El niño miguita y otros cuentos

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Y otros cuentos por José Luis Gallegos EL NIÑO MIGUITA

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Compilacion de cuentos para niños, quizas no tan niños, o para adultos que mantienen la escencia de la niñes. Del escritor Argentino, Jose Luis Gallegos...

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Y otros cuentos por José Luis Gallegos

EL NIÑO MIGUITA

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El niño Miguita y otros cuentos

José Luis Gallegos Editado por: Taller Pluma&Mente Autónoma Editorial Pluma&Mente http://editorialplumaymente.blogspot.com [email protected] Este librito llega a vuestros ojos gracias a Agustín, compa argentino, escritor inédito, con quien ojala algún día volvamos a encontrarnos y quizás así nazca alguna publicación de sus cuentos por parte de nuestra editorial. El nos entrego este mágico libro, coincidentemente en un pueblo llamado San Agustín, Colombia. La editorial Pluma&Mente hace una re-edición con el fin de otorgar una mayor difusión de la magia contenida en estos relatos… En fin… gracias Agustín, un abrazo por donde andes… Gracias a Hugo “El Buho” por prestarnos su escáner allá en Baeza / Ecuador

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NOTA DEL AUTOR… Algunos de estos cuentos fueron escritos y narrados oralmente casi al mismo tiempo. A medida que se transmitieron con la voz, se hicieron dueños de esta tercera dimensión, que nace de la oralidad, y adquirieron cierta improvisación que les otorgo vida. Volver a traerlos a la bidimensionalidad del papel y la literatura es una transformación que consiste, por un lado, en reincorporar el conocimiento que se acumula en el ámbito de la “contada”, conocimiento tanto del oyente como del cuentero; y, por otro, en la definición de la frase viva, indefinida, para que vuelva a caber y a amoldarse al pequeño espesor del papel blanco.

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EL NIÑO MIGUITA Todas las estrellas quedaron en poder del sol y él las volvió a masticar para crear un nuevo día. Al amanecer de ese día, se suicidó Pablo Rueliot, el hombre Miguita. Ser enano no es gracioso, y, sin embargo, él intentaba hacer reír por un sueldo miserable. Digo “intentaba”, porque sólo causaba tristeza. Cuando se acercó hasta la línea blanca, sintió la bocina y el primer conjunto de ruedas del camión lo redujo en un instante al espeso de una moneda. Su cuerpo murió en el asfalto, pero su pensamiento no; siguió sintiendo a través de las finas fibras de su cuerpo etéreo. Rejuveneció. Volvió a tener diez años, se revolcó por el pasto, entre las moléculas de

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los niños encarnados que jugaban en la plaza. Atravesó sus cuerpos, las hamacas, el carrito del pochoclo, desaforado, extasiado. Deambuló invisible por el mundo durante cuatro días, sin hambre ni cansancio. Al cruzar una pared, entró a una habitación blanca, donde una niña jugaba con un muñeco hecho de trapo. El muñeco tenía pelo castaño y los ojos bordados de hilo azul. Era un muñeco humilde y hecho a mano. El niño Miguita, el fantasma enano, se detuvo y observó a la niña, jugando dulcemente comprendió todo. El mundo era hermoso. Esa niña, acariciando al muñeco en esa habitación blanca, olía con un aroma incandescente y bondadoso. Entonces, el espíritu pequeño se decidió a habitar ese cuerpito de tela. Sintió sed de recobrar un organismo para él, para chocar contra las cosas.

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Cuando se decidió, estuvo allí, el verbo mismo lo llevó a los ojos bordados de hilo azul y vio a través de ellos la inconmensurable belleza de la niña hermosa que lo acariciaba, ingenua. El muñeco movió la mano para acariciar a la niña. No comprendió cómo consiguió generar ese movimiento, apenas habitaba ese cuerpo, pero al instante de desearlo su mano se movió. La niña se anuló en un ataque de silencio. Abandonó temblando la habitación sin darle la espalda al muñeco, que quedo tirado en el piso. Llegó hasta la pollera de su madre, siempre en silencio. Disimuló con una sonrisa el temblequeo de su mano izquierda y le dijo: -¿Puedo hacer una pregunta? La madre, sin ningún gesto en su cara, suspendiendo su aguja entre las fibras del algodón contestó:

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-Claro… hija. -La magia, ¿existe? -¡Mentiras, todas mentiras!, andá a tu cuarto, ¿¡Querés!?- contestó la madre, sin dudarlo un segundo, con la cara enrojecida; luego tosió, dolorosamente. La niña volvió a su habitación, caminando despacio, rompiendo diminutamente el silencio con el rozar de sus zapatos pequeños sobre el parquet. La madre se la quedó mirando, cuando la nene cerró la puerta, volvió a clavar la aguja en la tela y entró de nuevo en su mundo. La niña regresó a la pieza y pegó la espalda contra la pared. Observó el lugar exacto donde había dejado al muñeco, que ya no estaba ahí. Miró su escritorio: su tarea cumplida, todos sus útiles ordenados de mayor a menor, los lápices con punta, la ropa en el armario impecable, las paredes pintadas; olor a rosas, los muebles, las

