El Metodo 15/33

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EL MÉTODO15/33

Shannon Kirk

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Créditos

Edición en formatodigital: julio de 2016

Título original: Method15/33Traducción: MaríaJosé Díez

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© 2015 by ShannonKirk© Ediciones B, S. A.,2016Consell de Cent, 425-42708009 Barcelona(España)www.edicionesb.com

ISBN: 978-84-9069-475-6

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Conversión a formatodigital:www.elpoetaediciondigital.com

Todos los derechosreservados. Bajo lassanciones establecidas enel ordenamiento jurídico,queda rigurosamenteprohibida, sin autorizaciónescrita de los titulares delcopyright, la reproduccióntotal o parcial de esta obrapor cualquier medio oprocedimiento,

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comprendidos lareprografía y el tratamientoinformático, así como ladistribución de ejemplaresmediante alquiler opréstamo públicos.

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Para Michael y Max,mis dos amores

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El desarrollo delcerebro se puede definir

como la evolucióngradual de una poderosa

red autoorganizada deprocesos con complejas

interacciones entre losgenes y el entorno.

KARNS, et. al., 11 dejulio de 2012,

Journal ofNeuroscience,

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«Procesamiento demodalidad cruzadaalterado...» [títulotruncado]

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Agradecimientos

Muchas gracias a mifamilia por su apoyo ypor concederme eltiempo y el alientonecesarios para escribir.A mi marido, Michael,que siempre me trae caféal despacho, no podríahaber terminado gran

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cosa de nada sin ti. Eresmi fuente de inspiraciónpara no rendirme nunca.A mi hijo, Max, que,aunque es tan pequeño,sabe dar con maneras derespaldarme y que, sinser consciente,proporcionó la emocióndel amor allí dondeaparece en esta historia.A mis padres, Rich yKathy, que leen el

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borrador de todo cuantoescribo y me dan no soloánimo, sino también unosconsejos excelentes. Amis hermanos, Adam,Brandt y Mike, me sientocon fuerzas en estemundo porque sé quesiempre veláis por mí. ABeth Hoang, una primaque es una hermana paramí, sin tus correcciones y

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tu gran amor no habríapodido tener un productofinal. A todos mis amigosy familiares, gracias porno dejarme nunca sola enesto. Me gustaríaexpresar especialagradecimiento a mihermano Michael C.Capone, un consumadomúsico de rap/blues. Lafrase «Céntrate, porfavor. Céntrate, respira»,

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que aparece en estanovela, pertenece a sucanción Hate What’sNew Get Screwed ByChange. La música deMike es mi musa cuandoescribo, y le doy lasgracias por sus letras.

Siendo como soy legaen la materia, heconsultado numerosasfuentes para explicar

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temas tan complejoscomo la neuroplasticidadde modalidad cruzada, elprocesamiento demodalidad cruzadaalterado y otros puntoscientíficos que escapan ami comprensión. Lassiguientes publicacionesme han facilitado unainformación inestimable:Mary Bates, «SuperPowers for the Blind and

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Deaf», ScientificAmerican, 18 deseptiembre de 2012;Christina M. Karns, MarkW. Dow y Helen J.Neville, «Altered Cross-Modal Processing in thePrimary Auditory Cortexof Congenitally DeafAdults: A Visual-Somatosensory MRIStudy with a Double-

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Flash Illusion», TheJournal ofNeuroscience, 11 dejulio de 2012.

A mi agente, KimberleyCameron, gracias pordarme una oportunidad.Gracias por tomarte eltiempo para leerte elmanuscrito, llamarme ycambiarme la vida. Es unplacer trabajar contigo,eres la definición de la

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elegancia. A OceanviewPublishing, a Bob y PatGussin, gracias por darleuna oportunidad a 15/33y por vuestro entusiasmo,valiosos consejos yapoyo. Al equipo deOceanview, Frank,David, Emily, graciaspor vuestro respaldo,gracias por acogerme enla familia Oceanview.

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~Carpe diem cada día~

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4-5 días decautiverio

El cuarto díamaquinaba su muertetumbada allí. Mientraselaboraba mentalmenteun listado de recursos, la

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planificación meproporcionaba consuelo... una madera del suelosuelta, una manta delana roja, una ventanaalta, vigas vistas, el ojode una cerradura, elestado en que me hallo...

Recuerdo lo quepensaba entonces comosi lo estuviesereviviendo ahora, comosi fuese lo que pienso

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ahora. Ahí está otra vez,a la puerta, pienso,aunque de eso hace yadiecisiete años. Quizásesos días sean mipresente para siempre,por haber logradosobrevivir plenamente enla minucia de cada hora ycada segundo demeticulosa estrategia.Durante ese periodo de

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tortura indeleble estuvecompletamente sola. Ydebo decir ahora, no sinorgullo, que el resultadoque obtuve, miincuestionable victoria,no fue sino una obramaestra.

El Día 4 ya tenía unabuena lista de recursos yuna idea a grandes rasgosde cómo sería mivenganza, todo ello sin la

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ayuda de un boli o unlápiz, tan solo utilizandoel cerebro para concebirposibles soluciones. Unpuzle, lo sabía, pero unpuzle que estaba resueltaa resolver ... una maderadel suelo suelta, unamanta de lana roja, unaventana alta, vigasvistas, el ojo de unacerradura, el estado en

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que me hallo... ¿Cómoencajan todas estaspiezas?

Recompuse este enigmauna y otra vez y seguíbuscando recursos. Ah,sí, claro, el cubo. Y sí,sí, sí, el somier es nuevo,no le quitó el plástico.Vale, una vez más,repásalo otra vez,resuelve el acertijo.Vigas vistas, un cubo, el

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somier, el plástico, unaventana alta, unamadera del suelo suelta,una manta de lana roja,el...

Numeré los recursospara aportar cierta dosisde ciencia. Una maderadel suelo suelta(Recurso n.º 4), unamanta de lana roja(Recurso n.º 5), un

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plástico... Cuandoempezó el Día 4 lacolección parecía lo máscompleta posible.Necesitaría más cosas,supuse.

El crujido del suelo demadera de pino al otrolado de la celda de miprisión, un dormitorio,me interrumpió a eso demediodía. Está ahífuera, no cabe duda. La

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hora de la comida. Elcerrojo se movió deizquierda a derecha, elojo de la cerradura giró yél irrumpió sin tansiquiera molestarse endetenerse en el umbral.

Como ya había hechoen las demás comidas,me dejó en la cama unabandeja con unoselementos que a esas

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alturas ya me eranfamiliares: una tazablanca de leche y un vasopequeño de agua. Sincubiertos. La porción dequiche de huevo y beicontocaba el pan, horneadoen casa, en el plato, unrecipiente redondo deporcelana pintado conuna escena toile en colorrosa de una mujer con uncacharro y un hombre con

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un sombrero con unapluma y un perro. Odiabade tal modo ese plato queme estremezco solo derecordarlo. Por detrásponía: «Wedgwood» y«Salvator». Esta será miquinta comida en estesalvador. Odio esteplato. También mecargaré este plato. Elplato, la taza y el vaso

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parecían los mismos quehabía utilizado paradesayunar, comer y cenarel Día 3 de cautiverio.Los dos primeros díaslos pasé en una furgoneta.

—¿Más agua? —preguntó con sumonótono tono cortante,aburrido y grave.

—Sí, por favor.Inició este patrón el

Día 3, lo cual, creo, fue

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lo que hizo que mepusiera a maquinar enserio. La preguntaformaba parte de larutina, el hecho de queme trajese la comida yme preguntara si queríamás agua. Decidí decirque sí cuando me lopreguntara y resolvídecir que sí siempre,aunque la secuencia no

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tenía ningún sentido.¿Por qué no me traía unvaso de agua másgrande, para empezar?¿Por qué esaincompetencia? Sale,echa lallave, las tuberíasresuenan en las paredesdel pasillo, un borboteoy a continuación unchorro de agua dellavabo, fuera del

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alcance de mi vista porel ojo de la cerradura.Vuelve con un vaso deplástico con agua tibia.¿Por qué? Lo que sípuedo decir es que haymuchas cosas en estemundo que son unmisterio, como la lógicasubyacente a muchos delos inexplicables actosde mi carcelero.

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—Gracias —dijecuando volvió.

Decidí a partir de laHora 2 del Día 1 queintentaría fingir unosmodales de colegiala, seragradecida, ya que notardé en descubrir que miinteligencia era superiora la de mi captor, unhombre de más decuarenta años. Debe de

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tener cuarenta y tantos,como mi padre. Sabíaque era lo bastantesesuda para superar estasituación terrible,asquerosa, y eso que solotenía dieciséis años.

La comida del Día 4sabía igual que la del Día3, pero quizá losalimentos me dieran loque necesitaba, porquecaí en la cuenta de que

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tenía muchos másrecursos: tiempo,paciencia, un odioimperecedero y, mientrasme tomaba la leche de lagruesa taza derestaurante, me percatéde que el cubo tenía unasa de metal y losextremos del asa eranpuntiagudos. Solo tengoque quitar el asa. Puede

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ser un recursoindependiente del cubo.Además estaba a ciertaaltura en el edificio, nobajo tierra, como penséen un principio, los Días1 y 2. A juzgar por lacopa del árbol que crecíafrente a mi ventana y delos tres tramos deescalera que había quesubir para llegar a mihabitación, sin duda

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estaba en un tercero.Consideré la altura otrorecurso.

Curioso, ¿no? El Día 4todavía no me habíaaburrido. Hay quienpodría pensar que estarsola en una habitacióncerrada podría llevar aalguien a la demencia oal delirio, pero tuvesuerte. Mis dos primeros

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días los pasé viajando, ypor alguna equivocacióncolosal o un grave errorde juicio, mi captor sesirvió de una furgonetapara cometer su delito, yla furgoneta tenía laslunas de las ventanillaslaterales tintadas. Claroque nadie podía ver elinterior, pero yo sí podíaver el exterior. Estudié elrecorrido y lo anoté en el

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diario de mi cabeza,detalles que a decirverdad no llegué autilizar, pero la labor detranscribir y grabar losdatos en la memoriaeterna mantuvo ocupadosmis pensamientos durantedías.

Si me preguntarais hoy,diecisiete años después,qué flores crecían en la

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rampa de la salida 33, osdiría que margaritassilvestres entremezcladascon una considerablecantidad de vellosillaanaranjada. Os podríapintar el cielo, de un grisazulado imprecisotirando a un pardoemborronado. Tambiénsería capaz de revivir larepentina actividad,como la tormenta que

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estalló 2,4 minutosdespués de quepasáramos la extensiónde flores, cuando la masanegra que se cernía en elfirmamento descargó unagranizada primaveral.Veríais las bolas de hielodel tamaño de unguisante, que obligaron ami secuestrador aaparcar debajo de un

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paso elevado, decir «mecago en la puta» tresveces, fumarse uncigarro, lanzar la colillae iniciar de nuevo lamarcha, 3,1 minutosdespués de que laprimera bola de hielo seestrellara contra el capóde la furgoneta que sehabía utilizado paracometer el delito.Transformé cuarenta y

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ocho horas de estosdetalles relativos altransporte en una películaque puse todos y cadauno de los días que durómi cautiverio, estudiandocada minuto, cadasegundo, todos y cadauno de los fotogramas, enbusca de pistas yrecursos y análisis.

La ventanilla de la

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furgoneta y la posición enla que me dejó mi captor,sentada y con posibilidadde ver por dónde íbamos,hicieron que sacara unarápida conclusión: elresponsable de miencarcelamiento era unidiota que iba con elpiloto automático, unsoldado robot. Sinembargo yo estabacómoda en un sillón que

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había afianzado al pisode la furgoneta. Bastecon decir que, pese a lomucho que rezongócuando me tapó los ojosy vio que la vendaquedaba floja, o erademasiado vago o estabademasiado distraído paraatarme el antifaz encondiciones y, por tanto,supe hacia dónde nos

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dirigíamos por lasseñales que íbamospasando: al oeste.

Durmió 4,3 horas laprimera noche. Yo dormí2,1. Tomamos la salida74 al cabo de dos días yuna noche al volante. Yno preguntéis por eltremendo bochorno delas paradas para ir alservicio en áreas dedescanso desiertas.

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Cuando llegamos anuestro destino, lafurgoneta bajó despaciopor la rampa de salida, yyo decidí contar tandasde sesenta. Un segundo,dos segundos, tressegundos... 10,2 tandasde segundos más tarde,aparcamos y el motorrenqueó y paró dandosacudidas. A 10,2

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minutos de la carretera.Por la esquina superiorde mi caída vendadistinguí un sembradosumido en un griscrepuscular y bañado enuna franja de luna llenablanca. Las ramas finas yelásticas de un árbolcubrieron la furgoneta.Un sauce. Como el deNana, la abuela. Peroesta no es la casa de la

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abuela.Está en un lateral de

la furgoneta. Viene pormí. Tendré que salir dela furgoneta. No quierosalir de la furgoneta.

Pegué un bote al oír elruidoso chirriar de metalcontra metal y el golpede la puerta al deslizarse.Hemos llegado. Supongoque hemos llegado.

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Hemos llegado. Elcorazón me latía al ritmode las alas de un colibrí.Hemos llegado. El sudorse me acumulaba en elnacimiento del pelo.Hemos llegado. Misbrazos se tensaron, y mishombros se pusieronrectos, formando una Tmayúscula con micolumna. Hemos llegado.Y mi corazón, de nuevo,

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podría haber hechotemblar la tierra, podríahaber causado un tsunamicon ese ritmo.

Con mi captor se colóun aire a campo comopara consolarme. Duranteun breve segundo meenvolvió en una cariciarefrescante, pero lapresencia de misecuestrador rompió el

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encantamiento casi tandeprisa como llegó. Nolo veía por completo,naturalmente, con elamago de vendaje quellevaba, y sin embargopresentí que estaba allíplantado, mirándomefijamente. ¿Qué soy a tusojos? ¿Simplemente unachica afianzada concinta americana a unsillón en la parte de

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atrás de tu furgoneta demierda? ¿A ti esto teparece normal? Putoimbécil.

—No chillas ni llorasni me suplicas comohicieron las otras —comentó, y fue como sihubiese tenido unaepifanía con la quellevara días a vueltas.

Giré la cabeza deprisa

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hacia su voz, comoposeída, con la intenciónde que ese movimiento lodesconcertara. No estoysegura de si fue así, perocreo que reculó unapizca.

—¿Te haría sentirmejor si lo hiciera? —pregunté.

—Cierra la puta boca,pedazo de zorra pirada.Me importa una puta

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mierda lo que hagáis lasfurcias como tú —dijo,en voz alta y rápida,como para recordarseque él tenía el control. Ajuzgar por los decibelioscon los que manifestó suagitación, supuse queestábamos solos,estuviéramos dondeestuviésemos. Esto no esbueno. Se pone a gritar

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aquí tan tranquilo.Estamos solos. Los dos.

Por la inclinación de lafurgoneta supe que sehabía agarrado a lapuerta y se había subido.Gruñó debido alesfuerzo, y me percaté deque respirabapesadamente, como unfumador. El típico sacode grasa inútil. Sombrasy fragmentos de sus

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movimientos seacercaron a mí, y unobjeto afilado, plateado,que sostenía en la manolanzó un destello con laluz de arriba. En cuantoinvadió mi espacio mellegó su olor, a sudorrancio, la peste de uncuerpo que no se haaseado en tres días. Sualiento era como sopa

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fétida en el aire. Hiceuna mueca de asco, mevolví hacia la ventanillatintada y contuve larespiración para no oler.

Mi captor cortó la cintaamericana que mesujetaba los brazos alsillón y me puso unabolsa de papel en lacabeza. Vaya, mofetahumana, conque te hasdado cuenta de que la

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venda no sirve.Cómoda dentro de lo

malo, llegué a aceptarese sillón ambulante,pero no tenía la másremota idea de lo que meesperaba. Así y todo nopuse ningún reparo a queentrásemos en lo quedebía de ser una granja.Del olor a vacas quepastaban el día entero y

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la hierba y los tallosaltos que me daban en laspiernas, deduje quehabíamos entrado en unhenar o un trigal.

El aire nocturno delDía 2 me refrescó losbrazos y el pecho inclusoa través del chubasqueronegro forrado quellevaba puesto. A pesarde la bolsa y del trapoque me medio tapaba los

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ojos, la luz de la lunailuminaba nuestrocamino. Con el armapegada a mi espalda y yoabriendo la marcha aciegas, con la luna comoúnica guía, atravesamosel grano de América, quenos llegaba por larodilla, a lo largo de unatanda de sesentasegundos. Levantaba

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mucho los pies paraacentuar la cuenta; éldetrás de mí, arrastrandolos pies como unpistolero. Ese era nuestrodesfile de dos: uno,shsss, dos, shsss, tres,shsss, cuatro.

Comparé mi tristemarcha con la muerte enel mar que sufrían losmarineros condenados acaminar por la pasarela y

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tomé en consideración miprimer recurso: terrafirma. Después el terrenocambió, y dejé de sentirla presencia de la luna.El suelo cedió un tantocon mis innecesariamenteforzados y pesadospasos, y el polvo secoque notaba en losexpuestos tobillos medijo que me encontraba

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en un camino de tierrasuelta. Ramas de árbolesme arañaban los brazospor ambos lados.

No hay luz + no hayhierba + pista de tierra+ árboles = bosque.Esto no pinta bien.

Mi pulso y mi corazónparecían tener ritmosdistintos cuando recordéel programa NightlyNews y la noticia de otra

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adolescente a la quehabían encontrado en elbosque de otro estado,lejos de mí. Qué lejanase me antojó su tragediaentonces, tan al margende la realidad. Le habíancortado las manos yarrebatado su inocencia,el cuerpo arrojado a unafosa poco profunda. Lopeor eran los indicios de

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que por allí habíanpasado coyotes y pumas,que se llevaron su partebajo los maléficos guiñosde murciélagos con ojosdemoniacos y la lúgubre,feroz mirada de lechuzas.Basta... cuenta... no teolvides de contar... siguecontando... céntrate...

Los espantosospensamientos hicieronque me perdiera. He

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perdido la cuenta.Haciendo a un lado elhorror, cobré ánimos,respiré hondo y frené alcolibrí del pecho, comome había enseñado ahacer mi padre ennuestras clases padre ehija de jiu-jitsu y tai chi ycomo las lecciones quehabía aprendido en loslibros de la facultad de

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Medicina, que guardabaen mi laboratorio delsótano.

Dado el miedopasajero que me invadióal entrar en el bosque,reajusté el cálculo. Trasuna serie de sesentasegundos en el densobosque, pasamos a unahierba corta y volvimos avernos bajo la luz sintrabas de la luna. Esto

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debe de ser un claro.Esto no es un claro. ¿Osí? Está pavimentado.¿Por qué no hemosaparcado aquí? Terrafirma, terra firma, terrafirma.

Tras otra extensión dehierba corta nosdetuvimos. Un tintineo dellaves; una puerta que seabría. Antes de que se me

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olvidara, calculé y anotéel tiempo que habíatranscurrido desde quedejamos la furgonetahasta que llegamos a lapuerta: 1,1 minutos, apie.

No tuve la oportunidadde inspeccionar elexterior del edificio en elque entramos, pero meimaginé una granjablanca. Mi captor me

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obligó a subir deinmediato una escalera.Un tramo, dos tramos...Al llegar al tercero,giramos 45 grados a laizquierda, dimos trespasos y nos detuvimos denuevo. Sonido de llaves.Un cerrojo aldescorrerse. Unacerradura al abrirse. Elcrujido de una puerta. Me

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quitó la bolsa y la venday me metió de unempujón a mi cárcel, uncuarto de 3,5 � 7 metrosdel que no habíaescapatoria.

El espacio estabailuminado por la luna,que se colaba por unaventana alta triangularsituada a la derecha de lapuerta. Enfrente había uncolchón de 1,50 sobre un

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somier, directamente enel suelo, peroextrañamente rodeado deun armazón de maderacon laterales y listones ytablillas y demás. Eracomo si alguien sehubiese quedado sinenergía o quizá sehubiese olvidado de laestructura que debíasoportar el somier y el

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colchón. Así pues lacama era como un lienzoque aún no había sidomontado, tan solodescansaba torcidadentro del marco. Unacolcha de algodónblanca, una almohada yuna manta de lana rojavestían la improvisadacama. En el techo, tresvigas vistas, paralelas ala puerta: una sobre el

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umbral, la segundadividiendo la habitaciónrectangular en dos y latercera sobre mi cama.Los techos eran altos,cosa que, sumada a lasvigas vistas, hacíaposible que uno pudieraahorcarse, si decidíahacerlo. No había nadamás.Sobrecogedoramente

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limpia,sobrecogedoramentesobria, por todadecoración un tenuesilbido. Hasta un monjese habría sentidodesnudo en semejantevacío.

Fui directa al colchóndel suelo mientras élseñalaba un cubo a modode retrete, por si teníaque «mear o cagar» por

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la noche. La luna vibrócuando se fue, como sitambién ella soltara elaire que había estadoreteniendo en susgalácticos pulmones. Enuna habitación másluminosa, me dejé caerhacia atrás, agotada, y meregañé por misemociones, que erancomo una montaña rusa.

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Desde la furgonetapasaste del nerviosismoal odio, al alivio, almiedo, a nada.Tranquilízate o nosaldrás victoriosa enesto. Al igual que concualquiera de misexperimentos, necesitabauna constante, y la únicaconstante que podía tenerera una impasibilidadregular, algo que me

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esforzaba por mantener,además de grandes dosisde desdén y odioinsondable, si esosingredientes erannecesarios para mantenerla constante. Y con lascosas que oí y vi en miprisión, ciertamente esosañadidos erannecesarios. Y fáciles deconseguir.

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Si hay un talento queperfeccioné durante micautiverio, ya fuese pordesignio divino, porósmosis al vivir en elmundo acerado de mimadre, por las clases dedefensa personal de mipadre o por el instintonatural del estado en queme hallaba, ese talentoera similar al de un

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general en una granguerra: una actitud firme,fría, calculadora,vengativa y serena.

Esta calma serena noera nueva para mí. Dehecho en primaria untutor insistió en que mesometiese a unreconocimiento médicodebido a la preocupaciónque había expresado ladirección al ver mis

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reacciones lineales y miaparente incapacidad desentir miedo. A mimaestra de primero leinquietaba que noberrease o saltara,chillara o gritara —comohicieron los demás—cuando un hombrearmado irrumpió ennuestra clase y abriófuego. Tal y como se

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podía ver en el vídeo deseguridad, yo estudié suhisterismo espasmódico,sus manchas de sudor, lasmarcas de viruela de sucara, las pupilasdilatadas, los frenéticosmovimientos de los ojos,las señales de pinchazosde sus brazos y, porsuerte, su mala puntería.A día de hoy recuerdoque la respuesta era

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evidente: estaba drogado,nervioso, puesto de ácidoo heroína o las doscosas; sí, sabía cuáleseran los síntomas. Detrásde la mesa de la maestrase encontraba elmegáfono de emergencia,en un estante bajo laalarma contra incendios,así que fui directo aambos. Antes de hacer

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sonar la alarma grité:«¡ATAQUE AÉREO!»por el megáfono, con lavoz más grave que podíaponer una niña de seisaños. El yonqui de metase cayó al suelo y seencogió en un charco desu propio pis cuando selo hizo en los pantalones.

En el vídeo, que señalóla importancia de quefuese sometida a

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evaluación, se veía a miscompañeros de claseacurrucados, berreando,a mi maestra de rodillas,suplicando a Dios, y a mísubida a un taburete,accionando el megáfonoa la altura de la cadera yplantada allí como siestuviese dirigiendo elalboroto. Tenía la cabezaladeada, el pelo recogido

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en una trenza, el brazoque sostenía el megáfonoatravesado en labarriguilla, el otrosubido hasta el mentón,en la boca una levesonrisa que hacía juegocon el amago de guiño enel ojo, dando miaprobación a los agentesde policía que seabalanzaron sobre elculpable.

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Así y todo, trassometerme a una bateríade pruebas, el psiquiatrainfantil les dijo a mispadres que era muy capazde sentir emociones, perotambién tenía unacapacidad excepcionalpara suprimirdistracciones ypensamientos noproductivos. «El escáner

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cerebral permite ver quesu lóbulo frontal, elresponsable delrazonamiento y laplanificación, es másgrande de lo normal.Percentil 99.Francamente, yo diríaque en realidad es de un101% —informó—. Noes una sociópata.Entiende y puede decidirsentir emociones, pero

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también podría decidirno hacerlo. Su hija medice que tiene uninterruptor interno quepuede apagar o encenderen cualquier momentopara experimentar cosascomo dicha, miedo,amor. —Tosió y dijo“ejem” antes de continuar—: Miren, nunca mehabía topado con un

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paciente así, pero bastacon mirar a Einstein paracomprender la cantidadde cosas que noentendemos sobre loslímites del cerebrohumano. Hay quienasegura que utilizamostan solo una parte muypequeña de nuestropotencial. Su hija, en fin,su hija utiliza algo más.Lo que no sé es si eso es

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una bendición o unamaldición.» No sabíanque yo estaba escuchandoa través de la puertaentreabierta de sudespacho. Todas suspalabras fueronalmacenadas en el discoduro de mi cerebro.

Lo del interruptor era,básicamente, cierto.Quizás hubiese

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simplificado las cosas.Es más bien unadecisión, pero puesto quees difícil explicar lasdecisiones mentales, dije«interruptor». Comomínimo estaba encantadade tener a un médico asíde bueno. Escuchaba, sinjuzgar. Creía, sinmostrarse escéptico.Tenía verdadera fe en losmisterios de la medicina.

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El día que dejé de estar asu cuidado, le di a uninterruptor y lo abracé.

Me estuvieronestudiando unas semanas,redactaron algunosinformes, y mis padresme devolvieron a unmundo en cierto modonormal: volví a primariay construí un laboratorioen el sótano.

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El Día 3 de cautiverio—el primero que pasabafuera de la furgoneta—iniciamos el proceso deestablecer un patrón: trescomidas al día, que metraía mi captor, en elridículo plato deporcelana, leche en unataza blanca, un vasopequeño de agua, seguidode uno mayor, de agua

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tibia. Después de cadacomida se llevaba labandeja con el plato, lataza y los vasos vacíos yme recordaba quellamara a la puerta solocuando necesitase ir alcuarto de baño. Si nollegaba a tiempo, «usa elcubo». No usé el cubonunca. Es decir, no usé elcubo nunca paraaliviarme.

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A partir de entoncesese proceso en vías dedesarrollo se viointerrumpido por un parde visitas. Sí, cuandollegaron yo tenía los ojosdebidamente vendados,de manera que no pudedeterminar su identidad,pero después de lo quesucedió el Día 17, mepropuse elaborar un

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listado de todos losdetalles para podervengarme más adelante,no solo de mi captor,sino también de quienesacudieron a visitarme ami celda. Sin embargo nosabía qué hacer con lagente de la cocina,situada debajo. Pero serámejor que no adelanteacontecimientos.

Mi primera visita llegó

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el Día 3. Médico, sinduda, tenía los dedosfríos. Lo llamé «elMédico». La segundallegó el Día 4,acompañada del Médico,que informó: «La chicase encuentra bien,teniendo en cuenta lascircunstancias.» En vozbaja, el segundo visitantecomentó: «Conque esta

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es.» Lo llamé «SeñorObvio».

Cuando el Médico y elSeñor Obvio estaban porirse, el Médicorecomendó a micarcelero que procuraseque mantuviera la calmay estuviese tranquila.Pero no se produjoningún cambio que mehiciese sentir calmada otranquila hasta que el Día

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4 tocó a su fin, cuandosolicité los Recursos n.os14, 15 y 16.

Cuando la luzempezaba a desvanecerseen mi cuarto día decautiverio, la madera delsuelo crujió de nuevo. Através del Recurso n.º 8,el ojo de la cerradura,tomé nota de la hora: lacena. Mi captor abrió la

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puerta y me dio labandeja con el plato demotivos absurdos, la tazade leche y el vaso deagua. Otra vez quiche ypan.

—Toma.—Gracias.—¿Más agua?—Sí, por favor.Echa la llave, se

escuchan las tuberías,corre el agua, vuelve:

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más agua. ¿Por qué?¿Por qué? ¿Por quéhace esto?

Dio media vuelta paramarcharse.

Con la cabeza gacha yla voz más sumisa einsípida posible que mepude permitir, dije:

—Disculpe, pero nopuedo dormir, y se me haocurrido que si pasaría

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algo si... bueno, puedeque si viera la tele oescuchara la radio oleyera o dibujara, unlápiz y un papel, puedeque sirviera de algo,¿no?

Me preparé paraescuchar un ataqueverbal brutal e inclusoviolencia física por miinsolencia.

Él me miró de arriba

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abajo, soltó un gruñido yse marchó sin contestarmi pregunta.

Unos cuarenta y cincominutos después escuchéde nuevo el ya familiarcrujido del suelo. Supuseque mi captor habíavuelto, siguiendo larutina, para recoger elplato, la taza y los vasos.Pero cuando abrió la

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puerta vi que llevabacontra el ancho pecho unviejo televisor dediecinueve pulgadas, unaradio de mercadillo deunos treinta centímetrosde largo, un cuadernometido bajo el brazoizquierdo y un estuche decolegial de plásticoalargado. El estuche,rosa y con dos caballosen un lateral, era de esos

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que se compran el primerdía de colegio y sepierden en una semana.Me pregunté si estaría enun colegio. De ser así,debe de estarabandonado.

«Y no se te ocurrapedir nada más»,advirtió, cogiendo demalas maneras la bandejade la cama y haciendo

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que el plato y los vasosvacíos se deslizaran porla superficieruidosamente. Dio unportazo al salir. Ruidos.Siempre hacía ruidosdesagradables.

Moderando misexpectativas, abrí lacremallera del estucherosa, pensando que meencontraría un simplelápiz sin punta.

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No puede ser: no solohay dos lapicerosnuevos, sino tambiénuna regla de treintacentímetros y unsacapuntas. Elsacapuntas, negro, teníael número «15» en unlado. Me apropié deinmediato de tan valiosoobjeto y lo etiqueté:Recurso n.º 15, en

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particular la hoja de suinterior. El Recurso n.º15 presenta su propiaetiqueta. Sonreí cuandotuve la caprichosaocurrencia de que elsacapuntas se uníaresueltamente a micomplot, un soldado lealque acudía a cumplir consu deber, y resolví que«15» al menos formaríaparte del nombre de mi

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plan de fuga.Con el objeto de que

mi captor tuviera lasensación de queagradecía sus desvelos,enchufé el Recurso n.º14, el televisor, y fingíver la tele. Era evidenteque me importaba un pitosu preciado ego, pero lasestratagemas quediseñamos para engañar

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a nuestros enemigos losarrullan y los mecen paraque se sientan seguros ensu debilidad y susinseguridades, hasta quellega el momento dehacer saltar la trampa,tirar de la cuerda y dejarcaer la veloz mano de lamuerte. Bueno, puede queno tan veloz, quizá sealargue un tanto. Espreciso que sufra, un

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poquito. Quité el asa delcubo y utilicé lospuntiagudos extremos deldestornillador.

Esa noche ningunacriatura en la casa o enlos campos que seextendían más allásuperó mi grado deconciencia. Hasta la lunaempequeñeció hastaconvertirse en un gajo

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mientras me pasé laNoche 4 enteratrabajando.

Mi carcelero no sepercató de la sutildiferencia que presentabami celda cuando me llevóel desayuno el Día 5, denuevo en el ofensivoplato de porcelana.Cuando llegó la hora dela comida, tuve que hacerun esfuerzo para no soltar

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una risita cuando mepreguntó si quería másagua.

«Sí, por favor.»No sabía lo que le

esperaba, ni hasta dóndeestaba dispuesta a llegarpara imponer mi idea dejusticia.

Me da lo mismo lo quedijeron las noticias en sumomento: no me escapé

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de casa. Evidentemente.¿Por qué habría dehacerlo? Mis padresestaban muy enfadados,sí. Estaban furiosos, perome apoyarían. Eran mispadres, y yo su únicahija.

«Pero eres unaestudiante de nota. ¿Quépiensas hacer con losestudios?», me preguntómi padre.

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Se mostraron másdesconcertados inclusocuando fuimos a laclínica y se enteraron deque había ocultado miestado siete meses.

—¿Cómo puede estarembarazada de sietemeses?—le preguntó mi madreal tocólogo, aunque suvoz no casaba con lo que

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veían sus ojos, unaverdad innegable.

Lo cierto es que nosolo había «engordado unpoco», sino que ademásme había crecido unbombo perfectamenteredondo bajo mis poraquel entonces hinchadospechos. Abochornada porsu autoengaño, mi madrebajó la cabeza y empezóa sollozar. Mi padre le

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puso una mano en laespalda con suavidad, nosabía muy bien qué hacercon esa mujer que raravez derramaba unalágrima. El médico memiró y frunció la boca,aunque con amabilidad, ycambió de tema,centrándose en el futuromás inmediato.

—Tendremos que

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volver a verla la semanaque viene. Quiero haceralgunas pruebas. Pidancita en recepción.

De haber sabidoentonces lo que sé ahora,me habría mostrado másperspicaz y habríapillado la pista en esemismo instante. Peroestaba demasiadoinmersa en la decepciónde mis padres para

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darme cuenta de ladoblez que había tras lamirada feroz de larecepcionista o el velode clorofila que envolvíasu presencia, fuera delugar. Sin embargo ahoralo recuerdo; en sumomento almacené esainformacióninconscientemente.Cuando nos acercamos a

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ella, la mujer, el cabelloblanco recogido en unmoño tirante, los ojosverdes y las mejillas conun falso rubor, se dirigióúnicamente a mi madre:

—¿Cuándo ha dicho eldoctor que debíanvolver?—preguntó.

—Ha dicho que lasemana que viene —respondió mi madre.

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Mi padre presenciabala escena, metiendo lacabeza en el espacio demi madre, sus piernasjusto detrás de las deella: parecían un dragónde dos cabezas.

Mi madre se puso atoquetear el bolso conuna mano mientras la otrase abría y cerraba entorno a una pelota

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antiestrés inexistente a laaltura del muslo. Larecepcionista consultó laagenda.

—¿Les viene bien elpróximo martes a lasdos? No, un momento,estará en el instituto,¿no? ¿Prospect High?

A mi madre no le gustanada la chácharainnecesaria. Por reglageneral habría pasado

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por alto, habríadesdeñado incluso, lairrelevante preguntasobre el instituto. Porregla general habríarespondido a tansuperflua pregunta conuna pregunta mordaz: ¿deverdad importa a quéinstituto va? Es voluble,y no tiene paciencia parala estupidez o la gente

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que le hace perder eltiempo. Mal genio,sumamente eficiente,exigente, metódica ydesdeñosa, esas soncualidades: es abogadaprocesalista. Sinembargo, ese día no eramás que una madreangustiada, y contestó ala pregunta deprisamientras hojeaba suagenda.

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—Sí, sí, Prospect High.¿Qué le parece a las tresy media?

—Perfecto. Entonces alas tres y media el martesque viene.

—Gracias. —Llegadosa ese punto mi madreapenas escuchaba, y nossacó a toda prisa a mipadre y a mí de laclínica. La recepcionista,

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sin embargo, nos siguiócon la mirada, y la pillémirándonos. Entoncespensé que solo leinteresaba el chismorreosobre el «desafortunado»embarazo de unaadolescente de una«familia bien».

Tenía nuestra direcciónpor mi historia,naturalmente, y seacababa de enterar de

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que no iba a ninguno delos institutos privados dela localidad, lo quequería decir que sabíaque vivía a una manzanadel instituto público, locual, a su vez, significabaque podía deducir sintemor a equivocarse queiba andando al instituto,por un camino vecinalrural densamente

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poblado de árboles.Resulté ser el objetivoperfecto para esaexploradora, envuelta enpapel de regalo. Tras susojos entrecerrados, fríosy calculadores, y su narizcorva y ganchuda, debióde ponerse enmovimiento en cuantosalimos de la clínica.Quizá la memoria metraicione y haga que me

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imagine esto, pero la veolevantando el teléfono ytapándose los labiospintados de rosa parahablar. En esa imagen,sus ojos verdes nopierden de vista losmíos.

Es evidente que mimadre se habría dadocuenta del avance de miestado mucho antes, de

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no haber pasado fuera lamayor parte de los tresmeses anteriores en unjuicio, en el Distrito Surde Nueva York. Cuandovino a casa un fin desemana, yo me aseguréde estar «esquiando conuna amiga en Vermont».En una ocasión mi padrefue en tren a visitarla. Yome quedé en casa, sola,pero contando con su

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plena confianza, parahacer trabajos de clase ycompletar experimentosen el laboratorio delsótano.

Que nadie memalinterprete, mi madrenos quiere. Sin embargo,mi padre y yo sabíamosque más valía dejarla asu aire cuando estaba en«modo juicio», un estado

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de guerra en el que leconsumía una visión quese restringía a su misión:ganar el juicio, cosa quelograba el 99,8% deltiempo. No estaba nadamal. Las empresas laadoraban; losdemandantes la odiaban.Las unidades deinvestigación delDepartamento deJusticia, la Comisión

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Nacional del Mercado deValores, la ComisiónFederal de Comercio y laOficina del fiscal generalde Estados Unidos laconsideraban «elmismísimo diablo». Laprensa liberal solíavilipendiarla, algo queúnicamente servía paraengrosar su cartera declientes y afianzar su

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condición de maga de laabogacía. «Cruel»,«despiadada»,«incansable», «intriganteimplacable», estas eranlas palabras queutilizaban y que ellaampliaba y enmarcaba amodo de obra de artepara decorar las paredesde su despacho. ¿Escruel? Personalmente meparece más bien blanda.

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Mi padre no habríacuestionado mi aumentode peso, ya que vedetalles solo en cosasminúsculas eindetectables, comoquarks y protones.Antiguo miembro de lasfuerzas especiales de laMarina devenido enfísico, está especializadoen radiación médica.

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Durante aquel periodo denuestra vida trabajaba demanera febril en un libroque le habían encargadoescribir sobre el empleode globos radiados paratratar el cáncer de mama.Que yo recuerde, tambiéna él lo consumía suvisión periféricarestringida. Mi madre enmodo juicio; mi padrecon un plazo de entrega

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del libro. Con estacombinación perfecta,mis dos progenitoresausentes, mi estado pasóinadvertido a susajetreadas vidas. Sinembargo, no pretendoecharle la culpa nadie.Pretendo simplementeexponer la realidad. Yofui la que se metió en eselío. Yo fui la responsable

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del estado en que meencontraba, junto conotra persona, claro está.Y nunca he lamentado loque algunos podríandenominar un «error».No lo haría nunca,aunque quizás otros sí.

De vuelta a casa desdela clínica, permanecí ensilencio en la parte deatrás del coche todo loque pude. Mis padres

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iban cogidos de la manoy se consolabanmutuamente, sin levantarningún dedo acusador, enlos asientos delanteros.Me figuré que mi madreestaría dolida, aquejadade un sentimientomaterno de culpa, eintenté decirle que sucarrera no tenía nada quever con el apuro en que

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me hallaba.—Mamá, esto no

entraba dentro de misplanes, pero, créeme si tedigo que habría sucedidoaunque estuvieses encasa haciendo browniestodos los días. El condónde látex tiene unpromedio de un 2% defallos, y, bueno... —Hiceuna pausa, porque mipadre, abochornado,

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lanzó un ay, pero así ytodo continué; después detodo la ciencia esobjetiva—: La biologíase acaba imponiendo,aunque se encuentre enclara desventaja. Sigosacando sobresalientes,no me drogo, voy aacabar el instituto. Peronecesito que me ayudéis.

Tal y como era de

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esperar me endilgaronuna buena sarta depredecibles sermonessobre lo decepcionadosque estaban, lo pocopreparada que estaba yopara asumir esaresponsabilidad y cómome había complicado lavida yo solita cuandodebería estar disfrutandode la época del instituto ycentrándome en elegir

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universidad.—Lo que no logro

entender es por qué noacudiste a mí antes... ycómo decidiste dar lanoticia. No... no loentiendo, la verdad —dijo mi madre, los ojosdébiles y oscuros con unabatimiento que no lehabía visto nunca. Eracierto, el modo en que le

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había dado a conocer miembarazo había sido unpoco, en fin, un pocobrusco. Pero noadelantemosacontecimientos.

No le respondía cadavez que me preguntabapor qué no se lo habíadicho antes porque,francamente, no sabíaqué respuesta darle quele resultara satisfactoria.

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Cuando uno se niega amenudo a encender lasemociones, actúabasándose únicamente endatos, en aspectosprácticos. Y la verdad aldesnudo era que estabaembarazada y noconsideré que fuesepráctico interferir en eljuicio en el que estabatrabajando mi madre.

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Comprendo que quizáresulte difícil deentender. Quizá mi relatoayude a explicar,incluida a mí misma, mispensamientos. Lo quehice y no hice.

—Pero te queremosmucho, mucho.Superaremos esto. Losuperaremos juntos —aseguró. Y repitió elmantra, «superaremos

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esto» entre dientesmientras se preparabapara pasar a la accióndurante lo que quedabade la semana. Y cuandose hubo calmado, serefugió en su puertoseguro: formular unaestrategia escrupulosa.En un momento dadollamó a su despacho paradecir que no volvería

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hasta el lunes siguiente.Se hizo con las vitaminasprenatales de rigor yconvirtió la biblioteca enuna guardería. Por miparte, hice cuanto mepidió, aliviada yagradecida por podercontar con su apoyo y, aratos, cuando accionabay ponía a prueba miinterruptor del miedo,aterrorizada.

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El lunes siguiente a lavisita a la clínica, el díaprevio a la revisiónginecológica, me puse elchubasquero negroforrado y cogí unparaguas para ir alinstituto. En la mochilatenía libros, unas mallas,un sujetador deportivo,calcetines y una muda:todo lo necesario para ir

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a una clase de yogadespués de las clases a laque no me habíaapuntado. Era unpequeñísimo detalle, unvestigio de mis meses deengaño involuntario, undetalle que no habíacontado a mis padres, yaque iba a ir a yogasiguiendo los consejos deun libro sobrematernidad que había

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robado en la biblioteca.El factor crucial, paracualquiera que no losupiese, era que daba laimpresión de que mehabía ido de casa conropa en la mochila.

No obstante, me eché lamochila a la espalda ysalí por la puertaprincipal. Una vez fuerame detuve: Mierda, se

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me han olvidado laschinchetas y el tinte depelo para la clase dearte. Y el almuerzo. Serámejor que me lleve dosalmuerzos, no me vaya adesmayar del ejercicio.Sin cerrar la puerta,volví a la cocina y allí,en la encimera demadera, cogí laschinchetas —un paqueteinmenso procedente del

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cuarto de material deoficina del bufete deabogados de mi madre—y el tinte y me los eché ala mochila, que dejétirada en la encimera.Después hice cuatrosándwiches demantequilla de cacahuetecon mermelada y los metítambién, y como no teníatiempo de pensar,

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también añadí una lata decacahuetes, unos plátanosy una botella de doslitros de agua. A ver,probad a tener dieciséisaños y estar embarazada.Estás hambrienta a todashoras, ¿vale?

Con el macuto a laespalda y la barrigadelante, parecía uncírculo mal trazado conunas piernas como

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palillos. Seguí micamino, el equilibrioprecario debido al pesoen la parte superior, ysalí al camino de gravade casa. En el buzón decorreos, por algúnmotivo desconocido, mevi obligada a pararme yvolver la cabeza hacia micasa, una viviendamarrón con el tejado a la

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holandesa, a la sombrade un pinar. Con lapuerta principal roja.Creo que quería ver silos coches de mis padresno estaban y confirmarque habían vuelto altrabajo, a su vida desiempre. Quizá me dieraseguridad pensar quehabían retomado susrespectivas rutinas apesar del trastorno

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familiar.Al final del camino se

me ofrecía la opciónequidistante de girar a laizquierda o a la derecha:la entrada trasera delinstituto a la izquierda yla principal a la derecha.En una ocasión habíacalculado la distancia:yendo por la izquierdatardaba 3,5 minutos; y

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yendo por la derecha, 3,8minutos, de puerta apuerta. En realidad ladecisión de ir a laizquierda o a la derechadependía de lo que se meantojase ese día. Y eselunes se me antojó lo queno debía.

Giré a la derecha ycontinué bajo miparaguas negro en elsentido del tráfico. Los

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goterones acribillaban latela y el suelo a mialrededor, como si sehubiese iniciado unbombardeo aéreo ohubiese vuelto elpistolero. Siempre queoigo cosas así meacuerdo de primero, asíque, como era natural, mevinieron a la memoriaalarmas y benditos

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agentes de policíaechándose encima de unpistolero. Distraída conestas cosas, yensimismada enmacabros recuerdos, nosupe ver que esa mañanaarcillosa, húmeda, dura,gris era un preludio, unheraldo de mala suerte.

Si hubiese ido por laizquierda, no habríapodido detener la

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furgoneta a mi lado paratomarme por sorpresa.Habría montadodemasiado número,puesto que solo disponíade unos cinco segundosde calzada para metermeen la furgoneta sin quenadie se diese cuenta.Aquello obedecía a unplan. Que habíanpracticado, creo. En un

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principio supuse quecreían que valía la penadedicarme tiempo. Unachica rubia, joven, sana,que llevaba en su vientrea un niño sano. Una chicaamericana que sacaba lasnotas más altas, de unafamilia adinerada, y conun futuro prometedor enla ciencia. Me habíandado premios por misexperimentos de nivel

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avanzado,demostraciones,maquetas y trabajos.Todos los veranos desdeque tenía seis años iba acampamentos de ciencia,y a lo largo del añoparticipaba en concursosde carácter privado. Conla ayuda de mis padres,instalé un laboratorio enel sótano con un equipo

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puntero. Un microscopiode serie no tenía cabidaen mi mundo. Mi equiposalía de los mismoscatálogos que utilizabanimportantesuniversidades y empresasfarmacéuticasinternacionales.Estudiaba, medía,contaba, calculaba, lohacía todo. Ya fuesefísica, química,

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medicina, microbiología,me encantaban todasaquellas disciplinas querequiriesen orden ycomparación, cálculos yteorías demostrables.Este pasatiempo, laciencia, era algo en loque consentían y en loque me complacían unospadres ocupados que notenían problemas de

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dinero. El MIT, elInstituto Tecnológico deMassachusetts, era undestino inevitable. Mihijo y yo somos muyvaliosos, pensé cuandome secuestraron. Sinembargo, para granconsternación mía, notardé en aprender unadura lección: no nosquerían por nuestrocerebro ni para obtener

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un rescate.Cuando había recorrido

unos veinte pasos de mitrayecto matutino, unafurgoneta granate seaproximó sin hacer ruido,acallada por un trueno.La puerta lateral se abrióy un hombre barrigudome cogió por la izquierday me metió en elvehículo. Así de sencillo.

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Así de rápido. Me tirósobre un sillón queestaba afianzado al suelode metal ondulado de lafurgoneta y me acercó unarma a la cara, tanto queel acero me dio en losdientes, me supo comocuando se muerde sinquerer el tenedor y en laboca queda ese regusto.Un coche pasó a todavelocidad, salpicando el

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agua de los charcos quese habían formadodeprisa en la calzada,ajeno al grave aprieto enque me hallaba.Instintivamente meprotegí el vientre con losbrazos. El captor siguiómi gesto y me apuntó conel cañón del arma alombligo.

—Un puto movimiento

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y le meto un tiro a esecrío.

Aturdida y petrificada,di un grito ahogado y mequedé sin aliento. Elcorazón incluso se meparó, a pesar de que latíacon desenfreno. Por logeneral no me afectan asílas cosas, solo cuando elsusto es grande meimpresiono, el corazón seme dispara. Durante la

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mayor parte del tiempoque pasé confinada,conseguí dominar estedefecto personal. En lafurgoneta, sin embargo,debilitada por unarrebato de emoción,permanecí inmóvilmientras él me empujabahacia delante y mequitaba la mochila, quetiró al suelo junto al

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paraguas abierto. Dejó elarma en una cocina verdeoliva, sujeta en el ladoopuesto de la furgonetamediante una serie depulpos. Después me quitólas manos del estómago yme inmovilizó los brazospegándomelos a los delsillón con cintaamericana. Por algúnmotivo inexplicable, quetodavía no he discernido,

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hizo de un trapo verdeoliva una vendachapucera. Pero si ya tehe visto la cara. Tucarota hinchada deojillos negros con esabarba mal afeitada y esamala tez.

Me cogieron así dedeprisa. Me cogieron portirar a la derecha. Meatacaron por la izquierda.

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El tipo cerró elparaguas y lo lanzó a laparte trasera de lafurgoneta; luego cogió elarma y pasó al asientodel conductor. Yo no vinada de eso, pero sí losentí o lo oí, en losmicrofilamentos del aire,en los microdecibeliossuspendidos enfracciones de tiempo.

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Son esas partículassubatómicas las queahora pueblan mimemoria cíclicamente.

—¿Adónde me lleva?—le grité.

No dijo nada.—¿Cuánto dinero

quiere? Mis padres se lodarán. Por favor, dejeque me vaya.

—No queremos tudinero, zorra. Cuando

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tengas a ese crío nos loquedaremos, y después tetiraré a una cantera conlas demás chicas,despojos como tú. Ycierra el puto pico o tejuro que te mato ahoramismo. No me toques loscojones. ¡¿Me hasentendido?!

No respondí.—¡¿Que si me has

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entendido?!—Sí.Y esos fueron los

hechos. Puse el pie en lamochila para que noresbalara.

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2

Agente especialRoger Liu

Llevaba quince años enel FBI cuando measignaron el caso número332.578, correspondientea Dorothy M. Salucci. Lo

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mío son los secuestros deniños, y no se puededecir que me hayaalegrado la vidaprecisamente. En cuantoa Dorothy M. Salucci, sucaso sigue siendo el quemás me ha costadosuperar de toda micarrera. En el fondo, dejéel FBI debido a ella.Quince años de infiernoes suficiente.

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Pero será mejor queempiece por el principio.

El 1 de marzo de 1993recibí una llamada queme informaba de unaadolescente embarazadaa la que habían raptadocerca del instituto. Estecaso seguía el patrón deuna serie de casos en losque había estadotrabajando a lo largo del

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año anterior: adolescenteembarazada, padrescasados, entre seis yocho meses de gestación,caucásicas. La dificultadde estos casos radica enque en un principio semalinterpreta la situacióny se cree que el niño seha escapado de casa.Estadísticamentehablando, nada menosque 1,3 millones de

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adolescentes escapan decasa cada año, en unelevado porcentajedebido a un embarazo nodeseado. Estasestadísticas suponen quese pierden pruebascruciales y los recursosse ven mermados encuestión de días, enrealidad horas; peor,minutos, segundos.

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En el caso de DorothyM. Salucci, teníamos a unnovio y unos padrescasados y que al parecerapoyaban a su hija einsistían en que Dorothyno se había escapado decasa. Tracé el perfil dela muchacha rubia,reparé en las altascalificaciones y en elhecho de que era una

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alumna eminente,interrogué a la familia yal novio y determiné queel caso requería toda miatención.

El primer día deinvestigación lleguéalrededor de las diez dela mañana para empezarcon las preguntas y eltrabajo de campo. Pordesgracia eso sucedió undía después de que se

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produjera el secuestro.El escenario: los padresllegan a casa del trabajo� la chica no está �llaman a la policía � seemprende una búsquedaque dura toda la noche �se pasan toda la nochellamando a todos losamigos � por la mañanano ha vuelto � se alertaal FBI � el caso acaba

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en mi mesa.Conjuntamente con lapolicía local y micompañera, peiné elinstituto entero en buscade alguien que pudierahaber visto algo lamañana que desaparecióla chica. Sabemos quefue por la mañana porqueel padre afirmó quedespertó a Dorothy antesde irse a trabajar. El

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director confirmó que nohabía ido al instituto, ydebido a una graveconfusión, nadie llamó alos padres. Se elevarondedos acusadores. Habíapruebas de que Dorothyhabía desayunado, y sucoche estaba en el garaje.Incidentalmente loscompañeros del padre yla grabación de su lugar

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de trabajo corroboraronque llegó al trabajo a las7.32, y parecía tranquiloy normal. No sospechabadel padre.

El bufete de la madreconfirmó que estatambién había llegadopuntual a su trabajo: a las6.59, según el guarda deseguridad que registrabatodas las llegadas ysalidas. Una grabación

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de la madre enMcDonald’s, donde paróa tomar café, no mostrabanada fuera de lo común,tan solo una transacciónnormal en el McAuto ydirecta al trabajo. Micompañera y yoanalizamos la cinta,donde se la veíacanturreando yretocándose el lápiz de

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labios en el espejoretrovisor, soñandodespierta y nadanerviosa. No sospechabade la madre.

El novio de Dorothysollozaba en comisaríamientras declaraba suamor eterno a Dorothy ysu futuro hijo. La madredel chico insistió en quelo dejó en el institutopoco antes de las ocho y

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media de la mañana, y elprofesor de su claserecordaba que llegó a lahora en punto, porquecerró la puerta justocuando sonaba el timbre.No sospechaba delnovio, como tampocosospechaba que la madredel chaval mintiera. Sinembargo, por si acaso,los puse bajo vigilancia.

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En el curso de nuestrainvestigación in situ,descubrimos dos pistas:la policía encontró unazapatilla Converse AllStar negra, baja, quehabía caído por unterraplén y había ido aparar a unas matas juntoa la carretera, a unosveinte metros de la casade Dorothy. Sus padres

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confirmaron que lazapatilla era de su hija,echándose a llorar al verlos cordones atados. Lasegunda pista laproporcionó una madreque, la mañana delsecuestro, fue a llevar asu hija al instituto. Nuncaolvidaré cuáles fueronsus palabras exactas:«Recuerdo que vi unafurgoneta granate que se

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detuvo, granate, sin lugara dudas... Qué curioso.En su momento no mepareció raro, pero mefijé en que la matrículaera de Indiana. Me fijéporque en el marco poníael apodo del estado,“Estado Hoosier”, yprecisamente esa nochemi marido y yo habíamosestado hablando de la

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película Hoosiers: másque ídolos. La recuerdosolo por ese motivo. Unabendita coincidencia,supongo.» Se santiguó.

Lo de «benditacoincidencia» resonabaen mi cabeza, de modoque escribí esas palabrasen sinuosa letra cursivaen los márgenes delinforme que redacté.

Un día después, tras

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recopilar docenas deimágenes, la mujer de lamatrícula identificó unafurgoneta Chevrolet G20Conversion Sportvan, laTransVista, de 1989, condos lunetas lateralestintadas. Todo estetrabajo, el hecho de quefinalmente me avisaran,se identificara lazapatilla, se entrevistara

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a los padres y al novio,se comprobaran suscoartadas, se peinara elinstituto, se entrevistara ala mujer de la matrícula,se reunieran imágenes deposibles furgonetas y sevolviera a ver a la mujerde la matrícula para queidentificase el vehículo,nos llevó tres días, dichode otra manera, nosretrasó tres días.

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Los padres de Dorothyacudieron a todas lasfuentes de noticias delárea metropolitana deNueva York e hicieron unllamamiento a los mediosnacionales. Sin embargo,a los tres días la historiadejó de estar en elcandelero. El quinto díael Departamento deInterior retiró los

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recursos destinados avigilancia, y micompañera, que seguía enel caso conmigo, fuepresionada para que sededicara al papeleo decasos abiertos atrasados.Todo jugaba en contra deDorothy M. Salucci.

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3

16-17 días decautiverio

El Día 16 volvió laGente de la Cocina. Meimaginaba la cocinacomo una cocina rústica,con telas con flores

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amarillas y verdes amodo de faldas de unaencimera de maderalarga para ocultar loscacharros en baldasimprovisadas debajo. Meimaginaba una cocinavieja blanca y un clásicorobot de cocina verdemanzana. Me imaginaba ados mujeres, de distintasgeneraciones, preparandomis comidas y

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limpiándose las manosembadurnadas de harinaen un delantal rojo con unribete rosa. Meimaginaba muchosdetalles de su vida. Unaera la madre; la otra, lahija adulta de esta. Melas imaginaba inmersasen su rutina, cocinandopara otras personas de lazona como parte de su

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negocio familiar. Meimaginaba que lesencantaba cocinar paramí en esa cocina detechos altos. Después detodo la mayoría de lascocinas están en laprimera planta, y sinembargo nosotrossubimos tres pisos parallegar a mi cárcel, y dabala impresión de queestaba justo encima de la

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cocina. Me imaginabatodas esas cosas, y lo quemás me impresionó fuecuánta razón tenía enalgunas y lo muyequivocada que estaba enotras. Ahora he decididorecordar la cocina y aesas cocineras invisiblescomo las imaginaba, unadulce canción infantil, ungato sobre una

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alfombrilla trenzadatumbado al sol, mujeresentradas en carnes consonrisas anchas,sosteniendo una cucharade palo en la mano yechándole sobras al gato.Una canción folk tocadacon una guitarra acústicacreando un alegreambiente de trabajo.Quizás incluso un pájarogorjeando en lo alto de

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una puerta abierta.Pero, recapitulando: tal

y como ya mencioné, micaptor no reparó en elcambio sutil que se habíaoperado en mi cuartocuando llegó a dejarmeel desayuno el Día 5. Mehabía pasado la nocheentera trabajando y nohabía dormido nada lanoche anterior. Desde

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entonces había seguidoperfeccionando mi planpara que diera fruto.

Al igual que hizo elDía 9, el Día 16 llegóantes que las otrasmañanas, se acercó a micama y me zarandeóhasta que me «desperté».Naturalmente fingía estardormida, como si no mehubiera pasado la nocheentera trabajando una vez

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más. Me dejó eldiabólico plato deporcelana junto al pechoy me informó a voces deque si tenía que «usar elcagadero» debía ir «ya».También dijo quevolvería y meestrangularía si me movíaun solo centímetro ohacía «el menor ruido»antes de comer. «Hay

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chicas como tú amontones, no piensocorrer ningún riesgocontigo, zorra.»

Buenos días a titambién, capullo.

Acepté su ofrecimientode ir al cuarto de bañoporque había decididoaceptar todo lo que meofreciese. No queríarechazar ningunaposibilidad de hacerme

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con recursos oinformación. Además,había aceptado elofrecimiento el Día 9, yno quería que seprodujese ningún cambioen la rutina que habíamosestablecido. La menoralteración podía suponeruna seria amenaza parami lista de recursosordenados y podía

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modificar mi incipientePlan de Huida/Venganza,que, como bien sabéis,de momento habíallamado 15. Desviarmedel camino que habíadecidido seguir podríahaber sido fatal. Y sibien la fatalidadacechaba, sin lugar adudas, no sería yo elpremio que se cobraría lamuerte.

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Tras llevarme abaqueta para que mealiviara y devolverme ami celda, dejó el cubo ami lado, igual que hizo elDía 9.

Hundiéndome el dedoen la cara, me ordenó:«Usa esto, pero úsalo enla cama si tienes quemear. No te muevas de lacama.»

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Por suerte habíadevuelto el asa al cubosolo diez minutos antesde que llegara.

Cuando noté que hacíamás calor, la Gente de laCocina empezó a utilizarel robot eléctrico, igualque el Día 9. El sonidome provocó un estadosimilar a la hipnosisdurante una hora entera.

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Me acaricié el estómago,cada vez más abultado,fascinada con un talón oun puño que salía a miencuentro. Hijo, hijo, tequiero, hijo. Después elpiso de mi cuarto empezóa vibrar, movimiento quese vio acompañado de unzumbido grave. Concluíque debía de ser unventilador de techo en lacocina. Con el ventilador

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llegaron vaharadas depollo asado, beicon,brownies, romero y, algosumamente grato, panrecién hecho.

Señoras, ¿sabenustedes que la comidaque preparan es paramí? ¿Saben que soy unachica a la que hansecuestrado? No creíaque lo supieran. ¿Por qué

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si no la farsa matutinacon mi captor? Además,su respiración sibilante,repleta de flemas,acompañaba su nerviosocaminar de pantera alotro lado de mi puerta;mi inquieto guardiánestaba allí. Pero solo losdías que venían ellas.Los días que no acudía laGente de la Cocina, no sédónde pasaba el tiempo

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que mediaba entre queme traía la comida yvolvía para recoger elpuñetero plato. Con todo,había algunos datos queme hacían dudar de laGente de la Cocina.

A mi oído solollegaban sus vocesahogadas. Captabaalgunas palabras, como«mano» y «cazuela». Su

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tono femenino, unoáspero y viejo; el otrosuave y alegre, ponía demanifiesto la existenciade una pequeñajerarquía: estaba claroque una mangoneaba a laotra.

El patrón quepresentaba la Gente de laCocina, hasta esemomento, era acudir elséptimo día, lo cual tenía

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sentido. Estudiando losolores y la secuencia demis comidas, se sosteníacon facilidad la hipótesisde que acudían losmartes a prepararme lascomidas de la semana.

La mañana del Día 16estuve a punto de gritarpara pedir ayuda, peronecesitaba más pruebasque demostraran su

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inocencia, de manera quehice uso del Recurson.º 11, la paciencia, y memantuve a la espera paradeterminar de qué ladoestaban. Albergaba dudassobre su grado deimplicación porque noentendía cómo era que micaptor no me vendaba losojos y me amordazabalos días que acudíanellas. Puede que, como

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en la caravana, porquees estúpido o vago o lasdos cosas. Aun así.También tenía dudasporque el Día 9 lassaludó diciendo: «Nosgusta mucho la comida.»¿Nos? Entonces ¿sabenellas que hay alguienmás? ¿Aquí? Cuando oíeso, caí en la cuenta deque habían sido ellas las

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que me habían preparadolas comidas de laprimera semana de micautiverio. Trazandomentalmente la líneacronológica, calculé losdías entre puntos dedatos:

Día 2 = la Gente de laCocina prepara lacomida de la primerasemana mientras yo meencontraba en la

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furgoneta + 7 días.Día 9 = Gente de la

Cocina + 7 días.Día 16 = Gente de la

Cocina.A la vista de este

gráfico resultó fácilenunciar el postulado deque sus intervalos devisita eran de unasemana, de manera quepodía desarrollar mi plan

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teniendo en cuenta esteciclo predecible.

Cuando las saludó elDía 16, mi captor dijo:«Muchas gracias, lacomida es estupenda.»Esta vez prorrumpió enuna risotada falsa, depega. Farsante. Meacordé de mi madre. Eldesdén que le inspirabanlos farsantes era mayorincluso que el que le

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inspiraban los vagos.Cuando coincidía con lasmadres de la APA en lasventas de bizcochosbenéficas, de punta enblanco con su gruesacapa de maquillaje y supelo frito, teñido,taconeando por elgimnasio con sus sobrioszapatos y sus pantalonescapri y cuchicheando con

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las otras cougar sobrelos líos que tenía elmacizo profesor deeducación física conclones de ellas mismas,mi madre se inclinabahacia mí y me decía: «Noseas nunca como esasidiotas sin seso. Usa tucerebro de maneraproductiva. No malgastesel tiempochismorreando.» Y

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cuando la saludaban conun «hooola» con vozcantarina, para actoseguido intercambiardesagradables miradascríticas dirigidas a supersona, mi madre noreaccionaba nunca, salvopara erguir su postura, yade por sí tiesa como lade una cobra, y alisarseel traje de chaqueta y

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pantalón a medida dePrada. Era como si ella yyo tuviésemos un mundopropio, en el que nopodía entrar una solapersona que no fuesedigna de él. ¿No deberíanvivir así todas las niñas?¿Siendo educadas en laautoestima?

La Gente de la Cocinase reía tontamente yparecía halagada, a

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juzgar por sus notasagudas, de mujer, enrespuesta al falso encantoy los cumplidos sobre sucomida carcelaria. PutoPríncipe Encantador,mierda mentiroso,capullo. Te voy a matar.Aunque, para ser sincera,estaba de acuerdo: laquiche era deliciosa; y elpan, rico y esponjoso,

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con una mezcla perfectade romero y sal.

