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EL PODER EN BUSCA DE AUTORIDAD Las dinámicas psicosociales de la legitimación

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EL PODER EN BUSCA DE AUTORIDAD

Las dinámicas psicosociales de la legitimación

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EL PODER EN BUSCA DE AUTORIDAD

Las dinámicas psicosociales de la legitimación

Eduardo Apodaka y Mikel Villarreal

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Título: El poder en busca de autoridad: las dinámicas psicosociales de la legitimación

Autor: © Eduardo Apodaka Mikel Villarreal

ISBN: 978-84-8454-728-0Depósito legal: A–1168–2008

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33C/. Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)www.ecu.fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87C/. Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cual-quier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN .............................................................................................5

1. FUNDAMENTOS PSICOSOCIALES DE LA LEGITIMIDAD .............191.1. El estudio de la legitimidad en Psicología Social .................................191.2. Fundamentos de la legitimidad: control social y autonomía subjetiva ....22

1.2.1. La psicologización de las vinculaciones ......................................301.2.2. Dependencia e interdependencia psicológica:rupturas y recomposiciones ....................................................................33

1.3. Los paradigmas de la legitimidad .........................................................441.3.1. Del principio de igualdad al de interdependencia ........................49La igualdad endofraternal: la nación ......................................................54Hacia la interdependencia: vincular diferentes ......................................61

2. LA VINCULACIÓN CRÍTICA DEL PODER: SENTIDO Y NORMA ....672.1. Los estados de la legitimidad: del poder normativo de lo fáctico a la autonomía y la voluntad de poder .............................................672.2. Del sentido de la acción al respeto de las normas procedimentales: Weber y Habermas ...........................................................78

3. LAS CONDICIONES CRÍTICAS DE LA ACCIÓN POLÍTICA: SUJETO, ESPACIO PÚBLICO Y LÓGICAS DE SENTIDO..........................................................................................................93

3.1. Los sujetos al poder: ¿actores con poder? .............................................933.1.1. Bourdieu: la doble estructuración, clave de la dominación .........953.1.2. Foucault, sujetos con posibilidades ............................................1013.1.3. Giddens: competencia y acción estratégica................................1083.1.4. La acción estratégica y la capacitación subjetiva ....................... 111

3.2. La inflación de actores y las vicisitudes de la esfera pública ..............1183.2.1. Arendt: la recuperación de la esfera pública ..............................1193.2.2. Touraine: el retorno del sujeto ....................................................1233.2.3. Campos de acción y discurso: campos de legitimación .............1283.2.4. La crisis de los dispositivos de legitimación ..............................1353.2.5. El reconocimiento intersubjetivo ...............................................141

3.3. La multiplicación de las lógicas sociales de sentido ...........................1503.3.1. Heteromorfismo de los juegos de lenguaje:subjetivismo axiológico .......................................................................1503.3.2. La muerte de lo social: los regímenes de acción autónomos ........155

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4. LA INFLUENCIA Y EL PODER EN LA ACCIÓN COLECTIVA .........1714.1. La influencia en la Psicología Social ..................................................171

4.1.1. Los estudios clásicos sobre influencia .......................................1764.1.2. La influencia de la autoridad ......................................................178

4.2. Las minorías activas: innovación, estilo de comportamiento y conflicto ...................................................................................................186

4.2.1. Innovación y constructivismo ....................................................1874.2.2. El estilo de comportamiento ......................................................1914.2.3. El conflicto .................................................................................199

4.3. El poder de las minorías y la construcción social del conflicto ..........2034.4. Marcos de legitimación y acción colectiva .........................................2084.5. Poder e influencia, algunas conclusiones a modo de síntesis .............215

5. EL DOBLE VÍNCULO CONTRACTUAL DE LA LEGITIMIDAD ...2235.1. Comunicación estratégica y contrato de comunicación ......................223

5.1.1. Comunicación transparente versus comunicación oscura ..........2235.1.2. El poder de la palabra: del enunciado a la interlocución ...........230Locución y fuerza performativa: la caída de la soberanía del locutor ....234

5.2. El contrato de comunicación y los procesos de legitimación y deslegitimación .......................................................................................254

5.2.1. El contrato de comunicación ......................................................2545.2.2. Modelo de doble vínculo: vinculación comunicativa y vinculación psíquica .............................................................................258El vínculo comunicacional: el reconocimiento de la interlocución .....260Vínculo psíquico: contrato de influencia .............................................267Estrategias de (des)legitimación ..........................................................271

CONCLUSIÓN GENERAL ..........................................................................279

CONTRATO DE COMUNICACIÓN Y CONTRATO DE INFLUENCIA ................................................................................................285

LA CONSTRUCCIÓN PSICOSOCIAL DE LA LEGITIMIDAD (DE LA AUTORIDAD) ....................................................287

BIBLIOGRAFÍA............................................................................................289

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INTRODUCCIÓN

Una introducción, se suele decir, es o bien una invitación a la lectura o bien una justificación. En nuestro caso pretende ser una mezcla de invitación y justificación, en la confianza de que ambas sirvan para situar el discurso y las aportaciones del trabajo presentado. En síntesis esta obra no es más que el producto de un estudio acerca de la génesis psicosocial de la autoridad, un estudio de lo que se conoce como legitimación, pero si bien se detiene en la fundamentación de los conceptos y del marco teórico en el que hoy en día se puede desarrollar el análisis de los procesos de legitimación, su objetivo es armar un modelo de análisis para dichos procesos. En pocas palabras, proponer un modelo para el análisis de las dinámicas psicosociales del poder y la autoridad en línea con la Psicología Social de la influencia social, y en particular para el análisis de procesos comunicativos y de movilización colectiva que pretenden cambios sociales o políticos.

El modelo propuesto gravita en torno a esta idea: el éxito de las propuestas de los actores de la influencia social depende del grado de legitimidad que sean capaces de alcanzar fuera y dentro del grupo o comunidad de acción e interpretación a la que pertenecen, en la que han surgido o a la que se remiten. Y ha sido articulado desde una perspectiva psicosocial: la construcción-destrucción de la legitimidad se contempla desde una perspectiva que aúna las estructuras objetivas y las disposiciones subjetivas, esto es, la incorporación en los sujetos de las estructuras objetivas y su actualización en prácticas y relaciones cotidianas.

Este libro presenta un camino recorrido sin una clara finalidad. El armar ese artefacto de análisis que hemos denominado “modelo contractual de doble vínculo” no fue un propósito previo, surgió en la investigación acerca de procesos de legitimación por medio de la identidad, se elaboró en investigaciones sobre movimientos sociales “deslegitimadores” y se presenta ahora en un texto que se ha tomado su tiempo para aparecer como un discurso razonado y argumentado, con cierto hilo narrativo.1

Tanto las políticas identitarias como los nuevos movimientos sociales 1 Entre los casos en los que hemos investigado los procesos de legitimación y deslegitimación desta-camos el movimiento de objeción de conciencia, el regionalismo político de Unidad Alavesa (Villarreal y Apodaka 1996), el movimiento identitario en torno a la lengua vasca (Apodaka 2000) y la identidad nacional (Villarreal y Apodaka 2002, 2004), y movimientos de protesta tipo nimby (Apodaka, Villarreal y Cerrato 2004, Apodaka y Villarreal 2005). Por otra parte, este estudio se ha desarrollado en parte gra-cias a la financiación de la Universidad del País Vasco a través del proyecto “Estilos de comunicación y procesos de deslegitimación” (1/UPV00109.323-H-14836/2002).

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reivindican necesariamente la fuerza de la intención, el poder de la voluntad o simplemente la capacidad de acción política del ser humano. Vivimos, sin embargo, en una época escéptica y pesimista respecto a las bondades y capacidades de la acción e intervención humana: crisis ecológica, guerra perpetua, choque de civilizaciones, crisis institucional, fin de la modernidad... Más que diagnósticos de un tiempo parecen síntomas de un estado generalizado de desazón, de una tremenda desconfianza. El desencanto afecta a los más resistentes mitos de Occidente, ha erosionado la confianza en las posibilidades de control y gobierno de la humanidad por sí misma y de dominio de la naturaleza. Enfrentados con los horrores y desmanes provocados por las intenciones se ha extendido la desconfianza hacia las mismas. En algunos casos la confianza se ha trasladado a sistemas sin voluntad, sin intención, aunque eso sí, con efectos (no perversos, puesto que éstos solo son atribuibles a los límites de la acción intencional), pero efectos en todo caso tan poco deseables como los que se derivaron de las grandes ideologías intencionales (y revolucionarias) del siglo veinte. La autonomía ciega de los sistemas (sobre todo del sistema económico, pero también del orden político mundial) no nos coloca en un mundo menos descorazonador. Problemas básicos de la vida y de la supervivencia humana como el hambre, la destrucción medioambiental, las guerras, la violencia, etc., han empeorado ostensiblemente en los últimos años o por lo menos, ha crecido la sensibilidad respecto a su gravedad. En consecuencia, se ha extendido la impresión de que los seres humanos son incapaces de controlar su destino. El mundo se ha desbocado (Giddens, 2000).

