El primer Lorca - Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

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EL PRIMER LORCA * POR JOSE HIERRO Este trabajo no va a ser una demostración, sino más bien una serie de indicios para que alguien más calificado los estudie y com- pruebe. El olfato de lector ha intervenido aquí más que el rigor del crítico. Comprendo qve la intuición nada hace sin la ciencia. Lo con- trario es igualmente cierto. La intuición sirve para relacionar dos poemas que tienen un acento común, aunque sus palabras no coin- cidan en absoluto. La crítica—en el sentido más químicamente puro, la que carece de intuición—puede establecer nexos entre dos poemas, que en nada dependen uno del otro, por el simple hecho de que de- terminados adjetivos, procedimientos, metros, se parezcan. El intui- tivo capta las relaciones a oído. El crítico, con la vista. Pero dejemos ya las divagaciones. En la Antología de la poesía españoL· de La Novela Corta, editada en 1919, se incluye la Balada de la placeta, de Federico García Lorca, un poeta desconocido. No ha publicado, hasta ese momento, un solo poema. Ver antologizado a un poeta de obra inédita no deja de ser excepcional, sobre todo si el poema no es ninguna cosa del otro mun- do. Nos interesa el dato porque, aunque marginal al tema, indica cómo la vida del granadino estuvo presidida por un astro propicio. Tal vez se alegue que el antologo fue lo suficientemente perspicaz para adivinar, bajo unos pocos versos, el gran poeta futuro. Pero éste es también un argumento a favor de la buena estrella lorquiana: tro- pezar con un antologo honesto y valiente no es demasiado frecuente. (No olvidemos que las condiciones de un buen recopilador, además de sensibilidad y juicio claro, son la honestidad y la valentía. Sólo ellas le permiten excluir al amigo que no alcanza la talla y, lo que es más difícil aún, incluir a un desconocido que nadie iba a echar en falta Si la exclusión del amigo le gana el título de injusto, la inclu- sión del desconocido no le libra de ser motejado de arbitrario.) Este poeta inédito estrena en el Teatro Eslava de Madrid, en 1920, una comedia: El maleficio de L· mariposa. Los hados siguen estando * Conferencia pronunciada el 17 de abril en el Instituto de Cultura His- pánica, de Madrid, dentro del ciclo organizado por la cátedra de Ramiro de Maeztu. 437

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EL PRIMER LORCA *

POR

JOSE HIERRO

Este trabajo no va a ser una demostración, sino más bien una serie de indicios para que alguien más calificado los estudie y com­pruebe. El olfato de lector ha intervenido aquí más que el rigor del crítico. Comprendo qve la intuición nada hace sin la ciencia. Lo con­trario es igualmente cierto. La intuición sirve para relacionar dos poemas que tienen un acento común, aunque sus palabras no coin­cidan en absoluto. La crítica—en el sentido más químicamente puro, la que carece de intuición—puede establecer nexos entre dos poemas, que en nada dependen uno del otro, por el simple hecho de que de­terminados adjetivos, procedimientos, metros, se parezcan. El intui­tivo capta las relaciones a oído. El crítico, con la vista. Pero dejemos ya las divagaciones.

En la Antología de la poesía españoL· de La Novela Corta, editada en 1919, se incluye la Balada de la placeta, de Federico García Lorca, un poeta desconocido. No ha publicado, hasta ese momento, un solo poema. Ver antologizado a un poeta de obra inédita no deja de ser excepcional, sobre todo si el poema no es ninguna cosa del otro mun­do. Nos interesa el dato porque, aunque marginal al tema, indica cómo la vida del granadino estuvo presidida por un astro propicio. Tal vez se alegue que el antologo fue lo suficientemente perspicaz para adivinar, bajo unos pocos versos, el gran poeta futuro. Pero éste es también un argumento a favor de la buena estrella lorquiana: tro­pezar con un antologo honesto y valiente no es demasiado frecuente. (No olvidemos que las condiciones de un buen recopilador, además de sensibilidad y juicio claro, son la honestidad y la valentía. Sólo ellas le permiten excluir al amigo que no alcanza la talla y, lo que es más difícil aún, incluir a un desconocido que nadie iba a echar en falta Si la exclusión del amigo le gana el título de injusto, la inclu­sión del desconocido no le libra de ser motejado de arbitrario.)

Este poeta inédito estrena en el Teatro Eslava de Madrid, en 1920, una comedia: El maleficio de L· mariposa. Los hados siguen estando

* Conferencia pronunciada el 17 de abril en el Instituto de Cultura His­pánica, de Madrid, dentro del ciclo organizado por la cátedra de Ramiro de Maeztu.

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de su lado, pues no se trata de una pieza que pueda incluirse en el apartado de «obras comerciales», ajustadas a las normas del éxito seguro. No es tampoco una obra medianamente defendida por el pres­tigio—en otros terrenos creadores—de su autor.' Tampoco posee la novedad y la calidad suficientes para tentar a un empresario arries­gado y afanoso de renovación del teatro. Sin embargo, el milagro se produce. Estrena en el teatro comercial; dirige la obra Martínez Sie­rra; la representa la compañía de Catalina Barcena; los decorados son de Barradas; La Argentinita interpreta unas danzas.

En 1921 aparece su primer libro de versos: el Libro de poemas. En los años inmediatamente posteriores publica poesías en revistas minoritarias y ofrece lecturas públicas. Antes de aparecer, en 1927, su segundo libro poético —Canciones—, Federico es un poeta famoso —a pesar de la escasa obra publicada—y comienza a ser popular—aunque su estética sea minoritaria, renovadora, difícil en cierto modo. Como secuela inevitable de su popularidad, comienza a dibujarse el fantasma del lorquismo; es decir, el uso por sus imitadores de ciertos procedi­mientos expresivos que Lorca emplea por absoluta necesidad poética.

Tratar de ver lo que hay ya en este primer Lorca es el motivo de las líneas que siguen. Para ello, es necesario enfrentarse con su Libro de poemas. Una vez leído, se tiene la impresión de que se trata de un libro desigual, como escrito por tres poetas distintos, cada uno de los cuales se aleja un paso de la tradición inmediata. De los tres, sólo uno es ya «casi» Lorca. Sus poemas poseen los elementos caracte­rísticos de su poesía posterior, aunque aparezcan, en la mayoría de los casos, diluidos, sin perfilar, ocultos bajo la hojarasca discursiva. Es como si estuviesen a falta de una última poda, de la tarea sinte-tizadora que elimine grasas retóricas y revele el músculo armonioso. Se esté o no de acuerdo con esta afirmación, lo innegable es que una nota nueva y fresca existe ya en esta poesía. Pese a su novedad, el público que la escucha no necesita hacer un esfuerzo de acomodación para dejarse penetrar por su magnetismo. Es como si oyese algo fa­miliar, antiguo y eterno, pero expuesto de manera deslumbradora. Es poesía nueva hecha de tradición enriquecida, no de tradición burlada.

Quizá piense alguien que me contradigo. Expongo, por un lado, mi creencia de que el Libro de poemas es obra desigual y borrosa. Al mismo tiempo reconozco que Lorca se impone desde sus primeros versos, lo que implica la existencia de una personalidad bien diferen­ciada. Pero la contradicción es sólo aparente. Al referirme al primer Lorca pienso en el que, si todavía no es plenamente él mismo, ya no es otro. Y pienso sobre todo que no es el poeta, sino el recitador de sus propios versos, el que se impone. Es su voz la que aglutina los ele-

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mentos dispersos. Es la buena ejecución la que hace olvidar los luna­res de la obra escrita, la que hace vibrar las zonas muertas del poema. Digamos, sintetizando caricaturescamente, que la personalidad no está todavía en el poema, sino en el poeta. De la admirable manera de recitar Lorca nos han dado noticia suficiente quienes tuvieron la for­tuna de oírlo: no se trata de una mera suposición mía.

