El Proyecto Nacionalista

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9.1. El proyecto nacionalista-revolucionario y el problema del indio. El ciclo liberal duró apenas tres décadas antes de entrar en una crisis estructural que, según señala Silvia Rivera, trató de ser subsanada a través de la incursión de un conflicto bélico. La guerra con el Paraguay (1932-1935) fue el primer gran acontecimiento del siglo XX para la historia boliviana, pues fue el momento que abrió la puerta a una serie de transformaciones en las estructuras económicas, políticas y sociales nacionales, que repercuten hasta el presente. “La experiencia de una guerra, no importa lo dura que sea ésta, casi siempre pre origina tantas contradicciones como las que revela. Es un fenómeno de complejidad diversa y actividad concentrada, cuya comprensión no siempre se logra del todo…” (Dunkerley, 2006: 203). El caso de la Guerra del Chaco no fue la excepción a esta regla, pues reveló, por un lado, la crisis de un modelo de Estado republicano que no había logrado articular territorio y sociedad, que no tenía el alcance que debería para poder sentar presencia en la vastedad de su territorio. Por otra parte, el problema que a esta investigación interesa, la incompletitud de una construcción nacional, la persistencia de dos repúblicas, y de una sociedad colonialista. La Guerra del Chaco comprendió un momento de catarsis desde muchos aspectos, entre los que resalta el encuentro en el frente de estas dos realidades sociales o y culturales repúblicas-. “El prolongado contacto entre combatientes indios y reclutas de origen mestizo criollo […] reforzaron una aguda conciencia crítica respecto a los problemas no resueltos del país y alimentaron una conciencia social pro-indigenista 1 de las capas medias del criollaje urbano (Rivera, 1986: 55). 1 Cabe aclarar que el discurso indigenista no apuntaba a una emancipación de lo comunal, ni mucho menos a un horizonte de autodeterminación, sino a la inclusión de las poblaciones indígenas al paradigma moderno capitalista. Se trata más de una suerte de discurso colonialista encubierto con una voluntad de redención. Véase el pie de página n° 27.

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9.1. El proyecto nacionalista-revolucionario y el problema del indio.

El ciclo liberal duró apenas tres décadas antes de entrar en una crisis estructural que, según señala Silvia Rivera, trató de ser subsanada a través de la incursión de un conflicto bélico. La guerra con el Paraguay (1932-1935) fue el primer gran acontecimiento del siglo XX para la historia boliviana, pues fue el momento que abrió la puerta a una serie de transformaciones en las estructuras económicas, políticas y sociales nacionales, que repercuten hasta el presente. “La experiencia de una guerra, no importa lo dura que sea ésta, casi siempre pre origina tantas contradicciones como las que revela. Es un fenómeno de complejidad diversa y actividad concentrada, cuya comprensión no siempre se logra del todo…” (Dunkerley, 2006: 203). El caso de la Guerra del Chaco no fue la excepción a esta regla, pues reveló, por un lado, la crisis de un modelo de Estado republicano que no había logrado articular territorio y sociedad, que no tenía el alcance que debería para poder sentar presencia en la vastedad de su territorio.

Por otra parte, el problema que a esta investigación interesa, la incompletitud de una construcción nacional, la persistencia de dos repúblicas, y de una sociedad colonialista. La Guerra del Chaco comprendió un momento de catarsis desde muchos aspectos, entre los que resalta el encuentro en el frente de estas dos realidades sociales o y culturales –repúblicas-. “El prolongado contacto entre combatientes indios y reclutas de origen mestizo criollo […] reforzaron una aguda conciencia crítica respecto a los problemas no resueltos del país y alimentaron una conciencia social pro-indigenista1 de las capas medias del criollaje urbano” (Rivera, 1986: 55).

