El Regalo de K.pritekel
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El regalo
Kim Pritekel
Descargos: Aunque es posible que estas encantadoras damas se parezcan a unos personajes propiedad de RenPics, ahí es donde termina el parecido. Estas señoras son mías, ¡¡todas mías, me oís!! Pero seré buena y os dejaré que disfrutéis con ellas un rato. Subtexto: Sí, este relato entra en los anales de las mujeres que aman a otras mujeres. O sea, ¿qué otra cosa hay en la vida? Pero en éste no hay gran cosa. Nada muy gráfico (preferiría mantenerlo como una sencilla historia de Navidad). Así que si no habéis podido participar en el follón Gore/Bush, no os corresponde leer esto. Así que largo. Violencia: Lo dudo mucho, a menos que Papá Noel se vuelva loco o algo así. Oye, podría pasar. Nota: Esto es un uber alternativo que ocurre en una de mis épocas preferidas del año: Navidad. Nota de la autora: La Navidad es mi época preferida del año y lo ha sido desde que era niña. Quiero contaros una bonita historia sobre cómo me he sentido afectada ya este año por lo que se siente al dar algo a los demás. Ahora bien, es posible que esta historia les resulte desagradable a algunas personas o a lo mejor simplemente no sentís lo mismo y si es así, por favor, aceptadla como lo que es. Dirijo la biblioteca de una cárcel de seguridad media/alta y mis ayudantes, que son presos, llevaban tiempo pidiéndome que pusiéramos adornos de Navidad en la biblioteca. De modo que dije que sí. Salí y compré un arbolito de 60 centímetros, adornos pequeños y dos ristras largas de luces. Dejé mis contribuciones en el mostrador de Préstamos y dije: "Que os divirtáis". Volví a mi despacho una media hora y cuando salí de nuevo me quedé allí parada, petrificada mirando, mientras estos cuatro hombres transformaban la parte de delante en su propia versión del país de las maravillas navideño. Estaban felices, riendo y más radiantes que un árbol de Navidad. Entonces supe que las dudas que pudiera haber tenido sobre mi decisión eran totalmente infundadas y me entró una sensación increíble de paz. Os deseo a todos y cada uno de vosotros esa misma sensación, así como una muy feliz Navidad. KP. Si queréis decirme lo maravillosamente que escribo o que doy asco, sois libres de hacerlo en: [email protected] Título original: The Gift. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2004
Me di cuenta de que iba a ser un día larguísimo. Las masas ya llenaban
el centro comercial como manadas de lobos dispuestos a matar. Y en cierto
modo, supongo que habían venido a matar, o bueno, a cazar. A la caza de las
todopoderosas rebajas. Era viernes, el día siguiente de Acción de Gracias, el
mayor día de compras del año.
Ocupé mi puesto como elfo jefe del Papá Noel del Centro Comercial
Marlando. Hoy era el primer día del gordinflón vestido de rojo y los niños de
Nueva York estaban que no cabían en sí de gozo.
—Ya vienen —dijo Tony, más conocido como Papá Noel, con la voz
apagada por su inmensa barba blanca postiza. Observé el largo pasillo
principal del centro y mis ojos verdes casi se me salieron de las órbitas. Una
masa de niños venía hacia nosotros y sus voces excitadas y agudas inundaban
el gran espacio y rebotaban en el techo alto, ahogando la versión jamaicana
de Oh Come All Ye Faithful—. Padre nuestro que estás en los cielos. —Tony
se santiguó y adoptó su sonrisa de Papá Noel.
Yo me ajusté el gran gorro colgante de color verde y rojo que nunca
me había quedado bien en los dos años que llevaba haciendo esto y esperé a
los primeros de la fila para estrecharles la mano, preguntarles cómo se
llamaban y colocarlos en el regazo de Papá Noel. ¡¿De verdad hay gente tan
desesperada por ganar un dinero extra que está dispuesta a someterse a
esto, dos veces?! Con un suspiro, sonreí.
El día había ido bastante bien por el momento. Sólo un niño se había
hecho pis encima de Papá Noel. Estaba contenta. Por fin era hora de comer.
Recorrí los pasillos al parecer interminables del inmenso centro comercial,
mirando escaparates como todos los días y viendo todas las cosas que me
encantaría tener, pero que nunca me podría permitir. Mis padres habían
muerto hacía tiempo y mi hermano ya no me hablaba, así que no tenía a
nadie a quien comprar regalos. A lo mejor este año me compraba un regalo a
mí misma. Al menos mi árbol tenía un paquete debajo: un regalo para mi
gato psicótico, Sabor.
Eché un vistazo al gran escaparate de una tienda nueva que se había
mudado al centro comercial justo antes de Halloween. La tienda iba a estar
abierta todo el año y se especializaba en adornos para las festividades.
Cualquier cosa, desde máscaras de terror y sangre falsa hasta adornos para el
árbol de Navidad y cornucopias para Acción de Gracias. Miré mi reflejo en el
cristal recién limpiado. No pude evitar reírme por lo bajo al ver mi gorro
colgante, el chaleco verde ribeteado de oro y pequeñas campanillas que
anunciaban mi presencia y el ceñido jersey rojo de cuello alto que llevaba
debajo, pasando a continuación a los calzones de terciopelo verde que me
llegaban hasta las rodillas y las medias a rayas rojas y blancas terminadas en
los ridículos zapatos puntiagudos con una campanilla en cada punta.
Volví a mirar dentro de la tienda y me paré en seco. Contemplando
media pared de graciosos calcetines de Navidad estaba la mujer más bella
que había visto en mi vida. Era más alta que yo, aunque eso no era difícil,
teniendo en cuenta mi impresionante estatura de un metro sesenta y dos.
Tenía el pelo largo y negro tan reluciente y sano que parecía habérselo
cepillado cientos de veces. Sólo la veía de perfil, pero era suficiente. Sus
rasgos eran fuertes, la mandíbula segura, las cejas oscuras suficientemente
arqueadas como para dar sensación de poder, pero no parecer malévola. Yo
estaba pasmada. Estaba ahí de pie con los brazos cruzados y la correa del
bolso colgada precariamente del hombro más cercano a mí. Su pose era la de
una persona decidida, casi engreída. Era...
¡Plaf! ¡Ding ding, dong dong, ding ding!
Giré como una peonza a tiempo de ver al pequeño canalla que se
acababa de chocar conmigo corriendo por el pasillo, apartando a la gente de
en medio.
¡Plaf! ¡Ding ding, dong dong, ding ding!
Volví a girar como una peonza y me encontré con la espalda de los
guardias de seguridad del centro que perseguían a ese crío estúpido. Me
coloqué bien el gorro y volví a mirar al escaparate. Me sentí mortificada. La
mujer me estaba mirando directamente y sus increíbles ojos azules sonreían,
aunque tenía la cara impasible, casi como si fuese de piedra. Nuestros ojos se
encontraron y tuve que apartar la mirada. Me alejé a toda prisa por el pasillo.
No soportaba la idea de que me volviera a ver con este estúpido traje de elfo.