Pero vayamos a su primer libro. Las poesías que lo componen (ex­cepción hecha de una fechada en 1915), están escritas entre los años 1918 y 1920. En todas (salvo una) aparece, bajo el título, el año en que fue escrita. En la mayoría figura también el mes y, frecuentemente, el lugar. Trataremos de ver, siguiendo las fechas, cómo van borrán­dose esos dos Lorca que no presagiaban a Lorca y, consecuentemente, cómo se perfila el poeta que habría de ser.

Los poemas escritos en 1918 son doce. No es necesario ser muy pers­picaz para advertir, en una primera ojeada, que hay dos nombres que pesan sobre esta primera fase de su obra: Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez. La presencia de éste es clara y constante. Escuchemos a Lorca hablando con voz de Juan Ramón :

Hoy siento en el corazón un vago temblor de estrellas, pero mi senda se pierde en el alma de la niebla...

(«Canción otoñal.»)

En estos poemas de 1918 la presencia de Rubén es menos rotunda, menos absorbente que la de Juan Ramón. Acaso fuese mejor dedi­que no es la voz del nicaragüense, sino la de algún modernista, imita­dor de Rubén, la que resuena en Lorca:

¡Oh cisne moreno, cuyo lago tiene lotos de saetas, olas de naranjas y espumas de rojos cheles que aroman los nidos marchitos que hay bajo sus alas!

(«Elegía.»)

Es posible, incluso, que alguien perciba aquí la fogosidad colorista de Salvador Rueda. En el poema aparecen expresiones tópicas del mo­dernismo: «escanciando aromas», «dionisiaca copa de tu vientre», «in­censarios», «lotos», «bacantes». Y, sin embargo, bajo las fastuosidades modernistas, aparece acá y allá la voz lorquiana, en tanto que el modelo juanramoniano le obliga a una más estricta dependencia. En esta misma

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«Elegía» de la que acabo de citar cuatro versos, exister» a veces expre­

siones como ésta:

De tus ojos saldrán dos claveles sangrientos y de tus senos rosas como la nieve bL·ncas,

donde ya parece transparentarse, bajo el modernismo, el lorquismo,

A ratos suenan sus versos a refrito posromántico:

Esta noche ha pasado Santiago su camino de luz en el cielo. Lo comentan los niños jugando con el agua de un cauce sereno...

(«Santiago. Balada ingenua.»)

que prefigura, aunque ç\ tiro no haya dado en el blanco, el

Espadón de nebulosa mueve en el aire Santiago

(«Romance del emplazado.»)

Hay, incluso, en esta primera serie de poemas, acentos becqueria-

nos, pero de un Bécquer mal entendido por algún poeta campoamo-

rino: Se deshojan las rosas en el lodo. ¡Oh dulce Juan de Dios! —¿Qué ves en estos pélalos gloriosos? ¡Chico es tu corazón!

(«Preguntas.»)

Los ejemplos podrían multiplicarse. Pero no se trata ahora de apor­tar abundantes testimonios y sus consiguientes demostraciones: es cosa que cualquiera puede comprobar adentrándose en las páginas del Libro

de poemas. Baste por el momento con estas muestras, que no tienen carácter de excepcionales, para dejar señalado el influjo, sobre el jo­ven Lorca, de la poesía de Juan Ramón y de esa otra que comienza en el posromanticismo y llega hasta el modernismo más tópico. Hay una tercera línea de impreciso encasillamiento. Se ajustan a ella algunos poemas. Su acento general coincide con los versos que paso a citar:

Tienen gotas de rocío las alas del ruiseñor, gotas claras de la luna cuajadas por la ilusión.

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Tiene el mármol de la fuente el beso del surtidor, sueño de estrellas humildes.

Las niñas de los jardines me dicen todas adiós cuando paso. Las campanas también me dicen adiós...

(«Canción menor.»)

Yo diría que estos poemas andan en la órbita de la poesía de Juan Ramón, aunque no sean directamente tributarios suyos. Es decir, que estos versos no habrían podido ser escritos de no haber existido el mo* guereño. La diferencia entre ellos y los que sufren directamente la presión de Juan Ramón reside ante todo en la intención creadora. Tra* taré de explicar ésto.

Un poeta, en sus primeros ensayos—dejando aparte casos geniales como el de Rimbaud—, carece de expresión propia. Su actividad crea^ dora suele manifestarse por dos vías. Una de ellas consiste, sencilla­mente, en expresar unas ideas, sucesos, sentimientos, valiéndose del verso. No hay una voluntad de estilo. El poeta, incapaz de expresar su mundo con formas, con voz, propias, carga el acento sobre el qué, olvidándose del como. El resultado es algo que se parece más a una versificación que a un verdadero poema, pues éste nace fatalmente con su cuerpo y su alma, en tanto que aquélla, la versificación, se limita a traducir al lenguaje rítmico una experiencia que, inicialmente, era ajena a la poesía. Por muy importante y nuevo que sea lo que se cuenta, por muy bien expresado, a efectos retóricos, que esté, el poema es in­existente cuando su autor no ha «pensado en formas poéticas». Todos conocemos estos falsos poemas de grandes poetas. Imaginemos lo que ocurre cuando el falso poema es obra de un poeta sin voz propia.

El otro camino que tienta igualmente al poeta que comienza con­siste en partir de la forma, pensar en formas poéticas, poseer el acento, la atmósfera, el color espiritual del poema antes de saber qué dice. (Al­guna vez he escrito que el poeta, cuando escribe, lo que hace es recons­truir un poema perdido del cual conserva todo, excepto el significado lógico de las palabras.) Lo que le ocurre al poeta aún no formado es que no parte de una emoción propia, sino de una ajena—un poema ajeno—que ha resonado en él. Lo que reconstruye, entonces, al escri­bir, es el poema estímulo. Y si parte de una emoción propia, al carecer de voz personal, se apoya en una falsilla que lo ayude a expresarse y que coincide con la tonalidad de su emoción. En consecuencia, lo mismo si parte de una emoción prestada que si lo hace de una emoción

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propia que expresa por medio de formas ajenas, el resultado es un poema donde lo único que se percibe es su dependencia del modelo.

Cuando Lorca procede así, sus falsillas son Juan Ramón o el mo­dernismo. Cuando, por el contrario, pretende expresar su mundo, la expresión posee un vago perfil, pues no tiene características propias y, por otra parte, no se ha apoyado en fórmulas ajenas. Pero toda expre­sión poética se basa siempre en un convencionalismo, por muy cerca del lenguaje cotidiano que se encuentre. Basta comparar cualquier frag­mento de prosa coloquial de siglos distintos (por ejemplo, el Lazarillo, Galdós y Delibes) para darse cuenta de que, en cierto modo, no es mu­cho lo que la lengua hablada ha variado. Por lo menos si la comparamos con la poesía, incluso la de carácter más «coloquial». Un romance anóni­mo, otro del Duque de Rivas y otro de Miguel Hernández nos hacen ver hasta qué punto los procedimientos poéticos se han ido haciendo más complejos. El artificio de la sencillez poética evoluciona, se hereda, se enriquece por acumulación. No es extraño, entonces, que en esa serie de poemas de Lorca de impreciso encasillamiento existan, si no giros textuales juanramonianos, sí, por lo menos algo, un aroma del idioma, inconcebible antes de Juan Ramón, el poeta español que abre el ca­mino a la poesía del siglo xx.