El destape de contradicciones, tensiones y clivajes que significó la Guerra del Chaco, dio lugar a una serie de reformas de tipo social, en los gobiernos militares que sucedieron a este evento (1935-1938). A partir de ese momento un cambio estructural se tornaba irreversible. Entraron en escena nuevos actores políticos como los sindicatos, fue un momento de dilatación del debate político con el ingreso de ideologías tales como el nacionalismo, los discursos de izquierda (socialismo, anarquismo). Esto supone a la vez modificaciones en el sistema político, con la aparición de nuevos partidos políticos (Partido Obrero Revolucionario, Movimiento Nacionalista Revolucionario). Este momento supone además el encuentro de razones revolucionarias, los nuevos partidos políticos identificaron como enemigos del sistema las estructuras coloniales o antinacionales, como la economía latifundista, coincidiendo con el horizonte político indígena.

Las luchas de las comunidades indígenas prosiguieron, aunque esta vez relacionándose con las luchas de las nuevas agrupaciones mestizas urbanas: “pero los caciques indios parecían haber establecido vínculos autónomos con los sindicatos” (Ibíd.: 63). Sin embargo, esta relación no contemplaba necesariamente los mismos

1 Cabe aclarar que el discurso indigenista no apuntaba a una emancipación de lo comunal, ni mucho menos a un horizonte de autodeterminación, sino a la inclusión de las poblaciones indígenas al paradigma moderno capitalista. Se trata más de una suerte de discurso colonialista encubierto con una voluntad de redención. Véase el pie de página n° 27.

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objetivos, y en las ciudades todavía persistía un cierto temor al indio. Los años 40 estuvieron marcados por la continuidad de las luchas indígenas por el respeto de sus territorios y territorialidades, sin embargo a diferencia de años anteriores, parece haber una mayor organicidad en el movimiento indígena que comienza a articularse adaptando lógicas organizativas occidentales. El Primer Congreso Indígena de 1945 fue una prueba contundente de este proceso, del mismo salieron una serie de consignas que desafiaban ya el orden colonial, latifundista. No se debe olvidar que este evento, como otros, constituía una verdadera afrenta a la sociedad criolla-mestiza de la elite, que todavía tenía bien arraigados los postulados del darwinismo social de los primeros años del siglo XX.

El periodo previo a la Revolución de 1952 estuvo marcado por la rearticulación del movimiento indígena, rechazado por la población civil con el mismo argumento del temor a la “guerra de razas” surgido luego de la rebelión de 1899. La caída del presidente Villarroel fue uno de los momentos importantes, aunque atenuado por la historiografía, que evidencia esta paranoia urbana oligárquica para con los indígenas. Este evento según Silvia Rivera demostró “hasta qué punto la ciudad, en sus distintos estratos compartía concepciones profundas […] moldeadas a partir de la paranoia colectiva del asedio indio, de la memoria de los ciclos rebeldes de Túpac Katari y de Zárate Willka” (Ibíd.: 68). En suma, en los diez años previos a la aclamada revolución de 1952, la ciudadanía paceña todavía se mostraba profundamente recelosa con relación a cualquier manifestación indígena, como lo fue el Congreso de 1945, promovido por Villarroel. La misma ciudadanía que iba a protagonizar el levantamiento de abril de 1952.

Durante este periodo, salvo algunas excepciones, la política estatal siguió impregnada por una profunda voluntad antiindígena. Los levantamientos indígenas contra el poder latifundista, por su parte, daban una continuidad al ciclo subversivo iniciado en 1868 (Condarco, 1983). Entre 1946 y 1947, tiene lugar una serie larga de levantamientos indígenas contra las haciendas, tanto en La Paz, como en Cochabamba, Oruro y Tarija (Rivera, 1986), no obstante, estos levantamientos no logran articularse, y su alcance es meramente local. La importancia de estos movimientos tiene que ver con su contenido: ser luchas por el poder comunal, la estrategia de lucha (el asedio), así como la utilización de formas de intimidación tradicionales (pututus, fogatas, etc.) dan cuenta de una continuidad en las tradiciones, una memoria histórica de cómo llevar a cabo la lucha, como sucedió en 1870 o en 1899.

