El Reino de Darwath 2 - La Fortaleza - Barbara Hambly.
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EL REINO DE DARWATH 2
LA FORTALEZA
Barbara Hambly
TIMUN MAS No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni el registro en un sistema infor-mático, ni la transmisión bajo cualquier forma o a través de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación o por otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diseño de cubierta: Víctor Viano Ilustración de cubierta: Ciruelo Título original: The Walls of Air (Book two of The Darwath Trilogy) Traducción: Luis Soldevila © 1983 by Barbara Hambly © Editorial Timun Mas, S.A., 1992 ISBN: 84-7722-665-2 (Obra completa) ISBN: 84-7722-667-9 (Libro 2) Depósito legal: B. 207-1992 Hurope, S.A. Impreso en España - Printed in Spain Editorial Timun Mas, S.A. Castillejos, 294 - 08025 Barcelona
PRÓLOGO
Jill Patterson pensaba que sus siniestras visiones de aquella extraña ciudad no eran más
que sueños... hasta que el mago Ingold Inglorion apareció una noche en la cocina de su
apartamento, buscando ayuda para proteger al príncipe de Darwath del horror
indescriptible que amenazaba a la ciudad de Gae.
Rudy Solis no creía en los magos ni mucho menos en la magia. Ni siquiera daba crédito
a sus ojos al ver aparecer a Ingold con un niño en brazos, precisamente, cuando se de-
tuvo por una avería del coche.
Pero cuando uno de los monstruosos Seres Oscuros cruzó el Vacío siguiendo a Ingold,
comprendió que la única posibilidad de salvarse era escapar con el mago al caótico
mundo del que había venido.
Era éste un mundo en el que la magia existía en virtud de una lógica propia, un mundo
en el que los malignos y aparentemente invencibles Seres Oscuros habían vuelto a
atacar a la humanidad después de estar tres mil años ocultos en las profundidades de la
tierra. La ciudad de Gae había sucumbido, la ciudad de Karst se veía atestada de
refugiados, el rey había muerto y el orgulloso y ambicioso Alwir, hermano de la reina
Minalde (o Alde, como la llamaban sus íntimos), se había convertido en regente del
pequeño príncipe Tir.
Entonces fue cuando la Oscuridad lanzó un ataque masivo contra Karst. En medio del
fragor de la lucha, Jill descubrió que incluso una licenciada en historia medieval podía
convertirse en guerrero. Y Rudy, sin saber que era la reina, ayudó a la joven a salvar a
su hijo de los Seres Oscuros.
Siguiendo el consejo de Ingold, los supervivientes emprendieron una penosa marcha
hacia la Fortaleza de Dare por caminos cubiertos de nieve y azotados por los vientos de
las montañas. Durante el viaje, las disensiones entre los jefes de la caravana llegaron a
suponer un peligro tan grave como los Seres Oscuros y los salvajes Jinetes Blancos, que
cruzaban las montañas en busca de alimentos y botín. Alwir y la fanática Govannin,
obispo de la Iglesia, luchaban por el poder, pero ambos temían a Ingold; el canciller, por
la ascendencia que el mago había tenido sobre el difunto rey Eldor, y la obispo, porque
según su fe la magia era un arte diabólico.
Para Jill y Rudy, poco acostumbrados a la fatiga del viaje y a las inclemencias del
tiempo, la marcha fue dura. A Jill la aceptaron en las filas de la guardia de Gae, el
cuerpo de elite del reino, y Rudy descubrió que Alde correspondía a su amor. Su
felicidad por este hecho sólo la igualaba el saber que podía llamar al fuego y la promesa
de Ingold de enseñarle el arte de la magia.
Finalmente, gracias a los esfuerzos de Ingold, unos ocho mil supervivientes alcanzaron
la monstruosa y negra Fortaleza de Dare, construida tres mil años atrás para hacer frente
a los Seres Oscuros durante su primer ataque. Allí, en aquel inmenso laberinto de
pasillos y cámaras desiertas, podrían refugiarse por un tiempo, aunque los peligros que
acechaban eran numerosos y terribles.
Pero Jill y Rudy descubrieron que ya no tenían ningún deseo de volver a través del
Vacío a su propio mundo.
CAPITULO UNO
Por escenario el bar Shamrock, en San Bernardino, una noche lluviosa de sábado. La
lluvia tamborilea suavemente en las ventanas. El rojizo resplandor de las luces de la
entrada se refleja en el pavimento encharcado de la calle. Dos motoristas con pobladas
barbas y una rubia de aspecto desaliñado juegan al billar al fondo del local. Rudy Solis
terminó de un trago la segunda cerveza de la noche y echó un vistazo a la sala. Sabía
que había perdido algo, que le habían arrebatado algo que no podía recordar. Sólo sentía
un dolor sordo e indescriptible.
Se le había acabado ya el dinero, pero no estaba lo suficientemente borracho. Al otro
lado de la barra, Billie May iba de un lado para otro entre vasos vacíos y botellas de cer-
veza, y su imagen se reflejaba en el sucio espejo del fondo, mostrando su excesivo
maquillaje y el encaje rojo de su sujetador, que se entreveía por el amplio escote de su
blusa. El espejo reflejaba al público habitual de los sábados por la noche, gente que
Rudy conocía desde la infancia, como Peach McClain, el Ángel del Infierno más gordo
del mundo, acompañado de su novia; Crazy Red, el instructor de kárate; Big Bull,
siempre con la banda de la fundición. Pero era como si todos fueran desconocidos. Rudy
hizo un leve gesto con los dedos y una botella de cerveza salió de la estantería y voló
por el aire hasta su mano. Nadie se dio cuenta. Llenó el vaso y se la bebió sin
saborearla. En el tocadiscos automático un par de guitarras acústicas acompañaban a
una voz dulzona y nasal que cantaba una balada country. El dolor de aquella pérdida
que no podía recordar era insoportable.
Dejó la botella suspendida en el aire a un palmo por encima de la barra y siguió
bebiendo. Nadie reparó en ello, o a nadie le importaba. Rudy se contempló reflejado en
el espejo: el rostro enjuto de frente despejada, enmarcado por sus largos cabellos
negros. Tenía las manos sucias de pintura y grasa de motor. En una de las muñecas
ostentaba un tatuaje con su nombre escrito encima de una antorcha. A su espalda, el
ventanal se había oscurecido de repente.
