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Gabinete de Comunicación [email protected] Discurso leído oralmente en el acto de concesión del doctorado honoris causa al Dr. Luis Cosculluela Montaner EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD COMO VERTEBRADOR DEL ESTADO DE DERECHO: SU LENTA Y ACCIDENTADA INSTITUCIONALIZACIÓN EN ESPAÑA. Quiero ante todo dejar constancia de la emoción que me embarga por la concesión de este honor por la Universidad de Córdoba, a la que por muchas razones he estado unido siempre, desde el curso 1982-83 en que me incorporé a su Facultad de Derecho, por mis relaciones con los profesores del Área de Derecho Administrativo y también con aquella promoción de estudiantes que fue la primera que estudio toda la carrera en esta Universidad. Por ello quiero, en primer lugar, agradecer a su Rector Magnífico el Dr. José Manuel Roldán, a su Junta de Gobierno, y a todo el Claustro de esta universidad el nombramiento como Doctor de esta querida Universidad. También quiero mostrar mi agradecimiento a la Facultad de Derecho, que propuso este nombramiento, y al Departamento de Derecho Público y Económico que tuvo la iniciativa, y, por supuesto a mis queridos compañeros los Profesores de Derecho Administrativo, con los que llevo estudiando esta disciplina desde hace ya 28 años, deseando personificar mi gratitud en los catedráticos Dr. López Benítez y en quien hoy ha sido mi padrino, el Dr. Rebollo Puig, cuyas amables palabras en su laudatio solo pueden justificarse por la gran amistad que nos une. Y es de justicia también que en este acto tenga un particular para los que han sido mis maestros: el Profesor García de Enterría, que es Gabinete de Comunicación. Medina Azahara, 5. [email protected] Teléfonos: 957218033/957212157/957212156

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Discurso leído oralmente en el acto de concesión del doctorado honoris causa al Dr. Luis Cosculluela Montaner

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD COMO VERTEBRADOR DEL ESTADO DE DERECHO: SU LENTA Y ACCIDENTADA INSTITUCIONALIZACIÓN EN ESPAÑA.

Quiero ante todo dejar constancia de la emoción que me embarga por la

concesión de este honor por la Universidad de Córdoba, a la que por

muchas razones he estado unido siempre, desde el curso 1982-83 en que

me incorporé a su Facultad de Derecho, por mis relaciones con los

profesores del Área de Derecho Administrativo y también con aquella

promoción de estudiantes que fue la primera que estudio toda la carrera en

esta Universidad. Por ello quiero, en primer lugar, agradecer a su Rector

Magnífico el Dr. José Manuel Roldán, a su Junta de Gobierno, y a todo el

Claustro de esta universidad el nombramiento como Doctor de esta querida

Universidad.

También quiero mostrar mi agradecimiento a la Facultad de Derecho,

que propuso este nombramiento, y al Departamento de Derecho Público y

Económico que tuvo la iniciativa, y, por supuesto a mis queridos

compañeros los Profesores de Derecho Administrativo, con los que llevo

estudiando esta disciplina desde hace ya 28 años, deseando personificar mi

gratitud en los catedráticos Dr. López Benítez y en quien hoy ha sido mi

padrino, el Dr. Rebollo Puig, cuyas amables palabras en su laudatio solo

pueden justificarse por la gran amistad que nos une.

Y es de justicia también que en este acto tenga un particular para

los que han sido mis maestros: el Profesor García de Enterría, que es

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también el maestro común de muchos de los aquí presentes, y el Profesor

Sebastián Martin-Retortillo, tempranamente desaparecido. Debiendo

agradecer profundamente la presencia en este acto de su viuda Dña. Teresa

Rubio.

El trabajo elegido consta de dos partes; I.- El principio de legalidad

como vertebrador del Estado de Derecho y II .- La consagración del Estado

de Derecho en España. influencia de los juristas españoles de derecho

público.

Aquí sólo voy a hacer un resumen de la primera parte.

I EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD COMO VERTEBRADOR DEL ESTADO DE DERECHO

El Estado de Derecho se conecta históricamente a la aparición del

constitucionalismo, cuyo telos, como sostiene LOEWENSTEIN, es la creación

de instituciones para limitar y controlar el poder político. Esta idea, la del

control, es como veremos a lo largo de mi exposición, la clave del Estado

de Derecho. GARCÍA PELAYO distingue tres etapas en la formación del

Estado de Derecho: primera, la consagración de la Ley como expresión de la

voluntad general; segunda, el Derecho administrativo, como derecho

garantizador del control del Poder; y tercera la Constitución es considerada

como norma fundamental del Ordenamiento jurídico. Esta tres etapas se

han sucedido históricamente, pero la sucesión no ha supuesto la exclusión

de los valores de la etapa anterior, sino su superación o mejor la

superposición de otros principios nuevos y más poderosos. Incluso

podríamos ir más lejos, y afirmar que en la sucesión de esas etapas, a

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veces, no ha habido que introducir principios nuevos, sino hacer efectivos

los antiguos, dotarlos de eficacia.

La doctrina considera que el Estado de Derecho obedece a cuatro

principios fundamentales: el reconocimiento de la soberanía popular, la

división de poderes, el reconocimiento de los derechos fundamentales y el

principio de legalidad. Aquí nos vamos a ocupar fundamentalmente de uno

de ellos: el principio de legalidad; que se considera el resumen y corolario

de los otros principios; pero debe advertirse que los cuatro principios

señalados están interrelacionados.