Durante este contexto de luchas indígenas, también va adquiriendo fuerza la protesta de movimientos como el obrero, con un programa político totalmente alejado del de los indígenas, aunque se vinculaba por medio de organizaciones de tipo sindical con las comunidades indígenas. Un caso particular es, sobre todo, el acercamiento de las organizaciones obreras anarquistas al movimiento indígena, como fue el caso de la Federación Obrera Local (FOL). “Esta organización sindical, de tendencia anarquista, parece haber sido la única en captar y canalizar las demandas del movimiento comunario expresado en las rebeliones, hasta convertirse en la expresión urbana del

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movimiento de caciques altiplánicos” (Rivera, 1986: 72). Este relacionamiento fue, posteriormente aprovechado por otros movimientos y agrupaciones con voluntad más hegemonista, En este caso, como producto de las persecuciones del periodo del “sexenio”, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) recuperaba su imagen revolucionaria, y aprovechaba de esto para influir en las organizaciones del campo. En este sentido, el movimientismo comienza a cooptar o articular las demandas de estas organizaciones, así como las del movimiento obrero, matizándolas con sus idearios primiciales y las propuestas de otros partidos (como la Tesis de Pulacayo del Partido Obrero Revolucionario (POR)), desviando discursivamente el horizonte de lucha indígena, a un horizonte de lucha campesino, al estilo occidental. No obstante, esta articulación no se dio de forma inmediata, Rivera señala que tanto las rebeliones indígenas de 1947, como la guerra civil de 1949, eminentemente urbana y obrera, fueron eventos subversivos desarticulados. “Este sorprendente desfase muestra cuán frágil era la llamada “alianza obrero-campesina-clase media” sobre la cual el MNR pretendía construir su discurso populista” (Ibíd.: 74).

9.2. El Decreto Ley n° 03464: La Reforma Agraria de 1953.

La Revolución del 52, sobre todo urbana, se fundó en una voluntad de “«campesinizar» al movimiento indio, organizando estructuras de cooptación y control sindical que le permitieran [al MNR] convertir a las masas rurales en receptoras pasivas de las nuevas propuestas civilizadoras del movimientismo” (Ibíd.: 75). Bajo estas lógicas homogeneizadoras y nacionalizadoras se llevó a cavo la Revolución del 52. La principal medida, entendida como la solución a los problemas del campesinado, y como la lucha contra el latifundismo antinacional, fue la Reforma Agraria, el año 1953, que constaba con la eliminación de las haciendas en la región altiplánica y de los valles, y la redistribución de la tierra al campesinado. El afán del MNR, siguiendo una lectura marxista-nacionalista, era el de llevar a cabo las tareas democrático burguesas, que sentaran las bases del Estado nacional-popular moderno. Esta medida tuvo un contenido paradójicamente colonial-descolonizador, procuraba la eliminación de un régimen de tenencia de tierra eminentemente colonial-feudal, mediante la imposición de otro régimen occidental-capitalista. “La incomprensión de las estructuras antiguas y de los modos de manejo del suelo causaron grandes problemas a partir de la desestructuración del sistema de control de pisos ecológicos de la zona andina” (Muñoz, 2004: 72). La visión de país del MNR, impregnada de ideologías diversas y occidentales, seguía siendo ignara de la realidad social del país, sobre todo de la parte indígena. La Reforma Agraria se perfiló como un nuevo mecanismo, neocolonial, de destrucción de lo indígena pre-moderno, y contra-nacional.