En este contexto, la desconfianza se ha convertido en motor de la política. El miedo se ha hecho presente (Lechner, 1998), vivir es cuestión de riesgos (Beck, 1998). ¿Hay motivos para la confianza social? En todas partes se tiene conciencia de que la disputa, el conflicto y la desconfianza crecen sin cesar. Las autoridades expertas son discutidas y se contemplan con escepticismo las disputas “internas”. Se habla de muerte de la razón o de radicalización de la reflexibilidad de la razón (consecutiva a la pérdida de fe en la universalidad y trascendentalidad de la misma). U. Beck habla de la desmonopolización del conocimiento experto como síntoma de la relativización del poder de la razón: así se corrigen los excesos de una razón ingenua, se avisa de los efectos limitados del control de la razón, de las consecuencias no deseadas de nuestras razonables acciones. La prudencia e incluso la inhibición, la llamada a no actuar, se presenta como la actitud intelectual más honesta: el principio de incertidumbre diferencia todavía a la razón reflexiva de la razón dogmática y es la característica esencial de una nueva modernidad sobre la que no cesa el debate.

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El nicho ecológico de la razón reflexiva es el escepticismo y la desconfianza respecto a sus propias bondades y virtudes. En el escepticismo crece también el deseo de razón dogmática que despeje toda incertidumbre. No hay control, ni voluntad soberana (sea cual sea su grado) bajo el dogma. Ni siquiera bajo el fundamentalismo de los derechos humanos. La democracia es hoy escepticismo e incertidumbre, no hasta el grado que impide la acción y la voluntad que se ejerce en la acción, pero sí en la medida en que el escepticismo es la apertura a la pluralidad de opciones. Escepticismo e iniciativa deben acordarse en la vida democrática y, en general, en la política abierta a una pluralidad de subjetividades (en ejercicio, en acción).

En la vida aparentemente más cercana de las relaciones interpersonales, la incertidumbre no es menor. Las instituciones sociales que cerraban, canalizaban y certificaban las relaciones y prácticas diarias han cedido. La apertura institucional no es tan radical como se afirma en ocasiones, pero la multiplicidad de modelos y de juicios pertinentes obliga a las personas a decidir y responsabilizarse de sus opciones, incluso cuando carecen de recursos interpretativos para dar sentido a esas opciones. También en este nivel la razón reflexiva aflora como escepticismo y como extrañamiento con uno mismo, con sus creencias y sus actitudes.

En este contexto de cambios con expresión en todos los niveles de la realidad social, la legitimidad se sitúa en el centro del debate sociopolítico, aun cuando aparezca desglosada en temas más accesibles, más urgentes, más presentes: la crisis de la autoridad en todos los aspectos de la vida social y sobre todo en las instituciones que han venido reproduciendo y asegurando el aprendizaje de la misma, la familia, la escuela, las generaciones “mayores”, etc.; la crisis del poder político que se enfrenta a los retos de la “gobernanza” donde antes solo se hablaba de gobierno o a las demandas de participación y presencia donde antes había representación; la crisis de la autoridad en la empresa y la creciente complejidad de los procesos de administración y gestión a los que se suma la constante demanda de legitimación de las actividades corporativas a través de fórmulas como la responsabilidad social corporativa; los nuevos poderes sin rostro pero con imagen, marca registrada y copyright, poderes que solo elegimos como consumidores. La urgencia de los problemas concretos de las nuevas relaciones de poder con que nos encontramos a diario no debe hacernos perder una perspectiva de largo alcance. Situemos, pues, estos cambios en un marco paradigmático.

Tras la modernidad industrial, a su vez continuación y ruptura de una primera modernidad mercantil, nos encontramos en una modernidad postindustrial

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en la que se están transformando las instituciones de la modernidad, sus estructuras sociales y los marcos psicosociales de referencia y actuación en los que viven los sujetos. Son conocidas las aportaciones que hablan de la sociedad postindustrial (Bell, 1973), de la sociedad de la información, de la red o interconexión (Castells, 1997), de la sociedad del riesgo global o de la reflexibilidad (Beck, 1998), de la sociedad postmoderna, de la sobremodernidad, de la modernidad avanzada (Beck, Giddens y Lash 1997), de la segunda modernidad (Beck, 2004), de la modernidad fluida (Bauman 2003), del fin del programa institucional de la modernidad (Dubet 2002), o del fin de la modernidad planificada (Wagner, 1996). Todas ellas colaboran en la organización de una nueva agenda de investigación y reflexión en Ciencias Sociales: la globalización, la interculturalidad, el proceso (post)moderno de constitución del individuo, la sociedad “hipertexto”, el capitalismo cognitivo, la net-economía, la sociedad del riesgo global, las desregulaciones, el fin de las instituciones modernas, la “glocalización”, las postmetrópolis, etc.

Puestos a elegir, modernidad reflexiva es en nuestra opinión la descripción más ajustada para la época de cambios en que nos encontramos. Reflexión o bien incertidumbre, desconfianza, escepticismo y un largo etcétera no son más que variaciones de un mismo tema: la constatación de los límites de la acción humana, los límites de la intención, del proyecto y la planificación. Pero la constatación de los límites de la capacidad de dominio del ser humano, aun siendo una gran lección de humildad y prudencia, se realiza desde la razón y desde la esperanza de un mayor control que incluya el conocimiento claro de sus propios límites. No es extraño que la desconfianza hacia los sistemas de gobierno o hacia la utilidad de las Ciencias Sociales se acompañe de una gran confianza en la tecnología o en las ciencias naturales. La situación emergente más que “postmoderna” es una fase de agudización de las tendencias de la modernidad: refinamiento del cálculo de previsión racional hacia una reflexión constante, adaptable y compleja, refinamiento de la idea de progreso superando una visión lineal y simplista, superación cada vez mayor y más global de las determinaciones espaciales y temporales, al tiempo que se estructura una economía de intercambio y de interrelación más densa y compleja (también a mayor “distancia” y menor “tiempo”), acendramiento de las tendencias de individuación que han caracterizado las fases previas de la modernidad, tendencia a la multipertenencia y la multiplicidad psíquica e identitaria, aparición de una solidaridad y cohesión social “conmutativa”... (Ascher, 2001).

S. Lash (2005, 285) clarifica en qué sentido debemos entender la reflexividad de esta época. No es tanto la reflexión racional separada de la

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vida y sobre la vida, como la parte de la vida que “da cuenta” de ella misma; la reflexión no es la actividad de un sujeto racional trascendente sobre sus propias determinaciones, en la que teoría y práctica se dan en dos niveles diferentes, aquélla sobre ésta. La reflexión es más bien, dice Lash, una fusión de ambas, una fusión de pensar y hacer en actos de comunicación. La acción no está separada del discurso, de la razón, que la legitima, tal como han pensado Weber o Habermas, la legitimación de la acción es un rasgo de la misma, la legitimación es un rasgo de la actividad. Se encuentra en el curso de la acción y de las prácticas. Llamaremos a este modo de la legitimación “paradigma de la legitimación por la interdependencia” y nos fijaremos en el estilo de la acción como determinante de la legitimidad de la misma, dependiendo de que dicho estilo se acomode o no al “conformismo práctico y discursivo”. En definitiva, la reflexión es la parte de la acción que da cuenta según los códigos del orden práctico de ella misma. La inteligibilidad de la acción y su sentido se encuentran en la misma acción como “estilo”. Y aunque se sepa dar cuenta de ese sentido, la mayoría de las veces se reconoce sin discurso ad hoc en las prácticas ordinarias o en el transcurso de la acción en las que cada vez son más centrales las comunicaciones, glosas o comentarios de actividades y expresiones (Lash, 2005, 292).

El análisis de Lash de la sociedad de la información, a diferencia de los análisis de otros autores como Bell, Castells o Touraine, parte de las cualidades primarias de la propia información y de su extensión, la informacionalización (2005, 22) desarraigo, comprensión espacio-temporal, relaciones en tiempo real, etc. Un nuevo paradigma del poder y de la desigualdad se abre con el proceso imparable de informacionalización. En un régimen informacional los fundamentos trascendentes se pierden, son sustituidos por un empirismo sin contrapartidas trascendentes. No hay dualismo desde arriba, como en la oposición sagrado / profano de los sistemas religiosos, ni dualismo por abajo, “de la profundidad”, como en las “formas de vida y la ontología” de la modernidad, en su lugar nos queda “el significado empírico, cotidiano y contingente” (2005, 45). Tampoco para el poder, encontraremos fundamentos trascendentales, el poder también se informacionaliza. El poder adquiere la forma de la información: vive en flujos, en tiempos y espacios comprimidos, acelerados, es discontinuo, se inclina hacia la inmediatez y hacia el control inmanente desde y en las prácticas.

En las formas de vida tecnológicas, en el “régimen informacional” ¿necesita el poder legitimidad? Nuestra respuesta es que sí. El poder sigue precisando “sentido”. La búsqueda del sentido del poder sigue ahí, se da cuando la acción subjetiva busca sentido o sirve para dar sentido a las determinaciones que

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se viven como externas. Evidentemente esto supone que hay un sujeto que vive esa “determinación” como algo externo e impuesto, no deseado o no comprendido. En todas las formas sociales hay un sentido implícito e ignorado por quienes han surgido en ellas. Hay también formas de relación y acción salientes, ajenas, que pueden ser vividas como “imposición”, “constricción”, “violación”. Y lo son porque rompen el vínculo social básico, el que va con la propia relación y en el que vive la autoridad. La reconstrucción de ese vínculo es la legitimación: el proceso por el cual el poder, la influencia o la determinación social recobran el sentido y son así consentidas. Sujetos desvinculados hacia ciertas formas de determinación pretenden que éstas sean sustituidas por el producto emergente de sus voluntades, un deseo que crece junto a la autonomía percibida de los actores y la lejanía y abstracción de las fuentes del poder.