A) Digamos, no obstante, que los dos primeros principios han tenido una

distinta interpretación doctrinal y política. La soberanía popular fue la

declaración que aparece en el frontispicio de cualquier Texto revolucionario

que a finales del Siglo XVIII viene a afirmar la ruptura con el régimen del

Estado absoluto. Así aparece en la Constitución de los Estados Unidos de

América, en la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del

Ciudadano de 1789, en el la Declaración de Derechos del Pueblo de 1811de

Venezuela, y, por lo que particularmente nos interesa a nosotros, en la

Constitución de Cádiz de 1812.

Pero la soberanía popular no fue admitida por el liberalismo

doctrinario francés, ni por los juristas alemanes que consagraron la doctrina

del principio monárquico, y, por tanto, no luce en la mayoría de las

Constituciones que se elaboran en la Europa del XIX, y desde luego en

España, donde la doctrina del liberalismo doctrinario tuvo gran influencia,

por lo que sólo tres constituciones españolas del XIX consagran el principio

de la soberanía popular. ¿Excluye este dato, por sí solo, la consagración del

Estado de Derecho, en los períodos regidos por esas Constituciones, que no

consagraron la soberanía popular?

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Sin embargo, es cierto que en este principio de la soberanía popular

se encuentra, en último término, la legitimación del ejercicio del poder,

porque, el principio de soberanía popular enraíza el Poder en el Pueblo, a

través de las elecciones periódicas, que legitiman la representación popular.

Es decir, el principio de la soberanía popular, sostiene la legitimación del

sistema democrático y obliga a que las decisiones políticas fundamentales

emanen de órganos surgidos de la voluntad popular.

Ahora bien, el principio de soberanía popular, puede también tener

otra traducción técnica más precisa: la reserva al Pueblo de la aprobación y

reforma de la norma fundamental del Estado: la Constitución. Por lo que se

refiere a las Constituciones españolas del XIX, sólo las de 1812, 1868 y la

republicana de 1873 fueron constituciones rígidas, que regularon la reforma

de las mismas (procedimiento que no se respetó en ningún caso en las

reformas que sufrieron, pese a alguna declaración en contrario del nuevo

Texto que la modificaba); mientras que las de 1837,1845 y 1876, fueron

constituciones flexibles, que al afirmar la doble titularidad de la soberanía

de las Cortes con el Rey, no sintieron la necesidad de establecer dicha

reforma. Lo que supone que la superlegalidad formal de la Constitución no

estaba asegurada, y que si una ley llegaba a establecer reglas contrarias a

lo dispuesto en la Constitución, no existía control jurisdiccional alguno.

B) El segundo principio es el de la división de poderes, que con distintas

formulaciones ha sido recogido en todas las constituciones democráticas;

pero dicho principio tampoco es estático, sino dinámico, y ofrece toda una

serie de técnicas que no se encuentran en la formulación doctrinal de

MONTESQUIEU. Bastaría recordar que el Poder legislativo presenta como

tema capital, el de su configuración electiva, que durante grandes periodos

del XIX se acomoda a la evolución del derecho de sufragio (el voto

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censitario y su progresiva ampliación), y que más tarde se vería

mediatizado por la aparición de los partidos políticos, cuyo papel en el

funcionamiento del Parlamento era inimaginable en la formulación originaria

de la teoría de la división de poderes.

Y en otro plano distinto, el significado de los derechos de

participación popular directa en la función legislativa, abriría los cauces de

la representación política como única forma de participación popular en la

elaboración de las leyes. Del mismo modo que la aparición en el continente

europeo de los Estados políticamente descentralizados: federales y

regionales o autonómicos, que comparten con el Parlamento estatal el

poder de aprobar leyes, rompería el significado originario de la ley, como

expresión de la voluntad general formulada por los representantes de la

Nación en el Parlamento, que tiene el monopolio de la producción de las

leyes.

C) El tercero de los principios del Estado de Derecho es el

reconocimiento de los derechos fundamentales. Desde que la

Revolución francesa aprobó la Declaración de Derecho del Hombre y del

Ciudadano de 1789, todas las Constituciones que merecen tal nombre

contienen una relación de derechos fundamentales. Su reconocimiento

representa la enunciación de un sistema de valores de la comunidad

política, que dan sentido y legitiman el sistema político que se establece por

el derecho positivo. Ciertamente, los derechos fundamentales han dado un

salto importante desde los derechos individuales hacia los llamados

derechos sociales, que en cuanto a su garantía jurídica, se formulan como

principios de la política social y económica, que deben inspirar la actuación

de todos los Poderes del Estado, y, por tanto, tienen una protección jurídica

diversa a la de los derechos individuales.

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La garantía plena de los derechos fundamentales frente a la

Administración Pública se establece en Europa por los Tribunales de

Justicia, o Consejo de Estado en el modelo francés. Sin embargo, los

derechos fundamentales no habían estado garantizados históricamente

frente al Poder legislativo, es más el reconocimiento de los derechos

fundamentales se hacía en el continente europeo en los términos de la ley

reguladora, lo que se enfatizaba por la reserva de ley en la regulación de

estos derechos. Sólo en la Constitución norteamericana los derechos se

formularon sin acotación alguna.

Tras la segunda Guerra mundial la Constitución italiana de 1948, la

Ley Fundamental de Bonn, y la Constitución española de 1978, corrigen el

alcance de estas remisiones a la ley, en cuanto que deben respetar el

contenido esencial de estos derechos. Cerrándose el sistema de garantías

de estos derechos fundamentales por la creación de los Tribunales

constitucionales, y la previsión de distintos recursos u otra vías de defensa

de dichos derechos, que permitirán delimitar por el Tribunal Constitucional

cual es el contenido esencial de cada derecho o libertad fundamental que

debe respetar el legislador.

