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EL PUNTO DE PARTIDA: FICCIÓN Y REALIDAD OOE KENDZABUROO* Traducción del japonés: Takeru Sugiyama y Guillermo Quartucci ¿PUEDE LA EXPERIENCIA ADQUIRIDA A través de la lectura ser considerada como experiencia, en el sentido ortodoxo de la palabra? ¿Puede la imaginación forjada a través de la lectura ser aplicada a la realidad? Siento necesidad de hacerme a mí mismo estas preguntas y, naturalmente, de responderlas. Es una cuestión que me vengo planteando desde la infancia, cuando reaccioné al llamado de la palabra escrita, que me asalta en los momentos en que enloquezco frente a las letras y que me seguirá hasta la muerte. Una vez cometí un delito por equivo- cación o por capricho, cuando en la selva virgen de la parte norte de Australia aceleré mi jeep para subir a una pila de excrementos de búfalo. Pero normalmente no me lanzo a la aventura ni agredo a otros con violencia. Tampoco he estado en un campo de batalla. Lo que llamo experiencia a través de la lectura abarca muchas cosas y no puedo dejar de sentir que es una sustancia sólida situada en la base de la imaginación dirigida a la realidad, y no algo frágil y sin forma. Creo que esa experiencia a través de la lectura, que da sentido a mi vida, es de origen diferente a la imaginación producto de la realidad actuada. Durante mi infancia, en plena guerra, vivía entre un escaso número de libros con los que me comunicaba ávidamente, como a través de vasos capilares. Esto hacía poco natural mi *Este ensayo, ligeramente adaptado a nuestros límites de espacio, forma parte del ibro de Ooe Kendzaburoo, Kowaremono toshite no ninguen. Katsudyi no mukoo no kurayami (El hombre frágil. El lado oscuro de la letra impresa), Tookyoo, Koodansha, L973, pp. 7-28. 4

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EL PUNTO DE PARTIDA: FICCIÓN Y REALIDAD

OOE K E N D Z A B U R O O * Traducción del japonés:

Takeru Sugiyama y Guillermo Quartucci

¿ P U E D E L A E X P E R I E N C I A A D Q U I R I D A A través de la lectura ser considerada como experiencia, en el sentido ortodoxo de la palabra? ¿Puede la imaginación forjada a través de la lectura ser aplicada a la realidad? Siento necesidad de hacerme a mí mismo estas preguntas y, naturalmente, de responderlas. Es una cuestión que me vengo planteando desde la infancia, cuando reaccioné al llamado de la palabra escrita, que me asalta en los momentos en que enloquezco frente a las letras y que me seguirá hasta la muerte. Una vez cometí un delito por equivo­cación o por capricho, cuando en la selva virgen de la parte norte de Australia aceleré mi jeep para subir a una pila de excrementos de búfalo. Pero normalmente no me lanzo a la aventura ni agredo a otros con violencia. Tampoco he estado en un campo de batalla. Lo que llamo experiencia a través de la lectura abarca muchas cosas y no puedo dejar de sentir que es una sustancia sólida situada en la base de la imaginación dirigida a la realidad, y no algo frágil y sin forma. Creo que esa experiencia a través de la lectura, que da sentido a mi vida, es de origen diferente a la imaginación producto de la realidad actuada.

Durante mi infancia, en plena guerra, vivía entre un escaso número de libros con los que me comunicaba ávidamente, como a través de vasos capilares. Esto hacía poco natural mi

*Este ensayo, ligeramente adaptado a nuestros límites de espacio, forma parte del ibro de Ooe Kendzaburoo, Kowaremono toshite no ninguen. Katsudyi no mukoo no kurayami (El hombre frágil. El lado oscuro de la letra impresa), Tookyoo, Koodansha, L973, pp. 7-28.