Entre tanta poesía de acarreo suena, a veces, una voz nueva, tímida aún. Son chispazos aislados:

La miel es la palabra de Cristo, el oro derretido de su amor. El más allá del néctar, la momia de la luz del paraíso...

(«El canto de la miel.»)

Y veo secarse los lirios al contacto de mi voz manchada de luz sangrienta...

(«Canción menor.»)

¡Cigarra! Estrella sonora...

(«Cigarra.»)

El sol como otra araña me oculta con sus patas de oro...

(«Canción menor.»)

Es la imagen lorquiana que pugna por salir a flote. Aún necesita su síntesis posterior, su chasquido visionario, perderle el miedo a lo irra­cional, prescindir de la preparación y la resolución para hacer sonar, inesperadamente, el acorde disonante; pero llamarle a la miel «momia

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de la luz del paraíso» o comparar al sol con una araña de patas de oro no es propio de la poesía que Lorca conoce. (Aventurémonos a vatici­nar lo posible. La imagen del sol-araña, escrita algo después, bien pudo haber tomado esta otra forma más sintética: «La araña del sol me oculta / con sus patas de oro», construcción muy frecuente en Lorca.)

Acabo de referirme a la poesía que Lorca conoce, y esto parece un poco arriesgado. Pero voy a arriesgarme. Mi opinión es que su con­tacto con la poesía actual—actual de 1918—no es muy estrecho. Baso mi afirmación en lo siguiente: un poeta de veinte años no puede, en 1918, arrastrar la carga de modernismo que existe en los versos de Lorca si conoce poesía más reciente. Y esto no lo niega, sino que lo confirma, el influjo de Juan Ramón. Porque el Juan Ramón que pesa sobre estos poemas iniciales es el de Arias tristes y Pastorales, el crepuscular y nos­tálgico poeta de los romances líricos, no el Juan Ramón de Diario de un poeta recién casado y de Eternidades, publicadas en 1917 y 1918. Si Lorca, a pesar de conocer la poesía de Juan Ramón, no se despega del modernismo es, probablemente, porque la falsilla Juan Ramón le ayuda a manifestar su lado melancólico y brumoso, en tanto que el modernis­mo le sirve en los casos en que su mensaje necesita ser apasionado y sensual. Por lo menos es lo que se deduce del examen de estos versos de 1918. El tono mayor coincide siempre con el modernismo; el menor, con el juanramonismo impresionista. En el aspecto métrico, lo apasio­nado-modernista-colorista se funde en los moldes del eneasílabo, el de­casílabo, el endecasílabo, el dodecasílabo o —en el caso de «El canto de la miel»—en un endecasílabo fluctuante, donde parece que el ritmo trata de burlar las leyes del metro. Para los poemas más narrativos o de acento sosegado y melancólico, emplea métricas más frecuentemente usadas por Juan Ramón: heptasílabos, octasílabos, silvas asonantadas.

En estos poemas de 1918 aparecen, ya se ha dicho, acá y allá rasgos que delatan al poeta que sería. Pero los hallazgos parciales, escasos, no están aún arropados por el tono, por el acento general, la atmósfera que envuelve el poema y que revela al poeta antes aún de que hayamos entendido el sentido de sus palabras. Sin embargo, hay uno que repre­senta la máxima aproximación a su estilo futuro. El poema ha pasado por su lado y Lorca no lo ha visto. Me refiero a la «Elegía a Doña Juana la Loca», que anuncia ya su «Oda a Salvador Dalí» y la «Oda al Santísimo Sacramento del Altar» :

Tenias la pasión que da el cielo de España. La pasión del puñal, de la ojera y el llanto. ¡Oh princesa divina de crepúsculo rojo, con la rueca de hierro y de acero lo hilado...

(«Elegía a doña Juana la Loca.»)

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Es un poema que inquieta, porque en éí apunta ya el tono íorquiano, aunque las palabras, casi siempre, pertenezcan aún a la poesía pasada (incluso con fórmulas estereotipadas para las romanzas sin música, las que dice el actor, acercándose a las candilejas y dirigiéndose al público, en el teatro en vejso:

Granada era tu lecho de muerte, doña Juana,

la de las torres viejas y del jardín callado,

la de la yedra muerta sobre los muros rojos,

la de la niebla azid y el arrayán romántico...

Λ1 leerlo se siente como si estuviésemos frente a un poema que recor­dábamos, pero de otra manera, y no sabemos si es el recuerdo el que nos traiciona o bien si se trata de otro poema, vagamente parecido al de antaño, inferior a él. Este poema hemos de considerarlo excepcio­nal, no por su calidad, sino por su rareza, por lo que tiene de anticipa-dor. El resto de los escritos en 1918, ya hemos visto que nada tienen de Íorquiano. La «Elegía a Doña Juana la Loca», en cambio (vaticinando el pasado, como decía don Juan Valera, pues a ello nos ayuda el cono­cimiento de la obra posterior de Lorca), es ya «prelorquiana».

Los poemas de 1919 pertenecen a poetas distintos, aunque no en todos los casos podemos identificarlos con los del año anterior. Hay una serie que, al igual que aquéllos, revela una falta total de personalidad. «Canción primaveral», «Lluvia» y «Meditación bajo la lluvia» son cla-rísimamente juanramonianos. He aquí un fragmento de cada uno de ellos que hacen inútiles todas las demostraciones:

Voy camino de la tarde

entre flores de la huerta

dejando sobre el camino

el agua de mi tristeza...

(«Canción primaveral.»)

La lluvia tiene un vago secreto de ternura,

algo de soñolencia resignada y amable,

una música humilde se despierta con ella

que hace vibrar el alma dormida del paisaje...

(«Lluvia.»)

(Por cierto que, a pesar de que el color general del poema sea el juan-ramoniano de Melancolía, en un momento determinado nos asalta el recuerdo vivísimo de Rubén, no el de Prosas profanas, sino el de Cantos

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âe vida y esperanza y, más concretamente, como a nadie se le oculta, el del poema «Lo fatal»:

La nostalgia terrible de una vida perdida, el fatal sentimiento de haber nacido tarde, o la ilusión inquieta de un mañana imposible con la inquietud cercana del color de la carne.

De «Meditación bajo la lluvia» es este otro fragmento:

Ha besado la lluvia al jardín provinciano dejando emocionantes cadencias en las hojas. El aroma sereno de la tierra mojada inunda el corazón de tristeza remota.

Existe un poema de esos que califiqué de impersonales—«Los ála­mos de plata»—y algunos de aroma modernista:

Por el horizonte confuso y doliente venia la noche preñada de estrellas. Yo, como el barbudo mago de los cuentos sabía el lenguaje de flores y piedras...

(«Invocación al laurel.»)

Algunos de los encasillados como «modernistas» vienen a ser, en rea­lidad, un modernismo visto del revés, una tentativa de combatirlo con sus propias armas y, además, con el juego fresco de la ironía. Lorca inicia aquí jugueteos y cabriolas caricaturescas. Así, le dice al macho cabrío :

¡Cuántos encantos tiene tu barba tu frente ancha rudo don, Juan! ¡Qué gran acento el de tu mirada mefistofélica y pasional!

(«El macho cabrío.»)

Hay, finalmente, un par de ellos donde percibimos el eco de la voz machadiana :

Frente al ancho crepúsculo de invierno mi corazón soñaba. ¡Quién pudiera entender los manantiales, el secreto del agua recién nacida, ese cantar oculto a todas las miradas...

(«Manantial.»)

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Pero junto a estos poemas de diversas paternidades, están los que ya son plenamente lorquianos, aunque algunos lleven aún arena mezclada con el oro. He aquí un fragmento de uno, purísimamente lorquiano :

Mi corazón reposa junto a la fuente fría (Llénala con tus hilos, araña del olvido.)

