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El profesor
incorregible
2ª edición ampliada
*
Juan Pedro Rodríguez
Jaén, abril de 2015
ÍNDICE
39.- Elogio del altivo jiennense Marzo 2015
38.- El camino de Santiago (de Calatrava) 2 Diciembre 2014
37.- Del tráfico y sus traficantes Febrero 2014
36.- El informe PISA y la sintaxis gongorina Diciembre 2013
35.- ¡Que nunca lo tenga tan cerca! Noviembre 2013
34.- La hora de los no docentes Octubre 2013
33.- Auténtico vs. paripé= contramobbing Abril 2013
32.- El Estado del Malestar educativo Marzo 2012
31.- Teoría del contramobbing Mayo 2011
30.- La excelencia, del 10 al 0 Abril 2011
29.-La tilde tetracolora Diciembre 2010
28.- Del AVE y de las habas Diciembre 2010
27.-Teoría del “otro” fracaso escolar Junio 2010
26.-El camino de Santiago (de Calatrava) Abril 2010
25.-Carta para Miguel Delibes Abril 2010
24.-Teoría de la sintaxis gubernamental Noviembre 2009
23.-10 puntos sobre los ÍES Octubre 2009
22.-Teoría de la hora laboral no lectiva Junio 2009
21.-El recreo perpetuo Octubre 2008
20.-739(de 893) x 50 = 1-7000 =¡ :-) ! Abril 2008
19.-Teoría de la tiza indignada Marzo 2008
18.-Teoría del voto contrariado Marzo 2008
17.-Educación para la Zapatería Febrero 2008
16.-La ESO pentadecailógica Febrero 2008
15.-Educación para la ciudadaqué? Enero 2008
14.-Teoría de la adaptación al medio escolar:
la educación para las ciudadanías Noviem bre 2007
13.-Sintaxis de la ESO Abril 2007
12.-Teoría de las 5 violencias Diciembre 2006
11.-Sobreesdrújulos Junio 2006
10.-Plaza “Jaén por la paZiencia” 2006
9.-Panfleto pocopedagógico 2006
8.-Carta abierta al Director General de Tráfico 2006
7.-Una espuerta de berrinches 2005
6.-Prólogo a la Gramática gráfica al juampedrino modo 2005
5.-El derecho a ser solereño 2002
4.-El libro de texto de Lengua: trigal y traba 2000
3.-Los miedos de la acuarela 2000
2.-La etiqueta que nos une 2000
1.-¿Aquello + ESO = esto? 1998
Elogio del altivo jiennense Marzo 2015
Si hacemos el debido caso a los medios, demasiadas son ya las evidencias que
apuntan, cual flecha asesina, hacia un blanco todavía oculto pero tan próximo como
certero: se trata (muy a mi pesar) de una pobre diana endemoniadamente amarrada a
cualquier tronco retorcido de este centenario mar de olivos que me sirvió (y servirá) de
cuna (y sepultura), este bienamado jardín oleícola jiennense que no nació de la nada,
sino de la tierra callada, del trabajo y del sudor.
Como una endiablada saeta desvergonzada y vil enfila su objetivo la flecha
envenenada enturbiando con su trayectoria la claridad del aceite y sus aromas,
amancebando la libertad de las lomas giennenses y prostituyéndose tras sus piedras
lunares. Cada avance del mortal proyectil alanzado por quien tan bien atado lo atalaya
sobrecoge sobremanera al apresado aceitunero ensogado a la áspera corteza de su olivo:
hoy sindicalistas,... y consejeros,... ayer delegadas,... y delegados,... mañana
consejeras,... y sindicalistos,.... a modo de conseguidores que se enriquecen en la herida
generosa del sudor, o de reyezuelos de despacho cortijero, o de altas cargas que pisotean
las frentes y reducen las cabezas.
¡Pero no, no harán blanco en ti, aceitunero altivo, esas repletas aljabas de gentes
renegadas y desertoras del arado, no! ¡Y tampoco vas a ser esclavo con todos tus
olivares porque, formando hiladas junto a tu tronco retorcido de dolor, aún quedan
puros miles de troncos rebrotados, miles de jóvenes estacas, miles de hermosas olivillas,
miles de riquísimos plantones, miles de inmensos olivares, cuya milenaria corteza es, ha
sido, y será, -de experta en fríos y en sequías-, inmune a las aguas y calores, valiente
frente a hachas y ante flechas, y (para tu alegría) agarrada eternamente en su raíz a la
más noble, feraz y altiva tierra andaluza!
El camino de Santiago (de Calatrava) 2 Diciembre 2014
Anoche volví (otra vez más, Dios mío) a cumplir la penitencia que me impongo
(gustosamente, pero con frecuencia demasiada) de recorrer el camino de Santiago de
Calatrava (digo camino como quien dice veredo: ni vereda es) cada vez que tengo que ir
al pueblo de mis amores (digo amores, pero allí sólo me eché una novia, con la que me
casé). El azar de la vida me colocó por enésima vez en su trayectoria a las 10 y cuarto
de la noche (sí, de noche: sus usuarios nos atrevemos a tomarlo a cualquier hora), una
cualquiera de estas últimas noches de niebla (recuérdese: con niebla y de noche no se ve
el asfalto sino la línea blanca del suelo, pero sólo se ve esa línea en el caso de que esté
pintada). Con la única ayuda visual, pues, de los olivos que franquean tan tedioso (por
conocido) camino recorrí sus veinte kilómetros (son sólo veinte: exactamente el mismo
número de la velocidad media que me marcó el coche hasta mi llegada a las 11 y cuarto)
dando saltos en el asiento (saltos –todo hay que decirlo- sensiblemente menores a los
que se dan de día, cuando la velocidad de crucero puede llegar a alcanzar los cuarenta y
pico por hora), blasfemando cada una de las siete veces en que me engañaron siete de
los 15 hoyos reventadores de ruedas que tengo archicontrolados, despotricando contra
los malditos 25 años exactos que lleva el tal camino sin gastar un euro (o sin ser
gastado) y..., sobre todo, alucinando a cada minuto por lo que había visto a las 10 y 10
de esa misma noche seis kilómetros atrás.
Y todavía me dura el alucine: ¡la autovía la estaban asfaltando nueva a la altura
de Torredelcampo! ¡Kilómetros enteros de asfaltado nuevo! ¡Los dos carriles y el arcén,
tío! ¡Con el asfalto gastado en el trozo que yo acababa de pasar habría habido de sobra
para darle dos capas completas al camino de Santiago!
Pero no alucinaba por ese despropósito: lo que me ocurría era que no conseguía
recordar haber visto nunca un solo hoyito en ese trozo de autovía.
Del tráfico y sus traficantes Febrero 2014
Acabo de pagar hace apenas medio día mi segunda multa por exceso de
velocidad: la primera ocurrió hace 18 años y esta me llega a mis 40 años al volante, con
mis 500.000 kilómetros ya conducidos equivalentes a 12 vueltas a la Tierra, y ello sin
haber dado nunca un mal topetazo, a la presente. Se trata de una multa de 50 euros por
exceder el límite de velocidad controlado por el radar instalado en un punto kilométrico
de España que dejaré en adivinanza al final de este escrito pues no quiero que me
confundan con nadie.
Acabo de pagar la multa, digo, y encantadísimo, con un alivio inmenso, con el
bolsillo abierto de par en par, con la propina dispuesta por si se la ganaba el banquero
(que ni siquiera me ha dicho que qué quería cuando le he entregado mi papel)..., como
agradecido, en suma. Y no -como equivocadamente alguien pudiera creer- por haberme
ahorrado la mitad por prontopago, o por ser o creerme yo el prototipo de ese conductor
nacional ejemplar que nunca ha entrado ni en las estadísticas de la DGT ni en los
destinatarios de sus mensajes televisivos ni en sus bases de datos cualesquiera, no.
Tampoco por creerme merecedor de un punto de honor que sumar a los 15 que un día
me dieron gratis sin yo pedirlos (porque serían míos). Tampoco va la cosa por que con
ese obligado pago ya haya yo aprendido y metido en mi cabeza que ese preciso punto
kilométrico presenta un especial peligro presente o futuro (ya que han transcurrido dos
meses y pico desde que me echaron la foto hasta el aviso)... No. No va por ahí la cosa.
Va por lo contrario.
Me siento encantado precisamente porque ahora mismo podría yo, por ejemplo,
estar en la cárcel, o haber perdido todos los puntos, o haberme quedado sin carné, o sepa
Dios a qué podría haberme castigado la DGT si el radar lo hubieran colocado ese día
100 metros antes (recién salido de la autovía, vamos), o si mi casual copiloto no hubiera
gritado a tiempo que si no había visto el radar (¡es que yo iba ya pendiente únicamente
del cruce que se veía allá al fondo de la bajada!), o si hubiera pasado a solas esa
enésima vez por ese punto concreto a parecida velocidad a como llevo haciéndolo tantas
y tantas y tantísimas veces (¡es que el radar lo habrían puesto allí haría días y sin razón
aparente!), en todas ellas más pendiente de la carretera y de su tráfico real que de
novedosas o recientes señales (tan inútiles como contraproducentes y hasta
contraindicadas en el noventa por ciento de los casos, como podría demostrar quien
hiciera una tesis doctoral sobre las señales viarias y su relación con la realidad que
señalan).
Sólo me resta en mi alegría rogar a los colocadores de estos modernos artilugios
recaudadores que si lo que pretendieran fuera salvar vidas, o evitar peligros, que, por
favor, me avisen la próxima vez de mi infracción al menos en el mismo año en que se
produzca, si la cometo; y rogaría también que probaran a colocar uno de esos cacharros
(uno que se les haya quedado anticuado valdría) en la carretera que dista de aquel punto
apenas 5 kilómetros (la que me recorro con mis paisanos casi a diario) a ver si así, a
fuerza de ver su señal avisadora, nos retaba a sus usuarios a pasar algún día a algo más
de 50 por hora, que es nuestra velocidad de crucero a lo largo de sus 20 kilómetros.
Aunque aviso que allí poco iban a recaudar pues, tras 25 años sin arreglarla, los coches
ni siquiera la transitan ya y prefieren irse por la del ya famoso punto kilométrico
recaudador, que curiosamente sí conocen ya todos de contarse en los bares giennenses
las cuantías de las multas.¡Y hasta apuestan en qué otro punto kilométrico se recolocará
el aparatejo cuando descienda allí la estadística de las multas o cuando se quede este
mes obsoleto!
El informe PISA y la sintaxis gongorina Diciembre 2013
Llevo defendiendo desde hace muchos años (antes incluso del primer informe
PISA) algo que el último de ellos, correspondiente a su 5ª edición, subraya sin encontrar
apenas opinión en contra: que la calidad de la enseñanza española (o sus resultados, o
como quiera denominarse) no guarda relación directa ni con el aumento de la inversión,
ni con la ratio, ni siquiera con que el profesorado esté mejor o peor preparado o pagado.
Ni directa ni, digamos, indirectamente; no llego, no obstante, con ello a afirmar que un
maestro desincentivado económicamente y flojito en su materia sea capaz de dar
excelencia educativa en una aula atiborrada y destartalada, pero sí defiendo con
rotundidad basada en la experiencia que con sólo una tiza y en una aula donde sean
mayoría los que quieran aprender un profesor de oposición y retribuido según su
categoría profesional es capaz de conseguir un notable nivel educativo. Todo ello,
evidentemente, si ocurre la doble eventualidad de que lo dejen hablar, por un lado, y de
que sepa bien de qué habla, por otro.
De la primera (consistente en puridad en que, se trate de la ratio de que se trate,
no sean más de uno, o de dos a lo sumo, los alumnos disruptivos que sean incapaces de
aguantar un pupitre en cada aula) muy poco nuevo se puede decir -y aun menos
corregir- a estas alturas milenarias pues lo dejó bien amarrado la pedagogía finisecular
que inició (de buena fe, se supone) la descendente línea de fracaso escolar desde que se
trocó el deber de estudiar por el derecho a promocionar. Aquí, empero, habremos de
volver.
De la segunda eventualidad sí se puede decir algo nuevo, basado, precisamente,
en la imposibilidad metafísica de tanto absurdo como rodea a la educación en España.
Es imposible de toda imposibilidad que un asunto como el que tenemos entre manos sea
tan tratado, haya sido tan abordado, tenga que ser tan legislado,... y haya acabado por
ser una vergüenza nacional, un desastre profesional y una calamidad generacional. Ello
tiene que ser forzosamente debido (como ocurre con todas las complejidades a que se
enfrente el ser humano) a que todavía no ha sido hallada su piedra angular, o, al menos,
a que cuanto más se abunda en una de sus aparentes causas más lejano se está de su
solución (y a años luz de ella si la lente usada tiene un sesgo partidista). Si la razón de
tanto desatino está tan escondida y aún no ha sido ni atisbada ha de ocurrir, no obstante,
que esa causa esté tan a la vista que sólo la ceguera general impida deslindarla.
Desde mi modesto punto de vista, planteo como hipótesis (y mantengo con mi
experiencia) que la razón última del desastre educativo nacional se basa en la mera
sutileza de un concepto, sí, en un solo concepto que, por anatemizado, por mal
entendido, por mal explicado, por difícil, por rehuido, por aparentemente inservible, ha
ido desapareciendo paulatinamente de las clases, desaparición forzada casi en su
totalidad por la eventualidad primera mencionada arriba. En efecto, que toda la
enseñanza nacional haya desembocado poco a poco en el lapidario resumen del Informe
PISA (ese que nos dice vergonzosamente que el alumno español no sabe comprender lo
que lee y si es una cuestión matemática o científica la que se le propone no es capaz de
solucionarla) tiene como causa engendradora que el nuevo ambiente propiciado por la
LOGSE en las aulas ha ido paulatinamente expulsando de ellas un concepto cuya
ausencia en el proceso de enseñanza/aprendizaje lleva al fracaso y cuya recuperación lo
evitaría: ese concepto se denomina simplemente sintaxis, (así, dicho con minúscula,
para que nadie lo reduzca a la Sintaxis, con mayúscula, parte esencial de la asignatura
troncal de Lengua) pues es la base tanto de cualquier operación numérica matemática,
como la de cualquier frase lingüística, como la de su enunciación y resolución. Por algo
ambas disciplinas son la parte troncal de la enseñanza, y la Lengua en concreto vehículo
de aprendizaje tanto de esta misma como de todas las demás asignaturas. O de su
desaprendizaje.
Si pasamos por alto las evidencias de que los números y las letras se
comprenden leyéndolos, que toda la matemática es enseñada/aprendida a través de la
lengua vehicular castellana (olvídense bilingüismos), que todas sus formulaciones
numéricas son deletreadas en su expresión reglada, que cualquier problema matemático
es desde su creación hasta su resolución, y primeramente, un problema lingüístico,...
estaremos en condiciones de aceptar que una prueba típica de PISA como ¿cuántos
tramos de carretera son necesarios para comunicar cuatro ciudades de forma que
desde cada una de ellas se pueda llegar a cualquier otra sin pasar por una tercera?
(problema de 2º de la ESO) puede convertirse en un galimatías para una mente
acostumbrada ya a leer únicamente renglones sueltos de libros de texto anuales, y ello
intercalado entre un número nada despreciable de mensajes electrónicos diarios cuyo
denominador común es precisamente su desprecio por la sintaxis en sus dos vertientes
mayúscula y minúscula.
Si la evidencia de lo apuntado en el párrafo anterior es ya demoledora, aún lo es
más que las clases específicas de Lengua, como las de las demás asignaturas pero como
hecho agravante por su especificidad, apenas permiten un levísimo acercamiento a la
oración simple y un rechazo manifiesto de la compuesta, lo que viene a decir que la
unidad básica de la Sintaxis con mayúscula, la oración (en su cuádruple modo de
formulación yuxtapuesto, coordinado, subordinado e inordinado) apenas roza las mentes
estudiantiles a la altura de 4º de la ESO en una docena de ejemplos de medio renglón, lo
que determina que la infinita posibilidad de formulación de la idea más genial emitible
por la mente humana se convierta en la capadidad de producción de las simpladas más
inútiles para el género humano.
Porque a todo se aprende o se desaprende. Regalar un par de botas de deporte a
un niño puede producir un gran atleta, pero mantener la botita de bebé en el pie
adolescente únicamente produce cojera o malformación. Obviar la memorización de
todos los adverbios de lugar porque la memorística sea antipedagógica es quedarse
únicamente en el aquí, allí y ya está. No pasar nunca de la oración simple es lo mismo
que saberse todas las tablas de multiplicar menos la del 7 y la del 8. Rehuir la sintaxis
compuesta y compleja, es suspender desde ese momento cualquier problema que precise
de una raíz cuadrada o tener que releer sin remedio cualquier frase que sobrepase los
tres renglones. Analizar, en fin, frasecitas de apenas siete palabritas de extensión y dos
complementitos, o ejemplificar tipos oracionales con frases de obligado contenido
ecológico o semitransversales, o extraer siempre y todos los ejemplos de textos
adaptados a una determinada edad, o desatender el análisis sintáctico de textos
realmente producidos por el lenguaje matemático o científico o filosófico, producen
únicamente pobreza mental. Y ello sin detenernos en considerar el pernicioso efecto
(tan sutil como indemostrable a corto plazo, aunque divertido) que conlleva abusar de la
creación de redacciones personales, o alentar en la producción de seudopoesías y
seudorrelatos, o sustituir la lectura callada y privada por la pública realizada por quien
menos sabe leer de la clase,...
Iniciar esta senda condujo al general odio adolescente hacia Las soledades
(excusado en el absurdo y manido reparo hacia la supuestamente incomprensible
sintaxis gongorina) pero en este camino tan mal trazado España choca ya
educativamente en cada curva en cuanto se cruza con el informe PISA.
Postscriptum:
De “sintaxis mental” hablaba hace ya 6 años el catedrático José María Pozuelo
Yvancos en su artículo Murcia, el informe PISA y la sintaxis mental (publicado en La
Verdad, el 8 de diciembre de 2007) definiendo tal concepto como “la capacidad de
pensar, de abstraer, de vincular las cosas, y de no hacerlo visualmente, sino en su
mente” y añadía que “Que lo que falla sean las Matemáticas y la comprensión lectora es
un indicio de que la enfermedad pertenece al sistema profundo de la configuración del
aprendizaje: la capacidad de comprender”.
¡Que nunca lo tenga tan cerca! Noviembre 2013
Acabo de leer la carta al director firmada por Antonio Martín González, de
Granada, titulada Nunca lo tuve tan cerca, y publicada en su diario el pasado 26 de
noviembre. Y suscribo todas y cada una de las palabras que en ella se utilizan, incluido
su título, al que yo parafrasearé con el de ¡Que nunca lo tenga tan cerca! En efecto, yo
habría escrito y suscrito una por una las casi 500 palabras que sirven a su autor para
contarnos que, a raíz de una visita del expresidente D. José Luis Rodríguez Zapatero a
Granada, la casualidad le hizo tomar una cerveza a escasos metros de distancia y esa
cercanía le hizo sentir todo lo que dice en los ocho párrafos siguientes -y cuyo resumen
evito pues ninguna de sus frases admite desperdicio.
No se puede decir tanto de mejor modo y talante, con mayor exactitud y con tan
altísima dosis de valentía como hace este granadino cuando se pone a cantar su verdad
de ciudadano a un expresidente cuya gestión ha abocado a situación nacional tan
desastrosa. Es, o debería ser, de cajón que un presidente asume, o debería asumir, el
riesgo de o pasar a la Historia por levantar un país del punto en que se lo encuentra o de
ser juzgado –por la Historia al menos, ya que todavía no por los tribunales- si la
situación que deja tras sus años de Gobierno es de clarísimo empeoramiento. Y aquí no
valen excusas: si se es capaz, el país avanza; si se es incapaz, se dimite y se deja el paso
a cualquier otro de los 30 millones de españoles en edad de hacerlo; pero si el error
evidente se convierte en empecinado, se le ha de juzgar, como es el caso. ¡Y ya que no
lo hacen los tribunales, que puedan hacerlo al menos los ciudadanos de a pie!
Pero, con ser ya bien sobrante la valentía que supone decir estas cosas en la
España que tenemos, sí se le podría añadir algo a la carta que comento, aunque sólo
fuera para darle el sesgo personal y giennense que este escrito conlleva: mi añadido
(además del implícito en el título) iría únicamente encaminado a escribir un noveno
párrafo referente al mundo educativo, terreno en el que cada cual hemos penado lo
nuestro y muy especialmente las dos recientes generaciones de españoles perdidas, esas
que han sido malcriadas a base de adelgazar vacas gordas, esas que han pasado
forzosamente por IES para recibir seudoeducación, esas que han ido viendo cómo
hundían el país los que se quedaban en la calle, y esas que tendrán que ponerse a sus
treinta años (con un bebé de 2 y una hipoteca de 60) a las órdenes de sus espabilados
compañeros absentistas. Evito nuevamente un resumen (esta vez de mi visión) de la que
ya quedó constancia en mi escrito “Educación para la Zapatería”, de febrero de 2008,
disponible en internet.
Mi carta no tiene por menos que finalizar con las exactas palabras con que lo
hace mi paisano andaluz pues, visto el caso, no queda más que concluir diciendo que lo
que el Sr. Rodríguez Zapatero hizo de presidente “lo estamos pagando todos y lo que
nos queda. Que Dios lo ampare al pobre y le perdone porque lo que es el pueblo español
no lo puede ni olvidar, ni perdonar”.
La hora de los no docentes Octubre 2013
He leído y releído –con enorme consternación, por cierto- el escrito de José
Antonio Marina titulado La hora de los docentes, publicado la víspera del Día del
Docente en la sección Tribuna del periódico que tan dignamente dirige. Y mi decepción
ha sido total: esperaba tras su título alguna novedad que rompiera el círculo vicioso en
que se pierde nuestra educación nacional (y con ella sus jóvenes sufridores) pero sólo he
ido encontrando un centenar de frases más o menos elocuentes, y en mi cerebro
profesional sólo se ha quedado retenido el leve fragmentito de mediados de la tercera
columna en el que, al referirse al sistema finlandés, se añade como de corrido “no tiene
inspecciones, ni somete a los alumnos a pruebas externas, los profesores tienen
autonomía para elaborar sus currículos”. Y punto. Todo lo demás se convierte, antes y
después, en un marear al profe aconsejándolo, animándolo, criticándolo,
espabilándolo,... arengándolo tal vez. Ni siquiera el ejemplo del perro, aunque gracioso
e incluso destacado fuera de texto, es congruente ya que se aplica a un “profesor de
pedagogía americano” (la cursiva es mía, y el subrayado también). Es más: me ha
dejado la relectura la sensación de que los docentes (entre los que también me
encuentro, como el autor, -y como se supondrá-) vivimos en el país de las maravillas a
que el estresado conejo de la ilustración parece remitir, cuando el dibujo de un conejillo
de Indias habría venido más a pelo.
¡Y es que se trata de la misma cantinela de hace ya casi dos eternas décadas! ¡Es
que solamente se menciona y se alude al profesor, al docente, al maestro, al profe,... y
hasta confundido con un pedagogo! ¡Y venga a aconsejarle, y venga a decirle que se
recicle, que se amolde a los tiempos, que cambie el chip, que se –y parafraseo al autor
en su primera columna- reconvierta, se renueve, se resetee, se reescriba, se regenere,...
¿Y los directivos de cada IES? ¿Y los inspectores? ¿Y las Delegaciones
provinciales de Educación? ¿Y las Consejerías? ¿Y las LOGSEs, LEAs, LOEs,
LOMCEs, y demás? ¿Ubi sunt, oh cónsules! Y, sobre todo y sobre toda la sobretoduría:
¿qué responsabilidad ante tanto fracaso educativo tiene ese cúmulo de despachos de
pedagogos que para poder justificar su nómina han de ingeniar, generar y enviar a cada
docente una parida mensual tan inútil como enrevesada? ¿Cuándo se dará marcha atrás
en el empecinado marasmo de papeleo burocrático e impresentable que ha ido
convirtiendo la carga laboral diaria de cada docente en una farragosa estupidez añadida
a su usual trabajo en clase cara al alumno?
De cada 100 docentes, 2 se escaquean un poco –como en cualquier trabajo; 5
desertan de la tiza porque no pueden sufrir la peculiar índole de la tarea en el aula; y los
93 restantes cumplen a rajatabla y con creces no sólo su agradable y preciosa misión
diaria, sino hasta la mensual antedicha y hasta la de sus 7 “pobres compañeros”. Pero
los 5 que se fueron, amalgamados con otros más que aborrecieron o no pisaron nunca ni
pisarán jamás las aulas han formado una ceremonia de la confusión educativa que hace
muy dificil la sencillísima labor diaria en el tajo, esa que necesita únicamente una voz y
una tiza.
¿Para cuándo un artículo sobre esos, señor Marina?
Auténtico vs. paripé = contramobbing Abril 2013
He releído con absoluta delectación el artículo Ser auténtico en tiempos
convulsos, del profesor Enrique Rojas (publicado el pasado Viernes Santo en la sección
“Tribuna” del periódico que tan dignamente dirige) y, para ser francos, en mi vida había
imaginado yo que se me pudiera retratar de modo tan certero por alguien con quien
nunca he cruzado ni una mirada ni una palabra tan solas. Y tengo la certeza completa de
que muchísimos más españoles habrán sentido satisfacción semejante a la mía al darse
por aludidos en un escrito que, encerrado entre las dos palabras que lo principian y
finalizan (“España...alegría”) pretende, creo, aportar un granazo de arena en contra de la
tristeza nacional que embarga al común. Sólo añadiría a D. Enrique un par de
precisiones, si me lo permiten.
En primer lugar, habría preferido encontrar en su lectura un poco más de énfasis
en sus dos últimos párrafos para que, así, aunque adquiriese el escrito un tono de arenga
(o de coraje, mejor), la chispa pretendida prendiera con más brío la llama conveniente
para que ardiera ya de una vez por todas -y se consuma- la mediocridad en que nos
movemos desde que empezó este milenio. A nadie se le escapa la urgente necesidad de
que surja ya en España una nueva Ave Fénix que lance a los tajos por la mañana y a las
almohadas por la noche una nueva re-generación de españoles. Y esa creo que es la
pretensión de D. Enrique. Y la mía.
Lo que en segundo lugar añadiría al artículo es algo que sólo se menciona en
alguna frase aislada pero no ocupa, a mi modo de ver, ni su párrafo numerado
correspondiente ni su apostilla: se trata del hecho, evidente, de que a todo lo auténtico, -
y más tratándose de personas-, le llega siempre el día de la Prueba con mayúsculas; pero
no necesariamente esa prueba contundente y definitiva –o muchas otras premonitorias-
sino la personal e individual de cada uno; y, además, te llega siempre en el mundillo del
trabajo, en ese que te mantiene, en ese que te da el pan y te paga la hipoteca, sea de
profesor o de mecánico; y, además, nos llega siempre en forma de ese tan manido por
famoso mobbing, el quiste de este siglo, acoso laboral para los españoles, consistente -
hablando en plata- en que “o entras por el aro de la medianía y el paripé o no eres de los
nuestros, no nos vales”.
La apostilla ya no es tan evidente, pero funciona: la autenticidad de una persona
viene dada, y definitivamente probada, cuando tras haber salido airoso de ese mobbing
se produce un “contramobbing” capaz de remover las conciencias tanto de quienes
carecen de la más mínima autenticidad como de las mediocres que los arropan y
sustentan. Y si en cada tajo se produjera un solo caso, siempre auténtico, tengamos por
seguro que otro gallo nos cantaría al dejar cada mañana la almohada.
El Estado del Malestar educativo Mayo 2011
Sólo quien ha visto aparecer sus canas delante de una pizarra puede dar fe a ciencia cierta de que la causa primera del desastre educativo andaluz (por no decir el nacional) consiste, sencilla y
llanamente, en que la Administración educativa despilfarra la práctica totalidad de sus recursos en
mimar a ciertos alumnos incapaces por naturaleza de aguantar un pupitre, a los cuales se les
obliga a sobrellevar a su modo seis horas diarias en una aula usual con el constatadísimo fracaso
de ellos mismos y con la inevitada contaminación del resto del sistema (muy especialmente de los restantes alumnos). Frase tan lapidaria precisa mayor explicación únicamente para los profanos,
pues el común del profesorado (excepción hecha de los que después serán tildados de “desertores de la tiza”) asumiría su contenido hasta en la única coma que contiene. Son evidentemente muy pocos esos ciertos alumnos en cada uno de los IES, pero, aunque
únicamente hubiera uno solo (o sola) por aula, habría bastado para que hubiera tenido entrada la ley de la calle en el único recinto creado por el hombre para aprender a defenderse de ella. Los modos y maneras introducidos en recinto tan receptivo por esa ínfima cantidad de ciudadanos han sido los
propios de un alumnado carente de las más mínimas normas de comportamiento no ya escolar sino meramente humano, como las básicas referidas a sentarse en vez de deambular, o de guardar silencio
en vez de chillar, o de respetar en vez de acosar,... como si se tratase de personas que careciesen de casa a donde volver a la salida del IES. Su inmediata inadecuación al recinto, avivada por una merma legislada de la autoridad del profesorado, ha desembocado en consentirles, así, tan
impunemente, que realicen ante los demás miembros del aula (y no necesariamente a espaldas de ciertos profesores) hechos que no repetirían ni ante un policía en la calle ni ante sus propios padres en su casa.