Si se revisa la forma en cómo fue pensada la Reforma Agraria, a partir del texto del decreto que la hizo posible (Decreto Ley n° 03464), saltan a la luz ciertas disposiciones que permiten sustentar los argumentos anteriores. En efecto, siguiendo la hermenéutica de la ley, es decir la jerarquía del texto, el mismo inicia con una serie de “considerando” que es la justificación de la medida política que se pretende analizar. Estos primeros párrafos de consideraciones atacan, sobre todo, al latifundismo y su

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carácter feudal y antinacional. En el segundo “considerando”, se afirma que “los poseedores feudales de la tierra, en estrecha alianza con el consorcio minero existente hasta el 31 de octubre de 1952, al constituirse en un freno para el desarrollo capitalista, al no superar los procedimientos primitivos de producción, […], al prescribir a la raza aborigen de la vida civilizada”, son incapaces de llevar adelante al país. Esta afirmación, si bien es crítica con las élites criollas gobernantes desde la independencia, evidencia el horizonte occidentalista de la Revolución del 1952. La crítica a las élites tiene que ver con la incapacidad de las mismas de cumplir sus tareas “democrático-burguesas” en su momento, para generar las bases para el Estado-nación y la economía capitalista. En este marco, estas élites no pudieron tampoco “incluir” a los pueblos indígenas, como clases bajas, en la construcción nacional-popular. El MNR asumía, a partir de ese momento, la “mission civilisatrice” para con los pueblos indígenas, que pasaban a ser campesinos.

Siguiendo este razonamiento, o ideología, la Reforma Agraria consistió en la generación de un campesinado pequeño y mediano, como base de la acumulación capitalista y la nación. Este razonamientos puede observarse en los primeros trabajos de René Zavaleta, quien afirmaba que la distribución de las tierras iba a permitir el ingreso en el mercado de bienes de consumo y de producción, del campesinado. “Pero un consumo lleva a otro y una vez creada el hambre de comprar y vender se habían creado las condiciones subjetivas para que los excedentes campesinos, muy extensos, se proletarizaran” (Zavaleta, 2011: 197). En ese sentido, el Decreto 03464 visa sobre todo la distribución individual, pequeña y mediana, de la tierra, aunque también la restitución “en los posible” de las comunidades indígenas. El Decreto Ley es claro al respecto al señalar que se reconocen “las formas de propiedad agraria privada enumeradas en los siguientes artículos” (Artículo 5), el solar o propiedad familiar (Artículo 6); la propiedad pequeña (Artículo 7); la propiedad mediana (Artículo 8); la propiedad de comunidad indígena, pero “en favor de determinados grupos sociales indígenas” (Artículo 9); y la propiedad cooperativa (Artículo 10). En el resto del texto del Decreto 03464, se establecen una serie de facilidades para el desarrollo del campesinado individual, o vía farmer. El Artículo 42 dispone que “las tierras usurpadas a las comunidades indígenas desde el 1° de enero del año 1900, les serán restituidas, cuando prueben su derecho”, olvidando la memoria larga de las reivindicaciones comunales contra la usurpación de sus tierras, que se remonta a la segunda mitad del siglo XIX. El Decreto Ley 03464 no considera las usurpaciones de la tierra producto de las leyes de ex-vinculación, pues de ser así la Reforma Agraria habría consistido principalmente en restitución de tierras de comunidad, y no en la formación del campesinado.

Nuevamente, las comunidades indígenas deben recurrir a la demostración de sus posesiones comunales, a través de documentos, como títulos de propiedad coloniales, para poder ser restituidos (Artículo 57 y 59). Por otra parte, la ley imponía a las comunidades indígenas, en el afán de generar campesinado en todos los lugares posibles, la dotación de tierras a “los campesinos que carecen de tierras y que sin ser comunarios viven en la comunidad” (Artículo 61). Esta figura hace referencia a los

