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El profesor incorregible 2ª edición ampliada * Juan Pedro Rodríguez Jaén, abril de 2015

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El profesor

incorregible

2ª edición ampliada

*

Juan Pedro Rodríguez

Jaén, abril de 2015

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ÍNDICE

39.- Elogio del altivo jiennense Marzo 2015

38.- El camino de Santiago (de Calatrava) 2 Diciembre 2014

37.- Del tráfico y sus traficantes Febrero 2014

36.- El informe PISA y la sintaxis gongorina Diciembre 2013

35.- ¡Que nunca lo tenga tan cerca! Noviembre 2013

34.- La hora de los no docentes Octubre 2013

33.- Auténtico vs. paripé= contramobbing Abril 2013

32.- El Estado del Malestar educativo Marzo 2012

31.- Teoría del contramobbing Mayo 2011

30.- La excelencia, del 10 al 0 Abril 2011

29.-La tilde tetracolora Diciembre 2010

28.- Del AVE y de las habas Diciembre 2010

27.-Teoría del “otro” fracaso escolar Junio 2010

26.-El camino de Santiago (de Calatrava) Abril 2010

25.-Carta para Miguel Delibes Abril 2010

24.-Teoría de la sintaxis gubernamental Noviembre 2009

23.-10 puntos sobre los ÍES Octubre 2009

22.-Teoría de la hora laboral no lectiva Junio 2009

21.-El recreo perpetuo Octubre 2008

20.-739(de 893) x 50 = 1-7000 =¡ :-) ! Abril 2008

19.-Teoría de la tiza indignada Marzo 2008

18.-Teoría del voto contrariado Marzo 2008

17.-Educación para la Zapatería Febrero 2008

16.-La ESO pentadecailógica Febrero 2008

15.-Educación para la ciudadaqué? Enero 2008

14.-Teoría de la adaptación al medio escolar:

la educación para las ciudadanías Noviem bre 2007

13.-Sintaxis de la ESO Abril 2007

12.-Teoría de las 5 violencias Diciembre 2006

11.-Sobreesdrújulos Junio 2006

10.-Plaza “Jaén por la paZiencia” 2006

9.-Panfleto pocopedagógico 2006

8.-Carta abierta al Director General de Tráfico 2006

7.-Una espuerta de berrinches 2005

6.-Prólogo a la Gramática gráfica al juampedrino modo 2005

5.-El derecho a ser solereño 2002

4.-El libro de texto de Lengua: trigal y traba 2000

3.-Los miedos de la acuarela 2000

2.-La etiqueta que nos une 2000

1.-¿Aquello + ESO = esto? 1998

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Elogio del altivo jiennense Marzo 2015

Si hacemos el debido caso a los medios, demasiadas son ya las evidencias que

apuntan, cual flecha asesina, hacia un blanco todavía oculto pero tan próximo como

certero: se trata (muy a mi pesar) de una pobre diana endemoniadamente amarrada a

cualquier tronco retorcido de este centenario mar de olivos que me sirvió (y servirá) de

cuna (y sepultura), este bienamado jardín oleícola jiennense que no nació de la nada,

sino de la tierra callada, del trabajo y del sudor.

Como una endiablada saeta desvergonzada y vil enfila su objetivo la flecha

envenenada enturbiando con su trayectoria la claridad del aceite y sus aromas,

amancebando la libertad de las lomas giennenses y prostituyéndose tras sus piedras

lunares. Cada avance del mortal proyectil alanzado por quien tan bien atado lo atalaya

sobrecoge sobremanera al apresado aceitunero ensogado a la áspera corteza de su olivo:

hoy sindicalistas,... y consejeros,... ayer delegadas,... y delegados,... mañana

consejeras,... y sindicalistos,.... a modo de conseguidores que se enriquecen en la herida

generosa del sudor, o de reyezuelos de despacho cortijero, o de altas cargas que pisotean

las frentes y reducen las cabezas.

¡Pero no, no harán blanco en ti, aceitunero altivo, esas repletas aljabas de gentes

renegadas y desertoras del arado, no! ¡Y tampoco vas a ser esclavo con todos tus

olivares porque, formando hiladas junto a tu tronco retorcido de dolor, aún quedan

puros miles de troncos rebrotados, miles de jóvenes estacas, miles de hermosas olivillas,

miles de riquísimos plantones, miles de inmensos olivares, cuya milenaria corteza es, ha

sido, y será, -de experta en fríos y en sequías-, inmune a las aguas y calores, valiente

frente a hachas y ante flechas, y (para tu alegría) agarrada eternamente en su raíz a la

más noble, feraz y altiva tierra andaluza!

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El camino de Santiago (de Calatrava) 2 Diciembre 2014

Anoche volví (otra vez más, Dios mío) a cumplir la penitencia que me impongo

(gustosamente, pero con frecuencia demasiada) de recorrer el camino de Santiago de

Calatrava (digo camino como quien dice veredo: ni vereda es) cada vez que tengo que ir

al pueblo de mis amores (digo amores, pero allí sólo me eché una novia, con la que me

casé). El azar de la vida me colocó por enésima vez en su trayectoria a las 10 y cuarto

de la noche (sí, de noche: sus usuarios nos atrevemos a tomarlo a cualquier hora), una

cualquiera de estas últimas noches de niebla (recuérdese: con niebla y de noche no se ve

el asfalto sino la línea blanca del suelo, pero sólo se ve esa línea en el caso de que esté

pintada). Con la única ayuda visual, pues, de los olivos que franquean tan tedioso (por

conocido) camino recorrí sus veinte kilómetros (son sólo veinte: exactamente el mismo

número de la velocidad media que me marcó el coche hasta mi llegada a las 11 y cuarto)

dando saltos en el asiento (saltos –todo hay que decirlo- sensiblemente menores a los

que se dan de día, cuando la velocidad de crucero puede llegar a alcanzar los cuarenta y

pico por hora), blasfemando cada una de las siete veces en que me engañaron siete de

los 15 hoyos reventadores de ruedas que tengo archicontrolados, despotricando contra

los malditos 25 años exactos que lleva el tal camino sin gastar un euro (o sin ser

gastado) y..., sobre todo, alucinando a cada minuto por lo que había visto a las 10 y 10

de esa misma noche seis kilómetros atrás.

Y todavía me dura el alucine: ¡la autovía la estaban asfaltando nueva a la altura

de Torredelcampo! ¡Kilómetros enteros de asfaltado nuevo! ¡Los dos carriles y el arcén,

tío! ¡Con el asfalto gastado en el trozo que yo acababa de pasar habría habido de sobra

para darle dos capas completas al camino de Santiago!

Pero no alucinaba por ese despropósito: lo que me ocurría era que no conseguía

recordar haber visto nunca un solo hoyito en ese trozo de autovía.

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Del tráfico y sus traficantes Febrero 2014

Acabo de pagar hace apenas medio día mi segunda multa por exceso de

velocidad: la primera ocurrió hace 18 años y esta me llega a mis 40 años al volante, con

mis 500.000 kilómetros ya conducidos equivalentes a 12 vueltas a la Tierra, y ello sin

haber dado nunca un mal topetazo, a la presente. Se trata de una multa de 50 euros por

exceder el límite de velocidad controlado por el radar instalado en un punto kilométrico

de España que dejaré en adivinanza al final de este escrito pues no quiero que me

confundan con nadie.

Acabo de pagar la multa, digo, y encantadísimo, con un alivio inmenso, con el

bolsillo abierto de par en par, con la propina dispuesta por si se la ganaba el banquero

(que ni siquiera me ha dicho que qué quería cuando le he entregado mi papel)..., como

agradecido, en suma. Y no -como equivocadamente alguien pudiera creer- por haberme

ahorrado la mitad por prontopago, o por ser o creerme yo el prototipo de ese conductor

nacional ejemplar que nunca ha entrado ni en las estadísticas de la DGT ni en los

destinatarios de sus mensajes televisivos ni en sus bases de datos cualesquiera, no.

Tampoco por creerme merecedor de un punto de honor que sumar a los 15 que un día

me dieron gratis sin yo pedirlos (porque serían míos). Tampoco va la cosa por que con

ese obligado pago ya haya yo aprendido y metido en mi cabeza que ese preciso punto

kilométrico presenta un especial peligro presente o futuro (ya que han transcurrido dos

meses y pico desde que me echaron la foto hasta el aviso)... No. No va por ahí la cosa.

Va por lo contrario.

Me siento encantado precisamente porque ahora mismo podría yo, por ejemplo,

estar en la cárcel, o haber perdido todos los puntos, o haberme quedado sin carné, o sepa

Dios a qué podría haberme castigado la DGT si el radar lo hubieran colocado ese día

100 metros antes (recién salido de la autovía, vamos), o si mi casual copiloto no hubiera

gritado a tiempo que si no había visto el radar (¡es que yo iba ya pendiente únicamente

del cruce que se veía allá al fondo de la bajada!), o si hubiera pasado a solas esa

enésima vez por ese punto concreto a parecida velocidad a como llevo haciéndolo tantas

y tantas y tantísimas veces (¡es que el radar lo habrían puesto allí haría días y sin razón

aparente!), en todas ellas más pendiente de la carretera y de su tráfico real que de

novedosas o recientes señales (tan inútiles como contraproducentes y hasta

contraindicadas en el noventa por ciento de los casos, como podría demostrar quien

hiciera una tesis doctoral sobre las señales viarias y su relación con la realidad que

señalan).

Sólo me resta en mi alegría rogar a los colocadores de estos modernos artilugios

recaudadores que si lo que pretendieran fuera salvar vidas, o evitar peligros, que, por

favor, me avisen la próxima vez de mi infracción al menos en el mismo año en que se

produzca, si la cometo; y rogaría también que probaran a colocar uno de esos cacharros

(uno que se les haya quedado anticuado valdría) en la carretera que dista de aquel punto

apenas 5 kilómetros (la que me recorro con mis paisanos casi a diario) a ver si así, a

fuerza de ver su señal avisadora, nos retaba a sus usuarios a pasar algún día a algo más

de 50 por hora, que es nuestra velocidad de crucero a lo largo de sus 20 kilómetros.

Aunque aviso que allí poco iban a recaudar pues, tras 25 años sin arreglarla, los coches

ni siquiera la transitan ya y prefieren irse por la del ya famoso punto kilométrico

recaudador, que curiosamente sí conocen ya todos de contarse en los bares giennenses

las cuantías de las multas.¡Y hasta apuestan en qué otro punto kilométrico se recolocará

el aparatejo cuando descienda allí la estadística de las multas o cuando se quede este

mes obsoleto!

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El informe PISA y la sintaxis gongorina Diciembre 2013

Llevo defendiendo desde hace muchos años (antes incluso del primer informe

PISA) algo que el último de ellos, correspondiente a su 5ª edición, subraya sin encontrar

apenas opinión en contra: que la calidad de la enseñanza española (o sus resultados, o

como quiera denominarse) no guarda relación directa ni con el aumento de la inversión,

ni con la ratio, ni siquiera con que el profesorado esté mejor o peor preparado o pagado.

Ni directa ni, digamos, indirectamente; no llego, no obstante, con ello a afirmar que un

maestro desincentivado económicamente y flojito en su materia sea capaz de dar

excelencia educativa en una aula atiborrada y destartalada, pero sí defiendo con

rotundidad basada en la experiencia que con sólo una tiza y en una aula donde sean

mayoría los que quieran aprender un profesor de oposición y retribuido según su

categoría profesional es capaz de conseguir un notable nivel educativo. Todo ello,

evidentemente, si ocurre la doble eventualidad de que lo dejen hablar, por un lado, y de

que sepa bien de qué habla, por otro.

De la primera (consistente en puridad en que, se trate de la ratio de que se trate,

no sean más de uno, o de dos a lo sumo, los alumnos disruptivos que sean incapaces de

aguantar un pupitre en cada aula) muy poco nuevo se puede decir -y aun menos

corregir- a estas alturas milenarias pues lo dejó bien amarrado la pedagogía finisecular

que inició (de buena fe, se supone) la descendente línea de fracaso escolar desde que se

trocó el deber de estudiar por el derecho a promocionar. Aquí, empero, habremos de

volver.

De la segunda eventualidad sí se puede decir algo nuevo, basado, precisamente,

en la imposibilidad metafísica de tanto absurdo como rodea a la educación en España.

Es imposible de toda imposibilidad que un asunto como el que tenemos entre manos sea

tan tratado, haya sido tan abordado, tenga que ser tan legislado,... y haya acabado por

ser una vergüenza nacional, un desastre profesional y una calamidad generacional. Ello

tiene que ser forzosamente debido (como ocurre con todas las complejidades a que se

enfrente el ser humano) a que todavía no ha sido hallada su piedra angular, o, al menos,

a que cuanto más se abunda en una de sus aparentes causas más lejano se está de su

solución (y a años luz de ella si la lente usada tiene un sesgo partidista). Si la razón de

tanto desatino está tan escondida y aún no ha sido ni atisbada ha de ocurrir, no obstante,

que esa causa esté tan a la vista que sólo la ceguera general impida deslindarla.

Desde mi modesto punto de vista, planteo como hipótesis (y mantengo con mi

experiencia) que la razón última del desastre educativo nacional se basa en la mera

sutileza de un concepto, sí, en un solo concepto que, por anatemizado, por mal

entendido, por mal explicado, por difícil, por rehuido, por aparentemente inservible, ha

ido desapareciendo paulatinamente de las clases, desaparición forzada casi en su

totalidad por la eventualidad primera mencionada arriba. En efecto, que toda la

enseñanza nacional haya desembocado poco a poco en el lapidario resumen del Informe

PISA (ese que nos dice vergonzosamente que el alumno español no sabe comprender lo

que lee y si es una cuestión matemática o científica la que se le propone no es capaz de

solucionarla) tiene como causa engendradora que el nuevo ambiente propiciado por la

LOGSE en las aulas ha ido paulatinamente expulsando de ellas un concepto cuya

ausencia en el proceso de enseñanza/aprendizaje lleva al fracaso y cuya recuperación lo

evitaría: ese concepto se denomina simplemente sintaxis, (así, dicho con minúscula,

para que nadie lo reduzca a la Sintaxis, con mayúscula, parte esencial de la asignatura

troncal de Lengua) pues es la base tanto de cualquier operación numérica matemática,

como la de cualquier frase lingüística, como la de su enunciación y resolución. Por algo

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ambas disciplinas son la parte troncal de la enseñanza, y la Lengua en concreto vehículo

de aprendizaje tanto de esta misma como de todas las demás asignaturas. O de su

desaprendizaje.

Si pasamos por alto las evidencias de que los números y las letras se

comprenden leyéndolos, que toda la matemática es enseñada/aprendida a través de la

lengua vehicular castellana (olvídense bilingüismos), que todas sus formulaciones

numéricas son deletreadas en su expresión reglada, que cualquier problema matemático

es desde su creación hasta su resolución, y primeramente, un problema lingüístico,...

estaremos en condiciones de aceptar que una prueba típica de PISA como ¿cuántos

tramos de carretera son necesarios para comunicar cuatro ciudades de forma que

desde cada una de ellas se pueda llegar a cualquier otra sin pasar por una tercera?

(problema de 2º de la ESO) puede convertirse en un galimatías para una mente

acostumbrada ya a leer únicamente renglones sueltos de libros de texto anuales, y ello

intercalado entre un número nada despreciable de mensajes electrónicos diarios cuyo

denominador común es precisamente su desprecio por la sintaxis en sus dos vertientes

mayúscula y minúscula.

Si la evidencia de lo apuntado en el párrafo anterior es ya demoledora, aún lo es

más que las clases específicas de Lengua, como las de las demás asignaturas pero como

hecho agravante por su especificidad, apenas permiten un levísimo acercamiento a la

oración simple y un rechazo manifiesto de la compuesta, lo que viene a decir que la

unidad básica de la Sintaxis con mayúscula, la oración (en su cuádruple modo de

formulación yuxtapuesto, coordinado, subordinado e inordinado) apenas roza las mentes

estudiantiles a la altura de 4º de la ESO en una docena de ejemplos de medio renglón, lo

que determina que la infinita posibilidad de formulación de la idea más genial emitible

por la mente humana se convierta en la capadidad de producción de las simpladas más

inútiles para el género humano.

Porque a todo se aprende o se desaprende. Regalar un par de botas de deporte a

un niño puede producir un gran atleta, pero mantener la botita de bebé en el pie

adolescente únicamente produce cojera o malformación. Obviar la memorización de

todos los adverbios de lugar porque la memorística sea antipedagógica es quedarse

únicamente en el aquí, allí y ya está. No pasar nunca de la oración simple es lo mismo

que saberse todas las tablas de multiplicar menos la del 7 y la del 8. Rehuir la sintaxis

compuesta y compleja, es suspender desde ese momento cualquier problema que precise

de una raíz cuadrada o tener que releer sin remedio cualquier frase que sobrepase los

tres renglones. Analizar, en fin, frasecitas de apenas siete palabritas de extensión y dos

complementitos, o ejemplificar tipos oracionales con frases de obligado contenido

ecológico o semitransversales, o extraer siempre y todos los ejemplos de textos

adaptados a una determinada edad, o desatender el análisis sintáctico de textos

realmente producidos por el lenguaje matemático o científico o filosófico, producen

únicamente pobreza mental. Y ello sin detenernos en considerar el pernicioso efecto

(tan sutil como indemostrable a corto plazo, aunque divertido) que conlleva abusar de la

creación de redacciones personales, o alentar en la producción de seudopoesías y

seudorrelatos, o sustituir la lectura callada y privada por la pública realizada por quien

menos sabe leer de la clase,...

Iniciar esta senda condujo al general odio adolescente hacia Las soledades

(excusado en el absurdo y manido reparo hacia la supuestamente incomprensible

sintaxis gongorina) pero en este camino tan mal trazado España choca ya

educativamente en cada curva en cuanto se cruza con el informe PISA.

Postscriptum:

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De “sintaxis mental” hablaba hace ya 6 años el catedrático José María Pozuelo

Yvancos en su artículo Murcia, el informe PISA y la sintaxis mental (publicado en La

Verdad, el 8 de diciembre de 2007) definiendo tal concepto como “la capacidad de

pensar, de abstraer, de vincular las cosas, y de no hacerlo visualmente, sino en su

mente” y añadía que “Que lo que falla sean las Matemáticas y la comprensión lectora es

un indicio de que la enfermedad pertenece al sistema profundo de la configuración del

aprendizaje: la capacidad de comprender”.

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¡Que nunca lo tenga tan cerca! Noviembre 2013

Acabo de leer la carta al director firmada por Antonio Martín González, de

Granada, titulada Nunca lo tuve tan cerca, y publicada en su diario el pasado 26 de

noviembre. Y suscribo todas y cada una de las palabras que en ella se utilizan, incluido

su título, al que yo parafrasearé con el de ¡Que nunca lo tenga tan cerca! En efecto, yo

habría escrito y suscrito una por una las casi 500 palabras que sirven a su autor para

contarnos que, a raíz de una visita del expresidente D. José Luis Rodríguez Zapatero a

Granada, la casualidad le hizo tomar una cerveza a escasos metros de distancia y esa

cercanía le hizo sentir todo lo que dice en los ocho párrafos siguientes -y cuyo resumen

evito pues ninguna de sus frases admite desperdicio.

No se puede decir tanto de mejor modo y talante, con mayor exactitud y con tan

altísima dosis de valentía como hace este granadino cuando se pone a cantar su verdad

de ciudadano a un expresidente cuya gestión ha abocado a situación nacional tan

desastrosa. Es, o debería ser, de cajón que un presidente asume, o debería asumir, el

riesgo de o pasar a la Historia por levantar un país del punto en que se lo encuentra o de

ser juzgado –por la Historia al menos, ya que todavía no por los tribunales- si la

situación que deja tras sus años de Gobierno es de clarísimo empeoramiento. Y aquí no

valen excusas: si se es capaz, el país avanza; si se es incapaz, se dimite y se deja el paso

a cualquier otro de los 30 millones de españoles en edad de hacerlo; pero si el error

evidente se convierte en empecinado, se le ha de juzgar, como es el caso. ¡Y ya que no

lo hacen los tribunales, que puedan hacerlo al menos los ciudadanos de a pie!

Pero, con ser ya bien sobrante la valentía que supone decir estas cosas en la

España que tenemos, sí se le podría añadir algo a la carta que comento, aunque sólo

fuera para darle el sesgo personal y giennense que este escrito conlleva: mi añadido

(además del implícito en el título) iría únicamente encaminado a escribir un noveno

párrafo referente al mundo educativo, terreno en el que cada cual hemos penado lo

nuestro y muy especialmente las dos recientes generaciones de españoles perdidas, esas

que han sido malcriadas a base de adelgazar vacas gordas, esas que han pasado

forzosamente por IES para recibir seudoeducación, esas que han ido viendo cómo

hundían el país los que se quedaban en la calle, y esas que tendrán que ponerse a sus

treinta años (con un bebé de 2 y una hipoteca de 60) a las órdenes de sus espabilados

compañeros absentistas. Evito nuevamente un resumen (esta vez de mi visión) de la que

ya quedó constancia en mi escrito “Educación para la Zapatería”, de febrero de 2008,

disponible en internet.

Mi carta no tiene por menos que finalizar con las exactas palabras con que lo

hace mi paisano andaluz pues, visto el caso, no queda más que concluir diciendo que lo

que el Sr. Rodríguez Zapatero hizo de presidente “lo estamos pagando todos y lo que

nos queda. Que Dios lo ampare al pobre y le perdone porque lo que es el pueblo español

no lo puede ni olvidar, ni perdonar”.

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La hora de los no docentes Octubre 2013

He leído y releído –con enorme consternación, por cierto- el escrito de José

Antonio Marina titulado La hora de los docentes, publicado la víspera del Día del

Docente en la sección Tribuna del periódico que tan dignamente dirige. Y mi decepción

ha sido total: esperaba tras su título alguna novedad que rompiera el círculo vicioso en

que se pierde nuestra educación nacional (y con ella sus jóvenes sufridores) pero sólo he

ido encontrando un centenar de frases más o menos elocuentes, y en mi cerebro

profesional sólo se ha quedado retenido el leve fragmentito de mediados de la tercera

columna en el que, al referirse al sistema finlandés, se añade como de corrido “no tiene

inspecciones, ni somete a los alumnos a pruebas externas, los profesores tienen

autonomía para elaborar sus currículos”. Y punto. Todo lo demás se convierte, antes y

después, en un marear al profe aconsejándolo, animándolo, criticándolo,

espabilándolo,... arengándolo tal vez. Ni siquiera el ejemplo del perro, aunque gracioso

e incluso destacado fuera de texto, es congruente ya que se aplica a un “profesor de

pedagogía americano” (la cursiva es mía, y el subrayado también). Es más: me ha

dejado la relectura la sensación de que los docentes (entre los que también me

encuentro, como el autor, -y como se supondrá-) vivimos en el país de las maravillas a

que el estresado conejo de la ilustración parece remitir, cuando el dibujo de un conejillo

de Indias habría venido más a pelo.

¡Y es que se trata de la misma cantinela de hace ya casi dos eternas décadas! ¡Es

que solamente se menciona y se alude al profesor, al docente, al maestro, al profe,... y

hasta confundido con un pedagogo! ¡Y venga a aconsejarle, y venga a decirle que se

recicle, que se amolde a los tiempos, que cambie el chip, que se –y parafraseo al autor

en su primera columna- reconvierta, se renueve, se resetee, se reescriba, se regenere,...

¿Y los directivos de cada IES? ¿Y los inspectores? ¿Y las Delegaciones

provinciales de Educación? ¿Y las Consejerías? ¿Y las LOGSEs, LEAs, LOEs,

LOMCEs, y demás? ¿Ubi sunt, oh cónsules! Y, sobre todo y sobre toda la sobretoduría:

¿qué responsabilidad ante tanto fracaso educativo tiene ese cúmulo de despachos de

pedagogos que para poder justificar su nómina han de ingeniar, generar y enviar a cada

docente una parida mensual tan inútil como enrevesada? ¿Cuándo se dará marcha atrás

en el empecinado marasmo de papeleo burocrático e impresentable que ha ido

convirtiendo la carga laboral diaria de cada docente en una farragosa estupidez añadida

a su usual trabajo en clase cara al alumno?

De cada 100 docentes, 2 se escaquean un poco –como en cualquier trabajo; 5

desertan de la tiza porque no pueden sufrir la peculiar índole de la tarea en el aula; y los

93 restantes cumplen a rajatabla y con creces no sólo su agradable y preciosa misión

diaria, sino hasta la mensual antedicha y hasta la de sus 7 “pobres compañeros”. Pero

los 5 que se fueron, amalgamados con otros más que aborrecieron o no pisaron nunca ni

pisarán jamás las aulas han formado una ceremonia de la confusión educativa que hace

muy dificil la sencillísima labor diaria en el tajo, esa que necesita únicamente una voz y

una tiza.

¿Para cuándo un artículo sobre esos, señor Marina?

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Auténtico vs. paripé = contramobbing Abril 2013

He releído con absoluta delectación el artículo Ser auténtico en tiempos

convulsos, del profesor Enrique Rojas (publicado el pasado Viernes Santo en la sección

“Tribuna” del periódico que tan dignamente dirige) y, para ser francos, en mi vida había

imaginado yo que se me pudiera retratar de modo tan certero por alguien con quien

nunca he cruzado ni una mirada ni una palabra tan solas. Y tengo la certeza completa de

que muchísimos más españoles habrán sentido satisfacción semejante a la mía al darse

por aludidos en un escrito que, encerrado entre las dos palabras que lo principian y

finalizan (“España...alegría”) pretende, creo, aportar un granazo de arena en contra de la

tristeza nacional que embarga al común. Sólo añadiría a D. Enrique un par de

precisiones, si me lo permiten.

En primer lugar, habría preferido encontrar en su lectura un poco más de énfasis

en sus dos últimos párrafos para que, así, aunque adquiriese el escrito un tono de arenga

(o de coraje, mejor), la chispa pretendida prendiera con más brío la llama conveniente

para que ardiera ya de una vez por todas -y se consuma- la mediocridad en que nos

movemos desde que empezó este milenio. A nadie se le escapa la urgente necesidad de

que surja ya en España una nueva Ave Fénix que lance a los tajos por la mañana y a las

almohadas por la noche una nueva re-generación de españoles. Y esa creo que es la

pretensión de D. Enrique. Y la mía.

Lo que en segundo lugar añadiría al artículo es algo que sólo se menciona en

alguna frase aislada pero no ocupa, a mi modo de ver, ni su párrafo numerado

correspondiente ni su apostilla: se trata del hecho, evidente, de que a todo lo auténtico, -

y más tratándose de personas-, le llega siempre el día de la Prueba con mayúsculas; pero

no necesariamente esa prueba contundente y definitiva –o muchas otras premonitorias-

sino la personal e individual de cada uno; y, además, te llega siempre en el mundillo del

trabajo, en ese que te mantiene, en ese que te da el pan y te paga la hipoteca, sea de

profesor o de mecánico; y, además, nos llega siempre en forma de ese tan manido por

famoso mobbing, el quiste de este siglo, acoso laboral para los españoles, consistente -

hablando en plata- en que “o entras por el aro de la medianía y el paripé o no eres de los

nuestros, no nos vales”.

La apostilla ya no es tan evidente, pero funciona: la autenticidad de una persona

viene dada, y definitivamente probada, cuando tras haber salido airoso de ese mobbing

se produce un “contramobbing” capaz de remover las conciencias tanto de quienes

carecen de la más mínima autenticidad como de las mediocres que los arropan y

sustentan. Y si en cada tajo se produjera un solo caso, siempre auténtico, tengamos por

seguro que otro gallo nos cantaría al dejar cada mañana la almohada.

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El Estado del Malestar educativo Mayo 2011

Sólo quien ha visto aparecer sus canas delante de una pizarra puede dar fe a ciencia cierta de que la causa primera del desastre educativo andaluz (por no decir el nacional) consiste, sencilla y

llanamente, en que la Administración educativa despilfarra la práctica totalidad de sus recursos en

mimar a ciertos alumnos incapaces por naturaleza de aguantar un pupitre, a los cuales se les

obliga a sobrellevar a su modo seis horas diarias en una aula usual con el constatadísimo fracaso

de ellos mismos y con la inevitada contaminación del resto del sistema (muy especialmente de los restantes alumnos). Frase tan lapidaria precisa mayor explicación únicamente para los profanos,

pues el común del profesorado (excepción hecha de los que después serán tildados de “desertores de la tiza”) asumiría su contenido hasta en la única coma que contiene. Son evidentemente muy pocos esos ciertos alumnos en cada uno de los IES, pero, aunque

únicamente hubiera uno solo (o sola) por aula, habría bastado para que hubiera tenido entrada la ley de la calle en el único recinto creado por el hombre para aprender a defenderse de ella. Los modos y maneras introducidos en recinto tan receptivo por esa ínfima cantidad de ciudadanos han sido los

propios de un alumnado carente de las más mínimas normas de comportamiento no ya escolar sino meramente humano, como las básicas referidas a sentarse en vez de deambular, o de guardar silencio

en vez de chillar, o de respetar en vez de acosar,... como si se tratase de personas que careciesen de casa a donde volver a la salida del IES. Su inmediata inadecuación al recinto, avivada por una merma legislada de la autoridad del profesorado, ha desembocado en consentirles, así, tan

impunemente, que realicen ante los demás miembros del aula (y no necesariamente a espaldas de ciertos profesores) hechos que no repetirían ni ante un policía en la calle ni ante sus propios padres en su casa.