Pero me estoyapartando del tema.

Decía que tenía misdudas, y no estabadispuesta a que las prisasme llevaran a quemar misnaves con la Gente de laCocina. Carecía deparámetros, datos,cálculos, y sin duda decotas, que respaldaran

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semejante tentativa.A mis dudas se venía a

sumar mi preocupaciónpor la acústica: si bien amí me llegaba su voz, esposible que la mía no lesllegara a ellas, enparticular cuando estabanencendidos el robot decocina y el ventilador detecho. Si les llegaba mivoz, seguro que mi captor

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acudiría para hacermecallar. Es preciso nosolo que determine dequé lado están, sinoademás que compruebela insonorización de estecuarto. Ponerme a darpatadas en el suelo quizáfuncionase, pero tal vezellas pensaran que setrataba de mi captor y notomaran medidas lobastante deprisa. Podía

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dar patadas y chillar yhacer que fueseimposible que no sedieran cuenta de queestaba ahí, cautiva. Peroaunque me oyesen, yocreía que nosencontrábamos en unazona apartada. Demanera que podían oírmey disponerse a ayudarme,pero me figuré que

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también él podíapegarles un tiro yarrojarlas «a la cantera»sin más. Me dije quedebía reunir más datos.Determina de qué ladoestán, comprueba laacústica y asegúrate deque no las mate/laspueda matar antes deque llegue la ayuda.

Todas estas dudas mellevaron a diseñar el plan

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15 sin contar con laGente de la Cocina. Creoque, de verse en misituación, casi todo elmundo lo habríaintentado, se habríapuesto a gritar, chillar,aporrear el suelo parapedir ayuda, y era muyposible que el rescate sehubiese producido antes.Pero en mi plan no había

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cabida para lascontingencias. El plan 15será infalible ydispondrá de un seguromúltiple. No piensodepender de un «mate»complicado o de laposibilidad de quealguien me puedaayudar, de un alguienque es muy posible queacabe muerto. Esta noserá una película

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convencional.El Día 17 las visitas

volvieron, el Médico, elSeñor Obvio y, en estaocasión, otra persona.Llegaron al otro lado demi puerta exactamente alas 13.03, según miRecurso n.º 16, mi radio-despertador, que puse enhora guiándome por eltelediario de la noche del

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Recurso n.º 14, eltelevisor. Ocho minutosantes de que llegaran, micaptor me puso unalmohadón en la cabeza,retorció las puntas en elcuello y me ató unabufanda larga para que lafunda se mantuviera en susitio. Las borlas mequedaban a la altura delas manos, así que me lasenrollé en los dedos para

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tranquilizarme. Acontinuación hizo unaraja en la tela con unastijeras y la abrió con lossucios dedos, supongoque para que yo pudierarespirar. Y después,como si inmovilizara laspinzas de una langosta,me ató los brazos porencima de la cabeza, confuerza, y las piernas,

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también con fuerza.—Estate calladita y no

te muevas. No digasnada.

Se marchó.Cuando volvió, tan

solo tres tandas desesenta más tarde, trajoconsigo al Médico y alSeñor Obvio. Esta vezlos acompañaba unamujer, que fue la primeraen hablar:

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—¿Es esta? —preguntó.

Sí, «es esta». ¿Ha sidoel barrigón o lasenormes tetas lo que hadelatado mi sexo, genio?La etiqueté SeñoraObvia, aunque eraapresurado por mi partededucir que estabacasada con el SeñorObvio. Aunque esos

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sinvergüenzas no mehubiesen secuestrado y sepropusieran quitarme ami hijo, mi madre habríaodiado a esa gente y suspreguntas estúpidas, sinsentido. Yo tenía mispropias razones paraodiarlos.

—Vamos a verlo —pidió.

El corazón empezó alatirme deprisa, el

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colibrí regresó, pero mecalmé practicando larespiración de tai chi.Luego oí el más aterradorde los sonidos. Al otrolado de la puerta el suelocrujió como si separtiera, y unas ruedasmetálicas que sedesplazaban por lasanchas tablas de pinoanunciaron que se

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aproximaba algo pesado.Nadie decía nada. Elobjeto golpeó el marcode la puerta, y tras hacertemblar la puerta entera yseguir avanzando, sedetuvo junto a lacabecera de mi cama.Por delante de mí pasóun cable o una cuerdaque arrastraba por elsuelo.

La canción que sonaba

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en la radio perdió fuerza,y se instaló un silenciorápido. Acto seguido seescuchó un arañazo cercadel enchufe, a mis pies.Deben de necesitar elenchufe. Con un silbido,lo que quiera quehubiesen traído empezó azumbar. Debe de ser unamáquina.

—Vamos a dejarlo

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cinco minutos para quese caliente —dijo elMédico.

Salieron de micárcel/hospital al pasillo,donde se pusieron ahablar en voz baja. Eradifícil oír con elalmohadón en la cabeza ycon el zumbido de lamisteriosa máquina; solome llegaron fragmentosde lo que decían:

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«... unos siete meses ymedio... muy pronto...azules, sí, azules...»

Entraron de nuevo en latrena. Unos pasos seaproximaron a los ladosy a los pies de la cama.Unas manos de hombreme tocaron los tobillos yme desataron las piernas,y delante de ese grupo dedesconocidos a los que

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no podía ver, me quitaronlos pantalones y la ropainterior y me abrieron laspiernas. Opuse toda laresistencia que pude,dando patadas en elblando cuerpo dequienquiera queestuviesea mis pies. Ojalá leacertara en laentrepierna.

—Relaja las piernas,jovencita, o me veré

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obligado a sedarte.Ronald, ven aquí,sujétale las piernas —ordenó el Médico.

No puedo permitir queme sede. Necesitopruebas. Me relajé untanto, y nada máshacerlo, sin ceremonia,advertencia o disculpas,me introdujeron un objetoalargado de plástico duro

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embadurnado de un geltibio. El objeto se movíaen mi interior.

El Médico mantenía enmi vientre unos dedos dearaña helados,presionando en busca demovimiento y de distintaspartes, como hacía yo eldía entero en esa celda,pero por motivoscompletamente distintos.Sucia maldad frente a

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amor puro.—Esto de aquí, esta

pequeña curva, es elpene. Es un niño, seguro—afirmó el Médico.

Una ecografía. Queríaver como fuese a mi hijo,las lágrimas se mesaltaron y humedecieronla funda que me tapaba lacara.

—Esto es el corazón.

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Muy fuerte. Muy, muyfuerte. El niño está sano.Ahora mismo pesaalrededor de un kilotreinta —informó elMédico.

Sin embargo, daba laimpresión de que a losObvio no les importabanesos detalles.

—Y ¿está usted segurode que los padrestambién tienen los ojos

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azules y el pelo rubio?—quiso saber el SeñorObvio.

—Completamente, sí.—¿Y el padre del niño

también?—No sabemos a

ciencia cierta quién es elpadre, pero creemos quees el novio. Si es elchico con el que la vimospaseando unos días antes

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de que nos la lleváramos,también es rubio y conlos ojos azules.

—Solo me lo quedarési sale rubio y con losojos azules. No quiero enmi casa a un niño conrasgos exóticos —aseguró la Señora Obvia,y se rio, aunque estabaclaro que no bromeaba.

—Como guste.Tenemos lista de espera,

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pero tendrá ustedprioridad, sobre todoteniendo en cuenta lo quepasó con la última chica.

—Usted consígame unniño rubio con los ojosazules —siseó la SeñoraObvia soltando unarisita.

Dado que miinterruptor del amorestaba, sin lugar a dudas,

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encendido para mi hijo,el corazón se me partió.Está sano. Es fuerte.Pesa un kilo treinta. Selo quieren llevar. Y siellos no lo quieren, se lollevará otro. Tiene elcorazón fuerte. Pesa unkilo treinta. Esa mujerno quiere un niñoexótico. Tiene elcorazón fuerte.

Escuchar esa

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conversación no hizosino que mideterminación aumentase,aunque no hacía falta quemi determinaciónaumentase. La furia quesentía se vio reforzada,consolidada, guarneciday fortificada. Creo que elmismísimo Dios habríalevantado las celestialesmanos en señal de

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derrota después de vermi cara de odio absoluto,como de otro mundo. Micompromiso con la ideade escapar y llevar acabo una venganza cruelpasó a ser una fuerzaimparable. Me enjuguélas lágrimas de los ojoscon rabia, e ideé un plande acción para esoscretinos confiados con elque solo el demonio

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podría tener la osadía deintentar competir, aunqueperdería. Me convertí enel demonio. Si Satánfuese madre, sería comoyo.

El grupo fue saliendouno por uno. El Médicodijo: «Ronald, deja estoaquí. No tiene sentidoandar metiéndolo ysacándolo. No nos

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volveremos a ver conesta paciente hasta querompa aguas. Llama solosi surge algúnproblema.»

La habitación se quedódesierta, a excepción demi carcelero, Ronald.

Se produjo un instantede quietud, un momentode calma chicha, hastaque mi captor avanzóhacia mí y me quitó el

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almohadón.Ronald, al que

procuraré no llamar porsu nombre en mi relatocomo prueba de la faltade respeto que meinspiraba, me desató yme quitó la funda.Durante una décima desegundo me engañó unafamiliaridad tediosa,como la que me invade

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siempre que mi abuelaviene de visita y cuandose marcha me quedo asolas con mis padres.Ese regusto. Ese hastío.Pero no había de quépreocuparse, el segundopasó deprisa, y volvió elodio insondable, comoyo quería: la emociónque necesitaba parapoder planear, maquinar,escapar, buscar

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venganza. Cogí la ropainterior y los pantalonesy me los puse.

Él recogió el cable delecógrafo mientras yo mesentaba en la cama y lomiraba fijamente, con losbrazos cruzados. Cuandonuestras miradascoincidieron, nopestañeé. Vas a sufrir,Ronald. Sí, ahora sé

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cómo te llamas, hijo deputa. Mis ojos no eranazules, sino rojos: rojocarmesí, rojo sangre,rojo ira.

—No me mires así,zorra pirada.

—Sí, señor. —Bajé elmentón, pero no cambiéel color de los ojos.

Se fue.Y yo me puse de nuevo

a trabajar. Ecógrafo

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(Recurso n.º 21), cabledel ecógrafo (Recurson.º 22), bufanda conborlas (Recurso n.º 23)...

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2

4Agente especial Roger

Liu

Formaba parte delgrupo de teatro cuandoiba a la Universidad de

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St. John, en Queens,Nueva York, y actuabapor unos centavos enrepresentaciones amedianoche de obras delOff-Off-Off Broadwayque se montaban en elSoho y en callejuelassecundarias, escritas ydirigidas por estudiantesde posgrado de laUniversidad de NuevaYork que se dejaban la

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piel en teatros maliluminados a cambio dela oportunidad de dar aconocer su trabajo y conla esperanza de quealguien, quien fuese,cualquier críticotrasnochador tropezaracon sus obras maestras.

A los productoresaficionados les gustabadarme papeles, ya que

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soy mestizo: vietnamitapor parte de padre y puraraza de Rochester,neoyorquino, por partede madre. Físicamentesoy una mezcla perfectade asiático y americano,aunque por dentro soy99% americano; el 1%restante dedicado a lainsistencia de mi padreen que comiésemos phouna vez al mes.

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Así es como conocí ami mujer, Sandra.También estaba en elgrupo de teatro de St.John’s, y hacía comediasen Manhattan, así mismopasada la medianoche.Después de las clases yel teatro compartíamosun sándwich de atún ycogíamos el tren devuelta a la ciudad.

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Éramos felices, yestábamos enamorados.Mi asignatura principalera Ejecución Penal, quecogí únicamente paracomplacer a mis padres.O quizás,inconscientemente, meablandara y decidieraseguir un camino que mehabía sido marcado hacíatiempo.

Por hacer el tonto, o

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por el desafío que melanzó Sandra, o quizás aldarme cuenta de quenecesitaba un empleopara mantenerme ymantener a mi novia de launiversidad devenida enprometida, solicité miingreso en el FBI. Sí,bueno, digamos que fuepor eso. Dejemos que esesea el motivo y

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dejémoslo ahí.Ojalá no hubiera

obtenido una nota tanpuñeteramente alta en losexámenes de ingreso o nohubiese heredado ellastre de una «memoriaexcepcional» —comomucho, tal vez sufriese unleve trastorno dehipertimesia—,básicamente una memoriamuy buena, que los

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agentes veteranos seolían desde más de unkilómetro de distancia.Ojalá mi vista no fuesemejor que la de un pilotode cazas. Ojalá hubiesedescuidado mis estudios,como hicieron otrosartistas y dramaturgosnocturnos, así quizá laAgencia se hubieseolvidado de mí. Quizá no

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fuese tan infeliz. QuizáSandra y yo hubiéramossido más felices viviendoen la miseria de lacomedia y el teatro.

De manera que allíestaba, en el FBI, quincepuñeteros años mástarde, unos años quehabían pasado en unsuspiro, como si el día enque fui admitido mehubiesen metido en un

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túnel del tiempo. Y queme había quitado porcompleto las ganas dereír.

Cuando el cristal por elque contemplas el mundoproporciona una visiónsurrealista, es posibleque la vida se vea comoes: indudablementedivertida. Sandraconservaba su cristal

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surrealista y, bendita sea,ni se compadecía nimaldecía mi falta devisión cómica. Intentabaen vano apartarme de mipesimismo repintando loque yo ya no era capaz dever. «A ver, cariño, fíjatebien, es que no ves...»Así y todo, tras pasarmequince años en el fango,volvía a verme metido enun remoto despacho

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improvisado,investigando el secuestrode una adolescenteembarazada a partir depistas minúsculas. YSandra no era la únicamujer en mi vida. Teníauna compañera, a la quellamaré Lola paraproteger su identidad porrazonesque aclararé másadelante.

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En algunos casos nohay ninguna pista, enotros hay muchas pistas,en algunos hay un par depistas buenas que puedendar lugar a más pistas, enotros casos hay una pistabuena que requiere unesfuerzo tremendo paraque dé lugar a otra cosa.En el caso de Dorothy M.Salucci había una pista

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buena, la furgoneta, querequería un esfuerzotremendo para que dieralugar a otra cosa. Lazapatilla Converse negrano constituía ningunaprueba. ¿Cómo iba aencontrar a una chica apartir de una zapatillaque había perdido? Enella no había huellasdactilares ni sangre de suasaltante. La zapatilla no

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tenía ningún valor paramí. Dediqué todos misesfuerzos a encontrar lafurgoneta, me volqué enella, me obsesioné conella, revisé cada segundode cada cinta de vídeo decada cámara de su ciudady las ciudades dealrededor y cada peajepartiendo desde cero.

El octavo día por fin vi

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una Chevy TransVistagranate de 1989 conmatrícula de Indiana quepasaba por un peajeserpenteando. La mujerde la matrícula confirmómi hallazgo: «Sí, esa es,estoy completamentesegura», corroboró.Conseguí que un equipode dos personas de lacentral le siguiera lapista a la furgoneta con

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ayuda de cualquiercámara de vigilancia encarretera que pudieranagenciarse. Entretanto, alcomprobar el registro devehículos de Indiana, micompañera, que estabados grados por debajo demí en el escalafón y, portanto, a mis órdenes, diocon catorcematriculaciones de

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Chevrolet TransVistas definales de los ochenta aprincipios de los noventaque encajaban connuestra pista.

Menciono misuperioridad jerárquicacon respecto a micompañera solo porañadir un toque dehumor, ya que ellaconsideraba irrelevantemi rango; estoy

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convencido de que, a sujuicio, ella se hallaba porencima de mí y porencima de Dios. Como yahe mencionado, lallamaremos Lola.

Ya hubiese sidocancelada la matrícula oestuviese en vigor, elpermiso hubiese sidoretirado o hubieracaducado, decidimos ir a

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cada una de lasdirecciones a las queestaban asociadas lasmatrículas. Esta empresanos llevó por todo elestado de Indiana, partesde Illinois y Milwaukee yuna pequeña porción deOhio, donde la gente oestaba de vacaciones ohabía cambiado dedomicilio o habíavendido el vehículo. Fue

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preciso investigar a cadauno de esos matriculadosy propietarios actualespara descartarlos comosospechosos, lo queimplicó interrogarlos,elaborar un perfil,registrar su propiedad,interpretar su lenguajecorporal y comprobar suscoartadas.

Uno de los

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matriculados habíamuerto.

Otro había destrozadola furgoneta el mesanterior, cuando chocófrontalmente con uncamión que transportabaunos cuantos Porsche911. Nos enseñó recortesde periódico del suceso ytodo, mientras decíaentre risitas: «PuñeterosPorsches. Cómo odio

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esos cochecitos. Dígameusted, ¿cómo va uno allevar la basura alvertedero o a comprargrava para el camino deacceso en un coche tanenano?»

Otro se negó asometersevoluntariamente a queregistráramos su rancho,pero, después de

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pensárselo mejor ydejarse asesorar,accedió. Corrió a quitarde en medio un par deplantas de maría mientrasrecorríamos su casa. Meimporta una mierda suhierba. Estoy aquí paraencontrar a una chica ala que han secuestrado,idiota.

Ocho propietarios deuna Chevy TransVista

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eran bastante normales,personas corrientes ymolientes, y con estoquiero decir que no eransospechosos, a decirverdad casi se trataba declones. Me figuro quecada uno de ellos tendríaalgo que lo distinguiera,pero mi cerebro deinvestigador los metió enel mismo saco: inocentes,

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casados, jubilados. Ytambién amables, casitodas las esposaslloraron cuando lesinformamos de nuestrocometido, le dieron ungolpe o una patada a lafurgoneta como si lacastigasen por ser lahermana de unsecuestrador. Duranteestos interrogatorios, aLola, que se quedaba

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detrás de mí y al margen,la miraban de reojo, unasmiradas que yointerpretaba como: ¿esnecesario que nos miretan mal?

Como suele suceder enla mayoría de los casos,no fuimos capaces de darcon uno de losmatriculados. Daba laimpresión de no tener un

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empleo formal en ningunaparte, y ni uno solo desus vecinos sabía adóndese había ido. En unapoblación pequeña, a lasafueras de Notre Dame,ahí es donde se suponíaque estaba. Vivía en unacasa blanca sobria,bastante grande, que sealzaba al final de uncamino de tierra de unossesenta metros

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flanqueado por pinos.Tras la casa se alzaba unimponente granero rojoen medio de un campollano, cubierto de hierba,un punto que no se veíadesde la carretera. Comoes natural ese tipo fue elque me despertó másinterés. Los vecinosconfirmaron que lohabían visto con una

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furgoneta granate, perono recordaban cuándo.«Se mueve mucho. Nosabemos adónde va.»

Les di a los vecinos mitarjeta y les pedí que mellamaran si el hombreaparecía. Lola localizó aun juez de la zona yllamó a su puerta cuandose estaba comiendo unoshuevos revueltos. Aunqueyo no estaba con ella, me

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puedo imaginarperfectamente la escena:ella cerniéndose sobreSu Señoría mientras lefirmaba la orden deregistro y acto seguidocogiéndole una tostadauntada con mantequilla amodo de recompensa porhaber tenido que tomarselas molestias de pedirpermiso a personas que,

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en su opinión, estabanpor debajo de Su Ley.«Deberíamos poderentrar donde nos diera lapuñetera gana paraencontrar a esas niñas»,aseveró, y en eso yoestaba de acuerdo.Derecho a la intimidad yel buen hacer de lajusticia, ¡y una mierda!Eso nos frenaba. Pero,hombre, no le quites la

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tostada al pobre juez.Y, como era de

esperar, nada máshacernos con la ordenjudicial llamó un vecino:«Ha vuelto, pero tieneuna pickup negra. Yo nohe visto ningunafurgoneta.»

Enfilamos a todapastilla caminos pordonde solo podía pasar

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un coche, con cunetasprofundas y camposalargados a ambos lados,para volver con nuestrosospechoso. Durante eltrayecto Lola y yodejamos las ventanillasbajadas, aspirando elolor purificador de lahierba humedecida derocío y la borboteanteagua de manantial.Indiana, Indiana,

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aléjame de ella, déjameaquí, déjame con el trigoy la luna y un atisbo,aunque solo sea eso, desu cara. Indiana,Indiana. Varioscolumpios desiertosentonaban entre chirridosesta canción acunadora alritmo de una solitariabrisa campestre.

Saludamos a nuestro

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misterioso hombre en elcamino de acceso a sucasa, donde nos estabaesperando. Lo hanavisado. Es unacomunidad muy unida.Con el aspecto dellegendario leñador PaulBunyan, llevaba un monovaquero desgastado yunas botas de faena conla puntera de acero; de suboca torcida colgaba una

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pipa. «Me llamo Boyd —me corrigió cuando lepregunté si era RobertMcGuire—. Mi nombrede pila es Robert, peromi madre siempre mellama Boyd.» Boydcriaba pollos en sugranja.

Una vez hechas laspresentaciones yenseñadas las placas,

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Boyd nos invitó a pasar.Al entrar en la casa,apagó la pipa y la dejóen una mesa de juego demadera de abedul delporche. «En casa solopueden fumar las visitas,así que si tiene ustedpipa, enciéndasela, señorLiu, como le he dicho,como dice siempre mimadre, en casa solopueden fumar las

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visitas.»Me di cuenta, como

también mi aprendiza demandíbula cuadrada, deque hasta el momentoBoyd no se habíadirigido directamente aella ni una sola vez, nitampoco le habíasugerido que podía fumaren la casa. Sin embargoBoyd no estaba siendo

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machista, o al menos a míno me lo parecía. Solocreo que estabadesconcertado por lamirada fija de Lola y porel hecho de queescupiera conregularidad tabaco demascar al otro lado delarriate de hostas. No ledije que dejara dehacerlo ni tampoco lamiré como diciendo que

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no daba crédito: ya habíaintentado muchas vecesque dejara de hacerlo yno había servido de nada.Su respuesta siempre erala misma: «Con lo queme toca ver en sótanos ycuartuchos, Liu, no medes la tabarra con lo quefumo. Y ahora cierra elpico e invítame a unaGuinness, jefe.» Supongo

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que tenía razón, peroañadamos su deseo detener cáncer de boca y suadicción a las cervezasnegras a la larga lista derazones que convirtieronen un auténtico infiernomi decimoquinto año enel FBI. Y añadamostambién este chismorreo:Lola se bañaba en OldSpice, un olor al queapestaba por la mañana,

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a mediodía y después demedianoche, en las largasnoches que tocabavigilancia.

La casa de Boyd estabamás o menos ordenada,pero tenía mucho polvo.En el fregadero seamontonaban loscacharros, y a juzgar porel olor a leche cortada ylos moscones que

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revoloteaban por allí,supuse que llevabanalgún tiempo sucios. Deun cubo de la basura dealuminio de la cocinarebosaba un montón decorreo sin abrir, partedel cual había caído alsuelo. Esparcidos por laencimera de linóleohabía una docena o másde periódicos enrolladosmojados. En una

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alfombrilla de trapocolocada delante de unanevera azul ganduleabaun antiguo perro pastoringlés enorme, que nosmiró con ojos indolentescuando entramos.

—No se preocupen porla buena de Nicky. Nohace nada, pero es ungran perro —informóBoyd mientras nos

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ofrecía café haciendocomo que bebía de unataza y señalando unacafetera de filtro. Yorehusé, y Lola también.

Aún en la cocina, Boydy yo nos sentamos frentea frente a una mesa deformica de coloramarillo diente de leóncon finas patas cromadas.Lola se situó detrás demí, como un miembro de

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mi guardia personal,mirando fijamente aBoyd hasta incomodarlo,los brazos cruzadossobre unos pechos quebajaba y aplastaba con asaber qué, probablementecinta americana, nunca selo pregunté.

Boyd enarcaba laspobladas cejas yapretaba la boca como

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diciendo: «Por favor,empiece de una vez,señor Liu, tiene toda miatención.» Y así fuecomo empezó elinterrogatorio del señorBoyd L. McGuire.Memoricé cada palabrapara poder transcribir laconversación más tarde,que es lo que hacía enhabitaciones de motelmientras Lola merodeaba

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por poblaciones ruralescomo si fuera unvampiro, en busca dealguien que se fuera de lalengua, de vecinosborrachos que «quizáshubiesen visto u oídoalgo» o puede que«sospecharan que en elpueblo había algúnpervertido»; y losrumores y los susurros en

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callejones oscurospasaron a ser la causaprobable de su yonocturno.

Yo admiro a Lola, laverdad sea dicha. Era,sigue siendo, una buenadetective por un sinfín demotivos, y esa es la razónde que tengamos queocultar su identidad. Másde un niño se ha libradode un destino funesto

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gracias a suscuestionables tácticas.Nadie me ha oído ni unasola vez pedirleexplicaciones. Como unperro hambriento,aceptaba lo que meechase en el comederopara desayunar. Yo debíallenar un agujero que seabría en mi interior, undesperfecto con el que

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llevaba décadascargando.

—Boyd, ¿le importaque mi compañera echeun vistazo en el graneromientras yo le hago unaspreguntas?

—En absoluto. Pero¿qué es lo que buscan?

—No lo sé, Boyd.¿Tiene algo queesconder?

—No tengo nada que

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esconder. Mire todo loque quiera. Soy un libroabierto.

—Gracias, Boyd.Agradecemos su ayuda.

Lola ya había salidopor la puerta delantera,dando un portazo. Nadamás oír que podía mirar,había dado media vueltay se había marchado.

—Tengo entendido que

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tenía usted una furgonetaChevy color granate.

—La tenía, sí. La vendíhará cosa de tres meses.

—¿Ah, sí? Y ¿a quiénse la vendió?

—Ni idea, señor Liu.—¿Sí?—Dejé la furgoneta

aparcada en la calle conun papel que ponía: Sevende. También puse unanuncio en el periódico.

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Apareció un tipo. Dijoque lo había acercadoalguien desde la estaciónde trenes. Me pagó condinero contante ysonante, dos mildoscientos dólares. Esofue todo.

—¿Y la matriculación?¿Habló con él decambiarla?

—Claro. Dijo que se

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ocuparía él. No hequerido saber nada depapeles desde que miLucy murió. Hará tresaños el mes que viene.Dios la tenga en su seno.Era ella la que seocupaba de esosgalimatías. Y la fastidié abase de bien con la leypor eso, señor Liu. ¿Havenido por eso? Digo yoque el FBI tendrá peces

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más gordos que coger,pero no quieroproblemas, señor Liu. Loque usted quiera. Comole he dicho, ahora soy unlibro abierto.

—No, no. No es nadade eso, Boyd. ¿Quéaspecto tenía el que lecompró la furgoneta?

—No le sabría decir. Amí me pareció normal y

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corriente, sí. Barrigudo,de eso sí me acuerdo. Ymuy guapo no era, no,señor. Creo que tenía elpelo castaño, sí, castaño.Mmm... La operaciónduró unos diez minutosen total. Le enseñé cómose arrancaba y tal, leenseñé el manual, queestaba en la guantera, y ledije que la cocina se laregalaba. Tenía una

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cocina vieja en la partede atrás. Y eso fue todo.

—¿Tenía usted uno deesos marcos especialesen la matrícula que poneEstado de Hoosier?

—Ya lo creo que sí. Elchico de mi primo Bobbyjugaba en el equipo debaloncesto de laUniversidad de Indiana.Estoy muy orgulloso de

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él. De ellos. De miestado, señor Liu.

—No me cabe la menorduda. Está siendo demucha ayuda,confirmándome todoesto.

—El tipo este que mecompró la furgoneta hahecho algo malo, ¿no?

—Podría decirse así,Boyd. Ha desaparecidouna niña. Intentamos dar

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con él lo antes posiblepara preguntarle por suparadero. ¿Recuerdacualquier otra cosa deese hombre o de latransacción?

Estudié la reacción y ellenguaje corporal deBoyd, como me habíanenseñado a hacer. Dadoque acababa deconfirmar que su

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vehículo formaba partede un grave delito en elque estaba involucradauna niña y eso no eraninguna broma y el FBIestaba sobre una pista, siBoyd tenía algo queocultar, lo más probablees que hubiera cruzadolos brazos, amusgado losojos, rehuido mi mirada ymirado arriba y a laizquierda cuando hubiera

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vuelto a hablar, todasellas señales reveladorasde que era un mentirosoque se estaba inventandolas respuestas. Boyd nohizo nada de eso. Apoyólas manos con suavidaden la mesa, echó haciadelante los hombros,entristecido, y me miró alos ojos como si fuese unoso viejo y cansado.

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—No se me ocurrenada, señor Liu. Losiento mucho. Megustaría ayudar a esaniña. ¿No me puedepreguntar algo en lo quedebiera haberme fijado?Quizá de ese modo mevenga algo a la memoria.

Repasé el registro decasos anteriores quetenía archivado en la

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cabeza, pensando enpistas pasadas que mellevaron hasta pistaspasadas. No era laprimera vez que me veíaen esa situación.

—¿Cuánta gasolinahabía en la furgoneta?¿Se acuerda?

—Desde luego que meacuerdo. Ese condenadochisme estabaprácticamente seco. En el

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cobertizo solo tenía lagasolina suficiente paraarrancarla.

—¿Cuál es lagasolinera más cercana?

—R&K’s Gas & Suds.Al final de la carretera.Ahora que lo dice, él mepreguntó eso mismo, y yole dije lo mismo, R&K’sGas & Suds. Al final dela carretera.

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Bingo.—¿Firmó alguna cosa?

¿Tocó algo en su casa?¿Se quedó fuera o llegó aentrar?

Boyd volvió la cabezapara mirar algo ydespués se volvió paramirarme a mí, sonrió,meneó la cabeza y meseñaló con un dedo,estaba orgulloso de mí,

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su hijo detective.—Es usted bueno,

señor Liu, es ustedbueno. A mí no se mehabría ocurrido en lavida, pero ¿sabe qué?¿Sabe qué? Utilizó elcuarto de baño.

Bingo otra vez.—No quiero ser

grosero, Boyd, pero se lotengo que preguntar: ¿halimpiado usted el cuarto

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de baño desde entonces?Boyd soltó una

risotada.—Señor Liu, míreme,

soy viudo. Pues claro queno, desde luego que no helimpiado el cuarto debaño. Ni siquiera lo uso.Yo uso el de arriba. Yademás he estado fuera,fui a visitar a mi hermanoy a mi madre, a Lui-si-

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ana, donde nació elmenda. Y da lacasualidad de que me fuila misma noche quevendí la furgoneta. Hevuelto hoy.

—¿Ha utilizado alguienel cuarto de baño desdeque lo hizo él?

—No, señor. Nadie.Bingo, bingo, bingo. El

comprador utilizó elcuarto de baño, que no

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ha sido limpiado, ynadie lo ha utilizadodesde entonces.

—Un par de cosas,Boyd. En primer lugar,me gustaría que me dierasu permiso para precintarel cuarto de baño ybuscar huellas. Ensegundo lugar, quiero queme dé el nombre y ladirección de su hermano

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y su madre en Luisiana.¿Le parece bien?

—Muy bien, señor.Pero ¿estoy en unaprieto?

—Boyd, mientras loque me ha contado sesostenga y mi compañerano encuentre nadasospechoso en sugranero, no está usted enningún aprieto. Una cosamás, ¿tiene usted alguna

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otra propiedad aparte deesta casa?

—No, señor, esto estodo lo que tengo.

—¿Tiene algún alias?—Boyd L. McGuire,

así me llama mi madre, yno tengo ningún derechoa cambiarlo, no, señor.Mi madre ya se enfadóbastante cuando me vinea vivir con la familia de

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mi padre aquí, a Indiana,hace muchos años. Novoy encima a cambiarmeel nombre, ¿no le parece,señor Liu?

—Supongo que no,Boyd. Supongo que no.

Me levanté y fui alcuarto de baño a echar unvistazo. Con la ayuda deBoyd, calculéaproximadamente losmetros cuadrados para

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informar a la científica,que se pasaría después abuscar huellas. Sellé lapuerta con la cintaamarilla que llevábamosen el coche.

Con el objeto deredactar un informeconcienzudo, registrécada micra de la casa deBoyd, con el arma enristre y con Boyd

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esperando tranquilamentefuera, apoyado en unárbol que yo podíacontrolar desdeprácticamente cada unade las doce ventanas sinvisillos de Boyd. El tipono ocultaba nada, salvoquizá los montones deropa sucia, que supusellevaba ahí desde quemurió su mujer. Estesoltero que cría pollos

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es inocente como unniño.

Mi compañera volvió,cruzando el corral lateralde Boyd con su caminarcaracterístico: devaquero. Me informó —sin que Boyd la oyera—de que había recorridotoda la propiedad, habíamirado por todas partes,arriba y abajo, e incluso

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había comprobado lasparedes del granero rojopara asegurarse de queno había ninguna falsa.«Nada —afirmó. Nohabía nada que indicaseque allí se habíacometido un delito—.Aunque ese granero huelea culo de casa de putas,pero de putas baratas, delas que te encuentras alas afueras de

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Pittsburgh», se quejó,como la mujer hombrunaque era y como si yosupiese de qué coñoestaba hablando.

Me importaba unamierda a qué olía elgranero de Boyd, amenos que oliera amuerte, cosa que sabía noera así, porque la narizde Lola estaba entrenada

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para encontrar cadáverescon tan solo percibir unleve olorcillo a carne enestado dedescomposición. Sinembargo, pese a no estardispuesto a que meimportara, Lola se pasólos dos días siguientesquejándose de que a lospollos les llegaba supropia mierda hasta elcuello. «No se me va de

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la nariz la peste de esospollos de mierdarechonchos y chillones—dijo al menos cienveces. Incluso se dio alas sales de emergenciaque llevábamos paraborrar el pestilenterecuerdo—. Será mejorque no le pase nada aesta nariz de sabueso»,advirtió.

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Aunque no sospechabade Boyd, aún le doyvueltas a una cosa:¿quién cuidó de las avescuando él estaba enLuisiana? Da lo mismo,desde luego, pero es unapregunta que no dejo dehacerme. Cuando Lolavolvió de su inspección,yo ya había descartadocomo sospechoso a

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Boyd, así que pensé quesería de mala educaciónpreguntarle por cómocuidaba o dejaba decuidar a sus gallinas. Demanera que no se lopregunté. Y si esto no oshace gracia, pues losiento. Lo mío eran losniños desaparecidos, nolas aves desatendidas. Idcon el cuento a la PETA.

En efecto, Boyd L.

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McGuire no tenía ningunaotra propiedad. Suhermano y su madre, en«Lui-si-ana», tambiénfueron descartados comosospechosos. Pero lomejor fue descartar aBoyd, ya que eliminarsospechosos es tanimportante comoencontrarlos. Además, dela visita a Boyd había

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salido con dos pistasestupendas: en primerlugar, los de la científicaencontraron tres huellasiguales, que no eran deBoyd, en el pomo de lapuerta y el desatascadorde goma negra del retrete—nada menos— en elcuarto de baño de Boyd.En segundo lugar, en lagasolinera R&K’s, «alfinal de la calle», me

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chocó encontrarme conque el propietariocambiaba la cinta de lastres cámaras deseguridad todas lasnoches y las conservabatodas. La mayoríareutiliza las cintas, peroeste hombre fantásticono.

«Vengan por aquí. Leenseñaré dónde están»,

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dijo.No solo tenía las

cintas, sino que ademáslas tenía ordenadascronológicamente yetiquetadas,escrupulosamente. Meentraron ganas de darleun beso. Y lo que vimosen una cinta enparticular..., en fin, poreso la gente se hacedetective, por momentos

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así.La noche del

productivo día con Boydy el milagrosopropietario de lagasolinera llamé a mimujer, Sandra, tras unabreve cena decelebración. Habíapedido un filete bienhecho con cebolla en florfrita en un Outback

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Steakhouse que no estabalo que se dice cerca:Lola insistió. Lola pidiódos bistecs poco hechos,tres Guinness, dospatatas asadas rellenasdel tamaño de dosbalones de fútbol ypanecillos adicionales.«Te puedes llevar loverde —le soltó a lacamarera—, y tráete dosporciones de tarta de

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mantequilla de cacahuete,anda.»

—Sabes que un día deestos lo que comes tedará un disgusto, ¿no? —le dije, como solíadecirle.

—Con lo que me tocaver en sótanos ycuartuchos, Liu, no medes la tabarra con lo quecomo. Y ahora cierra el

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pico e invítame a unaGuinness, jefe —contestó, como solíacontestarme. Y actoseguido soltó un eructo.

Un verdadero encanto,Lola.

Sandra estaba en lacosta Este recorriendoclubes de la comedia ybares. Di con elladespués de la últimafunción en un abrevadero

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de Hyannisport.—¿Qué, cariño, los has

hecho reír esta noche? —le pregunté.

—Bueno, he dicho loque digo siempre.Tirando de archivo. Creoque me estoy haciendovieja.

—Pues yo no lo creo.Te echo de menos.

—¿Cuándo vuelves? Y,

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ya puestos, ¿dónde estás?—Donde siempre,

llamando a la puerta deldiablo, cariño. Seguroque uno de estos días meabre.

—No estés tan segurode que sea un diablo.Podría ser una diablesa.

—Podría serlo, sí.

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5

Día 20 decautiverio

Se tarda mucho en tejeruna manta grande. Lamanta de lana roja,Recurso n.º 5. Permitidque os diga que ya tenía

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muchos recursos. Huboalgunos que ni siquierautilicé; otros solo losutilicé en parte. Otrosestaban preparados ylistos para ser utilizadosel Día D, pero a la horade la verdad resultaronser superfluos oirrelevantes. Como eltirachinas que improvisé.La manta de lana roja, sinembargo, fue una

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auténtica joya. Utilicéhasta la última hebra deese algodón retorcido. Sialguna vez me manché lasmanos de sangre, fue elhilo rojo de una bella,poética obra de artetejida. Bellissimo, bravo,manta de lana roja, tedebo la vida. Te quiero.

El Día 20 despertédispuesta a plegarme a la

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rutina de siempre, cuandofaltaban tres días paraque volviese la Gente dela Cocina y al parecer nose cernía la amenaza deque el Médico o elMatrimonio Obvio mehonraran con supresencia. A esas alturasme sentía bastante seguracon la rutina, así que noesperaba visitas. Meequivocaba.

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En cualquier caso, micaptor llegó el Día 20,tal y como estabaprevisto, con midesayuno. A las 8.00 enpunto. La Gente de laCocina había hecho otraquiche y, tal y comoesperaba, eso fue lo quedesayuné, de nuevo, yasabéis, en el plato deporcelana con motivos.

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Como bien suponéis, eseridículo plato habíallegado a inspirarme unodio profundo.

Incapaz de soportartocar el plato una comidamás, el Día 20 cogí laquiche como si misdedos fuesen pinzas, nisiquiera quería rozar laporcelana. Dejé laporción en el televisor, amodo de nuevo

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recipiente, y, con lasmangas a modo deguantes, deposité el platoen el suelo, que eradonde debía estar, conlas pelusas y losexcrementos de ratón, ala espera de que lorecogieran las manos deun delincuente, la únicaatención que merecía.Naturalmente me reí de

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mí misma, ya que, desdeun punto de vistaracional, la porcelana notenía culpa de nada. Asíy todo necesitaba algunadistracción, y ademásodiaba de verdad esatoile.

Al sentarme en el suelocon la quiche en eltelevisor, la perspectivade la habitación cambió.Lo que veía solo era

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ligeramente distinto, y sinembargo el hecho dealterar la rutina de lacomida y la postura hizoque se operara uncambio. Quizás el fluirvertical de la sangre enmi cerebro propiciara laidea, o quizá ver la camadesde un ángulo distintodisparase una soluciónque debía de estar latente

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desde el momento en queentré y reparé en las tresvigas vistas. Con lamanta se puede haceruna cuerda. Todoparecía tan claro, por fin,el Día 20, que me sentídecepcionada conmigomisma por no habermedado cuenta antes de loque era evidente.

A veces creo quenosotros mismos

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impedimos queadmitamos conclusionesinevitables porquetodavía no estamos listospara lo que quiera quehaya que hacer. Nuestravisión se bloquea y senos escapa lo que esobvio. Por ejemplo, mimadre, una mujer quehabía tenido una hija, senegó a admitir que su

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propia hija estabaembarazada nada menosque de siete meses hastaque el tocólogo la obligóa hacer frente a laverdad. Puede que lamente impida que unamoslos puntos para que, deese modo, no demospasos conscientesencaminados a llevar acabo cambios difícileshasta que estemos listos.

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Yo debía de estar lista elDía 20, porque por fin vicon una claridadmeridiana mi plan en sutotalidad. Hasta esepunto solo habíacolocado algunas piezasdel puzle. Antes pensabaque mi resolución sehabía afianzado, perohasta que no vi la mantacomo un arma, no fui

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consciente de hastadónde estaba dispuesta allegar para liberarme yliberar a mi hijo yvengarme.

Te han secuestrado.Piensan quitarte a tuhijo y venderlo a unosmonstruos. Y túacabarás en unacantera. Nadie sabedónde estás. Tienes quesalvarte tú. Esta es la

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verdad, acéptala. Solotienes lo que tienes enesta habitación.Resuelve el problema.Ejecuta el plan.

Me terminé la quichecon una sonrisa en loslabios. En el televisor nodejé ni una sola miga.

Se tarda mucho en tejeruna manta grande, y másincluso en deshacerla.

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No sé por qué, pero estoera algo que sabía demanera innata, así quequería ponerme manos ala obra de inmediato.Esperé a que viniera micarcelero a llevarse labandeja del desayuno yrepitiese la rutina delcuarto de baño. Una vezfinalizado todo elproceso, se marchó, y yopensé que disponía de

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tres horas y media hastala hora de la comida paradeshacer la labor. Lequité el asa al cubo yempecé a destejer.

Esa mañana el aireestaba teñido deamarillo, esa luz tenue,melancólica, que tiene unefecto desalentador ysedante a un tiempo. Elsol se hallaba oculto, lo

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cual inducía a pensar,erróneamente, que el díano reservaba ningunasorpresa, era uno de esosdías tristones,desmoralizadores, que noauguraba promesaalguna. En eso tambiénme equivocaba.

Me peleaba con unnudo de esquina difícilintroduciendo comopodía el asa del cubo en

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el centro y separando lashebras, primero con lauña del dedo meñique,luego con el dedo entero,hasta que por findesentrañé la maraña yabrí un boquete irregularde más de diezcentímetros. Me llevóuna hora, cinco minutos ytres segundos. A eseritmo, ya iba retrasada

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con respecto al programaque me había marcado.Pero antes de volver areformular lasprevisiones, pensé quepodía registrar lostiempos que me llevabala tarea de deshacer a lolargo del día paracalcular la media. Conuno de los lapiceros delestuche rosa con los doscaballos anoté el primer

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tiempo en un gráfico debarras que concebí.

Con el diagrama enmarcha, empecé adeshacer la primeravuelta. Me acompañabaLa bohème gracias alRecurso n.º 16, la radiode mercadillo. Como eslógico, sintonicé laemisora de músicaclásica: para motivarme

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necesitaba arrebatosapasionados y un deseoimperecedero, nocorrespondido; la clasede emoción por la queuno moriría mientrasintentaba apaciguarla.Canciones popmachaconasposiblemente mehubiesen costado eseempuje extra quenecesitaba. Es evidente

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que el rap duro de Dr.Dre y de Sons of Kalalque prefiero escucharhoy, diecisiete añosdespués, me habría idoigual de bien quecualquier ópera preñadade amor. Hoy en día,cuando ya soy unapersona adulta, pongorap gangsta durante misesión de entrenamiento

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diaria, con una disciplinapropia de los marines,sobre todo cuando elinstructor jubilado al quecontraté me grita a lacara que soy «escoria».Pero los contundentesritmos funcionan, porquedespués de un esprint deveinticinco kilómetros ycuando llevo novecientasnoventa y nueveabdominales, el sargento

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no deja que vea lasonrisa de orgullo queesboza a regañadientes.Nadie me volverá acoger otra vez.

A veces me gustaescupir un gallo desangre a los pies delbuen sargento. Lo hagocon el mayor de losrespetos, como un gatocuando deja un ratón

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decapitado en el porchede su amo. Miau.

Pero dejemos elpresente. Volvamos alpasado.

En la Hora 2 del Día20 una mariposa negra sedio de lleno contra la altaventana triangular y sequedó pegada allí, conlas alas extendidas. ¿Erauna advertencia?¿Quieres advertirme de

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algo? En el universo haymuchos secretos sinresolver y muchasconexiones invisibles, demanera que quizá sí queme estuviese advirtiendode algo.

La escudriñé, dejandola manta que habíaempezado a deshacer enla cama y acercándomede puntillas a la ventana

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para verla mejor. Pero alestar tan alta, comomejor se veía era desdeel centro de lahabitación. ¿Has venidoa visitarme? Angelitolindo, ve con ellos, dilesque estoy aquí.

Me acerqué más,acariciándome el vientre,a mi hijo, y me situédebajo de la ventana,inclinando la cara hasta

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pegar la mejilla a lapared. Debido a loabultado de mi barriga,tuve que doblarme. Conlos ojos cerrados, intentésentir las vibraciones quepudiera enviarme desdeallí arriba el corazón dela mariposa. ¿Serásoledad? ¿Me sientosola? Por favor, haztemblar esta pared con

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tus alas, dime que meoyes, belleza negra,amiga negra. Haz lo quequieras, cualquier cosa.Dime cualquier cosa.Sálvame. Ayúdame. Haztemblar esta pared.

Al permitir que meinvadiera esa emoción,prorrumpí en sollozos.Me acordé de mi madre.Me acordé de mi padre.Me acordé de mi novio,

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el padre de mi hijo.Habría dado cualquiercosa por sentir la manode cualquiera de ellos enmi espalda o el roce desus labios en mi mejilla.

Sin embargo, eseregodeo en la más hondatristeza no duró mucho.Como si hubiese llegadoa un ángulo recto en elcamino, al punto más

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crítico de mis lágrimas,el día, mi plan y elpanorama describieronun giro brusco. Mientrasmis hombros se hundían ymi cuerpo se doblaba conel peso de la depresión yla soledad, al otro ladode mi habitación oí quela escalera crujía bajounas pisadas enérgicas.Se acercaban deprisa: looí. Corrí de vuelta a la

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cama, olvidándome de lamariposa, doblé lamanta, escondí elcuaderno con el diagramaen el colchón —en unaraja de quincecentímetros que habíaabierto en la parte quedaba a la pared—, y enel último segundo dejé elasa encima del cubo,como si estuviese unida a

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él. Acto seguido micaptor irrumpió en micuarto.

—Apaga la radio y venconmigo. Ahora mismo.Y mantén la puta bocacerrada.

Percibo miedo en tuvoz, huelo peligro en tusudor, queridocarcelero. Me sequé laslágrimas con la mangahaciendo un movimiento

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exagerado deconfrontación, como sime embadurnara desangre en una peleacallejera acalorada y, alhacerlo, invitara a que elcombate continuase.Vamos, adelante.

Me acerqué a la radiodespacio y, con el letargode una niña obstinada,maniaca, la apagué, mi

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movimiento expresandoque no estaba dispuesta adejarme llevar por suagitación.

—Mueve el puto culo.Te tiraré por la escalerasi sigues con esta mierda.

Me estoy divirtiendocontigo, imbécil, me lopones muy fácil.

Volví a ser laprisionera sosa, sumisa,que se suponía debía

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interpretar. Con lacabeza gacha y la voztrémula, solté mimuletilla:

—Sí, señor.—Andando.Eres tan predecible,

pedazo de animal.¿Tirarme? Sí, claro.Perderías este chollo detrabajo que tienes.

Me cogió por el

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antebrazo y medesequilibró de tal modoque estuve a punto dechocar con el cubo. Pordesgracia rocé con el pieel lateral y durante tressegundos de infarto vique el asa se inclinaba yse movía en el borde. Sise cae, irá a echar unvistazo. Me descubrirá ome dará otro cubo, quequizá no tenga el asa de

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metal. No te caigas, tenecesito. No te caigas.No, no te caigas. No tecaigas. No te caigas, porfavor. Seguía inclinada ymoviéndose. Con lacabeza echada haciaatrás mientras tiraba demí para que saliera, vique gracias a la benditamariposa esa asa caídadel cielo desafiaba la

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gravedad para plegarse ami voluntad y quedarseen su sitio. No se hacaído, no se ha caído, nose ha caído.

En el rellano, donde lasparedes estabanrevestidas de un papelcon flores color marrón yrosa sucio, se paró. Elaire fresco, con olor acerrado, y la escasa luzde ese espacio me

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recordaron queestábamos en una viejacasa o construcción en elcampo.

Retorciéndome lamuñeca hasta casirompérmela, miró por labarandilla hacia abajo ydespués a los estrechosescalones que subían.Sus ojos sopesabanalternativamente ambas

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opciones, al parecerincapaz de decidirse.Llamaron a la puerta, elsonido hendiendo elcargado aire. Supuse queabajo, en la puerta de lacocina, había una visitainesperada. Se quedóhelado. Una liebrecayendo en la trampadel cazador.

Con la actitud dellagarto que sabe que su

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camuflaje lo hatraicionado, dijo en vozbaja, grave:

—Si haces un putoruido, iré por tus padresy les sacaré el corazóncon un cuchillo sin afilar.

—Sí, señor.Como si fuésemos un

grupo de soldados al quehubieran abandonado,reptando por la alta

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hierba con el pechopegado al suelo, meindicó por señas,doblando el brazo, quesiguiera adelante.

—No hagas ruido.Sube por esa escalera.Deprisa, deprisa,deprisa.

Sí, mi capitán.Hice lo que me dijo, él

detrás, su cabeza tancerca de mi culo que me

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entraron ganas de decir:quita la cabeza de miculo, pero no lo hice. Medio un empujón en laespalda para que fuesemás deprisa.

—Más aprisa —silbó.Una vez arriba, me vi

en un desván alargado,de techo alto. Al ver eseespacio abierto, quemediría unas tres cuartas

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partes de un campo defútbol de largo, me dicuenta de que meencontraba en un edificioenorme. Los ladossobresalían en cuatropuntos, cuatro alas, unade las cuales era la mía.

—Ve por el centrohasta el armario delfondo. ¡Ya!

Prácticamente ibadando saltos, de los

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empujones que mepropinaba.

—Más aprisa —repitió, susurrandoenfurecido. Por desgraciano había nada que verpor el camino: debían dehaberse llevado lo quequiera que hubiese ahíarriba y barrido el suelo.Ni siquiera quedaba unaratonera.

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Cuando llegamos a unarmario con dos puertasy respiraderos en la partesuperior, me metiódentro, cerró las puertasy las afianzó con uncandado por fuera.Después pegó los caídosojos perrunos, amarillos,a la abertura de la puerta.

—Como hagas elmenor ruido, aunque sea

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rascarte, mato a tuspadres. ¿Entendido?

—Sí, señor.Se marchó.El único sonido lo hizo

él al bajar los cuatrotramos de escalera.Puede que escuchase unaleve, levísimaconversación cuandoabrió la puerta pararecibir a quienquiera quehubiese llamado, pero al

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encontrarme tan arriba yencerrada estoy segurade que solo imaginésusurros. Un silenciofrío, como el que seinstaló en nuestra casacuando murió lahermana de mi padre.Una quietud absoluta, elsonido sangrando porlas orejas. ¿Adóndehabrá ido mi mariposa?

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No tenía ni la menoridea de quién habíaabajo. Con una esperanzaprobablemente vana,imaginé a un detectiveescéptico que no secreería que el imbécilque le había abierto lapuerta no era culpableabsolutamente de nada.Me planteé dejarme lascuerdas vocales en unos

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gritos que helarían lasangre y estampar lospies y sacudir yzarandear mi nueva jaula.Menos mal que decidí noarriesgarme a hacerlo.

Cuando asumí larealidad en la que mehallaba, me coloqué a lolargo en el armario y medeslicé por la maderahasta quedar sentada.Tenía un margen de un

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dedo de grosor en amboslados para moverme eintentar ponermecómoda. Mis pupilastardaron entre treinta ycuarenta segundos enacostumbrarse a la tenueluz, pero después fuicapaz de distinguirlotodo, y entonces, con esavisión nocturna, lo vi.Como un anillo de

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diamantes que colgara deuna rama en un bosque,de un gancho del rincóndel fondo pendía algoinverosímil,extraordinario: una gomablanca de unos doscentímetros y medio deancho y algo menos de unmetro de largo, de lasque mi abuela cosía a lacinturilla de lospantalones de poliéster

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que se hacía ella misma.Mi abuela. Cogí la gomay me la guardé en lasbragas para ponerla abuen recaudo. Recurson.º 28, goma elástica.

El armario olía aorines de gato, una pesteque hizo que me dieranarcadas, pero quetambién me recordó a mimadre.

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Mi madre nunca seequivoca cuando afirmaalgo.

—En esta casa hay ungato —aseguró en unaocasión.

—Pero si no tenemosgato —objetó, entrerisas, mi padre.

Sin embargo, cuandomi padre dijo que elolfato la engañaba y

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sugirió que era solo quelas habitaciones olían acerrado, al no haberlasventilado durante elinvierno, mi madreinsistió:

—En esta casa hay ungato como que soy lamadre de esta niña. —Me señaló a mí alefectuar la breveafirmación, como si fuesela Prueba A; la mano del

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brazo con el que noseñalaba estaba apoyadaen la cadera, la espaldarecta, el cuello estirado,la barbilla ladeada—. Enesta casa hay un gato y lovoy a demostrar. —Fuesu alegato de apertura,pronunciado ante losmiembros del jurado: mipadre y yo.

Echó mano de la

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linterna de mi padre, queeste guardaba en una cajade herramientas fuera delalcance de mi madre, pormotivos como el que nosocupa, y estuvoregistrando la casa hastalas tres de la mañana,poniendo patas arribatodos los armarios, loshuecos, el desván, todaslas zonas en sombra ycada hendidura del

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sótano; hurgó en rendijasdel garaje y troncoshuecos del jardín, arribay abajo, en cosas sueltasy sitios claros; loencendió todo, labombilla pasando delblanco al amarillo, alanaranjado yema dehuevo, al marrón, al gris,al negro.

No descubrió ni un

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bigote de gato, y sinembargo a cada horaproclamaba a loscansados miembros deljurado —la verdad esque a medianoche soloquedaba yo—: «En estacasa hay un gato y lo voya demostrar.» A lamañana siguiente mipadre, la única personaque podía hacerle algúnreproche, informó a mi

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madre de que debía cejaren su «empeño ensuperar la velocidad dela luz o demostrar laexistencia de un gatoinexistente».

Vale la pena mencionarque yo no negué ni unasola vez lo que sosteníami madre. Es posible queincluso guiara subúsqueda.

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Mientras mi padreconvencía a mi madre deque lo dejara, yo meescabullí por la puertaque tenía la mosquitera yme deslicé hasta un claroque se abría en unbosquecillo de abedulesblancos que se alzabadetrás de nuestra casa.Dientes de león amarillosalfombraban este espacio

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abierto circular, demanera que mi esconditetenía el piso amarillo, lasparedes blancas y eltecho azul del cielo.

Mis padres no sabíandónde estaba.

No tardé en volver.No dije nada.Mi madre seguía

insistiendoincesantemente en quehabía un gato en la casa.

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El olor se disipó en eltranscurso de la semana.

Yo no dije nada.El olor se desvaneció,

y con él el interés de mimadre. El domingosiguiente no había nirastro de olor gatuno. Mimadre estaba en sudespacho, sentada en suasiento a lo trono deDrácula de piel

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envejecida, corrigiendouna moción para unjuicio sumario con supluma de plata Cross.

—Mamá —dije desdela puerta.

Ella levantó la vista,las gafas de concha en lanariz, el escrito legalinmóvil en sus manos.Eso sería todo lo másque me invitaría a hablar.Yo llevaba en brazos un

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gato viejo, peleón.—Esta es mi gata —

confesé—. Eliminé elolor ácido con unamezcla de vinagre,bicarbonato sódico,lavavajillas, aguaoxigenada y una capa decarbón en polvo. Latengo en una jaula en elbosquecillo de abedulesdesde que se hizo pis en

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casa, pero ahora tendráque quedarse.

Mi madre dejó caer elescrito en la mesahaciendo mucho teatro.Había visto esemovimiento una vez,cuando llegó al puntoculminante de un alegatofinal en un procesofederal al que meinvitaron a asistir.

—Si serás... Ya le dije

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a tu padre que me olía agato.

—Sí —convineestoicamente, como siconfirmase ladisposición de la reinasobre una ley del sistematributario.

—¿Por qué no me locontaste?

—Quería solucionar elproblema antes de

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traerla.—En su despacho yo notenía emociones. Nosentía la necesidad depermitir que aflorasen.

—Bien. —Mi madrerehuyó mi mirada. Quizáfuese la única personaque podía desarmarla, locual, me temo, ladesconcertaba. Era comosi yo fuese un espino queno paraba de crecer y

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ella debía podar desdeuna distancia de tresmetros. Pero no era mideseo preocuparla; yosolo quería presentar loshechos.

—Es hembra. Heestado probando uncollar sónico paraahuyentar pulgas ygarrapatas. Andabarondando los

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contenedores delinstituto. No teníaninguna chapa. Pero noes salvaje, estoy segurade que es un gatodoméstico que ha sidoabandonado o que se haperdido. Le caen bien laspersonas. Se hizo pis enla escalera del sótanoporque tardé un día enponerle un cajón dearena. He escondido el

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arenero detrás de launidad de esterilización,junto a la cámara dehidrógeno.

No pregunté, comocreo que habrían hechocasi todos los niños, sime podía quedar con elgato. A mi modo de ver,el animal no solo era mimascota, sino queademás formaba parte de

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un proyecto delaboratorio. Y para estoúltimo no hacía falta queme concedieran permiso.

—¿Cómo se llama?—Jackson Brown.—¿Para una hembra?—Pensé que te gustaría

el guiño a tu músicopreferido.

—¿Cómo voy a decirque no a Jackson Brown?

No te he pedido

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permiso, tan soloaprobación, que es algomuy diferente.

Más adelante la teoríadel psiquiatra fue que elhecho de que mi madreaprobase mi decisión dehablarle del gato despuésde haber resuelto elproblema de los orinesme llevó a ocultar miembarazo... hasta que

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encontrara una solución,supuse que supuso elmédico. Sin embargo, loúnico que solucionédurante los sieteprimeros meses deencubrimiento de miestado fue mi intenciónde llamar al niño Dylan,el otro músico preferidode mi madre. Estaresolución, no obstante,no se llegó a

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materializar, puesto queel nombre de mi hijocambió en el curso de micautiverio.

A decir verdad el Día20, a falta de aire puro enese armario del desvánque más parecía unataúd, empecé areconsiderar el nombreque le pondría a mi hijo,pues quería dotarlo de un

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mayor significado.La jaula olía como a

orines de gato ácidos,densos, y dada la escasaventilación que había enese desván recalentado,empecé a sudar y a sentirque me faltaba el aire. Sipensaba que mi cuarto deabajo era como estar enuna celda de aislamiento,el armario era como quete soltaran del cable que

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te mantenía unido a unanave espacial y tedejaran vagando por elespacio exterior. Ahí vami cápsula. Ahí va miplaneta. La fuerza de lagravedad me traiciona,me lleva peligrosamentemás allá de las estrellas.

¿Piensa dejarme aquítodo el día? ¿Más?

Creo que pasó una

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hora.Me desmayé de calor.Volví en mí cuando mi

captor abrió el armario ycaí al suelo, dándomecon la cabeza en susbotas.

—Me cago en la... —gritó, y quitó los pies dedebajo de mi cabezacomo si yo fuese una rataescurridiza.

Hiperventilando,

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resollando como si mefuese la vida en ello, mequedé tendida como unpez dando coletazos en elpuerto.

—Mieeerda —dijomientras movía los pies—. Mierda, mierda,mierda.

Me dio con el pie enlas costillas no muyfuerte, su método para

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comprobar si yo teníapulso. ¿Cómo se iba amolestar en agacharse yayudarme a respirar?Mientras me dabapicotazos en el pecho conla puntera de acero, yome esforzaba por cogeraire con unos pulmonesque prácticamente nofuncionaban, larespiración sibilante,tosiendo,

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atragantándome, hastaque por fin me estabilicéy mi ritmo se normalizó.Durante mi lucha no abríni una sola vez los ojos,y él no se dignó echaruna mano.

Cuando pude regular lacantidad de aire que meentraba por la nariz, mehice un ovillo y abrí unpoco el ojo derecho, el

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que estaba más cerca deltecho. Por desgracia metopé con su dura mirada,y entre ambos el tiempose detuvo en un instantede odio mutuo, en unpeligroso punto muerto.

Él hizo el primermovimiento.

Con una maniobrarápida, descendente, sumano derecha seabalanzó sobre mi

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extendido pelo, ycogiéndome por él meenderezó bruscamente elcuello y el torso,haciendo que quedarasentada rápidamente, sinquerer, y a continuaciónme arrastró hacia atráspor el suelo, la rabadillarecibiendo el impacto dela dura madera.

Permitid que os

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describa el dolor:imaginad que vaciáisdiez tubos de pegamentoen un sombrero y osponéis el sombrero en lacabeza, dejando que elborde interior y laestructura de algodón sefundan con cada folículoa medida que el adhesivose va endureciendo.Después enganchad laparte superior del

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sombrero a la rama de unárbol a una alturaligeramente superior a lavuestra. Poneos de pie.Queda el espaciosuficiente para que elsombrero tire de cadapelo hasta que falte unamicrofracción parapartirse y el cuerocabelludo se estire hastacasi desgarrarse. Ras,

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ras, calorresquebrajador, ras.

Me arrastraba mientrasyo me agitaba, resbalaba,buscando aliviointermitente y tracción,poniéndole las manos enel antebrazo, mis pies enpermanente búsqueda,afianzándose ysoltándose, afianzándosey soltándose.

Mi cabeza era como

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una hoguera, un fuegocandente que ardía, sepropagaba, se avivaba,chisporroteaba. No habíaningún punto de apoyocapaz de resistir la fuerzade sus tirones.

Mi cuerpo coleaba aizquierda y derecha, unatún que luchaba porsobrevivir batiendo confuria las aletas cuando lo

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sacaban del mar.Como es natural, con

tanta torsión mi valiosorecurso nuevo —la gomaelástica—, que habíaescondido en las bragas,se salió y asomó por miensanchada cintura. Elsitio era tan precario quesi seguía moviendo lospies para lograr tracción,el ángulo y losempujones sin duda

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seguirían soltando mialijo, que escaparía pormi redonda barriga yacabaría en el suelo.Debía elegir: combatir eldolor o salvar la goma.La goma. Relajé laspiernas hasta dejarlasrectas, dejando que micaptor me tirara del pelosin cortapisas y, como sifuese un carterista

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consumado, me metí lamano en las bragas,pesqué la goma y le quitéla escurridiza vida.

Él no se dio cuenta denada, estaba demasiadoabsorto intentandohacerme daño. Cuandollegamos al arranque dela escalera, me soltó enel suelo, el traseroclaveteado con uncentenar de astillas, la

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rabadilla magullada,posiblemente rota, peromi determinación pasabapor encima de un millarde montañas, por encimade mil millones demillones de galaxias, porencima de Dios, susángeles, sus enemigos ypor encima de un millónde madres de hijosdesaparecidos. Ahora

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moriría sufriendo dolor.—Levanta, zorra.Me levanté, despacio,

con cuidado para nodarme en las heridas,pero con los puñoscerrados a la espalda.

Volvíamos a estar enun punto muerto. Yoquería que bajara laescalera primero, paraque no me viera poner abuen recaudo la goma.