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conducta y difícil mi adaptación a las personas y circunstancias. Me volví tartamudo. Muchas veces, frente a alguna informa­ción de la realidad, o frente a la realidad misma, me quedaba vacilante o paralizado. Pensaba: "Esto no es real, porque lo he leído en los libros". O: "Aquello no puede ocurrir en la realidad porque yo lo he visto en letra impresa". ¡Ay! ¡Cuántas veces rechacé con desconfianza a los amigos que me traían noticias! ¡Cuántas veces dejé pasar una nueva y misteriosa realidad, dándole la espalda! Para mí, que durante la guerra vivía peno­samente mi pequeña e insegura infancia en el fondo de un bosque frondoso, los libros no eran un puente tendido hacia la realidad, sino más bien un hacha que lo despedazaba para arrojarlo a las oscuridades del abismo. Los hombres y las cosas eran ficción, como lo eran los extranjeros y los animales salvajes, los edificios y los barcos. Y también el mar. A fines de la guerra, cuando me despedía de mi infancia, los aviones reales eran los bombardeos enemigos que atravesaban el pequeño cielo del valle limitado por las montañas donde vivía y se dirigían a arrojar bombas a la ciudad principal de la región. La mantequilla, los ostiones y la lechuga francesa eran ficción. También el pan lo era.

Como mis compañeros y yo no conocíamos muchas de las cosas que aparecían en los libros de texto, los maestros renun­ciaron a su esfuerzo por "identificarlas" ,con objetos de la realidad. Todos acatamos esta decisión sin perturbarnos. ¿A quién le interesaba imaginar a un Susanoonomikoto real? Era mejor ubicar al limón y al café en la nebulosa región de la mitología. Algunos habían visto un limón, pero no era el objeto fusiforme amarillo claro, sino seguramente una fruta acida y sin forma, con puntitos azules y amarillos. ¿Es que era posible un café amargo? El que los adultos conseguían en el mercado negro y consumían a escondidas, haciéndolo durar mucho tiempo, era dulce y olía un poco a quemado, y no el grano pardo oscuro que un amigo valiente con espíritu de ladroncillo había probado a hurtadillas, encontrándolo deli­cioso. El café amargo se volvía entonces algo misterioso.

Aún recuerdo claramente una escena de un libro de historie­tas bastante grueso, medio roto y manoseado por todos los niños del valle. Los animalitos, cuyo líder era un oso pequeño,

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discutían la forma de despertar a un cerdito dormilón. Para ello, un ratón se mete en una col hueca y desde allí provoca al cerdo que está en la cama, quien, al ver que la col se mueve sola, opta por levantarse. En primer lugar, para mí una cama era un objeto ficticio, tanto como la col dibujada en forma de huevo azul cielo. Como mostrara tanta admiración por aquel objeto tan atractivo que no parecía de este mundo, mi madre me dijo que era como las coles que crecían en nuestro valle, pero no me sentí satisfecho con la "identificación". Más bien sentí que me habían avergonzado injustamente. Las coles que yo conocía, donde habitaban las mariposas blancas, eran mora­das y tenían el olor de un gusano aplastado, muy distintas de la maravillosa col que marcaba el climax de la historieta. Por lo tanto, decidí rechazar la col real y concentrar mi imaginación en la ficticia.

La repentina muerte de mi padre sirvió para que cambiara bruscamente mis conceptos sobre el mundo de los libros y la vida real. Era un hecho que no se parecía en absoluto a ninguna muerte conocida a través de los libros. La muerte de mi padre amplió mi mundo e hizo que hablara de ella con varias perso­nas adultas. Me di cuenta de que en realidad la palabra "muerte" que ellos usaban, al igual que la palabra "muerte" que aparecía en los libros, era más vacía y muy distinta de mi palabra "muerte". Poco después de mi padre, en nuestro valle murió en un accidente un hombre de edad mediana que llevaba una vida un poco distinta del resto. Se había perdido en el Mar Interior, cuando navegaba a medianoche en un barco que contratara para transportar vacas al Distrito de Jashin y matarlas ¡legalmente. La mujer que quedó sola en su casa siempre estaba parada bajo el alero y cada vez que alguien se acercaba para consolarla le contaba entre sollozos los detalles del accidente. Aquí también percibí que el sentido de la palabra "muerte" es diferente para cada uno que la pronuncia, cruzán­dose y desvaneciéndose. En realidad, sentía que sólo yo podía utilizarla de manera no ficticia.

