Clases de oraciones según la actitud psíquica del hablante I
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LA MIRADA SESGADA:
EL POBRECITO SEÑOR X, DE RICARDO CASTILLO
Cristina Stellini
Parte de un trabajo mayor, esta relectura de El pobrecito Señor X
responde a la seducción de remontar la obra de Ricardo Castillo
desde su producción poética actual, confabulada con la investigación
académico-crítica y la representación escénica de una poesía
concebida para ser dicha, hasta el comienzo de su labor creativa,
donde ya está presente su propósito de desplazar al personaje del
poeta de la enunciación para que ésta sea el lugar de resonancia de
su voz.
La historia de su desaparición de la diégesis y del discurso nos
lleva a rastrear las huellas de su presencia en el primer poemario,
donde el autor implícito desdoblado en el sujeto de la enunciación
subvierte la mitología del poeta consagrado adoptando la
perspectiva del payaso que ve la realidad al revés, como “una broma
que ya me está poniendo nervioso. / Un armario con un payaso
encerrado”, “un teléfono timbrando, / un telegrama de certezas muy
cortas. /¡ojo picudo! / la risa nos puede traicionar.” (“El gran
simpático”)(1980: 14).
El poeta es lo que ve: la mirada se funde en lo mirado y se
transforma en canto. De ahí que El pobrecito Señor X concluya con un
“Estribillo” a dos voces, en primera y segunda persona, como si la
propia escritura autorreferencial devolviera al yo el eco de su mirada
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en la voz del tú: “No es que piense que la muerte sea tu peor
enemigo /pero te quiero vivo / pero te quiero arriesgando”. (1980:
35)
En este canto surgido de la mirada del sujeto que se contempla
enajenado en el espejo de sus palabras, resuenan los ecos de su
origen: es el canto de dolor del padre, “el de la verga borracha que
daba tumbos y daba vida” (1980: 11), donde lo seminal se traduce en
lo verbal, en una identificación del sexo con la palabra que muestra
la naturaleza retórica del erotismo, junto con “la canción que cantaba
mi mamá” (“A dónde vas Conejo Blas”, 1980: 13). El discurso de la
madre da voz a la mirada del padre, que dice con los ojos lo que ella
transpone en palabras: “ayer mi papá me miró con terror, /ayer mi
mamá me habló de Dios y del respeto que me debo a mí mismo” (“El
vecinito”, 1980: 19). Canto y mirada confluyen en la desmitificación
del personaje del poeta, que en “Autogol” se presenta -“y luego yo,
tan mirón, tan melodramático. / Jamás he servido para nada”- (1980:
9) haciendo coincidir socarronamente su origen autobiográfico -“Mis
primeros padres fueron Mamá Lupe y Papá Guille” (ib.)- con su
valor poético: “Como alguien me lo dijo una vez: Valgo Madre” (ib.).
Si quien mira se disuelve en lo mirado, en la versión de este
“Orfeo con piel de asno” (2006: 246) profanada por la
desmitificación, al poeta no le queda sino “cronometrar el
aniquilamiento” (ib.) desde su mismo origen: “Mi papá se moría
mirándome a los ojos, / muriéndose en la cámara lenta de los años, /
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exigiéndole a la vida. / Y luego la ceguez de mi abuelo” (“Autogol”,
ib.) a quien “la muerte encerró (…) con candado” (“El vecinito”,
1980: 19), en representación de una autoridad que se transcodifica en
el concepto de autoría. En la muerte escénica de “Papá Guille” atado
al alcohol -“Cuentan que un día estando en la cantina La Revolución
dijo: / Estoy desahuciado. Y se murió. / Fue la última vomitada
sobre el mantel. / Fue el mejor reto que jamás pudieron tener tus
hijos” (1980: 12)- la mirada del autor implícito capta lo que
permanece oculto bajo la máscara demoníaca del personaje retratado
-“(Mientras el amor y la soledad le galopaban en una circunferencia
paralela)” (ib., 11)- y lo señala con un guiño entre paréntesis,
explicitando en la enunciación lo que no es visible desde el
enunciado: así, en la mirada se “re-vela” lo mirado. Desde los
entresijos del discurso el autor va demoliendo la transfiguración
heroica del “Señor Guillermo, empedernido, asoleado” (ib.),
precipitándolo en la crónica tragicómica de su muerte de payaso,
donde cae igual que la tarde perforada “como una caja de cartón”
(ib.).