Se volvió, presa de un horror imposible de definir. No se veía luz alguna ni reflejos de
neón en el exterior, sólo la noche negra, suave y palpitante que parecía apretarse contra
la ventana, que se movía imperceptiblemente como si estuviera preñada de extrañas
criaturas sinuosas. Intentó gritar, pero la voz se le quebró helada en la garganta. Intentó
dar la alarma, pero nadie parecía verle, como si no estuviera allí. Un mazazo de energía
semejante al puñetazo de un gigante furibundo reventó las paredes del bar en una
explosión de piedras y ladrillos. La Oscuridad se metió por el boquete como una oleada
de petróleo.
— ¡Rudy! —Unas manos frías le atenazaban la muñeca—. Rudy, despierta. ¿Qué
ocurre?
Se despertó jadeante, envuelto en un sudor frío. Gracias a su vista de mago pudo ver en
la penumbra de la habitación a Minalde, reina de Darwath, madre del príncipe heredero,
sentada en la cama a su lado. La colcha estrellada brillaba sobre sus hombros, el miedo
que reflejaban sus ojos la hacía parecer de más edad, pese a tener sólo diecinueve años.
La penumbra cálida y tranquila de la habitación olía a cera y al perfume de sus largos
cabellos.
— ¿Qué ha sido? —Volvió a preguntar en voz baja—. ¿Un sueño?
—Sí. —Rudy yacía a su lado temblando, presa de un frío mortal—. Sólo era un sueño.
En los oscuros aposentos de la guardia, en el primer nivel, Jill Patterson abrió los ojos.
Sus sueños de tranquilidad y erudición en otro universo llamado California dieron paso
a una intensa sensación de horror. Permaneció un rato tendida en su catre, escuchando
con los ojos abiertos los lejanos sonidos de la Fortaleza de Dare y los latidos de su
corazón. Se repitió a sí misma que la Fortaleza era segura, que era el único lugar del
mundo donde los Seres Oscuros no podían entrar. Y, sin embargo, la sensación de terror
crecía en su alma por momentos. Por fin se levantó, sigilosa como una pantera. El tenue
brillo amarillento del hogar en la sala de guardia iluminaba débilmente la habitación que
compartían las mujeres del turno de día. Apenas se distinguían los hombros anónimos,
los ojos cerrados, los cabellos revueltos, las capas negras con el sencillo cuadrifolio
blanco, emblema de la guardia. En la penumbra, Jill se puso la camisa y las polainas, se
envolvió en su capa y se deslizó silenciosamente fuera de la habitación. Sintió en los
pies descalzos el frío de las baldosas mientras se abría paso entre los bultos que
atestaban la sala de guardia. Pensó que serían las dos o las tres de la mañana, pero era
difícil medir el tiempo en aquella fortificación sin ventanas.
Apartó a un lado la cortina que colgaba en el fondo de la sala.
Ingold no estaba en su aposento. En realidad el mago dormía en una especie de pequeño
almacén donde la guardia almacenaba parte de las provisiones que habían conseguido
salvar al hundirse el reino. Jill pudo ver a la temblorosa luz de las llamas un hueco en
los sacos de grano apilados al fondo, un par de pieles de búfalo apolilladas y una raída
manta multicolor, pero no había rastro del mago. Su báculo también había desaparecido.
Atravesó rápidamente la sala de guardia y la antesala donde se guardaban las armas y
las botellas de Muerte Azul y ginebra, y salió a la cavernosa extensión de la Sala
Central de la Fortaleza, con sus trescientos metros desde el portón doble del oeste hasta
el muro de la zona administrativa. Bien podía sentirse al aire libre, ya que las negras
paredes de la nave se alzaban hasta perderse en la negrura. Numerosos canales de agua
negruzca cruzados por pequeños puentes surcaban el pavimento como una telaraña. Jill
sintió a su alrededor una calma semejante al inmenso silencio de las montañas que la ro-
deaban. Pero en vez de luna y estrellas, la única iluminación eran dos grandes antorchas
situadas a los lados del gran portón. La tenue llama naranja definía un doble círculo que
se reflejaba en el pulido pavimento, e iluminaba la figura de un hombre de largos
cabellos plateados.
— ¡Ingold! —dijo Jill en un susurro.
El mago volvió la cara y alzó una ceja interrogante. Jill se arrebujó en la capa y
ascendió por los grandes escalones de piedra hacia el portón. No recordaba haber tenido
calor ni una sola vez desde que cruzó el Vacío involuntariamente con Ingold para llegar
a este universo desconocido.
— ¿Sí, querida? —preguntó el anciano con voz a la vez ronca y aterciopelada. El rostro
que reveló la inquieta luz de las antorchas era indescriptible. Unos sesenta años de
existencia habían curtido su piel, arrugada tras una larga e hirsuta barba blanca. Se
miraron a los ojos.
— ¿Qué ocurre? —preguntó Jill quedamente.
—Creo que lo sabes como yo —respondió él.
Jill miró nerviosa las oscuras puertas de metal. Allí la sensación de horror era mucho
más intensa, y al otro lado la noche parecía respirar con malevolencia. La joven sintió
un fuerte y extraño terror helado, una sensación irracional de que algo dotado de
inteligencia maligna e incomprensible los vigilaba desde el otro lado de un abismo sin
tiempo.
—Han venido —susurró—, ¿verdad?
Ingold posó delicadamente una mano sobre su hombro.
—Creo que es mejor que vayas a buscar tus armas.
Minalde contemplaba a Rudy mientras éste se vestía a la tenue luz azulada del báculo.
— ¿Qué sucede? —preguntó por fin.
—No lo sé. —Rudy hablaba en voz baja para no despertar al príncipe que dormía en su
cuna dorada al otro extremo del pequeño aposento—. Pero creo que es mejor que
vuelva. —Después de un mes en aquel mundo, las extrañas ropas ya le resultaban
familiares y había dejado de sentirse incómodo con las polainas de cuero, la camisola,
las botas altas y el manto bordado que había encontrado en la casa de un noble muerto
en la gran masacre de Karst. Pero todavía echaba de menos la sencillez de los vaqueros
y la camiseta. Se ciñó la espada a la cintura y se inclinó sobre la cama para besar a la
muchacha, que le miraba en silencio.
— ¿Saldrás a la puerta mañana para despedirnos?
Las manos de Rudy rodeaban su rostro. Ella le cogió las muñecas como si quisiera
retenerle un instante más.
