EL PROFETA de Amanda Stevens - Primer Capitulo

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El profeta es la tercera entrega de la serie La reina del cementerio, iniciada por La restauradora y que continuó con El reino. "Ha llegado la hora de la verdad: necesito que encuentres a mi asesino. Todas las piezas empiezan a encajar y tienes que descubrir al responsable." Amelia ha regresado a Charleston después de haber enfrentado a la muerte en Asher Falls. Se ha dado cuenta de que romper las reglas que su padre le impuso supone pagar un precio muy alto, y que podría tener consecuencias insospechables. Su mayor problema ahora es mantenerse alejada de John Devlin, un hombre que le fascina y aterra a partes iguales. Aunque sus sentimientos por él son innegables, no puede tenerlo cerca mientras sigan acechándolo los fantasmas de su esposa e hija. Sin embargo, Amelia pronto entenderá que ella tiene un problema mucho mayor: esta vez hay un fantasma que la acecha a ella. El fallecido oficial de policía Robert Fremont, a quien asesinaron con un tiro por la espalda, le pide ayuda para encontrar a su asesino.

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Capítulo 1

Algo llevaba persiguiéndome desde hacía varios días.No tenía la menor idea de si era humano, fantasma o unintermedio, como yo. Nunca logré vislumbrar más queuna fugaz sombra por el rabillo del ojo. Un suave parpa-deo de luz, un ligero movimiento entre las sombras. Peroahora estaba ahí, a mi alrededor. Una oscuridad que me pi-saba los talones. Que se daba media vuelta cuando megiraba. Que se escondía cuando aminoraba el paso.

Afiancé mis pasos a pesar de que el corazón me latíaa mil por hora, y me reprendí por haberme alejadotanto del campo sagrado. Me había quedado pululandopor mi mercado favorito demasiado tiempo, sin perca-tarme de que se acercaba el crepúsculo, el momento deldía en que esas entidades codiciosas e insidiosas se cola-ban en nuestro mundo, en busca de lo que jamás podránvolver a tener.

Desde los nueve años, mi padre me había enseñado aprotegerme de la naturaleza parásita de los fantasmas,pero había roto todas y cada una de sus normas. Me ha-bía enamorado de un hombre acechado y había abiertouna puerta de entrada a los otros, y así había permitidoque el mal me encontrara.

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Un coche pasó a toda velocidad por la calle. Pese alsusto, agradecí oír un sonido normal. Pero el rugido delmotor se desvaneció enseguida, y el silencio que siguiófue ominoso. El tráfico de hora punta había disminuido,y la calle estaba poco transitada, lo cual no era habitual.Tenía toda la acera para mí, y no veía a ningún otro pea-tón. Sentía que todo había pasado a un segundo plano,que mi mundo se reducía al ruido sordo de mis pisadas,de mis latidos.

Cambié la bolsa de la compra de mano y me escurríhacia la izquierda, desde donde contemplé el atardecersobre el río Ashley. El cielo moteado resplandecía comolos rescoldos de un fuego extinguido, emitiendo una luzdorada sobre los chapiteles y campanarios que se aso-maban por el horizonte de la Ciudad de las Iglesias.

Me gustaba estar de vuelta en mi querida Charles-ton, pero tenía los nervios a flor de piel desde mi re-greso, uno de los síntomas del trauma físico y emocio-nal que había sufrido durante la restauración de uncementerio en la falda de las montañas Blue Ridge. Perohabía otra razón que explicaba por qué no podía comero dormir, una ansiedad más profunda que me atormen-taba incansable, a todas horas.

Tomé aliento. Devlin. Aquel detective de la policía acosado por sus fantas-

mas, al que no había logrado sacar de mi cabeza ni de micorazón. El mero hecho de pensar en él era como unacaricia oscura, un beso prohibido. Cada vez que cerrabalos ojos, oía el susurro de su acento aristocrático, esa ca-dencia lenta y seductora. Sin apenas esfuerzo, evocabasus labios perfectos junto a los míos…, el rastro melosode su lengua…, esas manos ágiles y expertas…

Me concentré de nuevo en la calle y miré por encimadel hombro. Fuera lo que fuera lo que me perseguía, se

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había quedado rezagado o había desaparecido, así que elmiedo empezó a disminuir, como ocurría siempre queme acercaba a suelo sacro.