Actualización paródica del mito de Orfeo, el Señor X encarna al
poeta desmitificado que, tras desaparecer en el objeto mirado, vuelve
a aparecer en los ojos de quien mira, donde permanecen sus huellas,
reconocibles en la instancia de la enunciación. De ahí la importancia
de los pies en la obra de Ricardo Castillo: “Provengo de una familia /
en la cual todos tenemos los pies grandes. / Mis pies miden treinta
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centímetros / y los de mi hermano el mayor treinta y dos. // Toda
mi familia mide un kilómetro.” (“Reflexión a partir de la
desmesurada longitud de los pies”, 1980: 10). Con el mismo humor,
el sujeto de la enunciación destaca el rastro de este caminar por los
espacios de su pasado en las frases entrecomilladas (“En mi familia /
todos tomamos las cosas con calma” / “Papá y mamá ya murieron”,
/ “Mis calcetines están rotos” / “Me he tragado una mosca” / “Todo
está más caro” / “Ya nos vamos a morir”, ib.) que con lacónica ironía
introducen en la diégesis la presencia del autor y su manifiesto
poético: “armar un grandioso escándalo” (ib.) con la poesía,
propósito que cumplió El pobrecito Señor X desde su misma
publicación.
La parodia de una cultura que se cifra en la dialéctica
/“cabrón” vs “pendejo”/, revestimiento semántico del eje sémico
/cerrado vs abierto/ que según El laberinto de la soledad (2002: 86ss)
constituye el meollo de lo mexicano, cobra vida en la focalización
autoparódica de “El que no es cabrón no es hombre”, donde el
hablante en primera persona es la caja de resonancia, perforada como
la de cartón de “Papá Guille”, del doble discurso que conforma y
deforma la percepción individual y colectiva del sistema de creencias
y valores vigentes, escenificado por la disonancia de las dos voces
presentes, la del hablante poético y la del autor implícito: “La suerte
le dio el martillazo a su cochinito, sacó sus ahorros y acabó de
mandarme a chingar a mi madre. / Si seré pendejo.” (1980: 15)
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Este “Orfeo con piel de asno”, como dirá el autor (2006: 246),
cumple su función de poeta dentro del poema, transformando su
canto en el cuento de una desmitificación que incluye la subversión
de mitos y la transgresión de cánones, hasta lograr su desaparición
en la voz del autor implícito que, enmarcando su discurso entre
comillas (en el título) o entre paréntesis, subraya su presencia en la
enunciación: “Y sigo, las mujeres están buenas y frías como sorbetes,
/ no quieren acostarse con uno, no se atreven siquiera a meter la
mano por la… Oh, / oh desolación (esta risa es de pendejo). / Y qué
pinche embuste, /qué momento para estar chingando a mi madre. /
Si seré pendejo, si me faltará muchísimo para cabrón.” (1980: 15) El
plano de la reflexión metadiscursiva al que se subordina la función
referencial descubre la realidad oculta detrás de las palabras: la
naturaleza lingüística del referente. Cobra sentido entonces el uso de
los paréntesis para dislocar desde dentro la perspectiva unilateral del
sujeto y su posición de hablante lírico, reemplazado por la voz
burlona y autoparódica del autor implícito: “oh desolación (esta risa
es de pendejo)” (ib.). El lenguaje sólo remite a sí mismo.
Por esta misma razón se subvierten los fundamentos de lo
verdadero y lo falso, al ser ambas realidades lingüísticas y, por tanto,
simbólicas, como puede verse en “Testiculario”, donde la verdad es
el resultado de la palabra que se desmiente a sí misma: “Hoy podría
decir que me duele el corazón de tristeza. / Pero sería falso / Y
prefiero no involucrar al corazón en falsedades. / La verdad es que sí
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estoy triste. / (…) / La verdad es que tengo un dolor de aguja en
cada pupila, / que la tristeza no me duele en el corazón / sino en los
testículos. / No me apena confesar que es allí donde radica mi alma.”
