Introducción al seminario: EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD ...
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El principio de la subsidiariedad como límite ético del
nacionalismo político
(Análisis desde una perspectiva axiológica)
José Antonio Fernández Ajenjo
13 de abril de 2015
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SUBDISIDIARIEDAD VERSUS NACIONALISMO
Tras la constitución de los grandes Estados-nación europeos, Unamuno advertía a finales del
siglo XIX en su ensayo sobre La crisis del patriotismo que mientras este sentimiento
cosmopolita que había unido a las naciones europeas y acercado a las culturas de ambos lados
del Atlántico reforzaba la solidaridad humana, a su vez el apego a la pequeña región nativa se
acrecentaba “a expensas del sentimiento patriótico nacional, mal forjado por la literatura
erudita y la historia externa”.
Tras la dura lección de la confrontación territorial de los grandes estados imperiales, la
reorganización política de los Acuerdos de Versalles de 1919, inspirados en el famoso
programa de 14 puntos del Presidente norteamericano Wilson que daba un nuevo impulso a
los Estados nación, trató de conjugar los intereses de las poblaciones y las garantías
internacionales políticas y económicas, mediante un división del gran imperio austro-húngaro
en Estados como Yugoeslavia o Checoeslovaquia que respetasen “las líneas históricamente
establecidas de lealtad y nacionalidad”.
A pesar de ello, este estatus quo se ha mantenido históricamente inestable hasta nuestros
días, pues el movimiento de polarización advertido por nuestro ilustre pensador ha puesto en
duda constante la legitimidad de los grandes estados-nación y en estos momentos, a la par de
algunas grandes escisiones como las acontecidas en la URSS, Yugoslavia o Checoslovaquia,
pueden contarse hasta en más un centenar los movimientos nacionalistas centrífugos mientras
que los centrípetos, como el europeísmo o el panamericano no llega la docena.
Como bien nos explicaba en su ensayo el ilustre pensador vasco, esta polarización es fruto de
la natural escisión entre lo concreto y lo abstracto, pues mientras que el sentimiento de la
patria chica está ligado al elemento sensitivo de identificación con lo más próximo, la creación
de patrias nacionales oficiales, las de bandera, es más propio del elemento intelectivo de
origen cultural relacionado por la historia política y las proclamas eruditas. Por lo tanto, la
historia nos ha enseñado que la creación de naciones complejas, como la española, es siempre
un proyecto inacabado en el que la fuerza centrípeta de la razón se enfrenta
permanentemente con la fuerza centrífuga de los sentimientos.
Esta discordia es bien patente en España, en el que la cual, como dice Gomá (2014), conviven
el sentimiento de unidad nacional forjado por la racionalidad de la ciencia política, con la
dimensión estética y poética que arrastra el fundamento histórico de las comunidades
autónomas. Como se ha señalado, este problema se agrava porque la fuerza ética que impone
el imperio de la ley que iguala a los ciudadanos y dota de cohesión social a los Estados, se
contrapone con una fuerza más amable y accesible como es la cercanía de la familia o la patria
chica pues “es más más fácil sentir adhesión a las personas que por la abstracción de la ley”.
En este debate que trata de delimitar la legitimidad de los estados y las naciones actualmente
existentes se ha producido una interesada inversión axiológica, en el que prima el valor
estético de la desigualdad y la diversidad que engendra el sentimiento de nación sobre el valor
ético obligatorio de la subsidiariedad que está en la raíz del nacimiento de los estados
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modernos. En definitiva, como advertía Unamuno en 1907, se ha olvidado que “La patria es un
medio para la civilización y no el fin de esta” (La civilización y el civismo). A continuación vamos
a tratar de discernir este problema desde el punto de vista de las leyes y los valores
axiológicos, por lo que no prestaremos especial atención a las propuestas de las ciencias
políticas.
Además, antes de comenzar debo rendir tributo al amparo que para la redacción de esta
exposición me ha prestado tanto las publicaciones como los consejos de D. José María
Méndez, aunque evidentemente los defectos que como podrán comprobar mantiene lo que
les voy a exponer se deben exclusivamente a mis propias limitaciones.
PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD
Ley axiológica de la subsidiariedad
Si examinamos la estructura de las sociedades observamos en todas ellas una pluralidad de
organizaciones de muy distinto nivel, pues, como nos dice Méndez (2013, 242), ninguna
agrupación humana puede conseguir por si misma la felicidad de todos sus miembros. No
obstante, para adecuar su ámbito de acción precisamos de un criterio delimitador que nos lo
da el principio de subsidiariedad. Esta máxima ha alcanzado hoy en día estatus de principio
político general tras ser recogida por las constituciones liberales, pero proviene inicialmente
de la doctrina social de la Iglesia Católica. Así, por ejemplo, la encíclica Cuadragésimo Anno de
Pío XI (1931) señalaba que “conviene que la autoridad pública suprema deje a las sociedades
inferiores tratar por si mismas los cuidados de menor importancia, que de otro modo le sería
grandísimo impedimento para cumplir con mayor libertad, firmeza y eficacia lo que a ella sólo
corresponde, ya que sólo ella puede realizarlo, a saber: dirigir, vigilar, urgir, castigar, según los
caos y la necesidad lo exijan”,
A través de esta ley axiológica, en tanto que delimita el deber ser de las acciones valiosas, las
comunidades políticas se han configurado a lo largo de la historia mediante la paulatina
creación de entidades políticas superiores, desde la tribu a las actuales uniones de estados,
que únicamente puede justificarse para la atención de aquellos valores que las entidades
inferiores no pueden satisfacer adecuadamente. Esta regla se justifica porque en los ámbitos
reducidos se tiende a tratar a los sujetos como personas y en los más grande se sustituye por
una burocracia impersonal (Méndez, 2013, 240). Así, la familia ha mantenido el papel de la
educación básica de los menores, pero ha debido ir cediendo el protagonismo a organizaciones
superiores cuando la formación requiere conocimientos y medios más especializados. No
obstante, como afirma Juan Pablo II en la encíclica Centesimus Annus de 1991, esta intromisión
sobre la sociedad civil elemental debe dirigirse a “más bien sostenerla en caso de necesidad, y
ayudarla a coordinar su acción con la de los otros componentes sociales, en vista del bien
común”.
Por lo tanto, puede afirmarse que las organizaciones sociales más elementales poseen una
mayor fuerza ontológica, por lo que únicamente queda justificado el nacimiento de
organizaciones más complejas cuando las unidades más sencillas han encontrado su límite de
mejora (Méndez, 2013, 83). Así se ha demostrado históricamente, pues el proceso natural de
creación de las sociedades ha comenzado con la familia y en este momentos nos dirigimos
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paulatinamente a la creación de sociedades continentales y mundiales cada vez más
afianzadas.
No obstante, la aplicación del principio de subsidiariedad no es unidireccional, sino que su
carácter dialéctico entre razón y sentimiento puede actuar en una doble dirección: hacia abajo
como regla general priorizando las unidades elementales, o hacia las entidades superiores
como excepción cuando se hace necesaria su intervención para garantizar el cumplimiento de
los valores en juego. Así, por ejemplo, el aspecto económico de la producción industrial ha
incitado a la creación no ya de mercados nacionales, sino supranacionales como ha sido el caso
del Mercado común europeo. E igualmente ocurre desde la perspectiva ética en el que la
búsqueda de la extensión del bien para todos los ciudadanos ha incrementado la complejidad
de los servicios públicos, exigiendo la constitución de organizaciones superiores. Esto se
muestra de forma clara en las infraestructuras de transporte como las carreteras, que si bien
en principio pueden ser atendidas por los municipios para facilitar el movimiento interno de
las ciudades, para la prestación de este servicio de comunicación entre poblaciones será
necesaria la actuaciones de organizaciones provinciales, regionales, estatales o incluso
internacionales, como en el caso de las autovías que enlazan las principales capitales europeas.
A partir de esta cualidad dialéctica, la intensidad de su aplicación en las cuatro grandes clases
de valores axiológicos (económicos, éticos, estéticos y religiosos) dependerá de la diferente
naturaleza de cada una de ellas. Así, los valores económicos que priorizan la utilidad en el
empleo de los recursos va a empujar a las agregación de las organizaciones políticas en
comunidades superiores en razón de las ventajas de costes que facilitan las economías de
escala y las externalidades, pues, por ejemplo, será más útil financieramente la producción
industrial de bienes que la elaboración artesanal. Desde el punto de vista de la ética que busca
lo bueno, esta tendencia ascendente se mantiene, aunque con menor intensidad, pues el
hombre como ser social no puede alcanzar la plena felicidad sino es participando en
comunidades políticas a la que los requerimientos sociales exigen cada día una mayor
complejidad. Por el contrario, los valores estéticos destinados a conseguir lo bello muestran la
línea contraria, dado que la posibilidad de la existencia de diversos cánones de belleza permite
una adecuada satisfacción de este valor en comunidades más pequeñas. Por último, desde la
perspectiva religiosa que ensalzan lo santo como fin máximo del hombre, siempre ha existido
una amplia disgregación de comunidades religiosas como se puede observar incluso en el
catolicismo, quizás la comunidad religiosa más centralizada, en la que un alto número de
practicantes buscan la virtud desde diferentes puntos de vista, desde las diferentes órdenes
religiosas que imponen modos de vivencia religiosa diferentes e igualmente válidos, hasta
llegar al anacoreta que constituye una comunidad en si mismo.
De esta forma puede decirse, como señala Méndez (2013, 242), que los valores estéticos y
religiosos en los que es más importante las decisiones y el trato personal, la cercanía de las
unidades más elementales puede satisfacer suficientemente las necesidades de sus miembros.
Por el contrario, en los valores económicos y éticos en los que debe tratarse a los individuos
como ciudadanos, las organizaciones políticas superiores pueden garantizar un trato más
igualitario para todos.
