EL PADRE LUIS Y SU CORAZON SENCILLO Y DERECHO
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Editor/Director: JOSÉ RODRÍGUEZ RAMÍREZAdjuntos: Ricardo Acirón Royo y
fosé Manuel de Pablos Coello
Dirección, Redacción, Administración, Talleres y DistribuciónAvenida Buenos Aires, 71. 38005 Santa Cruz de Tenerife
Número 14611. Año XLVHI
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PUEDE que una de las co-sas más lamentables quesufrimos los humanos es la
pérdida de las personas que hanconvivido con nosotros, aquelloscon quienes hemos hablado, conquienes hemos simpatizado, conquienes hemos compartido nues-tro tiempo y con los que quieneshemos simpatizado, con quieneshemos compartido nuestro tiem-po y con los que teníamos un flu-jo de mutuo aprecio.
El otro día por una ruta obli-gada, fijando la atención en lascasas de las calles por las que ca-minaba, repasé, por un momen-to, las que están vacías, las fami-lias desaparecidas, los comercioscambiados, los edificios modifi-cados, cuando llegando a la casaen la que viví de pequeño encon-tré el estanco de mi padre cerra-do y enfrente, también, estaba labarbería cerrada. Ha muerto eldueño. Comprendí en aquel mo-mento que ya aquella no era micalle, el lugar en el que había vi-vido tantos años, los años de losestudios, los años de la juventud.
Todo lo que me rodeaba eradistinto. Ya no estaba Mariano,ni Agustín, ni Joaquín, ni Bru-no, ni Manuel, ni Luis, ni Jesús,ni Juan Luis, ni los Granero, niSitéo, ni María, ni Domingo, nimi padre, ni siquiera el último,Manuel Martín. Porque estaba la
barbería cerrada. Ahora hayotros, son más, son hijos, mu-chos son nuevos, pero ya es otracalle. No es la misma, en la queconvivíamos todos. Es la vidaque se arranca a pedazos. Son losjirones que vamos dejando en elcamino de la vida.
La barbería tenía su historia yyo estaba en esta historia. Ma-nuel Martín decidió un día 15 dejulio abrir aquella barbería conuna sola puerta y dos sillones,luego fueron cuatro. En las pri-meras horas de aquel día, al aso-marme a mi ventana, que estabaexactamente frente a ella, estabala barbería abierta, la curiosidadjuvenil me hizo ir corriendo ainaugurarla, porque además te-ma que cortarme el pelo, entreotras razones, porque era el díade mi santo. Así pasé a ser el pri-mer cliente y a entablar una es-trecha corriente de simpatía yaprecio con su dueño.
Pasaron los años, sus aconte-cimientos, sus problemas me in-teresaban y los míos eran com-partidos por él. Siguió con elmayor interés todos los pasos demi vida y yo todos los suyos. Te-nía la fuerte sensación de que enél podía depositar cualquier pro-blema y, al mismo tiempo, elconvencimiento que en él podíadescansar mi mente, igual quehacía con la cabeza en uno de
La barbería cerradaaquellos sillones. Es la comodi-dad y el relajamiento que dan laatmósfera amistosa que se respiray se siente cuando se está frentea personas que saben vivir y con-vivir con los demás.
Cuando en mis años de estudiofuera de Tenerife venía de vaca-ciones, mi primera visita era, sinduda, a la barbería y era, enton-ces, el saludo cariñoso, la carasonriente y el abrazo sincero dealguien que era más que un co-nocido, más que un vecino.
Parece obligado y hasta seacepta siempre, hablar de lasbondades del fallecido, pero,cuando se sabe de toda su fami-lia, cuando la madre, sus herma-nos y los que quedan, en estosmomentos, se les conoce profun-damente, uno tendría que reco-nocer que hay personas que sonbuenas por familia. El bueno sehace y, también, nace. Conocí asu madre, a su hermano Ángel,a otro que fue Hermano de la Sa-lle, a otra hermana y pienso quenacieron para ser buenas perso-nas. Unos nacen altos, otros ba-jos, rubios o morenos, delgadoso gordos, pero también se nacebueno y después se mantiene estadisposición a lo largo de una
vida, para, tambiéji, morirbueno.
Un día de mi santo, ahoracambiado, al mediodía, caluro-so que impide caminar, lumino-so que molesta la vista, seco queincomoda toda actividad, en unapequeña capilla, oscura, frescay silenciosa tuve conversacióncon mi amigo, el maestro Ma-nuel Martín. Le conté muchas
anécdotas pasadas, le recordémuchas conversaciones sosteni-das, le hablé de muchos amigoscomunes, le enumeré todos suscompañeros de trabajos, le repetíantiguos cuentos. El oía, sólooía. Esta vez no dijo nada, perosupe su acertada respuesta, su in-teligente interpretación, su ama-ble solución y ahora, por prime-ra vez, su infinita grandeza.