(1980: 16) Al plano del discurso pertenece el erotismo, con su juego
sobre el significante formado por /testículos/ y /escapulario/ que
generan un lexema desacralizador de la semántica religiosa hacia la
que apunta la transgresión del autor. Su presencia niega a la persona
del poeta, a pesar de la coincidencia entre la fecha de edición del
libro y el año de su nacimiento, afirmándolo irónicamente como
lugar donde florece la poesía: “Marchito como un nomeolvides /
guardado entre las páginas de un libro de edición del 54.” (ib.)
La mirada hacia atrás del poeta X, sujeto de la enunciación del
poemario, coincide con su regreso al origen: quien mira se convierte
en lo mirado. En la galería de retratos pertenecientes a su pasado
familiar y social –la casa, el barrio, la ciudad- con los que se mezcla el
yo del enunciado, se desdibujan los contornos de su identidad
individual confundiéndose con el lugar donde se cuentan las
vicisitudes de una historia colectiva. A la crónica sobre el origen
biográfico del hablante poemático, nacido y crecido en Guadalajara
en un “barrio en sombras” (“Autogol”, 1980: 9), le suceden los
miembros de su familia donde “prevalece una agitación de ladrones”
(Pin uno, pin dos”, 1980: 22) que “poco tiene que ver con el álbum
familiar” (“Muchacho malo”, 1980: 21) o con “las familias bonitas”
(“Tarjeta de Navidad”, 1980: 23). La expresión dolorosa y desgarrada
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de la madre, que “lloraba en los resquicios / con el encabronamiento
a oscuras, con la violencia a tientas” (1980: 9), contrasta con la mudez
de la mirada fija y ausente del padre, “muriéndose en la cámara lenta
de los años, / exigiéndole a la vida” (“Autogol”, ib.) y la
tragicomedia de la muerte del abuelo, “con los nietos brincando
sobre el ataúd /y un funeral de esquela en el periódico / con
cacahuates y café para el velorio.” (“Mi madre y la verdura”, 1980:
17)
La connotación maternal del espacio doméstico (“Deje ese
plumero, señor dolor, deje esa escoba. / Déjeme en paz sentado, mi
cigarrito en brazos, / déjeme a cuatro patas, si quiero, / oír cómo
gruñe el Universo”) (“A dónde vas Conejo Blas, 1980: 13) configura
el lugar de lo femenino como un ambiente de agobio aplastante que
convierte al sujeto en el objeto de acciones ajenas que sufre con
pasiva resignación: “¿Para qué tantos buenos consejos como lo hacía
mamá?” (ib.) La casa es el espacio del dolor y de la rabia de la madre,
por quien se transmite la herencia de la familia, de la que se hace eco
la poesía como una forma de “cronometrar el aniquilamiento” (1980:
9) ante esos “momentos en los que ya nada puede ser grave, sino
fatal, / momentos en los que el nombre, la estatura y el peso
importan menos que un milímetro de nada.” (“A dónde vas conejo
Blas”, 1980: 13)
La voz del poeta es una entre todas las que surgen de ese
pasado contemplado en retrospectiva, como si fuera la calle con su
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bullicio la protagonista de una poesía que no puede seguir asfixiada
en recinto sagrado: “Procure siempre la ventanilla de los camiones /
y mire cómo la calle le dice que está equivocado, que su objetivo en
la vida da risa, que le sobran recovecos. / Vea cómo se va sintiendo
entumido, / cómo le va faltando gas, cómo le va sobrando
incubadora al sentimiento”. (“Camionera-Centro-Talpita”, 1980: 30)
El contraste entre el encierro doméstico fomentado por la doble
reclusión del sujeto poético de “Mi madre y la verdura” a que alude
también el recurso del verso entre paréntesis –“(Yo estoy en el baño
bajo llave para ver si aquí puedo pensar claramente)” (1980: 17)- y la
tendencia opuesta hacia la expansión sugerida por el verso final, en
recuerdo de “aquellos momentos / en los que se hinchan los
testículos de las pura ganas de vivir” (ib.)-, cifra la dialéctica del
poema como el espacio de escenificación de la polaridad /abierto vs
cerrado/ que opone a la filosofía familiar de “cuando menos morir
mejor” (ib.) la vida que bulle en el exterior. El verso entre paréntesis
impone la presencia del autor implícito en el enunciado,
ridiculizando al personaje del poeta como creador del texto.