De repente, un pájaro trinó desde lo más alto delárbol. El sonido fue tan sobrecogedor que me detuve aescuchar. No era la primera vez que oía ese gorjeo. Fueen París, entre las sombras de un jardín. La serenataera inconfundible. Sutil y encantadora. Como flotarsobre una bañera de agua caliente a la luz de las velas.En un principio, creí que se trataba de un ruiseñor,pero luego recapacité. Los ruiseñores eran pájaros eu-ropeos y, a esas alturas, ya habrían recorrido los casicinco mil kilómetros hasta África para pasar allí el in-vierno.

Tras la estela del ave cantora, me embriagó una in-tensa fragancia. Olía a algo exuberante y exótico. Ni elsonido ni el perfume pertenecían a esta ciudad, o puedeque ni a este mundo, y empecé a notar un cosquilleo enla columna vertebral.

Percibí un susurró y me volví, casi esperando encon-trarme a Devlin emergiendo de entre la negrura, tal ycomo había salido de la niebla la noche en que nos co-nocimos. Todavía lo veía como entonces, como un des-conocido enigmático, el tipo tan atractivo y taciturnoque protagonizaba mis fantasías de adolescente.

Pero Devlin no estaba detrás de mí. A esas horas,probablemente seguiría en la comisaría. No había sidomás que el murmullo de las hojas secas, o eso quisecreer. El runrún fantasmal de mi propio anhelo.

Y justo entonces, a lo lejos, resonó la risa de unaniña, seguida de un cántico muy suave. De inmediato,reconocí la voz, aunque todavía no logro explicarme porqué, pues nunca la había oído antes. En mi cabeza forméla imagen de la hija muerta de Devlin.

Mi padre me hubiera advertido de que recordara las

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normas. Las recité para mis adentros y, poco a poco, megiré para rastrear el ocaso: «Nunca reconozcas que vesfantasmas, nunca te alejes de campo sagrado, nunca terelaciones con personas acechadas por fantasmas ynunca, bajo ningún concepto, tientes al destino».

De pronto, volví a oír la voz de aquella niña: «¡Ven abuscarme, Amelia!».

No puedo justificar por qué no decidí ignorarla ycontinuar mi camino. Debía de estar hechizada. Es laúnica explicación posible.

El ruiseñor canturreó cuando me aparté de la acera yme dirigí hacia un estrecho callejón donde se alzaba unagigantesca puerta ornamentada. Al asomarme, com-probé que tras ella se extendía el jardín cercado de unacasa privada. Sabía que, si cruzaba el umbral, corría elriesgo de que me dispararan por infringir la ley e inva-dir una propiedad privada. La gente de Charleston ado-raba las armas. Pero el peligro no me amedrentó, nitampoco las reglas de mi padre, porque estaba bajo elefecto de aquel extraño hechizo hipnótico.

Meses antes, cuando percibí el fantasma de Shaniplaneando junto a Devlin, la pequeña intentó establecercontacto. Por eso me había seguido a casa esa misma no-che y había dejado un minúsculo anillo granate en mijardín. Ese anillo no había sido más que un mensaje, aligual que el corazón que había dibujado en la ventana.Quería decirme algo…

«Por aquí. ¡Date prisa! Antes de que venga…» Un presentimiento me heló la espalda. Estaba ro-

deada de peligros, pero hice caso omiso y seguí avan-zando. El canto del ruiseñor y aquel aroma seductor meguiaron a través de un laberinto de setos y palmitos, yatravesé varios senderos cuajados de onagras vesperti-nas y lirios de medianoche. El incesante goteo de unafuente se mezclaba con las carcajadas etéreas de Shani.

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La pequeña empezó a cantar. Sentí que se me erizaba elvello de la nuca:

El pequeño Dicky Diltatenía una mujer de plata.

Cogió un bastón y le partió la espalda,para venderla a un molinero.

El molinero no quiso quedársela,así que la arrojó al río.