Meter a esas personas en las aulas no fue, no obstante, la gran equivocación. Pese al descalabro producido, la pretensión de igualarlos con los de su misma edad educativa aún puede y ha de ser siempre tildada de plausible. Pero todo se hizo y se rehizo en aras de una igualdad tan mal
entendida, y tan férreamente obligada además, que llegó a provocar contranaturas como, por poner un solo ejemplo, que se juntaran codo con codo zagales de edad demasiado diferente cuyo mero roce
podría provocar en un recreo más problemas que los que pudiera digerir un jefe de Estudios en 50 años de servicio. La pretensión de que pudieran llegar algún día a seguir el mismo currículo tanto el niño que se detiene extasiado ante la fuerza de la diminuta hormiga como el que la aplasta porque no
sabe ni dónde pisa, o la de que un angelico que no es capaz de sacar más de un 1 en los exámenes sí ha de ser capaz de soportar cuatro años calentando pupitres para que así esté alejado del taller de su misma calle,... son obligaciones, impuestas a la ciudadanía, tan estúpidas como hacer desaparecer de
las aulas las tarimas para que el suelo iguale por los pies la gran desigualdad de las cabezas. Conseguir semejante despropósito ha necesitado de todo un sistema educativo concebido
como máquina diabólica diseñada por dirigentes que ven la enseñanza pública como un curioso problema que no van a sufrir sus propios hijos, a los que mandan a la privada. La concreción humana de ese sistema nada abstracto la integran seres pedagogicointelectuales tecnicistas empecinados en la
absurda creencia de que la calidad educativa guarda relación con la ratio, o con el número de ordenadores por aula, o con el número de aprobados (y no con el número de sobresalientes, por jugar con el absurdo)...; o que los educandos únicamente tienen la obligación de asistir al aula, pero no la
de estudiar, ni la de trabajar, ni la de ser puntual, ni la de no alborotar, ni la de esforzarse...; o la de que un curso de esfuerzo equivale a dos de vagancia...; o la de que entra dentro de lo normal que se
pase al curso siguiente sin saber nada del anterior...; o la de que podría llegar a aprender algo quien no fuerza su memoria ni para recordar siquiera la página por la que se iba ayer. Y sus teóricas teorías han sido aplicadas por unos políticos de turno que han logrado curiosamente un aumento en fracaso
escolar aritméticamente proporcional a su proliferación legislativa para atajarlo. El tubo de ensayo en que todo había de ser, a la postre, probado, experimentado, producido, enmendado,... ninguneado,... no pudo ser otro que el aula usual, no otra sino la usual, la cual muy
pronto se trocó en un desbarajuste semejante a barrer en una tormenta, o a dormir en una discoteca, o a conducir en un atasco: el esfuerzo fue sustituido por la holganza y la amenidad, como si el estudio de las rocas hubiera de ser realizado sobre estatutas de payaso; ello provocó una progresiva
incapacidad de adquisición o asimilación de conocimientos, a modo del pie de adolescente que sigue usando botitas de bebé; la dinámica desembocó -por la mera lógica de no existir en mar alguna dos
desembocaduras para el mismo río- en una cada vez más apreciable bajada del nivel en los exámenes
y en una progresiva subida de notas décima a décima trimestre a trimestre y evaluación tras
evaluación. Y todo siempre ante la pasividad del cada vez mayor número de alumnos que ni copian ya las preguntas de los exámenes, a sabiendas de que aun así pasarán de curso. Atajar como fuera la forzosa salida del zángano del avispero ha provocado un despilfarro
abrumador, tanto en material como en recursos humanos: todos los pupitres han sido ocupados en todas las aulas y en todas las clases con un trasto informático que, en la mayoría de las asignaturas apenas podría tener una utilidad de media hora al trimestre; semejantes novedosos artilugios, mucho
más sutiles de software que de hardware, han sido capaces de conseguir que un niñito pueda poner en jaque diario al profesor quien, pese a dedicarle media hora en exclusiva de cada clase, no ha
conseguido nunca (ni conseguirá nunca en su inútil lucha contra un simple ratón) evitar que ese alumno vea a su antojo dos escenas porno, o envidie cinco modelos de motos, o escriba diez mensajes a sus amigos de discoteca mientras acapara la completa atención de los doce que tiene
detrás. Tanta inversión y tanta abundancia de material gastados para cada alumno, incluida hasta la gratuidad de los libros de textos, ha ido siempre en progresión inversa al fracaso escolar producido y, en el fondo y en la práctica, todo iba sutil e indefectiblemente encaminado y dirigido hacia el
causante del desaguisado, el manido objetor disruptivo, que se convertía así en el más mimado de todo el proceso de enseñanza desde que daba su primera patada a la puerta del aula hasta que se
despedía del IES sin título alguno. La ingente cantidad de material y la multitud de inventos “educativos” tipo mochila de la paz, escuela espacio de paz, aula de convivencia, observatorio de la convivencia, mediador de conflictos,... han atiborrado de gasto, de técnica y de burocracia un lugar
en que sobraría con una tiza, una pizarra y un profesor al que se le dejara hablar. La contaminación provocada por tan ínfimo número de personas se ha ido cebando, poco a poco, tanto en el propio compañero de pupitre como en todos los de su fila, como en el profesor de
cada materia, como en los cinco directivos del IES, como en el propio inspector de zona, como en cualquier otro ámbito relacionado (tipo AMPA). No obstante (y entonemos un honroso “sálvese quien pueda”), ni esos inspectores que o nunca han pisado una aula o tienen como único afán no
volver nunca más a ella, ni esos directivos con cada vez menos horas de clase y por ende totalmente alejados de la realidad de las aulas, ni ese novedoso cuerpo de orientadores y pedagogos que han
instalado sucursales de sus despachos en los IES, ni esos sindicatos que nunca han vislumbrado al trabajador de la enseñanza que tras cada profesor suda su mísero sueldo, ni esos padres que reprochan al profesor que éste trate a sus hijos como ellos no son capaces, ni siquiera esos meros
profesores de a pie, esos que no han podido ni reaccionar ante una novedad para la que no fueron ni preparados ni avisados, esos a los que se ha despojado del mando de las clases, esos a los que se ha degradado al nivel de animadores culturales, esos a los que se ha convertido en la única autoridad a
la que se le puede decir impunemente que le vas a partir la boca, esos cuyo poder de decisión ha sido reducido al mismo nivel que un alumno, o un padre, o un conserje, o un municipal en el engendro
conocido como Consejo Escolar,... ninguno de esos estamentos ha quedado a salvo de tan infesta contaminación pues (y aquí sí ha habido una doble desembocadura) una de dos: quien ha podido, ha desertado de la tiza; y, quien no, ha sido acosado y ninguneado, cuando no expedientado o
“enfermado”. Y todo ello sempiternamente movido y controlado por la más infernal y estéril de las burocracias, como si cualquiera de sus intervinientes esperara acaso que, entre tanto papel inservible,
apareciera de pronto escondido aquel que certifique una inmediata jubilación. Lo antedicho es, evidentemente, un fracaso: no sólo escolar, sino también familiar,
profesional, nacional,... ¡y, sobre todo, adolescente! Porque los grandes fracasados de semejante desatino son, precisamente, los restantes alumnos, esos que han ido viendo cómo cuarto a cuarto de hora, cómo trimestre a trimestre, cómo curso a curso quedaban lecciones sin tocar, esos que han
vuelto a diario a su casa con la lección bien aprendida sobre cómo hay que tratar a un profesor cuando se te pone pesado, esos que iniciaban cada curso con un deber y lo acababan con un derecho, esos que, en fin, han quedado paradójicamente en clarísima desventaja frente a esos otros “ciertos”
alumnos, los cuales aprovecharon la ocasión para aprender (y hasta con sobresaliente) las debilidades de aquellos otros a quienes parasitarán. ¿La solución? ¡Claro que la hay! ¡Y en la misma frase que nos sirve de guía, con sólo
cambiar una palabra, un mero adjetivo! Si la frase decía que “la Administración despilfarra al
mimar a ciertos alumnos que contaminan sobre todo a los demás alumnos del sistema que
comparten el aula usual”, en cuanto se perciba que el aula “usual” es a todas luces inviable se habrá
dado el gran paso inicial para la correcta educación de todos y cada uno de los futuros jóvenes
españoles.
Teoría del contramobbing Mayo 2011
Hay personas que, cuando son
zancadilleadas, no sólo no caen
sino que encima adelantan un paso.
El “mobbing” (anglicismo que debería ser sustituido cuanto antes por el castizo
“asesinato retardado” u otro semejante para ver si así entra ya como debe en el Código Penal) es
una de esas conductas que, tal vez por la escasa aparatosidad mediática de sus efectos, goza
todavía de total impunidad, como si esos asesinaditos que perecen en el mundo laboral no
dejaran tras su paso a la inexistencia el más mínimo rastro ni en empresas, ni en amistades, ni en
familiares, ni siquiera en el cajón de la ventanilla donde se estampó cierta vez la temblorosa
firma de otro estúpido buscador de Justicia con mayúscula.
Pues bien: no sólo goza esa castiza conducta de total impunidad sino que, además, se
trata de un comportamiento que hasta acaba siendo galardonado con una generosa recompensa
consistente esta, amén de en la incuestionable eliminación de la víctima como estorbo y su paso
a mejor vida laboral o eterna, en la consecución del mérito, cargo o posición social pretendidos
con semejante indigno, inhumano y traicionero proceder.
Ítem más: que esas impunidad y recompensa consentidas coexistan hic et hoc con la
cotidiana y desastrosa situación a que fuerzan a desembocar a su víctima, es otro más de los
sangrantes sinsentidos provocados por eso que se esconde bajo el ya eufemístico término de
“mobbing”, el cual, por su mera y casi xenofóbica denominación, parece como si pretendiera en
nuestro idioma alejar su infesta realidad hacia lugares más anglosajones, o, como mínimo,
menos cercanos al concreto y podrido tajo laboral en que campa a sus anchas.
Otro sí diríase que, para mayor abundamiento, el acosador “mobbinglero” goza y hasta
disfruta con el propio mal perpetrado, disfrute que –y aquí está la esencia de un delito- sirve
incluso de acicate compulsivo para ir sumando, cual si de escalera o escalafón se tratase,
víctimas y estorbos en un afán acumulativo por escalar los ansiados mérito, cargo o posición
social a la vista de la impunidad conseguida caso tras caso.
Es más: los últimos estadios del “mobbing” más usual y denigrante suelen consistir,
cuando el victimario tiene demasiadas agallas o está resultando más duro de roer de lo
imaginado, en una intencionada fiesta laboral en la que la mofa, la broma, el cachondeo y demás
parafernalias festoleras celebran, como si de un funeral adelantado se tratase, la cercanísima
fecha en que ese estorbo que ocupa esa mesa o esa aula o esa oficina o ese puesto será muy
próximamente ocupado por cualquier otro alguien que en nada, absolutamente en nada, se
parecerá a la nulidad que tanto estorba para la consecución de los altos fines para los que fue
creado ese puesto de trabajo, para el que ya está hasta contratado un sustituto.
Aún más, en fin: la inminencia del cercanísimo y ya evidente desenlace provoca los
revuelos en masa de acosador y jauría en un intento por adelantar con sus buitreras vueltas en
rededor las agujas de un reloj que, aunque marca perfecta y digitalmente las tediosas horas de
entrada y salida del trabajo de cada día, tiene el enervante defecto de no contar el tiempo con la
misma prisa con que el acosador y sus adláteres pretenden. Y es en ese empeño por acosar
también al tiempo, es en ese afán por dominar contranatura a la propia Naturaleza, es ahí,
precisamente ahí, donde radica la única debilidad incontestable de quien entiende que el reloj
correrá más deprisa cuanta más cuerda se le dé.
Sí. Ahí. Precisamente ahí. En el tiempo. Siempre el tiempo.
Y es que llega un día el día en que o acosador o sus secuaces, da igual el sumando de
que se trate, en el afán por ganarle un paso al paso natural del tiempo, comete cierto día un
error, tal vez al querer asestar nerviosamente el golpe de gracia, queda entonces en evidencia la
trama sustentadora de tanto embrollo, es así ello percibido por la víctima y –en el caso de que
no sea ya demasiado tarde, evidentemente- el asunto empieza a dar en cuestión de instantes un
giro de muchísimos grados hacia atrás. De hecho, las víctimas de mobbing suelen, en un solo
momento siempre clave en sus vidas, conseguir la prueba evidente de por donde venían tiros tan
descomunales, de a qué se debía tanto hostigamiento, de a cuento de qué le venían tantos
problemas de conciencia,... Y es en ese preciso momento clave cuando el arrinconado coraje
estalla como pólvora reseca..., la sed de Justicia avanza a pasos realmente agigantados
descubriendo falsedades y mentiras escondidas, y llega inclusive el día en que hasta se piensa en
plantarle cara al acosador.
Pero entonces se comete el error fatal, no por parte de cualquier de los restantes
sumandos del acosador, que andan a estas alturas escondiendo pruebas o comprando silencios,
sino por parte de la propia víctima quien, en su envalentonamiento revividor, viene a caer en el
mismo vicio erróneo del acosador: echar mano del superior inmediato para que actúe en
consecuencia. Aquí, en buena ley, debería estar la solución, ya que, por pura lógica, desde el
mismísimo momento en que instancias superiores en el ámbito laboral se den por enteradas de
la situación que están viviendo sus subordinados el conflicto habría de ser inmediatamente
zanjado. Y este sería un primer inicio de la justicia con minúscula.
Pero, ay, no es eso lo que suele ocurrir... Cuando no es el propio superior el que se
alista con los acosadores en una mera defensa del sistema, es el propio acosado el que se pone
en bandeja ante ese sistema por el mero hecho de haber tenido el valor de hacer una denuncia...
Y entonces hasta la propia queja de la víctima es convertida en contradenuncia. Y entonces es
cuando el antes fallido suicida y ahora estupefacto trabajador empieza a ver con escalofriante
nitidez los preparativos de su retardado asesinato... Y entonces...
Entonces es precisamente cuando el coraje inicia el contramobbing.
¡Y funciona!
La excelencia, del 10 al 0 Abril 2011
La actual situación de la enseñanza secundaria obligatoria en España provoca a diario
multitud de intentos solucionadores (más bien reparadores) entre los que destaca de vez en
cuando alguno que, por su originalidad al rizar el rizo, merece cierta consideración, siquiera sea
momentánea, tanto del ciudadano de a pie como del político de la ocurrencia. El penúltimo de
ellos, el de la creación de aulas de excelencia (o de exigencia,... tal vez trilingües
posteriormente), pese a ser quizá el que más se acerca a la diana (pues por ahí ha de ser lanzada
la flecha), no acaba de atinar, a mi modo de ver, de modo certero y definitivo con la clave del
actual desastre en que nos hundimos pues el propio concepto en que se sustenta, el de la
excelencia, es decir, el del 10 de toda la vida, es un término que ha de dar por supuesto un
recorrido previo que tiene que superar inevitablemente los siguientes otros niveles:
10.- La excelencia en un sistema educativo la da el profesorado, no la lleva intrínseca el
alumnado (de ninguno de sus tipos), ni tiene su cabida en una aula (de ninguna de sus ratios), ni
mucho menos es concedible por un político (de ninguno de sus signos).
9.- El sobresaliente se ha convertido paulatinamente en los IES en la nota que se suele
dar ya “por excelencia” al alumnado que destaca sobre la normalidad de aprobadillos raspados
y, en no pocos casos, a quien consigue rellenar en un examen algo más que los enunciados de
las preguntas.
8.- Lo único notable a día de hoy, y de lo único que habría de tomar nota clara quien
debe solucionar la enseñanza secundaria actual (y la ya contaminada universitaria), es su
calamitoso estado de fracaso generalizado tanto escolar, como académico, como, y muy
primordialmente, humano.
7.- Son 7 únicamente los alumnos, o alumnas, de cada IES que acaparan el 99% del
esfuerzo educativo que realizamos el país entero para conseguir, en el mejor de los casos, todo
lo contrario a lo pretendido, por haberles propiciado precisamente terreno más que abonado para
lo que esos pocos pretenden aprender.
6.- Lo único que funciona bien en cada IES es el continuo y kafkiano aumento de carga
burocrática, a la que, pese a no dar ya abasto ni las modernas tecnologías de procesamiento de
texto, ni las reprográficas, ni las manuscritas, se le consigue dar salida rayana en la perfección
curiosamente porque ningún profesor se salta ningún papel.
5.- El ansiado APROBADO ha perdido su milenario valor de recompensa a un esfuerzo
desde el fatídico día en que fue sustituido por un seudopedagógico PROMOCIONA.
4.- Los IES son manejados, y algunos dirigidos, por cuatro estamentos (la Inspección, el
equipo directivo, el Consejo Escolar y la AMPA –el quinto no incluido sería el Claustro), y/o
por cuatro desertores de la tiza, que ven en un carguillo la solución vital a su profesión.
3.- En cada aula se enfrentan hora tras hora tres niveles legales en continua pugna
desalentadora por su incompatibilidad manifiesta: la ley del menor, la logse y la ley de la calle.
2.- El doble pilar que sustenta la educación se compone de atención y esfuerzo, por este
orden.
1.- Sólo debería existir un solo fin decente en la educación: que cada criatura obtenga en
una aula gratuita lo necesario para defenderse en la vida, pero ello lleva inherente tanto un
profesor que se lo pueda transmitir como, principalísimamente, un compañero de pupitre que los
deje realizarlo.
0.- El profesorado no necesita nada, absolutamente nada, ni siquiera tiza, ni siquera
libro de texto, y mucho menos internetes o pizarras digitales, para alcanzar el ajustado nivel de
excelencia que cada alumno lleva en ciernes cuando se coloca ante él: solamente necesita que lo
dejen hablar.
La tilde tetracolora Diciembre 2010
Los muchos años que llevo como profesor de Lengua y los millones de
renglones en castellano que han pasado ante mi vista me han ido dando a conocer el
sutil mecanismo de que dispone nuestra lengua para aclarar a sus lectores, mediante una
simple tilde (o su ausencia), sobre cómo ha de ser pronunciada cada una de sus palabras.
Y, cual maestrillo que tiene su librillo, he dado a luz un esquema en forma de H para
mis alumnos, al que pongo en los exámenes el epígrafe de “La regla de las 4 tildes”, el
cual, desde que fue concebido a finales del siglo pasado, no sólo no ha encontrado
excepción que lo trastoque, sino que además ha ido soportando (y refutando) opiniones
asentadas de antiguo tanto en libros de texto como en profesores y alumnos de
tendencia más memorística que crítica. Así, defender ante empollones que “las
sobreesdrújulas no existen en castellano”, o que “la Real Academia no hizo bien en
suprimir la tilde en aconteCIÓme” (que pasó a aconteCIOme), o que “palabras como
GUION o TRUHAN no podían llevar tilde de ninguna de las maneras, lo dijese el libro
de texto de toda la vida o la profe del año pasado o la Academia paraguaya”, fueron
batallas siempre ganadas en clases memorables en las que los más aventajados
quedaban convencidos y los restantes hechos un lío completo, incapaces de concebir
que LÍo llevara tilde y no el que los LIO.
Y es que el asunto tiene migas estudiantiles si no se toma en consideración el
pequeño detalle de que, para un solo acento castellano, la lengua española dispone del
simbolito tilde (´), o de su ausencia, pero con 4 variantes distintas, en perpetua disputa
entre ellas mismas, aunque prevalezca siempre una sobre las restantes y aunque a veces
sean dos las que de modo superpuesto habrían de ser estampadas sobre el vocablo en
cuestión. Esa tilde tetracolora únicamente se aprehende por el estudiante en su
integridad (y para toda la vida, por cierto) si se aprecia la licencia metodológica de
considerar que cada una de ellas es de diferente color. En efecto, cuatro son las tildes
castellanas: la de los hiatos (roja, por ejemplo), la de las agudas, llanas y esdrújulas
(azul), la diacrítica (verde), y la de los compuestos (amarilla). Y por este orden de
prioridad.
La tilde roja de los hiatos consiste en que cada vez que en castellano no se
pronuncia diptongo o triptongo (SEria frente a seRÍa, por ejemplo, o VAria frente a
vaRÍa), nuestra lengua aplica una tilde sobre la i o sobre la u para indicar al lector que
una de esas dos vocales no forma ni diptonto ni triptongo con cualquiera de las tres
restantes (a,e,o), estén colocadas delante (ai) o detrás (ia) o enmedio (iai). Esta tilde
prevalece sobre cualquiera de las otras tres, y por ello vaRÍa lleva tilde roja pese a
resultar llana y no necesitarla por terminar en vocal; o leÍme también la lleva roja pese a
que la Academia dijera que los compuestos de verbo con pronombre no la llevan si no
producen esdrújulos (y ha de añadirse que leÍmelo, por ejemplo, que sí parece dar la
razón a la Academia, sigue manteniendo la misma tilde roja, pero no por ser ya
esdrújulo azul, ni siquiera por compuesto amarillo, sino por el hiato rojo dominante).
La tilde azul de las agudas, llanas y esdrújulas sirve para que el lector perciba en
su lectura la diferencia entre la esdrújula siempre marcada con tilde TÉRmino (no hay
en todo el diccionario castellano una sola sobreesdrújula aplicable a esta tilde) y la llana
terMIno y la aguda termiNÓ, las cuales se diferencian entre sí en el preciso sentido de
que, terminando en vocal, n ó s, la aguda llevaría tilde pero la llana no (esTÁ, frente a
ESta), y al revés (faROL frente a ÁRbol).
La tilde verde diacrítica se apoya en la última idea expuesta en la tilde anterior
sólo para afinarla: dado que las monosílabas no podrían confundirse nunca con las
llanas (que son siempre bisílabas como mínimo) sería absurdo colocar tilde en ellas
aunque terminasen en vocal, n ó s, por lo que nunca llevan (ni DE, ni SOL, ni LA, ni
QUE, ni QUIEN, ni GUION, ni HUI, ni FUE,...ni ningún monosílabo). Pero ciertas
homonimias muy usadas (DÉ, del verbo dar, frente a DE, preposición, por ejemplo) han
aceptado una tercera tilde (verde ahora) que ni es general para todos los casos (LA,
artículo, frente a LA, pronombre personal, y ambas frente a LA, nota musical; FUI, del
verbo ser, frente a FUI, del verbo ir,...) ni es exclusiva de los monosílabos (caso
bisílabo: DONde, relativo, frente a DÓNde, interrogativo, o el ahora eliminado SÓlo,
adverbio, frente a SOlo, adjetivo; caso trisílabo: aDONde frente a aDÓNde,...).
La tilde amarilla de los compuestos viene a plantear casos relacionados con cada
una de las tres tildes anteriores, que a continuación se desgranarán, pero la lógica de la
lengua (aunque no la norma académica) está bien clara: el vocablo compuesto ha de
respetar lo hasta ahora dicho respecto al simple y en ello consiste la norma de esta tilde,
en que todo queda como estaba, se añada mediante guion otro vocablo (hisPAno-
HÚNgaro), o se añada un solo enclítico (DAme, DÉme, VEte, salVÉte), o se añada el
sufijo –mente (RÁpidamente, FÁcilmente, aLEgremente, corTÉSmente, FIELmente,
donde ni FIELmente es esdrújula azul, ni tampoco esdrújulo amarillo, ni corTÉSmente
es esdrújulo amarillo pues mantiene tilde aguda azul, ni aLEgremente es
*sobreesdrújula azul por su mera inexistencia). Es más: si lo que se añade son dos
enclíticos o resulta un compuesto ortográfico (de esos que van sin guion) todo se vuelve
a lo simple otra vez, es decir, se aplica la tilde azul, que siempre daría esdrújulos con
tilde en el caso de los verbos (DÁmelo, salVÉtelo) o cualquiera de los tres casos azules
posibles (decimoSÉPtimo, decimoterCEro, ciemPIÉS), subrogado y supeditado todo
ello, como siempre, a la tilde roja de los hiatos (coGÍamoslo, pintaÚñas). ¡Lo
compuesto reducido a lo simple!, como aconseja nuestra lengua madre. El
verdaderamente único problema que presenta esta tilde amarilla de los compuestos es
precisamente el creado por la Real Academia cuando indicó hace tiempo que los verbos
que no producían esdrújulos perdían su tilde si la llevaban (*acerTÓlo), es decir, no la
mantenían (acerTOlo), norma que está en flagrante contradicción con otra de su mismo
grupo (amarillo) relativa a los compuestos en –mente (que sí la mantienen, como en
corTÉSmente, y, además, no producen esdrújulos, como en FIELmente, ni
sobreesdrújulos, evidentemente.).
Como se habrá apreciado, el castellano ha creado un mecanismo perfecto para
ser pronunciado al ser leído y su normativa también lo llegará a ser cuando se acepte
que los verbos han de mantener su tilde en los compuestos para que no se “enfaden” sus
compañeros de tilde, los adverbios en -mente, por un lado; y, por otro, que no tienen
existencia en castellano las palabras sobreesdrújulas, por mucho que de un par de
legislaturas a esta parte se haya extendido por nuestra lengua la fea y antinatural
pronunciación de repelentes sobreesdújulos como RESponsabilidad, REferirme,
CONfraternizar, LAteralidad, PARlamentario, LEgalismo, etc., que nunca verán una
tilde azul sobre ellos por muy atrás que se pretenda retrotraer el único acento castellano.
Del AVE y de las habas Diciembre 2010
Yo también felicito a esos cientos, miles y llegará a millones de españoles que
van a poder utilizar el servicio nacional de otro nuevo tren de alta velocidad con el que
podrán trasladarse a otro más de los lugares de nuestra común España por un precio tal
vez igual de caro o de barato en comparación con las ya obsoletas autovía y autopista
adyacentes con las que la vía se acompaña y entrecruza a lo largo del trayecto de la
nueva línea; seguramente también llegarán esos afortunados españoles un poquitín antes
dado que, como reza el nombre del artilugio, la velocidad será más alta; y también
harán el viaje, con absoluta seguridad, un poco más cómodos ya que ni atascos ni
baches ni inclemencias distraerán ni los ojos ni los riñones de esos ciudadanos de urbe
capital que se bajarán en la estación de destino para hacer a renglón seguido en la costa
lo que mejor les venga en gana pues para eso están la libertad y el tiempo de cada uno.
Y el bolsillo. Y el AVE. Y, tras ellos, quienes han ido pagando la ingente obra realizada
con sus impuestos recabados desde lugares a donde nunca llegará ni un AVE, ni una
autopista, ni una autovía, ni una carretera siquiera. Y ni siquiera un carril.
Y es que en España hay muchos otros lugares –precisamente conozco uno de
primera mano, el terreno ese donde suelo sembrar todos los años las habas por estas
fechas, justo donde tendré que recoger y transportar la aceituna el mes que viene- en los
que ni siquiera por carril puede accederse pues las inclemencias pasadas y las desidias
políticas presentes han ido convirtiendo en pedregal intransitable el medio kilómetro
escaso de zanja-carril cuyo arreglo habría costado al Estado algo menos de media
traviesa de ferro-carril ya que con un par de camiones de zahorra habría sobrado.
Tal vez el misterio de la enorme diferencia existente entre ambos caminos, y su
toma en consideración, esté en que se les cobra más impuestos a una tumbona de playa
que a un saco de habas; o tal vez sea que todavía no ha llegado, o ya pasó, el siglo en
que se destine presupuesto para carriles; o tal vez ocurra otra eventualidad
nosequécarrilera. Pero lo cierto y verdad es que el carril que yo y mis vecinos llevamos
penando desde el siglo pasado sólo lo pueden transitar las aves.
Teoría del “otro” fracaso escolar Junio 2010
Que el “fracaso escolar” ha tomado carta de naturaleza en la sociedad española
es una triste realidad largamente anunciada a la que ya sólo le queda entrar como
término con entidad propia en el diccionario de la RAE. Pero la acepción primera en
que allí se definiría (a saber, “el sufrido por un tipo de alumnado que, mitad absentista,
mitad travieso, pierde en un IES los años de vida que le restan hasta los 16 y no los
aprovecha ni para sacarse un título que le cubra unas mínimas expectativas de empleo
futuro”), pese a ser la acepción más socorrida, tal vez sea únicamente la sutil tapadera
de otras 8 acepciones tan reales como innombrables, por indignas:
Por fracaso escolar también ha de entenderse el que se haya trocado para
siempre el tradicional recinto del aula en una suerte de habitáculo en recreo perpetuo,
atestado de trastos sustitutorios de la tiza que emergen de un bosque de cables y
mochilas desparramadas por doquier sin dejar apenas sitio u ocasión para el uso de unos
libros de texto tan demasiadamente gratuitos que varios alumnos los olvidan siempre en
casa; la mayor utilidad comprobada de esos nuevos enseres es la de que, en las zonas
con cobertura, se tiene acceso a un internet en cuyo hardware no ha sido aún instalado el
software que le tape sus indecencias.