Con la progresiva desaparición del sujeto de la enunciación
poética adquiere protagonismo el lenguaje con el que se funde el yo,
adoptando la forma de tú como una de las máscaras del poeta dentro
de la poesía. La despersonalización antonomástica del sujeto de
“Almanaque” discurre por el entramado verbal del texto del mismo
modo en que transcurre por el trazado urbano, estableciendo “una
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ecuación de trasnochadas incógnitas en los zapatos”: “Para ser
hombre en 1975 / hace falta no cagarse, / hay que mantener las
anginas en su lugar, / desbocarse hacia el amor hasta sus últimas
calambrinas; / hay que romperse el hocico en las banquetas, /
regañar a las estrellas en pleno día, / jamás ser lo mismo que
“buenas noches” o “el pan comido”.” (1980: 18) Las expresiones
entrecomilladas del habla coloquial cumplen una función
metalingüística dentro del mensaje que trasciende su referencialidad,
mostrando cómo la poética del autor implícito se fundamenta en lo
cotidiano. En “El vecinito” “mamá y papá”, descompuestos y “locos”
por la muerte del abuelo, “escriben cartas con timbres de dolor”
(1980: 19), duplicando en el texto el acto de la escritura del poeta que,
suplantado por el poema, permanece como canto, convertido en
lenguaje.
La voz poética, despojada de la subjetividad de la primera
persona o del personaje distanciado por la segunda, obliga al autor a
salirse del texto. Tras ceder terreno a lo gestual, también la palabra
de “El poeta del jardín” apunta al silencio. El texto es un recinto
clausurado como el jardín que lo simboliza, donde la realidad verbal,
incapaz de modificar el entramado de la vida, va abocada al gesto y a
la acción, en una autoparodia del hablante-autor implícito sobre el
papel del poeta comprometido: “Hace tiempo se me ocurrió / que
tenía la obligación / como poeta consciente de lo que su trabajo debe
ser, / poner un escritorio público / cobrando sólo el papel. / La idea
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no me dejaba dormir, / así que me instalé en el jardín del Santuario.”
(1980: 20) La narratividad del enunciado lírico, el tono irónico y el
desplazamiento de la poesía de su ámbito estético y lúdico al terreno
pragmático de los actos performativos de lenguaje, proporcionan las
líneas de la visión del sujeto lírico presente en la instancia de la
enunciación “como poeta consciente de lo que su trabajo debe ser”
(ib.). El poeta se ve desplazado de su texto-jardín por un poema
sobre la imposibilidad del lenguaje poético para representar la
realidad de referencia del único cliente, “un hombre al que ojalá haya
ayudado / a encontrar una solución mejor que el suicidio. / Tímido
me dijo de golpe: “señor poeta, haga un poema de un triste pendejo”.
/ Su amargura me hizo hacer gestos. / Escribí: / “no hay tristes que
sean pendejos” / y nos fuimos a emborrachar.” (ib.) El escueto
diálogo entre el poeta y el cliente al que se reduce el poema dentro
del poema excede los límites del lenguaje verbal, trasladándolo fuera
del texto hacia el contexto cantinero de la borrachera de los dos
personajes.
Mirar hacia el origen es ver el fin: la mirada de Orfeo vuelve a
la muerte. La desaparición de lo mirado es también la muerte de
quien mira. Sólo queda la atónita mirada, unos ojos clavados en la
oscuridad del teatro cuando Ricardo Castillo decide llevar su poesía
al escenario confiándola a la obra de su voz. El canto órfico que
representa en forma de espectáculo el vestigio de la presencia
ausente -el yo borrado- se inaugura en las gesticulaciones y en las
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muecas de payaso de un poeta X: “Salgo a la calle y no me queda
otra que rumiar, que chupar calcio en la Avenida Alcalde. / Mi
corazón echa vinagre, mi esqueleto se marea, el muy puto se lleva las
manos a la cabeza / y dice que la muerte es un puchero
sentimentalón difícil de tragar como el pinole. / Camino de a
gallinita ciega.” (“El que no es cabrón no es hombre”, 1980: 15)
La seducción que ejerce la voz en lugar del personaje
corresponde a la transformación del cuerpo en el corpus del texto: lo
carnal se vuelve verbal. El escándalo que produce la poética
transgresiva de Ricardo Castillo en El pobrecito Señor X se expresa de
forma manifiesta y oculta a través del juego sobre el significante que
en “Las nalgas” encubre la palabra prohibida: “Son un artículo de
primera necesidad que no afecta la inflación, / un pastel de
cumpleaños en tu cumpleaños, / una bendición de la naturaleza, / el
origen de la poesía y del escándalo.” (1980: 24) La relación aliterativa
de “trasero” (“La mujer también tiene el trasero dividido en dos”, ib.)
