El Misterio de La Alegría

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[1] El Misterio de la Alegría Comentario a la Exhortación apostólica Evangelii gaudiumRuth María Ramasco Tucumán, 10 de septiembre de 2014 ¿Es posible hablar hoy de la alegría? No de nuestros logros, aunque es legítimo que nos alegren; no de nuestros bienes, aunque es bueno poder poseer aquello que nos hace vivir con dignidad; no de nuestros placeres, aunque sepamos que nuestra vida requiere que seamos capaces de experimentar el esparcimiento, la saciedad, la distensión de nuestra vida. No nos referimos a nada de eso, aunque la alegría pueda recorrer todas esas vivencias. Nos referimos a la alegría: a esa intensidad vibrante o pacífica de nuestra experiencia de humanidad que recoge, extiende y eleva todos nuestros acontecimientos incluso los dolores terriblesy los vuelve partes de la certeza conmovida del amor. Porque, permítanme expresar mi propia definición, mi hallazgo de sentido más hondo sobre la alegría: la alegría es la redundancia del amor. El amor redunda en nosotros, nos dilata, nos ensancha, nos hace sonreír, nos cobija en los dolores insoportables. El amor, sólo el amor puede ser la fuente de nuestra alegría; sólo el amor puede otorgarnos alguna certeza capaz de sobrevivir al dolor, a la tristeza, a los horrores espantosos de las acciones de los hombres. Escuchen a una abuela hablar de sus nietos y decir que el corazón se dilata insoportablemente ante un beso de sus pequeños; escuchen a un estudioso decir que sólo quiere leer una y otra vez ese libro que le conmueve el alma; escuchen a un hombre o mujer de acción decir que han conseguido realizar una obra a favor de otros; escuchen a una mujer o un hombre enamorados decir que la vida y el rostro del otro, de la otra, son su fuego y su paz. La alegría sólo puede proceder del amor. La alegría es la consonancia gozosa con el mundo, las personas y las cosas que procede de aquél. No sin tensiones (como es el amor); no sin oscuridades (como es el amor); no sin dolores (como inequívocamente es el amor); no sin incertidumbres (como es la hondura de la realidad a la que sólo accedemos penetrar en y por el amor). Pero verdad, no ficción; realidad, no ilusión infantil; ímpetu, fuerza, vida, entusiasmo. La exhortación apostólica Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio) busca instalarnos en el núcleo de esa verdad. Del amor a Jesús el Cristo, de ese amor que se halla ligado intrínsecamente a la salida hacia los otros, hacia su vida, su verdad, su pobreza, su dignidad, su realidad sociocultural, la salida hacia las estructuras en las que la vida individual y colectiva es ensanchada o enangostada de ese amor brotan el Anuncio y su alegría. Sin las entrañas, los ojos, las manos, la existencia toda conmovida por ese amor, no puede haber ninguna alegría. Podrá haber estadísticas, métodos, programas pastorales, eficaces o no: no habrá alegría. De ahí que cobre pleno sentido este llamado a una “nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría” (n.1). Lo cual no es sino llamar a que el amor a Jesús, muerto y resucitado, se transforme en fiesta, en exultación, en intensidad, en gozo. Como lo señalan los textos escriturarios del

Transcript of El Misterio de La Alegría

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    El Misterio de la Alegra

    Comentario a la Exhortacin apostlica Evangelii gaudium

    Ruth Mara Ramasco

    Tucumn, 10 de septiembre de 2014

    Es posible hablar hoy de la alegra? No de nuestros logros, aunque es

    legtimo que nos alegren; no de nuestros bienes, aunque es bueno poder poseer aquello

    que nos hace vivir con dignidad; no de nuestros placeres, aunque sepamos que nuestra

    vida requiere que seamos capaces de experimentar el esparcimiento, la saciedad, la

    distensin de nuestra vida. No nos referimos a nada de eso, aunque la alegra pueda

    recorrer todas esas vivencias. Nos referimos a la alegra: a esa intensidad vibrante o

    pacfica de nuestra experiencia de humanidad que recoge, extiende y eleva todos

    nuestros acontecimientos incluso los dolores terribles y los vuelve partes de la

    certeza conmovida del amor. Porque, permtanme expresar mi propia definicin, mi

    hallazgo de sentido ms hondo sobre la alegra: la alegra es la redundancia del amor. El