Como si importara. Primero, ¿qué más le daba a ella lo que yo llevara
puesto? Y segundo, seguro que era hetero. Dios, qué vergüenza. Encontré un
baño y me metí en el momento en que notaba un fuerte sonrojo que me iba
subiendo por el cuello hasta ponerme la cara como un tomate. Me apoyé en
la encimera y me miré en el ancho espejo sujeto a la pared. Ya se me había
vuelto a torcer el gorro.
—Maldita sea. —Me lo quité y me pasé los dedos por el pelo rubio
rojizo, intentando acicalarme las largas guedejas. No sirvió de nada. La tela
de felpa del gorro me ponía el pelo electrizado y rebelde. Me calé el gorro de
nuevo y volví a zambullirme en el caos de los preparativos para las fiestas.
Cuando por fin salí del manicomio, regresé a mi pequeño
apartamento compuesto por un dormitorio minúsculo y un cuarto de estar
con cocina. Me desplomé en mi sofá verde de hacía treinta años que había
comprado por veinte pavos y cerré los ojos, apoyando la cabeza en el
respaldo. Soltando un gran suspiro, dejé que mi mente repasara el día.
Inevitablemente, la mujer de la tienda de adornos se cruzó ante mis ojos.
¿Quién era? Ya sé que Nueva York es una ciudad grande, pero alguien así se
me habría quedado grabado en la mente, sin duda.
Abrí los ojos al notar un morro frío que me tocaba la mano. Sabor me
miraba con sus ojos azulados/verdosos/grisáceos, agitando la cola
elegantemente en el aire a la espera de mis atenciones.
—Hola, pequeñín. —Se puso a frotarse la cabeza en mi mano y lo
acaricié entre las orejas y entre los ojos. Ronroneó y se echó en el sofá a mi
lado. Me quedé contemplando la pared que tenía enfrente mientras mi
mano acariciaba distraída el suave pelo de mi gato. ¿Qué hacía aquí? Era del
otro extremo del país, del estado de Washington, de Seattle, para ser
exactos. Había decidido venir a la aventura hacía tres años, cuando mis
padres se mataron en un accidente de avión. Soy escritora, bueno, más o
menos. Eso es lo que quiero ser. En realidad sólo soy Sarah Bronson, elfo a
media jornada, camarera a jornada completa en un pequeño café a ocho
manzanas de mi apartamento y escritora frustrada por excelencia.
Soy de carácter optimista, pero hasta eso empezaba a fallarme. Tenía
pocos amigos y me sentía como si mis ruedas girasen sin ir a ninguna parte.
Es una sensación horrible. Recorrí mi casa con la vista. Las profundas
sombras del anochecer lo teñían todo de matices de gris. No me costaría
nada recogerlo todo, meterlo en el coche y regresar a Seattle. Todavía tenía
amigos allí que podrían echarme una mano hasta que pudiera valerme por
mí misma. Entonces el adefesio gigante que era mi ordenador me llamó la
atención desde el rincón donde estaba mi mesa encajada entre una
estantería y la pared. Había conseguido que me publicaran un relato. A lo
mejor debía aguantar. Estas cosas tardan y yo todavía era joven, con sólo
veinticuatro años. Entonces la mujer del centro comercial volvió a colarse en
mi cabeza. ¿Pero qué tenía? Era increíble. Algo me decía que iba a volver a
verla.
—Claro que la verás. Trabajas en un centro comercial —rezongué por
lo bajo al tiempo que me levantaba y estiraba el cuerpo dolorido. Me quité el
estúpido gorro y lo tiré en el sofá. Sabor lo olisqueó y luego se apartó. Ni
siquiera a él le gusta. Sonreí y me puse a rebuscar en mis alacenas
patéticamente vacías. Odiaba comprar comida. Cualquier cosa menos eso.
Menudo desperdicio. Por fin, al no encontrar nada interesante, solté un
suspiro de resignación y me fui a la cama.
El sol era cegador cuando salí de mi edificio. Los doce centímetros de
nieve que habíamos recibido por la noche tenían a la ciudad hecha un caos.
Miré los montones que estaban apilados contra el murete de ladrillo que me
llegaba a la cintura y que rodeaba la propiedad; su resplandor blanco estaba
manchado de suciedad y fango de los coches que pasaban y de manchas
amarillas ocasionales donde algún idiota había dejado que su perro orinara.
Suspiré mientras me dirigía al café. Parecía que por muy temprano que me
levantara, nunca conseguía ver la nieve limpia y blanca antes de que la
ciudad llegara a ella. Bueno. Algún día.
—¡Sarah! Hola, chica. ¿Cómo te va?
—Hola, Rachel. Bien. ¿Y a ti?
—Bueno, vamos tirando.
El café ya estaba atestado a las siete de la mañana. ¿Es que la gente ya
no duerme? Contemplé a todos los clientes que estaban apretados como
sardinas en lata en el limitado espacio que había para sentarse. Corrí a la
trastienda, saqué mi delantal de mi minúscula taquilla y me lo até alrededor
de la cintura. Como tenía poca ropa, no podía permitirme echarla a perder
con la comida grasienta que se servía aquí. Siempre me maravillaba que
ninguno de nuestros clientes se desplomara con las arterias obstruidas.
Salí corriendo al mostrador donde una fila de gente a la espera,
hambrienta, malhumorada e impaciente me miró con cierto grado de
esperanza en sus ojos hambrientos, malhumorados e impacientes. Respiré
hondo, cogí la cafetera y me pegué una sonrisa en la cara.
—¿Quién quiere café?
El centro comercial estaba tan ajetreado como el día anterior, aún
más, teniendo en cuenta que era sábado. En cuanto salí del café hacia las
seis, tuve que coger el metro para venir corriendo. Santa Claus ya estaba
preparado y mi elfo ayudante, Marla, me sustituía cuando yo estaba en mi
otro trabajo. Parecía agobiada. Eso no era buena señal.
—Hola, Marla. ¿Qué tal ha ido? —pregunté en voz baja al saltar por
encima de la cuerda de terciopelo rojo que separaba el territorio de Santa
Claus de los quioscos que nos rodeaban.
—No ha sido demasiado horrible. Pero el crío de los Bernard ha vuelto
hoy. ¿Es que no le basta con ver a Santa Claus seis veces?
—Me parece que está obsesionado. Ese niño necesita ayuda.
Marla se rió entre dientes y me puso una mano en el hombro.
—Buena suerte, Sarah. Te va a hacer falta.
—Gracias.
Marla me pasó el cubo de bastoncitos de caramelo, se abrió paso a
través de la masa de niños ansiosos y por fin escapó.
Lo único bueno de este trabajo era que como estábamos tan
atareados, el tiempo se pasaba volando. Antes de que me diera cuenta, ya
eran las ocho y hora de hacer un descanso. Nos quedaban dos horas justas
para poder regresar al Polo Norte por esa noche.
—Sarah, ¿vas a Arby's?
Miré a Tony.
—Sí, ¿quieres algo?
—Sí, tráeme un batido de moca, ¿quieres?
—Muy bien. Ahora vuelvo.
—¡Oye, y esta vez no te olvides de la pajita! ¡La última vez me pasé
dos días quitándome pelos falsos de la boca! —me gritó Tony. Me reí por lo
bajo y alcé una mano dándome por enterada al tiempo que me alejaba.