Del mismo modo en que han cambiado las formas de vida, han cambiado las formas de concebir y vivir el poder implícito en ellas. Por eso mismo hablaremos de paradigmas y de principios de legitimación. Hoy el poder precisa como siempre de sentido, no un sentido trascendente y sagrado como en el paradigma religioso, donde lo “diferente sagrado e inefable” funcionaba como fuente de poder legítimo, ni un sentido “profundo” y básico como el paradigma ideológico moderno, en el cual la igualdad más profunda (la de nación, la clase o la humanidad) trasladaba la fuente de lo sagrado a lo profano “positivo”, hoy el poder se legitima en lo empírico de los sentidos convencionales, acordado entre sujetos que se constituyen, adquieren voluntad y acción en procesos “comunicacionales”. Se podría decir que del contrato sociopolítico hemos pasado al contrato sociopsicológico, que en este vínculo sociopsicológico reside hoy el sentido político.

En las “formas tecnológicas de vida”, la creación de sentido es para otros. Significa “dar cuenta”, “glosar”, “comunicar” (Lash, 2005, 46). La glosa, el comentario de las actividades cotidianas, resume qué son la creación de sentido o el conocimiento en estas formas tecnológicas de vida; pensar es hacer y es comunicar, en la cultura tecnológica la reflexividad es práctica y es comunicación. También para el sentido del poder, es decir, también para los procesos de legitimación y deslegitimación que podemos así comparar a glosar al poder (en principio, a cualquier tipo de poder e influencia). Lo que ha variado enormemente es el espacio de la comunicación y, por ende, sus protagonistas. Se han abierto espacios que imponen nuevas formas de relatar y comentar, directa o indirectamente, el sentido de los poderes: formas efímeras, comprimidas, discontinuas, difusas. Y lo mismo ocurre con los sujetos y sus códigos de referencia: la expansión y la discontinuidad, conjuntadas en la

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interconectividad, rompen la previsible y “natural” continuidad de códigos de espacios de comunicación y pensamiento tradicionales y lineales. En las redes telemáticas y en la vida multicultural no hay códigos comunes previos, tan solo los que sirven o imponen (según se mire) el encuentro con el “otro” y que se presentan a sí mismos como “no lugares” (y “no códigos”), como si no fueran contextos capaces de dar significado. Pero como espacios, por genéricos que sean, amparan el encuentro y la relación suficiente para generar pidgins morales: sistemas básicos que regulen el intercambio y la vida en común en la medida en que ésta se hace necesaria. Y, además, los sujetos emergentes no aparecen nunca en un vacío atemporal, ni en una proyección trascendental. Son sujetos a medias, hechos y construidos como objetos antes que hacedores, agentes o constructores. Tienen historia, acumulan experiencia y tiempo, se hacen en la empiria del día a día, con límites determinados por su situación y sus encuentros. Son sujetos psicosociales, producto de procesos de psico y sociogénesis.

Aquí es donde nos situamos: en un paradigma de la legitimidad por la “interdependencia”, por la interconectividad. Los procesos de legitimación son hoy en día una negociación constante por ser reconocido por el “otro”. Un “otro” que puede ser “uno mismo” cuando hablamos del reconocimiento de una audiencia y que puede ser un “otro interlocutor” cuando hablamos del reconocimiento entre actores enfrentados en un campo de acción y discurso. El producto de la legitimación son vínculos psíquicos de reconocimiento de autoridad, de influencia o simplemente de subjetividad propia. La deslegitimación, en un recorrido inverso, es la destrucción del reconocimiento y de los vínculos que supone. En un último extremo es la deshumanización del otro, que aún vincula por el odio, y por fin, su exclusión o aniquilación.

Todo conflicto implica deslegitimación, pero hay un tipo de deslegitimación que aumenta con el tipo informacional de sociedad: la exclusión. La interdependencia, sea hacia la legitimación o la deslegitimación, supone algún vínculo, alguna conexión (intersubjetiva, instrumental, agónica), la exclusión solo supone desvinculación de las redes y los espacios de comunicación. Así que los excluidos cuando se resisten buscan formas de ser incluidos, de comunicar y de ser atendidos. Necesitan conectarse, ser alguien o algo para alguien. De todas formas, no creemos que existan formas de absoluta exclusión, hay numerosos grados y campos en los que ser excluido de la conformación del poder o en los que conseguir participar como interlocutor.

Dentro de este paradigma de la legitimidad, proponemos un modelo de análisis para los procesos de legitimación que parte de la apertura de campos de acción y discurso y que reivindica la particularidad de lo político entendido

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en general como la práctica reflexiva de constitución y regulación del poder social de la que son protagonistas múltiples sujetos. No ignoramos que al igual que el poder político se enraíza en la potencia prepolítica (en sentido tanto lógico como temporal) la crisis de la legitimidad también se enraíza en la vida cotidiana, en el día a día de sujetos que van aprendiendo a ser cada vez más suspicaces y precavidos ante los poderes que les afectan y determinan. La particularidad de lo político no es igual a su trascendencia. Lo político es respecto a otras formas de institución de lo social cada vez más inmanente, su reivindicación se ubica, pues, en una relación en la que lo político no pretende subsumir lo no-político, en la que la política se implica y contamina otras formas, otras esferas u otras lógicas de la vida. En todas ellas encontramos la crisis del poder legítimo, la imposición de la violencia cruda, las relaciones de dependencia psíquico-libidinal que ahogan la autonomía, los empeños por recuperar el discurso intersubjetivo y la acción reflexiva.

La crisis de legitimidad está en la interacción y en los marcos de interacción, en las instituciones en las que se han desarrollado las prácticas cotidianas y en las que se han constituido los sujetos de las mismas. La crisis de legitimidad es también crisis del sujeto. Una crisis que ante todo es cambio. Se habla, por ejemplo, de crisis de autoridad ante la creciente falta de autoridad que hace ingobernable (imprevisible e incontrolable) el conjunto de relaciones sociales, sea cual sea su objeto, pero la carencia de los modelos heredados de autoridad más que a la pérdida de “toda autoridad” nos remite a cambios fundamentales en la formación y perduración, en la institucionalización, de la autoridad. Cambios que pueden ser explicados en parte atendiendo a cuatro ejes.

El primero, el eje del poder y de la influencia (sobre el que tratan los capítulos segundo y tercero). Hay que englobar la legitimidad en el marco general de las relaciones de influencia y control social, en las formas actuales del poder. En toda relación, en toda interacción hay una determinación o una afección mutua de los implicados, pero aun de acuerdo con Foucault en que toda relación es una relación de poder, habrá que aclarar ante qué tipo de “poder” nos encontramos o, en términos más genéricos ante qué tipo de influencia y control social nos encontramos. Toda interacción es en parte coacción, pero no en toda interacción se da de la misma manera la determinación entre actores. La expresión de la influencia social es variada y se vive y se experimenta de formas que van desde la violentación (la violencia y la imposición sentida por uno mismo) hasta la asunción inconsciente del dominio del otro (la asunción de la legitimidad del poder del otro sobre uno mismo o la vinculación asimétrica y jerárquica, la dependencia, respecto al

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otro). En todos los casos el poder, el poder de influir o el poder de controlar al otro y a la propia situación o actuación, es una característica de la relación, de las disposiciones que articulan la relación, que guían la interacción y que determinan cuál es la identidad de cada participante, su “lugar” y su “función”. Cuando los sujetos asumen e incorporan esas disposiciones la relación se “reproduce” en sus términos. Los hábitos o rutinas ordinarias y los rituales extraordinarios pretenden precisamente esta reproducción pero, como trataremos más abajo, a medida que los sujetos toman distancia respecto a las disposiciones en las que se han socializado o en las que están siendo socializados, plantean problemas para asumir los roles y las disposiciones que los determinan, plantean nuevas formas de relación y reclaman cambios o los van introduciendo sin más en una resistencia y una espontaneidad cotidiana. A medida, en definitiva, que los sujetos van tomando conciencia de su capacidad de reformar y de dirigir el curso y la naturaleza de sus relaciones van convirtiéndose en actores de su propia determinación. Un fenómeno que evidentemente problematiza las relaciones e interacciones sociales, que hace más difíciles y complejas las formas de gobierno y de control social, que produce numerosas formas de reivindicación y protesta, de participación o de negociación en la redefinición de las relaciones de influencia.

El segundo eje es el del sujeto o actor (sobre el que se hablará en el primer, segundo y tercer capítulo). Nos encontramos ante una constante reivindicación de la autonomía del sujeto, sea individual o colectivo, sea parcial, un semisujeto, o integral, un sujeto para sí y en sí. Parece ser que nos encontramos ante el acendramiento en la norma básica de la construcción de la identidad en las sociedades modernas: el sujeto es soberano, debe gobernarse a sí mismo e incluso debe crearse a sí mismo. ¿Hasta qué punto pervive esta norma-mito? La sociedad actual es lo suficientemente compleja para que los individuos deban saber encarar diferentes situaciones con una relativa autonomía respecto a las determinaciones sociales, es decir, están ante una pluralidad de opciones que les conducen a un cada vez mayor y más necesario autocontrol, con una consecuencia correlativa: la constitución de sujetos que se desean autocontrolados y autónomos. Y no solo en el plano individual, los actores colectivos también se representan usando el discurso del sujeto soberano. Pero además la acción colectiva se presenta como la ocasión de ejercer la soberanía y la autonomía. Los movimientos sociales, la protesta colectiva, son desde este punto de vista la respuesta activa de sujetos autoconstituyentes que se enfrentan a las limitaciones impuestas por sistemas cada vez más complejos y por redes de poder cada vez más abstractas, más inidentificables. Son reacciones de defensa de la autonomía personal y de la

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identidad colectiva frente al control omnisciente del Estado, las corporaciones multinacionales, etc.