Por fracaso escolar ha de entenderse también el que se haya desparramado por
el resto de dependencias de los IES el mismo ambiente incompatible con el estudio,
conformando un tipo de edificio con perfecta cobertura para móviles, con pasillos
vigilados con videograbadoras, con preinstalación de las mismas en las aulas y con
biblioteca reconvertida en aula de convivencia, que así se llama al espacio colector de
expulsados del aula.
Por fracaso escolar ha de ser también entendido el que se hayan ido perdiendo
casi a destajo, no ya las exquisiteces de comportamiento para las que fueron creadas
estas instituciones, sino las buenas maneras, los modales, la compostura y hasta la
decencia, para ir dejando paso a la impuntualidad, la insubordinación, la dejadez, la
despreocupación, la negligencia, el descuido, el desorden, la indisciplina, el desaseo, la
desvergüenza, la extravagancia, la inurbanidad, la suciedad, la irrespetuosidad, la
desconsideración, la grosería, la vileza, la indecencia, la descortesía, la impasibilidad, la
chulería, la desobediencia, el egoísmo, la terquedad, la irreflexión, la inoportunidad, el
bullicio, la molestia, el descaro, la arrogancia, el atrevimiento, la insolencia, el insulto,
el arrebato, la furia, la infamia, la violencia, la agresividad, el avasallamiento, la
provocación, la brutalidad, la crueldad, la falsedad, la mentira, el desinterés, la
incultura, la ignorancia, la trivialidad, la flojedad, la pereza, la apatía, la abulia, la
desidia, la irresponsabilidad, la inercia, la indiferencia, la maquinación, el enredo, la
malicia,... por la sencilla y única razón de que ni se cumplen las normas, ni se hacen
cumplir, ni se sabe ya para qué serviría su cumplimiento.
Por fracaso escolar también ha de ser entendido el haberse consentido, por
meras e inconfesables razones ideológicas o políticas pero nunca educativas, que se
hayan trocado los deberes de la totalidad en los derechos de unos cuantos,
sustituyéndose por decreto el deber de estudiar por el derecho a la educación, el deber
de aprobar por el derecho al aprobado, el deber de pasar de curso por el derecho a
promocionar, el deber de igualarse por el derecho a la igualdad, ... todo ello imbuido en
el sistema educativo de modo dictatorial a través de un marasmo legal y burocrático de
tintes miserables en demasiados casos.
Por fracaso escolar entiéndase también el haber quedado sin remedio hipotecado
el futuro de las dos últimas generaciones de españoles, especialmente las procedentes de
extracción más baja, por haberlas condenado a una pésima preparación y así colocarlas
en clara desventaja tanto frente a los que sí han podido conseguirla en una enseñanza
privada como frente a los que han utilizado la pública para aprender o perfeccionarse en
la astucia vital.
Por fracaso escolar ha también de ser entendido el haberse propiciado ante tal
descalabro un curioso Cuerpo de Desertores de la Tiza, los cuales, al dictado de
circulares de inspector, y con la connivencia de ciertos sindicatos, y con el consejo
orientador de pedagogos de sabia teorización, y hasta con el beneplácito de ampas
atinadas, han robado el timón de la enseñanza al Claustro de Profesores para
procurárselo a un Consejo Escolar cuya peculiar constitución (padres más alumnos más
representantes municipales y demás) sólo ha conseguido la aclamación de las consignas
pregonadas por directores cada vez más alejados de sus aulas.
Por fracaso escolar, en fin, apenas suele entenderse el inmenso gasto humano y
vital que todo lo anterior ha producido en el común del profesorado.
Si bien la primera acepción no tiene ya viso alguno de ser enmendada (pues
jamás será ya asumido que lo que ese tipo de ciudadanos tiene es el deber de estar en un
aula hasta los 16 años, no el derecho) las demás habrían de ser el punto de partida que
retome el también fracasado pacto educativo nacional, que sólo saldrá a flote si se lleva
a cabo, no entre políticos tan ignorantes de la vida en las aulas, sino entre padres y
profesores (o, por mejor decir, entre padres de alumnos responsables y profesores de a
pie). O, como mínimo, entre profesores y padres de ese zagalillo que desde que te atisba
desde el fondo del pasillo espera ansioso a que te cruces con él para decirte un “hola,
profesor” que siempre suena a un “ayúdeme, por favor”.
El camino de Santiago (de Calatrava) Abril 2010
Son ya tantos los años que llevo contemplando cómo los 20 kilómetros que van
de Martos a Santiago de Calatrava envejecen, se eternizan, se gangrenan, y se pudren,
que me maravillaría que quedara todavía alguien en el pueblo que albergue aún la
peregrina ilusión de morirse con la carretera arreglada. Ni los que nazcan esta misma
semana, ni los que allí celebraron sus bodas hace un cuarto de siglo, ni tan siquiera los
últimos jubilados enterrados, ni han visto, ni ven, ni verán otra cosa que no sea un
monocarril bidireccional, cientos de badenes tobogánicos, varios cambios de rasante de
montaña rusa, las suficientes curvas de infarto, miles de accesos de suspense, una, en
fin, carretera tan obsoleta que a veces da la impresión de que te vas a topar con un carro
en cuanto salgas de alguna de sus empecinadas curvas.
Son apenas 20 kilómetros, pero cuentan en cada uno de sus hectómetros con el
particular accidente de cada uno de sus vecinos, unas veces por la imposibilidad de
adelantar, otras por el frenazo ante quien no hizo el stop, otras por el reventón de
neumático, otras por el roce con el que venía, otras por salida de la vía, las más porque
te echan fueran, en una sucesión tan peligrosamente progresiva como el enervante
crecimiento de baches pedregosos que parecen venir anunciando un toque de campanas
de la iglesia al son de amortiguadores destrozados.
Sólo faltan a ese camino de peregrinación las diversas posadas que den alivio de
caminante al sufrido usuario de un tedioso trayecto por el que únicamente los más
veloces son capaces de conducir al irrisorio minuto y medio por kilómetro, velocidad
cuya única ventaja consiste en la imposibilidad de la pérdida de algún punto del carné.
No sé quién será el responsable de la totalidad o de los diversos tramos de esa
mal llamada carretera; pero lo que sí sabemos los que nos conocemos cada uno de sus
milímetros es que no debe de transitar por allí.¡O tal vez se trate en este caso de una
nueva “teoría del futuro progresista”, ese que se pregunta que para qué hacer carretera
nueva hacia un sitio donde pronto ya nadie tendrá que ir!
Carta para Miguel Delibes Abril 2010
Estimado Miguel y maestro:
Ahora que te has elevado muy por encima del campo castellano y no vas a poder
ya más echar con los mortales un ratito de perdices, me vas a permitir que te aconseje
que, allá por donde sea que circundes nuestra Tierra, aguces tu aguda vista perdicera por
si en cualquier recoveco sideral topa tu mirada con algún pájaro de perdiz. Si tuvieras
esa ocasión, hazme el favor de observarlo detenidamente tú que tanto sabes de eso y
aprecia si se trata de un hermoso ejemplar de apenas 37 centímetros de altura, dos
espolones en cada pata y un remolinillo en la pechuga.
Por si te entra alguna duda, lo verás que entresale de una novela de la que es
auténtico protagonista, y, si le sonsacas conversación, verás que se pone así a mirarte,
ora a izquierdas, ora a derechas, como si te hubiera confundido conmigo en novelista. Si
entablas relación con él podrás sobrellevar el cielo que compartiréis eternamente de un
modo más terrenal y llevadero.
Y, por favor otra vez, no te olvides de darle mis recuerdos.
Ah, yo lo llamaba Gumersindo.
Teoría de la sintaxis gubernamental Noviembre 2009
Tengo tan metida en la mollera -y le estorba tanto a mis entendederas- la
frasecita que hace muy poco oí y luego leí en teles, radios y periódicos (“España no ha
pagado ningún rescate”) que me temo que, si no hoy de mañana no pasa, se la voy a
soltar a mis alumnos para que la analicen en la pizarra ahora que, a finales de
Noviembre, los currículos de los segundos ciclos de la ESO andan por la oración simple
en la asignatura de Lengua. Y lo que me temo es que frase tan sencillita llegue a
provocar en mis más aventajados alumnos la misma sensación que en mí está
produciendo desde que, tras apenas oírla, la asimilé como una increíble oración con su
sujeto, su verbo y su complemento directo en sus apenas seis palabritas de emisión.
¡Tan poca Lengua para decir tanto!
¡Porque la frase tiene migas! El sujeto, pese a englobar a un montón de millones
de españoles, no sólo no se refiere a ninguno de ellos en concreto sino que además
tampoco se refiere a su conjunto, por tratarse del ente abstracto que es. Semejante sujeto
no puede, pues, sencillamente, ni pagar ni haber pagado nada, ni aun como entidad o
ente público fiscalizable, al modo de una “España, S.A.”. Y ello sin tomar en cuenta que
lo “pagable” es, precisamente, algo “impagable” por su misma índole ya que la esencia
de un rescate está en devolver al propietario lo que era suyo; y nadie, que yo sepa, se
paga a sí mismo. Si ese verbo, por tanto, es incompatible con su complemento directo,
aún menos compatibles son las dos negaciones que hay en tan corta frase (“no” y
“ningún”), que, por su mera presencia, convierten a una oración tan aparentemente
negativa en claramente afirmativa, pues dos negaciones afirman.
¡Pero, por más vueltas que le doy, no me decido a escribirla con la tiza! ¿Por qué
será?
10 puntos sobre los ÍES Octubre 2009
El único problema que se vive hoy día en las aulas y del que tenemos
conocimiento exacto todos los profesores que seguimos estando todavía al pie del cañón
consiste en lo siguiente:
1.-Son únicamente unos 7 (el 1% del total prácticamente) los alumnos en cada
IES que están demostrando ser las causas primeras de todo el absurdo que se vive en el
acontecer diario de un Centro, y prueba de ello es que el 99% de la “atención” educativa
está dirigida hacia ellos.
2.-Los recursos humanos que precisa este alumnado, como ciudadanos españoles
con plenos derechos que son, ni existen en la plantilla de los IES ni son cubiertos por la
administración educativa.
3.-El sistema educativo los “suele agrupar” demasiado tardíamente, y como
problema “aparcable”, en una suerte de espacios de urgencia cuando les diagnostica su
incapacidad manifiesta para aguantar un pupitre, incapacidad que no guarda relación
alguna con la tan cacareada autoridad del profesor, la cual sí es respetada por el resto
del alumnado pese a la inevitable merma sufrida en su desempeño durante los cinco
últimos trienios.
4.-El cauteloso mecanismo sancionador del sistema se ha ido trocando en una
paulatina desautorización del profesor y apenas llega a conseguir para los que incordian
una semana de vacaciones particulares antes de las de Navidad, Semana Santa, o
verano.
5.-Las proverbiales virtudes del sistema educativo, no pensado para un
alumnado desmotivado y sin expectativas, son terreno más que abonado para que aulas
y pasillos sirvan de escuela de gamberrismo a quienes a finales de cada Septiembre
tienen ya superados con creces todos los objetivos que les habría marcado la calle.
6.-Cada hora lectiva de 60 minutos queda reducida, por la mera inadecuación al
aula de estos alumnos, a apenas media hora de aprovechamiento académico, lo que
conlleva que cada curso se reduzcan los contenidos a la mitad, con su correspondiente
progresión aritmética etapa tras etapa y ciclo tras ciclo.
7.-Ese escasísimo número de alumnos, y la espiral de influencia que va
generando, acaban creando, desde mediados de Octubre, la suficiente documentación y
burocracia de partes, amonestaciones, expulsiones de aula, etc., suficientes como para
copar la jornada completa de cada Jefatura de estudios.
8.-El sistema, además, “premia” al alumnado en cuestión de muy diversos
modos (sin que hayan servido nunca para nada las débiles y escasas voces sindicales
que se hayan decidido a denunciar el abuso) con la consiguiente, inevitable y
“aleccionadora ridiculización” de los esforzados.
9.-Cualquier voz que ponga el grito en el cielo ante semejante absurdo es
sistemáticamente silenciada en una curiosa sucesión de reuniones a dos bandas
impedidas por sistema para desembocar nunca en la terna aclaradora.
10.-En todos los casos se evidencia que no hay un padre o una madre en
condiciones detrás, ni siquiera una familia normalizada, y que, por ello precisamente,
quien únicamente se preocupa de la educación de estos alumnos es, por seguir
escarbando en el absurdo, quien menos les consiente en los IES, su profesor
precisamente, pero así, sin más, él, o ella, en solitario.
Todos los demás problemas de la educación o la enseñanza, o de la juventud en
general, o del futuro de este país, puestos a ver, proceden de la dinámica que marca este
1% del alumnado y se seguirán agravando mientras no entre en los despachos
pertinentes la obviedad de que la educación de esos jóvenes se podría, tal vez, conseguir
en millones de lugares; pero hay uno en el que, seguro, está “archidemostrado” que no
se puede: el aula. Y quien defienda leyes de Autoridad del profesor o Pactos por la
educación o cualquier otra imperiosa salida al absurdo actual ha de pasar forzosamente
por este otro absurdo.
Teoría de la hora laboral no lectiva Junio 2009
Veo inminente el puyazo mortal que contra la dignidad del profesorado se
intenta perpetrar como colofón a la serie de estocadas, rejones, banderillas y quiebros
con que ha ido siendo toreado el profesor de a pie desde que se decidiera en este país
que la educación (o la enseñanza, da igual ya) iba a ser cosa que se daba, no que se
recibía, o, lo que casi viene a ser lo mismo, un derecho pero no un deber.
Engatusar al toro para que saliera a su reconvertida plaza ganada mediante
concurso oposición produjo, hace ya la friolera de una generación logse y pico, un sinfín
de quiebros y requiebros legislativo-pedagógicos que, contra todo raciocinio, lograron
meter en todas las cabezas, por el mero mareo terminológico, el impepinable avance que
supondría para todo el alumnado nacional que el responsable de cada aula afrontara
cada hora laboral como una especie de trío de contenidos, procedimientos y actitudes,
logro de tardía constatación pero de eficientes y contrastables resultados medibles en
parámetros de éxito escolar al final de cada etapa. Se consiguió con ello una primera y
sutil distribución entre catedráticos y no catedráticos, marcada por la perspicaz
comprensión de la maravillosa cuadratura del redondel.
La obligada acomodación dentro del aula de un novedoso tipo de alumnado
(cuyo único rasgo común era su incapacidad para aguantar un pupitre, y que mostró
contra nadie sabé qué pronóstico, y ya desde el primer día, unas actitudes cara a los
contenidos inviables por ninguno de los procedimientos), fue la primera de la serie de
banderillas que iniciaba la sangría en una profesión que, a golpe de decretos y
resoluciones, y en el leve plazo de una nómina, hubo de revolverse como un calcetín y
reconvertir su perfecta máquina de impartir conocimientos (y achantar travesuras de
todo tipo) en un inútil y monótono artilugio inservible para solucionar robos de
estuches, corregir posturas, recordar modales, vigilar ademanes, acallar voces, templar
acosos, aplacar iras, repeler agravios, aguantar insolencias, desoír cinismos, soportar
descaros, sufrir desvergüenzas,... La suerte completa de banderillas le hizo bajar la
testuz ante vilezas tales como firmar actas de promoción automática, subir notas
artificialmente, desatender contenidos básicos,... lo que traía consigo desentenderse de
los alumnos aplicados, olvidarse de los que mostraban interés por el estudio,... y todo
acababa provocando el más absoluto desánimo y desidia en los esforzados y... la
incomprensible sonrisa del premio a los incordiantes... La irremediable segunda división
se produjo por inercia y desde entonces el trabajador de la enseñanza conoce a qué
grupo pertenece según se le dirija el alumnado con profe o con maestru.
Los dolorosos rejones de ser grabado en un móvil frente a la pizarra, o ser
escupido descuidadamente en la escalera, o ser amenazado, insultado o mil veces
desobedecido, han ido cribando la profesión de débiles y de ausentes de vocación
convocando a los restantes a una tercera partición entre carguitos variopintos y tutores
sustitutos de psicólogos antidisruptivos.
Las estocadas, en fin, que casualmente siempre tuvieron lugar al otro lado del
tabique de las aulas, a resguardo del burladero, obligaron a la cuarta separación entre los
que habían desertado para siempre de la tiza y los que ansiaban una pronta jubilación a
ser posible sin bajas predecesoras.
El puyazo, ay, ya no podrá provocar ninguna enésima división: el profesorado
como tal habrá muerto con él. Y, la dehesa, en bloque.
Pocos trabajos debe de haber en el mundo conocido que hayan asistido a un
cambio en sus condiciones laborales de modo tan radical, en tan breve espacio de
tiempo,... y con resultados tan catastróficos tanto para el trabajador como para el
producto final. Tal vez en todas partes se cueza la misma haba, pero, para quien no lo
sepa, da la casualidad de que aquí lo de menos es el mero trabajo, ese que se ficha en
maquinitas, para entendernos: por si alguien no lo sabe, el trabajo de profesor, hasta que
le llegó su primer cambio de tercio, era el único trabajo del mundo, aquí y en todo
tiempo y lugar, que sola y únicamente era superado en dignidad, gratificación,
hermosura, encanto, perfección, plenitud, y hasta placer, por el correspondiente al de la
procreación. Y ello hasta tal punto, por si queda alguien sin saberlo, que la práctica
totalidad del profesorado lo desempeñaba gratis tras cumplir diariamente su usual y
común horario lectivo de unas cuantas horas lectivas mañaneras partidas por un recreo.
Y ello era posible, por si hay todavía quien no lo sepa, por tratarse precisamente su
desempeño de una actividad estrictamente vocacional, físicamente relajante,
intelectualmente gratificante y de resultado perfecto y positivo en cada uno de sus
lances: cualquier profesor que se precie convendría con Lázaro Carreter y conmigo en
que nos ha gustado tanto nuestra profesión que sólo hemos consultado el reloj para
entrar o salir en punto de las clases y que hemos llegado al descanso de cada noche con
la ilusión de volver a dar clase al día siguiente Precioso trabajo ese, en verdad. Y
socialmente reconocido, hasta hace poco. ¡Y hasta sanamente envidiado, eternamente!
Pero los tiempos han, como digo, sufrido un... cambiazo, y el común del
profesorado ha visto cómo en su plaza entraba un rejoneador a caballo de elefantón
chatarrero, el cual ha conseguido, con cuatro quiebros, tres banderillas, dos rejones y
una estocada, convertir la unidad laboral horaria lectiva de los IES en un triple suplicio
impagable ni económicamente ni con la más chulesca orden de incentivos. Sí, en un
suplicio,... pero ¡ojo! no única ni precisamente para el profesor. No: es un verdadero
suplicio para el alumno, para el espectador de la corrida,... pero ¡ojo otra vez! no única
ni precisamente para ese pobre alumno que tomó la clase, desde que entró en ella, como
una cárcel de seis horas diarias, sino para su compañero de pupitre, para ese otro que
tiene que tomar la misma franja horaria como una inmensa pérdida de tiempo en un
tramo vital en que su tiempo es la preparación de su futuro, tiempo cuyo derecho “a” le
es robado por quienes no cumplen su deber “de”.
Desembocados a este último alumno, que ve estupefacto cómo el recreo
perpetuo en que pasa su adolescencia va mermando sus posibilidades de preparación en
proporción inversa respecto a lo que va aprendiendo de desidias, de dejadeces, de
impunidades,... apenas merece ya la pena hablar del tercer suplicio, el del profesor, el
cual comienza, por muy extraño que parezca a quien no pisa aulas, precisamente cuando
termina cada hora lectiva. Y ello es así, para quien todavía no lo sepa, porque las
actividades intelectuales son de tal índole que se empecinan en hallar causas donde sólo
hay consecuencias y, si en el fragor de la hora lectiva no tiene el profesor ni tiempo
material para plantearse lo que está ocurriendo ante sus ojos, todo el tiempo posterior se
le convierte en un endiablado monstruo empecinado en comprender lo ocurrido en la
hora anterior y empeñado en que no vuelva a ocurrir en la clase de mañana, lo que
convierte su completa existencia en un bullir neuronal espantoso ofuscado en solucionar
un imposible mental aún peor que la triangulatura del redondel.
Semejante actividad añadida al horario lectivo mañanero convierte, en el común
del profesorado decente, los recreos, las tardes, las noches, los fines de semana y hasta
las envidiadas vacaciones en una segunda hora, ahora no lectiva, en la que la indagación
de métodos realmente eficaces, la frenética búsqueda de materiales efectivos, la
asistencia a obligados cursos de perfeccionamiento, la cumplimentación de una
burocracia infernal e inservible, la celebración de reuniones interminables e ineficaces
para conseguir que 857 personas de un IES no bailen al son que les marcan 7, la
destrucción de materiales curriculares que nunca volverá a utilizar, la... copan una
mente antaño dedicada a la actividad docente y hogaño saturada de sinsentidos
consentidos.
Quien montara corrida tan desigual sigue en su callada pretensión pidiendo ya
oreja: trae un puyazo de sobornos para quien más apruebe, de recortes vacacionales, de
directores de plantilla, de horarios de ocho a tres, de guardias por especialidad, de becas
para suspensos, de nuevos carguitos para nuevos fulanitos,...
Pero el toro aún menea el rabo. Es hora, pues, de que se dé ya el primer aviso
por parte de quien corresponda.
Os estoy hablando, padres.
El recreo perpetuo Octubre 2008
Quienes sigan mínimamente las escasas noticias que sobre la educación
secundaria española van apareciendo en los medios habrán observado que ni el profesor
(ni la profesora, por supuesto) aparecen en ninguna de ellas y que, cuando la excepción
ocurre, se les menciona únicamente para tildarlos de malos ejemplos ciudadanos dignos
de ser evitados o censurados. A eso prácticamente ha quedado reducida su tasa actual
de dignidad, pues el transcurrir de los últimos tiempos la ha ido mermando hasta el
punto de que podría afirmarse con rotundidad que el común del profesorado actual de
enseñanza secundaria ya no pinta absolutamente nada, ni siquiera en sus propias clases.
¡Y si ni ahí mismo, entre ese montón de pupitres en que otrora se ganaba orgulloso el
pan y ahora malvive ansiando jubilación, se le permite otro papel que el de convidado
de piedra, sin voz y hasta sin voto, cuánto menos podrá hallársele en un foro en que se
diriman reformas educativas, por ejemplo! ¡Y cuantísimo menos en una manifestación,
o en una huelga, o en un paro, actos de los que se ha tenido que ir retirando por tener ya
comprobado hasta la saciedad que no producía mella en la clase política ninguna de las
escasas ocasiones en que los sindicalistas mostraron consciencia de que aún debe de
tener existencia la vergüenza profesional en este colectivo!
A fuerza de decretazos y circulares se ha conseguido convertir al profesor actual
en un manso corderito al que ya se le puede colar cualquier gol en cualquier campo, en
cualquier tiempo, y en cualquier partido, y al que continuamente regañan inspectores e
inspectoras, directores y directoras por la peregrina (e inconfesable) razón de que, si se
atiende a datos estadísticos, no consigue ese raro ciudadano, pese a tener entre sus
manos el material más valioso del país y desempeñar la labor más preciosa que ha
existido siempre, sacar a flote los elevados índices de fracaso escolar existentes –aunque
ello, como todas las paradojas de la vida, conlleve por añadidura la peligrosa
recuperación de su dignidad profesional. No encontrará nadie, pues, al profesor ni en el
debate político, ni en los despachos educativos, ni en la calle siquiera; él está como
recluido en el aula, como encerrado entre cuatro paredes con una veintena de alumnos
de lo más variopinto y procurando, dentro de las posibilidades humanas que aún le
puedan quedar, afrontar como mejor se le ocurra, y una hora tras otra hora, las dos
ingentes tareas que le han sido encomendadas por estos nuevos tiempos: la docente y la
educadora. ¡Con nefasto resultado, dicen todas las estadísticas! ¡Haciendo sepaDiósqué,
dicen los padres! ¡Cogiendo una enfermedad, dicen los todavía sanos!
¿Qué hará entonces tras esa puerta ese individuo, que no es capaz de convertir en
exitosa ninguna de las políticas educativas que tanto dirimen, legislan y pactan a sus
espaldas? ¡El jaleo que se oía hace momentos al pasar por la puerta de su aula era más
que evidente! ¿Estará de baja y a sus alumnos aún no les han mandado un sustituto?
¿Estará leyendo el periódico? Miremos un momento por la cerradura y espiemos.... Pues
no: parece ser que ha conseguido acallar ahora el griterío inicial de la clase y parece que
se le oye explicar algo. Prestémosle entonces un momento de atención y veamos cómo
se desenvuelve en esta clase cualquiera, en la de ahora mismo por ejemplo, la última de
la mañana, la de 13.30 a 14.30, precisamente esta en la que veinte zagales de 4º de la
ESO van a recibir por primera vez en este curso su primera lección sobre la literatura
española del Romanticismo, ya que así lo pide el mero hecho de que el libro de texto de
la asignatura de Lengua va a estas alturas de Octubre por la unidad primera, sección de
Literatura.
Parece ser que, aprovechando que hoy han faltado tres repetidores y que está un
poco adormilado el que se levanta tantas veces en cada clase para asomarse a la ventana,
ha considerado propicio el momento y se ha decidido a hacer un resumen de la literatura
que se hubo de dar en 3º (de Edad Media a Siglo XVIII) para así conseguir que al
menos la mitad del alumnado entienda que eso del Romanticismo es una época de un
siglo de nuestra historia, relacionable con otras épocas de otros siglos, no con
enamoramientos románticos ni con calenturas adolescentes. Para ello ha ido escribiendo
en la pizarra un esquema muy gráfico, en el que se perciben en zigzag y de modo
alterno las seis épocas (1.-clásicos, 3.-renacentistas y 5.-neoclásicos, en las que
predomina la razón, frente a 2.-medievales, 4.-barrocos y 6.-románticos, en las que
predomina el sentimiento) como si nuestra historia común europea hubiera sido un
continuo devenir de modas o tendencias contrarias las unas a las siguientes y semejantes
las alternas entre sí. Parece ser que el profesor ha conseguido a la altura de la media
hora una rara atención en el alumnado, debida probablemente más a las piruetas que ha
ido haciendo con la tiza mientras explicaba que a haber acudido a sencillos ejemplos y
analogías, como el de que a la moda del pantalón de campana sigue siempre la del
“Nena, que me dejes ya. Profesor, mire esta, que no me deja” pantalón sin campana y
vuelve a seguir otra vez la del pantalón con campana; incluso ha llegado a decir que,
como preparando el paso de la Edad Media al Renacimiento, Cristóbal Colón “¿Quién,
quién ha dicho? Cristóbal ¿qué?” mostró ser muy listo (=usaba la razón) no sólo “Ha
dicho Colón, el de las lavadoras” por dirigir su barco hacia “¡Silencio los de atrás, que
no se oye lo que dice el maestro! ¡Que os calléis ya los de atrás, hombre!” el Oeste
aunque supiera que el viaje a las Indias le iba a resultar más largo que yendo hacia el
Este, sino “Nene, que está diciendo el maestro que os calléis” también por dirigir el
barco mar adentro en vez de tierra adentro (concesiones lógico-didácticas que le han de
ser perdonadas en aras de lograr la comprensión del mayor número de alumnos).