Arby's estaba tan atestado de gente como el resto del centro
comercial. Había gente por todas partes. En noches como ésta siempre me
planteaba que era la ocasión perfecta para que un ladrón se forrase, y
encima a lo grande. No había nadie en casa. Trabajo fácil.
—¿¡Hola!? ¿Qué le pongo?
Pegué un respingo y me volví sobresaltada hacia la chica de detrás del
mostrador. Parecía acalorada, cansada y muy molesta conmigo.
—Oh, lo siento. Hola. —Le sonreí. Ella me miró furibunda. Pues vale—.
Deme un batido grande de moca, con pajita, y una...
—Las pajitas están ahí. —Señaló la barra de condimentos que estaba
detrás de mí.
—Ah, vale. Muchas gracias. Es usted muy amable. —Me costaba
mucho evitar el tono cortante. Esta pequeña insolente adolescente me
estaba cabreando. Todos estábamos cansados, hambrientos y de mal humor.
Qué demonios, todos trabajábamos en el centro comercial en plenas
compras de Navidad, ¿no? Todos éramos suicidas. Teníamos que
mantenernos unidos para hacer frente a la locura.
—¿Y? —insistió.
—Y una limonada grande y sí, eso es todo.
Cerró la boca de golpe y se puso a teclear en la caja registradora. ¡Ja!
Yo también sé jugar. Me dijo el total, saqué el dinero y me adentré en el
centro comercial con mi botín. Por un acto de la divina Providencia, conseguí
encontrar un sitio donde sentarme en uno de los bancos esparcidos
alrededor de las enormes jardineras que, por algún motivo, la gente
confundía con ceniceros.
Arranqué el papel de mi pajita, la metí por el agujero de la tapa de mi
limonada y me bebí un tercio de un solo trago. Cerré los ojos con alivio y me
sequé la boca. Cuando los volví a abrir, estuve a punto de atragantarme. ¡Ahí
estaba otra vez! La mujer de la tienda de adornos. Salía del Orange Julius,
que estaba al lado de Arby's. La observé mientras bebía un sorbo de su
bebida y volvió los ojos y se quedó mirándome directamente. Intenté no
parecer demasiado estúpida al sonreír. Ella me devolvió la sonrisa. Entonces,
ante mi absoluto horror, se acercó a mí.
—¿Santa Claus te ha dado la noche libre? —preguntó con una
ligerísima chispa en sus ojos de color azul cobalto. Me quedé hipnotizada por
ellos.
—Qué va, sólo un descanso.
—Mmm. Seguro que lo necesitabas. —Sonrió de nuevo y luego se
alejó. La seguí con la mirada. ¡Ohhhhh, Dios! ¿Quién eres? ¿Por qué estás
aquí? ¿Quién te ha enviado para atormentarme?
Regresé despacio a mi puesto, donde Tony esperaba su batido con
impaciencia.
—¿Dónde has estado? ¡Tenemos que volver dentro de tres minutos!
—Lo siento, Tony. Había mucha cola. —Le di su batido y me bebí la
limonada mientras mi mente viajaba por lugares a los que no debía ir,
teniendo en cuenta que al cabo de dos minutos y medio iba a estar tratando
con niños muy pequeños. A menudo me preguntaba cómo se pondrían sus
padres de histéricos si llegaran a saber las cosas que se me pasaban por la
cabeza mientras ayudaba a sus hijos a sentarse en el regazo de Santa Claus.
Sonreí y deposité mi bebida en el suelo, a salvo de miradas curiosas.
Era domingo y los dioses sonreían, lo mismo que yo, porque tenía el
día libre en los dos trabajos, ¡aleluya! El domingo era mi único día libre,
punto. No me molesté en levantarme de la cama hasta casi las once y,
cuando lo hice, me planté delante de la ventana y me quedé mirando el país
de las maravillas invernales. Por la noche habíamos vuelto a quedar
sepultados bajo la nieve. Casi toda la gente que conocía se quejaba del clima
de la costa este, pero como en mi tierra sólo llovía, cosa que también me
encantaba, yo me sentía en el paraíso. Cuanto más, mejor, es mi lema.
Me duché, rápidamente, pues mi pequeño calentador sólo daba agua
caliente para una ducha de unos cuatro minutos, y me vestí con un par de
vaqueros gastados, una sudadera gruesa y abrigosa y botas de montaña.
Entré en mi cuarto de estar/cocina y saqué una botella de Gatorade
de la nevera. Me tiré en el sofá al lado de Sabor y me quedé mirando como
tonta mi árbol de Navidad casi desnudo. El año anterior sólo había tenido
dinero para comprar uno de poco más de un metro de altura, de modo que
mi gigantesco árbol de metro ochenta de este año estaba pobremente
decorado.
—Tenemos un árbol bien triste, ¿eh, Sabor? —Mi gato levantó la
cabeza y me miró y luego se quedó dormido. Suspirando, me levanté y cogí el
abrigo y las llaves. Me metí la cartera en el bolsillo de atrás y salí rumbo a...
lo habéis adivinado, al centro comercial.
El metro estaba lleno de gente que corría de acá para allá con los
brazos cargados de bolsas de todo tipo de tiendas. Me descubrí queriendo
alejarme de la calma del vagón de metro que corría por túneles oscuros y
andenes bien iluminados, para salir disparado a la luz del día y regresar a los
túneles como si fuesen el lugar donde los trenes se sentían más a salvo. Me
bajé en mi parada y caminé las pocas manzanas que me faltaban para llegar
al inmenso centro comercial.
Pasé a toda prisa junto al Santa Claus y su impaciente ayudante.
Detestaba retregarles por la cara que tenía el día libre y no quería tener que
aguantar los lloros, gritos y actitudes de unos niños que habían crecido
demasiado deprisa. En cambio, me encaminé a la tienda de adornos. Como la
Navidad estaba a la vuelta de la esquina y era una tienda nueva que
necesitaba clientela, a lo mejor tenían buenas ofertas. Además tenía mi
maravilloso descuento del 10% por ser empleada del centro comercial.
Entrar en la tienda de adornos o, como se llamaba en realidad, All Ye
Faithful, era como entrar en el país de las maravillas de un niño. La tienda
estaba decorada como si fuese una fábrica de juguetes, hasta con elfos
colocados estratégicamente alrededor de las mesas con juguetes y adornos a
medio hacer, y los elfos se movían, dando lentos martillazos a ese último
clavo de madera o añadiendo ese último detalle de una sonrisa al pato
amarillo. Un tren largo, con silbato incluido y humo que salía por la
chimenea, daba vueltas por la tienda sobre vías de madera. Sonreí de oreja a
oreja. Me había quedado totalmente prendada.
Me acerqué a una pared con ganchos de donde colgaban cientos de
pequeños adornos de cristal. Algunos eran de cristal sin más, otros estaban
pintados o estaban cubiertos de purpurina dorada o plateada. Cogí uno,
sujetándolo a la luz para ver los destellos que causaban sus bordes
cincelados.
—Así que Santa Claus sí que da tiempo libre a sus elfos.
Con una exclamación sobresaltada, se me cayó el adorno de la mano y
se estrelló en el suelo con estruendo. Me volví en redondo y me encontré
con ella detrás de mí. Bajó la mirada hacia el montón de cristal y purpurina y
en sus labios se dibujó una sonrisa.
