidiana, a la expresión de humor risueño, de ironía

burlona305.

En cambio, esas mismas diferencias de talante se definen en Valerio bajo la

especie de estilo formular versátil en el que las grandes variaciones se multiplican

sintácticamente, pero sujetas firmemente al tópico en léxico, motivo y tono, osci-

305 Curtius 1948 (1995), p. 609, expone que estos elementos humorísticos eran inherentes a las vidas de santos y que in-cluso el público los esperaba. Giménez 1976 (p. 48) se hace eco de tal opinión. Luego también buscaban una más fácil captatio be-neuolentiae.

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lando siempre sobre términos del mismo repertorio.

En definitiva, los mirabilia de las visiones trascendentes son mensajes cifra-

dos para los visionarios, para el resto de los cristianos y para el investigador.

Ponen de manifiesto situaciones de la vida psíquica profunda inaccesibles hasta hoy

al estudio positivo y, por tanto, se inscriben en el mundo de lo irracional. Los mo-

dos antiguos de la vida psíquica, enterrados en las tinieblas del inconsciente, han

de ser analizados e interrogados procurando la fusión de horizontes de que habla la

teoría hermenéutica. El patrón de la iniciación sobrevive en la literatura en la me-

dida en que los productos de ésta reflejan la estructura de un universo imaginario.

Ese mismo patrón persiste en el universo imaginario del hombre moderno -en la lit-

eratura, en los sueños, en las fantasías y, en general, en todos los tipos de fic-

ción- de manera que incita al estudioso de los fenómenos irracionales vertidos a la

forma literaria a meditar más profundamente atento a los documentos. Así, la visión

no tiene nada que ver con la parapsicología ni es un mensaje sobrenatural (aunque el

fiel cristiano lo advierta como tal), sino que se trata de una especial percepción

anímica, mental, intelectual o espiritual de los acontecimientos. Los prodigios de-

nuncian que los sucesos ocurren en magnitudes y dimensiones ajenas al mundo material

y paralelas a la realidad objetiva: otra mucho más intensa, inefable, subjetiva y de

carácter fruitivo, holística, pero instantánea y transitoria, intuitiva y pasiva.

Semejante, por tanto, a las que la psiquiatría intenta catalogar bajo el título de

hiperia.

Las transformaciones que sufre la literatura escatológica medieval no tienen

relación exclusiva con la progresiva expansión del tema. En general, la introducción

de la literatura visionaria fue un proceso lento, con hitos de relevancia impre-

vista. Mientras que la visión trasmundana cristiana se difunde en el Medievo, el

mismo género pagano tenía ya más de mil años de antigüedad, estaba consolidado y

merecía el respeto de todos los literatos. De ahí la complejidad de las redes de in-

fluencia. Primero, se establecen líneas de conexión directa, como las que unen a

Prudencio con el legado virgiliano por un lado y con la doctrina católica por otro.

Luego, existe un entramado de vínculos indirectos y transversales: la cultura greco-

latina se derrama en la tradición hispánica, la románica europea y la cristiana. A

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su vez, estas dos últimas repercuten secundariamente en la primera impregnadas de

nuevos matices adquiridos en sendos periplos europeos. Por último, el substrato

cristiano empapa toda la literatura de la época, cuánto más la de tema religioso me-

tafísico. Pero no solo la literatura, también la tradición verbal.

La oralidad presume que las narraciones visionarias de los protagonistas

siguen la pauta marcada por la tradición y que no son los redactores quienes las

ajustan al tópico en el momento de la escritura. Existen testimonios de casos muy

parecidos, como, por ejemplo, los sueños de Lucrecia, una joven adivina que fue

juzgada a finales del siglo XVI por el Tribunal de la Inquisición, cuyas experien-

cias (más de cuatrocientas en dos años y medio) son semejantes a los sueños liter-

arios escritos por sus contemporáneos. Tal circunstancia puede resultar sospechosa;

sin embargo, no se debe concluir por eso que los sueños de Lucrecia fuesen falsos,

sobre todo si se tiene en cuenta la explicación psiquiátrica que hoy satisface nues-

tra demanda científica: el pensamiento forzado, la hiperia, etc… Sus sueños se

pueblan de imágenes que coinciden con las de la tradición profética, ‘pero, al

mismo tiempo, están repletos de otras que proceden de la propia experiencia vital de