—No —dijo suavemente—. No puedo, Rudy. El camino hasta Quo es largo y peligroso.
¡Quién sabe si encontraréis la Ciudad Oculta o al archimago una vez que lleguéis allí!
—De repente sus ojos azules relucieron a la pálida luz del báculo—. No resisto las
despedidas.
— ¡Eh...! —Rudy se inclinó sobre ella una vez más y apoyó las manos sobre los
hombros y el cuello de la muchacha cuyos largos cabellos se derramaron sobre sus
dedos mientras sus bocas se buscaban—. Eh, Ingold estará conmigo. No pasará nada.
No creo que haya nada ni nadie lo suficientemente loco como para intentar acabar con
ese viejo zorro. No será una despedida.
Alde sonrió maliciosamente.
—Entonces tampoco hay que darle mucha importancia, ¿no crees? —Sus labios
volvieron a encontrarse con suavidad y Rudy sintió en el rostro la caricia de sus
cabellos—. Ve con Dios, Rudy. Aunque sé que la obispo se moriría de indignación si
me oyera decirle esto a un mago.
—No creo que fuera una gran pérdida —musitó Rudy cuando sus labios se separaron de
nuevo, y enjugó con dulzura una lágrima que resbalaba por la mejilla de Minalde. En
sus veinticinco años de vida no recordaba a nadie, ni hombre ni mujer, que se hubiera
preocupado por él. « ¿Por qué tiene que ser una mujer de otro universo? —se
preguntaba—. ¿Por qué tiene que ser una reina?» Otra lágrima rodó por la mejilla de
Alde—. ¡Eh, tienes que cuidar de mi pequeño amigo mientras yo no esté!
—De acuerdo —contestó ella con una sonrisa temblorosa.
—Encontraremos al archimago y al Consejo —murmuró Rudy en tono confiado—. Ya
lo verás. —La besó brevemente una vez más y salió de la habitación seguido de la
pluma de luz azulada.
Rudy corrió en silencio por los pasillos del Sector Real con el corazón encogido.
Alde tenía miedo de lo que pudiera sucederle, y es que él era todo lo que tenía; él y el
pequeño Tir. En un mes había perdido al esposo idolatrado, su reino y el mundo en el
que había crecido. Y, sin embargo, no le había pedido ni una sola vez que se quedara a
su lado.
«Y tú, maldito egoísta, no has pensado ni una sola vez en hacerlo», se dijo
sombríamente.
Alde nunca había puesto en duda que la necesidad de convertirse en mago fuera más
importante que su amor por ella. Pero por muy dura que fuese la realidad, no tenía más
remedio que reconocerla: en primer lugar era un mago, y de haber podido elegir cómo
emplear el tiempo que le quedaba en aquel universo, hubiera preferido buscar las
fuentes de su propio poder y aprender las enseñanzas de Ingold y los demás magos que
permanecer con la mujer que amaba sinceramente.
« ¿Por qué he tenido que encontrar las dos cosas al mismo tiempo? —se preguntó
tristemente—. ¿Por qué tengo que elegir?»
Incluso la actitud comprensiva de Alde era como hiel en la herida abierta de su culpa.
Y sin embargo no había tenido elección.
Rudy se detuvo en lo alto de la gran escalinata que miraba al oriente y descendía al
primer nivel.
La sensación de peligro, de que un horror que no podía nombrar se arrastraba por las
negras profundidades de la Fortaleza, era más fuerte que antes, casi palpable. Se
estremeció como un perro al oír un trueno y se le erizaron los cabellos de la nuca. A su
alrededor, el silencio parecía deslizarse por el laberinto de corredores. Sin dejar de mirar
nerviosamente a su espalda, emprendió el descenso.
Abajo alguien había abierto una puerta. Llegaron hasta él un vago olor a incienso y el
sonido de cánticos: reconoció las melodiosas y profundas voces de los monjes, que
entonaban los oficios divinos. Rudy se detuvo un momento al recordar que la zona de la
Iglesia se encontraba exactamente debajo del Sector Real, y que para aquella mujer
fanática, la obispo de Gae, los magos eran seres diabólicos.
Por lo que él sabía, nadie conocía su amor por Alde, salvo, quizá, su compañera de
exilio, Jill. Rudy dudaba que, por eso, pudiera ocurrirle nada serio a Minalde. Después
de todo, era la reina de lo que quedaba de Darwath, y el rey había perecido en el
holocausto del palacio de Gae. Pero, por otra parte, sabía demasiado poco sobre las
costumbres y tabúes de aquel mundo como para arriesgarse a averiguarlo.
Más por el momento aquello era un problema secundario. Había otras muchas escaleras.
Algunas formaban parte del plano original de la Fortaleza, y estaban construidas con los
mismos bloques de negra obsidiana que los muros del edificio. Otras, evidentemente,
habían sido abiertas por antiguos moradores de la fortificación, perforando agujeros en
el suelo de los corredores y construyendo toscas escaleras de madera. Lo mismo ocurría
con los muros y las habitaciones, ya que en algunos lugares se sucedían los muros lisos,
negros y rectilíneos, y en otros reinaba un caos constructivo. Se habían cerrado pasillos
para construir habitáculos, algunas nuevas vías de paso dividían otros recintos y las
particiones de ladrillo, piedra y madera habían sustituido a la planta original haciéndola
irreconocible.
Con un vago sentimiento de optimismo, Rudy se internó en el laberinto.
—Yo no he notado nada —dijo en voz baja Janus de Weg. El fornido jefe de la guardia
de Gae estaba sentado sobre un saco en la sala de guardia. Su rostro, enmarcado por una
espesa mata de cabellos cobrizos, mostraba un semblante preocupado. Miró fijamente a
Ingold, sentado al otro lado de la chimenea—. Pero te creo. Si me dices que los Seres
Oscuros están fuera, te creería aunque el sol estuviera brillando sobre nuestras cabezas.
Se produjo entre los demás capitanes un movimiento de inquietud y un murmullo de
asentimiento.
—La noche misma huele a maldad —dijo suavemente el Halcón de Hielo, que parecía
un extranjero de largas trenzas blancas entre los guardias. Melantrys, una mujer
diminuta de ojos rasgados, miró nerviosamente a su espalda.
—Olor, no sé —intervino Tomec Tirkenson, Señor de Gettlesand, un robusto noble de
las llanuras, cuyos dominios se encontraban al otro lado de las montañas—. Pero es
como las noches en que el ganado huye en estampida sin razón.