El agua de la fuente su canción le decía. (Llénala con tus hilos, araña del olvido.)

(«Sueño.»)

Es evidente que esta poesía no le debe, directamente, nada a nadie. (He precisado que «directamente», pues a nadie se le oculta que todo poeta debe buena parte de lo que es a cuantos le precedieron.) En 1919 se produce, por tanto, el encuentro de Lorca consigo mismo. Ha dado un salto, lanzándose desde el juanramonismo de primera hora y el mo­dernismo más aparatoso, y ha caído de lleno en la poesía contemporá­nea. ¿Qué es lo que puede haber producido el chispazo que enciende el lorquismo? Para tratar de aclararlo, debemos volver a la cronología.

De los poco más de veinte poemas datados en 1919, en doce de ellos consta, además del año, el mes en que fueron escritos. Los tres juanra-monianos citados fragmentariamente antes están escritos en enero y en marzo. Es de abril uno titulado «Mar», de modernismo «atenuado»:

La estrella Venus es la armonía del mundo. ¡Calle el Eclesiastés! Venus es lo profundo del alma...

(Poema que, por otra parte, comienza de una forma sorprendentemente lorquiána :

El mar es Lucifer del azul. El cielo caído por querer ser la luz.

Imagen que podría tener sus raíces en Gómez de la Serna. Quede esto apuntado para volver después sobre ello.)

Hay tres poemas fechados en mayo. El menos lorquiano es «Los álamos de plata»:

Los álamos de plata se inclinan sobre el agua, ellos todo lo saben, pero nunca hablarán. El lirio de la fuente no grita su tristeza. ¡Todo es más digno que la humanidad!

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Viene a continuación (en el orden de mayor a menor personalidad, ya que la rúbrica no indica más que el mes) el titulado «Sueño». Está den­tro de ese modernismo «atenuado», irónico, fiel a la letra, aunque no al espíritu. Rosas, cisnes, «sayales de peregrino» circulan por los versos. Pero el cisne guiña un ojo al poeta. La métrica pierde su rigidez, y la expresión es más libre, más imaginativa:

Mi caballo fantástico me lleva por un campo rojizo. «¡Déjame!» —clamó llorando mi corazón, pensativo. Yo lo abandoné en la tierra llena de tristeza.

Vino la noche llena de arrugas y de sombras.

Alumbran el camino los ojos luminosos y azulados de mi macho cabrío.

(«Sueño.»)

El tercer poema de mayo es el citado poco antes (Mi corazón reposa junto a la fuente fría...). Los fechados en meses siguientes, salvo alguna leve recaída, tienen ya claramente impreso el sello del genio lorquiano. Quedan los poemas en que no aparece el mes. Una parte de ellos, en buena lógica, puede adscribirse a fechas anteriores a mayo, es decir, a la época en que Lorca no ha conectado con su personalidad, atribu­yendo a los meses siguientes los que son ya lorquianos. Pero todo ello, sobre ser un ejercicio teórico, sin demasiado interés por su parte, es posible que no se ajustase a la verdad. Porque ciertamente un poeta, una vez conquistado su propio acento, es fácil que vuelva a perderlo temporalmente, que se contagie de su prehistoria lírica. Esto ocurre porque generalmente el creador no advierte, en principio, sus rasgos diferenciales : su poesía ve más claro que él. Lo que nos importa ahora no es que en julio o diciembre de 1919 pueda Lorca escribir un poema poco lorquiano, sino que los haya escrito lorquianos en mayo y los siga escribiendo en los meses siguientes.

Así, pues, ¿qué es lo que ocurre en mayo para que una poesía bal­buciente y ecoica se afirme en su personalidad? Indudablemente se trata de un fenómeno de cristalización provocada por un hecho ex­terno: el conocimiento de la última poesía. Lorca se pone al día en la primavera de 1919. Me parece conveniente recordar aquí -^por si alguien piensa que doy demasiada importancia al hecho de su conocimiento de la última poesía—que un poeta no puede aportar nada nuevo si no conoce perfectamente el nivel de la poesía de su tiempo. Sólo gracias

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a este conocimiento evita los eternos descubrimientos del Mediterráneo y aprende, si no lo que tiene que hacer, sí lo que no tiene ya que hacer.

Es indudable que este contacto con las nuevas corrientes coincide con su llegada a la Residencia de estudiantes, cosa que ocurre en la primavera del diecinueve. En Madrid trata a una serie de jóvenes que exploran rumbos diferentes para el arte. Conoce personalmente al maes­tro Juan Ramón, que ya no es sólo el poeta de Arias tristes y Mehn-

colía, sino el que abre los caminos de la «poesía desnuda», en verso libre. Y se familiariza, desde luego, con la poesía de vanguardia, la que ha roto con lo tradicional: el creacionismo. Si el creacionismo deja poco (aparte Huidobro, Gerardo Diego y, en cierto modo, Larrea, ya un poco disidente del creacionismo) es, en cambio, mucho lo que posibilita. Huidobro ha pasado por Madrid en 1918. A finales de este año se habla de ultraísmo en la tertulia del Café Colonial, que acaudilla Cansinos Asséns. En 1919, Grecia y Cervantes publican poemas de Huidobro, Ge­rardo Diego, Guillermo de Torre, Garfias, Larrea, además de otros de poetas de la vanguardia europea. Lorca, de repente, se encuentra in­merso en esa jubilosa c iconoclasta corriente. Ha descubierto un mun­do distinto, de infinitas posibilidades creadoras. La imagen y el irracio-nalismo van a ser dos de los trofeos que el granadino alcance en esta aventura, aunque una y otro no los emplee en estado de total pureza experimental, sino aplicándolos a su concepto de la poesía de honda raíz tradicional.

Hace poco me he referido a Gómez de la Serna. En ciertos aspectos, la poesía lorquiana puede considerarse que está más cerca de la gre­guería que de la «imagen múltiple» del creacionismo. Cabe la posibili­dad, por tanto, de que alguien atribuya a Ramón la acción catalizadora de la poesía de Lorca, la cuestión podría entonces plantearse así: La poesía de Lorca toma características propias a partir de 1919; parece innegable que ello ocurre como consecuencia de su llegada a la Resi­dencia de estudiantes. ¿Por qué no atribuir el cambio de rumbo al co­nocimiento de la obra de Gómez de la Serna, que pudo haber tenido lugar en la mencionada Residencia? Vamos a partir de esta hipótesis.

En 1910, es decir, aproximadamente dos lustros antes que Huidobro, Ramón ha proclamado su «pedrada en el ojo de la luna», su «abande­ramiento de un asta de alto maderamen rematado de un pararrayos con cien culebras eléctricas y una lluvia de estrellas flameando en su lienzo de espacio». En 1919 acaba de aparecer un volumen de Gregue­rías selectas, en la Editorial Saturnino Calleja. Posiblemente con esta novedad editorial tropiece Lorca a su llegada a la Residencia de estu­diantes, puesto que se trata de un autor de espíritu joven, renovador

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de la prosa española, propiciador de toda inquietud vanguardista, orácu­lo de cuantos aspiran a empapar las artes de un espíritu nuevo. Lorca; tan amante de lo imaginativo, puede leer, en el tomo de Greguerías selectas, cosas como éstas : «La golondrina parece una flecha que busca un corazón». «Se apagan las sonrisas como luces.» «La criada tiene un alma con música de acordeón.» «El sereno es el gusano de luz hu­mano con luz propia en el ombligo.» «Si en la noche se quedase en­cendido un relámpago en el cielo, si se sostuviese esa luz firme y grave, se vería el fondo del cielo, sus entrañas, su techo trágico y cuajado de cosas, su fondo anatómico, crudo y abismado.» «Los zapatos de tercio­pelo son como un antifaz de los pies.» «Aquel perfume la adornaba como un hermoso collar de perlas.» «Ese coágulo que tiene como un lunar de cristal detrás del que miramos al cielo es como una cicatriz del cielo o del aire.» «Esa pareja lenta que pasa por el atardecer como sin moverse, parece que va haciendo tiempo—años—para llegar a su casa el día de la boda.» En todas estas greguerías, y en muchas más, está el espíritu precursor de la poesía nueva y, anticipado, el Lorca dueño de sus recursos.