y “artículo”, donde los mismos sonidos aparecen en orden inverso,
refuerza la intención lúdica del autor que hace de su poética una
sublimación artística de las nalgas, “más importantes que el sol y
dios juntos” (ib.), y la subversión de una trascendencia que endiosa
la materia física y económica: “una bendición de la naturaleza” no
sujeta a la “inflación” (ib.).
En la misma línea está “Muñeca Lilí y Ledy” por su insistencia
en la naturaleza verbal del cuerpo deseado, pura imagen de una
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mujer tan incorpórea como una estampa sacra desvirtuada por la
“sección de sociales” del periódico al que pertenece y que delata su
naturaleza virtual: “Te espero como se espera el día de pago. / Te
espero y no sales, / como si tuvieras las mismas caderas de la
realidad, / las mismísimas que anhelo surcar con mi yunta” (1980:
25). El estallido alocutivo de la imprecación final –“¡Ay! falsa cara de
puta en la sección de sociales, / ¡ay! hija de la chingada, / un día te
voy a desnudar”, ib.) tiene un efecto desrealizador del yo que lo sitúa
en el mismo plano de la identidad lingüística del tú. El hablante
revela su inconsistencia como persona y su transformación en el
lugar de actuación de la palabra.
En “La agitación de la oscuridad” se produce una traslación
metafórica del continente –el espacio- en el contenido –el cuerpo- que
identifica al sujeto con el cuarto oscuro donde tiene “la idea más
clara de lo que es el amor” (1980: 26). Lugar de la ensoñación erótica,
el cuarto está hecho de palabras igual que el cuerpo que lo duplica
metafóricamente. La retórica oscurece lo que el deseo erótico aclara:
en la carne verbal del texto se produce la revelación “de lo que es el
amor.” (ib.)
Metáfora de la palabra como extensión del cuerpo -“cuando
uno se derrama largamente en la garganta del mundo” y “la realidad
está al fondo a la derecha / donde no se puede llegar de frac.” (“Oda
a las ganas”, 1980: 28)-, la acción de “orinar” alude al mundo como
un espacio verbal y su forma pronominal “orinarse” hace del
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hablante el lugar simbólico de la transformación del cuerpo en signo.
En el cruce de las dinámicas de metamorfosis del espacio físico en su
representación simbólica está el autor, centro de la X que figura el
proceso desrealizador cifrado en la doble acción, respectivamente
liberadora y celebratoria, de “orinar” y “orinarse” y en la dislocación
humorística de lo físico en lo moral: “(La tuberculosis nunca se ha
quitado con golpes de pecho)” (ib.).
El cuerpo en acción irradia un movimiento que atraviesa los
diferentes espacios concéntricos recreados en el texto: el doméstico-
familiar, con su mundo de muerte y dolor, rodeado por una
geografía urbana donde lo natural se ha vuelto artificial y el mundo
es tan amenazador y hostil como la muerte, y un núcleo interior
correspondiente al yo cuya expresión erótica lo ancla en el presente
de la enunciación lírica. El cuerpo del sujeto es un espacio metafórico
del corpus textual que la mirada sesgada del poeta recorre en ambas
direcciones, atravesándolo con su palabra, flecha de dos puntas,
desde su enigmático centro donde dentro y fuera, arriba y abajo, se
expanden y convergen en un punto: el centro de la X.
