El otro mago de oriente

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Cada Navidad nos vuelve a deleitar la llegada de los Magos de Oriente que fueron a Belén a adorar al Niño Jesús y ofrecerle presentes. Pero Henry van Dyke nos habla de otro Mago de Oriente que siguió a la estrella, no solo hasta Belén, sino a lo largo de su vida, sin llegar a encontrar al Rey. Este otro mago se llamaba Artabán. Fue como un soldado desconocido de los que nunca alcanzan la fama. Al igual que los otros magos, vivía en Persia. Poseía una gran fortuna, así como extensos conocimientos y mucha fe. Junto con sus eruditos compañeros escudriñó las Escrituras para averiguar el momento en que nacería el Salvador. Los cuatro sabían que aparecería una nueva estrella, y se acordó que Artabán la observaría desde Persia mientras los otros estarían atentos al firmamento en Babilonia.

* * *

La noche en que se había de dar la señal, Artabán conversaba en su casa con nueve amigos magos. Les dijo: —Tres de mis hermanos están contemplando el cielo desde el Templo de las Sietes Esferas en Borsipa (Babilonia), mientras yo lo hago desde aquí. Si aparece la estrella, me esperarán tres días, y los cuatro partiremos juntos hacia Jerusalén. Estoy convencido de que la señal se dará esta noche. Me he preparado para la travesía vendiendo todas mis posesiones, y he adquirido un zafiro, un rubí y una perla para entregarlos en tributo al Rey. Os invito a hacer la peregrinación conmigo para adorar juntos al recién nacido Rey. Mientras les decía estas palabras, les presentó dichos tesoros. El zafiro era tan azul que parecía que lo hubieran arrancado de la bóveda celeste. El rubí era más encarnado que un rayo de la aurora. Y la perla era tan inmaculada como la nieve de las montañas en el momento del crepúsculo. Esos serían sus obsequios para el Rey.

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Uno de los amigos de Artabán le dijo: —Persigues un sueño imposible. De la quebrantada estirpe de Israel no saldrá jamás monarca alguno. Es inútil. Uno por uno, todos fueron poniendo sus excusas, hasta que solo quedó el más anciano y fiel de sus amigos. —Artabán —le dijo—. Soy demasiado añoso para acompañarte en tu búsqueda, pero te apoyo de todo corazón. Poniéndole la mano en el hombro, añadió: —Muchas veces el que quiere contemplar maravillas tiene que viajar solo. Una vez a solas, Artabán colocó los tesoros de vuelta en la bolsa que pendía de su cinturón y salió a la azotea para seguir velando por si aparecía la estrella. Mientras Júpiter y Saturno se juntaban como dos llamas a punto de fundirse en una, una chispa azulada surgió de la oscuridad que los circundaba y se envolvió de un majestuoso esplendor carmesí. Artabán inclinó la cabeza. —Es la señal —dijo—. El Rey viene y voy a Su encuentro. La yegua Vasda, el más veloz de los ejemplares de las caballerizas de Artabán, había esperado toda la noche ensillada y embridada en su compartimiento del establo, piafando con impaciencia y sacudiendo el bocado como si participara del ansia de su amo. —Que Dios nos bendiga a los dos y guarde nuestros pies de caídas y nuestra alma de la muerte —rezó Artabán mientras montaba. Espoleada por estas palabras de aliento, cada jornada la fiel yegua recorría la parte que le correspondía de la distancia. Al anochecer del décimo día de viaje, se aproximaban a Babilonia. Pasando por un pequeño oasis, Vasda presintió que algo sucedía y aflojó el paso. De pronto, dando un bufido de ansiedad, se quedó inmóvil. Le temblaba cada músculo del cuerpo. Artabán se apeó de su cabalgadura. El tenue resplandor de las estrellas dejaba ver a un hombre caído en el camino. Por su humilde vestimenta y su ojeroso aspecto se notaba que era uno de los exiliados