Y, sin embargo, Ramón ha pasado por la poesía de Lorca, como por toda la poesía española, sin ser advertido. Ramón transforma la prosa, pero no el verso. Es algo que parece imposible, pero así ha sido. Su inclinación a lo nuevo, lo tocado de irracionalismo, de humor y poesía, su invención de la greguería (humorismo más metáfora, según su pro­pia definición), no dejan huella en la poesía. El caso es más descon­certante aún si tenemos en cuenta que no se trata de un autor desco­nocido, ni de obra escasa. Casi todos los que se han ocupado de la poesía española de los años veinte, comenzando por Cansinos y Gui­llermo de Torre y terminando por Cernuda, entre otros, señalan el papel precursor de Ramón. Pero lo cierto es que esta anticipación, evidente, es ignorada, a efectos prácticos, por la poesía. Unicamente en el plano teórico existe relación entre Ramón y la lírica del 27. Y esto es algo que sólo se advierte después del creacionismo, es decir, al com­probar que Ramón pudo haber sido el renovador de la poesía, pero no lo fue. Ramón llegó a una tierra desconocida como los wikingos a América: sin transformar su vida. El Bosco, o el Arcimboldo, o Goya pudieron haber sido el origen del surrealismo ; sin embargo, hasta que el surrealismo, en su verdadero sentido moderno, no existe, no se ve lo que en esos pintores hubo de surrealistas «avant la lettre». Con frecuencia los precursores, como los prólogos de los libros, sirven de justificación a posteriori. Cosa distinta, indemostrable por otra par­te, es imaginar si no sería Ramón el que puso en órbita a Huidobro. Sin embargo, aunque la imagen pueda coincidir, el espíritu de la prosa

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de Ramón y el de la poesía de Huidobro no tienen apenas nada en común.

Sería curioso, pero fuera de lugar, investigar esta diversa imper­meabilidad entre los géneros literarios. Porque es evidente que la pro­sa se apropia, con más frecuencia, los hallazgos de la poesía que ésta los de la prosa. Es igualmente cierto que la crítica o la prosa de los poetas suele ser mejor que la poesía de los críticos o de los prosistas. En todo esto parece haber algo contradictorio que sería interesante develar. Quede, por el momento, en pie una afirmación: Ramón no descubre nuevos caminos a la poesía española. Hasta tal punto es así, que incluso los pocos versos conocidos de Ramón no tienen nada de ramonismo, sino que pertenecen a la estética más finisecular. Ni él mismo supo hallar el puente que las uniese.

Pero volvamos a Lorca. ¿Por qué no pensar <jue, al «descubrir» a Ramón en 1919 se descubre a sí mismo? A los poetas les da la clave, muchas veces, un acontecimiento, una palabra, un color que, externa­mente, no tiene relación con el resultado artístico. ¿No pudo ser una simple greguería la manzana que le lleva a pensar en la gravitación?

Aunque en la formación de una personalidad artística, como de una personalidad humana, intervengan pequeños sucesos que quedan dormidos en el subconsciente, yo no creo que esto haya sido así. Es muy improbable que Lorca descubra a Ramón en 1919, entre otras razones porque en sus Impresiones y paisajes, libro publicado, como se sabe, en 1918 en Granada, existen huellas de Ramón suficientes para acreditar algo más que un frío conocimiento. Y es curioso advertir cómo la prosa de Lorca es más moderna, está más «al día» que su poesía de los mismos años. Si en sus versos, según la índole de la emoción que expresan, se apoya en el modernismo y en el juanramo-nismo, parecería natural que, en algunas de las estampas de su libro en prosa, próximas por el tema al espíritu del 98, hubiese barojismo o azorinismo. Y sin embargo no ocurre así. En «Mesón de Castilla», en­tre otras páginas semejantes, leemos cosas como éstas:

«En un rincón estaba el despacho, con unas botellas sin tapar, un lebrillo descacharrado, unos tarros de latón abollados de tanto servir y dos toneles grandes que huelen a vino imposible...

En el techo, unas sogas bordadas de moscas señalan quizá el sitio de algún ahorcado...

Afuera se respiraba el aire sonado por los montes, que traía en su alma el secreto más agradable de los olores...»

(«Mesón de Castilla», de Impresiones y paisajes.)

Podrían multiplicarse los ejemplos. Basten éstos para disipar toda duda acerca de este conocimiento de Ramón por Lorca antes de 1919.

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Sobre las líneas transcritas planea el espíritu de la greguería. Sin em­bargo (como el propio Ramón, como tantos otros), no supo llevar a la poesía los hallazgos de la prosa. Porque la poesía, por muy rica de imágenes que sea, nos penetra no por la imagen, sino por el acento, el ritmo, el poder persuasivo de la palabra que es cosa muy distinta —aunque no la rechace—de lo que cuenta o pinta. La imagen o las ideas son únicamente la materia prima que nada significan sin ela­boración poética. De ahí la tan traída y llevada y mal interpretada expresión de Mallarmé a Degas. La poesía está hecha de ideas, de su­cesos, de imágenes como el vino de uvas. Pero, como en el caso del vino, no la relacionamos, al bebería, con el racimo de donde procede. Cuando en los versos están las imágenes sin fermentar, sin transfor­mar, no existe poesía, por muy nuevas y sorprendentes que sean. Re­cuérdese que la primera «sierpe humeante» fue una novedad, pero no renovó la poesía. La imagen: el mar, Lucifer de lo azul, es una ima­gen nueva, pero desaprovechada en un texto sin acento poético.

La cuestión de los poemas de corte machadiano a que antes aludí merece, creo yo, un breve inciso. Ninguno de ellos lleva indicación del mes en que fueron escritos. En mi opinión corresponden a los pri­meros tiempos de la Residencia. Lógicamente, Machado debió de ser conocido por Lorca cuando cursaba en Granada estudios de Filosofía y Letras. Pero un poeta como Machado, ya lo he dicho alguna otra vez, es poeta de relecturas. El joven que se acerca a las páginas de don Antonio no sufre ese deslumbramiento que provocan poetas como Rubén o Juan Ramón. A Machado se le descubre la segunda vez que se le lee. La relectura puede tener lugar en la Residencia, en cuyas ediciones han aparecido, en 1917, las Poesías completas, de Machado; Lorca halla acaso una nota nueva, una posibilidad expresiva más que puede ayudarle a libertarse. Pero en seguida comprueba que su ca­mino es muy distinto del polvoriento machadiano. En cualquier caso, y sean de la fecha que sean, lo que nos importa aquí es hacer notar los bandazos y titubeos de un poeta, aunque sea un poeta excepcional, como Lorca, hasta encontrarse a sí mismo. Los poemas de 1920 son ya plenamente lorquianos, aunque en un par de ellos—«Madrigal de verano» y «Ritmo de otoño»—lleguen brisas darianas y machadescas:

Danaide del placer eres conmigo. Femenino Silvano. Huelen tus besos como huele el trigo reseco del verano.