Meter a esas personas en las aulas no fue, no obstante, la gran equivocación. Pese al descalabro producido, la pretensión de igualarlos con los de su misma edad educativa aún puede y ha de ser siempre tildada de plausible. Pero todo se hizo y se rehizo en aras de una igualdad tan mal

entendida, y tan férreamente obligada además, que llegó a provocar contranaturas como, por poner un solo ejemplo, que se juntaran codo con codo zagales de edad demasiado diferente cuyo mero roce

podría provocar en un recreo más problemas que los que pudiera digerir un jefe de Estudios en 50 años de servicio. La pretensión de que pudieran llegar algún día a seguir el mismo currículo tanto el niño que se detiene extasiado ante la fuerza de la diminuta hormiga como el que la aplasta porque no

sabe ni dónde pisa, o la de que un angelico que no es capaz de sacar más de un 1 en los exámenes sí ha de ser capaz de soportar cuatro años calentando pupitres para que así esté alejado del taller de su misma calle,... son obligaciones, impuestas a la ciudadanía, tan estúpidas como hacer desaparecer de

las aulas las tarimas para que el suelo iguale por los pies la gran desigualdad de las cabezas. Conseguir semejante despropósito ha necesitado de todo un sistema educativo concebido

como máquina diabólica diseñada por dirigentes que ven la enseñanza pública como un curioso problema que no van a sufrir sus propios hijos, a los que mandan a la privada. La concreción humana de ese sistema nada abstracto la integran seres pedagogicointelectuales tecnicistas empecinados en la

absurda creencia de que la calidad educativa guarda relación con la ratio, o con el número de ordenadores por aula, o con el número de aprobados (y no con el número de sobresalientes, por jugar con el absurdo)...; o que los educandos únicamente tienen la obligación de asistir al aula, pero no la

de estudiar, ni la de trabajar, ni la de ser puntual, ni la de no alborotar, ni la de esforzarse...; o la de que un curso de esfuerzo equivale a dos de vagancia...; o la de que entra dentro de lo normal que se

pase al curso siguiente sin saber nada del anterior...; o la de que podría llegar a aprender algo quien no fuerza su memoria ni para recordar siquiera la página por la que se iba ayer. Y sus teóricas teorías han sido aplicadas por unos políticos de turno que han logrado curiosamente un aumento en fracaso

escolar aritméticamente proporcional a su proliferación legislativa para atajarlo. El tubo de ensayo en que todo había de ser, a la postre, probado, experimentado, producido, enmendado,... ninguneado,... no pudo ser otro que el aula usual, no otra sino la usual, la cual muy

pronto se trocó en un desbarajuste semejante a barrer en una tormenta, o a dormir en una discoteca, o a conducir en un atasco: el esfuerzo fue sustituido por la holganza y la amenidad, como si el estudio de las rocas hubiera de ser realizado sobre estatutas de payaso; ello provocó una progresiva

incapacidad de adquisición o asimilación de conocimientos, a modo del pie de adolescente que sigue usando botitas de bebé; la dinámica desembocó -por la mera lógica de no existir en mar alguna dos

desembocaduras para el mismo río- en una cada vez más apreciable bajada del nivel en los exámenes

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y en una progresiva subida de notas décima a décima trimestre a trimestre y evaluación tras

evaluación. Y todo siempre ante la pasividad del cada vez mayor número de alumnos que ni copian ya las preguntas de los exámenes, a sabiendas de que aun así pasarán de curso. Atajar como fuera la forzosa salida del zángano del avispero ha provocado un despilfarro

abrumador, tanto en material como en recursos humanos: todos los pupitres han sido ocupados en todas las aulas y en todas las clases con un trasto informático que, en la mayoría de las asignaturas apenas podría tener una utilidad de media hora al trimestre; semejantes novedosos artilugios, mucho

más sutiles de software que de hardware, han sido capaces de conseguir que un niñito pueda poner en jaque diario al profesor quien, pese a dedicarle media hora en exclusiva de cada clase, no ha

conseguido nunca (ni conseguirá nunca en su inútil lucha contra un simple ratón) evitar que ese alumno vea a su antojo dos escenas porno, o envidie cinco modelos de motos, o escriba diez mensajes a sus amigos de discoteca mientras acapara la completa atención de los doce que tiene

detrás. Tanta inversión y tanta abundancia de material gastados para cada alumno, incluida hasta la gratuidad de los libros de textos, ha ido siempre en progresión inversa al fracaso escolar producido y, en el fondo y en la práctica, todo iba sutil e indefectiblemente encaminado y dirigido hacia el

causante del desaguisado, el manido objetor disruptivo, que se convertía así en el más mimado de todo el proceso de enseñanza desde que daba su primera patada a la puerta del aula hasta que se

despedía del IES sin título alguno. La ingente cantidad de material y la multitud de inventos “educativos” tipo mochila de la paz, escuela espacio de paz, aula de convivencia, observatorio de la convivencia, mediador de conflictos,... han atiborrado de gasto, de técnica y de burocracia un lugar

en que sobraría con una tiza, una pizarra y un profesor al que se le dejara hablar. La contaminación provocada por tan ínfimo número de personas se ha ido cebando, poco a poco, tanto en el propio compañero de pupitre como en todos los de su fila, como en el profesor de

cada materia, como en los cinco directivos del IES, como en el propio inspector de zona, como en cualquier otro ámbito relacionado (tipo AMPA). No obstante (y entonemos un honroso “sálvese quien pueda”), ni esos inspectores que o nunca han pisado una aula o tienen como único afán no

volver nunca más a ella, ni esos directivos con cada vez menos horas de clase y por ende totalmente alejados de la realidad de las aulas, ni ese novedoso cuerpo de orientadores y pedagogos que han

instalado sucursales de sus despachos en los IES, ni esos sindicatos que nunca han vislumbrado al trabajador de la enseñanza que tras cada profesor suda su mísero sueldo, ni esos padres que reprochan al profesor que éste trate a sus hijos como ellos no son capaces, ni siquiera esos meros

profesores de a pie, esos que no han podido ni reaccionar ante una novedad para la que no fueron ni preparados ni avisados, esos a los que se ha despojado del mando de las clases, esos a los que se ha degradado al nivel de animadores culturales, esos a los que se ha convertido en la única autoridad a

la que se le puede decir impunemente que le vas a partir la boca, esos cuyo poder de decisión ha sido reducido al mismo nivel que un alumno, o un padre, o un conserje, o un municipal en el engendro

conocido como Consejo Escolar,... ninguno de esos estamentos ha quedado a salvo de tan infesta contaminación pues (y aquí sí ha habido una doble desembocadura) una de dos: quien ha podido, ha desertado de la tiza; y, quien no, ha sido acosado y ninguneado, cuando no expedientado o

“enfermado”. Y todo ello sempiternamente movido y controlado por la más infernal y estéril de las burocracias, como si cualquiera de sus intervinientes esperara acaso que, entre tanto papel inservible,

apareciera de pronto escondido aquel que certifique una inmediata jubilación. Lo antedicho es, evidentemente, un fracaso: no sólo escolar, sino también familiar,

profesional, nacional,... ¡y, sobre todo, adolescente! Porque los grandes fracasados de semejante desatino son, precisamente, los restantes alumnos, esos que han ido viendo cómo cuarto a cuarto de hora, cómo trimestre a trimestre, cómo curso a curso quedaban lecciones sin tocar, esos que han

vuelto a diario a su casa con la lección bien aprendida sobre cómo hay que tratar a un profesor cuando se te pone pesado, esos que iniciaban cada curso con un deber y lo acababan con un derecho, esos que, en fin, han quedado paradójicamente en clarísima desventaja frente a esos otros “ciertos”

alumnos, los cuales aprovecharon la ocasión para aprender (y hasta con sobresaliente) las debilidades de aquellos otros a quienes parasitarán. ¿La solución? ¡Claro que la hay! ¡Y en la misma frase que nos sirve de guía, con sólo

cambiar una palabra, un mero adjetivo! Si la frase decía que “la Administración despilfarra al

mimar a ciertos alumnos que contaminan sobre todo a los demás alumnos del sistema que

comparten el aula usual”, en cuanto se perciba que el aula “usual” es a todas luces inviable se habrá

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dado el gran paso inicial para la correcta educación de todos y cada uno de los futuros jóvenes

españoles.

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Teoría del contramobbing Mayo 2011

Hay personas que, cuando son

zancadilleadas, no sólo no caen

sino que encima adelantan un paso.

El “mobbing” (anglicismo que debería ser sustituido cuanto antes por el castizo

“asesinato retardado” u otro semejante para ver si así entra ya como debe en el Código Penal) es

una de esas conductas que, tal vez por la escasa aparatosidad mediática de sus efectos, goza

todavía de total impunidad, como si esos asesinaditos que perecen en el mundo laboral no

dejaran tras su paso a la inexistencia el más mínimo rastro ni en empresas, ni en amistades, ni en

familiares, ni siquiera en el cajón de la ventanilla donde se estampó cierta vez la temblorosa

firma de otro estúpido buscador de Justicia con mayúscula.

Pues bien: no sólo goza esa castiza conducta de total impunidad sino que, además, se

trata de un comportamiento que hasta acaba siendo galardonado con una generosa recompensa

consistente esta, amén de en la incuestionable eliminación de la víctima como estorbo y su paso

a mejor vida laboral o eterna, en la consecución del mérito, cargo o posición social pretendidos

con semejante indigno, inhumano y traicionero proceder.

Ítem más: que esas impunidad y recompensa consentidas coexistan hic et hoc con la

cotidiana y desastrosa situación a que fuerzan a desembocar a su víctima, es otro más de los

sangrantes sinsentidos provocados por eso que se esconde bajo el ya eufemístico término de

“mobbing”, el cual, por su mera y casi xenofóbica denominación, parece como si pretendiera en

nuestro idioma alejar su infesta realidad hacia lugares más anglosajones, o, como mínimo,

menos cercanos al concreto y podrido tajo laboral en que campa a sus anchas.

Otro sí diríase que, para mayor abundamiento, el acosador “mobbinglero” goza y hasta

disfruta con el propio mal perpetrado, disfrute que –y aquí está la esencia de un delito- sirve

incluso de acicate compulsivo para ir sumando, cual si de escalera o escalafón se tratase,

víctimas y estorbos en un afán acumulativo por escalar los ansiados mérito, cargo o posición

social a la vista de la impunidad conseguida caso tras caso.

Es más: los últimos estadios del “mobbing” más usual y denigrante suelen consistir,

cuando el victimario tiene demasiadas agallas o está resultando más duro de roer de lo

imaginado, en una intencionada fiesta laboral en la que la mofa, la broma, el cachondeo y demás

parafernalias festoleras celebran, como si de un funeral adelantado se tratase, la cercanísima

fecha en que ese estorbo que ocupa esa mesa o esa aula o esa oficina o ese puesto será muy

próximamente ocupado por cualquier otro alguien que en nada, absolutamente en nada, se

parecerá a la nulidad que tanto estorba para la consecución de los altos fines para los que fue

creado ese puesto de trabajo, para el que ya está hasta contratado un sustituto.

Aún más, en fin: la inminencia del cercanísimo y ya evidente desenlace provoca los

revuelos en masa de acosador y jauría en un intento por adelantar con sus buitreras vueltas en

rededor las agujas de un reloj que, aunque marca perfecta y digitalmente las tediosas horas de

entrada y salida del trabajo de cada día, tiene el enervante defecto de no contar el tiempo con la

misma prisa con que el acosador y sus adláteres pretenden. Y es en ese empeño por acosar

también al tiempo, es en ese afán por dominar contranatura a la propia Naturaleza, es ahí,

precisamente ahí, donde radica la única debilidad incontestable de quien entiende que el reloj

correrá más deprisa cuanta más cuerda se le dé.

Sí. Ahí. Precisamente ahí. En el tiempo. Siempre el tiempo.

Y es que llega un día el día en que o acosador o sus secuaces, da igual el sumando de

que se trate, en el afán por ganarle un paso al paso natural del tiempo, comete cierto día un

error, tal vez al querer asestar nerviosamente el golpe de gracia, queda entonces en evidencia la

trama sustentadora de tanto embrollo, es así ello percibido por la víctima y –en el caso de que

no sea ya demasiado tarde, evidentemente- el asunto empieza a dar en cuestión de instantes un

giro de muchísimos grados hacia atrás. De hecho, las víctimas de mobbing suelen, en un solo

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momento siempre clave en sus vidas, conseguir la prueba evidente de por donde venían tiros tan

descomunales, de a qué se debía tanto hostigamiento, de a cuento de qué le venían tantos

problemas de conciencia,... Y es en ese preciso momento clave cuando el arrinconado coraje

estalla como pólvora reseca..., la sed de Justicia avanza a pasos realmente agigantados

descubriendo falsedades y mentiras escondidas, y llega inclusive el día en que hasta se piensa en

plantarle cara al acosador.

Pero entonces se comete el error fatal, no por parte de cualquier de los restantes

sumandos del acosador, que andan a estas alturas escondiendo pruebas o comprando silencios,

sino por parte de la propia víctima quien, en su envalentonamiento revividor, viene a caer en el

mismo vicio erróneo del acosador: echar mano del superior inmediato para que actúe en

consecuencia. Aquí, en buena ley, debería estar la solución, ya que, por pura lógica, desde el

mismísimo momento en que instancias superiores en el ámbito laboral se den por enteradas de

la situación que están viviendo sus subordinados el conflicto habría de ser inmediatamente

zanjado. Y este sería un primer inicio de la justicia con minúscula.

Pero, ay, no es eso lo que suele ocurrir... Cuando no es el propio superior el que se

alista con los acosadores en una mera defensa del sistema, es el propio acosado el que se pone

en bandeja ante ese sistema por el mero hecho de haber tenido el valor de hacer una denuncia...

Y entonces hasta la propia queja de la víctima es convertida en contradenuncia. Y entonces es

cuando el antes fallido suicida y ahora estupefacto trabajador empieza a ver con escalofriante

nitidez los preparativos de su retardado asesinato... Y entonces...

Entonces es precisamente cuando el coraje inicia el contramobbing.

¡Y funciona!

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La excelencia, del 10 al 0 Abril 2011

La actual situación de la enseñanza secundaria obligatoria en España provoca a diario

multitud de intentos solucionadores (más bien reparadores) entre los que destaca de vez en

cuando alguno que, por su originalidad al rizar el rizo, merece cierta consideración, siquiera sea

momentánea, tanto del ciudadano de a pie como del político de la ocurrencia. El penúltimo de

ellos, el de la creación de aulas de excelencia (o de exigencia,... tal vez trilingües

posteriormente), pese a ser quizá el que más se acerca a la diana (pues por ahí ha de ser lanzada

la flecha), no acaba de atinar, a mi modo de ver, de modo certero y definitivo con la clave del

actual desastre en que nos hundimos pues el propio concepto en que se sustenta, el de la

excelencia, es decir, el del 10 de toda la vida, es un término que ha de dar por supuesto un

recorrido previo que tiene que superar inevitablemente los siguientes otros niveles:

10.- La excelencia en un sistema educativo la da el profesorado, no la lleva intrínseca el

alumnado (de ninguno de sus tipos), ni tiene su cabida en una aula (de ninguna de sus ratios), ni

mucho menos es concedible por un político (de ninguno de sus signos).

9.- El sobresaliente se ha convertido paulatinamente en los IES en la nota que se suele

dar ya “por excelencia” al alumnado que destaca sobre la normalidad de aprobadillos raspados

y, en no pocos casos, a quien consigue rellenar en un examen algo más que los enunciados de

las preguntas.

8.- Lo único notable a día de hoy, y de lo único que habría de tomar nota clara quien

debe solucionar la enseñanza secundaria actual (y la ya contaminada universitaria), es su

calamitoso estado de fracaso generalizado tanto escolar, como académico, como, y muy

primordialmente, humano.

7.- Son 7 únicamente los alumnos, o alumnas, de cada IES que acaparan el 99% del

esfuerzo educativo que realizamos el país entero para conseguir, en el mejor de los casos, todo

lo contrario a lo pretendido, por haberles propiciado precisamente terreno más que abonado para

lo que esos pocos pretenden aprender.

6.- Lo único que funciona bien en cada IES es el continuo y kafkiano aumento de carga

burocrática, a la que, pese a no dar ya abasto ni las modernas tecnologías de procesamiento de

texto, ni las reprográficas, ni las manuscritas, se le consigue dar salida rayana en la perfección

curiosamente porque ningún profesor se salta ningún papel.

5.- El ansiado APROBADO ha perdido su milenario valor de recompensa a un esfuerzo

desde el fatídico día en que fue sustituido por un seudopedagógico PROMOCIONA.

4.- Los IES son manejados, y algunos dirigidos, por cuatro estamentos (la Inspección, el

equipo directivo, el Consejo Escolar y la AMPA –el quinto no incluido sería el Claustro), y/o

por cuatro desertores de la tiza, que ven en un carguillo la solución vital a su profesión.

3.- En cada aula se enfrentan hora tras hora tres niveles legales en continua pugna

desalentadora por su incompatibilidad manifiesta: la ley del menor, la logse y la ley de la calle.

2.- El doble pilar que sustenta la educación se compone de atención y esfuerzo, por este

orden.

1.- Sólo debería existir un solo fin decente en la educación: que cada criatura obtenga en

una aula gratuita lo necesario para defenderse en la vida, pero ello lleva inherente tanto un

profesor que se lo pueda transmitir como, principalísimamente, un compañero de pupitre que los

deje realizarlo.

0.- El profesorado no necesita nada, absolutamente nada, ni siquiera tiza, ni siquera

libro de texto, y mucho menos internetes o pizarras digitales, para alcanzar el ajustado nivel de

excelencia que cada alumno lleva en ciernes cuando se coloca ante él: solamente necesita que lo

dejen hablar.

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La tilde tetracolora Diciembre 2010

Los muchos años que llevo como profesor de Lengua y los millones de

renglones en castellano que han pasado ante mi vista me han ido dando a conocer el

sutil mecanismo de que dispone nuestra lengua para aclarar a sus lectores, mediante una

simple tilde (o su ausencia), sobre cómo ha de ser pronunciada cada una de sus palabras.

Y, cual maestrillo que tiene su librillo, he dado a luz un esquema en forma de H para

mis alumnos, al que pongo en los exámenes el epígrafe de “La regla de las 4 tildes”, el

cual, desde que fue concebido a finales del siglo pasado, no sólo no ha encontrado

excepción que lo trastoque, sino que además ha ido soportando (y refutando) opiniones

asentadas de antiguo tanto en libros de texto como en profesores y alumnos de

tendencia más memorística que crítica. Así, defender ante empollones que “las

sobreesdrújulas no existen en castellano”, o que “la Real Academia no hizo bien en

suprimir la tilde en aconteCIÓme” (que pasó a aconteCIOme), o que “palabras como

GUION o TRUHAN no podían llevar tilde de ninguna de las maneras, lo dijese el libro

de texto de toda la vida o la profe del año pasado o la Academia paraguaya”, fueron

batallas siempre ganadas en clases memorables en las que los más aventajados

quedaban convencidos y los restantes hechos un lío completo, incapaces de concebir

que LÍo llevara tilde y no el que los LIO.

Y es que el asunto tiene migas estudiantiles si no se toma en consideración el

pequeño detalle de que, para un solo acento castellano, la lengua española dispone del

simbolito tilde (´), o de su ausencia, pero con 4 variantes distintas, en perpetua disputa

entre ellas mismas, aunque prevalezca siempre una sobre las restantes y aunque a veces

sean dos las que de modo superpuesto habrían de ser estampadas sobre el vocablo en

cuestión. Esa tilde tetracolora únicamente se aprehende por el estudiante en su

integridad (y para toda la vida, por cierto) si se aprecia la licencia metodológica de

considerar que cada una de ellas es de diferente color. En efecto, cuatro son las tildes

castellanas: la de los hiatos (roja, por ejemplo), la de las agudas, llanas y esdrújulas

(azul), la diacrítica (verde), y la de los compuestos (amarilla). Y por este orden de

prioridad.

La tilde roja de los hiatos consiste en que cada vez que en castellano no se

pronuncia diptongo o triptongo (SEria frente a seRÍa, por ejemplo, o VAria frente a

vaRÍa), nuestra lengua aplica una tilde sobre la i o sobre la u para indicar al lector que

una de esas dos vocales no forma ni diptonto ni triptongo con cualquiera de las tres

restantes (a,e,o), estén colocadas delante (ai) o detrás (ia) o enmedio (iai). Esta tilde

prevalece sobre cualquiera de las otras tres, y por ello vaRÍa lleva tilde roja pese a

resultar llana y no necesitarla por terminar en vocal; o leÍme también la lleva roja pese a

que la Academia dijera que los compuestos de verbo con pronombre no la llevan si no

producen esdrújulos (y ha de añadirse que leÍmelo, por ejemplo, que sí parece dar la

razón a la Academia, sigue manteniendo la misma tilde roja, pero no por ser ya

esdrújulo azul, ni siquiera por compuesto amarillo, sino por el hiato rojo dominante).

La tilde azul de las agudas, llanas y esdrújulas sirve para que el lector perciba en

su lectura la diferencia entre la esdrújula siempre marcada con tilde TÉRmino (no hay

en todo el diccionario castellano una sola sobreesdrújula aplicable a esta tilde) y la llana

terMIno y la aguda termiNÓ, las cuales se diferencian entre sí en el preciso sentido de

que, terminando en vocal, n ó s, la aguda llevaría tilde pero la llana no (esTÁ, frente a

ESta), y al revés (faROL frente a ÁRbol).

La tilde verde diacrítica se apoya en la última idea expuesta en la tilde anterior

sólo para afinarla: dado que las monosílabas no podrían confundirse nunca con las

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llanas (que son siempre bisílabas como mínimo) sería absurdo colocar tilde en ellas

aunque terminasen en vocal, n ó s, por lo que nunca llevan (ni DE, ni SOL, ni LA, ni

QUE, ni QUIEN, ni GUION, ni HUI, ni FUE,...ni ningún monosílabo). Pero ciertas

homonimias muy usadas (DÉ, del verbo dar, frente a DE, preposición, por ejemplo) han

aceptado una tercera tilde (verde ahora) que ni es general para todos los casos (LA,

artículo, frente a LA, pronombre personal, y ambas frente a LA, nota musical; FUI, del

verbo ser, frente a FUI, del verbo ir,...) ni es exclusiva de los monosílabos (caso

bisílabo: DONde, relativo, frente a DÓNde, interrogativo, o el ahora eliminado SÓlo,

adverbio, frente a SOlo, adjetivo; caso trisílabo: aDONde frente a aDÓNde,...).

La tilde amarilla de los compuestos viene a plantear casos relacionados con cada

una de las tres tildes anteriores, que a continuación se desgranarán, pero la lógica de la

lengua (aunque no la norma académica) está bien clara: el vocablo compuesto ha de

respetar lo hasta ahora dicho respecto al simple y en ello consiste la norma de esta tilde,

en que todo queda como estaba, se añada mediante guion otro vocablo (hisPAno-

HÚNgaro), o se añada un solo enclítico (DAme, DÉme, VEte, salVÉte), o se añada el

sufijo –mente (RÁpidamente, FÁcilmente, aLEgremente, corTÉSmente, FIELmente,

donde ni FIELmente es esdrújula azul, ni tampoco esdrújulo amarillo, ni corTÉSmente

es esdrújulo amarillo pues mantiene tilde aguda azul, ni aLEgremente es

*sobreesdrújula azul por su mera inexistencia). Es más: si lo que se añade son dos

enclíticos o resulta un compuesto ortográfico (de esos que van sin guion) todo se vuelve

a lo simple otra vez, es decir, se aplica la tilde azul, que siempre daría esdrújulos con

tilde en el caso de los verbos (DÁmelo, salVÉtelo) o cualquiera de los tres casos azules

posibles (decimoSÉPtimo, decimoterCEro, ciemPIÉS), subrogado y supeditado todo

ello, como siempre, a la tilde roja de los hiatos (coGÍamoslo, pintaÚñas). ¡Lo

compuesto reducido a lo simple!, como aconseja nuestra lengua madre. El

verdaderamente único problema que presenta esta tilde amarilla de los compuestos es

precisamente el creado por la Real Academia cuando indicó hace tiempo que los verbos

que no producían esdrújulos perdían su tilde si la llevaban (*acerTÓlo), es decir, no la

mantenían (acerTOlo), norma que está en flagrante contradicción con otra de su mismo

grupo (amarillo) relativa a los compuestos en –mente (que sí la mantienen, como en

corTÉSmente, y, además, no producen esdrújulos, como en FIELmente, ni

sobreesdrújulos, evidentemente.).

Como se habrá apreciado, el castellano ha creado un mecanismo perfecto para

ser pronunciado al ser leído y su normativa también lo llegará a ser cuando se acepte

que los verbos han de mantener su tilde en los compuestos para que no se “enfaden” sus

compañeros de tilde, los adverbios en -mente, por un lado; y, por otro, que no tienen

existencia en castellano las palabras sobreesdrújulas, por mucho que de un par de

legislaturas a esta parte se haya extendido por nuestra lengua la fea y antinatural

pronunciación de repelentes sobreesdújulos como RESponsabilidad, REferirme,

CONfraternizar, LAteralidad, PARlamentario, LEgalismo, etc., que nunca verán una

tilde azul sobre ellos por muy atrás que se pretenda retrotraer el único acento castellano.

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Del AVE y de las habas Diciembre 2010

Yo también felicito a esos cientos, miles y llegará a millones de españoles que

van a poder utilizar el servicio nacional de otro nuevo tren de alta velocidad con el que

podrán trasladarse a otro más de los lugares de nuestra común España por un precio tal

vez igual de caro o de barato en comparación con las ya obsoletas autovía y autopista

adyacentes con las que la vía se acompaña y entrecruza a lo largo del trayecto de la

nueva línea; seguramente también llegarán esos afortunados españoles un poquitín antes

dado que, como reza el nombre del artilugio, la velocidad será más alta; y también

harán el viaje, con absoluta seguridad, un poco más cómodos ya que ni atascos ni

baches ni inclemencias distraerán ni los ojos ni los riñones de esos ciudadanos de urbe

capital que se bajarán en la estación de destino para hacer a renglón seguido en la costa

lo que mejor les venga en gana pues para eso están la libertad y el tiempo de cada uno.

Y el bolsillo. Y el AVE. Y, tras ellos, quienes han ido pagando la ingente obra realizada

con sus impuestos recabados desde lugares a donde nunca llegará ni un AVE, ni una

autopista, ni una autovía, ni una carretera siquiera. Y ni siquiera un carril.

Y es que en España hay muchos otros lugares –precisamente conozco uno de

primera mano, el terreno ese donde suelo sembrar todos los años las habas por estas

fechas, justo donde tendré que recoger y transportar la aceituna el mes que viene- en los

que ni siquiera por carril puede accederse pues las inclemencias pasadas y las desidias

políticas presentes han ido convirtiendo en pedregal intransitable el medio kilómetro

escaso de zanja-carril cuyo arreglo habría costado al Estado algo menos de media

traviesa de ferro-carril ya que con un par de camiones de zahorra habría sobrado.

Tal vez el misterio de la enorme diferencia existente entre ambos caminos, y su

toma en consideración, esté en que se les cobra más impuestos a una tumbona de playa

que a un saco de habas; o tal vez sea que todavía no ha llegado, o ya pasó, el siglo en

que se destine presupuesto para carriles; o tal vez ocurra otra eventualidad

nosequécarrilera. Pero lo cierto y verdad es que el carril que yo y mis vecinos llevamos

penando desde el siglo pasado sólo lo pueden transitar las aves.

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Teoría del “otro” fracaso escolar Junio 2010

Que el “fracaso escolar” ha tomado carta de naturaleza en la sociedad española

es una triste realidad largamente anunciada a la que ya sólo le queda entrar como

término con entidad propia en el diccionario de la RAE. Pero la acepción primera en

que allí se definiría (a saber, “el sufrido por un tipo de alumnado que, mitad absentista,

mitad travieso, pierde en un IES los años de vida que le restan hasta los 16 y no los

aprovecha ni para sacarse un título que le cubra unas mínimas expectativas de empleo

futuro”), pese a ser la acepción más socorrida, tal vez sea únicamente la sutil tapadera

de otras 8 acepciones tan reales como innombrables, por indignas:

Por fracaso escolar también ha de entenderse el que se haya trocado para

siempre el tradicional recinto del aula en una suerte de habitáculo en recreo perpetuo,

atestado de trastos sustitutorios de la tiza que emergen de un bosque de cables y

mochilas desparramadas por doquier sin dejar apenas sitio u ocasión para el uso de unos

libros de texto tan demasiadamente gratuitos que varios alumnos los olvidan siempre en

casa; la mayor utilidad comprobada de esos nuevos enseres es la de que, en las zonas

con cobertura, se tiene acceso a un internet en cuyo hardware no ha sido aún instalado el

software que le tape sus indecencias.