Un día, la mujer, después de lamentarse con las campesinas, cuando éstas se fueron al bosque para recoger hojas secas, se quedó viéndome con una mirada terrible, a mí, que sólo era un muchachito con pantalones cortos llenos de costras de moras y

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una camiseta sin mangas donde estaba pintada torpemente la bandera japonesa. Después, se metió en la casa oscura con piso de tierra. Mis ojos, por entonces, estaban alterados por algún mal de carácter nervioso. Cuando me enojaba o fijaba la vista en algo, los objetos se alejaban y se volvían muy pequeños. En tales ocasiones dudaba si el tamaño real de un árbol y el tamaño con que nosotros lo vemos tiene alguna relación. Pero seme­jantes razonamientos me enloquecían, como en los guiones de teatro europeo, por lo que decidí dejar de lado los objetos reales que no podía relacionar con nada y quedarme con las palabras ficticias de los libros. Tal vez se deba a esto que mis conoci­mientos sobre árboles, hierbas, insectos y peces, aun cuando haya vivido en un valle exuberante, sean superficiales. Cuando leí una lista de los nombres regionales de cada pez recopilados por el doctor Uchida Keitaroo, descubrí un pez de agua dulce que pescábamos mi hermano y yo en nuestra infancia. Pero la sustancia de la palabra que tomó forma concreta dentro de mí (por ejemplo, los nombres de nuestra región para los peces iwana y y ámame) no tenía relación con el pez que apreté en la palma de mi mano llena de heridas, sino con la figura que observé durante largo tiempo en la enciclopedia ilustrada de peces.

Acostumbrarse a aceptar las palabras de un libro, sin cote­jarlas con el mundo real, más que costumbre es escoger "un modo peligroso de vivir", que en la violenta sociedad de niños del valle podía significar el linchamiento o la marginación. Yo, de la palabra escrita, aun cuando estuviera referida a algo muy alejado de la vida real, recibía el mismo impacto que provocan los objetos o las personas reales. Generalmente, los objetos que aparecían en ios libros tenían una vigencia mucho más concreta que los reales, y había momentos en que los bosques y los valles eran más ficción que realidad.

En una ocasión me encontraba leyendo una novela de Kaino Dyuudzoo, sentado en el corredor oscuro oculto bajo el depó­sito de leña. Se trataba de un capítulo de una novela para niños que salía en revistas y periódicos, y que no recuerdo cómo llegó a mis manos. Lo que sí sé es que era imposible conseguir los números anteriores, así como nunca vi los posteriores. El capítulo hablaba de un robot que, al recibir energía, giraba

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extraordinariamente, hasta trascender el tiempo y el espacio, y poder llegar a cualquier lugar que desease. Esta historia me causó un fuerte impacto, sobre todo en el momento culmi­nante en que el robot se convierte en una especie de plato giratorio. Me asaltó el temor de que se encontrara oculto entre la leña y que en cualquier momento brincara, haciendo volar los pedazos de madera. A l cabo de algunas horas de angustia y terror me encontró mi madre, paralizado, y me dijo que no debía temer puesto que aquello era fantasía. Pero para mí, que el mundo de la palabra escrita tenía mayor realidad que la realidad misma, aquella explicación no me consoló y seguí temblando, solo, hundido en un pozo oscuro y horrible, donde las palabras de mi madre resonaban como fantasmas. Este hecho sigue siendo para mí uno de los momentos más críticos de mi niñez.