En definitiva, la configuración social actual, entre el acceso a la autonomía del sujeto y las redes de poder globalizadas con centros de decisión distantes, ocultos o difusos, da lugar a la acción colectiva de personas que reivindican la norma identitaria de la modernidad, la autonomía, frente a la lógica imperativa de los sistemas sociopolíticos y económicos. Pero la subjetividad de esta modernidad no es la de la primera modernidad industrial. La subjetividad no se da como sujetos encerrados en sí mismos, idénticos a sí mismos y diferentes en todo a los otros. La autonomía que aún dirige los afanes de la subjetividad puede seguir siendo la búsqueda de la identidad esencial, pero “por imperativos de la época”, la subjetividad es cada vez más el producto de la intersubjetividad, situada no fuera sino dentro del propio sujeto. La pluralidad constituye al sujeto. La interdependencia y el reconocimiento de la pluralidad inclinan al sujeto más hacia el autocontrol (en realidad, hacia el mutuo control) y hacia la mutua inhibición que hacia la autonomía unilateral (Sloterdijk, 2007).

El tercer eje es el de la acción colectiva (a la que se dedicará sobre todo el capítulo cuatro y parte del tercero). La acción colectiva es un “juego estratégico” en el que siempre hay una multiplicidad de actores que se definen y constituyen mutuamente a medida que el juego de interacciones avanza. Según el análisis estratégico (Crozier y Friedberg, 1977) los actores hábiles tratan de situarse en el campo de juego en la mejor posición respecto a los otros, para ello explotan las “zonas de incertidumbre”, es decir, los espacios no reglamentados, y así aumentan su “margen de maniobra” creando sus propias oportunidades (estrategia ofensiva) o bien disminuyen el margen de maniobra del contrario (estrategia defensiva), todo ello en una constante “negociación”. El espacio de juego estratégico entre actores colectivos es, sigue siendo, la política. Reivindicar la acción colectiva, ejercer acciones colectivas, ser actor colectivo, etc., son las expresiones de la política aún no reducida a mera administración, de la política entendida como construcción de polis. La política actual se asemeja a una fábrica de subjetividades, es un campo de producción de sujetos colectivos en el que los aislados individuos de la “acción racional” encuentran pocas oportunidades. Paradójicamente, el sujeto individual ha perdido el protagonismo político en esta era de individualización rampante. En política el encuentro y el combate son entre “colectivos” que se presentan tanto más sustanciales cuanto mayor es el conflicto que les enfrenta. La política de los sujetos colectivos es cultural, es identitaria y es conflictiva. Pero no debemos olvidar que los sujetos colectivos

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son en su mayoría multiformes y de vinculación parcial. Por ello mismo, el ser colectivo pasa con mayor intensidad por el sujeto individual, reside más en la autoconciencia individual y en la experiencia personal que en instituciones y normas objetivas. Y se conforma en acciones estratégicas y multilaterales. Los movimientos sociales, los partidos políticos, los sindicatos y los grupos culturalistas o religiosos en la medida en que devienen políticos presentan opciones, posibilidades, propuestas a las audiencias con las que pretenden mantener un contrato, un vínculo de identidad y representación. Un vínculo psicosocial que se alimenta el conflicto y en él se alimenta, pero que fuera de contextos conflictivos tiende a convertirse en una opción personal parcial, en unos recursos de presentación social, en un capital social. El sujeto individual y su experiencia son determinantes en la adhesión, más que la institución social.

Los medios y las tecnologías de comunicación e información, el mercado y el consumo, han afectado a las adhesiones, pero vienen precedidos por cambios fundamentales en la concepción de la socialidad y de la individualidad. Buena parte de la actividad de los “actores colectivos” tiene por objeto explícito la legitimación del sujeto colectivo, de su acción y de su lugar en el “juego” de la acción social. En una época postsocial (Touraine, 1992, 2005) los actores colectivos no son un conjunto uniforme, multifuncional o para todas las demandas (no tienen “ideología” o “tradición” como código universal) y se unen y separan según intereses particulares, transitorios. Incluso, podríamos decir, en aquellos casos en que se pretenden uniformes y universales. No es extraño que las metáforas que nos hablan de los actores colectivos hayan pasado de la masa física, de los estratos y sus presiones topológicas, y de la estructura social y cognitiva, a la red, la malla y los flujos informacionales. La teoría del actor-red es un buen síntoma de qué sujetos colectivos e individuales se despliegan en nuestras (re)presentaciones. Estamos, pues, en una sociedad de “comportamiento colectivo”, en una sociedad de “movimientos” (Neidhart y Rucht, 1992). La sociedad “posmoderna” es un mundo de emergencia, de contingencia y flujo; características que definen los comportamientos colectivos.

El último eje es el de la comunicación, que se nos presenta como paradigma, matriz o metáfora de toda la vida social y a la que dedicamos el último capítulo. El mundo de los flujos es un mundo de comunicación, más que de información (Lash, 2005). El paradigma de legitimidad correspondiente a la sociedad de la comunicación es a su vez un paradigma de la interconexión y del con-trato, del vínculo y de la intersubjetividad, de la co-acción y la mutua inhibición. Los conflictos y procesos de deslegitimación se orientan hacia la

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negación del estatuto de interlocutor primero, hacia la expulsión del campo de acción y comunicación después. La aportación básica de este estudio consiste en aplicar un modelo comunicacional articulado en torno a la noción de interlocución, a los procesos de legitimación y deslegitimación. El hecho de considerar los procesos de legitimación a través de la acción colectiva en una sociedad denominada de la comunicación justifica el uso de modelos de comunicación, aun así sustentaremos su uso en la naturaleza del fenómeno a estudio.

Como ya hemos indicado, el modelo no es solo un producto de la reflexión teórica, se debe en buena medida a la indagación empírica sobre casos particulares de procesos de deslegitimación. Desde que comenzamos a estudiar los movimientos sociales y la acción colectiva, sobre todo en el campo de las identidades políticas, nos percatamos de que un mínimo de reconocimiento del otro era necesario para abrir o ser admitido en un campo de acción-discurso en el que participar y actuar (Villarreal y Apodaka, 1996). Ese reconocimiento mínimo se igualaba al reconocimiento en el otro de un contrincante, un concurrente, un opositor o un enemigo; en ocasiones era un “jugador” contra quien se era alguien y, en consecuencia, era un contrario que concedía identidad en un juego de oposiciones e interdependencias mutuas. Que el mínimo reconocimiento fuera recíproco era clave en la admisión de un actor en un campo preexistente, que fuera simétrico dependía ya de cómo se desarrollase la acción y el discurso en dicho campo. Enseguida nos percatamos de la importancia del vínculo de legitimidad. Era eso lo que se le negaba o discutía al actor que pretendía participar en un campo, era eso mismo lo que se le discutía al actor que pretendía abrir un nuevo campo de acción y discurso. Y esto servía para niveles de acción y prácticas muy diferentes, ya que aunque los procesos de deslegitimación encuentran su potencia en las prácticas cotidianas en entornos de acceso inmediato, en relaciones interpersonales emocionalmente muy cargadas, se desarrollan haciendo frente a políticas institucionales y a discursos elaborados en esferas particulares y especializadas.

Desde ese punto de vista, una cadena de vinculaciones psicológicas y simbólicas servía de armazón y articulación de los actores colectivos implicados en campos de acción y discurso inestables y conflictivos. Que dichos campos se desarrollasen como campos comunicacionales, que los reconocimientos evolucionaran hacia acuerdos intersubjetivos o que las vinculaciones pasaran de contratos de influencia a contratos de autoridad era algo que debía analizarse en cada caso, según su historicidad. Concluimos que el comportamiento

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estratégico, sea acción estratégica, o comunicación estratégica, nos podría servir para explicar el éxito de la acción colectiva. Incluimos en “estratégico” la legitimidad para actuar con y en nombre de alguien, es decir, “estrategia” incluye la vinculación entre los actores individuales (los grupos, colectivos o redes organizadas) y la audiencia a la que dicen representar, de la que dicen ser ellos. Los trabajos de Moscovici, Mugny, etc. nos dirigieron al estilo de comunicación como clave en la creación de vínculos a través de identificaciones que son a su vez producto de “comunicaciones” de un estilo particular. De una u otra forma, los actores sociales, colectivos e incluso individuales, nos han enseñado que tienen poder, que son capaces de autoconstituirse (y de hacerlo de forma constante) y actuar con eficacia, es decir, cumpliendo planes y logrando objetivos. Y, nosotros hemos querido ver en las vinculaciones que articulan la clave de su poder, ya que dichas vinculaciones o contratos se establecen sobre identidades: sobre lo que logran ser gracias a su estilo de comunicación y de acción en un campo multilateral.

El “campo comunicacional” se articula como un contrato entre partes con unas normas contractuales que no difieren mucho del mutuo reconocimiento y del respeto a los modos propios del campo. Pero la constitución del actor colectivo a través de la vinculación comunicacional no agota la acción colectiva, es su inicio. Hay otro contra o con quien competir y es fundamental aparecer en esos “enfrentamientos” o “mutuos reconocimientos” para ser “reconocido”. Como hemos dicho, la opción siempre está abierta entre el camino hacia el reconocimiento recíproco y más o menos simétrico, hacia lo intersubjetivo, o hacia el conflicto cada vez más cruento y extremo, hasta el abismo de la crueldad humana que parece no tener fondo.

