El Número Más Solitario - Paulus Oliva
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EL NÚMERO MÁS SOLITARIO
By Paulus Oliva
Imagina el ruido constante de los grillos zumbando en la oscuridad
de la noche. Imagina el sonido del viento, esos soplos largos de aire
pasando calle abajo. Imagina las estrellas, los puntitos brillantes en
el cielo, imagina la Luna. Y entonces Fran, sentado solo en la mesa
de un jodido pub, supo que su vida era
una
puta
mierda.
Imagina ahora la explosión mágica entre axones y dendritas y los
cambios químicos y los descontroles del balance intracraneal, que
generaban la idea, el pensamiento. Lo incapturable, lo
infotografiable. Lo indescriptible. Lo brutal. El alud, la oleada salvaje
de cuatrocientas toneladas de fuerza que pasó por encima y arrasó
con cualquier otra idea que encontró a su paso. Todo para
configurar el letrero cognitivo de Fran: mi vida es una mierda.
Pero tengo que decirte que no ocurrió de golpe, no fue “¡Hostia, mi
vida es una mierda!”, sino que fue una idea que poco a poco le fue
surgiendo a medida que se bebía su tercera cerveza. Que era
amarga y negra, claro. Cuando le dio el último trago se quedó ahí
sentado, pensando y cuando llego a la conclusión de sus
pensamientos zanjó el tema murmurando “Sí, decididamente mi
vida es una mierda”. Y ciertamente lo era, más le valía clavarse un
bolígrafo en la carótida, pero no. Se quedó ahí sentado y se estuvo
repitiendo ese mensaje unas cuantas veces mientras miraba a la
gente de alrededor, que en realidad no eran simples pedazos
picasianos de gente, eran parejas, grupos de amigos, pegotes de
mierda la mayoría, pero gente, joder.
Él estaba sentado en una mesa del centro. El sitio era un pub
irlandés precioso, mesas de madera sucia, columnas de madera
vieja, una camarera imbécil, ventanas translúcidas verdes, baños
apestando a vómito y muy poca luz. Y música. Vamos, lo típico.
Hablemos de la camarera, porque de un momento a otro va a tener
un papel importante en esta historia. Se llamaba Carolina y estaba
buena. Aunque en realidad más que buena diría que estaba follable,
como lo están en realidad casi todas las mujeres que pesan menos
de noventa kilos y no sobrepasan demasiado la treintena. Follable y
punto. Porque estar buena es otra cosa, es tener un buen par de
tetas, buen culo, altura y carácter. Pero casi ninguna tía es así
realmente, así que de la mayoría simplemente podemos decir que
están follables. Empecemos a hablar con propiedad, cojones.
Por lo tanto Carolina no estaba buena, simplemente estaba follable.
Le hubieras echado un polvo por caballerosidad, pero no hubiera
sido uno de esos polvos que recuerdas toda tu puta vida y que
acabas contándoles a tus nietos. Ella sin embargo, como casi todas
las mujeres, se creía más atractiva de lo que en realidad era. No
quiero darle más vueltas al asunto, pero te diré, que de los tres o
cuatro tíos que por semana intentaban llevársela a la cama, en diez
años ninguno iba a fijarse en ella. Carolina iba a convertirse con el
paso del tiempo en una cosa flaca, arrugada y amargada. Pero no te
estoy contando nada nuevo, ¿no? Es lo que ocurre con la mayoría de
las mujeres.
En fin, como esto no es un relato del puto Ken Follet no me
enredaré describiéndote a Carolina, sólo te diré que era delgada,
morena, esbelta y todo eso que puedes imaginar en una mujer.
Tetas y esas cosas. No tenía novio. Pero tampoco se lo merecía, era
una tía tremendamente egocéntrica, era insoportable, neurótica,
histérica. Un saco de mierda, vamos.
Volvamos a Fran ahora. Ahora haz tus putos cálculos, el tipo llevaba
en el cuerpo unas cuantas cervezas y claro, le apetecía cigarrillo. Un
pitillo. A sus veintisiete años es capaz de nombrar cuatro o cinco
normas legales, como esa que no te deja matar o esa otra que te
prohíbe fumar en lugares públicos. Pero en ese momento en que
cae por primera vez en la conclusión de que su vida es una mierda,
una puta mierda, no concibe que las normas tengan validez alguna
de ahora en adelante. Así que, mientras suena una de esas
canciones rockeras de los setenta, Fran saca su paquete de
cigarrillos, coge uno, deja el paquete encima de la mesa, busca el
mechero en sus bolsillos, lo encuentra, lo enciende y acerca la llama
a la punta del cilindro de papel y tabaco. Aspira. La punta se pone al
rojo vivo (me refiero a la punta del cigarrillo), deja el mechero
también sobre la mesa y empieza a fumar tranquilamente.