D) Pero como se ha dicho, el Estado de Derecho tiene como pieza

jurídica fundamental la consagración del imperio de la ley. En este sentido

el Estado de Derecho se conecta históricamente al Liberalismo, y se

convierte en mandato en la Declaración de Derecho del Hombre y del

Ciudadano, especialmente en los artículos 5, 6 y 7, en los que como indica

GARCÍA de ENTERRIA la ley se perfila como el único título para exigir

obediencia al ciudadano coartando su libertad. De ahí se seguirán, dos

exigencias concretas de ley: la legalidad penal (que protege la libertad

personal directamente) y la legalidad tributaria (que protege las rentas de

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ciudadano frente a impuestos abusivos), a la que se agregarán

inmediatamente otras como la exigencia de ley para regular la propiedad

privada y las libertades individuales consagradas en la Constitución. El

binomio libertad-propiedad es el eje de la vida social cuya protección se

encomienda al Parlamento, lo que se traduce técnicamente en la doctrina

de las materias reservadas a la ley, que se compendia en la exigencia de

habilitación legal para toda medida que implica intervención en los

derechos y libertades de los ciudadanos.

La ley se convierte así en la suprema garantía de esos

derechos fundamentales, lo que se articula técnicamente por el principio de

primacía de la ley y la reserva de ley. El principio de legalidad implica

políticamente la sumisión a la ley de los otros dos Poderes: el Ejecutivo y el

Judicial. La sumisión del Ejecutivo a la ley, quedará pronto formalmente

asegurada. Sin embargo, tanto el liberalismo doctrinario, como el principio

monárquico, al no reconocer el principio de la soberanía popular,

introducirán al Poder Ejecutivo, en la persona del Rey, en la misma

elaboración de la ley, atribuyéndole iniciativa legislativa, imponiendo el

poder de veto y dotando de efecto constitutivo jurídico a la sanción real.

El principio de legalidad en el periodo inmediato que sigue a la

Revolución francesa supone que las únicas normas que pueden dictarse son

las leyes que apruebe la Asamblea legislativa, lo que se lleva a la propia

Constitución de 1791, que en su art. 6 establece “el poder ejecutivo no

puede dictar ninguna ley, ni aun provisional, sino únicamente declaraciones

conforme a las leyes para ordenar o recordar su ejecución”. Lo que implica

que el Poder Ejecutivo sólo puede ejecutar las leyes, y es la Asamblea, la

que tiene el monopolio de la producción de leyes, donde se sitúan

precisamente los representantes del Pueblo, que por diversas razones que

por conocidas no es menester recordar aquí, son históricamente los

representantes de la clase burguesa.

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De ahí, que la ideología liberal se convierta en defensora del impero

de la ley, que expresa tres ideas clave: la supremacía de la ley sobre

cualquier otra norma; la vinculación a la Ley de la Administración pública, y

la vinculación a la ley de los jueces, que deben aplicarla, pero no enjuiciarla.

De este modo la ley se convierte en garantía de los derechos individuales,

que aparecen recogidos en las leyes, imponiéndose la exigencia de una ley

para recortarlos y desde luego para privar de ellos a sus titulares.

Muy distinto es el caso del Reino Unido, en el que la ley no focaliza

todo el sistema jurídico, asegurando su supremacía, sino que debe

conciliarse con el common law, que permite la creación judicial del derecho,

permitiendo que junto al derecho positivo elaborado a través de la ley, los

jueces puedan defender la existencia de otro derecho, que encuentra su

fuente en la tradiciones británicas y que cristaliza en la teoría del

precedente judicial, basado en la experiencia de casos anteriores

semejantes.

El impero de la ley exige, en primer lugar, determinar la competencia

para aprobarla y el procedimiento para hacerlo, sólo así se impide la

destrucción del principio y se expulsa de la legalidad toda producción

legislativa que se aparte de dichas normas, que se reputa ilegal. La base

ideológica que sustenta esta construcción se encuentra en las ideas de

ROUSSEAU, que construye la mística de la ley, entendida como expresión de

la voluntad general, del abate SIEYÈS que en su obra Qu´est-ce que le Tiers

état enfatiza la justificación del control del Parlamento por los

representantes del tercer estado, y finalmente de MONTESQUIEU que

teoriza la división de poderes y atribuye al Parlamento el monopolio de la

producción legislativa.

Sin embargo, muy pronto el diseño teórico de los revolucionarios de

finales del XIX y principios del XX deberá ser corregido por las exigencias

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del incipiente intervencionismo administrativo necesario para la afirmación

de los nuevos valores políticos y sociales, que obligan a que la Constitución

francesa del año VIII, ya prevea en su artículo 44 que “El Gobierno propone

las leyes y hace los reglamentos necesarios para su ejecución”. Y lo propio

hará nuestra Constitución de Cádiz en su art. 171. Estas previsiones

habilitan, por tanto, al Poder Ejecutivo para aprobar normas: los

reglamentos ejecutivos, previsión que se recogerá a partir de entonces en la

generalidad de los textos constitucionales europeos.

Se había producido una diferenciación fundamental entre la ley y los

reglamentos, capital en el Derecho que surge en el Constitucionalismo, y de

escasa significación en el Estado absoluto. La aparición de los reglamentos

administrativos supondría una reconversión técnica del principio de

legalidad en cuanto técnica de control de la acción del Poder, de la

sumisión de la acción de la Administración a la Ley, ya que se admite que la

propia Administración puede dictar normas, que ya no emanarán sólo del

Parlamento en forma de leyes.

El sistema normativo se ordenara jerárquicamente, dando la lógica

preeminencia a la Ley sobre las normas reglamentarias producidas por el

Poder Ejecutivo y la Administración. Y desde HAURIOU, esta reconversión

técnica se formula en el sentido de que el principio de legalidad no supone

estrictamente una sumisión de la acción del Poder Ejecutivo a la ley, sino al

Ordenamiento Jurídico como un todo, en cuyo sistema normativo la ley

ocupa un lugar de primacía, pero donde también se encuentran los

reglamentos que produce la propia Administración Pública.