—Uuy. —Me miró y nuestros ojos se encontraron. Miró por encima de
mi hombro y volvió a sonreír. Seguí su mirada y vi un pequeño letrero blanco
con gruesas letras negras que decía: ¡LO QUE SE ROMPE, SE PAGA!
—Me parece que me acabo de comprar un adorno, ¿verdad?
Las dos nos volvimos al oír el suspiro irritado de la dependienta que
estaba detrás de nosotras, contemplando el estropicio con los brazos en
jarras.
—Hemos tenido un accidente —dijo la mujer de mis sueños.
—Ya.
—No se ponga histérica. Se pagará —dijo, disimulando su sarcasmo
tras su tono dulce. La dependienta se alejó meneando la cabeza. La mujer se
volvió de nuevo hacia mí—. No pretendía asustarte.
—Oh, no importa. No cuesta hacerlo.
—¿En serio? ¿Y por qué?
—Ah, pues... no lo sé. —Sonreí estúpidamente. Sólo lo había dicho
para intentar tranquilizarla. Pareció darse cuenta y sonrió.
—Tenemos que dejar de encontrarnos de esta forma. Pero ya que
parecemos destinadas a ello, me llamo Christian. —Me ofreció la mano. Miré
los largos dedos y luego los estreché con mi propia mano. Su apretón era
fuerte, seguro, como todo en ella.
—Sarah.
—Bueno, ¿es tu día libre?
—Sí. Por fin —sonreí y dije con probablemente algo más de alivio en el
tono de lo que debería. Ella enarcó una ceja.
—¿Es duro trabajar para Santa Claus? —Sonrió. Tenía unos dientes
regulares increíblemente blancos. Era tan increíble de cerca como de lejos.
—Sí, bueno, no, es sólo todos esos críos. Qué exigentes pueden llegar
a ser.
Miró hacia abajo y seguí su mirada. Estaba mirando nuestras manos,
que seguían unidas y moviéndose de arriba abajo. Volvió a mirarme y sonrió.
—Necesito que me la devuelvas.
—¡Oh! —Le solté la mano—. Lo siento.
¡Dios, pero qué idiota!
—¿Y qué haces en el trabajo, por así decir, en tu día libre?
—Tengo que comprar adornos para mi árbol.
—Ahh. ¿Es que ya tienes puesto el árbol?
—¡Oh, sí! Lo puse el fin de semana pasado.
—Ah. Yo nunca he sido muy aficionada a todo esto de la Navidad. Ni
siquiera tengo árbol. —Apartó la mirada y se puso a mirar todas las
maravillas festivas que llenaban la tienda. Dios, ¿tan aburrida soy que ni
siquiera puedo conservar su atención?—. ¿Y has comido ya? —Eso me sacó
de mis reflexiones autodespreciativas.
—¿Qué? Oh, ah, no.
—Bueno, pues vamos. —Me sonrió, con una sonrisa de ésas que te
paran el corazón, te derriten el alma y te dejan hecha un flan. Sin decir
palabra, la seguí hasta el mostrador, donde depositó un billete de cincuenta
dólares, ante la confusión de la dependienta—. Por el adorno —dijo,
dirigiéndose a la salida de la tienda.
—Ah, Christian, seguro que ese adorno no costaba tanto. Tal vez
veinte, pero...
—No te preocupes. Se puede quedar con el cambio para pagar la
factura del hospital por el infarto que le ha dado cuando lo he roto.
Christian escogió un lugar pequeño y tranquilo que servía cualquier
cosa, desde comida italiana hasta mexicana, pasando por la comida
tradicional americana.
—¿Has venido aquí alguna vez? —preguntó mientras se quitaba su
grueso abrigo de cuero.
—No.
Debajo llevaba un bonito jersey de fondo negro con escenas
invernales de un azul brillante a juego con sus ojos. Sus vaqueros eran caros
y ajustados. Era increíble. Yo luché por quitarme mi vieja y gastada cazadora
vaquera y la colgué en el respaldo de la silla. Saqué la cartera para ver cuánto
dinero tenía. No podía concebir terminar una comida estupenda con ella
para acabar descubriendo que ni siquiera tenía dinero suficiente para pagar.
Tenía doce dólares justos y la Visa.
—No. Invito yo, Sarah. No te preocupes —dijo con una sonrisa
despreocupada.
—No, no puedo aceptarlo. Tengo dinero y...
—Invito yo. —Lo dijo en un tono que me indicó que no debía discutir.
—Oh. Bueno, pues gracias. ¿Por qué?
—¿Por qué no? —Cogió una carta y me la pasó.
—¿Tú no necesitas?
Meneó la cabeza.
—No. Vengo aquí a menudo. Sé exactamente lo que voy a pedir. Tú,
por otro lado, pide lo que quieras. La pasta que tienen está de morirse, o si te
va más la comida mexicana, prueba su muestrario. Todo lo que hay en la
carta, pero en miniatura. Es maravilloso.
—Ah. Vale. —Sonreí nerviosa, abrí la gran carta marrón y me puse a
estudiar sus deliciosas ofertas. No creo que Christian tuviera la menor idea
de la que le había caído encima. Tengo un apetito voraz. Pero pensé que hoy
lo mantendría en un rugido apagado. Más tarde me podría pasar por la
tienda de la esquina y comprar un tentempié.
Media hora después casi había terminado con mi muestrario
mexicano y Christian seguía ocupada con su ensalada de langosta. Meneó la
cabeza asombrada, con los ojos chispeantes por una sonrisa disimulada, al
ver mi capacidad para comerme todo lo que me ponían delante.
—Sabes, creo que nunca he visto a una mujer de tu tamaño acabar
con esa fuente entera. Yo lo hice una vez, pero por supuesto con la ayuda de
la persona con la que estaba. ¿Es que no comes con regularidad?
Gemí por dentro. Justo la conclusión a la que esperaba que no llegase.
—Sí, claro que como. Es que siempre he tenido un apetito capaz de
dejar en vergüenza a la mayoría de los hombres. —Sonreí y luego me puse
coloradísima al notar un poco de salsa picante que me resbalaba por la
barbilla. Me apresuré a limpiarme con la servilleta—. Lo siento.
—No lo sientas. Me parece absolutamente encantador. —Enarqué las
cejas sorprendida. ¿¡Mis modales cerdiles en la mesa le parecían
encantadores!? ¿Pero qué demonios se había tomado?—. Bueno —dijo,
apartando su plato y echándose hacia atrás en la silla, cruzada de brazos—,
háblame de ti. ¿A qué te dedicas, aparte de trabajar para el orondo?
Mastiqué rápidamente e intenté tragarme un gran trozo de burrito de
pollo, pero era demasiado grande y noté que empezaba a
atragantarme.¡¡Dios, mátame ahora, por favor!! La sonrisa desapareció de
los labios de Christian, sustituida por una expresión de preocupación.
—¿Estás bien, Sarah?
Asentí con entusiasmo, aunque no podía respirar. Se levantó de su
asiento y rodeó la mesa hasta mi lado. Se puso a darme golpes en la espalda,
haciendo que casi me cayera de bruces encima del plato. Pero noté que el
trozo se empezaba a soltar y logré tragármelo, aunque era como si le
hubieran salido pinchos que se llevaban tiras de mi esófago al pasar. Tosí,
intentando despejarme la garganta.