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—Andando, tarada.¿Tú insultando mi

inteligencia? ¿En serio?Pasó un segundo,

pasaron dos segundos.Tic. Toc. Rechinó losdientes y levantó losbrazos.

Y entonces un teléfonocuya existencia yodesconocía sonó en laplanta de debajo.

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—Me cago en la leche—dijo mientras bajabapesadamente para cogerel teléfono—. Como noestés abajo en tressegundos, te llevo yo arastras.

—Sí, señor. —Tarado,señor.

Me guardé mi trofeo enla cintura y sonreí.

Mientras bajaba la

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escalera, cojeando, agucéel oído para escuchar laconversación. Oí la partede mi captor, suficiente.

—Te dije que este sitioestaba demasiadoexpuesto. Joder, hanvenido dos girl scoutscon su madre, y a lamadre no le daba la putagana de irse. Que nolevante sospechas, medices. Que no llame la

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atención, que haga mipapel, me dices. ¿Acasono soy un tipo que estácuidando a sus ancianospadres? Vaya, ¿no es unhombre encantador, queestá reformando el viejoedificio para que sumadre y su padre puedandisponer de una casagrande? ¿No es eso loque dijiste que dirían?

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¡Joder! Es la idea másestúpida que has tenidoen tu vida, Brad. Le tuveque dar a una de esaszorras exploradoras unputo té, Brad. Estatapadera es una idea demierda. Ya... ya... cierrael puto pico, Brad. Ya telo dije, joder... Puesclaro que les habríapegado un tiro a las tressi esta zorra hubiese

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gritado.Me señaló guiñando un

ojo al decir eso, la clasede expresión que quieredecir: «Sí, os habríapegado un tiro a todas.No estoy de tu parte, quete quede claro.» Y yopensé: No me hagasguiños. Si puedo, tesacaré los ojos por esegesto. Laminaré tus

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pupilas con resina y lasllevaré colgando de unllavero.

De vuelta en mi cuarto,me tumbé de lado, quéremedio, con lasmagulladuras y las finasastillas de madera quetenía en la espalda. Metendí encima de la colchablanca, la mariposa, unfantasma lejano ya, y mepuse a repasar los

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recursos ordenados deque disponía. ... Recurson.º 28, cuerda para unarco, es decir, gomaelástica. Gracias, ángelnegro, por laadvertencia y por elregalo.

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6

Numerosos días,la monotonía

La sombra: Pues yoaborrezco la noche tanto

como tú; me gustan loshombres porque son

discípulos de la luz, y

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me alegra la claridadque ilumina sus ojos

cuando esos incansablesconocedores y

descubridores conocen ydescubren. Yo soy la

sombra que proyectanlos objetos cuando

incide en ellos el rayosolar de la ciencia.

FRIEDRICHNIETZSCHE,El caminante

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y su sombra

Se admite que Tales esel primer científicogriego. Inventó lo que seconoce como cálculo apartir de la sombra, unmétodo indirecto paramedir la altura y anchurade un objeto que por lodemás resultaría

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complicado medir. Talespracticó este método conlas pirámides. Miversión del cálculo apartir de las sombras nosirvió solo para calcularla altura y la anchura demi captor, sino además,partiendo de esos datos,su peso.

Después del día quepasé en el desván, yatenía suficientes recursos

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para matar a mi captorcinco veces. Lo quenecesitaba, por tanto, eraconfirmar algunas cosasde su persona y, además,como cuando uno esperaa un lado para entrar asaltar en dos combas,calcular el momentopreciso para lanzarse yasestar el golpe. Todavíano, pronto, pronto,

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pronto, no falta mucho,espera, espera...

También necesitabaafilar armas, calcular yponer a prueba misteorías sobre su peso ysus pasos y practicar denuevo. Así que si ospreguntáis por quéescribo únicamente sobrelos días que hay visita osobre los días en que mehago con algo importante,

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es porque de otro modoos estaría contando horasy horas de cosasrepetidas, como las queiba consignando con unaletra minúscula en variashojas de papel —miimprovisado diario delaboratorio— queescondía dentro delrelleno de algodón yplumas del colchón. Más

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abajo incluyo unfragmento en el que merefiero a él, el sujetocaptor, con este símbolo:�, el mal de ojo. Enmuchas culturas el mal deojo es una creenciapopular según la cual sepuede producir el mal aaquella persona a la quese le echa. Y yo siempreque tenía la oportunidadle echaba mal de ojo al

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bruto de mi guardián,vaya si lo hacía; ledeseaba mala suerteincluso en lo queescribía.

Quizás os estéispreguntando por quéincluir el mal de ojo enun diario de laboratoriocientífico; ¿acaso unsímbolo así no entra en elterreno del mito y la

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superstición? Puede.Pero permitid que ilustremis motivacionescontándoos una cosa.

Cuando tenía ochoaños, mi niñeraecuatoriana me fue arecoger al ensayo de unaobra de teatro que serepresentaba cuandofinalizaban las clases.Me esperaba a la puertadel gimnasio, con las

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madres de las otrasniñas. Y, como esnatural, escuchaba susconversaciones. La obraque estábamos ensayandoera Nuestra ciudad, y yoera la niña precoz quechilla mucho. En unaescena, nuestro directorme hizo bajar corriendopor una rampa mientrasdecía a voz en grito mi

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diálogo. Yo no sabía porqué. Obedecí, ya quehacer teatro era algo quehabía prescrito elpsiquiatra infantil.

«Puede que el teatro laayude a superar la durarealidad del tiroteo en elcolegio», le dijo a mimadre después de que yocometiera el error deinformarla de que el mesanterior había tenido

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varias pesadillas dondeaparecían subfusiles. Mimadre no sabía que noera algo puntual: teníaesos sueñosconstantemente, ya quelos provocaba yo misma.Puesto que había leídomucho sobre el cerebrodesde los seis a los ochoaños, sabía de losprocesos que lleva a

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cabo el cerebro duranteel sueño para sanarse.Para fortalecerse. Demanera que yo forzaba larepetición del pum, pumdel tiroteo casi todas lasnoches para que seobrara la magiareparadora y se forjarauna espiral de neuronasmás apretada incluso enlos pliegues de laamígdala. Metida en la

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cama, hojeaba uncatálogo de munición yuna revista especializadaen la caza del ciervo quehabía encontrado en laconsulta del dentista yescondía en el cajón dela ropa interior, grabandoa toda prisa las imágenesen mi hipocampo, comoun adolescente con unPenthouse.

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Pero estaba con lo delteatro. Acepté el papel enNuestra ciudad paratranquilizar a mi madre.

De manera que allíestaba, bajando la rampaa la carrera, vociferandomi diálogo como mehabía pedido el director,cuando al parecer ungrupo de madres empezóa zumbar como un

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enjambre de abejas.«Dígale que se calle»,musitó una. «Es esa. Elbicho raro que hizo sonarla alarma cuando seprodujo el tiroteo»,apuntó otra. Cuando mirechoncha niñera sevolvió para encararsecon ellas, una mujerdelicada, con un cascorubio por pelo, me echóel siniestro, maligno mal

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de ojo. «No permitiréque Sara actúe con ella.Deberían mandarla a uncolegio especial parararos», afirmó la reinadel casco.

Mi niñera soltó un gritoahogado, que obligó a lapandilla a cerrar labocaza y dejar de decirdisparates. Antes de quepudieran buscar deprisa

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y corriendo una pobredisculpa, mi protectoracontratada echó a andar apaso ligero como elgeneral que se dispone aanunciar una acción deguerra al presidente, mecogió del brazo y mesacó del gimnasio.

Condujo sin decirpalabra, tan solofarfullaba una oración.No paraba de decir:

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«Dios mío, ad te,Domine.» En casa meplantó junto a la neveramientras ella cogía unhuevo, que acto seguidome pasó arriba y abajo ypor todas partes por losbrazos, las piernas, eltorso y la cara. Mimadre, que entró en lacocina mientras serealizaba el extraño

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ritual, dejó caer elmaletín de piel de caimánal suelo.

—Gilma, ¿quédemonios estáshaciendo? —exclamó.

Gilma siguió como sital cosa.

—Gilma, ¿se puedesaber qué diablos estáshaciendo?

—Señora, nointerrumpir. Señora rubia

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echar mal de ojo a niña.Única cura es huevo.

Por lo general mimadre no toleraba lassupersticiones, pero lavoz de Gilma era firme, ysi hay algo que se puedadecir de mi madre es quecuando alguien le planteaalgo con una convicciónsincera, en particular unaextranjera robusta,

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curtida, de ojos dorados,escucha.

—No preocupar. Yoencargo. Devuelvodiablo rubio mal de ojo,y ella no saber nada dehuevo. —Guiñó un ojo,convencida del poder desu antiguo mito.

No me importó queGilma me pasara elhuevo por el cuerpo,aunque no creí que fuera

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una medida muy eficaz.¿Por qué esperarconfiando en laincertidumbre de unamaldición? ¿Por qué noasumir el control yplanear algún resultadotangible?

Una semana más tardeera el estreno de Nuestraciudad. Antes de ocuparnuestros respectivos

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sitios, salí con el públicopara ver dónde se habíansentado mi madre y mipadre. Gilma tambiénestaba, una fila más atrás,y eso que no se me habíaocurrido que leapeteciera asistir. Sonreí,contenta de verla allí, yGilma hizo un gesto conla cabeza para quemirásemos al otro ladodel pasillo. Así lo

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hicimos. Mi madre sellevó las dos manos a laboca, impidiendo que seoyera su exclamaciónatemorizada. Gilmaguiñó un ojo y en loslabios le leímos: «Malde ojo. No tener huevo.»

El objeto que ocupabanuestra atención era lamujer rubia, pero estavez en su perfecto

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cabello había una franjaafeitada, desigual, quenacía en la base de lacabeza, subía y llegabahasta el borde de lo queantes era un flequillotupido y rizado. El restode la melena tipo cascoestaba intacto, aexcepción de ese caminodentado trazado en elcuero cabelludo. Lucía eldesastre capilar como si

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de una insignia desafiantese tratase, pero eltemblor de su cuerpo, lospuños apretados,delataban sudesconcierto. No sé porqué no se puso unpañuelo en la cabeza,como habría hechocualquier mujer normalque tuviese amor propio.

Una mujer vestida con

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un conservador conjuntode jersey y chaquetita depunto azul se inclinóhacia mi madre ysusurró: «Se lo hizo suhija de cinco años, con lamáquina de afeitar delpadre. Dicen que estababorracha perdida en lachaise longue.»

Mi madre dedicó unacálida sonrisa gatuna a lamujer mientras le

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guiñaba un ojo a Gilma,mi leal institutriz, micaballero andantecontratado, mi pasadoradel huevo que repelía elmal de ojo.

En cualquier caso, aquítenéis un fragmento de midiario de laboratoriocarcelario:

Día 8: 8.00, llega conel desayuno. � deposita

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algo en el suelo, junto ala puerta. Ruido dellaves. � tarda 2,2segundos en descorrer elcerrojo y desbloquear lacerradura, de izquierda aderecha. � abre la puertacon la mano derecha,pone el pie derecho en elumbral, coge la bandejadel suelo. Cuando selevanta, � llega por lamarca del 1,79 m de las

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señales del marco de lapuerta [que habíamarcado yo previamentecon mi regla de treintacentímetros]. � tiene lasdos manos ocupadas. �abre la puerta un pocomás con el hombroderecho, entraadelantando primero elpie izquierdo. Delcerrojo de seguridad al

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pie izquierdo el tiempoestimado es de 4,1segundos. � no se para aver dónde estoy; elprimer paso lo da en latercera tabla; recorre los2,50 metros que hay delmarco de la puerta alborde de la cama en 3segundos y 4 pasos: pieizquierdo, pie derecho,pie izquierdo, el piederecho se une al pie

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izquierdo. Hoy la luz delsol arroja una sombramás allá de � de 1 metropor encima del bordesuperior de la cabecera yde 0,94 cm más allá dellateral de la cama, haciala puerta [señalé a ojocon tiza los puntos, quehabían sido marcados enhendiduras previamentepracticadas en la madera,

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de nuevo con mi regla detreinta centímetros]. �me pregunta si quieromás agua. � sale abuscar agua al cuarto debaño del pasillo. Estesegmento dura 38segundos desde que �me hace el ofrecimientohasta que vuelve.

8.01: � se marcha.8.02-8.15: me tomo el

desayuno: scone de

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canela, plátano, lonchade jamón enrollado,leche.

8.15: mido las marcasde las sombras, anoto laaltura y, porextrapolación, laanchura, que es: 101,6cm de cintura;comparando mi estatura yanchura con las marcasque determinan sus

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sombras y mi peso [el dela última visita a laclínica más 2,26-4,08kilos, 61-64, con elniño], � pesa 82,5 kg.Este resultado concuerdacon la teoría inicial y lasmediciones anteriores.

8.20-8-30: espero aque � venga a llevarse labandeja.

8.30: � vuelve. Ruidode llaves. Tarda 2,1

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segundos en descorrer elcerrojo y desbloquear lacerradura, de izquierda aderecha 2,1. � abre lapuerta con la manoderecha, pone el piederecho en el umbral,abre la puerta con elhombro derecho, entraadelantando primero elpie izquierdo. Delcerrojo de seguridad al

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pie izquierdo el tiempoestimado es de 4,1segundos: se observa laregularidad de �, yalleve comida o no. � nose para a ver dóndeestoy; el primer paso loda en la tercera tabla; �recorre los 2,50 metrosque hay del marco de lapuerta al borde de lacama en 3 segundos y 4pasos: pie izquierdo, pie

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derecho, pie izquierdo, elpie derecho se une al pieizquierdo: se observa denuevo regularidad. La luzdel sol arroja una sombramás allá de � de 1 metropor encima de lacabecera y de 0,94 cmmás allá del lateral de lacama, hacia la puerta.

8.30-8.35: � mepregunta si quiero ir al

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cuarto de baño. Voy alcuarto de baño, me lavola cara, el cuerpo y losdientes con una toallaque está en el lavabodesde el día 3, bebo delgrifo.

8.35: � se marcha.8.36: marco y mido la

sombra que me interesaseñalada con tiza ymemorizada. Losvectores concuerdan:

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1,79 m altura, 101,6 cmde cintura, 82,5 kg.Continuaré efectuandomediciones para teneruna certeza absoluta yanotar cualquier posiblefluctuación en laconstitución de �.

8.40-12.00: medito,hago tai chi, practico elemplazamiento de losrecursos, determino el

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valor del inventario.12.00: � vuelve.

Mismas observacionesque en la entradamatutina: todo concuerda.La luz del sol de la tardearroja una sombra másallá de su persona queforma un charcoalrededor de su cuerpo,de unos 15 cm desde suspies. Sus botas tienen lasuela de goma, pero no

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creo que eso lo salve.12.01: � me da un

vaso de plástico para quecoja más agua mientrasutilizo el cuarto de baño.Bebo del grifo. Cojo 200ml de agua y vuelvo. �se marcha, cierra conllave.

12.02-12.20: como:quiche de huevo ybeicon, pan horneado en

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casa, leche.12.20: mido sombras,

anoto vectores: 1,79 m,101,6 cm de cintura, 82,5kg. Los resultadosconcuerdan. Continuaréefectuando mediciones.

12.20-12.45: espero aque � vuelva a llevarsela bandeja.

12.45: � vuelve. Ruidode llaves...

Etcétera. Sus patrones

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eran puntuales,oportunos, predecibles.Sus vectoresconcordaban. Un soldadoclon. Un soldadohipnotizado. A decirverdad, basándome enlas costumbres castrensesde mi padre, antiguomiembro de las fuerzasespeciales de la Marina,me planteé si mi captor

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no habría sido militar. ElDía 25 prácticamente loconfirmé. Resultabaextraña, sin embargo, ladiscrepancia existenteentre su puntualidadestricta y su desaliño.

Como se puede ver enel fragmento anterior,efectué medicionesrepetidas veces. Queríaque la ejecución fueraperfecta. Sin embargo, no

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tardé en darme cuenta deque escribirlo todo amano no sería eficiente,de manera que me pasé alos diagramas paraapuntar parámetros,cálculos y documentaciónrelativa a los vectores, yreservé lo escrito a manopara consignar noticias yadquisiciones nuevas. Demanera que mi diario de

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laboratorio sufrió unatransformación y pasó acomponerse casiexclusivamente dediagramas.

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7

Agente especialRoger Liu

Cuando llevábamos unsinfín de semanasinvestigando, Lola y yonos sentamos a desayunaren un reservado en

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esquina en el famosorestaurante LouMitchell’s, en el barrioWest Loop, Chicago. Eraun miércoles de finalesde primavera, la gente,una densa mezcla deturistas en chándal yempresarios con esostrajes cruzados queconstituyen toda unadeclaración deintenciones. Mi comida

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llegó en un plato deporcelana caliente: doshuevos con la yemalíquida y el brillo de lamantequilla en la que loshabían freído, una tostadade pan blanco, patatasfritas caseras y extra debeicon. Lola pidió lomismo, más una pila detortitas y un platoadicional de jamón.

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Naturalmente entre losdos había una cafeteragrande. Me dejé llevarpor el ritmo decamareras malhumoradasy clientes ajetreados,todos ellos con su actitudy su deje del MedioOeste, como si esamañana fuese un clubnocturno y la jornadalaboral o el recorrido enautobús no fuese

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inminente, sino tan solouna parada camino delfilete del almuerzo y lascervezas con alitas depollo de después deltrabajo. Siguiendo estacadencia, me permitísonreír por dentro ante laidea de disfrutar de uncóctel al aire libre enRush Street. Peroentonces me sonó el

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móvil.—Hola —dije.Lola levantó la nariz,

que parecía clavada ensu humeante montaña detortitas.

—Mmm... —dijo consu expresión, como sitambién ella hubiesecogido mi teléfono.

La voz del otro extremohizo que me levantara dela mesa y cogiera la

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llamada fuera. Lolasiguió comiendo,tranquilamente. Cuandovolví, la pillécogiéndome la tostada.

—Ha llamado Boyd —conté. Me encantabasoltar bombas así conella.

Dejó caer mi tostada ensu plato y cogió unaservilleta, que ya había

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manchado de su extra desirope de arce y yema dehuevo. Mientras selimpiaba el bordeexterior de los labios conenergía y se sacabahebras de jamón de losdientes escarbando conla lengua, me señaló conel puño:

—Hijo de lagrandísima puta, Liu.Sabía que ese palurdo

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que apestaba a mierdasabía más. ¿No te lodije? ¿No te dije quesabía más?

No me lo había dicho.Solo se había quejado delo mal que olía elgranero de Boyd.Aunque, la verdad seadicha, yo tambiénpensaba que Boyd sabíamás. Ojalá pudiera decir

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que me sorprendió sullamada, pero ya mehabía pasado eso muchasotras veces. La gente sepone nerviosa cuando sesienta con el FBI en sucocina. Les preocupa laimpresión que van a dar,cómo van a sonar, si sonellos los que están en elpunto de mira. Seacuerdan deindiscreciones cometidas

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en el pasado y sepreguntan si mispesquisas servirán detapadera para otrainvestigación, que lestoque más de cerca.Hasta que no pasan unosdías —a veces meses—de nuestra visita noemerge un recuerdosobre el que se ha echadotierra o una observación

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almacenada en elsubconsciente. Yentonces esos testigosbenévolos recuperan mitarjeta o la de Lola yllaman. Por lo general loque nos revelan carecede importancia, de valor,o bien son cosas que yahemos descubiertonosotros. «El coche deesa mujer era verde,estoy completamente

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seguro. Ahora lorecuerdo perfectamente,señor Liu», es posibleque digan, y yo pienso:Sí, un Ford de dospuertas de 1979, coloresmeralda. Loencontramos, con doscuerpos en el maletero,en el fondo del lagoWinnipesaukee, lasemana pasada. Gracias

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por llamar.De manera que cuando

oí la voz de Boyd noesperaba gran cosa. Mirapor dónde, Boyd, estabamuy equivocado.

Pero antes de quepasemos a volcarnos enesa joya de lainvestigación que resultóser Boyd, deberíaexplicar por qué Lola yyo nos encontrábamos en

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un restaurante enChicago. Comorecordaréis, habíamostenido la buena fortunade toparnos con unaslucrativas cintas de vídeoen una gasolinera a lasafueras de South Bend,Indiana. Sabíamos quédía teníamos que visionary, en líneas generales, elperiodo de tiempo: la

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tarde del día que Boydvendió la furgoneta, quecasualmente era elcumpleaños de suhermano y el motivo deque Boyd se marcharaese mismo día para ir aLui-si-ana a pasar unosdías.

De ese día había trescintas: una de lossurtidores, una segundade la caja registradora y

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la tercera de los baños.Encontramos a nuestrosospechoso, de cara yfrunciendo el ceño —pero con una anchasonrisa en un fotograma— en las tres cintas.Premio gordo. Leseguimos la pista encuanto vimos la furgonetaen los surtidores, dondepermaneció dos minutos

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y medio, y fuimos tras élhasta la cajaregistradora, después deperderlo alrededor detres minutos, un tiempodurante el cual comprómedio litro de batido decacao y un paquete depastelillos Ding Dong.En la caja registradorapidió un «paquete deMarlboro», lo cualresultó fácil de distinguir

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por su lentitud al hablar ynuestro ojo, entrenadopara leer los labios.Luego pidió «la llave delcuarto de baño», ynuestro benditopropietario de lagasolinera se la dio.Pasados cuatro minutos,devolvió la llave y lopillamos una última vezde nuevo en los

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surtidores, comprobandoel tapón del depósito dela gasolina, subiendo alvehículo por la puertadel conductor yalejándose del lugar.

Todas esas imágenesfueron enviadas aVirginia para que fuesendiseccionadasminuciosamente, juntocon las huellas que seencontraron en el cuarto

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de baño de Boyd. Unavez finalizado el análisis,esto es lo queconcluimos: un hombrede cuarenta y pocos años,cabello castaño, muycorto, al estilo JulioCésar, ojillos redondosde rata, las pupilas tanmarrones que parecíannegras, los labios finos,casi inexistentes, y una

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nariz abultada con losorificios nasalesextraordinariamentegrandes. Tenía lospárpados inferiorescaídos, dejando a la vistala carne de la cuenca delojo. Los expertosmédicos dijeron que talvez fuera un síntoma delupus. Los analistas yantropólogosconcluyeron que era de

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origen siciliano, pero sehabía criado enNorteamérica. Fumador,obviamente, y consobrepeso, pero solo enla barriga redonda, no enotra parte. No teníaantecedentes ni habíaestado en el Ejército, asíque las huellas norevelaron nada.Calculamos que medía

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1,79 y pesaba entre 81 y84 kilos.

Nuestro hombrellevaba una camiseta deLou Mitchell’s. Losanalistas descubrieronque ese color y esemodelo solo se podíanhaber estampado hacía unaño o dos. Es probableque la camiseta no mehubiese hecho dar palmasde alegría si no hubiera

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tenido más cosas en lasque basarme que esa;probablemente hubiesesupuesto que era unturista más. Pero cuandoabrió la cartera en la cajaregistradora, cometió elerror de dejarla bocaarriba en el mostrador, ylos videojockeys de lacentral, con su vista delince, enfocaron un

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fotograma que lo decíatodo: en la parte superiorde un sobado chequeponía 126 05 001, y porencima de la costura seveían algunas letras: LCHELL’S. Pese a quecon el potente zoom sepodían ver las moléculasdel cuero de la cartera,no logramos averiguar elnombre del hombre; esto,unido a la aparente falta

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de un permiso deconducir y tarjetas decrédito, hizo queempezáramos a llamar anuestro sospechoso deojos ratoniles Ding Dong.

Nos fijamos en lasletras que se veían en elcheque de Ding Dong.Según la teoría de losanalistas de conducta, laforma del cuerpo de Ding

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Dong, su manera decaminar, los dedos conmarcas de quemaduras yel hecho de que selimpiara las manos en lospantalones cuando estabaen el surtidor apuntaban aque era cocinero decomida rápida. Todo elmundo supuso quetrabajaba en elrestaurante LouMitchell’s, por la

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camiseta y por la únicasolución posible que seobtenía al rellenar lasletras que faltaban en elcheque de su cartera. Porsu parte los expertosmédicos diagnosticaronque sufría un enfisemaleve, a juzgar por elvídeo.

Lola y yo salimosdisparados hacia

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Chicago en busca decualquiera que pudieseidentificar a nuestrococinero de cocinarápida que respiraba mal.

Estábamos en LouMitchell’s esperando aque un hombre llamadoStan, el cocinero jefe,acabara con la actividadfrenética de losdesayunos. Prometimosal nuevo encargado que

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no interrogaríamos aninguna de las camarerasen su turno de trabajo ocuando estabandespachando. De maneraque nos sentamos ypedimos el desayunoanteriormentemencionado. Después deenseñarle una fotografíade Ding Dong, elencargado dijo: «Entré

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aquí el año pasado y norecuerdo a ese tipo. Lomejor que pueden haceres hablar con Stan. Sialguien trabajó aquí,Stand lo sabrá.»

Nuestra camarera, unamujer curtida querondaría los sesenta, vinoa llevarse los platos.Situada de costado, conla cabeza ladeada ygacha y un tono familiar

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de aburrimiento, dijo:—El jefe está listo

para hablar con ustedes.Pasen por debajo de labarra, giren a laizquierda en la nevera.No tiene pérdida.

Lola y yo seguimos susinstrucciones. Nada mástorcer a la izquierda en lanevera lo vimos,literalmente un muro de

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hombre, de pie ante unaplancha de casi dosmetros y medio de largo.Era tan ancho que habíanunido dos delantales,porque con uno solo nole daba.

—¿Stan? —pregunté.Nada.—¿Stan? —repetí.—Lo he oído la

primera vez, agente.Venga aquí. Siéntese en

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esas cajas de aceite.Me senté. Lola, por su

parte, adoptó su posiciónhabitual, de leal miembrode mi guardia personal.

Vista de lado, lacabeza de Stan tenía eltamaño y la forma de unbalón medicinal: grandey redonda. Gastaba unaspatillas largas, cuidadasy una melena de rizos

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rebeldes aplastados hastamedia cabeza. El cabellorestante, liberado delfijador, formaba unapeluca de payaso pordetrás. Stan se volviópara mirarme de frente.No había visto una nariztan grande en mi vida. Sialguna vez hubo gigantesen este planeta, estabaclaro que Stan era undescendiente de ellos.

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—¿Qué me quierepreguntar, agente? —Unpegote de rebozado cayóde la espátula al suelo,un movimiento que seguíyo, no él.

—Me preguntaba siconoce a este hombre. —Le enseñé la foto denuestro sospechoso.

Stan la miró con losbovinos ojos castaños,

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soltó un bufido, se volvióhacia la parrilla, le dio lavuelta a tres tortitas enrápida sucesión y gruñó.

—Supongo que esosignifica que lo conoce—deduje.

—Ese tío es un idiotade campeonato. No lo hevuelto a ver por aquídesde hace unos dosaños. Lo eché a los tresdías. Me viene a ver y

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me dice que trabajócinco años en unrestaurante decamioneros a las afuerasde Detroit. Me dice queha sido cocinero decocina rápida, segundode cocina, chef derepostería, jefe decocina, de todo, vamos.Lo perdió todo porque sepeleó con el propietario,

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dice. Dice que estápasando por una malaracha, que quiereempezar de cero, que sino hay algo que puedahacer en mi cocina. Asíque lo pongo a cargo delbeicon. El primer díasupe nada más verlo queno había pisado unacocina en su vida. Quemótodas las lonchas que sesuponía debía freír. Al

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día siguiente le doy losplatos. Y también lafastidia a base de bien:sacó platos con huevos ymierda pegada. Me dijeque le echaría el sermóndel viejo Stan sobre laperfección y le daría undía más. Y eso hice. Y vay la caga también eltercer día. Y, verá usted,señor agente, la cosa es

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que esto es LouMitchell’s, coño, y aquíno nos gustan lasgilipolleces. Damos elmejor desayuno de lapuñetera ciudad. Elalcalde Daley nos adora.Zagat dice que nuestrastortitas las hace Dios.Dice que somos «deprimera». —Stan centrósu atención en Lola—.Usted lo sabe —aseguró,

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señalándola con laespátula—. Sí, usted losabe, agente, la videvorar mis tortitas.

El máximo grado deemoción que se permitióLola fue un leve gesto deasentimiento a Stan, quede hecho era una muestrade respeto. Él lo entendióasí, puesto que le guiñóun ojo, pero volvió con

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su sermón personal.—Le decía, agente, que

somos Lou Mitchell’s,coño, y no me van nadalas gilipolleces, ¿mecomprende? —dijo,como si le estuvierapreguntando por ese datoa todas luces objetivo.Asentí para asegurarleque tenía razón.

Stan continuó:—En cualquier caso, el

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cuarto día estoyesperando al idiota eseen la puerta de atrás conun cheque en la mano. Ledigo que no quiero quevuelva, y el puto taradodice que le tengo quepagar en efectivo. Que nopuede cobrar un cheque.Tendría que haberlosabido, ¿no cree?Tendría que haber sabido

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que era de los que cobranen negro, y déjeme que lediga, agente, que aquí nopagamos en negro. —Sevolvió para darles lavuelta a más tortitasmientras, con la manolibre, me hacía a laespalda una señal que sepodía interpretar como«en fin»—. Supongo quequerrán su nombre y todala información que

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tengamos de él. Elproblema es que mesalté, por así decirlo, elprocedimiento habitual ylo contraté en el acto, asíque no tengo ningunasolicitud suya ni nada porel estilo. Linda, quetrabaja en la oficina, lepidió que rellenara unW-2 para poderextenderle cheques.

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Pídanle que busque elformulario del capulloque se hacía llamar RonSmith y trabajó aquí tresdías en marzo del 91.Pero escúcheme bien,agente, ese capullo no sellamaba Ron Smith, eneso estamos conformes,¿no?

—Estoy seguro de queno se equivoca, Stan.¿Hay alguna cosa más

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que nos pueda decir deél? ¿Tenía algún tatuaje?¿Por casualidadmencionó de dónde era, aqué colegio había ido,cualquier cosa que nospueda ayudar?

—En primer lugar, eraun mamón. En segundolugar, bobo como esacaja de aceite en la queestá sentado. Ni siquiera

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era capaz de freír beicon.En tercer lugar, era unmentiroso de cuidado.No hablaba conmigo, nohablaba con nadie. Uncapullo insociable. No lesabría decir ni una solacosa. Salvo, quizá, queera un maniaco de lapuntualidad. Sepresentaba a las cinco dela mañana en punto y semarchaba a las tres de la

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tarde en punto, fichabajusto cuando el relojdaba la hora. Me acuerdode esto de cuando estuvecalculando las horas quehabía trabajado paradecírselo a Linda. Fichóa la hora exacta, tantocuando llegaba comocuando se iba, cada unode los tres días. Dijo unacosa que ahora me llama

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la atención. Cuandoapareció en la puertatrasera, dijo: «Soy muypuntual. Llegaré todoslos días a mi hora, peroes importante que fichetambién puntualmente ala salida. Llámelo TOC.Llámelo como quiera.Siempre llego a mi hora.Es importante.» Eso fuelo que me dijo. Menudotío raro.

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—Stan, eso es de granayuda. ¿Cree usted quepodría ser exmilitar oexcombatiente?

—Ese idiota no haestado en el Ejército, esimposible, ni en laInfantería de Marina nien el Ejército del Aire nien la Armada. Ni decoña. Yo serví en elEjército y muchos

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muchachos vienen aquí atrabajar cuando acaba superiodo de servicio, peroni uno solo de ellos escomo este tío. Además,le importaba un pito sucuerpo. Y aunque no soyyo el más indicado parahablar, a la mayoría delos tipos que conozcoque estuvieron en elEjército les importa, porlo menos un poco. Ese tío

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no ha levantado una pesaen su vida. Se le ve enlos brazos. Esas cosas seven en un hombre. Soloes un gallito chiflado quetiene que ser puntual o leda algo.

—Stan... —empecé adecir, pero Stan sevolvió hacia mí,apuntándome a la caracon la espátula. Yo me

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eché hacia atrás,esquivando su estocada;Lola, en cambio, seinclinó hacia delante.Stan no le hizo el menorcaso: estaba claro que noera sino una mosca en sucocina. Probablementehiciesen buena pareja,esos dos: Stan podríahaber sido la medianaranja de Lola, deinteresarle a ella esas

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cosas.—Santo cielo, agente,

era un hijo de puta loco.Recuerdo una cosa.Tenía un tic nervioso,parpadeaba mucho si lehacías frente. Resultabade lo más irritante. Esomás lo de tener quellegar a tiempo, creo quede verdad tenía un TOC.—Stan hizo una pausa,

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poniéndose a abrir ycerrar los ojos como unloco a modo dedemostración—. Sí, esoes todo lo que recuerdo.Nada más.

Lola se echó haciaatrás al oír ese nuevodato, y yo me puse adarle vueltas en lacabeza, pensando adóndenos podría llevar. Estoyseguro de que Lola se

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preguntaba qué podíamoshacer con esainformación. Estoyseguro de que dudaba deque fuese a tener algunautilidad. Yo eraconsciente del peso de laduda, porque Lola solíatener razón.

Después de revolver endiez cajas distintas delsótano con Linda,

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encontramos elformulario W-2 del talRon Smith. Lo mandamospor fax a la central y,como era de esperar, losexpertos en documentosconfirmaron que setrataba de un nombrefalso con un número de laseguridad social falso.Tan falso que ni siquieralo introdujeron en la basede datos. «Liu, a estas

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alturas deberías saberque los números de laseguridad social noempiezan por 99, amenos que este hombresea de la ciudad ficticiade Talamazoo, Idaho.» Ysoltaron su risotadaespecial marca de la casade memos que se pasabanla vida en un rincónoscuro, con luz de

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fluorescentes, en laoficina.

Una vez fuera, Lola yyo fuimos andando desdeLou Mitchell’s hasta elcorazón del distritofinanciero de Chicago.Cruzamos el río Chicagopor el camino parapeatones de unornamentado puente dehierro con arcadas colornaranja. Debajo, el agua

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era de un verde caribeño,y los ferris y los taxisacuáticos se deslizabanen un caos armonioso.Pululaban por allíexcursionistas, abogados,turistas, niños,trasnochadores quevolvían a casa de losclubes de jazz dandotumbos y corredores debolsa con americanas

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amarillo pis, chocandounos contra otros decamino a allá donde sedirigiesen, como sifuesen bolas plateadas depinball. Lola y yomanteníamos un ritmoregular, lento, entre elgentío. Continuamoshasta hallarnos delantede la Torre Sears, ambosreflexionando y ensilencio, pensando por

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separado en los avancesde la mañana.

Llevábamos ya cincoaños juntos, y se podíadecir que éramos iguales,aunque nuestro sueldoera distinto. Sabíacuándo necesitabasilencio, y ella sabíacuándo lo necesitaba yo.Aunque decir esto memata, Lola y yo

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formábamos un tándemmejor sincronizado queel que constituíamos mipropia esposa y yo. Esamañana hasta nuestrospasos iban a la par,nuestra zancada eraidéntica, nuestro modo decaminar, de respirar, dedetenernos y mover lacabeza, nosotros mismoscoreografiados como undúo de claqué

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consolidado enBroadway. Puede quefuese durante ese paseocuando admití para mipropia comezón que eraun marido pésimo. Nuncaestaba en casa. Pero ¿sellevaría un chascoSandra conmigo sidejaba mi empleo?¿Sería capaz de alejarmede ese infierno personal,

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esta obligación que mehabía impuesto yomismo, en parte a modode castigo y en parte paraenmendar un grave errordel pasado?

Ya en las entrañas deldistrito nos entregamos aun paseo relajado.Edificios altos a amboslados de Madison Streethacían que partes denuestro recorrido fuesen

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crepusculares. Cuandollegamos a las joyeríasde Lower Wacker,escuchamos el rugido deltren elevado sobrenuestras cabezas. En esaparte de la ciudad laspalomas superan ennúmero a los oficinistas,que pueblan la zona doscalles más atrás.Seguimos adelante,

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dejando atrás MichiganAvenue para entrar enGrant Park. En el parque,Lola y yo nos sentamosen un banco verde. Yocrucé las piernas,meditabundo, y Lolaestiró las suyas,clavándose los codos enlos muslos y dejandocaer la cabeza entre lasrodillas.

Me sonó el teléfono.

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Era Boyd otra vez. Loesperaba. Me levanté ycomencé a caminar encírculo, fuera del alcancede Lola, que habíaaguzado el oído.

Volví al banco e imitéa Lola, nuestras cabezasgachas entre unoshombros caídos. Tras unminuto de soledad, soltéel aire ruidosamente para

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llamar la atención denuestro equipo de dos.Tenía algo que anunciar.

Trabajando en lo quetrabajo, he escuchadomuchas historiasdisparatadas,descabelladas,combinaciones derealidad que si bien sonreales en partesconcretas, parecendudosas si se consideran

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en su totalidad. Tomemoscomo ejemplo el caso enel que un circo rumanoabandonó a su vieja osadanzarina en un densobosque de Pensilvania, elmismo sitio al quecreíamos que unsecuestrador habíallevado a una niña dediez años el mes anterior.

Siguiendo el olor de

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las personas, puesto quea eso asociaba la comidael animal, al que habíancortado las garras,durante casi cincokilómetros de círculosconcéntricos, la osa cayóliteralmente sobre elsecuestrador, al queasfixió poniéndole lazarpa de mamá osa en latráquea. La niña,demasiado horrorizada,

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cansada y apaleada parareaccionar, simplementese hizo un ovillo a laspatas del animal,sollozando. Más tardenos dijo que, en sudelirio, le pareció que laosa era la Virgen María,que irradiaba rayos desol en el divino rostro yalrededor de la caparosa. La osa bajó la

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cabeza y empujó con elmorro a la pequeña paraque se le subiera encima.Un motorista encontró ala niña medio conscientea lomos de la osa, quebajaba gimiendo ygruñendo por un antiguocamino de madereros. Laniña llevaba un maillotrosa; la osa danzarina, untutú rosa.

Mientras rumiaba lo

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que acababa de contarmeBoyd sentado en esebanco del parque, proferíun suspiro deincredulidad, como sifiltrar todo el aire de laciudad por mis pulmonespudiera condensar suspalabras en una verdadque me pudiera creer.

Desgarbados comoestábamos, Lola se

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volvió hacia mí, y yohice otro tanto hacia ella.

—¿Estás listo paracontarme lo que ha dichoBoyd? —preguntó.

—Vamos por el coche.Volvemos a Indiana.Teníamos que habersalido hace una hora.

—Coño, Liu, eraconsciente de que esegranjero apestoso sabíamás.

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—No tienes idea decuánto más. Esto no te lovas a creer. Vamos por elcoche.

—¿Osa rosa?—Osa rosa.

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8

Día 25 decautiverio

Hay días en tu vida queson tremendamenteinquietantes, pero vistosen retrospectiva resultande lo más cómicos.

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Siniestramente cómicos,pero cómicos, con todo ycon eso. Hay personas entu vida que parecen de lomás raras, y tambiénellas vistas enretrospectiva resultansiniestramente cómicas;además te recuerdancuáles son tus puntosfuertes, porque ponen ellistón muy bajo,respirando en tu mundo,

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como si tuviesen derechoa hacerlo.

El Día 25 recibí unavisita, un hombre cuyorecuerdo, incluso cuandoescribo estas palabras,hace que me ríatontamente. Quizá Dios ysu mariposa negraintuyesen que necesitabauna tregua de tantosufrimiento, así que me

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enviaron unas buenasrisas, a posteriori. Aposteriori. Durante laterrible experienciadediqué toda mi energíaa contener el miedo,apagando constantementeun interruptor tozudo enmi cerebro.

Era media tarde, laoscuridad empezaba aenvolver la casa. Micena llegaría de un

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momento a otro. Comohacía a diario, reuní lasherramientas de quedisponía, incluso las quehacía aparecer como porarte de magia, y coloquélos instrumentos, tantolos físicos como losinvisibles, en su debidositio. Me senté en lacama, una mano en cadarodilla, la espalda recta,

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la barriga prominentecomo un osito de pelucherollizo, relleno.

Crac.Crac, crac, más cerca.Crac, crac, con fuerza

ahora.Metal insertado,

girando, desbloqueo,puerta abierta.

Comida inexistente.—Arriba.Me levanté.

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—Ven aquí.Fui con mi carcelero,

que me puso una bolsa depapel de las que se usanen las fruterías en lacabeza.

—Pon una mano en mihombro y la otra en labarandilla. No he atadola bolsa para que no tecaigas al bajar por laescalera. Y ahora,

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andando. Y no preguntesninguna puta gilipollez.

Pero, ¿qué coñosignifica esto? ¿Meobligas a bajar laescalera prácticamentesin ver nada? A estasalturas, ¿qué voy a verque tenga algunaimportancia? Mejordicho, ¿qué crees quevería a estas alturas quetendría alguna

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importancia? Sé queencontraría un númeroincalculable derecursos, quizás una víade escape, pero tú nosabes que yo sé eso,mala bestia.

—Sí, señor.Así que, tal y como

estaban las cosas, norecabé ningunainformación sobre el

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mundo que se abría másallá del rellano de micelda, salvo que laescalera era de madera ytenía el centrodesgastado a falta de unaalfombra que laprotegiese. El piso de laplanta baja era de finastablas de roble,arañadas, sin lugar adudas; el barnizprácticamente levantado

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debido a años de alparecer desgaste por eluso. Doblamos algunasesquinas y entramos enuna habitación vivamenteiluminada. La luz secolaba a través de labolsa. Mi captor mequitó la bolsa.

—Aquí la tienes —dijomi captor a mi captor.

¿Se puede saber qué

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pasa? Pero ¿qué coño esesto? ¿Me estoyvolviendo loca? Pero sison dos. ¿Qué?

—Bueno, hermano, amí me parece que estásana como una manzana.Nos va a hacer ganar unbuen dinerito—dijo la copia de micaptor a mi captor.

Gemelos idénticos. Esun negocio familiar. Que

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me hagan un molde enmetal fundido y merevistan de bronce aquímismo, con la bocaabierta.

—Ven a sentarte aquí,pantera plácida —medijo mi captor gemelomientras señalaba conuna mano extendida demanera femenina unasilla de una ornada mesa

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de comedor. Tenía lasuñas más largas de lo quedebería tenerlas unhombre. Me fijé en quellevaba un pañuelo decachemir púrpura.

Un sonido extrañoresonó en mi interiorcuando el tintineantepiano de Chaikovskillegó a mis oídos,procedente de un cantaríntocadiscos que

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descansaba en un pañitode encaje sobre unaparador que flanqueabael otro extremo de lamesa. En las paredes unpapel de flores de colormalva y verde convertíael espacio en unahabitación victorianapasada de moda, ladecoración anticuada aúnmás por una mesa y unas

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sillas de madera oscura ybrillante. Así era estecuarto, casi negro yprofusamente encerado,con horripilantes rosasen la pared. Doce sillasde respaldo alto con elasiento de florecitasrosas rodeaban la mesa.En el centro había unascazuelas humeantes. Lacalefacción estaba puestaa tope.

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—Pantera preciosa,pantera preciosa,preciosa, ven a sentarte ami lado. Me llamo Brad—informó Brad, elgemelo. Su cantarina voztenía un deje nasal,agudo. El pañuelo largo,con borlas aleteó con elexagerado movimiento.

Así que este es Brad.¿Por qué me llama

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pantera? Brad debe deser quien llevaba elpañuelo al que meagarré cuando mehicieron la ecografía.

Brad y mi captor eranidénticos: la misma cara,el mismo pelo, la nariz,los ojos, la boca, lamisma altura, hasta elmismo barrigón. La únicadiferencia era que Bradiba limpio y arreglado,

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mientras que mi captorera blando y estabahecho un desastre.

Me senté en la sillajunto a Brad, que mepuso la mano, ligeracomo una pluma,levemente en el codo; lanoté fría y pegajosaincluso a través de laropa. Estoy segura deque con esas muñecas no

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da la mano con firmeza.Mi madre lo odiaría.«No te fíes nunca denadie que no te dé unbuen apretón de manos—decía—. Y la genteque te toca los dedos amodo de saludo no tienenervio, ni sustancia nialma. Puedes, debes,despacharla.» Dejó unteléfono móvil grande enla mesa, fuera de mi

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alcance.—Hermano, no me

dijiste que nuestrapreciosa pantera era unadiva fría —dijo Bradmientras depositaba unpanecillo en mi plato,una vez más con motivos.Algún día me cargaréestos platos.

—Brad, comamos deuna vez y que la chica

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vuelva arriba. Noentiendo por qué insistesen comer con estas cosas.Prácticamente estánmuertas —observa migrosero captor.

—Chsss, chsss.Hermano, siempre tanhosco —repuso Brad, ydespués me miró—. Losiento mucho, panterarugiente, no tienemodales. No le hagas

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caso, no es más que unbruto. Disfrutemos denuestra cena. Estoy muycansado. Llegué ayer deTailandia y me he pasadoel día entero en eldentista. Este gruñón meobliga a quedarme en unhotel lleno de pulgas deesta ciudad dejada de lamano de Dios. Estoy tan,tan cansado, pantera. Tan

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cansado. Y mañana cojoun avión a... Uy, pantera,tú chístame, que no dejode hablar de mi tontapersona. Apuesto a quetú solo quieres comer. Ji,ji, ji.

¿Qué película vi conLenny, mi novio? Ah, sí,Three on a Meathook. Elhijo, la madre y elpadre, los tres asesinos.Una familia de

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psicópatas. Chaikovskipasó a ser la chirriantebanda sonora de uncuchillo atravesando unacortina de ducha.

Brad destapó unmontón de carnerebanada en una fuente yme puso dos lonchas enmi plato. Confiaba en quela carne fuese de ternera,ya que el medallón olía a

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ternera y parecía que loera, aunque ya no mepodía fiar de missentidos en este agujerodonde reinaba la locura.Brad también me sirvióuna pirámide debrillantes judías verdes,un pegote de puré depatata y una delicadahilera de zanahoriasglaseadas. Acontinuación cortó la

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carne en trocitospequeños, inclinándosehacia mí como si fuesemi amantísima nuevamadre.

—Panterita, mihermano y yo, quizá soloyo, nos preguntamos, mepregunto —llegado a estepunto su voz aguda seconvirtió en un gruñidograve, forzado, como si

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estuviese hablandomedio en broma, medioen serio con un niñopequeño—: ¿por qué lomiras con tanta maldad?—Continuó, volviendodeprisa a una voz másaguda—. ¿Qué? ¿Es queno te gusta lo que te dade comer? Ji, ji, ji. No tepreocupes, a él no lodejamos cocinar. ¡Nisiquiera pudo conservar

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un empleo en el que solotenía que freír beicon enun restaurante! ¿Teacuerdas, hermano?¿Recuerdas cuandointentaste apartarte de tuquerido hermanitoBrady? ¿Qué tal te fue?

Brad miró con cara deindiferencia a mi captor.

—Este gordinflón tieneque trabajar conmigo. Es

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demasiado tonto parahacer cualquier otracosa. Vaya, vaya, no parode hablar. Probablementelo mires mal por ser ungordo dejado. —Brad medio un golpecito en elhombro para que meriera con él. Solté unbreve «ja» y vi que micaptor me miraba, unamirada fría, fija,salpicada de un parpadeo

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incesante. Era la primeravez que me daba cuentade que parpadeaba,parpadeaba, parpadeaba.

—Cierra la puta boca,Brad. Acabemos conesto.—Parpadeo, parpadeo.

—Vamos, hermano,relájate. Deja que lachica disfrute de unacenita agradable. ¿No,

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pantera?—Sí, señor.—¡¿Sí, señor?! —aulló

Brad—. ¡¿Sí, señor?!Ayayay, hermano,hermano, es unapanterita, una monada depanterita.

Brad volvió a centrarsu atención en su plato.Yo tenía las manos en elregazo. Comió unbocado, sus ojos

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clavándose en mis puñosapretados. Frunció elceño, perdiendo lasuavidad y dejándose derisitas en un abrir ycerrar de ojos.

—Coge el puto tenedory ponte a comer laternera que te hepreparado. ¡Ahoramismo! —gritó Brad, lavoz grave y rebosante de

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odio—. Ji, ji, ji —añadió, volviendo a sutono agudo.

Cogí el tenedor y mecomí la ternera.

—Y dime, hermano,¿por qué me llama«señor» la pantera? ¿Esasí como la obligas a quete llame?

Mi captor dobló laespalda mientras se metíapuré de patata en la boca

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abierta, sin dejar demasticar.

—Hermano, hermanito,no superarás nunca lo depapaíto, ¿no? —Brad sevolvió hacia mí—.Pantera preciosa, mihermano está muyasustado. Nuestropapaíto, nuestro querido,queridísimo papaíto, nosobligaba a llamarlo

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«señor». Incluso cuandoteníamos la gripe y nosvomitábamos el pijamaplanchado, teníamos quedecir: «señor, sientomucho haber vomitado,señor». Ay, panterita, ¿aque no adivinas lo que lehizo una vez mi queridopapaíto al tonto de mihermano?

—Brad, como nocierres esa bocaza que

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solo sabe escupir mierdaahora mismo... —Parpadeo. Parpadeo.Parpadeo, parpadeo,parpadeo.

Brad lo interrumpiómetiendo un ruidoensordecedor al estamparlas dos manos en lamesa. La araña delágrimas de cristaltembló cuando se

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levantó, se echó haciadelante y chilló.

—Hermano, cierra laboca tú —dijo Brad,blandiendo un cuchillopuntiagudo mientras sesacaba de maneraaudible un trozo de carnede los dientes con lalengua.

Mi captor se calló, yBrad se sentó y arrugó lanariz, dedicándome una

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sonrisa gatuna.Mmm... curiosa

dinámica. El gemelofemenino tiene podersobre el gemelo gordodejado. Me incliné unpoquitín hacia Brad,quizá con la idea deforjar una alianzainconsciente en sucabeza.

—Hermano, hermano,

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hermano, siempre tansusceptible. Chsss, chsss.—Brad pronunció«susceptible» una octavamás alta—. Panterita,escucha esto, a mihermanito querido lecostaba respetar el toquede queda que nosimponía nuestro papaíto.Ay, papaíto, llevaba lacuenta del tiempo por unreloj del Ejército, un

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reloj que tenía desde quefue cabo, y, en fin, a míse me daba muy bien serpuntual, y era elpreferido de papaíto,como es lógico. —Dijo«como es lógico»mientras se estudiaba lasuñas, satisfecho consigomismo—. En cambio esteretrasado de aquí llegabaun minuto tarde aquí,

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treinta segundos allí,llegaba resollando, sinaliento. Una noche,cuando teníamosdieciocho años (somosgemelos, ¿sabes?). Unanoche, cuando teníamosdieciocho años, un díadespués de queacabáramos el instituto,para ser exactos, papaítolo mandó a la tienda deal lado a comprar leche y

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café descafeinado.Papaíto dice: «Hijo, tevoy a cronometrar. Tevoy a poner a prueba.Quiero que estés devuelta a las 07.00 horas,ni un segundo después,¿entendido?», y miquerido hermano dice:«Sí, señor», que era larespuesta adecuada. Ysale corriendo por la

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puerta. Mi papaíto y yolo vemos ir calle abajo, ypapaíto gruñe entredientes: «Es un inútil.Camina desgarbado.Corre como si fueralelo.» Pero en la tiendadebió de pasar algo.¿Qué pasó, hermano?¿Qué hizo que llegarasnada menos que dosminutos tarde?

Pausa.

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Los hermanos se miranfijamente, unas miradasletales. A mi captor elsudor le cae a chorrospor los carrillos.

Parpadeo. Parpadeo.Parpadeo.

Odio entre doshombres, gemelos.

Parpadeo. Parpadeo.Parpadeo.

Me protegí la barriga

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con los brazos.Parpadeo. Parpadeo.

Parpadeo.—Bueno, tampoco

importa. Mi querido,bobo hermano entra porla puerta y papaíto se daunos golpecitos en elreloj y dice: «Muchacho,son exactamente las07.02. Llegas dosminutos tarde. Te pasarásun año en la jaula.»

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Mi captor soltó eltenedor, pero esta vez sumirada era feroz, noparpadeaba,concentrando todo suodio en mí, como si fueseyo la que lo condenó a lajaula. Quizá fuera porquedejé de comer,subyugada, mirando aBrad para que siguieracontando la historia.

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Tuve que hacer unesfuerzo para nopreguntar: ¿qué jaula?

—Pantera, panterita,¿sabes lo que era lajaula? Uy, no, cómo lovas a saber. Aunque mihermano lloriqueó ysuplicó, papaíto lo bajóal sótano a rastras por laescalera, abrió una paredfalsa, lo metió en unacelda que habíamos

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construido el veranoanterior y echó la llave.Mi cometido consistía enllevarle al pobre idiotalas comidas. Poníamucho cariño en esascomidas, pantera. Esmuy, muy importanteconservar la saludcuando se está confinado.Me lo enseñó papaíto.Espero que mi hermano

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te esté dando bien decomer. ¿Lo estáhaciendo? ¿Te está dandode comer?

—Sí, señor. —No miréa mi captor. Me daba lomismo contar con suaprobación.

—Si no lo hace, meveré obligado aintervenir y tomar lasriendas. Así que dime,pantera, en serio, ¿te está

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dando de comer? ¿Sí?No quiero que te veas

obligado a intervenir.No quiero tener quevolver a empezar con loscálculos. No puedoempezar con una rutinanueva. Es demasiadotarde. Estoy muy cercadel día D. No, me niegoa que tengas queintervenir.

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—Sí, señor.—Bien, requetebién,

estamos al timón de unbarco bien engrasado —alabó Brad, y dio unaspalmadas como si fueseun mono de cuerda conunos platillos—. Perovolvamos a lo que estabacontando. Este gruñónestuvo sin salir de lacelda un año entero.

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Salió exactamente a las07.02 de un año después.—Brad hizo un gestopara recalcar el dato—.Todos los días papaíto loobligaba a escribir: «Eldiablo me cronometra.Estoy bajo su controlcuando llego tarde.»Escribió 365 cuadernos,uno por día, con esasfrases. Cuando mihermano fue «por fin

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libre, por fin libre», sevolvió hacia papaíto y ledijo: «Gracias, señor»,que era la respuestaadecuada.

Mi carcelero no habíadejado de mirarme enningún momento. Suamenazadoracontemplación habíapasado a un nivel demaldad más profundo,

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ahora que yo sabía cuálera el motivo de suoscuridad. Parpadeo.Parpadeo. Parpadeo. Sumirada decía que notendría piedad porque noquería mi compasión: lacompasión significaríaque él flaqueaba y supapaíto se equivocaba.Parpadeo. Parpadeo.Parpadeo. La compasióndecía que no era lo

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bastante bueno, que erauna criatura inferior. Suparpadeo me metió unpoco de miedo, algo quetardé mis buenos diezsegundos en tragarme yapagar. Y apagar otravez. Parpadeo. Parpadeo.

Alguien me acercó elplato.

—Cómete la verdura,pantera, te necesitamos

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sana—adujo Brad.

—Cómete la comida,porque estoy a punto dearrancarte a ese niño decuajo —añadió micaptor.

Brad no lo reprendió,sino que asintió en señalde conformidad.

Bebí un sorbo de lecheque Brad me habíaservido, deseando poder

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quitarle el cuchillo de lacarne bajo su meñiqueestirado y clavárselo enel cuello atravesándoleel pañuelo. Pensé que elrojo combinaría a laperfección con la sedacolor púrpura.

Después de cenar yrecoger la mesa, Bradsalió y volvió con unaporción de tarta de

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manzana, solo para mí.—Panterita, panterota,

llévate esta tarta a tuhabitación. Y gracias porcompartir esta cenitaconmigo. Me gustaconocer a nuestrosproveedores de vez encuando. —Movió lamano libre a un lado y alotro cuando dijo «de vezen cuando».

¿Proveedores? ¿Te

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refieres a una chicaembarazada? ¿A unamadre? Estás tanenfermo que ni siquierame puedo enfadar.Enfermo. Tanto que eshilarante.

Cuando Brad levantó lamano para frotarme ellóbulo de la oreja con supulgar y su índice, meplanteé derribarlo y

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utilizar su movimientohacia delante para tirarledel brazo y retorcérselode manera que sequedara boca arriba:todo ello con la físicaobrando en su contra;después le aplastaría latráquea con el talón, lafísica mi aliada. Comome había enseñado mipapaíto. Cuandocompletara la maniobra,

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agarraría deprisa elatizador, que tenía a miizquierda, para ensartar ami carcelero, que estaríaestupefacto. Pero, unavez más, mi estadofrustraba cualquierposibilidad de llevar acabo esta solución tanobvia y sencilla, demanera que cogí la tartade manzana que me

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ofrecía.Subí a mi celda

nuevamente medio aciegas, con la bolsa en lacabeza y mi americanopostre en la mano, micaptor detrás de mí.

Lo normal habría sidoque me obligara a entrarde un empujón, pero estavez se detuvo,mirándome fijamentedesde su posición

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erguida.—Me miras como si

fuese inferior a ti, zorra.Desde el primer día nopestañeas. Pero te voy adecir una cosa, te voy adestripar. No te saldráscon la tuya. Así que no terías tanto con la historiaque te ha contado mihermano.

Me dejó con esa bonita

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forma de darme lasbuenas noches. Mearropé acompañada de sutic nervioso y su rechinarde dientes.

Será mejor que meporte bien para que seciña a sus patroneshabituales.

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9

Día 30 decautiverio

Tal y como esperaba, alas 7.30 el olor a panhorneado me trasladó alcuarto día de cocina dela Gente de la Cocina.

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Con él llegó la vibracióndel suelo —el ventiladorde techo encendido abajo— y el girar y el batir delrobot de cocina.Imaginaba elelectrodoméstico verdemanzana preparando unahornada de brownies.Una nube de chocolatefondant inundó lahabitación y se quedóenredada en las vigas,

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dando paso al aroma delqueso fundido y unacostra de mantequilla. Minariz despertó, la boca seme hacía agua, las tripasme sonaban. Ay, cómome habría gustadopegarle un lametón alcuenco y darle unmordisquito al pastelsegún salía del horno.Me hice un ovillo en mi

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cama carcelaria, noquería hacer ni un ruido.Mi captor tosió en elpasillo, la espaldaapoyada en la puerta, quetemblaba cada vez queresollaba. Antes, esamisma mañana, me habíaenseñado el arma cuandome tiró a la cama y tiródespués el cubo. «Nohagas un putomovimiento, no hagas un

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puto ruido o le meto unabala al niño hoy mismo»,espetó.

El cañón del armadescansaba en miombligo, probablementeen la cabeza de mi hijo.El muy capullo eraperfectamente capaz deapretar el gatillo, me lodijo el escalofrío quesentí después incluso de

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que se hubiese marchado.No moví ni un pelo,estremeciéndomementalmente al pensar enel metal atravesando a mihijo, una alucinaciónespantosa que nodesaparecía, como elzumbido incesante de unmosquito.

Hoy, diecisiete añosdespués, tengo esta citaque escribí para mí

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misma y pegué con celosobre mi mesa: «Sea loque fuere lo que estásesperando, prepárate.»Lo que quiero decir conesto es que si estásesperando algo, noesperes, toma lasmedidas necesarias paraponer en marcha esealgo. Una piedra, unacapa de argamasa, otra

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piedra, pasito a pasitohacia la pirámide queconstituye tu objetivo.Emoción a emoción,ladrillo a ladrillo. La citame recuerda siempre queviva como si lo quequiera que estéesperando se vaya ahacer realidad sí o sí,con independencia de lasdudas que puedaalbergar, las leyes de la

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física o, lo peor de todo,el tiempo.

El tiempo, ese tiempocuyo avance esimplacable, como el aguaque va desgastando uncanto con aristas, suavizala determinación. En lahondonada central,cuando los segundosanuncian a los cuatrovientos su lenta mofa, hay

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que pensar en un nudocualquiera que no se hadeshecho, un plano queno ha sido leído tresveces aún, una sombraque todavía no ha sidomedida, una tarea,cualquier tarea, cualquierbendita tarea, cualquiera,cualquiera sirve, siemprey cuando vayaencaminada a ese fin, alo que quiera que sea que

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uno está esperando.Más de una tarde la

pasé casi en coma en lahondonada del goteo deltiempo. No se me ocurríanada más que hacer, y meiba a volver catatónicade tanto mirar la paredrugosa, de tablas degranero de mi celda. Lasvigas se convirtieron enramas de árbol; el techo,

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en un cielo con nubesblancas. Después uncrujido del suelo, unclarinazo, y mi captormoviéndose al otro ladome animaban adevanarme los sesos enbusca de una tarea. Al noencontrar ninguna, mecentraba en la únicarutina que meproporcionaba consuelo:la práctica. Lo que quiera

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que estuviese esperandonecesitaba práctica y máspráctica y diez veces máspráctica y volver aempezar mil veces más.

Me encantan los juegosolímpicos, en particularlas disciplinasindividuales, donde losdeportistas no compitenpor un equipo, sino porellos mismos. Los

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nadadores, los astros delatletismo. Y me vuelvenloca los preparativos,que hablan de durassesiones deentrenamiento queempiezan a las cuatro dela mañana y se prolonganhasta medianoche. Aligual que una cajasorpresa de resorte, esosatletas aparecen y sedesinflan, aparecen y se

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desinflan, arriba, abajo,arriba, abajo, arriba,abajo, sin levantar nuncalos pies que tanfirmemente han plantadoen la caja. Al final lacampana suena, seescucha un disparo y allávan: músculos venciendola resistencia del agua,salvando obstáculos, unchapoteo y adiós, un

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chapaleo y adiós.Saliendo disparadoscomo una pastinaca ydejando atrás acompetidores pesados.Superando la velocidadde la luz. Siempre quegana el favorito, pegoliteralmente un grito paraexpresar mi aprobación.Se han dejado la piel. Selo merecen. La cremasube a la superficie,

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sobre todo la crema quese agita sola. Motivados,resueltos, dedicados,desafiando la muerte,obsesionados con lacompetición: participanpara ganar. Los adoro atodos y cada uno deellos.

El Día 30 estabatumbada en la cama,esperando a que la Gente

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de la Cocina se marchasepara poder reanudar lapráctica y poner fin a lapesadilla circular debalas que atravesaban aniños.

En torno a las once seprodujo el familiarlamido de culos entre mispanaderas y micarcelero. Cuando elácido me subió por lagarganta, traté de vomitar

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mi desagrado en lacolcha. Pero en lugar dedesaparecer en cualquierotra parte de la casacomo solía hacer, nadamás cerrarse la puertasubió pesadamente laescalera y vino directo ami habitación. Eso noformaba parte de larutina, y yo odiabacualquier modificación

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de mi plan diario. Unsudor caliente me subiópor el cuello. El ácidome abrasaba la garganta,y una vez más mi corazónvolvió a latir al ritmo deun colibrí.

Entró de sopetón, consu nerviosismo habitual.

—Levanta —ordenó.Me levanté.—Ponte esto. —Me

lanzó a los pies un par de

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Nike viejas. Dosnúmeros más que el queyo uso. Me las puse y melas até bien apretadas.Recurso n.º 32, unaszapatillas de deporte.Un momento, ¿y miszapatos? ¿Llevo todoeste tiempo sin ellos?¿Cómo es que no me hedado cuenta?

—Andando —me dijo,

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apuntándome con el armaa la espalda. Repetimosel paseo a punta depistola de la noche quellegamos, yo delante, éldetrás, yo sin tener niidea de adónde nosdirigíamos. La únicadiferencia era que estavez no tenía una bolsa enla cabeza ni una venda enlos ojos.

Dios mío, por favor,

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ayúdame. ¿Adóndevamos? Mariposa, deesto no me advertiste.¿Por qué? O quizá sí lohicieras. Me pasé lamañana entera mirandola pared, ¿por qué nomiraría hacia laventana? ¿Adónde melleva?