Sin embargo, el principio de jerarquía de las normas, tuvo en las

primeras etapas del Estado de Derecho, una detonante exclusión: la propia

Constitución. La base doctrinal que justifica dicha exclusión apunta al

carácter programático de la Constitución. Después, se modula dicha teoría y

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se afirma que la Constitución sólo es una norma organizativa del Estado;

pero que o bien no contiene una referencia a los derechos fundamentales,

como ocurrió con las Cartas otorgadas del XIX, o tales derechos carecen de

garantía frente a su modificación o recorte de su contenido por el legislador.

No obstante, debe diferenciarse claramente el tema de la flexibilidad o

rigidez de las Constituciones (tema que afecta a las posibilidades de su

reforma) del de la eficacia o valor normativo de sus previsiones. En las

Constituciones españolas que no preveían su procedimiento de reforma, y

contenían declaraciones de derechos fundamentales, estos eran respetados

por el valor normativo de la Constitución. De ello se encargarían los

Tribunales de Justicia y también la propia Administración Pública, sujeta

desde 1845 al control de su actuación. Ahora bien, como dicho, las

declaraciones de derechos fundamentales contenían normalmente la

cláusula en los términos de la ley reguladora, es decir, los derechos estaban

claramente unidos a la ley.

El Siglo XIX dominado por la implantación del nuevo sistema político

que arrumba el sistema del Estado Absoluto, buscó con ansia la

implantación del Estado de Derecho, pero deberá recorrer conocerá un

largo y sinuoso camino para este logro histórico. ¿En esa conquista cómo

han colaborado los juristas? Es evidente, que ellos son los que han dado

forma al Estado de Derecho, hasta el punto de bautízalo con su propia

ciencia, el Derecho. Pero en el largo camino recorrido las etapas han sido

muchas y los avances y retrocesos se han sucedido inevitablemente.

Precisamente, NIETO advertirá que del cruce de los principios de legalidad

de la actividad administrativa y el de su control jurisdiccional surgirá

Administración surgirá el Derecho Administrativo. De modo que para un

administrativista este excurso histórico equivale a investigar el verdadero

surgimiento de esta rama del Ordenamiento jurídico.

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Ciertamente, el principio de legalidad, por si sólo no garantizará la

existencia de un Estado de Derecho, porque en muchos periodos de nuestra

historia dicho principio ha quedado consagrado por el Ordenamiento

vigente, en leyes ordinarias, y sin embargo, el régimen político imperante

podía considerarse alejado del Estado de Derecho, incluso en algún caso

podía ser calificado de régimen dictatorial. Pero el principio de legalidad

está en el principio de la consagración del Estado de Derecho, y su

consagración supuso históricamente el definitivo abandono del Régimen

absolutista.

En la primera etapa post revolucionaria el Derecho, los juristas,

caminan por la senda del positivismo jurídico. Ello supone una depuración

del objeto de estudio, liberándolo sobre todo de consideraciones filosóficas,

psicológicas o sociológicas. En este positivismo jurídico anduvieron también

los cultivadores del Derecho Público. La afirmación de los nuevos valores se

deja a la ley. Son los representantes en el Parlamento los encargados de

llevarlos a la norma jurídica, y si bien, en cuanto a esa formulación, los

políticos se inspiran, en muchas ocasiones, en construcciones científicas, lo

cierto es que estas se desarrollaron tardíamente, pues en toda la primera

mitad del Siglo XIX, los estudiosos del Derecho Público se orientan a la mera

glosa y sistematización de las leyes. Los juristas que veremos influir en la

elaboración de las primeras Constituciones españolas pertenecen a esta

categoría, si influyen en dichos Textos es, sobre todo, por su actuación

política, como hombres incluidos en alguna corriente política liberal,

progresista o conservadora, más que por su obra científica, aunque no

dejan de haber influencias relevantes como pondremos de relieve en la

segunda parte de este estudio.

¿Y qué es la ley en el plano jurídico? La ley, columna vertebral del

principio de legalidad sigue obedeciendo a la idea de ROUSSEAU: “expresión

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de la voluntad general”, y aparece adornada por los caracteres de

generalidad y abstracción propios de toda norma. Dichos caracteres se

fundamenta en último término en el principio de igualdad que todas las

constituciones democráticas sancionan. En la generalidad y la abstracción

garantizará la neutralidad de la ley en la solución que adopta, y la

previsibilidad de su aplicación, o lo que es lo mismo la seguridad jurídica. En

esos caracteres encuentra su legitimidad jurídica, y en su aprobación por el

Parlamento su legitimidad democrática.

Por otra parte, el principio de legalidad para garantizar el papel

central de la ley en el sistema, da origen a la doctrina de la reserva de ley

de determinadas materias, especialmente los derechos fundamentales; y

también a la jerarquía normativa, que coloca la ley por encima de cualquier

otra norma del Poder Ejecutivo; y a la doctrina de la vinculación positiva de

la Administración a la norma previa, que se traduce en la inderogabilidad

singular de la misma. Lo que unido a la vinculación a la ley de los Jueces y

Tribunales cerraba el sistema. La Administración Pública quedaba

embridada por la ley y el control de los Tribunales de su actividad.