En el valle de mi infancia, rodeado de bosques, no había ninguna relación entre el mundo real y el mundo de la palabra escrita. Pronto experimenté la tensión emocional de vivir la vida a través de la ficción. Sin embargo, nunca traté de inter­pretar las cosas del mundo real por lo que aprendía en los libros. Ese puente estaba roto. Si hubiera hablado con los otros niños del valle en el lenguaje de la palabra escrita, me habrían golpeado o marginado. Pero más que ese temor, era el emba­razo, o más bien la poca gracia que me hacía tener que utilizar el lenguaje estereotipado de, por ejemplo, el salón de clase. Me hice el firme propósito de no usar jamás este lenguaje.

Entonces, ¿podría existir para mí la historia del valle? Si la palabra escrita era ajena a mi vida cotidiana, la historia sería ficticia y no podría considerarla verdadera, por lo que, habiendo encontrado en un depósito los anales mimeografia-dos del pueblo, los dejé de lado. Prefería escuchar la historia del valle relatada por alguien que hablara en el lenguaje del lugar, aun cuando estuviera plagado de confusiones de tiempo y lugar, así como de exageraciones. Pero yo tenía más confianza en ese lenguaje que en la palabra impresa. Esto era natural, pues me hacía sentir dentro de la historia y sufrir con las contradicciones del relato, que eran las contradicciones de la vida misma. Descubrir esto me dio una tranquilidad de cuerpo y espíritu que desde la muerte de mi padre ya no experimen-

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taba. Las ideas de locura y muerte que me asaltaban dieron paso a una sensación de alivio localizada en la zona del diafragma.

La persona que elegí para que me narrara la historia del valle era una anciana pequeña y coja con cara de perro faldero, que había trabajado como sirvienta en mi familia. Ella vivió hasta hace diez años y cada vez que yo regresaba al pueblo, me visitaba para contarme "sus recuerdos". Su estilo era muy especial. En su mundo mental yo era el símbolo que sintetizaba tres generaciones familiares, como hermano de mi abuelo, hermano de mi padre y hermano de mi hermano mayor, el actual jefe de la familia. Según ella, para el tercer hijo (ése soy yo), la única forma de sobrevivir era huyendo del valle. Los hijos terceros de mi familia siempre habíamos hecho esto, aunque para la anciana éramos la misma persona. Ella jamás había salido del valle y los dos hijos terceros de mi familia que me habían precedido los condensaba en mí. Me contaba entre risas las tretas de que me había valido para evadir el servicio militar durante la guerra ruso-japonesa. Durante la depresión económica, refería llorando, me habían enviado a la península de Corea. Después, sin la menor preocupación por las contra­dicciones de su historia, me hablaba del orgullo que ella había sentido cuando, después de la guerra, me dediqué a criar pollitos en la Cooperativa Agrícola Infantil, que funcionaba como parte de la escuela secundaria del valle.

Una vez, mientras me narraba sus historias, se encontraba presente mi madre, quien le aclaró que esas personas eran mi tío abuelo y mi tío, ambos ya muertos, y que yo era en realidad el tercero. Pero la anciana no se dio por enterada. Comprendí que en su mente los tres hijos terceros coincidíamos en uno solo. Esto me produjo la impresión muy real de que yo había estado participando en la vida del valle durante más de setenta años.

También me relató la anciana cómo en el valle había esta­llado una rebelión a principios de Meidyi y cómo se había expandido río arriba por la región. Entonces ella era muy joven y se encontraba muy cerca del líder del levantamiento. Pero la rebelión fue aplastada y su líder asesinado. Ella se refería a aquel joven como alguien muy violento, a quien

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identificaba con el agitador en los motines del arroz, años más tarde, y con el soldado que había combatido ferozmente en el Sudeste Asiático y en China durante la Segunda Guerra Mun­dial. Ella se sentía la amante de este hombre violento que se repite en la historia japonesa a partir de Meidyi. También en este caso, la historia de la anciana me hacía participar de largos años de la vida del valle.

En un momento determinado interrumpió la plática, diciendo que tenía que regresar rápidamente a casa para calen­tar agua, así el líder de la rebelión podía lavarse los pies. Creo que era una forma de atraer mi atención de jovencito. A veces, cuando me internaba en el bosque para juntar hierbas comesti­bles, experimentaba la sensación de que el líder de la rebelión de principios de Meidyi, el agitador en los motines del arroz y el valiente soldado de la Segunda Guerra se encontraba oculto entre los árboles.