Bajamos los trestramos de escalera, pero

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no torcimos a laizquierda, con lo quehabríamos atravesado lacocina, sino queseguimos en línea recta,directos hacia una puertatrasera que se abría a unazona de tierra, la hierbapelada por quienes en sudía debieron de ocuparuna mesa de pícnicdescolorida a la puerta.El sitio estaba lleno de

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colillas. ¿El lugar dondelos empleados salían ahacer un descanso?Estaba deseando poderdarme la vuelta para vercómo era el edificio,pero mi captor me dio unpuntapié para quesiguiera andando, y nopude echar ni un vistazo.

La zona de tierratendría una

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circunferencia de unoscuatro metros y medio, ya continuación empezabauna extensión alargada dehierba sin segar quediscurría paralela aledificio que acabábamosde dejar; la franja dehierba, de algo más de unmetro de ancho, dabapaso a una elevación. Elarma me empujó hacia laelevación. Al otro lado,

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una cuesta pronunciadallevaba hasta un bosque.Un camino estrecho, demenos de medio metro deancho, bajaba la colina yse adentraba en elbosque. Enfilamos elsendero. Era mediodía.

¿Adónde me lleva?¿Será este el fin? Estoyembarazada de ochomeses. Si tuvieran el

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equipo necesario, elniño es viable. Pero ¿searriesgarían a practicaruna cesárea después detomarse tantasmolestias? ¿Adónde noslleva? Me froté elestómago con la furia delnáufrago que restriegaunos palitos paraencender fuego. Ahí escuando me di cuenta dealgo sobre mí misma:

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siempre que se cerníaalguna amenaza directasobre mi hijo, elinterruptor del miedo seme encendía solo. Antesde estar embarazada nohabía tenido esteproblema nunca. Trasreparar en este fallotécnico, en adelante fuimás consciente, y se medaba mejor atenuar, o

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atacar, la poco grata,tristemente inútilemoción del miedo.Aunque interesante,desde el punto de vistapsicológico, médico yquizás incluso filosófico,al menos para mí. Aveces me pregunto si lasemociones que sentía mihijo —su miedo cuandoera un feto— pasaban amí en esos momentos. Yo

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le estaba dando vida,pero ¿me estaba dandovida él a mí?

Por la mañana habíallovido, y la humedad dela fría primavera seaferraba al suelo y a cadahoja. Los brotes de losárboles frenaban sucrecimiento con el agua.Ni una sola muestra devida se llegaba a

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desplegar con semejantetiempo. El sol dormía,estaba poco dispuesto acombatir el frío que serespiraba en el aire.Densas nubesconformaban un mantohúmedo en el cielo.Temblaba, puesto que nollevaba abrigo.

—Eres despreciable.Barata. Una puta. Mírate:prostituyéndote. Follando

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como una perra en celo yembarazada y en pecado.Eres escoria, no valesnada, no pintas nada eneste mundo —dijo. Meseguía apuntando a laespalda, su cara asomabapor mi cuello, sus labioscerca de mi mejilla. Trasecharme dos veces unaliento caliente, meescupió en la cara y

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añadió—: perradespreciable.

Si he asumido miresponsabilidad, sipretendo trabajar conahínco para hacer queesto funcione, ¿acaso noes este mi camino? Sí,tengo suerte de podercontar con recursos,ayuda, amor, pero así ytodo, ¿acaso estasventajas no hacen que sea

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mi camino? ¿Un caminoimperfecto y único, peromío? ¿Por qué todo elmundo tiene derecho aopinar? El tema sacado arelucir ¿por quién, porél? ¿Por estedelincuente? Unmomento, un momento.Esto no tiene que verconmigo. Céntrate. Estotiene que ver con que

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intenta justificar sudepravación. Céntrate.Por favor, céntrate.Respira.

No estaba segura dequé había hecho paramerecer ese arranque demojigatería, salvo seruna mujer y quedarmeembarazada... y ser tanjoven. Pero ¿qué queríaque hiciera? ¿Ponerme adiscutir sobre la

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moralidad de todo ello?,¿pedirle disculpas a él?¿Al mundo? ¿A Dios?¿Al bosque, a losárboles, a las mutantesmoléculas del bien y elmal que flotaban en elaire? Nada de eso loaplacaría. Hasta entonceshabía acatado todas susórdenes; lo único quequería era hacerme daño.

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Bajé la cabeza,preparándome paraseguir escuchando susermón y sus críticas, quetan dispuesto parecía aendilgarme. Su saliva seescurría despacio por lapiel.

—Lo que oyes, sí, eresun puto ser despreciable.Las otras chicas, todas,lloraron y me suplicaronque las ayudara. ¿Qué

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eres tú? ¿Una puta zorrapirada? Tú te quedassentada como si nada. Nisiquiera quieres a esteniño, ¿a que no? Teimporta una mierda.

Se equivocaba. Queríaa mi hijo más de lo quequería que me rescataran.Mucho más. En más deuna ocasión fantaseé conque la mariposa me daba

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a elegir: ¿escogía seguiren la casa de los horroresy quedarme con mi hijo oque me rescataran yperder al niño? Siempreque me imaginabatomando una decisión,inmediatamente me poníaa pensar dónde pondría ami hijo en la camamientras dormíamos ennuestra celda eterna. Mimano acogería su vientre

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abultado y lo besaría enla tierna mejilla colormelocotón.

—Ya veremos sihablas o no cuandolleguemos a la cantera.No creo que entoncesseas tan valiente.

¿Por qué me estállevando a la cantera?

—Sí, apuesto a queentonces sí gritarás,

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zorra. ¿Qué? ¿Qué eseso? ¿Qué?

No sabía qué decir.Allí estaba yo, andandodelante de él por unasenda retorcida querequería del uso de todasmis facultades para notropezar, y él detrás,preguntándome «¿Qué?».¿Era una preguntaretórica? ¿Sarcasmo?¿Cómo esperaba que

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respondiera? ¿Hablabaconsigo mismo?

Me detuve, la cabezagacha, el cuerpo aúninclinado hacia delante,bajo el puente del piederecho una piedra deltamaño de un puño, el pieizquierdo pisando unaraíz. Se me acercódespacio y se situó a milado, pasándome la mano

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que sostenía la pistolapor la cintura como sifuese mi amante y meabrazara. A continuaciónme silbó al oído comouna serpiente furiosa,enloquecida:

—Responde a mispreguntas cuando te lashaga, zorra. ¿Qué? ¿Quécrees que estamoshaciendo hoy?

—No tengo ni idea,

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señor.—Ah. Vale. Pues deja

que te diga algo: vas asubir esta colina hastaahí arriba, unos cuantospasos más, sí. Y despuésvas a ver adónde os tiroa todas, zorras. Estoymás que harto de queestéis todo el tiempo sinhacer nada, como sifueseis las dueñas del

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lugar. Quiero que sepaslo que te espera, ydespués quizá no tengasmás ganas de quedartesentada en esa habitaciónsintiéndote tan pagada deti misma, mirándomecomo si fueses a matarmeen cualquier momento.Eres una zorra estúpida.

El aliento seguíaoliéndole a mierda.

El sudor caliente que

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me perlaba el cuellocuando empezamos elrecorrido se me habíaenfriado, y estaba helada,pero ahora que volvía aecharme su alientoamenazador, el sudor secalentó y volvió aresbalar. Me subió lafiebre y vomité. La biliscayó en mi pie derecho yen la piedra de debajo.

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Él se apartó.—Mueve el culo.Esa fue toda la

delicadeza con la que metrató después de vermedevolver. Me clavó lapistola en la espalda.

Subí la colina quehabía mencionado y elsendero desapareció.Nos tropezamos con unaserie de bloques enormes

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de granito, montañasrocosas naturales. Conmusgo verde y manchastapizadas de líquenes,pelusilla en unadolescente. Caminabainclinada, un ángulo quedotaban de mayordramatismo la pesadezpropia de mi estado y elhecho de que no podíapisar bien con unaszapatillas que me

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quedaban grandes.Resbalé hacia atrás y

choqué contra él en unaocasión, pero me frenéplantando las manos en elespinoso liquen, que seme clavó y me arañó lapiel.

—Levanta, levanta.Andando —ordenó. Nome dio la mano paraayudarme a que me

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pusiera de pie.En la cima del montón

de piedras, llegamos.Nos encontrábamos en

la parte alta de un dónut,en cuyo centro se abríaun agujero lleno de aguanegra. Salientesdinamitados formabanparedes que descendíanen vertical desde lasrocas hasta el agua. Asíque esto fue minado en

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su día. Es una cantera.La cantera.

La cantera tenía eltamaño de unas ochopiscinas desmontables.

—Dicen que en algunospuntos la profundidad esde más de diez metros.¿Quieres tirarte yaveriguarlo, zorra?

—No, señor.—¿No, señor? ¡No,

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señor! ¿Es que solosabes decir eso? Putazorra. Ven aquí. Vas allorar de una vez portodas.

Ya está. Se ha vueltoloco. Tanto estarsentado de brazoscruzados, vigilándome,siendo el esclavo que metrae la comida, le haafectado más que a mí.Está enfermo. Es un

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hombre enfermo. Loshombres enfermos sonimpredecibles. No puedocalcular lo que va asuceder basándome enesto. Escucha. Escucha.Haz lo que te diga.

Lo seguí antes de quepudiera cogerme por elcuello y tirar de mí.

Fuimos bordeando lacantera y bajando poco a

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poco hasta llegar a unapoza que se derramabadel borde inferior.Mientras me apuntabacon el arma manteniendoun brazo extendido, seagachó para coger unacuerda enrollada,mojada.

—Las manos a laespalda.

Cuando hice lo que medecía, dejó la pistola en

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el suelo y, como unmarinero experto queafianzara una barca a unbolardo, me ató lasmuñecas con la cuerda yaseguró el otro extremo aun árbol que crecía aorillas de la cantera,como si fuese su agresivoperro guardián.

—Quédate ahí y miraesto —ordenó.

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Desde la poza metió elbrazo en la oscuridad dela cantera, palpando conlas manos la cara de lapared rocosa. Dio laimpresión de que soltabaalgo. Otra cuerda, uncable. Pasó por delantede mí apartándome de unempujón y encontró unapiedra tras la cual sesentó y en la que apoyó

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los pies como paraconvertir su cuerpo enuna polea. Después sepuso a tirar de la cuerda,los bíceps, las piernas, lamandíbula en tensióndebido al esfuerzo queestaba realizando parasacar lo que parecía unobjeto bastante pesadoatado al extremo de lacuerda.

Jadeando, hizo un

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descanso entre tirón ytirón y contó:

—A esta la até a unatabla de esquí acuáticocara, de competición, delas que se usan en el mar.—Su pecho subía ybajaba al respirar, y sinembargo sonreía,satisfecho consigo mismoal proporcionarme esosdetalles demenciales—.

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En un extremo de la tablaaté un bloque de cementoenorme. Después lo tirétodo, a ella en la tabla yel bloque, desde ahíarriba. —Arqueó lacabeza para indicar laparte alta de la cantera ehizo una pausa para quesu pesada respiración senormalizase antes deretomar el delirantediscurso y seguir tirando

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de la cuerda—. Alprincipio la tabla cayó alagua cabeza abajo, conella encima, y se hundió,pero luego se enderezó amedida que el cemento lafue arrastrando más ymás abajo. Ah, pero ellaflota justo por debajo dela superficie. Dentro denada lo verás, en cuantosuba este bloque del

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fondo. Sí, zorra, a esta ladejé atada por sinecesitaba convenceros aalguna de vosotras,zorritas, de algo. Unaidea muy buena, ¿nocrees?

—Sí, señor.Ajá, muy bien, ¿y?

¿Tú? ¿Y después tú?¿Qué?

Parte de mí, la partecarente de emociones,

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estaba, he de admitirlo,un tanto intrigada con losdetalles, las grotescasmedidas que habíatomado para recuperar auna de sus víctimas. Eracomo si se hubiesealzado con un elaboradotrofeo submarino.Sinceramente, no estoymuy segura de losaspectos relativos a la

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física del invento.Mientras estaba allí,escuchándolo, supuse queel trofeo no debía detener demasiado tiempo.La tensión que segeneraría entre la tabla,que querría subir, y elbloque de cemento, quequerría permanecer en elfondo fangoso de lacantera, haría que lacarne en descomposición

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de la chica sufrieracontinuos tirones. Y alfinal la cuerda en sí quela retenía bajo el agua ledesgarraría los músculos,los órganos, y elesqueleto y el cuerpo seharían pedazos.Fragmentos de ellasubirían a la superficie ose hundirían hasta elfondo.

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Quizá la haya tiradono hace mucho.

—A esta zorra la bajéal sótano cuando te trajea ti. Estaba a punto deparir. Sí, zorra. Le saquéal niño hace unos días,ahí mismo, sobre esapiedra, mientras túestabas en tu cuarto sinmover el culo, mirando ala pared.

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Ni siquiera puedoempezar a explicar lasemociones que sentí enese momento. Por logeneral no me permitomuchas emociones, perocuando me enseñó elpunto en el que se habíahecho con un niño,cuando tiró de la cuerdapara demostrármelo,experimenté el único

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periodo de tiempoprolongado en mi vida demiedo involuntario, unperiodo de cincominutos, tres minutosarriba o abajo, cuando elinterruptor del miedo seencendió solo. Debía dehallarme en estado deshock, incapaz de apagarningún interruptor enningún lóbulo de micerebro, ya que el horror

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de ver cómo sacaba a unachica desconocida de lanegrura turbia me hizocaer en un vacío deolvido absoluto. Sírecuerdo fijarme en unaúnica cosa, un cardenalrojo que estaba posadoen la rama más alta de unroble que se erguía en laparte superior de lacantera. Yo esperé y

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esperé que se lanzara enpicado y me llevara conél. Creo que es lo únicoen lo que pensaba.

Mi captor reanudó suesfuerzo, su cuerpo unagrúa. La superficie delagua empezó a borbotear,las burbujas se agruparonen el centro, como si setratase de la caldera delinfierno puesta al fuego.El cardenal levantó el

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vuelo.Con un ruido seco, una

cabeza podrida decabello largo afloró a lasuperficie, seguida, pocodespués, del cuerpo,hinchado, endescomposición. Lacuerda, atada a modo dearnés alrededor delpecho, estaba, como micaptor había dicho, unida

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a una tabla de esquípúrpura con letrasnegras. Supuse que elbloque de cementoestaría bajo el torso,esperando para bajar degolpe a la acuática tumbaen cuanto mi captorsoltara la cuerda.Mantenía suspendida a lachica como si fuese unmago que hubiese hecholevitar a una dama

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tendida en posiciónhorizontal sobre unamesa de acero alargada.Sentí una oleada calientede náuseas que me subiódesde el estómago, merecorrió los pulmones yel corazón, me golpeó loshombros y el cuello y meinundó la cara.

Flotando justo delantede mis ojos se hallaba el

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cadáver de una chica conel abdomen abierto, decadera a cadera. La raja,enconada en el agua,tenía los bordesquemados, como papelque hubiese ardido en unincendio. Pero no eranquemaduras, sinoestigmas de carne enestado dedescomposición, lasbacterias del agua

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remansada royendo laherida abierta.

—Le saqué al niño.Estaba muerto. El médicoestaba demasiadoborracho para mover elculo hasta aquí, así quelo hice yo. Sí. Y tiré a lazorra aquí. Y al niñotambién. A él lo até a unapiedra, ahí está, en elfondo, con los demás.

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Ella seguía llorando,poniéndome la lonaperdida de sangre.Tendré que comprar unanueva para ti, zorra. Yacasi estás lista. —Señalóla parte alta de la paredrocosa—. Lo hice todoaquí, para que no dejaraun reguero de sangre enla casa. Aprendí lalección la primera vez.El médico quiere que tu

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parto sea natural. Creeque no tenemos que sacara los niños. Pero ya loveremos. Estoy hasta laspelotas de ti, no tengomuy claro que quieraaguantar mucho más. Asíque no me vuelvas aechar ese puto mal deojo. —Soltó la cuerda.La chica se hundió.

Y como había

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permitido que meinvadiese la emoción, metambaleé. Me desmayé.

Existe un gris dulce quenace al despertar de unainconsciencia profunda.Es como una pizarra enblanco, donde antes nohabía nada y no se esperaque haya nada. Existe unasensación de ingravidezen este espacio, elcerebro no se aferra a

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ningún pasado de ningunaclase ni tampoco haceplanes, no está seguro desi debería volver alnegro o permitir que elblanco lo despierte porcompleto. No haycolores, tan solo un grisque se va volviendoblanco, y con el blancollegan los comienzos desonidos, se oyen y se

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dejan de oír, con unaondulación que tiende denuevo al gris, después elmenor de los sonidos denuevo con el regreso delblanco.

Un palo te da en lacabeza, que tienesapoyada en el suelo.

Una tos.Unas palabras.Una rápida vuelta al

negro, después

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nuevamente gris, acontinuación un blancocrudo cuando notas quealguien te empuja por laespalda.

—Despi...a —escuchas—. Despierta —oyes conmás claridad.

Unas formas definidascomienzan a dibujarsetras tus ojos cerrados.Algunos colores entran

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en juego.Notas un empujón, esta

vez en los hombros.—Despierta, pedazo de

zorra —oyes conabsoluta nitidez.

Abres los ojos, vuelvenlas náuseas. Estástendida en el musgo, enel borde de una cantera.Tienes los brazos atadosa la espalda.

—Ponte de pie de una

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puta vez. A ver si ahorame sigues mirando comome miras.

Enfilamos el estrecho,tortuoso sendero queconducía hasta miprisión, esta vez élsosteniendo el extremode la cuerda con la queme había atado lasmuñecas, como si mehubiese sacado de paseo,

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como si fuese su perro.No me centré en nada denada. Si nunca habéisestado en shock,deberíais saber quevuestros sentidos no secomunican con vuestroyo consciente. No veisnada. No oís nada. Nooléis nada. De maneraque no me quedé con elcolor, la forma, elrevestimiento, la altura,

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ni siquiera una ventanadel edificio al quevolvimos. Despuésseguía sin saber cómoera el exterior, de maneraque continuéimaginándome que setrataba de una granjablanca. En esosmomentos horripilantessolo me aferré a algo, alhecho de que volvíamos.

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Volvemos. No estoymuerta. No me ha tiradoa la cantera. No me haquitado a mi hijo. No meha rajado. Volvemos.Fue la única vez en mivida que me alegré devolver a mi celda.

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10

Día 32 decautiverio

Esos días en blanco,de nada y cielos

desoladosContemplados, más de

cerca, más allá del vacío

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Se experimenta unconsuelo

Cuando todo pasa aser de un blanco

clemente.

S. KIRK

Dos días después deque viniera la Gente dela Cocina. Dos díasdespués de la visita a la

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cantera. Y lo único queyo quería era darme unbaño. Un agradable bañocon sales de espliego, deesos en los que el aguame engulle como sifuesen arenas movedizascalientes. De esos queme daría en la bañera dehidromasaje hecha amedida, extraprofunda,de mi madre, viendo la

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televisión que hizoinstalar en su baño solopara mujeres, de mármolblanco. De esos en losque la piel se mearrugaba como una pasay el cuerpo se mecalentaba en exceso,salía chorreando a lamullida alfombrillablanca, me envolvía ensu grueso albornozblanco del Ritz y entraba

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en el vestidor contiguopara desfilar, desnuda,por una pasarela ficticiacon sus Jimmy Choos,sus Manolos y susValentinos de tiras, losde los cristalitos.Anhelando ese consueloblanco, miré mi celdapolvorienta, marrón y mipiel sucia y deseé quellegara el final. Además

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estaba bastante cansadadebido a la doble cargade interpretación quehabía asumido desde elDía 30. Había empezadoa recitar unos monólogosincreíbles de accesos dellanto, a los que añadíaun coro de súplicasincoherentes para que micaptor, con el egodebilitado, me liberase yliberase a mi hijo.

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Necesitaba sentirsepoderoso.

Le di lo que necesitabapara que se atuvieraescrupulosamente a larutina que tantas veceshabíamos practicado.

Y aunque ansiabadarme un baño como unabogado ansía un café, noestaba dispuesta a alterarla costumbre e

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interrumpir nuestroscoreografiados díaspidiendo cosas nuevas.Podría haber utilizado lacolcha a modo de paño,introduciendo unaesquina en los vasos deagua para lavarmealgunas partes críticasdel cuerpo, pero antesenfrentarme a una víboraque desperdiciar una solagota de agua. Jamás

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desperdiciaría unrecurso.

Después de la comidadel Día 32, a base depastel de carne,permanecí a la espera deque viniese a llevarse labandeja. Estaba de pie,temblando, me daba ascomi propio cuerpo, lapelícula que me recubríalas piernas, la grasa del

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pelo. Lo cierto era quemis esfuerzos porlavarme con una toallitasucia, muy sucia, quehabía en el cuarto debaño a diario nobastaban; francamente, envista de lo usada queestaba la toalla, creo queno hacía sino empeorarlas cosas.

El Día 32 amaneciócálido, con el sol contra

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un cielo despejado. Micuarto, con las paredesrevestidas de madera, seconvirtió en una sauna,más caliente incluso quelos días que venía laGente de la Cocina y susolores y los vapores quesalían del horno subían ami celda como el humode un fuego.

Se escuchó el crujido

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del suelo que anunciabaque el psicópata venía arecoger mi bandejavacía. Me senté en lacama, contando elnúmero de tablas de pinoque había de mis pies ala puerta, y desde allímis ojos subieron por lapared de enlucido blancoy conté las grietas quesalían desde la puerta.Ya sabía las respuestas,

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pero me puse a contar detodos modos, como hacíasiempre, paramemorizarlo todo detodas partes durante cadauno de esos días: 12tablas de diversosanchos; 14 grietas,incluidas las menores.

Las llavescencerrearon contra elmetal al otro lado de la

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puerta, y yo volví lacabeza, hastiada con larutina. Al percibir elfuerte olor a sudor queemanaba de mis axilas,resoplé asqueada. Mesenté más tiesa cuandopor fin abrió la puerta ypuso el pie en el sitio decostumbre, la Tabla n.º 3.

—Dame la bandeja.¿Quieres ir al cuarto debaño?

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—Sí, por favor.—Pues date prisa. No

tengo todo el día.¿Que no tienes todo el

día? ¿Qué demonioshaces el día entero? Ah,sí, nada. No haces nadaen todo el santo día.Eres un inútil.

Sin embargo no ledirigí ninguna miradacondescendiente ni le

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eché mal de ojo comohabría hecho antes. Bajéla vista, le entregué labandeja con cuidado yme escabullínerviosamente al cuartode baño cuando él semovió para bloquear laescalera que bajaba,como hacía siempre.

Ya en el cuarto debaño, apoyada en lapuerta, me detuve un

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instante a mirarme: mequedé asombrada alcomprobar lo mucho quehabía engordado. El niñose movía en mi interior,pero despacio, como unaballena que hendiera elocéano sin prisas con sujoroba. Desarrollado porcompleto ya, mi hijo sedoblaba sobre sí mismoen sus estrechas

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dependencias. Aunque nosé cómo podía estarencogido: mi torso eraigual de grande que unabarbacoa Weber.

Le di unas palmaditasal niño e inspeccioné lahabitación. Todavía nohe descrito el cuarto debaño, ¿no? Antes debíade ser un armario, dadoque las dimensionescuadraban, esto es, un

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armario grande: unespacio incrustado en unalero. El techo descendíasobre una bañera congarras a modo de patasque prácticamenteocupaba todo el espacio.Había que pasar de ladopor la bañera y sentarsemuy recto para utilizar elretrete blanco. Asísentado, uno podía

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pontificar sobre la vidaapoyando el cododoblado en el lavabo depie blanco, junto alretrete. Un espejocuadrado barato colgabaligeramente torcido,pegado literalmente a lapared. Incrustado entre elretrete y el lavabo habíauna papelera blanca detreinta centímetros condos bolsas de plástico

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blancas: la que se estabautilizando en esemomento para tirar labasura y la de debajo deesta. Las había dejadoallí las dos, ya que no seme había ocurrido ningúnuso posible que darles.Eran esas cosasendebles, irritantes que tedan con la compra. Elchico que mete las cosas

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en las bolsas introduce,inexplicablemente, unartículo en cada bolsa: elbote del kétchup en una,la leche en otra, el pan enotra, y así sucesivamente.Y uno acaba teniendocincuenta millones debolsas. Odio esas bolsas.Odio a muerte esasbolsas.

Pero me estoyapartando del tema.

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El piso del cuarto debaño tenía las mismastablas de madera de pinode mi habitación. Habíaescudriñado esahabitación blancamultitud de veces enbusca de recursos, perotodo cuanto veía estabaatornillado o pegado o noera muy útil. Podíallevarme la papelera,

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pero ¿qué iba a hacer conese objeto tan pequeño?La toalla del lavabo eraun trapo pringoso. Apartede esos objetos, delcuarto de baño habíanretirado cualquier cosaque pudiera considerarun recurso: no había niproductos químicos delimpieza evidentes, nicortaúñas, ni pinzas...Por Dios, si hasta la seda

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dental habría sido unarma estupenda.

A pesar de que habíaaceptado que el cuarto debaño estaba desprovistode cualquier cosa útil,después de cerrar lapuerta examiné elpequeño espacio una vezmás, y una vez más noencontré nada. Pasé delado al retrete y, para que

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lo sepáis, vacié la vejiga.La barriga me daba conel borde redondeado dela bañera, y tenía el codoizquierdo apoyado en ellavabo. Una vezconcluido mi alivio de latarde, me levanté y meagaché para meter la caradebajo del grifo y bebertanta agua como mepermitía mi boca seca.Con el timo de toallita

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que llevaba semanasutilizando, me lavédeprisa las axilas y otraspartes.

Me volví mientras lohacía, mirando la bañeracon un deseo animal. Loque habría dado por abrirel grifo del agua calientey meterme en ella,sumergirme en el líquidocaldeado y eliminar la

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peste que desprendía micuerpo. Puse el pieizquierdo en la taza,manteniendo el equilibriocon el derecho, y meestiré para rascarme lapeluda pierna, pugnando,dado mi volumen y loestrecho del lugar, porllegar al tobillo.

Durante este proceso,con la cabeza baja y delado, me fijé en una cosa

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que me había estadoesperando todo esetiempo. Escondida,esquiva, pero en granmedida, literalmente,delante de mis narices entodo momento.

Una botella de lejía.Allí mismo. Una

garrafa de casi cuatrolitros. Le faltaba laetiqueta, y como estaba

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empotrada a concienciaen el hueco de la traseradel lavabo, la botellaestaba bastantecamuflada. Y, no os lovais a creer, ¡aleluya!,¡aleluya!, cuando meagaché para sacar minuevo hallazgo, descubríque, en efecto, eseglorioso camaleón albinoestaba lleno en sus trescuartas partes.

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Hipoclorito de sodio,bienvenido a la fiesta.Recurso n.º 36.

Mi plan no necesitabaeste recurso extra. Peroincluso ahora que estabaen la recta final, se meocurrió una utilidadperfecta para el Clorox:una dosis extra de dolor,algo que no había sidoconsciente de necesitar

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hasta que vi el magníficoenvase blanco. Mepermití un momentofrívolo y desquiciado depsicosis al pensar quepodía enamorarme de lalejía. Quizá cayera en lademencia unos segundoscuando abracé el plásticocontra mis hinchadospechos y besé la tapaazul.

En el fondo de la

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papelera estaba la bolsade plástico de más. Lacogí y me la metí en lospantalones: Bolsa deplástico, Recurso n.º 37.

Puse la botella en susitio. No podría llevarmela lejía en ese viaje, perocon toda la tarde pordelante, pensé queurdiría un plan.

—¡Sal de una puta vez!

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—chilló mi captormientras, como era deesperar, se puso aaporrear la puerta con elgordo puño. La maderarebotó. Cada vez quehacía eso, temía que losviejos paneles seresquebrajaran ycedieran.

—Sí, señor. Ya voy.Lo siento, no meencuentro bien. —No era

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verdad, pero en el breveespacio de tiempo quetranscurrió entredevolver la botella y vercómo se combaba lapuerta con sus puñetazossupe cómo podíallevarme sin problema lalejía. Lo cierto es que nome hizo falta la tardepara desarrollar un plan—. Lo siento mucho. Me

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estoy dando prisa, es queestoy mareada.

—Me importa unamierda. Sal de una putavez.

Abrí la puerta,redondeé los hombros enseñal de inferioridad ysumisión y volví deprisaa mi celda.

Él me encerró con suestúpido juego de llaves.

¿Para qué serán las

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otras llaves? Qué másda.

La hora que siguió ladediqué a pensar encosas enfermizas yasquerosas. Me puse adar vueltas hastamarearme y después parédeprisa, cayendo a cuatropatas, bajando la cabezapara ponerme enequilibrio un segundo

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sobre la coronilla,repitiendo la operaciónuna y otra vez. Elpensamiento másenfermizo y más grotescoera, naturalmente, elrecuerdo real del torsode la chica en la cantera.Así que pensé en eso.Una y otra vez. Despuésme inventé unaminipelícula en la que lelamía la espalda al

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gemelo de mi captor. Sí,Brad, debía de tener laespalda peluda y congranos, así que meimaginé pasando lalengua por el pelo tiesode su espalda mientras lereventaba los granos,todo ello mientras éllamía un plato de terneraque rezumaba sangre.Con tan terribles

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imágenes firmementegrabadas en mi cerebro,giré de nuevo, seguílamiendo, seguíreventando granos, laternera cada vez mássangrienta, el pus másdenso, entremezclado conel vello que lamía, ymientras tanto dabavueltas y más vueltas, ycuando el mareo y eldesequilibrio fueron

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máximos, me metí undedo en la garganta y porfin, por fin, vomité.Provocarse el vómitocuesta más de lo que sepiensa. Y no es algo quehaya hecho desdeentonces, ni tampocorecomiendo la purgacomo algo cuya prácticaresulte apropiada. Sinembargo, a veces estos

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actos repugnantes hayque realizarlos una vezpor un bien mayor.

La vomitona fue a pararbien lejos de la puerta,exactamente allí adondeapunté, y desde luego nocerca de donde él poníalos pies. Quería que novacilase cuando entrabaen mi habitación y pisaraexactamente allí donde lohacía siempre.

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¿Me quedo hasta lacena aguantando esteolor ácido, cociéndomeen este calor? ¿O lollamo?, como hacía aveces cuando tenía unaurgencia y necesitaba iral cuarto de baño. Nosabía adónde iba entresus visitas a mi celda.Quizá se sentara enalguna habitación de

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abajo, quizá saliera ahacer recados, fuera aalguna parte donde no lopodía oír. Ocho de lasdoce veces que aporreéla puerta y pedí que medejara ir al cuarto debaño de maneraexcepcional, entre lasvisitas regulares quehacía en las comidas,subió pesadamente laescalera e hizo de

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carcelero enfadado. Asípues, su número derespuestas era elevado,ocho de cada doce veces.Y supuse que se debía aque no le apetecía lo másmínimo tener que limpiarninguna porquería. Demanera que, con laprobabilidad de querespondiese una vez más,y porque ocho de cada

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doce veces constituía, sintemor a equivocarme, unarutina, decidí llamarlopara que subiera a micuarto.

Además, el espantosoolor de ladescomposición, queparecía acelerado en uncuarto que más parecíaun horno, me subió por lanariz y me atravesó elcerebro, reforzando mi

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decisión.De eso nada, no, no me

voy a pasar la tardeentera oliendo esto.

Frotándome las manos,me acerqué a la puerta.Me vi como una expertacurandera que secalentaba las holísticasmanos para masajearunos músculos doloridoshasta sanarlos por

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completo. Con las manoscalientes, aporreé lapuerta.

—Discúlpeme, señor.Discúlpeme. Hevomitado—grité.

Sin duda alguna, enalgún lugar del edificio,abajo, se oyómovimiento. Después unapausa, que me figuro seprodujo porque mi captor

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se preguntó si había oídoalgo.

—Discúlpeme —seguíllamando y gritando—.Señor, me encuentro mal.Lo siento mucho —afirmé.

—Me cago en Dios,hijo de la grandísimaputa —exclamó mientrassubía como una furia laescalera.

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Me aparté de la puertay entró.

—Pero qué mierda...—dijo, tapándose lanariz, mientrasencontraba la fuente delhedor en el suelo.

—Yo lo limpiaré,señor. Lo siento mucho.Por favor, por favor. Vique en el cuarto de bañohay lejía. ¿La puedo

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utilizar? ¿Le parecebuena idea? —Me postréa sus pies, suplicando—.Lo siento mucho.

Aún asqueado debidoal olor, reculó, se situóen el arranque de laescalera para indicarmeque podía pasar al cuartode baño y dijo:

—Ve. Y limpia esamierda. Mueve el putoculo.

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Aún a cuatro patas, fuial cuarto de baño, cogí lapapelera, la toalla y lalejía y volví. Metídeprisa y corriendo laporquería en la papeleray vertí dos tapones delejía en la toallita paralimpiar la madera. Trasrestregarla bien, aparté labotella, cogí la papeleray la toallita, volví al

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cuarto de baño y lovolqué todo en el lavabo.Después aclaré lapapelera en la bañera,metí la toalla bajo elgrifo y la escurrí yregresé a mi cuarto.

—Gracias, señor. Losiento mucho.

—Ni se te ocurravolver a vomitar. Estoyviendo Matlock —dijomientras, una vez más,

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echaba la llave en mipuerta.

Así que eso es lo quehaces todo el santo día.Qué predecible.

Supongo que hemosvuelto a una rutinasegura. Así estamos lamar de bien, ¿no?

Lejía, Recurso n.º 36.Justo a tiempo. Mañananos vamos.

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11

Agente especialRoger Liu

Podéis decidir creerosesto o no creéroslo.Porque, desde luego, estaparte es demasiadorocambolesca, quizá

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demasiado mágica, paraincluirla en un informe detrabajo de campo delFBI.

A veces, y antes lohacía más a menudo, megusta desaparecer.Digamos que una reuniónterminaba antes de loprevisto y no tenía queestar en ningún sitio enese momento. Podíallamar, avisar en la

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oficina, avisar a mimujer, Sandra, o a mipeleona compañera,Lola. Pero tal vez,pensaba, podía quedarmecon ese regalo, esetiempo robado, yescabullirme por unacallejuela adoquinada yentrar en un pequeñorestaurante italiano quesé que lleva allí una

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eternidad. Si, porejemplo, esa reunión queterminaba pronto secelebrase en Boston, elrestaurante podía serMarliave, asentado enuna colina, en DowntownCrossing. Creo que llevaallí desde que se inventóel ladrillo.

Quizá me acomodaraen un reservado negro, elmóvil en el asiento, junto

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a la cadera, sin tocarlo.La camarera me traería lacarta, pero no me haríafalta, porque ¿a quién leharía falta consultar algotan prosaico cuandodisponía de un tiemporobado? Allí soy libre,no tengo trabas, y midivinidad en esemomento me proporcionaclaridad con respecto a

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un deseo simple.«Tomaré los gnocchi aldente y una cola, porfavor.» La camarera seretira silenciosamentepara ir a pedir mi platocaliente a saber dónde.

Me encanta esasensación, nadie,absolutamente nadie quequisiera encontrarmeconoce mi paradero eneste preciso instante. Soy

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poderoso. El mundo esmío. Nadie puede decirque no puedo estar aquí,pues ni siquiera yocontaba con ello. Coneste regalo, este tiempolibre. Podría caer en unvacío entre las cuerdasteóricas del universo yquedarme para siempreen un foso que desafía lagravedad.

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Aprendí el poder deesconderse a los treceaños, pero cuandodispongo de estosmomentos robados depaz a escondidas, desdeluego no me permitodeambular por esosrecuerdos malhadados, nitampoco por elmalhadado día quemoldeó mi vida entera,

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mi carrera. Así quetampoco iremos allíahora, ahora que os estoyhablando de esosbenditos momentosrobados.

Claro que meencantaría que Sandraestuviera conmigo enesos momentos en losque me escondo, perosería imposible. Nuncalos planeo, y ella andará

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de gira, estoy seguro. Yde todas formas nadie meecha de menos. Supongoque podría haber cogidomás casos, ponerme ahacer otra cosa, llamar ami madre, a un amigo,terminar algún recadolatoso. O puede queninguna de esas cosas sellegara a hacer si meatropellaba un autobús

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cuando acababa lareunión; pero dado queno me atropelló unautobús, debía disponerde un tiempo prestado, untiempo jugoso, un tiempode lo más apetecible. Asíque no pienso llamar nitrabajar. Me sentaré aquísin más, comiendo mipasta y bebiendo mirefresco y me quedarémirando las sombras del

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restaurante o me haré elremolón, escuchando a lapareja de enamoradosdel reservado contiguo.

Cuando mi vida toque asu fin, me gustaría fundirtodos estos momentos enuna única cinta. Estoyseguro de que si lohiciera, el empalmepondría de manifiestoque un momento robado

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no era distinto delanterior o del siguiente, yasí sucesivamente,porque juro que cada vezque pasa esto,mentalmente se trata delmismo sitio, yo, yo solo,sentado aquí sonriendo alsaborear la libertad devivir este precisoinstante y que nadiepueda cambiarlo. Podíaser el Marliave, podía

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ser el embalse deManchester, NewHampshire, la cama demi hotel en Atlanta, lascalles del Soho o elparque de Kentucky en elque se veía un caballopardo y uno color canela.Para mí el sitio siempreera el mismo: pazinterior.

Naturalmente puedo

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alcanzar esta sensaciónde paz porque no soy unfugitivo. No es precisoque me esconda de nadie,salvo de mí mismo, salvode recuerdos funestos. Sifuese un fugitivo, en fin,eso sería harina de otrocostal. O si tuviera algoverdaderamente terribleque ocultar, estoy segurode que, en ese caso, noestaría tan tranquilo en un

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restaurante, pidiendocomida, y menos aldente.

Dedicándome a lo queme dedico, me he dadocuenta de que existe unamplio abanico dedelincuentes. En unextremo se encuentra elgenio megalómano queno deja nada al azar, nihuellas, ni rodadas de

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neumáticos, ni cabellos,ni pisadas. Ni testigos, nicómplices, ni nada quelleve a nada. En el otroextremo se encuentran losbobos torpes que podríanperfectamente transmitirsu delito en tiempo real.Entremedias están loscabezas huecas normalesy corrientes, que hacenmuchas cosas bien, perometen la pata en algunas

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cosas de vitalimportancia, y es sobreestas últimas sobre lasque caemos.

En el caso de DorothyM. Salucci, con lainformación que nosproporcionó Boydcuando llamó, teníamosentre manos a unextremista en toda regla,de los torpes.

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Y aquí llega la parte queos quiero contar, la parteque podéis decidir sicreeros o no. Tened encuenta que la realidad amenudo supera la ficción,así que aunque os sintáisinclinados a pensar quelo que os voy a contar acontinuación esimposible, tal vez no estéde más recordar quealgunas investigaciones

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se resuelven. Que elresultado sea positivo onegativo es algoirrelevante: el hecho esque se resuelve; es decir,que la impresión de lopositivo o lo negativo es,claro está, subjetiva.

—Señor Liu, no se va acreer lo que le tengo quecontar —empezó Boyd.

Allí estaba yo, a la

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puerta de Lou Mitchell’s,en el distrito financierode Chicago, con Loladentro, sirviéndose a sugusto de mi desayuno.

—Dígame, ¿quésucede, Boyd?

—No se lo va a creer,señor Liu. Casi ni me locreo yo. Ah, mierda... —Silencio—. Lo llamoluego —dijo, y cortó.

Como ya sabéis, volví

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a entrar en LouMitchell’s y sorprendí aLola comiéndose mitostada. Después dehablar con el grandullónde Stan, Lola y yo fuimosal parque, y Boyd llamóde nuevo.

—Señor Liu, lo sientomucho. Siento habercolgado así. No se va acreer lo que le voy a

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contar.—Adelante, Boyd,

tengo todo el día.La verdad es que no

tenía todo el día, peroprobablemente pudierapasarme horasescuchando el suavesilbido de la voz de esecriador de pollos. Merecordaba un poco a miabuelo, antes de que todose fuera al carajo.

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—Señor Liu, estoy enla cocina de mi primoBobby, a las afueras deWarsaw, Indiana. Lesugiero que venga ustedaquí.

Boyd me contó quehabía ido de su casa aWarsaw, Indiana, aalrededor de una hora encoche, a recoger unpienso especial para sus

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aves.—Sepa usted que si no

se me hubiera abierto degolpe el capó del cochecuando se me partió elcierre, quizá no hubiesepodido darle estainformación. Bendita lahora que Dios meestropeó el capó delcoche.

»Señor Liu, yo sabíaque, aparte de un cierre

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nuevo, la única soluciónpara que pudiera volvera casa con el piensoantes de que empezara allover (iba en la parte deatrás y no llevabaninguna lona) sería entraren una ferretería acomprar un buen rollo decinta americanareforzada para mantenercerrada la cubierta del

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motor. Con esa cinta sepuede atar un alce a unárbol. Y allá que me voy,y estoy yo allí a misasuntos, como debe ser,en la ferretería de laciudad, y ¡bingo!, no dicrédito a lo que veíanmis ojos: allí estaba,señor Liu, allí estaba elque me compró lafurgoneta, en la cola.

—¿Lo vio él a usted?

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—No, señor Liu, no,señor, estoy seguro.Estaba detrás de él, y élestaba demasiado idopara ver a nadie. Dehecho el dependientetuvo que decir«disculpe» unas tresveces para que avanzara.El tipo no estaba con lacabeza en ese sitio, no,señor. Pero, espere,

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porque todavía hay más,vaya si lo hay.

—Continúe, Boyd,continúe. Pero, unmomento, ¿cuándo fueesto?

—Hace de eso unahora y media. Cuando eltipo pagó y se fue, yodejé un billete de veinteen el mostrador, dije quese quedaran con lavuelta, salí deprisa y

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corriendo, cerré deprisael capó con la cinta, vique se iba en «mifurgoneta» y fui hasta unatienda que conozco calleabajo que tiene unteléfono público. Ahí escuando lo llamé laprimera vez. Ahora llevosiempre encima sutarjeta, y me alegromucho de que así sea.

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Pero escuche, le tuve quecolgar porque, adivinequé, vuelvo a ver al tipo.Había aparcado en elotro lado del edificio eiba a entrar en lafarmacia. Es una de esasfarmacias de la viejaescuela, señor Liu. Solovenden medicamentos, nohay sección de alimentosni de pañales. ¿Nopodría dar con él a través

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de su médico? Aunquequizá no sea necesario,porque escuche usted.

—Un momento, unmomento. ¿Lo vio él austed en el teléfonopúblico?

—Imposible. Ni me vioallí ni me vio en laferretería. Me mantuve auna distancia prudencial,porque sabía que es lo

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que usted querría quehiciese, señor Liu. No lehabría servido a usted demucho que el tipohubiera visto que yo lohabía visto. Puede quehubiera salido corriendo,¿no? En la ferretería séque no me vio porque fuidiscreto y estaba detrásde un muchacho grandoteque llevaba un chaquetónde cazador rojo y negro.

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Su hombre estabacomprando cintaamericana y una pala, ytambién un rollo de lona.Preocupante, ¿no, señorLiu?

—Un poco, Boyd. Ydice usted que tampocolo vio en la farmacia,¿no? ¿Lo vio usted salirde la farmacia?

—No, señor, me fui. Di

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unas vueltas en el cocheen busca de otro teléfono.Lo último que quería esque me viera. Usted creeque tendría que haberloseguido, ¿no? Cuánto losiento. Es que no queríaque me viera. Peroespere, espere, quetodavía hay más.

—Continúe —pedí, yempecé a pensar: osarosa.

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—Me pongo a darvueltas en busca de otroteléfono y, sepa usted quecuesta más de lo que unocree dar con uncondenado teléfonopúblico, señor Liu.Entonces me acuerdo desopetón de mi primoBobby. Ya le he habladode él, sí, su hijo jugabapara la Universidad de

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Indiana, ¿se acuerda? Mepreguntó usted por lamatrícula de Hoosier.

—Sí, Boyd, meacuerdo. Siga, por favor.

—Bueno, pues meacuerdo de mi primoBobby, que vive a eso demedia hora del centro enotra ciudad, se tardatanto porque la pista esde tierra y tiene unrancho grande de vacas.

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Y se me ocurre quepuedo ir a casa de miprimo Bobby para usarsu teléfono, y además medejaría aparcar donde élguarda el tractor y así elpienso no se me mojacuando empiece a llover.

»Y allá que me voy, acasa de mi primo Bobby,y él sale, con esa sonrisaancha en la carota, y me

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cuenta una cosa de lomás extraña.

—¿Qué cosa?—Me dice: «Caray,

Boyd, te iba a llamarahora mismo. Acabo devolver de los pastos, alotro lado de la elevación,y he visto tu furgonetaaparcada en la linde delcampo de la viejaescuela, bajo un sauce.¿Cómo es que la has

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dejado ahí?»»No lo creí hasta que

me llevó allí arriba. Ycaray, señor Liu, ahí estámi furgoneta granate, conlas placas de Hoosierdelante y detrás. Le dijea Bobby que teníamosque dar media vuelta muydespacio, y de espaldas,para asegurarnos de queno nos viera nadie. Y eso

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es exactamente lo quehicimos. Dos hombreshechos y derechoscaminando hacia atráspor los pastos. Ahoramismo estamos los dosen la cocina de Bobby.Temblando, señor Liu.Temblando como unahoja, caray. Bobby tieneun par de rifles, y siusted quiere podemos ira encargarnos de esto.

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Todavía no hemosllamado a la policía,queremos hacer lo queusted quiera, señor Liu.

—Quédense dondeestán. Deme la dirección.Yo me ocuparé. Vamospara allá ahora mismo.No se muevan de lacocina de Bobby.

El puñetero sospechosohabía salido a hacer sus

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recados como si tal cosa,como si no tuviera otracosa que hacer, como sidispusiera de tiemporobado. Ahora sabríamosqué había comprado en laferretería y en lafarmacia y tendríamos laspruebas grabadas en lascintas de las cámaras deesos sitios yposiblemente de otroslugares. Ahora teníamos

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la furgoneta, y estababastante seguro de que seescondía en la viejaescuela que Boyd habíamencionado como depasada. Lo teníamos.Mejor dicho, yo pensabaque lo teníamos.

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12

Día D

La, la, la, la, la, la, la,La, la, la, la, la, la,

la...Know that you could

set your world on fireIf you are strong

enough to leave your

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doubts

KERLI, Walking on Air

Una vez leí u oí queuna persona se puedeahogar en tan solo cincocentímetros de agua. Yotenía agua, Recurso n.º33, que utilicé el Día 33.De ahí el nombrecompleto de mi plan:

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15/33.Me desperté como de

costumbre, a las 7.22. ElRecurso n.º 14, eltelevisor, me lo dijo, aligual que el Recurso n.º16, la radio. Hice lacama, como siempre, yme dispuse a esperar eldesayuno sentada en lacolcha blanca hasta las8.00. Exactamente a las

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7.59, a su debido tiempo,la madera del suelocrujió, señal de que seaproximaba mi puntualcarcelero. Abrió lapuerta y me dio labandeja con eldesportillado plato deporcelana con la toile —desportillado porque eldía anterior lo tiré alsuelo a propósito, paradivertirme. Magdalenas

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de arándanos de laGente de la Cocina. Y,naturalmente, la leche, yel vaso de agua. Odiolos arándanos, pero elglaseado de crema demantequilla tiene buenapinta.

—Gracias.Rutina al completo del

extra de agua.Mi captor se marchó.

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El aburrido directorbosteza mientras marcacon la batutamovimientos mecánicos.¡Despierta! La orquestano tardará en ejecutarla versión rock de unhimno ensayado; unpúblico que consta deuna sola persona sellevará una buenasorpresa. Acelere el

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ritmo, maestro.Después de la

excursión a la cantera,que en su momento borréconscientemente de mimemoria, y hasta estedía, el Día 33, aderecémi rutina habitual conarrebatos de gritos yllanto, todo elloúnicamente por el biendel debilitado ego de micaptor. Además de estos

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planificados arranquesde actuación emocional,incrementé sinceramentemi determinación interna.Y también aceleré elprograma. Tenía pensadoesperar dos semanasmás, dos rondas más dela Gente de la Cocina, demodo que mis cálculos ymi práctica estuvieranfuera de toda duda. De

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ese modo tendría muchaagua. Pero después deaquella caminata a lacantera del horror decidíacelerar el final. Dejéque pasaran tres díaspara que mi captor serelajara, retomando unarutina segura, y noestuviese tan nervioso,engañarlo para que sesintiera sereno yconfiado, dándole lo que

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su estado dementenecesitaba: lamentos,lloros, un sujeto que lotrataba como si fuese unmacho alfa, lo mirabacon miedo postrado a suspies, como si fuesealguien con autoridad, unhombre poderoso quesurgiera de la tierra, unpilar, un gobernante, unfaraón, el único rey de mi

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mundo. Puto engendro.Engañar a alguien para

que piense que tienepoder es la demostraciónde poder porantonomasia.

La ejecución de miplan tendría que esperarhasta que me llegara lacomida el Día 33, porquede 7.22 a 8.00 no habíabastante tiempo paraorganizarlo todo. Me

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comí una magdalenadeprisa y esperé a quevolviera hasta las 8.30.Sentada en el borde delcolchón después dedesayunar, me pasé porlos dientes el hilo quehabía arrancado deldobladillo de la colcha.Trocitos de magdalenahechos puré quedaronatrapados en una cadena

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de saliva en laimprovisada seda dentala medida que ibametiendo y sacando elhilo de las apretadasuniones de mis dientes.Pasando de los molares alos incisivos, me resultócurioso que me fijaratanto en el sangrado queme producían misbruscos cuidadosdentales.

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Cuando salga de aquívoy a tener que ir aldentista.

Me parecía humillanteque tuviese que llevar acabo una operación tanpersonal en undormitorio: qué falta deeducación era tratar elsitio en el que dormíacomo si fuese un cuartode baño.

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Soy mejor que todoesto.

Me miré las uñas, y medesagradó ver lascutículas dentadas.Espera. Aseo y espera.

Por suerte mi captorcayó en mi trampa y vinoa su debido tiempo.

Entra el atronadortimbal.

Abrió la puerta. Le di

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la bandeja.Seguí la rutina al

completo: lavarme lacara, el cuerpo y losdientes y beber del grifo,esta vez con la mano. Noestaba dispuesta a volvera utilizar la asquerosatoallita.

La orquesta se sientamás cerca del borde delasiento, cogiendoinstrumentos de cuerda

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y llenando de aire suspulmones. Un violín seune al tambor paraintensificar la pasión.Una oleada deexpectación recorre laespalda del tiesopianista.

Volví a la habitación.Consideré que esa fasede 15/33 había concluidocon éxito, jaque.

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Los detalles de ese díaestán profundamentearraigados en la películade mi cerebro.Microsegundos deacciones y observacionesse encuentran tangrabados a fuego queprácticamente es como silos estuviese viendoahora: diecisiete añosviéndolos una y otra vez.

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Cuando mi carcelero memetió de nuevo en micelda después de lavisita matutina al cuartode baño, sentí su garra enmi antebrazo de un fríotan helador que creí quese me iba a quedarpegada a la piel, comocuando se lleva uno unvaso helado a los labios.Estiré el cuello despacioy le vi una mancha en la

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barbilla, incrustada en labarba que no se habíaafeitado. El pegoteamarillento parecía yemade huevo, que supusehabría comido deprisa ycorriendo después dellevarme las magdalenasy antes de subir a recogerla bandeja.

Él come proteínas enun desayuno caliente y a

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mí, en cambio, me dacalorías vacías en bollosfríos.

Quería que tuviera ladecencia de lavarse lacara antes de venir averme. Quería quetuviera la amabilidad depedirme disculpas porecharme su hedorcaliente, por enturbiarmeel aire con su sudor y suhalitosis, por pensar que

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podía disfrutar de unacomida mientras yoestuviese en la mismacasa que él, por susmanos frías, por no ver elplan que se estabadesarrollando a sualrededor, por suceguera, su estupidez, suexistencia y su pasado,un pasado que meconvertía a mí en una

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víctima: del tormento dela gota serena. Queríaque esa mancha amarillano existiera. Ojalá nohubiera visto nunca esamasa viscosa en su caraindolente, de cutis seco,llena de espinillas, peroallí estaba, y allí estabayo, y ese día había muchoque hacer.

Estará fuera de mivista nada menos que

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tres horas y media. Atrabajar. Fase II.

En realidad nonecesitaba tres horas ymedia. Necesitaba tal vezuna hora para organizarlotodo. Dediqué el tiempoextra a practicar. Deboponerme aquí. Me puseahí. Luego debo soltaresto. Hice como quesoltaba una cuerda. Debo

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coger esto y empujar,acto seguido. Practiquécon el suelo. Debodescolgar esto cuandosalga de la habitación.Esta parte no la puse enpráctica para nodespilfarrar mi coup degrâce, mi finalapoteósico, mi tripleseguro de muerte.

El momento seaproximaba. Si fuese

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bailarina, estaría enpuntas, los dedos de lospies, las piernas, elcuerpo entero rígidocomo el cemento. El hijoque crecía en mi vientrese dio la vuelta; su pie semovió por mi barriga. Sedistinguían los cincodedos y el talón con losque presionaba. Tequiero, hijo. Aguanta. La

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partida va a empezar.Una ráfaga de viento

rápida sacudió la copadel árbol que crecía alotro lado de la ventanatriangular, y después elcielo se oscureció ydescargó un chaparrónrepentino.

Las flautas parecen unenjambre de abejas, losviolines están furiosos,provocando un ciclón, el

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piano de cola está quearde, el marfilprácticamentedesintegrándose delgolpeteo.

Minutos después elcielo seguía gris ychispeaba, sin renunciarpor completo a la lluvia,pero tampoco sindescargar en toda regla.Si el aire hubiese sido

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caliente, el día habríasido bochornoso, comolos veranos en Savannah,en casa de mi abuela.Pero como era frío, y nosencontrábamos en unlugar nada exótico, llano,la humedad era de la quehelaba los huesos y semetía hasta la médula.

Mi hijo no naceráaquí. No vendrá almundo en un sitio frío y

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húmedo. No me quitarána mi hijo.

Mi estado, el estado enque me encontraba, meimpulsaba a actuar.Como para entonces yaestaba de ocho mesescompletos, no me podíapermitir atacarfísicamente a mi captor,aunque me había dadomultitud de

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oportunidades. Podríahaberle clavado una dagade porcelana rota o elextremo puntiagudo deuna antena de televisiónen el cuello. Podríahaber desmontado elarmazón de madera yhaberlo golpeado con unbarrote de la cama.Creedme, sopesé todasesas opciones. Pero lasdeseché porque

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requerirían agilidad yarremeter y saltar,aptitudes de las quecarecía dado miavanzado estado degestación. Además, podíafallar. No podría hacertodo lo necesarioconfiando únicamente enel aspecto físico, y noquería estresar al niñocon un intento

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imprudente. Preferíemplear todos losrecursos de quedispusiera, servirme delpoder de la física, deprincipios básicos debiología, de sistemas depalancas y poleas y deuna venganza sin freno.

Mi padre es físico ycinturón negro de jiu-jitsu, entrenado por laMarina. Con esas dos

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cosas enseñaba elprovecho que se podíasacar utilizando el peso ylos movimientos delagresor en su contra enun combate. Por mimadre, cínicaempedernida, sabía: «Nosubestimes nunca laestupidez o la vaganciade una persona.»Cualquier adversario

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acabará cometiendo undesliz y así, según susenseñanzas: «Nodesperdicies nunca unmomento de debilidad detu adversario. No vacilesen rajar una yugulardesprotegida.» Hablabametafóricamente, pero yoprobé, en vano, aaplicarlo de maneraliteral.

Mi captor mostró

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numerosos momentos dedebilidad, de estupidez,de vagancia. Losresumiré: la furgoneta, laGente de la Cocina, elsacapuntas, el hecho deque estableciera ysiguiera patrones, suincapacidad de lucharcontra su debilitado ego,la decisión de poner elcañón de una pistola en

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mi futuro hijo, ofrecermemás agua, el televisor, laradio y, por último, quese dejara el llavero en lapuerta siempre que laabría para entrar.

El Día 33 ya podíaconcluir sin temor aequivocarme que laGente de la Cocina novolvería hasta el Día 37.El Médico y elMatrimonio Obvio no

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acudirían de visita, yaque nada indicaba quefuera a ponerme de parto,y de ser así, no se lohabría hecho ver a micaptor. Brad, supuse,había tomado el portante.

Solo estaremos él y yo,justo lo que requiere15/33.

La radio colgante decíaque eran las 11.51,

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faltaban nueve minutospara que comenzase elespectáculo. Me situé enel lugar indicado eintenté fijarme en eltiempo, suspendido en elaire en la radio, quegiraba en la cuerda a laque estaba atada. Losminutos pasaban conexcesiva lentitud, y micorazón también latíadespacio. Creo que los

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únicos nervios que sentíaeran los de acabar con laactuación cuanto antes. Aesas alturas la prácticaque había adquirido erasimilar a memorizar unapasionado discurso deamor, uno que alescribirlo por primeravez quizá suscitaralatidos temblorosos y talvez incluso lágrimas,

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pero que después derecitarlo diez mil vecesse había convertido en unmontón de palabras quenada tenían que ver conel sentimiento humano:en cierto modo comocuando el presidente leeen un teleprompter o unmal actor pronuncia sudiálogo leyendodirectamente del guion.«Te quiero» sale como si

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fuesen dos palabrasrobotizadas, sin ningunainflexión de la voz nimovimiento de loshombros, sin extender lamano al decir «amor»,sin pupilas dilatadas niarrugas en la frente parasubrayar lo que se quieretransmitir. «Te-quie-ro»se dice mientras elorador consulta el reloj.

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No hay amor ensemejante declaración siconsulta el reloj; perose siente amor, y la salavibra cuando él lo dice yhace un esfuerzo paraque no se le doblen lasrodillas o no es capaz depestañear cuando lacegadora luz invade susojos abiertos de par enpar.

De manera que, al igual

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que el hombre quedeclara su amor, mi manoexperta estaba deseandoconcluir la tarea. Paraentonces probablementepudiera haberlo matadocon los ojos vendados ydormida, de tanto repetirlo que planeaba hacer.

A las 11.55 hice unaseñal a mi estrella, unabolsa con lejía, para que

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ocupase su lugar bajo laluz de candilejas. Lalejía es corrosiva. Unavez leí un artículo en elque se citaba a ScottCurriden, deldepartamento de Salud ySeguridadMedioambiental delcentro de investigaciónScripps ResearchInstitute, diciendo: «Lalejía puede atravesar el

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acero inoxidable.» Asíque esperé todo lo quepude para verter mi litrode lejía en la endeblebolsa de plástico y cerrarla bolsa atando floja laparte superior con untrozo del hilo rojo de lamanta que deshice. Acontinuación, de pie juntoa la puerta, cogí el otroextremo del hilo, que

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había pasado por la vigamás cercana a la puerta,y otra cuerda quesostenía otro objeto —esperad a ver—, demodo que la bolsa con lalejía quedaba debajo deeste otro objeto pesado.Ambos elementoscolgaban directamentesobre la Tabla del Suelon.º 3.

La lejía es corrosiva,

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como ya he mencionado,y lo sabemos por loscientíficos. Y la lejíaquema como un demoniocuando te salpica en losojos o la boca o la cara,y lo sabemos porque noslo dice el sentido común.

El reloj dio las 11.59 yel sol brillósimultáneamente,lanzando un rayo que

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atravesó las partículas depolvo suspendidas en elaire. El olor de mipropio sudor meenvolvió en el reducidoespacio en el que yomisma me había puestoen cuarentena, firmecontra la pared contiguaa la puerta. Estoy segurade que el olor no sehabía intensificadodebido al nerviosismo,

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pues este era inexistente,sino que más bienparecía abundante puestoque me preparaba paradecir adiós a todos losdetalles de ese horrendoagujero.

Percibí un levísimotemblor. La madera delsuelo crujió. La hora dela comida. Pegué laespalda a la pared,

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plantada en el lugarindicado junto a lapuerta. Al otro lado, micaptor dejó la bandeja enel suelo. El clic clac delplástico contra la maderame dijo quepermaneciera tiesa yestuviese preparada.

Las llaves tintinearon yel metal arañó el ojo dela cerradura.

La puerta se abrió.

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La abrió de par enpar, como yo necesitaba,como siempre, comocabía esperar, comohabía planeado.

Después de coger labandeja del suelo, seagachó sin mirar arriba ypuso el pie exactamentedonde lo ponía siempre,como yo había marcado ymedido tres veces al día

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desde el Día 5: en laTabla del Suelo n.º 3.Miró al frente, a la cama,que ahora era una trampamortal. ¿Qué pensaría,cuando esperabaencontrarme sentada allí,esperando a que mellevara la comida, perovio... el colchón de lado,incrustado entre elarmazón de la cama y lapared, y el somier en el

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suelo, abierto y vaciado,con el plástico dentro ylleno de agua,convertido, así, en unapiscina en toda regla.Una cantera con lasparedes de algodón en lacasa, a escasos pasos dela puerta. En el momentode la verdad le permitíver, confié en que viera,una lona dispuesta, que

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estaba esperandoúnicamente a su sujetoprincipal, él, y, esa seríami obra maestra final.Confié en que se echaseen cara haberme dado elplástico del somier, quese echase en cara habersido demasiado vagopara quitarlo y colocar lacama debidamente sobrela base de tablillas.Vería ese somier ahora

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revestido hábilmente conel plástico, lleno de aguahasta la mitad, y elcolchón de canto contrala pared, como la tapaabierta de ese pozo,esperando a cerrarsecuando entrara él. Alarmazón de madera de lacama, tendría quehaberse dado cuenta, lefaltaban algunas tablillas.

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¿Se preguntaría adóndehabían ido a parar? Ycolgando y dando vueltasy cantando en el aire,encima, estaba la radio,suspendida de una cuerdahecha a partir de unamanta de lana roja. Elenchufe de la radioestaba en la toma que sehallaba a la cabecera dela cama.

¿Relacionaría el agua

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con la electricidad?¿Notaría la sacudida enla habitación, procedentede la toma deelectricidad, de mi plan,de mi cabeza? ¿Notaríalo elevada que era latensión en la ópera quesonaba a todo volumensobre la cama, tanto quepensé que en lahabitación

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relampagueaba?Estoy segura de que si

hubiera dejado pasar otrosegundo, él habríalevantado la cabeza y mehabría visto a suizquierda, junto a lapuerta abierta. Habríagruñido condesconcierto: ¿cómo? Nole di la oportunidad,claro está, peroaprovecho ahora para dar

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una explicación rápida.En la noche del Día 4

al Día 5, que pasétrabajando, utilicé lacuchilla del sacapuntas,que fue desmontado conprontitud por medio delextremo puntiagudo delasa del cubo, para cortarla parte superior delplástico y el tejido delinterior del somier.

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Cortarlo todo me llevómucho tiempo. Solo teníala cuchilla, y erapequeña. Un corteincluso microscópicopodía hacer fracasar elplan, así que mi trabajofue metódico, como unrestaurador de arte conun Rembrandt en malestado, preciosocentímetro cuadrado aprecioso centímetro

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cuadrado, cerciorándomede que cada corte fueserecto, digno de uncirujano. Dejé el plásticode los lados y el fondodel somier y lo afiancécon las chinchetas,Recurso colectivo n.º 24,para que no se moviera.Contaré lo de laschinchetas dentro de unminuto. Coloqué el

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plástico que habíarecortado en el huecoahora expuesto delsomier y aseguré lacubeta —ahora unapiscina vacía— con máschinchetas. Reforcéciertos puntos conretazos de michubasquero negro, quehice pedazos. Él no loechó en falta en ningúnmomento.