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Una segunda aparente contradicción surge cuando observamos que a partir de esta ley única
de la subsidiariedad que exige una distribución de competencias y capacidades determinada
da lugar a soluciones distintas en cada comunidad política para resolver problemas similares.
Por ejemplo, los cinco grandes estados europeos occidentales (España, Francia, Alemania,
Inglaterra e Italia) han adoptado distintas organizaciones administrativas para distribuir los
servicios públicos, desde la fuerte centralización francesa a las versiones más polarizadas como
el reparto de competencias autonómica español. La principal razón de esta disparidad de
criterios antes problemas comunes se encuentra en la propia naturaleza de las leyes
axiológicas que son un deber ser de carácter imperativo que al adaptarse a la realidad social
histórica permite un margen de diversidad pues cada caso concreto presenta siempre
caracteres distintivos. Como nos dice Méndez (2013, 89), cada problema axiológico es siempre
una novedad absoluta por lo que no puede responder a la ley moral de la misma forma que los
casos físicos a la ley física.
A finales del siglo XX, el debate sobre el principio del subsidiariedad como fórmula para
delimitar las competencias en los diversos niveles de gestión pública existentes en Europa se
acrecentó con la paulatina adquisición de fuerza de las agrupaciones estatales y
supraestatales. Así, la preocupación de los Estados-miembros por la paulatina asunción de
competencias de la Unión Europea en detrimento de las soberanías nacionales motivó la
incorporación del principio de subsidiariedad en el Tratado de Maastricht de 1992 bajo los
criterios de necesidad y proporcionalidad en los casos de concurrencia de competencias con
los Estados miembros “en la medida en que los objetivos de la acción prevista no puedan ser
alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros”.
Valor ético de respeto de la subsidiariedad
El principio de subsidiariedad se inserta dentro de los valores éticos que se caracterizan por su
carácter imperativo que exigen una deber ser en la actitud de los sujetos. Por ello, los
gobernantes quedan obligados a respetar las decisiones de los ciudadanos y de las unidades
políticas inferiores en tanto que no violenten valores más básicos como la igualdad o el
derecho a la vida. Y, en sentido inverso, las unidades políticas superiores deben hacer valer su
criterio cuando los valores básicos son violentados, como en el caso extremo de los genocidios
que son considerados como crímenes contra la Humanidad que constituyen a todos los
Estados en un deber ético de perseguirles incluso fuera de sus fronteras.
Dentro de los valores éticos, la subsidiariedad se encuentra dentro del nivel jerárquico más
básico de los valores de respeto que exigen como máxima el “no hacer daño a nadie”. Nos
encontramos ante valores vinculados a la sociabilidad pues ponen de manifiesto la
interdependencia entre los seres humanos. Por ello, también se trata de valores tendentes a la
uniformidad y a soluciones únicas válidas para todas las sociedades, como lo reflejan las
declaraciones de derechos humanos que recogen con carácter universales derechos básicos
como el derecho a la vida, al libre albedrío o a la libertad de expresión.
No obstante, dentro de la tabla jerárquica, se encuentra ya próximo a los valores de justicia,
por lo que permite un cierto margen de diversidad que no se encuentra en un valor como la
fisiodulia entendida como la ausencia de violencia física contra la naturaleza, la especie
humana o la vida salvo casos extremadamente justificados. Por ello, si bien, como hemos visto,
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nos encontramos con una escala casi universal de sociedades políticas que comienzan, de
modo esquemático, con el ente local, sigue en ascenso con las entidades regionales, federal,
continentales o mundiales. Sus realidades históricas muestran diverso grado de agregación
política con Estados como Austria de carácter regional o incluso subsisten pequeños Estados
locales como Andorra o Mónaco.
No obstante, si volvemos de nuevo la mirada a su posición en la tabla, observamos como la
subsidiariedad tiene aún por debajo otros valores de paz, es decir, de no uso de la violencia,
mucho más fuertes como la suficiencia, la democracia o la igualdad. Y es precisamente el
respeto a la democracia lo que impide que el criterio de la subsidiariedad pueda ser
argumentado para alterar la fuerza las fronteras de un Estado regido por principios
democráticos. Con este desvalor ético debe ser considerada los intentos anexionistas de
Austria de la Alemania nazi o la reciente fractura territorial de Ucrania.
El equilibrio político entre las diversas comunidades sociales debe basarse en un justo medio
que reconozca la fuerza de los lazos personales de las entidades más pequeñas, lo que le
habilita para atender las necesidades más elementales, y la mayor capacidad de los entes
superiores para los servicios sociales como la defensa o el orden público que requieren una
mayor cantidad de recursos. Como nos dice Méndez (1985, 523-524), el justo medial del ideal
de la subsidiariedad es alcanzado por aquellos pueblos que optan por “la sensatez práctica y la
prudencia política”, huyendo por una parte del racionalismo doctrinario impuesto el
centralismo de las ideas revolucionarias napoleónicas o por el sentimentalismo separatista que
tratan de romper la colaboración social de pueblos unidos por una historia común.