En ocasiones, sentado en el centro de un círculo formado por mis compañeros, les relataba las historias de este héroe como si lo hubiera conocido, mientras los niños escuchaban acurrucados, casi sin respirar. El estilo de mi plática reproducía fielmente el de la anciana y no sentía que estuviera contando una historia ficticia. En la vida del valle, con la presencia de aquel joven violento agazapada en el bosque, aquello no tenía el carácter fantasioso de las historias impresas.

William Styron narra en Confesiones de Nat Turner que Nat, quien iba a convertirse en líder de la primera rebelión importante de negros norteamericanos, había tenido una experiencia muy singular en su infancia. Cuando contaba tres o cuatro años cuenta una historia ficticia a su madre, la cual, enojada, le dice que aquello ha ocurrido realmente. Los adultos se sorprenden cuando Nat habla de hechos ocurridos antes de su nacimiento, como si él se hubiera encontrado allí. Si esto fuera posible, entonces Nat sería un profeta en contacto con Dios. Y un profeta, aunque se trate del hijo de un esclavo, no debería ocuparse en ninguna clase de trabajo. Es entonces cuando se dan cuenta de que están frente al líder de la rebelión. Styron imagina una escena en la que un hombre blanco escribe la confesión del líder negro, encarcelado después de la aplasta­da la rebelión. En el registro de los hechos, los sublevados se

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llaman a sí mismos "pobres negros", y en esta expresión se advierte un grito de reclamo, ante el hambre y el frío que deben soportar. Es un pasaje muy conmovedor.

A l leer las Confesiones de Nat Turner me sentí otra vez en el valle durante la guerra, escondido en el bosque junto con otros niños. Hasta aquí he tratado de describir mis experien­cias relacionadas con el mundo de los libros y el mundo real.

El libro de William Styron me hizo regresar al fondo del bosque, y ese recuerdo, que hasta entonces había tenido la indefinida consistencia de una gelatina, se volvió muy sólido. Naturalmente, el entusiasmo de descubrir la rebelión de Nat Turner ya pasó y ahora soy un novelista que nunca será líder de una rebelión. Tampoco, durante mis treinta y cuatro años, he tenido revelaciones proféticas, ni pretenderé tenerlas, a menos que enloquezca. ¿Qué había sucedido dentro de mí para que me convirtiera en un niño que contaba con entusiasmo y elocuen­cia la historia de la rebelión de principios de Meidyi, como si hubiera estado presente? ¿Cómo los terribles niños del pueblo, mucho más recelosos que los de la ciudad, me permitieron que contara con arrogancia las historias de los pobres que se rebelaban en Meidyi y Taishoo como si las hubiera vivido, mientras ellos me rodeaban en silencio, a punto de hacer estallar su pasión?

Sin embargo, lo que para la sociedad negra de Nat Turner era Dios, para nosotros, en el valle, era el núcleo de la fiesta popular. Ningún dios nos iba a hablar, pero todos queríamos participar en la fiesta, en cuyo centro estaba el líder de la rebelión. La anciana, con sus anacronismos, sirvió de cataliza­dor en nuestras conciencias del espíritu festivo de aquel levan­tamiento. En los días de la guerra, los hombres, los objetos, las voces, incluso las llamas furiosas de la rebelión de principios de Meidyi y de los motines del arroz llenaron nuestro tiempo de "sonido y furia". Esos hechos no eran ficción en absoluto y estaban siempre presentes en el bosque, influyendo en el alma de los niños. Mi madre, al igual que la madre de Nat Turner, escuchaba los relatos, y un día participó entusiasmada, con­tando con voz emocionada poco usual en ella, cómo durante los motines del arroz habían roto a golpes las cubas de sake de las bodegas, derramando el líquido en corrientes de diez centíme-

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tros de profundidad, de modo que lo podían recoger en cubetas. A l decirnos cómo se hacía para romper una cuba, nos comuni­caba la sabiduría práctica que requiere una rebelión. No creo que mi madre haya participado en los hechos que relataba, pero sin duda no estuvo ajena a los sentimientos que provocó en ella que los niños me escogieran como narrador infantil de lo que para nosotros constituía la "fiesta" del pueblo, donde se evocaban las rebeliones a partir de la época Meidyi.