La aparición y fortaleza del control jurisdiccional es la que hace

efectivo el principio de legalidad, porque el control por los Tribunales de la

acción administrativa convierte en real la vinculación de la Administración a

dicho principio. La efectividad del principio de legalidad está ligada al

control de su respeto, más exactamente a la consagración del contencioso

administrativo, que en España no tuvo lugar hasta la Constitución de 1845,

por la Ley de 6 de junio de 1845, aunque esta jurisdicción se caracterizó por

una impronta individualista, que sólo entraba en funcionamiento a instancia

de un recurso de la persona titular de derechos afectados por la acción

administrativa que iba a ser objeto de control por los Tribunales. Y durante

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gran parte del XIX, al menos en España, los Reglamentos no pudieron ser

impugnados ante la jurisdicción contencioso-administrativa

El Derecho Administrativo aseguraba el control del poder, y se

desarrolla fundamentalmente en el Siglo XIX por una vía jurisprudencial. La

obra del Conseil d´ Etat alumbrará instituciones de control del poder que

literalmente no se encuentran en la ley (como la desviación de poder, o el

exceso de poder, por ejemplo) y que servirán para el objetivo de consagrar

el Estado de Derecho en dos aspectos capitales la defensa del principio de

legalidad y la defensa de los derechos e intereses de los ciudadanos. En

España, por el contrario, la introducción de instituciones de control han sido

debidas más al legislador que a la obra jurisprudencial, y a través del

legislador la doctrina ha ejercido su influencia.

Pero el control del Poder por el Derecho Administrativo se efectuará

sobre la base de algunos dogmas que terminan por limitar las posibilidades

de dicho control. La superación de estos angostos límites, que sin embargo,

fueron históricamente logros formidables para ejercer el control de la

Administración, se produjo en distintos momentos, y en algunos casos como

es el supuesto de España, incluso se abrieron paso bajo la vigencia de

regímenes políticos que no eran Estado de Derecho. GARCIA DE ENTERRIA

con ocasión de las reformas del sistema contencioso-administrativo francés,

hablará, siguiendo la teoría del paradigma de KUHN, del cuarteamiento del

paradigma histórico del exceso de poder, que ha sido la base del Derecho

Administrativo tradicional, y afirma rotundamente que el nuevo paradigma

se orienta a la defensa plena de los derechos fundamentales, que deben

prevalecer sobre los intereses defendidos por la Administración Pública, en

cuanto dichos derechos están consagrados en la Constitución y tienen el

carácter de valores que se imponen a cualquier otra norma.

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Durante todo el Siglo XIX, no se concibe que el legislador pueda ser

objeto control por los jueces, y, por tanto, la primacía de la Constitución,

como proveniente del Poder constituyente, no está asegurada frente al

legislador ordinario. El dogma de la ley como expresión de la voluntad

general se apoyaba en la existencia de un Parlamento único, por lo que

nunca se reconoció la competencia de los Tribunales para el control de las

leyes siguiendo los dogmas políticos de la Revolución francesa.

En los Estados Unidos de América, por el contrario no existía un único

legislador, y la garantía de la Unión frente a los Estados exigía un control

judicial frente a los posibles conflictos de competencias; por lo que el

Tribunal Supremo asumió dicha competencia que pronto se convirtió en

una garantía de la supremacía formal de la Constitución frente a cualquier

legislador, de la Unión o de los Estados. Habrá que esperar hasta el Siglo

XX, para que el austriaco KELSEN, teorizará sobre el significado de la

jerarquía de las leyes, y situando a la Constitución en la cúspide de la

pirámide que expresaba dicha jerarquía normativa , concluyera la necesidad

de establecer los Tribunales Constitucionales para controlar la ley, y se

consagrara el vicio de inconstitucionalidad de las leyes como determinante

de su anulación por dichos Tribunales ¿Cuáles son las razones que impulsan

este cambio de criterio frente a la ley, fundamento del principio de

legalidad?

La explicación reside en que todo el sistema empieza a agrietarse

cuando la ley, fundamento y esencia del principio de legalidad, deja de ser

la norma general y abstracta que regula los más importantes sectores de la

vida económica y social. La doctrina alemana introduce el concepto de ley

formal, que tendrá una justificación en la monarquía constitucional alemana,

y su aceptación de la doctrina del principio monárquico. La noción de ley

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formal, ley que no aprueba normas, se contrapone a la ley material, por la

que se establecen verdaderas normas, que se predican como el ámbito

competencial propio del Parlamento. La distinción se extrapola del contexto

alemán, aunque en otros ordenamientos se aceptó también que el

Parlamento pudiera aprobar no sólo leyes materiales o leyes-norma, sino

que bajo la forma de ley aparezcan otros contenidos, a los que se le

comunica la fuerza de la ley.

Por otra parte en los albores del Siglo XX surgen otras voces

discordantes, que se alzan frente a la concepción tradicional de la ley.

DUGUIT, es una de ella, y dirá: “la ley no puede ser el mandato formulado

por una voluntad soberana, es simplemente la expresión de la voluntad

individual de los hombres que la hacen: Jefes de Estado, miembros del

Parlamento. Fuera de esto, todo lo que se diga no es más que ficción” Estas

ideas que florecen a principios de siglo XX suponen la desvalorización de la

ley, y marcan el inicio del abandono del positivismo. Se va pasar a un

método que combina la exégesis de la ley con la dogmatica conceptualista,

que construye conceptos al margen del derecho positivo.

Se tiende a dar un contenido esencialmente formal de la ley, ligada a

una competencia del órgano que la aprueba, y un procedimiento de

elaboración. La ley seguirá siendo un valor jerárquicamente superior en la

teoría de las normas, un valor que se sobrepone a las normas que pueda

dictar el Poder Ejecutivo: los reglamentos. Pero el concepto de ley material,

(ligado a la consecuencia de que determinadas materias sólo pueden ser

normadas por el legislador), fundamentado desde el principio de los ideales

revolucionarios en la regulación de las materias de propiedad y libertad;

queda desbordado, pues se constata que en otros casos la reserva de ley,

sólo es formal, por ejemplo, en el caso de las leyes autorizatorias.