    amor redunda en nosotros, nos dilata, nos ensancha, nos hace sonrer, nos cobija en los

    dolores insoportables. El amor, slo el amor puede ser la fuente de nuestra alegra; slo

    el amor puede otorgarnos alguna certeza capaz de sobrevivir al dolor, a la tristeza, a los

    horrores espantosos de las acciones de los hombres. Escuchen a una abuela hablar de

    sus nietos y decir que el corazn se dilata insoportablemente ante un beso de sus

    pequeos; escuchen a un estudioso decir que slo quiere leer una y otra vez ese libro

    que le conmueve el alma; escuchen a un hombre o mujer de accin decir que han

    conseguido realizar una obra a favor de otros; escuchen a una mujer o un hombre

    enamorados decir que la vida y el rostro del otro, de la otra, son su fuego y su paz. La

    alegra slo puede proceder del amor. La alegra es la consonancia gozosa con el

    mundo, las personas y las cosas que procede de aqul. No sin tensiones (como es el

    amor); no sin oscuridades (como es el amor); no sin dolores (como inequvocamente es

    el amor); no sin incertidumbres (como es la hondura de la realidad a la que slo

    accedemos penetrar en y por el amor). Pero verdad, no ficcin; realidad, no ilusin

    infantil; mpetu, fuerza, vida, entusiasmo.

    La exhortacin apostlica Evangelii Gaudium (La alegra del Evangelio)

    busca instalarnos en el ncleo de esa verdad. Del amor a Jess el Cristo, de ese amor

    que se halla ligado intrnsecamente a la salida hacia los otros, hacia su vida, su verdad,

    su pobreza, su dignidad, su realidad sociocultural, la salida hacia las estructuras en las

    que la vida individual y colectiva es ensanchada o enangostada de ese amor brotan el

    Anuncio y su alegra. Sin las entraas, los ojos, las manos, la existencia toda conmovida

    por ese amor, no puede haber ninguna alegra. Podr haber estadsticas, mtodos,

    programas pastorales, eficaces o no: no habr alegra. De ah que cobre pleno sentido

    este llamado a una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegra (n.1). Lo cual

    no es sino llamar a que el amor a Jess, muerto y resucitado, se transforme en fiesta, en

    exultacin, en intensidad, en gozo. Como lo sealan los textos escriturarios del

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    comienzo (n.4 y 5), que el amor se desborde y derrame, porque las copas no pueden

    contener el vino; que se experimente como el don de una fiesta que busca a todos

    aquellos que estn invitados; que no se contenga, que pierda los frenos del falso pudor,

    de la vergenza, del miedo. Esa hermosa imagen de Sofonas 3, 17 de Dios que baila

    para su pueblo con gritos de jbilo. El amor que se vuelve baile y canto, expansin del

    cuerpo y de la vida toda. Si no entendemos la alegra, es quizs porque an no nos

    hemos animado al amor. A ese amor y a su fiesta somos exhortados, lejos de toda

    concepcin falsamente heroica (n. 12), lejos de todo desarraigo de la historia (n. 13), No

    somos invitados a poner el mundo sobre nuestras espaldas: es Jess el Cristo, quien lo

    lleva, nosotros slo queremos estar junto a l; no somos invitados a separarnos de la

    historia y sus conflictos, sino a perseguir sus pasos en ella y auscultar los signos de la

    salvacin que sopla el Espritu en su tejido carnal y vivo. Lo que dijo ya Pablo VI:

    Nadie puede ser capaz de la alegra sobrenatural, si no es capaz de alegras naturales; lo

    que tambin seal algn poeta, ofendido por algunas versiones patolgicas del

    cristianismo: aquellos que, como no son de la naturaleza, creen que son de la gracia.

    Nadie puede entrar en este ro de alegra si no se anima a hacer la experiencia de la

    alegra del trabajo, del arte, de la ciencia, de la accin, de la amistad, de la paternidad,

    del amor. No nos animemos a decir que el Evangelio es nuestra alegra si en medio de

    los hombres, si dentro de nuestra vida, no hemos sentido nuestro corazn incendiarse y

    arder!