El Halcón de Hielo miró a Ingold con gesto indiferente.
— ¿Podrán entrar? —preguntó, como si se tratara del resultado de una carrera en la que
hubiera apostado unas monedas.
—No lo sé. —Ingold cambió levemente de postura junto al fuego y cruzó las manos
callosas y llenas de cicatrices sobre la rodilla—. Pero podemos estar seguros de que van
a intentarlo. Janus, Tomec..., sugiero que patrullemos por los pasillos, en todos los
niveles, hasta el último rincón de la Fortaleza. Así...
— ¡Pero no tenemos hombres suficientes! —protestó Melantrys.
—Podemos patrullar —admitió Janus—. Pero si nos dispersamos tanto y los Seres
Oscuros consiguen entrar, no seremos suficientes para oponer resistencia.
El Halcón de Hielo alzó sus pálidas cejas en tono interrogante.
— ¿Vamos a luchar?
—Si podemos —repuso Ingold—. Podemos formar patrullas con voluntarios, Janus.
Utilizad a los huérfanos de la Fortaleza como guías. Ellos la han explorado hasta el
último rincón, así que pueden ser útiles. Necesitamos inspeccionar los pasillos, al menos
para saber si los Seres Oscuros han entrado o por dónde van a hacerlo. No es muy
probable que lo consigan —prosiguió el anciano—, ya que los muros de la Fortaleza
están protegidos con los sortilegios más poderosos del mundo antiguo. Si se han
debilitado, o si los Seres Oscuros son ahora más poderosos que entonces, no lo sé. —A
pesar de la calma que respiraba su voz profunda y rasposa, Jill pensó que el mago
parecía muy preocupado—. Pero sé que si entran en la Fortaleza, nosotros tendremos
que abandonarla, y ése será nuestro fin.
— ¡Abandonar la Fortaleza! —exclamó Janus.
—Tiene razón —dijo el Halcón de Hielo mientras apoyaba la espalda en la pared. Tenía
una voz suave y fría que parecía indiferente incluso cuando se debatía la posible pérdida
del último refugio de la humanidad—. Todas esas escaleras, los kilómetros y kilómetros
de pasillos... Jamás podríamos expulsarlos.
Los capitanes se miraron unos a otros. Todos sabían que el Halcón de Hielo estaba en lo
cierto.
—Eso no es todo —intervino Jill con voz suave. Todos los ojos se volvieron hacia
ella—. ¿Qué hay del sistema de ventilación? El aire que respiramos tiene que entrar por
algún sitio. Tiene que haber por toda la Fortaleza miles de agujeros demasiado pequeños
para cruzarlos un hombre, pero los Seres Oscuros pueden cambiar de tamaño igual que
de forma. Podrían introducirse por el agujero de una rata, y Dios sabe que hay ratas por
aquí. Si uno solo pudiera entrar por los orificios de la ventilación... nos atacaría a placer,
y jamás seríamos capaces de encontrarlo.
—Maldita sea —murmuró Janus—, ¡que hayan tenido que atacar precisamente al
principio del invierno más frío que nadie recuerda...! Si abandonamos la Fortaleza, los
que consigan salir no sobrevivirán ni una sola noche. Las montañas están cubiertas de
nieve.
—Ingold —dijo Tirkenson suavemente—, ¿cómo sabemos que los Seres Oscuros no
están ya ocultos en los niveles superiores? Esta Fortaleza ha estado deshabitada durante
casi dos mil años.
—Lo sabríamos —respondió el mago—. Créeme, a estas horas ya lo sabríamos.
—Pero ¿y sus huevos? —Insistió Tirkenson—. ¿Cómo se reproducen los Seres Oscuros,
Ingold? Como dice Jill-shalos, sólo sería necesario que uno de ellos entrara por los
orificios de la ventilación y fuera dejando huevos por el camino como un salmón.
Podríamos estar en este momento sentados sobre un criadero de Seres Oscuros. —
Aunque los guardias no eran fáciles de impresionar, un escalofrío pareció sacudir a los
capitanes. Gnift, el instructor de la guardia, intercambió con Melantrys una mirada
sombría y preocupada.
—Al menos de eso no tenemos que preocuparnos —dijo Ingold con voz serena. Se
sacudió de la capa una brizna de paja y bajó la mirada—. He visto las moradas
subterráneas de los Seres Oscuros, y os aseguro que no se reproducen de una forma
tan... limpia. —Volvió a levantar los ojos, y su expresión era tranquila—. Pero en
cualquier caso, no podemos permitir que entren en la Fortaleza por nada del mundo.
Hay que patrullar por los corredores.
—Podemos contar con las tropas de la Iglesia —dijo Janus—, y también con los
guardias de Alwir.
—Yo tengo a mis hombres —añadió Tirkenson levantándose—. Nosotros nos haremos
cargo del sector sur.
—Bien. —Ingold se levantó y pareció buscar a alguien entre los rostros de todas las
personas que había en la sala débilmente iluminada—. Dudo de que sean capaces de
derribar los muros por sí solos, pero si lo hacen, tenemos que saberlo.
— ¿Podemos saberlo? —Melantrys se ajustó el cinturón del que pendía su espada
mientras miraba a Ingold con sus fríos ojos negros—. Los Seres Oscuros pueden
devorar el alma o la carne de un hombre en un instante a un metro de sus compañeros
sin darle tiempo a abrir la boca.
— ¿También si es un guardia? —preguntó Ingold con ironía.
Melantrys acusó el golpe.
—Por supuesto que no.
—Muy bien. —El anciano recogió su báculo y la sombra se alargó tras él como un eco
de las tinieblas que aguardaban al otro lado de las puertas de la Fortaleza. Una vez más
recorrió la habitación con la mirada mientras todo el mundo se levantaba. Quizá fuera
un efecto de la luz, pero las arrugas de su rostro parecían más profundas que nunca. Jill
no supo si se debía al cansancio, a la aprensión o a una extraña contrariedad.
Se iban agrupando hombres y mujeres con sus espadas ceñidas y envueltos en sus capas.
El aire pareció volverse más pesado, se podía sentir la tensión como una corriente eléc-
trica. Jill pensó que de acercar la mano a la capa de Ingold saltarían chispas. Janus
permaneció un momento junto al anciano y se inclinó hacia él con rostro sombrío.
—Patrullaremos los corredores —dijo en voz baja—. Pero ¿qué hay de la puerta?