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sábanas, las frazadas, era nuevos y hechos a mano, su cama perfectamente acomodada y, en un rinconcito, el muñeco de trapo con la cabeza apoyada en la almohada. La niña ignoraba que, si bien, para ella, la conversación con su madre había durado un minuto, para el espectro bajito habitante del mundo de los muertos, donde el tiempo transcurre con la lentitud de un bostezo sin boca, la espera interminable había demorado décadas de eternidad. Treinta y cinco años esperando que se abra una puerta y, de pronto, ella estaba ahí. La pequeña se sacó los zapatos, los acomodó simétricos a veinte centímetros de la pata izquierda y, sin temblar, siempre en silencio, se metió en la cama, junto al muñeco. Sábanas bordadas por el golem la abrigaron cálidamente. Tuvo un sueño hermoso. Soñó que vivía con un niño que la amaba y cuando despertó ya no era una niña, sino

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una anciana; su vida se había ido en ese sueño. Y, lentamente, desperezandose con su artritis a cuestas, fue a buscar a su madre, de la cual sólo quedaba un montoncito de huesos, con un ovillito de hilo y una aguja. La inmensa tristeza que otorga la finitud de la vida la invadió como la lluvia. El tiempo junto al muñeco habitado por un golem transcurría como un huracán. En su mente escuchó una voz: -“Escapemos más allá de la vida, crucemos los límites de la gran ciudad de la razón, salgamos a pasear…”. Al sentir las palabras dulces de su amor, la niña anciana murió. Y ellos vivieron felices para siempre.

Fin

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EL APOCALIPSIS PERSONAL DE NINO LIBIO Los Libio siempre fueron gente muy correcta. Tres generaciones de campesinos italianos en Buenos Aires. Finalmente, sólo quedo niño, el último de los Libio. Nino Libio vivía en una piecita en Dock Sud, con una ventana que apuntaba a una refinería de petróleo ubicada al otro lado de la calle. La refinería estaba constantemente iluminada con potentísimos reflectores, parecía un sol. Por eso, la persiana permanecía cerrada; la luz que atravesaba las rendijas era tan potente, que fulminaba en el aire a los mosquitos que se acumulaban en una pila calcinada junto a la ventana. Nino Libio era un policía retirado, septuagenario, que odiaba la vida y a todas

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las criaturas que poblaban el planeta y, así, esperaba su muerte, alimentándose únicamente de salamín y vino. La salud de Nino era excelente, sin embargo él creía que padecía una enfermedad senil y que moriría en pocas semanas eructando burbujas de moco como su padre y un tío lejano. Una tarde cualquiera Nino escuchó un extraño murmullo que provenía del suelo. Intento descifrarlo, aislarlo del rumiante y psicótico tic-tac de su reloj, pero no pudo. Tratando de discriminar el susurro, se agachó y comprobó que provenía del zócalo, de un pequeño orificio del que emanaba una tenue luz violeta acompañaba de un cuchicheo melódico. Se acostó en el suelo y pegó su ojo contra el agujero. Cuando logró ver bien, pudo contemplar a un grupo de cucarachas que, paradas en dos patas, danzaban alrededor de una pequeña bomba atómica cantando esta canción:

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¡El fin de la humanidad se acerca

ya faltan pocas horas para ese gran momento!

¡Conga, Conga!

La bomba tenía un tablero de comandos diminuto, violeta iridiscente. Las cucarachas que bailaban eran tres, la más vieja permanecía sentada al fondo, observando la escena con solemnidad. Nino Libio estaba extasiado y no despegaba su ojo del orificio en el zócalo. La cucaracha sentada al fondo se paró y, en forma absolutamente humana, caminó en dos patas hasta la abertura donde se encontraba el ojo de Nino. El artrópodo tenía barba y las antenas le caían trenzadas a los costados; a Nino le recordó a su padre. El insecto profeta miró seriamente la pupila dilatada de Libio y dijo:

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-Por siglos nos han matado, torturado, mutilado, envenenado, rociado con fluoruro de sodio. Ustedes, humanos pecadores, han aniquilado a nuestros ancestros, pero hoy, exactamente en una hora y treinta y dos minutos- Dijo la cucaracha gurú se producirá el total exterminio de la raza humana. Nino, eclipsado por la magnitud de las palabras del insecto ovalado y plano, sintió amor y agradecimiento por el fin de la humanidad. Entonces, hizo miguitas con el salamín y, empujándolas con el dedo índice, le entregó algunas a la cucaracha profeta en señal de regeneración y agradecimiento. La cucarachita iluminada sonrió y, humildemente repartió el alimento entre sus discípulos. Todos comieron en silencio, pero de pronto una empezó a toser y, después, otra, y otra y otra, cayendo de rodillas y tomándose el cuello con sus patas, hasta

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morir por efecto del dióxido de sulfuro, conservante autorizado utilizado por la firma Mogrinal S.A. para preservar sus embutidos. Nino Libio, aterrorizado por lo que acababa de generar, comenzó a llorar y a gritar como un prestamista. Enfermo de frustración, tomó una pata de la mesita de luz y empezó a romper la pared, obsesionado por recuperar el artefacto apocalíptico y, poner fin, tanto a su existencia como a la de todos sus semejantes. Buscó y buscó entre los escombros hasta encontrarlo e intentó detonarlo, pero el mecanismo insecto era demasiado evolucionado y diminuto para sus dedos grandes como penes. Aterido de rabia, dolor e indignación, el último Libio intentó activarlo con los dientes, pero acabó tragándose el artefacto y salvando a la humanidad, gracias a sus ácidos gástricos clorhídricos, entrenados en la digestión de los productos Mogrinal S.A. que