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La desvalorización de la ley ha tenido el soporte de una corriente

teórica, el decisionismo, surgido también en la doctrina alemana, que en su

evolución más radical y perversa va a avalar ideologías fascistas y nacional-

socialistas que han producido paréntesis dolorosos en la lucha histórica por

la plena implantación del Estado de Derecho. El representante de esta

corriente es Carl SCHMITT para el que el Derecho es ante todo decisión y

considera que “El último fundamento de toda la existencia del derecho y de

todo valor jurídico se puede encontrar en un acto de voluntad, en una

decisión que, como tal, crea derecho, y cuya “fuerza jurídica” no puede ser

deducida de la supuesta fuerza jurídica de unas reglas de decisión”.

Las teorías decisionistas aplicadas políticamente por los regímenes

fascistas, y nacionalsocialistas se justificaran porque como advierte ELIAS

DIAZ “frente al normativismo y formalismo liberal se alza el extremismo

antinormativo y voluntarista, abierto a toda arbitrariedad e injusticia… El

Derecho será así pura y absolutamente la voluntad del Führer . La reacción,

sobre todo tras la segunda Guerra Mundial, no se hará esperar.

Sin embargo, SCHMITH y sus seguidores , al margen de la utilización

perversa de sus teorías filosóficas, contribuyeron también a la elaboración

de logros dogmáticos, que han pasado a la doctrina jurídica y sirven para

explicar las modalidades de la ley, que queda alejada en muchas de sus

manifestaciones de la teoría tradicional. Así, Carl SCHMITT nos legará el

concepto de ley-medida, retomado por FORSTHOFF, que supondrá la

eliminación de los dos caracteres esenciales de la ley: la generalidad y

abstracción. La Ley-medida frente a la ley-norma, que sigue respondiendo a

los caracteres clásicos, supone la ordenación de una realidad concreta,

para un determinado fin, para lo que se ordenan todos los medios

necesarios para conseguirlo, de las que el ejemplo más ilustrativo son las

leyes aprobatorias de planes económicos o administrativos. Las leyes-

medida suponen, al decir de FORSTHOFF, una intervención del poder

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legislativo en lo que es el ámbito material del poder Ejecutivo y la

Administración Pública. Sin embargo, esta tesis no se corresponde ni con la

historia constitucional, en la que siempre fueron admitidas leyes no

materiales, ni con las modernas constituciones.

Del mismo modo, han aparecido también las leyes singulares, que

tratan de imponer una solución jurídica a una caso concreto, lo que supone

que se elimina el carácter abstracto de la ley, propia de toda norma. Leyes

que, sin embargo, en cuanto limiten un derecho fundamental están

prohibidas por la Constitución alemana (art. 19.1), y de las que el propio

Tribunal Constitucional español considera que sólo proceden en casos

excepcionales y que tienen como canon de constitucionalidad la

razonabilidad y proporcionalidad de las medidas que adopten.

Todavía cabía considerar las llamadas leyes interpretativas, sobre

preceptos de la propia Constitución o de los Estatutos de Autonomía, sobre

las que el Tribunal Constitucional ha impuesto la doctrina de que el único

interprete supremo de la Constitución es el propio Tribunal, atribuyéndose

el monopolio de esta función, y por consiguiente ha declarado la

inconstitucionalidad de este tipo de normas. La primera sentencia en que se

afirmó esta doctrina fue la /3/1983, de 5 de agosto de 1983, y que se

reafirma en la Sentencia de 28 de junio de 2010, sobe el Estatuto de

Cataluña.

Finalmente, en este contexto de proliferación de tipos de leyes no

normativas, en el sentido clásico del término, se está produciendo una

cierta perversión de la ley, que llega a su utilización para lograr la

inmunidad frente a la jurisdicción contencioso-administrativa de leyes que

cubren formalmente decisiones políticas, propias del ámbito material de la

competencia del gobierno y la Administración Pública, y que, en otro caso,

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como simples reglamentos o actos administrativos serían recurribles ante

dicha jurisdicción.

Ante estas modulaciones del concepto de ley, la desvalorarización

de su sentido originario ¿qué significa el principio de legalidad? ¿cuál debe

ser el concepto de ley? El problema se planteó crudamente por los

Profesores de Derecho Público alemanes con relación a la Ley Fundamental

de Bonn, cuyo artículo 19. 1, como ya hemos visto, establece un contenido

material de la ley cuando se regulan derechos fundamentales. Ha habido

pues una reacción, devolviendo a la ley sus caracteres tradicionales cuando

afecta a los derechos fundamentales e imponiendo como hace nuestra

Constitución vigente el respeto de la ley reguladora al contenido esencial

del derecho. En la misma línea el art. 53 de nuestra Constitución de 1978

impondrá que los derechos fundamentales del Capítulo segundo del Titulo I,

sólo podrán regularse por ley, que en todo caso deberá respetar su

contenido esencial.

Pero al margen de esta exigencia constitucional alemana, la doctrina,

una vez más Carl SCHMITT, denunciará la llamada “motorización”

legislativa y el maestro GARCÍA DE ENTERRÍA habla del “flujo desbocado”

de leyes imposible de racionalizar en un esquema aplicativo debido a su

número, inestabilidad y caprichosa sistematización Parece que sólo el

Derecho penal es capaz de exigir en toda su pureza que la ley revista los

caracteres de generalidad y abstracción, y que los grandes reductos de la

reserva de ley: la libertad y el derecho de propiedad, han quedado

invadidos por intervenciones normativas de la Administración a través de la

técnica de las remisiones normativas. De suerte que se impone una

reflexión, porque la Ley, como clave de bóveda del principio de legalidad, ya

no es la misma que en el Siglo XIX.