Por fracaso escolar ha de entenderse también el que se haya desparramado por

el resto de dependencias de los IES el mismo ambiente incompatible con el estudio,

conformando un tipo de edificio con perfecta cobertura para móviles, con pasillos

vigilados con videograbadoras, con preinstalación de las mismas en las aulas y con

biblioteca reconvertida en aula de convivencia, que así se llama al espacio colector de

expulsados del aula.

Por fracaso escolar ha de ser también entendido el que se hayan ido perdiendo

casi a destajo, no ya las exquisiteces de comportamiento para las que fueron creadas

estas instituciones, sino las buenas maneras, los modales, la compostura y hasta la

decencia, para ir dejando paso a la impuntualidad, la insubordinación, la dejadez, la

despreocupación, la negligencia, el descuido, el desorden, la indisciplina, el desaseo, la

desvergüenza, la extravagancia, la inurbanidad, la suciedad, la irrespetuosidad, la

desconsideración, la grosería, la vileza, la indecencia, la descortesía, la impasibilidad, la

chulería, la desobediencia, el egoísmo, la terquedad, la irreflexión, la inoportunidad, el

bullicio, la molestia, el descaro, la arrogancia, el atrevimiento, la insolencia, el insulto,

el arrebato, la furia, la infamia, la violencia, la agresividad, el avasallamiento, la

provocación, la brutalidad, la crueldad, la falsedad, la mentira, el desinterés, la

incultura, la ignorancia, la trivialidad, la flojedad, la pereza, la apatía, la abulia, la

desidia, la irresponsabilidad, la inercia, la indiferencia, la maquinación, el enredo, la

malicia,... por la sencilla y única razón de que ni se cumplen las normas, ni se hacen

cumplir, ni se sabe ya para qué serviría su cumplimiento.

Por fracaso escolar también ha de ser entendido el haberse consentido, por

meras e inconfesables razones ideológicas o políticas pero nunca educativas, que se

hayan trocado los deberes de la totalidad en los derechos de unos cuantos,

sustituyéndose por decreto el deber de estudiar por el derecho a la educación, el deber

de aprobar por el derecho al aprobado, el deber de pasar de curso por el derecho a

promocionar, el deber de igualarse por el derecho a la igualdad, ... todo ello imbuido en

el sistema educativo de modo dictatorial a través de un marasmo legal y burocrático de

tintes miserables en demasiados casos.

Por fracaso escolar entiéndase también el haber quedado sin remedio hipotecado

el futuro de las dos últimas generaciones de españoles, especialmente las procedentes de

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extracción más baja, por haberlas condenado a una pésima preparación y así colocarlas

en clara desventaja tanto frente a los que sí han podido conseguirla en una enseñanza

privada como frente a los que han utilizado la pública para aprender o perfeccionarse en

la astucia vital.

Por fracaso escolar ha también de ser entendido el haberse propiciado ante tal

descalabro un curioso Cuerpo de Desertores de la Tiza, los cuales, al dictado de

circulares de inspector, y con la connivencia de ciertos sindicatos, y con el consejo

orientador de pedagogos de sabia teorización, y hasta con el beneplácito de ampas

atinadas, han robado el timón de la enseñanza al Claustro de Profesores para

procurárselo a un Consejo Escolar cuya peculiar constitución (padres más alumnos más

representantes municipales y demás) sólo ha conseguido la aclamación de las consignas

pregonadas por directores cada vez más alejados de sus aulas.

Por fracaso escolar, en fin, apenas suele entenderse el inmenso gasto humano y

vital que todo lo anterior ha producido en el común del profesorado.

Si bien la primera acepción no tiene ya viso alguno de ser enmendada (pues

jamás será ya asumido que lo que ese tipo de ciudadanos tiene es el deber de estar en un

aula hasta los 16 años, no el derecho) las demás habrían de ser el punto de partida que

retome el también fracasado pacto educativo nacional, que sólo saldrá a flote si se lleva

a cabo, no entre políticos tan ignorantes de la vida en las aulas, sino entre padres y

profesores (o, por mejor decir, entre padres de alumnos responsables y profesores de a

pie). O, como mínimo, entre profesores y padres de ese zagalillo que desde que te atisba

desde el fondo del pasillo espera ansioso a que te cruces con él para decirte un “hola,

profesor” que siempre suena a un “ayúdeme, por favor”.

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El camino de Santiago (de Calatrava) Abril 2010

Son ya tantos los años que llevo contemplando cómo los 20 kilómetros que van

de Martos a Santiago de Calatrava envejecen, se eternizan, se gangrenan, y se pudren,

que me maravillaría que quedara todavía alguien en el pueblo que albergue aún la

peregrina ilusión de morirse con la carretera arreglada. Ni los que nazcan esta misma

semana, ni los que allí celebraron sus bodas hace un cuarto de siglo, ni tan siquiera los

últimos jubilados enterrados, ni han visto, ni ven, ni verán otra cosa que no sea un

monocarril bidireccional, cientos de badenes tobogánicos, varios cambios de rasante de

montaña rusa, las suficientes curvas de infarto, miles de accesos de suspense, una, en

fin, carretera tan obsoleta que a veces da la impresión de que te vas a topar con un carro

en cuanto salgas de alguna de sus empecinadas curvas.

Son apenas 20 kilómetros, pero cuentan en cada uno de sus hectómetros con el

particular accidente de cada uno de sus vecinos, unas veces por la imposibilidad de

adelantar, otras por el frenazo ante quien no hizo el stop, otras por el reventón de

neumático, otras por el roce con el que venía, otras por salida de la vía, las más porque

te echan fueran, en una sucesión tan peligrosamente progresiva como el enervante

crecimiento de baches pedregosos que parecen venir anunciando un toque de campanas

de la iglesia al son de amortiguadores destrozados.

Sólo faltan a ese camino de peregrinación las diversas posadas que den alivio de

caminante al sufrido usuario de un tedioso trayecto por el que únicamente los más

veloces son capaces de conducir al irrisorio minuto y medio por kilómetro, velocidad

cuya única ventaja consiste en la imposibilidad de la pérdida de algún punto del carné.

No sé quién será el responsable de la totalidad o de los diversos tramos de esa

mal llamada carretera; pero lo que sí sabemos los que nos conocemos cada uno de sus

milímetros es que no debe de transitar por allí.¡O tal vez se trate en este caso de una

nueva “teoría del futuro progresista”, ese que se pregunta que para qué hacer carretera

nueva hacia un sitio donde pronto ya nadie tendrá que ir!

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Carta para Miguel Delibes Abril 2010

Estimado Miguel y maestro:

Ahora que te has elevado muy por encima del campo castellano y no vas a poder

ya más echar con los mortales un ratito de perdices, me vas a permitir que te aconseje

que, allá por donde sea que circundes nuestra Tierra, aguces tu aguda vista perdicera por

si en cualquier recoveco sideral topa tu mirada con algún pájaro de perdiz. Si tuvieras

esa ocasión, hazme el favor de observarlo detenidamente tú que tanto sabes de eso y

aprecia si se trata de un hermoso ejemplar de apenas 37 centímetros de altura, dos

espolones en cada pata y un remolinillo en la pechuga.

Por si te entra alguna duda, lo verás que entresale de una novela de la que es

auténtico protagonista, y, si le sonsacas conversación, verás que se pone así a mirarte,

ora a izquierdas, ora a derechas, como si te hubiera confundido conmigo en novelista. Si

entablas relación con él podrás sobrellevar el cielo que compartiréis eternamente de un

modo más terrenal y llevadero.

Y, por favor otra vez, no te olvides de darle mis recuerdos.

Ah, yo lo llamaba Gumersindo.

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Teoría de la sintaxis gubernamental Noviembre 2009

Tengo tan metida en la mollera -y le estorba tanto a mis entendederas- la

frasecita que hace muy poco oí y luego leí en teles, radios y periódicos (“España no ha

pagado ningún rescate”) que me temo que, si no hoy de mañana no pasa, se la voy a

soltar a mis alumnos para que la analicen en la pizarra ahora que, a finales de

Noviembre, los currículos de los segundos ciclos de la ESO andan por la oración simple

en la asignatura de Lengua. Y lo que me temo es que frase tan sencillita llegue a

provocar en mis más aventajados alumnos la misma sensación que en mí está

produciendo desde que, tras apenas oírla, la asimilé como una increíble oración con su

sujeto, su verbo y su complemento directo en sus apenas seis palabritas de emisión.

¡Tan poca Lengua para decir tanto!

¡Porque la frase tiene migas! El sujeto, pese a englobar a un montón de millones

de españoles, no sólo no se refiere a ninguno de ellos en concreto sino que además

tampoco se refiere a su conjunto, por tratarse del ente abstracto que es. Semejante sujeto

no puede, pues, sencillamente, ni pagar ni haber pagado nada, ni aun como entidad o

ente público fiscalizable, al modo de una “España, S.A.”. Y ello sin tomar en cuenta que

lo “pagable” es, precisamente, algo “impagable” por su misma índole ya que la esencia

de un rescate está en devolver al propietario lo que era suyo; y nadie, que yo sepa, se

paga a sí mismo. Si ese verbo, por tanto, es incompatible con su complemento directo,

aún menos compatibles son las dos negaciones que hay en tan corta frase (“no” y

“ningún”), que, por su mera presencia, convierten a una oración tan aparentemente

negativa en claramente afirmativa, pues dos negaciones afirman.

¡Pero, por más vueltas que le doy, no me decido a escribirla con la tiza! ¿Por qué

será?

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10 puntos sobre los ÍES Octubre 2009

El único problema que se vive hoy día en las aulas y del que tenemos

conocimiento exacto todos los profesores que seguimos estando todavía al pie del cañón

consiste en lo siguiente:

1.-Son únicamente unos 7 (el 1% del total prácticamente) los alumnos en cada

IES que están demostrando ser las causas primeras de todo el absurdo que se vive en el

acontecer diario de un Centro, y prueba de ello es que el 99% de la “atención” educativa

está dirigida hacia ellos.

2.-Los recursos humanos que precisa este alumnado, como ciudadanos españoles

con plenos derechos que son, ni existen en la plantilla de los IES ni son cubiertos por la

administración educativa.

3.-El sistema educativo los “suele agrupar” demasiado tardíamente, y como

problema “aparcable”, en una suerte de espacios de urgencia cuando les diagnostica su

incapacidad manifiesta para aguantar un pupitre, incapacidad que no guarda relación

alguna con la tan cacareada autoridad del profesor, la cual sí es respetada por el resto

del alumnado pese a la inevitable merma sufrida en su desempeño durante los cinco

últimos trienios.

4.-El cauteloso mecanismo sancionador del sistema se ha ido trocando en una

paulatina desautorización del profesor y apenas llega a conseguir para los que incordian

una semana de vacaciones particulares antes de las de Navidad, Semana Santa, o

verano.

5.-Las proverbiales virtudes del sistema educativo, no pensado para un

alumnado desmotivado y sin expectativas, son terreno más que abonado para que aulas

y pasillos sirvan de escuela de gamberrismo a quienes a finales de cada Septiembre

tienen ya superados con creces todos los objetivos que les habría marcado la calle.

6.-Cada hora lectiva de 60 minutos queda reducida, por la mera inadecuación al

aula de estos alumnos, a apenas media hora de aprovechamiento académico, lo que

conlleva que cada curso se reduzcan los contenidos a la mitad, con su correspondiente

progresión aritmética etapa tras etapa y ciclo tras ciclo.

7.-Ese escasísimo número de alumnos, y la espiral de influencia que va

generando, acaban creando, desde mediados de Octubre, la suficiente documentación y

burocracia de partes, amonestaciones, expulsiones de aula, etc., suficientes como para

copar la jornada completa de cada Jefatura de estudios.

8.-El sistema, además, “premia” al alumnado en cuestión de muy diversos

modos (sin que hayan servido nunca para nada las débiles y escasas voces sindicales

que se hayan decidido a denunciar el abuso) con la consiguiente, inevitable y

“aleccionadora ridiculización” de los esforzados.

9.-Cualquier voz que ponga el grito en el cielo ante semejante absurdo es

sistemáticamente silenciada en una curiosa sucesión de reuniones a dos bandas

impedidas por sistema para desembocar nunca en la terna aclaradora.

10.-En todos los casos se evidencia que no hay un padre o una madre en

condiciones detrás, ni siquiera una familia normalizada, y que, por ello precisamente,

quien únicamente se preocupa de la educación de estos alumnos es, por seguir

escarbando en el absurdo, quien menos les consiente en los IES, su profesor

precisamente, pero así, sin más, él, o ella, en solitario.

Todos los demás problemas de la educación o la enseñanza, o de la juventud en

general, o del futuro de este país, puestos a ver, proceden de la dinámica que marca este

1% del alumnado y se seguirán agravando mientras no entre en los despachos

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pertinentes la obviedad de que la educación de esos jóvenes se podría, tal vez, conseguir

en millones de lugares; pero hay uno en el que, seguro, está “archidemostrado” que no

se puede: el aula. Y quien defienda leyes de Autoridad del profesor o Pactos por la

educación o cualquier otra imperiosa salida al absurdo actual ha de pasar forzosamente

por este otro absurdo.

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Teoría de la hora laboral no lectiva Junio 2009

Veo inminente el puyazo mortal que contra la dignidad del profesorado se

intenta perpetrar como colofón a la serie de estocadas, rejones, banderillas y quiebros

con que ha ido siendo toreado el profesor de a pie desde que se decidiera en este país

que la educación (o la enseñanza, da igual ya) iba a ser cosa que se daba, no que se

recibía, o, lo que casi viene a ser lo mismo, un derecho pero no un deber.

Engatusar al toro para que saliera a su reconvertida plaza ganada mediante

concurso oposición produjo, hace ya la friolera de una generación logse y pico, un sinfín

de quiebros y requiebros legislativo-pedagógicos que, contra todo raciocinio, lograron

meter en todas las cabezas, por el mero mareo terminológico, el impepinable avance que

supondría para todo el alumnado nacional que el responsable de cada aula afrontara

cada hora laboral como una especie de trío de contenidos, procedimientos y actitudes,

logro de tardía constatación pero de eficientes y contrastables resultados medibles en

parámetros de éxito escolar al final de cada etapa. Se consiguió con ello una primera y

sutil distribución entre catedráticos y no catedráticos, marcada por la perspicaz

comprensión de la maravillosa cuadratura del redondel.

La obligada acomodación dentro del aula de un novedoso tipo de alumnado

(cuyo único rasgo común era su incapacidad para aguantar un pupitre, y que mostró

contra nadie sabé qué pronóstico, y ya desde el primer día, unas actitudes cara a los

contenidos inviables por ninguno de los procedimientos), fue la primera de la serie de

banderillas que iniciaba la sangría en una profesión que, a golpe de decretos y

resoluciones, y en el leve plazo de una nómina, hubo de revolverse como un calcetín y

reconvertir su perfecta máquina de impartir conocimientos (y achantar travesuras de

todo tipo) en un inútil y monótono artilugio inservible para solucionar robos de

estuches, corregir posturas, recordar modales, vigilar ademanes, acallar voces, templar

acosos, aplacar iras, repeler agravios, aguantar insolencias, desoír cinismos, soportar

descaros, sufrir desvergüenzas,... La suerte completa de banderillas le hizo bajar la

testuz ante vilezas tales como firmar actas de promoción automática, subir notas

artificialmente, desatender contenidos básicos,... lo que traía consigo desentenderse de

los alumnos aplicados, olvidarse de los que mostraban interés por el estudio,... y todo

acababa provocando el más absoluto desánimo y desidia en los esforzados y... la

incomprensible sonrisa del premio a los incordiantes... La irremediable segunda división

se produjo por inercia y desde entonces el trabajador de la enseñanza conoce a qué

grupo pertenece según se le dirija el alumnado con profe o con maestru.

Los dolorosos rejones de ser grabado en un móvil frente a la pizarra, o ser

escupido descuidadamente en la escalera, o ser amenazado, insultado o mil veces

desobedecido, han ido cribando la profesión de débiles y de ausentes de vocación

convocando a los restantes a una tercera partición entre carguitos variopintos y tutores

sustitutos de psicólogos antidisruptivos.

Las estocadas, en fin, que casualmente siempre tuvieron lugar al otro lado del

tabique de las aulas, a resguardo del burladero, obligaron a la cuarta separación entre los

que habían desertado para siempre de la tiza y los que ansiaban una pronta jubilación a

ser posible sin bajas predecesoras.

El puyazo, ay, ya no podrá provocar ninguna enésima división: el profesorado

como tal habrá muerto con él. Y, la dehesa, en bloque.

Pocos trabajos debe de haber en el mundo conocido que hayan asistido a un

cambio en sus condiciones laborales de modo tan radical, en tan breve espacio de

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tiempo,... y con resultados tan catastróficos tanto para el trabajador como para el

producto final. Tal vez en todas partes se cueza la misma haba, pero, para quien no lo

sepa, da la casualidad de que aquí lo de menos es el mero trabajo, ese que se ficha en

maquinitas, para entendernos: por si alguien no lo sabe, el trabajo de profesor, hasta que

le llegó su primer cambio de tercio, era el único trabajo del mundo, aquí y en todo

tiempo y lugar, que sola y únicamente era superado en dignidad, gratificación,

hermosura, encanto, perfección, plenitud, y hasta placer, por el correspondiente al de la

procreación. Y ello hasta tal punto, por si queda alguien sin saberlo, que la práctica

totalidad del profesorado lo desempeñaba gratis tras cumplir diariamente su usual y

común horario lectivo de unas cuantas horas lectivas mañaneras partidas por un recreo.

Y ello era posible, por si hay todavía quien no lo sepa, por tratarse precisamente su

desempeño de una actividad estrictamente vocacional, físicamente relajante,

intelectualmente gratificante y de resultado perfecto y positivo en cada uno de sus

lances: cualquier profesor que se precie convendría con Lázaro Carreter y conmigo en

que nos ha gustado tanto nuestra profesión que sólo hemos consultado el reloj para

entrar o salir en punto de las clases y que hemos llegado al descanso de cada noche con

la ilusión de volver a dar clase al día siguiente Precioso trabajo ese, en verdad. Y

socialmente reconocido, hasta hace poco. ¡Y hasta sanamente envidiado, eternamente!

Pero los tiempos han, como digo, sufrido un... cambiazo, y el común del

profesorado ha visto cómo en su plaza entraba un rejoneador a caballo de elefantón

chatarrero, el cual ha conseguido, con cuatro quiebros, tres banderillas, dos rejones y

una estocada, convertir la unidad laboral horaria lectiva de los IES en un triple suplicio

impagable ni económicamente ni con la más chulesca orden de incentivos. Sí, en un

suplicio,... pero ¡ojo! no única ni precisamente para el profesor. No: es un verdadero

suplicio para el alumno, para el espectador de la corrida,... pero ¡ojo otra vez! no única

ni precisamente para ese pobre alumno que tomó la clase, desde que entró en ella, como

una cárcel de seis horas diarias, sino para su compañero de pupitre, para ese otro que

tiene que tomar la misma franja horaria como una inmensa pérdida de tiempo en un

tramo vital en que su tiempo es la preparación de su futuro, tiempo cuyo derecho “a” le

es robado por quienes no cumplen su deber “de”.

Desembocados a este último alumno, que ve estupefacto cómo el recreo

perpetuo en que pasa su adolescencia va mermando sus posibilidades de preparación en

proporción inversa respecto a lo que va aprendiendo de desidias, de dejadeces, de

impunidades,... apenas merece ya la pena hablar del tercer suplicio, el del profesor, el

cual comienza, por muy extraño que parezca a quien no pisa aulas, precisamente cuando

termina cada hora lectiva. Y ello es así, para quien todavía no lo sepa, porque las

actividades intelectuales son de tal índole que se empecinan en hallar causas donde sólo

hay consecuencias y, si en el fragor de la hora lectiva no tiene el profesor ni tiempo

material para plantearse lo que está ocurriendo ante sus ojos, todo el tiempo posterior se

le convierte en un endiablado monstruo empecinado en comprender lo ocurrido en la

hora anterior y empeñado en que no vuelva a ocurrir en la clase de mañana, lo que

convierte su completa existencia en un bullir neuronal espantoso ofuscado en solucionar

un imposible mental aún peor que la triangulatura del redondel.

Semejante actividad añadida al horario lectivo mañanero convierte, en el común

del profesorado decente, los recreos, las tardes, las noches, los fines de semana y hasta

las envidiadas vacaciones en una segunda hora, ahora no lectiva, en la que la indagación

de métodos realmente eficaces, la frenética búsqueda de materiales efectivos, la

asistencia a obligados cursos de perfeccionamiento, la cumplimentación de una

burocracia infernal e inservible, la celebración de reuniones interminables e ineficaces

para conseguir que 857 personas de un IES no bailen al son que les marcan 7, la

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destrucción de materiales curriculares que nunca volverá a utilizar, la... copan una

mente antaño dedicada a la actividad docente y hogaño saturada de sinsentidos

consentidos.

Quien montara corrida tan desigual sigue en su callada pretensión pidiendo ya

oreja: trae un puyazo de sobornos para quien más apruebe, de recortes vacacionales, de

directores de plantilla, de horarios de ocho a tres, de guardias por especialidad, de becas

para suspensos, de nuevos carguitos para nuevos fulanitos,...

Pero el toro aún menea el rabo. Es hora, pues, de que se dé ya el primer aviso

por parte de quien corresponda.

Os estoy hablando, padres.

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El recreo perpetuo Octubre 2008

Quienes sigan mínimamente las escasas noticias que sobre la educación

secundaria española van apareciendo en los medios habrán observado que ni el profesor

(ni la profesora, por supuesto) aparecen en ninguna de ellas y que, cuando la excepción

ocurre, se les menciona únicamente para tildarlos de malos ejemplos ciudadanos dignos

de ser evitados o censurados. A eso prácticamente ha quedado reducida su tasa actual

de dignidad, pues el transcurrir de los últimos tiempos la ha ido mermando hasta el

punto de que podría afirmarse con rotundidad que el común del profesorado actual de

enseñanza secundaria ya no pinta absolutamente nada, ni siquiera en sus propias clases.

¡Y si ni ahí mismo, entre ese montón de pupitres en que otrora se ganaba orgulloso el

pan y ahora malvive ansiando jubilación, se le permite otro papel que el de convidado

de piedra, sin voz y hasta sin voto, cuánto menos podrá hallársele en un foro en que se

diriman reformas educativas, por ejemplo! ¡Y cuantísimo menos en una manifestación,

o en una huelga, o en un paro, actos de los que se ha tenido que ir retirando por tener ya

comprobado hasta la saciedad que no producía mella en la clase política ninguna de las

escasas ocasiones en que los sindicalistas mostraron consciencia de que aún debe de

tener existencia la vergüenza profesional en este colectivo!

A fuerza de decretazos y circulares se ha conseguido convertir al profesor actual

en un manso corderito al que ya se le puede colar cualquier gol en cualquier campo, en

cualquier tiempo, y en cualquier partido, y al que continuamente regañan inspectores e

inspectoras, directores y directoras por la peregrina (e inconfesable) razón de que, si se

atiende a datos estadísticos, no consigue ese raro ciudadano, pese a tener entre sus

manos el material más valioso del país y desempeñar la labor más preciosa que ha

existido siempre, sacar a flote los elevados índices de fracaso escolar existentes –aunque

ello, como todas las paradojas de la vida, conlleve por añadidura la peligrosa

recuperación de su dignidad profesional. No encontrará nadie, pues, al profesor ni en el

debate político, ni en los despachos educativos, ni en la calle siquiera; él está como

recluido en el aula, como encerrado entre cuatro paredes con una veintena de alumnos

de lo más variopinto y procurando, dentro de las posibilidades humanas que aún le

puedan quedar, afrontar como mejor se le ocurra, y una hora tras otra hora, las dos

ingentes tareas que le han sido encomendadas por estos nuevos tiempos: la docente y la

educadora. ¡Con nefasto resultado, dicen todas las estadísticas! ¡Haciendo sepaDiósqué,

dicen los padres! ¡Cogiendo una enfermedad, dicen los todavía sanos!

¿Qué hará entonces tras esa puerta ese individuo, que no es capaz de convertir en

exitosa ninguna de las políticas educativas que tanto dirimen, legislan y pactan a sus

espaldas? ¡El jaleo que se oía hace momentos al pasar por la puerta de su aula era más

que evidente! ¿Estará de baja y a sus alumnos aún no les han mandado un sustituto?

¿Estará leyendo el periódico? Miremos un momento por la cerradura y espiemos.... Pues

no: parece ser que ha conseguido acallar ahora el griterío inicial de la clase y parece que

se le oye explicar algo. Prestémosle entonces un momento de atención y veamos cómo

se desenvuelve en esta clase cualquiera, en la de ahora mismo por ejemplo, la última de

la mañana, la de 13.30 a 14.30, precisamente esta en la que veinte zagales de 4º de la

ESO van a recibir por primera vez en este curso su primera lección sobre la literatura

española del Romanticismo, ya que así lo pide el mero hecho de que el libro de texto de

la asignatura de Lengua va a estas alturas de Octubre por la unidad primera, sección de

Literatura.

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Parece ser que, aprovechando que hoy han faltado tres repetidores y que está un

poco adormilado el que se levanta tantas veces en cada clase para asomarse a la ventana,

ha considerado propicio el momento y se ha decidido a hacer un resumen de la literatura

que se hubo de dar en 3º (de Edad Media a Siglo XVIII) para así conseguir que al

menos la mitad del alumnado entienda que eso del Romanticismo es una época de un

siglo de nuestra historia, relacionable con otras épocas de otros siglos, no con

enamoramientos románticos ni con calenturas adolescentes. Para ello ha ido escribiendo

en la pizarra un esquema muy gráfico, en el que se perciben en zigzag y de modo

alterno las seis épocas (1.-clásicos, 3.-renacentistas y 5.-neoclásicos, en las que

predomina la razón, frente a 2.-medievales, 4.-barrocos y 6.-románticos, en las que

predomina el sentimiento) como si nuestra historia común europea hubiera sido un

continuo devenir de modas o tendencias contrarias las unas a las siguientes y semejantes

las alternas entre sí. Parece ser que el profesor ha conseguido a la altura de la media

hora una rara atención en el alumnado, debida probablemente más a las piruetas que ha

ido haciendo con la tiza mientras explicaba que a haber acudido a sencillos ejemplos y

analogías, como el de que a la moda del pantalón de campana sigue siempre la del

“Nena, que me dejes ya. Profesor, mire esta, que no me deja” pantalón sin campana y

vuelve a seguir otra vez la del pantalón con campana; incluso ha llegado a decir que,

como preparando el paso de la Edad Media al Renacimiento, Cristóbal Colón “¿Quién,

quién ha dicho? Cristóbal ¿qué?” mostró ser muy listo (=usaba la razón) no sólo “Ha

dicho Colón, el de las lavadoras” por dirigir su barco hacia “¡Silencio los de atrás, que

no se oye lo que dice el maestro! ¡Que os calléis ya los de atrás, hombre!” el Oeste

aunque supiera que el viaje a las Indias le iba a resultar más largo que yendo hacia el

Este, sino “Nene, que está diciendo el maestro que os calléis” también por dirigir el

barco mar adentro en vez de tierra adentro (concesiones lógico-didácticas que le han de

ser perdonadas en aras de lograr la comprensión del mayor número de alumnos).