—Sí —repuso Ingold—, la puerta. Creo que será allí donde concentrarán el ataque. Pero
teniendo en cuenta la altura del techo de la Fortaleza, una vez estén dentro podrán
atacarnos desde arriba; en este caso seríamos incapaces de defendernos.
—Lo sé —dijo Janus con calma—. Tendremos que rechazarlos en el túnel de la entrada,
¿no es eso?
—Quizá —respondió el mago. Frunció el entrecejo y lanzó una rápida y cortante mirada
a los guardias que quedaban en la habitación—. Jill, necesitaré que me ayudes en la
puerta. —Sus ojos azules brillaron como los de un halcón entre las sombras—. ¿Y
dónde demonios está Rudy?
En aquel mismo momento Rudy estaba haciéndose la misma pregunta.
Sabía que estaba en algún punto del segundo nivel, pero eso era todo. Al no encontrar el
desvío que conducía a la escalera que buscaba, intentó retroceder por un pasillo aparen-
temente paralelo al que había seguido, pero con resultados desastrosos. Desembocó en
una sala en ruinas que anteriormente debía de haber estado dividida en celdas y desde la
que descendía una escalera de caracol hasta los desagües de la Fortaleza. Maldiciendo a
los que la habían construido y a los que se habían empeñado en mejorarla, la atravesó y
tomó un nuevo pasillo.
Avanzaba por la oscuridad sin ayuda de luz. Éste era otro de los poderes del que estaba
dotado; lo había descubierto recientemente, además de la posibilidad de llamar al fuego
y crear una bola de luz azul en la punta de su báculo. Ingold le había dicho que poseía la
«vista de mago» desde su nacimiento, pero que ésta y otras muchas habilidades no
podían desarrollarse en el universo en el que había vivido hasta ahora.
Rudy sentía que la tensión crecía a su alrededor, como el agua que se acumula en una
presa que comienza a resquebrajarse, y que inundaba el laberinto por el que avanzaba.
Apretó el paso al mismo tiempo que se aceleraban los latidos de su corazón. De pronto
tuvo la convicción de que los Seres Oscuros estaban en el exterior, presionando con
ahínco inhumano los muros lisos e impenetrables de la Fortaleza. Su número y poder
sobrepasaban la comprensión humana hasta tal punto que su presencia podía percibirse
a través de los muros de dos metros de grosor en los que se entretejían los siglos con la
piedra y los sortilegios. Tenía que encontrar a Ingold. Tenía que salir de aquel maldito
laberinto...
Se encontró de repente en un corredor que debía pertenecer al trazado original de la
Fortaleza. Una suave corriente de aire cálido le condujo a una escalera que descendía al
primer nivel. Rudy se detuvo un momento y recapacitó. Delante de él estaba el final del
pasillo, negro y pulido como un cristal. Entonces comprendió con sorpresa que tenía
que ser el muro trasero de la Fortaleza.
«Fantástico —pensó—. He estado caminando en círculo, y después de todo este paseo
vuelvo a estar encima del territorio de la Iglesia. En fin, no puedo pasarme la noche
dando vueltas por aquí arriba.»
Se encogió de hombros.
Sin embargo, no bajó de inmediato. A su derecha ascendía un tramo de varios peldaños
hasta una puerta. La textura suave y uniforme de la piedra negra indicaba que formaba
parte de la construcción original, pero lo que despertó su curiosidad fue el
emplazamiento de la puerta. Estaba situada de tal forma que las sombras de una posible
luz siempre la ocultaban de la vista. De hecho, sólo alguien capaz de ver en la oscu-
ridad, como Rudy, podía haber reparado en ella.
Fascinado por su descubrimiento, Rudy se acercó a la puerta, con una sensación de
tensión y peligro que no decrecía. Los Seres Oscuros atacarían muy pronto. Eso lo
sentía en los huesos, pero también sabía que, si sobrevivían una noche más, Ingold y él
emprenderían a la mañana siguiente un viaje de cientos de kilómetros a través de las
llanuras y el desierto en busca de la ciudad de Quo, oculta en algún lugar a orillas del
océano Occidental.
La puerta estaba demasiado bien escondida, Rudy no estaba seguro de poder volver a
encontrarla, pero por encima de todo fue la curiosidad propia de todo mago lo que le
impulsó a acercarse. La puerta estaba cerrada, y la cerradura, demasiado oxidada como
para intentar abrirla, pero Rudy se las había visto con piezas peores en el taller donde
trabajaba en California. La cámara que había al otro lado de la puerta era circular, lo que
la diferenciaba de las habitaciones que había visto en la Fortaleza, todas uniformemente
rectangulares. Un banco de obra corría alrededor de la habitación. Debajo de él, Rudy
encontró cajas de madera que contenían diferentes utensilios oxidados e inútiles.
En el centro de la habitación se alzaba una mesa maciza que parecía estar tallada en la
misma piedra negra, dura y brillante. Tenía aproximadamente un metro de diámetro, y
en su centro había incrustada una pieza circular de cristal de roca. Cuando Rudy se
inclinó sobre la mesa y formó una bola de luz sobre su hombro para intentar ver algo, el
cristal sólo le devolvió su reflejo, ya que parecía empañado y apenas se distinguían bajo
su superficie vagas formas angulares. Primero con las uñas y después con la punta de su
daga, Rudy intentó desprender el cristal sin obtener resultado alguno. Pero era evidente
que allí dentro había algo. En las profundidades heladas del cristal se podían adivinar
engañosas formas y superficies.
«Al diablo con todo —pensó malhumorado mientras se levantaba—. No es momento de
perder el tiempo con juguetes.»
Pero tuvo que volver a inclinarse sobre la mesa. Su sombra oscurecía la superficie de la
mesa y en el centro el cristal devolvía tamizado el reflejo de la bola de luz azul que
seguía suspendida en el aire junto al hombro de Rudy. Tras reflexionar un momento,
hizo que la luz se debilitara y se difundiera, intentó distinguir algo tras el neblinoso
cristal, pero no obtuvo resultado alguno. Finalmente dejó que la luz se desvaneciera por
completo y miró fijamente el cristal en la oscuridad.
A su alrededor reinaba un silencio absoluto. Sabía que debía irse, pero no lo hizo.
Estaba seguro de que aquél era un objeto creado con una magia más profunda y
compleja de lo que él podía imaginar. Se preguntó si sería aquélla la magia que iba a
aprender en Quo.