El ritmo era espantoso. Hacía una eternidad que nooía esa canción. Además, la inocencia de la voz canta-rina de Shani hacía que los versos resultaran aún másmacabros.

En un intento de librarme de ese letargo siniestro,me volví para desandar el camino hasta la verja, pero lahija del detective se materializó en mitad de la pasarela.Al principio, distinguí un ligero titileo, y luego la si-lueta de una niña. A medida que su imagen iba apare-ciendo, la temperatura del jardín descendió en picado.Estaba asustada, aterrorizada para ser exactos, y sabíaque estaba pisando terreno peligroso. No solo estaba re-conociendo abiertamente que veía muertos, sino tam-bién tentando al destino.

Pero en ese momento nada de eso me importó. Nofui capaz de dar media vuelta ni de separar la mirada deaquel espectro delicado que me impedía escapar de allí.

Llevaba un vestido azul y en el cabello un lazo a con-junto y una espiga de jazmín atada en la cintura. Unacascada de rizos le caía sobre los hombros, un detalle tanadorable que me dejó sin aliento. Un aura apenas per-ceptible brillaba a su alrededor, plateada y diáfana, pero,aun así, pude definir sus rasgos. Admiré aquellos pó-mulos prominentes y esa mirada oscura que delatabansu herencia criolla, e incluso me pareció intuir la belleza

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de su madre en aquel rostro fantasmagórico. Pero nin-gún parecido con Devlin. La influencia de los Goodwinedominaba sobre los demás apellidos.

De forma deliberada, la niña se sacó la ramita de jaz-mín de la cintura y me la ofreció.

Sabía de sobra que no debía aceptarla. La únicaforma de convivir con fantasmas era ignorándolos, fin-giendo no verlos.

Pero ya era demasiado tarde para eso. Casi por vo-luntad propia, mi mano se levantó para coger las flo-recillas.

El fantasma se deslizó hacía mí hasta que pude sen-tir el frío glacial que emanaba de su cuerpo diminuto.Acaricié las flores color crema que sostenía el fantasmacon los dedos. Los pétalos parecían reales, tan cálidos yflexibles como mi propia piel. No lograba comprendercómo era posible. Había traído el ramillete del otro lado,así que las flores deberían marchitarse.

«Para ti.» No musitó las palabras, pero las oí con perfecta clari-

dad. La voz que resonaba en mi cabeza era tierna y lí-rica, como el suave tintineo de una campana de cristal.Me llevé el jazmín a la nariz y dejé que aquel perfumeembriagador llenara todos mis sentidos.

«¿Me ayudarás?» —¿Ayudarte? ¿Cómo? —pregunté sin querer. In-

cluso mi voz sonaba lejana y vacía, como un eco. Se llevó un dedo a los labios. —¿Qué ocurre? El aire que ocupaba el jardín tembló y el espectro

empezó a difuminarse. Se me aceleró el pulso y el vahoque producía al respirar se entremezclaba con un vaporlechoso que se enroscaba entre las sombras. Noté un ex-traño sabor a cobre en la boca, como si me hubiera mor-dido la lengua. Pero no sentí dolor alguno. Lo único que

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sentía era un miedo apabullante que se extendía desdeel pecho hasta las piernas y que me tenía paralizada.

Tras un escalofrío en la nuca, dejé caer el ramillete dejazmín. La noche estaba sumida en un silencio sepul-cral. Una extraña quietud había inundado aquel jardín.Solo se movía aquel bucle de niebla. Lo observé, fasci-nada, mientras se escurría hacia mí, retorciéndose comouna cobra encantada. La tensión que se me había acu-mulado en las terminaciones nerviosas se hizo insopor-table, y por un momento pensé que la más ligera de lascaricias podría hacerme añicos.

Pero cuando se produjo el contacto, no fue nada li-gero. El golpe fue rápido y brutal, una arremetida tanfuerte que perdí el equilibrio. Trastabillé sobre una pe-queña estatua de jardín y me caí de bruces. El querubínde cerámica se rompió en mil pedazos al desplomarsesobre el suelo y, un instante más tarde, oí unas vocesque provenían del interior de la casa. Una parte de mísabía que esa gente debía de haber oído el estruendo,pero no fui capaz de apartar mi atención del camino.De pronto, otro ser emergió en el jardín. Suspendidoen el aire, el espectro me observaba con la mirada en-cendida.