Tras una especie de descanso de unos cinco de minutos en los que ha tenido que

dejar hablar a sus anchas al alumnado y asomarse a dos de ellos a la ventana y dejar que

una fuera al servicio instantáneamente para impedirle que contara a todos el porqué de

sus urgencias y lograr que sólo uno quede deambulando por la clase ha conseguido que

la “¿Cuántas veces tendré que decir que os calléis esta mañana?” mitad de ellos

copien mientras tanto el leve esquema en un folio (la otra mitad no tenían o papel o

bolígrafos o ya lo copiarían en sus casas o al día siguiente). Con un afán digno de

encomio, ha forzado al máximo la situación y les ha pedido a voces, aun a sabiendas del

riesgo que se corría, que le digan algunos nombres de autores “Profesor, esta me ha

quitado el folio ya cinco veces” estudiados el curso anterior, pero a duras penas ha

podido entresacar, entre el palabrerío, cuatro nombres incom “Siéntate, siéntate, por

favor, ahora cuando termine tu compañera que te deje el tipex y lo corrijes”

prensibles. Por no darse por vencido, y, sobre todo, por haber captado que siete alumnos

han entendido el esquema de la pizarra a la perfección, ha pedido también un voluntario

para que escriba junto a cada una de las seis épocas de la pizarra una obra representativa

que pueda servir de recordatorio a alguien; dado que quien ha salido no se acordaba

nada más que de El Lazarillo, le ha “¿Este año también nos tenemos que leer El

Lazarillo?” permitido que “¿No nos dijeron que los libros eran gratis este año?”,

“¡Que no, nena, que tú estás chalada!”, “¡Cuche la que habla!” colocase autores

también, por lo que al cabo de un rato quedaba el esquema así: 1.-clásicos (--), 3.-

renacentistas (El Lazarillo), 5.-neoclásicos (El complemento directo), 2.-medievales

(Poema de Mío Cid), 4.-barrocos (Cerbantes) y 6.-románticos (Galdós), ... “¿Queréis

hacer el favor ya? ¡Usted, sí, Morales, usted: aunque quede nada más que un solo

minuto de clase le voy a tener que poner ya un parte porque ya está bien de que no

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haya estado sentado ni cinco minutos...!”, “¡Pues póngamelo cuando quiera! Ya

vendrá mi padre a hablar con el director. Habrá visto que yo no hablo ni chillo como

este”, “¿Ha visto, profesor? ¡Me ha dado una colleja! ¡Te vas a enterar cuando te

pille en la puerta! ...

Así, como sólo comprenderá quien quiera comprender, no se puede dar una

clase. Del mismo modo que no se puede conducir en un atasco, o dormir en una

discoteca, o barrer en una tormenta, así no se puede dar una clase: el conocimiento y la

educación son asuntos de tal índole que así no se pueden impartir; se puede hacer el

paripé, se puede cobrar un sueldo gratis, se puede coger una depresión, pero así no se

puede ni impartir conocimientos ni educar a una juventud. Una clase de una hora que

precise la mitad de ella para imponer silencios, cambiar maneras, corregir posturas,

recordar modales, vigilar ademanes, acallar voces, templar acosos, aplacar iras, evitar

insultos, repeler agravios,... podría, tal vez, ser válida en uno u otro sentido siempre y

cuando no se hubiera de estar a cada momento y por añadidura desentendiéndose de

gestos, aguantando insolencias, desoyendo cinismos, soportando descaros, sufriendo

desvergüenzas,... Aún así, todavía podría ser válida en uno u otro sentido si a ello no se

sumara que todo lo anterior conlleva forzosamente desatender contenidos básicos,

desentenderse de los alumnos aplicados, olvidarse de quienes muestran interés por el

estudio,... Aún más: tal vez podría ser válida en cierto recóndito sentido si el resultado

no consistiese, como consiste, en provocar el más absoluto desánimo y desidia en los

esforzados y la gratuita sonrisa del premio a los incordiantes.

Las condiciones de trabajo descritas son, querámoslo o no, esas o muy

semejantes: en el aula de hoy apenas se pueden enseñar cuatro rudimentos, y apenas se

logra a base de coraje que ciertos alumnos bajen el pie de la mesa. Pero, con ser grave el

problema, aún puede ser peor ya que dicha situación ha demostrado en los últimos años

regirse por dos efectos demoledores: el efecto-dominó (una hora, un día, un año

conllevan otra hora, otro día y otro año con más de lo mismo, y así sucesivamente) y el

efecto-espiral (“si hoy consigo que el profesor no me vuelva a regañar por ponerme de

lado, mañana me pondré recostado y pasado tumbado”; o, lo que es lo mismo, “si hoy

no puedo enseñar el signo +, mañana no podré enseñar a sumar y pasado no podré

enseñar a resolver ningún problema con sumas“).

El desconocimiento interesado de esta realidad de las aulas da pie a que todos

los estamentos implicados observen el problema de la educación en España desde una

óptica bastante poco atinada: el alumnado aquí aludido ve el aula como una cárcel en la

que demasiado bien se porta durante seis horas diarias; el padre que no entiende que

exista la educación paterna ve el aula como una guardería; el cargo directivo ve el aula

como otra estancia del Centro muy distinta a su despacho; la Administración ve el aula

como la tienda que hay que supermodernizar aunque no se venda nada; el político ve el

aula según el signo de quienes lo votan: o como un confesionario o como una máquina

de inventar libertades, cuando no como un pequeño hemiciclo en el que se acepta sin

más que quien no sabe sentarse en un pupitre es porque no ha sido todavía educado para

la ciudadanía.

Pero el profesorado en general, tanto el que está de baja como el que no ceja en

su labor, tanto el que está ansiando jubilarse como el que no acaba de salir de la

interinidad, tanto el que no ha desertado nunca de la tiza como el que ve en ello su único

porvenir, está hastiado ya de ver siempre lo mismo y lo único que pide es que se le

restituyan y devuelvan cuanto antes las mínimas condiciones laborales en su ambiente

de trabajo, a las que tiene derecho como cualquier trabajador español. Eso es lo único

que pide. Porque, por si alguien no lo sabe, el profesor, para desempeñar su tarea con la

perfección más absoluta, no necesita ni pupitres nuevos, ni ordenadores, ni Refuerzos,

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ni Apoyos, ni siquiera libros de texto: lo único que necesita un profesor es su voz, una

tiza,... y gente que le deje hablar.

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739(de 893) x 50 = 1-7000 =¡ :-) ! Abril 2008

Una cuenta como la que da título a este escrito, además de por su imposible

cuadratura matemática, no podría ser descifrada ni por el mejor alumno titulado en la ESO,

ni por el más docto de los profesores de un IES, ni por el más astuto de los desertores de la

tiza, pero ni siquiera por el pizpireto político que se diera por aludido por haber manejado

en los últimos días algunas de esas cantidades. No obstante, la clave que la sustenta es bien

sencilla, como ya habrán adivinado esa multitud de trabajadores de la enseñanza que tan

digna y trabajosamente realizan su función en cualquiera de los IES andaluces que han

votado en contra de la Orden de incentivos que les proponía el cobro de un número

redondo de euros por aprobar un poquito más de lo que ya hacen. Pero dos de esos números

de la ecuación son de mi cosecha y, aunque ya han sido publicados últimamente en

distintos medios, merecen, creo, una puntualización. Comenzaré con el primero de ellos.

En La ESO pentadecailógica y en Educación para la Zapatería procedí a enumerar,

de dos modos muy semejantes, los 50 peores síntomas del grave mal que aqueja a la

enseñanza secundaria, y los agrupaba en una especie de quíntuple decálogo (o en cinco

dobles series, o como se quiera) de problemas llevados al absurdo y expresados a la par con

simpleza y sencillez y con una altura de miras tan elevada como la cantidad de ratos que

precisó su conformación. Las 50 palabras claves que venían a resumir más si cabe esos

defectos apreciables por cualquier profesor de a pie (como yo mismo) aparecían

gráficamente ordenados en el siguiente cuadro, que era a su vez acompañado de un doble

dibujo alegórico mío (precisamente el que sirve de portada a mi novela El paripé o los

desertor@s de la tiza).

ANVERSO REVERSO

LA CLASE

1.- tarima 2.- ordenador

3.- enseres

LAS AULAS

6.- ambiente 7.- patio

8.- pasillos

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4.- material 5.- internet 9.- biblioteca 10.- despilfarro

LA EDUCACIÓN

11.- urbanidad 12.-

compostura

13.- travesurismo

14.-compadreo 15.- impunidad

LAS LEYES

16.-ratio 17.- obligatoria

18.- promoción

19.- igualdad 20.- fracaso

EL ALUMNO

21.- pública 22.- niñez

23.- objetor

24.- delincuencia 25.- cortito

LOS JEFES

26.- inspector 27.- directiva

28.- orientador

29.- sindicatos 30.- ampa

EL PROFESOR

31.- animador 32.-

irresponsabilidad

33.- autoridad

34.- motivación 35.-

funcionario

LOS PROFESORES

36.- consejo escolar 37.-

claustro

38.- tutoría

39.- burocracia 40.-mochila de

la paz

LA ENSEÑANZA

41.- notas 42.- memoria

43.- esfuerzo

44.- amenidad 45.- examen

LAS ASIGNATURAS

46.-aprendizaje 47.-itinerarios

48.- departamentos

49.- áreas 50.- incultura

El número 1 que nos resta para que salga bien la cuenta viene a significar otra

vuelta de tuerca a ese resumen de los 50 items y podría enunciarse con el siguiente axioma:

“Todo profesor con autoridad en sus clases es, por definición, capaz de impartir docencia

tanto a un solo alumno como a cuarenta (que quieran aprender), tan versátil que con sólo

una tiza puede apañarse, tan afortunado que hasta cobra por realizar la labor más noble y

llevadera de la vida, y tan digno que no caerá nunca en la trampa de confundir la decencia

con el dinero”.

En conclusión, la fórmula matemática “739(de 893)x50 = 1-7000 = ¡:-)!” podría

tener la siguiente formulación lingüística: “Si a los 739 IES que han dicho no a la Orden de

incentivos (de los 893 que hay en Andalucía), se les solucionaran por quien corresponde y

de una vez por todas esas 50 trabas, ello equivaldría a que el profesorado tendría por fin la

posibilidad de volver a cumplir plenamente su única función sin necesidad de indignos

incentivos como el de los tristemente famosos 7000 euros. ¡Y todos contentos de una vez

por todas!”.

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Teoría de la tiza indignada Marzo 2008

El profesor ve desconsolado cómo los veinte alumnos, obedeciendo de modo

automático la llamada de un timbre pero sin obedecer a sus llamadas de espera o de orden,

desaparecen en pocos segundos y en tropel camino del recreo. Como no tiene interés en lo

que sabe que va a ocurrir a partir de estos momentos en la sala de profesores, prefiere

atrancar la puerta por dentro y quedarse en el aula, sentado, además de que el particular

desencanto que siente hoy le ha quitado hasta las ganas del café reparador. Se queda

mirando a la puerta cerrada y, en el repentino silencio tragado por el patio, su mente

traspone obsesivamente y una vez más en busca de la causa última que haya podido

desencadenar su ya constatable e irremediable pérdida de autoridad en el aula, pérdida a la

que toma como causa primerísima del raro ambiente en que ve pudrirse actualmente la

educación y la enseñanza en España.

Como quien tiene la peregrina creencia de que adivinando la causa última de las

cosas tal vez se pueda hallar la solución primera, el profesor se descubre por enésima vez

escudriñando y volviendo a calibrar en qué momento o punto concreto de su dilatada

carrera profesional pudo haberse producido, tanto en él como en sus compañeros, el

bautismo de la indignidad, y con qué sutileza se lo habrían hecho tragar como para que le

tuviera que llegar hoy el tan terrible día que está viviendo sin poder apartar de su mente el

claustro convocado para esta tarde. Con la mirada todavía perdida en la cerrada puerta,

llega el profesor a ensimismarse pensando que, tal vez, aunque sólo fuera por un azar del

destino, todo el desbarajuste que ve ya en su trabajo y en su vida tuvo su pérfido origen

aquel aciago día, martes de Carnaval precisamente, en que –por indicación expresa del

Orientador- hubo de dejar entrar tarde en su aula a un alumno, Martínez Jiménez se

llamaba, que ni tocaba en las puertas, ni pedía permiso para entrar, ni las cerraba tras de sí,

comportamiento que nunca hasta ese día había ocurrido ante él sin llevar pareja su

correspondiente y severa corrección. A partir de ese imborrable día había podido percibir

que la entrada en sus clases se iba deteriorando imperceptiblemente y, de modo tan sutil

como imparable, se fue extendiendo la fea costumbre con tal rapidez que, dentro de ese

mismo curso, hasta una compañera, y luego todo un jefe de Estudios, osaron entrar varias

veces en su clase como Pedro por su casa. Y si no fue aquel día el determinante tuvo que

serlo cualquier otro semejante a ese, como aquel en que –como un favor concedido al

Tutor- hubo de dejar por imposible lo de los dos macutos estorbando colocados aposta

entre los pupitres, o lo de los tres abrigos tirados por el suelo, hechos que desembocaron al

poco de no ser castigados en un maremagnum de mochilas y vestimentas que dejaron el

aula intransitable, los pupitres casi inutilizables y los percheros totalmente vacíos; o tal vez

el origen pudo estar en que –harto de repetir y repetir y repetir que no y que no- hubo un

día de pasar por alto que una alumna abriera la ventana y, aprovechando su descuido, se

pusiera a chillar a los viandantes; o tal vez fue cuando hubo de no dar la importancia debida

a las primeras mesas pintarrajeadas, o a los trozos de tiza por el suelo, o a los papeles

rodeando la vacía papelera, o a los dibujitos y procacidades escritos en la pizarra, o a las

guarradas escritas en el cartel de la Consejería que pendía en el tablón de anuncios... O tal

vez el inicio de todo estuviera en aquel emblemático día en que, tras llevarse unos obreros

la tarima, hubo de consentir que su mesa fuera arrinconada y quedaran ella bajo los

macutos del pupitre colindante y él y sus espinillas a merced de la zapatilla de enfrente.

El profesor se levanta de su asiento y, en la soledad de la clase vacía, se pasea entre

los pupitres procurando no tropezar. No da crédito a sus pensamientos y se rasca los ojos

pues no quiere llegar a creer que en estos meros aspectos mobiliarios de puertas, ventanas,

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pupitres, mesas, suelo, papelera o tarima esté la clave de semejante desbarajuste docente y

humano. Tal vez el origen haya que buscarlo, se dice el ofuscado profesor, en el día en que

–por consejo expreso del jefe de Estudios- hubo de dejar sin castigo al autor del escupitajo

que descubrió al lado de un pupitre vacío, o hubo de abandonar la investigación de quién

había dejado por el suelo las cáscaras de una bolsa entera de pipas, o hubo de darse por

vencido ante el de la sempiterna piruleta en la boca, hechos que propagaron a la postre el

uso de chicles y demás golosinas y hubieron de desembocar en la tardía prohibición de no

comer bocadillos durante la clase; o tal vez todo se originó cuando –según quedó bien claro

en una reunión del Equipo Educativo- hubo de hacer la vista gorda ante la ya incorregible

costumbre de malsentarse, fuese de lado, contra la pared o con un pie en alto, lo que trajo el

nuevo hábito de levantarse cada dos por tres y tuvo su colofón en la práctica habitual de

que siempre habría ya indefectiblemente un alumno de pie deambulando por la clase; o tal

vez todo se originó –por ser imposible de atajar- cuando hubo de hacer caso omiso a los

primeros cuchicheos, o hubo de desoír los primeros murmullitos, que fueron poco a poco

rompiendo el tan necesario silencio e introdujeron el bullicio y el alboroto tan rápidamente

que se llegó prontísimo a las voces y a los insultos entre ambos extremos de la clase, hasta

el punto de que, de un curso para otro, pudo ver cómo se trocaba lo de pedir la palabra con

la mano levantada o lo de respetar el turno de habla del compañero por un arrogante

ordenar silencio a gritos tres alumnos a la vez.

El profesor deja su paseo por el aula vacía y vuelve a sentarse sin dar crédito a que

sean estas cuestiones de mera cortesía o compostura o saber estar o urbanidad las causantes

del desastre en que se ha convertido su trabajo. Empecinada como está su mente en

encontrar algo de luz entre tanta tiniebla, sigue rebuscando en sus recuerdos y cae en la

cuenta de la vez aquella en que –por resultarle inconcebible el hecho mismo- no supo

reaccionar ante la primera mentira flagrante -y jurada como verdad- que oyó en su propia

aula y que le hizo pasar dos noches sin pegar un ojo; o de la otra vez en que no supo

responder al primer insulto de cierta gravedad que atronó su oído durante una tarde entera;

o del día aquel de marras en que tampoco supo cómo actuar ante el primer acoso que le

pareció captar entre los dos alumnos que acabaron peleándose en su presencia al mes

siguiente; o del momento aquel en que se vio impotente ante el primer coscorrón en serio

que presenció en su clase...; hechos todos ellos, y un sinfín más de la misma índole, que,

por no ser sancionados más que por leves partes de amonestación o por envidiadas

expulsiones de tres días, fueron convirtiendo el aula en una progresiva y auténtica

continuación de los recreos.

El profesor se levanta nuevamente en la vacía aula y se acerca a la ventana y respira

hondamente. A estos aspectos de índole moral concede ya cierto tino en su apreciación,

aunque todavía sigue su mente descifrando los miles de momentos allí vividos sin saber ya

a ciencia cierta qué puedan ser causas o qué puedan ser consecuencias: ya no recuerda bien

qué día pudo ser el primero en que captó clarividentemente que no se atendía a su

explicación, o qué día dejaron algunos alumnos de traer el material, o en qué momento se

negaron a hacer los ejercicios unos, o a salir voluntarios a la pizarra otros, o a prepararse

para los exámenes varios, o siquiera poner el nombre en ellos, o copiar al menos las

preguntas, o... simplemente hacer chuletas. Lo que sí recuerda como su propio nombre es

que –visto que sus quejas en el Departamento o en el Claustro no servían absolutamente

para nada- hubo de hacer esfuerzos titánicos y amoldarse como pudo a aguantar el

murmullo mientras explicaba, hubo de aprovechar la pizarra al máximo como sustituto de

su voz, hubo de bajar el nivel en los exámenes y hubo de subir artificialmente las notas de

las evaluaciones por mera cuestión de amor propio.

El profesor mira el reloj y se acerca a la pizarra, donde busca infructuosamente una

tiza, hace tiempo sustituida por un rotulador. En estos aspectos académicos apenas ve algún

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leve atisbo de causa, pues ya todo le parece una enorme consecuencia. Y observa entonces

cómo su ensimismada mente se le sale fuera del aula y se lo lleva a la Sala de profesores, a

la Sala de visitas, a la Jefatura de Estudios, a la Dirección, a la Delegación, como si allí en

el aula no hubiera ya nada más que recordar. Y su mente se aferra entonces al día aquel en

que –por imperativo legal- hubo de firmar una acta en la sala de profesores corroborando

que un alumno con diez suspensos promocionaba automáticamente de curso; o aquel otro

en que –en una reunión de recreo con pastelitos- hubo de aceptar que se realizaran los

exámenes de Septiembre en Junio; o cuando hubo de callar en la Sala de visitas ante la

madre que le juraba y perjuraba que su hija era incapaz de hacer lo que él decía que hacía

en su clase; o el día aquel en que hubo de agachar los ojos cuando fue llamado al orden por

la directiva del Centro en el despacho de Dirección para avisarle de que no consentirían

más sus modos “autoritarios y dictatoriales” con el alumnado; o cuando hubo de atender en

la Jefatura de Estudios a la voz de un inspector que le hizo desear como nunca la

jubilación; o cuando hubo de borrarse de un sindicato que ya no reivindicaba ni una leve

mejora para los trabajadores de la enseñanza pues todo se quedaba en el alumnado o entre

desertores de la tiza; ... hechos todos, más que académicos o lectivos, de cariz claramente

institucional y político, en los que acaba el profesor por ver tan revueltas como confundidas

las causas con las consecuencias.

El timbrazo de final de recreo coloca la mente del profesor en las 12 menos cuarto.

¡Y, esta tarde, el claustro! ¡Ese aberrante claustro convocado desde antes de la Semana

Santa y que tan astutamente está siendo preparado en la sala de profesores ahora mismo

durante el recreo! ¡Ese claustro encerrona en el que le van a obligar a votar si acepta o

rechaza los 7.000 euros que le ofrecen por reducir con aprobados su particular tasa de

fracaso escolar! ¡Quién le iba a decir hace quince años a él -precisamente a él, a quien

nunca le han dejado decidir nunca nada en un IES- que su profesión lo iba a colocar ante el

tan absurdo e inconcebible dilema de tener que decir con su voto si ya confunde la

docencia con la decencia!

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Teoría del voto contrariado Marzo 2008

La llegada de la democracia a España me cogió con la recién cumplida edad

reglamentaria para el ejercicio del voto por lo que, aprovechando el fin de semana

correspondiente, me desplacé desde la Universidad en que me preparaba para

convertirme un día en profesor hasta el pequeño pueblo que me vio nacer al objeto de

poder decir con una papeleta en una urna lo mismo que ya decía a voces en las calles de

mi ciudad universitaria a los grises, con los que me tropezaba manifestación tras

manifestación: “¡QUE SÍ, QUE YO QUERÍA DEMOCRACIA!”

La democracia llegó, la universidad acabó y durante muchos años el flamante

licenciado fue sistemáticamente elegido de presidente de la mesa electoral de aquel

pequeño pueblo donde, con obediencia ciega a los políticos, acudían todos los vecinos

cada convocatoria electoral a depositar su papeleta por si acaso, unos, o por si las

moscas, otros. Y fue digno de ver (y de ser visto) cómo el Estudiante del lugar cumplía

a la perfección su papel, remirando en listas y ayudando a pobres analfabetos hasta que,

al filo de las ocho de la tarde, con todo el pueblo ya votado, con un tercio curioseando, y

con una pareja en la puerta, se alzaba de su asiento y, tras dejar que votaran los dos

vocales, pronunciaba indefectiblemente las palabras cuatrienales que se le fueron

convirtiendo en letanía:

-Paisanos: no he tenido el más mínimo reparo en pasar el día entero aquí sentado

para que todo el que haya querido haya podido votar a quien meramente le haya dado la

gana. La ley dice que ahora, como presidente de la mesa, me toca votar a mí. ¡Pues

puede empezar entonces el recuento, porque yo... –y aquí siempre se producía un

respiro mayor- me abstengo!

Esa decena de abstenciones fue siempre, no obstante, perfectamente calibrada en

su jornada de reflexión correspondiente y nunca llegué a creer que mi contribución de

ese día a la democracia necesitara algo más que la que yo aportaba gustoso presidiendo

una mesa electoral; ni siquiera el comportamiento de algún que otro polítiquito inclinó

ni una sola vez mi balanza lo suficiente como para prestar mi voto a una u otra opción

política; es más: a todos por igual asigné en el transcurrir de los años su parte de buena

fe en la contribución nacional para afianzar una democracia en la que, como un rito, los

unos se iban apuntando en las papeletas, los otros las iban escogiendo a su antojo y yo

las introducía y contaba en una urna.

Pero, desde la última, no sé qué mal le habrá dado a este país que no dejo de

sentir la necesidad imperiosa de que llegue cuanto antes el próximo día 9 de marzo.

Pero no para abstenerme otra vez, sino para poder decir con una papeleta en una urna lo

mismo que como profesor de enseñanza secundaria estoy harto de gritar ante esos

nubarrones grises que se han extendido sobre los terrenos de mi profesión y sus

aledaños: “¡QUE NO, QUE YO NO QUIERO TIRANÍAS!”

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Educación para la Zapatería Febrero 2008

He recibido las escalofriantes palabras del presidente del Gobierno recogidas por

los medios el 14 de Febrero (“Lo que nos conviene es que haya tensión... a partir de

este fin de semana yo voy a dramatizar “) como quien descubre la clave de un misterio

o como quien recibe el regalo de la última pieza de un puzzle o como quien encuentra la

llave del baúl de los recuerdos: como un triple mazazo de alegría, de tristeza y de

vergüenza ajena.

Tras tantos años de ir calibrando tantas y tantas cosas inexplicables en el día a

día de mi vida y de mi profesión, todas ellas tan incomprensibles y todas ellas con su

correspondiente sufrimiento interior (ese que nos produce la terrible sospecha de que

“debe ocurrir entonces y forzosamente que el equivocado sea yo y solamente yo”), me

llega el descuido de un micrófono de periodista y se me descubre en forma de secreta

confesión el secreto por fin confesado más dramático que se ha cruzado ante mi mente

indagadora y comprometida desde que empecé a barruntar que aquí en mi país pasaba

algo raro, y muy especialmente en el terreno por mí más conocido, el de la enseñanza

secundaria.

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha estado a pie de aula el último

cuarto de siglo) por qué, por ejemplo, no puede estar mi mesa de profesor un poquitín

más alta que los pupitres para así ver al menos las caras de los alumnos o para que no se

me escondan tras el monitor; por qué han de estar ocupados todos los pupitres de todas

las aulas y en todas las clases con un trasto que, en mi asignatura por ejemplo, sólo me

sirve durante cinco minutos escasos; por qué sobre los pupitres apenas queda sitio

donde apoyar el papel para escribir por no existir un ganchito apropiado para colgar

mochilas y un receptáculo pensado para libros; por qué se permite la mera entrada a las

aulas de quien viene siempre sin material; por qué, en fin, se ha dotado a cierto niño de

medio ordenador para él solito, sin programa que controle a lo que accede, para que

ponga en jaque diario al profesor responsable que, pese a dedicarle media hora en

exclusiva, no conseguirá evitar que ese niño vea dos escenas porno, envidie cinco

modelos de motos, escriba diez mensajes a sus amigos de discoteca y acapare la

completa atención de los doce que tiene detrás.

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha trotado pasillos y patios

desde varios años antes de que se inventara la ESO) por qué, por ejemplo, este ambiente

tan ruidoso, tan enervante, tan intranquilo, tan ajeno al estudio y a la enseñanza aumenta

y aumenta día a día sin parar; por qué no previó el inventor de IES que el encuentro o

roce entre dos zagales de 12 y 17 años en mitad de pasillo o en esquina de patio provoca

en un solo día más problemas psicológicos que los que pueda digerir un orientador en

tres trimestres; por qué el pasillo ha dejado de ser mero lugar de tránsito y se ha

convertido en un almacén interclases de alumnos para preservar ordenadores y en un

detonador de peleas para el recreo; por qué la biblioteca de este IES no ha sido usada

nunca más que como aula de desdoble; por qué, en fin, a tanta modernización y

abundancia de material le corresponde tal índice de fracaso escolar.

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha visto a inocentes niños

acabar convertidos, en sólo cuatro años, en auténticos sinvergüenzas) por qué, por

ejemplo, mi compañera de Lengua entra ya en mi clase sin tocar a la puerta ni pedir

permiso, como le hacen a ella sus alumnos; por qué es imposible conseguir que ese

alumno pida la palabra, o no chille, o deje de deambular por el aula; por qué no ceja ese

alumno de tirar cosas al suelo, de insultar al compañero, de pegar codazos, de acosar al

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del grano, de escupir, o de decir tacos; por qué se escuda la mitad de los alumnos en que

con otros profesores hacen juegos y mayores travesuras que las que yo les reprendo y no

les dicen nada; por qué, en fin, los partes de amonestación han de amontonarse con

otros varios hasta conseguir que el incordiante diario deje que, aunque sea por un par de

días tan sólo, puedan aprender algo los restantes.

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha perdido todas las batallas en

claustros y sesiones de evaluación contra las órdenes y circulares que pregonaban los

representantes en el Consejo Escolar) por qué, por ejemplo, no se destierra ya de una

vez por todas la creencia en que la calidad de la enseñanza guarda relación con la ratio;

por qué se ha convertido en obligatoria la enseñanza pero no el estudiar, o el trabajar, o

el aprobar, o el ser puntual, o el no alborotar, o el esforzarse, o el interesarse; por qué

todo un sistema educativo consiente que equivalga un curso de esfuerzo a dos de

vagancia, o que se pase al curso siguiente sin saber nada del anterior; por qué el

conserje es el único trabajador del IES capaz de distinguir uno por uno a los 500

alumnos que ve entrar cada mañana sin apreciar mayor igualdad entre ellos que la de

que todos son tan persona como él; por qué, en fin, está produciendo resultados de

fracaso escolar tan negativos e incontestables la época más prolífica de normativas

legales educativas

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien tiene hijos en edad escolar) por

qué, por ejemplo, son tan escasos los dirigentes de la enseñanza pública que no mandan

a sus hijos a la privada; por qué a quien se le perdonan los deberes que tiene como niño

se le premia, encima, con derechos de adulto; por qué se ha convertido al objetor, desde

que da su primera patada a la puerta del aula hasta que se despide del IES sin el título,

en el más mimado de todo el proceso de la enseñanza; por qué se ha dejado entrar la ley

de la calle precisamente en el único lugar creado por el hombre para defenderse de ella;

por qué, en fin, ese empeño en que siga calentando pupitre año tras año ese pobre

angelito que nunca alcanza el 1 en el más fácil de los exámenes.