Como destaca Méndez (2013, 85), “la cesión del poder acumulado por los estados hacia
entidades más grandes –ONU, UNESCO, UE, etc.- y hacia las más pequeñas –comunidades
autónomas o regiones, municipios, provincias, etc.- es un proceso conforme al valor de la
Subsidiariedad, que está empezando su andadura en nuestros tiempos. Aún así, podemos
encontrar movimientos en sentido contrario, incluso por la fuerza, como Yugoslavia, o incluso
democráticamente, como Checoslovaquia.
En estos momentos se puede considerar que la actual España autonómica es un ejemplo de
buena aplicación del criterio de subsidiariedad. Por una parte, se dota de un reconocimiento
político sustantivo a las entidades locales y autonómicas, a quienes se les concede las
competencias más cercanas a los ciudadanos desde la asistencia social al urbanismo. Por otra,
se reconoce el valor uniformador de la paz y la justicia del Estado central, a quie se reserva una
serie de competencias básicas, desde los aeropuertos al ejército, o la legislación armonizadora
de otras competencias que deben aunar las ventajas de la armonización centralizada y la
atención personalizada más cercana, como la sanidad o la educación. Además, el Estado
español también cumple éticamente con la cesión de parte de su soberanía sustancial a
entidades superiores que pueden garantizar mejor la libre competencia o el medio ambiente
como la Unión Europea, así como ha asumido voluntariamente obligaciones convencionales
como miembro de organizaciones supranacionales como las Naciones Unidas.
Con este sofisticado sistema autonómico próximo al federalismo se intenta mantener el valor
de la subsidiariedad y atender al valor estético-cultural de las identidades regionales y locales.
No obstante, como todo sistema mixto, genera disfunciones que son necesarios ir corrigiendo,
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y disputas competenciales que deben solucionarse política y jurídicamente siempre en el
marco de respeto pacífico que exige la convivencia en un sistema democrático.
Por contraste, el terrorismo del radicalismo vasco ha supuesto en España el ejemplo ético
contrario, al tratar de imponer una interpretación excluyente del criterio de la subsidiariedad a
nivel regional atentando contra la vida humana y sin respetar las decisiones democráticamente
adoptadas por el conjunto del Estado.
Antivalores éticos de la subsidiariedad
Ya nos decía Aristóteles en su Ética a Nicómaco que “el exceso y el defecto son propios del
vicio, y de la virtud la medianía”, pues entre el cobarde y el atrevido está el valeroso, entre el
insensato y el disoluto el templado o entre el escaso y el pródigo el liberal.
De la misma forma, la subsidiariedad tiene una amplia pluralidad de antivalores compuesta por
numerosas conductas ajenas a este principio ético. Mas para su descripción nos encontramos
con un serio problema, pues las acciones éticamente negativas no se pueden categorizar.
Como nos dice Méndez (2013, 42), no existen ideas platónicas negativas por que cada
conducta es un ejemplo en si mismo. Por ello, a continuación se van a destacar algunas de las
manifestaciones más importantes de las conductas moralmente reprobables en cada uno de
los niveles institucionales de las comunidades políticas.
El primer mal que suele aquejar al valor ético de la subsidiariedad se presenta con el
nepotismo que surge desde el seno familiar y que lleva a favorecer en los asuntos públicos los
intereses de las personas unidas por parentesco. Este fenómeno, asimilable al clientelismo
político o la partitocracia partidista, no sólo rompe con un principio de justicia como es la
igualdad, sino que, además, la priorización de familiares y allegados en las instituciones
públicas y en la asignación de contratos de prestación de servicios públicos, transfiere la
competencia del nivel territorial local, autonómico o estatal al familiar. Tal ha sido el caso de
algunas instituciones públicas españolas como municipios o diputaciones, y otras instituciones,
en el que el ejercicio de las funciones públicas se reparte entre un reducido grupo de clanes
familiares. Tal parece ser los casos que hoy en día han saltado a los medios de comunicación,
como el clan de los Baltar en la Diputación de Lugo o el clan de los Pujol.
En segundo lugar, hay que hacer referencia al mal del caciquismo que denunció Joaquín Costa
y que permitía un poder casi omnímodo de los prebostes locales sobre todas la vida
económica, social e incluso personal de todos los habitantes de un pequeño entorno local o
comarcal. En estos casos, el cacique en su grado más extremo decide el sentido de toda
decisión importante en su ámbito de influencia, desde la distribución de la tierra al destino del
voto político.
No obstante, quizás el antivalor más fuerte contra la subsidiariedad sea en esos momentos el
nacionalismo regionalista que intenta asumir de forma exclusiva su marco de competencia,
bajo el principio de que valores estéticos diferentes como el idioma o las costumbres justifican
como es la existencia de unidad política diferenciada dentro de un Estado constituido. En este
caso, la pretensión de asunción de todas las competencias propias de la soberanía estatal,
desde la justicia a la defensa, daña éticamente a las comunidades políticas. Como bien me ha
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señalado D. José María Méndez, esta forma de pensar obligaría a pasar de los 200 estados
actuales a unos 5.000 que representaran el número de idiomas diferentes.