Lucrecia: chismes de la corte, literatura oral de los romances, decoración de las

iglesias y otras imágenes sagradas y sermones y procesiones religiosas’ 306. Los

sueños literarios contemporáneos desarrollan un esquema invariable en el que, como

Lucrecia, el autor traslada al sueño su biografía. El caso de esta mujer puede ser

extrapolado a nuestros protagonistas, especialmente a Oria, no solo porque Lucrecia

dicta sus vivencias a varios sacerdotes que las registran por escrito, sino también

porque parece confirmar que, en todo tiempo, las visiones ultramundanas y, en conse-

cuencia, sus inventarios literarios se circunscriben a los presupuestos ideológicos

del momento. De manera que se produce una interacción que complica el trabajo del

estudioso: la experiencia visionaria sigue los cánones prescritos por el tópico lit-

erario y éste, a su vez, registra notarialmente multitud de casos concretos que,

sistematizados, lo perpetúan. Por tanto, es muy posible que las visiones de nuestros

personajes fuesen ciertas y que los redactores fuesen fieles al testimonio de

306 Véase, respecto a las visiones de Lucrecia, el estudio de Gómez Trueba citado en la bibliografía, especialmente las ps. 84-85, aunque la cita procede de la 86.

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aquéllos, sin menoscabo de las dotes y aspiraciones que cada uno de ellos tuviese y

que individualizan cada relato.

En ese continuum hipertextual de pensamiento y de orientación, disperso quoad

sensum et substratum en literatura, repertorios, usos litúrgicos e incluso en la

transmisión oral, se da una progresiva reducción a estereotipo. Solo en ciertos ca-

sos con ambiciones publicitarias (VSPE) o didácticas (en las que no falta el prurito

literario), los relatos de visiones adquieren valor singular, como en el caso de Va-

lerio o Berceo. Vidas, milagros y visiones responden a un designio común, que sirve

a diferentes propósitos: poético y litúrgico (Prudencio), para la lectura conventual

(Valerio, Beato), para la instrucción del pueblo (Berceo), como propaganda de reliq-

uias (VSPE, Berceo), para la meditación privada (Valerio, VSPE, Beato). Tras el Me-

dievo, el viaje escatológico queda como simple recurso vicario, como se ve en los

ejemplos que nos ofrece la literatura cancioneril española. Este substrato no nece-

sita la concatenación de influencias sucesivas y conscientes. El estrecho compromiso

de todos los autores cristianos tardolatinos o medievales con una tradición re-

ligiosa común, canonizada por la patrística -que sí conocía directa y profundamente

la literatura y la filosofía clásicas-, les hace partícipes usufructuarios del am-

plio substrato de una tradición unánime, al menos en lo que respecta a algunos moti-

vos que permanecen inalterados, como el del más allá y el del viaje trascendente. La

doctrina cristiana del alma y de su peripecia ultramundana es elaborada por los Pa-

dres de la Iglesia a partir de las teorías griegas, filosóficas y mistéricas, pero

los detalles menores tienen orígenes remotos tan dispares como el Apocalipsis, el

érebo virgiliano, las visiones de personajes plutarquianos, el gnosticismo, los

oráculos sibilinos e incluso la escatología musulmana. No se puede excluir la par-

ticipación de una transmisión oral. La raigambre clásica de la literatura de visio-

nes (el descensus ad inferos) es evidente y demostrable, pero inasequible, por in-

consciente, al rastreo pormenorizado.