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procesaron y eliminaron la radiación en la cloaca, que se terminó por asimilar a la contaminación circundante. Días más tarde, dos agentes del Servicio Especial de Investigaciones Técnicas de la Policía Bonaerense observaban detenidamente el cuerpo quemado del sargento retirado Nino Libio. Escudriñaban, específicamente, el reloj del occiso: un autentico Julio Monielli, fabricado en Vivorata, 1935; ambos no prestaron la menor atención a la extraña forma en que Libio estaba carbonizado, ni al color violeta fluorescente de las quemaduras, ya que eso, en Dock Sud, era algo común y corriente.

Fin

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EL HOMBRE QUE VOLVIÓ DE SUS VACACIONES Ésta es la historia de un hombre que, cuando volvió de sus vacaciones y regresó a su ciudad natal, se sorprendió al comprobar que, del edificio de la terminal de tren, sólo quedaba la mitad; como si se tratara de un manzana a la que alguien hubiera mordido un pedazo. Los muros del edificio habían sido seccionados de manera casi perfecta, como si se hubiera tratado de incisivos del tamaño de una locomotora devorando una fruta hecha de concreto y vigas de hierro. En el espacio vacío, generado por la mordida imposible, ahora había un lecho de piedritas negras con algún que otro yuyo. Hasta las vías por las que circulaba el tren en el que el hombre había vuelto de sus vacaciones

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estaban cortadas, y el maquinista tuvo que detener la locomotora unos treinta metros antes de llegar al final de la antigua estación. Sin embargo, todo sucedía con aparente normalidad: la boletería consistía en una precaria oficina organizada con palos y trapos negros, y la mayoría de la gente pasaba por ahí como si la estación de tren hubiera estado siempre recudida a la mitad. El hombre tomó su bolso de mano del compartimiento superior y descendió de la formación de vagones junto con todos los turistas que regresaban de sus vacaciones. Unas cientos de personas caminaban sobre el lecho de piedritas hacia la salida. -“No pasa nada, acá no pasa nada” –Se dijo- y, como buscando una aguja en su pajar, comenzó a ordenar uno a uno todos los sucesos que podrían explicar la desaparición de media estación de tren.

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“No pasa nada” –se repitió-, “voy a caminar tranquilo sin llamar la atención y, cuando llegue a casa, encontraré un psiquiatra en la guía telefónica”. Luego de abandonar la mitad del edificio de la terminal de tren, el hombre advirtió que la ciudad presentaba el mismo panorama. Todo: los bancos, los restaurantes, las casas, los semáforos, los autos, los perros, las personas, las moscas, hasta los pobres árboles, habían sido presa de esta terrible incógnita de ser limitados a una mitad. Para cuando llegó frente a su casa, a nuestro protagonista, le temblaban las manos y le transpiraban las piernas; entonces, para su más integra tranquilidad, notó que su casa aún permanecía intacta. Abrió la puerta con las llaves que sacó de su valija produciendo un tintineo tembloroso y entró, se sirvió un vaso de agua, y luego se

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sentó. Cerró los ojos con el deseo de que al despertar todo volviera a la normalidad. Cuando lo hizo, después de pocas horas, comprobó que el extraño fenómeno había llegado hasta su propia casa. Desde donde estaba sentado, pudo distinguir perfectamente las estrellas. Trató de recordar su segundo nombre, pero no pudo. Sonaron cinco golpes en la puerta; al atender, se encontró con dos señores de traje y portafolio, que se presentaron y le explicaron que, desde hacía unos días, él estaba muerto y que, debido a su apego por las cosas materiales de la vida, aún no terminaba de ingresar en el ciclo divino de la no-existencia. También, le dijeron que, de persistir en dicha actitud, el panorama empeoraría. Y, finalmente, sacando una pequeña libretita, uno de ellos le aconsejó que, a la mañana siguiente, observara al este, y, al salir el sol, se dejara llevar por el

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calor de sus rayos amarillos. Así, encontraría la paz. Al amanecer, el hombre se dejó alcanzar por el calor del sol y sintió la humildad que producía en sus poros. Pero, en ese preciso momento, recordó que su empleador nunca le había saldado el medio aguinaldo. Una corriente iracunda de resentimiento emergió desde la profundidad del recuerdo más remoto hasta inundar el presente inexistente de su eternidad fragmentada. Siempre lo habían cagado, ¡era un pelotudo! Después sintió miedo, frio y, con espasmos de desolación, se contracturó hasta dormirse. En la existencia de la mitad de las cosas, en ese intermundo paradójico y extraño, el hombre quedó reducido eternamente a una mano con una sola pierna y su respectivo pie, yendo a trabajar 8 horas diarias, sin