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha sido suspendido

provisionalmente de funciones) por qué, por ejemplo, los dirigentes de la enseñanza,

pedagogos incluidos, nunca entran en las aulas o en las salas de profesores; por qué los

directivos tienen cada vez menos horas de clase lectiva; por qué han sido insertadas en

los IES las sucursales de los despachos de psicólogos; por qué pululan tantos sindicatos

en una profesión que nunca antes necesitó una huelga tan inminente como ahora; por

qué, en fin, reprochan ciertos padres al profesor que este trate a sus hijos como ellos no

son capaces

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha necesitado una apertura de

expediente por no comulgar con tan enorme rueda de molino) por qué, por ejemplo, ese

empecinamiento en que el profesor transmita su enseñanza como por arte de magia y

sea recibida como si fuera un juego; por qué se dejan silenciadas tantas y tantas cosas

como ocurren en pasillos y en aulas simple y llanamente por miedo a denunciarlas; por

qué el mando de la clase le ha sido robado al único experimentado capaz de llevarla a

buen puerto; por qué se insiste tanto en que el motivado de cada clase ha de ser el

profesor, pero no que el alumno ha de ser el esforzado; por qué, en fin, la totalidad del

funcionariado que no es profesorado tiene la completa seguridad de que nunca en el

desempeño de su función va a tener que oír impunemente que le van a partir la boca o

que le van a rajar el coño.

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien ha sufrido claustros encerrona

o recreos arenga convocados o no convocados por directiva o Inspección) por qué razón

democrática, por ejemplo, había que juntar en partes no proporcionales a directivos,

profesores, conserjes, alumnos, padres y Ayuntamiento para corear la presidencia del

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Consejo Escolar; por qué un claustro no sirve absolutamente para nada en un IES; por

qué necesitará un profesor tanta reunión y tanto papeleo para sustituir a un padre; por

qué no se rebela el profesor contra tanta burocracia estéril ya que sabe de su absoluta

ineficacia por experiencia; por qué, en fin, pululan los inventos “educativos” (tipo

mochila de la paz, escuela espacio de paz, aula de convivencia, observatorio de la

convivencia, mediador de conflictos,...) como si se estuviera creando un nuevo Cuerpo

nacional de sustitutos de profesores ineficaces.

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien lleva cinco meses sin

permitírsele poner una nota) por qué, por ejemplo, se baja y se baja año a año el nivel de

los exámenes y se suben y se suben las notas décima a décima trimestre a trimestre y

evaluación tras evaluación; por qué se sigue defendiendo que puede llegar a aprender

algo quien no fuerza su memoria ni para recordar siquiera sea la página por la que se iba

ayer; por qué resulta hoy día tan dificultoso lograr la comprensión de conocimientos

cada vez más nimios; por qué han de ir forzosamente unidas la amenidad y la holganza

con el estudio y el aprendizaje; por qué, en fin, hay ya tantos alumnos que ni copian las

preguntas de los exámenes a sabiendas de que aún así pasarán de curso.

Ahora sé (pero como lo sabe únicamente quien se topa por la calle a

exalumnos cavando zanjas) por qué, por ejemplo, hay que encerrar cuatro años a un

niño en una aula para alejarlo del taller de su misma calle; por qué han de seguir el

mismo currículo el niño que se detiene extasiado ante la fuerza de la diminuta hormiga

y el que la aplasta porque no sabe ni dónde pisa; por qué todos los departamentos de los

IES son ya una mera prolongación del de Actividades culturales; por qué el profesor de

Literatura y el de Sociales no se juntan ni para tomar café; por qué, en fin, se han

eliminado de la enseñanza asignaturas básicas para la cultura (tipo Latín) y se han

añadido (tipo Educación para la ciudadanía) otras de marcado carácter ideológico

Ahora lo sé todo.

Por fin sé (pero como lo sabe únicamente quien descubre una verdad como un

templo y por ello puede contarlo con alegría, y con tristeza, y con vergüenza ajena) que

la tensión diaria que se vive en las aulas y el drama humano en que se puden alumnos y

profesores no podía ser debido a una inaprensible o ignota maravilla educativa

finisecular, ni a un avance progresista incomprensible para retrógrados, ni a un futurible

beneficio educativo igualador, ni a una prioridad democrática ineludible, ni siquiera a

una mera equivocación de pedagogos de despacho. No, no era debido a nada de eso.

¡No podía serlo!

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La ESO pentadecailógica Febrero 2008

Este quíntuple decálogo, que muestra la ilógica en que se mueve la ESO a modo

de interrogantes que se plantea un profesor, presenta el orden alfabético para su lectura,

pero en la tabla final que acompaña al texto se muestran de forma menos ilógica los 50

peores males de la enseñanza secundaria actual.

6.- ambiente: ¿Por qué este ambiente tan ruidoso, tan enervante, tan intranquilo, tan

ajeno al estudio y a la enseñanza aumenta y aumenta día a día sin parar? ¿Acaso es

posible barrer en una tormenta, o dormir en una discoteca, o conducir en un atasco?

44.- amenidad: ¿Por qué han de ir forzosamente unidas la amenidad y la holganza con

el estudio y el aprendizaje? ¿Acaso el estudio de las rocas ha de realizarse sobre estatuas

de payaso?

30.- ampa: ¿Por qué reprochan ciertos padres al profesor que este trate a sus hijos como

ellos no son capaces? ¿Acaso los profesores son los abuelos de los huérfanos de padre y

madre?

31.- animador: ¿Por qué ese empecinamiento en que el profesor transmita su enseñanza

como por arte de magia y sea recibida como si fuera un juego? ¿Acaso da igual que la

Revolución francesa se produjera en un año cualquiera de cuatro cifras cualesquiera?

46.-aprendizaje: ¿Por qué hay que encerrar cuatro años a un niño en una aula para

alejarlo del taller de su misma calle? ¿Acaso un portero de fútbol necesita saber quién

era el can Cerbero para que no le cuelen un penalti?

49.- áreas: ¿Por qué el profesor de Literatura y el de Sociales no se juntan ni para

tomar café? ¿Acaso no entra dentro de sus competencias profesionales que tras el recreo

varios alumnos estén convencidos de que Calderón de la Barca era el padre de Aníbal?

33.- autoridad: ¿Por qué el mando de la clase le ha sido robado al único experimentado

capaz de llevarla a buen puerto? ¿Acaso el armador y el polizonte han escondido algún

alijo en el barco y lo dirigen a otro puerto?

9.- biblioteca: ¿Por qué la biblioteca de este IES no ha sido usada nunca más que como

aula de desdoble? ¿Acaso algún padre dota de literas a los hijos cuando los casa?

39.- burocracia: ¿Por qué no se rebela el profesor contra tanta burocracia estéril ya que

sabe de su absoluta ineficacia por experiencia? ¿Acaso espera que entre tanto papel

inservible puedan haberle remitido escondido el que certifique su inmediata jubilación?

37.- claustro: ¿Por qué un claustro no sirve absolutamente para nada en un IES?

¿Acaso es porque sólo lo integran profesores?

14.- compadreo: ¿Por qué se escuda la mitad de los alumnos en que con otros

profesores hacen juegos y mayores travesuras que las que yo les reprendo y no les dicen

nada? ¿Acaso hay algún trabajo que tenga dos patronos distintos?

12.- compostura: ¿Por qué es imposible conseguir que ese alumno pida la palabra, o no

chille, o deje de deambular por el aula? ¿Acaso a la hora de comer en su casa se sirve él

mismo, grita con la boca llena o come de pie en la silla?

36.- consejo escolar: ¿Por qué razón democrática había que juntar en partes no

proporcionales a directivos, profesores, conserjes, alumnos, padres y Ayuntamiento para

corear la presidencia del Consejo Escolar? ¿Acaso el gremio de taxistas toma sus

decisiones en un órgano decisorio que contenga igual o mayor número de peatones?

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25.- cortito: ¿Por qué ese empeño en que siga calentando pupitre año tras año este

pobre angelito que nunca alcanza el 1 en el más fácil de los exámenes? ¿Acaso ocurre

hoy día que la letra con tiempo entra?

24.- delincuencia: ¿Por qué se ha dejado entrar la ley de la calle precisamente en el

único lugar creado por el hombre para defenderse de ella? ¿Acaso carceleros y reos han

intercambiado alguna vez el turno de noche?

48.- departamentos: ¿Por qué todos los departamentos de los IES son ya una mera

prolongación del de Actividades culturales? ¿Acaso una cojera se cura viendo

documentales médicos y asistiendo de espectador a las Olimpiadas?

10.- despilfarro: ¿Por qué a tanta modernización y abundancia de material le

corresponde tal índice de fracaso escolar? ¿Acaso un compás de última generación hace

las circunferencias más redondas que el primero que se inventó?

27.- directiva: ¿Por qué los directivos tienen cada vez menos horas de clase lectiva?

¿Acaso la disciplina se imparte en clases particulares en los despachos?

3.- enseres: ¿Por qué sobre los pupitres apenas queda sitio donde apoyar el papel para

escribir por no existir un ganchito apropiado para colgar mochilas y un receptáculo

pensado para libros? ¿Acaso la comida se amontona sobre el mantel de tal modo que no

quede sitio para el plato?

45.- examen: ¿Por qué hay ya tantos alumnos que ni copian las preguntas de los

exámenes a sabiendas de que aún así pasarán de curso? ¿Acaso los exámenes actuales,

más que conocimientos, lo que pretenden medir es el nivel de estupidez humana?

20.- fracaso: ¿Por qué está produciendo resultados de fracaso escolar tan negativos e

incontestables la época más prolífica de normativas legales educativas? ¿Acaso la de

maestro es la única profesión que da mejores resultados fuera de la ley?

35.- funcionario: ¿Por qué la totalidad del funcionariado que no es profesorado tiene la

completa seguridad de que nunca en el desempeño de su función va a tener que oír

impunemente que le van a partir la boca o que le van a rajar el coño? ¿Acaso el

profesorado es el único cuerpo de funcionarios al que se puede torturar en cada uno de

sus miembros?

19.- igualdad: ¿Por qué el conserje es el único trabajador del IES capaz de distinguir

uno por uno a los 500 alumnos que ve entrar cada mañana sin apreciar mayor igualdad

entre ellos que la de que todos son tan persona como él? ¿Acaso los restantes

trabajadores del IES no encuentran diferencia alguna en la significación de “notable”,

“suficiente”, “muy deficiente”, “matrícula de honor”, “bien”, “sobresaliente” e

“insuficiente”?

15.- impunidad: ¿Por qué los partes de amonestación han de amontonarse con otros

varios hasta conseguir que el incordiante diario deje que, aunque sea por un par de días

tan sólo, puedan aprender algo los restantes? ¿Acaso un asesinato no es tal hasta la

décima puñalada?

43.- esfuerzo: ¿Por qué resulta hoy día tan dificultoso lograr la comprensión de

conocimientos cada vez más nimios? ¿Acaso no acaba contrayéndose el pie adolescente

que sigue usando la botita de bebé?

26.- inspector: ¿Por qué los dirigentes de la enseñanza, pedagogos incluidos, nunca

entran en las aulas o en las salas de profesores? ¿Acaso para dirigir la educación es

forzoso haber desertado de la tiza?

5.- internet: ¿Por qué se ha dotado a este niño de medio ordenador para él solito, sin

programa que controle a lo que accede, para que ponga en jaque diario al profesor

responsable que, pese a dedicarle media hora en exclusiva, no conseguirá evitar que ese

niño vea dos escenas porno, envidie cinco modelos de motos, escriba diez mensajes a

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sus amigos de discoteca y acapare la completa atención de los doce que tiene detrás?

¿Acaso el padre que compra un muñeco al hijo no se fija antes en que no sea hinchable?

32.- irresponsabilidad: ¿Por qué se dejan silenciadas tantas y tantas cosas como

ocurren en pasillos y en aulas simple y llanamente por miedo a denunciarlas? ¿Acaso no

acaba a la postre encharcado el propio suelo de quien no arregla la gotera?

47.-itinerarios: ¿Por qué han de seguir el mismo currículo el niño que se detiene

extasiado ante la fuerza de la diminuta hormiga y el que la aplasta porque no sabe ni

dónde pisa? ¿Acaso un fontanero necesita imperiosamente dominar la ciencia

Hidráulica?

50.- incultura: ¿Por qué se han eliminado de la enseñanza asignaturas básicas para la

cultura (tipo Latín) y se han añadido (tipo Educación para la ciudadanía) otras de

marcado carácter ideológico? ¿Acaso el dominio político se basa en la incultura de las

gentes?

4.- material: ¿Por qué se permite la mera entrada a las aulas de quien viene siempre sin

material? ¿Acaso a los IES se entra ya como a las iglesias o a los hospitales o a la

oficina del paro?

42.- memoria: ¿Por qué se sigue defendiendo que puede llegar a aprender algo quien no

fuerza su memoria ni para recordar siquiera sea la página por la que se iba ayer? ¿Acaso

presenta el abecedario otro misterioso orden escondido?

40.-mochila de la paz: ¿Por qué pululan los inventos “educativos” (tipo mochila de la

paz, escuela espacio de paz, aula de convivencia, observatorio de la convivencia,

mediador de conflictos,...) como si se estuviera creando un nuevo Cuerpo nacional de

sustitutos de profesores ineficaces? ¿Acaso un domador de fieras ha necesitado alguna

vez a alguien del público para cumplir su tarea?

34.- motivación: ¿Por qué se insiste tanto en que el motivado de cada clase ha de ser el

profesor, pero no que el alumno ha de ser el esforzado? ¿Acaso el aprendizaje de la

tabla de multiplicar del 7 ha de ser dejado para el día del cumpleaños del profesor?

22.- niñez: ¿Por qué a quien se le perdonan los deberes que tiene como niño se le

premia, encima, con derechos de adulto? ¿Acaso un solo niño español ha muerto alguna

vez de viejo?

41.- notas: ¿Por qué se baja y se baja año a año el nivel de los exámenes y se suben y se

suben las notas décima a décima trimestre a trimestre y evaluación tras evaluación?

¿Acaso está ya próximo el día en que el examen con un 10 de nota consista en el mero

enunciado de las preguntas?

23.- objetor: ¿Por qué se ha convertido al objetor, desde que da su primera patada a la

puerta del aula hasta que se despide del IES sin el título, en el más mimado de todo el

proceso de la enseñanza? ¿Acaso algún lobo encerrado en redil acabó convirtiéndose en

oveja?

17.- obligatoria: ¿Por qué se ha convertido en obligatoria la enseñanza pero no el

estudiar, o el trabajar, o el aprobar, o el ser puntual, o el no alborotar, o el esforzarse, o

el interesarse,...? ¿Acaso es obligatorio el sueño pero no el dormir, la sed pero no

procurarse el agua?

2.- ordenador: ¿Por qué han de estar ocupados todos los pupitres de todas las aulas y

en todas las clases con un trasto que, en mi asignatura por ejemplo, sólo me sirve

durante cinco minutos escasos? ¿Acaso una limpiadora tiene en cada habitación una

fregona?

28.- orientador: ¿Por qué han sido insertadas en los IES las sucursales de los despachos

de psicólogos? ¿Acaso el vértigo, la malasangre, o la estupidez, tienen cita de consulta

en un acantilado, o en un recreo, o en una aula?

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8.- pasillos: ¿Por qué el pasillo ha dejado de ser mero lugar de tránsito y se ha

convertido en un almacén interclases de alumnos para preservar ordenadores y en un

detonador de peleas para el recreo? ¿Acaso la enfermera corta el suero al paciente cada

vez que se sale de la habitación?

7.- patio: ¿Por qué no previó el inventor de IES que el encuentro o roce entre dos

zagales de 12 y 17 años en mitad de pasillo o en esquina de patio provoca en un solo día

más problemas psicológicos que los que pueda digerir un orientador en tres trimestres?

¿Acaso hay algún veterinario que meta en la misma perrera un caniche y un doberman?

18.- promoción: ¿Por qué todo un sistema educativo consiente que equivalga un curso

de esfuerzo a dos de vagancia, o que se pase al curso siguiente sin saber nada del

anterior? ¿Acaso algún humano puede subir un peldaño sin haber pisado el anterior y

sin caerse?

21.- pública: ¿Por qué son tan escasos los dirigentes de la enseñanza pública que no

mandan a sus hijos a la privada? ¿Acaso algún dueño de restaurante suele almorzar en la

casa de comidas de al lado?

16.- ratio: ¿Por qué no se destierra ya de una vez por todas la creencia en que la calidad

de la enseñanza guarda relación con la ratio? ¿Acaso no se convierte el más largo túnel

en inservible y hasta mortal con un solo vehículo atravesado?

29.- sindicatos: ¿Por qué pululan tantos sindicatos en una profesión que nunca antes

necesitó una huelga tan inminente como ahora? ¿Acaso sus liberados se han afiliado a

otro?

1.-tarima: ¿Por qué no puede estar mi mesa de profesor un poquitín más alta que los

pupitres para así ver al menos las caras de los alumnos o para que no se me escondan

tras el monitor? ¿Acaso la clase ha de ser una forzosa prolongación del recreo para

seguir jugando con el profe al escondite?

13.- travesurismo: ¿Por qué no ceja ese alumno de tirar cosas al suelo, de insultar al

compañero, de pegar codazos, de acosar al del grano, de escupir, o de decir tacos?

¿Acaso se le consiente repetir eso en la calle ante un policía o en su casa ante sus

padres?

38.- tutoría: ¿Por qué necesitará un profesor tanta reunión y tanto papeleo para sustituir

a un padre? ¿Acaso acabarán los IES instalando dormitorios adosados a las aulas?

11.- urbanidad: ¿Por qué mi compañera de Lengua entra ya en mi clase sin tocar a la

puerta ni pedir permiso, como le hacen a ella sus alumnos? ¿Acaso quien no enseña ya

nada a un alumno acaba aprendiéndolo todo de él?

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La ESO pentadecailógica

ANVERSO REVERSO

LA CLASE

1.- tarima 2.- ordenador

3.- enseres

4.- material 5.- internet

LAS AULAS

6.- ambiente 7.- patio

8.- pasillos

9.- biblioteca 10.- despilfarro

LA EDUCACIÓN

11.- urbanidad 12.-

compostura

13.- travesurismo

14.-compadreo 15.- impunidad

LAS LEYES

16.-ratio 17.- obligatoria

18.- promoción

19.- igualdad 20.- fracaso

EL ALUMNO

21.- pública 22.- niñez

23.- objetor

24.- delincuencia 25.- cortito

LOS JEFES

26.- inspector 27.- directiva

28.- orientador

29.- sindicatos 30.- ampa

EL PROFESOR

31.- animador 32.-

irresponsabilidad

33.- autoridad

34.- motivación 35.-

funcionario

LOS PROFESORES

36.- consejo escolar 37.-

claustro

38.- tutoría

39.- burocracia 40.-mochila de

la paz

LA ENSEÑANZA

41.- notas 42.- memoria

43.- esfuerzo

44.- amenidad 45.- examen

LAS ASIGNATURAS

46.-aprendizaje 47.-itinerarios

48.- departamentos

49.- áreas 50.- incultura

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Educación para la ciudadaqué? Enero 2008

El profesor ve, cuando apenas ha transcurrido un mes del primer trimestre del curso

2007-2008, cómo los veinte alumnos, obedeciendo de modo automático la llamada de un

timbre pero sin obedecer a sus llamadas de espera, desaparecen en pocos segundos camino

del recreo. Como tendrá con ellos Educación para la Ciudadanía a continuación, prefiere

atrancar la puerta y quedarse allí en el aula, sentado, además de que el desencanto que

siente hoy le ha quitado hasta las ganas de desayunar. Se queda mirando a la puerta cerrada

y, en el repentino silencio, su mente traspone obsesivamente y una vez más en busca de la

causa última que ha podido desencadenar su ya constatable e irremediable pérdida de

autoridad en el aula, pérdida a la que toma como causa primerísima del raro ambiente en

que ve pudrirse actualmente la educación y la enseñanza en España y, con ellas, la

generación correspondiente y, tras ella, sus venideras.

Como quien tiene la absoluta convicción de que adivinando la causa última de las

cosas tal vez se pueda hallar la solución primera, se descubre por enésima vez en lo poco

que va de curso calibrando y escudriñando si tal vez, aunque sólo fuera por un azar del

destino, todo el desbarajuste que ve en su trabajo tuvo su pérfido origen aquel aciago día,

martes de Carnaval precisamente, en que hubo de dejar entrar tarde en su aula a un alumno,

Martínez Jiménez se llamaba, que ni tocó en la puerta, ni pidió permiso, ni la cerró tras sí,

comportamiento que nunca hasta ese día había ocurrido ante él sin llevar pareja su

correspondiente y severa corrección. Si a todas horas le venía a su obsesiva mente ese

imborrable día era precisamente porque a partir de aquel martes creyó empezar a percibir

que la entrada en sus clases se iba deteriorando imperceptiblemente y, de modo muy sutil,

se iba extendiendo la fea costumbre con tal rapidez que, dentro de ese mismo curso, hasta

una profesora, y luego todo un jefe de Estudios, osaron entrar varias veces en su aula como

Pedro por su casa.

Aquel momento fue, es y será siempre para él enormemente significativo, pero el

profesor ha visto ya tantas cosas dentro de las aulas que la duda lo corroe y llega incluso a

pensar que, si acaso no fue entonces cuando todo se originó, tuvo que ser cualquier día

semejante a ese, como aquel en que hubo de dejar por imposible lo de los dos macutos

estorbando colocados aposta entre los pupitres, o lo de los tres abrigos tirados por el suelo,

hechos que desembocaron al poco en un maremagnum de bolsos y vestimentas que dejaron

el aula intransitable, los pupitres casi inutilizables y los percheros inservibles; o tal vez el

origen pudo estar en que hubo un día de pasar por alto que una alumna abriera la ventana

aprovechando su descuido y se pusiera a chillar a los viandantes; o tal vez fue cuando hubo

de no dar la importancia debida a las primeras mesas pintarrajeadas, o a los trozos de tiza

por el suelo, o a los papeles rodeando la vacía papelera, o a los dibujitos y procacidades

escritos en la pizarra, o a las guarradas escritas en el cartel de la Consejería que pendía en

el tablón de anuncios... O tal vez el inicio de todo fuera aquel emblemático día en que, tras

llevarse unos obreros la tarima, hubo de consentir que su mesa fuera arrinconada y

quedaran ella bajo los macutos del pupitre colindante y él y sus espinillas a merced de la

zapatilla de enfrente.

Pero el profesor no quiere dar todavía crédito a sus pensamientos y se rasca los ojos

y no quiere llegar a creer que en estos meros aspectos mobiliarios de puertas, ventanas,

pupitres, mesas, suelo, papelera o tarima esté la clave de semejante desbarajuste nacional.

Tal vez el origen haya que buscarlo entonces, se dice el ofuscado profesor, en el día en que

hubo de dejar sin castigo al autor del escupitajo que descubrió al lado de un pupitre vacío, o

hubo de abandonar la investigación de quién había dejado por el suelo las cáscaras de una

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bolsa entera de pipas, o hubo de darse por vencido ante el de la sempiterna piruleta en la

boca, hechos que propagaron a la postre el uso de chicles y demás golosinas y hubieron de

desembocar en la tardía prohibición de no comer bocadillos durante la clase; o tal vez todo

se originó cuando hubo de hacer la vista gorda ante la incorregible costumbre de

malsentarse, fuese de lado, contra la pared o con un pie en alto, lo que trajo el nuevo hábito

de levantarse cada dos por tres y tuvo su colofón en la práctica habitual de que siempre

habría ya indefectiblemente un alumno de pie deambulando por la clase; o tal vez todo se

originó cuando hubo de hacer caso omiso a los primeros cuchicheos, o hubo de desoír los

primeros murmullitos, que fueron poco a poco rompiendo el tan necesario silencio e

introdujeron el bullicio y el alboroto tan rápidamente que se llegó prontísimo a las voces y

a los insultos entre ambos extremos de la clase, hasta el punto de que, en menos de un

trimestre, pudo ver cómo se trocaba lo de pedir la palabra con la mano levantada o respetar

el turno de habla del compañero por un arrogante ordenar silencio a gritos varios alumnos a

la vez.

Pero tampoco llega el profesor al convencimiento absoluto de que sean estas

cuestiones de mera cortesía o compostura o saber estar o urbanidad las causantes del

desastre. Empecinada como está su mente en desentrañar la esencia ultima del problema

para hallarle su solución primera, sigue rebuscando en sus recuerdos y cae en la cuenta de

la vez aquella en que no supo reaccionar ante la primera mentira flagrante -y jurada como

verdad- que oyó en su propia aula y que le hizo pasar dos noches sin pegar un ojo; o de la

otra vez en que no supo responder al primer insulto de cierta gravedad que atronó su oído

durante una tarde entera; o del día aquel de marras en que no supo cómo actuar ante el

primer acoso que le pareció captar entre los dos alumnos que acabaron peleándose en su

presencia al mes siguiente; o del momento aquel en que no supo qué hacer ante el primer

coscorrón en serio que presenció en su clase...; hechos todos ellos, y un sinfín más de la

misma índole, que, por su frecuencia y abundancia, fueron convirtiendo el aula en una

progresiva y auténtica continuación de los recreos.

A estos aspectos de índole moral concede ya el profesor cierto tino en su

apreciación, aunque todavía sigue su mente descifrando los miles de momentos allí vividos

sin saber ya a ciencia cierta qué puedan ser causas o qué puedan ser consecuencias: ya no

recuerda bien qué día pudo ser el primero en que captó clarividentemente que no se atendía

a su explicación, o qué día dejaron algunos alumnos de traer el material, o en qué momento

se negaron a hacer los ejercicios unos, o a salir voluntarios a la pizarra otros, o a prepararse

para los exámenes varios, o siquiera poner el nombre en ellos, o copiar al menos las

preguntas, o... simplemente hacer chuletas. Lo que sí recuerda como su propio nombre es

que hubo de hacer esfuerzos titánicos y amoldarse a aguantar el murmullo mientras

explicaba, hubo de aprovechar la pizarra al máximo como sustituto de su voz, hubo de

bajar el nivel en los exámenes y hubo de subir artificialmente las notas de las evaluaciones

por mera cuestión de amor propio.

En estos aspectos académicos apenas ve ya el profesor algún leve atisbo de causa,

pues todo le parece ya una enorme consecuencia. Y observa en su delirio cómo su

ensimismada mente se le sale fuera del aula y se lo lleva a la sala de profesores, a la sala de

visitas, a la jefatura de Estudios, a la dirección, a la Delegación, como si allí en el aula no

hubiera ya nada más que recordar. Y su mente se aferra entonces al día aquel en que hubo

de firmar un acta corroborando que un alumno con doce suspensos promocionaba

automáticamente de curso; o aquel otro en que hubo de aceptar que se realizaran los

exámenes de Septiembre en Junio; o cuando hubo de callar ante la madre que le juraba y

perjuraba que su hijo era incapaz de hacer lo que él decía que hacía en su clase; o el día

aquel en que hubo de agachar los ojos cuando fue llamado al orden por la directiva del

Centro para que no fuera “autoritario y dictatorial” con el alumnado; o cuando hubo de

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atender a la voz de un inspector que le hizo desear como nunca la jubilación; o cuando

hubo de borrarse de un sindicato que ya no reivindicaba ni una leve mejora en sus

condiciones de trabajo; hechos todos, más que académicos, de cariz claramente

institucional y político, en los que vuelve el profesor a ver tan revueltas como confundidas

las causas y las consecuencias.

El timbrazo del final del recreo hace que el profesor dé un brinco en el asiento. En

unos minutos volverá a entrar, sin tocar y sin pedir permiso, el tropel de alumnos

enarbolando la nueva moda trimestral de las gorras de visera. Entrarán, según dice la

programación, para que él los eduque, en la sesión semanal de Educación para la

Ciudadanía, en los valores de la paz, la tolerancia, la igualdad, la cooperación, el

pluralismo, la solidaridad,... Y todo ello habrá de hacerlo como mandan las directrices y

folletos multicolores que al inicio de curso le repartieron el orientador del Centro y la

directiva; y esa será la nueva y última forma ingeniada por los políticos para inculcar un

mínimo de educación a sus alumnos, pues se da por supuesto que a estas alturas de milenio

el ser humano adolescente ha superado ya, por este mismísimo orden, la impuntualidad, la

insubordinación, la dejadez, la despreocupación, la negligencia, el descuido, el desorden, la

indisciplina, el desaseo, la desvergüenza, la extravagancia, la inurbanidad, la suciedad, la

irrespetuosidad, la desconsideración, la grosería, la vileza, la indecencia, la descortesía, la

impasibilidad, la chulería, la desobediencia, el egoísmo, la terquedad, la irreflexión, la

importunidad, el bullicio, la molestia, el descaro, la arrogancia, el atrevimiento, la

insolencia, el insulto, el arrebato, la furia, la infamia, la violencia, la agresividad, el

avasallamiento, la provocación, la brutalidad, la crueldad, la falsedad, la mentira, el

desinterés, la incultura, la ignorancia, la trivialidad, la flojedad, la pereza, la apatía, la

abulia, la desidia, la irresponsabilidad, la inercia, la indiferencia, la maquinación, el enredo,

la malicia,... precisamente todo lo que él tenía tan bien controlado y tan lejos de su aula

antes de aquel inolvidable martes de Carnaval.