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FUNDAMENTOS PSICOSOCIALES DE LA LEGITIMIDAD

1.1. El estudio de la legitimidad en Psicología Social

La legitimidad y los procesos de adquisición y pérdida de la misma pueden parecer temas extraños y poco tratados en Psicología Social. No es exactamente así. Aun limitándonos a una Psicología Social canónica y disciplinar, evitando por tanto hablar de los estudios de Psicología Social enmarcados en otras disciplinas sociales, encontramos investigaciones, propuestas teóricas y modelos de análisis sobre procesos de legitimación y deslegitimación en la mayoría de los campos clásicos de la Psicología Social: en los procesos de percepción y cognición, en las relaciones intergrupales e interpersonales, en los procesos de influencia y persuasión, en las actitudes sociales, en el cambio de actitud y en distintos modelos de comunicación. Hay materia suficiente para constituir un campo específico y, de hecho, se han dado pasos hacia el mismo. Parece ser que nos encontramos ante un campo interdisciplinar emergente en el cual la Psicología Social aporta avances sustanciales.

Tal como indican Jost y Major (2001, 3) numerosas propuestas teóricas e investigaciones realizadas en Psicología Social en los últimos tiempos convergen hacia la cuestión de la legitimidad: la teoría de la identidad social (Tajfel, 1979; Tajfel y Turner, 1986; Hogg y Abrams, 1988; Moghaddam y Perreault, 1993), la teoría de la dominancia social (Pratto et al. 1994, Sidanius y Pratto 1993), la de la justificación del sistema (Jost y Banaji 1994), estudios recientes sobre prejuicio, autoconcepto o sobre la justicia procedimental (Tyler 1989, 1990, 1997, Tyler y Lind 1992), o sobre el poder y la autoridad (Leyens, 1982; Milgran, 1984; Bar Tal, 1990; Ibáñez, 1987; Moscovici y Mugny, 1987), o sobre la relación entre accounts, percepción y emociones (Mills, 1940; Scott y Lyman, 1968; Scherer, 1996; Roseman, Spindel y José, 1990).

Estudios y propuestas que parten a su vez de antecedentes necesarios para un análisis integral de los procesos de deslegitimación y legitimación, así como de la cuestión genérica de la legitimidad: la creencia en un mundo justo (Rubin y Peplau, 1975; Lerner, 1980), la obediencia a la autoridad (Milgram,

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1974; Kelman y Hamilton, 1989); la tolerancia a la injusticia (Martín, 1986; Lind y Tyler, 1988); la privación relativa (Runciman, 1966; Olson et al., 1986); estudios sobre ideología, sistemas ideológicos y “falsa conciencia” (Billig, 1982; Moscovici, 1988); procesos y fenómenos intergrupales (Ridgeway y Berger, 1986; Tajfel y Turner, 1986; Gurin, 1985). Antecedentes o vías de aproximación al campo de la legitimidad a los que hay que sumar aquellos que sí han tratado la cuestión directamente (Blau, 1964; Hollander, 1958, 1964, Zelditch y Walker, 1984; Berger y Zelditch, 1998; Bar-Tal, 1989, 1990; Walker et al., 1991). En resumen una larga lista de trabajos sobre creencias, actitudes, estereotipos y otros fenómenos psicosociales en los que se sostiene o se pone en duda la legitimidad del status quo, en los que se racionalizan y justifican elementos disonantes.

Dos ideas claves han canalizado el desarrollo de estos trabajos: la primera es la igualdad como situación social legitima per se, la segunda la necesidad de legitimidad para que el poder perdure. En general, los trabajos mencionados parten de la misma inquietud: ¿cómo justifica la gente la desigualdad?, ¿cómo la tolera? y ¿cómo la reproduce? Un presupuesto que en pocas ocasiones se discute y que se debe, a nuestro juicio, al fondo ideológico y cultural de la psicología social canónica, según el cual no hay discusión sobre la naturalidad, racionalidad y lógica inherente de la igualdad entre los seres humanos, así que lo que debe ser explicado son los fenómenos que construyen e instituyen la desigualdad (Jost y Major, 2001, 8). Lo cual, como explicaremos más adelante, se debe al paradigma de legitimidad “moderno”.

También la segunda idea, esto es, la necesidad de legitimidad para que el poder perdure, se remite a viejas y clásicas concepciones del poder que han sido recogidas y actualizadas por numerosos estudios en Ciencias Políticas y Sociológicas y sobre todo en lo que Nisbet denominó la “Tradición Sociológica”. En nuestro campo, se ha aplicado a la percepción de líderes y autoridades y se ha relacionado con la obediencia, aceptando en general que hay una relación inversamente proporcional entre legitimidad y desobediencia que solo factores como la fuerza física o la amenaza corrigen o moderan (Gurr, 1970; Flacks, 1969; Kelman, 1969; Moore, 1978). La combinación de ambas ideas se resuelve en una preocupación por la estabilidad de los sistemas e instituciones sociales “modernas” acechados por la protesta, la pérdida de autoridad y la crisis de los dispositivos y principios de legitimidad. (Ejemplos en Psicología Social son Zelditch y Walker, 1984; Useem y Useem, 1979, Walster, Walster y Berscheid, 1978).

A pesar de los referidos trabajos, hay que admitir las más que notables diferencias respecto a la importancia que se ha dado a esta cuestión en otras

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disciplinas de las Ciencias Sociales, en particular y de manera sobresaliente en Sociología y en Ciencias Políticas, en las cuales la legitimidad es un fenómeno clave en la explicación de las formas, relaciones y vínculos sociales, de las instituciones, del cambio y de la reproducción social. No hay teoría social que no desarrolle el tópico de la legitimidad. Citemos solo algunos de los nombres de referencia que nos acompañarán en este trabajo: Durkheim relaciona directamente la legitimidad con el modelo de solidaridad social; Weber con la acción colectiva y su sentido subjetivo; Habermas con el vínculo social y los procesos comunicacionales; Bourdieu con la constitución de capitales simbólicos; Nisbet con la clásica distinción entre poder y autoridad; Foucault con la necesidad de que el poder devenga autoridad si ha de perdurar.

Si obviamos las aproximaciones más normativas, características de las ciencias y el pensamiento político, la cuestión de la legitimidad se ha orientado casi siempre hacia las creencias y la adhesión e implicación del sujeto respeto a sus propias creencias y los vínculos sociales e interpersonales que establecían las mismas. Es decir, la Sociología, en general, estaba reclamando teorías psicosociales acerca de la legitimidad. ¿Por qué, entonces, no se ha tratado directamente la legitimidad en Psicología Social? ¿Debemos atribuir este descuido al paradigma psicologista? Zelditch (2001, 48) reivindica la especificidad y necesidad del análisis de la legitimidad frente a las normas o las creencias, aun cuando aquélla se base en éstas. Una reivindicación necesaria porque ha sido fundamentalmente el estudio de los procesos de normalización y normativización (incluidos en el estudio de la influencia social) los que han ocupado el lugar de la legitimidad. 2

El estudio de la legitimidad aparece, por tanto, como un campo abierto a numerosas aportaciones, con abundante apoyo teórico e investigación empírica de muy diferente estilo. Y no menos variado es el número de fenómenos implicados en los procesos de legitimación y deslegitimación: influencia, persuasión y cambio de actitud, obediencia y construcción psicosocial de la autoridad, relaciones y conflictos intergrupales, cambio e innovación social, adhesión institucional o vínculos interpersonales, etc. Como hemos dicho, quienes han tratado la cuestión de la legitimidad en Ciencias Sociales han tendido a buscar la explicación de la misma en un nivel psicosocial (incluso cuando se ha pretendido tomar un punto de vista objetivo, sistémico o puramente 2 Ver, en este sentido, el estudio de Oceja et al. (2001), “¿Por qué cumplimos las normas? Un análisis psicosocial del concepto de legitimidad”, acerca de las variables que determinan el cumplimiento o la trasgresión de normas, entre las que figura la “legitimidad” junto a la “probabilidad percibida de castigo formal”, “desaprobación social” y el “convencionalismo”. Asimismo, la teoría de la disuasión (Andenaes 1974, Gibbs 1975, 1986, Cornish y Clarke 1986) y otras líneas de investigación acerca de la formación y cumplimiento de las normas sociales: Tapp y Kohlberg (1971), Cialdini, Kallgren y Reno (1991), Ajzen y Fishbein (1981), Tyler (1990, 1997).

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normativo). Por esto mismo, este estudio que tiene como objetivo concreto el análisis de los procesos de legitimación y deslegitimación en la acción colectiva comienza con “los fundamentos psicosociales de la legitimidad”.

1.2. Fundamentos de la legitimidad: control social y autonomía subjetiva

Comenzaremos nuestra andadura desde los fundamentos psicosociales de la legitimidad; o mejor dicho, desde las condiciones de posibilidad de la cuestión de la legitimidad desde un punto de vista psicosocial. Un punto de vista, por tanto, que atiende a la constitución psicogénetica y sociogénetica de la legitimidad, que examina qué tipo de “psique” y qué tipo de “vínculo y campo social” correlativo se encuentran en el origen del problema de la legitimidad.