—¿Estás bien? —preguntó, frotándome la espalda. Oh, sí. A esto sí
que me podría aficionar. Parte de mí quería continuar el drama un poco más
para que ella siguiera acariciándome, pero estaba demasiado avergonzada
por todo aquello para hacer otra cosa que no fuese asentir.
—Gracias —conseguí soltar por fin. No podía mirarla a la cara. Nunca
más va a querer relacionarse conmigo. Sarah, acabas de establecer un nuevo
récord de idiotez. Quería meterme debajo de la mesa y morirme.
—Bueno —dijo Christian, sentándose de nuevo en su silla. Cuando por
fin tuve el valor de mirarla, ella me estaba mirando con cara de risa total—.
¿Dónde estábamos? Ah, sí. Tú. Háblame de ti.
Bebí un trago de agua, carraspeé y aparté el plato. Todavía tenía un
poco de hambre y todavía quedaban unos minitacos de aspecto delicioso,
pero con atragantarme una vez tenía suficiente por el momento.
—¿Qué quieres saber?
—Oh, no sé. ¿De dónde eres? ¿Eres neoyorquina original?
—No. Soy de una tierra lejana llamada Seattle.
Christian se echó a reír.
—He oído hablar de ella. ¿Por qué estás tan lejos de casa?
—Me vine aquí hace tres años, con la esperanza de lanzar mi carrera
como escritora.
Enarcó una ceja oscura.
—¿Escritora? ¿Qué escribes?
Me entró el pánico. ¿Cómo podía decirle que escribo ficción lésbica?
Es decir, a estas alturas estaba bastante segura de que ella también era
lesbiana, pero no estaba tan segura como para compartir esto con ella. De
modo que opté por una respuesta poco clara.
—Pues muchas cosas distintas. Todo ello ficción, por supuesto. Algo
de poesía, pero ésa no es mi pasión principal.
—¿Y cuál es tu pasión, Sarah? —preguntó, bebiendo un sorbo de té
con hielo. Me observó por encima del borde del vaso. Tragué con fuerza.
—Ah, no sé. —Sonreí y me puse a jugar con el borde del mantel. Sin
querer tiré demasiado fuerte y volqué un jarrón de flores vacío que había en
el centro de la mesa. Christian lo atrapó antes de que pudiera golpear la
mesa. Lo colocó bien y me miró expectante.
—Tienes un mal día, ¿verdad? —sonrió.
—Sí. Eso parece. ¿Te importa si me fundo con el papel de la pared? —
pregunté.
Se echó a reír a carcajadas. Tenía una risa maravillosa, llena y ruidosa.
—Eres adorable. —Me la quedé mirando, sin saber qué decir, así que
no dije nada—. ¿Y tu familia sigue en tu tierra natal? —Bebió otro trago de su
té.
—No. Mis padres se mataron hace tres años y mi hermano y yo ya no
nos hablamos.
—Oh, Sarah. Qué horror. —Se estiró desde el otro lado de la mesa, me
apretó la mano y me la soltó—. ¿Cómo fue?
—Un accidente raro de aviación. Mi padre era un piloto experto. Voló
para United durante más de diez años. Tenía un pequeño avión de pasajeros
y decidió llevar a mi madre a Hawai para celebrar su aniversario. Y durante el
viaje... —Me quedé callada. Aunque ya habían pasado tres años, no me
importaba hablar de ellos superficialmente, pero no podía entrar en muchos
detalles.
Christian pareció entenderlo. Me sonrió dulcemente.
—¿Y tu hermano?
—Oh. —Suspiré, sintiendo una leve punzada de dolor y culpa en el
corazón—. Pues es diez años mayor que yo y es sacerdote. No está de
acuerdo con mi estilo de vida.
—¿En serio? Pues qué pena. Entonces, ¿no está de acuerdo con que
escribas? —preguntó, pero por alguna razón me dio la impresión de que
sabía perfectamente a qué me refería y sólo quería oírmelo decir.
—Ah, bueno, eso, sí, y otras cosas —farfullé.
—¿Otras cosas?
—Sí. Otras cosas. —Le sostuve su mirada de desafío. Bueno, durante
un segundo antes de apartar la mirada, fascinada de repente por el diseño
del papel de la pared.
—¿Como cuáles?
¡Aajj! ¡Me iba a obligar a decirlo! Podía mentir, supongo.
—No está de acuerdo con la gente de la que elijo rodearme.
—¿Como quién? —preguntó de nuevo.
¡Lo sabía! Veo cómo te brillan los ojos, Christian. Estaba jugando
conmigo. Decidí que yo también iba a jugar.
—Todas las mujeres. —Me enfrenté a su mirada, lanzando mi propio
desafío.
—¿Tantas son, Sarah? Me dejas impresionada —ronroneó.
—No —dije con sinceridad—. Pero ha habido algunas —confesé.
—Mmm. De eso estoy segura. ¿Cuándo fue la última vez que lo viste o
hablaste con él?
—El día del funeral de mis padres —dije con tono apagado. Sentí de
nuevo esa mano reconfortante en el brazo. La miré a los intensos ojos azules.
—Lo siento muchísimo, Sarah —dijo en voz baja. Le sonreí agradecida.
—Yo también. Tengo un sobrino al que sólo he visto una vez y una
sobrina a la que nunca he visto.
—¿Cómo lo sabes?
—Todavía me quedan amigos en casa. Me mantienen informada.
Christian miró por los grandes ventanales que había en la fachada del
restaurante y se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Está nevando.
—¿Te gusta la nieve? —pregunté, llena de emoción.
—¡Ya lo creo! ¿Es que no les gusta a todos los neoyorquinos?
—No que yo sepa.
—¡Bah, vamos a caminar bajo la nieve! —Antes de que pudiera
responder, Christian ya se había levantado, cogiendo la cuenta de la mesa y
sacando la cartera del bolso. Pagó la cuenta y me sacó a la tarde. Aspirando
una profunda bocanada de aire, Christian cerró los ojos, con una sonrisa en
los labios como para derretirse—. Huele —murmuró.
Aspiré hondo.
—¿El qué, los escapes de los taxis? —La miré, con el ceño fruncido.
—No. —Me miró y me dio un manotazo en el brazo—. La nieve, el olor
del frío.
Volví a respirar hondo y tenía razón. Cuando la nariz lograba superar
el olor a contaminación, azufre y humo de los coches, ¡la nieve olía
maravillosamente!
—Vamos. —Se echó a reír y empezó a andar por la acera, con los
brazos extendidos, atrapando los grandes copos de nieve con las manos
enguantadas, cuyo cuero negro no tardó en ponerse gris y luego blanco. Eché
a andar detrás de ella, meneando divertida la cabeza. Esta mujer era
increíble. ¿Quién habría imaginado que tenía un lado tan infantil bajo esa
fachada exterior dura y formidable? Se detuvo de repente y estuvo a punto
de lograr que me chocara con ella. Se volvió hacia mí, con los ojos iluminados
por una idea—. Vamos a mi casa. Tengo un jardín trasero inmenso lleno de
nieve, nieve virgen. ¡Podemos hacer un muñeco!