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«Con frecuencia tuadversario no verá lo quete propones hacer,porque estará absorto ensu propio plan. Nobusquesinconscientementeseñales dereconocimiento de tuingenio y, de ese modo,llames la atención: que tebaste con tu propia

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aprobación. Tenconfianza en que vas aganar», decía la cita,garabateada en unaservilleta y enmarcada enel despacho de casa demi madre. El autor era mipadre, la escribió antesde saltar de un avión consu traje de buceo de laMarina para rescatar a untestaferro al que habíansecuestrado y mantenían

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retenido en la prisión deuna isla. Esos eran lostemas de conversación ennuestras cenas en familia,incluso después de que elhecho de que mi madreganara los juicios pasaraa ser lo normal e inclusodespués de que mi padredejara el Ejército paradedicarse plenamente ala ciencia.

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El Día 33 mi captorprobablemente noacabara de creerse lo queveían sus ojos, la cubetadel somier llena del aguatibia que me ofrecía concada comida; dicho seade paso, me hidrataba loque requería mi estadobebiendo agua del grifoen el cuarto de baño.Sobre la cama-piscina

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colgaba la radio,enchufada a la toma de lapared junto a lacabecera. De ella salía atodo volumen unasinfonía de unavoracidad sinprecedentes.

Unas notasenloquecidas. Ah,melodía enloquecida.Sigue sonando así.

Justo antes de que mi

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captor llegara el Día 33para entregarme lacomida, yo misma memaravillé al ver laescena. Cuando decía«Gracias» cada vez queme ofrecías más agua, lodecía de verdad:gracias. Gracias pordejar que te ahogue, quete electrocute.

Llegados a este punto

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la orquesta no podríaser más divina, tanfuriosa que ya no soycapaz de oír una nota.Qué música, qué éxtasis.Estoy conmovida.

Un segundo después deque mi carcelero entre enla habitación y ponga elpie en el sitio que habíaestudiado durantesemanas, suelto la bolsacon lejía (Recurso n.º

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36) y el cable delecógrafo (Recurso n.º22), que manteníasuspendido el televisorsobre su cabeza. Loprimero que le dio yreventó fue la bolsa, y unmilisegundo después lecayó encima el televisor.Ambos misiles dieron delleno en lo que en su díafue la fontanela en su

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cráneo de recién nacido.La lejía debió de

metérsele en los ojos,porque en lugar dellevarse las manos a laaplastada cabeza, susdébiles brazos, débilesporque estaba a punto deperder el conocimiento,fueron a los ojosmientras lanzaba ungemido agudo. A partirde este instante conservo

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imágenes congeladas desus actos. Fotograma afotograma, se restregó elojo izquierdo con eldorso de la manoizquierda, mientras laderecha hacía otro tantocon el ojo derecho. Nisiquiera en mis recuerdosoigo, como tampoco oídurante esosmicrosegundos, lo que

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debió de ser un rosariode maldiciones y gritosvomitados por su bocazaabierta. Oí que la radiohablaba maravillas deuna ópera. Oí que unviolín tocaba una notaaguda de aprobación. Yoí el chisporroteo de unaelectricidad insistente,que salía de la toma yestaba deseosa dedesempeñar su papel. El

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agua del somier se rizócuando el televisor seestrelló de repente en elsuelo de madera, despuésde caer de la cabeza demi carcelero al hombroderecho y rebotarle en laespalda. Una esquinametálica le abrió unaherida en el cuello, lasangre bajándole por lacolumna: como un lazo

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atado a un globo.Antes de que se

colapsara por completo,pasé a mi siguiente arma,que cogí a la vez quesoltaba la lejía y eltelevisor. La tabla sueltaen mis manos seconvirtió en un ariete. Lapuse de lado y le di en laespalda desde su ladoizquierdo, donde meencontraba.

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Aprovechando su caída,empleé la fuerzanecesaria —basándomeen su peso y su altura—para hacer que cayera derodillas, empujarlo haciadelante y asegurarme deque fuera a parar decabeza al agua, que eralo que iba a hacer detodas formas. Cayó alagua de mi cantera, y yo

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salí al pasillo pasandopor detrás de sus pies, yeché una ojeada a lahabitación.Simultáneamentedescolgué más hilo rojo,con el que había trenzadouna cuerda, de un clavoque había junto a lapuerta. La cuerda lafabriqué con el hilo de lamanta de lana roja,Recurso n.º 5, que

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empecé a deshacer, comosabéis, el Día 20. Él nose dio cuenta de que laestaba destejiendoporque cada mañana alamanecer,religiosamente, doblabala manta de forma que nose viera eldespanzurramiento. Laradio, que hacía uninstante colgaba del hilo,

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fue a parar al agua, allídonde estabansumergidos su cabezarociada de lejía yaplastada y su torso. Elchisporroteo y el crepitarde la electrocucióninundaron el cuarto. Yoestaba fuera; él, dentro.

Todo aquello durómenos de diez segundos,más o menos el tiempoque tardó él en cogerme

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en la calle.Esto, amigos míos, es

justicia. Justicia fría,dura, abrasadora,rompecabezas,electrificada.

15/33 era un plan dehuida que se componíade tres partes: televisor,con el innecesario, peroañadido extra de la bolsacon lejía, electrocución y

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ahogamiento, cada una delas cuales por separadopodría haberle causadola muerte. Si faltaba eltelevisor, podría haberechado mano de la tablapara empujarlo, con laidea más que probable deque mi captor tropezara.De ser necesario, habríareunido la fuerza físicanecesaria para golpearlocon la tabla hasta que se

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desplomara, despuéshabría recurrido a miseguro a prueba de fallosy le habría disparado alos ojos y el cuello y laentrepierna con el arco ylas cuatro flechas queguardaba en el carcaj quellevaba afianzado a laespalda.

¿Flechas y carcaj?Disponía de muchos

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recursos. El arco lohabía hecho con la gomaelástica que me encontréen el desván y mi leal asadel cubo, ahoraenderezada. Las flechaseran tablillas afiladasque había retirado delarmazón de la cama ytallado con los extremosde las antenas deltelevisor; las tablillas ylas antenas volvían cada

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mañana a sus respectivossitios, su uso entredecorativo ymedianamente funcional.El carcaj era la manga demi chubasquero, cerradaen la parte inferior conhilo, la correa hecha concables que arranqué delas tripas del ecógrafo.Por suerte las flechasresultaron superfluas, en

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ese momento, razón porla cual no me preocupóno haber podido darlesun uso práctico. Graciasa Dios y a su ángel negroen forma de mariposa,porque me hallaba enposición de ventaja ycontaba con el factorsorpresa y, gracias a miincesante estudio, sabíacon tal precisión cuáleseran sus movimientos,

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sus patrones, su modo decaminar, sus pasos, sualtura y su peso que bienpodría habermemetamorfoseado en él.

¿Qué hay de laschinchetas? Comorecordaréis, la primeranoche que pasé en lafurgoneta dormí menosque él. Es curioso lo quele hace el sudor a la cinta

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americana, y en esafurgoneta hacía calor yyo tenía algunos kilos demás. Me percaté de lamagia que obraba esecalor que desprendía micuerpo a lo largo de todoel Día 1, y de formalenta, pero segura, lacinta se aflojó en misdelgadas muñecas. Alcabo, mientras élroncaba, probé a ver si

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podía liberar un brazo.En efecto, cuando micaptor llevaba cincuentaminutos durmiendo,saqué el brazo derecho.Dado que no sabía decuánto tiempo disponía, ypuesto que la cocinaverde oliva bloqueaba lapuerta lateral deslizante yuna cadena, las puertastraseras, probablemente

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no pudiera soltar el brazoizquierdo y las piernas,aunque yo seguíintentándolo. Me inclinéhacia la mochila,recuperé las chinchetas—un paquete de tamañoindustrial de mil tanapretado que laschinchetas no sonaban—y me las metí en elchubasquero forradonegro. Mi captor se

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movió, y yo me sentérecta, metí la mano por lacinta, encorvé la espalday fingí que dormía. Élbostezó y se dio mediavuelta en su asiento.Sentí que me miraba.

—Puta zorra estúpida—dijo.

Idiota. Te mataré conestas chinchetas, penséyo.

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Treinta y tres díasdespués permanecíainmóvil a la puerta de micelda mientras su cuerpocrepitante, los músculosestremeciéndose, serendía. Cuando murió,las fuerzas abandonaronsu cuerpo, las piernas lecedieron y quedódespatarrado en el suelocon los pies hacia dentro,

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pero su torso se elevópara desplomarse sobrela baja estructura de lacama y caer al agua delsomier. La parte másextraña de todo fue quesus caderas subían una yotra vez con cadasacudida de laelectricidad y golpeabanel lateral de la cama:como si se estuviesefollando la tabla alargada

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mientras dormíasumergido en el agua. Elagua, que parecía azulcon trazos amarillos, searremolinaba y sederramaba a su alrededory al suelo. De la toma dela pared salían chispas,que amenazaban conprender y quemar toda lainstalación, pero al finalno pasó nada, las chispas

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acabaron siendo puntosnegros en la madera delsuelo. Iban acompañadasde ruidos secos, asícomo de burbujasprocedentes de surespiración cuando sucuerpo se abandonó alsueño eterno y laenfurecida electricidadse calmó. Esperé a quecesaran los ruidos secos,como cuando se hacen

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palomitas en elmicroondas, esosúltimos, lentos segundosde un grano que hacepop, dos, tres, silencio yun cuarto y último pop.¡Ding!, anuncia elmicroondas, listo.

Un zumbido de lucesagonizantes recorrió lacasa entera: laelectrocución provocó un

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cortocircuito. Aunque eramediodía, el pasillo, queolía a cerrado, estabaoscuro, y la quietudtendió un manto deinquietante silencio.Saqué una flecha de miespalda mientraspermanecía inmóvilcomo una estatua depiedra en el parque, conun pie adelantado, laespada desenvainada. De

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la cámara mortuoria demi captor no salía ningúnruido. No se oían pasosni detrás de mí, ni arriba,ni abajo, ni en ningunaparte. Estaba fuera de mihabitación. Cerré lapuerta y eché la llave,dejando encerrado a micarcelero dentro. Cogílas llaves.

Silencio.

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El corazón me latíaruidosamente en losoídos.

Una golondrina pasóvolando ante la ventanade la escalera, un heraldoque anunciaba: no haymoros en la costa.

Espero que hayasdisfrutado del chapuzónen mi piscinita, hijo deputa. Escupí a la puerta.

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Bajé y entré en lacocina. La habíaimaginado tantas vecescon las telas de flores, laencimera de madera, elfregadero blanco y elrobot verde manzana queme llevé un chasco al verque era completamentedistinta. La verdad de loque vieron mis ojos medejó sin aliento. En lugar

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de una cocina rústica,delante tenía dos mesaslargas de aceroinoxidable, de estiloindustrial. La cocina eragrande y negra; el robot,de un aburrido blancohuevo. En esa habitaciónno había color. No habíadelantales ribeteados derosa. No había un gatogordo tumbado en unaalfombrilla. Y me

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esperaba otra sorpresa.Sobre la mesa de acero

que tenía más cerca,descubrí un segundoplato de porcelana concomida. No cabía lamenor duda de que no eramío; el mío estaba hechopedazos arriba, bajo loselectrizados restos de lospies de mi captor. Eseplato estaba envuelto en

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plástico y tenía un Post-itencima. A su lado, unataza de leche y un vasode agua idénticos a losmíos. Me acerqué más.La nota ponía: «D.» Miréen la basura. Arriba deltodo, bien visible, otrotrozo de film transparentecon un Post-it, pero eneste ponía: «L», la inicialde mi nombre. ¿Cómo esque no me he dado

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cuenta antes? Noestábamos solos en lacasa. Otra chica. Cuyonombre empieza por D.

Sin embargo, esadistracción no formabaparte de mi plan. Túsigue a lo tuyo,centrada, termina 15/33y después elabora unnuevo plan. Encontréunos sobres con la

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dirección y un teléfono,marqué el 911 y pedíhablar con el jefe depolicía. Me lo pasaron.

—Escúcheme conatención, tome nota de loque le voy a decir.Hablaré despacio. SoyLisa Yyland. Soy la chicaembarazada a la quesecuestraron hace un mesen Barnstead, NewHampshire. Estoy en el

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77 de MeadowviewRoad. No vengan en uncoche patrulla. Nocomuniquen esto porradio. No llamen laatención. Nos pondrán enpeligro a mí y a otrachica que han cogido.Vengan en un cochenormal y corriente.Dense prisa. Nocomuniquen esto por

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radio. No llamen laatención. ¿Me haentendido?

—Sí.Colgué.Ahora podía ocuparme

de la otra víctima. Salífuera. Por fin veía lacasa. A ese respectotenía razón: era blanca.Como ya habíaobservado, el edificioalbergaba cuatro alas

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distintas, con tres plantascada una y un desváncomún que añadía uncuarto piso. Un letrerodesvaído en un lateraldecía: InternadoAppletree. Aunque lacocina era tan nueva, quela pintura desconchadadel exterior parecía fuerade lugar. Se me pasó porla cabeza la escena de

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Tras el corazón verde enla que Kathleen Turner yMichael Douglas van aver a Juan para que loslleve en su coche, Pepe,una camioneta. La casade Juan era una chozadestartalada por fuera,pero un verdaderopalacio por dentro.

La chica, D, podíaestar en cualquier parte,y yo no estaba dispuesta

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a ponerme a subirescaleras para ir en subusca. Tampoco estabadispuesta a gritar.Afortunadamente vi algoque me llamó la atención:en el ala izquierda másalejada se abría unaventana triangular comola mía, a la misma alturaque la mía. Di la vuelta ala estructura entera: no

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había más ventanas así.Las demás eran grandes,algunas ocupaban toda lapared de una estancia.Concluí que si la chicaestuviese en alguno deesos cuartos, habríacortinas. Miré de nuevola ventana triangular yjuro que vi la mariposanegra aleteando en elcristal, como si meindicara el camino.

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Abrí la puerta del alaizquierda más alejada ysubí tres tramos deescalera. La escalera eraexactamente igual que lamía. La tercera plantaacogía el mismo cuartode baño, en el mismositio.

Hice crujir el suelo demadera a la puerta de unahabitación cerrada.

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—¿D? —pregunté.Nada.—D, ¿cómo te llamas?

Me acabo de escapar dela otra ala. ¿Hay alguienahí?

Se escuchó unestruendo, algo cayó alsuelo.

—¡Hola, hola! ¡Porfavor, déjame salir! —decía esas palabras a voz

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en grito una y otra vez,enloquecida, mientras yorepasaba el llavero, quehabía cogido de mipuerta, y encontraba lallave adecuada.Curiosamente, lacerradura de su puertaestaba anticuada, la llaveera sencilla, a diferenciade la mía, moderna, detitanio. ¿Cómo es que deella se fiaban? ¿La

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subestimaban? Yohabría forzado esacerradura la primeranoche. Cuando la puertase abrió, vi a una chicarubia que se esforzabapor sentarse en la cama.Por el suelo había unmontón de libros tirados,así que me figuré que esaera la fuente delestrépito. D llevaba un

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vestido color púrpura yuna zapatilla bajaConverse All Star; elotro pie lo teníadescalzo. Me preguntéuna vez más dóndeestarían mis zapatosmientras encogía losdedos de los pies en lasNike, demasiadograndes, que me habíandado. ¿Por qué lepermitieron quedarse

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con la zapatilla? La talD estaba muyembarazada, como yo.

—La policía está encamino. Ya viene.

Nada más decirlo,fuera se oyeron unosneumáticos y el rugido deun motor.

¿Cómo es que en miala no oía los coches?Ella tuvo que oír por

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fuerza la llegada de laGente de la Cocina, elMédico, el MatrimonioObvio, las Girl Scouts ysu madre, Brad. ¿Pedíaayuda a gritos cada vezque sucedía eso? Seguroque no la oían.

—Me llamo DorothySalucci. Necesito unmédico.

Se oyó la puerta de uncoche. No puede ser la

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policía tan pronto.Llamé hace tres minutosy medio. Tiene que ser lapolicía. Alguien estádando la vuelta a lacasa. ¿Adónde va?

El sudor perlaba sucara pálida, y tenía losojos caídos, pero deenfermedad, no desomnolencia. Una piernaestaba hinchada y roja; la

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espinilla derecha daba lasensación de ir areventar. El pelo se veíamate debido a la grasa, elflequillo apartado de lacara con una horquilla.

¿Dónde están?El calabozo de Dorothy

era igual que el mío enmuchos aspectos: camade madera sin colchón enlas lamas, descansandodirectamente sobre el

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armazón, el somierenvuelto en plástico, lasmismas vigas, la ventana,el piso de madera. Peroella no tenía televisor. Niradio. Ni estuche, niregla, ni lapiceros, nipapel, ni sacapuntas. Y,supuse, tampocochinchetas. Sin embargo,sí tenía dos recursos delos que yo carecía:

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agujas de hacer punto yvarios libros.

En otra parte de la casase oyeron gritos. En miala.

Intenté levantar aDorothy, hacer que semoviera.

Un portazo.Nuevamente en mi ala.

—Vamos, Dorothy,venga.

Se quedó de piedra.

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—Dorothy, Dorothy,tenemos que irnos.¡Ahora!

Pies a la carrera fuera,bajo nosotras.

Subiendo por laescalera.

Dorothy se pegó a lapared tras su cama.

Le tiré del brazo.Detrás de nosotras, en

el pasillo, una tabla del

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suelo crujió.Entonces fue cuando

admití que habíacometido un gravísimoerror de cálculo.

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13

Agente especialRoger Liu

En cuanto colgué aBoyd, Lola y yo salimosa la autopista Skyway, lacarretera a Indiana quepermitía ir a toda

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velocidad, con las lucesy la sirena encendidas.Llamé a la comisaría dePolicía de Indiana paraadvertirles de nuestrainminente llegada,instruyendo al jefe de queno moviera un dedo niefectuase ningunallamada por radio. Dijo:«Sin problema», yprometió sacar a sushombres de las calles

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utilizando un códigoinofensivo.

Cuando llegamos aGary, Indiana, apagamoslas luces y la sirena,decidiendo fundirnos conel paisaje de paja y trigode Indiana comocualquier otro vehículoparticular ese frío día deprimavera. El cielo eraun manto gris acerado,

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con tan solo una levepincelada de azul quepugnaba por defender susitio. El sol, un recuerdolejano tras la turbiaespuma.

Lola estaba alerta, suinstinto despierto, ya quesu sudor, que olía a OldSpice, impregnaba cadacentímetro del coche.Bajé mi ventanillamientras ella conducía.

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—Sube esa puñeteraventanilla, Liu, me va adar algo con ese ruidoinfernal.

El aire en rápidomovimiento también meresultaba molesto a mí, ysupongo que a una mujerque tenía los sentidos deun sabueso, más. Pulsé elbotón para subir laventanilla.

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Llegamos a lacomisaría, que había sidoconvertida en unaimprovisada central demando de dos hombres.La estructura, unrectángulo de una planta,tenía mesas grises decara a una partición demadera que llegaba porla cintura que a su vezdaba a la puerta. La

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barrera de agentesvestidos de azul queesperaba nos recibierabrillaba por su ausencia.Un agente de cierta edadme tendió la mano.

—Agente Liu, jefe depolicía. Este es miayudante, Hank. Losiento, sé que esperabamás de nosotros, peronada más colgarle a ustedcaí en la cuenta de que

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precisamente hoy, mandanarices, todos mismuchachos están en elfuneral de la esposa desu antiguo jefe. A doshoras y media dedistancia. Pero escuche,escuche esto.

El jefe se acercó más,mirándome a los ojospara acentuar lo que ibaa decir.

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—Escuche esto. No selo va a creer. Acaba dellamar la chica a la quesecuestraron. No mepuedo creer que hayasucedido en este precisoinstante.

—¿Que ha llamadoDorothy? —pregunté sindar crédito.

—¿Dorothy? ¿Quién esDorothy? No, la chica

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dijo que se llamaba LisaYyland.

—Osa rosa —musitóLola.

—¿Perdón? —quisosaber el jefe de policía.

—Olvídelo, olvídelo.¿Ha dicho usted LisaYyland? —inquirí.

—Sí, puede escuchar lagrabación. Llamó hacetres minutos. Yo lo heestado llamando a usted.

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Dijo que fuésemos alantiguo internado. Estáesperando. Dijo que nousáramos sirenas, que laspondríamos en peligro, aella y a otra chica.

Otra chica. Otrachica. Apuesto a que setrata de Dorothy.

—¿Quién es LisaYyland? Si usted estábuscando a Dorothy, ¿lo

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sabe usted?—Lo sabemos, sí. Un

equipo fue a examinar lacasa de Lisa cuandodesapareció de NewHampshire hará cosa deun mes. Una semanadespués de quedesapareciera Dorothy,la chica cuya pistaseguimos. Lisa cogió unamochila grande lamañana que desapareció,

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con ropa, una caja deltinte de pelo de su madre,un montón de comida yotras cosas. Pensaron queel contenido de lamochila apuntaba a unaúnica conclusión:sospecharon que se habíaescapado de casa. Elcaso acabó en manos deotro equipo, basándoseúnicamente en esos

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datos. Los putosparámetros y esosmalditos modelosinformáticos. Sabía queformaba parte de loscasos en los que estamostrabajando. —Me sequéla frente con el puño yapreté los dientes,reprimiendo un gruñidoprehistórico.

—Vamos, Roger.Vamos a ese sitio ahora

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mismo—instó Lola al tiempoque me tiraba deldoblado codo.

Lola tenía el tacto dellamarme Roger, en lugarde Liu, delante de otraspersonas, algo de lo queyo me daba perfectacuenta. Además, nuncame llamaba Roger amenos que quisiera

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sacarme de miensimismamiento.

—Jefe, ¿nos puedellevar a ese sitio?

—Cuente con ello. Nosllevaremos el Volvo deSammy. Sammy esnuestro operador. Nadiesospechará de ese trastooxidado. —El jefeseñaló a un hombregordo que se estabacomiendo un dónut,

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apoltronado en una silla,no muy despierto, delantede una centralitaempotrada en lo queparecía un armarucho. Elgordo Sammy asintió,mientras seguíamasticando, y le dio aljefe las llaves sin decirpalabra. El azúcar glasque tenía pegado en loslabios y la barbilla,

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además del hecho de quea la camisa de suuniforme le faltaran dosbotones, me recordó queestábamos en unapoblación pequeña, muypequeña.

Nos subimos al Volvocolor naranja de Sammy,el jefe de policía, suayudante, Lola y yo. Alos pies de Lola y a losmíos, en la parte de atrás,

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rodaron vasos de café degasolinera y comida paraperros de una bolsaabierta de Purina.Teníamos las armascargadas, amartilladas enla funda, y estábamoslistos para un baño desangre. Lola sacó la narizpor la ventanilla,siguiendo el olor de algopor el camino. Tenía los

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músculos crispados, losdedos con una rigidezcadavérica sobre losmuslos en tensión. Misemociones secorrespondían con elmensaje físico quetransmitía mi compañera.

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El Día 33continúa

Al volverme y dejar demirar a Dorothy vi algemelo de mi captor, y alhacerlo fui consciente enel acto de que tenía el

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deber de proteger acuatro personas: a mifuturo hijo, a la histéricaDorothy, al futuro hijo deDorothy y a mí. Calculéel valor de las lágrimas,como lava en ebullición,que salían de sus ojosinyectados en sangre.Una humedad fangosa lecaía por la cara, unaespecie de corrimientode tierras, como si la piel

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se le estuviesedeshaciendo. Preocupadade que estuviesedelirando y presenciandoel derretimiento de unafigura de cera, miré conmás atención y mepercaté de que el llantole abría surcos, como lamarea cuando baja en lablanda arena, y leemborronaba el

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maquillaje. ¿Maquillaje?Sí, maquillaje. Vaya.Poco después losenormes poros quequedaron a la vistapusieron de manifiesto algemelo idéntico alhombre al que yoacababa de matar. Surespiración profunda erade las que nacen de undolor insondable. Comoun toro hambriento al que

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hubiera picado una abeja,prácticamente hundía lospies en la madera delsuelo, preparándose paraembestir y ensartar.

Saqué cuatro rápidasconclusiones:

Brad ha encontrado asu hermano;

Brad tenía su propiojuego de llaves denuestros calabozos:

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colgaba flojo de su mano.Por suerte yo me habíaguardado el mío en elcarcaj que llevaba a laespalda nada más entraren la habitación deDorothy;

Brad no habíalevantado el vuelo;

Brad tiene intención dehacernos mucho daño:más incluso que antes.

—¡Mi hermano! —

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chilló, poniéndose aandar de un lado a otroen el cuarto de Dorothy yabalanzándose hacia mí—. Mi hermano, mihermano, mi hermano —decía sin parar, dándosemedia vuelta y yendoarriba y abajo ymoviendo los brazos.

En su terceraarremetida de gruñidos,

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reparé en una mella enuno de los cuatro botonesdorados de la mangaderecha de la un tantoextravagante americanade terciopelo azulmarino. Su aspecto estan impecable, pese a suamargura. Pero esamella...

Cuando me dio unrevés en la sien izquierdacomo si yo fuera una

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pelota de tenis y suantebrazo la raqueta, mefiguré que quizá la mellano fuese sino una visiónfutura, porque estoysegura de que fue micabeza la que la hizo.Quizás en mi continuaevaluación yplanificación de cadaminúsculo pasopreparase a mi cerebro

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para que anticiparaacciones en un futuropróximo. Como esnatural, no puedodemostrar esta teoría,pero algún día megustaría estudiar elfenómeno conneurocientíficos.

Con el golpe, todos losinterruptores deemociones cuyoencendido pudiese haber

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permitido, aunqueninguno de ellosestuviese realmenteencendido, se apagaron.Un grato vacío meinvadió al caer al suelo.Me convertí en unrecipiente. Un robot. Unautómata. Un androideasesino.

Con un ojoentrecerrado vi que una

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de mis flechas caseras sesalía del carcaj. La cogíal tiempo que echabamano del arco en laposición en la que meencontraba, boca abajo.Situándome de costadoen el cuarto de Dorothy,encajé la flecha en elarco y esperé a que minuevo, inquieto carcelerose volviera de cara a mí,todo lo cual ocurrió tres

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segundos después de queme diera con el brazo enla cabeza. Práctica.Práctica. La práctica haráque seas así: separa tusactos físicos de unarealidad pavorosa.Preguntadle a cualquiersoldado en cualquierguerra.

Dorothy estaba de pieen el colchón, gritando

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como una posesa como laprima donna en unaópera que tratara de laagonía y el horror,escrita por completo enDo séptima. Quizásincluso se hiciera añicosel aire con ese tonoensordecedor. Conmucho gusto habríasustituido su voz por miradio de mercadillo y elleve pianísimo de las

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llaves. No me dispuse acalmarla: no teníatiempo. Estaba tendida enel suelo delante de ella,ella destrozándose lascuerdas vocales detrás,en la cama, yo apuntandocon una flecha a nuestroenemigo mutuo. El ojocercano al golpe se mehinchó, un hilo de sangreme cegaba por ese lado.

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Sin embargo, mi tercerojo estaba ileso, no teníasangre, veía con claridady no sentía dolor alguno.

El gemelo giró sobresus talones hacia mí. Conmi presa atrapada a pocomás de un metro, leapunté con la flecha a losojos. Y, sin darle laoportunidad de queretrocediera o tansiquiera de que tuviera

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tiempo de dominarse,solté la flecha tirandosencillamente de lacuerda.

Vamos, flecha. Ve yclávate en él.

La flecha tembló en elaire, pero igual que unmisil termoguiado, subióy continuó en línea recta,manteniendo lavelocidad. Dio en el

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blanco: acertándole en lasensible sima situadaentre el cartílago de lanariz y la parte ósea de lamejilla izquierda, unosdos centímetros y mediopor debajo del párpadoinferior, la resueltamadera se hundió lobastante para no soltarse.Si hubiese podidopracticar con una balade heno, podría haberle

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atravesado el ojo yposiblemente el cerebro.

Se oyeron unos gritosespantosos. El gemelo sellevó una mano a la caray se arrancó la flecha, enmi opinión, la másestúpida de lasreacciones. «Si teapuñalan, no retires elcuchillo. Ve a buscar aun médico. La hoja

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cauterizará la sangre —me enseñó mi padre enuna ocasión, mientras mehablaba de la herida quetenía en el flancoderecho, infligida cuandoestaba en el Ejército—.Caminé más de quincekilómetros con elcuchillo de cocina delrebelde en los oblicuos.Si me lo hubiese sacado,ni tú ni yo estaríamos hoy

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aquí.»Un chorro de sangre

brotó de la mejilla deBrad, escurriéndose porla chaqueta de terciopeloal suelo. Una gotagrande, que se movíademasiado deprisa, seestrelló y me salpicó enlas manos. Dorothy,bendita fuera, dejó dechillar y, saltando de la

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cama, se situó a mi ladoy empezó a lanzarlelibros a la cabezasangrante de Brad. Elguardián entre elcenteno, El desayuno delos campeones, Cienaños de soledad, Laferia de las tinieblas, yotros clásicos que sesuelen estudiar en elinstituto —J. D. Salinger,Vonnegut, Márquez,

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Bradbury—, todos ellospasaron a ser armas ennuestra guerra. Recursocolectivo n.º 39:literatura.

Brad, reducido a unpelele lloroso, salióandando como un pato alpasillo y, con una manopresionando con fuerza elorificio sanguinolento desu cara, cerró de un

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portazo, torpemente,dejando caer las llaves.A mí me preocupabamenos volver a serprisionera y más tenerque vérmelas con unanimal herido. Losanimales heridos,enloquecidos por eldolor y vulnerables, notienen nada que perder ya nadie que los hagaentrar en razón.

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De manera que tenía auna hiena rabiosa fuerade la habitación y a unaadolescente histéricadentro: Dorothy habíavuelto a la camaemitiendo un sonido dedolor espeluznante. Mimariposa negra, aunqueyo estaba tendida de ladoen un deslucido suelo demadera, en un suelo que

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parecía estar hecho parapasearse por él, yescudriñé la ventanatriangular y supliqué paraque apareciesealeteando, no sepresentó.

¿Cómo no contaste conla posible presencia deBrad? ¿Cómo demonioscometiste semejanteerror de cálculo?, meeché en cara.

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Reconozco que misexpectativas con respectoa mí misma siempre hansido demasiado altas,poco realistas. Esperoser omnisciente, aunquesé perfectamente que nolo soy. Es un deseo,supongo, el deseo depoder controlar todo elconocimiento deluniverso y hacer buen

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uso de una inteligenciacolectiva. Resolver todaslas teorías sobre elespacio y el tiempo y lamateria versus la materiaoscura. El origen de lavida. El sentido de todo.

Con humildad, comosiempre que algo merecordaba mislimitaciones humanas,simplemente espero másde mí misma, sin hacer

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concesiones nunca a larealidad.

Di una vuelta alperímetro de mi nuevacárcel, recordándomeque había llamado a lapolicía. Esto acabarápronto, relájate,relájate, respira.Deberían llegar de unmomento a otro. Serámejor que lleguen antes

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de que vuelva a subirBrad. Será mejor quetrace un plan por si algose tuerce. ¿Y si el que mecogió el teléfono está enel ajo?

Dorothy estaba en lacama, aovillada como uncervatillo moribundo.Sus gemidosinterrumpieron eldesarrollo de mi plan.No estaba acostumbrada

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a incluir a nadie en misestrategias personales, yafuese en el laboratorioque tenía en casa o ahoraque estaba encarcelada.Tampoco estabaacostumbrada amantener, menos aún ainiciar, una conversacióncon una chica de miedad. En casa no teníaamigas. Mi único amigo

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era Lenny, mi amigodesde que tenía cuatroaños, mi novio desde loscatorce. Lenny era poeta,las emociones lodesbordaban, ydescubrimos que, cuandose juntaba conmigo,ambos quedábamoscompensados. Lennytenía un dominioasombroso del inglés; notardaba nada en ver

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patrones en un listado depalabras aparentementeinconexas; nuestrosprofesores siempreestaban intentandodesafiarlo. En quintometieron a Lenny en unaclase especial, para élsolo, y un especialistadel Consejo deEnseñanza Superior delestado de New

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Hampshire acudía unavez a la semana paraponerle tareasestimulantes. Personascon doctorados enFilosofía y en Medicina yen otras cienciasmencionaban la palabra«erudito» igual que si lotildaran de sufrir unTrastorno por Déficit deAtención. Sin embargo,creo que fue mi abuela,

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conocida simplementecomo Nana, la queproporcionó el mejordiagnóstico de todos.

Mi abuela cogió unavión a New Hampshiredesde su finca, enSavannah, unos ochomeses antes del Día 33.Mis padres habían ido aBoston a ver una obra deteatro de «Broadway en

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Boston», así que miabuela, Lenny y yoestábamos jugando alScrabble en la encimera,acomodados en lostaburetes altos con elrespaldo tapizado.Naturalmente Lennyganaba por unosdemoledores setentapuntos, y yo habíallegado a la conclusiónde que no tenía sentido

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seguir jugando.—Nana, ¿por qué no

hacemos dulce deazúcar? No tiene sentidoseguir —afirmé—. Hehecho los cálculos y esimposible que ganemos,así que podemos dejar dejugar. O ¿te apetece unapartida de ajedrez? ALenny se le da fatal laestrategia bélica,

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podemos destrozarlo.—Quieres decir que tú

nos puedes destrozar anosotros dos —puntualizó ella.

—Bueno, vale, vistoasí... —repuse. Habíaencendido mi interruptordel afecto, así que abrímucho los ojos y sonreí ami abuela, y ellarespondió guiñándome unojo de pobladas cejas.

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Me gustaban la suavidady la blancura de suarrugada piel, tan blancacomo su pelo blanco,rizado. A mis ojos era unfantasma luminoso: unespectro alegre en mivida. Su blusa roja conflores verde lima, sufalda larga, de pana rojacon un lazo de seda rosaa modo de cinturón, sus

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zuecos de piel rojos contiras púrpura—el pelo y la carablanquísimos, y sinembargo tan llenos decolor—, era como si unarcoíris envolviera suser.

Mi abuela era unaescritora que publicabauna serie de novelaspoliciacas que gozabande gran popularidad en la

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región. Su público eranseñoras de su edad que, adiferencia de ella, sepasaban la jubilaciónmeciéndose a orillas deun lago o en hogares deladrillo. A diferencia desu público, Nana nuncahacía concesiones a laedad: escribía y cosía,cosía y escribía, y hacíadulce de azúcar cuando

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venía a visitarme.Esa noche en concreto,

ocho meses antes del Día33, Lenny y yoacabábamos de empezarnuestro tercer año deinstituto. Era un viernesde mediados de octubre,hacía un día calurosopara esa época del año, ypor las ventanas de lacocina, abiertas, entrabauna brisa cálida, que

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hacía aletear los visillosdrapeados del fregaderode piedra natural. Miabuela se bajó deltaburete para acallar elhervidor de agua, quehabíamos puesto al fuegopara preparar té, cuandoempezó a silbar.

—¿Sabes qué? —observó—, Lenny esigual que nosotras. La

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diferencia, querida mía,es que él es el afortunadohuésped del parásitoliterario que sufríaDickens, fuera el quefuese, o del que sufreBob Dylan. Una tensióngloriosa que los simplesmortales no somoscapaces de embotellar.Ojalá estuviese yoaquejada de ella.

Mientras cubría el asa

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del hervidor con unagarrador acolchado,miré a Lenny comoausente, una de esasmiradas que según él ledan miedo.

—Lisa, no empieces —pidió mientras hacíachasquear los dedos pararomper el hechizo. Peromentalmente yo ya mehabía ido, me hallaba

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perdida en un esconditesolitario, invisible, enmodo estudio.

Cuando Nana redujo eldon que Lenny tiene parala literatura a unaenfermedadmicrobiológica, algo enmí hizo clic, algunacuestión de caráctercientífico me despertó lased de evaluación. Quizásu cordial comentario

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debiera tomarse con laligereza con la que sinduda mi abuela lo habíahecho, un ritmohumorístico para nuestracanción del fin desemana. Quizá no debierahaber elevado su teoría abiología probada, pero,mezclada con lamentalidad pervertida deuna adolescente, me

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sorprendí inmersa en unarrebato hormonal deciencia y deseo. Sí, quizáquisiera contraer laenfermedad de laspalabras de Lenny. Quizáfuese yo la causante delfallo de nuestraprotección amorosa: lacuestión es que nuestrohijo fue concebido esanoche, en el coche deLenny, después de

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ponernos morados deldulce de azúcar de miabuela. Estaba pensandocien por cien en lainoculación microbiana ycero por ciento en laovulación. Cienciaficción versus medicinaconsolidada. El únicodesliz que me permití: undesliz que fue posibledebido a mi breve

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tropezón en la batalla conlas hormonas. No megustaba ser adolescente.No me gustaba nada.

En cuanto tuve misiguiente periodo, quellegó y se fue sin que mehicieran falta Tampax,decidí que no volvería apermitir que un prosaicodeseo físico nublara mihabitual pensamientopreciso. Pedí perdón a

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Lenny y prometí que noharía descarrilar su vida,prometí que yo solaasumiría toda laresponsabilidad.Estábamos sentados unavez más en los mullidostaburetes de la cocina demi casa cuando le di lanoticia y le ofrecí misdisculpas. Mis padresestaban en el trabajo, y

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mi abuela, de vuelta enSavannah. Cuandomencioné que yo cargaríacon la responsabilidad,el emotivo Lenny rompióa llorar.

—Ni hablar —espetó.—Lenny, no, esto es

culpa mía.—No, es culpa mía. Yo

lo quería.—¿Que lo querías?—Cásate conmigo,

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Lisa.Calculé deprisa la edad

que teníamos y lo que nosesperaba en laadolescencia y laveintena. El silbido delhervidor anunció una vezmás un cambio profundoen nuestra vida, de modoque cuando dejé laencimera para quitar elutensilio del fuego, di

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una respuesta veraz ycalculada.

—Sí. Pero dentro deexactamente catorceaños, cuando tengamostreinta, cuando noshayamos licenciado y yosea científica y túescritor.

—De acuerdo —merespondió, secándose losojos con la manga ycogiendo un bolígrafo

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para plasmar su revuelointerior en un poemaescrito con letraprácticamente ilegible enuna servilleta de papel.

Para mí eso era elcolmo del romanticismo.Para Lenny, no tengo niidea. Se pasó el fin desemana encerrado en labiblioteca investigandopoetas que habían escrito

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sobre sus hijos y el lunesfue a clase con los ojosrojos y prácticamentedando saltos.

A mi abuela le daríaalgo cuando supiera quesu caprichosa analogíame había empujado ahacer lo que había hecho,así que no se lo contaría.Incluso diecisiete añosdespués me estremezcoal escribir esto, temiendo

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que a sus ochenta y ochoaños acabe descubriendola verdad sobre subisnieto.

Entonces, en la celdade Dorothy, me vinierona la memoria mi abuela yla noche de susproféticas palabras ochomeses antes. Me acerquéa la cama de Dorothy, sucuerpo doblado hacia mí

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como un cruasándeforme, con masaabultada en el centro. Nosabía cómo consolarla, ycontarle que habíamatado al otrosecuestrador en mi celdaprobablemente laenajenara. No creo quetuviéramos los mismosgustos en materia dejusticia.

Brad estaba abajo,

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yendo de un lado a otro ytirando cosas,completamente fuera decontrol, a juzgar por losgritos de loco quepegaba. Una silla o unamesita debían de haberseestrellado contra unapared, teniendo en cuentael ruido sordo que llegóhasta nosotras, en latercera planta.

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Esto acabará pronto.¿Dónde está la policía?La policía vendrá. Y nossalvará. ¿Dóndedemonios se mete?Debería llegar de unmomento a otro. ¿Nodebería estar ya aquí?

Sabía que podía forzarla cerradura de Dorothyen un abrir y cerrar deojos, ya había evaluado

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ese recurso al entrar:cerradura vieja, fácil deabrir, Recurso n.º 38.Pero no tenía sentidohacer nada hasta quellegaran los polis o, encaso de que no fuera así,hasta que Brad saliera dela casa. Por suerte, eramás fácil oír cualquiercosa que pasara fuera oabajo en el ala deDorothy. Estaba segura

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de que si no hacíamosruido, encontraríamos elmomento adecuado paraforzar la cerradura y salirde allí. Así que en lugarde pasearme por lahabitación y seguirevaluando cosas, miúnica misión consistía entranquilizar a Dorothy.Tendríamos que aguzar eloído, escuchar, esperar y,

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si la poli no venía,armarnos de paciencia —Recurso n.º 11— yconfiar en que Brad semarchase. Y después,después, tendríamos quedarnos prisa.

Dorothy teníaconvulsiones, y fueentonces cuando reparéen su vestido colorpúrpura, arrugado y sinforrar, algo que mi madre

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jamás me habría dejadoponer: vamos,confeccionado en serie yde mala calidad.Contemplé, por primeravez desde mi cautiverio,lo que llevaba puesto yo:mis pantalones negrospremamá, cosidos amano en Francia,sorprendentementeseguían conservando la

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forma y no tenían muchasarrugas. Mi madre mecompró dos pares el díaque se enteró de queestaba embarazada. «Nohace falta que pasemospor esta prueba demanera incivilizada,Lisa. Irás bien vestida.Basta ya de estasridículas prendas anchas.Tu aspecto es importantepor muchas razones,

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dichas y no dichas,personales eimpersonales —asegurómientras se quitaba unamigaja invisible de laalmidonada camisa y seenderezaba los gemelosde diamantes, quedescansaban bajo susiniciales bordadas—. Notiene nada que ver con lariqueza. Te podría haber

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comprado diez vestidospremamá baratos por elprecio de estos dospantalones, como haría lamayoría de las mujeresembarazadas, pero lacalidad es la calidad. Ydesde el punto de vistaeconómico es unaestupidez anteponer lacantidad a la calidad. Estirar el dinero.» Apartóel aire con los dedos

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como para relegar laruina financiera a unrincón polvoriento, fuerade su exaltada vista.Entonces me pregunté porqué le preocupaba másmi estilo que miembarazo, pero ahoraentiendo que no era másque su forma desobrellevar la situación.

En la calidad de mis

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pantalones no se hallabala respuesta a cómocalmar a Dorothy: lascosturas bien cosidas deltejido, mezcla de algodónfrancés, no me dieron lasolución al problema.Dorothy empezó a tenerarcadas de tanto sollozar,y acto seguido empezó adesvariar y aporrear elcolchón con los puños. Amí me daba un bote la

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cabeza con cada uno desus golpes. Una vezaliviada la tensión, lapobre Dorothy perdió elcontrol mental quepudiera tener antes.Supuse que si me hubieramirado a los ojos, habríavisto que las pupilas ledaban vueltas, como esosojitos de plástico blancosy negros que se pegan de

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las tiendas demanualidades.

¿Dónde demoniosestán los polis? Ahora síque están tardando. Mehe acordado de miabuela. Me he acordadode mi madre. Estoysentada en el suelo, mesale sangre de la cara.Algo no funciona. Algova mal. Tengo quearreglar esto. Tenemos

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que salir de aquí.Un objeto pesado se

estrelló contra otroobjeto pesado abajo,después se oyó un aullidocapaz de hacer que a unole estallara la cabeza,algo como: «Nooooooo,mi hermanooo.»

Vete olvidando de quevaya a venir a salvarnosalguien. No cuentes con

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nadie. Cuenta solocontigo misma. Céntrateen Dorothy. Que estétranquila. En algúnmomento Brad tendráque salir. Ir por unaherramienta o algo.Saldrá, y entoncestendremos que estarpreparadas. Tranquilizaa Dorothy.

La única tranquilidadque podía ofrecer a

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Dorothy consistió ensentarme con las piernascruzadas a lo indio yapoyar una mano junto asu almohada. La otra latenía en alto, pararestañar la sangre queseguía manando de micara. Pensé que tener lamano tan cerca de ella lepermitiría cogérmela amodo de asidero, eso si

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lograba centrarse en lascosas que tenía alrededoren la realidad. Sinembargo, por mi parteese gesto no era más queun remedo de algo que vihacer a mi abuela por mipadre cuando suhermana, la hija de Nana,murió. Mi abuela tambiénlloraba, pero estaba tanagotada que solo le pudoofrecer ese pequeño

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gesto mudo a mi padre.Mi padre estaba muyunido a la tía Lindy. Sellevaban nueve meses, ysu cáncer fue veloz eimplacable.

Mi madre y yoconsolamos a mi abuela ya mi padre a nuestramanera. En lugar dellorar, elaboramos unitinerario sumamente

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pormenorizado parapasar un mes recorriendoItalia los cuatro: mimadre, mi padre, miabuela y yo. No estoysegura de que mi madre yyo hayamos habladonunca directamente de lamuerte de la tía Lindy.Seguí su ejemplo en lotocante a la emoción quehabía que mostrarguardando silencio en

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casa y me centré en laplanificación minuto aminuto de museos,iglesias y restaurantes.Echaba de menos a la tíaLindy, claro, pero llorarsu muerte no ayudaría ennada a mi padre, nitampoco sería de utilidadpara analizar lasmuestras de sangre deLindy, que había podido

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extraer cuando lasenfermeras no miraban.La tía Lindy me puso enla mano uno de sus vialesy me dijo al oído: «Conese cerebro tuyo,encuentra una cura olucha contra la injusticiaen el futuro, hija. Nopermitas que tu cerebrose eche a perder. —Tragó saliva condificultad, haciendo un

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esfuerzo para continuar apesar de la continuasequedad de su boca—:Y que les den a esosmédicos que te dan eltostón con lo de lasemociones. La única queimporta es el amor, ycreo que a esa emociónle has echado el lazo ytienes sus riendas.»

¿Era amor lo que debía

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permitir que aflorarapara esa chica que estabatendida en la cama? ¿Aesa pobre desgraciadaque se hallaba sumida enalgo que a mí se meescapaba? Alguien quese encontraba en elmismo estado que yo,pero que se hallabaexperimentando unaemoción que yo eraincapaz de comprender

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en ese momento.Poniendo una mano pocoentusiasta en la sábana dealgodón con bolas, notéel calor que desprendíala mejilla de Dorothy.Estudié sus escuálidosbrazos y me pregunté sihabría comido algodesde que estabaencerrada allí. Desdeluego la comida no: yo

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había matado al que se lallevaba.

En ese punto el sol noera más de un borrón deun blanco granuladodetrás de unas nubesennegrecidas: un fracasode día. Las sombras en lafría habitación deDorothy me recordaronque la noche seavecinaba, aunque nopodía ser mucho más de

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mediodía.Los sonidos eran

distintos en esa parte deledificio. La naturaleza sedejaba oír fuera: losmugidos de vacas y dealgún que otro cencerro alo lejos. Además, dadoque alguien había tiradouna piedra o alguna otracosa y había hecho unagujero en la alta ventana

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triangular, se colaba unaire cortante, que traíaconsigo un olor a hierbay estiércol. A tamañasobrecarga sensorial sevenían a sumar los ruidosque hacía abajo nuestroagitado captor al tirarobjetos y soltarimprecaciones. Unanimal enjaulado; losbarrotes: su propialocura.

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La poli no va a venir.Diseña otra escapatoria.

Sin embargo, pese alincesante ruido, Dorothylogró desasirse de susemociones cuando apoyéla mano cerca de sucabeza. Me apretó losdedos con tal fuerza quese me pasó por la cabezaque yo debía de ser elprecipicio, y ella la

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escaladora que habíacaído, sus uñasclavándose en un salienterocoso, suspendida en elfilo del mundo. Noobstante no me atreví amoverme ni uncentímetro, ya que conuna respiración máspausada y profunda,inexplicablemente losojos se le fueron cayendopoco a poco hasta

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quedarse dormida. En elúltimo pestañeo, susgrandes y humedecidosojos azules se clavaronen los míos. Nuestrascaras estaban a menos demedio metro dedistancia. En esemomento Dorothy M.Salucci se convirtió en lamejor amiga que habíatenido en mi vida.

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Encendí el interruptor delamor —expresamentepara ella— con laesperanza de que esaemoción me motivara adesarrollar un nuevo planpara salvarnos a las dos,a los cuatro.

El amor es la emociónque más fácil resultaapagar, pero la másdifícil de encender. Encambio, las emociones

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que se encienden con másfacilidad, pero cuestamás apagar, son: el odio,el remordimiento, laculpa y, la más fácil detodas, el miedo. Elenamoramiento es algocompletamente distinto.A decir verdad, elenamoramiento no sedebería considerar unaemoción. El

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enamoramiento es unestado involuntariocausado por una reacciónquímica mensurable, queprovoca un ciclo adictivoque la parte física de unodesea mantenerconstantemente. Hasta elmomento, solo me heenamorado una vez: eldía que una vidaminúscula palpitó en micuerpo. Menudo día para

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mí: la conmoción de serconsciente de ello, unsentimiento que sedisfrazó de emoción,abriéndose paso hasta micorazón y enterrándoseallí. Haría cualquier cosapara proteger y prolongaresta adicción al amorsupremo, un amor queirrumpió en mi vida ypara el que no había

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interruptor que valiera.El amor corriente y

moliente, por otra parte,es, sin duda alguna, unaemoción, una que vienecon un interruptorobstinado, aunqueproductivo, cuando estáencendido. Y fue ese elinterruptor al que yo le dimientras veía descansar aDorothy, su mejillamojada sobre mis dedos,

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ahora sin sangre.

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Agente especialRoger Liu

A veces, cuando piensoen ese día, me entranganas de estrangular a lapersona que tenga máscerca y lanzar un ladrillo

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a la primera ventana quevea. Qué frustrante, estartan cerca y tan atados depies y manos.

El centro de Indiana escomo el norte del estadode Nueva York, solo quemás llano. Es decir, másllano que llano. Lapoblación que constituíanuestro punto de destinoestaba atravesada enlínea recta, literalmente

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recta, por unaexasperante carretera decuatro carriles con milmillones de semáforos,que debían de haber sidoinstalados para cabrear alos que tenían que pasarpor allí, pero no a loshabitantes de la ciudad,que dan la impresión deir de paseo de un sitio aotro encantados, parando

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por completo cuandoestaban en ámbar. Elalquitrán de esa arteriaprincipal era de un grisgastado, desvaído, uncolor atribuible al millónde días de un sol decampo que caía a plomo,de esos días en queejércitos de escarabajosinvisibles chirrían alunísono. Sin embargo eldía del que hablo ya nos

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habría gustado quehiciese un calorachicharrante; no, el díadel que hablo era un díafrío de primavera, yaunque el insufribleasfalto gris seguíaestando desvaído, habíamanchones de un colormás oscuro debido a lasintermitentes gotas delluvia que escapaban de

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las negras nubes delcielo.

Atravesamos lalocalidad comofantasmas silenciosos,dejando atrás lasgasolineras y losaparcamientos desiertosde pequeñas ferreterías yestablecimientos de todoa cinco centavos. Un parde mujeres empujabancarritos de la compra por

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el borde de la carretera,aunque no había ningúnsupermercado a la vista.Nos deslizábamos ensilencio, conscientes enel interior del vehículode nuestro deseo de noponer sobre aviso a losdelincuentes quepudiesen ser cómplicesde la trama quepretendíamos

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desenmarañar. El Volvocolor naranja en el queíbamos, no obstante, erauna sirena en sí mismo;el ausente silenciador,una sirena de niebla queanunciaba nuestrapresencia.

Pasamos por unedificio abandonadodonde llamaba laatención la delatoraatalaya de un KFC. En

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las ventanas entabladashabían pintado conespray azul ELEC, con unaflecha que apuntaba haciaabajo, a una presunta redde cables subterránea.Me pregunté por qué eseELEC no estaría pintadode naranja, unpensamiento indulgente,dado lo que nosesperaba.

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Con el ruido de fondodel escacharrado Volvode Sammy, el jefeintentaba hablar conmigoy con Lola, en la parte deatrás. Me eché haciadelante, apoyando unamano en la esquina de suenvolvente asiento.

—¿Qué? —chillé.Me desabroché el

cinturón para acercarme

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más, pero ni siquiera asíera capaz de oír lo quedecía el jefe de policía.A mis oídos, el runrúndel motor era como siestuviese en el escenarioen un concierto de LedZeppelin.

El jefe apartó la vistade la carretera y volvióla cabeza para mirarnos aLola y a mí. Me echéhacia atrás, pero no me

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volví a abrochar elcinturón. Miré a Lola,que se apretaba losmuslos con más fuerza sicabe. Debía de tener losdedos azules.

—¿Llevan muchotiempo con este caso,agentes?—quiso saber el jefe.

—Ehhh... jefe... —dijoLola, apuntando delante.

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Yo también me volví,pues tampoco estabapendiente de la carretera.

No estoy seguro de sigrité al ver el camión quevenía de frente o de siLola gritó al ver lavelocidad de vértigo a laque conducía el camión,que iba directo hacianosotros. Recuerdo queel jefe de policía volvió

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la vista al frente denuevo y dio un rápidovolantazo para evitarchocar. Curiosamente,recuerdo imágenescongeladas de accionesque sucedieron después,como que extendí elbrazo a un lado paraagarrar a Lola, quellevaba el cinturón deseguridad puesto, justocuando ella hacía lo

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mismo conmigo, y que elayudante del jefe sesujetó el ala delsombrero, como sitemiese que se fuera adesatar un vendaval en elasiento de delante.También me acuerdo deque me pregunté por quéel ayudante no gritó alver al descontroladocamión, pero la otra

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imagen fija que recuerdoes de él levantando lacabeza del mapa que leíaapoyado en el regazo.

Hay quien dice que unchoque se vive a cámaralenta y que el sonido seescucha a modo de notasindividuales, que se vandesplegando una por una,un acordeón que se abredespacio. Por mi parte,experimenté un dolor

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punzante en los oídos delestampido sónico que seprodujo cuando el motordel Volvo de Sammy seestrelló frontalmentecontra una farola quecustodiaba la entrada deun centro comercialalargado. Durante uninstante, cuando me dicon la cabeza contra eltecho, lo vi todo negro.

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Lo siguiente que supe eraque Lola me metía losbrazos bajo las axilaspara sacarmeheroicamente delvehículo. Hollywoodhabría dicho: «Claquetafinal», ya que cuando lostacones de mis zapatosgolpearon la calzada, lafarola cayó encima delpobre coche de Sammy,destrozándolo más aún.

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Allí estábamos, Lola yyo tirados, resollando,agarrándonos lasensangrentadas cabezas;el jefe y su ayudante, alos que también habíaliberado Lola,inconscientes. Conseguísentarme haciendo unesfuerzo, apoyándome enlos temblorosos brazos, einspeccioné el campo de

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batalla. El jefe de policíaestaba tendido en elsuelo, boca abajo, en ellado del conductor, loshombros dislocados y, atodas luces, los dosbrazos rotos, a juzgar porel ángulo, propio de unamuñeca de trapo. Elayudante estaba en ellado del copiloto,asimismo boca abajo enla calzada. En la frente

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tenía un tajo que lebajaba por el ojoderecho, cerrado, leatravesaba la mejilla yterminaba por debajo delmentón. Le sangraba. Lequedará una cicatriztremenda, pensé. Elsombrero que toqueteabahabía ido a parar dado lavuelta a metro y mediode su tobillo izquierdo,

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que tenía torcido haciadonde no debía. Elzumbido de estática delwalkie-talkie del jefe medijo que Sammy-el-operador-traga-dónutshabía salido Dios sabíaadónde. Estábamossolos.

Con el jefe y suayudante malheridos, eloperador ilocalizable, elresto del endeble cuerpo

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de policía a dos horas ymedia asistiendo a unfuneral y mis refuerzos, alos que llamé cuandosalimos de comisaría ytenían la dirección delinternado Appletree,igualmente a dos o treshoras, solo podía haceruna llamada.

—Lola, mi teléfono,¿dónde está mi teléfono?

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—pregunté mientras mesentaba más recto ycerraba los ojos alhablar. La sangre que seme agolpaba a la cabezalatía ruidosamente,exigiéndome que dejarade hablar—. Lola, miteléfono, mi teléfono,búscame el teléfono.

Con los ojosentrecerrados, vi quegateaba como podía por

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el sitio, las manosapoyadas con fuerza enlas piedrecillas sueltasde la capa superior delalquitrán. Entró de nuevoen el aplastado coche,que emitía sonidosmetálicos, las puertasaún entreabiertas decuando nos sacó. Penséque quizá volviera acuatro patas con la antena

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de mi teléfono en laboca, como el perro decaza que cobra un patomuerto.

Empecé a vervagamente a otraspersonas con el rabillodel ojo. En el interior delcoche se oyó un golpeteo,lo cual me obligó amirarlo con másatención. Del humeantecapó salían llamas, el

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motor incendiado. Unasllamas anaranjadasurgentes se extendían y sereplegaban, dedosabrasadores quebuscabandesesperadamente tocarpiel y dejar cicatrices.Bajo el maleteroserpenteaba un reguerode gasolina que seacercaba cada vez más a

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mi pie.—¡Lola! ¡Sal del coche

ahora mismo! ¡Fuego!No creo que me oyese,

porque a decir verdad nocreo que estuvieragritando. Me sentíaatrapado en uno de esossueños, intentando chillara pleno pulmón, peroincapaz de proferirningún sonido.

Probé de nuevo:

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—¡Lola! ¡Fuego! —Mepuse de pie, las piernastemblándome, y nada máshacerlo, la vi salir deespaldas. Se irguió, metiró el teléfono a la caray salió disparada hacia eljefe y su ayudante, queseguían inconscientes ydemasiado cerca delmotor.

Dejé que el teléfono

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cayera al suelo y meacerqué como pude aljefe y su ayudante.Haciendo mi parte deltrabajo, tiré del ayudanteen la dirección opuesta ala de Lola, que arrastrabaal jefe, lo bastante lejos ylo bastante deprisa paraevitar la pinturallameante que empezó allover sobre la escenacuando el coche explotó

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y salió despedido por losaires.

Una vez a salvo, merecosté en el suelo ycontemplé el infiernofascinado, comohipnotizado. El fuego sepropagaba con saña,daba la sensación de quese sentía furioso porhaber sido liberado,como si hubiese estado

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embotellado durantesiglos bajo el capó delVolvo de Sammy.

Y siempre me pasa lomismo cuando veo unfuego, pues recuerdo lavez que mi padre leprendió fuego a nuestrogranero, cuando yo teníacinco años. El día queincendió el granero, justocuando llevábamos unasemana en posesión de

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las gallinas y mi madre ymi hermano pequeñohabían salido a hacer lacompra, mi padre mepidió que entrara en casapor unas Pepsis frías.Con independencia de lorápido que fuera, tardaralo que tardase en entraren casa con mis pies decinco años, abrir lanevera, coger las dos

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botellas y salir corriendocon mi padre, eso mismotardó la hierba seca quemi padre habíarastrillado para hacer unahoguera en prenderse conuna ráfaga de vientoprocedente de losGrandes Lagos que seintrodujo por las grietasde las tablas secas delgranero. Allí estaba yo,sin poder hacer nada, con

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las Pepsis en las manoscomo si estuvieseestrangulando a dosgansos. Una barrera detemible fuego se alzabahacia arriba, del suelo alcielo, sin llamaslaterales, sin dudar uninstante en la dirección,las llamas subiendo ysubiendo yempujándome,

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pegándome a la casa.«¡Ve dentro! —debió

de gritarme mi padre,moviendo los brazoscomo un loco—. ¡Vedentro! —debió derepetir chillando a plenopulmón.» Pero yo loúnico que oía era elsilbido fragoroso de lasllamas rojas yanaranjadas, que insistíanen que no apartara la

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vista de ellas. Muchosaños después, en elcentro de Indiana,mientras hacía lo mismo—mirar sin pestañearcómo ardía el Volvo—,sobre mi cabeza sedibujó una sombra. Unade las mujeres queempujaba un carrito de lacompra a la quehabíamos dejado atrás

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escasos momentos antesintentaba protegerme conun paraguas de lasirregulares gotas delluvia.

—¿Está usted herido?¿Oye lo que le digo? —quiso saber. Yo no oía loque decía.

—Mi teléfono —lepedí, señalando el sitiodonde lo había dejadocaer, a unos tres metros.

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—¿El qué?—El teléfono. Mi

teléfono. Por favor, estáahí, mi teléfono.

La mujer, de unoscincuenta y tantos años,con una permanenteapelmazada de un rubiosucio, una bata y unaszapatillas con manchasde la carretera, fue haciadonde le indicaba, se

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inclinó como si fuese unaabuelita anciana, volvióy me dio el teléfono conla boca abierta.

Empezaron a oírsegritos procedentes delcentro comercial, perosolo como una masacolectiva de sonido enmovimiento, que apaguéo bien porque se mehabían reventado lostímpanos o porque tenía

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que centrarme en lallamada que debía hacer.Lola estaba sentada,recuperando el aliento,con la muñeca del jefe enlas manos, tomándole elpulso con ayuda de sureloj Sanyo. A juzgar porlo dilatado de susorificios nasales y sunariz moquiteante, supeque le preocupaba el

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silencio que se hacíaentre latido y latido.

Estoy seguro de quetenía el juicio nubladocuando realicé lallamada. Estoy seguro deque infringídeliberadamente todoslos códigos de losdepartamentos, pero enese momento sentía queno tenía elección.

—Boyd —dije cuando

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respondió—. Me temoque al final voy anecesitar su ayuda.

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16

El Día 33continúa, vete

And I know it seemsuseless,

I know how it alwaysturns out

Georgia, since

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everything’s possibleWe will still go, go

THE INNOCENCEMISSION, Go

Dorothy, esta es laimagen que conservo deella, como una vieja ypreciada Polaroid quellevara en el bolso, lafoto cambiada

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únicamente por la pátinadel tiempo, pero así ytodo y por siempre jamásla misma en cuanto a sunostalgia desgarradora.Dorothy, durmiendoapaciblemente, en shockpor cortesía de suscaptores, enfermapor cortesía de suscaptores, los rizos rubiossubiendo y bajando alritmo de su respiración.

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Quería acompasar mirespiración a la suyapara convertirme en unabella durmiente comoella. Tener a alguien quevelase por mí, que meprotegiera de los lobos,de los dragones; sinembargo, solo la dulceDorothy, mi nueva amiga,mi única amiga, la quemás comprendía mi

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deseo de tener un hijo,solo ella era digna deesas consideraciones.Solo Dorothy merecíahacer una pausa antes dela tormenta. Yo, yo noera más que un arma.

¿Cómo podía dormir?Lo entendía, de verdadque lo entendía. Encuanto le di la mano en laalmohada, probablementese permitiera sucumbir a

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la batalla contra elinsomnio y la fiebre queestaba librando. Yodebía salvarla. Habíadepositado su destino enmis manos.

Y yo tenía cosas quehacer. Y aunque habíaencendido el interruptordel amor por Dorothy, notenía ningún otrointerruptor encendido. Ni

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siquiera el del enfado.Había abandonado todaesperanza de que fuese aaparecer la policía, asíque aparté de mi cabezala posibilidad de queapareciese.

Los gemidos de Bradycarita agujereadaempezaron a alejarse,fuera, yendo hacia mi alay la cocina y su hermanomuerto, electrocutado.

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Me figuré que no tardaríamucho en volver. Ysupuse queprobablementerecuperase del cadáverde su hermano algún útilo aparato o artefacto decarácter sentimentaldemente y despuésvolviese a la cocina. Unavez allí no tardaría endarse cuenta de que yo

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había utilizado elteléfono, en cuanto vieraque había dejado elsobre con la direcciónbajo el cable colgando.Dándose con la mano enla frente como unzopenco y diciendo: oh,no, acabaría cayendo enque había llamado a lapolicía. No estabadispuesta a subestimar almás listo de los gemelos

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tontos. La durmienteDorothy y yo teníamoscuatro minutos paraescapar y llegar hasta lafurgoneta.