La práctica desaparición de las narraciones de visiones escatológicas con

carácter literario después del siglo XIII -obsérvese que el propio mester de

clerecía desaparece- no puede explicarse por el hecho de que los hagiógrafos, con-

scientes del advenimiento de una nueva cosmovisión, hubiesen renunciado súbitamente

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a escribir visiones ultramundanas, pues tal circunstancia no parece posible. Al con-

trario, la aparición de las visiones romances es inseparable del empuje del mismo

género en las letras latinas. Es necesario estudiar el tema con independencia de la

lengua en que haya sido escrito, porque los Pirineos, en nuestro caso, no suponen un

obstáculo para la perfecta integración de la Península Ibérica en el universo cul-

tural europeo que prolonga la uniformidad latina durante toda la Edad Media, incluy-

endo el asunto de las visiones trascedentes. Europa constituye el marco único en lo

tocante a literatura hagiográfica. En ese continuum geográfico, la región situada al

sur de los Pirineos evoluciona permeable a las influencias externas, a pesar de la

impronta singular de la Reconquista. Sin embargo, en cuanto se refiere al mundo cul-

tural, especialmente el literario, hay especificidades derivadas de las relaciones

codicológicas entre los diferentes escriptorios monásticos de la región que, a pesar

de no estar aislados de los europeos, mantenían entre sí estrechísimas relaciones

desde los primeros momentos de su existencia. La propia historia de los textos vi-

sionarios así lo denuncia. Casi todos los manuscritos perstantes de las VSPE revelan

que la compilación lusitana fue integrada desde el primer momento -quizá por deci-

sión del propio Valerio- en la crestomatía llevada a cabo por el eremita leonés307 y

que entre ellos hay vínculos paleográficos. Añádase la presencia de estos manuscri-

tos que contienen ambas obras en el escriptorio emilianense en los momentos clave de

la evolución histórica del género hagiográfico de contenidos visionarios ultraterre-

nos, la existencia de copias en otros escriptorios del entorno relacionados codi-

cológicamente con el de San Millán y, por último, la numerosa concurrencia de códi-

ces con la obra de Beato en todos ellos.

Según se ha podido comprobar, ya en el Medievo el tópico del viaje ultrater-

reno con la visión intelectual se adapta cómodamente a los objetivos específicos que

se propone cada autor. Véase un ejemplo aleatorio de lo dicho: el capítulo que

dedica Andrés el Capellán, en su Liber de amoris (al que podríamos considerar un

manual de práctica amatoria trovadoresca), a aconsejar cómo debe obtener un noble el

amor de una mujer noble. Cuando el varón quiere convencer a la mujer de que no le

conviene rechazarlo como amante, recurre al relato de un sueño. En éste, el protago-

307 Consúltese a este respecto la introducción de Maya Sánchez a la edición de las VSPE, especialmente las páginas IX-XI.

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nista se queda dormido en un lugar frondoso de follaje y árboles un día muy caluroso

de verano. Cuando despierta, se encuentra solo, apartado del grupo que le acom-

pañaba. A lo lejos, en la pradera, divisa tres grupos de mujeres, escoltado cada uno

por varones de su condición. Forman parte del ejército de los muertos (exercitus

mortuorum). El primero, de las mujeres que otorgaron su amor a quienes lo requiri-

eron (beatissimae feminae), está guiado por un jinete hermosísimo, ricamente vestido

y adornado con una diadema de oro. Es Amor. Les sigue el grupo de mulieres inmundae,

las que conceden su amor a todos indiscriminadamente. Cierran el cortejo unas mu-

jeres despreciables (miserrimae), castigadas a sufrir horribles tormentos porque no

dieron su amor a nadie. Una de éstas advierte del carácter retributivo de este mundo

en relación con la disposición amorosa en vida y explica la escena siguiente al

visitante, de acuerdo con el habitual procedimiento erístico. El lugar central, tra-

sposición del locus amoenus con tronos de piedras preciosas presididos por uno, res-

ervado para Amor, en el que hay un cetro de cristal, ofrece placeres y deleites ine-

fables y goces de todas las clases. Le rodean otros dos sectores caracterizados por

una progresiva degradación: en el tercero se oyen los lamentos y los gritos que pro-

vocan los tormentos a los que son sometidas las mujeres que se negaron al amor. Aca-

bada la descripción, al visitante se le asigna la tarea de revelar a los mortales la

gloria póstuma de los que sirven a Amor y la de advertir a la damas de los riesgos

de rehusarlo. Para regresar se le proporciona un caballo y un baculum crystalinum