Mariama. La madre de la niña fantasma. La difuntaesposa de Devlin.

En un solo instante, vislumbré el bajo vaporoso desu vestido, sus pies descalzos y la cabellera voluptuosabalanceándose sobre su espalda. Y aquella sonrisa bur-lona. Terriblemente seductora. Incluso muerta, la mís-tica de Mariama era penetrante, palpable. Al igual quesu astucia.

En ese instante, recordé algo que me había contadoDevlin acerca de su mujer. Según sus creencias, lamuerte no disminuía el poder de una persona. Un falle-cimiento violento o repentino podía enfurecer al espí-

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ritu, que no dudaría en ejercer su fuerza para regresar aeste mundo e interferir las vidas de los vivos, o incluso,en algunos casos, en esclavizarlos. Siempre me habíaasaltado la duda de si ese era su verdadero propósito:mantener a Devlin encadenado a ella, preso de su dolory su culpabilidad. Podía existir en este lado del velo por-que devoraba su calor, su energía vital, pero, en cuantoél la dejara marchar, en el momento en que empezara aolvidarla, ¿se desvanecería sin más?

Me acurruqué temblorosa y me arrepentí una y otravez de haber seguido la vocecita de Shani y aquel ex-traño gorjeo hasta el jardín. No tendría que haber mor-dido el anzuelo. Todo aquello era culpa de Mariama. Ypor fin lo entendí. Estaba interfiriendo en mi vida, aler-tándome de que me mantuviera lejos de Devlin.

Noté una picadura y, cuando bajé la mirada, descubríque tenía la mano llena de hormigas. Sacudí las manospara deshacerme de ellas y, con torpeza, me puse en pie.Durante el breve instante en que desvié los ojos de losfantasmas, se esfumaron, dejando tras de sí una estelade escarcha.

La puerta que daba al jardín trasero se abrió, y unamujer salió al porche.

—¿Quién anda ahí? —preguntó. A juzgar por sutono de voz no estaba en absoluto asustada, tan solomolesta.

No se me ocurrió ninguna excusa creíble que expli-cara mi presencia en su jardín, de modo que recogí labolsa de la compra y me escondí tras un matorral deazaleas. Una cobardía por mi parte, desde luego. Se es-tremeció de frío y se ajustó la chaqueta alrededor delcuerpo mientras seguía escudriñando el lugar.

Si mi encuentro con aquellos fantasmas no me hu-biera dejado tan aturdida, quizá me habría delatado, enlugar de corretear tras los arbustos como un vulgar la-

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drón. Me podría haber inventado alguna historia, comoque mi gato se había escapado y le había seguido hastaallí, y luego ofrecerme a pagar los desperfectos. Y justocuando estaba a punto de hacerlo, advertí la silueta deun hombre tras el ventanal de la terraza.

—Me ha parecido oír algo —dijo la mujer por en-cima del hombro, y él salió al porche. Se me encogió elcorazón. El segundo golpe que encajé esa noche. Reco-nocí a aquel tipo de inmediato. Era Devlin. Mi Devlin.

Enseguida até cabos y adiviné por qué Mariama mehabía atraído hasta ese jardín. Para presenciar eso.

Mariama apareció junto a su marido. Sentí su mi-rada glacial clavada en mí, tan burlona e hipnótica comosiempre. La brisa nocturna le alborotaba el cabello y leagitaba la falda transparente del vestido, que envolvíasus piernas como si de una serpiente se tratara. Podíaver a través de su espectro y, sin embargo, en aquel ins-tante parecía tener más vitalidad que cualquier otro servivo.

Alargó el brazo y acarició la mejilla de Devlin conademán posesivo, sin dejar de fulminarme con aquellamirada socarrona. No oí su voz en mi cabeza, pero elmensaje era claro. No estaba dispuesta a dejarle mar-char.