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Teoría de la adaptación al medio escolar: la

educación para las ciudadanías. Noviembre 2007

Quien puede lucir canas habiendo visto pasar ante sus atentos ojos a miles y

miles de alumnos de toda procedencia, edad y condición, no tiene por menos que

esbozar una sonrisa de pena cuando atiende hoy día a la polémica que viene suscitando

el intento del poder político por implantar a golpe de decreto que en el ambiente de una

aula cualquiera se consiga inculcar al alumnado un mínimo de educación para esa vida

que todos hemos de vivir como ciudadanos, tal vez denominable educación para las

ciudadanías, o, como es moda hoy, Educación para la Ciudadanía. Da igual.

También da igual que se enfoque la cosa como una evaluable asignatura más, o

como una alternativa a otras enseñanzas éticoreligiosas, o como unas normas mínimas

de urbanidad y de comportamiento, o como una formación del espíritu en cualquier

sentido: el caso es que se percibe hasta por los antiobjetores que esto no marcha, que la

educación española brilla por su fracaso, que la juventud apenas brilla en nada, que los

comportamientos humanoides van en retroceso, que el ser humano se tecnifica al

compás del embrutecimiento, que no se avanza humanamente,… en definitiva: que a los

nietos de hoy no envidia ya nada el nieto de ayer. Y ahora llegan los responsables

políticos, atisban, miran, y ven cómo está el panorama, y, como intuyen fuente de votos

en el intento por solucionarlo todo, se lanzan a la palestra apuntando inventos que, en

puridad, no sólo no inventan nada sino que además estorban sobremanera a lo ya

inventado. Si se me perdona la simpleza de la comparación, sería parangonable el caso

que planteamos al invento de un obligatorio taparrabos de hojas de parra para atajar la

proliferación de embarazos estivales en una playa nudista.

El caso comparado no es otro que pretender por ley que en una aula cualquiera

se ciudadanee al alumnado de modo tal que salga de allí comportándose como

ciudadano, visto que ni antes ni después de la clase ni, ay, durante la misma, su

comportamiento es propio de lo que sería deseable en un españolito de a pie. Habrá,

pues que, antes de meter otro invento en el aula, razonarse si ya estaba inventado, no

vaya a ocurrir que las hojas de parra sigan su tendencia otoñal y queden la playa hecha

una hojarasca y los adanes revueltos con las evas enceladas.

Si lo que se pretende con ese invento es que la generalidad de la joven

ciudadanía acabe su enseñanza obligatoria habiendo al menos oído la conveniencia de

convertirse en ciudadanos solidarios, participativos, tolerantes, ecológicos,

responsables, tal vez sumisos, es probable que a la mitad les entre eso por la oreja si el

profesor consigue que se le oiga y también es probable que una décima parte lo lleven a

cabo mañana -hoy es pronto- y entonces ya tendremos al educado ciudadano

convencido de que el casco de una moto es un salvavidas, o de que el reciclaje del

plástico nos beneficiará en el futuro, o de que los semáforos están para respetarlos, o de

que todos tenemos los mismos derechos; aunque es difícil que haga (o quiera hacer)

algo más concreto que eso quien no haya sido habituado antes a ponerse el casco al

subirse a la moto, o a tirar las botellas en el contenedor apropiado, o a no saltarse el

semáforo en rojo, o a no pinchar con el compás al compañero de pupitre.

La realización de los dos tipos de actos anteriores (de muy distinta magnitud por

ser los primeros abstractos y los segundos concretos) es, hoy día, imposible de toda

imposibilidad porque el único medio utilizable de que se dispone en la actualidad para

inculcar esos valores es la escuela (no, no: mejor, el aula) ya que ni en la familia ni en la

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calle (ni en la escuela) se pueden adquirir debido a que la familia y la calle han delegado

esa función en el precioso recinto del aula. Pero ni siquiera ese medio (el único, repito)

es viable hoy día porque una aula-tipo ni es ya lo que dice el diccionario ni es ya la

sombra de lo que se pensaría que debería ser; y a los profesores me remito; y a los

alumnos; no a los directivos, evidentemente.

¿Qué ha ocurrido, entonces, como para que ese medio escolar no sirva ya para

que sirva para lo que no ha servido? Ha ocurrido simplemente que el verano se ha hecho

invierno y en la playa nudista es imposible ver a nadie en pelotas: los pocos que

transitan por allí van tapados hasta los ojos; todos los taparrabos sobran; el astuto

político ha llegado tarde.

Lo que ha ocurrido en la playa, y en las aulas, para que se sepa, es que la gente

que por allí transita, o que se sienta en un pupitre, se ha adaptado al medio y los

nudistas afrontan el invierno como el alumno afronta el instituto. Y ese medio ha

cambiado en estos últimos años como de la noche al día o como del verano al invierno:

si hubo un tiempo en que en cualquier aula, desde que se entraba por la puerta hasta que

se salía al recreo, se aprendía, además de unas evaluables asignaturas, a evitar la

impuntualidad, la insubordinación, la dejadez, la despreocupación, la negligencia, el

descuido, el desorden, la indisciplina, el desaseo, la desvergüenza, la extravagancia, la

inurbanidad, la suciedad, la irrespetuosidad, la desconsideración, la grosería, la vileza,

la indecencia, la descortesía, la impasibilidad, la chulería, la desobediencia, el egoísmo,

la terquedad, la irreflexión, la importunidad, el bullicio, la molestia, el descaro, la

arrogancia, el atrevimiento, la insolencia, el insulto, el arrebato, la furia, la infamia, la

violencia, la agresividad, el avasallamiento, la provocación, la brutalidad, la crueldad, la

falsedad, la mentira, el desinterés, la ignorancia, la trivialidad, la flojedad, la pereza, la

apatía, la abulia, la desidia, la irresponsabilidad, la inercia, la indiferencia, la

maquinación, el enredo, la malicia,... y a convertirse consecuentemente en ciudadanos

solidarios, participativos, tolerantes, ecológicos, responsables, sumisos tal vez, hoy día

ese medio se ha trastocado de tal modo que ha degenerado en el terreno abonado donde

crecen todas esas incivilidades. Y a quienes lo viven día a día me remito. Intentar, por

tanto, aprovechar ese medio actual para la educación de la joven ciudadanía, da igual ya

en la magnitud que sea (abstracta o concreta), es no tener ni idea de si hoy mismo pega

abrigo o manga corta.

La única solución está, pues, en provocar la llegada de un nuevo y ya urgente

verano en el que los ciudadanos, en seco o al desnudo, puedan elegir libremente taparse

o descubrirse sin necesidad de que nadie uniformado los moleste con estupideces

otoñales.

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Sintaxis de la ESO Abril 2007

Suenan por doquier voces claramente audibles que pregonan sin reparo el

pésimo estado en que se encuentra la enseñanza secundaria en nuestro país; voces, e

incluso gritos, que piden ya el tan pospuesto y urgente debate nacional que desenmarañe

causas y aporte soluciones para un problema que, a todas luces, se va agigantando a

diario y que, por muchos parches que se le vayan inventando, está a punto de dar un

sonoro reventón si no se le encuentra remedio inmediato. Tan grave es el asunto y tan

de sobra conocido que no merece la pena ni hacer alusión al cúmulo de intentos

pretéritos y aun futuros que han pretendido y pretenderán impedir que el globo acabe

explotando estruendosamente: todos ellos han nacido o nacerán paridos por gente de

despacho cuya relación con el problema real de la enseñanza está únicamente en que

tienen acceso a estadísticas más o menos bien trabajadas y con mejor o peor intención

interpretadas. Lo cierto y verdad es que el continuo parcheo realizado no ha ido

haciendo otra cosa que poner de manifiesto el enorme parche que supuso la Reforma

educativa, tan ambiciosa en sus fines y tan parca en sus resultados positivos.

Todo interesado en el asunto intuirá que de nada sirven cambios en el sistema

educativo, o en cualquier otro sistema, que pretendan hacerse desde la barrera sin coger

al toro por los cuernos, es decir, sin tomar en consideración lo que realmente es la

esencia del problema detectado, el de la enseñanza en este caso: si de lo que se trata es

de derribar al toro nacional de la incultura, el astado puede ser observado y analizado

desde cualquier punto de la plaza, pero hasta que el torero de turno no se ponga al

menos a un metro de distancia no podrá considerarse que ha sido afrontada la faena,

cuánto menos solucionada la corrida. Con menudencias como esa de “rozar el cuerno”

se empieza la solución de los grandes problemas, y no con la búsqueda de grandes

soluciones, como la experiencia habrá demostrado ya a quien luzca canas: donde menos

se esperaba estaba la liebre, del mismo modo que el accidente del avión fue debido al

cruce con una pequeña ave distraída.

Lo que nos ocurre a todos en estos casos es que esas nimiedades, de puro

naturales, pueden llegar a ser pasadas por alto sin siquiera ser percibidas. Y esa

menudencia, esa nimiedad, no es otra, en el terreno que nos ocupa, que el bajísimo nivel

de uso que se realiza en las aulas de la herramienta básica de que se dispone para

cualquier aprendizaje: la lengua. Así de sencillo. Y así de complejo. Las Matemáticas,

la Historia, la Química, incluso otras segundas lenguas, todo el bagaje cultural que

comporta cualquier disciplina, tienen como seguro e irrefutable común denominador la

lengua en que son expresadas y enseñadas. Reconocer, por tanto, que es la lengua (la

castellana en nuestro caso) esa menudencia que por doquier pulula en cualquier

recoveco de la enseñanza es dar un paso tal vez definitivo hacia el meollo del problema

educativo; no ver esa realidad provoca, sin lugar a dudas, que se sigan dando

únicamente palos de ciego.

No es éste lugar para demostrar la anterior afirmación (que tampoco lo necesita)

sino para ir ahondando en esa nimiedad inicial para desgranarla hasta llegar a su núcleo.

Si el vehículo de la enseñanza es, pues, la lengua materna y esta también se enseña

como asignatura en las clases de Lengua, ha de convenirse a renglón seguido en que no

se enseña debidamente en las aulas ya que no es aprendida como se debiera. Y la causa

de ello está, no en que el docente de esa asignatura no sepa hacerlo, o en que el alumno

carezca de base, sino en que no se utiliza un método adecuado para enseñar

artificialmente aquello que se supone aprendido naturalmente por todo adolescente

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castellano. En efecto, el método utilizado para la enseñanza de la Lengua (salvo

excepciones apenas divulgadas) se ha basado casi exclusivamente en el uso de un libro

de texto totalmente inadecuado para impartir un objeto de conocimiento tan atípico

como es la Lengua: cuando a otras disciplinas se refieren, los nuevos libros de texto

nacidos para la ESO cumplen seguramente su función, pero son desaconsejables

(cuando no contraproducentes) en la enseñanza de materia tan abstracta y sutil como la

Lengua.

El libro de texto de Lengua (y sálvese quien pueda) se convirtió muy pronto

tanto en la única arma utilizable en un aula generalmente problemática como en un

inepto material que, aparte de ser un estorbo para el librillo del maestro, reparte sin

lógica alguna y como con cuentagotas conceptos gramaticales desparramados al tuntún

en unidades alternadas con Literatura y estructuradas del modo más rocambolesco que

pueda imaginarse para conseguir en el mejor de los casos una mezcolanza conceptual

incapaz de enseñar ni un mínimo de Ortografía, cuánto menos una mínima calidad de

expresión. Esta carencia de eficacia del libro de texto de Lengua tal vez no sea

reconocida por las editoriales, tal vez no sea captada por el alumno o su familia, pero es

incuestionablemente percibida con toda su impotencia por el profesor de Lengua, que se

encuentra como trabado ante ella por un librito muy bonito que en nueve meses no es

capaz de enseñar a quien lo siga ni a hablar correctamente ni a entender lo que le

hablan. Ello ha provocado que la enseñanza de la Lengua en la ESO se haya convertido

en nuestro país en aprender o practicar una regla de la b, dos sinónimos, tres verbos

irregulares, cuatro noticias periodísticas y cinco redacciones ilegibles, lo que ha

impedido que pudieran ser abordadas cuestiones como, por ejemplo, la correcta

construcción de oraciones (o sintaxis), impedimento que ha conllevado en el alumnado

una absoluta incapacidad de comprensión y de expresión en su propia lengua. De aquí a

no comprender ni poder expresar cualquier concepto matemático o histórico o literario o

de otro idioma sólo hay un paso: el del abismo, precisamente.

Se trata, pues, de sintaxis, y con ella hemos topado. La Sintaxis, que no es otra

cosa que el secreto de hablar, escribir y comprender bien, se ha convertido, por

consiguiente, en el ogro de la asignatura de Lengua, más que por su complejidad (pues

todos la estamos usando a diario sin percatarnos de ella), por el escasísimo nivel de

conocimientos morfosintácticos que suele caracterizar al alumno de la ESO. El caso es

que la pescadilla se muerde la cola y se desemboca en que ni en la misma clase de

Lengua se enseña o aprende lengua (=sintaxis) sino cuatro florituras ortográficas o

semánticas o textuales de nulo valor expresivo en sí mismas si no van a la vez

amalgamadas por ella. Se convierte así la Sintaxis en la gran ausente de las clases de

lengua puesto que o se le dedica un mínimo espacio, o se la atomiza en mil ejercicios

desperdigados, o se deja para el final si da tiempo, o se le rehúye sin más por

considerarla inalcanzable e inaprensible. Se convierte, así también, la clase de Lengua

en el estudio de algunos conceptos de otra más de las asignaturas del currículo, en el

estudio de algunos aspectos llamativos de la lengua, en el estudio de un cuerpo sin su

alma, en el estudio de una lengua muerta incapaz de dar vida a las restantes disciplinas

impartidas. Y eso en el mejor de los casos, claro está, cuando entre la treintena larga de

alumnos no acapare la mitad de la clase el alumno de apoyo sinvergüenza y provocador.

El parche que supuso la implantación de las clases de Refuerzo de Lengua

demostró desde el primer día su ineficacia al comprobarse que la lengua no precisa ser

enseñada con más horas sino de otro modo. De nada valen, pues, cambios de tercio en

el sistema educativo, o cambios de rumbo llamativos para achantar al personal, tan

ajenos todos ellos al problema planteado. Entremos en el ruedo del sistema, en un

centro cualquiera, en una clase cualquiera, en una hora de Lengua y veremos que ahí,

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frente al toro, está el problema: en esa hora lectiva impartida en cualquier instituto

español el alumno aprende (si él quiere, que esa es otra) que coche se escribe con c, que

la baca del coche tiene un homónimo, que el coche contamina ecológicamente, que

Sancho no tenía coche sino burro, pero no aprende cómo se mueven las ruedas de los

coches. En la siguiente parada, en la clase de Matemáticas, el coche ha quedado

aparcado y no puede ser utilizado para transitar por los entresijos conceptuales de las

sumas, quebrados, ecuaciones,... Y así sucesivamente durante todo el trayecto por

Sociales, Naturales, Inglés o Tecnología. Y por ello se fracasa, no sólo escolarmente, no

sólo académicamente, sino también vitalmente (que esa es la peor). Considerar a nivel

político que el problema está, por poner algún ejemplo, en una posterior reválida, o en

poner exámenes de septiembre en junio, o en colocar medio ordenador ante cada

alumno, o en prometer libros de texto gratis para todo el alumnado, es como no tener

todavía ni nociones de la invención de la rueda en la enseñanza.

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Teoría de las 5 violencias Diciembre 2006

Parece ser que hasta a los gobernantes, en la reclusión de sus despachos, ha

llegado ya el atronador eufemismo de la violencia escolar y se aprestan a buscarle otra

nueva solución a la podredumbre que reina hoy dentro y fuera de las aulas. Pero, tal vez

por confundir ese ruido con el de las urnas, no se les pasará por la cabeza que la

vergonzosa realidad educativa a la que pretenden re-remendar esconde ya muchos tipos

de violencia en las aulas, demasiados como para que te venga ¡ahora! un juez y,

enchironando a un alumno o a un padre (o a un profesor mañana), se solucione de un

cerrojazo el problemón que tienen en el IES de al lado del juzgado.

De todos es sabido (pero no de todos ni de todas reconocido) que lo que a partir

de ahora se tratará por el ministerio de Justicia, o de Interior, se inició por el de

Educación el aciago día en que, persiguiendo el noble fin de repartir el bienestar

educativo existente entonces entre un mayor número de alumnos (pero con el mismo

profesorado), el político de turno forzó a sentarse unos añitos más en la banca de un

pupitre a quien tenía ya más que odiado al dichoso mueblecito o a quien ni lo conocía o

a quien veía en él sólo la madera de que estaba fabricada. Semejante violencia (la

primera), ejercida sobre adolescentes que no querían estudiar, produjo, en la práctica

totalidad de todos ellos, una reacción violenta consistente en coger la sartén por el

mango y sembrar la ley de la calle en recinto tan receptivo, con el consiguiente

acobardamiento de los demás integrantes del mundo del aula (violencia 2ª). La reacción

sí se hizo esperar por lo inaudito de la situación: quienes no desertaron de la tiza o

cayeron enfermos ante tal desbarajuste plantaron cara a la molesta avispa y, dando

manotazos desatinados en el aire (tercer tipo de violencia), consiguieron únicamente

distraer a la chiquillería de sus estudios y encorajinar aún más a quien, medio absentista,

medio expulsado, acaparaba para sí el céntuplo del tiempo disponible y la totalidad de

los objetivos del currículo. La venganza estaba servida en forma de cuarta violencia: el

empecinado profesor enemigo de jolgorios, espectáculos, indecencias, malabarismos

curriculares y suspensos regalados, el que no había comprado ni aceptaba billete para

ese circo, tenía que ser apartado de la feria, y de ello ya se irían encargando unos en el

recinto educativo o a la salida, otros en los múltiples despachos creados o reconvertidos

a tal fin, y su suma democrática en el engendro conocido como Consejo Escolar.

Tamaña aberración educativa (tal vez meramente humana), sufrida a la par por

ejemplares y mancillados trabajadores en su puesto de trabajo y por inocentes criaturas

abandonadas a su suerte educativa, clamaba al cielo; el Estado hubo de hacer entonces,

pero ayer mismito, otro alarde y tomar en consideración la condición de funcionarios de

unos y la de víctimas de otros para ver si así, en una especie de quinta violencia judicial,

se lograba subsanar, no ya el estropicio causado en el bosque de pupitres, sino al menos

la integridad física de sus moradores.

Cualquiera que haya visto cómo su cabello iba confundiéndose día a día con el

color de la tiza sabe a ciencia cierta que la quinta violencia es en todo semejante a la

primera y que, puestos a sentar obligatoriamente a alguien, lo mismo da hacerlo en una

banca que en un banquillo; y, por ello, barrunta que tal despropósito, por el mero

desconocimiento de la realidad de las aulas que demuestra, será el triste origen de otra

serie de cinco nuevas barbaridades.

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Sobreesdrújulos Junio 2006

A todo hablante castellano mayor de 16 años le habrán obligado a reconocer que

las palabras del español se han de denominar y pronunciar, según se les dé la fuerza de

intensidad en la sílaba conveniente, agudas (como en zapateRÓ), llanas (como en

zapaTEro), esdrújulas (como en zaPÁtero), y sobreesdrújulas (como en ZApatero). Otro

asunto es que esas palabras, además del acento, deban llevar tilde o no, como se dirá

después; y otro, que ciertos hablantes, desde su posición privilegiada ante sus oyentes,

pronuncien el castellano a su antojo, como se dice a continuación.

Y es que la práctica totalidad de los oyentes castellanos que atienden a radios y

televisiones conocen ya hasta la saciedad la reciente moda nacional, salida de la boca de

políticos y pregonada por locutores, consistente en pretender sobreesdrujulizar al

castellano mediante alardes pronunciativos del tipo CONtaminación en vez de

contaminaCIÓN, o RESponsabilidad en lugar de responsabiliDAD, sonsonete

sobreesdrujulizado que detesta el oído castellano.

En efecto, de las cuatro reglas de tildes -distintas e incompatibles entre sí- de que

dispone nuestra lengua para mostrar a sus usuarios cómo ha de ser la única y correcta

pronunciación de cada palabra castellana (a saber: la tilde-1, para los hiatos, según el

modelo seRÍa/SEria; la tilde-2, para las agudas, llanas y esdrújulas, según el modelo

termiNÓ/terMIno/TÉRmino; la tilde-3, para los diacríticos, según los modelos DÉ/DE,

CÓmo/COmo; y la tilde-4, para los compuestos, según los modelos ciemPIÉS,

decimoQUINto, cienTÍfico-TÉCnico, PLÁcidamente/aLEgremente, DÁmelo, DAme y

DÉme), la única que “soportaría” el caso posible de una pronunciación sobreesdrújula

habría de ser la 4 de los compuestos, pero no la 2 (que es donde más llama la atención),

pues casualmente el castellano no contiene palabras sobreesdrújulas para esa tilde.

En esta dinámica en que nos encontramos de destrucción de cualquier base

sólida de lo español, la moda tal vez no sería tan dañina si para la próxima legislatura se

quedara la cosa sólo en REcuperación o en CONfraternizar;... ¡Pero es que en el minuto

y medio que he tardado en afeitarme esta mañana he oído al que hablaba por la radio

pronunciar también RElativa, TErrorismo, CArreteras y ZApaterismo! ¿Habrá que ir

inventando ya la tilde-2=5ª? ¿Acabaremos pronunciando RÁdares?

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Plaza “Jaén por la paZiencia” 2006

No recuerdo bien por quién o por qué motivo se puso a la plaza más grandota de

Jaén el nombre de “Jaén por la paz”, sin duda una de las denominaciones más acorde

con los nuevos tiempos lingüísticos que nos han sobrevenido en los que los

eufemismos, los femeninos imposibles, los acrónimos y las pronunciaciones

sobreesdrújulas andan haciendo estragos en un idioma castellano cada vez más

“utilizado”. ¿A qué paz se referirá?

Creo sinceramente que ha llegado el momento de cambiarle el nombre a esa

plaza: el botellón (que no “la botellona”) ha enturbiado su paz nocturna y el

imprescindible y obligado tránsito actual del tráfico ha acabado por eliminar su paz

diurna. ¿A qué paz se refiere entonces? Porque es digno de ver cómo, acostados unos, el

paciente conductor jiennense la llena desde los amaneceres hasta los anocheceres con

una caravana infinita de tres carriles que poco a poco se apañan en dos para ser

engullidos en el embudo de un carril frente a las puertas del banco de España. Ni un

pitido, ni una bronca, ni un enfado. Eso es paz, evidentemente. Pero aún más digno es

de ver cómo esa procesión va recorriendo cada día su calvario en el más absoluto de los

silencios y en la más sobrecogedora de las obediencias; con paso lento y callado, los

coches se van cediendo la vez uno a otro en la infinita cola como si el trabajo cumplido

durante todo el día en el Polígono les hubiera mermado a sus conductores la fuerza para

luchar por el puesto de su fila o para pitar al listo de la izquierda o para urgir al lento

peatón o para rugir por la mujer que espera o para clamar al cielo santísimo o para

bocinar por un imposible jiennense o para estallar en atronadores estruendos o para

volar por los aires en coche o para... O como si se aceptara ya como natural que el

tráfico en Jaén lo marque diabólicamente el atranque del autobús en la esquina de los

Pinzones.

Y así un día y otra semana, que se suman a los meses que ya van y a los años

que todavía quedan; y así una vez y otra pasando miles y miles de coches a cien metros

de un tren aparcado. Y con la esperanza de que la espera sirva para alguillo dentro de un

par de años, para cuando haya que volver a iniciar otra nueva espera viendo cómo,

colapsado el primer paso subterráneo de Jaén, quitan ya por fin la inmaculada vía del

tren.

¡Qué paz da esa esperanza! Pero, ¿qué esperanza da esa paz? ¡La misma que la

paZiencia!

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Panfleto pocopedagógico Junio 2006

El autor del Panfleto antipedagógico me sabrá perdonar el atrevimiento que he

tenido al titular como he titulado a mi par de dibujitos; pero seguramente intuirá al

verlos que pretenden convertirse, por el título y por el contenido, en otro paso más del

camino iniciado por él hace apenas un mesecillo en el ya cada vez más corto periplo que

ha de andar el profesorado hasta lograr la plena recuperación de su dignidad perdida.

Así, pasito a pasito, y sólo así, el profesorado –y solamente él- podrá dar la vuelta a una

tortilla que nos tiene a todos ya quemados mientras los restantes estamentos educativos

–algunos con buena intención- van consiguiendo poco a poco que el problema esté cada

vez más crudo.

Cedo, pues, gustosísimo, el derecho de autor de mi particular panfleto, como

cedí desde el primer día mi página web a los amantes de la Sintaxis. Y animo incluso a

su difusión si su uso ha de perseguir únicamente la consecución de una pronta solución

a la desgracia que nos cayó colectivamente hace unos años, no sólo a los profesores

(que, al fin y al cabo, cobramos por abundarla o mermarla), sino básicamente a los

pobres jóvenes que han ido pasando por nuestras aulas estos años y de cuya pobreza

educativa y cultural actuales hemos sido obligados artífices; y por no mencionar a sus

padres, que han visto cómo no les cortábamos las alas a los pollos que se les tiraban del

nido.

Mi panfleto presenta una claridad meridiana en su contenido, según creo, pero

tal vez su secretito (el gatillo que hay a la puerta del aula a un par de metros del ratón

del ordenador) pueda ser malentendido o, aún peor, malinterpretado, por lo que es lo

único que explicaré: viene a decir que el alumno actual que llega a un Centro educativo

no sabe ya ni a qué va allí cada día, de modo semejante a lo ocurrido con aquel gatillo al

que, llegada su edad conveniente, el padre pretendió iniciar en eso que los gatos

denominan el conocimiento de gatitas. Una noche encelada, pues, lo llevó con él de

ronda por las calles hasta que se toparon con un perraco, el cual les comenzó a dar un

sinfín de vueltas alrededor de una fuente. Cuando el gatillo estaba ya harto de dar tanta

vuelta, se lo dijo bien claro al padre:

- Mira, papi. Cuando quieras nos podemos ir a la casa, que yo ya estoy harto de

eso.

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Carta abierta al Director General de Tráfico 2006

Hace apenas una hora que he oído por primera vez, en las noticias de Radio 5

todo noticias, la pregunta que alguien de la DGT formula a un anónimo conductor

sobre su posible muerte al volante esta próxima Semana Santa (como noticia

anticipatoria, me imagino, de la nueva campaña que piensan hacer estos días). Y todavía

estoy conmocionado. Venía yo como todos los días, en coche, de mi trabajo, a las tres

menos veintialgo, con mi jornada laboral cumplida, lo mismo que los tantos millones de

españoles que sustentamos este país, y, de paso, la radio me informaba de lo que hacen

por nosotros mientras tanto ustedes, nuestros representantes. Y he recibido tal zarpazo

en mi lucidez que, un par de kilómetros después, a duras penas he podido esquivar la

pequeña moto que entraba en una rotonda llevando a dos ocupantes, ambos sin casco y

uno de ellos bebiendo de una botella oscura tamaño litro. Le juro por mi honor que lo

que le digo es tan cierto como que esa no era la misma moto que en la misma rotonda y

a la misma hora me crucé hace unos días en dirección contraria.

Si lo que pretendía con ese anuncio era asustarme, sepa que lo ha conseguido

con creces, pero no como conductor, sino como ser humano que precisa de un volante a

diario; si lo que pretendía era convencerme de algo, sepa que no es necesario que se

empeñe más pues desde ahora mismo me lo creo todo de usted; y si lo que pretendía era

que no llevara a la familia de vacaciones esta Semana Santa para que le cuadren a usted

sus estadísticas, sepa que está muy equivocado. Es más: le propongo incluso que dé

orden a quienquiera que sea de sus subordinados para que llame a mi casa haciéndome

la misma pregunta y verá cómo le interpongo al instante mi correspondiente denuncia

en el juzgado de guardia más cercano. Si no me acepta el reto, si no sucede realmente

que alguien me llama haciéndome esa espeluznante pregunta, ¿cómo podré entonces

creerme –y conmigo los demás ciudadanos españoles que sí ven la tele, que sí oyen la

radio y que sí leen la prensa- que los anuncios publicitarios de la DGT guardan ya

relación con la cruda realidad del tráfico en nuestro país?

Permítame, no obstante, que le haga yo a mi vez otra doble pregunta de mi

cosecha, también espeluznante: ¿No irá usted también en dirección contraria al

problema y se estará usted equivocando una y otra vez de destinatarios? ¿Tendremos los

cumplidores y sufridos ciudadanos que acabar trastornados en nuestra capacidad

conductora para que así cumpla usted su penúltimo sueño de poder conducir por

nosotros?

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Una espuerta de berrinches 2005

Recuerdo con mezcla de tristeza y resignación a aquel simpático trabajador del

Ayuntamiento que se encargaba de la limpieza del seto central de una avenida de Jaén

capital. Esa calle de cuatro carriles era, y sigue siendo, una arteria vital para el tráfico

debido sobre todo a que tanto la estación del tren –y su inamovible vía- como las

alejadísimas variantes de la ciudad han ido recluyendo a los cada vez más numerosos

coches jiennenses en un angosto laberinto de estrechas calles y eternos semáforos.