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saber más de él mismo que atarse su único zapato. Y aquí, en esta vida de colores, el hombre de quien les he hablado ha reencarnado en esta vaquita de San Antonio que tengo aquí en mi mano. Observen atentamente. ¿Ven? Aquí falta una patita…

Fin

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MIKITO

Los claxon siempre quisieron tener un SEDAN 4 puertas; pero, por más que ahorraron una ó 2 comidas diarias durante 15 años, solo lograron comprar un pequeño automóvil fabricado en 1952, en la provincia de Formosa, de 2 asientos, llamado Mikito. -No habrá problema, todos viajáremos en el merecido automóvil- dijo, esperanzado, el Sr. Clelio Claxon, dirigiéndose a su pequeño y único hijo, Irbertín. -Te amputaremos las piernas, las guardaremos en un banco eriogénico y, cuando ahorremos un poco más, compraremos un SEDAN 4 PUERTAS y te las volveremos a colocar. El pequeño Irbertín no comprendía el significado de la palabra “amputar”, por lo

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que continuó tomando su cereal con leche tranquilamente. 11 años después, los Claxon compraron finalmente el merecido automóvil y, como primera medida, padre e hijo se dirigieron al banco criogénico para recuperar las extremidades, pero, al llegar, comprobaron que ahora funcionaba allí un pequeño cabaret. El lupanar constaba de una sala de baile con piso de tierra, embebida en una atmósfera entre lúgubre y lasciva, producida por una lamparita de 40 wats revestida con un Tupper Ware rojo, donde tres travestis seducían a dos caballeros. En ese momento, Clelio Claxon experimentó una profunda comprensión: la materia con la que estaba edificada la totalidad de su existencia era el fracaso. Observó su vida como un inmenso océano de estupidez. Quien lo hubiera visto habría afirmado, con

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seguridad, que el hombre sufría realmente de un ataque de locura: los ojos extraviados, el sudor constante sobre sus cejas, su mentón espástico. Apretó los dientes y entró a la sala de lenocinio gritando: -Maldigo el día en que confié en ustedes! ¡Maldigo el haberme equivocado! ¡Bajos son los instintos que me han traído aquí y alguien ha de pagar! Motivado por el impulso enardecido de la enumeración de improperios, el hombre que había descendido minutos antes con su hijos inválido del Mercuri SEDAN 4 PUERTAS, rojo bergamota, 16.500Km reales; ahora loco, al comprobar que jamás volvería a ver las rodillitas de su pequeño Irbertín, arrojó hacia el interior del local la carretilla amarilla donde transportaba a su hijo tullido. El niño podado rodó por la ferocidad del envión y terminó con sus muñoncitos apuntando al techo.

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Todos los presentes permanecieron absortos y se instaló en el tugurio un silencio arrogante, únicamente profanado por el rozar de la púa contra el vinilo y el jadeo de una pareja de caninos copulando debajo de la mesa. Entonces, Clelio Claxon, a quien la senda del progreso argentino y peronista había conducido a su propio fin, tomó un vaso de whisky de una de las mesas, sacó su pluma fuente del bolsillo interior de su chaleco negro, extrajo del capuchón y, con un golpe seco propinado con la base del vaso, se enterró la lapicero 7 centímetros en su sien derecha, provocándose su propia muerte. El niño incapacitado, que yacía como una tortuga panza arriba, mirando al techo sin poder retomar su posición, no llegó a reparar en el suicidio de su padre.

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Los presentes rodearon al pequeño. Nadie lo ayudó a levantarse, el sentimiento que reinaba era una mezcla de solidaridad y asco. El milagro se percibía en el ambiente y, de pronto, con el sonido de un polluelo saliendo del cascarón, un pequeño piecito de 2 cm había brotado del muñón quirúrgico. Los tejidos se regeneraban a una velocidad mágica. En minutos, le habían crecido unas piernas peludas y juveniles. Ahora, el niño irbertñin estaba de pie frente a ellos, con los ojos inmensos observando la ampliación de su cuerpo que no paraba de extenderse. Sus músculos seguían creciendo y proyectaban su cabeza contra una media sombra que oficiaba de techo y, al romperla, el niño siguió extendiéndose como un árbol de habas mágicas desapareciendo entre las nubes e, Irbertín era ahora, tan pero tan alto, que sólo se veían sus peludas pantorrillas oscilantes, perdiéndose en el firmamento.

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Jośe Esposado había comenzado su carrera como actor, su personaje, “El niño Plateado” en el grupo infantil “Flemitas”, que interpretó a los ocho años, había causado furor en los televidentes; luego, ya en carácter de huésped permanente de la unidad penitenciaria de Mar del Tuyú, con 18 años, aprendió el oficio de proxeneta y, finalmente, realizó su emprendimiento comercial propio en el predio ocupado en Av. Virrey Violado y el Rio de la Plata, en Derqui, donde instaló la casa de fiestas en las circunstancias que ya evocamos. Con la decisión que lo caracterizó siempre, se colocó debajo del agujero en el techo, miró hacia el cielo y dijo: -¡Vamo!- y silbando la marcha de San Lorenzo, se tomó de las zancas del niño y comenzó a trepar. Trepó y trepó, hasta perderse más allá del techo de nubes, mientras la clientela y los empleados

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permanecieron con los pies en la tierra, esperando. Minutos. Horas. Toda la noche. A la mañana siguiente, el más audaz de los concurrentes dijo: -Voy a buscarlos. Pero, cuando intentó tomarse de las piernas inmensas para subir, éstas se quebraron y una nube de polvo blanco se esparció por todo el recinto, como si el prodigio hubiera estado hecho de cal y aquellas extremidades suplidas hubieran tenido un único propósito: el de llevar a la criatura al cielo. Finalmente, todos blancos y bañados por el polvo de las piernas mágicas del niño antes inválido, fueron trasladados a la unidad policial más cercana, donde, ninguno de ellos comentó una sola palabra sobre lo sucedido y, de todo el episodio, sólo perduró un rumor que no duró más que un invierno.