(actualización del ramus aureus) que le servirá de franquicia. Siguiendo las in-

strucciones, regresa a casa. Es evidente que Andrés ha hecho una lectura del viaje

escatológico contrafacta a lo amoroso, en una época coetánea a la de Berceo. Este

mismo tipo de adaptación ad hoc sigue vigente en la época contemporánea.

Precisamente este factor marca las distancias del más allá medieval con re-

specto al posterior: la actitud del autor y del lector cambia. Los hombres medieva-

les creían en la veracidad del trasmundo literario, mientras que, a partir del siglo

XIV (definitivamente desde el XV), se convierte en un mero recurso poético, perdi-

endo toda trascendencia. Quizá por el cisma de Occidente y la consecuente pérdida de

autoridad moral de la Iglesia. Por tanto, hay una diferencia de actitud: en unas

épocas es reflejo de la cosmovisión contemporánea, en otras se trasmuta en procedi-

330

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miento literario ornamental o de género. Aunque si pensamos que todo procedimiento

obedece a un objetivo, podemos considerar que la conversión del motivo en estereo-

tipo es consecuencia del esfuerzo de la Iglesia por uniformar su doctrina esca-

tológica de una manera atractiva para los feligreses. Cuando la modernidad recupera

el motivo del trasmundo, vuelven a ponerse en evidencia esas dos tendencias señala-

das desde entonces. Así, a modo de ejemplo, por un lado, se podría afirmar que, si

el drama beckettiano Esperando a Godot admite ser interpretado como una visión ab-

surda, surreal y existencial del desvalimiento de la condición humana al descubrir o

renunciar por sí misma a una divinidad providencial, no sería extraño que la puesta

en escena con un escuálido árbol como única y exclusiva referencia espacial repre-

sentase una visión moderna del nuevo más allá, del ultramundo huérfano de la presen-

cia omnímoda y dimanante de gozo de la divinidad. Vladimir y Estragón esperan la

venida de Godot (¿deformación grotesca de ‘god’?) en una región desolada e inhós-

pita, pero que, dadas las condiciones amargas y sin sentido de sus vidas, a ellos

les parece un locus amoenus. Ambos, especialmente Estragón, muestran varias veces su

deseo de morir (moderno contemptus horridi mundi), pero ni siquiera eso logran. Es

una versión frustrada del uir sanctus cuyos padecimientos no serán compensados, en

correspondencia con la nueva perspectiva pesimista de las condiciones humana y

divina que parece proyectar Beckett.

Por la misma época, unos años antes, Hugo von Hofmannsthal, en unos breves Mo-

mentos de Grecia, relata la súbita experiencia que le sobrevino al contemplar las

estatuas de las korai del museo de la Acrópolis. En principio, confiesa varias ex-

trañas sensaciones que son conocidas por los lectores de viajes escatológicos: duda

de que aquello que le sucede esté ocurriendo realmente o piensa que se trata de un

sueño imponente y de una potencia realizadora única que, sin embargo, está más cerca

de la muerte que del letargo nocturno. Siente un estupor que procede de un abismo

interior manifiesto en un haz de luz fortísima y, al mismo tiempo, pálida cuyo

esplendor se le transmuta en ilustración intelectual. Por otra parte, esta extraña

experiencia -que es calificada esporádicamente como viaje- participa de las carac-

terísticas de las percepciones ultrasensoriales hipéricas que hemos analizado (un

sentido que está por encima de los sentidos, un manantial interno que supera al ojo