Cogí y me guardé elRecurso n.º 40 —lasagujas de hacer punto deDorothy— en el carcajque llevaba a la espaldamientras zarandeaba aDorothy para que

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despertara. Acto seguidole quité del pelo elRecurso n.º 41, lahorquilla, y me acerqué ala puerta cerrada. Solodos meses antes me lashabía apañado para darleunos primorosos puntosen la afeitada piel de lapata con una agujaminúscula a JacksonBrown, que se habíaherido con el borde de un

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tejado dentado cuandoperseguía a una palomaarrulladora. Así que,dado que por dentro mesentía una cirujana,forzar la cerradura de lapuerta de la celda deDorothy fue tan fácilcomo abrir una lata decaracolas de canela dePillsbury con el extremoplano de un tenedor. Pop.

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Con la puerta abierta,despertar a Dorothy pasóa ser una responsabilidady un deber. Volví a sucama y, nada más llegar,me incliné hacia ella, quelevantaba la cabeza. Conuna mano, la que teníamanchada de la sangredel ojo, le tapé confuerza los secos,agrietados labios

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mientras la miraba a losahora asustados ojos.

—Dorothy, no digasnada. Y me refiero a queno hagas un solo ruido siquieres seguir con vida.Ven conmigo, deprisa.Levanta, deprisa. —Noquité la mano, porque noestaba muy segura de sime entendía—.¿Entiendes lo que tedigo? Si haces un solo

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ruido, estamos perdidas.Tienes que estartecalladita y seguirme.¿Entendido? —El carcajme daba contra elhombro inclinadohaciendo que las agujasde hacer punto, lasflechas caseras y lasllaves tintinearan.

Dorothy movió lacabeza para indicar que

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entendía.Retiré la mano

despacio, y ella selimpió mi sangre de loslabios.

¿Ahora somoshermanas de sangre?¿Será eso lo quesignifica tener unaamiga íntima?

Para.Pon fin a estos

ridículos pensamientos.

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Ve a la furgoneta.Sinceramente,

cualquiera diría quehabía secuestrado yo a lachica. La tenía que irempujando por detrás,dándole con los dedosíndice y corazón en laespalda como si fuese unarma. Las piernas, laesquelética y la hinchada,le temblaban de

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cansancio y vomitonaemocional, y no parabade volver la cabeza paralanzarme miradasinquisitivas con susojillos de cachorro deperro.

—Date la vuelta ysigue andando. No hagasruido—le decía una y otra vez.

Paso a paso cruzamosel umbral. No se decidía

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a bajar la escalera, memiraba constantementecon una expresión quedecía: ¿estás segura?,¿estás segura? Empujécon más fuerza con lapistola que formaban misdedos. Tenía la espaldaagarrotada y tensa, enlugar de carnosa, que eracomo debería, dado suavanzado estado de

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gestación.Puesto que había

llovido, el denso olor acerrado y humedad de laescalera nos lanzó ungancho rápido a la nariz,tanto más intenso quecuando hacía sol. Igualque si de sales se tratase,el moho debió deespabilar a Dorothy, yaque pegó un bote y sequedó helada. La empujé

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de nuevo.No estaba enfadada con

Dorothy. Apenas teníaemociones. Lo único quequería era que secentrase y acelerara ellento ritmo. Dorothy en síno era un recurso, estabaclaro. Pero era mi amigainstantánea y ahora sehallaba bajo miprotección, y habíamos

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forjado unos lazos tácitosque nadie más podríaentender, ni siquiera yomisma. Así que aunque ledaba instrucciones agruñido limpio, tambiénme detuve en dosocasiones para darleunas palmaditas en laespalda y decirle:«Vamos, ahora tienes queser fuerte. Puedeshacerlo», que es lo que

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mi madre le dijo a mipadre cuando este tuvoque echar la primerapalada de tierra sobre latumba de la tía Lindy.

Íbamos por la mitad dela escalera, no faltabamucho para llegar alúltimo tramo. Agarré aDorothy del grasientopelo para que no siguierabajando y retenerla.

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Temiendo el regreso deBrad, agucé el oído paracaptar sonidos de pasosen el alquitrán y laspiedrecitas de fuera, larespiración superficialde Dorothy llenaba laescalera de una estáticasorda, como una ancianacon neumonía, los cortossilbidos cargados deflema. Al cogerle lamuñeca, me di cuenta de

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que el corazón le latíademasiado deprisa;cuando le toqué la frentecon la manoensangrentada, noté quecasi le ardía. Me miróuna vez más a los ojos, yen ese segundo instanteen que reforzábamos loslazos que nos unían, sinnecesidad de que elladijera nada, repuse: «Lo

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sé.»Según mis cálculos,

disponíamos dealrededor de un minuto ymedio para llegar a laplanta de abajo, salir deledificio, cruzar elpequeño aparcamiento yenfilar el camino quellevaba al bosque antesde que Brad saliera demi ala. Había visualizadoel mundo exterior y el

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sendero que conducía ala furgoneta desde elprimer día que pasé enese infierno, aun cuandotenía los ojos vendados yla bolsa en la cabeza alllegar. Conté los pasos,grabé en mi cerebro laelasticidad del suelo,sentí el aire para ver quétiempo hacía y volquéesos detalles a una

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memoria visual delterreno, la topografía y latemperatura. Realicémentalmente el recorridode la furgoneta aledificio y del edificio ala furgoneta cien milveces. Y ¿sabéis qué?Aparte de que el edificiofuera un edificio blanco—un antiguo internado—y no una granja blanca, dien el clavo en cada

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detalle. Lo que demuestrade lo que son capaces lossentidos y la memoria,los conocimientosprevios y la confianza siuno es capaz dedespojarse de lasimproductivasdistracciones del miedo ylas expectativas.Escuchar. Oler. Probar.Ver. Vivir. Evaluar. En

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tiempo real.La mayoría de la gente

tan solo percibe un unopor ciento de los coloresdentro del vasto espectrode los matices. Lospocos que ven más deese uno por ciento o bienhablan de la decepciónque sufren con la pobrepercepción de la vidaque tiene el resto de lagente o bien afirman

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haber visto el cielo ensus sueños. Esos seresafortunados cuentan conun supersentido.

Un artículo recientepublicado en la revistaScientific American merecordó el supersentidoque experimenté duranteel tiempo que pasé en laprisión de Appletree.Resumiendo la

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investigación publicadaen el Journal ofNeuroscience sobre laneuroplasticidad demodalidad cruzada de lossordos y los ciegos, elartículo sostenía: «Estainvestigación... sirvepara recordar que ennuestro cerebrodescansan superpoderesocultos.» Para los que nosabéis lo que es la

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neuroplasticidad demodalidad cruzada:básicamente es lacapacidad que tiene elcerebro de reorganizarseen aquellas áreas en lasque una persona puedahallarse privada de algúnsentido. Por ejemplo, que«los individuos sordosperciben estímulossensoriales, lo cual hace

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que sean susceptibles decaptar una ilusiónperceptual que quienespueden oír noexperimentan». Me gustómucho el párrafointroductorio del artículode esa publicación, queafirmaba, de un modobastante sucinto a mimodo de ver: «Laexperiencia moldea eldesarrollo del cerebro a

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lo largo de la vida, perola neuroplasticidad varíade un sistema cerebral aotro.»

Como una personasorda, una persona ciega,una persona privada dediversos sentidos, unapersona que, como yo,con la práctica, construyóunos modelos derealidad, una dimensión

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de sentidos distinta quese superpusieron almundo de una maneramuy veraz. Quizá lasemociones no sean másque otro conjunto desentidos, y su ausenciacontribuya a que setengan un oído, tacto,olfato, vista, imaginaciónprecisos.

Quizá.Quién sabe.

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Al no oír pasos,bajamos la últimaescalera y salimos alexterior. Tras mirar aizquierda y derecha y nover ni rastro de Brad,empujé a Dorothy endiagonal por la zonaalquitranada hacia elclaro desde el quearrancaba el camino a lafurgoneta. Estábamos tan

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cerca que nuestroscuerpos prácticamenteeran uno. La sombra queproyectábamos era dedos montañas unidas condos barrigones, queestudié impresionadacuando llegamos alprincipio del camino.

¿Somos una únicachica? ¿La mismachica? ¿Somos todasiguales a los dieciséis

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años? Tan dispuestas avivir la vida, y sinembargo tan jóvenes.Tengo que salvarnos alas dos. A los cuatro.

Me eché hacia delantepara hablarle al oído aDorothy mientras sacabalas llaves del carcaj. Elcalor que emanaba sucuerpo me hizo pensarque podía entrar en

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combustión; la cara seme puso roja. No me dicuenta de que llovíahasta que el agua merefrescó, llevándoseconsigo el calor deDorothy.

—Dorothy, camina enlínea recta un minutoexactamente. Corriendotardarías menos, sipuedes. Confía en mí, séque meterse ahí dentro

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asusta, y sé que estaráoscuro, pero al finalverás un campo grandecon vacas y un sauceenorme. Debajo del árbolhay una furgoneta.Cogeremos la furgoneta.Tengo la llave. Vamos.

Dorothy asintiódespacio, como sisintiera náuseas, y dio unpaso hacia el bosque. Yo

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iba detrás, pegada a ella.Nuestros pasos estabansincronizados e iban tana la par que era como sicaminásemos con laspiernas atadas, el sonidode una puerta que secerraba a nuestra espaldase vio ligeramenteahogado por el golpeteode nuestra pisada doble.

—Ah, cielo santo, ¡no!Chicas, deteneos ahora

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mismo. —La aguda vozde Brad rezumabademencia y depravación.

Le di el llavero aDorothy.

—¡Vete, ahora! Haz loque te he dicho. Unminuto. ¡Corre! Vete,vete, vete. La llave de lafurgoneta es una que poneChevy. Vete. Vete.

Esas fueron las últimas

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palabras que le dije aDorothy M. Salucci.

Yo eché a correrdirecta a Brad, una agujade punto en una mano yuna flecha en la otra.

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17

Agente especialRoger Liu

—Me cago en la puta.Lola.¡Mecagoenlagrandísimaputa!—exclamé tras bajar latapa de mi enorme móvil

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y estremecerme de dolordebido al incesantepitido que tenía en losoídos.

Boyd cogió el teléfono,y creo que accedió a ir aechar un vistazo alinternado y llevar elarma, pero no lo oí.Luego llamó él, creo quea los cinco minutos: losupe solo porque habíapuesto el teléfono en

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vibración. Sus palabrasme llegaban fundidas enunos sonidosamortiguados, lo cual seme debió de notar en lacara, porque Lola pasópor delante del coche enllamas, cogió el teléfono,aunque yo no le habíadicho ni palabra, yescuchó lo que quieraque Boyd le estuviese

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diciendo. Me transmitiólas noticias de Boyd —una vez más,sorprendentes y rozandolo increíble—garabateando un resumenen la libreta que llevabaen el bolsillo de suspantalones dehombre.Esto es lo quedecía la nota:

«B encuentra a DSalucen la furgoneta. ??

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¿Bosque? No a Lisa. Bdice: “Ni rastro de laotra chica. Aquí no haynadie.” B utilizó elteléfono de la cocina delinternado. B dice: “Aquíhay algo que huele muymal, viene de arriba.Huele como a muerte.”»

A esta nota, bastanteoportuna, digna de serarchivada, Lola añadió

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lo que ella pensaba enotra hoja mientraspronunciaba las palabrasdespacio, para quepudiera leerle los labios:

—Y ¿cómo rayos sesupone que sabe Boyd loque es un olor malo? Esepollero que apesta amierda.

El FBI exigía que todasnuestras notas yobservaciones, en

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particular las queponíamos por escrito, seincluyeran en elexpediente oficial, pero¿a ver quién era el listoque intentaba impedirque Lola dijera siemprelo que pensaba?Arranqué la segundanota, deseando que no seexplayara tanto.

—Con los coches en

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llamas y la gente (comotú y tu estúpido culo) quetengo que salvar, no medes la tabarra con lo deque digo lo que pienso,Liu —me espetó cuandotiré su nota hechapedazos al ahoraresbaladizo suelo.

Supe lo que habíadicho, sobre todo porquele leí los labios; elpitido, ese pitido, cómo

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había subido de volumenel espantoso pitido. Eraun hombre sordo furioso,que pugnaba por volver aoír bien. Tenía lasensación de que seguíasoñando, corriendodeprisa, moviendo laspiernas con más y másganas, el pecho subiendoy bajando con la tensiónde avanzar, pero yendo a

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ninguna parte, uncentímetro por hora. Pii,pii, pii, el pitido loahogaba todo,desdibujando el mundo.Ahuequé las manos, metapé las orejas, busqué enel cielo bajo otrosentido, cualquier color,pero lo único que meencontré fue el grismoteado de un telón aldesplegarse, y las

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sombras de negrura,también ellas cayeroncomo fantasmas. Lasnubes se habían fundidocon un cumulonimborizado y sin embargo,pese a la inquietanteoscuridad, nodescargaban mucha agua,como para torturarnos atodos en el aparcamientode ese centro comercial.

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Y al fuego le daba lomismo: no había líquidoque valiera capaz deapagar su ira. El Volvode Sammy, despojado degran parte de su pintura,se transformó en una cajaretorcida de aceroquemado. Solo quedabanmanchones anaranjadosen las partes que nohabían tocado las llamas.

Una de las irritantes

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gotas de lluvia, unagorda, me dio en elcaballete de la nariz,desde donde resbalóhasta caer a la izquierda,bajando por la oquedadde mi mejilla y yendo aparar al borde superiordel labio. La friccióncausada por elmovimiento del agua meprovocó un picor que me

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causó una irritacióninsostenible, así que mefroté la cara deprisa, confuerza, con la mano de lamojada chaqueta gris. Elpitido pareció atenuarsecuando me fijé en eseotro sentido.

Tras leer la desdeñosaopinión de Lola sobre loque decía Boyd del olora muerte, la miré comodiciéndole: «¿en serio?»,

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mientras me tapaba losdos oídos como si de esemodo pudiera apagar másaún las quejicosascampanas. Lolaretrocedió.

Una ambulancia y uncamión de bomberosllegaron hasta nosotros,hasta el lugar donde sehabía producido elaccidente, la ambulancia

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prácticamentedeslizándose sobre dosruedas. En ese momento,Lola y yo estábamos depie, vigilando porseparado al jefe y a suayudante. Los curiososformaban un semicírculodetrás de nosotros, todosellos a raya gracias a lasferoces órdenes y losgritos que había dadoLola. Mientras ella se

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ocupaba de que loslímites se respetaranescrupulosamente, yoescudriñé el gentío enbusca de alguien conpinta de tener un vehículotodoterreno.

Reparé en una mujercon un chaquetónacolchado de Carhartt,más alta y con lasespaldas más anchas que

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el resto. Tenía el pelolargo y abundante típicode una ranchera, y debajodel chaquetón llevabauna camisa de franelaabrochada hasta arriba ymetida por dentro deunos pantalones vaquerosdesgastados. En la puntade las botas, con unagruesa suela de goma, seveía barro. Calculé quetendría cuarenta y tantos

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años. Aparte de la tallavikinga, era bastanteatractiva.

—¡Señora! —grité,señalándola.

—¿Es a mí? —dijo, sibien no la pude oír.Ahora al pitido sordo seunía un huracán auditivo.

—¿Tiene usted untodoterreno? —grité.

—Una Ford F-150 —

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repuso. Me acerqué y lepuse el oído directamenteen la boca. Ella señalóuna reluciente pickupFord F-150 negra, enefecto, justo detrás.Lentas gotas de lluviabajaban dibujando líneaspor las empañadasventanillas.

—¿Tracción a lascuatro ruedas?

—Claro —dijeron sus

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labios, la mujerreprimiendo ciertaindignación. Un hombrecon unas patillas enormescruzó los brazos y asintiómirándome mientrasvolvía la cara hacia ellae hizo un gesto con lanariz como diciendo:«¿de qué va este tío?».

—Señora, necesitamossu coche —intervino

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Lola cuando se percatóde mis esfuerzos y de loque pretendía.

Me acerqué más aún y,apartando a la vikingapara que nadie me oyera,añadí:

—Y ya puestos,¿podría decirnos cómollegar al antiguointernado?

La mujer volvió amostrar cierto desdén,

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pero esbozó una sonrisade incredulidad.

—Vaya. Mmm —medijo Lola después de quela mujer comentase: «Diclase allí veinte años,hasta que ejecutaron lahipoteca. Me he estadopreguntando quédemonios se cuece ahíarriba, en Appletree. Sí,claro que le puedo dar la

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dirección.»Eché atrás los

hombros, haciéndolosrotar y contrayéndoloscon la intención deacallar el vientoestridente que azotaba enmis destrozados oídos.Lola se hizo cargo,aunque por su forma dearrugar constantemente lanariz también parecíaangustiada. La peste a

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metal y cuero quemadoprobablemente resultarainsoportable a susuperior sentido delolfato.

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18

El Día 33continúa

—Tranquilita, baja esacosita que llevas en lamano —ordenó Brad consu extraña forma dehablar. Y a continuación,

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no de forma extraña, sinosumamente deliberada,me apuntó a la cara conuna nueve milímetros.

Paré en el camino deacceso a la casa, la agujade hacer punto deDorothy y mi flecha aúnlistas para ser utilizadas.Nos quedamos plantadosallí, en un singular puntomuerto: yo, embarazada yjadeante, con mis armas a

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lo MacGyver; él,arrebujado en unaamericana manchada desangre y con un arma enristre. Aunque nuestraversión del clásicoenfrentamiento distabamucho de ser unapelícula del Oeste encondiciones, cada vezque me acuerdo pinto laescena con matojos que

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avanzan rodando hacianinguna parte y cruzan lalínea que nos separa.

¿Dónde están los putospolis?

Pero nada. No veníanadie.

Seguíamos allíplantados, sin movernos.

Más allá, por lafurgoneta, se oyó unacacofonía de gritos, sinduda no el sonido que yo

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esperaba, como el delmotor de la furgoneta. Loque llegaba a mis oídoseran los agudos alaridosde Dorothy y después uncoro de gritos masculinosmás claro. Cometí elerror de girar sobre mistalones para oír lo queestaba sucediendo al otrolado de los pinos.

—¡Boyd! ¡Boyd!

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Cógela, que se cae —oídecir a un hombre.

Deben de ser los polis.Al dar tan viva muestra

de vulnerabilidad,permití sin darme cuentaque Brad salvara ladistancia que nosseparaba. Me agarró porun costado, obligándomea tirar los recursos quesostenía en las manos, yme llevó a rastras,

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inclinada. El tacón de laszapatillas iba abriendodos trincheras finas comoel papel en la película depolvo del camino.

¡Qué perra tienen loshermanos con lo dellevarme a rastras deespaldas!

Brad contuvo larespiración mientrasrealizaba el esfuerzo

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sostenido de meterme ensu VW escarabajo de dospuertas, un modeloantiguo color blancoperla. Me metió de unempujón, el arma en lasien. Y sin apartar elcañón de mi cara, sedesplazó como loscangrejos hasta el motordel coche. La lluviahabía llenado elparabrisas de

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manchurrones, y cuandodio la vuelta al coche, elfiltro hizo que Bradpareciese una acuarela.

Me planteé abrir lapuerta y tirarme por unterraplén cuandoalcanzásemos los 25kilómetros por hora, yhabría probado suertecon la física de lavelocidad y el

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movimiento descendentepara lanzarme sin ningúnpercance, pero llevabaen mi cuerpo a un niño deocho meses, y me habíaprometido que no se ledespeinaría un solocabello de su pelo enciernes. De hecho, salircorriendo hacia Bradescasos minutos antes noera más que unaestratagema para

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distraerlo y que Dorothypudiera escapar: teníapensado girar a laizquierda y echar acorrer por la parte detierra del largo caminode acceso con laesperanza de que lospolis me interceptaran elpaso. Pero Brad, velozcomo una pantera, truncómi engaño sacando el

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arma, que, sospecho, esla que fue a recuperararriba, donde estaba suhermano.

Debería habermellevado el arma.

Bajamos por una pistade tierra que discurríapor el bosque, en lamisma dirección que lacantera, y contigua a lasenda estrecha, sinuosa,que mi captor me había

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obligado a enfilarescasos días antes.

El apático cielo ofrecíauna lluvia pocoentusiasta, pero losárboles impedían que lamayoría de las gotasalcanzara al coche. Yomiraba al frente,contando los robles queíbamos dejando atrás, lospinos que íbamos

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dejando atrás, elprecioso abedul y un parde arbolitos jóvenes cuyonombre desconocía. Elbosque, a pesar de estaroscuro debido a losnubarrones, se hallaba entodo su esplendor con suprofusión de hojasnuevas, hojas color limay esmeralda. De haberestado al mando el solese día, estoy segura de

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que pinceladas de luzhabrían acentuado lasvivas tonalidades verdesy hecho bailotear lassombras en un bosquecaleidoscópico,convirtiéndolo en unlugar mágico... para losque pudieran ver talescosas.

Pero aquí me tenéis,describiendo la belleza

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de un bosque frío cuandoen realidad estoyrelatando un trayectopavoroso. Sin embargo,lo cierto es que me paréa considerar cómo podríaplasmar la escena en uncuadro y cómo podríareducir el juego desombras a tonalidadesgrises y verdes oscuras ycontrarrestarlas contoques de verde lima y

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amarillos sol. De maneraque si parte de estanarración intentatransmitir cómo piensa enuna situación así alguienque carece de emociones,no hago sino contar loshechos mentales y físicostal y como eran.

El accidentado paso delos neumáticos por unriachuelo seco me hizo

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mirar hacia él. Brad teníalos orificios nasalesdilatados, los ojosbrillantes de tanto llorar,y del orificio de la carale caían gotas de sangreque iban a parar a laamericana de terciopelo.Cuando notó que lomiraba, gruñó y dijo:

—Zorra, hoy mismosaco a ese niño.

Fijé la vista al frente,

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concentrándome en losanillos negros de unabedul blanco y la formaen que complementabanlas pequeñas hojasverdes y amarillas. Elárbol me recordó a unodel bosquecillo quecrecía detrás de mi casa,al árbol donde escondí aJackson Brown. Eserecuerdo en ese preciso

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instante me dio ladeterminación deendurecerme aún más,desarrollar más fuerzaincluso. Bajé llaves enmi cerebro con tantabrusquedad que aniquilécualquier atisbo restantede miedo. Sí, la prácticaque había llevado a caboen mi celda me preparópara eso: para ladesafortunada, inevitable

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realidad. Quizácometiera un error decálculo con respecto alos patrones de viaje deBrad, pero lo que nohabía dejado de hacerera no estar preparadapara lo peor.

El abedul me permitiócalibrar un firme dominiode mí misma, activar elmodo guerrero. Me senté

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con la espalda más recta,como si me apoyase en elsólido tronco del árbol.

Brad, que al pareceresperaba que le suplicaraclemencia, pegó unfrenazo, y yo me doblépor la cintura y puse lasmanos deprisa en elsalpicadero para nogolpearme la cabeza. Sinembargo, me frenó elcinturón de seguridad,

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que me había abrochado.El bosque nos rodeaba, aexcepción de la pista detierra que teníamosdetrás. Delante el caminoseguía otros quincemetros y finalizababruscamente en unmontón de madera muertaque señalizaba la meta.No se podía continuar encoche, a no ser

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retrocediendo. Fin detrayecto.

—Ronny me dijo queeras una zorra fría. Tellamaba «zorra pirada».Una puta zorra pirada.Ah, me voy a llevar a tuhijo. Y pagarás por loque hiciste. Ahora nadiesabe dónde estás, y nadieencontrará la salida quehe tomado, zorritapantera.

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Qué elocuente. ¿Quépoema estás citando,Walt Whitman? ¿Quésalida? No hay salida.No dices más quegilipolleces. Tú solo hascaído en una trampa. Nosabes qué hacer. Veo elbailoteo en tus nerviososojos. Idiota. Eresestúpido, tan estúpidocomo tu hermano. Ni

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siquiera desarrollaste unplan de emergencia paraescapar si surgía algúnimprevisto. Quéestupidez. Quéinfantilidad.

—Sé lo que estáspensando, zorritapantera. Piensas quenecesito al médico paraque te saque a ese niño.Ja, ja, ja. —Se rioalegremente, y con su voz

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grave especial,patentada, añadió—:¿Quién crees tú querajaba a esas chicas antesde que apareciera? ¿Eh?¡Yo, zorra! ¡Yo! Y mihermano. Tengo todo loque necesito en elmaletero. Te sacaré alniño, te tiraré a la canteray me iré de aquí sin quenadie me vea.

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De acuerdo, puede queahora esté diciendo laverdad. Puede que estesea el plan.

Fruncí la boca y pusecara de desaliento, dandoa entender sin querer queestaba ligeramenteimpresionada con suestrategia. A punto estuvede decir: touché. Peropreferí aumentar la

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apuesta, subir a otronivel nuestra partida deCrazy Poker.

—¿Sabes qué, Brad?Es un buen plan, sí, perono creo que hoy te sientascon ánimos para ver mássangre —aseguré altiempo que guiñabadespacio un ojo a modode complemento perfectode mi sonrisa pícara—.Me refiero a que ese

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agujero que tienes en lacara tiene muy malapinta, te va a dejar unacicatriz fea en esa lindacarita tuya, querido. —Yacto seguido le tiré unbeso.

Llegados a este puntodebo admitir una cosa.Es importante que lohaga. No quiero que osllevéis una impresión

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equivocada. No quieroque penséis que soyvaliente por decir algoasí. A decir verdad medivierte bastante sermala. Es así, punto. Estoes lo que quería admitirahora. Sinceramente, enmí hay cierta maldad, unanoción que no puedoapagar del todo, unasensación de placer quese produce cuando

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alguien se incomoda enmi presencia. No se locontéis a los médicos quehasta la fecha hancoincidido en no tildarmede sociópata, por favor.

Debí de asustarlo —que es exactamente loque pretendía—, ya queaunque jugando a lasestatuas lo había pilladoy se había quedado

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inmóvil, clavó la vista enmí, sin pestañear. Dejóde llorar, pero laslágrimas que ya habíaderramado le rodaronpor la mejilla y,mezclándose con lasangre, formaron unababilla rosada que seconcentró en la barba delmentón.

Querido Brad, tienestan mala cara... Ji, ji, ji.

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Seguía mirándome ymirándome. Lasesporádicas gotas delluvia tintineaban en elcapó del coche, aquí yallá, el leve golpeteoprácticamente acalladopor el ronroneo delmotor. Por lo demásreinaba el silencio, nisiquiera la estatua deBrad decía nada. Tin. Rrr

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rrr. Silencio. Rrr rrr.Silencio. Tin.

¿Lo veis? Un hombreescalofriante, con la caramanchada de sangre,temblando,desenroscándose,mirándome con sus ojossaltones. Me despiertacuando estoyprofundamente dormida,diecisiete años después.Pego un salto en la cama,

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el mundo aúnensombrecido por sucausa. Me fijé en la horaque era en el relojanalógico del cochecuando paramos: las13.14. A las 13.34 Bradseguía mirándome.

De manera que lesostuve la mirada.

Intenté asustarlomirándolo con ferocidad,

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pero estoy segura de quesi alguien se hubieratropezado con nosotrosen el bosque y a Brad nole hubiese agujereado lacara una flecha afilada defabricación casera,habría pensado queestábamos a punto deenamorarnos, las pupilasdilatadas y nosotros dosprácticamentesosteniendo una rosa

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entre los dientes, a juzgarpor la intensidad con laque nos mirábamos.

Dicen que mirar a losojos a un animal es señalde agresividad y unaforma segura de invitarloa atacar, pero hacerle esomismo a una cobra es unamanera de amansarla,que es algo que habíavisto solo una semana

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antes de que mesecuestraran. La nocheque mi madre descubrióque estaba embarazada y,por tanto, la noche antesde que decidiera que mesometiese a unreconocimiento médico,me escondí en sudespacho y vi quevisionaba un vídeo de subufete de abogados. Ellano sabía que yo me

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encontraba allí, nitampoco que estabaembarazada. Esa sería lanoche en que efectuaríala cruda revelación.

Mi madre, mi padre yyo acabábamos determinar de cenar,chuletas de cerdo fritasacompañadas de salsa demanzana. Celebrábamosque mi madre había

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vuelto a casa después depasarse cuatro meses enNueva York, trabajandoen un proceso que,naturalmente, ganó. En lacocina, en nuestra mesapara cuatro personas, eradifícil saber quiénocupaba la cabecera. Asíy todo escogí el rincónmenos iluminado y meenfundé el gastado jerseyde la Marina de mi

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padre, que hacía cuatromeses, antes de que seme empezara a notar elembarazo, me quedabaenorme. Puesto que aesas alturas eramaterialmente imposibleocultar la verdadponiéndome ropa amplia,me eché por encima unedredón verde y rosa,sorbiéndome la nariz y

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haciendo como que tosíay afirmando que teníadoloridos los músculos.

Después de cenar mefui a mi habitación,terminé de hacer algo decálculo avanzado einspeccioné mi redondezen un espejo de micuarto. Tras quitarme eljersey de la Marina de mipadre, bajé la escalerade puntillas y me

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escabullí sin hacer ruidoen el despacho a oscurasde mi madre, que estabatrabajando allí. Elresplandor del televisorla envolvía en una luzazul eléctrica, sentada enuna de sus sillas tipotrono de Drácula. Sehallaba inmersa en laburbuja de luz que emitíael televisor, y yo me

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encontraba fuera de esaburbuja, bien oculta entrelas sombras queproyectaban lasestanterías de caoba y lospaneles de madera,asimismo de caoba, querevestían el despacho.

En el pasado me habíametido en ese mismorincón en sombra paraestudiar los pensamientosíntimos de mi madre y

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también para recabardatos sobre cómoreaccionar —reaccionarde manera creíble— adeterminadas situacionessociales, dado que allíera donde a veces veíapelículas que mi padreconsideraba «de chicas».Siempre que PatrickSwayze se fundía en elintenso beso de Demi

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Moore en Ghost, mimadre se llevaba lasmanos al cuello, seacariciaba la piel yempezaba a respirarprofundamente. Me figuréque eso era lo que yodebía hacer cuando mebesara Lenny, y así lohice. Dio la impresión deque Lenny apreciaba elgesto, de manera que mepermitía expresar

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momentos de dichacuando mis sentidosfísicos se encendían conlos apasionados abrazosde Lenny.

En esa ocasión enparticular en que laespiaba, mi madre noestaba viendo unapelícula, sino más bienlas imágenes sin montarde un programa de

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televisión de animales: elcliente de mi madre, ypropietario de losderechos, era unconglomerado delmegaentretenimiento. Elprograma, el canal, elproductor, por favor,todo el mundo había sidodemandado por losherederos de un expertoen fauna que gozaba decierta fama. Este hombre,

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según se alegaba en lademanda de muerte pornegligencia, fue«presionado, incitado yamenazado» para que seacercara a una cobradurante un malhadadoviaje a los exuberantescanales de la India.

Mi madre estabasentada en su despacho,viendo el vídeo del

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incidente. Nuestro tarzánse pone en marcha, consus botas perfectas detarzán y sus pantalonescaqui con raya y suchaleco con profusión debolsillos y demás, todolo cual estaba grabado, elmaterial en estado puro,sin editar. Mi madre seechó hacia delante en susilla, dejando de tomarnotas, cuando el experto

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se tumbó boca abajoentre la hierba alta de laIndia para mirar a losojos a una cobraarqueada e hipnotizada.Los separaba un metro ymedio de distancia. Mimadre consultó su relojde cuco antiguo, anotó lahora que era y siguióestudiando a la estrellatelevisiva de su cliente

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momentos antes de quemuriera. Mi madre sellevó una mano a la bocay empezó a darse unosgolpecitos con un dedoen los dientes, como siestuviera nerviosa, y sé,porque lo sé, que suslabios dibujaron una levesonrisa, sencillamenteentusiasmada con lasexpectativas. En esemomento pensé que mi

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madre se había resignadoal poder supremo de lamuerte, de manera quetambién yo acepté lamuerte como un hecho.Sin embargo, no mepermití sentir el placerque parecía sentir ella alpresenciar el carácterirreversible de la muerte.Me pasé una mano consuavidad por la barriga,

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calmando al niño quellevaba dentro.

El hombre del vídeoestuvo mirando fijamentea la serpiente muchotiempo, un cálculo que noes sino una estimaciónaproximada, puesto que ami madre le aburrió laespera y empezó a pasardeprisa la cinta. Play.Avance. Salto.Rebobinado. Rápido.

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Stop. Play. Unmovimiento repentino dela cobra hizo que laestrella de la junglatambién hiciese unmovimiento repentino, sibien no dejó de mirar ala serpiente. La cobrareculó despacio en unprincipio, bajando lacabeza, pero después seechó hacia atrás deprisa

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y, curiosamente,emitiendo un extraño yveloz silbido,desapareció debajo de supiedra. Justo entonces untigre saltó fuera decámara y apareció en laimagen, aterrizando en laespalda de nuestrohombre e hincándole losdientes en el cuello.

Mi madre pegó unrespingo en la silla; las

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notas y la pluma cayeronal suelo. «Pero quérayos...»

Viendo cómopresenciaba mi madre elataque, parpadeé unascuantas veces, como eshabitual para humedecerlos ojos cuando se ve unprograma de televisión.Consulté el reloj,pensando que disponía

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de veinte minutos másantes de decidir qué ropame pondría para ir alinstituto y meterme en lacama.

El tigre, que se tomó sutiempo relamiéndose,destripó a nuestro tarzán:el truculento espectáculoquedó grabado en elvídeo, ya que el cámarasoltó la cámara sinpararla y, como es

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evidente, salió pitandode allí.

«Qué animal másbello», comentó mimadre, hundiéndose en suasiento de piel.

Yo salí de las sombras.—¿Cómo dices, mamá?

—pregunté.Ella se agarró a la

silla, inmovilizando loscodos cuando apoyó las

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manos en los brazos delasiento para mayorseguridad.

—¡Lisa! ¡Por el amorde Dios! ¡¿Se puedesaber qué haces aquí?!Me has dado un susto demuerte. ¿Has estado ahítodo el tiempo?

—Sí.—Me cago en la mar,

Lisa. No me puedeshacer esto. Me cago en...

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Casi me da un ataque alcorazón.

—Ah. Bueno, yo, nopretendía asustarte. Solole estaba dando vueltas alo que has dicho.

—No sé... ¿qué?Aturdida, miró al suelo

y se agachó para recogerlos papeles y la pluma,parando después decoger cada cosa para

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sacudir la cabeza, señalde que estaba confusa,perpleja y enfadadaconmigo.

—¿Has dicho «quéanimal más bello»?

—Supongo que sí, Lisa—accedió, exasperada,pero con pasmo en lavoz. Volvió a sentarse enel borde de la sillamientras me miraba dearriba abajo—. ¿Qué

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importancia tiene? —inquirió, mirándome elcuerpo con más atención.

—Bueno, mepreguntaba qué o quiénes ese animal bello delvídeo, nada más. ¿Elhombre, la cobra o eltigre?

—El ti, el ti...gre. —Lavoz le tembló al alargarla palabra. Entrecerró los

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ojos, dirigiéndolos haciami cintura, abultada conla camisa blanca ceñidaque llevaba puesta. Mepuse tiesa como unabailarina a la espera deque pasara revista elPremier Maître deballet. Echando atrás loshombros para adoptaruna postura más perfecta,levanté la barbilla, comosi el orgullo triunfara

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sobre la crítica.—Pero el tigre mató al

hombre. ¿Te parecebello?

—Mató al hombre, sí,pero el hombre entró ensu territorio.

Mi madre se fijó en loabultado de mi torso y enla bajada hacia la pelvis.Me acerqué a ella y a laburbuja azul. Un haz de

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luz lateral sirvió deimprovisado foco, y laverdad se impuso en lahabitación. Ya no eraposible seguir negándolo.

Vacilante y con vozinsegura, si biencontinuando con suprecisa respuesta —puesto que mi madre erareacia a abandonar elhilo de sus pensamientos—, continuó:

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—Es bello por loastuto de su estrategia ypor su capacidad deinsuflar miedo a la cobra.

Me erguí cuando ellame palpó el hinchadovientre.

Me sentí como un tigrecuando ella se puso derodillas.

¿Era mi madre la cobray la distancia de

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seguridad que nosseparaba el hombre quehabía sido atacado?

Quizá la analogía seademasiado forzada. Odemasiado cierta. Así ytodo no era mi intenciónamansarla, comotampoco lo era hacerledaño. No quería causarleningún dolor a mi madre.Aunque supongo que esaes mi naturaleza: su

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debilidad, su punto débily, por tanto, los míos.

Hasta que no me viatrapada en el VW conBrad mirándomefijamente no fuiconsciente del daño quele había hecho a mimadre. Era distante,cierto, también ella secomportaba con frialdad.Nos parecíamos, creo.

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Aunque, que yo sepa, demi madre nunca handicho que sea un bichoraro psicológicamentehablando, y ella llora ycierra el puño cuando seenfada. Así que no creoque las emociones lesupongan un desafío o undon desde el punto devista de la medicina,como me sucede a mí.Todo lo que sé de su

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pasado es que tiene unpasado y que no podemoshablar de sus padres.Tengo una abuela, eso estodo: Nana, mibondadoso fantasmaliterario.

Pese a sus altos murosy sus vastas fronteras, locierto es que mi madreprocuraba tratarme conrespeto.

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No fue ese mi caso.Mientras miraba a Brad

decidí esforzarme máscon mi madre. Ella noera la causa de ladistancia que existíaentre nosotras, sino yo.Tendría que habérselodicho antes. Tendría quehaber compartido miembarazo, no para dejaral descubierto un aspecto

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vulnerable, sino paraunirme a ella.

Cuando al poner lamano en mi palpitantebarriga la asaltó larealidad del inminentehecho de que iba a serabuela, mi madreprobablementeconcluyese que gritar noconduciría a nada. Probóun par de veces cuandoyo era pequeña, y

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ninguna de ellas entendíyo lo que significaban lasvoces, así que me limitéa echarme a reír, porqueeso era lo que hacía lagente cuando se armabajaleo en los programasde televisión que legustaban a mi padre. Asíque la noche de sudescubrimiento, mimadre señaló la puerta

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para indicarme que mefuera y la dejase a solas.Cuando me levanté a lamañana siguiente,descansada y despeinada,la encontré en sudespacho, con la mismaropa de la noche anterior,una pierna sobre un brazode la silla y un zapato detacón colgando del dedogordo del pie. En laalfombra persa había

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tiradas dos botellas delmejor vino de mispadres. Mi padre estabasentado en el suelo, a loindio, enfrente de ella, lacabeza entre susmusculosas manos.

Mirar fijamente a unacobra la puede amansar,si se hace correctamente,así que seguía mirando alescalofriante Brad en el

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asiento delantero delmaldito VW, en medio deun bosque de Indiana,atascados en el dementeplan de Brad de matarmey robarme a mi hijo.Continuamosmirándonos, los minutoscontinuaron pasando, lalluvia continuórepiqueteando en elparabrisas, en el techo,tap, tap, tap.

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Entonces Brad sevolvió más escalofrianteincluso.

—Panthertown.Y dale con lo de

pantera.—Ay, querida mía,

eres una panteritasalvaje, con garras. Quérazón tienes. —Bradsoltó una risita mientrasse llevaba un pañuelo

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blanco que se sacó delarrugado bolsillo de lacamisa a la sangre que legoteaba por la barbilla.Con la otra mano se quitóun hilito de la americana—. Mariposita, uy,quería decir panterita,mira qué pinta llevo. Quédesastre —afirmó conuna voz cantarina, comode debutante, que bajó uncentenar de octavas

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cuando se inclinó deprisay aulló—: Putaasquerosa. Mi chaquetaes un puto asco. —Seretrepó riendo tontamente—. Ejem.

No volverás adisfrutar ni un solosegundo de tu vida porhaberme llamado así.

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19

Agente especialRoger Liu

Lola dio unasinstrucciones aceleradasa los paramédicos sobreel jefe de policía y suayudante, enseñó la

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identificación y meindicó por señas quehiciese lo mismo. Elruido persistía en misoídos, imponiéndose alas voces de todo elmundo. La mujer de labata que empujaba elcarrito de la compra yhabía recuperado miteléfono echó a andarhacia el otro extremo delcentro comercial y se

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inclinó sobre un cubo dela basura, ajena a lassirenas y los gritos y elfuego y el humo que larodeaban. Qué maravillano existir en estadimensión, pensé.

Lola guio mis pasos enfalso, como si fuese unborracho al que hubierarematado el último tragode la noche, hacia la F-

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150 de la vikinga.Mientras Lola metíaprimera, segunda, terceray cuarta, vi que asomabala nariz por la ventanilladel conductor como paraorientarse por el olfato.Por extraño que pudieraparecer, ver así a Loladio lugar a un vastovacío, una ausencia desonido prácticamenteabsoluta, que sustituyó el

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pitido de mis oídos. Nome dejé llevar por elpánico. Permití que meinvadiese el alivio y, alhacerlo, fui consciente deque mi vista se habíavuelto a agudizar, eramás aguda incluso queantes.

¿He mencionado que aprincipios de mi carrerame entrenaron para ser

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tirador de élite? ¿Hemencionado que tengouna agudeza visualsuperior al 100%? Lola yyo juntos éramos unauténtico superhéroe dela vista y el olfato.Probablemente por esonos emparejara laAgencia. De manera quesin la distracción quesuponía el sonido, podríahaber visto Tejas si no

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hubiera de por mediocolinas y edificios.

Lola encorvó laespalda y arrugó la narizcomo si le fastidiaraenormemente estar viva.Yo intenté centrarme encualquier cosa que nofuera el silencio, leyendolos letreros de losestablecimientos yrestaurantes solitarios

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por los que íbamospasando en línea rectapor la carretera recta.Nos acompañaba unalluvia molesta, fría, deesa que no se decide aparar o caer. Una lluviamelancólica. Aunque eramediodía, la oscuridaddel cielo recordaba a lanoche.

Un buzón con unabocaza como la de un

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róbalo me trajo a lamemoria el barrio de miniñez, pero, como decostumbre, todos loscasos en los quetrabajaba me traían a lamemoria la infancia.Dada mi posiblehipertimesia, que por logeneral controlababastante bien —adiferencia de otros que

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padecían de verdaderahipertimesia—, mi«memoria excepcional»se hizo con el mando, yvolví a ser esclavo deescenas que odiabarecordar. La repeticiónde un día en particularinvadió mispensamientos, una espiralcíclica en la que caía amenudo en mi vida. Estábien, descubramos el

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pastel, creo que os voy acontar un secretillo queos he ocultado hastaahora. Ya os dije antesque decidí entrar en elFBI para «complacer amis padres» o mantener ami novia de la facultaddevenida en prometida,pero cuando dieroncomienzo estas memoriasduales no nos

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conocíamos bien.Cuando cumplí trece

años, mi padre consiguióun empleo deplanificador de centraleseléctricas para un grangrupo constructor enChicago. Cambiamos loslujos de Buffalo por unchalé de ladrillo en unbarrio residencial a unosveinte minutos al oestedel centro de Chicago

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llamado Riverside.Riverside está lleno deobras maestras de FrankLloyd Wright, pájarosapacibles y árbolesimponentes, callestranquilas y una heladeríaadictiva llamadaGrumpies.

Riverside es obra delmismo caballero quediseñó Central Park,

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Frederick Law Olmstead.Olmstead soñaba concrear un lugar dondedesde cada casa sepudiera ver un parque.Por tanto las calles deRiverside son nudosentrelazados, circulares,interrumpidos por cuñasde pequeños cuadros decésped y parques a granescala, como Turtle Park,donde se puede ver una

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tortuga de cementopintada de verde.

Cuando era pequeño,debido a su diseño, losagentes inmobiliariosafirmaban que enRiverside no habíamucha delincuencia: ellaberinto de calles hacíaque los atracadores no lotuvieran muy fácil a lahora de huir. Si uno

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delinquía en Riverside,más le valía conocer laconfiguración delterreno, las vueltas deesas calles con forma depretzel y los engañosos ysinuosos parques. Más levalía ser de allí.

Turtle Park estaba enmedio de todo, rodeadode calles y más callesnudosas, como el centrode una corona hecha con

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ramas de parra. Fue allídonde algo muysignificativo puso demanifiesto mi don, mibuena vista. Cuando digosignificativo, me refieroa un suceso tanimportante que da un giroa tu vida, se apodera delas emociones y losmiedos arraigados, loscoge y los saca fuera,

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engendrando otrosmiedos que jamás creísteposible, que despuéspasan a ser como unacorriente submarinacontinua, la sintonía decada minuto que uno pasadespierto.

Este suceso en concretotambién instiló en mispadres la idea que lessobrevino acontinuación: el deseo de

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que entrara en la Policía.Durante el resto de miinfancia, la adolescenciay la universidad, sinembargo, me defendíenterrando ese día a basede escribir comedias,crear tiras cómicas yactuar en obras de teatro.

Así y todo al términode mi último año en lafacultad, el sacerdote

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jesuita de St. John’s conel que jugaba al ajedrezme convenció de quehiciera frente a mistemores. Siguiendo sudivino consejo arajatabla, hice la cosamás drástica posible:pasé a formar parteprecisamente de lasección cuyo recuerdome perseguía desde hacíatanto tiempo: secuestros.

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Allí estábamosnosotros: mi madre; mipadre; mi hermano, deocho años, Reese, al quenunca llamábamos Reese—lo llamábamos Mozi—y yo, que tenía treceaños. Era un día de juliodespejado, de un azulvivo, sin viento ycaluroso, así que mispadres nos llevaron del

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chalé a Grumpies acomer un helado. Unpaseo de unas ochomanzanas. Cuandovolvíamos a casahicimos una parada amedio camino en TurtlePark.

Mozi y yo ya noshabíamos recorrido elbarrio en bici ycorriendo, veinte veces,a veces con la canguro de

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día. Con mi fastidiosamemoria autobiográfica,había conceptualizadomentalmente cadacentímetro cuadrado enmaquetastridimensionales. Sabíaque la mansión de FrankLloyd, la que se alza enuna esquina de TurtlePark y parece una naveespacial rectangular, se

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hallaba a unosochocientos metros denuestra casa. Sabía quela piedra del tamaño deun balón de baloncestoque había junto al caminode acceso tenía diezmarcas en la partesuperior. Sabía que cincoviviendas de estilovictoriano, tresmansiones de piedra, doscasoplones de nueva

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construcción, unavivienda al estilo de lasde Cape Cod, una conmansarda y un ranchodestartalado rodeabanTurtle Park. La distanciaque había entre casa ycasa permitía que Mozi yyo echáramos carreras,todas las cuales podríahaber ganado fácilmente,pero perdía de cuando en

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cuando paraproporcionar a mihermano pequeño,cuatroojos con gafas deculo de vaso, bajito, unmínimo de amor propio.Quería a Mozi. Quépoquito pesaba. Mimadre lo llamaba«bobito». Hacía reír atodo el mundo. Todo elmundo decía queacabaría siendo

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humorista.Yo nunca sería como

Mozi, y él nunca seríacomo yo. Pero, ay, cómointenté imitar susprimeros años, resucitarpara todos nosotros alniño dulce y risueño quefue en su día, hacía tantotiempo.

Teníamos nuestrohelado, que ahora

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goteaba por el cucuruchoy se escurría por lamuñeca, y nos instalamoscomo una familia depatos graznadores a laorilla de un lago, soloque nuestro lago era latortuga de cemento deTurtle Park. Tras tirar auna papelera lo que lequedaba delreblandecido barquillo,Mozi propuso: «Vamos a

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jugar al escondite. Tú tela quedas, papá.» Y echóa correr y yo eché acorrer y a nuestra madrele costó mantener elequilibrio cuando selevantó para sumarse a ladiversión. Mi padre tirósu cucurucho asimismo ala papelera y repuso:«Muy bien», y cruzó losbrazos y se tapó con

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ellos los ojos.Entre Turtle Park y otro

parque grande queincluía un campo debéisbol, una carreteracon forma de Uestablecía una líneadivisoria festoneada depinos y robles. Mozicruzó como un rayo lacarretera en U y llegó alextremo del segundoparque, mientras que yo

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me quedé en el primero yme subí a un árbol paraocultarme entre laexuberante fronda. Veíaperfectamente a Mozi,que se metió en una mataa unos doscientos metros.

En paralelo al segundoparque serpenteaba otracarretera, un estrecholazo negro quecontrastaba con el verde

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del herboso campo. Mozise escondió a poco másde medio metro de esacarretera, con lo cualresultaba visible a losconductores, peroinvisible a un padre quecontaba con los ojoscerrados y a una madreque estaba oculta en unoscolumpios, bajo untobogán, y miraba haciael otro lado. Y aunque

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hubiesen estado mirandohacia Mozi, dudo que lavista les hubiera llegadotan lejos. Sin embargo,no era ese mi caso. Poraquel entonces no teníaconciencia de serdistinto, pensaba queveía lo que veían losdemás.

Un Datsun marrón queestaba aparcado a unos

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diez metros de mihermano empezó a bajardespacio por el bordedel parque hacia elescondite de Mozi. Lamatrícula, que yo veíaperfectamente, me resultófuera de lugar deinmediato, pero familiaren el acto: Idaho,XXY56790. El oculistaal que llamaron atestificar en el juicio

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para que corroborara mideclaración dijo que lamayoría de la gentepuede ver lo que pone enuna matrícula «a unadistancia de entre tres ycuatro coches». Y si bienel árbol al que me habíaencaramado se hallaba aunos «cuarenta coches dedistancia», mi «agudezavisual» era «mejor que la

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mejor de que se tieneconstancia yprácticamente imposiblede medir». El dato sirviópara que los abogados dela defensa refutaran mitestimonio, alegando queera imposible quehubiera visto la matrículadesde tan lejos. «Esevidente que ha sidoaleccionado», adujeron.También protestaron

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cuando dije lo que habíavisto decir al conductordel Datsun.

Cuando el coche llegóhasta donde estaba Mozi,las puertas del conductory de uno de los pasajerosse abrieron. Dos hombresvestidos de chándal, unorojo y otro negro, sebajaron. El conductorpermaneció junto a la

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puerta abierta para ver sihabía alguien mirando;no había nadie, aexcepción de mí mismo,invisible en el árbol. Elotro, el del chándalnegro, se acercó a Mozi,lo sacó del arbusto yechó a correr con éldebajo del brazo,tapándole con fuerza laboca. Lo metió en elasiento de atrás del

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Datsun y se subió a sulado, sin quitarle lamano, para que nogritara. El conductor dijo(le leí los labios):«Medianoche.» Ysalieron disparados.

Me bajé del árbol deun salto, aterrizandosobre los dos pies, lasrodillas doblándose bajomi peso. Eché a correr

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como pude a todavelocidad, gritando a mispadres, que estaban a misespaldas, ajenos a lo quehabía sucedido: «Mozi.Se han llevado a Mozi.Se han llevado a Mozi.Se han llevado a Mozi.»

Sin esperar a que mealcanzaran o meentendiesen, seguícorriendo y seguíchillando: «Se han

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llevado a Mozi. Se hanllevado a Mozi.» Notenía tiempo parapararme a explicar quehabía visto antes elDatsun en el que lohabían metido, que sabíacuántas ventanas ypuertas tenía la casadelante de la que solíaestar aparcado, demanera tan inofensiva.

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Estoy casi seguro deque no respiré durantelas cuatro manzanas queme separaban de nuestracasa. Abrí de golpe lapuerta lateral, utilizandola llave que mis padrestenían escondida debajodel felpudo, bajé enpicado la escalera quellevaba al sótano, cogími pistola de aire

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comprimido y una cajade balines, salí volandofuera y tiré el arma y lamunición al otro lado dela valla del patio delcolegio que había junto anuestra casa y acontinuación salté yo. Oíque mis padres, a unamanzana, me llamaban,pero no llegaron a vermesaltar la valla, y yo nome detuve un solo

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segundo para dejar queme dieran alcance.

Di la vuelta al colegio,crucé el patio y bajé ydejé, dejé y dejé variascalles sinuosas,bordeadas de árboleshasta llegar a las afueras,donde en lugar de loschalés acomodados, lanave espacial de LloydWright y las casas

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victorianas del centro sealzaban casas de dosplantas y pequeñosranchos. Nuestra niñeranos había llevado depaseo a ese sitio tresveces, porque su noviovivía en esa zona enparticular.

Me topé con uncallejón sin salida de trescasas de dos plantasdispuestas en semicírculo

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en torno a una medialunade hierba central, que losvehículos rodeaban y losniños recorrían con suscochecitos de juguetetrazando un círculoperfecto. El garaje dondevivía el novio de laniñera se hallaba doscalles más allá, y parallegar hasta allí dejaríade ver la casa que

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necesitaba vigilar, dadolo sinuoso de las calles ylas copas de los robles ylos sicomoros, que seunían formando unentramado impenetrable.Curiosamente en ladistancia que había quesalvar hasta llegar alcallejón sin salida nohabía nada, ni casas conuna línea clara de tirohasta el objetivo ni casas

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en o al final de la rectaque desembocaba allí. Yun solar vacío con unaconstrucción abandonadame separaba más aún dellugar al que quería llegarpara pedir ayuda. El sitiohacia el que me habíadirigido era un lugarextraño, apartado, muydiferente de laaglomeración de

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viviendas del resto delbarrio. Las tres casas delcallejón sin salidaconstituían un tríoarquitectónico, a todasluces construido por elmismo promotor. Unacasa, un dúplex blanco,parecía desierta, a juzgarpor los periódicos que seacumulaban. Otra, blancacon el tejado marrón,anunciaba a voz en grito

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que se hallabadesocupada, pues seveían perfectamente elsalón vacío, dada la faltade cortinas, y el céspedsin cortar. El precintoamarillo que rodeaba laausente escaleraconfirmaba más si cabeel abandono de lapropiedad. La terceravivienda, la de la

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izquierda, pintada deazulón descascarilladocon las contraventanasblancas, daba laimpresión de no estarhabitada, a excepción delDatsun marrón de laentrada. Exactamentedonde lo había vistodurante uno de nuestrospaseos. La mismamatrícula: IdahoXXY56790. La puerta

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con mosquitera de laazulona vivienda de dosplantas se cerrabadespacio, segundos anteshabía sido abierta yfranqueada.

Estadísticamentehablando, a casi todas lasvíctimas de un secuestrose las oculta o su cadáveraparece a escasoskilómetros de donde las

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raptaron.Un dilema: por una

parte, no podía entrar enla casa, por miedo de quelos dos hombres adultosme placaran y mecogieran también a mí.Además, me preocupabaque pudiera haber máshombres dentro. Por otraparte, no me atrevía aapartar los ojos de lacasa, no fueran a decidir

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huir con mi queridoMozi. Albergaba lapobre esperanza de quela referencia a«medianoche»significase que teníanpensado marcharse amedianoche, momentoese en el que yo estaríalisto para tenderles unaemboscada. Tenía unaalternativa: tendría que

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esperar escondido en elsicomoro que crecíafrente a la casa, apuntarcon mi arma a las salidaslateral y frontal y abrirfuego en cuanto llegara lamedianoche y ellos sefueran a marchar.

Solo era mediodía.Solo Dios sabe lo que

tendría que soportarMozi dentro.

Ese día en el árbol. Ay,

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ese día en el árbol.Si al leer esto le estáis

dando vueltas a lacabeza, le estáis gritandoa la página que hay otraforma de salir de este lío,una solución más sencillay obvia, me alegro porvosotros. Yo tenía treceaños, no sabía tantocomo vosotros de lavida.

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Subí por el troncodeprisa, la pistolacolgando a la espalda,los balines en el bolsillo.A unos tres metros unarama recta, perfecta, unarama que Dios teníaprevista para afianzar uncolumpio, me permitiólevantar una pierna yluego la otra. Me senté enla bendita, gruesa rama y

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me apoyé de lado en eltronco, sujetándome aotra rama más pequeña,torcida, de arriba paramantener el equilibrio. Yesperé. Y esperé.

De vez en cuando teníaque mover el trasero,nalga izquierda, nalgaderecha, izquierda,derecha, para que lasangre volviera a lahormigueante carne.

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Después los pies, laspiernas, los brazos y lasmanos, la mismaoperación. Ese día lamayor lucha que libréconsistió en mantenerdespiertos mis músculosen tan reducido espacio.Como francotiradorprincipiante, pero queaprendía deprisa, sinembargo, averigüé cómo

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aumentar el flujo desangre con la mássencilla de lasmaniobras, y practiqué lapuntería y el tiro sin tenerque estabilizarme.Cuando anocheció, megradué en Tiradorexperto en un árbol.También me convertí enornitólogo, unobservador docto de lasidas y venidas de una

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madre cardenal que dabade comer a sus polluelosen un nido situado a unmetro y medio de mí, enuna rama cubierta dehojas. En un momentodeterminado sentí celosde su pequeña familia asalvo, que comíalombrices y gorjeaba demanera jactanciosa,gritando a los cuatro

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vientos lo libre del malque se sentía. Cómodos ycalentitos en su pequeño,pequeñísimo hogarfabricado con ramitas,asomaban la cabeza debola de chicle y semovían arriba y abajo, alparecer instándome a reírcon sus gorgoritos. Esposible que los apuntaracon mi arma, enfadadocon su felicidad. Pero me

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lo pensé dos veces antesde cometer semejantesinsentido y concentré miodio en el hombre delchándal negro y en el delchándal rojo.

A alrededor de la horade cenar, vi señales deactividad en el piso delnovio de mi niñera. Mispadres llegaron y,armando un buen

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alboroto, en medio demuchos abrazos y llanto,se reunieron con miniñera y su novio, y todosellos encendieron velas ycogieron linternas. Nologré oír nada de lo quedijeron, tan solo puertasque se cerraban y seabrían, así que no gritépidiendo ayuda, y noestaba dispuesto a dejara Mozi ni un solo

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instante. Por si acaso. ¿Ysi cogían el coche y seiban? ¿Y si se marchan yno lo volvemos a ver?Tenía que seguir dondeestaba, pensé.

Ahora, con la distanciaque proporciona eltiempo y con mayorsentido común, sé quepodría haber hecho unmillón de cosas. No pasa

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un solo día que no meregañe por lo mal queresolví el problema esedía.

Algún tiempo despuésde la cena, un enormecoche verde metalizadodio la vuelta al círculo.El conductor, un anciano,giraba el volantedespacio, cantandoabiertamente una canciónpara sí y completamente

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ajeno al muchacho queestaba encaramado alárbol encima de él. Unaardilla se acercódemasiado hasta que laespanté para que sefuera.

La oscuridad aumentó,y se encendieron lasfarolas. En el callejón sinsalida había una farola ala derecha, que daba una

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luz como de vieja callelondinense, tiempo atrás,cuando las velas regíanel mundo. La luna era unparéntesis inútil, la luzque arrojaba apenasservía para que unopudiera atarse loszapatos. Las piernas seme habían dormido pordécima vez, y empecé asacudirlas, con cuidado,agarrándome bien a la

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rama de encima. Mehabía resignado a nosentir el trasero hacíahoras.

En torno a las diezvislumbré a ChándalNegro y Chándal Rojo através de las cortinasmedio echadas de laventana del salón queespiaba. Chándal Negroatravesó el salón y salió

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a un pasillo contiguo, yChándal Rojo fue detrás,llevaba una mochila.Fueron de un lado a otrolos dos, de un lado a otrocon bolsas y papeles ycosas. Estabanrecogiendo ypreparándose. Busqué ybusqué a Mozi, pero nolo vi. Con las luces de lacasa encendidas, todo loque había dentro y

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alrededor resultabavisible, como unaestrella solitaria en uncielo negro. El contrastehacía que ver a losobjetivos resultarasencillo.

Aunque estuveesperando nada menosque doce horas,vigilando y sin perder devista la espantosa casa

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azul, me tensé del sustocuando la puerta lateralfinalmente se abrió ysalió Chándal Negro, conuna mochila colgando decualquier manera delhombro izquierdo y unabolsa de viaje en la manoderecha. Examinó elperímetro del jardíndelantero en busca dealgún enemigo escondidotras las matas. Mi reloj

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digital de G.I. Joemarcaba las 00.02. Actoseguido me tapé la bocapara no gritar con lo quevino a continuación.

Mozi, andandotorpemente y demasiadosumiso, pues caminabatranquilamente detrás deChándal Negro, salió porla puerta lateral, ChándalRojo empujándolo para

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que se diera prisa. Loshombros caídos de mihermano me dijeron quelo habían drogado a basede bien. Los tres iban enfila india hacia el Datsun,de cara al mundoparecían hermanosrefugiados, una familiaextraña, disfuncional, quese disponía a cruzar lafrontera al amparo de lanoche.

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Levanté el arma, apuntéal ojo derecho a ChándalNegro y disparé. Di en elblanco. Le di de lleno.Cayó de rodillas en elcamino, pegandoalaridos. Chándal Rojocogió a Mozi como parausarlo de escudo humano,pero mi hermano era tanbajito que el torso y lacabeza del conductor,

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aunque gacha, quedabanbien a la vista. Disparéde nuevo, esta vez al ojoizquierdo de ChándalRojo. Di en el blanco.También le di de lleno.

—¡Mozi! ¡Mozi!¡Corre, ven! ¡Venconmigo! ¡Corre, Mozi!—chillé mientras bajabadel árbol. La segunda vezque saltaba de un árbolese día. Esta vez mis

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dormidas piernas mefallaron, y al aterrizar elarma se me soltó. Pero laadrenalina... ay, laadrenalina, qué granamiga. Luchando contrael instinto de sucumbir ala debilitante quemazónque sentía en las piernas,me puse de pie,tambaleándome, cogí elarma y apunté

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nuevamente a loshombres, que aullabanante la casa.

—¡Mozi, Mozi, corre,hermanito!

Pero daba la impresiónde que Mozi estabademasiado drogado ydisperso. Avanzóvacilante, como si meviera, siguió titubeando.Estaba a menos de mediometro de Chándal Negro

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y Chándal Rojo. Teníaque acercarme.

Echando a andar comoun soldado resuelto ysanguinario que seaproximara a un enemigodesarmado, amartillé elarma y, con ella en ristre,no hice advertenciaalguna. Volví a disparar,dando a un brazo aquí, auna pierna allá, cualquier

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parte vulnerable a misdisparos. Ellos seretorcieron de dolor bajomi poder. Uno de ellos sevolvió hacia mí de lado,de manera que apunté ala oreja y le metí un balínpor el oído. Estoy segurode que ese disparo ledolió más incluso que eldel ojo. O quizá no. Peroa quién le importa.

—Mozi, ven comigo,

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¡ahora! —chillé.A mis espaldas por fin

alguien se dio cuenta deque algo iba mal.

—¿Qué demonios pasaahí? —gritó una mujerdetrás de mí.

—¡Llame a la policía!—pedí—. ¡Llame a lapolicía!

Más adelante me enteréde que había salido a

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pasear a su caniche y sucollie.

Los dos hombres sedirigieron deprisa alDatsun, cojeando, y sintan siquiera cerrar laspuertas antes de recogersus cosas, salieron delcamino, salieron delcallejón sin salida ysalieron de la ciudad. Lapolicía cogió a los dosidiotas en un fallido

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tiroteo en unMacDonald’s en lacercana ciudad deCicero.