Yanaguita Kunio, tal vez el más grande narrador de nuestra época, ha presentado repetidas veces pruebas de la imagina­ción colectiva, lamentando que el auténtico sentimiento de exaltación de la fiesta haya desaparecido (exactamente en momentos en que mis compañeros y yo descubríamos el valor ritual del motín y la rebelión). Yanaguita Kunio lamenta que >e haya perdido la forma en que el campesino se representaba a realidad, esto es, dividida en tres fechas: la fiesta, el Año ^uevo y el Día de Muertos (con el resto del tiempo viviendo ina vida como de insectos). Escribe: "Lo que más lástima me la es que los japoneses, por exceso de emociones diarias, hayan )erdido esa exaltación límpida, acompañada de una gran ima-;inación, que experimentaban desde antaño".

La anciana hacía vivir simultáneamente hombres y objetos le muy distintas épocas, y en la confusión de su memoria, en el esorden cronológico, los integraba en un cuerpo orgánico que te intentado imitar fielmente en mi manera de narrar y por el ual trasmitía a mis compañeros de la infancia, que todo lo ermitían, la oscura profundidad de la historia. La "fiesta" que esucitamos era muy distinta de la fiesta del equinoccio de tono, que ya había perdido su antigua emoción al caer en íanos de los folcloristas que vivían en las grandes ciudades. )urante la guerra, la fiesta del pueblo había sido prohibida, y 51o la rebelión de principios de Meidyi y los motines del arroz * Taishoo resucitados por un narrador adquirieron el carác-?r de fiesta auténtica, plena de "exaltación límpida, liberadora ? la imaginación". Nunca, en mi infancia, había experimentado través de los libros esa "exaltación límpida" ni esa "libera-ón de la imaginación". Lo que experimentaba tenía otro rácter. Pero el pequeño aprendiz tomaría nota y trataría de inseguir la misma "exaltación límpida" y la misma "libera-

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ción de la imaginación", en sus narraciones escritas, que la experimentada en el círculo de niños, aunque inútilmente, pues el mayor número de oyentes no garantiza que todos compartan la luz tenue y la oscuridad de aquel "cuerpo orgá­nico". Además, conoce la imposibilidad de la comunicación a través de la letra impresa.

M i hipótesis es que las rebeliones y motines, llevados a cabo por quienes no se han entrenado para la acción armada, en una pequeña comunidad campesina, constituyen una "fiesta" para los que los oyen relatados. Esto lo descubrí claramente, antes que en las historias de nuestra región y en las recopilacionesde datos sobre dichos levantamientos, en la Antología de las rebeliones campesinas en la época Tokugawa y en la Historia de las rebeliones campesinas en la Renovación Meidyi, recopi­ladas por Oono Takeo, que no tienen nada que ver con el sentimiento de ficción de toda la letra impresa de mi infancia. Ello en principio me ganó el respeto hacia este historiador, pero no borró para nada la impresión que causó en mí la narración de aquella anciana que seguramente no sabía leer ni escribir. Descubrí con asombro que esa mujer vieja, coja, de pequeña cara blanca, como de perro faldero, de boca grande y roja, que me horrorizaba con frecuencia durante mi infancia, fue mi primera y verdadera maestra.