Me la quedé mirando.
—Ah, ¿un muñeco?
—¡Sí! ¡Vamos!
—¡Espera...! —intenté protestar, pero me agarró de la mano y me
llevó de vuelta al restaurante y su Jeep.
Las calles estaban llenas, pero Christian maniobraba con su
todoterreno negro y plateado con la facilidad innata e indiferente de una
auténtica neoyorquina. Mientras nos dirigíamos a esta casa suya, empecé a
darme cuenta de que no sabía absolutamente nada sobre esta mujer. De
dónde era, a qué se dedicaba. Nada.
—¿Christian?
—¿Mmm? —dijo distraída, concentrada en las calzadas heladas.
—No me has contado nada de ti.
—Pregunta. —Miró por encima del hombro en el momento en que se
colaba entre un Volkswagen Escarabajo y un gran camión de Pepsi.
—Pues... —empecé, aferrándome a la manilla de la puerta con más
fuerza al ver por el espejo lateral el avance del camión de Pepsi, que se iba
acercando cada vez más—. ¿Eres de aquí?
—No. Nací en Grecia. Mi padre era militar y vivimos por todo el
mundo hasta que terminé el instituto en Inglaterra y decidí que quería ir a la
universidad en Estados Unidos. —Volvió a mirar mientras regresaba a
nuestro carril original.
—¿En qué trabajas?
—Soy agente de bolsa.
—¿En serio? —pregunté con interés—. ¿Una agente tipo Michael
Douglas en Wall Street?
Christian me sonrió.
—Sí, de ese tipo. Pero no tan corrupta.
—Bueno, supongo que estás en el sitio adecuado para trabajar en eso
—dije, todavía impresionada.
—He tardado mucho en llegar al punto donde estoy ahora.
—¿Pero cuántos años tienes, Christian? —Christian me miró y
sonrió—. ¿Qué?
—Me gusta cómo lo dices.
—¿El qué?
—Mi nombre. Me gusta. Cumplo treinta el mes que viene. —Puso el
intermitente y giró a la izquierda en la siguiente manzana. Me quedé
mirando pasmada por la ventanilla. Ahora estábamos en territorio rico.
Demasiado rico para mi gusto—. ¿Y tú, Sarah? —Me miró a los ojos,
enarcando una ceja con aire interrogante.
—Tengo veinticuatro.
Sonrió y volvió a mirar la calzada.
—Veinticuatro. Es una buena edad.
—¡Es una edad confusa! —exclamé—. Quiero llegar a los treinta y
parar.
—¿Por qué a los treinta?
Sonreí.
—Porque entonces la gente te toma en serio de verdad. A esta edad
todavía me consideran una cría. A veces resulta muy molesto.
Christian colocó su mano sobre la mía, que estaba en el asiento.
—No desees que se te pase la vida, Sarah. Ya llegará. Mira, ahora es el
momento es que se supone que tienes que cometer tus errores. Cuando
llegas a los treinta, ya no se te permite tener más. —Apartó el calor de su
mano y la volvió a poner en el volante. Giró a la derecha, luego otra vez a la
derecha y luego entramos por un largo camino de entrada circular que daba
a una casa de dos pisos de ladrillo oscuro.
—¿Ésta es tu casa? —pregunté, con un tono lleno de asombro y
pasmo.
—Hogar, dulce hogar. —Apagó el motor y se soltó el cinturón de
seguridad. Contemplé la enorme estructura de ventanas enmarcadas por
postigos pintados de color verde oscuro y una puerta de entrada con un
diseño de cristales biselados. Precioso.
—Caray —susurré—. Creo que mi apartamento cabría en tu cuarto de
baño.
Christian se echó a reír.
—Vamos. Nos espera toda esa nieve.
Ni siquiera entramos, sino que pasamos a un jardín trasero
igualmente inmenso a través de un portillo lateral. Un blanco país de las
maravillas, lleno, tal y como había prometido, de nieve virgen. No había
huellas, ni manchas amarillas, ni mugre urbana que interrumpiera su
perfección.
—Caray —fue lo único que pude decir. Christian me sonreía.
—Sabía que te iba a gustar.
Cuando me quise dar cuenta, una bola de nieve me dio de lleno en la
cara.
—¡Te he pillado! —gritó riendo. Me agaché, recogí un puñado de
aquella cosa blanca e hice una bola con ella, apretándola bien, mientras
Christian se iba apartando de mí—. Oye, acuérdate de que todavía tenemos
que hacer ese muñeco de nieve, Sarah. Será mejor que empecemos antes de
que oscurezca demasiado... —¡Plaf! ¡En toda la jeta! Estuve a punto de
caerme al suelo del ataque de risa.
—Así que quieres guerra, ¿eh? —Christian se quitó la nieve derretida
de la cara y empezó la persecución.
Eché a correr, sabiendo que cualquier clase de ventaja me vendría
bien, teniendo en cuenta su considerable estatura. Chillé al oír que salía
disparada detrás de mí.
—¡No! ¡Lo siento, lo siento!
De repente, me placaron por detrás y caí de bruces en la nieve.
—¡Paj! —exclamé, escupiendo la nieve que se me había metido en la
boca.
—¿Cuánto lo sientes? —me susurró en la oreja. Cerré los ojos al sentir
un escalofrío.
—¿Lo siento mucho? —supuse.
—¿Qué vas a hacer para compensarme?
—Has empezado tú —dije, con la voz débil por el frío, el peso que
tenía en la espalda y por estar absoluta y totalmente excitada.
Se rió en mi oreja, provocándome otro escalofrío.
—Y pretendo terminar.
Me sentí levantada como una muñeca de trapo y colocada boca
arriba. Levanté la mirada y vi que Christian estaba a horcajadas sobre mi
cuerpo, con las rodillas a cada lado de mis caderas y las manos a cada lado de
mis hombros. Me miraba a los ojos y su aliento cálido creaba nubecillas en el
aire gélido. No conseguía interpretar su expresión. Se mantenía inescrutable.
—¿Sarah? —susurró.
—¿Sí? —susurré a mi vez.
—El día que te vi fuera del escaparate de esa tienda, estabas ahí
plantada con ese disfraz de elfo tan mono. —Sonrió y yo también.
—Sí.
—Ese día te deseé. Levanté la mirada, te vi durante un segundo y
luego desapareciste.
—Estaba avergonzada, sabes, por haber sido arrollada por ese chico
estúpido y luego por los guardias de seguridad y con ese traje estúpido, con
todas las campanitas y el gorro que se me caía sin parar... —Sabía que estaba
divagando, pero no podía apartar los ojos de sus labios y eso me ponía
nerviosa. Entonces esos labios empezaron a descender hasta que por fin
sentí que se pegaban suavemente a los míos, cortándome a media frase.
Levanté las manos y rodeé la nuca de Christian, pegándola más a mí. Sentí
que abría la boca y que su lengua acariciaba mis labios, pidiendo entrar, cosa
que le concedí de inmediato.
—Sarah —suspiró en mi boca. Noté que una de sus manos se ponía a
acariciarme el pelo mientras la otra se posaba en mi mejilla. Le pasé la mano
por la espalda, empujando ligeramente hasta que captó la indirecta y se
tumbó encima de mí. Sentí un escalofrío cuando al sumar su peso me hundí
aún más en la nieve fría.