Tras una especie de descanso de unos cinco de minutos en los que ha tenido que
dejar hablar a sus anchas al alumnado y asomarse a dos de ellos a la ventana y dejar que
una fuera al servicio instantáneamente para impedirle que contara a todos el porqué de
sus urgencias y lograr que sólo uno quede deambulando por la clase ha conseguido que
la “¿Cuántas veces tendré que decir que os calléis esta mañana?” mitad de ellos
copien mientras tanto el leve esquema en un folio (la otra mitad no tenían o papel o
bolígrafos o ya lo copiarían en sus casas o al día siguiente). Con un afán digno de
encomio, ha forzado al máximo la situación y les ha pedido a voces, aun a sabiendas del
riesgo que se corría, que le digan algunos nombres de autores “Profesor, esta me ha
quitado el folio ya cinco veces” estudiados el curso anterior, pero a duras penas ha
podido entresacar, entre el palabrerío, cuatro nombres incom “Siéntate, siéntate, por
favor, ahora cuando termine tu compañera que te deje el tipex y lo corrijes”
prensibles. Por no darse por vencido, y, sobre todo, por haber captado que siete alumnos
han entendido el esquema de la pizarra a la perfección, ha pedido también un voluntario
para que escriba junto a cada una de las seis épocas de la pizarra una obra representativa
que pueda servir de recordatorio a alguien; dado que quien ha salido no se acordaba
nada más que de El Lazarillo, le ha “¿Este año también nos tenemos que leer El
Lazarillo?” permitido que “¿No nos dijeron que los libros eran gratis este año?”,
“¡Que no, nena, que tú estás chalada!”, “¡Cuche la que habla!” colocase autores
también, por lo que al cabo de un rato quedaba el esquema así: 1.-clásicos (--), 3.-
renacentistas (El Lazarillo), 5.-neoclásicos (El complemento directo), 2.-medievales
(Poema de Mío Cid), 4.-barrocos (Cerbantes) y 6.-románticos (Galdós), ... “¿Queréis
hacer el favor ya? ¡Usted, sí, Morales, usted: aunque quede nada más que un solo
minuto de clase le voy a tener que poner ya un parte porque ya está bien de que no
haya estado sentado ni cinco minutos...!”, “¡Pues póngamelo cuando quiera! Ya
vendrá mi padre a hablar con el director. Habrá visto que yo no hablo ni chillo como
este”, “¿Ha visto, profesor? ¡Me ha dado una colleja! ¡Te vas a enterar cuando te
pille en la puerta! ...
Así, como sólo comprenderá quien quiera comprender, no se puede dar una
clase. Del mismo modo que no se puede conducir en un atasco, o dormir en una
discoteca, o barrer en una tormenta, así no se puede dar una clase: el conocimiento y la
educación son asuntos de tal índole que así no se pueden impartir; se puede hacer el
paripé, se puede cobrar un sueldo gratis, se puede coger una depresión, pero así no se
puede ni impartir conocimientos ni educar a una juventud. Una clase de una hora que
precise la mitad de ella para imponer silencios, cambiar maneras, corregir posturas,
recordar modales, vigilar ademanes, acallar voces, templar acosos, aplacar iras, evitar
insultos, repeler agravios,... podría, tal vez, ser válida en uno u otro sentido siempre y
cuando no se hubiera de estar a cada momento y por añadidura desentendiéndose de
gestos, aguantando insolencias, desoyendo cinismos, soportando descaros, sufriendo
desvergüenzas,... Aún así, todavía podría ser válida en uno u otro sentido si a ello no se
sumara que todo lo anterior conlleva forzosamente desatender contenidos básicos,
desentenderse de los alumnos aplicados, olvidarse de quienes muestran interés por el
estudio,... Aún más: tal vez podría ser válida en cierto recóndito sentido si el resultado
no consistiese, como consiste, en provocar el más absoluto desánimo y desidia en los
esforzados y la gratuita sonrisa del premio a los incordiantes.
Las condiciones de trabajo descritas son, querámoslo o no, esas o muy
semejantes: en el aula de hoy apenas se pueden enseñar cuatro rudimentos, y apenas se
logra a base de coraje que ciertos alumnos bajen el pie de la mesa. Pero, con ser grave el
problema, aún puede ser peor ya que dicha situación ha demostrado en los últimos años
regirse por dos efectos demoledores: el efecto-dominó (una hora, un día, un año
conllevan otra hora, otro día y otro año con más de lo mismo, y así sucesivamente) y el
efecto-espiral (“si hoy consigo que el profesor no me vuelva a regañar por ponerme de
lado, mañana me pondré recostado y pasado tumbado”; o, lo que es lo mismo, “si hoy
no puedo enseñar el signo +, mañana no podré enseñar a sumar y pasado no podré
enseñar a resolver ningún problema con sumas“).
El desconocimiento interesado de esta realidad de las aulas da pie a que todos
los estamentos implicados observen el problema de la educación en España desde una
óptica bastante poco atinada: el alumnado aquí aludido ve el aula como una cárcel en la
que demasiado bien se porta durante seis horas diarias; el padre que no entiende que
exista la educación paterna ve el aula como una guardería; el cargo directivo ve el aula
como otra estancia del Centro muy distinta a su despacho; la Administración ve el aula
como la tienda que hay que supermodernizar aunque no se venda nada; el político ve el
aula según el signo de quienes lo votan: o como un confesionario o como una máquina
de inventar libertades, cuando no como un pequeño hemiciclo en el que se acepta sin
más que quien no sabe sentarse en un pupitre es porque no ha sido todavía educado para
la ciudadanía.
Pero el profesorado en general, tanto el que está de baja como el que no ceja en
su labor, tanto el que está ansiando jubilarse como el que no acaba de salir de la
interinidad, tanto el que no ha desertado nunca de la tiza como el que ve en ello su único
porvenir, está hastiado ya de ver siempre lo mismo y lo único que pide es que se le
restituyan y devuelvan cuanto antes las mínimas condiciones laborales en su ambiente
de trabajo, a las que tiene derecho como cualquier trabajador español. Eso es lo único
que pide. Porque, por si alguien no lo sabe, el profesor, para desempeñar su tarea con la
perfección más absoluta, no necesita ni pupitres nuevos, ni ordenadores, ni Refuerzos,
ni Apoyos, ni siquiera libros de texto: lo único que necesita un profesor es su voz, una
tiza,... y gente que le deje hablar.
739(de 893) x 50 = 1-7000 =¡ :-) ! Abril 2008
Una cuenta como la que da título a este escrito, además de por su imposible
cuadratura matemática, no podría ser descifrada ni por el mejor alumno titulado en la ESO,
ni por el más docto de los profesores de un IES, ni por el más astuto de los desertores de la
tiza, pero ni siquiera por el pizpireto político que se diera por aludido por haber manejado
en los últimos días algunas de esas cantidades. No obstante, la clave que la sustenta es bien
sencilla, como ya habrán adivinado esa multitud de trabajadores de la enseñanza que tan
digna y trabajosamente realizan su función en cualquiera de los IES andaluces que han
votado en contra de la Orden de incentivos que les proponía el cobro de un número
redondo de euros por aprobar un poquito más de lo que ya hacen. Pero dos de esos números
de la ecuación son de mi cosecha y, aunque ya han sido publicados últimamente en
distintos medios, merecen, creo, una puntualización. Comenzaré con el primero de ellos.
En La ESO pentadecailógica y en Educación para la Zapatería procedí a enumerar,
de dos modos muy semejantes, los 50 peores síntomas del grave mal que aqueja a la
enseñanza secundaria, y los agrupaba en una especie de quíntuple decálogo (o en cinco
dobles series, o como se quiera) de problemas llevados al absurdo y expresados a la par con
simpleza y sencillez y con una altura de miras tan elevada como la cantidad de ratos que
precisó su conformación. Las 50 palabras claves que venían a resumir más si cabe esos
defectos apreciables por cualquier profesor de a pie (como yo mismo) aparecían
gráficamente ordenados en el siguiente cuadro, que era a su vez acompañado de un doble
dibujo alegórico mío (precisamente el que sirve de portada a mi novela El paripé o los
desertor@s de la tiza).
ANVERSO REVERSO
LA CLASE
1.- tarima 2.- ordenador
3.- enseres
LAS AULAS
6.- ambiente 7.- patio
8.- pasillos
4.- material 5.- internet 9.- biblioteca 10.- despilfarro
LA EDUCACIÓN
11.- urbanidad 12.-
compostura
13.- travesurismo
14.-compadreo 15.- impunidad
LAS LEYES
16.-ratio 17.- obligatoria
18.- promoción
19.- igualdad 20.- fracaso
EL ALUMNO
21.- pública 22.- niñez
23.- objetor
24.- delincuencia 25.- cortito
LOS JEFES
26.- inspector 27.- directiva
28.- orientador
29.- sindicatos 30.- ampa
EL PROFESOR
31.- animador 32.-
irresponsabilidad
33.- autoridad
34.- motivación 35.-
funcionario
LOS PROFESORES
36.- consejo escolar 37.-
claustro
38.- tutoría
39.- burocracia 40.-mochila de
la paz
LA ENSEÑANZA
41.- notas 42.- memoria
43.- esfuerzo
44.- amenidad 45.- examen
LAS ASIGNATURAS
46.-aprendizaje 47.-itinerarios
48.- departamentos
49.- áreas 50.- incultura
El número 1 que nos resta para que salga bien la cuenta viene a significar otra
vuelta de tuerca a ese resumen de los 50 items y podría enunciarse con el siguiente axioma:
“Todo profesor con autoridad en sus clases es, por definición, capaz de impartir docencia
tanto a un solo alumno como a cuarenta (que quieran aprender), tan versátil que con sólo
una tiza puede apañarse, tan afortunado que hasta cobra por realizar la labor más noble y
llevadera de la vida, y tan digno que no caerá nunca en la trampa de confundir la decencia
con el dinero”.
En conclusión, la fórmula matemática “739(de 893)x50 = 1-7000 = ¡:-)!” podría
tener la siguiente formulación lingüística: “Si a los 739 IES que han dicho no a la Orden de
incentivos (de los 893 que hay en Andalucía), se les solucionaran por quien corresponde y
de una vez por todas esas 50 trabas, ello equivaldría a que el profesorado tendría por fin la
posibilidad de volver a cumplir plenamente su única función sin necesidad de indignos
incentivos como el de los tristemente famosos 7000 euros. ¡Y todos contentos de una vez
por todas!”.
Teoría de la tiza indignada Marzo 2008
El profesor ve desconsolado cómo los veinte alumnos, obedeciendo de modo
automático la llamada de un timbre pero sin obedecer a sus llamadas de espera o de orden,
desaparecen en pocos segundos y en tropel camino del recreo. Como no tiene interés en lo
que sabe que va a ocurrir a partir de estos momentos en la sala de profesores, prefiere
atrancar la puerta por dentro y quedarse en el aula, sentado, además de que el particular
desencanto que siente hoy le ha quitado hasta las ganas del café reparador. Se queda
mirando a la puerta cerrada y, en el repentino silencio tragado por el patio, su mente
traspone obsesivamente y una vez más en busca de la causa última que haya podido
desencadenar su ya constatable e irremediable pérdida de autoridad en el aula, pérdida a la
que toma como causa primerísima del raro ambiente en que ve pudrirse actualmente la
educación y la enseñanza en España.
Como quien tiene la peregrina creencia de que adivinando la causa última de las
cosas tal vez se pueda hallar la solución primera, el profesor se descubre por enésima vez
escudriñando y volviendo a calibrar en qué momento o punto concreto de su dilatada
carrera profesional pudo haberse producido, tanto en él como en sus compañeros, el
bautismo de la indignidad, y con qué sutileza se lo habrían hecho tragar como para que le
tuviera que llegar hoy el tan terrible día que está viviendo sin poder apartar de su mente el
claustro convocado para esta tarde. Con la mirada todavía perdida en la cerrada puerta,
llega el profesor a ensimismarse pensando que, tal vez, aunque sólo fuera por un azar del
destino, todo el desbarajuste que ve ya en su trabajo y en su vida tuvo su pérfido origen
aquel aciago día, martes de Carnaval precisamente, en que –por indicación expresa del
Orientador- hubo de dejar entrar tarde en su aula a un alumno, Martínez Jiménez se
llamaba, que ni tocaba en las puertas, ni pedía permiso para entrar, ni las cerraba tras de sí,
comportamiento que nunca hasta ese día había ocurrido ante él sin llevar pareja su
correspondiente y severa corrección. A partir de ese imborrable día había podido percibir
que la entrada en sus clases se iba deteriorando imperceptiblemente y, de modo tan sutil
como imparable, se fue extendiendo la fea costumbre con tal rapidez que, dentro de ese
mismo curso, hasta una compañera, y luego todo un jefe de Estudios, osaron entrar varias
veces en su clase como Pedro por su casa. Y si no fue aquel día el determinante tuvo que
serlo cualquier otro semejante a ese, como aquel en que –como un favor concedido al
Tutor- hubo de dejar por imposible lo de los dos macutos estorbando colocados aposta
entre los pupitres, o lo de los tres abrigos tirados por el suelo, hechos que desembocaron al
poco de no ser castigados en un maremagnum de mochilas y vestimentas que dejaron el
aula intransitable, los pupitres casi inutilizables y los percheros totalmente vacíos; o tal vez
el origen pudo estar en que –harto de repetir y repetir y repetir que no y que no- hubo un
día de pasar por alto que una alumna abriera la ventana y, aprovechando su descuido, se
pusiera a chillar a los viandantes; o tal vez fue cuando hubo de no dar la importancia debida
a las primeras mesas pintarrajeadas, o a los trozos de tiza por el suelo, o a los papeles
rodeando la vacía papelera, o a los dibujitos y procacidades escritos en la pizarra, o a las
guarradas escritas en el cartel de la Consejería que pendía en el tablón de anuncios... O tal
vez el inicio de todo estuviera en aquel emblemático día en que, tras llevarse unos obreros
la tarima, hubo de consentir que su mesa fuera arrinconada y quedaran ella bajo los
macutos del pupitre colindante y él y sus espinillas a merced de la zapatilla de enfrente.
El profesor se levanta de su asiento y, en la soledad de la clase vacía, se pasea entre
los pupitres procurando no tropezar. No da crédito a sus pensamientos y se rasca los ojos
pues no quiere llegar a creer que en estos meros aspectos mobiliarios de puertas, ventanas,
pupitres, mesas, suelo, papelera o tarima esté la clave de semejante desbarajuste docente y
humano. Tal vez el origen haya que buscarlo, se dice el ofuscado profesor, en el día en que
–por consejo expreso del jefe de Estudios- hubo de dejar sin castigo al autor del escupitajo
que descubrió al lado de un pupitre vacío, o hubo de abandonar la investigación de quién
había dejado por el suelo las cáscaras de una bolsa entera de pipas, o hubo de darse por
vencido ante el de la sempiterna piruleta en la boca, hechos que propagaron a la postre el
uso de chicles y demás golosinas y hubieron de desembocar en la tardía prohibición de no
comer bocadillos durante la clase; o tal vez todo se originó cuando –según quedó bien claro
en una reunión del Equipo Educativo- hubo de hacer la vista gorda ante la ya incorregible
costumbre de malsentarse, fuese de lado, contra la pared o con un pie en alto, lo que trajo el
nuevo hábito de levantarse cada dos por tres y tuvo su colofón en la práctica habitual de
que siempre habría ya indefectiblemente un alumno de pie deambulando por la clase; o tal
vez todo se originó –por ser imposible de atajar- cuando hubo de hacer caso omiso a los
primeros cuchicheos, o hubo de desoír los primeros murmullitos, que fueron poco a poco
rompiendo el tan necesario silencio e introdujeron el bullicio y el alboroto tan rápidamente
que se llegó prontísimo a las voces y a los insultos entre ambos extremos de la clase, hasta
el punto de que, de un curso para otro, pudo ver cómo se trocaba lo de pedir la palabra con
la mano levantada o lo de respetar el turno de habla del compañero por un arrogante
ordenar silencio a gritos tres alumnos a la vez.
El profesor deja su paseo por el aula vacía y vuelve a sentarse sin dar crédito a que
sean estas cuestiones de mera cortesía o compostura o saber estar o urbanidad las causantes
del desastre en que se ha convertido su trabajo. Empecinada como está su mente en
encontrar algo de luz entre tanta tiniebla, sigue rebuscando en sus recuerdos y cae en la
cuenta de la vez aquella en que –por resultarle inconcebible el hecho mismo- no supo
reaccionar ante la primera mentira flagrante -y jurada como verdad- que oyó en su propia
aula y que le hizo pasar dos noches sin pegar un ojo; o de la otra vez en que no supo
responder al primer insulto de cierta gravedad que atronó su oído durante una tarde entera;
o del día aquel de marras en que tampoco supo cómo actuar ante el primer acoso que le
pareció captar entre los dos alumnos que acabaron peleándose en su presencia al mes
siguiente; o del momento aquel en que se vio impotente ante el primer coscorrón en serio
que presenció en su clase...; hechos todos ellos, y un sinfín más de la misma índole, que,
por no ser sancionados más que por leves partes de amonestación o por envidiadas
expulsiones de tres días, fueron convirtiendo el aula en una progresiva y auténtica
continuación de los recreos.
El profesor se levanta nuevamente en la vacía aula y se acerca a la ventana y respira
hondamente. A estos aspectos de índole moral concede ya cierto tino en su apreciación,
aunque todavía sigue su mente descifrando los miles de momentos allí vividos sin saber ya
a ciencia cierta qué puedan ser causas o qué puedan ser consecuencias: ya no recuerda bien
qué día pudo ser el primero en que captó clarividentemente que no se atendía a su
explicación, o qué día dejaron algunos alumnos de traer el material, o en qué momento se
negaron a hacer los ejercicios unos, o a salir voluntarios a la pizarra otros, o a prepararse
para los exámenes varios, o siquiera poner el nombre en ellos, o copiar al menos las
preguntas, o... simplemente hacer chuletas. Lo que sí recuerda como su propio nombre es
que –visto que sus quejas en el Departamento o en el Claustro no servían absolutamente
para nada- hubo de hacer esfuerzos titánicos y amoldarse como pudo a aguantar el
murmullo mientras explicaba, hubo de aprovechar la pizarra al máximo como sustituto de
su voz, hubo de bajar el nivel en los exámenes y hubo de subir artificialmente las notas de
las evaluaciones por mera cuestión de amor propio.
El profesor mira el reloj y se acerca a la pizarra, donde busca infructuosamente una
tiza, hace tiempo sustituida por un rotulador. En estos aspectos académicos apenas ve algún
leve atisbo de causa, pues ya todo le parece una enorme consecuencia. Y observa entonces
cómo su ensimismada mente se le sale fuera del aula y se lo lleva a la Sala de profesores, a
la Sala de visitas, a la Jefatura de Estudios, a la Dirección, a la Delegación, como si allí en
el aula no hubiera ya nada más que recordar. Y su mente se aferra entonces al día aquel en
que –por imperativo legal- hubo de firmar una acta en la sala de profesores corroborando
que un alumno con diez suspensos promocionaba automáticamente de curso; o aquel otro
en que –en una reunión de recreo con pastelitos- hubo de aceptar que se realizaran los
exámenes de Septiembre en Junio; o cuando hubo de callar en la Sala de visitas ante la
madre que le juraba y perjuraba que su hija era incapaz de hacer lo que él decía que hacía
en su clase; o el día aquel en que hubo de agachar los ojos cuando fue llamado al orden por
la directiva del Centro en el despacho de Dirección para avisarle de que no consentirían
más sus modos “autoritarios y dictatoriales” con el alumnado; o cuando hubo de atender en
la Jefatura de Estudios a la voz de un inspector que le hizo desear como nunca la
jubilación; o cuando hubo de borrarse de un sindicato que ya no reivindicaba ni una leve
mejora para los trabajadores de la enseñanza pues todo se quedaba en el alumnado o entre
desertores de la tiza; ... hechos todos, más que académicos o lectivos, de cariz claramente
institucional y político, en los que acaba el profesor por ver tan revueltas como confundidas
las causas con las consecuencias.
El timbrazo de final de recreo coloca la mente del profesor en las 12 menos cuarto.
¡Y, esta tarde, el claustro! ¡Ese aberrante claustro convocado desde antes de la Semana
Santa y que tan astutamente está siendo preparado en la sala de profesores ahora mismo
durante el recreo! ¡Ese claustro encerrona en el que le van a obligar a votar si acepta o
rechaza los 7.000 euros que le ofrecen por reducir con aprobados su particular tasa de
fracaso escolar! ¡Quién le iba a decir hace quince años a él -precisamente a él, a quien
nunca le han dejado decidir nunca nada en un IES- que su profesión lo iba a colocar ante el
tan absurdo e inconcebible dilema de tener que decir con su voto si ya confunde la
docencia con la decencia!
Teoría del voto contrariado Marzo 2008
La llegada de la democracia a España me cogió con la recién cumplida edad
reglamentaria para el ejercicio del voto por lo que, aprovechando el fin de semana
correspondiente, me desplacé desde la Universidad en que me preparaba para
convertirme un día en profesor hasta el pequeño pueblo que me vio nacer al objeto de
poder decir con una papeleta en una urna lo mismo que ya decía a voces en las calles de
mi ciudad universitaria a los grises, con los que me tropezaba manifestación tras
manifestación: “¡QUE SÍ, QUE YO QUERÍA DEMOCRACIA!”
La democracia llegó, la universidad acabó y durante muchos años el flamante
licenciado fue sistemáticamente elegido de presidente de la mesa electoral de aquel
pequeño pueblo donde, con obediencia ciega a los políticos, acudían todos los vecinos
cada convocatoria electoral a depositar su papeleta por si acaso, unos, o por si las
moscas, otros. Y fue digno de ver (y de ser visto) cómo el Estudiante del lugar cumplía
a la perfección su papel, remirando en listas y ayudando a pobres analfabetos hasta que,
al filo de las ocho de la tarde, con todo el pueblo ya votado, con un tercio curioseando, y
con una pareja en la puerta, se alzaba de su asiento y, tras dejar que votaran los dos
vocales, pronunciaba indefectiblemente las palabras cuatrienales que se le fueron
convirtiendo en letanía:
-Paisanos: no he tenido el más mínimo reparo en pasar el día entero aquí sentado
para que todo el que haya querido haya podido votar a quien meramente le haya dado la
gana. La ley dice que ahora, como presidente de la mesa, me toca votar a mí. ¡Pues
puede empezar entonces el recuento, porque yo... –y aquí siempre se producía un
respiro mayor- me abstengo!
Esa decena de abstenciones fue siempre, no obstante, perfectamente calibrada en
su jornada de reflexión correspondiente y nunca llegué a creer que mi contribución de
ese día a la democracia necesitara algo más que la que yo aportaba gustoso presidiendo
una mesa electoral; ni siquiera el comportamiento de algún que otro polítiquito inclinó
ni una sola vez mi balanza lo suficiente como para prestar mi voto a una u otra opción
política; es más: a todos por igual asigné en el transcurrir de los años su parte de buena
fe en la contribución nacional para afianzar una democracia en la que, como un rito, los
unos se iban apuntando en las papeletas, los otros las iban escogiendo a su antojo y yo
las introducía y contaba en una urna.
Pero, desde la última, no sé qué mal le habrá dado a este país que no dejo de
sentir la necesidad imperiosa de que llegue cuanto antes el próximo día 9 de marzo.
Pero no para abstenerme otra vez, sino para poder decir con una papeleta en una urna lo
mismo que como profesor de enseñanza secundaria estoy harto de gritar ante esos
nubarrones grises que se han extendido sobre los terrenos de mi profesión y sus
aledaños: “¡QUE NO, QUE YO NO QUIERO TIRANÍAS!”
Educación para la Zapatería Febrero 2008
He recibido las escalofriantes palabras del presidente del Gobierno recogidas por
los medios el 14 de Febrero (“Lo que nos conviene es que haya tensión... a partir de
este fin de semana yo voy a dramatizar “) como quien descubre la clave de un misterio
o como quien recibe el regalo de la última pieza de un puzzle o como quien encuentra la
llave del baúl de los recuerdos: como un triple mazazo de alegría, de tristeza y de
vergüenza ajena.
Tras tantos años de ir calibrando tantas y tantas cosas inexplicables en el día a
día de mi vida y de mi profesión, todas ellas tan incomprensibles y todas ellas con su
correspondiente sufrimiento interior (ese que nos produce la terrible sospecha de que
“debe ocurrir entonces y forzosamente que el equivocado sea yo y solamente yo”), me
llega el descuido de un micrófono de periodista y se me descubre en forma de secreta
confesión el secreto por fin confesado más dramático que se ha cruzado ante mi mente
indagadora y comprometida desde que empecé a barruntar que aquí en mi país pasaba
algo raro, y muy especialmente en el terreno por mí más conocido, el de la enseñanza
secundaria.
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha estado a pie de aula el último
cuarto de siglo) por qué, por ejemplo, no puede estar mi mesa de profesor un poquitín
más alta que los pupitres para así ver al menos las caras de los alumnos o para que no se
me escondan tras el monitor; por qué han de estar ocupados todos los pupitres de todas
las aulas y en todas las clases con un trasto que, en mi asignatura por ejemplo, sólo me
sirve durante cinco minutos escasos; por qué sobre los pupitres apenas queda sitio
donde apoyar el papel para escribir por no existir un ganchito apropiado para colgar
mochilas y un receptáculo pensado para libros; por qué se permite la mera entrada a las
aulas de quien viene siempre sin material; por qué, en fin, se ha dotado a cierto niño de
medio ordenador para él solito, sin programa que controle a lo que accede, para que
ponga en jaque diario al profesor responsable que, pese a dedicarle media hora en
exclusiva, no conseguirá evitar que ese niño vea dos escenas porno, envidie cinco
modelos de motos, escriba diez mensajes a sus amigos de discoteca y acapare la
completa atención de los doce que tiene detrás.
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha trotado pasillos y patios
desde varios años antes de que se inventara la ESO) por qué, por ejemplo, este ambiente
tan ruidoso, tan enervante, tan intranquilo, tan ajeno al estudio y a la enseñanza aumenta
y aumenta día a día sin parar; por qué no previó el inventor de IES que el encuentro o
roce entre dos zagales de 12 y 17 años en mitad de pasillo o en esquina de patio provoca
en un solo día más problemas psicológicos que los que pueda digerir un orientador en
tres trimestres; por qué el pasillo ha dejado de ser mero lugar de tránsito y se ha
convertido en un almacén interclases de alumnos para preservar ordenadores y en un
detonador de peleas para el recreo; por qué la biblioteca de este IES no ha sido usada
nunca más que como aula de desdoble; por qué, en fin, a tanta modernización y
abundancia de material le corresponde tal índice de fracaso escolar.
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha visto a inocentes niños
acabar convertidos, en sólo cuatro años, en auténticos sinvergüenzas) por qué, por
ejemplo, mi compañera de Lengua entra ya en mi clase sin tocar a la puerta ni pedir
permiso, como le hacen a ella sus alumnos; por qué es imposible conseguir que ese
alumno pida la palabra, o no chille, o deje de deambular por el aula; por qué no ceja ese
alumno de tirar cosas al suelo, de insultar al compañero, de pegar codazos, de acosar al
del grano, de escupir, o de decir tacos; por qué se escuda la mitad de los alumnos en que
con otros profesores hacen juegos y mayores travesuras que las que yo les reprendo y no
les dicen nada; por qué, en fin, los partes de amonestación han de amontonarse con
otros varios hasta conseguir que el incordiante diario deje que, aunque sea por un par de
días tan sólo, puedan aprender algo los restantes.
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha perdido todas las batallas en
claustros y sesiones de evaluación contra las órdenes y circulares que pregonaban los
representantes en el Consejo Escolar) por qué, por ejemplo, no se destierra ya de una
vez por todas la creencia en que la calidad de la enseñanza guarda relación con la ratio;
por qué se ha convertido en obligatoria la enseñanza pero no el estudiar, o el trabajar, o
el aprobar, o el ser puntual, o el no alborotar, o el esforzarse, o el interesarse; por qué
todo un sistema educativo consiente que equivalga un curso de esfuerzo a dos de
vagancia, o que se pase al curso siguiente sin saber nada del anterior; por qué el
conserje es el único trabajador del IES capaz de distinguir uno por uno a los 500
alumnos que ve entrar cada mañana sin apreciar mayor igualdad entre ellos que la de
que todos son tan persona como él; por qué, en fin, está produciendo resultados de
fracaso escolar tan negativos e incontestables la época más prolífica de normativas
legales educativas
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien tiene hijos en edad escolar) por
qué, por ejemplo, son tan escasos los dirigentes de la enseñanza pública que no mandan
a sus hijos a la privada; por qué a quien se le perdonan los deberes que tiene como niño
se le premia, encima, con derechos de adulto; por qué se ha convertido al objetor, desde
que da su primera patada a la puerta del aula hasta que se despide del IES sin el título,
en el más mimado de todo el proceso de la enseñanza; por qué se ha dejado entrar la ley
de la calle precisamente en el único lugar creado por el hombre para defenderse de ella;
por qué, en fin, ese empeño en que siga calentando pupitre año tras año ese pobre
angelito que nunca alcanza el 1 en el más fácil de los exámenes.
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha sido suspendido
provisionalmente de funciones) por qué, por ejemplo, los dirigentes de la enseñanza,
pedagogos incluidos, nunca entran en las aulas o en las salas de profesores; por qué los
directivos tienen cada vez menos horas de clase lectiva; por qué han sido insertadas en
los IES las sucursales de los despachos de psicólogos; por qué pululan tantos sindicatos
en una profesión que nunca antes necesitó una huelga tan inminente como ahora; por
qué, en fin, reprochan ciertos padres al profesor que este trate a sus hijos como ellos no
son capaces
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha necesitado una apertura de
expediente por no comulgar con tan enorme rueda de molino) por qué, por ejemplo, ese
empecinamiento en que el profesor transmita su enseñanza como por arte de magia y
sea recibida como si fuera un juego; por qué se dejan silenciadas tantas y tantas cosas
como ocurren en pasillos y en aulas simple y llanamente por miedo a denunciarlas; por
qué el mando de la clase le ha sido robado al único experimentado capaz de llevarla a
buen puerto; por qué se insiste tanto en que el motivado de cada clase ha de ser el
profesor, pero no que el alumno ha de ser el esforzado; por qué, en fin, la totalidad del
funcionariado que no es profesorado tiene la completa seguridad de que nunca en el
desempeño de su función va a tener que oír impunemente que le van a partir la boca o
que le van a rajar el coño.