Volvió a recorrer la suave superficie con los dedos, pero la unión entre piedra y cristal
era imperceptible.
Entonces acudió una idea a su mente. Lentamente formó un haz de luz y lo proyectó en
el cristal. De él brotaron reflejos blancos, reflejos azules, reflejos verdes, semejantes a la
cola multicolor de un mágico pavo real. Rudy retrocedió ligeramente mientras se
protegía los ojos de la poderosa fuente de luz. Poco a poco fue reduciendo su intensidad
con los elementales encantamientos que Ingold le había enseñado, como un pequeño
artista que juega con sus primeros lápices de colores. Finalmente consiguió suavizar la
luz y se inclinó de nuevo sobre el cristal. Ahora veía con claridad el resplandeciente
lecho de rocas cristalizadas y multicolores que cubría el fondo del disco de cristal.
« ¿Un juguete? ¿Una especie de caleidoscopio encantado?»
« ¿O una extraordinaria herramienta mágica?»
Miró el profundo abismo de luz, relajó la mente y vació lentamente su alma de todo
miedo o preocupación por los Seres Oscuros, por Ingold, por Alde e incluso por la
solución de aquel misterioso acertijo. Rudy dejó que los vivos reflejos de las piedras se
abrieran camino hacia él.
Por un momento las imágenes que aparecieron ante sus ojos le confundieron. No
conseguía comprender de qué se trataba. Eran escenas incoherentes de desiertos de
arena barridos por el viento, de colinas rocosas donde nada crecía, de campos de hierba
pardusca y ondulante en medio de la noche. Más que ver, sintió cómo se formaba un
paisaje tenebroso, cubierto de nubes y enterrado en la nieve, encerrado entre altos riscos
de roca negra coronados por pinos azotados por el viento.
Más allá de las oscuras nubes, sintió profundas gargantas, picos afilados e inmensos
glaciares en los que aullaba el viento entre los hielos... « ¿El paso de Sarda? —se
preguntó—. ¿El camino que emprenderemos dentro de unas horas?» Las imágenes se
aclararon aún más: al pie de las montañas se extendía una interminable llanura de tierras
pardas, y el viento azotaba sin cesar aquel mar de altas hierbas. El cielo aparecía negro,
alfombrado de nubes. Una carretera formaba una pálida línea que se perdía en el
infinito.
Rudy sintió que la inmensidad helada y amarga le devoraba el alma.
Mientras las imágenes se sucedían en su corazón, vio el suave resplandor de una vela y
las estrellas bordadas en una colcha de seda irisada cuyos colores cambiaban
incesantemente con los sollozos de una mujer de largos y sedosos cabellos negros.
«No puedo dejarla —pensó desesperado—. Hace tan poco tiempo que la conozco...»
« ¿Y renunciar a Quo? —Preguntó la otra mitad de su mente—. ¿Renunciar a conocer al
archimago, a aprender de Ingold el camino del Poder?»
Cerró los ojos. Como un cosquilleo en la piel sintió de nuevo la presencia de los Seres
Oscuros y su furia, que crecía sin cesar saturando la noche como una tormenta que se
aproxima. «Tengo que irme», pensó con un repentino estremecimiento, pero
permaneció inmóvil, paralizado ante la decisión que debía tomar. En un lado estaba
Alde; en el otro, Ingold y el archimago Lohiro.
Abrió los ojos y la imagen del cristal cambió una vez más.
Vio un cielo luminoso cubierto de estrellas diminutas y distantes, más de las que nunca
había imaginado, y ante él el mar azul oscuro. El brillo de las estrellas se unía al arco
plateado que formaban las olas al romperse en la playa. Rudy creyó ver recortada contra
el cielo resplandeciente una torre de múltiples pisos con torreones. Se alzaba entre la
vegetación de un brazo de tierra que se adentraba en el océano. Pero la torre parecía
extrañamente escurridiza. Era como si sus ojos resbalaran al pasar frente a ella y
volvieran una y otra vez a dirigirse a las estrellas. Intentó dirigir la mirada hacia el
interior, pero ocurría lo mismo. Parecía discernir vagamente las siluetas de edificios,
columnas de piedra y torreones. Pero cada vez que intentaba fijar la vista en ellos, sus
ojos se desviaban hacia la arena, hacia el mar y las estrellas, como si se negaran
sutilmente a obedecer sus órdenes.
Contra la masa oscura de edificios que apenas podía entrever, atisbó un fugaz reflejo de
metal. Volvió a mirar mientras intentaba borrar toda pregunta de su mente. El metal
volvió a relucir y al instante Rudy vio el remolino de una capa que acariciaba la arena y
las huellas de unos pies. Como una repentina avalancha de diminutos ópalos
resplandecientes, una ola borró las huellas impresas en la arena. El hombre al que
pertenecían se acercó a él lentamente, y Rudy vio la luz de las estrellas reflejarse en sus
brillantes cabellos de oro, cabellos del color del sol al atardecer.
Le sorprendió la visión, pues esperaba que el archimago Lohiro fuera un anciano.
Pero este hombre no lo era. Sin duda no llegaba a los cuarenta años, de rostro joven y
cuidadosamente afeitado. Sólo las firmes líneas de la boca y las finas arrugas de sus
ojos, de un azul vivo y cambiante, mostraban una sabiduría y experiencia
extraordinarias. La mano que empuñaba el báculo de madera le recordó las manos de
Ingold, cubiertas de cicatrices, fuertes y hábiles. El báculo estaba rematado por un arco
de circunferencia de metal de unos diez centímetros de diámetro cuyo borde interior
brillaba como el filo de una cuchilla. La luz de las estrellas se reflejaba en él, igual que
en los grandes ojos azules y en los destellos cristalinos de la espuma que barría la playa
y arrastraba lentamente algo medio enterrado en la arena.
Rudy bajó la mirada y vio que era un esqueleto. Todavía se distinguían coágulos de
sangre reseca pegados a los huesos, y los cangrejos se asomaban a las cuencas vacías de
sus ojos. El archimago pasó junto a él, y el borde de su capa lo rozó levemente.
Rudy se apartó de la mesa, aterrado de pronto y empapado en un sudor frío. La luz del
cristal se desvaneció y la habitación quedó de nuevo completamente a oscuras. Y oyó
como el retumbar de un trueno lejano, una vibración que pareció sacudir los cimientos
milenarios de la Fortaleza de Dare.
«Truenos», pensó.