Christian interrumpió el beso y bajó con los labios por mi mandíbula y
hasta mi cuello. Levanté la barbilla para que llegara mejor y cerré los ojos.
Fue regresando hasta mi boca.
—Vamos dentro —murmuró.
La casa de Christian era tan increíble por dentro como por fuera.
Suelos de madera relucientes con preciosas alfombras orientales extendidas
bajo muebles antiguos.
Como había dicho, no había un solo adorno de Navidad en toda la
casa.
Su dormitorio no era diferente. La habitación era inmensa y lo que
más llamaba la atención era una enorme cama antigua con dosel y cortinajes
de encaje. A lo largo de la pared derecha de la habitación había un gran
mirador con almohadones forrados de todas las telas imaginables para
sentarse. A la izquierda de la habitación estaba el cuarto de baño principal,
con una enorme bañera y una ducha aparte. En las otras paredes de la
habitación había sillas estilo reina Ana y cómodas antiguas de madera de
cerezo del mismo período.
Christian me llevó hasta la cama y se detuvo justo al lado. Me pasó los
brazos por la cintura y me atrajo hasta ella. Le acaricié la espalda con las
manos y subí hasta su cuello. Notaba su calor corporal, que casi me quemaba
allí mismo. Ella me pasó las manos por la espalda y se detuvo al llegar al
borde de mi sudadera. Me miró profundamente a los ojos un momento, tal
vez esperando a que yo le diera el visto bueno. Como respuesta, le bajé la
cabeza y la besé, suave, tiernamente, y luego con pasión. Christian gimió y
luego noté que sus manos cálidas se metían por debajo de mi sudadera,
acariciándome la piel de la espalda.
—Qué suave —suspiró. Sus manos subieron por mi columna,
siguiendo la curva hasta alcanzar mi sujetador y luego sus dedos abrieron el
cierre, liberándome. Los dos extremos cayeron inútiles por mi espalda hasta
los costados. Me estremecí ligeramente al notar que las copas se aflojaban y
que el aire fresco de la habitación se colaba por debajo de mi sudadera para
suspirar sobre mis pechos desnudos.
—¿Me deseas? —susurró en mi boca.
—Sí.
Despacio, me empujó hacia la cama.
Me coloqué en mi lugar de costumbre al lado de Santa Claus, como
todos los miércoles por la tarde. Contemplé la masa de rostros, padres
expectantes, niños excitados, adolescentes aburridos. Nada de Christian.
Hacía ya casi dos semanas que no la veía. Desde aquella noche increíble que
había pasado con ella.
Me pasé días esperando a que me llamara o que apareciera
inesperadamente en uno de mis trabajos o en mi apartamento. Nada. No
había tenido la menor noticia de ella.
—¡Señoda! ¡Eh, señoda!
—¡Qué! —ladré a la mano que me tiraba del chaleco. Al instante me
arrepentí de mi tono brusco. La niña de mofletes sonrosados me miraba con
los claros ojos azules llenos de sobresalto y miedo. Ojos como los de
Christian—. ¿Sí? —dije, obligándome a hablar con dulzura, aunque quería
arrancarle a la niña el gorro de la cabeza y hacerlo trizas.
—¿Ya me toca sentadme encima de Santa Claus?
Oooh. Me rendí y me arrodillé para ponerme a la altura de esta niña
adorable.
—¿Cómo te llamas, tesoro? —pregunté.
—Sada.
—¿Sarah?
—Mm-mm —dijo, asintiendo dramáticamente.
Sonreí.
—Qué nombre tan bonito. —Ella me sonrió de oreja a oreja.
—¡Jo jo jo! —Ése era mi aviso.
—Vale, Sarah. Ya te toca.
El resto de la tarde transcurrió despacio mientras mi mente repasaba
todas las posibilidades por las que no había sabido nada de Christian. Tal vez
estaba fuera de la ciudad. Sí, ya. No tenía entendido que los agentes de bolsa
viajaran mucho. ¿Y si estaba en algún hospital? Posible, si no fuera porque ya
los has comprobado todos. Tal vez, sólo tal vez, no le gustaste nada.
Simplemente te utilizó.
—¡Eso no puede ser! —grité en mi apartamento vacío. Sabor me miró
como si me hubiera vuelto loca. ¡Qué demonios, me he vuelto loca! Había
llamado a su casa cuatro veces, dejando un mensaje sólo en dos
ocasiones. Pero seguro que tiene identificación de llamadas y cree que la
estoy acechando. Incluso una vez había tomado un taxi para ir a su casa. No
había luces encendidas, por lo que ni me molesté en parar. ¿Treinta pavos
para qué? Ya no sabía qué hacer y estaba totalmente deprimida. Christian
me gustaba muchísimo. La verdad es que no sabía por qué. Es decir, sí, vale,
era guapa, tenía un buen trabajo, una casa absolutamente increíble y era
buenísima en la cama, pero la cosa iba más allá de todo eso. Allí había algo
que no podía negar. Me estaba haciendo polvo. Me sentía como si por fin
hubiera encontrado algo y ahora me lo hubieran arrebatado.
Dos semanas después, me quité a toda prisa el delantal, más que lista
para irme a casa tras mi larguísima jornada de doce horas en el café. Rachel
había llamado diciendo que estaba enferma, de modo que Ronnie, el dueño,
me había pedido que me quedara una hora más. Sí, ya. Entonces llegó la hora
punta y yo tuve que llamar al centro comercial diciendo que estaba enferma.
¡Dios, qué ganas tenía de que se acabara la Navidad! Ésta se estaba
convirtiendo en una de las peores de mi vida.
—Oye, gracias por la ayuda, Sarah. Te lo agradezco.
—De nada, Ronnie. Hasta mañana —murmuré y salí a trompicones del
café, que se estaba llenando de nuevo. Abrí de un empujón la puerta de
cristal al tiempo que buscaba mis guantes en los bolsillos. Hacía otra noche
fría en Nueva York.
—Te hemos echado de menos en el Polo Norte.
Levanté la cabeza de golpe y estreché los ojos al encontrame con dos
pozas de azul cobalto.
—Sí, seguro —dije. Me quedé sorprendida por el tono áspero de mi
voz. Nunca había sido capaz de decirle a la gente cómo me sentía de verdad
o lo que pensaba de verdad. Mi tono de voz sorprendió a Christian tanto
como a mí.
—Lo siento —dijo, cuando pasé a su lado.
—¿Qué sientes? —pregunté, mientras seguía avanzando con cuidado
por la acera helada.
—¿Qué quieres decir con que qué siento? —preguntó, caminando
conmigo.
—Quiero decir —dije, fulminándola con la mirada—, que qué sientes.
¿Haberme utilizado? ¿No haber devuelto ninguna de mis llamadas?
¡¿Haberme hecho quedar como una maldita estúpida?! —Ahora estaba
enfadada de verdad y eché a andar más deprisa.
—Espera, Sarah. Por favor, ¿no podemos hablar de ello?