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha sufrido claustros encerrona
o recreos arenga convocados o no convocados por directiva o Inspección) por qué razón
democrática, por ejemplo, había que juntar en partes no proporcionales a directivos,
profesores, conserjes, alumnos, padres y Ayuntamiento para corear la presidencia del
Consejo Escolar; por qué un claustro no sirve absolutamente para nada en un IES; por
qué necesitará un profesor tanta reunión y tanto papeleo para sustituir a un padre; por
qué no se rebela el profesor contra tanta burocracia estéril ya que sabe de su absoluta
ineficacia por experiencia; por qué, en fin, pululan los inventos “educativos” (tipo
mochila de la paz, escuela espacio de paz, aula de convivencia, observatorio de la
convivencia, mediador de conflictos,...) como si se estuviera creando un nuevo Cuerpo
nacional de sustitutos de profesores ineficaces.
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien lleva cinco meses sin
permitírsele poner una nota) por qué, por ejemplo, se baja y se baja año a año el nivel de
los exámenes y se suben y se suben las notas décima a décima trimestre a trimestre y
evaluación tras evaluación; por qué se sigue defendiendo que puede llegar a aprender
algo quien no fuerza su memoria ni para recordar siquiera sea la página por la que se iba
ayer; por qué resulta hoy día tan dificultoso lograr la comprensión de conocimientos
cada vez más nimios; por qué han de ir forzosamente unidas la amenidad y la holganza
con el estudio y el aprendizaje; por qué, en fin, hay ya tantos alumnos que ni copian las
preguntas de los exámenes a sabiendas de que aún así pasarán de curso.
Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien se topa por la calle a
exalumnos cavando zanjas) por qué, por ejemplo, hay que encerrar cuatro años a un
niño en una aula para alejarlo del taller de su misma calle; por qué han de seguir el
mismo currículo el niño que se detiene extasiado ante la fuerza de la diminuta hormiga
y el que la aplasta porque no sabe ni dónde pisa; por qué todos los departamentos de los
IES son ya una mera prolongación del de Actividades culturales; por qué el profesor de
Literatura y el de Sociales no se juntan ni para tomar café; por qué, en fin, se han
eliminado de la enseñanza asignaturas básicas para la cultura (tipo Latín) y se han
añadido (tipo Educación para la ciudadanía) otras de marcado carácter ideológico
Ahora lo sé todo.
Por fin sé (pero como lo sabe únicamente quien descubre una verdad como un
templo y por ello puede contarlo con alegría, y con tristeza, y con vergüenza ajena) que
la tensión diaria que se vive en las aulas y el drama humano en que se puden alumnos y
profesores no podía ser debido a una inaprensible o ignota maravilla educativa
finisecular, ni a un avance progresista incomprensible para retrógrados, ni a un futurible
beneficio educativo igualador, ni a una prioridad democrática ineludible, ni siquiera a
una mera equivocación de pedagogos de despacho. No, no era debido a nada de eso.
¡No podía serlo!
La ESO pentadecailógica Febrero 2008
Este quíntuple decálogo, que muestra la ilógica en que se mueve la ESO a modo
de interrogantes que se plantea un profesor, presenta el orden alfabético para su lectura,
pero en la tabla final que acompaña al texto se muestran de forma menos ilógica los 50
peores males de la enseñanza secundaria actual.
6.- ambiente: ¿Por qué este ambiente tan ruidoso, tan enervante, tan intranquilo, tan
ajeno al estudio y a la enseñanza aumenta y aumenta día a día sin parar? ¿Acaso es
posible barrer en una tormenta, o dormir en una discoteca, o conducir en un atasco?
44.- amenidad: ¿Por qué han de ir forzosamente unidas la amenidad y la holganza con
el estudio y el aprendizaje? ¿Acaso el estudio de las rocas ha de realizarse sobre estatuas
de payaso?
30.- ampa: ¿Por qué reprochan ciertos padres al profesor que este trate a sus hijos como
ellos no son capaces? ¿Acaso los profesores son los abuelos de los huérfanos de padre y
madre?
31.- animador: ¿Por qué ese empecinamiento en que el profesor transmita su enseñanza
como por arte de magia y sea recibida como si fuera un juego? ¿Acaso da igual que la
Revolución francesa se produjera en un año cualquiera de cuatro cifras cualesquiera?
46.-aprendizaje: ¿Por qué hay que encerrar cuatro años a un niño en una aula para
alejarlo del taller de su misma calle? ¿Acaso un portero de fútbol necesita saber quién
era el can Cerbero para que no le cuelen un penalti?
49.- áreas: ¿Por qué el profesor de Literatura y el de Sociales no se juntan ni para
tomar café? ¿Acaso no entra dentro de sus competencias profesionales que tras el recreo
varios alumnos estén convencidos de que Calderón de la Barca era el padre de Aníbal?
33.- autoridad: ¿Por qué el mando de la clase le ha sido robado al único experimentado
capaz de llevarla a buen puerto? ¿Acaso el armador y el polizonte han escondido algún
alijo en el barco y lo dirigen a otro puerto?
9.- biblioteca: ¿Por qué la biblioteca de este IES no ha sido usada nunca más que como
aula de desdoble? ¿Acaso algún padre dota de literas a los hijos cuando los casa?
39.- burocracia: ¿Por qué no se rebela el profesor contra tanta burocracia estéril ya que
sabe de su absoluta ineficacia por experiencia? ¿Acaso espera que entre tanto papel
inservible puedan haberle remitido escondido el que certifique su inmediata jubilación?
37.- claustro: ¿Por qué un claustro no sirve absolutamente para nada en un IES?
¿Acaso es porque sólo lo integran profesores?
14.- compadreo: ¿Por qué se escuda la mitad de los alumnos en que con otros
profesores hacen juegos y mayores travesuras que las que yo les reprendo y no les dicen
nada? ¿Acaso hay algún trabajo que tenga dos patronos distintos?
12.- compostura: ¿Por qué es imposible conseguir que ese alumno pida la palabra, o no
chille, o deje de deambular por el aula? ¿Acaso a la hora de comer en su casa se sirve él
mismo, grita con la boca llena o come de pie en la silla?
36.- consejo escolar: ¿Por qué razón democrática había que juntar en partes no
proporcionales a directivos, profesores, conserjes, alumnos, padres y Ayuntamiento para
corear la presidencia del Consejo Escolar? ¿Acaso el gremio de taxistas toma sus
decisiones en un órgano decisorio que contenga igual o mayor número de peatones?
25.- cortito: ¿Por qué ese empeño en que siga calentando pupitre año tras año este
pobre angelito que nunca alcanza el 1 en el más fácil de los exámenes? ¿Acaso ocurre
hoy día que la letra con tiempo entra?
24.- delincuencia: ¿Por qué se ha dejado entrar la ley de la calle precisamente en el
único lugar creado por el hombre para defenderse de ella? ¿Acaso carceleros y reos han
intercambiado alguna vez el turno de noche?
48.- departamentos: ¿Por qué todos los departamentos de los IES son ya una mera
prolongación del de Actividades culturales? ¿Acaso una cojera se cura viendo
documentales médicos y asistiendo de espectador a las Olimpiadas?
10.- despilfarro: ¿Por qué a tanta modernización y abundancia de material le
corresponde tal índice de fracaso escolar? ¿Acaso un compás de última generación hace
las circunferencias más redondas que el primero que se inventó?
27.- directiva: ¿Por qué los directivos tienen cada vez menos horas de clase lectiva?
¿Acaso la disciplina se imparte en clases particulares en los despachos?
3.- enseres: ¿Por qué sobre los pupitres apenas queda sitio donde apoyar el papel para
escribir por no existir un ganchito apropiado para colgar mochilas y un receptáculo
pensado para libros? ¿Acaso la comida se amontona sobre el mantel de tal modo que no
quede sitio para el plato?
45.- examen: ¿Por qué hay ya tantos alumnos que ni copian las preguntas de los
exámenes a sabiendas de que aún así pasarán de curso? ¿Acaso los exámenes actuales,
más que conocimientos, lo que pretenden medir es el nivel de estupidez humana?
20.- fracaso: ¿Por qué está produciendo resultados de fracaso escolar tan negativos e
incontestables la época más prolífica de normativas legales educativas? ¿Acaso la de
maestro es la única profesión que da mejores resultados fuera de la ley?
35.- funcionario: ¿Por qué la totalidad del funcionariado que no es profesorado tiene la
completa seguridad de que nunca en el desempeño de su función va a tener que oír
impunemente que le van a partir la boca o que le van a rajar el coño? ¿Acaso el
profesorado es el único cuerpo de funcionarios al que se puede torturar en cada uno de
sus miembros?
19.- igualdad: ¿Por qué el conserje es el único trabajador del IES capaz de distinguir
uno por uno a los 500 alumnos que ve entrar cada mañana sin apreciar mayor igualdad
entre ellos que la de que todos son tan persona como él? ¿Acaso los restantes
trabajadores del IES no encuentran diferencia alguna en la significación de “notable”,
“suficiente”, “muy deficiente”, “matrícula de honor”, “bien”, “sobresaliente” e
“insuficiente”?
15.- impunidad: ¿Por qué los partes de amonestación han de amontonarse con otros
varios hasta conseguir que el incordiante diario deje que, aunque sea por un par de días
tan sólo, puedan aprender algo los restantes? ¿Acaso un asesinato no es tal hasta la
décima puñalada?
43.- esfuerzo: ¿Por qué resulta hoy día tan dificultoso lograr la comprensión de
conocimientos cada vez más nimios? ¿Acaso no acaba contrayéndose el pie adolescente
que sigue usando la botita de bebé?
26.- inspector: ¿Por qué los dirigentes de la enseñanza, pedagogos incluidos, nunca
entran en las aulas o en las salas de profesores? ¿Acaso para dirigir la educación es
forzoso haber desertado de la tiza?
5.- internet: ¿Por qué se ha dotado a este niño de medio ordenador para él solito, sin
programa que controle a lo que accede, para que ponga en jaque diario al profesor
responsable que, pese a dedicarle media hora en exclusiva, no conseguirá evitar que ese
niño vea dos escenas porno, envidie cinco modelos de motos, escriba diez mensajes a
sus amigos de discoteca y acapare la completa atención de los doce que tiene detrás?
¿Acaso el padre que compra un muñeco al hijo no se fija antes en que no sea hinchable?
32.- irresponsabilidad: ¿Por qué se dejan silenciadas tantas y tantas cosas como
ocurren en pasillos y en aulas simple y llanamente por miedo a denunciarlas? ¿Acaso no
acaba a la postre encharcado el propio suelo de quien no arregla la gotera?
47.-itinerarios: ¿Por qué han de seguir el mismo currículo el niño que se detiene
extasiado ante la fuerza de la diminuta hormiga y el que la aplasta porque no sabe ni
dónde pisa? ¿Acaso un fontanero necesita imperiosamente dominar la ciencia
Hidráulica?
50.- incultura: ¿Por qué se han eliminado de la enseñanza asignaturas básicas para la
cultura (tipo Latín) y se han añadido (tipo Educación para la ciudadanía) otras de
marcado carácter ideológico? ¿Acaso el dominio político se basa en la incultura de las
gentes?
4.- material: ¿Por qué se permite la mera entrada a las aulas de quien viene siempre sin
material? ¿Acaso a los IES se entra ya como a las iglesias o a los hospitales o a la
oficina del paro?
42.- memoria: ¿Por qué se sigue defendiendo que puede llegar a aprender algo quien no
fuerza su memoria ni para recordar siquiera sea la página por la que se iba ayer? ¿Acaso
presenta el abecedario otro misterioso orden escondido?
40.-mochila de la paz: ¿Por qué pululan los inventos “educativos” (tipo mochila de la
paz, escuela espacio de paz, aula de convivencia, observatorio de la convivencia,
mediador de conflictos,...) como si se estuviera creando un nuevo Cuerpo nacional de
sustitutos de profesores ineficaces? ¿Acaso un domador de fieras ha necesitado alguna
vez a alguien del público para cumplir su tarea?
34.- motivación: ¿Por qué se insiste tanto en que el motivado de cada clase ha de ser el
profesor, pero no que el alumno ha de ser el esforzado? ¿Acaso el aprendizaje de la
tabla de multiplicar del 7 ha de ser dejado para el día del cumpleaños del profesor?
22.- niñez: ¿Por qué a quien se le perdonan los deberes que tiene como niño se le
premia, encima, con derechos de adulto? ¿Acaso un solo niño español ha muerto alguna
vez de viejo?
41.- notas: ¿Por qué se baja y se baja año a año el nivel de los exámenes y se suben y se
suben las notas décima a décima trimestre a trimestre y evaluación tras evaluación?
¿Acaso está ya próximo el día en que el examen con un 10 de nota consista en el mero
enunciado de las preguntas?
23.- objetor: ¿Por qué se ha convertido al objetor, desde que da su primera patada a la
puerta del aula hasta que se despide del IES sin el título, en el más mimado de todo el
proceso de la enseñanza? ¿Acaso algún lobo encerrado en redil acabó convirtiéndose en
oveja?
17.- obligatoria: ¿Por qué se ha convertido en obligatoria la enseñanza pero no el
estudiar, o el trabajar, o el aprobar, o el ser puntual, o el no alborotar, o el esforzarse, o
el interesarse,...? ¿Acaso es obligatorio el sueño pero no el dormir, la sed pero no
procurarse el agua?
2.- ordenador: ¿Por qué han de estar ocupados todos los pupitres de todas las aulas y
en todas las clases con un trasto que, en mi asignatura por ejemplo, sólo me sirve
durante cinco minutos escasos? ¿Acaso una limpiadora tiene en cada habitación una
fregona?
28.- orientador: ¿Por qué han sido insertadas en los IES las sucursales de los despachos
de psicólogos? ¿Acaso el vértigo, la malasangre, o la estupidez, tienen cita de consulta
en un acantilado, o en un recreo, o en una aula?
8.- pasillos: ¿Por qué el pasillo ha dejado de ser mero lugar de tránsito y se ha
convertido en un almacén interclases de alumnos para preservar ordenadores y en un
detonador de peleas para el recreo? ¿Acaso la enfermera corta el suero al paciente cada
vez que se sale de la habitación?
7.- patio: ¿Por qué no previó el inventor de IES que el encuentro o roce entre dos
zagales de 12 y 17 años en mitad de pasillo o en esquina de patio provoca en un solo día
más problemas psicológicos que los que pueda digerir un orientador en tres trimestres?
¿Acaso hay algún veterinario que meta en la misma perrera un caniche y un doberman?
18.- promoción: ¿Por qué todo un sistema educativo consiente que equivalga un curso
de esfuerzo a dos de vagancia, o que se pase al curso siguiente sin saber nada del
anterior? ¿Acaso algún humano puede subir un peldaño sin haber pisado el anterior y
sin caerse?
21.- pública: ¿Por qué son tan escasos los dirigentes de la enseñanza pública que no
mandan a sus hijos a la privada? ¿Acaso algún dueño de restaurante suele almorzar en la
casa de comidas de al lado?
16.- ratio: ¿Por qué no se destierra ya de una vez por todas la creencia en que la calidad
de la enseñanza guarda relación con la ratio? ¿Acaso no se convierte el más largo túnel
en inservible y hasta mortal con un solo vehículo atravesado?
29.- sindicatos: ¿Por qué pululan tantos sindicatos en una profesión que nunca antes
necesitó una huelga tan inminente como ahora? ¿Acaso sus liberados se han afiliado a
otro?
1.-tarima: ¿Por qué no puede estar mi mesa de profesor un poquitín más alta que los
pupitres para así ver al menos las caras de los alumnos o para que no se me escondan
tras el monitor? ¿Acaso la clase ha de ser una forzosa prolongación del recreo para
seguir jugando con el profe al escondite?
13.- travesurismo: ¿Por qué no ceja ese alumno de tirar cosas al suelo, de insultar al
compañero, de pegar codazos, de acosar al del grano, de escupir, o de decir tacos?
¿Acaso se le consiente repetir eso en la calle ante un policía o en su casa ante sus
padres?
38.- tutoría: ¿Por qué necesitará un profesor tanta reunión y tanto papeleo para sustituir
a un padre? ¿Acaso acabarán los IES instalando dormitorios adosados a las aulas?
11.- urbanidad: ¿Por qué mi compañera de Lengua entra ya en mi clase sin tocar a la
puerta ni pedir permiso, como le hacen a ella sus alumnos? ¿Acaso quien no enseña ya
nada a un alumno acaba aprendiéndolo todo de él?
La ESO pentadecailógica
ANVERSO REVERSO
LA CLASE
1.- tarima 2.- ordenador
3.- enseres
4.- material 5.- internet
LAS AULAS
6.- ambiente 7.- patio
8.- pasillos
9.- biblioteca 10.- despilfarro
LA EDUCACIÓN
11.- urbanidad 12.-
compostura
13.- travesurismo
14.-compadreo 15.- impunidad
LAS LEYES
16.-ratio 17.- obligatoria
18.- promoción
19.- igualdad 20.- fracaso
EL ALUMNO
21.- pública 22.- niñez
23.- objetor
24.- delincuencia 25.- cortito
LOS JEFES
26.- inspector 27.- directiva
28.- orientador
29.- sindicatos 30.- ampa
EL PROFESOR
31.- animador 32.-
irresponsabilidad
33.- autoridad
34.- motivación 35.-
funcionario
LOS PROFESORES
36.- consejo escolar 37.-
claustro
38.- tutoría
39.- burocracia 40.-mochila de
la paz
LA ENSEÑANZA
41.- notas 42.- memoria
43.- esfuerzo
44.- amenidad 45.- examen
LAS ASIGNATURAS
46.-aprendizaje 47.-itinerarios
48.- departamentos
49.- áreas 50.- incultura
Educación para la ciudadaqué? Enero 2008
El profesor ve, cuando apenas ha transcurrido un mes del primer trimestre del curso
2007-2008, cómo los veinte alumnos, obedeciendo de modo automático la llamada de un
timbre pero sin obedecer a sus llamadas de espera, desaparecen en pocos segundos camino
del recreo. Como tendrá con ellos Educación para la Ciudadanía a continuación, prefiere
atrancar la puerta y quedarse allí en el aula, sentado, además de que el desencanto que
siente hoy le ha quitado hasta las ganas de desayunar. Se queda mirando a la puerta cerrada
y, en el repentino silencio, su mente traspone obsesivamente y una vez más en busca de la
causa última que ha podido desencadenar su ya constatable e irremediable pérdida de
autoridad en el aula, pérdida a la que toma como causa primerísima del raro ambiente en
que ve pudrirse actualmente la educación y la enseñanza en España y, con ellas, la
generación correspondiente y, tras ella, sus venideras.
Como quien tiene la absoluta convicción de que adivinando la causa última de las
cosas tal vez se pueda hallar la solución primera, se descubre por enésima vez en lo poco
que va de curso calibrando y escudriñando si tal vez, aunque sólo fuera por un azar del
destino, todo el desbarajuste que ve en su trabajo tuvo su pérfido origen aquel aciago día,
martes de Carnaval precisamente, en que hubo de dejar entrar tarde en su aula a un alumno,
Martínez Jiménez se llamaba, que ni tocó en la puerta, ni pidió permiso, ni la cerró tras sí,
comportamiento que nunca hasta ese día había ocurrido ante él sin llevar pareja su
correspondiente y severa corrección. Si a todas horas le venía a su obsesiva mente ese
imborrable día era precisamente porque a partir de aquel martes creyó empezar a percibir
que la entrada en sus clases se iba deteriorando imperceptiblemente y, de modo muy sutil,
se iba extendiendo la fea costumbre con tal rapidez que, dentro de ese mismo curso, hasta
una profesora, y luego todo un jefe de Estudios, osaron entrar varias veces en su aula como
Pedro por su casa.
Aquel momento fue, es y será siempre para él enormemente significativo, pero el
profesor ha visto ya tantas cosas dentro de las aulas que la duda lo corroe y llega incluso a
pensar que, si acaso no fue entonces cuando todo se originó, tuvo que ser cualquier día
semejante a ese, como aquel en que hubo de dejar por imposible lo de los dos macutos
estorbando colocados aposta entre los pupitres, o lo de los tres abrigos tirados por el suelo,
hechos que desembocaron al poco en un maremagnum de bolsos y vestimentas que dejaron
el aula intransitable, los pupitres casi inutilizables y los percheros inservibles; o tal vez el
origen pudo estar en que hubo un día de pasar por alto que una alumna abriera la ventana
aprovechando su descuido y se pusiera a chillar a los viandantes; o tal vez fue cuando hubo
de no dar la importancia debida a las primeras mesas pintarrajeadas, o a los trozos de tiza
por el suelo, o a los papeles rodeando la vacía papelera, o a los dibujitos y procacidades
escritos en la pizarra, o a las guarradas escritas en el cartel de la Consejería que pendía en
el tablón de anuncios... O tal vez el inicio de todo fuera aquel emblemático día en que, tras
llevarse unos obreros la tarima, hubo de consentir que su mesa fuera arrinconada y
quedaran ella bajo los macutos del pupitre colindante y él y sus espinillas a merced de la
zapatilla de enfrente.
Pero el profesor no quiere dar todavía crédito a sus pensamientos y se rasca los ojos
y no quiere llegar a creer que en estos meros aspectos mobiliarios de puertas, ventanas,
pupitres, mesas, suelo, papelera o tarima esté la clave de semejante desbarajuste nacional.
Tal vez el origen haya que buscarlo entonces, se dice el ofuscado profesor, en el día en que
hubo de dejar sin castigo al autor del escupitajo que descubrió al lado de un pupitre vacío, o
hubo de abandonar la investigación de quién había dejado por el suelo las cáscaras de una
bolsa entera de pipas, o hubo de darse por vencido ante el de la sempiterna piruleta en la
boca, hechos que propagaron a la postre el uso de chicles y demás golosinas y hubieron de
desembocar en la tardía prohibición de no comer bocadillos durante la clase; o tal vez todo
se originó cuando hubo de hacer la vista gorda ante la incorregible costumbre de
malsentarse, fuese de lado, contra la pared o con un pie en alto, lo que trajo el nuevo hábito
de levantarse cada dos por tres y tuvo su colofón en la práctica habitual de que siempre
habría ya indefectiblemente un alumno de pie deambulando por la clase; o tal vez todo se
originó cuando hubo de hacer caso omiso a los primeros cuchicheos, o hubo de desoír los
primeros murmullitos, que fueron poco a poco rompiendo el tan necesario silencio e
introdujeron el bullicio y el alboroto tan rápidamente que se llegó prontísimo a las voces y
a los insultos entre ambos extremos de la clase, hasta el punto de que, en menos de un
trimestre, pudo ver cómo se trocaba lo de pedir la palabra con la mano levantada o respetar
el turno de habla del compañero por un arrogante ordenar silencio a gritos varios alumnos a
la vez.
Pero tampoco llega el profesor al convencimiento absoluto de que sean estas
cuestiones de mera cortesía o compostura o saber estar o urbanidad las causantes del
desastre. Empecinada como está su mente en desentrañar la esencia ultima del problema
para hallarle su solución primera, sigue rebuscando en sus recuerdos y cae en la cuenta de
la vez aquella en que no supo reaccionar ante la primera mentira flagrante -y jurada como
verdad- que oyó en su propia aula y que le hizo pasar dos noches sin pegar un ojo; o de la
otra vez en que no supo responder al primer insulto de cierta gravedad que atronó su oído
durante una tarde entera; o del día aquel de marras en que no supo cómo actuar ante el
primer acoso que le pareció captar entre los dos alumnos que acabaron peleándose en su
presencia al mes siguiente; o del momento aquel en que no supo qué hacer ante el primer
coscorrón en serio que presenció en su clase...; hechos todos ellos, y un sinfín más de la
misma índole, que, por su frecuencia y abundancia, fueron convirtiendo el aula en una
progresiva y auténtica continuación de los recreos.
A estos aspectos de índole moral concede ya el profesor cierto tino en su
apreciación, aunque todavía sigue su mente descifrando los miles de momentos allí vividos
sin saber ya a ciencia cierta qué puedan ser causas o qué puedan ser consecuencias: ya no
recuerda bien qué día pudo ser el primero en que captó clarividentemente que no se atendía
a su explicación, o qué día dejaron algunos alumnos de traer el material, o en qué momento
se negaron a hacer los ejercicios unos, o a salir voluntarios a la pizarra otros, o a prepararse
para los exámenes varios, o siquiera poner el nombre en ellos, o copiar al menos las
preguntas, o... simplemente hacer chuletas. Lo que sí recuerda como su propio nombre es
que hubo de hacer esfuerzos titánicos y amoldarse a aguantar el murmullo mientras
explicaba, hubo de aprovechar la pizarra al máximo como sustituto de su voz, hubo de
bajar el nivel en los exámenes y hubo de subir artificialmente las notas de las evaluaciones
por mera cuestión de amor propio.
En estos aspectos académicos apenas ve ya el profesor algún leve atisbo de causa,
pues todo le parece ya una enorme consecuencia. Y observa en su delirio cómo su
ensimismada mente se le sale fuera del aula y se lo lleva a la sala de profesores, a la sala de
visitas, a la jefatura de Estudios, a la dirección, a la Delegación, como si allí en el aula no
hubiera ya nada más que recordar. Y su mente se aferra entonces al día aquel en que hubo
de firmar un acta corroborando que un alumno con doce suspensos promocionaba
automáticamente de curso; o aquel otro en que hubo de aceptar que se realizaran los
exámenes de Septiembre en Junio; o cuando hubo de callar ante la madre que le juraba y
perjuraba que su hijo era incapaz de hacer lo que él decía que hacía en su clase; o el día
aquel en que hubo de agachar los ojos cuando fue llamado al orden por la directiva del
Centro para que no fuera “autoritario y dictatorial” con el alumnado; o cuando hubo de
atender a la voz de un inspector que le hizo desear como nunca la jubilación; o cuando
hubo de borrarse de un sindicato que ya no reivindicaba ni una leve mejora en sus
condiciones de trabajo; hechos todos, más que académicos, de cariz claramente
institucional y político, en los que vuelve el profesor a ver tan revueltas como confundidas
las causas y las consecuencias.
El timbrazo del final del recreo hace que el profesor dé un brinco en el asiento. En
unos minutos volverá a entrar, sin tocar y sin pedir permiso, el tropel de alumnos
enarbolando la nueva moda trimestral de las gorras de visera. Entrarán, según dice la
programación, para que él los eduque, en la sesión semanal de Educación para la
Ciudadanía, en los valores de la paz, la tolerancia, la igualdad, la cooperación, el
pluralismo, la solidaridad,... Y todo ello habrá de hacerlo como mandan las directrices y
folletos multicolores que al inicio de curso le repartieron el orientador del Centro y la
directiva; y esa será la nueva y última forma ingeniada por los políticos para inculcar un
mínimo de educación a sus alumnos, pues se da por supuesto que a estas alturas de milenio
el ser humano adolescente ha superado ya, por este mismísimo orden, la impuntualidad, la
insubordinación, la dejadez, la despreocupación, la negligencia, el descuido, el desorden, la
indisciplina, el desaseo, la desvergüenza, la extravagancia, la inurbanidad, la suciedad, la
irrespetuosidad, la desconsideración, la grosería, la vileza, la indecencia, la descortesía, la
impasibilidad, la chulería, la desobediencia, el egoísmo, la terquedad, la irreflexión, la
importunidad, el bullicio, la molestia, el descaro, la arrogancia, el atrevimiento, la
insolencia, el insulto, el arrebato, la furia, la infamia, la violencia, la agresividad, el
avasallamiento, la provocación, la brutalidad, la crueldad, la falsedad, la mentira, el
desinterés, la incultura, la ignorancia, la trivialidad, la flojedad, la pereza, la apatía, la
abulia, la desidia, la irresponsabilidad, la inercia, la indiferencia, la maquinación, el enredo,
la malicia,... precisamente todo lo que él tenía tan bien controlado y tan lejos de su aula
antes de aquel inolvidable martes de Carnaval.