« ¿Truenos? ¿A través de unos muros de tres metros de espesor?»
El estómago se le encogió violentamente. Se levantó y se dirigió con rapidez a la puerta.
Un segundo golpe resonó en toda la Fortaleza, haciendo temblar las macizas paredes de
la habitación.
Rudy echó a correr.
CAPÍTULO DOS
Maldito muchacho... —murmuró Ingold, y al verlo entre las sombras que danzaban con
furia salvaje a su alrededor, Jill pensó que el mago estaba demasiado pálido. La primera
acometida contra las puertas exteriores, increíblemente violenta, había sacudido las
antorchas y los hachones, y ahora la luz parecía temblar de miedo ante la llegada de la
Oscuridad. En la gran Sala Central reinaba el caos más absoluto.
Hombres con teas encendidas corrían de un lado para otro, se transmitían rumores
contradictorios y empuñaban armas improvisadas con manos temblorosas. Pequeños
grupos de niños y de ancianos, que habían huido aterrados de sus cubículos al comenzar
el ataque, se arracimaban como pájaros asustados entre los canales de agua, lo más
cerca posible del centro de la vasta sala. Otros, padres y madres que habían dejado a sus
pequeños en sus cubículos, se arremolinaban alrededor de Janus y el grupito de guardias
que permanecía en la Sala Central, haciendo aspavientos, exigiendo que se les informara
de lo que ocurría, o suplicando entre lágrimas una vana promesa de seguridad. Janus
intentaba tranquilizarlos con su voz profunda y bien timbrada y reclutar voluntarios en
medio del caos de gritos, luces y sombras.
Jill pensó que era una escena propia del infierno de Dante. «Gracias a Dios, la Fortaleza
es de piedra. Quizá consigamos resistir hasta que llegue el día.»
«Si los Seres Oscuros no acaban antes con nosotros», añadió para sí. Pero Ingold estaba
allí, y Jill nunca había sentido verdadero miedo cuando el mago estaba junto a ella.
En aquellos momentos sólo sentía una especie de frío distanciamiento, aunque la sangre
corría desbocada por sus venas y sentía un hormigueo de excitación en todo el cuerpo.
La sensación de aislamiento era tanto física como emocional, ya que los dos estaban
solos en lo alto de la escalinata que conducía al portón, a espaldas del fragor de las
voces y las armas. Nadie se atrevía a acercarse tanto.
En la gran sala el estruendo era ensordecedor, y las voces y los golpes de las armas
rebotaban en las altas bóvedas hasta originar un solo eco amplificado. Hombres y
mujeres corrían enloquecidos de un lado para otro, con propósito o sin él, y el
movimiento de sus antorchas parecía el de una bandada de luciérnagas en una noche de
verano. Delante de Jill, la presión de los Seres Oscuros contra la puerta exterior era
como la profunda vibración de un contrabajo que le hacía estremecer la médula.
Ingold se volvió hacia ella.
— ¿Está Bektis por aquí? —preguntó en voz baja. Se refería al mago de la corte del
canciller Alwir, el único mago que había en la Fortaleza además de él.
— ¿Estás bromeando? —murmuró Jill, ya que Bektis parecía sumamente preocupado
por su seguridad personal. Ingold no sonrió, pero sus ojos se iluminaron fugazmente con
un brillo de buen humor que hizo que por un momento el rostro del viejo mago
recuperara la juventud. Pero al momento, la tensión volvió a apoderarse de su
semblante.
—Entonces temo que no voy a tener elección —dijo la voz suave de Ingold. El
resplandor blanco azulado que emitía la punta de su báculo envolvía su rostro en
sombras. Quizá fue el temblor de las antorchas lo que hizo pensar a Jill que la expresión
del mago era de remordimiento, pero no hubiera podido jurarlo—. Jill, preferiría no
tener que pedirte esto, porque tú no has nacido con el don de la magia y el peligro es
muy grande.
—Me da igual —dijo Jill con calma.
—Ya. —Ingold la miró fijamente durante un instante, y en su rostro apareció una
expresión de curiosidad—. Ya, a ti te da igual. —Cogió las manos de Jill y puso en ellas
su báculo. La suave luz blanca siguió brillando en su punta, aunque ella no sintió
ninguna vibración, ninguna sensación de poder en el báculo. Era simplemente un trozo
de madera, pulido y brillante por el uso, en el que todavía se notaba el calor de las
manos del mago—. La luz puede desvanecerse si la magia de los Seres Oscuros me
debilita demasiado —le advirtió—. No me abandones.
—No —dijo Jill, sorprendida de que Ingold pensara en la posibilidad del abandono.
Ingold sonrió al percibir el tono de seguridad de su voz.
—No puedo asegurarte que vayamos a sobrevivir ninguno de los dos —siguió diciendo
el anciano—, pero si la puerta exterior no resiste, las interiores cederán como hojas de
papel. ¡Halcón! —El joven capitán corrió hacia ellos desde donde estaban los guardias
de Janus.
Así los vio Rudy desde los últimos peldaños de una escalera de madera que descendía
del segundo nivel. Parecían un grupo de exploradores en territorio enemigo, iluminados
a ráfagas por la trémula luz de las antorchas y por el suave resplandor blanco del báculo
de Ingold. El estruendo que sacudía las puertas se había redoblado. Los golpes rítmicos
se habían convertido en un martilleo continuo que hacía vibrar los portones interiores.
Rudy, horrorizado, contuvo el aliento.
Cerca de él alguien gritó. El Halcón de Hielo subió la escalinata del portón en dos
zancadas. Sus trenzas blancas resplandecían en la penumbra contra su peto negro. La
idea de a furia malévola que rugía al otro lado de las puertas hizo que a Rudy se le
helara la sangre en las venas. Pensó que por nada del mundo hubiera salido al exterior a
combatirlos. Las puertas se abrieron hacia dentro sin un chirrido. El furioso atronar del
ataque de la Oscuridad retumbaba en el pasadizo de unos cinco metros que separaba las
puertas interiores de las exteriores.
Bajo el círculo mágico de luz blanca, Ingold y Jill se mantenían erguidos, pegados como
dos amantes, mago y guerrera, y sus curtidas manos de soldado unidas sobre la madera
del báculo. Entonces Rudy, con el corazón encogido, vio que Ingold se daba la vuelta y
se dirigía al pasaje. Jill le siguió con el báculo iluminado en alto, como si fuera una
prodigiosa antorcha.