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MAMÁ

A Carlos Marmita, su esposa le había pegado un sartenazo en el ojo, y no era la primera vez que sucedía. Él reaccionó igual que las últimas veces. Se tomó tres litros de vino y salió a caminar en la noche. Caminar en la noche lo perdía de todo ese ruido que anidaba en su cabeza. Avanzó como en una película muda, en silencio total, con su ojo hinchado rozando las estrellas de la noche. En una esquina, una niña de tan sólo diez años le dijo que su mamá, una señora amable y rellenita, calmaría todas sus penas y desdichas por tan sólo diez pesos. Carlos Marmita dijo “sí”, y siguió a la niña por los intrincados pasillos del barrio humilde. Era como transitar los recovecos de su propia mente sórdida y

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anestesiada. La niña lo acompañó hasta unas escaleras. -Arriba y después del pasillo al fondo- le dijo. La habitación era alargada, con una litera de hierros apuntalada con maderas y, sobre esta, una gorda increíblemente obesa le hacía señas al Señor Marmita, indicándole que se le metiera dentro. Carlos Marmita se acercó a la cama y, apoyando la cabeza sobre la enorme vulva mofletuda, presionó. La cabeza entró en el acto. Luego, un hombre, el otro y, así, arrastrándose como un gusano, penetró completamente en el útero de señora gruesa. Se estaba bien ahí, era como un paraíso inconsciente y cálido. El útero latía por sí mismo y el hombre golpeado por su esposa con una sartén se veía relevado de realizar tarea alguna. Lo mismo sucedía con respirar y pensar, por lo

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que el señor Carlos Marmita llegó a sentirse realmente cómodo en el interior de la mujer. Después de un rato, la meretriz adiposa comenzó a mugir exigiéndole a Marmita que se retirara. Como ésta no respondía, llamó a su manager, un negro panameño de un metro noventa y nueve. Él, arreglándoselas con unas pinzas, buscó al cliente en el interior, pero no encontró nada. Afuera nevaba y el barrio pobre se camuflaba con el frío entre las estufas de querosén y leña. La esposa de Carlos Marmita miró el reloj apoyado sobre la mesita de luz: las seis, y su cama vacía. Apoyó la mejilla contra el borde metálico de la plancha que ocultaba bajo la almohada, y volvió a roncar.

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EL DELFINCITO AZULADO El vendedor ambulante transpirado, con zapatillas y pantalones blancos, hundía sus pies en la arena, al tiempo que gritaba: -¡Llegaron los anteojitos del delfincito azulado!- y los niños se aglutinaban como granitos de arena entorno a una galletita húmeda. Los anteojos del personaje de TV acarreaban un terrible defecto: al ser apuntados al sol resultaban letales para las córneas de los niños. El Dr. Fernando Roquetti fue el empresario responsable de fabricar las gafas del mamífero teñido del quinto color del arco iris, que dejaron a un pueblo oscuro, a plena luz y en medio de la pampa. Veinte años más tarde, el mismo pueblo, en pleno mediodía, era un rugir de no videntes

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bastoneando la sospecha del límite peligroso, a pasos rápidos, dando frenéticos golpecitos con sus bastones, a fin de registrar su camino. Cada uno a su paso, sin siquiera tocarse. El Dr. Fernando Roquetti, no sólo no fue castigado por la injusticia, sino que gracias a su fábrica de accesorios para no videntes, que incluía bastones, perros, gafas, sonajeros, etc. acabó haciéndose millonario y adueñándose del pueblo. Lo bautizó: “Lomas Roquetti”. Nadie hubiera apostado ni 5 centavos por ese niño idiota. Nadie hubiera supuesto que ese vástago famélico, jugando infeliz con su tractorcito de madera, se convertiría en un empresario feudal de la pampa bonaerense. “Baba mosca”, como le decían sus compañeritos, hoy “El Dr. Fernando Roquetti”, con un diente de oro macizo que se vislumbraba avaro entre la dentadura

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postiza, señorial dueño de todo lo que se podía comprar y adicto a los ravioles. Era un buen día para el señor Roquetti, sobre su tractorcito cortadora de césped, el pasto olía fresco y el sol comenzaba a inundar su pradera, cuando de pronto divisó un pequeño punto en la distancia. En 45 segundos, el puntito se transformó en Irineo Briele, su gaucho esclavo, que venía a la carrera y que, pálido y agitado, le entregó un papelito. El Dr. Fernando Roquetti lo abrió y leyó:

“VENGA URJENTE DOTORCITO HICIMO CAGADA”

FIRMA: ARTURO IRIZMENDI El doctor manejó su tractorcito hasta la entrada del casco de la estancia, mientras Irineo corría a su lado.