    De ah que, lo primero tratado por la exhortacin sea esa gran exigencia de

    transformacin y renovacin que posee ese amor. Pues no puede llevarse a cabo sino

    como comunicacin. Los que aman conocen de lo que hablo: la joven que modela su

    cuerpo para poder bailar, porque tiene que tornarlo dctil y expresivo; las cuerdas de la

    guitarra que moldean las falanges, porque el acorde no puede producirse sin la fuerza de

    los dedos; la mujer que acepta la lenta transformacin de su cuerpo, para que su vida le

    sea comunicada a su hijo; el deportista que se entrena para soportar el ritmo, la altura

    del terreno; la donacin mutua del cuerpo de los que se aman, volvindose mirada,

    ritmo, libertad de la entrega; la exposicin fsica y psquica de los hombres y mujeres

    pblicos, para poder estar con aquellos a los que se deben. Nadie puede comunicarse sin

    transformarse de una y miles de maneras. Porque tiene que salir de s, expresarse y

    encontrar un camino hacia los otros, porque tiene que ir hacia donde estn y hasta

    aprender de nuevo los gestos, los signos, las palabras. Una salida que tiene la dinmica

    del xodo y el don (n. 11). Una salida que no tiene un punto de destino fijo, por eso

    cada uno discierne hacia dnde va y experimenta todas las incertidumbres.

    Esta salida no nos hace abandonar la intimidad del amor la intimidad de

    la oracin, de los sacramentos, de la lectura de la Palabra, de la penetracin del

    conocimiento Slo expresa lo que en ella vivimos: el amor que nos ha sido

    comunicado. La exhortacin nos habla de una intimidad itinerante, una intimidad que

    se vive en el camino, porque hemos amado a Quien ha salido del interior del Misterio y

    se ha entregado. No abandonamos el amor cuando amamos en gestos, en palabras, en

    obras y en verdad. Seguimos estando dentro de l. Por lo contrario: cmo duele el amor

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    cuando no puede volverse palabra!, cmo duele el amor cuando las manos se cierran o

    los cuerpos no pueden abrirse y encontrarse!; cmo duele el amor callado, encerrado;

    amordazado por el miedo, la distancia, la ausencia! El amor pide volverse cuerpo,

    palabra, accin, gozo.

    La alegra del Anuncio Pascual no puede comunicarse sin una profunda

    transformacin de la comunidad eclesial, sin un discernimiento comunitario de los

    desafos nuevos del amor, sin una pastoral de conversin que involucre las personas, las

    estructuras eclesiales, el mensaje, los signos. Por qu nos transformamos? Porque

    necesitamos que el amor que nos ahoga el alma encuentre los odos y los ojos de los que

    amamos! Ms an: porque experimentamos que el amor de Dios revelado en Jesucristo

    se ha vuelto prisionero de nuestros lmites eclesiales, de nuestros prejuicios, de nuestra

    rigidez, de nuestra falta de audacia. De nuestras palabras que identifican el mensaje con

    aspectos que no son su ncleo luminoso de vida y sentido, all donde es contundente y

    radiante (n. 34); de nuestras matrices culturales con las que oprimimos y hasta

    segamos la vida de otras culturas y sus fecundas posibilidades evanglicas; de nuestras

    estrecheces, que no admiten la diversidad sobreabundante de lneas de reflexin

    filosficas, teolgicas y pastorales (n.40); de nuestras experiencias parroquiales (n. 28),

    de nuestras comunidades de base, pequeas comunidades, movimientos y asociaciones

    (n.29), de las Iglesias particulares (n. 30) y sus pastores (n. 31), del papado mismo (n.

    32). Prisionero de todo ello si el mensaje, los signos, las jerarquas e instituciones, no

    logran dinamizar ese amor que busca salidas hacia los hombres y mujeres. Si ellos no

    pueden situarse, como dice el texto, a veces delante de los hombres, llamndolos hacia

    las alegras y los gozos; a veces detrs, descubriendo lo que los hombres han

    encontrado; a veces en medio de ellos, junto con ellos, disfrutando de la vida que se

    ofrece a todos (n.31). Una Iglesia en dilogo pastoral (n. 31), en ejercicio vivo y

    prctico de la colegialidad (n. 32), en la armona viva que produce el Espritu (n. 40).

    El amor potente, impredecible del Dios vivo, su libertad irrefrenable, la

    accin poderosa y fecunda de su Palabra, la cascada de bendiciones que desde su seno

    brota como un manantial inmenso hacia todo hombre, se transforma a veces, por los

    lmites de la Iglesia, de la misma comunidad del Anuncio, en un pequeo hilo de agua

    que no alcanza para humedecer siquiera los labios de los hombres, resquebrajados por la

    sed. Y no se trata slo de que as, nosotros no amamos: es a Dios a Quien impedimos

    amar a los hombres al no revisar nuestras costumbres, o los preceptos aadidos y su

    exigencia sin moderacin (n. 43), pues preferimos demasiadas veces, tantas veces, que

    el amor de Dios no encuentre a los hombres antes que reconocer nuestros errores (n.