Mozi se cayó en lahierba, y yo corrí con ély lo abracé. No sabía loque estaba pasando. Esanoche. Afortunadamenteesa noche Mozi durmióajeno a todo, gracias alas pastillas que le

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dieron los médicos.Mi hermano no ha

hablado nunca del díaque pasó con esos cerdosasquerosos. Jamás hacontado lo que pasó enesa casa. Pero Mozi novolvió a ponerse lagraciosa capa roja. Novolvió a cantar unacanción graciosa. Estoyseguro de que no lo hevisto sonreír en todos

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estos años. Después desu segundo intento desuicidio y de su tercerfracaso matrimonial,Mozi se fue a vivir conmis padres y se negó avolver a poner un pie ensu sótano, en ningúnsótano.

En una ocasión mellevé a Mozi de viaje aMontana para pescar con

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mosca, con la esperanzade extraerle el venenoque le corría por lasvenas. Lo único que hizofue pescar. Y una nocheoí que lloraba en sutienda. No quería que sesintiera violento, así queme quedé fuera sin poderhacer nada, dandovueltas alrededor delfuego que habíamosencendido, mirando las

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llamas como lo suelohacer, mordiéndome lasuñas de los pulgares, sinsaber qué medidas tomar.Recé para que lacremallera bajara y élsaliera en mi busca y mehablara. Quería entrar atoda costa en esa tiendade campaña y abrazarlo.Hacer que olvidara losmalos recuerdos. Pero no

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salió.A día de hoy aún se me

parte el corazón cuandoMozi entra en un cuartoen zapatillas, tras él unainmensidad que le chupacualquier energía quepudiera tener. Sus ojeras,sus párpados caídos, sonlas señales de las nochesque se pasa en vela.

Así que cazo. Cazo aesos don nadie

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deplorables,despreciables, esospedazos de carne vacíosque no merecen nada,esos demonios que sellevan a niños y merecenmenos de lo que ledaríamos a una ratarabiosa.

Mis padres se fijaronsu siguiente objetivo, unaesperanza implacable de

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que a sus hijos no se losvolviera a llevar nadie,una responsabilidad quedepositaron en mí. Mellevaron a rastras alcampo de tiro, insistieronen que me dedicara altiro con arco. En sueñosme susurraban que mepreparara para entrar enla Policía. Yo debíacumplir su deseo, era suforma de enfrentarse al

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horror. El don de mivista había sidodesvelado, y me convertíen la persona con másrécords regionales enblancos hechos con tirocon arco y en partir endos la primera flecha conuna segunda.

Pero bueno, qué másda.

Lo que quiero decir es

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que puedo efectuarcualquier disparo.Cualquier puñeterodisparo.

En un primer momentolos del FBI intentaronimponerme el programade francotiradores, peroyo insistí en secuestros.O bien se ablandaronante mi perseverancia ose pusieron de acuerdopara no darse cuenta

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voluntariamente de quelos test psicológicosadvertían de lo contrario.Al final me asignaron aLola de compañera oproblema, según se mire.Yo, sin duda, dijeproblema cuando laconocí, pero pocodespués vi en ella a unacompañera en todos lossentidos.

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De manera quemientras Lola y yoatravesábamos el centrodel llano estado deIndiana en una F-150prestada, y mientras mivista se agudizaba y mioído se apagaba, puse lamira en disparar aalguien ese día. Todo elque se llevaba a un niñoy se mofaba de mí,

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también se llevaba aMozi, asustaba a Mozi, learrebataba su humor unay otra vez. Y a mi modode ver, todos y cada unode ellos debían sufrir undolor terrible y unahumillación insoportable.

Giramos allí donde lapropietaria de la pickupque llevábamos noshabía dicho quegirásemos. Los

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neumáticos, aptos paratodas las estaciones,despedían piedrecitas enuna pista de tierra quetenía unas partesasfaltadas y otras no.Manzanos sin podar,nudosos y dentadosdebido a la edad,bordeaban el camino, y alo lejos se extendía elcampo de vacas más

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grande que había visto enmi vida. Qué pintorescapensé que sería lallegada del otoño paralos alumnos en los díasde gloria de esa escuelarural. Ahora seencontraba sumida en ladecadencia, en el frío yel abandono, atormentadapor la lluvia letárgica,que apenas se molestabaen caer en ese lugar

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dejado de la mano deDios. Allí reinaban lanegrura en el cielo y elmal en el edificio.

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20

El Día 33continúa

Tenía el recurso porantonomasia en el VW deBrad: su arma, Recurson.º 42, si lograbaquitársela de los dedos

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manchados de sangre.Cuando me insultó, misojos empezaron amoverse con nerviosismoy revolverse con fuerza.Esto me pasa muy rarasveces. Se trata de unestado involuntario alque me lleva mi cerebrocuando mi descomunalcórtex cerebral empiezaa funcionar a todamarcha. Es como un

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estado de trance, y lasensación de ligereza,actividad, energía en micerebro es increíble:como un subidón perfectocon el mejor vino, soloque el pensamiento seagudiza en lugar deembotarse, comosucedería con el alcohol.La sensación es bastanteadictiva, pero no se

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puede forzar;sencillamente hay queesperar y dejar que seimponga el hormigueo.

Lo único quenecesitaba era que algodistrajera a Brad por laizquierda. Si volvía lacabeza, el brazo derecho—el más próximo a mí yel que sostenía el arma—se movería hacia atrás.Si yo actuaba en esa

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décima de segundo enque sus músculosestarían en reposodándole un empujón en elhombro derecho, el codose le clavaría en elasiento y el antebrazo sele debilitaría. Y aflojaríala mano. Con mi otramano, y contando con queel factor sorpresa haríaque ejerciese aún menos

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presión en la pistola, lepodría quitar el arma.Dispondría de unsegundo para efectuar elmovimiento cuando seprodujera la distracción.

Pero ¿qué distracción?Estábamos parados en

mitad del bosque.Atrapados al final de loque debía de ser elcamino de unaexplotación minera.

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Llovía, de nuevo,intermitentemente. Eldébil goteo ni siquieraera lo bastante ruidosopara traer a la memoriael episodio del tiroteo deprimaria.

Quizás una ardillasaltara de árbol en árbol.Quizás un pájaro saltarade rama en rama. Esosmovimientos no suponían

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una verdaderadistracción. Fuera delcoche no tenía ningúnrecurso. O no que yosupiera en ese momento.

Podía haber dicho:«anda, mira, un osopolar». Y puesto queBrad era un psicópatatarado, quizás hubieseestirado el cuello. Peroprimero me cuestionaría,aunque fuese durante tan

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solo un nanosegundo, y alhacerlo empuñaría conmás fuerza el arma.Necesitaba un buen sustoque lo obligara avolverse, ya que eso lopondría física ymentalmente donde yoquería. Una impresión yunos músculostemblorosos. Eso era loque necesitaba.

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Puesto que no pudeencontrar distracciónalguna cuando escudriñéel bosque que rodeaba elVW, mis ojos siguieronmoviéndose, sopesandoopciones, calculando yuniendo puntos, trazandolíneas, diseñando unnuevo plan. El cocheestaba repleto derecursos. Y mientras los

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iba catalogando, los ojosrevolviéndose, Brad semofaba de mídiciéndomebarbaridades.

—Zorrita pirada, estásloca perdida. No hay másque verte —afirmó,haciendo una mueca deasco.

Un destornillador enel suelo del asientotrasero, a medio metro

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de mi mano izquierda,abajo, en ánguloizquierdo, Recurso n.º43.

—¡Deja de mover losputos ojos!

Un rollo de cintaamericana en la palancade cambios, Recurso n.º44.

Un bolígrafo en elsuelo, junto a mi pie

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derecho, dándome en ellado del dedo pequeñode la Nike, Recurso n.º45...

La corbata que llevaal cuello, Recurso n.º 46.

Su teléfono, en elportaobjetos, Recurson.º 47.

—Pantera, me estásasustando. Sigueintentándolo, ay, ja, ja.

Continué moviendo los

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ojos, si bien el parpadeoera cada vez menosnatural y cada vez másforzado. Pensé que fingirque estaba loca quizáshiciera que se sintieseseguro en su propiademencia. Daba laimpresión de que seestaba distrayendo. Asíacon menos fuerza elarma, cosa que yo veía

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en las arrugas que se leformaban en losdepilados nudillos.

Y entonces...Como un regalo

magnífico, cuando estabaa punto de considerarmuy seriamente eldestornillador, para misorpresa se produjo unadistracción en el exterior.De no contar con tantapráctica y estar tan vacía,

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probablemente mehubiese quedadopasmada.

—Levanta las putasmanos —gritó un hombreal otro lado del coche.

Yo ni siquiera alcé lavista. Brad se volvióhacia la voz queresonaba en el bosque,justo como escasossegundos antes yo

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esperaba que hiciese, ysimultáneamente leempujé el hombroderecho contra el asiento.El codo se le fue haciaatrás, la mano se le abrióy yo le quité la puñeterapistola.

Al levantar la vista metopé con un hombre mitadasiático, mitad caucásicocon las piernas abiertas yel arma en ristre. Su traje

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gris anunciaba a voz engrito que era del FBI.

Tras el coche había unamujer gorda con el pelocorto y una narizmasculina. Suspantalones grises y sucamisa blanca tambiéndecían a los cuatrovientos que trabajabapara la Agencia.Asimismo apuntaba con

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su arma a Brad. A sulado reparé en alguienque no parecía un agente,sino un señor mayor conpinta de granjero queapuntaba con un rifleamartillado.

—Sal del puto cocheahora mismo, capullohijo de puta —ordenó lamujer.

—Lola, ponte acubierto, yo me ocupo.

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Boyd, no se mueva deahí. Sí. No se mueva,amigo mío —dijo elagente, con demasiadacalma. Entrecerró losojos para apuntar, y creoque me guiñó un ojo a mí,como si estuvieseencantado de matar pormi causa.

Supe que queríahacerle daño a Brad.

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Me cayó bien en elacto.

Yo me eché hacia atráscon la intención de salirdel coche, pero me dicuenta, demasiado tarde,de que seguía teniendo elcinturón de seguridadpuesto. Entonces Bradoptó por cometer lalocura que yo habíasopesado, pero

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descartado, porque meparecía demasiadodescabellada, inclusopara él. Antes de quepudiera bajarme delcoche, pisó a fondo elacelerador, bajando auna velocidad mayor delo apropiada el brevetramo de camino quequedaba. A punto dedarnos contra los árbolesque dejábamos atrás, de

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pronto pegó un volantazoa la izquierda y se saliódel camino. Unas ramasbajas arañaron los ladosdel coche mientrascontinuamos subiendopor la pendiente degranito del extremoinferior de la cantera.

Fuimos directos alagua.

El arma quedó fuera de

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mi alcance.

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Agente especialRoger Liu

Nada más llegar aAppletree, Boyd saliócomo una exhalación porla puerta de una de lasalas. INTERNADO

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APPLETREE, decía eldesvaído letrero que seveía en un costado. Boydse colgó el rifle delhombro y nos hizo señaspara que nos bajáramosde la pickup y fuéramoscon él. Empezaba arecuperar la audición enoleadas, unadesconcertanteondulación de ruidos quese extinguían y volvían.

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Un siseo, unchisporroteo, una seriede palabras inconexas, elvolumen subía y despuésse debilitaba deprisa.

Las palabras de Boydme llegaron enavalancha.

—Venga, vengan.Bobby está casi segurode que han tomado lapista de tierra que va a la

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cantera. Seguro que estánatrapados allí.Probablemente se hayanescondido. Bobby havenido corriendo adecírmelo y luego se haido corriendo al hospitalcon la otra chica. La otrachica dice que hay otrachica. La chica esDorothy, la que se hallevado Bobby. ¿Tienesentido, señor Liu?

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—Sí, Boyd. ¿Adóndevamos?

—Vengan, les enseñaréel camino.

Según elprocedimiento, tendríaque haberle confiscado elarma a Boyd y pedirleque nos indicara elcamino, insistir en que nose moviera del internadoy llamar a otras

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autoridades de la zona.Que le dieran al

procedimiento. Lola y yonecesitábamos refuerzos,y yo no podía perdertiempo esperando a queotros se movilizaran.

Resulta que Boyd es uncazador de primera.Lleva toda la vidacazando. En su díaostentó el título delestado de Indiana del

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mayor ciervo cobrado deun único disparo. Demanera que Boyd sabíacaminar sin hacer ruidopor la hojarasca. Verlocasi resultaba balsámico,deslizándose de puntillascomo Fred Astaire por elbosque. A Lola y a mínos habían entrenadopara seguir huellas yaproximarnos al objetivo

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sin que se nos oyera, yeso fue lo que hicimos.Aunque, francamente,como yo no oía grancosa, tampoco sabríadecir si fuimos muysilenciosos. Mi audiciónse limitaba ahora a unviento sordo. Solocaptaba fragmentos de loque me susurraba Lola.

—Liu... ahí... huele...coche... gasolina... motor

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en marcha.A mí no me olía a

coche alguno. Para mí elúnico aroma era el delbosque, las hojasmojadas, la cortezahúmeda, el vivificanteolor de la tierraempapada de agua. Creoque esos son exactamentelos olores quepercibirían casi todos los

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mortales al caminar porun bosque. Pero puestoque Lola era la experta aese respecto, seguí sunariz.

Boyd asintió en señalde aprobación, dado quede todas formas iba porel mismo camino.

En efecto, nostropezamos con el culode un Volkswagenparado. Del tubo de

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escape salía un humoclaramente visible en elfrío aire.

Me acerqué sin hacerruido y fui por el ladodel conductor. Y con lamisma nitidez como si latuviese a tan solo treintacentímetros de mí vi aLisa, como en trance,moviendo los ojosfrenéticamente. Era

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clavada a la foto delinstituto que habíanescaneado para incluirlaen su expediente, elexpediente queentregaron al equipo queno era. Quien yo pensabaque era Ding Dong sehallaba de cara a ella, noa mí. Daba la impresiónde que le gritaba. Quéestampa más singular, lavíctima y el secuestrador

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sentados en un coche enmedio del bosque,mirándose fijamente.

Le ordené a voz engrito que levantara lasputas manos.

Lola asimismo leordenó algo. Yo solo oí«hijo de puta».

Vi que Lisa dejaba demover los ojos cuando elhombre se volvió para

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mirarme. Vi que leempujaba el hombro y learrebataba el arma.

¿De verdad acaba dehacer eso? Me quedédesconcertado al ver queuna niña hacía algo así.Pero lo había visto,estaba completamenteseguro. Solo meencontraba a diez metros.Vi exactamente lo que vicomo si estuviese en el

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coche con ella y viera loque hacía en unarepetición a cámaralenta. La niña le haquitado el arma.

Así y todo no dejé deapuntar al tipo.

Creo que en mi interiordebía de anidar algo. Unacalma que no habíasentido nunca. A decirverdad, creo que no

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sentía nada, lo cual erareconfortante. Quizá solosintiera alivio por podervolver a rascar ese picorque me acompañabasiempre, ser capaz demutilar de nuevo a un serhumano abyecto. Contabacon muchos cómplicesque podían serme deayuda: Lola, Boyd eincluso la víctima. Habíaleído su expediente,

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sabía que erasuperdotada, recordé quetenía problemas con lasemociones. Parecía de lomás tranquila en esecoche cuando le quitó elarma.

Incluso la vi sonreírligeramente cuandosostenía la empuñadura.Vi su mirada de orgullo.

Yo llamo y llamo y me

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abres.En efecto, el diablo es

diablesa.¿Por qué no le disparé

cuando tenía ocasión?¿Por qué no le reventé elcráneo? Sí, desde luegoque podría haberlohecho. Y todo habríaterminado mucho antes.Pero desde donde meencontraba, el únicodisparo que podía hacer

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habría sido mortal. Elhombre estaba tan bajoen el bajo asiento delVW, y la puerta era tanalta que lo único queasomaba en el cristal erasu cabeza de ojillosbrillantes. Dispararle enla cabeza habría supuestoel final, sin lugar adudas. No es que meimportase matarlo; ese no

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era el problema. Elproblema era que queríacon todas mis fuerzas quesufriera durante el restode su vida. Quería verlodesfigurado, sufriendo yencerrado en una celdade aislamiento, o mejorincluso, mezclado conlos presos de una cárcelestatal. Puede que yofuese un agente del FBIque cumplía una misión

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del FBI, pero moveríalos hilos que hiciera faltapara ofrecer su caso enuna bandeja de plata alestado. Una prisión deIndiana con escasaprovisión de fondos seríatanto mejor para esepedazo de carne, sobretodo si me las componía—y me las compondría— para informar a los

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demás internos de losdelitos que habíacometido contra niños.Vaya si lo haría, y Lolatambién, pero solodespués de que sehubiera ocupado de élpersonalmente. Enprivado. Mientras tantoyo me haría el tonto.

¿Por qué Lola es comoes? Muy bien, os contarésu historia, y, qué coño,

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os desafío a que intentéissonsacársela a la propiaLola. Yo lo único que sées que las familias deacogida por las que pasóhicieron mella en ella, yeso es todo lo que heconseguido sacarle,incluso después de todosestos años. Pero, vamos,que si queréis curiosear,adelante, Barbara

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Walters.Ahora sé que podría

haber disparado, y habríaentrado en razón y lohabría hecho de haberdispuesto de tan solo dossegundos más parasopesar lo que estabahaciendo. Sí, con tan solodos segundos más miquerida Sandra me habríasusurrado al oído, solopor el hecho de

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recordarla. Sin embargo,salí de mi introspeccióncuando en un abrir ycerrar de ojos el tipopisó a fondo elacelerador. La sacudidahizo que Lisa se pegaraal asiento, abandonandoel juego al que sin dudaestaba jugando, y pugnarapor no perder elequilibrio. Y aunque me

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alivió ver que seguía convida, cuandodesaparecieron entre losárboles y al otro lado dela elevación, no sentísino el más absolutopavor.

Boyd nos llevó por laizquierda hasta unsendero sinuoso quediscurría por el bosque.No nos dijo una solapalabra, se limitó a guiar

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a una comitiva obedientebajo una bóveda deárboles fríos. El cieloera de un gris oscuro conmanchones negros, unmoho canceroso allídonde antes se veía unazul bonito, combativo.

En un claro, seamontonaban losas degranito describiendo uncírculo. Ante nosotros

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surgió una cantera, y depronto mi experiencia meobligó a aceptar que loque quisiera que Boydestaba a punto deenseñarnos echaría portierra el alivio, por leveque fuese, queexperimenté al encontrara Lisa con vida. Lolaseñalaba algo como unaloca, corriendo como unaposesa hasta el borde de

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la cantera. Delante de míse volvió y, a juzgar porcómo se le hinchaban lasvenas del cuello, gritóalgo. Sin embargo, unextraño silbido acallósus palabras, y despuésun siseo, y de repente elsonido volvió y elborboteo del agua mellegó a los oídos. Corrícon Lola y Boyd hasta el

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borde de la cantera yllegué a tiempo de vercómo se hundían lospilotos traseros delescarabajo bajo lasuperficie negra. Olas deagua rompieron contralas paredes graníticas,pero, por extraño quepudiera parecer, demanera lenta y con pocafuerza, como si el aguafuese densa como el

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sirope y, por tanto, lecostara desplazarse.

Lola y yo nos quitamoslos zapatos y buscamos atoda prisa un punto bajodesde el que resultaramás fácil entrar.

—No se metan ahí. Nose les ocurra entrar ahí—advirtió Boyd,deteniendo nuestrorápido avance.

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—¿Qué coño estádiciendo, pollero? —gritó Lola, la frentearrugada de dolor.Apuntó con su arma aBoyd, y yo hice lomismo. Por lo general, niLola ni yo nos fiábamosde nadie. Solo nos hacíafalta el más mínimomotivo.

Boyd dejó el rifle en el

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suelo y levantó lasmanos. Yo bajé el arma,aliviado de que miavicultor fuese un buenhombre y mis sentidossiguieran intactos.

—Está bien, está bien,solo quería decir quetuvieran cuidado, eso estodo —se apresuró aañadir—. Esta es unamina que abandonaronhace unos cuarenta años.

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Antes de que este sitiofuese una escuela. Mipadre y el padre deBobby solían cazar enesta propiedad. Dicenque ahí dentro tirabancoches viejos. Chatarra.Trastos. Si se meten ahíes probable que se lesenrede una pierna y seahoguen.

¿Veis como seguir un

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procedimiento de laAgencia podría habernoscausado la muerte a Lolao a mí? A veces fiarse dela gente del lugar puedeser de gran ayuda.Aunque vete tú a decirlesa los que dirigen laAgencia que te haspasado por el forro elplan de acción. Que haspasado de los puñeterosparámetros. Venga,

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decidles que lo quedebería primar es elinstinto y los sentidosaguzados. A ver sillegáis muy lejos. Ydespués venid a hablarcon Lola y conmigo.

Sandra probablementeme parara los pies eneste punto con una dulcemirada de advertencia,una mirada de reojo y un

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leve movimiento decabeza. Me pondría lamano —una mano queolería a crema de rosas—, en el brazo paratranquilizarme sinnecesidad de decir nada.Diría que me calenté unpoco e hice algo que noes propio de mí cuandorecordara y refiriera todoesto. Y tendría razón,como casi siempre.

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Entonces, antes de entraren la cantera, intentéencontrar un elementocómico en el panoramaque me rodeaba, deverdad que lo intenté.Pero después pensé, ¿porqué iba tan siquiera apensar que es apropiadoplantearme la comediaahora? Quizá soloestuviera haciendo un

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esfuerzo supremo paraque Sandra me salvara,sintiéndome desprotegidoal estar tan lejos de ella,allí, pasando frío,adentrándome en laoscuridad, tratando desalvar a una niña y a suhijo antes de que seahogaran. Lo que queríaera una cadena desalvamento: que Lisasalvara a su hijo, que yo

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salvara a Lisa, queSandra me salvara a mí.Pero Sandra no estabaallí. Sandra nunca estabaconmigo cuando bajabaal infierno.

Con cuidado, concautela, tanteando con lospies, pero lo más deprisaposible, me metí en elagua. Ahí fue cuandoreparé en la cuerda que

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había atada al lateral dela pared.

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El Día 33continúa

Tenía el cinturón deseguridad abrochado;Brad, no. Cuando fuimosde cabeza al agua,calculé que la caída tenía

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un ligero ángulo de unosdiez grados. Por suerteestábamos en el extremobajo de la cantera. Alotro lado la pared medíaunos diez metros dealtura desde la superficiehasta el saliente; unacaída desde ahí habríatenido un impacto muchomayor. La nuestra seprodujo desde tan solometro y poco, así que en

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realidad fue más comobajar por una rampa paraembarcaciones. Así ytodo, aunque corto,nuestro descenso fuebastante rápido, de modoque entramos en el aguacon fuerza.

Escasos días antes micaptor ahora muerto,pero entonces vivo, mehabía informado de que

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la cantera tenía más dediez metros deprofundidad en algunospuntos, de manera que mepreparé para seguircayendo más y más. Sinembargo, frenamos enseco prácticamentecuando el coche sehundió, de morro. Enresumidas cuentas, yodiría que nosencontrábamos a unos

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tres metros deprofundidad. No era paratanto, por lo que a mírespectaba. Así y todo nohabía que minimizar lasituación: la gente seahoga en tan solo cincocentímetros de agua.Prueba A, el hombre enmi celda.

La parte posterior delVW empezó a hundirse, y

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nos quedamos enposición horizontal.Habíamos aterrizado enun risco de la cantera, ysupe que era un riscoporque aunquelevantamos un montón desedimentos y el aguaestaba turbia, antenosotros el agua era másclara en la parte superiory más oscura abajo,mucho más oscura abajo.

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Lo que significaba quedelante de nosotros elagua descendía en picadohacia un infierno másprofundo.

Además, ante nosotrosflotaba algo unido a unacuerda, y la cuerdaparecía descender pordebajo de donde seencontraba el coche. Yosabía exactamente lo que

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había en esa cuerda,aunque era preciso que laarenosa agua se asentarapara poder ver mejor.

A mi lado Brad sedesplomó sobre elvolante y perdió elconocimiento debido algolpe que se dio en lacabeza o bien a laimpresión que le causósu propia estupidez, no losé. En cualquier caso di

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gracias por no tenerlohaciendo payasadas a milado. Recurso n.º 48:Brad inconsciente.

El agua empezó a subiren el coche, entraba porlas puertas y por lasventanillas, a pesar deestar subidas. Cubrió misNike demasiado grandes,luego las espinillas.Subía, subía, seguía

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subiendo, ya me llegabapor la cadera. A nuestroalrededor el agua sevolvió más y más clara;me maravilló la rapidezcon la que se recuperabala cantera, como si loúnico que hubiera hechofuese engullir a unavíctima más, otro montónde metal en su vasto,oscuro estómago. «Ay»,parecía gruñir su líquido

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cuerpo.El lecho de la cantera

era una chatarrería: unavarilla doblada, untractor de metal de niñoboca abajo, cubos,ladrillos, cadenas eincluso una valla de telametálica que emergió delas profundidades delantedel coche y subió hasta elrisco, como si fuese una

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lengua larga, ondulada,salida de la boca de undemonio.

El agua seguía entrandoigual que líquido apresión por unos dientesapretados. Me cubrió lascaderas, la abultadabarriga, a mi hijo.Permanecía sentadainmóvil.

Delante de mis ojos laimagen era poco nítida,

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pero la chica resultabavisible, flotando en latabla, la cuerdaalrededor del rajadotorso. Se mecíalevemente en su tumbasubmarina, amarrada ysuspendida en la muerte,el pelo dibujando lentasondas con el levemovimiento del agua.Juntos, ella y su

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armatoste parecían unglobo desinflado quevolaba inexplicablementepor encima de unconcesionario devehículos desierto, enalgún lugar del Oeste, enalgún lugar por donde yano pasa nadie, a menosque se haya perdido y sehaya quedado singasolina. Esperando a losbuitres.

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A mi derecha el agenteempezó a dar con lasmanos en mi ventanilla,aporreando, aporreando,aporreando con laspalmas. Pum, pum,porrazo tras porrazo, ycon los golpes volvió elpistolero del colegio,abriendo fuego. El ruidoseco, los gritos, losgolpes, el repiqueteo de

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las balas en el aula.Puse todo mi empeño

en impedir que se meencendiera el interruptordel miedo. Mantuve lacalma; seguí sentadainmóvil. Cerré un puño yme lo agarré con la otramano. Me volví hacia elagente, que seguíagolpeando la ventanillacon saña —los golpesamortiguados por el agua

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— y tirando de la puerta,sus esfuerzos frenadospor la gravedad del agua.Ni que decir tiene quetodo fue en vano.

Levanté una mano parapararlo, moviéndola enabanico contra el cristal.Como el agua aún no mehabía cubierto la cabeza,aunque me llegaba por elcuello, y podía respirar,

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dije:—Primero es necesario

que el agua se hayanivelado en los doslados. Entonces lapresión se compensará yla puerta se abrirá.Tranquilícese.

¿Es que nadierecuerda nada de lafísica que estudió en elinstituto?

El agua me tapó el

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pelo. Me desabroché elcinturón, cogí el llaverode Brad, que colgaba delcontacto, y miré alagente, que seguía dandogolpes tontamente en miventanilla como unpistolero demente queabre fuego en un colegio.

¿Me perseguirásiempre este ruido? ¿Merecordará siempre a ese

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día? ¿A quién puedo darcaza para que ponga fina este estruendoinfernal? ¿A quiénpuedo torturar con estesonido?

Miré al agente ylevanté las manos paraindicarle: «Y bien, ¿sepuede saber a qué estáesperando?»

Probó de nuevo a abrirla puerta y lo logró.

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Nadé los tres metrosque me separaban de lasuperficie.

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Agente especialRoger Liu

Seguí a Lisa paraasegurarme de quellegaba a la superficie ya los brazos de Lola.Cuando la supe a salvo,

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bajé de nuevo, y aunque aregañadientes, rescaté alconductor de lo quedebería haber sido sulecho de muerte en elagua de la cantera. Losubí a la superficie, y elgrandullón de Boyd losacó por las axilas. SoloBoyd tuvo los arrestospara practicarle el boca aboca, que a pesar de sergranjero, sabía hacer. No

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sé cómo. Y lo cierto esque me da lo mismo. Yono le habría puesto loslabios encima a ese tío.

El conductor tosió ycobró vidaagresivamente, chillandoy lloriqueando ydejándose caer en lasrocas graníticas. Lola seacercó a él y le dio unpuntapié en un muslo. Yo

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estaba doblado en dos,intentando recuperar elaliento, y cerca de Lisa.

—Vas a desear que tehubiéramos dejado ahíabajo, cerdo asqueroso.Cierra el pico. Cierra elputo pico o te arranco losdientes uno por uno. —Yvolviendo la cabezahacia Boyd, añadió—:Pollero, sujétele lasmanos a la espalda.

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—Se llama Brad —informó Lisa a voz engrito, tranquila, pero conabsoluto desagrado,como si Brad fuese unnombre irrisorio,bochornoso.

—Tiene derecho apermanecer en silencio...—Le informé de cuáleseran sus derechosdeprisa, de manera

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monótona, dándole aentender lo mucho queme inquietaba tener queleerle unos derechos queno merecía. Se los tuveque leer yo, porque Lolano lo habría hecho. Ellase limitó a esposarlo sinmiramientos, y como eltipo no paraba deresollar y de quejarsepor todo, se sacó unpañuelo de la blusa y le

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tapó la boca con fuerza.Después solo se siguióoyendo un gruñidoapagado.

Boyd retrocedió yapuntó a Brad con surifle.

—Mierda, pollero, nole pegue un tiro. Me gustala idea, pero no podemosmatarlo ahora —dijoLola, perdiendo su

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reserva inicial con él.—Señora, no le pegaré

un tiro a este malnacido ano ser que intente huir.Eso sí, como lo intente,sepa usted que a mipared le hace falta otrotrofeo —repuso Boyd,sin perder de vista aBrad en ningún momento—. Vaya, vaya,muchacho, conque tegustan los niños. Pues

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deja que te diga unacosita: tengo el récorddel estado por cobrar unapresa de un solo disparo.Ajá. Así que hasta megustaría que salierascorriendo. Adelante,adelante. Echa a corrercomo un conejo.

Lola sonrió a Boyd, yyo también.Definitivamente ahora

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formaba parte de losnuestros. Lisa, de pie ycon los brazos cruzadosjunto a la cantera,acercándose a la cuerdaque yo había visto atadaa la pared, levantó unacomisura de la boca,asimismo una sonrisa,como no tardé enaprender. De manera queallí estábamos los cuatro,una nueva banda de

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justicieros. Al menosteníamos la legitimidadque nos conferíannuestras placas, la deLola y la mía, paracubrirnos las espaldas.Me planteé cuán extrañahabía sido lacoincidencia de queBoyd le vendiera lafurgoneta a nuestrosecuestrador y el

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secuestrador aparcara lasusodicha furgoneta en lapropiedad de la familiade Boyd, a kilómetros dedonde había comprado elvehículo. Dentro delespectro de laverosimilitud, seguro quea otros este hecho lesresultaría sospechoso enuno de los extremos eimposible en el otro. Sinembargo recordé las

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palabras de la mujer quevio lo del EstadoHoosier en la matrícula yque ella y su maridohabían visto Hoosiers:más que ídolos la nocheanterior. «Una benditacoincidencia», dijo. Puessí, una benditacoincidencia. Era comosi nos hubieseproporcionado una pista

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o una premonición,quizás el punto de partidade toda la investigación.

Me acerqué a Lisa, quetemblaba de frío.Reprimiendo el frío quetambién sentía yo debidoal agua, replegué lacabeza en los hombros,como una tortuga en sucaparazón, y sacudíprimero una pierna yluego la otra. De mi

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cuerpo salió agua comosi fuese una esponja a laque hubieran escurrido.Mi empapado traje gristenía bolsas en los codos.Habría estado bien tenerun termo de café caliente,un bien cotidiano quepasó a ser un lujo pocorealista en ese momento.Venía a ser como desearque un unicornio

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descendiera de un árbol ynos llevara al País de losJuegos para ir en buscade pastillas de goma yregaliz.

Lisa se abrazaba yfrotaba la abultadabarriga, al parecer paracalentar al niño. No dabala impresión de estardispuesta a salircorriendo de ese sitio,como imagino lo habría

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estado cualquier otravíctima. Tampoco estabahistérica, ni lloraba nillamaba a sus padres agritos. No pedía lo quese solía pedir, ni unmédico ni ninguna otracosa. Vio que meacercaba a ella y no dijonada, aparentementetomando enconsideración mi

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zancada, posiblementecontando mis pasos. ConLola y Boyd apoyando alesposado Brad contra unárbol, traté de ir a porLisa para poder salir deese bosque.

—Soy Lisa Yyland. Nose le ocurra llamar a unaputa ambulancia ni decirnada por la malditaradio. Quiero coger a losdemás cabrones que

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hicieron esto.Su mirada carente de

alma me atravesó loshuesos. Su desconexióncon la escena, sudeterminación, su poder,todo en ella me abrumó.Caí en un estado deestupor. De shock.Levanté una mano deespaldas para advertir alos otros, giré

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únicamente la cabeza y,como si estuvieseposeído por ella, repetísus palabras: «No se osocurra llamar a una putaambulancia ni decir nadapor la maldita radio.»

—Cogeremos al restohoy, y ustedes nollamarán a mis padresaún. Es preciso que nadiesepa que me hanencontrado. Y si necesita

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ver algo convincente, sicree que quizá debierallamar primero a mispadres, o poner sobreaviso a algún superior,deje que le enseñe unacosa. Desate esa cuerda,siéntese detrás de esapiedra y tire.

La cuerda. Habíaevitado mirar hacia ellacuando estaba debajo del

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agua. Sabía que en elotro extremo de esacuerda había algohorrible. Hiceexactamente lo que mepedía Lisa: desaté lacuerda, me senté detrásde una piedra y tiré.

Bien, a lo largo de micarrera he visto muchascosas horribles,espantosas. Que osahorraré. Baste con decir

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que, a esas alturas de mivida, no deberíanimpresionarme loscuerpos sin cabeza y lascabezas sin rostro y loscuerpos aplastados,quemados, apaleados yfracturados hasta quedarirreconocibles. Pero algoen esa cantera negra, losárboles trémulos que nosdaban la espalda, el cielo

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acerado, el aire vacuo,vacío y la sonrisacongelada con la queLisa miró la borboteanteagua hizo que me dieranarcadas al ver la tripaabierta de una chicacuando su cadáver salióa la superficie. Imaginé aLola en el futuro, enalguna comida quepicotearíamos en silenciodespués de este día

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horrible: «Liu, con lo queme toca ver en sótanos ycuartuchos y canterasabandonadas, no me desla tabarra con lo quecomo o con lo que fumoo con lo que bebo o conlo que eructo»; o con loque quiera que hicierapara aplacar susespinosos recuerdos.

Lisa miraba a la chica

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muerta fijamente, comohipnotizada. Tenía unamano sobre el abultadoestómago, y la otra en elmentón, como siestuviera dando unasentida charla filosóficaen una universidad, elpelo mojado pegado a lacabeza y la cara.

Solté la cuerda cuandoLisa apartó la mirada delagua. El cuerpo y la tabla

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se precipitaron hacia lasprofundidades de lacantera. Lisa fuebordeando la cantera porarriba, bajó por el otrolado y se unió a Boyd,Lola y Brad. Cuando leguiñó un ojo a Brad alpasar y le disparó a lacara con una pistolaimaginaria, soplando unhumo invisible que le

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salía del dedo levantado,deseé que fuera hija mía.Bajó por el sendero porel que nos habíaconducido Boyd, sininvitarnos a seguirla,aunque de todas formaslo hicimos, naturalmente,pisando en sus mojadospasos e intentando darlealcance, empujando allloriqueante Brad a puntade pistola para que

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avanzara.Lola y yo sabíamos que

debíamos seguirla sinmás. Nos llevamos undedo a la boca paraindicar a Boyd que nodijera nada. Desandamosel camino hasta llegar alinternado, cruzamos unapequeña zona destinada aaparcamiento y bajamosun sendero bordeado de

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árboles, al final del cualse extendía un espacioabierto bajo un sauce. Laembarazada Lisacaminaba como un gatoairado, y cuando Boydfue a decir algo, lo hicecallar.

Fuimos nuevamente enpos de nuestra soberanaadolescente por elcamino bordeado deárboles hasta llegar al

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internado. Ahí nosdetuvimos, a la espera derecibir instrucciones,todos mirando a Lisa,delante de una de lasalas. Lola había dejado aBrad, esposado y con laspiernas atadas a ungancho, en la caja de laF-150.

—No sé dónde trabajael Médico. ¿Dónde está

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Dorothy? Debió de huiren la furgoneta. —Medijo Lisa.

—¿A qué te refieres?¿Quién es el Médico? —pregunté.

—Es el que se ocupade los partos —aclaróella.

—¿La otra chica esDorothy? Mi primo lallevó a Urgencias.

Lisa hizo una señal de

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confusa aprobación.Me disponía a formular

más preguntas cuando,con el rabillo del ojo, vique Lola cruzabaolisqueando otra puertade otra ala. Parecíaembelesada con algo quehabía al otro lado de lapuerta, habiendo entradoen el edificio sinindicarme ni a mí ni a

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nadie que la siguiéramos.—Probablemente huela

al capullo al queelectrocuté en mi celda.Dígale que no toque elagua. Puede que aún estéelectrificada.

A mi espalda Boydcorroboró:

—Ah, sí, el olor delque le hablé. La puertade arriba está cerrada.

Lisa me dio las llaves,

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que tenía en la mano.Corrí con Lola.Lo que encontramos en

la tercera planta superacualquier historia decualquier oso de un circovestido de rosa.

Después de que Lola yyo viéramos lo quevimos en lo que supehabía sido la celda deLisa, Lisa no dijo nada

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más para defenderse. Loúnico que añadió fue:

—Agente, lestenderemos unaemboscada esta tarde. Yolos atraeré y ustedes loscogerán.

Lola ya estabaconvencida, asentía aLisa, accediendo a hacercualquier cosa quepidiera nuestra jovenmadre. Lola olía sangre,

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y quería engullirla conavidez.

—Agentes, se suponíaque hoy le haríacompañía a la chica de lacantera. —Lisa se pasóla mano por el vientre,abrazando al niño—. Nopuedo explicar lo muchoque odio a esa gente. Yahan visto de lo que soycapaz, lo que le hice al

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matón arriba. Quieroacabar con ellos. Y loharé. Les daré caza y losenvenenaré lentamente amenos que accedan aponerles una trampa paradetenerlos a todos hoymismo. Yo seré el cebo,es la única manera. Lo hepensado un millón deveces.

No me cupo la menorduda de que era así.

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—Lisa, cuéntanos tuplan —pidió Lola.

Con lo que, según supemás tarde, equivalía auna ancha sonrisa en esachica que carecía deemociones, Lisa enarcólas cejas y levantóligeramente la barbillahacia Lola. Una señal derespeto. Una señal deagradecimiento.

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Lisa detalló su plan,que en realidad erasencillo: dijo quetendríamos que obligar aBrad, poniéndole unapistola en la sien, a quellamara al Médico y ledijera que ella se habíapuesto de parto. «Da laimpresión de que elMédico se mueve con elMatrimonio Obvio, así

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que los traerá con él, semueren de ganas dellevarse a mi hijo. Lospillaremos a todosjuntos. ¿Entendido?»Convinimos en que misrefuerzos, que estaban apunto de llegar,vigilarían el hotel delMatrimonio Obvio y laconsulta del Médico —que confirmaríamosprimero, antes de dejar

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que Brad hiciera lallamada—, por si alguienavisaba a sus cómplices.Quería que el plan deLisa funcionara, cogerlosa todos en Appletree, porunas cuantas razones:

Appletree era un lugarapartado, de manera queningún civil saldríaherido si se producía untiroteo.

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El hecho de que fuesena ese sitio cuando Bradlos llamara constituiríauna prueba sólida de quese hallaban involucrados.

Lisa había pedido, y yoestuve de acuerdo en quese lo merecía, verloscara a cara, sin lasrestricciones que seimpondrían en una salade justicia o una cárcel.

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Sin testigos.Después me facilitó

bastantes detalles paraentender a quién serefería con lo del Médicoy el Matrimonio Obvio.También me explicó queBrad no era el «RonSmith» —Ding Dong—que yo pensaba que era,sino su hermano gemelo.Evidentementesorprendido, tenía un

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millón de preguntas quehacerle, pero en esemomento me limité adecir: «Vale. Repasemostu plan una vez más.» Nopensaba inmiscuirme enla guerra de Lisa; depronto era su soldado.Lola, ejerciendo defrancotiradora agazapadaen un manzano delmanzanal contiguo,

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levantó alegremente elarma, y yo le recordé demala gana que no debíadisparar si el grupo alque esperábamos ibadesarmado. La aletaizquierda de la narizvibró como si fuera aladrar, y su dedo apretócon más firmeza elgatillo. La dejé en elárbol con la esperanza deque obedeciera y la idea

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de respaldarla si no lohacía.

Había llamado a misagentes de refuerzo y leshabía pedido que sereunieran conmigo en lacasa del primo Bobbypara poner a Brad adisposición de un equipoy dar instrucciones alotro sobre dónde debíaesconderse y apostar

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francotiradores. No lesmencioné el fallidointento de Brad deescapar de la pickupdonde lo teníamos atadoy esposado; no mencionéel trato que hicimos conél, en privado. Un tratoprivado entre Brad, Lisay yo. Tras quitarle elpañuelo que hacía lasveces de mordaza a Bradantes de ponerlo en

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manos de los otrosagentes—que sí seguían elprotocolo y no habríanamordazado a undetenido—, me viobligado a escuchar sushistriónicos gimoteossobre el orificio de lacara, que me hicierondesear haberlo dejado enel fondo de la cantera.

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Estaba como unaauténtica cabra,alternando una vozaguda, de chica, con unade demonio demente, eltono cambiandoconstantemente mientraslo hacía avanzar aempujones a campotraviesa hasta la casa delprimo Bobby. Cuandopasamos por delante deuna vaca que mugía y él

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la miró y le dijo:«Bessie, bonita, no sepuede ser más preciosa,Bessie, querida», yenseguida soltó unalarido: «Haré a tus hijosfiletes, zorra», mepreocupó que en sudefensa alegarademencia.

Todo salió tal y comoLisa esperaba. El

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Médico llegó en unEldorado marrón tirandoa caramelo, con elMatrimonio Obvio depasajeros. El SeñorObvio y su mujer, laSeñora Obvia, seescondían en un motel dela localidad llamado TheStork & Arms —Lacigüeña & armas, unnombre irónico, yhorrible—, donde

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esperaban hasta que subebé robado llegara almundo. Tenían pensadohuir a Chile, a su lujoso yarbolado refugio demontaña, que se alzabaentre cinco viñedos en elparadisiaco hemisferiosur. Unos niños rubiosserían la obra de arte porexcelencia en unprosaico castillo repleto

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de cuadros y esculturas.A Lola y a mí se nospermitió visitar lapropiedad cuando unequipo fue a inventariarel lugar. Encontramosnumerosas pruebasdocumentales que losrelacionaban con nuestrodelito y con algunosotros, tales comoimportantes robos deobras de arte; perdimos

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la cuenta de los cargosque se presentaron contraellos.

El día que los cogimos,Lola saltó del árbol paraecharles arena en losojos por haberlearrebatado la posibilidadde pegarles un tiro, yaque se presentarondesarmados y engañados.

—Jaque —dijo Lisa

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mientras yo esposaba alMédico.

Puesto que juego alajedrez, me pregunté porqué no había dicho jaquemate, como queriendodecir fin de partida, perono tardé en saber queLisa tenía otros planespara el Médico.

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24

IncidentePosterior, Hora 4

Liu, menudo teatreroestá hecho. Sé que os hacontado lo del susto quese llevó cuando erapequeño. Cómo llegó a

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ser lo que es. Creo que loque hizo por su hermanofue directamentemaravilloso. Propio deun genio. Cuando mecontó su historia, decidíque sería mi mejor amigopara toda la vida.

Está claro que yohabría abordado lasituación de su hermano,Mozi, de manera muydiferente. Pero no nos

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entretengamos dirigiendocríticas irrespetuosas.Además, habría queabogar por Liu por susuperior agudeza visual ylo que intuyo son unaamígdala y un hipocampoimpresionantes, ademásde una extraordinariaconectividad entre losdos. En el caso de Liu elcircuito entre estas partes

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de su cerebroprobablemente sea unasuperautopista conenormes camionesneuronales yendo de unlado a otro cargados deexperiencia sensorial yobjetiva: memoria. Miteoría es que la superioragudeza visual de Liu,sumada a una amígdala yun hipocampo mayoresde lo normal, son los

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causantes de querecuerde tan espeluznantecolección de detalles.Tendría que abrirle elcráneo y diseccionarlelos ojos para estarcompletamente segura —no confío en la precisiónde las resonanciasmagnéticas—, pero novoy a practicar unaautopsia. A un amigo.

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En cualquier caso, quétenaz, qué calculador,qué heroico fue Liu porMozi. Qué sangre fría.Encendí los interruptoresdel amor, la admiración yla devoción para Liucuando me contó esahistoria. Pero alprincipio, cuando mesalvó, o mejor dicho,cuando ayudó a que me

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salvara, no encendí nada.Lo utilicé como si fueraotro recurso: agente Liu,Recurso n.º 49.

Liu me proporcionó ladistracción que confiabaen tener, abrió la puertadel coche bajo el agua yme ayudó a pillar al restodel grupo. Así que, a mí,ese día me parecióbastante útil. Cuandoterminó de esposar al

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Médico y al MatrimonioObvio, él y «Lola» —asíes como me han pedidoque haga referencia a lacompañera de Liu— mellevaron al hospital enuna Ford, Lola embutidaen el medio, porque yoabultaba demasiado parasentarme detrás de lapalanca de cambios. Quéa gusto íbamos los tres,

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como una familia degranjeros camino de lasiembra. En cuanto allamar a una ambulancia,que quizás hubiera sidoun medio de transportemás apropiado dadas lascircunstancias, senegaron a dejarme enmanos de nadie, no sefiaban, y de todas formasyo me negué a subirme auna.

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Los otros agentesretuvieron al granjero,Boyd, en la granja de suprimo Bobby para querespondiera a algunaspreguntas. A mí meencantó lo que le dijoBoyd a Brad cuando loapuntó a la cara con elrifle en la cantera.Después le pedí a miabuela que me bordara un

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almohadón con esemonólogo —y ¿sabéisqué?—, dada la sombríaopinión que tenía delmundo, puesto queescribía novelaspoliciacas, y dada laalegría incontrolada quele produjo mi rescate,sopesó mi petición.Bromeó con utilizar hilocolor púrpura y cursiva yañadir aplicaciones de

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conejos peludos,saltarines, quetropezaban con piedrasen el bosque paraplasmar la frase deBoyd: «Echa a corrercomo un conejo.» Alfinal, sin embargo, comoyo sabía que haría, miabuela se sirvió denuestra conversaciónpara enseñarme algo

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acerca de las reaccionesemocionales adecuadas asituaciones muyestresantes. Realizó elalmohadón únicamentecon los conejitossuperpuestos y bordandoun «Te quiero» en laparte de delante. Quieroa mi abuela. Nunca apagoel interruptor del amorpara mi abuela.

Lo peor que he visto en

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mi vida —hasta la fecha— sucedió tan solocuatro horas después deque friera a mi carceleroy cogiéramos a suscómplices. Estasangrienta imagen delIncidente Posterior, Hora4, me afianzó en mipropósito de clamar másvenganza aún. Unavenganza triple.

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Prácticamente despuésde que llevaran a lacárcel al Médico y alSeñor y la SeñoraObvios, me ingresaron enel hospital parasometerme aobservación. El agenteLiu y Lola no seapartaron de mi lado enningún momento. Ahorasé que Liu habría querido

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estar conmigo pasara loque pasase. Pordesgracia, entonces yoera una de tan solo cuatroniños desaparecidos quehabía encontrado convida, sin contar aDorothy, pero contando asu hermano. Cuandoentró en la habitación delhospital tras sacar colasy Fritos para todos de lamáquina expendedora,

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sonrió como pidiendodisculpas. Lola caminabaarriba y abajo junto a lapuerta como un tigreenjaulado y sediento desangre, rechazando acualquiera que incluso sele pasara por la cabezaintentar hablar conmigo.Me caía muy bien. A mimadre le encantaría.

—Hola, soldado —me

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saludó el agente Liu.—Hola.—Dicen que estás muy

bien.—Sí, estoy bien. Pero

¿y Dorothy? ¿La puedo ira ver ya?

—Dorothy no seencuentra muy bien. Si tellevo a verla, en fin,deberías estar preparada.El pronóstico no es muybueno.

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—¿Saldrá de esta?—Sinceramente, tiene

la tensión muy baja. Nose encuentra muy bien.Ojalá hubiera dado convosotras antes.

—¿Era el único que laestaba buscando?

—Por desgracia, sí,solo yo, y mi compañera,claro. —Volvió lacabeza hacia Lola, que

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soltó un gruñido.—Es una pena, agente

Liu.—Es una puta

vergüenza, eso es lo quees. —Hizo una pausa,inflando las mejillas ysoltando el aire—. Losiento. No debería decirtacos delante de ti.

—Bah, no se preocupe.Acabo de achicharrar aun hombre. Creo que

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puedo digerir algunaspalabrotas.

Lola se rio y repitió«achicharrar», como sicargara la palabra en suvocabulario interno parausarla más adelante.

—Por cierto, ¿mepodría prestar algo dedinero hasta que venganmis padres? Me gustaríacomprarle algo a

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Dorothy.—Lo que quieras. —Se

sacó la cartera y me diodos billetes de veintedólares.

Liu y una enfermera meayudaron a acomodarmeen una silla de ruedas, locual me resultó irritante einsultante, pero senegaron a dejar que fueseandando por el hospital,aunque me acababa de

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escapar de una cárcel yhabía salvado a otrachica. Supongo, ahora loentiendo, que tenían susrazones: yo estabaembarazada de ochomeses, sufría unadeshidratación grave, meencontraba exhausta,tenía una herida en lacara y, supongo, vale,quizá sea así, que

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físicamente estaba débil.Bien.

En la tienda de regalosle compré a Dorothy unramo cuajado de floresen un delicado jarrónrosa, una combinaciónque a mi abuela leencantaría.

Cuando Liu y yollegamos a la segundaplanta y enfilamos elpasillo para ir a la

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habitación de Dorothy,me fijé en que habíaagentes de policíavelando por su seguridady en los que ahora sé sonlos padres de Dorothy ysu abatido novio: alparecer había salido enlas noticias con lospadres pidiendo almundo que encontraran asu amada Dorothy. A

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Dorothy se la llevaron atres horas de algún lugarde Illinois, así quepudieron acudir a su ladoen coche a la velocidaddel rayo. Mis padres aúnestaban esperando acoger el avión en Boston,en el aeropuerto Logan.Mi Lenny no haría elviaje: odia los aviones.Pensaba llamarlodespués de ir a ver a

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Dorothy, lo que nosignificaba que no loquisiera. Sabía que meestaba esperando. Ningúnreencuentro apresurado,lloroso, cambiaría estehecho.

Los padres de Dorothysalieron corriendo haciamí, expresando sugratitud y su dolor conabrazos y sollozos. Creo

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que todavía conservo elsabor de las saladaslágrimas de la señoraSalucci, rodándome porla mejilla ydepositándose en lacomisura de mis secoslabios.

Me dieron un abrazolargo y fuerte en elpasillo, impidiendo queviera a Dorothy.

Cuando estábamos a

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punto de deshacer eltriple abrazo, el grito quepegó Dorothy nos heló lasangre e hizo quesiguiéramos tal y comoestábamos. Movimos lacabeza en su dirección,un dragón de trescabezas.

Llegados a este puntoes preciso que os ahorredetalles escabrosos. Lo

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que vi fue demasiadohorrible, demasiadotriste para repetirlo. Agrandes rasgos, comopodría revelar un cuadroimpresionistadescolorido por los añosy cubierto de polvo, solodiré que derramóprácticamente toda susangre y algo más ymurió sufriendo unosdolores espantosos

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veinte minutos después.Dijeron que padecía

una leve preeclampsia, yle habría ido bien dehaber contado con unaatención médica mínima,que, aseguraron,proporcionaría hasta elpeor de lostocólogos/ginecólogos.También dijeron que conla preeclampsia sin

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tratar, el enorme estrésque sufría y una infecciónque contrajo cuando sehallaba en cautividad, sucuerpo era un horno queardía por dentro yprovocó que leimplosionaran la piel ylos órganos, las venas yla vida, la suya y la de suhijo.

No, no hay palabrasque puedan describir ese

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momento, porque lo quevi no fue sangre, sino laesencia en sí de lamuerte. La muerte queningún mortal llega a ver,salvo que haya sidocondenado y en la horasuprema se encuentre enuna casa de los espejos.Pero en esa habitación lamuerte se hizo con elcontrol, de forma

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espontánea y orgullosa,engullendo a las vidasque había dentro.Mirando a la habitacióndesde el pasillo medesintegré al ver cómo seextendía la muerte. Lahabitación de Dorothy sehallaba enmarcada por unnegro pulsante. Al fondola piel bullía. En primerplano se veía un río rojo—un río, un auténtico río

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rojo—, esta escenainundaba el espacioentero. Ni una pizca deluz, ni blanco, ni ángeles,ni una manomisericordiosa retiró unasola pestaña de estemarco negro. Es posibleque alguien me apartarade allí. Es posible quealguien pegara un saltocuando hice pedazos el

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jarrón de peonías.Es posible que alguien

tirara de mí, meempujara, me llevara arastras mientras lloraba,me revolvía, me resistía,repartía puñetazos,gritaba. Es posible quealguien me calmaraponiéndome a toda prisauna inyección en elmuslo. Es posible quealguien, cualquiera, todo

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el mundo, hiciera esascosas. No estoy segura.

Me desperté ochohoras después concardenales, la voz broncay puntos en el tobillodebido a un cristal que,según me dijeron, rebotóen el suelo cuando perdílos estribos con lamuerte. Junto a mi camaestaba mi madre,

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cogiéndome de la mano;tras ella, mi padre,mirando por encima desu hombro, las lágrimascorriéndole por la cara.El agente Liu y Lola secruzaban en la puerta,marchando cualcentinelas, espantando acualquiera que incluso sele pasara por la cabezaacercarse a mihabitación.

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Quizá solo imagine laagonía de Dorothy, no losé. Lo único que sé esque lo primero que vi ysu grito para mí siempreserán eternos.

Esta es la razón por laque uno no enciende elinterruptor del amor amenos que seaabsolutamente necesario.

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El juicio

Sabía lo bastante de lamens rea para serconsciente de que era unalocución peligrosa.Aunque es abogada civily especializada encontrol legal, mi madre

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conservaba el practicumde derecho penal. Elcapítulo dedicado a laintención criminal, omens rea, el hecho deque la mente seaculpable, me resultófascinante. Lo leí cuandotenía catorce años y loreleí a los quince y a losdieciséis, cuando todohubo terminado. Estaba

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obsesionada con Ley yorden y condocumentales decrímenes que se habíanperpetrado en la vidareal. Para que se dictarapena de muerte o, comoalternativa, cadenaperputa sin posibilidadde libertad condicional,me aseguraría, vaya si loharía, de que no cupierala menor duda en el

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cerebro de los miembrosdel jurado de que elMédico —el único quefue procesado— teníamens rea. Al igual quehice con mi captor, miplan de venganza paraese canalla disponía deun seguro triple. Larecepcionista llegó a unacuerdo con laacusación. El

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Matrimonio Obvio hizootro tanto. ¿Brad? Brades otra historia, así quevayamos por partes.

Si estáis leyendo esto ysois unos estudiosos delas leyes, es posible queos desconcierte el hechode que el gobiernofederal no juzgara alMédico en un procesofederal y de que fueseIndiana el estado que se

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llevara el botín deguerra. Desconozco losdetalles, la verdad, peroentre Liu, el FBI eIndiana se llevó a caboun intercambio quepermitió que fueraIndiana, el estado quecreíamos estaba máscomprometido conarrojar a los delincuentesa un sucio agujero, quien

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tuviera en sus manos lasdoradas llaves de lacondena.

A pocos meses de quediera comienzo el juicio,el Médico hizo gala deuna especial vileza, es elúnico que se negó aaceptar el onerosoacuerdo de la acusacióno a probar el camino quehabía seguido Brad desometerse a juicio

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continuo y, por tanto, elúnico que insistió en quefuese juzgado por susiguales. ¿Qué iguales?,no paraba de pensar yo.¿Cómo es posible quelos tenga? Mató aDorothy, pudiendohaberla salvado. No eshumano. Ni siquiera eslo bastante bueno paraser un animal. Es una

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criatura inferior. No esnada. ¿Iguales?

Puesto que meimpidieron entrar en lacelda que ocupaba elMédico con un machete,puse todo mi empeño enque fuese condenado.Que lo acusaran decomplicidad en elsecuestro y homicidio engrado de tentativa —delitos graves ambos—

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resultaría fácil, y dadoque habían muertopersonas durante lacomisión de dichosdelitos, su delito podíaser castigado con la penade muerte. Hasta ahí,bien. Una muerte que seproduce durante lacomisión de un delito esun homicidio atribuible atodos los que han

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conspirado para cometerdicho delito, aunque nofueran ellos los queapretaran el gatillo, comodicen, o en mi casoconcreto, empujaran auna persona a una cama-piscina para que seahogara y seelectrocutara o dejaranintencionadamente a unaadolescente embarazaday su feto para que

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sufrieran una muerte quese podría haber evitado.

Como era de esperar,el Médico alegó queDorothy habría muertocon independencia deldelito, y no «por sucausa». Una rata que estáa punto de ahogarse seagarrará a cualquiertrozo de madera que seencuentre flotando en el

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mar. No podía permitirque, con sus argumentos,el delito del Médicoquedara impune, demanera que preparé mideclaración.

A decir verdad lassalas de justicia son muyparecidas a lo que se veen televisión. En la queyo testifiqué, las cuatroparedes, sin ventanas,estaban revestidas de

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oscura madera hasta unosdos metros y medio dealtura. Los bancos paralos asistentes, miembrosde la familia interesados,adictos a las salas dejusticia, medios decomunicación ydibujantes ocupaban unasdiez filas. Frente a ellos,y al otro lado de unapuerta batiente que

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llegaba a la altura de lacintura, había mesasalargadas, la parteizquierda para laacusación, la derechapara el capullo perdedor,la defensa. Delante, enuna posición elevada, sesituaba la jueza, a su ladoun asiento para lostestigos, y delante eltaquígrafo del tribunal.

El juicio del Médico se

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celebró seis mesesdespués de que meliberaran, por la víarápida, a decir verdad, yyo ya había recuperadola talla que tenía antesdel embarazo. El día queme llamaron en calidadde testigo principalesperaba sentada fuera,en una silla de madera,de esas que tienen como

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esculpida la forma de lasnalgas, y movía los pies,enfundados en unoselegantes Mary Janes depiel. Mi madre se negó adejar que la acusaciónme vistiera como si fueseuna paria pobre,desaliñada solo paragranjearme las simpatíasdel jurado. Dijo quesemejante espectáculoalentaría una

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«predisposicióncontraria» o una«discriminaciónpositiva», y era «unaforma de actuarchapucera». Ah, no ospreocupéis, mi madrehabía hundido sus garrascon firmeza en laestrategia de laacusación, y sabía lo quehacía. Era el mejor

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abogado procesalista quepodía confiar en tenercualquiera.

Mis zapatos negroshacían juego con misencillo vestido negro demanga corta con dostablas rectas que salíande la cadera.Naturalmente, forrado.Naturalmente, italiano.Naturalmente, valía unafortuna. Mi madre me

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prestó sus mejorespendientes de diamantes,la única joya que mepermitió llevar, paradescontento de una de lasdescuidadas fiscales delestado, que quería queluciera un collar deinocentes perlas.

«¿Perlas? ¿Perlas? Porfavor, señora mía, lasperlas son para sosas de

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hermandades y esposasinfravaloradas. Lasperlas no son para mihija, ella es mejor queeso.» Más tarde mimadre me dijo que lasperlas también son paraguarrillas idiotas que nosaben de moda y creenque las perlas están biensolo porque «las llevabaAudrey Hepburn enDesayuno con

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diamantes». Trasexpulsar aire por la narizcontinuó: «Pero el cinees el cine, y ella esAudrey Hepburn, y ese esel único ejemplo en lahistoria en el que lasperlas tenían un pase.»

Así que allí estaba yo,sentada en la silla demadera del tribunal, conmi exquisito vestido

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negro, que me confería unaspecto fúnebre, perodistinguido, sin perlasque valieran, cuando mellamaron para entrar enla sala. Al hacerlo pasépor delante de la SeñoraObvia, que acababa dedejar el estrado y sedisponía a abandonar lasala, acompañada por unalguacil. La acusación lehabía ofrecido un trato a

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cambio de que testificaraen contra del Médico, ytambién había solicitadoque fuera vestida comosolía hacerlonormalmente y que noentrara o salieraesposada, aunque sehallaba en prisión, a laespera de que se dictarasentencia contra ella. Losabogados de la acusación

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y mi madre no queríanque nada de lo que vieranlos miembros del juradoles recordara que laSeñora Obvia era unadelincuente. Los«iguales» del Médicosabían de qué piecojeaba.

De manera que laSeñora Obvia pasó a milado, y tenía un aspectoimponente en esa sala de

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justicia. Llevaba unablusa de seda rosa conuna falda de cachemirnegra, medias, zapatos decharol negros y, porsupuesto, perlas. Unasperlas grandes, redondas,caras. La habían peinadopara asistir al juicio ymaquillado como si fuesea una gala. Rondaba loscuarenta años, de modo

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que era joven, y pese aser un auténtico demonio,bastante guapa, con supelo largo, de vivo colorcaoba, recogido, comopara realzar los altospómulos. Lucía unas uñasimpecables, pintadas deun cereza oscuro, y sualianza debía de tenerdoce quilates.Caminando con aire deindiferencia, la espalda

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tiesa, la nariz ladeada,pasó a mi ladopavoneándose y me mirócon desdén, como si mehubiese sacudido de lahombrera.

Me contuve para noguiñarle un ojo a mimadre, que estabasentada detrás delabogado del estado, yaque fue ella la que

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predijo que la SeñoraObvia haría eso y fueella la que insistió en quehiciese mi entrada en elmomento preciso. Mimadre y yo miramos a losmiembros del jurado, yme percaté de que ellostambién veían los airesde superioridad de laSeñora Obvia. Unhombre atildado, con unjersey color salmón,

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dijo: «caray» y apuntóalgo en su libreta.

Manipular detalles tansutiles como este,predecir cuál sería lapersonalidad y los actosde otros, aglutinar todoslos pormenores en unaestrategia legal era eljuego al que jugaban losabogados procesalistas,que no son más que

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maestros del teatro.Productores y actoresprotagonistas en uno.Casi me picó el gusanillode dedicarme a ello araíz de la experiencia,pero qué espanto tenerque pasarte la vida enesos ataúdes sin ventanasa los que llaman salas dejusticia.

Ya conocéis cuál fuemi interacción con el

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Médico. Os he contadoque fue a verme tres díasdistintos: una primeravisita solo, cuando teníalos dedos fríos, durantela cual no dijo nada; lasegunda con el SeñorObvio, durante unminuto, en la que enrealidad tampoco dijonada; y la última cuandome violó con la sonda

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del ecógrafo para elSeñor y la SeñoraObvios y se refirió a micaptor como «Ronald».Eso fue todo. No sabíanada de él, salvo quehabía sido el causante dela muerte de Dorothy alnegarse a tratarla. Nisiquiera sabía quéaspecto tenía hasta el díaque le tendimos la trampaen Appletree. Ese día

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estaba borracho,desaliñado y gordo.Llevaba un chalecobarato sobre una camisamarrón clara conmanchas de sudor en lasaxilas. Unos pantalonesde pana marronescompletaban el conjuntomarrón. Parecía un leño.Cuando Lola lo esposó,me di cuenta de que tenía

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la cremallera bajada.Cuando le dije: «jaque»,volvió la cabeza, demanera que pude mirarloa los ojos, llenos devenitas rojas, y eructó.