Como es conocido, legítimo proviene del latín legitimus: ajustado a la ley. Las leyes son normas de regulación que, sea cual sea su naturaleza, sean naturales, positivas o sagradas, son obligatorias y constrictivas. Son regulaciones que hacen posible sistemas de actuación (el universo, la naturaleza, la sociedad), en los que las cosas son y suceden de una determinada manera. Las leyes se han considerado o bien “dictadas” y “puestas” por un actor (en el sentido de auctor, el autor de la ley) o bien como regularidades emergentes de los sistemas. La primera opción nos remite a las leyes sagradas y positivas, instauradas por Dios o por los hombres; la segunda, a las leyes “naturales” que surgen sin propósito y sin intención, del contacto y de la interacción entre los elementos básicos que conformarán un sistema. Lo social ha sido entendido de ambas formas y las leyes de los sistemas sociales han sido tomadas por intencionales, leyes dictadas y sancionadas por una voluntad agente, o por emergentes, leyes sin intención y sin autor particular3.

En ambos caso lo legítimo es lo “propio”, lo que “pertenece de por sí” a esa regulación. Desde un punto de vista psicosocial, algo es legítimo si se acuerda con las normas, valores, creencias, prácticas y procedimientos aceptados por un grupo (Zelditch, 2001, 33), y legitimidad es la calidad de pertinencia percibida según esos “marcos de percepción”. Esta definición psicosocial, “subjetiva” y empírica deja sin satisfacción a las posiciones normativistas que pretenden una definición sustancial, prescriptiva y universal. ¿Existe algún fundamento para una definición normativa de la legitimidad? Depende de la concepción que se tenga de la ley y de los asuntos humanos, toda normatividad

3 En castellano la denominación “legitimista” se hizo popular para nombrar a los defensores de un pre-tendiente al trono. “Nuestro legítimo Rey” era el “verdadero y único Rey”, el otro era un advenedizo, un intruso. Tal como un hijo ilegítimo o “natural” es un hijo concebido fuera y contra las leyes y usos sociales, se consideren de origen humano o divino.

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se apoya en la fuerza social, histórica y cultural de sus principios, es decir, en la fuerza social de su discurso, en particular de su concepción de la ley. Son muy diferentes las consecuencias de las interpretaciones de la naturaleza de la ley, según se conciba su pertinencia como algo fuera o dentro del alcance de la intención humana: si la intervención humana no puede alterar la ley no hay problema de legitimidad. Por el contrario, si la intervención intencional humana puede afectar a la ley surge el problema de la legitimidad que estriba en determinar si las actuaciones humanas son o no son ajustadas a la ley. De este modo el término se ha restringido a los campos de las leyes o normas positivas: lo estrictamente jurídico, lo lícito, lo apropiado, lo justo4. Se usa para juzgar actuaciones y sujetos que pretenden mediante sus actuaciones modificar o mantener sistemas sociales. La aplicación del término a lo político (que tiene como trasfondo la lucha por la soberanía entre Iglesia e Imperio) deviene en la afirmación de la justicia o de la propiedad del poder en justicia: poder legítimo o autoridad.

La legitimidad, o bien el problema de la legitimidad, supone una visión particular de lo social y de lo humano. Una visión política que establece como a priori la capacidad del ser humano para la acción intencional, para la regulación de sus actuaciones y sus relaciones. Como hemos dicho, si el orden social es algo natural se excluye la intervención intencional según valores particulares. No hay pregunta sobre el ser de la “sociedad” (Lechner, 1986). La forma de institucionalización del campo de acción y relación social como sistema social afecta a la concepción de la agencia y de la praxis sociopolítica. Buena parte de los conflictos sociales enfrentan representaciones sociales diferentes acerca de lo social y de la acción social y, por supuesto, acerca del actor social y colectivo. Desde esta perspectiva, la política es un juego de actores colectivos o sociales, de sujetos individuales que se vinculan en redes o círculos de relación, de producción de discurso y acción, para modificar o para hacer perdurar algún aspecto de la realidad social, inclusive el “orden social como un todo” (fácilmente identificable con la “realidad en sí”) al que se considera obra humana. Por tanto, las condiciones de posibilidad del “problema de la legitimidad” se sitúan primero en la naturaleza atribuida al orden social (al orden humano), el discurso acerca de los colectivos, grupos o sociedades en las que somos y, 4 La concepción de la “justicia” como adecuación o correspondencia, esto es como “justeza”, se en-cuentra en el universo griego y despunta, por ejemplo, en la República de Platón. La legitimidad está estrechamente relacionada con lo “justo” de las actuaciones; nori berea da zuzenbidea (a cada cual lo suyo, es justicia) expresa en lengua vasca la vieja noción consuetudinaria de la legitimidad de la justicia como justeza. Los debates modernos se han centrado en la distinción entre justicia en los procedimien-tos y en la actuación contra justicia en la distribución de bienes y recompensas. Sobre la relación entre representaciones de la justicia y legitimidad. (Ver Berger et al. 1972 y Tyler 2001).

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segundo y consecuentemente, en la naturaleza atribuida a la acción humana, a su intencionalidad y a su eficacia.

Si las relaciones sociales se viven como algo sagrado, natural o impuesto por una voluntad inamovible y todopoderosa (una ley ajena a la voluntad del ser humano), el campo del conflicto político permanece oculto bajo el discurso, no se permite la política porque se niega la capacidad de autotransformación social. Se puede ver este estado de cosas en el discurso religioso que pretende que la realidad social es producto de leyes sagradas y que la única voluntad creadora es la de algún dios. Igualmente los discursos tecnocráticos imponen el saber experto, la ortodoxia, sobre la opinión, sobre la doxa: no hay discusión cuando nos enfrentamos a sistemas regulados por leyes ajenas a la voluntad intencional, a los deseos o los valores humanos. Sistemas como el económico o el social, si se entienden como estructuras superordenadas y emergentes, deben ser gestionados por el conocimiento experto y no por la opinión ordinaria o corriente; incluso se puede llegar a concebir el sistema como un ente con funcionamiento autónomo, con lo cual la participación intencional humana para modificar las cosas será concebida como una barbaridad fuera de toda lógica (de la lógica del sistema, por supuesto).5

Los sistemas sociopolíticos más instituidos cambian y desaparecen, no solo como consecuencia “perversa” de la acción humana, sino también como consecuencia de proyectos humanos que tienen por objetivo esos mismos cambios. Un gran trabajo de institucionalización, de imposición de un orden, de un discurso sobre lo social, puede retener durante tiempo la constitución de voluntades conscientes. En nuestra historia, se suele suponer que las sociedades tradicionales consiguieron hacer perdurar el orden instituido durante largos periodos de tiempo, exagerando así el equilibrio y la continuidad de las sociedades tradicionales (a las que a veces se ha negado incluso la historia). En parte esta perspectiva se debe a la explosión moderna de voluntad de cambio regulado. Una voluntad encarnada y pensada en y desde sujetos políticos, cuya expresión moderna es, como veremos más adelante, el discurso del Sujeto Soberano. El discurso de la acción intencional abre las puertas al problema de la legitimidad, pone las condiciones de posibilidad cognitiva (y social) para pensar que los seres humanos pueden decidir y construir su vida en sociedad,

5 Seguimos la terminología de Bourdieu (2000-a). La doxa es el mundo de la creencia indiscutida, la ortodoxia y la heterodoxia discursos que se enfrentan en la definición de la realidad y, por ende, de la le-gítima estructura y acción social. La aparición de estos discursos se produce según Bourdieu (y Weber) con el desarrollo de productores especializados de discursos y prácticas diferenciadas, es decir, con la división del trabajo simbólico, del que quedan desposeídos (aunque no absolutamente) gentes que solo organizándose a través de nuevas y no reconocidas e ilegítimas prácticas obtendrán algún instrumento de producción simbólica (es la lucha de los laicos frente a la iglesia, de lo popular frente a lo culto, de lo vulgar frente a lo refinado, del “hombre de la calle” frente al técnico especialista, etc.)

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pueden aplicar su conocimiento y su opinión en la “cosa pública”, que en general los seres humanos tienen poder. Hay que creer en el poder intencional y particular para pensar en el poder legítimo o ilegítimo (Lechner, 1986). El poder no intencional y genérico o universal dentro de un sistema dado no plantea problemas de legitimidad, ni siquiera problemas morales. Es el caso de las leyes físicas, contra las cuales nadie se levanta protestando por su imposición ilegítima. No hay autor que dicte la ley, ni libre albedrío que pueda ser juzgado por su pertinencia o impertinencia.

La cuestión de la legitimidad se plantea con la autoconstitución de sujetos (siempre “relacionales”: frente o con el otro) dotados del poder para actuar según sus deseos y voluntad, para imprimir en la acción el sentido deseado. Weber situó en el sentido de la acción la legitimidad, aun si bien no redujo a la acción intencional el actuar humano, no ignoró que junto o bajo las estructuras y las tendencias sociales existen razones (sentidas y concientes) en la acción, porque existe voluntad subjetiva, deseo de comprensión cognitiva, axiológica y emocional. Estamos ante un tema recurrente de la filosofía del sujeto: la determinación del mundo por la conciencia. La otra cara del problema, la determinación de la conciencia por el mundo llevada al extremo de negar la autonomía y la autoproducción subjetiva niega la cuestión de la legitimidad, niega que sea un problema o una dimensión problemática: lo dado es lo justo, es lo apropiado, es lo normativo. De todas formas, las ciencias sociales y en particular la Psicología Social ha avanzado lo suficiente para no caer en dicotomías estériles: se ha desarrollado suficientemente el conocimiento sobre la constitución de los sujetos como para saber que si bien es un producto sociogenético, también es sociogenerador.