Pero bueno, esto es un relato. Ficción o verídico, eso es algo que a ti
seguramente te debe importar una mierda. Y sabes, puedes hacer
muchas cosas con un relato. Puedes leerlo, rajarlo, quemarlo,
puedes limpiarte el culo con él, hacer un avioncito... Pero amigo, no
podrás hacer nada de eso hasta que yo haya terminado de
escribirlo.
Por eso creo que es importante que hablemos del tema del tabaco.
El tema del tabaco es complejo, su significado ha evolucionado con
el paso del tiempo y con las distintas concepciones que se han
tenido sobre qué es un hombre. Hoy en día la mayoría de la gente
fuma con mesura, educación, respetando los sitios donde no se
puede y esas cosas. Incluso existe ese asqueroso subgénero de
fumadores de fin de semana.
Pero hubo una época en que fumar era cosa de hombres.
Terminabas tus catorce horas remachando buques en el astillero y al
salir, con tus manos llenas de grasa, te fumabas tu cigarrillo. Te
zurrabas a puñetazos con un imbécil en un bar y tras soltar un
escupitajo de sangre al suelo te encendías un cigarrillo. Te pasabas
la noche escribiendo y cuando empezaba a salir el Sol dejabas en
paz a la máquina de escribir y te fumabas tu vigésimo octavo
cigarrillo, terminabas el vaso de whisky y te recostabas en el catre.
Sí. Era la época en que cuando iba al médico y éste le decía que
tenía cáncer de pulmón, el hombre un carraspeaba y decía “¿Y a mí
qué?”.
En realidad no estoy seguro de que haya existido una época así.
Puede que a lo mejor haya existido dentro de los revólveres de
algunos cabrones del salvaje oeste, o en los cañones de los piratas
de la bandera blanquinegra. Si no ha existido en esta dimensión
seguro que ha existido en otra. Qué importa. El punto es que
entiendas a qué me refiero.
El universo, la vida... Todo camina caóticamente en esa misma calle
llamada existencia. Algunas mujeres te dirán que quieren quedarse a
tu lado para toda la vida pero por favor, fuma mucho y cree con
moderación, la vida puede matarte. Nunca creas en nada que no
puedas fumarte, beberte o tirar a la basura.
Sino mira a Fran y su revelación de que su vida es una mierda. Tú
creerás que es un descubrimiento simple, que podrías rebatirlo
describiendo las cosas maravillosas que te pasan durante tu
alucinante estancia en la Tierra. Pero por favor, querido lector,
cierra la puta boca. Porque Fran ha encendido una antorcha y ha
salido de la caverna, y es la cruda realidad lo que ahora le espera. Da
igual que la vida sea una mierda, lo único realmente importante es
que ello no te impida seguir adelante. Y él, a pesar de todo, seguirá
adelante.
O no, puede que termine clavándose el boli en la carótida, qué más
da.
Bueno, a lo que vamos.
Una mesa, pero sobre todo la mesa de un pub, no es sólo un
elemento decorativo o una simple pieza de mobiliario, constituye
uno de los centros de condensación de energía más fuertes que hay.
Verás, para entender esto hay que tener en cuenta la funcionalidad
de la mesa. Su uso. Para qué son hechas. Las mesas se hacen para
reunir en un mismo punto geográfico a la máquina de destrucción
más poderosa que hay. Me refiero obviamente a los humanos. En
torno a la mesa se concentran estos seres y planifican cosas, la mesa
los llama y los pone alrededor y hace que maquinen y conspiren. La
mesa es el núcleo y en torno a ésta orbitan las personas. Y ninguna
mesa logra mejor cumplir esta misión que la sucia y asquerosa mesa
de un pub. Y nadie entiende mejor de estos asuntos que los gatos.
Sin embargo, hay dos situaciones que impiden que una mesa cumpla
su función y éstas son: cuando la mesa está vacía o cuando la mesa
la ocupa un solo ser humano. Y aquí me refiero, como no, a la mesa
en la que estaba sentado Fran.
Ampliemos nuestra graduación microscópica para incidir sobre la
vacía jarra de cerveza en la que Fran está tirando la ceniza de su
cigarrillo. Ahora retrocedamos a un plano más general del pub,
porque verás, este hecho de tirar la ceniza en la jarra no ha pasado
desapercibido para Carolina, la camarera, ¿recuerdas? La tía esa que
en diez años estará flácida y llena de arrugas. Aquí es donde
comienza el conflicto y donde deberíamos proceder a una biopsia
más rigurosa del casus belli.