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históricos forasteros2, que no poseían tierras por no ser parte de la comunidad, sin embargo a partir de 1953 debía otorgárseles tierras. De hecho, la dotación de tierras dispuesta por la Reforma Agraria, favorecía a más sujetos que solamente los indígenas de ex-hacienda o comunarios, sino también a extranjeros, a civiles, a técnicos, etc. En suma, no fue el objetivo de la Reforma Agraria resarcir los agravios cometidos contra los indígenas, desde las leyes de ex-vinculación, sino la modernización capitalista del sector agrícola. Ciertamente, como afirmaba René Zavaleta en La formación de la conciencia nacional, reflejando el imaginario del proyecto nacionalista revolucionario, “Naturalmente, es un interés también nacional conservar y avivar y organizar la tradición propiamente indígena pero la nación no puede detenerse en un embeleco esteticista. Cuando recibieron las tierras, los campesinos mudaron sus hermosas bayetas por malas gabardinas pero adquirieron su dignidad” (Zavaleta, 2011: 204).

9.3. La inaplicabilidad de las reformas y la persistencia de la resistencia indígena.

Con la Reforma Agraria logró calar hondo la figura del campesinado individual, en muchas comunidades de ex–hacienda, y otras creadas luego de la Reforma de 1953. No obstante, por un lado, no se destruyeron las comunidades que sobrevivieron a la ex–vinculación de tierras; por otra parte, las comunidades campesinas de ex-hacienda, en muchos casos, no habían olvidado y siguieron reivindicando sus lógicas comunales de organización. Sin embargo, los sindicatos campesinos devinieron en el único medio válido de interlocución entre esta base social y el Estado, aunque no necesariamente reemplazaron las formas de institucionalidad comunal, que de hecho comenzaron a ser recuperadas. Aunque el liderazgo sindical cobró fuerza en la región rural, “en muchos lugares de las tierras altas es el mismo Ayllu el que se reconstituye a sí mismo, más con diferente nombre” (Regalsky, 2007: 93). La potencia del paradigma comunal, mantenido inevitablemente por su densidad histórica, permitió la adaptación del mismo a la nueva organización Estatal corporatista, sindicalista. “El corporatismo, por ende, creó un dualismo dinámico, con identidades cambiantes de acuerdo al escenario: para el estado los indios asumieron identidad como campesinos, el interior de la comunidad los campesinos asumieron su identidad como indios” (Yashar citado por Regalsky, 2007: 94-95). La fuerza que el Estado corporatista le entregó a las organizaciones campesinas, la relativa autonomía, permitió al interior de las mismas el resurgimiento de entidades y lógicas comunitarias tradicionales. Esta reconstitución se debió también en parte a que “la situación legal de las ex-haciendas no se había resuelto hasta fines de la década del 50” (Rivera, 1986: 98).

Sin embargo, en muchos casos, el sindicato sí cumplió su rol, asignado inconscientemente por las élites nacionalistas revolucionarias, de colonizador en antagonismo con la realidad comunal: el Ayllu. Esto significó la persistencia de la lucha indígena frente al avance de las estructuras neocoloniales, mediante sindicatos

2 La categoría forastero fue creada en el periodo de la administración toledana, durante la colonia. Los forasteros eran los indígenas que llegaban a una comunidad, sin ser parte de la misma, y se instalaban sin tener mayores derechos. Los forasteros surgieron por el tema del tributo indígena y la Mit’a minera, ya que estos sujetos, en su calidad de forasteros, se eximían de cumplir con ambas obligaciones, por ellos preferían no retornar a sus comunidades y, en vez, residir en otras en calidad de forasteros. (Sánchez Albornoz, 1990).