Si la razón es una práctica social determinada por las estructuras y las leyes del sistema, podemos suponer que el acuerdo ciudadano está impregnado de la “fuerza de las cosas” (Lechner, 1986, 41). El acuerdo no es más que la consecuencia de la socialización en la conformidad. El poder social genera una realidad que a su vez determina el acuerdo sobre la organización del poder político, un acuerdo que va de suyo, sin discusión, por la sola determinación de lo fáctico (Lechner, 1986). Ésta es la legitimidad inherente a lo “instituido”: el grado cero de la legitimidad, cuando la legitimidad del orden o de cualquier actuación no es visible, cuando se siente pero no se habla de ella, cuando es consustancial al infrapoder que sustenta lo instituido social. El sujeto permanece en ese orden, en esa actuación o relación confundido con la misma, sin reflexión ni divergencia. Pero la razón y el sentido de la acción no se reduce a una comunión sin fisuras ni divergencias respecto a las fuerzas estructurantes, porque las “fuerzas sociales estructurantes” también

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constituyen conciencias, o sujetos, con capacidad para poner en tela de juicio las constricciones sociosimbólicas en las que han nacido; son, en una palabra, “habilitadoras”. Los vínculos sociales que producen dominio, dominación u opresión también producen autonomía, capacidad para la resistencia y subversión. No todos los vínculos sociales, no todas las formas de representar y actualizar lo social habilitan de la misma manera. No todas las relaciones sociales constituyen sujetos capaces de determinar sus propias vinculaciones y representaciones y organizarse para ello6.

La legitimidad es un capital simbólico que vincula psicológica o simbólicamente a los sujetos implicados en una relación de dominio (sean dominantes o sean dominados). Es, en palabras de Bourdieu, un “capital simbólico de reconocimiento” que asegura ser reconocido como legítimo por parte de quien se encuentra en el “otro lado” de cualquier relación: “...cualquier propiedad (cualquier tipo de capital, físico, económico, cultural, social) cuando es percibida por agentes sociales cuyas categorías de percepción son de tal naturaleza que les permiten conocerla (distinguirla) y reconocerla, conferirle algún valor” (Bourdieu 1997, 108). Estas categorías de percepción hacen posibles las relaciones de intercambio simbólico, son su código. En el caso de las relaciones de dominio compartir las categorías perceptivas es requisito para la obediencia o la sumisión (para el conformismo moral), sin esas “estructuras subjetivas” (estructuradas por las estructuras sociales objetivas a las que a su vez refuerzan por medio del habitus) no habría interdependencia psicológica o simbólica. Es el conformismo moral lo que asegura la vinculación entre dominados y dominantes como interdependencia que hace invisible la relación de poder: “los actos simbólicos suponen siempre actos de conocimiento y de reconocimiento, actos cognitivos por parte de quienes son sus destinatarios. Para que un intercambio simbólico funcione es necesario que ambas partes tengan categorías de percepción y de valoración idénticas. Cosa que también es aplicable a los actos de dominación simbólica que, como resulta manifiesto en el caso de la dominación masculina, se ejercen con la complicidad objetiva de los dominados, en la medida en que para que semejante forma de dominación se instaure, hace falta que el dominado aplique a los actos de dominación (y a todo su ser) unas estructuras de percepción que a su vez sean las mismas que emplea el dominante para producir esos actos” (Bourdieu 1997, 170). Es evidente que el sentido de la vinculación no es el mismo para ambos polos de la relación: el dominado 6 El “grado cero” se puede entender como un respeto ciego por el poder que se ejerce por el hecho de ser ejercido, sin más consideración moral, es el estadio “convencional” del razonamiento moral de Kohlberg (1973). Este tipo de razonamiento (en Kohlberg es un estadio del desarrollo moral) es el pro-pio del conformismo social, del respeto a la autoridad instituida por el mero hecho de ser la autoridad instituida y del mantenimiento del orden por ser el orden establecido.

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reconoce el “poder” del dominante que a su vez se reconoce como dotado de dominio. Esa vinculación a veces se logra por medio de “marcos explícitos de interpretación y comprensión”, pero suele ser fruto de la socialización o incorporación subjetiva de las estructuras objetivas y posiciones jerárquicas del campo social que aparecen así como “naturales” y hacen de cualquier dominación una relación con “sentido”, un sentido implícito y consistente.

Cuando el universo social y simbólico es estable, lo natural o lo evidente de dicho universo es invisible. Lo mismo ocurre con el poder: las relaciones de dominación y de control social pueden permanecer de forma evidente, sin saliencia, sin visibilidad. Cualquier “injusticia” (según nuestros criterios) puede ser psicológicamente soportable siempre que sea parte “natural” del universo simbólico del sujeto. Por ejemplo: un siervo de la gleba podía soportar (psicológicamente, esto es, con sentido) las arbitrariedades de su señor y un modo de vida miserable siempre y cuando estuvieran adecuadamente integrados en su conocimiento del mundo social, en su medio cultural, y en última instancia, en su identidad. Del mismo modo, una persona puede admitir y dar sentido a una actuación que le inflige dolor, a una violencia sentida como tal: una mujer golpeada justifica la paliza, la racionaliza, y da sentido a lo que le ocurre, pese al dolor, englobándolo en un universo cultural que determina su percepción y su comprensión. Hace tiempo Linz (1978) propuso esta paradoja como criterio operacional de la legitimidad: la legitimidad de una estructura social es indicada por el hecho de que es soportada por aquéllos que no ganan nada haciéndolo y por aquéllos que se beneficiarían del cambio de estructura social. Podemos añadir, incluso por aquéllos que sufren con dolor esa estructura social. Reconocer la autoridad del poder y de la dominación no impide en todos los casos que la violencia sea sentida con dolor y desesperación, pero puede ser a pesar de ello, legítima, considerada necesaria y natural en ese estado de cosas, no arbitraria ni contingente.7

7 Respecto a la agresión Berkowitz (1974, 1969) estudió la relación entre frustración injusta e inespera-da y agresión. Mummendey (1984, 74) señaló que la agresión no es un acto aislado sino un episodio en una secuencia de interacciones; que sea percibido como agresión depende de la interpretación y juicios acerca del acto de las personas implicadas, del contexto situacional, de las divergencias de perspectiva según las posiciones sociales y del desarrollo temporal del acto. Hinde y Groebel (1989) delimitaron la influencia de la estructura sociocultural e institucional en la agresión: hay una influencia directa al atribuir a ciertas personas o estatus legitimidad para ejercer la violencia, e indirectamente a través de las creencias que se usan para juzgar si una interacción violenta o una violación de normas es admisible (sobre la relación entre normas y agresión ver Muñoz 1990). Tedeschi (1989), por ejemplo, rechazó las definiciones dadas sobre agresión (intención de daño...) por “subjetivistas” y definió agresión como ejercicio del poder coercitivo mediante amenaza o castigo. Pero el poder coercitivo puede ser apli-cado de forma legitima e ilegítima; como se trata de explicar aquí, para que un fenómeno físico sea “agresivo” los sujetos afectados deben percibirlo así. Son factores de esa “percepción” la intromisión percibida, la atribución de intención en el agente, la atribución de “Agencia” (los objetos no agreden, carecen de control e intención en su “comportamiento”), y la legitimidad o vinculación psicológica con

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El problema, sin embargo, no es meramente individual, el límite de lo psicológicamente aceptable es algo socialmente construido. Los marcos y recursos interpretativos que el sujeto dispone son obra colectiva, ellos determinan qué es soportable y qué es legítimo. Y es un límite subjetivamente incorporado. La vinculación psicológica se establece en relaciones de dominio, que mientras pertenecen al orden de las cosas y están incorporadas en las prácticas y discursos, son legítimas. Así es posible vivir en un mundo de colusión, un mundo en el que como decía Bourdieu el habitus (las disposiciones interiorizadas) coincide con el hábitat, un mundo en el que la vinculación no es ni contractual, ni comunicativa (Bourdieu, 1999, 194). La ruptura de la colusión de la doxa es la ruptura de la vinculación psicológica (y la necesidad de su recuperación por medio de comunicación y de contratos). La legitimidad, por tanto, se pone en cuestión cuando los aspectos simbólicos y prácticos de la vida social son modificados y se enfrentan, cuando el sentido común o la comprensión más evidente acerca del mundo del sujeto choca con las prácticas y relaciones en las que debe vivir. La ruptura psicológica respecto al orden práctico es o puede ser también una ruptura respecto a la autoridad correspondiente al mismo, que aparece como un poder ilegítimo (Nisbet 1975).

En definitiva, una actuación es legítima cuando se ajusta al orden simbólico que organizan los marcos de interpretación y comprensión de un campo social dado. Cuando una actuación no se encuentra en su “sitio”, sobre todo si se trata de una actuación con pretensiones normativas, los sujetos perciben falta de legitimidad en la misma. La deslegitimación es, por tanto, el proceso por el cual se mina y destruye la autoridad o la propiedad para detentar poder (Nisbet 1975, Habermas 1992). Deslegitimación y legitimación son procesos de pérdida y adquisición de la mencionada “calidad de pertinencia percibida”, pero “legítimo” y “legitimidad” se aplica sobre todo (aunque no exclusivamente) a las relaciones de influencia y dominio de unas personas sobre otras; por ello deslegitimación y legitimación son procesos de modificación o mantenimiento de formas de percibir relaciones de influencia y dominio por parte de los sujetos implicados: cómo se percibe al otro implicado en

el agente. La interpretación discursiva del acto es lo que lo convierte o no en una agresión (Gergen, 1984; Martín-Baró, 1983; Stainton-Rogers et al., 1995). En la interpretación y negociación social del sentido del acto tiene especial importancia su saliencia, recogemos esta diferencia sustancial en M. Benyakar (2003): en la violencia, a diferencia de la agresión, el hacedor del daño aparece enmascarado y no le permite al sufriente captar la amenaza implícita de la situación. La fuente de violencia, social o personal, no se puede identificar. El proceso de identificación, de la fuente y del daño como tal, convierte la violencia (simbólica o estructural) en agresión. La visibilidad depende en gran parte de lo antinormativo del comportamiento, pero hay comportamientos violentos que no se entienden como agresión y agresiones que no son antinormativas, ni ilegítimas. La agresión puede ser, muy al contrario, bien normativa, incluso para el sufriente.