(«Madrigal de verano.»)

En el poema a que pertenecen estos cuatro versos palpita el re­cuerdo inconsciente del «Poema del otoño»; «Ritmo de otoño» repré-

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senta una vuelta a sus balbuceos primeros, aunque la presencia de Machado se advierte en algunos pasajes:

Amargura dorada en el paisaje. El corazón escucha.

En la tristeza húmeda el viento dijo:

••—Yo soy todo de estrellas derretidas, sangre del infinito, con mi roce descubro los colores de los fondos dormidos. Voy herido de místicas miradas, yo llevo los suspiros en burbujas de sangre invisibles hacia el sereno triunfo del amor inmortal lleno de Noche,..

(«Ritmo de otoño.»)

(Son versos que, de no indicar el año de su composición, podrían atri­buirse a etapa anterior, no sólo porque la personalidad de Lorca apa­rezca en ellos borrosa, sino incluso por cierta torpeza técnica que acre­ditan el violento hiato de «en burbujas de sangre invisibles» o esa falsa rima del verso siguiente que obliga a hacer esdrújula la palabra «triunfo».)

Son recaídas, pero son excepciones. El creacionismo le ha limpia* do los ojos. No significa esto que Lorca haya escrito poemas puramen­te creacionistas, pero sí que, a su través, ha aprendido a desarrollar la dimensión inventiva de sus metáforas. Veamos algunas;

Mi beso era una granada, profunda y abierta; tu boca era rosa de papel.

En la agujereada cabera azul hicieron estalactitas mis te quiero.

Llenáronse de moho mis sueños infantiles, y taladró a la luna mi dolor salomónico.

(«Madrigal.»)

El poema a que pertenecen es acaso el de más libre invención plás­tica y mayor desenfado métrico, aunque en este último aspecto, más

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que al creacionismo, es posible que Lorca se aproxime a la versifica­ción irregular de los cancioneros anónimos de tipo tradicional, que tanto influjo ejercerían en la poesía de los años veinte. La relación con la poesía de los Cancioneros parece confirmarla la estructura de alguno de los poemas lorquianos de esta época, y concretamente el que nos ocupa, construido con estrofas de cuatro versos de métrica oscilante y un verso suelto, a manera de estribillo, que se repite in­variable, excepto en su última aparición. En cuanto a las imágenes, pese a su aparente irracionalismo absoluto, son «traslaciones de sen­tido», como el propio Lorca diría de la imagen en general. No perte­necen estrictamente al creacionismo, aunque el creacionismo las pro­piciara, pues no son invenciones puras, sin traducción a otro plano que no sea el meramente poético, como lo entendía Huidobro:

Poema creado: un poema en el que cada parte constitutiva, y todo el conjunto, muestra un hecho nuevo, independiente del mundo externo, desligado de cualquier otra realidad que no sea la propia... Dicho poema no puede existir sino en la cabeza del poeta... Es her­moso en sí y no admite términos de comparación, y tampoco puede concebírsele fuera del libro...

El creacionismo fue para la poesía española una gimnasia, un en­trenamiento, aunque alguno —Gerardo Diego fundamentalmente— le fuese siempre fiel. Hizo de la imagen el centro del poema, en el que también puso humor. Pero a lo que el creacionismo ayudó fue a ver con ojos poéticos, no con ojos retóricos, la lírica del pasado. (Gerardo Diego cuenta en algún sitio cómo le gustaba leer a Góngora aislando algún verso de sus vecinos anterior y posterior, dejándolo convertido en una imagen pura, una imagen creada, como aquella: «la playa azul de la persona mía».) El creacionismo enseñó a suprimir, descara­damente, en el poema todo nexo gramaticalmente necesario, pero poé­ticamente ineficaz. El puntillismo de las poesías breves de Lorca puede interpretarse como un retorno a la poesía de los Cancioneros de la mano del creacionismo. La lírica del pasado se veía ahora sazonada con «el delicioso humorismo de los modernos y la aguja envenenada de la ironía».

En estos primeros poemas de Lorca —los ya verdaderamente su­yos— lo que ya apunta es ese universo escalofriante por donde anda suelto el duende. Las imágenes no se dispersan, como en el creacio­nismo, a manera de un collage de distintas realidades, sino que que­dan unificadas, sometidas a una atmósfera general que las modifica. En 1918 habla todavía de que «los árboles extienden / sus brazos a la tierra», imagen débilmente expresada, de invención vulgar. Pero pron­to aplicará a la imagen el humor, lo que le llevará a llamar al lagarto

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«gota de cocodrilo» o a comparar a la granada con un «seno viejo y apergaminado», aguzando más tarde la expresión hasta llegar a fór­mulas más sintéticas y eficaces, en las que el ingenio ya no aparece a flor de verso: «trinos platerescos» o aquellas «lágrimas mudejares» que llora la vieja torre. La última etapa será la de la imagen pura, visio­naria (ya en 1920), como cuando escribe: «El viento se ha sentado en los toréales / de la montaña oscura», o con visión plástica daliniana : «Los esqueletos de mil mariposas / duermen en mi recinto.»

Todo esto suena ya a nuevo, a distinto. Y, sin embargo, la noví­sima poesía de Lorca es percibida, por sus primeros lectores, como algo que tiene la suficiente carga de tradición para no extrañar. Pese a su libertad, a su novedad, el salto sobre el creacionismo le ha llevado al poeta hacia la poesía española de los siglos de oro. Porque su imagen viene del ingenio culterano y conceptista. Rubén, Juan Ramón, Ma­chado, son poetas que se entregan. Cuando la metáfora surge en sus versos tiene la misión de embellecer, de engrandecer, de convertir en superior una realidad inferior. Pero el poeta barroco tiene mucho de actor que monologa frente al público, que guiña el ojo, cuando tiene una ocurrencia notable, para subrayar su ingenio. El poeta barroco deja bien visibles en su poema los dos planos, el real y el artístico, y se complace en hacer que el nexo entre ambos sea sorprendente, para que el lector admire el puente que los une, y que es obra del ingenio del poeta. La imagen lorquiana anda por estos caminos. Por los de Góngora, cuando al contemplar el giro vertiginoso de las serranas de Cuenca que danzan, habla de «la brújula de su falda»; por los de Lope, que llama al leño arrojado por la mar a la playa «la colmena del marisco» ; por los de Quevedo que nos sorprende con aquellos «por­tugueses hirviendo de guitarras», o que describe a los negros «con su rostro de azabache / y manos de terciopelo». Los versos de Lorca «Cla­ra estrella azul / ombligo de la aurora» podían ser de un Quevedo más tierno, a quien su ingenio le conducía —como en general a los poetas barrocos, sobre todo en su vertiente humorística—, hacia la ima­gen empequeñecedora, caricaturesca. De Góngora podía ser aquella imagen lorquiana: «La panocha guarda intacta / su risa amarilla y dura.»

Casi todos los elementos de su futura poesía están ya en el Libro de poemas a partir de 1919. Le falta —salvo excepciones— el misterio, lo escalofriante y nocturno, que habría de ser la tonalidad en que cantase el granadino. Cuando leemos:

El silencio redondo de la noche sobre el pentagrama del infinito.

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Yo me salgo desnudo a la calle maduro de versos perdidos. Lo negro acribillado por el canto del grillo tiene ese fuego fatuo muerto del sonido. Esa luz musical que percibe el espíritu.

hallamos la materia prima de la poesía de Lorca—silencio, noche, fue­go fatuo— que dan indicio del misterio. Pero el misterio no está toda­vía contenido, sino aludido, en el poema. Sin embargo, dentro del mis­mo libro, en los poemas más maduros—como el antes citado «Araña del olvido»—el misterio nos penetra, aunque la significación de las palabras nada tenga que ver, aparentemente, con lo misterioso:

El mar sonríe a lo lejos. Dientes de espuma. Labios de cielo. —¿Qué vendes, oh joven turbia con senos al aire? —Vendo, señor, el agua de los mares.