Sin embargo, seismeses después, cuandofranqueé las puertasbatientes de la Sala 2A yme dirigí al estrado paratestificar, me encontrécon un hombre

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completamentetransformado. La defensale había dado un traje derayas diplomáticas, unacamisa blanca y unaelegante corbata roja.Podría haber sido unpolítico o un banquero.Tenía la cara bienafeitada y el cabello conondas y engominadocomo el de Superman.

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Francamente, si nohubiese sabido que eraun monstruo, y sipermitiera que meinfluyesen lasdesenfrenadasfluctuaciones hormonalesfemeninas, es probableque me hubiera hechotilín. Pero con losmiembros del jurado a miizquierda, incapaces deverme la cara, vuelta

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hacia él, le guiñé un ojocon la mayor sutileza delmundo y levanté lascejas, haciéndole saberque la partida seguía.

Él se puso rígido,respiró hondo y pegó loshombros a las orejas,dando la impresión de ungato temeroso de la lunallena.

No olvidéis que la

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defensa del Médico sebasaba en que Dorothyhabría muerto conindependencia del delito,y no «por su causa». Yyo sabía todo eso porquemi madre no permitía quese me escapara nada.

Ocupé mi lugar, listapara testificar, y saludécon una inclinación decabeza a la amable, perofirme, jueza Rosen,

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encaramada en suasiento, a una alturasuperior a la mía. Juréponiendo una mano en laBiblia, respondí a laspreguntas de quién era ydónde vivía y otrosaspectos básicos de mivida, identifiqué alMédico como el hombreque me hizo unreconocimiento y

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después añadí losingredientes que faltabanque necesitaba laacusación.

Con la mirada gacha,me sorbí la nariz de unamanera concreta que hedescubierto que me hacellorar. Cuando mis ojosestuvieron lo bastantehumedecidos, miré a unaabuela del jurado conpinta de comprensiva y

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expliqué que en dosocasiones el Médico ledijo a mi captor: «ADorothy le convendría ira un hospital, pero ¿quémás da? De todas formasla arrojaremos a lacantera en cuanto dé aluz.» Añadí un ademánostentoso a la mentiradiciendo que soltaba unarisita como la de un

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villano de dibujosanimados siempre quedecía eso. Acto seguidolo aderecé todoafirmando que tambiéndecía: «Esperaremos.Puede que se pongamejor y el niño esté bien,y así tendremos a dosniños para vender. Si no,los tiraremos a los dos ala cantera, comoteníamos pensado. Está

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claro que no la vamos allevar al hospital. Sisigue debilitándose, no lesigáis dando de comer.»

El Médico gritó,interrumpiendo mideclaración:

—No es verdad. ¡Nadade eso es verdad!

Me hundí en mi silla yfingí tener miedo,mordiéndome el labio

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inferior mientrassuplicaba con ojossaltones a la bondadosajueza que me protegiera.Y tic toc, las lágrimas decocodrilo corrieron.

—Señoría, es cierto.Es cierto —lloré.

—Siéntese y mantengala boca cerrada en estasala, señor —bramó lajueza—. Si vuelve ainterrumpir, lo acusaré

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de desacato. ¿Me haentendido?

Silencio.—¡Que si me ha

entendido!—Sí, señora, sí,

señoría —respondió elMédico, con la cabezabaja, al tiempo que sesentaba.

Pero entonces elabogado defensor se

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puso de pie, y su mesapasó a ser el clásicojuego de Whac-A-Mole,el de darle con un mazo alos topos: el Médicolevantándose ysentándose, el abogadolevantándose. Me tuveque morder por dentro yladear la cabeza y miraruna mancha de agua deltecho para no reírme consemejante bufonada.

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También repetí laconsabida maniobra paraque las lágrimassiguieran rodando por micarita linda.

—Le pido disculpas,señoría, no volverá apasar—aseguró el abogado.

Mi madre me dijo queeso sucedería. Me dijoque podía decir lo que

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quisiera cuandodeclarara, porque ladefensa se mostraríareacia a llamarmementirosa delante deljurado. A lo sumocuestionaría micapacidad para recordardetalles y sucesos conexactitud, pero no mellamaría mentirosa. Mimadre no sabía deantemano que iba a

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mentir. Yo no quería quecargara con ese peso. Pormi parte no tenía ningúnproblema en cargar conél.

Así y todo capté sumirada de escepticismo,que se convirtió en unasonrisa de orgullo,cuando supliqué entrelágrimas a la jueza quecreyera mi testimonio.

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Mi madre sabe que nolloro, y me había oídocontar mil veces lo quehabía sucedido durantemi reclusión, y duranteesas veces había tenidola precaución de dar aentender que había oídodecir ciertas cosas alMédico, pero lo cierto esque nunca le habíafacilitado los detalles.Preferí reservarme mis

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opciones con respecto alrumbo que podía tomarmi historia, asegurarmede que el relato fuese pordonde la acusaciónquería. De manera que mimadre me conocía losuficiente para mostrarseescéptica.

Todo el mundo sesentó, y la jueza Rosen legritó al abogado de la

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acusación:—Bien, puede

continuar. Adelante.Quiero llegar a un buenpunto antes de quehagamos un receso. —Yvolviéndose hacia mí, mepreguntó—: ¿Estás bienpara continuar?

—Sí, señora —contesté con voz tímida,pero segura.

El abogado giró sobre

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sus talones, cogió unplato y dijo:

—Prueba 77. —Elplato de Wedgwood deDorothy.

—Sí, señor, ese es elplato. El tipo que mellevaba la comidatambién tenía su plato, alprincipio. Vi que tenía laletra «D» desde elprincipio. —Mentira. El

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abogado presentó la notaque encontré en la cocinacon la letra D, «Prueba78»—. Sí, esa es la nota.Debía de llevarme a míla comida primero, peroalrededor de una semanaantes de que meescapara, dejó de traer suplato cuando venía a mihabitación. A veces,antes de que pasara eso,lo veía por el ojo de la

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cerradura comiendo deese mismo plato. En lapapelera del cuarto debaño había Post-it con laletra D. Se comía lacomida de Dorothy. —Mentiras todas—. Seguroque seguía las órdenesque le había dado elMédico de dejar queDorothy muriera dehambre. —Lo más

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probable es que fuesementira.

A la defensa casi le dioun ataque, protestó,prácticamente echandopestes, aduciendo«especulaciones» y«falta de fundamento» ybla, bla, bla, pero almirar de reojo a losboquiabiertos miembrosdel jurado, supe que eldaño estaba hecho. No

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olvidarán mis palabras,dije en la sutil miradaque lancé al Médico, queefectuaba anotaciones ysusurraba ruidosamentecosas a su indefensoabogado defensor.

Jaque mate, cerdo.Mentí despiadadamente

y sollocé cuando estiméque debía hacerlo. Tresmiembros del jurado,

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incluido un hombre,lloraron. Fue un díadesastroso para elMédico. Buaaah.Púdrete en el infierno.No tengo remordimientospor haber dado falsotestimonio. Todo lodemás que dije eraverdad, y de todasformas creo que lo quedeclaré era cierto. Siadornando la realidad se

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conseguía la pena másdura posible y seevitaban los habituales ydespreciables acuerdosentre los abogados, queasí fuera. Se habríahecho justicia. Servidaen un plato frío. Deporcelana de Wedgwoodcon motivos.

Dragaron la cantera yencontraron a tres chicas

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y dos fetos. Localizaronal niño que sobrevivió,vivía en Montana con lapareja que lo compró. Suhistoria constituye otrasaga legal. El Médiconegó saber nada de lacantera, a voz en grito,así como su implicaciónen las «otras muertes».Afirmó que una semanaen que se hallabaaturdido por las drogas

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durante una de lasfrecuentes juergas que secorría en Las Vegasconoció a larecepcionista a través desu corredor de apuestas,que lo metió en el ajo porla friolera de setenta delos grandes, adicto comoera al juego y la cocaína.La recepcionista —quefalsificó el currículo para

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conseguir empleo enclínicas rurales de todoel país— fue la que unióa la banda. De hecho larecepcionista le echó elojo a Dorothy meses ymeses antes de que lasecuestraran, puesto queDorothy intentó hacer lascosas bien y acudió almédico en cuanto se diocuenta de que no tenía elperiodo. Los

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delincuentes dejaron quesu embarazo avanzara encasa y después lacogieron; para entoncesla recepcionista, pordesgracia, se habíainstalado en mi ciudad.

Sin embargo, elMédico «no tuvo nadaque ver con» lo quequiera que pasara antes odurante la encarcelación

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de Dorothy, afirmó. «Mepidieron que intervinieraporque habían hecho unachapuza con algunascesáreas. Es posible quese encargaran ellosmismos de practicar lasoperaciones, no lo sé, oquizá contaran con otromédico», le dijo alagente Liu.

Como era de esperar,se acogió a la quinta

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enmienda. La acusaciónrealizó un análisisforense de sus patrones yde sus historias y reuniópruebas no concluyentesde una implicaciónanterior. Debido a ello,la jueza Rosen prohibióhacer mención de loscadáveres hallados en lacantera, pero no delhecho de que existiera la

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cantera en la propiedad,dado que había supuestouna amenaza sobre lacual yo testifiqué. Labuena jueza Rosen espetóa la acusación: «Una lospuntos y presénteme otrocaso con los otrosasesinatos.» Yo no mesentía cómoda llevandomi invención evangélicaa ese nivel, de modo querehusé ser yo la que

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uniera los puntos. Podríahaber declarado sinproblema: «El Médicohizo referencia a “loscuerpos de la cantera” ydijo “arrojadlos ahícomo hicimos con losotros”.» Pero tenía misdudas sobre suimplicación en esas otrasvíctimas, y debía confiaren que la justicia acabara

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imponiéndose.Al parecer D, Dorothy,

llevaba en cautiverio unasemana más que yo.Cuando los detectivesregistraron el internado,que Brad adquirió en unasubasta pública dos añosantes, encontraron unapapelera de «objetosperdidos» y una sala deprofesores. Supusieronque el estuche que me

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dieron había salido deesa papelera; y las agujasde hacer punto y loslibros de Dorothy, de lasala. Tambiénespecularon con laposibilidad de que fueraDorothy quien tejió mimanta roja antes de queyo llegara y de que micaptor se la quitase. Yoprefiero pensar que la

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confeccionó con losdedos al rojo, dandopuntos del derecho y delrevés en un furiosointento de añadir un armaa nuestro arsenal.

¿Por qué iba a darle uncaptor unas agujas dehacer punto a su víctima?¿Acaso no sonpuntiagudas? ¿No puedencausar daño? Puesto quesostuve a Dorothy, os

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puedo decir que eradébil; tenía los brazosmás delgados que losmíos. Y también era másbaja, mediría 1,55. Perolo peor era que sufríamuchos dolores, fueincapaz de bajar laescalera para pedirauxilio sin mi ayuda.Cabría pensar que elchute de adrenalina que

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se producía al serliberado proporcionaríacierta fuerza. Pues no.Así que no, estoy segurade que a nuestro captorno le preocupaba que lasagujas fuesen utilizadascontra él. Además, eraidiota.

Por el agresivointerrogatorio al que fuesometido el MatrimonioObvio nos enteramos del

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grotesco plan de que a míme secuestraron a modode póliza de seguro, porsi Dorothy y su hijo nosobrevivían, y de que elMatrimonio Obviocriaría a ambos niños, enel caso de que vivieranlos dos, como si fuesenhermanos gemelos. Ensendas declaracionesidénticas, aleccionados

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por los abogados,insistieron por separado:«Juramos que jamás fuenuestra intención quemataran a las chicas. Nosdijeron que lasmandarían a casa.»

¿En qué medida reduceeste hecho suculpabilidad? Elabogado de la acusacióndijo que no loscondenarían a muerte.

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Me enseñó lajurisprudencia e intentóconvencerme de que lomejor que podía hacerera intentar conseguirpenas importantes. Letiré el café por el lavabode comisaría y le dijeque se esforzara más. Mimadre me instó a que lediera un respiro.

Tiré mi chocolate

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caliente por el lavabo.Ya os he dicho que era

blanda. Aunque tuvierarazón.

Supongo que me voycalmando con los años.Pero así y todo a veces,solo a veces, mesorprendo esperando aque los suelten. Deboreconocer que hedesarrollado un plan agrandes rasgos, o he

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esbozado un itinerarionumerado y unaprogresión ordenada demedidas, he afilado lasarmas, he alineado misrecursos.

En cuanto al Médico,me mostré implacable,insaciable, estaba comoloca por vengarme.Conspirar para que sehaga justicia no supone

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ninguna aberración de lasleyes de la madrenaturaleza, aunque puedeque sí sea una aberraciónde unas leyes indignas,excesivamentegeneralizadoras dictadaspor el poder legislativo.

Mi madre, que pidió unpermiso en el trabajo,agotó todos los favoresque le debían para que laasignaran ayudante del

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abogado de la acusación.Directores generales alos que había salvado dela cárcel —aunque fueseuna cárcel paradelincuentes de guanteblanco—, cuyos hijoseran senadores, movieronlos hilos que ellanecesitaba que movieran.«No estoy dispuesta apermitir que un abogado

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de segunda pagado por elEstado lleve este caso»,aseguró. Estaba hecha undemonio, igual que yo.

Lo intenté con ella,dicho sea de paso, justoantes del juicio.Estábamos, una vez más,en su despacho de casa,mi madre en su trono,absorta corrigiendo aconciencia las mocionesin limine de la

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acusación, esto es, lasdiligencias preliminaresque llevan a cabo ambaspartes para intentarimpedir que se presentendeterminadas pruebas ydeterminadosargumentos. Puesto queestábamos a principiosde diciembre, y puestoque todo era de unaperfección como de

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postal en nuestra casa deNew Hampshire, en elvestíbulo contiguo lasluces navideñas ennuestro árbol, cortadoantes de tiempo,reflejaban un arcoíris decolor en el suelo,encerado a fondo. Fuera,la luz de la ventana deldespacho permitía ver lafuerte nevada que caía enla oscura noche. No tenía

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frío, estaba junto alcrepitante fuego de lachimenea, esperando aque mi madre levantarala vista de la masacreque estaba llevando acabo con el borrador delas mociones. Mi hijoroncaba arriba, la tripillatan llena de leche y elpelele tan suave sobre supiel como la seda que

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pensé que podía pasarsedurmiendo una eternidadcon su sonrisa de habereructado grabada en susperfectos mofletes.

Observaba a mi madre,que no se ablandaba a lahora de poner marcas enlas páginas, que pasabaenfurecida, farfullandocosas sobre lo queescribía el abogadocomo: «chorradas», «por

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el amor de Dios»,«lerdo», «¿es que nosabes lo que son lascomas?», «¿se puedesaber qué rayos esesto?», «¿en serio?» y«creo que voy a tener queescribir esto desde elprincipio».

Mientras seguíacorrigiendo y mutilando,me vino a la memoria el

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tiempo que pasé en elVW con Brad. Recordéque me prometí que lointentaría con mi madre.Mientras me situaba decara al fuego y acercabalas manos a las llamaspara sentir más calor,continué observando a mimadre. Cómo movía lapluma Cross por elpapel, mordiéndose ellabio mientras leía

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párrafos nuevos,tachando algunos de ellosenteros, y me pregunté:¿podría quererla?¿Abiertamente?

Encendí el interruptordel amor para mi madre,y al hacerlo recordé queya lo había intentadoantes. Y en su día elexperimento no acabóbien, como tampoco

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creía que fuera a acabarbien esta vez. Laemoción que sentía porella era demasiadodolorosa. Se me formó unsudor lento en el cuello,y las náuseas meatenazaron el estómago.Era como si una mano meestrujara el corazón.Seguí intentándolo, perocon el intento, laansiedad hizo que se me

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tensaran los músculos.¿Cuándo se volverá a irporque tiene otro juicio?Y ¿durante cuántotiempo? ¿Levantará enalgún momento lacabeza y verá que estoyaquí, en su despacho?¿Dejará de trabajarpara dedicarme algo detiempo? ¿Para jugar aalgo conmigo? ¿Hablar

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conmigo de cualquiercosa, aunque no seaimportante? ¿Bromear?¿Contarme un chiste?

Seguí intentándolo.Seguí preocupándome.Mi nerviosismo semanifestó en forma derespiración profunda, yacto seguido me eché allorar. En su despacho.Delante de ella. Y miamor se vio acompañado

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de vergüenza.—Lisa, Lisa. Dios mío,

Lisa. ¿Qué te ocurre? —me preguntó.

Se levantó de un saltode la silla y atravesó lahabitación más deprisaque si me hubiera metidoen la chimenea paraquemarme. Mientras merodeaba con sus brazos,me besaba en la mejilla,

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no paraba de repetir:«Lisa, Lisa, Lisa.» No sési ella se acordaría decuando yo tenía ochoaños y probé a hacer esomismo y ella reaccionóigual, pero yo sí, yrecordé que entoncesapagué todos losinterruptores, justo comome disponía a hacer denuevo.

Para poder transmitir

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lo que de verdad sentía,decidí dejar el amorencendido un minuto más,aún temerosa de que mimadre me soltara y sepusiera otra vez atrabajar.

Llorando, dije:—Mamá, te quiero, de

verdad. Espero que losepas. Es solo queresulta demasiado

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doloroso...—Lisa —repitió ella al

tiempo que me acallabahundiéndome la cara enel hombro de su jersey decachemir—. Lisa, Lisa,Lisa. Soy tu madre. Yaunque me parte elcorazón dejar que temuestres fría conmigo,sería demasiado egoístapor mi parte pedirte queme quisieras

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abiertamente. Loentiendo. Si hay algo quehe aprendido mientrascrecía como persona alcriarte es que loentiendo. Eres más fuertede lo que yo podríadesear ser jamás, y locierto es que me gustascomo eres. Tú eres loque yo aspiro a ser, eresmi gran esperanza, mi

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amor. Así que sinecesitas seguir siendofuerte, haz lo que tengasque hacer para ser lo másfuerte posible. Me hassalvado, te has salvado, yquiero que seas siemprecomo eres. Eres perfecta.Eres perfecta. Lo erestodo para mí. Algunos denosotros nos vemosobligados a enterrarnuestro pasado en

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papeles, cariño. Algunosde nosotros, bueno, enrealidad solo tú, somoslo bastante afortunadospara poder apagarinterruptores. Creo queeres afortunada. Eresafortunada, cariño. Tequiero. Ahora calla, nodigas nada.

Dejé que el amorrevistiera sus palabras de

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una cubierta de titanio,encerré también allídentro su abrazo,almacené el momentoentero encapsulado en lasprofundidades de mibanco de memoria ypermanecí meciéndomecon ella unos segundosmás al amor del fuego. Ycuando se apartó paraver cómo tenía los ojos,sus manos en mis bíceps,

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apagué el amor, peromantuve la gratitud bienencendida.

En cuanto a lo que hicemientras estaba encautividad y a misdeclaraciones en eljuicio, por aquelentonces era una niña,pero ahora entiendocómo funcionaba micerebro, aun cuando no

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tuviese aún las riendasde las razonessubyacentes a mis actos.Mi captor amenazó conmatarme o quitarme a mihijo, y pensaba cumplirambas amenazas. Por esomerecía morir a manosmías. Los otros,cómplices de esasamenazas, tambiénmerecían morir, opudrirse en la cárcel

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mientras eran torturados.No me avergüenza haberbuscado venganza ohaber tenido que mentirpara vengarme. Sinembargo, sí meavergüenza no haberlogrado que esa venganzafuese más eficaz,haberlos quitado de enmedio en un único acto.Mis recursos, aunque

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eran estupendos, no mepermitieron semejantelujo.

Sobre todo meavergüenza loabsolutamente negligenteque fui con el tiempo.Hay días en los que casino me puedo mirar alespejo por haberpracticado tanto paralograr la perfeccióncuando lo que tendría que

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haber hecho es actuarantes para salvar aDorothy.

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26

Prisionespersonales

Hoy, a mis treinta y tresaños, estoy en milaboratorio y hago a unlado el análisis dehuellas para escribir esta

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historia. En mi mesa demadera de deriva hay unafoto de mi hijo, al queetiqueté... Es broma, alque llamé Vantaggio,que, por si no lo sabéis,significa «recurso» enitaliano. Lo llamamoscariñosamente Vanty.Tiene diecisiete años. Esguapísimo. También escientífico, gracias a Diosy a su ángel en forma de

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mariposa negra.Vanty debería llegar

del instituto dentro denada. Vendrá por elcamino de accesometiendo ruido con elAudi negro de ocasiónque se compró con susahorros: de esta guisaatraviesa el campus delinstituto. Estoy segura deque todas las chicas de

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su curso y las de loscursos inferiores, las desegundo y primero, semueren de ganas deenterrar la nariz en sucuello y la cara en supelo rubio. Pero lo ciertoes que a mí me da lomismo que el resto delmundo piense que es tanmono; cuando termina elinstituto trabaja conmigoen el laboratorio, así que

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más le vale llegar prontoa casa y más le valeacordarse de recoger elcorreo, al final de estelargo camino queconduce a nuestra casa.De todas formas, ningunachica es lo bastantebuena para Vanty. Y noes que yo no seaobjetiva; lo que digo esla pura verdad. Soy su

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madre. Mataría una y otray otra vez y siempre porél.

Sobre un sillón rojo, enun rincón junto a lacámara dedescontaminación, hay unfragmento de porcelanaenmarcado. Lo robé antesde que la científica se lollevara en calidad deprueba. Todavía hay unamancha de la sangre

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marrón de mi captor enese trozo color marfil,que quiero pensar es susangre y la sangre delmaldito plato, unidaspara siempre en elinfierno. Cuando mecasé, hace tan solo tresaños y tal y como loplaneamos hacediecisiete, nospreguntaron si a Lenny y

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a mí nos gustaría incluirporcelana en la lista deregalos de boda. Casi meahogo del ataque de risaque me dio. Lenny, quesabía que habíatrasladado el odio queme inspiraba laporcelana con escenastoile a la porcelana engeneral, contestó,asimismo entre risas:«Nada de porcelana,

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gracias.»Hoy estoy

contemplando esta obrade arte enmarcada sacadade la escena de uncrimen, pensando en loque debo echarme albolsillo para mañana, eldía en que Liu y yoiremos a ver a Brad a lacárcel.

Después de tan terrible

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experiencia, mis padresvolvieron a contratar aGilma, la fiel niñera queme curó del mal de ojo.Como Vanty nació enjunio, terminé segundo —con un profesorparticular que venía acasa— y tuve todo elverano para estar pegadaa él. Sé que soy muyafortunada. Lo sé.Muchas otras chicas no

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han tenido tanta suerte.En homenaje a ellas dejoencendidos losinterruptores quecontrolan lossentimientos de gratitud yalivio; los del miedo, losremordimientos y laincertidumbre los tengoprecintados. Y aunqueestoy segura de que lagente critica y la

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sociedad censura losembarazos enadolescentes, este relatono tiene por objeto pedirdisculpas o dar leccionesa ese respecto.

Mis padres se gastaronun montón de dinero enterapia de familia yterapeutas personalespara mí y para ellos y meapoyaron. Tuve suerte depoder contar con su amor

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incondicional. Perotambién tuve suerte depoder contar con ellospor otros motivos. Desdeel principio meproporcionaron losRecursos n.º 34 y n.º 35,un cerebro científico ydesdén, respectivamente.De no haber sido capazde distanciarme delaprieto en que me

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encontraba y abordar elepisodio entero como sifuese un problemacientífico, me habríaderrumbado bajo el pesodel miedo. Y de nohaberme consideradomejor que esos seresdespreciables, quizá nohubiera pasado tantashoras planeando sumuerte. A aquellos devosotros que digáis que

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soy una sociópata por esadesconexión a prueba debombas, permitidme queos haga una pregunta:¿qué haríais si un hombreapuntara con una pistolaa vuestro hijo yamenazara con apretar elgatillo? En ese casoquizás agradecieseistener mi comportamientoy mi resolución. Quizá

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deseaseis contar con miciencia y mi fortaleza.Utilizaríais los recursosque tuvieseis a vuestramanera, claro, y no osjuzgo por eso, comoconfío en que tampocome juzguéis vosotros.Después de todo, cadacual quiere que se hagajusticia a su manera. Yoquiero que se haga sinremordimientos.

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El periodo imborrableque duró mi tormentoterminó hace mucho, perolos pensamientos quetuve mientras duró no sedesvanecerán jamás.Guardaré bajo llave estemanuscrito, pues temoque si alguien diera conél peligrarían las cadenasperpetuas queconseguimos. Al

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Matrimonio Obvio losoltarán el año que vieney, bueno, digamos quetengo reservadas otrassalvaguardas en lo que aellos respecta.

Hay tres cosas más queme gustaría mencionar.En primer lugar, mimarido, Lenny. Lenny esmi mejor amigo desdeque teníamos cuatroaños. Sufrió lo indecible

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con mi desaparición, ysuplicó a losinvestigadores que noabandonaran labúsqueda. «No se ha idode casa», les gritaba.Organizó partidas debúsqueda y rondas devigilancia y pasó muchasnoches en vela con mispadres diseñando laestrategia de mi rescate.

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Lenny me proporcionó elmejor recurso de todos:mi embarazo, queirónicamente fue lo queme metió en ese aprieto.Lenny... Lenny es labrújula de nuestrapequeña familia: Lenny,Vanty y yo. Hay parte deuna letra perfecta de unacanción perfecta que merecuerda a él.Básicamente se trata de

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un viaje guiado por laguitarra de Santana acuya letra pone vozEverlast: «There’s anangel with a hand on myhead... there’s adarkness living deep inmy soul...»

Dentro de mí aún anidala oscuridad. Cada día,cada minuto lucho contrala oscuridad, lucho

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contra los interruptores.Lenny es ese ángel queme pone la mano en lacabeza y consigue que metranquilice y ponga lamira en otro objetivomenos malicioso. Puedeque Vanty también seauna brújula, pero con miVanty, en proceso dedesarrollo, entran otrascosas en consideración.En quien más me apoyo,

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en quien más nosapoyamos en cuestionesmorales es en Lenny.Lenny es el que seacuerda de cuándotenemos que llamar parafelicitarle el cumpleañosa algún familiar; es quiense ocupa de las facturas ydel mantenimiento de lacasa y de lasresponsabilidades que

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entraña la vida. Por lovisto Vanty y yoservimos para cubrirotras necesidades.

En segundo lugar, miempresa. Soy lapropietaria, presidenta,directora general,emperatriz suprema ygobernante de mi propiaempresa de consultoríacriminalística. Firmamoscontratos con bufetes de

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abogados, comisarías depolicía, empresas,magnates acaudalados ymultimillonarios, asícomo con un puñado deagencias federales cuyonombre no puedo revelar.Una de estas agenciasheredó a «Lola» del FBI,y así es como me lleganlos casos buenos. Comoya ha mencionado Liu,

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dadas las tácticas pococonvencionales queemplea Lola, su evidenteconflicto de intereses alcomprometersecontractualmenteconmigo y el hecho deque siempre cargue conel sambenito de«underground ysiniestra», en este relatonos hemos vistoobligados a ocultar su

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identidad. A veces traesospechosos de maneraextraoficial y los retieneen el sótano parainterrogarlos. Por logeneral yo enciendo elrobot verde en la cocinade la empresa, situadaencima, para no escucharlos interrogatorios.Después le llevobandejas de sus galletas

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preferidas, con azúcar ycanela, y veo cómo se lasva comiendo de unbocado. Una tras otra.

Estudio escenas delcrimen, analizo muestrasde sangre, ahondo en lametalurgia, desafíocompuestos químicos,investigo, resuelvo y,como es el caso hoy,comparo huellasdactilares si mi técnico

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de laboratorio llama paradecir que está enfermo.He testificado en calidadde experto para infinidadde partes en infinidad dejuicios. Mi edificio estálleno de iMac de pantallaplana, de los grandes.Contrato a estudiantesdel MIT y de Berkeley,solo a los summa cumlaude, y robo a los

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mejores científicos a lasmegacorporaciones y ainstitucionesgubernamentalestentándolos con un sueldoelevado y con inmueblesa buen precio. Tambiéntengo en plantilla a unexcelente consultor, unantiguo agente del FBI,Roger Liu. Me saca unosveinticinco años y, apartede mi marido, es mi

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mejor amigo en elmundo. Su mujer, Sandra,consigue queconservemos la corduraleyéndonos los guionesde comedias de situaciónque escribe en eldespacho que compartecon Roger.

Poseo instrumentos tanavanzados que la NASAcreería que mis

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proveedores sonextraterrestres, ydesarrollo otros aúnmejores, algunos de loscuales he patentado, ypor cuya licencia lessaco un auténtico dinerala esas mismasmegacorporaciones a lasque les robo a científicosconsolidados. El edificioes de mi propiedad, loadquirí con el dinero del

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fondo fiduciario que meabrió mi abuela cuandonací y del que pude hacerpleno uso cuando cumplílos veintiún años. Paraentonces, a los veintiúnaños, ya le había echadoel ojo a ese edificio enconcreto, desde hacíanada menos que cincoaños. Le pedí a mi madreque intercediera con los

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bancos y el estado y elgobierno federal, todoslos cuales querían echarmano de esa estructuracon varias alas, camposondulados y un manzanal.Y también una cantera.Mi madre hizo un trabajoexcelente convenciendo alos otros compradores deque pararan el puñeterocarro.

Reformé y rediseñé lo

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que quedaba del antiguointernado, que preside uncampo que huele a vacas,y tenía una cocina conmesas de acero alargadasy el hogar negro. EnIndiana. Sí, el mismo.Hay un par dehabitaciones en la terceraplanta de las alas 1 y 2que convertí en terrariosidénticos, y no fueron

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precisamente baratos,debo decir. En estosterrarios cultivo plantasexóticas, venenosas ycrío serpientes venenosasen tanques, ranasarbóreas africanas ycualquier otra cosa conla que me tope en lanaturaleza que pueda«dejar huella». Heetiquetado a todos esosrecursos «Dorothy», y

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dedicado ambashabitaciones a DorothyM. Salucci.

Es posible que algúndía sean necesariosrecursos venenosos,nunca se sabe. Porejemplo, si alguna vezme piden que resuelva uncrimen en el que se hayautilizado veneno o algopor el estilo. O quizá si

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alguien que no sea elMédico ayudó a matar atres chicas y dos fetos ytirarlos a una cantera.Quién sabe...

Los terrarios DorothyM. Salucci sonpoderosos y animados,exóticos y peligrosos, ysolo un tonto entraría sinestar preparado.

La cantera la dragarony drenaron hace tiempo.

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Un equipo de paisajistasllenó la vacía caverna depiedras y los dos últimosmetros y medio de tierrarica en nutrientes. Desdehace años cultivo unincreíble jardín de rosasen medio del bosque.Hay muchas espinas entrelos tentadores rojos, losamarillos besados por elsol, rosas candorosas y

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una variedad especial decolor negro.

Si salierais de miedificio, que ya no esblanco —lo hemospintado de azul—,veríais el rótulo de miempresa justo debajo deuna ventana triangular.Pone: «15/33. Inc.»

Y esto es exactamentelo que estoy haciendoahora, cuando Vanty baja

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a toda velocidad con suAudi por la pista detierra, demasiado deprisapara mi gusto. Nunca heapagado el interruptordel amor para Vanty, nisiquiera durante unmilisegundo, y debido aello siempre estoytraumatizada porabsolutamente todo loque hace. Cuando juega

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al baloncesto, ¿sufriráuna conmoción cerebralpor todas las faltas quese cometen? Cuando sumejor amigo se trasladóa otro instituto, ¿haríanuevos amigos Vanty?Cuando sale con alguienque no soy yo, si secomiera un perritocaliente o una uva o unpuñado de palomitas demaíz o cualquier otra

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cosa letal, ¿sabrápracticarle alguien lamaniobra Heimlich, quees un curso recurrenteexigido en nuestro hogar,impartido por unparamédico al quecontrato para que venga acasa una vez cada tresmeses? Nunca está demás practicar estamaniobra.

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Vanty se está bajandodel coche, cogiendo lamochila y dedicándomeuna sonrisa con loslabios pegados, cerrados,a mis ojos un niño dediez años, aunque tienenada menos quediecisiete. Lo único quequiero es besarle lasmejillas color cremapara volver a sentir la

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piel de melocotón de suinfancia, que, conindependencia de losaños, con independenciade las arrugas que seformen en su cara, a mismaternales labios nocambiará nunca.

—Ay, Vanty, mi niñito—le digo.

—Mamá, tengodiecisiete años.

—Da lo mismo —

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respondo, volviendo a miyo habitual, frío, paraque detenga un avanceque lo aleja de mí—.Escucha, ha llamado Halpara decir que estáenfermo y tenemos unmontón ingente de huellasque despachar. Voy anecesitar que preparesesos portaobjetos para elcaso de la universidad.

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No podré ponerme conellos hasta la noche.

—Sí, mamá —contesta,y me da unas palmaditasen la espalda y un besitoen la mejilla, como si mianálisis científico decrímenes importantesfuese la tarea másinsignificante de su fácil,alegre y bonita vida demodelo de portada.

Si cualquier otro

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empleado míoconsiderara consemejante indiferencialas muestras de tierra deun asesinato cometido enel campus de unaimportante universidadperteneciente a la IvyLeague —una pista,empieza por H y seencuentra en Cambridge,Massachusetts—,

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probablemente le lanzasetal mirada que sedesharía en temblorosasdisculpas. Pero Vanty...Vanty tiene esa cualidadúnica, un recurso propio.Y no lo digo solo yo, noes solo porque yo sea susiempre desconsoladamadre. Le pasa con todoel mundo. Te camelacomo si fuese unmegalómano carismático.

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En una ocasión suamiguito Franky fue ahacer la compra connosotros. Tendrían unosdiez años. Franky semetió en el bolsillo unabarrita de chocolate 3Musketeers, sin queVanty o yo losupiéramos. Cuandosaltaron las alarmas y unvigilante de seguridad

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nos dio el alto en elaparcamiento, fue Vanty,no yo, el que se hizocargo de la situación.Cuando el guarda dejó degritar y Franky de llorar,la barrita de chocolate enel suelo, Vanty entró enescena, cogió la barrita,se la dio al vigilante y,sin un ápice de encantojuvenil y sin un atisbo decondescendencia, habló

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al hombre de igual aigual, presuponiendo porel tono que empleó quese hallaba ante unintelecto afín. En laidentificación del hombreponía: «Todd X.»

«Todd, lamento muchotodo esto. Este niño,Franky, es mi amigo, y mimadre y yo estamosintentando animarlo. Su

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abuela murió esta nochey creo, bueno, ¿no,Franky?, que 3Musketeers era su barritade chocolate preferida.¿No, Franky? ¿Quépensabas hacer?Metérsela en el ataúd,¿no?»

Cualquier otro pre-preadolescente quehubiese dicho esto mismohabría resultado de lo

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más repelente. PeroVanty, y esto es difícil dedemostrar, soltó sudiscurso como siconociera a Todd de todala vida y Todd fuese unamás de las personas a lasque respetaba en su vida,tan respetada como élmismo. Creo que lo quetransmite Vanty esigualdad, y lo que me ha

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enseñado, ya que estudiosus técnicasconstantemente. Laimpresión de igualdadneutraliza y acontinuación entrampa ala gente. Mi teoría es queeste número juega con elego de las personas, yuna vez representado,estas son absorbidas porel físico de Vanty, y suego se ve satisfecho más

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incluso por el hecho deque alguien tan guapo setome su tiempo parahablar con ellas.

Todd acabó pagando labarrita de chocolate.

Yo no habría salido tanairosa como Vanty: escomo chocolate derretidosobre un bizcocho conforma de anillo, unglaseado perfecto.

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¿Me enfadó quemintiera? No. Losproblemas existen. Yexisten las soluciones.Problemas y soluciones.Si Lenny hubiera estadoallí, es posible quenuestra brújula moralhubiese apuntado a otraparte. Pero como noestaba, optamos por lasolución de Vanty. A por

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todas.¿Es Vanty artero? No

lo creo, pero lo cierto esque lo vigilo. Y mepreocupa. La verdad esque creo que es un amor,pero quiero estar segura.

Vanty y yo tenemos dosgracias nuestras desdehace tiempo. Y millonesmás más recientes. Vantyy yo nos reímos mucho.Desde que era un bebé,

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me sentaba en su cuarto yo bien le leía o hablabacon él antes de que sehiciera un ovillo y sequedase dormido. Sé queLenny escucha nuestrascharlas serias o nuestrasrisas tontas pegando laoreja a la pared quedivide nuestro dormitoriodel de Vanty. Saber queesto conforta a Lenny, me

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conforta a mí. Ya os lodije, es un ángel que mepone una mano en lacabeza.

Una de nuestras bromasde largo recorrido es quecuando me dispongo aleerle antes deacostarme, escojo unlímite de tiempo delectura arbitrario ydespués me meto en elbolsillo un cronómetro en

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modo vibración para queme avise. «Voy a leer21,5 minutos», porejemplo. Cuando el relojme avisa, paro,bromeando con el hechode que sea tancuadriculada, cierro ellibro, dejandoinevitablemente unaescena incompleta o unpensamiento sin

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desarrollar o una frase amedio leer y, por tanto, aLenny en vilo. Laprimera vez que hiceesto, cuando Vanty teníacinco años, rompió allorar, porque estabaembelesado con lo queestaba sucediendo en ellibro y pensó que lo haríaesperar hasta la nochesiguiente. Y aunque solobromeaba con lo de dejar

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de leer por esa noche,sentí un alivio inmenso alver que a mi hijito legustaba tanto lo que leestaba leyendo comopara derramar lágrimasde verdad. Lo quesignificaba que no eracomo yo. No se sentiríaaislado del mundo comoyo. La siguiente vez queinterrumpí un cuento

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porque sonó micronómetro arbitrario,Vanty se rio con mipobre gracia de ser tancuadriculada, que es algode lo que se me acusa amenudo, y entendió queen realidad me estabariendo de mí misma. Y serio. Y yo me reí. Y nosseguimos riendo cada vezque pasa. Espero que losigamos haciendo cuando

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tenga sesenta años yvenga a verme con misnietos.

Otra de las gracias quetenemos desde hacetiempo es que fingimoshablar francés cuandoestamos en público. Sinembargo, lo que ocurrecon Vanty, debido a suapabullante carisma, esque la gente se cree que

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de verdad habla francés.En una ocasión inclusouna francesa le preguntó,con su ingléschapurreado, de quéprovincia era. Si biendisfruto jugando a estocon Vanty, solo por puradiversión y parafortificar nuestra vidainsular, empieza apreocuparme el don degentes de mi hijo y el

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hecho de que esto lopueda aislar, separarlodel mundo como mesucede a mí, aunque pormotivos distintos. Laverdad es que no estoysegura de hasta dóndeestá dispuesto a llegarcon este don ni de lo quesignifica ni de si esbueno o malo. En lo querespecta a Vanty, intento

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con todas mis fuerzas noser víctima de mi maníade clasificarlo todo y atodo el mundo enarchivadores blancos ynegros; me esfuerzomucho en dejarlo quecrezca a su manera. Peroahora me pregunto sideterminadas facetassuyas no deberían seramansadas o limadas orefrenadas. ¿Es correcto

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que interprete el lenguajecorporal con la mismafacilidad con la querespira? ¿Es normal quehaga enmudecer a ungrupo con tan solo pasarpor delante y mirar? ¿Nome dijo la directora laotra tarde sin ir más lejosque su «consejo escolar»lo componen elpresidente de la APA, el

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inspector y Vanty?A pesar del

excepcional don degentes de Vanty, denuestro trío sigue siendoLenny el que recuerda loscumpleaños de la familiay qué regalos de Navidadhay que comprar a losabuelos y amigos. Vantyno acude a la gente, es lagente la que acude a él. Yme empieza a preocupar

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que esta sea una cualidadun tanto inquietante,aunque útil. O quizásimplemente meobsesione cualquier cosaque pueda hacerle daño ami querido hijo algún díay en realidad a él no lepase absolutamente nada.¿Alguna vez me relajaréy estaré calmada,tranquila cuando esté y

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cuando no esté? Aquí lotengo ahora, delante demí, revolviendo los ojosotra vez tiernamente,fingiendo estar molesto.

—Mueve el culo yponte a preparar losportaobjetos con latierra. Y si tienes trabajodel instituto, será mejorque lo hagas ahora, señorSabelotodo. Tenemosmucho que hacer. Ah, y

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esta noche cenamosburritos caseros, los hacepapá. Así que ya veo quete has salido otra vez conla tuya, porque le dijeque si volvía a haceresos puñeteros pelotonesme dejaba morir dehambre. —Vanty empiezaa alejarse, pero lo paro,quiero que siga un pocomás delante de mí—. Ah,

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ah, y abuelita vienemañana de Savannah, asíque asegúrate de limpiarla lobera que tienes porhabitación —advierto,espantándolo para queentre—. Y si quiereshablar esta noche deCien años de soledad,hablaremos. Te leeré mipasaje preferido durante1,2 minutos exactamente.

—Ye ne se in cuá a

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taví —replica, en unfrancés de pega de lomás convincente.

—Sí, sí, yo también tequiero. Y ahora,andando.

Veo a mi guapísimo,tranquilo —aunqueposiblemente aterrador—hijo entrar en el cuartelgeneral de 15/33. Mepongo a quitar las flores

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marchitas de las petuniaspúrpura que crecen en lasmacetas azules de laentrada para alejar eltriste temblor de mibarbilla. El año queviene se irá a launiversidad, merecuerdo.

Querer tanto a alguienque se parte el corazóncon solo mirarlo. Eso estener un hijo.

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Dije que queríamencionar tres cosas:Lenny, mi empresa y,ahora, la última, y sinduda la menosimportante, Brad.

Vanty, Lenny y miabuela son las únicaspersonas para las quemantengo encendido elinterruptor del amor todo

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el tiempo, sin apagarloen ningún momento. Paraotros lo enciendo aveces. Y para otros elamor no está encendidonunca, tan solo un odiovasto, infinito e inclusouna clara emociónhomicida. De no ser poresa mano que el ángelLenny me pone en lacabeza, algunas personasya no estarían en este

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mundo.Comienza un nuevo día

en 15/33. Tras pulir estemanuscrito una últimavez, lo guardo bajo llave,solo podrá ser abierto ycompartido cuando yomuera, y justo entoncesllega Liu al edificio,haciendo sonar la bocina.La mujer de Liu, Sandra,se baja del asiento

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delantero de su Ford F-150, el único vehículoque conduce ya Liu. Creoque va por el cuartodesde que lo conocí.Sandra le pone carasridículas y le pide que lediga cuál es la que mejorexpresa la reacción de unhombre al comerse una«hamburguesa demierda». Como cada día,está trabajando en un

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sketch nuevo.Personalmente creo que

un hombre que se estácomiendo unahamburguesa de mierdase parecería a un gatoque intenta vomitar unabola de pelo, así quecuando Sandra llega a lapuerta, roja, de la cocinade 15/33, le hago mimejor imitación de un

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gato echando una bola depelo. Mi propio gato,Stewie Poe, maúlla enseñal de desaprobaciónal ver mi actuación. Estáestirado tan ricamentesobre el fofo estómago ymueve una perezosa patairritado porque heinterrumpido la primerade sus treinta siestas deldía. El pelo gris le caepor el relajado cuerpo, y

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tal y como estárepanchigado en laalfombrilla colorturquesa delante de laalacena azul océano —lomás cerca posible de sucuenco—, parece unfaraón reinante. Stewie esun auténtico grano en elculo, se me echa encimade la cara cuando estoydurmiendo, exige

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ruidosamente carnepicada y escolar en lugarde la comida para gatosnormal y corriente. Y laúnica culpable soy yo.Siempre me haimpresionado mucho lahabilidad con la que losgatos ponen demanifiesto su aversión acasi todo, la indiferenciacon la que rechazanincluso la mano que los

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alimenta. Así quebásicamente accedo atodo cuanto Stewiequiere. Pero me vengaréobligándolo a llevarcascabeles rosas en elcollar púrpura.

—Hola, pequeña,¿estás lista? —mepregunta Liu, en pie juntoa la camioneta, que sigueen marcha.

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—Sí, sí, me gusta.Vuélvelo a hacer —mepide Sandra al cruzar lapuerta de la cocina,dando su aprobación a lacara que pongo al comeruna hamburguesa demierda.

—Liu, espera unmomento, voy a coger lachaqueta —respondo, ycojo mi sahariana, que

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cuelga de los ganchosrojos que hay junto a lapuerta. Al hacerlo, levuelvo a poner a Sandraesa cara que confío seacómica.

—Perfecto. Así escomo quedará en esteguion. Y vosotros dos, noseáis demasiado crueleshoy —advierte mientrasse sirve una taza de caféde la cafetera que acabo

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de poner para ella. Vadirecta a su despacho deescritora después deagacharse con la taza enla mano para acariciar lagorda barbilla de Stewie.

Salgo por la puertacaminando hacia atrás,mirando a Sandra,haciendo el bobo paraella, y me subo a lacamioneta de Liu.

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—Ha dicho que noseamos demasiadocrueles hoy—informo.

Liu levanta la narizmientras reprime unasonrisa.

Básicamente hoyseremos todo lo cruelesque podamos.

—Ya —digo—. Claro.Liu ya tiene casi

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sesenta años y unapoblada mata de pelogris. Aún hace ejerciciocomo si tuviera quecumplir una misión delFBI que hiciese precisoque persiguiera a reyesdel secuestro por elbosque, así que no estáfofo; los músculos delantebrazo se le marcan alhacer girar el volante dela pickup.

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Sé lo que estápensando, y yo tambiénlo estoy pensando. Fue enla caja de una camioneta,una camioneta igual queesta, hace diecisieteaños, donde Bradconsiguió quitarse elpañuelo que le servía demordaza haciendo unenérgico uso de la lenguay los dientes e intentó

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evitar que locastigáramos sorbiendogasolina de un bidón degasolina de repuesto, derodillas y con las manosesposadas a la espalda ylas piernas atadas a ungancho. Fue a Lola a laque le olió a gasolina, yLiu el que fue corriendoy le dio tal bofetón aBrad que pensamos quele había roto la

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mandíbula. Habíamosestado esbozando lacaptura del Médico y elMatrimonio Obvio, encírculo en torno al capóde la camioneta, cuando,por suerte, el fuerte olorllegó por el aire fríocomo el agua por untobogán de acero: confacilidad y rapidez. SiBrad hubiese logrado

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dejar este mundo, habríatenido que esperar amorir para ir al infierno atorturarlo.Afortunadamente notengo que esperar.

Liu y yo hemosrealizado este recorridoen particular dos veces alo largo de diecisieteaños. Esta es la terceravez. Tenemos quehacerlo cada vez que

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Brad intenta suplicarclemencia, probar suerteen la Junta deTratamiento para intentarconseguir la libertadcondicional. A veces espreciso recordarle aBrad lo que le esperafuera y la suerte que tienede que lo esténtorturando dentro. Liu yyo tenemos amigos en la

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penitenciaría del estadode Indiana y tambiénconocemos a algunoscondenados a cadenaperpetua a los que esposible, o no, quehayamos hecho algunosfavores y que nos pasaninformación. De maneraque lo sabemos todo.Literalmente todo.

Por aquel entonces, enaquella camioneta,

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llegamos a un acuerdocon Brad: él aceptaría lacadena perpetua ynosotros no intentaríamosque lo condenaran amuerte. Lo que haríamossería entregarlo al estadopara que cumplieracondena de por vida,pero bajo nuestrasupervisión extraoficial.Por aquel entonces, con

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la tensión de la captura, aBrad lo que más lovolvía loco era laperspectiva no de morir,sino del corredor de lamuerte, una condena quesin duda le habría caído:no olvidéis todos esoscuerpos jóvenes de lacantera. Cuando leofrecimos el trato, Bradvislumbró una leve luz,un atisbo de esperanza,

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lo bastante para hacerque quisiera vivir, queera exactamente lo quenosotros queríamos. Sepodría decir que Bradhizo un trato muyespecial, que leofrecimos Liu y yo, y,como tal, la especialprisión de Indiana dondeahora pasa sus días Bradpasó a ser mi prisión

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personal.A Liu no hace falta

convencerlo mucho deque me ayude en miperenne compromiso conprovocar a Brad. Seendureció desde que suhermano, Mozi,protagonizó su tercerintento de suicidiofallido, hace cinco años.A veces me preocupaLiu, y que se pase toda la

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noche trabajando enalguno de los casos paracuya asesoría noscontratan, pero despuésapago cualquier emociónde preocupación cuandoentro en el despacho quecomparten Sandra y él yveo a Sandraarrimándose a él,dibujándolo con el ceñofruncido. Hay personas

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que aceptan lo que lestoca en la vida, seamoldan a ello,perseveran y, algunas deesas personas sonrecompensadas con unabuena pareja que les daimpulso para que suban atodos los árboles quenecesitan subir paracazar y eliminar a cadademonio al quepersiguen.

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Entramos en elaparcamiento para visitasde nuestra prisiónpersonal de Indiana. Trasenseñar los carnés y lospases aprobados ycharlar con nuestrosamigos de la garita y lospuestos, nos dirigimos ala sala de vis a vis deconvivencia. Me dejopuesta la sahariana, con

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todos los bolsillos conlas cremalleras cerradasy los botonesabrochados, ocultando elregalo que le llevo aBrad.

La sala de vis a vis esun cuadrado espantoso debloques de cementopintados de verde menta.Verde menta claro, elcolor más despreciable ybarato que se puede

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permitir un gobierno quecuenta con unpresupuesto muylimitado. Cosa que a míme parece perfecta. Noquiero que el estado segaste el dinero de misimpuestos en mejorar esesitio. Tener que estarrodeado de este colornauseabundo debería sercastigo suficiente para

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disuadir a cualquiera deque delinca, creo yo.

Las ventanas,rectangulares,electrificadas y conbarrotes, están a tresmetros del suelo delinóleo. Alrededor dediez mesas cuadradasocupan la habitación.Una mujer de unossesenta años con unjersey negro hecho a

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mano hace rodarnerviosamente unpañuelo de papel en lasmanos y no levanta lacabeza una sola vez, nipara mirarme a mí nipara mirar a Liu. Parecedulce, como cualquierabuela que hicieraganchillo en el banco deun parque. Me figuro queestá esperando a un hijo

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con el que se ha llevadouna gran decepción. Otramujer, de treinta y pocosaños, pero con la bocaagrietada, envejecida ycrispada de una fumadorade sesenta, echa loshombros hacia delante ycruza los brazos en otramesa. Parece muy dura,una delincuente, y juraríaque planea arrancarme lacabellera de la cabeza.

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Cuando le veo los ojos,de un azul claro, mepregunto cómo unapersona que podría habersido tan bella se permitióecharlo todo a perder porun capullo que está entrerejas. Me dan ganas dehablar con ella,preguntarle por qué fumatanto, preguntarle cómoes que alguien con unos

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ojos sabios no es capazde ver. Pero mecontengo, recordándomeque no soy quién parajuzgar. Todos tenemosnuestros problemas ydemonios que superar,no todos contamos conel mismo apoyo, medigo, lo mismo que sueledecirme mi abuela, queme enseña a tenerperspectiva.

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Una puerta con barrotesse abre y entran treshombres esposados,seguidos de cincofuncionarios que rodeanla habitación, las armaslistas, en la cadera.

—Ay, cariño —dice lamujer del jersey negro,que llora cuando selevanta para abrazar a unneonazi con una cruz

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tatuada en la cara. Alponerse de pie el jerseyse le sube, dejando a lavista una bandera de laconfederación tatuada enlos riñones.

—Hola, papá —saludala mujer de los ojosazules claros a unhombre de pelo blancoque tiene exactamente losmismos ojos colorglaciar. También llora y

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dice contra su hombro—:papá, papá, papá. —Y esevidente que quiere queél le devuelva el abrazo,cosa que no pasará,porque el padre siguecon los brazos esposadosa la espalda.

No juzgues dejándotellevar por las primerasimpresiones. Ve más allásiempre, me recuerdo.

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Todo el mundo es unpuzle. Los estereotiposrara vez se cumplen deltodo.

Brad nos ve a Liu y amí e intenta salir de lahabitación.

—Siéntate —le espetacon voz bronca unfuncionario mientrassienta a Brad en unrincón, lejos de los oídosatentos del Señor y la

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Señora Racistas y dePadre e Hija OjosAzules.

Liu y yo nos sentamosenfrente de Brad yesbozamos una anchasonrisa al ver que respirapesadamente, angustiado.Los años no han tratadobien al Señor Chic.Cuando entró en la cárceltenía cuarenta y tres

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años, así que ahora tienesesenta. Entonces yaestaba algo calvo, peroera una calvicie digna,tenía la típica barrigaapretada de los hombres,pero su aspecto eraimpecable, con el pelocon fijador, afeitado,musculoso, las uñascuidadas, hecho unpincel, en fin. Encajabacomo la despampanante

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novia de un hombre enSouth Beach. Ahora Brades una uva pasa. Haperdido unos veinte kilosa lo largo de estos años,y no debido al ejercicio,sino a la implacabletensión a la que quizá, oquizá no, lo hayasometido yo.

El mono naranja en sucuerpo esquelético le

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queda como una mantaextragrande a un niñopequeño. Estácompletamente calvo ylleva puesto un gorritoamarillo. Tiene las uñaslimadas, pero nocuidadas, y ladeslustrada dentadurapostiza le apesta.

—¿Te hizo el gorrito tunovio? —le pregunto,haciéndole ver con sorna

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que me he fijado en laridiculez que luce en lacabeza.

—Pantera, siguessiendo una zorrita.

Le pongo la mano en elregazo a Liu paraimpedir que se levante ypegue a Brad.

—No, Brad, si no pasanada. Entiendo que tetengas que poner el

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gorro. Harkin sedisgustaría si pensaraque no te gusta.

El funcionario que hizoentrar a empujones aBrad en la estancia seríe.

Brad se vuelve haciaél:

—Mucho ji, ji, ji,boceras.

—Cuidadito con lo quedices, Brad. Te quedarás

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aquí sentadoescuchándolos lo que amí me venga en gana.Y ese gorrito es unamierda. Harkin es unmierda haciendo punto.Le diré que lo has dichotú —responde elfuncionario a modo deadvertencia, sinsulfurarse.

Brad se vuelve hacia

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nosotros, a todas lucesincómodo, ya que elfuncionario lo haacorralado.

Harkin es el dueño deBrad. Lo compró con losmil dólares que le hicellegar a través de uno delos funcionarios. Harkines un reclusoespecialmente violento,estranguló a tres de sus«amantes» en otra prisión

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antes de que lotrasladaran a esta. Estácumpliendo diez cadenasperpetuas consecutivaspor matar a hachazos alos diez miembros de unabanda motera rival,mientras dormían.También se cargó a susanimales de compañía.Con ciento sesenta kilosde peso y más de dos

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metros de altura, Harkines la secuoya de losinternos. Los terapeutaslo convencieron de quehiciese punto para calmarsu continua irritación, demanera que Harkin hacepunto, pero solo con lanaamarilla, porque es laúnica que tiene el estado,tras confiscar a unacompañía de importaciónilegal de Gary un

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almacén de cajas cuyodestino era Detroit.

A Harkin se le da fatalhacer punto. El gorritoamarillo de Brad nopodría estar más lejos delos días en los que Bradvestía modernasamericanas de terciopeloy pañuelos de seda.

—Bueno, Brad, hemosoído que estás intentando

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convencer al estado otravez de que te dé lacondicional —comentaLiu.

Brad mira solo a Liu.Se ha puesto de lado conrespecto a mí, inclinadoen la silla como si loestuviera pinchando conel extremo afilado de unalarga espada.

—Ya sabes, Brad, queel trato fue que

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aceptarías la perpetua,sin libertad condicional,y nosotros no tepondríamos en elcorredor de la muerte.Sabes que podríamoshaber conseguido la penade muerte más de veinteveces, con todas esaschicas a las que abristeen canal, todos esosniños muertos, las

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personas a las queencontramos en tu canteray en otras partes. ¿Teacuerdas del trato quehicimos, Brad?

Brad se estremece.—De todas formas,

¿para qué quieres salirde aquí? ¿Es que no estáscómodo? —tercio.

—Que les den, a ustedy a su pantera zorrita —gruñe Brad a Liu

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mientras sigueapartándose físicamentede mí.

Liu y yo lo miramos, ala espera, y como nopodía ser de otra formaél dice:

—Ja, ja, ja, sois muyraritos, vosotros dos —afirma con voz aguda.

—Y dime, Brad, tengoentendido que te ha dado

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por la jardinería —observo, y pongo unamano en la mesa de talmodo que al final loobligo a que me mire.

—¿Y a ti eso qué teimporta, zorrita? —Barrela mesa con la mirada,aún temeroso de volversehacia mí y mirarme a losojos.

Abro uno de los ochobotones de mi chaqueta y

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saco una hoja metida enuna bolsa de plástico.

—Tengo entendido quete ha dado por lajardinería. ¿Cuándo fueeso? ¿Hace alrededor deun año? Te has hecho unarriate en el jardín de lacárcel, ¿no?

—Vaya, tú siempre tanlista. Conque los matonestrabajan para ti, espían al

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bueno de Brad.—Yo no los llamaría

matones, los llamaríaamigos—puntualizo, con muchaseriedad.

—Brad, escucha,escucha atentamente —dice Liu.

Brad se repliega en lasilla.

—Dime, ¿sabes qué esesto? —pregunto al

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tiempo que empujo labolsa de plástico con lahoja hacia Brad por laarañada mesa. La hoja esalargada y puntiaguda,delgada y correosa, de unverde oscuro.

—Mmm —contesta,cruzando y descruzandolas piernas, apoyando lacabeza en la manoderecha, luego en la

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izquierda. Moviéndose.Temeroso, a juzgar porlas arrugas de su cara,que se marcan en unclaro reflejo de surecular interior.

—Lo cultivé yo misma,Brad. Fui nada menosque hasta el sur de Chinapara coger una semilla,solo para ti, Brad. Solopara ti.

Brad se crispa.

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—Es un híbridoespecial: un cruce deadelfa y de otra plantaque crece en lugaresremotos entre hierbas deAsia. Es una de lasplantas más letales yvenenosas que seencuentran al alcance delhombre. Un solo bocadoy el corazón te explota.—Hago un ruido seco

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con los labios y muevolos dedos como si fuesenfuegos artificiales—. Pop—añado, y acto seguidome doy unos golpecitosen mi calmado corazón.

El funcionario que sehalla detrás de Brad,erguido, se acerca a sucompañero, haciendo verque no quiere escucharesta parte de laconversación, pero

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también que va a permitirque continúe.

Me inclino hacia Brady susurro con una vozmeliflua, como siintentase seducirlo, cosaque de todas formasestoy bastante segura deque es imposible.

—Lo único que tengoque hacer es triturar unahoja y mezclarla cuando

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quiera con tu puré depatata de sobre. Podríasuceder mientras estásaquí o quizá, si por algúnmotivo improbable,salieras, cuando llevesuna vida de parado en elcuchitril en el queacabarás. Tengoentendido que el dolor, laquemazón, que provocaeste híbrido esinsoportable, es como si

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la gasolina te quemara elesófago, te encendiera elpecho y te inundara delava las tripas, que notardan en desgarrarse pordentro. Y a nadie leimportarás lo bastantepara realizar unainvestigación o unanálisis toxicológico,Brad. Se contentarán condecir que sufriste un

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ataque al corazón. Estahoja, esta planta, separece mucho a lasplantas que cultivas en tujardín. Resultaría fácilcamuflarla entre ellas.

—Zorra —escupeBrad, ahora mirándomecon ferocidad.

Y este es el momentopor el que he venido. Elmomento que Brad no mequería dar. El momento

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en que le recuerdo unacosa.

—Vives a mi merced,no lo olvides —espeto,hundiendo el dedo índiceen la bolsa que contienela letal hoja.

Liu sonríe. Cojo labolsa y me la guardo enuno de los bolsillos,despacio.

Por supuesto que

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podría haber matado aBrad de cien mil formasdistintas. Pero matar aBrad no era mi principalobjetivo, ni tampoco elde Liu. El número uno denuestra Lista de Deseospara Brad eraasegurarnos de que Brad,en palabras de Liu: «Sepase lo que le quede devida sufriendo un doloratroz y una humillación

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insoportable.»Cuando me enteré de

que Brad estabaentusiasmado con la ideade aprender jardinería enla cárcel, se habíaapuntado a clases dehorticultura, se levantabatemprano para rastrillar ydesherbar y al parecersonreía y silbabamientras lo hacía, le di

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un año para que letomara gusto al hobby.Quería queexperimentara unaauténtica pérdidaemocional. Amenazarlocon una hoja venenosa leprovocaría una pérdida,sembraría en él el miedo,le recordaría a la muertecada vez que entrara ensu ridículo metro y mediode rosas y flores

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silvestres baratas y vierauna hoja verde. Podríahaber subido la apuestahaciéndole llegardistintas plantas a travésde los funcionarios, todasellas con datoscientíficos que avalaranque podían servenenosas, si bienninguna sería venenosa,pues no le quería

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proporcionar ningúnarma. Y muy pronto supatético jardín se veríareducido a dientes deleón y tierra y una vezmás toda su ilusión severía truncada.

Algunas víctimasquieren que se cierre elcírculo de la justicia,buscan la pena de muerteo perdonar. Y a mí esome parece estupendo.

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Otras personas, como yo,están dispuestas acontinuar ejerciendopresión en todos losfrentes durante muchotiempo para intentarconseguir un auténticoojo por ojo. En el casode Brad, dados losespantosos crímenes quecometió, podría haberloquemado vivo y

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rescatado de las llamasjusto cuando el cuerpo sechamuscara, pero antesde que le fallaran losórganos. Pero ni siquieraeso habría igualado eldelicado equilibrio delojo por ojo, en lo que amí respectaba.

Liu me mira y hace ungesto mudo parapreguntarme si heterminado. Asiento para

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decirle que sí, dejandoque Liu le dedique unaspalabras de despedida.Tose para poner fin a laferoz mirada quesostengo con Brad y dicemientras se pone de pie:

—Hemos terminado.Tú quédate sentadito ymuy pronto, no tepreocupes, si eres unbuen chico y dejas de

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intentar pedir lacondicional, que de todasformas no te concederán,morirás por causasnaturales o Harkin teestrangulará. Una cosa ola otra. Y entonces tucastigo en esta vidahabrá terminado. —Liuse calla para reprimiruna risita, pero le doyunas palmaditas en elmuslo y compartimos una

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risa de complicidad—.Aunque —continúa—estoy bastante seguro deque el diablo te tienereservados unos bonitosplanes, Brad.

—No me cabe la menorduda —añado, pensandoen Dorothy, en Mozi y entodas las chicas y losniños de la cantera queno sobrevivieron.

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Liu y yo volvemos a15/33, escuchando lamúsica country de Liu y aRay LaMontagne, unamezcla perfecta de nortey sur. Tararea la canciónTrouble, que ejerce enmí un efecto sedante. Nosconocemos desde hacetanto tiempo que tampocohace falta que hablemos;como tampoco le da

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vergüenza cantar delantede mí.

—Oye, Liu. ¿Por quéno os quedáis hoy a cenarSandra y tú? Lenny va ahacer burritos otra vez.

—¿Esos pelotones?Ah, pues sí. Nosapuntamos.

—Sí. Y después lesmetemos mano a esasmuestras de tierra delcaso de la universidad.

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Esos granos y esaspiedras no son deMassachusetts ni decoña.

—Lo que tú digas,Lisa. Tú mandas —responde Liu, y me guiñaun ojo antes de volver acentrarse en la voz y lasletras medicinales deLaMontagne.