Pero no pienso hacer nada de eso.
El punto es que lo que el culo de una mujer puede conseguir ha sido
motivo de diversas novelas, tratados filosóficos, odas, poemas y de
un sinfín de argumentos de películas pornográficas, algunas de ellas
muy recomendables, a mi parecer. Todo ha dependido siempre de
unos brutalmente precisos algoritmos matemáticos que sólo Dios
conoce, que concretizan cosas como las dimensiones de las nalgas,
la amplitud total de la cintura, la graduación del coxis, el volumen de
los muslos y un largo etcétera que no sé si entenderías. Sí, algunos
cirujanos plásticos han intentado imitar esta obra divina pero lo
único que han conseguido son cosas asquerosas hechas de silicona
que sólo atrae a putos degenerados. Bueno, si estás leyendo esto es
muy probable que tú seas uno de ellos, así que sabrás a qué me
refiero.
Total, que Fran se distrae un poco y se queda mirando una de esas
obras de Dios que había en el pub, enfundada en unos pantalones
vaqueros y pertenecientes a una tipeja que estaba en la barra junto
a otras tipejas. Fran sólo se limitaba a mirar el pandero de la zorra
porque tampoco había mucho más que mirar. La tipa era fea de
cojones. Se reía con la cara que pondría Mick Jagger si de pronto le
estallara un testículo.
El caso es que Fran estaba abstraído, alcoholizado, relajado, o sea de
puta madre. Estaba asumiendo que su vida era una mierda, pero por
el momento estaba más o menos estable.
La jodienda viene cuando se le materializa al lado la idiota esta...
¿cómo se llamaba? Ah sí, Carolina. Bueno, la camarera. Y le dice, con
esa voz tan característica que tienen las idiotas:
-Aquí dentro no se puede fumar.
Al principio Fran no la mira. Da otra calada al cigarrillo. Luego tal
vez, mira a su derecha y ve el cuerpo de Carolina cerca suya...
Después quizá, sube la mirada hasta la cara de ella. Pero se
mantiene serio y la mira a lo mejor con los ojos algo tristones, pero
sólo un poco. Normal ¿no? Teniendo en cuenta que hace nada ha
caído en la conclusión de que su vida es una puta mierda todo esto
es perfectamente normal. Luego vuelve a llevarse el cigarrillo a la
boca, a aspirar y a soltar una nube de humo gris.
Fran no era un cliente habitual del pub. Pero sabes, tampoco era un
ciudadano habitual de la ciudad y todavía menos era un ser humano
habitual del mundo. Era sólo el número más solitario de esos que
caminan por la calle, entre la gente en la que no te fijas demasiado
cuando sales de casa, para proseguir con la mierda de rutina que
configura tu puta vida. Y que repites, un día tras otro, porque
sientes que esa basura te da seguridad y confort. Podrías
encontrarte con Fran y podría ocurrirte algo maravilloso o algo
infernal en cualquier punto del eje cronológico en que se produjera
la interacción, pero nunca habrá forma de saberlo porque es poco
probable que se produzca tal contacto. Porque a ti no te interesaría.
Ni se te ocurriría.
Por fuera Fran no es guapo, no tiene una gran posición y ni siquiera
es un poquito amable. No es simpático, no tiene una polla grande y
tampoco va a conducir un gran coche en su puta vida. No irá a
reuniones importantes ni asistirá a congresos internacionales y
sabes qué, mucho menos va a ceder el asiento a las viejas de mierda
que suben al autobús.
Es un pasajero de segunda clase en el planeta. Y seguirá siéndolo a
pesar de una cosa, de que esta noche ha culminado algo que
empezó hace varias noches atrás. Una idea cuyas laderas ha tenido
que escalar madrugada tras madrugada, trago a trago, hasta llegar a
la cima, a lo más alto, desde cuya perspectiva se respira la sensación
de que la vida es extraña, ajedrecística, brutal, confabuladora,
intrigante y triste.
Para entenderlo y llegar a donde acaba de llegar él deberías no
creerte ninguna de esas sonrisas de mierda que pone la gente
cuando se junta, ni ninguna de esas carantoñas de idiotas que
tienen en las putas fotos que suben a internet. Normalmente la
gente sigue adelante en la vida por simple inercia. O por miedo. O
por vergüenza. Pero pocos tienen los cojones de mirarse al espejo y
admitir que en el fondo no se lo pasan tan de puta madre, muy poca
gente tendría los cojones de seguir peleando si se enteraran de que
la batalla ya está perdida.