Teoría de la adaptación al medio escolar: la
educación para las ciudadanías. Noviembre 2007
Quien puede lucir canas habiendo visto pasar ante sus atentos ojos a miles y
miles de alumnos de toda procedencia, edad y condición, no tiene por menos que
esbozar una sonrisa de pena cuando atiende hoy día a la polémica que viene suscitando
el intento del poder político por implantar a golpe de decreto que en el ambiente de una
aula cualquiera se consiga inculcar al alumnado un mínimo de educación para esa vida
que todos hemos de vivir como ciudadanos, tal vez denominable educación para las
ciudadanías, o, como es moda hoy, Educación para la Ciudadanía. Da igual.
También da igual que se enfoque la cosa como una evaluable asignatura más, o
como una alternativa a otras enseñanzas éticoreligiosas, o como unas normas mínimas
de urbanidad y de comportamiento, o como una formación del espíritu en cualquier
sentido: el caso es que se percibe hasta por los antiobjetores que esto no marcha, que la
educación española brilla por su fracaso, que la juventud apenas brilla en nada, que los
comportamientos humanoides van en retroceso, que el ser humano se tecnifica al
compás del embrutecimiento, que no se avanza humanamente,… en definitiva: que a los
nietos de hoy no envidia ya nada el nieto de ayer. Y ahora llegan los responsables
políticos, atisban, miran, y ven cómo está el panorama, y, como intuyen fuente de votos
en el intento por solucionarlo todo, se lanzan a la palestra apuntando inventos que, en
puridad, no sólo no inventan nada sino que además estorban sobremanera a lo ya
inventado. Si se me perdona la simpleza de la comparación, sería parangonable el caso
que planteamos al invento de un obligatorio taparrabos de hojas de parra para atajar la
proliferación de embarazos estivales en una playa nudista.
El caso comparado no es otro que pretender por ley que en una aula cualquiera
se ciudadanee al alumnado de modo tal que salga de allí comportándose como
ciudadano, visto que ni antes ni después de la clase ni, ay, durante la misma, su
comportamiento es propio de lo que sería deseable en un españolito de a pie. Habrá,
pues que, antes de meter otro invento en el aula, razonarse si ya estaba inventado, no
vaya a ocurrir que las hojas de parra sigan su tendencia otoñal y queden la playa hecha
una hojarasca y los adanes revueltos con las evas enceladas.
Si lo que se pretende con ese invento es que la generalidad de la joven
ciudadanía acabe su enseñanza obligatoria habiendo al menos oído la conveniencia de
convertirse en ciudadanos solidarios, participativos, tolerantes, ecológicos,
responsables, tal vez sumisos, es probable que a la mitad les entre eso por la oreja si el
profesor consigue que se le oiga y también es probable que una décima parte lo lleven a
cabo mañana -hoy es pronto- y entonces ya tendremos al educado ciudadano
convencido de que el casco de una moto es un salvavidas, o de que el reciclaje del
plástico nos beneficiará en el futuro, o de que los semáforos están para respetarlos, o de
que todos tenemos los mismos derechos; aunque es difícil que haga (o quiera hacer)
algo más concreto que eso quien no haya sido habituado antes a ponerse el casco al
subirse a la moto, o a tirar las botellas en el contenedor apropiado, o a no saltarse el
semáforo en rojo, o a no pinchar con el compás al compañero de pupitre.
La realización de los dos tipos de actos anteriores (de muy distinta magnitud por
ser los primeros abstractos y los segundos concretos) es, hoy día, imposible de toda
imposibilidad porque el único medio utilizable de que se dispone en la actualidad para
inculcar esos valores es la escuela (no, no: mejor, el aula) ya que ni en la familia ni en la
calle (ni en la escuela) se pueden adquirir debido a que la familia y la calle han delegado
esa función en el precioso recinto del aula. Pero ni siquiera ese medio (el único, repito)
es viable hoy día porque una aula-tipo ni es ya lo que dice el diccionario ni es ya la
sombra de lo que se pensaría que debería ser; y a los profesores me remito; y a los
alumnos; no a los directivos, evidentemente.
¿Qué ha ocurrido, entonces, como para que ese medio escolar no sirva ya para
que sirva para lo que no ha servido? Ha ocurrido simplemente que el verano se ha hecho
invierno y en la playa nudista es imposible ver a nadie en pelotas: los pocos que
transitan por allí van tapados hasta los ojos; todos los taparrabos sobran; el astuto
político ha llegado tarde.
Lo que ha ocurrido en la playa, y en las aulas, para que se sepa, es que la gente
que por allí transita, o que se sienta en un pupitre, se ha adaptado al medio y los
nudistas afrontan el invierno como el alumno afronta el instituto. Y ese medio ha
cambiado en estos últimos años como de la noche al día o como del verano al invierno:
si hubo un tiempo en que en cualquier aula, desde que se entraba por la puerta hasta que
se salía al recreo, se aprendía, además de unas evaluables asignaturas, a evitar la
impuntualidad, la insubordinación, la dejadez, la despreocupación, la negligencia, el
descuido, el desorden, la indisciplina, el desaseo, la desvergüenza, la extravagancia, la
inurbanidad, la suciedad, la irrespetuosidad, la desconsideración, la grosería, la vileza,
la indecencia, la descortesía, la impasibilidad, la chulería, la desobediencia, el egoísmo,
la terquedad, la irreflexión, la importunidad, el bullicio, la molestia, el descaro, la
arrogancia, el atrevimiento, la insolencia, el insulto, el arrebato, la furia, la infamia, la
violencia, la agresividad, el avasallamiento, la provocación, la brutalidad, la crueldad, la
falsedad, la mentira, el desinterés, la ignorancia, la trivialidad, la flojedad, la pereza, la
apatía, la abulia, la desidia, la irresponsabilidad, la inercia, la indiferencia, la
maquinación, el enredo, la malicia,... y a convertirse consecuentemente en ciudadanos
solidarios, participativos, tolerantes, ecológicos, responsables, sumisos tal vez, hoy día
ese medio se ha trastocado de tal modo que ha degenerado en el terreno abonado donde
crecen todas esas incivilidades. Y a quienes lo viven día a día me remito. Intentar, por
tanto, aprovechar ese medio actual para la educación de la joven ciudadanía, da igual ya
en la magnitud que sea (abstracta o concreta), es no tener ni idea de si hoy mismo pega
abrigo o manga corta.
La única solución está, pues, en provocar la llegada de un nuevo y ya urgente
verano en el que los ciudadanos, en seco o al desnudo, puedan elegir libremente taparse
o descubrirse sin necesidad de que nadie uniformado los moleste con estupideces
otoñales.
Sintaxis de la ESO Abril 2007
Suenan por doquier voces claramente audibles que pregonan sin reparo el
pésimo estado en que se encuentra la enseñanza secundaria en nuestro país; voces, e
incluso gritos, que piden ya el tan pospuesto y urgente debate nacional que desenmarañe
causas y aporte soluciones para un problema que, a todas luces, se va agigantando a
diario y que, por muchos parches que se le vayan inventando, está a punto de dar un
sonoro reventón si no se le encuentra remedio inmediato. Tan grave es el asunto y tan
de sobra conocido que no merece la pena ni hacer alusión al cúmulo de intentos
pretéritos y aun futuros que han pretendido y pretenderán impedir que el globo acabe
explotando estruendosamente: todos ellos han nacido o nacerán paridos por gente de
despacho cuya relación con el problema real de la enseñanza está únicamente en que
tienen acceso a estadísticas más o menos bien trabajadas y con mejor o peor intención
interpretadas. Lo cierto y verdad es que el continuo parcheo realizado no ha ido
haciendo otra cosa que poner de manifiesto el enorme parche que supuso la Reforma
educativa, tan ambiciosa en sus fines y tan parca en sus resultados positivos.
Todo interesado en el asunto intuirá que de nada sirven cambios en el sistema
educativo, o en cualquier otro sistema, que pretendan hacerse desde la barrera sin coger
al toro por los cuernos, es decir, sin tomar en consideración lo que realmente es la
esencia del problema detectado, el de la enseñanza en este caso: si de lo que se trata es
de derribar al toro nacional de la incultura, el astado puede ser observado y analizado
desde cualquier punto de la plaza, pero hasta que el torero de turno no se ponga al
menos a un metro de distancia no podrá considerarse que ha sido afrontada la faena,
cuánto menos solucionada la corrida. Con menudencias como esa de “rozar el cuerno”
se empieza la solución de los grandes problemas, y no con la búsqueda de grandes
soluciones, como la experiencia habrá demostrado ya a quien luzca canas: donde menos
se esperaba estaba la liebre, del mismo modo que el accidente del avión fue debido al
cruce con una pequeña ave distraída.
Lo que nos ocurre a todos en estos casos es que esas nimiedades, de puro
naturales, pueden llegar a ser pasadas por alto sin siquiera ser percibidas. Y esa
menudencia, esa nimiedad, no es otra, en el terreno que nos ocupa, que el bajísimo nivel
de uso que se realiza en las aulas de la herramienta básica de que se dispone para
cualquier aprendizaje: la lengua. Así de sencillo. Y así de complejo. Las Matemáticas,
la Historia, la Química, incluso otras segundas lenguas, todo el bagaje cultural que
comporta cualquier disciplina, tienen como seguro e irrefutable común denominador la
lengua en que son expresadas y enseñadas. Reconocer, por tanto, que es la lengua (la
castellana en nuestro caso) esa menudencia que por doquier pulula en cualquier
recoveco de la enseñanza es dar un paso tal vez definitivo hacia el meollo del problema
educativo; no ver esa realidad provoca, sin lugar a dudas, que se sigan dando
únicamente palos de ciego.
No es éste lugar para demostrar la anterior afirmación (que tampoco lo necesita)
sino para ir ahondando en esa nimiedad inicial para desgranarla hasta llegar a su núcleo.
Si el vehículo de la enseñanza es, pues, la lengua materna y esta también se enseña
como asignatura en las clases de Lengua, ha de convenirse a renglón seguido en que no
se enseña debidamente en las aulas ya que no es aprendida como se debiera. Y la causa
de ello está, no en que el docente de esa asignatura no sepa hacerlo, o en que el alumno
carezca de base, sino en que no se utiliza un método adecuado para enseñar
artificialmente aquello que se supone aprendido naturalmente por todo adolescente
castellano. En efecto, el método utilizado para la enseñanza de la Lengua (salvo
excepciones apenas divulgadas) se ha basado casi exclusivamente en el uso de un libro
de texto totalmente inadecuado para impartir un objeto de conocimiento tan atípico
como es la Lengua: cuando a otras disciplinas se refieren, los nuevos libros de texto
nacidos para la ESO cumplen seguramente su función, pero son desaconsejables
(cuando no contraproducentes) en la enseñanza de materia tan abstracta y sutil como la
Lengua.
El libro de texto de Lengua (y sálvese quien pueda) se convirtió muy pronto
tanto en la única arma utilizable en un aula generalmente problemática como en un
inepto material que, aparte de ser un estorbo para el librillo del maestro, reparte sin
lógica alguna y como con cuentagotas conceptos gramaticales desparramados al tuntún
en unidades alternadas con Literatura y estructuradas del modo más rocambolesco que
pueda imaginarse para conseguir en el mejor de los casos una mezcolanza conceptual
incapaz de enseñar ni un mínimo de Ortografía, cuánto menos una mínima calidad de
expresión. Esta carencia de eficacia del libro de texto de Lengua tal vez no sea
reconocida por las editoriales, tal vez no sea captada por el alumno o su familia, pero es
incuestionablemente percibida con toda su impotencia por el profesor de Lengua, que se
encuentra como trabado ante ella por un librito muy bonito que en nueve meses no es
capaz de enseñar a quien lo siga ni a hablar correctamente ni a entender lo que le
hablan. Ello ha provocado que la enseñanza de la Lengua en la ESO se haya convertido
en nuestro país en aprender o practicar una regla de la b, dos sinónimos, tres verbos
irregulares, cuatro noticias periodísticas y cinco redacciones ilegibles, lo que ha
impedido que pudieran ser abordadas cuestiones como, por ejemplo, la correcta
construcción de oraciones (o sintaxis), impedimento que ha conllevado en el alumnado
una absoluta incapacidad de comprensión y de expresión en su propia lengua. De aquí a
no comprender ni poder expresar cualquier concepto matemático o histórico o literario o
de otro idioma sólo hay un paso: el del abismo, precisamente.
Se trata, pues, de sintaxis, y con ella hemos topado. La Sintaxis, que no es otra
cosa que el secreto de hablar, escribir y comprender bien, se ha convertido, por
consiguiente, en el ogro de la asignatura de Lengua, más que por su complejidad (pues
todos la estamos usando a diario sin percatarnos de ella), por el escasísimo nivel de
conocimientos morfosintácticos que suele caracterizar al alumno de la ESO. El caso es
que la pescadilla se muerde la cola y se desemboca en que ni en la misma clase de
Lengua se enseña o aprende lengua (=sintaxis) sino cuatro florituras ortográficas o
semánticas o textuales de nulo valor expresivo en sí mismas si no van a la vez
amalgamadas por ella. Se convierte así la Sintaxis en la gran ausente de las clases de
lengua puesto que o se le dedica un mínimo espacio, o se la atomiza en mil ejercicios
desperdigados, o se deja para el final si da tiempo, o se le rehúye sin más por
considerarla inalcanzable e inaprensible. Se convierte, así también, la clase de Lengua
en el estudio de algunos conceptos de otra más de las asignaturas del currículo, en el
estudio de algunos aspectos llamativos de la lengua, en el estudio de un cuerpo sin su
alma, en el estudio de una lengua muerta incapaz de dar vida a las restantes disciplinas
impartidas. Y eso en el mejor de los casos, claro está, cuando entre la treintena larga de
alumnos no acapare la mitad de la clase el alumno de apoyo sinvergüenza y provocador.
El parche que supuso la implantación de las clases de Refuerzo de Lengua
demostró desde el primer día su ineficacia al comprobarse que la lengua no precisa ser
enseñada con más horas sino de otro modo. De nada valen, pues, cambios de tercio en
el sistema educativo, o cambios de rumbo llamativos para achantar al personal, tan
ajenos todos ellos al problema planteado. Entremos en el ruedo del sistema, en un
centro cualquiera, en una clase cualquiera, en una hora de Lengua y veremos que ahí,
frente al toro, está el problema: en esa hora lectiva impartida en cualquier instituto
español el alumno aprende (si él quiere, que esa es otra) que coche se escribe con c, que
la baca del coche tiene un homónimo, que el coche contamina ecológicamente, que
Sancho no tenía coche sino burro, pero no aprende cómo se mueven las ruedas de los
coches. En la siguiente parada, en la clase de Matemáticas, el coche ha quedado
aparcado y no puede ser utilizado para transitar por los entresijos conceptuales de las
sumas, quebrados, ecuaciones,... Y así sucesivamente durante todo el trayecto por
Sociales, Naturales, Inglés o Tecnología. Y por ello se fracasa, no sólo escolarmente, no
sólo académicamente, sino también vitalmente (que esa es la peor). Considerar a nivel
político que el problema está, por poner algún ejemplo, en una posterior reválida, o en
poner exámenes de septiembre en junio, o en colocar medio ordenador ante cada
alumno, o en prometer libros de texto gratis para todo el alumnado, es como no tener
todavía ni nociones de la invención de la rueda en la enseñanza.
Teoría de las 5 violencias Diciembre 2006
Parece ser que hasta a los gobernantes, en la reclusión de sus despachos, ha
llegado ya el atronador eufemismo de la violencia escolar y se aprestan a buscarle otra
nueva solución a la podredumbre que reina hoy dentro y fuera de las aulas. Pero, tal vez
por confundir ese ruido con el de las urnas, no se les pasará por la cabeza que la
vergonzosa realidad educativa a la que pretenden re-remendar esconde ya muchos tipos
de violencia en las aulas, demasiados como para que te venga ¡ahora! un juez y,
enchironando a un alumno o a un padre (o a un profesor mañana), se solucione de un
cerrojazo el problemón que tienen en el IES de al lado del juzgado.
De todos es sabido (pero no de todos ni de todas reconocido) que lo que a partir
de ahora se tratará por el ministerio de Justicia, o de Interior, se inició por el de
Educación el aciago día en que, persiguiendo el noble fin de repartir el bienestar
educativo existente entonces entre un mayor número de alumnos (pero con el mismo
profesorado), el político de turno forzó a sentarse unos añitos más en la banca de un
pupitre a quien tenía ya más que odiado al dichoso mueblecito o a quien ni lo conocía o
a quien veía en él sólo la madera de que estaba fabricada. Semejante violencia (la
primera), ejercida sobre adolescentes que no querían estudiar, produjo, en la práctica
totalidad de todos ellos, una reacción violenta consistente en coger la sartén por el
mango y sembrar la ley de la calle en recinto tan receptivo, con el consiguiente
acobardamiento de los demás integrantes del mundo del aula (violencia 2ª). La reacción
sí se hizo esperar por lo inaudito de la situación: quienes no desertaron de la tiza o
cayeron enfermos ante tal desbarajuste plantaron cara a la molesta avispa y, dando
manotazos desatinados en el aire (tercer tipo de violencia), consiguieron únicamente
distraer a la chiquillería de sus estudios y encorajinar aún más a quien, medio absentista,
medio expulsado, acaparaba para sí el céntuplo del tiempo disponible y la totalidad de
los objetivos del currículo. La venganza estaba servida en forma de cuarta violencia: el
empecinado profesor enemigo de jolgorios, espectáculos, indecencias, malabarismos
curriculares y suspensos regalados, el que no había comprado ni aceptaba billete para
ese circo, tenía que ser apartado de la feria, y de ello ya se irían encargando unos en el
recinto educativo o a la salida, otros en los múltiples despachos creados o reconvertidos
a tal fin, y su suma democrática en el engendro conocido como Consejo Escolar.
Tamaña aberración educativa (tal vez meramente humana), sufrida a la par por
ejemplares y mancillados trabajadores en su puesto de trabajo y por inocentes criaturas
abandonadas a su suerte educativa, clamaba al cielo; el Estado hubo de hacer entonces,
pero ayer mismito, otro alarde y tomar en consideración la condición de funcionarios de
unos y la de víctimas de otros para ver si así, en una especie de quinta violencia judicial,
se lograba subsanar, no ya el estropicio causado en el bosque de pupitres, sino al menos
la integridad física de sus moradores.
Cualquiera que haya visto cómo su cabello iba confundiéndose día a día con el
color de la tiza sabe a ciencia cierta que la quinta violencia es en todo semejante a la
primera y que, puestos a sentar obligatoriamente a alguien, lo mismo da hacerlo en una
banca que en un banquillo; y, por ello, barrunta que tal despropósito, por el mero
desconocimiento de la realidad de las aulas que demuestra, será el triste origen de otra
serie de cinco nuevas barbaridades.
Sobreesdrújulos Junio 2006
A todo hablante castellano mayor de 16 años le habrán obligado a reconocer que
las palabras del español se han de denominar y pronunciar, según se les dé la fuerza de
intensidad en la sílaba conveniente, agudas (como en zapateRÓ), llanas (como en
zapaTEro), esdrújulas (como en zaPÁtero), y sobreesdrújulas (como en ZApatero). Otro
asunto es que esas palabras, además del acento, deban llevar tilde o no, como se dirá
después; y otro, que ciertos hablantes, desde su posición privilegiada ante sus oyentes,
pronuncien el castellano a su antojo, como se dice a continuación.
Y es que la práctica totalidad de los oyentes castellanos que atienden a radios y
televisiones conocen ya hasta la saciedad la reciente moda nacional, salida de la boca de
políticos y pregonada por locutores, consistente en pretender sobreesdrujulizar al
castellano mediante alardes pronunciativos del tipo CONtaminación en vez de
contaminaCIÓN, o RESponsabilidad en lugar de responsabiliDAD, sonsonete
sobreesdrujulizado que detesta el oído castellano.
En efecto, de las cuatro reglas de tildes -distintas e incompatibles entre sí- de que
dispone nuestra lengua para mostrar a sus usuarios cómo ha de ser la única y correcta
pronunciación de cada palabra castellana (a saber: la tilde-1, para los hiatos, según el
modelo seRÍa/SEria; la tilde-2, para las agudas, llanas y esdrújulas, según el modelo
termiNÓ/terMIno/TÉRmino; la tilde-3, para los diacríticos, según los modelos DÉ/DE,
CÓmo/COmo; y la tilde-4, para los compuestos, según los modelos ciemPIÉS,
decimoQUINto, cienTÍfico-TÉCnico, PLÁcidamente/aLEgremente, DÁmelo, DAme y
DÉme), la única que “soportaría” el caso posible de una pronunciación sobreesdrújula
habría de ser la 4 de los compuestos, pero no la 2 (que es donde más llama la atención),
pues casualmente el castellano no contiene palabras sobreesdrújulas para esa tilde.
En esta dinámica en que nos encontramos de destrucción de cualquier base
sólida de lo español, la moda tal vez no sería tan dañina si para la próxima legislatura se
quedara la cosa sólo en REcuperación o en CONfraternizar;... ¡Pero es que en el minuto
y medio que he tardado en afeitarme esta mañana he oído al que hablaba por la radio
pronunciar también RElativa, TErrorismo, CArreteras y ZApaterismo! ¿Habrá que ir
inventando ya la tilde-2=5ª? ¿Acabaremos pronunciando RÁdares?
Plaza “Jaén por la paZiencia” 2006
No recuerdo bien por quién o por qué motivo se puso a la plaza más grandota de
Jaén el nombre de “Jaén por la paz”, sin duda una de las denominaciones más acorde
con los nuevos tiempos lingüísticos que nos han sobrevenido en los que los
eufemismos, los femeninos imposibles, los acrónimos y las pronunciaciones
sobreesdrújulas andan haciendo estragos en un idioma castellano cada vez más
“utilizado”. ¿A qué paz se referirá?
Creo sinceramente que ha llegado el momento de cambiarle el nombre a esa
plaza: el botellón (que no “la botellona”) ha enturbiado su paz nocturna y el
imprescindible y obligado tránsito actual del tráfico ha acabado por eliminar su paz
diurna. ¿A qué paz se refiere entonces? Porque es digno de ver cómo, acostados unos, el
paciente conductor jiennense la llena desde los amaneceres hasta los anocheceres con
una caravana infinita de tres carriles que poco a poco se apañan en dos para ser
engullidos en el embudo de un carril frente a las puertas del banco de España. Ni un
pitido, ni una bronca, ni un enfado. Eso es paz, evidentemente. Pero aún más digno es
de ver cómo esa procesión va recorriendo cada día su calvario en el más absoluto de los
silencios y en la más sobrecogedora de las obediencias; con paso lento y callado, los
coches se van cediendo la vez uno a otro en la infinita cola como si el trabajo cumplido
durante todo el día en el Polígono les hubiera mermado a sus conductores la fuerza para
luchar por el puesto de su fila o para pitar al listo de la izquierda o para urgir al lento
peatón o para rugir por la mujer que espera o para clamar al cielo santísimo o para
bocinar por un imposible jiennense o para estallar en atronadores estruendos o para
volar por los aires en coche o para... O como si se aceptara ya como natural que el
tráfico en Jaén lo marque diabólicamente el atranque del autobús en la esquina de los
Pinzones.
Y así un día y otra semana, que se suman a los meses que ya van y a los años
que todavía quedan; y así una vez y otra pasando miles y miles de coches a cien metros
de un tren aparcado. Y con la esperanza de que la espera sirva para alguillo dentro de un
par de años, para cuando haya que volver a iniciar otra nueva espera viendo cómo,
colapsado el primer paso subterráneo de Jaén, quitan ya por fin la inmaculada vía del
tren.
¡Qué paz da esa esperanza! Pero, ¿qué esperanza da esa paz? ¡La misma que la
paZiencia!
Panfleto pocopedagógico Junio 2006
El autor del Panfleto antipedagógico me sabrá perdonar el atrevimiento que he
tenido al titular como he titulado a mi par de dibujitos; pero seguramente intuirá al
verlos que pretenden convertirse, por el título y por el contenido, en otro paso más del
camino iniciado por él hace apenas un mesecillo en el ya cada vez más corto periplo que
ha de andar el profesorado hasta lograr la plena recuperación de su dignidad perdida.
Así, pasito a pasito, y sólo así, el profesorado –y solamente él- podrá dar la vuelta a una
tortilla que nos tiene a todos ya quemados mientras los restantes estamentos educativos
–algunos con buena intención- van consiguiendo poco a poco que el problema esté cada
vez más crudo.
Cedo, pues, gustosísimo, el derecho de autor de mi particular panfleto, como
cedí desde el primer día mi página web a los amantes de la Sintaxis. Y animo incluso a
su difusión si su uso ha de perseguir únicamente la consecución de una pronta solución
a la desgracia que nos cayó colectivamente hace unos años, no sólo a los profesores
(que, al fin y al cabo, cobramos por abundarla o mermarla), sino básicamente a los
pobres jóvenes que han ido pasando por nuestras aulas estos años y de cuya pobreza
educativa y cultural actuales hemos sido obligados artífices; y por no mencionar a sus
padres, que han visto cómo no les cortábamos las alas a los pollos que se les tiraban del
nido.
Mi panfleto presenta una claridad meridiana en su contenido, según creo, pero
tal vez su secretito (el gatillo que hay a la puerta del aula a un par de metros del ratón
del ordenador) pueda ser malentendido o, aún peor, malinterpretado, por lo que es lo
único que explicaré: viene a decir que el alumno actual que llega a un Centro educativo
no sabe ya ni a qué va allí cada día, de modo semejante a lo ocurrido con aquel gatillo al
que, llegada su edad conveniente, el padre pretendió iniciar en eso que los gatos
denominan el conocimiento de gatitas. Una noche encelada, pues, lo llevó con él de
ronda por las calles hasta que se toparon con un perraco, el cual les comenzó a dar un
sinfín de vueltas alrededor de una fuente. Cuando el gatillo estaba ya harto de dar tanta
vuelta, se lo dijo bien claro al padre:
- Mira, papi. Cuando quieras nos podemos ir a la casa, que yo ya estoy harto de
eso.
Carta abierta al Director General de Tráfico 2006
Hace apenas una hora que he oído por primera vez, en las noticias de Radio 5
todo noticias, la pregunta que alguien de la DGT formula a un anónimo conductor
sobre su posible muerte al volante esta próxima Semana Santa (como noticia
anticipatoria, me imagino, de la nueva campaña que piensan hacer estos días). Y todavía
estoy conmocionado. Venía yo como todos los días, en coche, de mi trabajo, a las tres
menos veintialgo, con mi jornada laboral cumplida, lo mismo que los tantos millones de
españoles que sustentamos este país, y, de paso, la radio me informaba de lo que hacen
por nosotros mientras tanto ustedes, nuestros representantes. Y he recibido tal zarpazo
en mi lucidez que, un par de kilómetros después, a duras penas he podido esquivar la
pequeña moto que entraba en una rotonda llevando a dos ocupantes, ambos sin casco y
uno de ellos bebiendo de una botella oscura tamaño litro. Le juro por mi honor que lo
que le digo es tan cierto como que esa no era la misma moto que en la misma rotonda y
a la misma hora me crucé hace unos días en dirección contraria.
Si lo que pretendía con ese anuncio era asustarme, sepa que lo ha conseguido
con creces, pero no como conductor, sino como ser humano que precisa de un volante a
diario; si lo que pretendía era convencerme de algo, sepa que no es necesario que se
empeñe más pues desde ahora mismo me lo creo todo de usted; y si lo que pretendía era
que no llevara a la familia de vacaciones esta Semana Santa para que le cuadren a usted
sus estadísticas, sepa que está muy equivocado. Es más: le propongo incluso que dé
orden a quienquiera que sea de sus subordinados para que llame a mi casa haciéndome
la misma pregunta y verá cómo le interpongo al instante mi correspondiente denuncia
en el juzgado de guardia más cercano. Si no me acepta el reto, si no sucede realmente
que alguien me llama haciéndome esa espeluznante pregunta, ¿cómo podré entonces
creerme –y conmigo los demás ciudadanos españoles que sí ven la tele, que sí oyen la
radio y que sí leen la prensa- que los anuncios publicitarios de la DGT guardan ya
relación con la cruda realidad del tráfico en nuestro país?
Permítame, no obstante, que le haga yo a mi vez otra doble pregunta de mi
cosecha, también espeluznante: ¿No irá usted también en dirección contraria al
problema y se estará usted equivocando una y otra vez de destinatarios? ¿Tendremos los
cumplidores y sufridos ciudadanos que acabar trastornados en nuestra capacidad
conductora para que así cumpla usted su penúltimo sueño de poder conducir por
nosotros?
Una espuerta de berrinches 2005
Recuerdo con mezcla de tristeza y resignación a aquel simpático trabajador del
Ayuntamiento que se encargaba de la limpieza del seto central de una avenida de Jaén
capital. Esa calle de cuatro carriles era, y sigue siendo, una arteria vital para el tráfico
debido sobre todo a que tanto la estación del tren –y su inamovible vía- como las
alejadísimas variantes de la ciudad han ido recluyendo a los cada vez más numerosos
coches jiennenses en un angosto laberinto de estrechas calles y eternos semáforos.