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instrumentalizados por el Estado del 52. Se mantiene una lógica antiindígena oligárquica de civilizar al indígena por medio del sindicato agrario. El periodo de la década de los 60 estuvo marcado, según Rivera, por el resurgimiento de formas señoriales de dominación, a través de la subordinación del campesinado al Estado. Aunque el sindicalismo permite el ingreso, en cierta medida de la población indígena en el campo político estatal, su contenido colonial lo conflictúa con la lógica comunal, y en muchos casos existe una voluntad de retorno a estas lógicas ancestrales. En este sentido, existen casos en que su fusiona la lógica sindical con formas de organización comunitarias; también existen casos en que el sindicato incluye en su discurso político a las identidades nacionales indígenas. En efecto, durante las décadas del 60 y 70, un discurso etnicista desarrollado por intelectuales indígenas, impregnó las reivindicaciones de las organizaciones sindicales campesinas3 y urbanas: el katarismo.

Este nuevo discurso político, que comprende una complejización letrada de las problemáticas y reivindicaciones indígenas, tiene lugar gracias al surgimiento de intelectuales que dan cuenta de la incompletitud del proyecto nacionalista del MNR. Uno de los autores más representativos de esta línea de pensamiento fue Fausto Reinaga, que en sus textos planteaba un profundo rencor hacia lo criollo-occidental. El discurso katarista se caracteriza por un tono nostálgico con relación al pasado pre-colonial, por ejemplo Reinaga plantea la Nación India, fundamentada en el pasado del Tawantinsuyu. En el tono profundamente beligerante de estas propuestas, se planteaba “La epopeya libertaria del indio en la República, verdad que es un movimiento espontáneo, pero vital, inextinguible. Hoy este espontaneísmo se convierte en movimiento consciente, con plan, programa y meta. La meta es el Poder Indio” (Reinaga, 2010: 156). En este sentido, Reinaga plantea que “si Bolivia existe por el indio, Bolivia debe ser para el indio” (Ibíd.: 161). Estos postulados combinaban las interpelaciones u objetivos políticos occidentales (Estado-nación) con las reivindicaciones indígenas, procurando horizontes políticos indígenas occidentalizados, u horizontes políticos occidentales apropiados. Este katarismo que ofrecía distintas lecturas, todas apuntando al poder indígena y a la recuperación del pasado pre-colonial, devino pronto en la principal corriente de pensamiento del sindicalismo agrario (Rivera, 1986).

Esta relación entre el sindicalismo y el katarismo, así como la reconstitución de las estructuras comunales en las comunidades sindicales de ex–hacienda, permite concluir sobre la incapacidad del nacionalismo revolucionario de realmente aprehender al movimiento indígena-campesino, dentro del horizonte del Estado nacional-popular moderno. De hecho, los últimos 20 años del siglo XX, es evidente que el objetivo nacionalista no logró calar en las poblaciones indígena-campesinas. De hecho en el discurso político campesino de finales del siglo XX puede percibirse un profundo sentimiento de pertenencia a las identidades indígenas, incluso articulándose a todas las identidades (tanto de tierras altas como de tierras bajas). En la Tesis Política de la Confederación Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) (1983) se

3 Véase El anexo n° 4, El Manifiesto de Tiwanaku de 1974

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puede observar esta tendencia: “Los campesinos aymaras, qhechwas, cambas, chapacos, chiquitanos, canichanas, cayubabas, ayoreodes, tupiwaranies y otros, somos los legítimos dueños de esta tierra”. Por otra parte, ya en este documento se puede percibir, no sólo la diversidad cultural identitaria que no logró ser superada por el nacionalismo revolucionario, sino también una voluntad de reconocimiento de la pluralidad, versus la homogeneidad nacionalista. “Los diversos pueblos que habitamos esta tierra, a pesar de tener lenguas, sistemas de organización, concepciones del mundo y tradiciones históricas, estamos hermanados en una lucha conjunta y permanente” (CSUTCB, 1983)4.

En suma, en estos últimos años, gracias a la aparición de intelectuales kataristas e indianistas, y a la complejización del debate político en torno al tema político, las poblaciones indígena-campesinas tomaron consciencia de su importancia política, así como la importancia del reconocimiento de la pluralidad.

4 Véase el anexo n° 5, La Tesis Política de la CUSTCB (1983).