Metáfora “chusca” de los ojos, “las ventanillas de los camiones”
a las que el autor implícito dedica “este poema”, “Camionera-Centro-
Talpita” (1980: 30), asimilan el medio de transporte al lugar recorrido
en una identificación paronomástica del /camión/ con el camino que
traza la escritura y que recorre la vista en la lectura. Este doble
avanzar por el espacio urbano y textual que integra en el movimiento
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del cuerpo el de la mirada y del corazón -“que da pie ligero a las
pulsaciones” (ib.)- traslada lo físico hacia lo mental, en un proceso de
abstracción paralelo a la sustitución del poeta por el poema, del
camión por el camino, de la persona por el lugar que ocupa. Sin
embargo, este salto a la reflexión no niega al cuerpo en su realidad de
materia dotada de sentido, pues la visión siempre parte de la vista:
“Resístase a ver su reloj, / piense que se está haciendo tarde, /
piense que ha paladeado a la muerte, / piense que la vida se le
puede acabar, como ha vivido, tontamente.” (ib.) Como el trayecto de
ida y vuelta de las líneas metropolitanas de autobús, así la lectura de
la obra avanza en el sentido de la diégesis a la vez que retrocede
hacia el origen de la narración despejando la incógnita: el corpus
vuelve al cuerpo y la mirada a lo mirado. Orfeo deja de ser quien
mira para ser lo mirado donde se disuelve, cerrando los ojos para
siempre: la muerte de ambos los vuelve a juntar en el canto, travesía
que emprende el autor implícito por los recovecos de un lenguaje tan
laberíntico como el trazado de la ciudad que ve por las ventanillas
del camión.
La reiteración de figuras fonosimbólicas del ruido rítmico del
motor del camión aluden a la vida como viaje. El movimiento cambia
la mirada en su recorrido por lo mirado, por donde transita desde el
autobús en marcha. Esta equivalencia entre ir y ver se extiende al
decir: el dibujo del cuerpo en movimiento por este espacio urbano,
perceptible en la secuencia de viñetas de cómic que componen el
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libro, es el del corpus del texto que se mueve, gesticula y habla en
lugar de la persona del poeta, con un lenguaje paradójicamente
dotado del poder que le corresponde a su autor. Es el lenguaje el que
viaja por la dimensión espacio-temporal de la escritura, transitando
por los “recovecos” de su geografía exterior e interior y por su
historia.
Al desaparecer el personaje del poeta aparece el actor, que con
su voz da cuerpo a una memoria oral en la que resuenan las voces y
los ecos de los diferentes lugares y momentos de su peripecia
poética. El canto devuelve el territorio perdido por donde transitar
“al sesgo”, haciendo a un lado a la persona para que en el lugar del
poeta hable su lenguaje y florezca el poema. De “jardín” a “campo de
futbol sin porterías”, en “El pelícano” el hablante poético se
configura como una página en blanco donde se inscriben los signos
mudos de un universo cerrado en su hermetismo: “A lo mejor ya no
queda un tornillo que hablar en estos tiempos / en los que alguien
cuenta el millón de su locura con los dedos, / en los que alguien
chupa su hueso como una paleta helada.” (1980: 31) Este mundo que
refleja la mirada del poeta es objeto de la misma desmitificación que
se propone “cronometrar el aniquilamiento” (1980: 9) de su persona
para afirmarlo como lugar de la ensoñación poética: “Ahora que el
sol está amarillo como un huevo. / Ahora que la luna cuelga en el
fondo como una pendeja, / un pelícano levanta pesadamente la
quijada, sonríe y empieza a volar” (1980: 31). El lenguaje que
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suplanta al poeta es gestual: /contar/ se refiere a la acción que hacen
los dedos en vez de las palabras, contagiando el acto de “hablar” que
se reduce a una función oral tan primaria como /chupar/.
En “El beso negro”, el desprendimiento del personaje del poeta
pasa por su negación: el anhelo de convertirlo en el poema pone en
movimiento la escritura dotándola del dinamismo que corresponde a
la andadura del hablante, en una transferencia de identidad entre el
poeta y el poema, entre la mirada y lo mirado. Ver es caminar: de ahí
la isotopía del movimiento como metáfora del recorrido de los ojos
por la página: “Y tengo ganas de ver lo que no puedo ver, / de
caminar sobre la matriz del círculo, / quiero quitar los codos de la
mesa / y romperle la ventana a mi retrato / porque soy un estúpido
con las ojeras acentuadísimas, / porque soy demasiado tranquilo.”