    49). Tenemos ms miedo al error que al encierro. As, sin conversin eclesial y pastoral,

    nadie puede abrir las compuertas del amor de Dios ni transformar a la Iglesia en la casa

    de los padres, siempre abierta. Ni mucho menos hacer entrar en ella a los que estn

    alejados de todo amor y dignidad, all, en las periferias de lo humano. Como todos los

    padres y madres sabemos, los hijos y los nietos desordenan la casa. Pero nuestro amor

    quiere que la sientan suya pues es all donde de nuevo se sienten hijos: la comida cuyo

    gusto es inigualable; el billete que se desliza hacia el bolsillo del ms necesitado; las

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    burlas y las peleas de los hermanos; la mirada que dice que ninguno de nuestros hijos

    molesta, aunque tire todo, rompa todo, ensucie todo. Porque son amados. Porque es la

    casa de quien nos ha comunicado su vida. Porque mientras esa casa exista, el ms pobre

    de los hijos podr saber que all no es un pobre sino un hombre, una mujer; amados,

    dignos, libres.

    Pero la conversin eclesial no es un proceso que hacemos al fragor de

    nuestras introspecciones. Auscultamos algunos aspectos de la realidad que pueden

    detener o debilitar esta dinmica de conversin, ya sea porque afecten la vida y la

    dignidad del Pueblo de Dios, sea porque inciden tambin en los sujetos que participan

    en la accin evangelizadora (n. 51). El Papa propone algunos aspectos, no un

    diagnstico completo, porque ninguna comunidad puede eximirse de discernir. La

    presencia de una economa de exclusin, la crisis financiera mundial, la naturalizacin

    del mercado y la idolatra del dinero, la inequidad que genera violencia, la expulsin de

    la tica en las decisiones econmicas, el consumismo. Otros aspectos conciernen a las

    dinmicas culturales: una difusa indiferencia relativista, la cada de las ideologas, el

    deterioro de las races culturales, los cambios en la vida familiar, el proceso de

    secularizacin, el individualismo posmoderno. Otros a los desafos de inculturacin de

    la fe: la situacin peculiar de las culturas populares evangelizadas y el problema de las

    culturas urbanas y su complejidad. No podemos mirar esto como un anlisis

    sociolgico, econmico o poltico: son direcciones del amor que busca a aquellos que

    nos son prximos. Por eso debemos discernir y escoger: escoger lo que conmueve

    nuestras entraas y nuestro amor, escoger aquellos a los que nuestra historia parece

    habernos preparado para entregarnos desde siempre, escoger a aquellos que tienen el

    secreto de la liberacin de nuestros lmites y la llave de las puertas que clausuran el paso

    a la potencia salvfica de Dios. Por ende, este discernimiento no es slo el de quienes

    estn cerca de nuestro amor y nos necesitan; es tambin el de aquellos a los que

    nosotros necesitamos para liberar la audacia del amor.

    Por eso, el acento de la exhortacin es puesto ahora en todo aquello que

    puede debilitar la posibilidad de ese amor que debe redundar en alegra. Pues las

    exigencias dinmicas de ese amor desnudan nuestras impotencias, nuestras debilidades,

    nuestros oscuros hbitos de desamor. Como ocurre con el amor humano, ya que no debe

    haber luz ms poderosa de nuestros miedos e inseguridades que la posibilidad real del

    amor. Qu desnuda? La preocupacin por los espacios de autonoma y distensin (n.