Más, como nos señala Méndez (2013), la hegemonía de los estados modernos occidentales ha
traído también el desarrollo de un elemento éticamente antivalioso como es el estatalismo,
pues al amparo del principio de soberanía, los estados actúan de forma totalitaria
internamente y con absoluta independencia externamente, para asumir con carácter exclusivo
todas las competencias sin interferencia de ningún tipo. Esta actitud quiebra la armonía que
busca la subsidiariedad, pues los estados centralizan todo el poder internamente ahogando la
libertad de las entidades inferiores y externamente únicamente llegan a acuerdos de
colaboración que no afecten a sus competencias soberanas (Méndez, 2013, 242-246) Como
dice Méndez (2013, 85), “ninguna institución puede pretender tal poder sobre sus miembros,
ni tal independencia respecto al resto de la humanidad”.
En nuestro país, el esquema constitucional huye de este estatalismo, pero en la práctica
pueden encontrarse bastantes ejemplos en muchos ámbitos de competencias, como el caso de
la autonomía financiera autonómica y local, que en la práctica ha quedado subsumida en
buena parte por la política fiscal, necesaria por otra parte, del Estado.
Por último, en esta breve muestra de males antivaliosos contra el principio de subsidiariedad,
hemos de citar el universalismo, que, como nos explica Méndez (2013, 246-247), deriva todas
las soluciones políticas al ámbito universal mediante la creación de un Estado mundial,
obviando que hay temas, cómo puede ser algo tan simple como la recogida de basuras, que
puede ser atendido directamente por los propios vecinos constituidos en entidad local. Tal es
el caso actualmente de la proliferación de organizaciones internacionales que amplían
indiscriminadamente sus competencias hasta el ridículo, como aconteció hace poco con la
intención comunitaria de regular a nivel europeo el uso de los envases de aceite en los
restaurantes, para gran sorna de los euroescépticos ingleses. Como ya señalaba Juan XIII en su
encíclica Pacem in Terris en 1961, en aplicación del principio de subsidiariedad “no debe hacer
la comunidad internacional lo que sus miembros pueden hacer”.
Los máximos ejemplos contemporáneos de los excesos contrarios a la subsidiariedad lo han
representado el fascismo y el comunismo que han pretendido actual como régimen totalitarios
que se atribuían todas las decisiones sociales, desde la planificación económica a los gustos
culturales de los ciudadanos. Así, durante el fascismo italiano, Pío XI denunciaba en su encíclica
Quadragesimo anno de 1931, que se había quebrantado el principio de filosofía social del
respeto a la capacidad de autonomía de los individuos por el hecho injusto de “remitir a una
sociedad mayor y más amplia aquello que las comunidades menores e inferiores pueden
hacer”.
NACIONALISMO Y SUBSIDIARIEDAD
Nacionalismo como valor axiológico
Nos decía Platón en la República que no hay mayor bien para un Estado que aquello que los
agrupe y aúne, logrando una comunidad que sienta como propia sus alegrías y penas. Y serán
estos estados que “parezcan lo más posible a un solo hombre” los que garanticen un mejor
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gobierno. Por ello, es legítimo que todo entidad estatal soberana, cualquiera que sea su grado
nivel territorial, desde las ciudades-estado a los estados federados, traten de formar una
comunidad estable alrededor del concepto de nación. El gran problema surge cuando esta
aspiración de lograr alcanzar este bien estético meramente cultural trata de convertirse en un
valor ético y por lo tanto, ineludible para todos los habitantes de un territorio.
El nacionalismo es un sentimiento de pertenencia a una comunidad política en razón de una
serie de identidades de naturaleza generalmente cultural que permite distinguirse de las
comunidades colindantes. Esta raíz cultural le sitúa dentro de los valores estéticos que
establecen valoraciones de lo bello, pues los sentimientos nacionalistas ensalzan la
ejemplaridad de sus manifestaciones culturales. Aquellos que se identifican con una
determinada nacionalidad, como la española, se encuentran seducidos, aunque sea
críticamente, por la forma de ser y de vivir de sus compatriotas.
Por ende, esta naturaleza de valor estético impide considerar como de obligado cumplimiento
la identificación de las personas con ninguna causa nacional, al igual que a nadie se le puede
obligar a asumir ningún canon de belleza determinado. Si un valor ético como la igualdad o la
democracia son siempre exigibles en el comportamiento de los ciudadanos y las instituciones
públicas, por el contrario, la exigencia de asumir un sentimiento estético hacia una u otra
patria sería tan incongruente axiológicamente como condenar a quiénes no abrazan un
determinado credo religioso o no simpatizan con ningún club deportivo.