(1980: 29) La escritura poética va tomando el lugar de la persona, en
una representación metonímica del desplazamiento físico a través de
las piernas, capaces “de hacer fintas, gambetas hasta con las orejas”
(ib.), que reproduce metafóricamente el visual, cuyas huellas son “las
ojeras acentuadísimas” (ib.) del retrato del poeta. El juego
anagramático entre “las ojeras” y “las orejas” asociadas a las piernas
plasma el doble recorrido de la mirada por el texto, en
correspondencia del caminar de la escritura y de la lectura, que
remonta a la inversa el entramado verbal, tejiendo y destejiendo los
hilos de un texto como El pobrecito Señor X que rescata de los
recuerdos del pasado el “retrato de un artista adolescente” en el acto
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circular de su re-escritura. En la isotopía de lo redondo la boca,
aludida en ausencia por la reiterada paronomasia inicial “acabo” y,
en presencia, por el “beso negro” del título, duplica metafóricamente
en los ejes paradigmático y sintagmático del texto la relación oculta
del sexo femenino con la doble actividad oral, erótica y retórica al
mismo tiempo.
La relación del poeta con su palabra es física y por tanto erótica.
La palabra se revela como el objeto de una pasión amorosa antes
dirigida al cuerpo femenino que el autor traslada a su corpus poético,
con toda la sensualidad de un lenguaje oral paladeado en su dicción.
Así, “La chaqueta” transfiere el erotismo implícito en la
masturbación a la que alude el título al plano del discurso donde
busca el mismo placer, violentando la retórica convencional de una
poesía amorosa y cursi en su sentimentalismo. Su propuesta
antipoética y contracultural (“recontrapoética”, se podría definir
lúdicamente) transgrede los cánones estéticos a los que se ha ceñido
la poesía cultista hasta el momento (“Yo sé que el hombre puede
encontrar su pandero sentimental sin raspaduras, / sin las jorobas de
la tal Belleza.”, 1980: 34) Fecundante como la “lluvia” y violenta
como la “sangre” que sale de una palabra herida e hiriente
(“Meramente en la mitad de la Avenida con los pelos en la mano,
/como quien dice pegar y salir, / como quien dice pegar y salir a la
muerte”, ib.), la escritura manifiesta su “calentura” por medio de
recursos fonosimbólicos, como la aliteración de sonidos percutivos
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sobre el “pandero sentimental sin raspaduras” (ib.), icónicos de la
violencia necesaria para desmantelar tanta cursilería retórica y
estética (“las jorobas de la tal Belleza”, ib.). Cuando el deseo y el acto
se identifican, el autoerotismo se transforma en metáfora de la
circularidad autocomunicativa del mensaje. Desde un punto de vista
actancial el yo no se dirige a ningún destinatario: la
autorreferencialidad de su mensaje se alimenta de una retórica que se
complace en sí misma, como la calentura previa a la masturbación.
Identificada con el acto de la escritura, asimila la tinta a la lluvia,
doble cósmico del semen en su hiperbólica eyaculación (“Yo sé que
pronto comenzará a llover”, ib.) sobre la página en blanco -ese
“fondo del número 0” (ib.)-, donde se lee y se inscribe el cuerpo del
mundo, rasgado o violentado por la mano en el acto de escribir
(“para que el empellón y el manazo se estiren /aunque salgan las
bocas sangres y los soles oscuros”, ib.). De ahí la violencia como
consigna, para sacudir los cimientos de la perfección estética a favor
de un acto de trasgresión vitalista que detenga el derrumbe
provocado por el paso del tiempo (“Yo sé que en cualquier momento
podemos quedar totalmente envejecidos, / sin linterna, sin hablado,
/ como canicas saladas que pierden los niños.”, ib.) La masturbación
sacrifica la fertilidad del amor en nombre de la renovación de una
fecundidad simbólica que actúa en el plano verbal y poético, donde
los opuestos se funden en la consabida unión, no por ello menos
paradójica, del amor y la muerte, presentes metafóricamente en los
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oxímoros: “los soles oscuros”, en alusión al sexo femenino, y el
“Réquiem de la vida”.