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Había dos diarios en Lomas Roquetti: el oficialista, cuyo dueño era Roquetti, y el opositor, un diario en braile, que también era de Roquetti. Allí, en las oficinas del diario, el maquinista Arturo Irizmendi lustraba la Letterpress como a una novia, cuando notó un error en una solicitada. Había equivocado una letra, una “m” por una “s”. Debió haber dicho: “Suerte”, pero decía: “Muerte”. En su oficina oscura y húmeda, apoyando el codo sobre la impresora braile que estampaba protuberancias en el papel a una velocidad sincrónica, Arturo Irizmendi pensó: “No pasa nada...”. El pronóstico meteorológico del diario hecho de millones de deformacioncitas refería: “malo e inestable”. Cuando el Dr. Fernando llegó con el tractorcito hasta el casco de su chacra, la señora Poroto Mendizábal le entregó el diario, cuyo titular indicaba:

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“Disturbios y saqueos luego de batalla campal en torneo de futbol para ciegos”

Y más abajo:

“Hasta esta edición, ya eran un total de 89 los muertos”.

Dicen que, aquella noche, el pueblo a oscuras se volvió un sitio peligroso para los que no estaban acostumbrados a las sombras. No para Roquetti, claro, él era un visionario. El Dr. Fernando manejó su Coupé Bergamioli hasta Mar de la Papa y allí se hospedó, en la suite del ala norte del hotel “El condorito”, como era habitual los jueves; acompañado por un joven al que él, en la intimidad, llamaba: “El iluminado” (1)

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(1) El iluminado: Céspedes Ernesto, fumigador

aeronáutico y alcohólico, creyó que tenía que

trabajar la noche del 3 mayo de 1966, debido a su

estado de embriaguez. Encendió la avioneta Foker

T14 y, quince minutos más tarde, colisionó contra

un transformador de SEGBA.

En ese instante, a sólo 25 metros del lugar, Julio

Railiguez, masculino y adolecente, apoyó su dedo

sobre el interruptor y recibió 2500 voltios en el

acto. Fue internado de suma gravedad en el

hospital de Rawson y cuatro días más tarde “se

iluminó”, mientras le practicaban una tomografía

computada.

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MI VIDA Seré breve, les contaré la historia de mi vida. Mis padres provienen de una aldea al otro lado del atlántico. Mi madre llegó en barco y vomitando. Mi padre, en cambio, llegó esnifando, ambicioso, el aire viciado de Dock Sud, como un ratón que sigue la pista olfativa de un premio. En estas tierras tuvieron dos hijos y engordaron mucho. El placer desapareció casi de inmediato, el amor resultó no ser amor sino cariño, y perseveraron juntos hasta que el cariño terminó convirtiéndose en un candado muerto y oxidado. Desde ese momento mi madre, aparentemente, enloqueció: veía gente gaseosa y fantasmagórica. También, escuchaba voces que salían de las tapitas de la luz.

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Mi padre, por otra parte, se hizo acreedor de un extraña enfermedad: todo capital que se le acercaba era automáticamente abducido a su patrimonio y, de allí, a un agujero negro que él fue construyendo en su alcancía. Nuestra vida transcurría con la monotonía de la normalidad, hasta que un día, un hecho quebró la apacible rutina familiar; por sorpresa, apareció en nuestra casa una tía oculta. Esta pariente inesperada, de nombre María Perebrina, fue recibida por mi madre con amor. Ella puso la mesa, luego sacó un poco de carne muerta apenas cocinada que apoyó directamente sobre un mantel vinílico celeste. Mi padre, por su parte, descorchó una damajuana con su líquido hecho a base de ciruelas, vibalos y pelos. Esta pócima fermentaba desde hacía muchos años debajo de la piletita del lavadero y era atesorada por mi padre para ocasiones importantes.

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María Peregrina miraba la familia con amor, con el amor de quien finalmente encuentra aquello por lo que siempre ha rogado su corazón. Sin embargo, a los veinticinco minutos y de manera inexplicable, así como llegan los tornados en verano, un remolino que salió desde la boca de mi padre convenció a mi nueva tía de entregar todo su dinero con una firma sobre un papel en blanco. Y, de este modo, María Peregrina, hermana antes oculta de mi madre, perdió todos los ahorros de su vida en un breve intervalo de tiempo. Entonces, señalando a mi padre con su dedo flaco que asomaba de la manga del blazer azul Francia con botones dorados, dijo: -Mañana, a este misma hora volveré- luego de lo cual, se retiró cargando todos sus bártulos sin siquiera detenerse a saludar.