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desde dentro): desrealización (el viajero se olvida de sí mismo), ucronía (no hay

condicionamientos de tiempo, sino que sucede fuera de él), sensación de déjà vu, ex-

cesividad (es una voluptuosidad imposible, sin medida, que, disolviéndose, lo hace

indestructible en su núcleo). Todo ello culmina en efímera hiperpresencia, en una

potenciación inusitada del presente, de manera distinta a la normal y con más

fuerza. El viaje lo dirige hacia el infinito, en un trayecto que recuerda la doc-

trina neoplatónica que rezuman los textos medievales: eternidad y divinidad se fun-

den y, con ellas, el propio espectador. Éste formula el enigma al que se enfrenta y

que sintetiza racionalmente el viaje intelectual como aporía, tanto el suyo como el

de nuestros protagonistas: si lo inalcanzable se nutre de su interior y lo eterno

construye a partir de él su eternidad, ¿qué existe todavía entre la divinidad y él?

Las antítesis son continuas para expresar la colisión de los sentidos opuestos: en-

sanchamiento y estrechamiento del espacio, sociabilidad desbordante y, simultánea-

mente, desánimo o, también unidad frente a pluralidad. En suma, la descripción del

lugar (que coincide, en esencia, con el locus amoenus) por el que viaja suscita en

su alma una hiperestesia irracional e irrepresentable si no es a través de contra-

dicciones lógicas (ascender sin esfuerzo, caminar por ríos, tumultos callados) o

sensaciones que son indicio del “misterio de la eternidad” (la dilatación rítmica de

la atmósfera).

En cambio, el fragmento de Max Aub que preside estas páginas presenta el uso

vicario, ancilar y eventual de la materia ultraterrena. Se incluye dentro de una

paráfrasis teórica de la novela que narra la vida imaginada de Jusep Torres Cam-

palans y en la que pretende ilustrar prácticamente las teorías del supuesto biógrafo

acerca de la evolución artística. De todas maneras, esas líneas no solo inauguran

este trabajo, sino que resumen magistralmente y con una clarividencia extraordinaria

nuestras hipótesis sobre la progresiva transformación de las visiones trasmundanas

literarias medievales hispánicas.

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ÍNDICE

0- PREFACIO.....................................................2

1- VISIÓN TRASCENDENTE: CONOCIMIENTO, ENFERMEDAD Y SUEÑO.......11

1-1. La experiencia patológica.................................13

1-2. El ambiente onírico.......................................18

1-3. Construcción paulatina de un esquema......................20

2- LA ATMÓSFERA ESPIRITUAL.....................................25

2-1. La espiritualidad tardolatina.............................25

2-2. La cultura monástica protomedieval y la literatura esca-

tológica 30

2-3. La revisión románica......................................43

3- PRINCIPIOS TEÓRICOS DE LA VISIÓN ESCATOLÓGICA...............49

4- AFÁN DE VERACIDAD...........................................64

5- SUFRIMIENTO Y EDIFICACIÓN MORAL.............................82

6- EL TÓPICO DE LA HUMILDAD Y LA INEFABILIDAD DE LA MATERIA...105

7- EL SUEÑO Y LAS CIRCUNSTANCIAS EXTERNAS DE LA VISIÓN........113

8- EL DESPRECIO DEL MUNDO.....................................133

9- LA NATURALEZA DEL ALMA.....................................158

10- EL VUELO DE LAS ÁNIMAS....................................166

11- LA RESIDENCIA DEL CONOCIMIENTO SUPERIOR...................197

12- EL VIAJE AL MUNDO INFERIOR................................264

13- INTERCESIÓN, SUFRAGIOS Y APARICIÓN POST MORTEM............273

14- EL MUNDO SUPRATERRENAL EN LA TRADICIÓN APOCALÍPTICA DE BEATO.

281

15- EPÍLOGO...................................................318

BIBLIOGRAFÍA..............................................333

ÍNDICE....................................................346

346