Como valor estético, el sentimiento nacionalista comporta valiosas virtudes entre las que
podemos destacar la cohesión social que ofrece a las comunidades políticas en las que existe
un sentimiento mayoritario y la protección que ofrece al desarrollo de las manifestaciones
culturales. El amor patriótico mayoritario permite la puesta en marcha de proyectos sociales
costosos y difíciles de asumir, cómo por ejemplo las grandes obras hidráulicas o los ambiciosos
museos e instalaciones culturales, lo que se pone especialmente de manifiesto en situaciones
de grave peligro para la comunidad como crisis bélicas, sanitarias o económicas.
El buen patriota, como nos dice Méndez (2013, 246), ama sus costumbres y tradiciones, y trata
de transmitirlas y propagarlas a través de la convicción y no de la coacción. Y de la misma
manera, acepta su evolución o incluso desaparición, aun lamentándolo, pues en ocasiones el
devenir de histórico convierte ciertas costumbres en anacrónicas. Así lo afirmaba Unamuno del
vascuence desde su profundo amor a su tierra vasca, y les recomendaba luchar por la
vasconización cultural de España.
El principal defecto de la identificación nacional es el de la exclusividad, lo que se muestra a
nivel cultural no sólo por encontrar siempre diferencias sustanciales con las manifestaciones
de sus comunidades vecinas, sino con la negación a recibir toda influencia exterior. Esta
situación diferencial suele dar lugar a complejos de superioridad o inferioridad con respecto a
los pueblos vecinos, a los que casi nunca se trata en situación de igualdad. Esta consideración
de la diferencia como algo no accidental, sino sustantivo, se traslada al rango político, y así se
considera que las soluciones a los problemas políticos deben ser siempre distintas a la de otros
pueblos. El patriota debe aceptar la evolución cultural de su pueblo, aun cuando lamente
cuando las modas den lugar a la pérdida de algunas tradiciones (Méndez, 2013, 249).
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Es más, con el tiempo, la impostura nacionalista alcanza a los valores superiores como la
verdad o la humildad, pues la exacerbación del amor (ciego) a la patria lleva a considerar a la
cultura nacional como superior y única. En esta deriva de jactancia suele alcanzar
manifestaciones caricaturescas, entre las que se pueden citar algunas como paradigmáticas al
repetirse en el catálogo de las mitologías nacionalistas, como atribuir un origen nacional a la
mayor parte de los grandes personajes históricos (al genovés Cristóbal Colón se le atribuye en
España origen catalán, balear, gallego, portugués, castellano, extremeño o vasco, y en el
exterior se reclama su origen griego, inglés, corso, sardo, noruego o croata).
Esta tendencia a la radicalización política del nacionalismo es bien conocida históricamente,
pues el sentimiento identitario, en tanto que apela al alma de los ciudadanos, permite una
fuerte cohesión social para alcanzar hitos históricos tanto legítimos como ilegítimos. En España
sabemos bien de nacionalismos fundamentalistas y de los graves problemas que causa, pues
durante muchos años se ha vivido bajo un régimen en el que cualquier falta de identificación
con la llamada causa nacional conllevaba la exclusión social bajo la estigmatización de
antipatriota, bajo un lema de Una, Grande y Libre, que obligaba asumir como absoluto un
deseo de unidad que no todos los habitantes tenían porque compartir. Algo similar se está
construyendo en Cataluña, en donde cualquier manifestación de no adhesión a la causa
nacionalista regional, desde sus manifestaciones públicas a simples hechos cotidianos como la
rotulación de comercios en castellano, es castigada con la exclusión social e incluso, en el
segundo caso, con multas administrativas.
En nuestro país podemos encontrar ejemplos de sentimientos nacionales de muy distintos
ámbito geográfico (v. gr.: el español, el vasco y el catalán o el cartagenero y el berciano), y en
algunos de estos territorios podemos encontrar buenos ejemplos de la compatibilidad entre
este valor estético con los valores éticos. Así, por ejemplo, en Andalucía, y similarmente se
puede decir en las Castillas o en Asturias, conviven personas con muy diversas identidades
nacionales (estatal, regional e incluso local, e incluso los apátridas emocionales), sin que ello
implique un deseo mayoritario de romper con reglas democráticas. En estos casos, quienes se
identifican con sentimientos patrióticos generalmente viven a su vez la ética y la estética al
respetar la jerarquía entre ambas (Méndez, 248).
Nacionalismo moralista como antivalor ético
Desde la misma forma, Platón afirmaba, a sensu contrario, que no hay mal mayor para un
Estado que “aquello que lo disgregue y haga de él muchos en vez de uno solo”. Esta diáspora
coloca a cualquier Estado en una situación de constante desmembración hasta debilitarlo y
hacerlo incapaz no sólo de enfrentarse a sus enemigos exteriores, sino de articular un proyecto
económico y social viable, como ocurrió en la España en la predominaron los reinos de taifas y
el poder parcial de los nobles terratenientes.