Este trabajador cumplía a la perfección su cometido: un día sí otro no podía

vérsele desde el amanecer (hace apenas nada, recién terminadas las tediosas obras que

hubieron de ejecutarse para la adecuación urgente de las avenidas con el fin de

desatascar el tráfico) no sólo adecentando el seto y sus alrededores sino también

procurando salvar el pellejo de las embestidas de los nerviosos conductores. Lo primero

lo conseguía por razón de oficio y lo segundo colocando sendas hileras de pivotes color

naranja a cada lado del seto, reservándose con ello para su seguridad los dos carriles

centrales de la avenida.

Este empleado municipal podría haber sido digno merecedor de la medalla al

mérito en el trabajo de no haber pecado, en mi opinión, de exceso de puntualidad. En

efecto, a eso de las ocho y media ya tenía montado, rozando el cruce con la otra

avenida, su particular aparejo jardineril; iniciaba entonces su faena bajo la atenta mirada

de los por momentos más abundantes y parados conductores que empezaban a rodearlo;

terminaba de llenar su primera espuerta de hojas cuando el tráfico del cruce estaba ya

colapsado; y al filo de las nueve justas se tomaba el café y el merecido descanso del

bocadillo en el bar de la esquina quejándose al camarero del poco aguante que tenían los

conductores de Jaén, que no paraban de pitar y pitar y pitar, y del peligro que le suponía

que el día menos pensado un loco se saltara su endeble y anaranjada barrera de

seguridad. Cuando, sobre las nueve y media, se disipaba el inmenso atasco provocado

en el cruce y podía decirse que la mitad de los trabajadores de la ciudad estaban ya en

sus puestos –y sus niños en sus colegios-, el solícito trabajador se aprestaba a continuar

su tarea hasta dejar inmaculada la recién remodelada avenida.

A mis tristeza y resignación iniciales sumo ahora la añoranza: ¡Dichosos tiempos

aquellos en que por limpiar un seto a deshoras se armaba sólo un caos espantoso al

inicio de la jornada, en la primera hora punta! ¡Qué poco ha durado lo “bueno”! ¡Cómo

ha caído ese seto y ha sido inundado el mismo cruce con nuevos trabajadores que,

puntuales otra vez, provocan hoy, y mañana, y ayer, el eterno atasco desde la primera

hora punta hasta la última! ¡Y dicen que la obra durará hasta pocos días antes de las

próximas elecciones!

Y yo, como cualquier hijo de vecino, me pregunto: Si durante todo el fin de

semana las obras están paradas y parece no haber prisa por terminarlas, ¿sería mucho

pedir que se hiciera el pequeño favor de aparcarlas en esos breves momentos en que

medio Jaén no tiene más remedio que pasar por allí?

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Prólogo a la Gramática gráfica

al juampedrino modo 2005

Mientras, tan ajena ella, la Lengua va cumpliendo a diario su cometido

produciendo y generando mensajes y más mensajes en una sucesión infinita e

inacabable, como si se tratase de un endiablado artilugio al que un maravilloso resorte

confiriera esa extraordinaria fecundidad, el Gramático se esfuerza en su pequeño

laboratorio, trabajando con los mensajes recogidos y escogidos aquí y allá, a fin de

intentar adivinar de una vez por todas en qué consistirá el misterio de ese "resorte" que

con tanta exactitud y abundancia consigue cumplir con el único e indiscutible fin para el

que fue creado: permitir simple y llanamente que cada anónimo hablante pueda

comunicar aquello que pretende. Y el Gramático, en su ignorancia, constata a renglón

seguido que esos mensajes producidos con tan inocente intención apenas logran

acercarse a otro segundo y gran objetivo: el ser más o menos entendidos por aquellos a

quienes van dirigidos. Y es que comunicarse y entenderse son asuntos de muy distinta

naturaleza: el fin primordial de la Lengua está en "comunicarse" el emisor, no

necesariamente en "entenderse" este con el receptor.

El Gramático, como cualquier otro hablante anónimo, suele producir, como fruto

de sus innúmeras reflexiones sobre la Lengua, un extenso mensaje individual, al que

suele dar forma de libro, conformado por un amplio corpus de reglas lingüísticas, a las

que también suele colocar como título "Gramática de la Lengua", como pretendiendo

aunar e identificar dos realidades (la Gramática y la Lengua) que, pese a ser nacidas de

la misma madre, más bien parecen haber sido engendradas por distinto padre. Y es que

el parecido entre ellas puede ser mera coincidencia: lo mismo ocurre entre el mundo de

los elementos químicos y la Química, o entre el mundo de las ruedas y la teoría de la

velocidad: un solo pinchazo o una anómala reacción química pueden echar por tierra las

respectivas teorías que pretendían describir con pelos y señales ambos fenómenos. Así

sucede con la Lengua: pretender encerrarla en una Gramática comporta los mismos

riesgos que colocar a la Tierra una cuerda alrededor para calibrar con exactitud la

medida de su circunferencia.

Si, como venimos insinuando, la imposibilidad de la existencia de la Gramática

como receptáculo más o menos cabal de la Lengua es a todas luces evidente, y resulta

enormemente dificultoso cualquier intento para su consecución, aún más problemático

es para el Gramático pretender con su mensaje traspasar la intención básica de la

Lengua e intentar ir más allá de su fin primordial: comunicar y sólo comunicar lo que su

autor pretende comunicar. Pretender que, por añadidura, ese mensaje sea, además,

"entendido" por el resto de los interlocutores es pretensión, cuando menos, imposible. Y

el problema se agrava sobremanera cuando, entre los posibles receptores de su mensaje

gramatical, se hallan quienes toman este asunto como toman la nieve el beduino o la

arena el esquimal: como algo totalmente ajeno a sus existencias. Es entonces cuando el

mensaje que pretende "comunicar" el Gramático se aleja totalmente de la absurda

pretensión de ser "entendido". No otra cosa es la que sucede, hoy más que nunca, en el

campo de la enseñanza de la lengua castellana: desde temprana edad púber se atosiga al

castellanoparlante con mensajes de Gramático en forma de libros de texto, mensajes

que, a duras penas, logran traspasar al otro lado de su fin primero y conseguir, así, ser

entendidos por sus receptores; parecería como si hablarles de nieve o de arena sólo

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pudiera ser entendido por el beduino o el esquimal siempre y cuando ese mensaje se

refiriese a la arena o a la nieve, respectivamente, y nunca a la contraria.

Hemos de convenir, pues, en que, mientras redacta su Gramática el estudioso de

la Lengua, ha de tener muy presente cuál va a ser su receptor, si el aterido esquimal o el

sudoroso beduino: esa forzosa adecuación es la que le obligará a confeccionar su

mensaje como si fuese un duro bloque de hielo o un fluido montón de arena, so pena de

emitir un mensaje apto sólo para élites lingüísticas. En puridad, adecuar el contenido

gramatical a cualquiera de esos dos posibles receptores es asunto de escasa dificultad y

moneda de uso corriente: gramáticas hay para gramáticos y gramáticas hay para

anónimos hablantes; cada una de ellas persigue su fin y, en cierto modo, lo consiguen:

las primeras, para la comunicación y entendimiento entre gramáticos, y las segundas

para perder el tiempo tanto mientras se produce la realización del mensaje como

mientras se espera ser entendidos. Y el resultado global salta a la vista: la ineficacia de

las gramáticas segundas conlleva que sean las primeras las que se utilicen para todo tipo

de receptores, con el consiguiente perjuicio para la enseñanza de la Lengua, que camina

estos días a pasos agigantados hacia atrás produciendo generaciones enteras de incultos

gramaticales que o parecen no entender que de la Lengua pueda hablarse o no tienen

conciencia alguna ni de la ardorosa arena que pisan en el caliente estío ni de la fría

nieve que les regala el gélido invierno.

Conseguir una Gramática (de la Lengua) que convenga a ambos tipos de

receptores es tarea difícil como pocas, por no decir meta inalcanzable; pero escarbando

bajo la nieve podría encontrarse la arena, y sobre la montaña más alta del desierto luce

señera la sempiterna nieve. Conseguir esa fusión de elementos, redactar una Gramática

para cualquier tipo de receptor, adecuar el mensaje gramatical tanto para el entendido y

el profesor como para el profano y el alumno, adecuar las reglas gramaticales para que

puedan ser "entendidas" tanto por el beduino como por el esquimal, lograr mezclar hasta

donde sea posible la nieve con la arena, ha de convertirse no sólo en el fin primordial

que ha de perseguir toda Gramática sino, y sobre todo, en el fin primero de las

autoridades competentes en materia de enseñanza de la lengua castellana al objeto de

que tanto el enseñante como el aprendiz puedan disponer, y de modo urgente, de un

mensaje gramatical útil y aprovechable que, al par que muestre hasta donde sea posible

el funcionamiento del "resorte" de nuestra lengua, sea capaz de ser comprendido y

asimilado por la inmensa mayoría de profanos en la materia, incluida

principalísimamente la más joven generación actual de hispanohablantes. No venimos a

decir con esto que esta que presentamos sea esa Gramática tan deseada y necesaria, pero

al menos perseguía ese fin cuando fue iniciada. Y si no lo consigue, otros habrán de

venir después para que, sobrevolando sobre los fallos que esta pueda contener, se llegue

a disponer por fin para la lengua castellana de una Gramática que dé el gran paso

necesario y urgente que lleve a convertirse en el manual de cabecera del que tan

necesitada anda nuestra lengua en estos albores milenarios. De no ser así, el influjo de

otros idiomas más pujantes que el nuestro, la universalización del lenguaje electrónico,

la pobreza gramatical de los medios de comunicación, la cada vez menor presencia del

papel como soporte de la lengua, la insulsa y empobrecida lengua hablada por el

hablante corriente y, sobre todo y primordialmente, la absoluta y constatable por

doquier falta de cariño y apego hacia nuestra lengua materna, pueden llevar en muy

pocos lustros, si no a una progresiva reducción del castellano a las bibliotecas, sí a un

empobrecimiento cada vez mayor del castellano, el cual podría, si no se ataja el mal

cuanto antes, no estar en condiciones de poder producir un nuevo Quijote en este recién

estrenado milenio.

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Con miras tan ambiciosas, pues, fue iniciada esta Gramática. Y para acercarse lo

más posible a tan altos fines tomó como punto de partida la constatación de un hecho tal

vez baladí en apariencia: todo lo que una Gramática de quinientas páginas pueda decir

de una Lengua lo dice la misma Lengua en un solo mensaje de tres o cuatro renglones.

En efecto, en un mensaje convenientemente escrito de apenas medio metro de extensión

(o de apenas medio minuto de cadena hablada) la Lengua es capaz de producir fonemas,

vocablos, categorías morfológicas y funciones sintácticas suficientes como para

entretener a un Gramático durante media vida. La Lengua, pues, no necesita de una

Gramática extensa para explicitarse completamente: eso lo necesita el Gramático; la

Lengua sólo necesita que la dejen fluir a sus anchas unos breves segundos. Partiendo de

esta menudencia, ha de convenirse en que una Gramática tiene que procurar adecuarse

en lo posible a su objeto de conocimiento y funcionar de modo semejante a como ella lo

hace; y la Lengua lo hace y funciona de un modo bien simple dentro de su complejidad:

a cada centímetro de mensaje, a cada segundo del habla, la Lengua "escoge" de cada

paradigma de los que está constituida aquel elemento necesario que pueda ser engarzado

con los ya emitidos según vaya pidiendo la lógica semántica y sintagmática; realizadas

ambas operaciones al unísono y de modo casi inconsciente, el mensaje acaba por ser

emitido y comunicado. De modo semejante ha de procederse en una Gramática, sobre

todo si se pretende que sea didáctica, es decir, que sea entendida por el mayor número

de receptores: al lector en su lectura gramatical ha de ocurrirle lo que al hablante en su

acto de habla, el cual dispone de un código perfectamente estructurado en el que cada

elemento lingüístico ocupa su sitio (y sólo ese lugar) y al que se dirige velozmente y sin

tropiezo cada vez que necesite hacer uso de él. Así ha de ser la Gramática: un código

ordenado de la Lengua impreso sobre papel y expreso con tal claridad gráfica y

ordenación lógica y conceptual que el lector sea capaz de encontrar casi

instantáneamente aquel concepto gramatical que necesite.

Enfocar una Gramática desde la óptica descrita conlleva multitud de cambios

con respecto a otras gramáticas y gran número de innovaciones, arriesgadas la mayoría.

La principal de ellas se refiere a la organización general de la obra. Toda obra escrita

para ser leída (independientemente de su utilización como obra de consulta) ha de llevar

implícito, como si de una novela se tratase, una especie de argumento o hilo conductor

que permita mantener "agarrado" al lector, si no con el suspense de una intriga, sí con el

progresivo interés de su progresión intelectual. Ello obliga a una organización general

de la obra, resumida en su índice desarrollado, que permita el avance progresivo y

lógico desde los primeros conceptos mínimos hasta los últimos complejos y sutiles. En

el terreno de la Lengua, ha de comenzarse desde el fonema (algo obvio) y ha de

terminarse en el texto (lo que ya no es tan obvio, pero la experiencia didáctica lo

reclama a voces). Absurdo es cualquier procedimiento de enseñanza de la Lengua que

tome como punto de partida al texto y, a partir de él, desgranar sus ingredientes

lingüísticos. Eso sólo puede hacerlo quien, tras aprender en su correcto orden la Lengua,

o tras múltiples años de estudio, está ya preparado para recorrer el camino inverso ya

que le son conocidos todos los avatares del camino. Plagados están los centros de

enseñanza de libros de texto en los que no sólo se recorren caminos equivocados sino

que también pretenden enseñar la Lengua sin delimitar camino alguno. Coger un texto

periodístico, por ejemplo, analizar sus rasgos textuales, descubrir su organización

sintáctica, analizar la semántica de sus vocablos y finalizar desgranando algunos

fonemas y letras, y todo ello en ese orden, es, para el aprendiz evidentemente, tarea tan

inútil como contraproducente. Del mismo modo, pretender enseñar la Lengua

agrupando en una sola unidad didáctica o lección conceptos tan dispares y poco

relacionados como la oración impersonal, la escritura de los ordinales, el dequeísmo, la

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antonimia (y por no mencionar que en esa unidad se estudia también a Lope de Vega) es

procedimiento didáctico, para el aprendiz evidentemente, tan absurdo como pretender

enseñar, o que se aprenda evidentemente, la historia de España agrupando en una sola

lección a Viriato, los califas, las guerras púnicas, el 2 de Mayo y la revolución

tecnológica; puede no ser absurdo para el licenciado o entendido en Historia, pero es

inabarcable e ininteligible para una mente adolescente. En resumidas cuentas: el inglés

no se puede aprender con textos de Shakespeare; estos sólo pueden ser utilizados para

"perfeccionar" o "disfrutar" el inglés ya aprendido; y lo mismo ocurre con el aprendizaje

de la lengua materna.

El hilo conductor, por tanto, ha de ser otro muy distinto y, en el terreno de la

Lengua, no puede ser otro que la Sintaxis. Ya señaló alguien, con gran acierto, que las

cuatro partes de la Gramática, es decir, las tres en que podría ser dividida

metodológicamente, consistían en estas dos: la Sintaxis. Y es que la Sintaxis, pese a ser

el demonio de la Lengua, se convierte en su común denominador pues está presente

hasta en el más mínimo mensaje producido: hasta un estornudo puede ser analizado

sintácticamente, cuánto más dos vocablos seguidos con afán comunicativo. Ha de ser,

pues, tomada la Sintaxis como el alma de la Lengua, y no ser rehuida como un

enmarañamiento de la Gramática: es la razón de ser de la Lengua, su caldo de cultivo, la

argamasa que cohesiona textos, categorías sintácticas y morfológicas, vocablos,

fonemas, todo lo que integra el corpus de la Lengua. Pero aquí radica precisamene todo

el problema de la enseñanza de esta materia: el acierto pedagógico obliga a ni siquiera

mencionar la Sintaxis hasta que no se conozcan una por una todas las piezas del juego

lingüístico. La Gramática, aunque pretenda abarcarla, no es la Lengua misma y, por

ello, tampoco puede ser en este sentido semejante a ella: la Gramática ha de proceder de

modo muy distinto a la Lengua, ha de tomar a la Sintaxis como su parte aglutinante,

pero no como la parte aglutinante de la Gramática. La Sintaxis ha de ser considerada en

la Gramática como otra parte más, no como la única, y ha de ser, por tanto, estudiada,

no al mismo tiempo que las restantes, sino al final, siempre al final, es decir, "después".

Pretender enseñar la Sintaxis "antes" o "al mismo tiempo" que los demás conceptos es

comportarse como el carpintero que, pretendiendo enseñar su oficio al aprendiz, le

muestra primeramente, para que le haga una copia, el precioso armario donde guarda

todas y cada una de las herramientas de su oficio: si no saca antes las herramientas y le

enseña a practicar con el serrucho, a cortar tableros y a clavar puntas con el martillo,

nunca conseguirá que su aprendiz haga ni el perfecto y maravilloso armario ni ningún

otro mueble que se precie de serlo.

Por todo ello, en nuestra Gramática la ordenación conceptual es básica: no sólo

los conceptos se suceden los unos a los otros desde la simpleza hasta la complejidad en

una organización tajante y férrea, sino que además la Sintaxis es dejada para su correcto

lugar sin desparramarla por doquier. Lo primero nos ha obligado a estudiar

primeramente la Fonología, a continuación la Semántica, después la Morfología, a

renglón seguido, la Morfosintaxis, después, la Sintaxis y, por último, la Gramática

textual; lo segundo nos ha obligado a deslindar hasta límites insospechados la

Morfología de la Sintaxis, hasta el punto de dedicar dos lecciones exclusivas a la

Morfosintaxis; si bien estas tres partes gramaticales andan muy de la mano (el término

Morfosintaxis viene a decirlo de modo claro), es enormemente perjudicial y

antididáctica su mezcla en una Gramática; pretender llevar a la par esas tres partes

gramaticales pretendiendo "enseñarlas" a la vez es tan contraproducente para el

aprendizaje como empeñarse en construir una casa terminando cada habitación hasta en

sus más mínimos detalles antes de pasar a tabicar la siguiente habitación; ello conlleva

tal mezcolanza terminológica, tal estorbo de unos conceptos a los otros, tal desbarajuste

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mental que sólo mentes privilegiadas pueden trasegar de una habitación a otra sin

perjuicio de los enseres tan a destiempo instalados por toda la vivienda.

En otro sentido, la agrupación de conceptos en grupos mayores y unitarios es de

enorme rendimiento didáctico, especialmente si se utilizan esquematizaciones o

gráficos, tan ajenos, por lo demás, a las gramáticas en uso. Pero este recurso pedagógico

no ha de ser sólo esporádico, sino que se ha de convertir en algo sistemático: cada grupo

sucesivo de conceptos precisa de su esquema gráfico que ayude a la comprensión

totalizadora. Incluso sería necesaria la realización de esquemas sobre esquemas al

objeto de que pudiera percibirse por parte del aprendiz la "totalidad" que representa la

Lengua en ese mensaje de medio metro de extensión. Al mismo tiempo, cual si de una

pizarra en clase se tratara, la explicación del Gramático ha de apoyarse en esos

esquemas para que, sobre ellos, pueda ir volviéndose cada vez que la explicación así lo

necesite. Por ello, en nuestra Gramática hemos realizado todos los esquemas posibles,

hemos estructurado su contenido del modo más gráfico posible utilizando sangrados

sobre sangrados, y, sobre todo, hemos tratado a la Sintaxis de modo tan gráfico que le

dedicamos el capítulo correspondiente a un método de análisis sintáctico esencialmente

esquemático.

Y no puede dejar de ser indicado que la abundantísima bibliografía al uso y el

marasmo terminológico que suele ser utilizado al referirse a los conceptos gramaticales,

así como la abundancia de excepciones encontradas por doquier, es un enorme estorbo

para su comprensión, por lo que aunar la terminología existente y adaptar las teorías

gramaticales procurando apartarse de modas o corrientes determinadas, así como evitar

cualquier tipo de excepción conceptual, es del todo conveniente para conseguir la

asimilación adecuada de los distintos conceptos gramaticales.

Finalizaremos señalando que la Lengua no es sólo cultura en sí misma sino

además el vehículo más precioso de que dispone el ser humano para acceder a ella: el

desconocimiento de la Lengua y su funcionamiento acarrea una imposibilidad

manifiesta para la comprensión y asimilación de los recursos existentes para el

conocimiento, por no señalar que la Lengua misma es, en sí, el mismo soporte de ese

conocimiento; pensar bien es equivalente a hablar bien y ello se consigue mediante un

conocimiento profundo del resorte al que aludíamos al principio. Al mismo tiempo, el

conocimiento consciente de la Lengua que todo hablante conoce inconscientemente

permite disponer de una herramienta intelectual de insospechado rendimiento no sólo

para un mayor entendimiento entre los hablantes sino también para un mejor uso y

disfrute personal de capacidad tan provechosa como cautivadora.

Aunque, como se dice en la Dedicatoria, la redacción de esta obra ha precisado

de “todo un año y medio”, en realidad es fruto de la suma de múltiples lecturas y de una

veintena de años impartiendo clases tanto a los antiguos COU y 1º de BUP como a los

modernos cuatro cursos de la ESO. Mi agradecimiento, por tanto, ha de ir dirigido,

primeramente, a esos miles de alumnos míos, y muy especialmente a los de la última

hornada, los cuales, sin ellos pretenderlo, han forzado mi mente hasta el extremo en aras

de conseguir la mejor comprensión y explicación de cómo entiendo yo la Lengua

castellana. Respecto a mis lecturas, he de reconocer que he bebido y comido de todas

las fuentes que he hallado en mi camino y en todas las ventas que me han dado cobijo;

pero, salvo casos esporádicos, no fui tomando nota ni del nombre ni del lugar donde me

alimenté sino que digerí junto a mis alumnos cada trago y cada bocado sin caer nunca

en la cuenta de que algún día ello podría acabar engendrando, más allá de un librillo de

un maestrillo, una nueva gramática para la Lengua española. Imposible me resulta,

pues, discernir ahora (y menos citar al uso académico) a todos los que me han ido

alimentando en el trayecto, pero no puedo dejar de señalar que a todos ellos agradezco

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profundamente su inestimable ayuda, y muy especialmente al Esbozo, a las Gramáticas

de Alarcos, de Alcina y Blecua, de Gili Gaya,..., a la Gramática descriptiva de Espasa, a

Díez Borque, al diario Elpaís,... y a tantos otros de cuyo nombre no puedo acordarme.

Del mismo modo, y por lo que a mí toca, si a alguien pudiera parecerle original alguna

de las ideas expuestas en esta gramática sepa que tiene no sólo mi permiso sino también

mi apoyo para poder utilizarla a su arbitrio para sí o para sus alumnos: no otra es, ni

debe ser, según creo, la intención perseguida por cualquier gramático.

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El derecho a ser solereño 2002

Por detrás del derecho “a la vida”, por supuesto, pero muy por delante de

muchos otros derechos inherentes a las personas (todos ellos reconocidos legalmente)

subyace uno de los derechos humanos más intrínsecos de la persona y, tal vez por su

existencia tan evidente, más olvidados y menos reconocidos en cualquier “lista”

publicada y hasta legalizada por organismos nacionales e internacionales dedicados a

ello. Me refiero al incontestable derecho de toda persona, una vez nacida, a “ser de

donde se es”, a tener un origen reconocido, a poder ser denominado con una

“denominación de origen” otorgada por el lugar concreto en que se ve por primera vez

la luz de la vida. De modo semejante a como cualquier persona tiene el derecho natural

(tal vez no reconocido legalmente) a dos metros de tierra bajo los que decir el último

adiós a la vida (derecho que a nadie le es negado llegado el momento final, ni siquiera al

más pobre), también tiene la persona derecho a portar en su esencia vital no ya el

nombre de la calle y número que le vio nacer pero sí al menos el de la entidad local

donde vio la primera luz. Y prueba de ello es que, en el aspecto meramente legal y

administrativo, todo ciudadano tiene el deber de consignar en cualquier documento que

lo relacione con los demás ciudadanos, no sólo su nombre de pila y apellidos, no sólo su

fecha de nacimiento, sino también el concreto “lugar” en que se produjo su aparición al

mundo. Y si la consignación de esos datos es deber ineludible para el ciudadano, ha de

existir, forzosamente, un derecho, relacionado íntimamente con ese deber, dirigido a

poder portar mientras se viva esos datos como señal de identidad personal.

Las anteriores consideraciones seudolegales no pretenden, como se

comprenderá, sentar sentencia sobre un asunto que ni es de dominio común para ajenos

al intrincado mundo jurídico, ni tiene mayor relevancia que cualquier otra menudencia

de la vida. Quede únicamente que el derecho a la “identidad personal” es algo que existe

(o existirá) y que conlleva, como uno de sus ingredientes básicos, el derecho a poder

usar por el mundo el gentilicio que caracteriza a cada ser humano. Y es que “ser

español”, o “ser andaluz”, o “ser giennense”, o “ser solereño”, es una marca de

identidad personal adquirida en el momento del nacimiento, portada voluntaria o

involuntariamente a lo largo de toda la vida, que se ostenta orgullosamente por

cualquier persona que se precie, y del que no se tiene conciencia de su existencia hasta

que “alguien” pretende arrebatarlo: lo mismo ocurre con la misma vida, que se vive sin

mayor problema hasta que alguien se empeña en arrebatárnosla.

No otro es el problema que se sufre, como lo han sufrido antes muchas otras

personas de otros muchos lugares, por los nacidos un día en un pequeño o gran lugar de

este pequeño o gran planeta; ese y no otro es el sufrimiento que aqueja, desde hace ya

muchos años, a un pequeño número de habitantes que tuvieron la suerte (luego trocada

en desgracia) de poder incluir en sus señas de identidad la denominación de origen

“solereño”, gentilicio que, si al resto de los habitantes de este mundo no dice nada,

como cualquier otro, lo es casi todo para quienes, como yo y otro par de miles de

personas actualmente vivas, fuimos marcados, en el mismo momento de aflorar al

mundo, con una especie de estigma que nos enorgullece tanto como a nuestros

antepasados de ocho siglos de historia y tanto más cuanto más se intente arrebatárnoslo.

Porque esa es la situación real: un mal día, hace ya varios lustros, “alguien” decidió

eliminar de nuestros carnets de identidad nacionales el gentilicio “Solera” y lo sustituyó

por otro (ni mejor ni peor, sino por “otro”) destruyéndonos la marca que hasta ese día

portábamos con el mismo orgullo que cualquier otro habitante de este planeta; durante

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la última treintena de años se ha ido luchando contra la burocracia correspondiente hasta

que se logró acercarse a una restauración del derecho perdido; pero nuevas trabas se

alzan ahora en el camino y el sueño tantas veces acariciado vuelve a convertirse en la

actualidad en otra nueva pesadilla de duración impredecible, como impredecibles y

duraderos son todos los asuntos de despacho.

Por ello se alza Solera, como pregonan ya algunos medios de comunicación. Por

ello se enfada Solera, como antes hicieron otros pueblos con mayor o menor suerte en

su reivindicación. Por ello en los próximos tiempos se oirá en todo el planeta el grito de

un pueblo ni pequeño ni grande que un aciago día vio cómo sus hijos habían de renegar

forzosamente del nombre que les dio su tierra materna y eran obligados a rellenar en

documentos oficiales, con lágrimas en los ojos y temblor en la mano, que eran naturales

de otro lugar (ni bueno ni malo, sino de “otro”), como si la misma Tierra no admitiese

en su infinita extensión la existencia de ese único lugar en el mundo al que todos los

mapas reservan su sitio, y al que por derecho propio corresponde el único nombre de

Solera. Y en su grito no piden ni siquiera que se les repare el daño tan gratuitamente

causado: sólo que cese ya el llanto y la humillación y se les permita de una vez por

todas poder pregonar a los cuatro vientos lo que el mismo Viento y la madre Naturaleza

pregonan a diario en medio de Sierra Mágina: “¡Dejadnos ser lo que somos: solereños!”

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El libro de texto de Lengua: trigal y traba 2000

La situación actual de la enseñanza, en general, de la enseñanza secundaria, en

particular, y de la enseñanza del castellano, particularísimamente, es de todos conocida

y sufrida tanto en su desempeño, como en su evaluación, como en su posterior

constatación de resultados. No quiero abundar en asunto tan trillado. Sólo señalaré

como síntoma que poquísimos serían los profesores de nuestro idioma que pondrían la

mano en el fuego si hubiesen de patrocinar la conferencia de un exalumno; menos aún

serían los que hubiesen despertado en él afición por la escritura. ¡Y Dios me libre de

mencionar la afición a la lectura! Pero la cosa viene de antiguo. Parecería como si el

escritor (o, mejor, el literato) actual hubiese brotado al modo salvaje, produciendo obras

de ficción hasta renombradas y premiadas, sin habérsele podido enseñar unos

rudimentos gramaticales en su etapa educativa. Pero, en fin, dejemos aparte y para

mejor ocasión las relaciones entre la Lengua y la Literatura, las cuales, pese a ser hijas

de la misma madre, más bien parece que han sido engendradas por distinto padre.