    78), pues resguardamos nuestro individualismo, nuestra identidad presuntamente

    amenazada, las frialdades que tenemos para amar. Desnuda nuestros complejos de

    inferioridad, all donde nuestra identidad cristiana quiere ocultarse pues parece ser un

    impedimento para la adultez de la entrega y el amor. Desnuda la superficialidad de

    muchas de nuestras opciones y las muestra en aquel ngulo donde slo son algo relativo

    a las circunstancias y sin profundidad. La acedia, el pesimismo, la mundanidad, las

    discordias internas: todo ello manifiesta la vejez entristecida de nuestro amor. Ciertas

    zonas de sentido de nuestra vida eclesial tambin se presentan como coyunturas an

    difciles para el amor: el laicado, el lugar de la mujer en la vida de la Iglesia; la Pastoral

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    de los jvenes. Coyunturas que a veces reflejan nuestras zonas internas de exclusin,

    nuestros desiertos internos, las zonas donde an vigilamos que no se abran las

    compuertas del amor. A veces, quienes pertenecemos a algunas de estas zonas, sentimos

    que hay momentos en los que somos discretamente invitados a comer en la mesa de la

    cocina, pues hay mesas en las que no debemos estar, a menos que estemos parados y

    sirviendo. Tal vez; mejor dicho, sin tal vez, estoy segura que un inmenso manantial de

    alegra echar a correr por las laderas y flancos de la comunidad eclesial, no sin

    inmensas dificultades, cuando esos desiertos florezcan en frutos y en flores, en tareas,

    en sentidos, en palabras, en propuestas, en amores.

    Ahora bien, no hay persona que ame que no quiera decir el nombre de la

    persona de la que est enamorada. El nombre se desliza entre sus labios, como si no

    pudiera dejar de hacerlo palabra. As como los adolescentes llenan hojas con el nombre

    del amor; as como las fotos de los que amamos inundan nuestros muros mediticos. En

    realidad, es tan fuerte su presencia en nuestro interior que no podemos apartarlo de

    nuestras palabras. Pues bien, el Anuncio del Evangelio puede ser manifestado de

    muchas maneras pero, en algn momento, en ese momento que para el amor es

    irrefrenable, se torna confesin explcita, pblica, de Aquel que constituye el ncleo de

    nuestra identidad, de su sentido, de la trama de sus vnculos, del horizonte de su

    existencia. Afirma, inequvocamente, que Jess, muerto y resucitado, es el Cristo. No

    importa que su nombre desnude nuestras incoherencias y vacilaciones. Pues no slo

    nosotros lo confesamos: es l quien confiesa lo que somos, lo manifiesta, lo muestra.

    As como la identidad de la persona que amamos muestra a los dems quines somos.

    As como nos lo muestra a nuestros propios ojos, an ciegos cuando no ha ocurrido el

    amor.

    Esa afirmacin no se produce como un acto individual y solitario. Es la

    palabra que pronuncia un Pueblo, un Pueblo cuyas races estn en la Trinidad, un

    Pueblo cuya concrecin se lleva a cabo en la historia, un Pueblo que desborda los

    mismos mrgenes institucionales, incluso siendo estos necesarios. Este pueblo no

    pertenece a ninguna cultura en particular, ni puede quedar encerrado en ninguna de

    ellas. La diversidad de las culturas constituye el esplendor de su belleza. Esta diversidad

    no amenaza su unidad, pues es el Espritu quien la armoniza y la sostiene. Lo cual

    implica que no slo los sujetos singulares (los bautizados) son sujetos del Anuncio.

    Tambin lo son los sujetos colectivos, en la hondura del Misterio del Dios viviente que

    asoma como don entraado en esa cultura y no otra; all desde donde nos espera con

    otra belleza, como una faceta desconocida del diamante cuya figura creamos poseer

    ntegramente. Por ende, legtimamente podemos auscultar la piedad popular pues es sta

    el reservorio del don de Dios sobre esa cultura y no otra, all donde el Misterio se dice y

    se anuncia, Y por ende tambin, all donde brote la piedad de los pobres, su rostro

    devuelto hacia el nico Rostro que se vuelve hacia ellos con compasin, sabremos que

    sale al encuentro de todos la figura desnuda del Dios vivo, de Aqul que no nos otorgar

    privilegios ni prebendas, pero s el Misterio poderoso de su solo e inquebrantable Amor.

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    Por eso, esta presencia de los individuales y sujetos colectivos del Anuncio

    delimita tambin acciones y tareas: la necesidad de nuevas sntesis entre evangelio y

    culturas, la tarea de una teologa en dilogo, la ntima conexin entre la homila y el

    sentido del pueblo, la relacin con las culturas profesionales y acadmicas, la accin de

    universidades y escuelas catlicas, la renovacin de la catequesis, el acompaamiento

    personal, la apertura del estudio de las Sagradas Escrituras para todos. An cuando el

    texto de la exhortacin lo enuncie explcitamente en el interior de la renovacin del

    kerigma, de alguna manera puede aplicarse para todo el Anuncio las hermosas

    afirmaciones sobre la belleza que aparecen en l. Pues no es algo sencillo llegar al

    corazn humano y hacer resplandecer en l la verdad y la bondad del Resucitado (n.