De esta forma, el nacionalismo se convierte en un antivalor cuando, como ocurre
frecuentemente, abandona su esfera estética para colonizar otras categorías valiosas y
especialmente las éticas. En esta evolución perniciosa, desgraciadamente muy habitual en
todos los elementos estéticos y religiosos, desde el fanatismo étnico al fundamentalismo más
devoto, el amado ideal de belleza nacional se identifica como base única para la
fundamentación del buen ideal de organización política. En este paso al nacionalismo político
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fundamentalista se hace coincidir obligatoriamente patria con Estado, lo que éticamente es
una tergiversación moral, y transforma a todos los habitantes de un país que no comulgan con
la identidad nacional en ilegítimos éticamente por no admitir una norma estética.
Para resolver este dilema hay que empezar por señalar que el nacionalismo como ideología
política es antidemocrático, pues la creencia de la identificación patriótica con un grupo no se
puede imponer coactivamente, sino que, como todo valor estético, es algo volitivo. Es decir,
todo ciudadano español puede considerarse única o simultáneamente, español, catalán,
leonés, berciano o cartagenero, e inclusive ibero, pero esto no le reivindica para exigir ningún
estatus político específico.
De la misma forma, daña otro valor ético cuando, como es habitual, “el nacionalismo reclama
privilegios frente a la igualdad” (Méndez, 2013, 250), pues considera que sus diferencias
culturales le confieren la necesidad de una tratamiento diferenciado con el respecto al resto
de comunidades políticas.
Con ello, el nacionalismo fundamentalista está poniendo en peligro un valor ético básico como
es el de la paz, pues cuando quiere imponer, a través del llamado derecho de
autodeterminación o derecho a decidir su voluntad unilateral frente a los territorios con los
que comparte unidad política, está atentando contra los principios democráticos. Desde el
punto de vista axiológico, las únicas razones moralmente válidas para exigir una estatus
político propio deben argumentarse desde el principio de subsidiariedad, es decir, que la
sociedad con el estatus actual no pueda atender debidamente las necesidades sociales, entre
las que caben también, por supuesto, las culturales.
En España se han recorrido diferentes etapas políticas nacionales, desde, comenzando por la
edad moderna, las ciudades-estado con sus propios fueros, los reinos con instituciones propias
hasta constituir el actual Estado-nación; y estamos trabajando hacia constituir una nación
europea. Por el contrario, existe un sentimiento muy amplio en Cataluña que quiere
abandonar este proyecto y para ello hace uso extremo del mayor defecto del concepto de
nación: el hecho diferencial. Así, las instituciones catalanas defienden que sus identidades
culturales (lengua, costumbres, etc.) son radicalmente diferentes, y en muchas ocasiones
superiores, al resto de regiones españolas, por lo que deben tener un tratamiento
diferenciado. De esta forma se consideran el castellano es un idioma invasor que no debe
equiparse al catalán o se denostan manifestaciones culturales provenientes de otras regiones
españolas. Como es conocido, esta minusvaloración de los hechos culturales comunes a todos
los españoles ha servido de reprobable justificación para la exigencia de la independencia
política.
Estado ideal frente a nacionalismo y subsidiariedad
La filosofía política clásica ha recomendado que los estados sean lo suficientemente grandes
para poder atender su propia conservación, sin que su tamaño sea tan excesivo que atente
contra su unidad por la falta de apego entre los compatriotas. No obstante, a esta máxima de
búsqueda del término medio, habría que unir una serie de consejos que nos pueden orientar
para una adecuada solución a este problema. Por una parte, como dice Platón en la República,
ningún Estado es completamente uniforme, pues al menos se divide en pobres y ricos, por lo
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que todo Estado que desee prosperar debe fomentar la diversidad entre sus enemigos y su
unidad interior. Por otro lado, Averroes añadía en su Exposición de la República de Platón que
la delimitación del tamaño de los pueblos debía atender a sus propias características
geográficas y etnográficas. En definitiva, como decía Rousseau en el Contrato Social, el Estado
ideal es “Aquél que, encontrándose unido por algún lazo de origen, de interés o de
convención…, se basta así mismo; en fin, el que reúne la consistencia de un pueblo antiguo a la
docilidad de un pueblo joven”.
La ley axiológica da lugar a que las organizaciones pequeñas se vean limitadas para atender
todos los requerimientos sociales, y paulatinamente se han ido agregando en instituciones
superiores en un largo y complejo proceso en el que intervienen no sólo factores éticos, sino
otros como los políticos. Esta tendencia histórica marca que las tribus se convirtieron con el
sedentarismo en lo que hoy constituyen las aldeas que fueron constituyendo de forma
agregativa los pueblos, las comarcas, las regiones y posteriormente los actuales estados.
Actualmente hay un proceso de mayor agregación hacia unidades políticas superiores, como la
europea o la mundial, que únicamente han recogido el carácter nación en los planteamientos
teóricos de algunos pensadores.