—¡No! —Me volví en redondo—. No, no... —Noté que se me
resbalaban los pies y luego mis dos piernas se empezaron a agitar como locas
buscando dónde agarrarse sobre la gruesa capa de hielo donde me había
quedado plantada. ¡Plaf! Directa contra Christian. Me agarró y estuvo a
punto de caerse ella misma.
—¿Estás bien? —Sonrió mirando mi cuerpo medio del revés. Sentí su
cuerpo cálido pegado al mío, sus brazos a mi alrededor. Tragué y la miré a los
ojos.
—Sí, estoy bien. Gracias por sujetarme —dije en voz baja al tiempo
que me desenganchaba de ella. Quería echarme a llorar, de lo estúpida que
me sentía. Me aparté cuando por fin tuve los pies bien plantados en el
suelo—. Tengo que irme. Es tarde y estoy cansada. —Una vez más, eché a
andar por la acera rumbo a mi edificio.
—Espera, Sarah. Deja que te lleve a casa. —Me agarró del brazo para
detenerme—. ¿Por favor?
Me quedé mirando la calle oscura mientras mi aliento salía de mi boca
en forma de nubecillas blancas. Efectivamente, hacía una noche fría en
Nueva York.
—Está bien.
Christian estuvo callada durante el corto trayecto de ocho manzanas,
con la mirada clavada en la calzada.
—¿Por qué has venido esta noche? —pregunté por fin.
—Porque, —se volvió para mirarme—, quería hablar. Darte
explicaciones.
—Ah. Ya hemos llegado.
Christian detuvo el Jeep delante de mi edificio. Le echó un vistazo por
la ventanilla del pasajero.
—Bonito sitio —dijo.
—Sí. Por fuera.
Sonrió. Abrí la puerta y salí.
—¿Sarah?
—¿Sí? —Me volví, con la mano en la puerta, preparada para cerrarla,
para apartar a Christian de mi vista y posiblemente de mi vida.
—Sigo queriendo hablar. Me he pasado por el café esta noche para
ver si querrías cenar en mi casa el viernes.
—¿El viernes? Es Nochebuena —dije, frunciendo el ceño.
—Sí. ¿Tienes planes?
—Pues no lo sé muy bien. A lo mejor... —Me callé. Era ridículo. Vamos
a intentar comportarnos de acuerdo con la edad que tenemos, ¿te parece?—.
No. No tengo.
Christian sonrió.
—Bien. Yo tampoco. Como te dije, no me va mucho la Navidad. ¿Qué
tal si te recojo a las siete?
—Vale. Nos vemos entonces.
Los siguientes días los pasé intentando adivinar qué demonios quería
Christian. ¡Nunca en mi vida me había sentido tan dividida! Por una parte,
estaba dolidísima con ella, y por otra, quería estar con ella más que nada en
el mundo. Por fin, llegó el viernes. Decidí esperar a Christian fuera, porque no
quería que viera mi mísero apartamento. Ante mi sorpresa, su Jeep negro ya
estaba allí. Christian se sobresaltó cuando abrí la puerta.
—Estaba buscando en el bolso para ver si me habías dado el número
de tu apartamento. Iba a subir a recogerte. —En su voz se advertía un matiz
de desilusión.
—Oh. Es que me pareció más fácil si me reunía contigo abajo.
Christian se inclinó por encima del asiento y me sorprendió con un
suave beso. Me la quedé mirando, sin saber qué decir ni qué pensar.
—Te he echado de menos —susurró, mirándome a los ojos.
—Y yo a ti —confesé. Sonrió y arrancó el motor.
Llegamos a casa de Christian y entró en el camino de entrada. Con una
sonrisa tranquilizadora, abrió la puerta del conductor, rodeó el coche y se
reunió conmigo cuando yo cerraba la puerta. Sin decir palabra, me cogió de
la mano y me llevó a la puerta de entrada. Contemplé las numerosas
ventanas que daban a la calle. Estaban todas oscuras. Qué raro.
En la puerta, Christian se detuvo y se volvió hacia mí.
—Cierra los ojos —dijo suavemente. La miré un momento, sin saber
qué hacer. Me sonreía como una niña. Me acordé de la niña que hacía cola
para ver a Santa Claus y sonreí, cerrando los ojos. Oí que se abría la pesada
puerta y el calor me dio de lleno en la cara, así como los aromas maravillosos
a pan recién hecho, pastel de calabaza, pavo y el olor de un buen fuego en la
chimenea—. Cuidado con el escalón —me dijo Christian al oído mientras me
guiaba por la puerta. Levanté el pie y entré en la casa. Una vez más, me cogió
de la mano y me guió por lo que yo sabía que era el vestíbulo principal hasta
el interior de lo que creía que era el inmenso salón—. Vale. Abre esos
preciosos ojos verdes, Sarah.
Me quedé sin aliento al ver la maravilla que tenía ante mí. Un árbol
enorme de casi dos metros y medio con un diámetro de más de un metro
adornaba el centro de la habitación, cubierto de capas y capas de lucecitas,
oropel, bolas de cristal y angelitos de plata y oro que apenas dejaban espacio
para que se viera el color verde del árbol. El tronco estaba rodeado de
toneladas de regalos muy bien envueltos. Las únicas luces de la habitación
eran las del árbol y la del fuego que ardía en la enorme chimenea del rincón.
—¿Y bien? —preguntó Christian, con tono preocupado.
—No tengo palabras —suspiré—. Es precioso.
—Como la mujer que lo ha inspirado. —Christian se volvió para
mirarme—. Sarah, el motivo de que no me guste, o más bien debería decir de
que no me gustara la Navidad era que no tenía a nadie con quien
compartirla. Ninguna persona especial a la que dar algo. Nadie a quien amar.
Hasta que apareciste tú. —Me la quedé mirando, con la mente y el corazón
confusos. ¿De verdad estaba diciendo eso?—. Ya sé que parece una locura.
En realidad sólo hemos tenido un día. No puedo explicarlo. —Apartó la
mirada, como intentando encontrar las palabras. Se volvió de nuevo hacia
mí—. Me has cambiado, Sarah. ¿Eso tiene sentido?
—Sí —susurré.
Sonrió, animada.
—Verás, la razón de que no me pusiera en contacto contigo era
porque al principio te estaba utilizando. Tenías razón. Eras guapa, joven y
muy divertida. La conquista perfecta. Pero a medida que pasaban los días, no
podía dejar de pensar en ti. No paraba de verte en mis brazos, en mi cama y
en mi vida. Sarah, siento que te necesito. Que, que... —Tragó saliva—. ¿Te
parecería una locura si te dijera que creo que te quiero?
—No. Yo siento lo mismo. Desde el primer día que te vi por el
escaparate.
Christian me acarició la cara, tierna, llena de amor.
—Sí. Yo también. Sarah, eres un regalo para mí. ¿Me perdonas, por
favor? ¿Me perdonas por ser tan estúpida?
Puse mi mano sobre la de Christian, que seguía acariciándome la cara,
y le besé la palma.
—Sí, Christian. Te perdono. Tú también eres un regalo para mí. Te
quiero.
—Te quiero. —Christian tiró de mí para darme un beso ardiente que
nos dejó a las dos sin aliento—. Feliz Navidad, Sarah.
—Feliz Navidad, Christian.
FIN