Salí emocionado y en la puer-ta de aquéla capilla, uno, que tra-bajó muchos años con él, en unfuerte abrazo, con las lágrimas
cayéndole por las mejillas, medijo no sé qué cosa. Rápidamen-te escribí estas 1 íneas.
Por la tarde, más tranquilo vol-ví por la antigua calle. Estaba labarbería cerrada. Detrás de supuerta quedó enterrada parasiempre la historia, la historia deun amigo; fuera, aún, flotaba elespíritu de un buen hombre, Ma-nuel Martín, que ya abrió otrapuerta, una gran puerta, tambiénun día de mi santo. 0
Enrique González^
TEMAS ISLEÑOS
El Padre Luis y su corazónsencillo y derecho
H ACE justo un año quenos dejó un hombre —unhombre bueno— que,Hijo Adoptivo de Santa
Cruz de Tenerife, también habíarecibido de la Corporación Mu-nicipal la Medalla de la Ciudad.
El Padre Luis Eguiraun Cor-cuera, sacerdote ejemplar, erahombre que tenía línea propia,que poseía una línea precisa dela vida, de su vida y de su vía,de toda su generosa y noble bon-dad. El Padre Luis nació a lamuerte en la ciudad en que, du-rante medio siglo, mucho y bientrabajó, mucho y bien predicó laverdad de Cristo.
El encuentro con el Padre Luisera, siempre, corno el estallidosúbito de un árbol florido. Susombra, suave, protegió nuestraniñez y pequenez, pero muchomás nuestra juventud. Para no-sotros fue una revolución y unarevelación el trato con el sacer-dote de corazón abierto e inquie-to, al de mano abierta y cordial,al del consejo pronto y siempreacertado.
Creo que el Padre Luis fuesiempre hombre demasiado sen-cillo. Tal era —en nuestraopinión— su honor, su gran vir-tud. Hombre de sobria y cálidaelocuencia, pasó por la vida de-rramando todo el bien que nacíaen su corazón. Y es que el Pa-dre Luis admitía y hacía suyostodos los dolores y, al propiotiempo, daba su ayuda fraterna alos que padecían todas las ham-
bres, tanto las del cuerpo comolas del espíritu.
La vida del Padre Luis escomo un libro lleno de recuer-dos sencillos, de días cálidos, dedilatadas serenidades. Se entre-gó a su obra evangélica con ar-diente y paciente pasión y, siem-pre, su latir del corazón y la plu-ma estuvo al servicio del buen ybien hacer; él se centró activa-mente en poner de manifiestoque la primera virtud es la fe, lacual no puede ir sin la esperan-za y la caridad. Fe, esperanza y
'caridad son virtudes del espíri-tu; el deber primordial que ellasestablecen es el de la confianzaen uno mismo.
La mejor enseñanza, la únicaeficaz, es el ejemplo. ¿Cómocreer en quien no practica lo queenseña? Mucho y bien nos ense-ñó el bueno del Padre Luis, perofue su sencillo ejemplo —suequilibrio de buen hacer, limpiatrayectoria humana-— lo quefocó, hondo, en los corazones decuantos le conocieron.
Hay recuerdos que se grabanprofundamente en nuestros cora-zones. El del Padre Luis es un deellos pero, con el alma adorme-cida en grato olvido, puede lle-gar a difuminarse su buen re-cuerdo. Ahora, cuando el tiem-po ha puesto su mano milagrosasobre la herida de la muerte delPadre Luis —cuando otro buensacerdote, el Padre Jesús, nos haquedado plasmado en bronce—pedimos al pueblo de Santa Cruzque sepa perpetuar la memoria
del hombre bueno y corazón de-recho.
Un busto sencillo bien puedeperpetuar el recuerdo del HijoAdoptivo de Santa Cruz, Meda-lla de Plata de la Ciudad, quesiempre marchó con la verdadcomo arma por la vida. El tiem-po que pasa va borrando con luzy noches el diario acontecer y, sibien Santa Cruz no tiene ni man-tiene la injusta manía de los ol-vidos —y sí la justa de losrecuerdos— debemos plasmar eribronce el busto de quien en lavida no hizo otra cosa que dar in-tensidad a su trabajo para el biende todos. A la sombra de la to-rre centenaria —piedras llenas desiglos y de noches— esperamosel busto del buen Padre Luis; élatesoró grandes virtudes, acuñóaquel oro y lo hizo saltar del ol-vido de los libros a la sangre, alalma de la juventud.
El Padre Luis supo legarnosuna gloria para la vida y un ali-ciente para el espíritu, un espí-ritu del que no renegaremos nun-ca. Nos enseñó a atesorar tesón,firmeza y deseos de sacrificiopero, en especial, bondad, labondad de la santa soledad delcampo, la bondad del pan en lamesa. Los que le quisimos y lequeremos —pues para nosotrosno ha muerto— pedimos ese bus-to que recuerde a quien bien en-señó que el fin de la vida de unhombre es hacerse un alma. £
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