Situémonos, por ahora, en el terreno de la lengua; de la lengua española, que es

la que aquí nos tiene; y de su enseñanza, que es lo que nos preocupa. La pregunta que

intentaremos responder en esta comunicación es, dentro de su simpleza, complejísima:

¿cómo enseñar el español?, ¿qué método seguir? Y es pregunta que se basa en otra aún

más simple si cabe: si cada maestrillo tiene su librillo y todos los profesores su librito de

texto, ¿a cuento de qué viene plantearse la pregunta? Pues sépase que la pregunta,

desgraciadamente, viene a cuento de que, si no ponemos remedio desde hoy mismo,

dentro de medio siglo no habrá casi nadie capaz de leer el Quijote. Es tremendo lo que

digo, lo sé, pero nadie me negará que entra muy dentro de lo posible que para esas

fechas apenas existan lectores de casellano. ¡Y cuándo más posible será que no existan

escritores capaces de producir un nuevo Quijote!

Pero comencemos desbrozando el terreno: una clase, unos pupitres, un docente,

treinta alumnos, un libro de texto común y, por ahí, flotando, una lengua que enseñar o

que aprender. Quizás estemos tan acostumbrados los aquí presentes a ese ambiente que,

a golpe de fracasos, hayamos perdido ya el norte de lo que allí hacemos. Salgámonos,

pues, de esa clase. Vayámonos fuera, al campo, a otro clima, a otro país, a otra situación

análoga, en definitiva. Coloquémonos, por ejemplo, en una campiña inglesa (sí, que sea

inglesa), en un espeso y apetecible trigal verde, e imaginemos que somos la madre

yegua que ha sido llevada allí a pastar con su potrillo recién destetado, al que vamos a

enseñar y engordar mordiendo durante todo un año pasto tan sabroso. Iniciamos la tarea.

Nos colocamos juntos, damos los primeros bocados, intentamos alejarnos un par de

metros para seguir disfrutando a nuestro antojo. Y es entonces cuando descubrimos,

ingenuos, que, como a cualquier jumento que se precie, hemos sido trabados. Y, para

nuestro asombro, nuestro amo, muy previsor él, nos trabó, no a cada uno con una traba,

como suele hacerse, sino a ambos con la misma, y de tal manera que quedamos unidos

de nuestras respectivas patas izquierdas delanteras. La situación no puede ser más

engorrosa: inútil avanzar separadamente, inútil cambiar de lugar sin riesgo de caernos,

inútil alcanzar las lejanas hierbas una vez comidas las cercanas, inútil salir del pequeño

círculo segado con los dientes, inútil disfrutar del inmenso trigal tan apetecible.

La imagen, como cualquier otra que hubiésemos utilizado, no puede ser más

aleccionadora: el inmenso caudal lingüístico y literario de la lengua no puede ser

aprovechado ni por el alumno ni por el profesor pues ambos se encuentran trabados por

un libro de texto tan de mala manera que resulta imposible aprender o enseñar poco más

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de cuatro mínimos rudimentos gramaticales o literarios. ¡Y eso contando con que el

lobo del gamberro de turno no nos lo mande todo al garete importunando con su

ignoracia o con su alevosía!

Y ¿a cuento de qué viene lo de que nos coloquemos en un campo inglés? ¿No

hay acaso trigales en español? Estoy plenamente convencido de que la enseñanza de

nuestra lengua materna no puede ser realizada convenientemente si no tomamos como

punto de partida que es extranjera para el docente, es decir, que para enseñarla hemos de

distanciarnos de ella al menos tanto como lo está cualquier extranjero. Es como el que

pretenda enseñar a conducir a otro con su propio coche: hasta que no se olvide de que es

suyo, no permitirá al otro ni tocar el volante. ¡Y mucho menos ponerlo a cien por hora!

Yo mismo (y perdóneseme el ejemplo) aprendí realmente castellano hace unos quince

años, cuando la Administración me envió como profesor de “inglés” a un instituto de

bachillerato y hube de enfrentarme a alumnos de primero, segundo, tercero y COU. Allí

y entonces fue cuando comprendí las reglas de mi lengua materna pues tenía que

contrastarlas a diario con las de otra lengua extranjera. Y, tras aquella aleccionadora

experiencia, descubrí que sólo podría enseñar español provechosamente imaginando que

mis alumnos no hablaban mi idioma. Hasta tal punto me sirvió aquel año que durante

sus nueve meses di a luz la solución a todas mis carencias sobre la asignatura de la que

ya era Agregado de Bachillerato: allí y entonces fue cuando, por ejemplo, aprendí por

fin y definitivamente, todas las reglas de acentuación castellana: ello se produjo

precisamente a raíz de percibir que el inglés carece de tildes.

Equivocado anda quien piense a estas alturas que mis clases se convirtieron en

un español para extranjeros, o en un trasvase de la metodología inglesa a la española.

De ningún modo. Lo que sí ocurrió fue que percibí progresivamente que cualquier libro

de texto era un auténtico estorbo para mi enseñanza. Y no sólo me ocurrió así con la

lengua de primero de bachillerato y de COU, sino que mi impresión se agrandó

enormemente con la llegada de los nuevos libros de texto para la ESO. La nueva

metodología que conllevaba el nuevo proyecto curricular para la etapa provocó un

aluvión de nuevos libros de texto, improvisados a la carrera la mayoría de ellos, a cual

más alejado de lo que mi experiencia venía pidiendo. Y hoy en día nos encontramos con

tal cantidad de material curricular, con tal variedad de libros de texto, con tal

maremágnum de proyectos educativos, con tal distanciamiento de lo que, a mi modo de

ver, es la enseñanza de mi lengua materna, que considero, más que una ayuda, una

auténtica traba el uso de cualquier libro de texto actual, sea de la editorial que sea.

Me estorban para el desempeño de mi función docente (y con esto entro ya en

materia) tanto el diseño editorial del libro, como los textos utilizados, como los

ejercicios propuestos, como los contenidos desarrollados, como los ejemplos

utilizados,... todo, todo me tiene trabado, cada cosa a su manera. Y a su justificación

dedicaré los dos párrafos siguientes.

Si cogemos una unidad-tipo de un libro de Lengua cualquiera, estorba,

precisamente porque no ayuda, respecto al diseño editorial, el absurdo epígrafe titular

de la unidad; la pueril motivación inicial; la proliferación de fotos que no guardan

relación con el contenido de la página que las contiene; la mezcolanza colorística y

tipográfica de la letra usada por el editor; los esquemas nada esquemáticos y de cada

unidad entera; los mapas conceptuales tan incomprensibles para el alumno... Pero, en

fin, cada editorial ha de llamar la atención del alumno como puede. Respecto a los

textos elegidos, son una auténtica traba los recortes desaparecidos entre los corchetes; la

a veces ilimitada extensión de los mismos; la rareza de los escogidos cuando el autor es

un clásico; la abundancia de los insertos sólo para poder incluir alguna cosucha

relacionada con los temas transversales; el abuso de los procedentes de autores

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demasiado actuales; la proliferación de textos de autores extranjeros con sus

consiguientes defectos de traducción... Pero, en fin, cada editorial ha de buscar su propia

originalidad. Respecto a los ejercicios, también son abundantes los traídos a contrapelo

del texto motivador de la unidad; los que resultan pueriles hasta para el alumno; los que

presentan diez renglones de pregunta para un monosílabo de respuesta; los que son

incomprensibles desde cualquier punto que se les mire; los muy mal aprovechados para

añadir conocimientos; los que versan sobre conceptos aún no estudiados;... y escasean,

por otro lado, los ejercicios resueltos y ejemplificadores así como los que no conllevan

una mínima apoyatura teórica para resolverlos. Pero, en fin, cada redactor de un libro de

texto tiene que buscar también la originalidad en sus procedimientos educativos.

Respecto a los contenidos, abundan asimismo los absurdos e inútiles (por no

denominarlos vanos) sobre todo en el primer ciclo; se repiten innecesariamente

contenidos nimios; se suelen presentar incompletos, como si se repartiesen en pequeñas

dosis; se explican multitud de conceptos sin nombrarlos; se desaprovecha siempre la

aparición de un concepto para engarzar otros muy cercanos; pululan las menudencias

conceptuales aisladas, aquí y allá; la teorización es a veces sólo inteligible para el

profesor; las mezcolanzas de conceptos, sobre todo en sintaxis, son abrumadoras; todo

se apoya excesivamente en lo supuestamente dado en el curso anterior; a veces se

mencionan conceptos futuros que no se desarrollan en el momento presente,... Pero, en

fin, no todos los que redacten un libro de texto han de haber pisado una clase antes.

Respecto a los ejemplos, casi todos están apoyados en los textos iniciales y, por ende,

no pegan ni con cola con el concepto a que se aplican; a ellos hay que añadir los

desacertados, que en vez de ejemplificar embrollan; y no quisiera señalar los que están

realmente equivocados en alguna ocasión imperdonable y comprometedora. Pero, en

fin, hay que enseñar a partir de los textos, salga como salga. Respecto a la expresión

oral y escrita, se abusa de la propuesta de debates imposibles con la actual ratio, y se

pide que el alumno produzca textos, literarios o no, ya desde el principio. Pero, en fin,

para eso tiene ya el alumno edad de hablar y de escribir.

Si nos fijamos ahora en el libro de texto completo, o, ya puestos, en el conjunto

de los cuatro libros de la etapa, la traba es todavía mayor: el contenido aparece repartido

en tan distintas y distantes unidades que obliga al profesor a hilar la hebra en todo lo

que enseñe cada quince días; la ausencia de llamadas dirigidas a la página o unidad en

que se apoyan los nuevos conceptos es un grandísimo favor que se le niega al alumno

actual; el tratamiento integral de la lengua y la literatura (o, mejor, de la fonética,

ortografía, semántica, dialectología, morfología, sintaxis, tipología textual, métrica,

recursos literarios, géneros e historia literaria) es, a mi juicio, sumamente perjudicial

debido a la edad mental del alumnado; la sintaxis compuesta y compleja dejada para el

final de la etapa es un error gravísimo e incomprensible; los apéndices de conjugación,

figuras retóricas, métrica y géneros, al no estar engarzados en el libro, suelen ser

tomados como conceptos de muy segundo orgen y estudiados como tales; la repetición

de lo mismo en quince páginas distintas y con quince enfoques distintos no conduce a

ningún avance por muy raro que parezca; no menor interés, por el estorbo que supone,

tienen la excesiva atención dada a la semiología y tipología textual, las páginas

completas de entretenimientos, la escasísima atención dada a la morfología, la

inencontrabla clasificación de las oraciones según el predicado, la ridícula

ejemplificación del análisis sintáctico, el empecinado enfoque ortográfico basado en

reglas que sólo presentan excepciones...

En resumidas cuentas, los errores hasta ahora presentados se basan simple y

llanamente en la creencia de que el alumno, por ser español, por ser de madre española,

ya sabe hablar e incluso escribir su lengua materna. Es un error, a mi modo de ver, tan

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aparatoso, que, por muchos libros de texto que puedan seguir siendo publicados durante

este milenio, el fracaso escolar en materia lingüística y literaria está asegurado para

muchas décadas. ¿Quiere esto decir que hay que agachar la oreja, cambiar el sistema,

volver a lo antiguo? De ninguna manera: si cualquier libro de texto de lengua adolece en

mayor o en menor medida de todos o casi todos estos estorbos arriba mencionados, es

posible que no exista entonces ninguno que carezca de ellos. Pero si todavía no existe,

es evidente que existirá tarde o temprano. Cualquier de nosotros, si dispusiese de tiempo

y ganas, podría perfectamente llevar a la imprenta el librillo que cada maestrillo

tenemos en la cabeza.

Yo, personalmente, tengo ya casi finalizado un libro de texto para toda la etapa

de la ESO que, por muchos defectos que tenga, que los tendrá, al menos no contendrá

ninguno de los que aquí se han criticado. Lo que con él pretendo es, tal vez, mucho más

de lo que se pueda conseguir, pero todos sus elementos han sido contrastados con la

práctica docente de muchos años y, unas veces más, otras veces menos, sus resultados

me han parecido casi siempre satisfactorios. Este método seguido por mí, para el que

pido la venia de ser denominado desde hoy “método juampedrino”, se basa, no en

doctrinas pedagógicas de despacho –aunque no todas doy por despachadas-, sino en una

experiencia vital y diaria que siempre ha perseguido enseñar a un chiquillo malhablado

lo bien que podría llegar a hacerlo de adulto.

Para quien tenga curiosidad, puedo adelantar ciertos detalles que evidencien lo

que vengo diciendo: la acentuación se consigue aprender en sólo una hora; la ortografía

se aprende, no a base de reglas, sino a través de un diccionario ideológico de

etimologías que me ha costado seis años redactar; la morfología se basa exclusivamente

en esquemas (todos los conceptos del verbo, por ejemplo, caben en las paredes de una

habitación ejemplificadora); la sintaxis permite ser entendida por cualquier alumno de

cualquier ciclo en diez horas de clase, avanzando desde una pequeña oración simple y

terminando con una sola oración compuesta o compleja de siete proposiciones; el

comentario de texto de dos folios de extensión se consigue redactar correctamente en

cuatro clases; las figuras retóricas, métrica y géneros son claramente asimilados en siete

clases y pico; la historia literaria, evidentemente, ha de ser estudiada y memorizada por

el alumno en su casa por muy bien que se le explique en clase.

Quisiera terminar mi intervención haciendo votos por que ojalá el año que viene

podamos celebrar el I Concurso Provincial, Regional o Nacional de Sintaxis, lo mismo

que se celebra la Olimpiada de Matemáticas. Para su creación me brindo como

voluntario; para su financiación, ofrecería algún que otro cuadro de los que pinto y que

suelo exponer anualmente en la misma sala que hay bajo nuestros pies; y para su

celebración sé de antemano que esta ilustre institución, la Real Sociedad Económica de

Amigos del País, de Jaén, de la que soy un socio más, prestaría gustosa esta misma sala,

donde tan a menudo hablan muchos otros que saben hacerlo mejor que yo.

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Los miedos de la acuarela 2000

Hace muy pocos días ha tenido lugar en un pueblo de nuestra provincia un

Concurso Nacional de Acuarela, uno de los muy pocos que en España se celebran y, tal

vez, y hasta donde se nos alcanza, el pionero en nuestra tierra por lo que a esta técnica

se refiere.

La hermana menor de la pintura ha querido, así, meterse en el barullo de

concursos y certámenes que pululan por doquier y lo ha hecho, en verdad, de una forma

sorprendente. Lo que pretendía ser un tímido intento de buscar un hueco en la maraña

de concursos para pintores de brocha fina se ha convertido, todavía en su primera

edición y sin tiempo de ponerle los pañales, en un acontecimiento de primera magnitud,

si no para la pintura en general, sí para la acuarela en particular.

La multitud de obras presentadas, sesenta y tres en total, en sólo un mes real

de plazo, la calidad incuestionable de la inmensa mayoría de ellas, la identidad de los

concursantes, que abarca desde pinceles ya consagrados hasta niños de 15 años, y otro

sinfín de grandes y pequeños detalles, han conseguido abrumar tanto a los

organizadores de tan peregrino evento como a los propios concursantes presentados y

visitantes de la exposición. Pensando se está ya en duplicar por lo menos la cuantía de

los premios, incluso en ampliar el número de ellos, incluso en adecuar de mejor manera

el recinto que pueda acoger el año venidero a todos los que quieran atreverse con el

dificilísimo y temible arte de la acuarela.

Y decimos “dificilísimo y temible” porque, como muy pocos conocen a

fondo, nos hallamos ante una forma artística cuyos rasgos principales se encuentran

muy cercanos a una difícil y dificultosa temeridad a la que muy pocos, poquísimos,

osan atreverse a desafiar. Tal vez por ello sean tan pocos los acuarelistas y, por ende,

tan escasos los concursos de acuarela; tal vez por ello sean tan abundantes los pintores

de cualquier otra técnica y, por ende, los concursos de "pintura" en general; y tal vez por

ello, en fin, sea tan atípico el mundo de la acuarela y el de sus practicantes. Y es que

parece como si existiese una especie de miedo general en los usuarios de la brocha fina

a enfrentarse con un arte que, por cualquier punto que se mire, no presenta más que

dificultades contra las que mejor es no atreverse y hacia las que el pintor consagrado y

el novel muestran una suerte de temor indefinible que les impide no sólo pintar acuarela

sino también mostrarla al público, sea en exposiciones de cualquier tipo, sea en

cualquier tipo de concurso.

La primera gran dificultad de la acuarela, su primer gran reto para el

temeroso artista, consiste en su imposibilidad de corrección: del blanco papel surge

siempre una gran acuarela o no surge nada. Y, por mucho que se pretenda, es inútil

insistir: la corrección de un leve error en el proceso de realización de la obra provoca

otro error aún mayor que desemboca en una acuarela errónea en sí misma. La ausencia

de error en una acuarela bien hecha es tan manifiesta que, se mire por donde se mire la

obra, resulta acuarela por los cuatro costados. Y es que eso precisamente es la acuarela: la correcta sucesión de manchas de color sobre el papel, ya aisladas, ya superpuestas,

pero siempre en su justo lugar y en su justo momento, a veces antes de que haya secado

la última mancha, a veces instantes antes de que seque esta o aquella zona, a veces muy

después de que esté bien seco lo que hacía momentos era una balsa de agua mezclada

con la más infinita variedad de colores que pueda imaginarse. Pero si se ha producido

un error, si la mancha "se ha corrido” por donde no debía, por mucho que se intente

corregir siempre será lo peor que se haga: el error irá en aumento por muchas artimañas

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que se pongan en juego para subsanarlo. No ocurre así, evidentemente, con ninguna

otra técnica: todos los errores pueden ser borrados y corregidos tantas veces como se

quiera.

La ausencia del color blanco es la segunda de las grandes dificultades y otro

de los mayores temores a los que se ha de enfrentar el presunto acuarelista: el mismo

blanco del papel ha de servir como color blanco de la acuarela, sin que sea admisible

ningún otro procedimiento para conseguirlo, ya que la presencia de un solo brochazo de

blanco de cualquier otra materia destruye automáticamente la calidad de la obra. Esa

reserva que ha de ir haciéndose del blanco del papel allá donde sea necesario, ese

cuidado con el que se han de ir guardando las zonas blancas del papel, obliga el

acuarelista a una tensión y miedo constantes que constituyen, tal vez, la base sobre la

que se sustenta, si no una buena acuarela, sí un buen acuarelista. Precisamente, cuando

se pierde el “temor al blanco" comienza entonces a nacer el pintor capaz de plasmar

cualquier motivo en acuarela; hasta que ello no ocurre, se carece todavía de lo que

podríamos denominar el "don" de la acuarela. Y muy pocos pintores llegan a

adquirirlo: prefieren, pues, quedarse en otros mundos pictóricos donde el resultado de

una obra no esté siempre pendiente de una leve gota perdida que estropee el blanco tan

guardado y eche a pique toda una obra que, hasta ese momento, iba siendo perfecta.

La tercera gran dificultad de la acuarela tiene mucho que ver con la rapidez

en la ejecución. Una acuarela que pretenda, por ejemplo, representar un cielo limpio y

radiante, ha de ser realizada, sin que exista la posibilidad de hacerlo de otro modo, de un

solo brochazo, de una sola vez, por muy extensa que pueda ser la superficie en que

aparezca ese cielo representado. Ello conlleva, evidentemente, una gran rapidez, una

lucha constante con el tiempo de secado del agua, una ininterrumpida sucesión de

aportes de agua y color, una imposibilidad absoluta de detención, de dejarlo aquí y

continuar después. Y lo que es peor: mientras se esté realizando ese solo y amplísimo

brochazo no se puede volver atrás, es imposible retroceder un paso, la mancha va por

donde va y por ahí se ha de seguir hasta completarla, es imposible dar un mínimo paso

atrás. De no hacerlo así, el riesgo del error incorregible conllevaría automáticamente la

destrucción de la obra.

La misma fragilidad del soporte de la acuarela se convierte en su cuarta gran

dificultad: el grácil papel que le sirve de soporte necesita, una vez terminada la obra, ser

encubierto por otro material aún más frágil todavía, el transparente cristal que le presta

la consistencia y la protege de tantísimos agentes agresores que podrían dañarla

irremediablemente. La acuarela es destructible con un leve golpecito, en un pequeño

descuido, tras un ligero arrebato del autor que la ama mucho o del espectador que la

odia un poco. ¡Ni las rosas en su primaveral esplendor temen tanto un leve roce que

pretenda acariciarlas, cuánto más si es para manipularlas! Por ello el autor de la acuarela

ya enmarcada teme sobremanera moverla de su sitio, transportarla a centenares de

kilómetros, dejarla al antojo de un mensajero descuidado. Prefiere manipularla

solamente él, guardarla en su estudio, no tocarla más. Prefiere, en definitiva, no enviarla

a ningún concurso en el que sepa Dios qué infinitos peligros puede llegar a correr su

obra mimada alejada de sus vigilantes ojos.

La quinta y última gran dificultad que tienen la acuarela, el acuarelista y el

mundo que los une es, por extraño que parezca, el miedo a los concursos. Ya hemos

aludido al temor a la manipulación y transporte de la obra, pero aún queda otro miedo

aún más grande: el miedo a sus hermanas mayores, la pintura al óleo y equivalentes.

Una acuarela presentada a un concurso de pintura es como la doncella que se presenta

desnuda a un baile de disfraces: sabe que todos van a estar pendientes de ella, como si

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fuese la única presente en el baile, pero teme sobremanera que todos la miren, la

remiren y la admiren en su infinita gracia y belleza pero que no le premien su disfraz.

Por ello, la acuarela, cubierta únicamente con un transparente cristal que deja

al descubierto y al desnudo todos sus encantos, prefiere quedarse en el lugar preferido

por su autor e ir observando año tras año cómo sus obras hermanas van visitando

concursos, van recorriendo certámenes, para ir volviendo una y otra vez cansadas y

defraudadas al estudio del que salieron. Mientras tanto, ella aguarda paciente y ansiosa

a que le llegue un día un enamorado que la convoque, aunque sea en un perdido pueblo

de la campiña jiennense, a presentarse al baile de la pintura pura y desnuda.

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La etiqueta que nos une 2000

Pocos placeres hay equivalentes al de saborear un producto fuera de sus circuitos

habituales de distribución. Tomar un helado en pleno desierto eqipcio puede derretir de

gusto al turista más aventurero; comerse media tripa de salchichón en una perdida

carretera del Rif al sol del mediodía puede hacer olvidar en un instante las dos

infructuosas horas gastadas inútilmente en buscar un restaurante; empapar una sopa de

pan en aceite de oliva en cualquier lugar neoyorkino puede hacer creer al que la deguste

que acaba de poner un pie en la Gloria... Pero ninguno de esos placeres sería

comparable al de tomarse una cervecilla de El Alcázar en un bar de Pamplona cuando

llega la hora dominical de las cañas.

Mientras se prepara la comida, varios trabajadores salen de sus casas con la ropa

de domingo y se aprestan a tomar el aperitivo en ese barrio de Pamplona o de Valencia

o de Madrid o de cualquier otro sitio al que se hubiera tenido que dirigir una oleada de

emigrantes jiennenses hace unas décadas. Varios son los bares a elegir, pues son varios

los que reciben, en cuentagotas y casi de contrabando, algunas cajas de esos botellines

rechonchos que tanto gustan a los que son de la tierra del ronquido.

- ¿Qué va a ser?

- ¿Te queda alguna de las nuestras?

- Unas poquillas me quedan de casualidad.

- ¡Pues ve trayéndotelas pacá!

Todo el grupo es de Jaén. Y están tan lejos de su tierra, tienen tanta gana de

volver a ella cuando se jubilen que parece como si el mero hecho de volcar el botellín

para escanciarlo gaznate adentro les acercara en breves instantes –antes incluso del

primer regüeldo- al lugar tan alejado del que proceden. Y la primera parte de la

conversación es siempre la misma;

- ¡Chiquillo! ¡Parece como si estuviera en mi pueblo ahora mismo!

- ¡Y yo!

- ¿Qué tendrá esta cerveza para que esté tan buena?

Ninguno de ellos sabe el secreto; ni yo mismo lo sé, ni me interesa. Pero

seguramente de la mano del jiennense que la embotelló, o del sudor del que le puso la

etiqueta al botellín, o de sepa Dios dónde, quedó un rastro imperceptible que ha sido

capaz de viajar kilómetros y kilómetros y atrapar en su red invisible a todos los

naturales de una tierra aún más ancha de lo que señalan los mapas.

Al cabo de un rato, la conversación es distendida, el ambiente amigable y el de

al lado (un navarrico que se une al grupo y que tiene la suerte de probar el último de

esos botellines) hace la pregunta de rigor:

- ¿De qué parte de Jaén son ustedes?

- Yo soy de la capital.

- Yo, de Linares.

- Yo, de Torres.

- Yo, de Solera.

Y el más afortunado en el reparto, el avispado al que más tajada ha

correspondido, contesta sin darse cuenta.

- Yo, de El Alcázar.

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¿Aquello + ESO = esto? 1998

El alegre profesor de BUP recorría animosamente el desierto pasillo camino de

su última clase matinal, en la que le aguardaban silenciosos unos cuarenta alumnos, los

cuales se pusieron automáticamente en pie nada más verlo cruzar el umbral de la

inmaculada puerta. Tras oír un gratificante “buenos días, profesor”, subió a la tarima, y,

desde su cómodo asiento, observó casi orgulloso a aquel grupo de expectantes

adolescentes. Sin elevar el tono de voz, explicó durante la primera media hora el tema

correspondiente; a continuación, respondió a las preguntas que ordenadamente le

hicieron los que tenían la mano levantada; y, durante el último cuarto de hora, puso

varios notables a los asustados alumnos a los que tocó preguntar ese día. A la salida de

la clase, atendió a un padre que le esperaba preocupado por que su hijo aprendiese lo

más posible, y, tras departir brevemente con un compañero, se dirigió a su casa

olvidando en el trayecto que acababa de cumplir toda una mañana de trabajo

continuado. Por la tarde dedicó un par de horas para prepararse las clases del día

siguiente. Durmió como un bendito y se levantó casi con prisa por volver a recorrer

animosamente el desierto pasillo camino de...

El malhumorado profesor de ESO recorría pensativamente el bullicioso pasillo

camino de su última clase matinal, en la que le aguardaba revoltosa una treintena de

alumnos, los cuales fueron ocupando sus sitios a los cinco minutos de haber cruzado el

umbral de la semidestrozada puerta. Tras oír un decepcionante “hola, maestro”, se

colocó en una mesa del aula, y, desde su asiento de formica, observó casi incrédulo a

aquel grupo de alborotadores adolescentes. Con voz en grito, explicó durante el rato que

aguantó su garganta las dos o tres ideas básicas de la unidad correspondiente; a

continuación, y tras esperar inútilmente a que algún alumno le hiciese alguna pregunta,

puso dos negativos a sendos alumnos que salieron voluntarios a la pizarra. A la salida

de la clase, atendió a un padre que le esperaba para protestarle por un examen y, tras

departir un rato con el director para comentarle la situación, se dirigió hasta su casa

como contento por haber terminado ya la infructuosa mañana pasada en el Centro. Por

la tarde, se decidió por fin a no volver a prepararse inútilmente más clases. La mañana

siguiente le amaneció sin ilusión alguna por volver a recorrer pensativamente el

bullicioso pasillo camino de...

El deprimido funcionario de la Enseñanza recorría a trancas y barrancas el

atestado pasillo camino de su última clase matinal en la que le aguardaba atronadora una

jauría de veinte alumnos, los cuales casi le impidieron acceder al interior apostados

como estaban junto a la desvencijada puerta. Tras oír un ensordecedor abucheo por

tropezar en dos macutos a la vez, se quedó de pie por no limpiar de pisadas su asquerosa

silla, y, desde esa postura, observó decepcionado a aquel grupo de inminentes

delincuentes. Sin ser capaz de acallar el griterío, escribió en la pizarra un esquema-

resumen de la unidad; a continuación, y tras descartar preguntar al alumnado o poner

alguna nota, dedicó el último cuarto de hora a despegarse un chicle del zapato. A la

salida de la clase, no hubo de atender a ningún padre y, tras departir un buen rato con el

orientador, se dirigió hasta su casa sin poder apartar de su cabeza la insufrible mañana

transcurrida. Por la tarde, rompió en un arrebato todos sus apuntes y libros de texto.

Llegada la hora de acostarse, apenas pudo conciliar el sueño: a la mañana siguiente fue

incapaz de recorrer ningún pasillo camino de ninguna clase.