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la relación, cómo se perciben sus actuaciones, cómo se percibe la relación. Kelman (2001, 57) indica que los procesos de legitimación y deslegitimación son procesos de recategorización que convierten lo opcional en obligatorio y lo obligatorio en opcional respectivamente, lo que podemos interpretar como una transformación del así es o el así puede ser en así debe ser, de manera que en las relaciones de poder y autoridad el vínculo establecido en las mismas pasa, en una u otra dirección, de lo convencional a lo necesario: el poder es o puede ser obedecido, mientras que el poder legítimo o autoridad debe ser obedecida.

Una línea clásica de reflexión acerca del poder nos dice que no hay dominio que dure sin esa vinculación, que la fuerza no es suficiente para hacer durar las instituciones sociales establecidas sobre relaciones de dominio. En Sociología es una idea común a Simmel (que distinguía entre la fuerza no social y el poder social que precisa del acatamiento voluntario del subordinado) y a las teorías del intercambio (Blau, 1964) pero que también encontramos en autores como Parson (1951) o Foucault (1991). Una idea que en el pensamiento político fue bien elaborada por Maquiavelo y continuada por Rousseau, Constant, Gentile, Gramsci y G. Ferrero en su obra Poder: los genios invisibles de la ciudad (1942) en la que se identifica legitimidad y obediencia libremente asentida. Son de sobra conocidas las expresiones de asombro y denuncia de Etienne de la Boëtie o de Hume ante la facilidad con la que el gobierno de unos pocos se imponía a la mayoría por medio de un vínculo espiritual o creencia, por un hábito o costumbre.8

Superado el asombro inicial no cabe más que admitir que el poder funciona precisamente porque va más allá de la fuerza inmediata y establece vínculos durables interiorizados por quienes participan de un modo u otro en la relación de poder, hasta el punto en que el poder de la fuerza se convierte en poder del vínculo: “Sabemos que el ejercicio de la fuerza va acompañado por un discurso cuyo fin es legitimar la fuerza del que la ejerce; se puede decir incluso que lo propio de toda relación de fuerza es el hecho de que solo ejerce toda su fuerza en la medida en que se disimula como tal” (Bourdieu 2000c, 222). De hecho, “institucionalizar” significa vincular en relaciones de sentido más allá de la fuerza coercitiva (aunque no existe institución tan “consagrada” que no precise del amparo de fuerzas coercitivas más o menos 8 De la Böetie en su Discurso de la Servidumbre Voluntaria de 1576 se proponía dar satisfacción al asombro provocado al “ver como un millón de hombres sirve miserablemente, teniendo el cuello bajo el yugo, no constreñidos por una fuerza muy grande sino en cierto modo encantados y prendidos por el solo nombre de Uno (...) ¿Cómo tiene algún poder sobre vosotros, si no es por obra de vosotros mismos?”. Son muy parecidas las muy citadas palabras de Hume: “Nada aparece más asombroso para aquel que considera los asuntos humanos con un ojo filosófico que la facilidad con que muchos son gobernados por pocos”.

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formalizadas). Vincular se entiende como “sujetar” al otro en una relación de dependencia de la cual no puede salir sin pensarse a sí mismo de otra manera, sin reformular su autoconcepto y seguramente la visión que tiene del mundo y de su lugar en el mismo.

La legitimación del poder no es posible sin una conciencia reflexiva acerca de las determinaciones sociales y el control social y una acción intencional y autónoma del sujeto9. Pero ¿cómo es posible poner en duda y cuestionar las vinculaciones y las determinaciones que constituyen al propio sujeto que las pone en cuestión? O dicho de otro modo, ¿cómo es posible, de dónde surge este actor intencional y reflexivo? ¿Cuáles son los límites, las condiciones de posibilidad de la acción intencional y por tanto de la (des)legitimación? Las respuestas a estas preguntas se irán desgranando en los capítulos siguientes. En éste nos conformaremos con plantear dos cuestiones previas que determinan el marco general del problema de la legitimidad en el sentido apuntado por las preguntas anteriores: la pluralidad normativa que afecta a la constitución del sujeto y que viene acompañada de un tipo de control social interno o psicologizado y la correspondiente transformación de las formas de vinculación social y de Gobierno. En resumen, las anunciadas “condiciones psicosociológicas” del problema de la legitimidad.

1.2.1. La psicologización de las vinculaciones

Es una idea clásica bien elaborada en el “conductismo simbólico” de H. G. Mead que los sujetos, en un grado o en otro, asimilan las formas de interacción de los colectivos y campos de relaciones en los que participan (Mead, 1991). Una de las reglas de oro del pensamiento sociológico: durante la socialización fuerzas sociales externas llegan a ser principios rectores de

9 Hablaremos de ello: la acción reflexiva necesaria para la deslegitimación hunde sus raíces en prác-ticas no reflexivas, emocionales e inmediatas de “sublevación” emocional y corporal (Scherer, 1996). Bourdieu considera las emociones como producto de los marcos de percepción incorporados, marcos que dan lugar a la acción individual o colectiva que será a posteriori reflexionada (racionalizada y discurseada) para prosperar en un proceso de deslegitimación. Pero una visión demasiado “intelectua-lista” de las prácticas nos lleva a reducir a un solo y excepcional momento de reflexión la diversidad de lógicas y de momentos “para la reflexión”. Más correcto sería hablar de numerosas constataciones de divergencias con el orden dado que se expresan en reacciones ante una injusticia, una iniquidad, algo que nos subleva, revela o nos alarma (si algo nos subleva es porque no se acuerda con los marcos perceptivos que determinan qué es y qué no es “aceptable”) y que van fraguando en discursos y prác-ticas de resistencia. Estos discursos y prácticas son el motor de los procesos de deslegitimación, en los que sí es posible ir reformulando los marcos perceptivos de forma intencional. En esas reacciones se encuentra la capacidad de crear discursos y de dar inicio a procesos de deslegitimación. Procesos que no se inician de forma mecánica y necesaria, son mediados por discursos que explican a quien ha reac-cionado de esa forma porque lo ha hecho. Las ideologías, pero también otros relatos menos ambiciosos cumplen ese papel.

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la conducta con los que el sujeto se identifica. De este modo resulta sencillo explicar por qué funcionan las sociedades, por qué se dan las regularidades que podemos observar en la conducta social y cómo es que los sujetos bien socializados se atienen al orden social y lo reproducen. La socialización y el control social garantizan el orden.

Mead planteó una concepción precisa acerca de la relación entre el control social y la propia naturaleza de las relaciones sociales y el self. La noción medular de dicha relación es la del “acto social”: un acto es un acto social cuando es el fruto de una cooperación entre individuos en la que cada individuo introduce “dentro de sí mismo” los posibles actos de los demás. Es decir, cuando la acción particular de un individuo es fruto de un cálculo en el que se han tenido en cuenta las posibles actuaciones de los demás. Parece ser que todo acto social es una forma de acción colectiva, esto es, que se sustenta en la previsión de las acciones de los demás, en la comunicación y en un fondo simbólico común, sin los cuales no tendría lugar la interiorización de las posibles acciones de los otros como condiciones de la propia actuación. Las intenciones atribuidas a los demás (la posible actitud de los demás) configuran el entorno en el que se decide la acción propia, regulan y determinan de manera abierta la actuación de cada cual y este proceso se complica además, dado que en las actitudes atribuidas a los demás deben integrarse las posibles respuestas al acto de uno mismo y es, además, un proceso abierto a la corrección, al ajuste y al feedback. Del acto social surge el “objeto social”; como ejemplo del cual Mead propone la “propiedad”. “La propiedad se convierte en un objeto tangible porque todas las fases esenciales de la propiedad aparecen en las acciones de todos los que están implicados en el intercambio, y aparecen como rasgos esenciales de la acción del individuo” (Mead 1991, 178). Otro objeto social característico es el “sujeto colectivo”: un objeto social producto de actos sociales en los que los implicados toman por sujeto de la acción de cada cual al “colectivo”10.

El sujeto de los actos sociales es un sujeto reflexivo, un self que organiza su propia respuesta con las tendencias de responder a su acto por parte de los otros” (Mead 1991, 178). Las tendencias de los otros, sus “actitudes”, no son siempre las de unos sujetos particulares, reconocibles y presentes. A menudo, se hace una generalización del “otro”, que se personaliza en la figura del “otro 10 Son numerosas las teorías que explican la constitución de los sujetos colectivos mediante mecanis-mos psicológicos o psicosociales de identificación, categorización, representación, etc. (desde perspec-tivas diferentes, así lo han hecho Mead, Lacan, Tajfel, Turner, Latour, Hogg y Abrams, etc.). En general, se admite que la persona está desde su origen y constitución imbricada en la relación social, por tanto, no es un problema saber si existe el sujeto colectivo (aunque lo pueda ser su “tipo de existencia”): nace-mos y vivimos en círculos de relación cuyos miembros se autorrepresentan y autocategorizan en térmi-nos sociales y colectivos, para poder pensar, desear y actuar en términos personales, individuales.