En estos versos ya está todo Lorca. La poesía va más allá de la significación lógica de las palabras. Hay algo que nos inunda y esca­lofría sin que el análisis pueda aislarlo. Esta escena insólita, este diá­logo extraño de dos seres que parecen nacidos de un sueño sostenido sobre el fondo del mar, como una inmensa boca azul y blanca, en evidente contraste de tono poético, avanza hacia el surrealismo, lo an­ticipa. Son dos realidades distintas que producen, al pasar de una a otra, ese contraste no modulado, no preparado, gemelo de la sorpresa que se origina al encontrarse el paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de disección. La poesía de Lorca, lo mismo en los poemas breves que en los de más largo desarrollo, sean los del Romancero g¿-tano o el Llanto, sean los de Poeta en Nueva York, se logra cuando, entre otras cosas, pierde el carácter discursivo, olvida nexos muertos, presenta las acciones como una película a la que le faltasen trozos que no puede llenar nuestra imaginación. Parte de su misterio—una pe­queña parte—está en esos contrastes sin transición. Contrastes que son precisamente procedimientos barrocos. Lorca se barroquiza conforme acentúa los contrastes, pone en acción los cinco sentidos, sensualiza y

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estremece el poema, elimina lo discursivo. (No hay que confundir lo barroco con lo prolijo.)

El resultado es una especie de realidad desenfocada, como vista a través de un cristal empañado. Jorge Guillen recuerda unas palabras de Dalí a propósito del «Romance sonámbulo»: ¡Parece que tiene ar­gumento, pero no lo tiene! En efecto, los romances de Lorca presen­tan la realidad irrealizada, la presenta de manera insólita, como si hubiese en ellos algo que no entendemos racionalmente, aunque lo aceptemos sin comprender. Están dentro de ese tipo de poesía barroca —culterana o conceptista—que presenta a veces la realidad hipertro­fiada, enigmática, aunque las dudas se resuelvan, en beneficio de la lógica, a lo largo del poema. Sólo que en Lorca el enigma no se re­suelve, porque muchas veces el poema no tiene posibilidad de tras­ponerse, de manera inmediata, al campo de la realidad, sino dedu­ciendo lo que en el poema no está dicho. La poesía de Lorca—espe­cialmente la de carácter narrativo—, es como una cadena montañosa parcialmente hundida en el mar y de la cual no vemos más que unos islotes que emergen del agua.

Para entender el porqué de estas raíces tradicionales de su poesía; la función de esos planos que se suceden prescindiendo de los nexos lógicos; su proximidad a Lope—no sólo por el empleo de canciones de estirpe popular o neopopular dentro de sus obras dramáticas—, va­mos a intentar un pequeño juego. Se trata de someter la poesía de Lope a un tratamiento caricaturescamente lorquiano. Consiste en efec­tuar una poda resaltando los versos que anticipan ya el tono de la poesía de Federico. Ahí van algunos fragmentos de las Rimas sacras, de Lope, que pueden ser pistas para que alguien profundice en los procedimientos expresivos del granadino:

Entre las espinas verdes para mayor sacrificio el cordero de Abraham está esperando el cuchillo. Y las damas de Sión al rey Salomón han visto en el día de sus bodas coronado de jacinto

(Rimas Sacras, «A la corona».)

¿Quién es aquel caballero herido por tantas parles que está de expirar tan cerca y no le socorre nadie?...

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De luto se cubre el cielo y el sol de sangriento esmalte... Al pie de la cruz, Maria está en el dolor constante mirando al sol que se pone entre arreboles de sangre...

(Rimas Sacras, «A Cristo en la cruz».)

Angeles que estáis de guarda en los presidios eternos, ¡al arma, al arma, a la puerta, que quieren robar el cielo!,,, Si Cristo santo es la puerta, ya se la rompen tres hierros cuyas llaves sangre baña porque den vuelta más presto-.. Como de su eterno Padre es el escritorio el Verbo adonde guarda sus joyas ganzúas de fe le ha puesto-. Por las paredes humanas que hizo de Dios el dedo en el vientre de Maria escalas pone a su techo.., Como se abrasa la casa y dice Dios ¡fuego, fuego! todas sus joyas arroja por tos ventanas el Verbo... Alma, llegad a la Cruz, que está todo Cristo abierto, liberal y manirroto como se le acaba el tiempo . Agora que el cielo roban en buena ocasión, entremos, que podrá ser que, después, le pongan candados nuevos...

(Rimas Sacras, «Al Buen Ladrón».)

Sus camas fueron las dos el oriente y el ocaso, la una para la muerte y la otra para el parto... Escondedle en el sepulcro porque le persiguen tantos que aún allí no está seguro de que vuelvan a buscarlo... Todas L·s hachas del cielo iban delante alumbrando, pero el luto de la tierra no dejaba ver sus rayos...

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Levantáronse los muertos de los sepulcros helados, que como enlierran la Vida la que quisieron tomaron... Llegaron con el difunto, y la ballena de mármol recibió para tres días a aquel Jonás sacrosanto.

(Rimas Sacras, «Al Entierro».)

La lucha de Lorca por eliminar las zonas muertas, discursivas, pue­de seguirse ya en este primer libro. Tomemos como ejemplo tres frag­mentos de poemas pertenecientes a los años 1918, 1919 y 1920. Tienen en común, aparte de pertenecer al Libro de poemas, el estar escritos en romance, lo que nos permite compararlos, en la imaginación, con los del Romancero gitano, que representan el punto máximo de depu­ración de una forma poética.

El primero de ellos es uno, ya citado, tributario de Juan Ramón:

Todas las rosas son blancas, tan blancas como mi pena, y no son las rosas blancas, que ha nevado sobre ellas. Antes tuvieron un iris. También sobre el alma nieva. La nieve del alma tiene copos de besos y escenas que se hundieron en la sombra o en la luz del que las piensa.

(«Canción otoñal».)

Conviene aislar aquí un verso: «copos de besos y escenas», remoto antecedente del «sucia de besos y arena», nieto a su vez de la duali­dad barroca. El barroco busca el contraste sobre un mismo plano («ca­tedrales y barajas», de Quevedo; «caduco dios y rapaz», de Góngora, o en dos planos—real y metafórico—como en «el hierro / de tu es­pada y de tu afrenta», de Lope, siempre que el nexo entre ellos tenga dos vertientes aplicables a dichos dos planos. En la cita de Lope es obvio que el hierro está empleado en su sentido material y directo cuando se refiere a la espada, y en sentido metafórico, pero usual, acep­tado, al referirse a la afrenta, que hiere como el hierro. En Lorca se dará, con frecuencia, el contraste entre dos planos, uno real y otro imaginado (imposible, diría yo). «Sucia de besos y arena», «Bueyes y rosas dormían», «cabelleras y nombres».

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Nada hay de lorquiano en el fragmento transcrito. Lo plástico del poema corresponde a un mundo de símbolos aceptados. La nieve sobre el alma, los besos y las escenas que se hunden en la sombra, etc. Pero en el segundo fragmento el poeta avanza un paso:

Salen los niños alegres de la escuela, poniendo en el aire tibio del abril canciones tiernas. ¡Qué alegría tiene el hondo silencio de la calleja! ¡Un silencio hecho pedazos por risas de plata nueva'.