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hebreos pobres que todavía moraban en Babilonia. Su pálida tez daba prueba de la mortífera epidemia que asolaba las regiones pantanosas de Babilonia en aquella época del año. La frialdad de la muerte se percibía en su enjuta mano. Artabán se disponía a reemprender su camino cuando el enfermo exhaló un suspiro y cerró convulsivamente su huesuda mano en la túnica del mago. Artabán se apenó de no poder quedarse para atender al desconocido moribundo, ya que debía cumplir el objetivo al que había encaminado su vida desde el principio. No podía dejar escapar el galardón a tantos años de estudio y de fe por realizar una obra de misericordia. ¡Pero tampoco podía dejar morir así como así a uno de sus semejantes! —Oh, Dios de la verdad y la misericordia —imploró—: condúceme por la senda de sabiduría que solo Tú conoces. Entonces comprendió que no podía partir. Los magos eran médicos además de astrónomos. Quitándose la túnica, procedió a realizar su labor curativa. Varias horas más tarde, su paciente recobró la salud. Artabán le dio todo el pan y el vino que le quedaban, así como una porción de hierbas medicinales e instrucciones para su uso. Si bien cabalgó con la mayor prisa el resto del camino, no llegó hasta el punto acordado para encontrarse con los otros magos hasta después del alba. No había ni rastro de sus amigos. Finalmente, fijó la vista en un pergamino que habían dejado en un lugar visible. Decía: «Esperamos hasta pasada la medianoche. No podemos demorarnos más. Vamos en busca del Rey. Síguenos por el desierto.» Artabán se sentó en el suelo desesperado enterrando el rostro en sus manos. —¿Cómo voy a atravesar el desierto sin provisiones y con el caballo agotado? Tendré que regresar a Babilonia, vender el zafiro y contratar una caravana de camellos y provisiones para el viaje. Es posible que nunca alcance a mis amigos. Solo el Dios misericordioso sabe si dejaré de cumplir la razón de mi existir por haberme detenido a brindar misericordia.

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Al cabo de varios días, la caravana de Artabán llegó a Belén. Las calles estaban desiertas. Corría el rumor de que Herodes había enviado soldados, probablemente para cobrar algún impuesto, y los hombres se habían llevado el ganado a las montañas para protegerlo. La puerta de una vivienda estaba abierta. Artabán oyó a una madre que arrullaba a su hijo para dormirlo. Entrando, se presentó. La mujer le explicó que hacía ya tres días que habían pasado por Belén los magos. Habían encontrado a José, María y el Niño, y puesto presentes a los pies de Este, para después desaparecer de forma tan misteriosa como habían llegado. Luego, José había huido en secreto con su mujer y el Niño. Se rumoreaba que habían huido al lejano Egipto.

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Mientras Artabán escuchaba, el niño extendió su rechoncha manita y sonrió mientras se la ponía afectuosamente en la mejilla. De súbito, llegó de la calle una gritería confusa y chillidos de mujeres. Se oyó un alarido desesperado: —Los soldados de Herodes están matando a los niños varones. Artabán salió a la puerta. Un pelotón de soldados corría por la calle con las espadas y las manos ensangrentadas. El hombre que los capitaneaba se acercó a la puerta presto a hacer a Artabán a un lado para entrar, pero este permaneció impasible y tan tranquilo como si estuviese contemplando las estrellas. Finalmente, extendió la mano y mostró el descomunal rubí. —Esta piedra preciosa será para el sagaz capitán que deje tranquila esta casa —dijo. El capitán, maravillado ante tan espléndida gema, la tomó y ordenó a sus hombres: —¡Vámonos! En esta casa no hay niños. Artabán rogó entonces: —Oh Dios, perdona mi pecado. He dado a los hombres lo que era para Dios. ¿Seré digno de ver algún día el rostro del Rey? La madre, que lloraba de alegría a sus espaldas en la penumbra, le dijo en voz baja: —El Señor te premie y te guarde por haber salvado la vida de mi pequeño. Que Él haga resplandecer Su rostro sobre ti y tenga de ti misericordia. Alce sobre ti Su rostro y ponga en ti paz.

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Todavía en pos del Rey, Artabán se dirigió a Egipto buscando por doquier rastros de la pequeña Familia que había huido de Belén antes de que él llegara. Durante muchos años lo acompañamos en su búsqueda. Lo encontramos al pie de las pirámides. Más tarde lo vemos en una casa humilde de Alejandría pidiendo consejo a un rabino, el cual le recomienda no buscar al Rey entre los pudientes sino entre los pobres. Y así lo seguimos de un lado a otro. Recorrió países en los que el hambre hacía estragos y los necesitados clamaban por pan. Habitó en ciudades apestadas llenas de enfermos que se consumían en medio de amargos padecimientos. Visitó a oprimidos y afligidos en lóbregas mazmorras. No encontró a nadie a quien adorar, pero sí muchos a quienes servir. A lo largo de los años dio de comer al hambriento, vistió al desnudo, sanó a los enfermos y consoló a los cautivos. En cierta ocasión descubrimos a Artabán al amanecer esperando a las puertas de una cárcel romana. Tenía en la mano el último de los tesoros que había guardado para el Rey. Reflejos irisados azules y rosados reverberaban en la perla. Diríase que había absorbido parte de los colores del zafiro y el rubí. Así como una vida llena de nobleza asimila su digno objetivo y la ayuda que ha brindado, la perla había cobrado más valor por haber estado oculta tan próxima a un corazón cálido. Habían transcurrido treinta y tres años desde que Artabán inició su búsqueda. Seguía siendo peregrino, y las canas ya prestaban una blancura singular a sus cabellos. Sabía que se aproximaba el fin de su vida, pero su corazón todavía bullía de esperanza en que un día hallaría al Rey. Una vez más, llegó a Jerusalén.