Este trabajador cumplía a la perfección su cometido: un día sí otro no podía
vérsele desde el amanecer (hace apenas nada, recién terminadas las tediosas obras que
hubieron de ejecutarse para la adecuación urgente de las avenidas con el fin de
desatascar el tráfico) no sólo adecentando el seto y sus alrededores sino también
procurando salvar el pellejo de las embestidas de los nerviosos conductores. Lo primero
lo conseguía por razón de oficio y lo segundo colocando sendas hileras de pivotes color
naranja a cada lado del seto, reservándose con ello para su seguridad los dos carriles
centrales de la avenida.
Este empleado municipal podría haber sido digno merecedor de la medalla al
mérito en el trabajo de no haber pecado, en mi opinión, de exceso de puntualidad. En
efecto, a eso de las ocho y media ya tenía montado, rozando el cruce con la otra
avenida, su particular aparejo jardineril; iniciaba entonces su faena bajo la atenta mirada
de los por momentos más abundantes y parados conductores que empezaban a rodearlo;
terminaba de llenar su primera espuerta de hojas cuando el tráfico del cruce estaba ya
colapsado; y al filo de las nueve justas se tomaba el café y el merecido descanso del
bocadillo en el bar de la esquina quejándose al camarero del poco aguante que tenían los
conductores de Jaén, que no paraban de pitar y pitar y pitar, y del peligro que le suponía
que el día menos pensado un loco se saltara su endeble y anaranjada barrera de
seguridad. Cuando, sobre las nueve y media, se disipaba el inmenso atasco provocado
en el cruce y podía decirse que la mitad de los trabajadores de la ciudad estaban ya en
sus puestos –y sus niños en sus colegios-, el solícito trabajador se aprestaba a continuar
su tarea hasta dejar inmaculada la recién remodelada avenida.
A mis tristeza y resignación iniciales sumo ahora la añoranza: ¡Dichosos tiempos
aquellos en que por limpiar un seto a deshoras se armaba sólo un caos espantoso al
inicio de la jornada, en la primera hora punta! ¡Qué poco ha durado lo “bueno”! ¡Cómo
ha caído ese seto y ha sido inundado el mismo cruce con nuevos trabajadores que,
puntuales otra vez, provocan hoy, y mañana, y ayer, el eterno atasco desde la primera
hora punta hasta la última! ¡Y dicen que la obra durará hasta pocos días antes de las
próximas elecciones!
Y yo, como cualquier hijo de vecino, me pregunto: Si durante todo el fin de
semana las obras están paradas y parece no haber prisa por terminarlas, ¿sería mucho
pedir que se hiciera el pequeño favor de aparcarlas en esos breves momentos en que
medio Jaén no tiene más remedio que pasar por allí?
Prólogo a la Gramática gráfica
al juampedrino modo 2005
Mientras, tan ajena ella, la Lengua va cumpliendo a diario su cometido
produciendo y generando mensajes y más mensajes en una sucesión infinita e
inacabable, como si se tratase de un endiablado artilugio al que un maravilloso resorte
confiriera esa extraordinaria fecundidad, el Gramático se esfuerza en su pequeño
laboratorio, trabajando con los mensajes recogidos y escogidos aquí y allá, a fin de
intentar adivinar de una vez por todas en qué consistirá el misterio de ese "resorte" que
con tanta exactitud y abundancia consigue cumplir con el único e indiscutible fin para el
que fue creado: permitir simple y llanamente que cada anónimo hablante pueda
comunicar aquello que pretende. Y el Gramático, en su ignorancia, constata a renglón
seguido que esos mensajes producidos con tan inocente intención apenas logran
acercarse a otro segundo y gran objetivo: el ser más o menos entendidos por aquellos a
quienes van dirigidos. Y es que comunicarse y entenderse son asuntos de muy distinta
naturaleza: el fin primordial de la Lengua está en "comunicarse" el emisor, no
necesariamente en "entenderse" este con el receptor.
El Gramático, como cualquier otro hablante anónimo, suele producir, como fruto
de sus innúmeras reflexiones sobre la Lengua, un extenso mensaje individual, al que
suele dar forma de libro, conformado por un amplio corpus de reglas lingüísticas, a las
que también suele colocar como título "Gramática de la Lengua", como pretendiendo
aunar e identificar dos realidades (la Gramática y la Lengua) que, pese a ser nacidas de
la misma madre, más bien parecen haber sido engendradas por distinto padre. Y es que
el parecido entre ellas puede ser mera coincidencia: lo mismo ocurre entre el mundo de
los elementos químicos y la Química, o entre el mundo de las ruedas y la teoría de la
velocidad: un solo pinchazo o una anómala reacción química pueden echar por tierra las
respectivas teorías que pretendían describir con pelos y señales ambos fenómenos. Así
sucede con la Lengua: pretender encerrarla en una Gramática comporta los mismos
riesgos que colocar a la Tierra una cuerda alrededor para calibrar con exactitud la
medida de su circunferencia.
Si, como venimos insinuando, la imposibilidad de la existencia de la Gramática
como receptáculo más o menos cabal de la Lengua es a todas luces evidente, y resulta
enormemente dificultoso cualquier intento para su consecución, aún más problemático
es para el Gramático pretender con su mensaje traspasar la intención básica de la
Lengua e intentar ir más allá de su fin primordial: comunicar y sólo comunicar lo que su
autor pretende comunicar. Pretender que, por añadidura, ese mensaje sea, además,
"entendido" por el resto de los interlocutores es pretensión, cuando menos, imposible. Y
el problema se agrava sobremanera cuando, entre los posibles receptores de su mensaje
gramatical, se hallan quienes toman este asunto como toman la nieve el beduino o la
arena el esquimal: como algo totalmente ajeno a sus existencias. Es entonces cuando el
mensaje que pretende "comunicar" el Gramático se aleja totalmente de la absurda
pretensión de ser "entendido". No otra cosa es la que sucede, hoy más que nunca, en el
campo de la enseñanza de la lengua castellana: desde temprana edad púber se atosiga al
castellanoparlante con mensajes de Gramático en forma de libros de texto, mensajes
que, a duras penas, logran traspasar al otro lado de su fin primero y conseguir, así, ser
entendidos por sus receptores; parecería como si hablarles de nieve o de arena sólo
pudiera ser entendido por el beduino o el esquimal siempre y cuando ese mensaje se
refiriese a la arena o a la nieve, respectivamente, y nunca a la contraria.
Hemos de convenir, pues, en que, mientras redacta su Gramática el estudioso de
la Lengua, ha de tener muy presente cuál va a ser su receptor, si el aterido esquimal o el
sudoroso beduino: esa forzosa adecuación es la que le obligará a confeccionar su
mensaje como si fuese un duro bloque de hielo o un fluido montón de arena, so pena de
emitir un mensaje apto sólo para élites lingüísticas. En puridad, adecuar el contenido
gramatical a cualquiera de esos dos posibles receptores es asunto de escasa dificultad y
moneda de uso corriente: gramáticas hay para gramáticos y gramáticas hay para
anónimos hablantes; cada una de ellas persigue su fin y, en cierto modo, lo consiguen:
las primeras, para la comunicación y entendimiento entre gramáticos, y las segundas
para perder el tiempo tanto mientras se produce la realización del mensaje como
mientras se espera ser entendidos. Y el resultado global salta a la vista: la ineficacia de
las gramáticas segundas conlleva que sean las primeras las que se utilicen para todo tipo
de receptores, con el consiguiente perjuicio para la enseñanza de la Lengua, que camina
estos días a pasos agigantados hacia atrás produciendo generaciones enteras de incultos
gramaticales que o parecen no entender que de la Lengua pueda hablarse o no tienen
conciencia alguna ni de la ardorosa arena que pisan en el caliente estío ni de la fría
nieve que les regala el gélido invierno.
Conseguir una Gramática (de la Lengua) que convenga a ambos tipos de
receptores es tarea difícil como pocas, por no decir meta inalcanzable; pero escarbando
bajo la nieve podría encontrarse la arena, y sobre la montaña más alta del desierto luce
señera la sempiterna nieve. Conseguir esa fusión de elementos, redactar una Gramática
para cualquier tipo de receptor, adecuar el mensaje gramatical tanto para el entendido y
el profesor como para el profano y el alumno, adecuar las reglas gramaticales para que
puedan ser "entendidas" tanto por el beduino como por el esquimal, lograr mezclar hasta
donde sea posible la nieve con la arena, ha de convertirse no sólo en el fin primordial
que ha de perseguir toda Gramática sino, y sobre todo, en el fin primero de las
autoridades competentes en materia de enseñanza de la lengua castellana al objeto de
que tanto el enseñante como el aprendiz puedan disponer, y de modo urgente, de un
mensaje gramatical útil y aprovechable que, al par que muestre hasta donde sea posible
el funcionamiento del "resorte" de nuestra lengua, sea capaz de ser comprendido y
asimilado por la inmensa mayoría de profanos en la materia, incluida
principalísimamente la más joven generación actual de hispanohablantes. No venimos a
decir con esto que esta que presentamos sea esa Gramática tan deseada y necesaria, pero
al menos perseguía ese fin cuando fue iniciada. Y si no lo consigue, otros habrán de
venir después para que, sobrevolando sobre los fallos que esta pueda contener, se llegue
a disponer por fin para la lengua castellana de una Gramática que dé el gran paso
necesario y urgente que lleve a convertirse en el manual de cabecera del que tan
necesitada anda nuestra lengua en estos albores milenarios. De no ser así, el influjo de
otros idiomas más pujantes que el nuestro, la universalización del lenguaje electrónico,
la pobreza gramatical de los medios de comunicación, la cada vez menor presencia del
papel como soporte de la lengua, la insulsa y empobrecida lengua hablada por el
hablante corriente y, sobre todo y primordialmente, la absoluta y constatable por
doquier falta de cariño y apego hacia nuestra lengua materna, pueden llevar en muy
pocos lustros, si no a una progresiva reducción del castellano a las bibliotecas, sí a un
empobrecimiento cada vez mayor del castellano, el cual podría, si no se ataja el mal
cuanto antes, no estar en condiciones de poder producir un nuevo Quijote en este recién
estrenado milenio.
Con miras tan ambiciosas, pues, fue iniciada esta Gramática. Y para acercarse lo
más posible a tan altos fines tomó como punto de partida la constatación de un hecho tal
vez baladí en apariencia: todo lo que una Gramática de quinientas páginas pueda decir
de una Lengua lo dice la misma Lengua en un solo mensaje de tres o cuatro renglones.
En efecto, en un mensaje convenientemente escrito de apenas medio metro de extensión
(o de apenas medio minuto de cadena hablada) la Lengua es capaz de producir fonemas,
vocablos, categorías morfológicas y funciones sintácticas suficientes como para
entretener a un Gramático durante media vida. La Lengua, pues, no necesita de una
Gramática extensa para explicitarse completamente: eso lo necesita el Gramático; la
Lengua sólo necesita que la dejen fluir a sus anchas unos breves segundos. Partiendo de
esta menudencia, ha de convenirse en que una Gramática tiene que procurar adecuarse
en lo posible a su objeto de conocimiento y funcionar de modo semejante a como ella lo
hace; y la Lengua lo hace y funciona de un modo bien simple dentro de su complejidad:
a cada centímetro de mensaje, a cada segundo del habla, la Lengua "escoge" de cada
paradigma de los que está constituida aquel elemento necesario que pueda ser engarzado
con los ya emitidos según vaya pidiendo la lógica semántica y sintagmática; realizadas
ambas operaciones al unísono y de modo casi inconsciente, el mensaje acaba por ser
emitido y comunicado. De modo semejante ha de procederse en una Gramática, sobre
todo si se pretende que sea didáctica, es decir, que sea entendida por el mayor número
de receptores: al lector en su lectura gramatical ha de ocurrirle lo que al hablante en su
acto de habla, el cual dispone de un código perfectamente estructurado en el que cada
elemento lingüístico ocupa su sitio (y sólo ese lugar) y al que se dirige velozmente y sin
tropiezo cada vez que necesite hacer uso de él. Así ha de ser la Gramática: un código
ordenado de la Lengua impreso sobre papel y expreso con tal claridad gráfica y
ordenación lógica y conceptual que el lector sea capaz de encontrar casi
instantáneamente aquel concepto gramatical que necesite.
Enfocar una Gramática desde la óptica descrita conlleva multitud de cambios
con respecto a otras gramáticas y gran número de innovaciones, arriesgadas la mayoría.
La principal de ellas se refiere a la organización general de la obra. Toda obra escrita
para ser leída (independientemente de su utilización como obra de consulta) ha de llevar
implícito, como si de una novela se tratase, una especie de argumento o hilo conductor
que permita mantener "agarrado" al lector, si no con el suspense de una intriga, sí con el
progresivo interés de su progresión intelectual. Ello obliga a una organización general
de la obra, resumida en su índice desarrollado, que permita el avance progresivo y
lógico desde los primeros conceptos mínimos hasta los últimos complejos y sutiles. En
el terreno de la Lengua, ha de comenzarse desde el fonema (algo obvio) y ha de
terminarse en el texto (lo que ya no es tan obvio, pero la experiencia didáctica lo
reclama a voces). Absurdo es cualquier procedimiento de enseñanza de la Lengua que
tome como punto de partida al texto y, a partir de él, desgranar sus ingredientes
lingüísticos. Eso sólo puede hacerlo quien, tras aprender en su correcto orden la Lengua,
o tras múltiples años de estudio, está ya preparado para recorrer el camino inverso ya
que le son conocidos todos los avatares del camino. Plagados están los centros de
enseñanza de libros de texto en los que no sólo se recorren caminos equivocados sino
que también pretenden enseñar la Lengua sin delimitar camino alguno. Coger un texto
periodístico, por ejemplo, analizar sus rasgos textuales, descubrir su organización
sintáctica, analizar la semántica de sus vocablos y finalizar desgranando algunos
fonemas y letras, y todo ello en ese orden, es, para el aprendiz evidentemente, tarea tan
inútil como contraproducente. Del mismo modo, pretender enseñar la Lengua
agrupando en una sola unidad didáctica o lección conceptos tan dispares y poco
relacionados como la oración impersonal, la escritura de los ordinales, el dequeísmo, la
antonimia (y por no mencionar que en esa unidad se estudia también a Lope de Vega) es
procedimiento didáctico, para el aprendiz evidentemente, tan absurdo como pretender
enseñar, o que se aprenda evidentemente, la historia de España agrupando en una sola
lección a Viriato, los califas, las guerras púnicas, el 2 de Mayo y la revolución
tecnológica; puede no ser absurdo para el licenciado o entendido en Historia, pero es
inabarcable e ininteligible para una mente adolescente. En resumidas cuentas: el inglés
no se puede aprender con textos de Shakespeare; estos sólo pueden ser utilizados para
"perfeccionar" o "disfrutar" el inglés ya aprendido; y lo mismo ocurre con el aprendizaje
de la lengua materna.
El hilo conductor, por tanto, ha de ser otro muy distinto y, en el terreno de la
Lengua, no puede ser otro que la Sintaxis. Ya señaló alguien, con gran acierto, que las
cuatro partes de la Gramática, es decir, las tres en que podría ser dividida
metodológicamente, consistían en estas dos: la Sintaxis. Y es que la Sintaxis, pese a ser
el demonio de la Lengua, se convierte en su común denominador pues está presente
hasta en el más mínimo mensaje producido: hasta un estornudo puede ser analizado
sintácticamente, cuánto más dos vocablos seguidos con afán comunicativo. Ha de ser,
pues, tomada la Sintaxis como el alma de la Lengua, y no ser rehuida como un
enmarañamiento de la Gramática: es la razón de ser de la Lengua, su caldo de cultivo, la
argamasa que cohesiona textos, categorías sintácticas y morfológicas, vocablos,
fonemas, todo lo que integra el corpus de la Lengua. Pero aquí radica precisamene todo
el problema de la enseñanza de esta materia: el acierto pedagógico obliga a ni siquiera
mencionar la Sintaxis hasta que no se conozcan una por una todas las piezas del juego
lingüístico. La Gramática, aunque pretenda abarcarla, no es la Lengua misma y, por
ello, tampoco puede ser en este sentido semejante a ella: la Gramática ha de proceder de
modo muy distinto a la Lengua, ha de tomar a la Sintaxis como su parte aglutinante,
pero no como la parte aglutinante de la Gramática. La Sintaxis ha de ser considerada en
la Gramática como otra parte más, no como la única, y ha de ser, por tanto, estudiada,
no al mismo tiempo que las restantes, sino al final, siempre al final, es decir, "después".
Pretender enseñar la Sintaxis "antes" o "al mismo tiempo" que los demás conceptos es
comportarse como el carpintero que, pretendiendo enseñar su oficio al aprendiz, le
muestra primeramente, para que le haga una copia, el precioso armario donde guarda
todas y cada una de las herramientas de su oficio: si no saca antes las herramientas y le
enseña a practicar con el serrucho, a cortar tableros y a clavar puntas con el martillo,
nunca conseguirá que su aprendiz haga ni el perfecto y maravilloso armario ni ningún
otro mueble que se precie de serlo.
Por todo ello, en nuestra Gramática la ordenación conceptual es básica: no sólo
los conceptos se suceden los unos a los otros desde la simpleza hasta la complejidad en
una organización tajante y férrea, sino que además la Sintaxis es dejada para su correcto
lugar sin desparramarla por doquier. Lo primero nos ha obligado a estudiar
primeramente la Fonología, a continuación la Semántica, después la Morfología, a
renglón seguido, la Morfosintaxis, después, la Sintaxis y, por último, la Gramática
textual; lo segundo nos ha obligado a deslindar hasta límites insospechados la
Morfología de la Sintaxis, hasta el punto de dedicar dos lecciones exclusivas a la
Morfosintaxis; si bien estas tres partes gramaticales andan muy de la mano (el término
Morfosintaxis viene a decirlo de modo claro), es enormemente perjudicial y
antididáctica su mezcla en una Gramática; pretender llevar a la par esas tres partes
gramaticales pretendiendo "enseñarlas" a la vez es tan contraproducente para el
aprendizaje como empeñarse en construir una casa terminando cada habitación hasta en
sus más mínimos detalles antes de pasar a tabicar la siguiente habitación; ello conlleva
tal mezcolanza terminológica, tal estorbo de unos conceptos a los otros, tal desbarajuste
mental que sólo mentes privilegiadas pueden trasegar de una habitación a otra sin
perjuicio de los enseres tan a destiempo instalados por toda la vivienda.
En otro sentido, la agrupación de conceptos en grupos mayores y unitarios es de
enorme rendimiento didáctico, especialmente si se utilizan esquematizaciones o
gráficos, tan ajenos, por lo demás, a las gramáticas en uso. Pero este recurso pedagógico
no ha de ser sólo esporádico, sino que se ha de convertir en algo sistemático: cada grupo
sucesivo de conceptos precisa de su esquema gráfico que ayude a la comprensión
totalizadora. Incluso sería necesaria la realización de esquemas sobre esquemas al
objeto de que pudiera percibirse por parte del aprendiz la "totalidad" que representa la
Lengua en ese mensaje de medio metro de extensión. Al mismo tiempo, cual si de una
pizarra en clase se tratara, la explicación del Gramático ha de apoyarse en esos
esquemas para que, sobre ellos, pueda ir volviéndose cada vez que la explicación así lo
necesite. Por ello, en nuestra Gramática hemos realizado todos los esquemas posibles,
hemos estructurado su contenido del modo más gráfico posible utilizando sangrados
sobre sangrados, y, sobre todo, hemos tratado a la Sintaxis de modo tan gráfico que le
dedicamos el capítulo correspondiente a un método de análisis sintáctico esencialmente
esquemático.
Y no puede dejar de ser indicado que la abundantísima bibliografía al uso y el
marasmo terminológico que suele ser utilizado al referirse a los conceptos gramaticales,
así como la abundancia de excepciones encontradas por doquier, es un enorme estorbo
para su comprensión, por lo que aunar la terminología existente y adaptar las teorías
gramaticales procurando apartarse de modas o corrientes determinadas, así como evitar
cualquier tipo de excepción conceptual, es del todo conveniente para conseguir la
asimilación adecuada de los distintos conceptos gramaticales.
Finalizaremos señalando que la Lengua no es sólo cultura en sí misma sino
además el vehículo más precioso de que dispone el ser humano para acceder a ella: el
desconocimiento de la Lengua y su funcionamiento acarrea una imposibilidad
manifiesta para la comprensión y asimilación de los recursos existentes para el
conocimiento, por no señalar que la Lengua misma es, en sí, el mismo soporte de ese
conocimiento; pensar bien es equivalente a hablar bien y ello se consigue mediante un
conocimiento profundo del resorte al que aludíamos al principio. Al mismo tiempo, el
conocimiento consciente de la Lengua que todo hablante conoce inconscientemente
permite disponer de una herramienta intelectual de insospechado rendimiento no sólo
para un mayor entendimiento entre los hablantes sino también para un mejor uso y
disfrute personal de capacidad tan provechosa como cautivadora.
Aunque, como se dice en la Dedicatoria, la redacción de esta obra ha precisado
de “todo un año y medio”, en realidad es fruto de la suma de múltiples lecturas y de una
veintena de años impartiendo clases tanto a los antiguos COU y 1º de BUP como a los
modernos cuatro cursos de la ESO. Mi agradecimiento, por tanto, ha de ir dirigido,
primeramente, a esos miles de alumnos míos, y muy especialmente a los de la última
hornada, los cuales, sin ellos pretenderlo, han forzado mi mente hasta el extremo en aras
de conseguir la mejor comprensión y explicación de cómo entiendo yo la Lengua
castellana. Respecto a mis lecturas, he de reconocer que he bebido y comido de todas
las fuentes que he hallado en mi camino y en todas las ventas que me han dado cobijo;
pero, salvo casos esporádicos, no fui tomando nota ni del nombre ni del lugar donde me
alimenté sino que digerí junto a mis alumnos cada trago y cada bocado sin caer nunca
en la cuenta de que algún día ello podría acabar engendrando, más allá de un librillo de
un maestrillo, una nueva gramática para la Lengua española. Imposible me resulta,
pues, discernir ahora (y menos citar al uso académico) a todos los que me han ido
alimentando en el trayecto, pero no puedo dejar de señalar que a todos ellos agradezco
profundamente su inestimable ayuda, y muy especialmente al Esbozo, a las Gramáticas
de Alarcos, de Alcina y Blecua, de Gili Gaya,..., a la Gramática descriptiva de Espasa, a
Díez Borque, al diario Elpaís,... y a tantos otros de cuyo nombre no puedo acordarme.
Del mismo modo, y por lo que a mí toca, si a alguien pudiera parecerle original alguna
de las ideas expuestas en esta gramática sepa que tiene no sólo mi permiso sino también
mi apoyo para poder utilizarla a su arbitrio para sí o para sus alumnos: no otra es, ni
debe ser, según creo, la intención perseguida por cualquier gramático.
El derecho a ser solereño 2002
Por detrás del derecho “a la vida”, por supuesto, pero muy por delante de
muchos otros derechos inherentes a las personas (todos ellos reconocidos legalmente)
subyace uno de los derechos humanos más intrínsecos de la persona y, tal vez por su
existencia tan evidente, más olvidados y menos reconocidos en cualquier “lista”
publicada y hasta legalizada por organismos nacionales e internacionales dedicados a
ello. Me refiero al incontestable derecho de toda persona, una vez nacida, a “ser de
donde se es”, a tener un origen reconocido, a poder ser denominado con una
“denominación de origen” otorgada por el lugar concreto en que se ve por primera vez
la luz de la vida. De modo semejante a como cualquier persona tiene el derecho natural
(tal vez no reconocido legalmente) a dos metros de tierra bajo los que decir el último
adiós a la vida (derecho que a nadie le es negado llegado el momento final, ni siquiera al
más pobre), también tiene la persona derecho a portar en su esencia vital no ya el
nombre de la calle y número que le vio nacer pero sí al menos el de la entidad local
donde vio la primera luz. Y prueba de ello es que, en el aspecto meramente legal y
administrativo, todo ciudadano tiene el deber de consignar en cualquier documento que
lo relacione con los demás ciudadanos, no sólo su nombre de pila y apellidos, no sólo su
fecha de nacimiento, sino también el concreto “lugar” en que se produjo su aparición al
mundo. Y si la consignación de esos datos es deber ineludible para el ciudadano, ha de
existir, forzosamente, un derecho, relacionado íntimamente con ese deber, dirigido a
poder portar mientras se viva esos datos como señal de identidad personal.
Las anteriores consideraciones seudolegales no pretenden, como se
comprenderá, sentar sentencia sobre un asunto que ni es de dominio común para ajenos
al intrincado mundo jurídico, ni tiene mayor relevancia que cualquier otra menudencia
de la vida. Quede únicamente que el derecho a la “identidad personal” es algo que existe
(o existirá) y que conlleva, como uno de sus ingredientes básicos, el derecho a poder
usar por el mundo el gentilicio que caracteriza a cada ser humano. Y es que “ser
español”, o “ser andaluz”, o “ser giennense”, o “ser solereño”, es una marca de
identidad personal adquirida en el momento del nacimiento, portada voluntaria o
involuntariamente a lo largo de toda la vida, que se ostenta orgullosamente por
cualquier persona que se precie, y del que no se tiene conciencia de su existencia hasta
que “alguien” pretende arrebatarlo: lo mismo ocurre con la misma vida, que se vive sin
mayor problema hasta que alguien se empeña en arrebatárnosla.
No otro es el problema que se sufre, como lo han sufrido antes muchas otras
personas de otros muchos lugares, por los nacidos un día en un pequeño o gran lugar de
este pequeño o gran planeta; ese y no otro es el sufrimiento que aqueja, desde hace ya
muchos años, a un pequeño número de habitantes que tuvieron la suerte (luego trocada
en desgracia) de poder incluir en sus señas de identidad la denominación de origen
“solereño”, gentilicio que, si al resto de los habitantes de este mundo no dice nada,
como cualquier otro, lo es casi todo para quienes, como yo y otro par de miles de
personas actualmente vivas, fuimos marcados, en el mismo momento de aflorar al
mundo, con una especie de estigma que nos enorgullece tanto como a nuestros
antepasados de ocho siglos de historia y tanto más cuanto más se intente arrebatárnoslo.
Porque esa es la situación real: un mal día, hace ya varios lustros, “alguien” decidió
eliminar de nuestros carnets de identidad nacionales el gentilicio “Solera” y lo sustituyó
por otro (ni mejor ni peor, sino por “otro”) destruyéndonos la marca que hasta ese día
portábamos con el mismo orgullo que cualquier otro habitante de este planeta; durante
la última treintena de años se ha ido luchando contra la burocracia correspondiente hasta
que se logró acercarse a una restauración del derecho perdido; pero nuevas trabas se
alzan ahora en el camino y el sueño tantas veces acariciado vuelve a convertirse en la
actualidad en otra nueva pesadilla de duración impredecible, como impredecibles y
duraderos son todos los asuntos de despacho.
Por ello se alza Solera, como pregonan ya algunos medios de comunicación. Por
ello se enfada Solera, como antes hicieron otros pueblos con mayor o menor suerte en
su reivindicación. Por ello en los próximos tiempos se oirá en todo el planeta el grito de
un pueblo ni pequeño ni grande que un aciago día vio cómo sus hijos habían de renegar
forzosamente del nombre que les dio su tierra materna y eran obligados a rellenar en
documentos oficiales, con lágrimas en los ojos y temblor en la mano, que eran naturales
de otro lugar (ni bueno ni malo, sino de “otro”), como si la misma Tierra no admitiese
en su infinita extensión la existencia de ese único lugar en el mundo al que todos los
mapas reservan su sitio, y al que por derecho propio corresponde el único nombre de
Solera. Y en su grito no piden ni siquiera que se les repare el daño tan gratuitamente
causado: sólo que cese ya el llanto y la humillación y se les permita de una vez por
todas poder pregonar a los cuatro vientos lo que el mismo Viento y la madre Naturaleza
pregonan a diario en medio de Sierra Mágina: “¡Dejadnos ser lo que somos: solereños!”
El libro de texto de Lengua: trigal y traba 2000
La situación actual de la enseñanza, en general, de la enseñanza secundaria, en
particular, y de la enseñanza del castellano, particularísimamente, es de todos conocida
y sufrida tanto en su desempeño, como en su evaluación, como en su posterior
constatación de resultados. No quiero abundar en asunto tan trillado. Sólo señalaré
como síntoma que poquísimos serían los profesores de nuestro idioma que pondrían la
mano en el fuego si hubiesen de patrocinar la conferencia de un exalumno; menos aún
serían los que hubiesen despertado en él afición por la escritura. ¡Y Dios me libre de
mencionar la afición a la lectura! Pero la cosa viene de antiguo. Parecería como si el
escritor (o, mejor, el literato) actual hubiese brotado al modo salvaje, produciendo obras
de ficción hasta renombradas y premiadas, sin habérsele podido enseñar unos
rudimentos gramaticales en su etapa educativa. Pero, en fin, dejemos aparte y para
mejor ocasión las relaciones entre la Lengua y la Literatura, las cuales, pese a ser hijas
de la misma madre, más bien parece que han sido engendradas por distinto padre.