De pronto, noté un tremendo dolor en el pecho,como si una mano invisible me hubiera arrancado el co-razón. Me quedé sin aire en los pulmones y las piernasme temblaban. Algo horrible estaba sucediéndome enaquel jardín. Una entidad que me consideraba su ene-miga estaba consumiendo mi calor, mi energía.

Mi padre me había avisado en incontables ocasiones:«Si hay algo que desean los muertos, es volver a formarparte de nuestro mundo. Son como parásitos; nuestraenergía los atrae y se nutren de nuestro calor. Si descu-bren que puedes verlos, se aferrarán a ti como una plaga

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de pulgas. Nunca podrás librarte de ellos. Y tu vida ja-más volverá a ser igual».

El fantasma se echó a reír y, por un instante, penséque también había oído la advertencia de mi padre.

Shani se materializó junto a Devlin. Le jaló delpantalón para llamar su atención, pero él en ningúnmomento se percató de su presencia. No podía sen-tirla. No tenía la menor idea de que su hija estaba allí.Solo tenía ojos para aquella desconocida. Se acercó pordetrás y le rodeó la cintura de avispa con ambos bra-zos. Ella dejó caer la cabeza sobre su hombro, y el mur-mullo íntimo de sus voces atravesó el jardín hasta al-canzar mi escondite.

El detective no la besaba ni la acariciaba como lo ha-ría un amante. Se limitó a sujetarla entre sus brazosmientras sus fantasmas flotaban a su alrededor.

No podía moverme ni respirar. Fue, con toda proba-bilidad, el peor momento de mi vida.

Tras unos minutos, Devlin volvió dentro y sus fan-tasmas se desvanecieron. Pero la dueña de la casa per-maneció allí, oteando el crepúsculo, como si pudierapercibir mi presencia. No me atreví a moverme pormiedo a llamar su atención, pero me habría encantadoverla. Tan solo intuía una silueta curvilínea y una ca-bellera brillante que le rozaba los hombros. Sin em-bargo, sabía que era atractiva. Desprendía algo, una es-pecie de vibración que comparten todas las mujereshermosas.

Se quedó en el porche varios minutos más, y luegosiguió a Devlin hacia dentro. Esperé pacientemente paracerciorarme de que ninguno volvía al porche, y luegosalí disparada de mi escondrijo hacia el callejón oscuro,sin pararme a pensar en mi acosador anterior.

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El hecho de haber presenciado aquella escena conDevlin acompañado de otra mujer me distrajo y bajé laguardia, algo muy poco habitual en mí. Convivir confantasmas exigía vigilancia y atención y, a pesar de es-tar huyendo de aquel lugar, mi cabeza no podía dejar deproyectar aquella imagen. El despiste me costó muycaro. Una sombra amenazadora apareció de la nada y, enun abrir y cerrar de ojos, alguien me empujó hacia lapared de piedra y me sujetó por la garganta.

La presión sobre la tráquea me impidió gritar. Aqueldesconocido me había inmovilizado en cuestión de unsegundo. Justo cuando empezaba a sacudir el gas lacri-mógeno que llevaba en el bolsillo, el asaltante retroce-dió varios pasos. Me soltó el cuello y me pareció oír ungrito ahogado. Y luego, con cierta incredulidad, escuché:

—¿Amelia? Devlin. Tenerle a tan pocos centímetros me dejó aturdida.

No fui capaz de articular una sola palabra. Habían pa-sado varios meses desde la última vez que nos habíamosvisto, pero cada noche le encontraba entre mis sueños.Aquellos sueños oscuros y lujuriosos me permitíanfantasear con él; sin embargo, ahora que estaba plan-tado frente a mí caí en la cuenta de que las visiones nohacían justicia a la realidad. Me observaba confundido,pero, aun así, solo podía pensar en sus caricias, encuánto había añorado sus besos.

—¿Estás bien? —se apresuró en preguntar. Ah, ¡esa voz! Aquel acento, sedoso y con aires de un

mundo antiguo, me enloquecía. Tragué saliva con cierta dificultad. —Sí, creo que sí. —¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Y por qué

no has dicho nada? Podría haberte hecho mucho daño—dijo, algo nervioso.

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