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2 A la mañana siguiente, mi madre abrió la canilla del patio y observó que de allí brotaba un líquido marrón oscuro y fétido. Cerró la llave y fue hasta el teléfono, buscó en la pequeña libretita violeta con la carita de un gatito lobotomizado en la tapa, marcó un número y dijo: -¿Con el posero? Sí, la napa. ¿Puede venir hoy? Gracias...- A las tres horas, estacionó en la puerta de mi casa un rastrojero y de él descendió un hombre con el cuerpo obeso y el rostro flaco, al que mi madre nos presentó como “el posero”. Ella lo acompañó hasta el fondo de la casa y, allí, frente al bombeador eléctrico, le dijo: -Creo que la napa se agotó, ¿Tiene que perforar, no?-

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A lo que el pocero contesto algo así como: -Apan al aprag et aít al. Mi madre perpleja repitió: -¿TIene que perforar, no? A lo que él respondió: -Odot aralgerra ĺé, ogima oñeuqep nu eracsub. Mamá, acostumbrada a las voces en las tapitas de luz, seguramente, no quiso llamar la atención frente a sus hijos y se retiró de la escena caminando hacia atrás. A partir de entonces, el extraño hombre panzón y de rostro flaco, valiéndose de un trípode y una polea, comenzó a desarmar el bombeador eléctrico y a extraer todos los caños desde las profundidades. Para esa época, mi hermanita tenía dos años y yo ocho. Observamos detenidamente el trabajo del pocero. Luego de retirar todos los caños de la instalación del bombeador,

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comenzó a perforar un agujero en el centro del patio. Nosotros permanecimos atentos como alumnos aplicados. Cuando se hizo de noche, el pocero juntó sus herramientas y, antes de partir, se acercó a mi hermanita, dibujó con el dedo índice un círculo en su entrecejo y dijo: -Roma le árecan y amrefne añin al a zap elad. La pequeña se quedó petrificada mirando el agujero en medio del patio. De pronto, comenzó a escucharse un zumbido ascendente. De allí, emergió un animal similar a una vaquita de San Antonio, pero de diez centímetros de ancho, de color verde fosforescente y con pintitas negras. El animalejo caminó hasta la botamanga de su pantalón y, de ahí, directamente a la tráquea de mi hermanita. Yo lo vi avanzar por el interior de su médula, con una luminosidad

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que atravesaba su epidermis. Le dio vueltas por todo el cuerpo, hasta que se instaló en su mirada. Sus ojos cambiaron, se puso de pie decidida y fue directamente a la antigua leñera y, de allí, tomó el hacha grande de papá. Buscó a mi mamá llamándola “mami”, a medida que recorría la casa con el sonido estridente del hacha metálica contra el mosaico gris y frio. La encontró en el baó, manteniendo una conversación amena con un enchufe de tres patitas y le descerrajó un hachazo en el tercer ojo que dividió su cráneo en dos, re-decorando al mismo tiempo los azulejos tristes del lavatorio. Me recuerdo a mí mismo de pequeño, acurrucado en una esquina del baño y templando de miedo. Entonces, mi tía, tal cual lo había prometido, volvió. Con la ayuda de mi hermanita, trozaron los restos de mi madre y la disimularon en la funda de la almohada. Yo

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seguía escondido en un rincón y vi, porque lo vi y juro que lo vi, a mi tía cambiarse el peinado con una hebillitas y convertirse sutilmente en mi madre. Más tarde y ebrio, llegó mi papá y mi tía, haciéndose pasar por mi mamá, lo esperó en la cama vestida con una enagua gris, mientras mi hermanita permanecía enroscada como un canino a los pies del catre. Mi tía absorbió a mi papá con el sonido truculento de quien aspira puré de papa fláccido. Lo dejó flaquito, como de dos dimensiones. Una vez aplanadito, lo dobló como a un pantalón y lo guardó en la cartera. Finalmente, me sacó del rincón llevándome de la oreja hasta la vereda, mientras mi hermanita nos seguía, caminando detrás en cuatro patas.

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3 Después de ahi, mi tía nos llevó a un departamentito en Los Polvorines. Calle de tierra. Un señor nos traía leche y otros viveres día por medio. Ése era nuestro único contacto con el mundo exterior. Yo volcaba la leche cada dos por tres. Mi tía me miraba detenidamente en forma neutra, luego limpiaba y me decía: -Andá a cambiarte.

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4 Mi tía, de a poco y con los años, se fue convirtiendo en mi abuela. Al final, íbamos al colegio y todo. Yo, personalmente, vi como ella se robaba gente de la televisión. Metía la mano de a poco, los agarraba. Salían pequeños, de unos diez centímetros, ella los guardaba en frascos en la alacena. El tema era que, cuando almorzábamos, comíamos todos los días lo mismo: albóndigas de carne con churrasco; veíamos la tele los tres juntos, en los noticieros hablaban de las desapariciones y yo sabía que mi tía los tenía en la cocina. Raúl Bonclel fue un caso relevante. Ochocientos noventa y siete días de cautiverio. Mi tía se obsesionó con el divo y la novela. Lo devolvió a la TV atado con una soguita para que actuara. La policía no tenía

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ni una pista. A las trece horas y con el noticiero de fondo, lo higienizaba en una bañaderita de loro. Le hizo la ropita. -No puedo más, no puedo más...- suplicaba el actor.