Situémonos, por ahora, en el terreno de la lengua; de la lengua española, que es
la que aquí nos tiene; y de su enseñanza, que es lo que nos preocupa. La pregunta que
intentaremos responder en esta comunicación es, dentro de su simpleza, complejísima:
¿cómo enseñar el español?, ¿qué método seguir? Y es pregunta que se basa en otra aún
más simple si cabe: si cada maestrillo tiene su librillo y todos los profesores su librito de
texto, ¿a cuento de qué viene plantearse la pregunta? Pues sépase que la pregunta,
desgraciadamente, viene a cuento de que, si no ponemos remedio desde hoy mismo,
dentro de medio siglo no habrá casi nadie capaz de leer el Quijote. Es tremendo lo que
digo, lo sé, pero nadie me negará que entra muy dentro de lo posible que para esas
fechas apenas existan lectores de casellano. ¡Y cuándo más posible será que no existan
escritores capaces de producir un nuevo Quijote!
Pero comencemos desbrozando el terreno: una clase, unos pupitres, un docente,
treinta alumnos, un libro de texto común y, por ahí, flotando, una lengua que enseñar o
que aprender. Quizás estemos tan acostumbrados los aquí presentes a ese ambiente que,
a golpe de fracasos, hayamos perdido ya el norte de lo que allí hacemos. Salgámonos,
pues, de esa clase. Vayámonos fuera, al campo, a otro clima, a otro país, a otra situación
análoga, en definitiva. Coloquémonos, por ejemplo, en una campiña inglesa (sí, que sea
inglesa), en un espeso y apetecible trigal verde, e imaginemos que somos la madre
yegua que ha sido llevada allí a pastar con su potrillo recién destetado, al que vamos a
enseñar y engordar mordiendo durante todo un año pasto tan sabroso. Iniciamos la tarea.
Nos colocamos juntos, damos los primeros bocados, intentamos alejarnos un par de
metros para seguir disfrutando a nuestro antojo. Y es entonces cuando descubrimos,
ingenuos, que, como a cualquier jumento que se precie, hemos sido trabados. Y, para
nuestro asombro, nuestro amo, muy previsor él, nos trabó, no a cada uno con una traba,
como suele hacerse, sino a ambos con la misma, y de tal manera que quedamos unidos
de nuestras respectivas patas izquierdas delanteras. La situación no puede ser más
engorrosa: inútil avanzar separadamente, inútil cambiar de lugar sin riesgo de caernos,
inútil alcanzar las lejanas hierbas una vez comidas las cercanas, inútil salir del pequeño
círculo segado con los dientes, inútil disfrutar del inmenso trigal tan apetecible.
La imagen, como cualquier otra que hubiésemos utilizado, no puede ser más
aleccionadora: el inmenso caudal lingüístico y literario de la lengua no puede ser
aprovechado ni por el alumno ni por el profesor pues ambos se encuentran trabados por
un libro de texto tan de mala manera que resulta imposible aprender o enseñar poco más
de cuatro mínimos rudimentos gramaticales o literarios. ¡Y eso contando con que el
lobo del gamberro de turno no nos lo mande todo al garete importunando con su
ignoracia o con su alevosía!
Y ¿a cuento de qué viene lo de que nos coloquemos en un campo inglés? ¿No
hay acaso trigales en español? Estoy plenamente convencido de que la enseñanza de
nuestra lengua materna no puede ser realizada convenientemente si no tomamos como
punto de partida que es extranjera para el docente, es decir, que para enseñarla hemos de
distanciarnos de ella al menos tanto como lo está cualquier extranjero. Es como el que
pretenda enseñar a conducir a otro con su propio coche: hasta que no se olvide de que es
suyo, no permitirá al otro ni tocar el volante. ¡Y mucho menos ponerlo a cien por hora!
Yo mismo (y perdóneseme el ejemplo) aprendí realmente castellano hace unos quince
años, cuando la Administración me envió como profesor de “inglés” a un instituto de
bachillerato y hube de enfrentarme a alumnos de primero, segundo, tercero y COU. Allí
y entonces fue cuando comprendí las reglas de mi lengua materna pues tenía que
contrastarlas a diario con las de otra lengua extranjera. Y, tras aquella aleccionadora
experiencia, descubrí que sólo podría enseñar español provechosamente imaginando que
mis alumnos no hablaban mi idioma. Hasta tal punto me sirvió aquel año que durante
sus nueve meses di a luz la solución a todas mis carencias sobre la asignatura de la que
ya era Agregado de Bachillerato: allí y entonces fue cuando, por ejemplo, aprendí por
fin y definitivamente, todas las reglas de acentuación castellana: ello se produjo
precisamente a raíz de percibir que el inglés carece de tildes.
Equivocado anda quien piense a estas alturas que mis clases se convirtieron en
un español para extranjeros, o en un trasvase de la metodología inglesa a la española.
De ningún modo. Lo que sí ocurrió fue que percibí progresivamente que cualquier libro
de texto era un auténtico estorbo para mi enseñanza. Y no sólo me ocurrió así con la
lengua de primero de bachillerato y de COU, sino que mi impresión se agrandó
enormemente con la llegada de los nuevos libros de texto para la ESO. La nueva
metodología que conllevaba el nuevo proyecto curricular para la etapa provocó un
aluvión de nuevos libros de texto, improvisados a la carrera la mayoría de ellos, a cual
más alejado de lo que mi experiencia venía pidiendo. Y hoy en día nos encontramos con
tal cantidad de material curricular, con tal variedad de libros de texto, con tal
maremágnum de proyectos educativos, con tal distanciamiento de lo que, a mi modo de
ver, es la enseñanza de mi lengua materna, que considero, más que una ayuda, una
auténtica traba el uso de cualquier libro de texto actual, sea de la editorial que sea.
Me estorban para el desempeño de mi función docente (y con esto entro ya en
materia) tanto el diseño editorial del libro, como los textos utilizados, como los
ejercicios propuestos, como los contenidos desarrollados, como los ejemplos
utilizados,... todo, todo me tiene trabado, cada cosa a su manera. Y a su justificación
dedicaré los dos párrafos siguientes.
Si cogemos una unidad-tipo de un libro de Lengua cualquiera, estorba,
precisamente porque no ayuda, respecto al diseño editorial, el absurdo epígrafe titular
de la unidad; la pueril motivación inicial; la proliferación de fotos que no guardan
relación con el contenido de la página que las contiene; la mezcolanza colorística y
tipográfica de la letra usada por el editor; los esquemas nada esquemáticos y de cada
unidad entera; los mapas conceptuales tan incomprensibles para el alumno... Pero, en
fin, cada editorial ha de llamar la atención del alumno como puede. Respecto a los
textos elegidos, son una auténtica traba los recortes desaparecidos entre los corchetes; la
a veces ilimitada extensión de los mismos; la rareza de los escogidos cuando el autor es
un clásico; la abundancia de los insertos sólo para poder incluir alguna cosucha
relacionada con los temas transversales; el abuso de los procedentes de autores
demasiado actuales; la proliferación de textos de autores extranjeros con sus
consiguientes defectos de traducción... Pero, en fin, cada editorial ha de buscar su propia
originalidad. Respecto a los ejercicios, también son abundantes los traídos a contrapelo
del texto motivador de la unidad; los que resultan pueriles hasta para el alumno; los que
presentan diez renglones de pregunta para un monosílabo de respuesta; los que son
incomprensibles desde cualquier punto que se les mire; los muy mal aprovechados para
añadir conocimientos; los que versan sobre conceptos aún no estudiados;... y escasean,
por otro lado, los ejercicios resueltos y ejemplificadores así como los que no conllevan
una mínima apoyatura teórica para resolverlos. Pero, en fin, cada redactor de un libro de
texto tiene que buscar también la originalidad en sus procedimientos educativos.
Respecto a los contenidos, abundan asimismo los absurdos e inútiles (por no
denominarlos vanos) sobre todo en el primer ciclo; se repiten innecesariamente
contenidos nimios; se suelen presentar incompletos, como si se repartiesen en pequeñas
dosis; se explican multitud de conceptos sin nombrarlos; se desaprovecha siempre la
aparición de un concepto para engarzar otros muy cercanos; pululan las menudencias
conceptuales aisladas, aquí y allá; la teorización es a veces sólo inteligible para el
profesor; las mezcolanzas de conceptos, sobre todo en sintaxis, son abrumadoras; todo
se apoya excesivamente en lo supuestamente dado en el curso anterior; a veces se
mencionan conceptos futuros que no se desarrollan en el momento presente,... Pero, en
fin, no todos los que redacten un libro de texto han de haber pisado una clase antes.
Respecto a los ejemplos, casi todos están apoyados en los textos iniciales y, por ende,
no pegan ni con cola con el concepto a que se aplican; a ellos hay que añadir los
desacertados, que en vez de ejemplificar embrollan; y no quisiera señalar los que están
realmente equivocados en alguna ocasión imperdonable y comprometedora. Pero, en
fin, hay que enseñar a partir de los textos, salga como salga. Respecto a la expresión
oral y escrita, se abusa de la propuesta de debates imposibles con la actual ratio, y se
pide que el alumno produzca textos, literarios o no, ya desde el principio. Pero, en fin,
para eso tiene ya el alumno edad de hablar y de escribir.
Si nos fijamos ahora en el libro de texto completo, o, ya puestos, en el conjunto
de los cuatro libros de la etapa, la traba es todavía mayor: el contenido aparece repartido
en tan distintas y distantes unidades que obliga al profesor a hilar la hebra en todo lo
que enseñe cada quince días; la ausencia de llamadas dirigidas a la página o unidad en
que se apoyan los nuevos conceptos es un grandísimo favor que se le niega al alumno
actual; el tratamiento integral de la lengua y la literatura (o, mejor, de la fonética,
ortografía, semántica, dialectología, morfología, sintaxis, tipología textual, métrica,
recursos literarios, géneros e historia literaria) es, a mi juicio, sumamente perjudicial
debido a la edad mental del alumnado; la sintaxis compuesta y compleja dejada para el
final de la etapa es un error gravísimo e incomprensible; los apéndices de conjugación,
figuras retóricas, métrica y géneros, al no estar engarzados en el libro, suelen ser
tomados como conceptos de muy segundo orgen y estudiados como tales; la repetición
de lo mismo en quince páginas distintas y con quince enfoques distintos no conduce a
ningún avance por muy raro que parezca; no menor interés, por el estorbo que supone,
tienen la excesiva atención dada a la semiología y tipología textual, las páginas
completas de entretenimientos, la escasísima atención dada a la morfología, la
inencontrabla clasificación de las oraciones según el predicado, la ridícula
ejemplificación del análisis sintáctico, el empecinado enfoque ortográfico basado en
reglas que sólo presentan excepciones...
En resumidas cuentas, los errores hasta ahora presentados se basan simple y
llanamente en la creencia de que el alumno, por ser español, por ser de madre española,
ya sabe hablar e incluso escribir su lengua materna. Es un error, a mi modo de ver, tan
aparatoso, que, por muchos libros de texto que puedan seguir siendo publicados durante
este milenio, el fracaso escolar en materia lingüística y literaria está asegurado para
muchas décadas. ¿Quiere esto decir que hay que agachar la oreja, cambiar el sistema,
volver a lo antiguo? De ninguna manera: si cualquier libro de texto de lengua adolece en
mayor o en menor medida de todos o casi todos estos estorbos arriba mencionados, es
posible que no exista entonces ninguno que carezca de ellos. Pero si todavía no existe,
es evidente que existirá tarde o temprano. Cualquier de nosotros, si dispusiese de tiempo
y ganas, podría perfectamente llevar a la imprenta el librillo que cada maestrillo
tenemos en la cabeza.
Yo, personalmente, tengo ya casi finalizado un libro de texto para toda la etapa
de la ESO que, por muchos defectos que tenga, que los tendrá, al menos no contendrá
ninguno de los que aquí se han criticado. Lo que con él pretendo es, tal vez, mucho más
de lo que se pueda conseguir, pero todos sus elementos han sido contrastados con la
práctica docente de muchos años y, unas veces más, otras veces menos, sus resultados
me han parecido casi siempre satisfactorios. Este método seguido por mí, para el que
pido la venia de ser denominado desde hoy “método juampedrino”, se basa, no en
doctrinas pedagógicas de despacho –aunque no todas doy por despachadas-, sino en una
experiencia vital y diaria que siempre ha perseguido enseñar a un chiquillo malhablado
lo bien que podría llegar a hacerlo de adulto.
Para quien tenga curiosidad, puedo adelantar ciertos detalles que evidencien lo
que vengo diciendo: la acentuación se consigue aprender en sólo una hora; la ortografía
se aprende, no a base de reglas, sino a través de un diccionario ideológico de
etimologías que me ha costado seis años redactar; la morfología se basa exclusivamente
en esquemas (todos los conceptos del verbo, por ejemplo, caben en las paredes de una
habitación ejemplificadora); la sintaxis permite ser entendida por cualquier alumno de
cualquier ciclo en diez horas de clase, avanzando desde una pequeña oración simple y
terminando con una sola oración compuesta o compleja de siete proposiciones; el
comentario de texto de dos folios de extensión se consigue redactar correctamente en
cuatro clases; las figuras retóricas, métrica y géneros son claramente asimilados en siete
clases y pico; la historia literaria, evidentemente, ha de ser estudiada y memorizada por
el alumno en su casa por muy bien que se le explique en clase.
Quisiera terminar mi intervención haciendo votos por que ojalá el año que viene
podamos celebrar el I Concurso Provincial, Regional o Nacional de Sintaxis, lo mismo
que se celebra la Olimpiada de Matemáticas. Para su creación me brindo como
voluntario; para su financiación, ofrecería algún que otro cuadro de los que pinto y que
suelo exponer anualmente en la misma sala que hay bajo nuestros pies; y para su
celebración sé de antemano que esta ilustre institución, la Real Sociedad Económica de
Amigos del País, de Jaén, de la que soy un socio más, prestaría gustosa esta misma sala,
donde tan a menudo hablan muchos otros que saben hacerlo mejor que yo.
Los miedos de la acuarela 2000
Hace muy pocos días ha tenido lugar en un pueblo de nuestra provincia un
Concurso Nacional de Acuarela, uno de los muy pocos que en España se celebran y, tal
vez, y hasta donde se nos alcanza, el pionero en nuestra tierra por lo que a esta técnica
se refiere.
La hermana menor de la pintura ha querido, así, meterse en el barullo de
concursos y certámenes que pululan por doquier y lo ha hecho, en verdad, de una forma
sorprendente. Lo que pretendía ser un tímido intento de buscar un hueco en la maraña
de concursos para pintores de brocha fina se ha convertido, todavía en su primera
edición y sin tiempo de ponerle los pañales, en un acontecimiento de primera magnitud,
si no para la pintura en general, sí para la acuarela en particular.
La multitud de obras presentadas, sesenta y tres en total, en sólo un mes real
de plazo, la calidad incuestionable de la inmensa mayoría de ellas, la identidad de los
concursantes, que abarca desde pinceles ya consagrados hasta niños de 15 años, y otro
sinfín de grandes y pequeños detalles, han conseguido abrumar tanto a los
organizadores de tan peregrino evento como a los propios concursantes presentados y
visitantes de la exposición. Pensando se está ya en duplicar por lo menos la cuantía de
los premios, incluso en ampliar el número de ellos, incluso en adecuar de mejor manera
el recinto que pueda acoger el año venidero a todos los que quieran atreverse con el
dificilísimo y temible arte de la acuarela.
Y decimos “dificilísimo y temible” porque, como muy pocos conocen a
fondo, nos hallamos ante una forma artística cuyos rasgos principales se encuentran
muy cercanos a una difícil y dificultosa temeridad a la que muy pocos, poquísimos,
osan atreverse a desafiar. Tal vez por ello sean tan pocos los acuarelistas y, por ende,
tan escasos los concursos de acuarela; tal vez por ello sean tan abundantes los pintores
de cualquier otra técnica y, por ende, los concursos de "pintura" en general; y tal vez por
ello, en fin, sea tan atípico el mundo de la acuarela y el de sus practicantes. Y es que
parece como si existiese una especie de miedo general en los usuarios de la brocha fina
a enfrentarse con un arte que, por cualquier punto que se mire, no presenta más que
dificultades contra las que mejor es no atreverse y hacia las que el pintor consagrado y
el novel muestran una suerte de temor indefinible que les impide no sólo pintar acuarela
sino también mostrarla al público, sea en exposiciones de cualquier tipo, sea en
cualquier tipo de concurso.
La primera gran dificultad de la acuarela, su primer gran reto para el
temeroso artista, consiste en su imposibilidad de corrección: del blanco papel surge
siempre una gran acuarela o no surge nada. Y, por mucho que se pretenda, es inútil
insistir: la corrección de un leve error en el proceso de realización de la obra provoca
otro error aún mayor que desemboca en una acuarela errónea en sí misma. La ausencia
de error en una acuarela bien hecha es tan manifiesta que, se mire por donde se mire la
obra, resulta acuarela por los cuatro costados. Y es que eso precisamente es la acuarela: la correcta sucesión de manchas de color sobre el papel, ya aisladas, ya superpuestas,
pero siempre en su justo lugar y en su justo momento, a veces antes de que haya secado
la última mancha, a veces instantes antes de que seque esta o aquella zona, a veces muy
después de que esté bien seco lo que hacía momentos era una balsa de agua mezclada
con la más infinita variedad de colores que pueda imaginarse. Pero si se ha producido
un error, si la mancha "se ha corrido” por donde no debía, por mucho que se intente
corregir siempre será lo peor que se haga: el error irá en aumento por muchas artimañas
que se pongan en juego para subsanarlo. No ocurre así, evidentemente, con ninguna
otra técnica: todos los errores pueden ser borrados y corregidos tantas veces como se
quiera.
La ausencia del color blanco es la segunda de las grandes dificultades y otro
de los mayores temores a los que se ha de enfrentar el presunto acuarelista: el mismo
blanco del papel ha de servir como color blanco de la acuarela, sin que sea admisible
ningún otro procedimiento para conseguirlo, ya que la presencia de un solo brochazo de
blanco de cualquier otra materia destruye automáticamente la calidad de la obra. Esa
reserva que ha de ir haciéndose del blanco del papel allá donde sea necesario, ese
cuidado con el que se han de ir guardando las zonas blancas del papel, obliga el
acuarelista a una tensión y miedo constantes que constituyen, tal vez, la base sobre la
que se sustenta, si no una buena acuarela, sí un buen acuarelista. Precisamente, cuando
se pierde el “temor al blanco" comienza entonces a nacer el pintor capaz de plasmar
cualquier motivo en acuarela; hasta que ello no ocurre, se carece todavía de lo que
podríamos denominar el "don" de la acuarela. Y muy pocos pintores llegan a
adquirirlo: prefieren, pues, quedarse en otros mundos pictóricos donde el resultado de
una obra no esté siempre pendiente de una leve gota perdida que estropee el blanco tan
guardado y eche a pique toda una obra que, hasta ese momento, iba siendo perfecta.
La tercera gran dificultad de la acuarela tiene mucho que ver con la rapidez
en la ejecución. Una acuarela que pretenda, por ejemplo, representar un cielo limpio y
radiante, ha de ser realizada, sin que exista la posibilidad de hacerlo de otro modo, de un
solo brochazo, de una sola vez, por muy extensa que pueda ser la superficie en que
aparezca ese cielo representado. Ello conlleva, evidentemente, una gran rapidez, una
lucha constante con el tiempo de secado del agua, una ininterrumpida sucesión de
aportes de agua y color, una imposibilidad absoluta de detención, de dejarlo aquí y
continuar después. Y lo que es peor: mientras se esté realizando ese solo y amplísimo
brochazo no se puede volver atrás, es imposible retroceder un paso, la mancha va por
donde va y por ahí se ha de seguir hasta completarla, es imposible dar un mínimo paso
atrás. De no hacerlo así, el riesgo del error incorregible conllevaría automáticamente la
destrucción de la obra.
La misma fragilidad del soporte de la acuarela se convierte en su cuarta gran
dificultad: el grácil papel que le sirve de soporte necesita, una vez terminada la obra, ser
encubierto por otro material aún más frágil todavía, el transparente cristal que le presta
la consistencia y la protege de tantísimos agentes agresores que podrían dañarla
irremediablemente. La acuarela es destructible con un leve golpecito, en un pequeño
descuido, tras un ligero arrebato del autor que la ama mucho o del espectador que la
odia un poco. ¡Ni las rosas en su primaveral esplendor temen tanto un leve roce que
pretenda acariciarlas, cuánto más si es para manipularlas! Por ello el autor de la acuarela
ya enmarcada teme sobremanera moverla de su sitio, transportarla a centenares de
kilómetros, dejarla al antojo de un mensajero descuidado. Prefiere manipularla
solamente él, guardarla en su estudio, no tocarla más. Prefiere, en definitiva, no enviarla
a ningún concurso en el que sepa Dios qué infinitos peligros puede llegar a correr su
obra mimada alejada de sus vigilantes ojos.
La quinta y última gran dificultad que tienen la acuarela, el acuarelista y el
mundo que los une es, por extraño que parezca, el miedo a los concursos. Ya hemos
aludido al temor a la manipulación y transporte de la obra, pero aún queda otro miedo
aún más grande: el miedo a sus hermanas mayores, la pintura al óleo y equivalentes.
Una acuarela presentada a un concurso de pintura es como la doncella que se presenta
desnuda a un baile de disfraces: sabe que todos van a estar pendientes de ella, como si
fuese la única presente en el baile, pero teme sobremanera que todos la miren, la
remiren y la admiren en su infinita gracia y belleza pero que no le premien su disfraz.
Por ello, la acuarela, cubierta únicamente con un transparente cristal que deja
al descubierto y al desnudo todos sus encantos, prefiere quedarse en el lugar preferido
por su autor e ir observando año tras año cómo sus obras hermanas van visitando
concursos, van recorriendo certámenes, para ir volviendo una y otra vez cansadas y
defraudadas al estudio del que salieron. Mientras tanto, ella aguarda paciente y ansiosa
a que le llegue un día un enamorado que la convoque, aunque sea en un perdido pueblo
de la campiña jiennense, a presentarse al baile de la pintura pura y desnuda.
La etiqueta que nos une 2000
Pocos placeres hay equivalentes al de saborear un producto fuera de sus circuitos
habituales de distribución. Tomar un helado en pleno desierto eqipcio puede derretir de
gusto al turista más aventurero; comerse media tripa de salchichón en una perdida
carretera del Rif al sol del mediodía puede hacer olvidar en un instante las dos
infructuosas horas gastadas inútilmente en buscar un restaurante; empapar una sopa de
pan en aceite de oliva en cualquier lugar neoyorkino puede hacer creer al que la deguste
que acaba de poner un pie en la Gloria... Pero ninguno de esos placeres sería
comparable al de tomarse una cervecilla de El Alcázar en un bar de Pamplona cuando
llega la hora dominical de las cañas.
Mientras se prepara la comida, varios trabajadores salen de sus casas con la ropa
de domingo y se aprestan a tomar el aperitivo en ese barrio de Pamplona o de Valencia
o de Madrid o de cualquier otro sitio al que se hubiera tenido que dirigir una oleada de
emigrantes jiennenses hace unas décadas. Varios son los bares a elegir, pues son varios
los que reciben, en cuentagotas y casi de contrabando, algunas cajas de esos botellines
rechonchos que tanto gustan a los que son de la tierra del ronquido.
- ¿Qué va a ser?
- ¿Te queda alguna de las nuestras?
- Unas poquillas me quedan de casualidad.
- ¡Pues ve trayéndotelas pacá!
Todo el grupo es de Jaén. Y están tan lejos de su tierra, tienen tanta gana de
volver a ella cuando se jubilen que parece como si el mero hecho de volcar el botellín
para escanciarlo gaznate adentro les acercara en breves instantes –antes incluso del
primer regüeldo- al lugar tan alejado del que proceden. Y la primera parte de la
conversación es siempre la misma;
- ¡Chiquillo! ¡Parece como si estuviera en mi pueblo ahora mismo!
- ¡Y yo!
- ¿Qué tendrá esta cerveza para que esté tan buena?
Ninguno de ellos sabe el secreto; ni yo mismo lo sé, ni me interesa. Pero
seguramente de la mano del jiennense que la embotelló, o del sudor del que le puso la
etiqueta al botellín, o de sepa Dios dónde, quedó un rastro imperceptible que ha sido
capaz de viajar kilómetros y kilómetros y atrapar en su red invisible a todos los
naturales de una tierra aún más ancha de lo que señalan los mapas.
Al cabo de un rato, la conversación es distendida, el ambiente amigable y el de
al lado (un navarrico que se une al grupo y que tiene la suerte de probar el último de
esos botellines) hace la pregunta de rigor:
- ¿De qué parte de Jaén son ustedes?
- Yo soy de la capital.
- Yo, de Linares.
- Yo, de Torres.
- Yo, de Solera.
Y el más afortunado en el reparto, el avispado al que más tajada ha
correspondido, contesta sin darse cuenta.
- Yo, de El Alcázar.
¿Aquello + ESO = esto? 1998
El alegre profesor de BUP recorría animosamente el desierto pasillo camino de
su última clase matinal, en la que le aguardaban silenciosos unos cuarenta alumnos, los
cuales se pusieron automáticamente en pie nada más verlo cruzar el umbral de la
inmaculada puerta. Tras oír un gratificante “buenos días, profesor”, subió a la tarima, y,
desde su cómodo asiento, observó casi orgulloso a aquel grupo de expectantes
adolescentes. Sin elevar el tono de voz, explicó durante la primera media hora el tema
correspondiente; a continuación, respondió a las preguntas que ordenadamente le
hicieron los que tenían la mano levantada; y, durante el último cuarto de hora, puso
varios notables a los asustados alumnos a los que tocó preguntar ese día. A la salida de
la clase, atendió a un padre que le esperaba preocupado por que su hijo aprendiese lo
más posible, y, tras departir brevemente con un compañero, se dirigió a su casa
olvidando en el trayecto que acababa de cumplir toda una mañana de trabajo
continuado. Por la tarde dedicó un par de horas para prepararse las clases del día
siguiente. Durmió como un bendito y se levantó casi con prisa por volver a recorrer
animosamente el desierto pasillo camino de...
El malhumorado profesor de ESO recorría pensativamente el bullicioso pasillo
camino de su última clase matinal, en la que le aguardaba revoltosa una treintena de
alumnos, los cuales fueron ocupando sus sitios a los cinco minutos de haber cruzado el
umbral de la semidestrozada puerta. Tras oír un decepcionante “hola, maestro”, se
colocó en una mesa del aula, y, desde su asiento de formica, observó casi incrédulo a
aquel grupo de alborotadores adolescentes. Con voz en grito, explicó durante el rato que
aguantó su garganta las dos o tres ideas básicas de la unidad correspondiente; a
continuación, y tras esperar inútilmente a que algún alumno le hiciese alguna pregunta,
puso dos negativos a sendos alumnos que salieron voluntarios a la pizarra. A la salida
de la clase, atendió a un padre que le esperaba para protestarle por un examen y, tras
departir un rato con el director para comentarle la situación, se dirigió hasta su casa
como contento por haber terminado ya la infructuosa mañana pasada en el Centro. Por
la tarde, se decidió por fin a no volver a prepararse inútilmente más clases. La mañana
siguiente le amaneció sin ilusión alguna por volver a recorrer pensativamente el
bullicioso pasillo camino de...
El deprimido funcionario de la Enseñanza recorría a trancas y barrancas el
atestado pasillo camino de su última clase matinal en la que le aguardaba atronadora una
jauría de veinte alumnos, los cuales casi le impidieron acceder al interior apostados
como estaban junto a la desvencijada puerta. Tras oír un ensordecedor abucheo por
tropezar en dos macutos a la vez, se quedó de pie por no limpiar de pisadas su asquerosa
silla, y, desde esa postura, observó decepcionado a aquel grupo de inminentes
delincuentes. Sin ser capaz de acallar el griterío, escribió en la pizarra un esquema-
resumen de la unidad; a continuación, y tras descartar preguntar al alumnado o poner
alguna nota, dedicó el último cuarto de hora a despegarse un chicle del zapato. A la
salida de la clase, no hubo de atender a ningún padre y, tras departir un buen rato con el
orientador, se dirigió hasta su casa sin poder apartar de su cabeza la insufrible mañana
transcurrida. Por la tarde, rompió en un arrebato todos sus apuntes y libros de texto.
Llegada la hora de acostarse, apenas pudo conciliar el sueño: a la mañana siguiente fue
incapaz de recorrer ningún pasillo camino de ninguna clase.