Sí, tal vez Fran no sea más que uno de los números más solitarios
que podrías encontrarte entre la amalgama de individuos con la que
te cruzas cada día, pero desde arriba, desde una posición más
privilegiada en la que mirar el tablero, todos no somos más que
números que aparecen y desaparecen, que viven y mueren de forma
eléctrica y rápida, con demasiado tiempo para pensar y con poco
tiempo para actuar, mientras nos desplazamos de un lado a otro del
cuadrante.
-Aquí no se puede fumar –repite la idiota.
-¿Por qué no?
-Lo prohíbe aquel cartel de allí.
Señaló a un cartel blanco colgado de la pared que decía, en letras
rojas, “PROHIBIDO FUMAR”.
Fran lo mira. Vuelve a mirar a la idiota. Dice:
-¿Y qué se supone que tengo que hacer ahora?
-Si quieres fumar tienes que salir a fuera.
-Pues... a la mierda –dice sacando su cartera del bolsillo trasero-, si
mi amigo Marlboro no puede entrar en este antro yo tampoco
quiero seguir aquí.
Saca de la cartera un billete de cinco euros y los deja encima de la
mesa. Le da otra calada al cigarrillo mientras devuelve la cartera a su
sitio.
-Son doce –dice Carolina.
-¿Cómo?
-Las cervezas... son once euros con cuarenta.
Fran mira el billete, aturdido.
-Mierda –dice-, pues me parece que no podrás quedarte con el
cambio.
Da otra calada.
-¿No tienes más? –pregunta Carolina.
-Sí, claro –dice Fran mirando al vacío-, en casa, en una caja fuerte,
tengo montones de esos papeles.
Suelta una bola de humo y se quita el cigarrillo de la boca. La vuelve
a mirar a ella muy serio y dice:
-No, en realidad no.
Por favor, no perdamos... la perspectiva. No perdamos... la idea, el
concepto de la estructura multidimensional del espacio tiempo, de
esta construcción etérea que es el pub, situado en puntos
geográficos oscilantes y mareantes, ni dejemos de mirar a sus
ocupantes; la camarera, el encargado tras la barra, los clientes. Y no
nos olvidemos de nuestro polizón. Fran. Que justo ahora está
tirando la colilla del cigarrillo dentro de la jarra.
Fran había decidido que su vida era una mierda. Bueno, una puta
mierda según él. Esta es una experiencia que no puede pasarte
desapercibida. Porque es el número más solitario que puedas
imaginar.
A la sociedad parece que le cuesta tolerar este tipo de cosas, a este
tipo de personas. La sociedad por ejemplo, ve el suicidio como un
pecado social. Hasta el punto de que si vas al médico y le cuentas
algo sobre tus intenciones de quitarte de en medio, el tipejo está en
poder de retenerte ahí e inflarte a antidepresivos. Es curioso que el
suicidio esté contemplado como una mala sanidad mental y no
como una decisión libre de un ser humano supuestamente libre. A la
sociedad le aterra la posibilidad de que en realidad para alguien la
vida no sea tan cojonuda como sus propagandistas dicen.
Seguro que ahora estarás pensando que soy un puto suicida de
mierda. Me da igual lo que pienses, no lo soy. O sí. No sé.
Pero por encima de todo, por encima de la música, por encima de
las voces de esos seres tan humanos como tú y que te rodean, por
encima de las voces de las radios, de los televisores, por encima del
ruido de los videos de Youtube, por encima incluso del viento, del
Sol o de Dios, por encima de las órbitas que describimos girando,
por encima de la imparable expansión del Universo, por encima de
todo está la idea de Fran de que su vida es una puta mierda.
Pero la vida es simplemente un intento de. No hay mayor blasfemia
que sacralizar la propia vida. La única certeza que podemos tener en
torno a la vida es que ésta tiene cierta duración, e incluso esto solo
es una vana percepción. Y aun así vivimos. Y a nuestros muertos los
enterramos sin que logren transmitirnos ninguna puta conclusión
final sobre qué es esto de vivir. Y menos mal. Porque algo bueno
que tiene la vida es que nadie puede decirte cómo vivirla.
Pero como te digo, no perdamos la perspectiva. Porque Fran esto lo
tiene más que en cuenta. Es un fugitivo. Se pone de pie. Se levanta.
-No, espérate, no te vayas todavía –dice Carolina, yendo hacia la
barra.
Fran no hace caso a la sugerencia de la camarera, que va, el tío se
enfunda otro cigarrillo en la boca y empieza a caminar hacia la
salida. Con alcohol entre las venas y pura mierda en el corazón, la
necesidad de huir ha llegado por el conducto rápido del instinto de
supervivencia. Las probabilidades podían ser ínfimas, pero mejor no
mirar atrás. Vamos cabrón, date prisa y saldrás de esta indemne.