En el monte solitario, un cementerio de aldea parece un campo sembrado con granos de calaveras. Y han florecido cipreses como gigantes cabezas que con órbitas vacías y verdosas cabelleras pensativos y dolientes el horizonte contemplan.

(«Canción primaveral».)

Esas «risas de plata nueva», aunque sean consecuencia de la «risa argentina», ya tienen acento lorquiano. Y lorquianas son las imágenes del cementerio como campo sembrado de granos de calaveras, a pesar de su afán de desarrollar y aclarar excesivamente las cosas, con lo que pierden su sorpresa, y por lo tanto su eficacia. Los cipreses (alineados tal vez de manera que entre sus troncos se vea el cielo, o la tapia del cementerio, de modo que semejen cabezas de cabelleras verdes y ór­bitas vacías) componen una imagen daliniana, de aquella etapa suya en que las formas tenían una interpretación doble según se mirasen de cerca o de lejos. Pero aún le falta alcanzar una mayor síntesis ex­presiva, hacer más dinámico el poema, poner misterio en estas imá­genes visionarias.

El fragmento de 1920 dice así:

Mas la granada es ία sangre, sangre del cielo sagrado, sangre de la tierra herida pot el agua del regato. Sangre del viento que.viene del rudo monte arañado. Sangre de la mar tranquila, fangre del dormido L·go.

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La granada es la prehistoria de la sangre que llevamos, la idea de sangre, encerrada en glóbulo duro y agrio, que tiene una forma vaga de corazón y de cráneo.

La sintaxis es más escueta, más nerviosa. Tras de la metáfora ini­cial—la granada es la sangre—aparece la letanía: sangre de la tierra, del viento, del mar, del lago. Estamos en uno de los temas clave de la poesía de Lorca: la sangre. Y sin embargo, es esto precisamente lo que nos impide aceptar como lorquiano el fragmento. Porque en su poesía posterior la sangre no aparecerá casi nunca como término de comparación (salvo en algún caso aislado, referida al color, como en Doña Rosita la soltera, donde se llama «roja como sangre» a la «rosa mutabile»), sino como una fuerza, un elemento como el agua o el fuego o el aire. Lorca, en este poema de 1920, no advierte que al com­parar la granada con la sangre, al intensificar el color de aquélla, deja la sangre empequeñecida, recluida la grandeza, libertad, poderío trá­gico que tendrá más tarde en el vocabulario lorquiano, en los redu­cidos límites de una fruta. En la poesía posterior la sangre será como un símbolo del vivir apasionado del hombre. Cuando el hombre ha muerto, su sangre aún grita por él, vaga errante, invade el mundo. Recuérdese, a este respecto, entre los muchos casos en que la sangre cobra esta grandeza, «La sangre derramada», del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. En los versos ahora citados sólo aquellos dos: «sangre del viento que viene / del rudo monte arañado» se aproximan, en cier­to modo, a la cósmica visión futura. Los demás atenuados y empeque­ñecidos por la adjetivación—vulgar por otra parte—·: «tranquila», «sa­grado», «dormida», referida al cielo, al mar y al lago, impiden que el poema se eleve sobre lo mediocre. Lorca todavía no había aprendido, en la práctica, aquello de que «el adjetivo, cuando no da vida, mata», que escribió Huidobro.

Falta sobre todo en estos poemas esa manera típica de construir Lorca sus romances, en los que alternan planos de diferentes magni­tudes-—panorámicas y primeros planos—, la narración y el arabesco lírico que la interrumpe, la mezcla de tensión dramática y distensión lírica. Así, cuando el poeta se dirige al Camborio y el gitano, mori­bundo, le contesta:

¿Quién le ha quitado la vida cerca del Guadalquivir? Mis cuatros primos Heredias hijos de Benameji. Lo que en otros no envidiaban ya lo envidiaban en mí.

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La tensión se rompe, se interrumpe, al entrar en juego poético los ele­mentos decorativos que, en otro poeta, resultarían nimios e impertí' nentes :

Zapatos color corinlo, medallones de marfil y este cutis amasado con aceituna y jazmín.

En íealidad lo que ocurre es que Lorca ha borrado la frontera entre lo mayor y lo menor en beneficio de la eficacia poética.

Esta atención que le merece lo mínimo es, innegablemente, propio de la poesía tradicional. En los romances españoles no es infrecuente, ni mucho menos, detenerse la acción narrativa para describir las ar­mas de un caballero o los vestidos de una dama. Ya es tópico traer a colación a Góngora y sus Soledades, donde montes y racimos, mares o espigas, gallos o ríos se tratan con el mismo primoroso detalle e im­portancia. Lorca identifica este gusto por lo menudo con lo granadino :

«La estética genuinamente granadina es la estética del diminutivo, la estética de las cosas diminutas...» «Lo que llaman escuelas grana­dinas son núcleos de artistas que trabajan con primor obras de pe­queño tamaño...» «La tradición del arabesco de la Alhambra, com­plicado y de pequeño ámbito, pesa en todos los grandes artistas de aquella tierra. El pequeño palacio de la Alhambra, palacio que la fantasfa andaluza vio mirando con los gemelos al revés, ha sido siem­pre el eje estético de la ciudad...» «Soto de Rojas abraza la difícil y estrecha regla gongorina; pero mientras el sutil cordobés juega con mares, selvas y elementos de la naturaleza, Soto de Rojas se encierra en su jardín para descubrir surtidores, dalias, jilgueros y aires sua­ves...»

No sería muy exacto afirmar que la estética de Lorca sea la de lo diminuto. Prolongando su metáfora podríamos decir que, si bien es verdad que contempla la Alhambra con los gemelos al revés, no es menos cierto que mira los detalles con los gemelos a derechas: redu­ce lo grande y aumenta lo pequeño hasta adquirir la misma impor­tancia.

He aquí, por tanto, un primer libro—me refiero ahora a los poe­mas escritos desde mayo del 19—donde aparecen todos los elementos de su futura poesía. En algún caso estos elementos están ya totalmen­te dominados, sometida la emoción, como él mismo diría al referirse a los músicos, a una perfecta matemática. He señalado algunos de los rasgos característicos y pido perdón por no haber desarrollado el tema : ya dije al principio que iba a limitarme a apuntar vías de acceso. Que Lorca era consciente de que su poesía no había alcanzado aún el gra-

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do suficiente de síntesis, de depuración, lo confirma el hecho de que, en las canciones escritas entre este primer libro y el Romancero gitano, extrema la concisión, las deja reducidas al puro músculo, al esqueleto. Lo divagatorio e ineficaz que hay en bastantes de los poemas iniciales es sustituido por el apunte breve, casi una sucesión de metáforas, de temas, sin variaciones. Es el momento en que se libera de la poesía inmediatamente anterior, y en contacto con lo tradicional y lo popular de su momento, descubre lo contemporáneo, descubre la Andalucía como materia posible de algo más que una falsa poesía seudofolklórica. Su empleo de lo popular, que en este primer libro está basado en prés­tamos textuales («Arroyo claro, fuente serena») en alusiones («y perdí la sortija de mi dicha / al pasar el arroyo imaginario») o en recons­trucción del acento («Esquilones de plata / llevan los bueyes. / —'¿dón­de vas, niña mía / de sol y nieve?) se transformaría después en ese folklore imaginario de su Romancero, el que le lleva a la cumbre de su popularidad (no sólo del conocimiento público, que es distinto), cuando el pueblo se siente interpretado, expresado por una voz nueva y antigua que canta mágicamente.

Pero todo esto empieza a salirse del tema. Dejémoslo aquí por hoy.

JOSÉ HIERRO Fuenterrabía, 4 MADRID

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