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5 Un día, cuando tenía catorce años, mi abuelita (la que antes era mi tía), sacó a mi papá del bolso donde lo tenía guardado desde aquel día. Lo estiró y lo planchó. Ahí, nos preguntó a mi hermanita y a mí: -¿Quieren ver a su padre? Ante nuestra respuesta afirmativa, comenzó a soplar dentro de un agujerito de su nariz: mi papá reapareció con una voz opaca, su aspecto era frágil y polvoriento, pero con los días se fue poniendo mejor. Mi tía fue rejuveneciendo hasta quedar tan bonita como mi madre. Un día la ví, y recordé cuánto la extrañaba. -Mamá...- dije, ella sonrió y la abracé, y papá se nos unió. Mi hermanita permanecía acurrucada a los pies de la mesa y, afuera, el

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antiguo viento del sur emanaba el invierno desde la noche, que daba vueltas alrededor de la casa, cobijándose en nuestra insignificancia.

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EL NIÑO QUE ESCUPÍA SOMBRAS Hubo un tiempo en que el niño que escupía sombras era sano y normal. Pero ese tiempo terminó la tarde en que su niñera lo observó comenzar a arquearse y, desde la faringe, provocar un alarido de saliva, una tropilla de yeguas de baba, un espumajo oscuro, que lanzó desde sus labios azules hacia la mesita del comedor. En lugar donde estampó el gargajo, sucedió algo extraño. La zona se tiñó de niebla y, cuando la niñera la movió con su mano, observó un insólito y sombrío agujero de cinco centímetros de diámetro. Metió un pedazo de su almuerzo en el orificio y, automáticamente, el pedazo de almuerzo desapareció.

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Entonces, miró al niño y el niño le devolvió la mirada, y otros esputo afloró de sus fauces opacas y estampó de lleno en el rostro de la sierva, cubriendo su cabeza con niebla y, luego... decapitándola. La niñera sin cabeza empezó a rotar como un trompo y a los tumbos salió de la residencia. La gente en el camino daba alaridos al verla. Los rumores tejieron sobre el hogar del niño una frontera infranqueable. Los padres, por supuesto, nunca regresaron. El niño sobrevivió solo. Cien años después del comienzo de la enfermedad, oyó el sonido de tres golpes secos en la puerta de entrada, el mismo día exacto en que se cumplía el aniversario del primer esputo. Rengueando, el niño fue a atender. Doblado y fatigado por el peso de las flemas que le hundía el pecho contra el suelo, abrió.

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Frente a la puerta, se encontró con un inmenso colibrí de color verde brillante del tamaño de un caballo. Cuando el pájaro gigante estuvo frente al niño, le perforó un ojo con su pico filoso, y miles de sombras brotaron de allí. El colibrí las bebió con prisa hasta secar la negrura del pibito, dejándolo brillante, florido y tuerto. Luego, el pájaro salió volando, y el niño sin un ojo y sano, volvió a correr por la pradera de la infinitud, mientras el sol se abandonaba a la oscuridad y el reino de la noche se bebía la luz.

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Y TODO EL MUNDO SIGUIÓ VIVIENDO COMO SI NADA Qué extraña resulta al entendimiento la historia de aquel pescador que salió una noche de luna llena con su canoa y, al encontrarse en alta mar, halló flotando una boya con una bandera roja, a la que tomó entre sus manos y, al tocarla, descubrió que estaba atada a una cadena, de la que tiró y oyó el ruido que hacen los remolinos cuando devoran a los barcos. Entonces, observó en la costa que un gran edificio se hundía por completo en un increíble estruendo sin producir una sola mota de polvo. El pescador siguió remando y encontró otra boya, un poco más grande y con una bandera verde, también atada a una cadena; tiró de ella y oyó el sonido apocalíptico que

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producen los tornados y vio entonces como toda la ciudad desapareció íntegramente, sin dejar una sola gota de sangre. El hombre siguió avanzando y encontró una tercera boya, con una bandera amarilla, tiró de ella y oyó como todos los sonidos del planeta se agruparon en un punto de estruendo y desaparecieron; y, con ellos, el pescador, el universo, toda la existencia, se fueron por un agujero en el fondo del mar. En la más profunda nada de la no existencia una puertita pequeña se abrió. Un elefante hecho de luces pequeñas y tenues asomó su cabeza. El diminuto paquidermo brillante parecía sonreír. Tras la puertita, se escucho una conversación: -Señor, lo ha hecho otra vez. -¿Volvió a suceder...? -Sí -Reinícienlo, por favor.

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Fue, entonces, que la existencia volvió a reinar y todo el mundo siguió viviendo como si nada. A excepción del pescador, que quedó atrapado en un limbo y en una extraña situación: la bandera que sostenía estaba unida a una cadena que, en su extremo opuesto, era sujetada por un elefante hecho de luces pequeñas y tenues que jugaba a pescar. Constelaciones de objetos perdidos adornaban el lugar, y el tiempo allí, nunca transcurría.

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fg

Tú me llevaste a aquella vieja casa de

tabacos y me enseñaste como escalar hasta

la cima de su techo… nos sentamos juntos y

mientras la lluvia nos empapaba, me

contaste historias de Arthur Rimbaud e

Isabelle Eberhardt, de cómo ellos

persiguieron el deseo hasta donde era

imposible llegar y grabaron historias allí en

el cielo…

-Revista “Heraldo”