Está cruzando el pub. Está a unos metros de la puerta. Camina a
buen paso, mirando al personal, a la gente de las mesas, es un tío
salvaje, puede hacerlo.
Pero lo que Fran no ha entendido de todo esto es que existe un
código de señales bastante especial entre la gente que regenta los
pubs. Algunas de sus tradiciones, y lo digo totalmente en serio, se
remontan a tiempos prerrománicos en los que para entrar en una
taberna había que ser aceptado personalmente por los dueños. Por
ejemplo, en un pub actual, si la camarera se te acerca corriendo y te
señala a un cliente que se va, esto significa que el cliente es un
capullo. No un hijo de puta, porque los hijos de puta son los que
causan otra clase de problemas más violentos. Pero sí un capullo. Y
el encargado de esa noche, que es musculoso y grande como exige
la normativa de los pubs, prácticamente salta por encima la barra y
corre con una cara una de furia muy trabajada y muy compleja hacia
el capullo que intenta largarse. No tarda en llegar a él y Fran, quien
siente que una contundente mano que lo agarra del hombro y le
imposibilita por completo seguir su trayectoria hacia la puerta.
Bueno, dejémonos de mierdas y hablemos claro.
¿Por qué? ¿Por qué había llegado a la conclusión de que su vida era
una puta mierda? No tenía mal empleo. Se dedicaba a... bueno, el
Estado lo mantenía a cambio de los servicios prestados. ¿Y cuáles
eran esos servicios? Vigilar el espacio aéreo nacional.
Concretamente lo que hacía era irse por las tardes al parque que
había bajo su casa y se fumaba unos cuantos cigarrillos, mirando a
las palomas y otros pájaros que volaban por el lugar. Los miraba, los
escuchaba, los observaba atentamente encendiendo un cigarrillo
tras otro. A veces perdía la concentración y miraba a alguna mujer
que pasaba o alguna chica joven, no era un tipo que se preocupara
seriamente por el tema de la edad. Pero ese no era el problema que
había tenido con la chica letona.
El problema con la chica letona había sido otro. Habían sido
demasiados besos, demasiados sentimientos de por medio.
Demasiados encuentros a escondidas a espaldas del novio de ésta.
Demasiadas conversaciones en la clandestinidad, demasiados “te
quiero” dichos al oído entre caricias absurdas. Demasiadas fugas a la
cama, demasiada belleza por parte de ella, demasiada dulzura,
demasiado cariño.
Luego al terminar, cuando era por la tarde y ella se vestía para irse
él le preguntaba qué iba a hacer esa noche. Sabía la respuesta, pero
tenía la maldita esperanza de que la respuesta fuera distinta ese día.
Pero ella le decía la verdad, que iba a salir por ahí con su novio y
despedía a Fran con un beso, un “te quiero”, una sonrisa de mierda y
entonces se daba la vuelta y lanzaba su despedida de mierda con la
mano y se iba por esa puerta de mierda. Y entonces, el silencio.
Fran, en la cama aun, cogía el paquete de cigarrillos de la mesita de
noche y se ponía uno en la boca y lo encendía, fumaba y se quedaba
ahí, pensando. Y pensaba, “Se va. Se ha ido. Otra vez con él”. Luego
se levantaba lentamente, el dolor aun no era muy fuerte, caminaba
despacio a cuarto de baño y se quedaba apoyado en el lavabo
mirando su cara en el espejo. Mirándose directamente a los ojos. Y
de fondo sonaba el tic-tac del reloj, sonaban los segundos sobre su
cuerpo como puñetazos en su estómago. Y algo muy amargo y ácido
le crecía por el pecho y su boca se torcía un poco. Y volvía a pensar,
“Se va, se ha ido. Otra vez con él”. Volvía a llevarse el cigarrillo a la
boca y tiraba el humo al reflejo de su cara en el espejo, sintiéndose
más triste aun, más idiota aun, más solo. Y el peso de la Ley de la
Realidad era tan brutal que le quebraba por dentro todos los huesos
de su cuerpo.
En fin, dejémonos de mariconadas sentimentaloides. Pase lo que
pase siempre puedes encenderte un cigarrillo. ¿Ves? La vida no es
tan mala. Veintisiete cigarros se fumó Fran la tarde en que le dijo a
ella que prefería no volver a verla. Luego, por la noche se fue al pub
y tres cervezas se bebió. Ahora trataba de irse del sitio pero el
encargado le sujetaba del brazo, con la cara tensa y con no muchas
intenciones ganas de ser diplomático.