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La doctrina se orienta hacia la concepción formal de la ley y, en este

sentido, se produce una aproximación al Derecho británico, en el que la

influencia de la doctrina alemana ha sido muy escasa. En el concepto de ley

lo determinante no es su contenido, sino quien es su autor: la ley es un act

of parlament. Pero debe advertirse, que esta concepción de la ley también

es el que luce en la Constitución de los Estados Unidos, que atienden sobre

todo a la concepción orgánica de la ley: lo decisivo es qué Poder es el que

la aprueba y el procedimiento por el que lo hace, y no el contenido de la

misma.

La concepción formal de la ley como expresión de un órgano de

representación popular se mantiene; pero parece haber perdido su

contenido material: el carácter de norma general y abstracta, que va a

relacionarse sólo con la regulación de derechos fundamentales del

individuo. La conexión entre la ley y los derechos fundamentales ha sido tan

íntima, que, en el Siglo XIX, que muchos de esos derechos sólo tuvieron

verdadera eficacia en el marco de las leyes ordinarias que los regulaban por

expresa remisión constitucional, haciéndolo además sin ningún control

jurisdiccional. Será más tarde en el XX cuando la defensa de estos derechos

se hará también frente a la propia ley, y esta tarea constituirá

precisamente la esencia de la justicia constitucional.

La doctrina alemana, partiendo del hecho de estas transformaciones

del Estado, ha venido a matizar también el alcance del principio de

legalidad en la relación entre la ley y la Administración Pública. En el Estado

liberal clásico, el principio de legalidad implicaba en uno de sus sentidos

fundamentales la exigencia estricta de que allí donde la Administración

restringe derechos, debe estar legalmente habilitada para ello. Pero en la

actualidad, algunos autores insisten en que el Estado Social de Derecho,

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que se consagra en la Constitución alemana, reconoce a la Administración

Pública plena legitimidad para crear Derecho y conformar la vida social.

Asistimos a nuevos fenómenos que parecen poner en cuestión esta

concepción clásica del principio de legalidad, como monopolio del

Parlamento. Por ejemplo, afirmando la necesidad de regulaciones

administrativas realizadas por expertos; o si se prefiere admitiendo el

llamado poder regulador de la Administración, y la proliferación de agencias

independientes con importantes competencias de regulación e intervención.

Lo que los alemanes insisten en denominar poder de dirección (Steuerung).

En la misma línea se mueve en Italia otra corriente doctrinal

encabezada por CASESSE, que defiende que la ley debe establecer reglas

de organización y procedimiento, pero, en muchos sectores, no puede

predeterminar las soluciones, pues se parte de que, dada la multiplicidad de

intereses en juego y la movilidad de lo que debe tenerse en cuenta sobre la

realidad a ordenar, la ley debe establecer las reglas de organización y

procedimiento, pero, muchas veces, pues la Administración Pública está en

mejores condiciones para decidir lo que es más adecuado, en los sectores

en que es precisa la intervención pública. Tesis que se refuerzan si se tiene

en cuenta los fenómenos de la, “globalización” o internacionalización, y la

europeización que ponen en entredicho el dogma de la soberanía estatal,

porque cada vez con más frecuencia el origen real de las normas que nos

afectan se halla en organizaciones supranacionales a las que los Estados

deben acomodarse

Otro sector doctrinal, relacionado con los teóricos del

neoconstitucionalismo italiano, ha desarrollado la idea de que el Derecho es

básicamente principios, (uno de cuyos máximos exponentes es Gustavo

ZAGREBELSKI).

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En este contexto, la doctrina destaca que la Administración Pública,

a través de estas fórmulas se distancia de la predeterminación por la ley de

su conducta, que ella a través de los expertos que incorpora a su

organización conoce mejor que nadie, y que no persiguen soluciones

estables en el tiempo, sino que se adecúan a una realidad cada día más

cambiante.

El derecho europeo, en parte bajo el impulso de la normativa

comunitaria europea, en particular en los sectores económicos, va admitir la

doctrina norteamericana de las Agencias independientes con poder

regulador del sector que se les encomienda. Un poder normativo de difícil

encaje en las Constituciones europeas tradicionales, que atribuyen la

potestad reglamentaria al Gobierno y que no reconocía, en general, poder

reglamentario a las Administraciones institucionales. Ciertamente, estas

doctrinas hacían exclusión del poder normativo de las Entidades Locales,

cuyo poder de ordenanza siempre se admitió, y cuya legalidad se admite

por estar apoyado tanto en la garantía constitucional de su autonomía,

como en la habilitación expresa de dicho poder de ordenanza por la Ley

reguladora de la Administración local.

¿Suponen estas consideraciones que el principio de legalidad debe

modularse o reinterpretarse? Sí y no. La respuesta debe seguir siendo que

la Ley es fundamental, aunque en algunos ámbitos especialmente en los

económicos o técnicos, su objeto fundamental sea establecer la

organización, las competencias, y el procedimiento a seguir para dictar esas

normas reguladoras de sectores, y no dictar la solución concreta; y en

amplios sectores sociales, pueda simplemente admitir la autoregulación del

sector, a la que Administración, en base a la ley, se limita a dar respaldo

para garantizar su eficacia.

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La regulación legal de estos aspectos organizativos y

procedimentales es lo que permite el mantenimiento de la cadena de

legitimidad que se conecta al principio de legalidad, permitiendo que la

incorporación de elementos nuevos tenga acomodo en la nueva formulación

del principio de legalidad. Nos referimos, a cuestiones tales como la

intervención de técnicos o expertos, o la mayor participación de los

interesados y sus entidades sociales representativas, que el Derecho

Administrativo ha previsto perfectamente en la elaboración de sus normas

reglamentarias, pero parecen situarse al margen del Derecho parlamentario

para la elaboración de la ley, etc.