    167). Pero la belleza del Anuncio puede abrirnos paso. No se trata de cualquier belleza.

    As como el amor redunda en alegra, as tambin el amor esplende en los rostros, en las

    palabras, en las acciones. Pues la profunda conmocin que significa el amor aletea sobre

    la vida y la hace brillar. Como un secreto al que el rostro delata, pues no quiere volverse

    sino manifiesto. Entonces se vuelve belleza. Como un movimiento poderoso que

    dinamiza la existencia toda. Entonces se vuelve conmocin y fuerza de las palabras.

    Esto, que en las vidas singulares se expresa como irradiacin, se expresa en la vida del

    Pueblo de Dios como un insondable desafo para las vocaciones artsticas de los

    hombres y los pueblos, como una incorporacin de la conmocin y la belleza a la vida

    de la Iglesia en su profundidad. No, la Iglesia no tiene por qu ser el lugar de la ausencia

    de belleza y de pasin. Por qu debera serlo, si la habita la Hermosura inaudita de la

    Encarnacin, que ha conmovido a la Creacin entera? Por qu debera serlo, si en ella

    podemos escuchar la conmocin del mismo Dios al amarnos? Permtanme extender los

    mrgenes del lenguaje y decir, con inmensa alegra, que nosotros somos la pasin del

    mismo Dios.

    Pero la alegra del Anuncio posee an otra dimensin, aquella en la que

    podemos experimentar la potencia del Dios vivo que abraza a todo hombre y a todos los

    hombres, en todas sus dimensiones, todos sus vnculos, todos sus logros, todas sus

    ausencias. Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios (n. 176). En el

    corazn mismo del Anuncio se alza la efectividad del amor fraterno y la promocin

    humana como exigencia presente en toda accin evangelizadora. Pues ella brota de la

    misma confesin de la fe trinitaria en un Dios Padre de todos, Redentor de todos,

    Animador de todo. De manera que la salida hacia el hermano procede del mismo mpetu

    que nos hace confesar a Dios como nuestro Dios. Pues confesar que lo es, no equivale a

    afirmar simplemente que existe, sino que la justicia, la paz, la dignidad, la fraternidad

    constituyen la trama de la vida que anhela volverse nuestra vida. Cuando pedimos que

    venga a nosotros su Reino, pedimos que sea verdad, efectiva en la historia de los

    hombres, la justicia, la paz, la dignidad, la fraternidad. Por eso, dice el texto, la

    verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatolgico, siempre genera historia

    (n. 181), la autntica fe siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo (n.

    183). No puede reducirse a lo privado, no puede dejar de transformarse en una cua que

    abre caminos para el Reino en la vida social y pblica.

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    De ah que la exhortacin indique dos tareas imprescindibles: la inclusin

    social de los pobres y la paz o el dilogo social. Pues se escucha en el mundo el clamor

    de los excluidos, no slo como seres singulares, sino como pueblos pobres. La opcin

    por los pobres no puede faltar como signo y realidad en la propuesta de ninguna

    comunidad del Anuncio, cualquiera fuese el camino que discierna. No le es posible a la

    Iglesia que vive de las entraas de misericordia del Dios vivo desentenderse de aquellos

    a los que todos excluyen, de aquellos que en todos los lugares sobran, de aquellos a los

    que muchos quieren esconder. De manera que la opcin por los pobres no es una

    categora sociolgica o econmica, sino una categora teolgica. Un lugar de sentido

    donde la realidad del mismo Dios nos es entregada. No nos basta pensar que somos

    llamados a la promocin de su vida y su dignidad, accin que toca los intereses de los

    poderosos y la geopoltica misma, accin de la ms dura dificultad. No es suficiente

    pensar as, sentir as: estamos llamados a dejarnos evangelizar por ellos, estamos

    llamados a recibir de ellos, que conocen la hondura del sufrimiento, las entraas de

    maldad de los hombres, la insignificancia de la vida humana frente a las apetencias

    voraces del poder y el dinero, estamos llamados a que ellos nos narren el corazn

    mismo de Dios, all donde encuentra cobijo todo dolor. Por ende, as como la dimensin