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Era la época de la Pascua. La ciudad hervía de forasteros. En la muchedumbre se observaba una agitación poco común. Una marea humana se dirigía hacia la Puerta de Damasco. Artabán preguntó a dónde se dirigía la gente. Un hombre repuso: —Vamos a presenciar una ejecución en el monte Gólgota, afuera de la ciudad. Van a crucificar a dos ladrones, y junto con ellos a un tal Jesús de Nazaret, que ha hecho muchas maravillas y buenas obras entre el pueblo. Pero los sacerdotes han dispuesto Su muerte porque afirma ser el Hijo de Dios. Convencieron a Pilato de que lo mandara crucificar porque se había proclamado a Sí mismo Rey de los judíos. Estas familiares palabras resonaron de forma extraña en el corazón del fatigado Artabán. A lo largo de su vida lo habían guiado por tierras y mares. En este momento las oía como un misterioso mensaje desesperado. El Rey había sido rechazado. Estaba a punto de perecer. Tal vez ya estuviera muriendo. ¿Sería el mismo al que anunció la estrella que se le había aparecido hacía treinta y tres largos años? El corazón le latía con fuerza a Artabán. Pensó: Los caminos de Dios son más extraños que los pensamientos de los hombres. ¿Quién sabe si aún veré al Rey y podré rescatar Su vida entregando mi tesoro a Sus enemigos? Camino del Calvario, se topó con un grupo de soldados que bajaban por la calle. Llevaban a rastras a una mujer despeinada y con ropas raídas. Artabán se detuvo. En ese momento la mujer logró zafarse de los que la llevaban cautiva y se arrojó a los pies de él, abrazándosele a las rodillas. —¡Ten piedad de mí! —le suplicó— ¡Sálvame, en nombre del Dios altísimo! Mi difunto padre también fue mago, y me van a vender como esclava en pago de sus deudas.

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Artabán se puso a temblar mientras en su alma resurgía el dilema que ya se le había presentado en el oasis de Babilonia y en la humilde casa de Belén. En dos ocasiones había tenido que sacrificar en beneficio de la humanidad un regalo que había destinado al Rey. ¿Erraría una vez más? Lo que sí tenía claro era que no podía dejar de rescatar a aquella muchacha indefensa. Sacó la perla. Jamás la había encontrado más radiante, más luminosa, con un brillo más tierno y lleno de vida. Colocándola en la mano de la esclava, le dijo: —He aquí tu rescate. Es el último de los tesoros que tenía reservados para el Rey. Aún no había terminado de pronunciar estas palabras cuando se espesaron los nubarrones que encapotaban el cielo y un terremoto sacudió violentamente el suelo y zarandeó las casas. Los soldados huyeron despavoridos.

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Artabán se dejó caer junto a una gruesa muralla. ¿Qué podía temer? ¿Qué esperanza le quedaba? Había regalado lo último que quedaba de su tributo al Rey. La búsqueda había concluido y él había fallado. Nada importaba ya. En ese momento, una prolongada vibración del terremoto arrancó una pesada teja que al caer lo golpeó en la sien. Artabán se desplomó. Estaba pálido y no respiraba. La muchacha rescatada se inclinó sobre él temiéndolo muerto. Entonces se oyó una tenue voz como una música lejana en el crepúsculo. Aunque las notas eran nítidas, la joven entendía la letra. Los labios de Artabán comenzaron a moverse, como respondiendo a aquella voz, y ella le oyó decir: —¿Cómo, mi Señor? ¿Cuándo te vi hambriento y te sustenté, o sediento y te di de beber? ¿Y cuándo te vi forastero y te recogí, o desnudo y te recogí? ¿O cuándo te vi enfermo, o en la cárcel, y te visité? Durante treinta y tres años te he buscado sin llegar a ver Tu rostro ni servirte, mi Rey. Artabán calló y la dulce voz volvió a oírse. La joven la oyó una vez más, muy tenue y distante. En esta ocasión, sin embargo, entendió lo que decía: —De cierto te digo que en cuanto lo hiciste a uno de estos Mis hermanos más pequeños a Mí me lo hiciste.

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