Tras esta evolución de la ética política, también hay una evolución de la estética política, por la
cual con la paulatina agregación de los territorios soberanos, el sentimiento patriótico de la
patria chica se va difuminando en ideales pasionales más altos. En este proceso, que como
todo los cambios sociales no son uniformes, puede decantarse una línea mayoritaria que
permite afirmar que muchos ciudadanos de la Europa occidental de hoy ha integrado su
sentimiento nacional exclusivista propio de los pequeños territorios rurales o urbanos
antecedentes a la Edad Contemporánea, para incluir en él fuertes apegos emocionales a las
culturas regionales, estatales, e incluso europeas de las que forma parte.
En esta sana evolución, una aplicación prudente del principio de subsidiariedad tiende
(Méndez, 2013, 251) a actuar en una doble dirección. Por una parte, las competencias relativas
a cuestiones de interés mundial, desde los derechos humanos a las grandes pandemias
sanitarias, deberán ser atendidas por instituciones cada día de mayor alcance como ocurre hoy
en día por las Naciones Unidas. Por otra parte, los asuntos relativos a la riqueza económica y a
la garantía de unos derechos sociales mínimos deben corresponder a entidades estatales de
naturaleza federal asentadas en territorios con una cierta unidad cultural e histórica. Por
último, las cuestiones más directamente relacionadas con la prestación de servicios públicos
deben corresponder a las autoridades regionales y locales.
No obstante, también existen movimientos nacionalistas unidireccionales que aplican una vía
común a sus reivindicaciones éticas y estéticas: la obligatoriedad de los elementos éticos de la
organización política y estéticos de la identificación nacional. Para ello atentan contra el
principio de subsidiariedad al exigir la reducción de los Estados-nación, para sustituirlos por las
antecedentes regiones identitarias, lo que identifican con un derecho ético a la
autodeterminación política de los pueblos.
Desde un punto jurídico, es comúnmente reconocido, en una interpretación totalmente
consecuente con los valores axiológicos, que este derecho de autodeterminación únicamente
se reconoce a los pueblos que, presentando una identificación estética nacional consolidada,
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no han podido acceder o han perdido su soberanía política por razones ilegítimas como la
colonización o la fuerza. Por el contrario, cuando la ausencia de soberanía política se debe a la
natural evolución de los principios éticos de la paz, y en especial de la subsidiariedad, quiénes
dentro de un régimen pacífico y democrático siguen manteniendo una sentimiento nacional-
regional exclusivo, no pueden exigir tal derecho.
La solución axiológica a las reivindicaciones nacionalistas pasa pues por una adecuada
aplicación del principio de subsidiariedad, es decir, por un adecuado reparto de competencias
en las comunidades políticas existentes, lo cuál nos lleva desde la familia al Estado mundial.
Por lo tanto, los estados deben constituirse en democracias pluralistas con una
descentralización institucional, a su vez compatible con la integración supranacional. De esta
forma, el principio de subsidiariedad aparece como un criterio ético, político y jurídico desde el
constitucionalismo moderno (Frosini, 2002) para la solución de conflictos que permiten la
pacificación social y el reequilibrio institucional.
En este reparto no hay una única solución éticamente idónea, sino que caben muchas
admisibles. Y para determinarla entran en juego muchos otros principios desde éticos como la
democracia (la voluntad de los ciudadanos) o la justicia (dar a cada uno lo suyo), hasta
estéticos (los valores culturales en juego). El principio del reparto según la subsidiariedad es
que los valores éticos deben cederse hacia instancias superiores y los estéticos hacia abajo
(Méndez, 2013, 251).
Desde este punto de vista, un buen ejemplo de cómo la subsidiariedad se puede abrir paso a
pesar de los sentimientos nacionalistas ha sido la creación de la Unión Económica y Monetaria
la cual se ha ajustado a este principio de buen gobierno pues, como señalaba Corral (1995), la
constitución de una moneda única conlleva importantes ventajas económicas derivadas del
fortalecimiento del mercado único. A pesar de ello, esta unidad monetaria no ha implicado la
centralización absoluta de competencias en estas materias a nivel comunitario, pues mientras
las competencias de política monetaria en torno a un Banco Central europeo se ha
demostrado necesaria, en cambio las políticas fiscales y económicas se han mantenido en el
seno de los Estados miembros sobre la base de unos criterios básicos de armonización y
convergencia.
Otro buen ejemplo hacia la buena dirección es la propuesta de Estrategia de Acción Exterior
aprobada por España en 2014 que aboga por la construcción de una Unión Europea federal
pues “el destino final de la construcción europea es la unión política. Europa debe configurarse
como una auténtica unión federal, no simplemente como una unión de Estados soberanos”.
CONCLUSIÓN
En definitiva, desde un punto de vista axiológico, la subsidiariedad debe de incentivar que los
actuales Estados-nación cedan poder en favor de las entidades superiores, y no la dirección
contraria de que los estados se dividan en pequeñas unidades que incrementen los defectos
del nacionalismo y el estatalismo excluyentes. En palabras de Méndez (2013, 251), “En la
medida en que la prudencia de políticos y gobernantes prevalezca sobre lo doblemente
odiosos nacionalismos actuales, que imponen desigualdad en ética e igualdad en estética, es
de esperar que se avance en las dos direcciones de la Subsidiariedad”.
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