    social de la evangelizacin no es un aadido opcional al Anuncio Pascual, sino

    constitutivo del mismo, as tambin la opcin por los pobres no es un aadido opcional

    a la nueva evangelizacin propuesta por el Papa Francisco. En sus palabras: La nueva

    evangelizacin es una invitacin a reconocer la fuerza salvfica de sus vidas y a

    ponerlos en el centro del camino de la Iglesia (n. 198). Esta atencin amorosa a sus

    vidas exige atender a las causas estructurales de la pobreza, a las relaciones de

    inequidad en la poltica y la geopoltica, pues el mpetu de la caridad no est limitado a

    las cercanas sino que anhela tocar las relaciones polticas, sociales, econmicas.

    Consideraciones aparte merecen todas aquellas otras aristas de la fragilidad

    humana: la trata de personas, la mujer como objeto de exclusin y violencia, el nio por

    nacer, los ancianos, los migrantes, los toxico-dependientes, los sin techo, el conjunto

    todo de nuestro mundo en el extremo del riesgo ambiental. La nueva evangelizacin es

    tambin un llamado a escuchar de sus voces la voz de la misma fragilidad del Dios vivo,

    que ha querido hacerse presente entre nosotros como una pequea semilla expuesta al

    riesgo y a la muerte. Confieso que al leer estas pginas dedicadas a la fragilidad, he

    experimentado la inquietud de un inmenso camino nuevo por donde nos es posible

    desposeernos de la omnipotencia y el avasallamiento que tantas veces nos atraviesa, un

    inmenso camino para transformar nuestra mirada sobre el poder y la fuerza de Dios.

    La paz y el dilogo social constituyen la segunda cuestin central de la

    dimensin social de la evangelizacin. Pues en un mundo en guerra, la evangelizacin

    no puede sino ser una tarea de cooperacin y de bsqueda de paz. La exhortacin

    propone criterios para la construccin de la paz (el tiempo sobre el espacio, la unidad

    sobre el conflicto, la realidad sobre las ideas, el todo sobre la parte). Propone tambin

    los mbitos ineludibles del dilogo social: el dilogo con los estados; el dilogo con las

    sociedades, en su cultura y en su ciencia; el dilogo con los otros credos. No me es

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    posible detenerme en la inmensa cantidad de posibilidades y exigencias de accin que

    esta tarea supone. Propuestas inmensas que requieren caminos factibles y persistentes,

    corazones pacificados, estrategias que superen lmites y credos frente a la inmensa

    humareda de hombres y mujeres, de nios y ancianos, quemados por la guerra.

    Concluyamos esta exposicin con un rasgo de las pginas finales, tan

    entraable a nuestra vida latinoamericana, Pues la evangelizacin es la audacia del

    Espritu, la audacia de pertenecer a ese vuelo del viento frente al cual no hay cercos que

    resistan. La misin del Anuncio, esa misin que es nuestra identidad, es el fuego del

    Espritu que nos lleva hacia los dems, pero hechos fuego. La misin es una inmensa

    pasin por Jess, el Cristo (no slo amor: una pasin). Una pasin que es pertenencia,

    sabor, pasin entraable por un pueblo. La misin es una pasin por Jess, pero, al

    mismo tiempo, una pasin por su pueblo (n. 268), una experiencia intensa de

    pertenecer a un pueblo (n. 270), una fuerza espiritual (n. 272), supone gustar el sabor

    de ser pueblo. Gustar tambin de esa experiencia, tan hundida en las races de la

    espiritualidad latinoamericana, gustar de ese pueblo y de ese fuego, cobijados por la

    ternura y la humildad de Mara, estrella de la evangelizacin.

    S, hemos hablado de la alegra, pero ahora, al final, ya no podemos decir

    que esa alegra es tenue aunque a veces, en los momentos de la intensidad del dolor,

    se presente como una brisa tenue que apenas refresca Esa alegra es pasin, es sabor,

    es fuego, es audacia, es conmocin de la vida toda. El Papa nos invita a liberar la fuerza

    indomable de la pasin y convertir el amor a Jess, el amor de Jess, en la fiesta de la

    creacin: Tu Dios est en medio de ti, poderoso salvador. l exulta de gozo por ti, te

    renueva con su amor y baila por ti con gritos de jbilo. La alegra est ya, viva, entre

    nosotros.