Pero fue La Comuna de París, de Henri Lefévre, el libro que despertó en mí un sentido completamente nuevo. El mensaje había sido emitido en Francia y recibido en Tokio, donde entonces me encontraba. Por sobre el tiempo y el espacio, la narración en letra impresa de Lefévre se confundía con la de la anciana, cuyo nombre no recuerdo, y con mi propia imagen rodeado de compañeros mugrientos. En la confluencia de estos dos mensajes tenía lugar la formación de una experiencia. Sobre ella caía también la sombra de las revueltas de los estudiantes universitarios que combatían en las aulas y en la calle, mientras yo me encerraba en mi cuarto a leer La Comuna de París.

¿Qué es la lectura para mí? Es el conjunto de impactos provenientes de distintos puntos. Más claramente, cuando hablo de cómo el mensaje de Lefévre me sacudió debo refe­rirme a lo que él define como "fiesta" ("La característica de la

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Comuna de París es el haber sido una fiesta", dice), una "fiesta" gigantesca y grandiosa. La palabra "fiesta" es también usada con el mismo sentido por Yanaguita Kunio. [...] Lo impor­tante para mí es la luz que irradia la Comuna de París sobre mi pequeña fiesta de la imaginación celebrada en el valle de mi infancia.

Cuando se hace referencia a una pequeña comunidad rural, inmediatamente se piensa en una sociedad unidimensional carente de matices. Pero, en realidad, es un mundo muy diverso donde conviven campesinos y pequeños comerciantes. El líder de una rebelión o un motín surgido de una comunidad así no puede retener el poder en el futuro, porque su promo­ción como líder ha sido casual. Más bien, su destino es misera­ble. Lo importarte de todo esto es la resurrección de la imaginación, reprimida durante años. El pueblo del fondo del valle puede carecer de interés si se lo compara con París, pero también tiene su "fiesta". Para los narradores de estos hechos (sea la anciana o yo, rodeado de niños ávidos) era una forma de sobrevivir a las duras condiciones de la época. Era abrir una herida en la vida de la región, severamente reprimida a causa de la guerra. Naturalmente, ninguno de nosotros tenía con­ciencia de ello. La fiesta regular del pueblo estaba prohibida y el pueblo temblaba cada vez que llegaba un funcionario de bajo rango del gobierno imperial a inspeccionar. Sólo la anciana medio loca y un grupo de niños hablaban de aquel hombre rudo que había encabezado una rebelión y había acabado con un funcionario del gobierno central. Ese hecho había abierto las compuertas de la imaginación, desde la rebelión a principios de Meidyi hasta los motines del arroz de Taishoo. Los niños que escuchaban la historia experimentaban una exaltación que no podían canalizar en las aplastantes condiciones impuestas por el gobierno durante la guerra. Para llenar los detalles concretos debían recurrir a su imaginación. La liberación hacia un mundo ficticio por medio de los libros que estaban a mi alcance no alcanzaba el grado de exaltación que, por ejemplo siento, cuando relato los hechos de aquellos días de rebelión y motines.

Siempre que me he puesto en contacto con un libro, por más que me entusiasme con él, no puedo dejar de pensar que se

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trata de ficción y no de realidad. Por más fantástico e irreal que sea su contenido, no llega a impactarme [...]. Al terminar de leer una novela para niños que me había prestado mi maestro, éste me preguntó qué haría yo si ocurriera lo que allí estaba escrito. Me quedé sin habla y comencé a tartamudear. No había nada más ficticio que aquello. Sin embargo, cuando me refería al joven rudo que había dirigido la rebelión, hablaba sin tropie­zos, con suma claridad. Pero una vez, un niño que se había refugiado en nuestro valle, huyendo de la guerra, escuchó mis historietas de rebeliones y motines, y me señaló que aquello no lo conocía yo por experiencia. Entonces, el uso del lenguaje cotidiano se volvió para mí una verdadera tortura. A l tener que abandonar el pueblo, como todos los hijos terceros de mi familia, volví a refugiarme en el mundo de ficción de la palabra impresa. Ante el temor de vivir rodeado de personas que nie­gan, tachándola de mentira la historia de la rebelión que exalta y libera la imaginación en los habitantes de nuestro valle, he llegado a la conclusión de que los libros superan a la realidad porque son completamente ficticios.