El círculo del principio de legalidad, su garantía plena, debe hoy

considerarse cerrado por la función encomendada a la justicia

constitucional. Hasta que la Justicia constitucional no se implanta, la

jurisdicción contencioso-administrativa europea sólo puedo defender los

derechos fundamentales en cuanto derechos públicos subjetivos, y en los

términos definidos por la ley, sin que pudiera enjuiciarla. Por el contrario, la

particular concepción de los derechos fundamentales norteamericana, cuya

Constitución se limita a reconocer su existencia, como derechos

preexistentes a cualquier normativa reguladora de los mismos, permitió que

el Tribunal Supremo de los Estados Unidos pudiera defender directamente

los derechos que la Constitución consagra.

En cambio, la Justicia constitucional en el Continente europeo es

debida a una construcción del austriaco KELSEN y se vio en primer lugar

como una garantía imprescindible del sistema federal, aunque el autor la

concibe primariamente como una garantía de la superlegalidad formal de la

Constitución. Se recoge por vez primera en la Constitución alemana de

Weimar y en la Constitución federal austriaca de 1920, Posteriormente en

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se recoge en la Constitución de la IIª República española de 1931, y tras la

segunda Guerra Mundial por la Constitución italiana de 1948 y la Ley

Fundamental de Bonn, que extienden la competencia de estos Tribunales a

la interpretación de la Constitución de las leyes y el respeto de los derechos

y deberes fundamentales, además de la ya clásica de las relaciones entre

el Estado y los Länder alemanes o las Regiones italianas.

Sobre la existencia de esta Justicia constitucional un sector doctrinal

no deja de mostrar recelos, apuntando hacia la llamada “judicialización de

la política”, especialmente cuando los casos planteados inciden en

cuestiones políticas de alta intensidad en la que Gobierno y mayoría

parlamentaria apuestan por una solución plasmada en la ley encausada. El

ejemplo de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional español sobre el

Estatuto de Cataluña es ilustrativo de las dificultades que pueden plantear

la resolución de este tipo de asuntos. Pero es evidente, que el Estado de

Derecho encuentra en esta instancia del Tribunal Constitucional el cierre del

círculo de la defensa jurídica de la Constitución, frente a decisiones de los

tres Poderes que sean contrarias a la Constitución.

Llegados a este punto puede afirmarse que la doctrina ha variado

considerablemente su metodología. Se supera desde luego el positivismo,

que sacralizó la ley, y después de la segunda Guerra mundial se introduce el

iusnaturalismo, de inspiración cristiana, que fue pronto desplazado con la

concepción democrática del Derecho, que supone una secularización de

aquella doctrina, y que niega la existencia de un orden natural

preestablecido ajeno a la definición de los intereses públicos por los órganos

democráticamente elegidos por el Pueblo, y por el Pueblo directamente en

su función de Poder constituyente. Tempranamente, GARCIA DE ENTERRIA

defendió que el Derecho había encontrado en los principios generales del

Derecho, expresión de una justicia material, pero especificada técnicamente

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en función de los problemas jurídicos concretos, y susceptible, por

consiguiente, de una seguridad de funcionamiento y de manejo.

Desde luego, en España será la aprobación de la Constitución de

1978 la que consagrará de forma plena el Estado de Derecho, o Estado

social y democrático de Derecho, como advierte el propio artículo 1 de la

Constitución. Y la garantía de tales derechos se centra, como hemos dicho,

en la labor del Tribunal Constitucional español.

El Tribunal Constitucional ha tenido hasta el momento una trayectoria

no exenta de críticas, que van desde la lentitud en la resolución de los

recursos de amparo, pasando por los conflictos que han planteado algunas

de sus sentencias al decidir sobre recursos de amparo frente a la

jurisprudencia del Tribunal Supremo, hasta el abuso en la aplicación de la

doctrina de las sentencias interpretativas, que en algunos casos se ven

como un desfallecimiento en su esencial tarea de anular preceptos

integrados en leyes de alta intensidad política, que en su literalidad parecen

claramente contrarios a preceptos constitucionales. No obstante, en este

Tribunal debe depositarse la debida confianza, porque de su buen

funcionamiento y prestigio o auctoritas, en su sentido romano, depende el

buen funcionamiento del sistema que implanta la Constitución de 1978.

Este estudio se detiene en 1978. Evidentemente, nuestro sistema

jurídico, al igual de los otros Estados europeos, está siendo objeto de otra

revolución respecto a la concepción tradicional del principio de legalidad.

Ciertamente, el Derecho Comunitario Europeo presupone que todos los

Estados miembros de la Unión son Estados de Derecho y, por tanto, tienen

establecido el principio de legalidad. Pero los fundamentos ideológicos del

papel de la ley en el Derecho ya no es el mismo. Para empezar, hay que

recordar el intento fallido de aprobar el Tratado de la denominada

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Constitución para Europa, que introducía el tipo de ley en el Derecho

comunitario europeo, este Ordenamiento no conoce el tipo de ley como la

primera de sus normas, precisamente por respeto a la tradición del

significado de la ley, como norma aprobada exclusivamente por el

Parlamento. Por otra parte, aunque las relaciones del Ordenamiento de la

Unión europea y los de los Estados miembros se explican perfectamente

por la teoría ordinamentalista del Derecho, pues se trata de problemas de

relación entre Ordenamiento distintos, que cuentan con las adecuadas

técnicas de relación e integración normativa, el principio de primacía del

Derecho comunitario europeo, plantea nuevos temas en relación con el

papel histórico de la ley en los Ordenamientos nacionales.

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