El sentimentalismo cursi de la poesía convencional de corte
cultista produce “Comezón”: con “ese embuste” (1980: 32) acaba el
autor implícito desde dentro del poema, “tronándole el cráneo al
cascarón” de “los huevos” que tienen que ver con su escritura, para
exprimir “la loca intensidad de su sustancia” (ib.). En
correspondencia con la mirada ascendente del autor implícito que
recorre el cuerpo desde “los huevos” hasta “la cabeza”, la escritura
de “este buen poema” sigue un recorrido inverso desde la efusión
lírica más elevada hasta el lenguaje animal que precipita a la poesía
de los altos vuelos de la retórica, simbolizada por la “paloma blanca
(…) que duerme en las axilas de Juan Maracas, creador del universo”
(ib.), al lenguaje animal: “el ladrido de un perro” o “el miau-miau de
un gato en la azotea para comprender la alternativa / en estas calles
en las que todo alude al sentimiento: / Hombre vivo o un balazo en
la cabeza.” (ib.) Así, la imaginación poética “vuela” a partir de “los
huevos” y de “la loca intensidad de su sustancia”, metáfora de la
escritura seminal que con su juego de aliteraciones, destacado por el
uso parcial de la cursiva, devuelve el corpus al cuerpo y el
sentimiento al erotismo. “Este buen poema”, para decirse, requiere
de “los huevos” igual que “un hombre vivo”, cuyo cuerpo coincide
con el corpus del poema, donde el lenguaje revela la presencia oculta
de vestigios no verbales.
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El “balazo en la cabeza” de “Comezón” suena en el poema
siguiente, “El chipote”, quebrando el retrato del poeta que el poema
ya no puede reproducir. Las incursiones del autor implícito en la
enunciación se encargan de dejar las huellas de esta desaparición:
“Ahora puedo verme el cadáver, ahora puedo ver la sensibilidad del
pulso. / La soledad tiene 360 grados. Nada gano con ir dulcemente al
infierno, / nada gano con hablar de mí a estas alturas de ¡Pum! y
olvido.” (1980: 33) De la mirada de este “Orfeo con piel de asno”,
cuyo giro completo de “360 grados” sobre su eje devuelve al punto
de partida –“Nada gano con ir dulcemente al infierno” (ib.)-, dejando
atrás para siempre lo mirado, surge el canto donde ya no se
reconoce: “Es mentira que los ahogados se mueran en un vaso de
agua. / Es mentira lo que tú crees de ti.” (ib.) El poeta, seducido por
su mirada, acaba por perderse en lo mirado, olvidando la
tragicómica equivalencia entre ver y morir, encubierta en el
significante primario “cada-ver”. La socarrona alusión a la mirada
retrospectiva de Orfeo se refuerza en la reiterada acción de ver –
“Ahora puedo ver lo que la equivocación llama suerte, / ahora
puedo ver cómo el dolor domestica el rumbo vitalicio”- (ib.), cuyo
objeto desaparecido, origen del canto, es la trampa tendida por la
“belleza” de un amor que “sólo ha pasado, sólo ha dejado mucho por
desear, /sólo mezquinas gratificaciones de la intimidad, puros
cuentos.” (ib.) El caer en la cuenta de “ese embuste” trae consigo el
despertar simbolizado por el “chipote”: el efecto del golpe en la
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cabeza es abrir los ojos. Cerrarlos es mentir: “puros cuentos” que el
poeta transforma en un canto al amor perdido, por los vericuetos de
un lenguaje por donde transitan otros muchos “peatones de la
ilusión” en pos del objeto amado.
El pobrecito Señor X es la historia de la desaparición de quien,
mirándose en lo mirado, pierde las huellas de su identidad en el
camino de una escritura que la incógnita “re-vela”.
Bibliografía:
RICARDO CASTILLO, El pobrecito Señor X (1980), México,
Fondo de Cultura Económica;
RICARDO CASTILLO, “Tres poetas en Tommaso Landolfi”
(2006), en DULCE MARÍA ZÚÑIGA CHÁVEZ, Sendas y signos del
discurso literario, Guadalajara, Universidad de Guadalajara;
OCTAVIO PAZ, El laberinto de la soledad (2002), México, FCE,
segunda reimpresión de la tercera edición.
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CRISTINA STELLINI, nacida en Verona, Italia, está licenciada
en Lenguas y Literaturas Extranjeras por la Universidad de Verona.
Autora del trabajo de investigación para el Diploma de Estudios
Avanzados de la Universidad Autónoma de Madrid, Los espacios de
“El pobrecito Señor X”, de Ricardo Castillo (2004). La editorial Bulzoni
de Roma, en la colección dirigida por Giuseppe Bellini, publicó en
1992 su libro Escrituras y Lecturas: “Yo el Supremo”. Como traductora
ha trabajado para instituciones públicas y privadas en España. En la
actualidad realiza su tesis doctoral sobre la obra de Ricardo Castillo
para la Universidad Autónoma de Madrid.