« ¡No puede hacer eso! —Pensó Rudy, desesperado, mientras intentaba abrirse paso
entre la multitud aterrada que se concentraba en el gran salón—. ¡Jill no posee el don de
la magia! Si los Seres Oscuros acaban con el poder de Ingold, estará completamente
indefensa...»
Pero no podía llegar hasta ellos. La muchedumbre le impedía avanzar.
La negra boca del pasadizo enmarcó al anciano, envuelto en su vieja y polvorienta capa
marrón y a la muchacha enfundada en un uniforme negro descolorido que sostenía en
alto el báculo iluminado. El rugido infernal de los Seres Oscuros los envolvió en la
medianoche de aquel estrecho espacio, pero ninguno de los dos miró a su alrededor. Los
ojos de Ingold estaban fijos en la puerta exterior; los de Jill, tranquilos y serenos, se
clavaban en la espalda del mago.
«Está loca —pensó Rudy, horrorizado—. Nunca, nunca, nunca...»
Ingold había llegado al final del estrecho túnel. A la luz del báculo, que se debilitaba por
momentos, Rudy le vio extender las manos y tocar con ellas el acero vibrante de las
puertas exteriores. Sólo unos centímetros de metal los separaban de los monstruos
sedientos de sangre que se agolpaban en el exterior y de la destrucción total. La luz
blanca del báculo parpadeó, a punto de desvanecerse...
Y de repente Rudy vio que de los dedos del anciano brotaban hilos de fuego que
dibujaban de nuevo las runas protectoras de la puerta de la Fortaleza. Al principio su
brillo era débil, como siluetas de peces luminosos que nadaran bajo el agua, sólo
visibles a quien poseyera vista de mago. Pero la magia de Ingold hacía que su brillo
aumentara y volvieran a brillar con fuerza en todo el portón y en los muros que lo
rodeaban. Eran signos incomprensibles que se iban tejiendo lentamente por toda la
superficie de metal. Su resplandor dibujaba en plata la silueta del anciano y bañaba sus
manos sarmentosas. Enmudecido por la belleza de la escena, Rudy olvidó el peligro y la
furia desatada que bramaba al otro lado de las puertas. Sus ojos seguían los
movimientos de las manos de Ingold, que recorrían la superficie de aquella galaxia fos-
forescente volviendo a trazar los nombres de antiguos magos y entrelazando el suyo
propio entre ellos.
Sin explicación posible, Rudy oía la voz rasposa y a veces aterciopelada del mago por
encima del clamor de la muchedumbre. Estaba pronunciando sus encantamientos de
protección y defensa y transmitiendo su poder a las puertas. Igual que en la carretera de
Karst, Rudy volvió a sentir con fuerza el poder de aquel extraño anciano.
—Pero ¿qué piensa ese viejo loco que está haciendo?
Las palabras estallaron a unos centímetros de los oídos de Rudy y le hicieron perder la
concentración. Por un momento vio a Ingold como le verían los demás, como a un viejo
envuelto en una raída capa marrón trazando dibujos imaginarios en la puerta con los
dedos. Rudy se volvió en redondo y vio a su lado al canciller Alwir, furioso y
congestionado.
— ¡Está protegiendo las puertas! —gritó Rudy.
El canciller pasó por delante de él y corrió hacia la escalinata.
— ¡Nos va a matar a todos! —gritó mientras avanzaba con enérgicas zancadas entre la
muchedumbre. Cuando llegó junto a la puerta interior apoyó las manos sobre ella para
cerrarla y la gran plancha de acero comenzó a moverse silenciosamente, pero otra mano
la detuvo. Fríos y arrogantes, los ojos del Halcón de Hielo se clavaron en los del
canciller.
Rudy no pudo oír las palabras que se cruzaron. Los gritos de Alwir se perdieron en el
bramido que llegaba desde el túnel, y el Halcón de Hielo no se molestó en alzar la voz
para responder. Al resplandor enfermizo del báculo que sostenía Jill, la escena que se
estaba desarrollando tenía algo de pesadilla irreal, teñida de un rojo sucio por el brillo
de las antorchas. Los dos hombres vestidos de negro se miraban en silencio, uno rojo de
furia, el otro pálido como el hielo.
Aunque Jill debía de oír lo que estaba sucediendo a sus espaldas, ni siquiera se dignó
volver la cabeza un instante. La luz del báculo se desvanecía lentamente.
Al mirar al fondo del túnel, Rudy vio con horror que la luz de las runas se había
extinguido por completo. Ingold seguía erguido delante de la puerta de cara al fragor de
los atacantes. Las únicas marcas visibles en el acero de las puertas eran las de sus
propios encantamientos. Y sin embargo Rudy observó que seguía moviéndose en la
semipenumbra, trazando símbolos que brillaban débilmente antes de desaparecer
engullidos por la fuerza de la Oscuridad. Por encima del furioso martilleo que sacudía
las puertas, Rudy oyó gritar a Alwir.
— ¡Cierra la puerta! ¡Te ordeno que te apartes y la cierres!
El Halcón de Hielo se mantuvo firme sin dejar de mirarle con sus ojos fríos y
transparentes. A su espalda, el túnel se había oscurecido por completo.
El canciller bramó algo y se llevó la mano al puño de la espada. El metal resplandeció
fugazmente a la luz de las antorchas al salir de su vaina, y el silbido de la hoja fue claro
y agudo como una nota musical.
El repentino silencio que se hizo en el salón tuvo el mismo efecto ensordecedor que una
explosión. De los varios cientos de personas que se habían concentrado en el gran
espacio central en busca de seguridad, nadie se atrevió ni a suspirar por temor a
romperlo. La calma que cayó sobre todos ellos era tan profunda que Rudy pudo oír con
claridad los pasos suaves y ligeros de Ingold por el túnel.
El mago cruzó el portón interior seguido de Jill, apoyó la mano en la puerta que sostenía
Alwir y la empujó lentamente. El suave y profundo crujir de la puerta al cerrarse
retumbaba hasta el último rincón del gran salón.
—Las puertas resistirán el ataque de los Seres Oscuros. —Igual que el crujir de las
puertas, la áspera voz de Ingold sonó apagada, pero llegó al último rincón de la sala—.
Quizás intenten atacar por algún otro lugar esta noche, pero... creo que el peligro ha
pasado.
— ¡Maldito... viejo... idiota! —Era la voz resonante de Alwir la que escupía las palabras
lentamente—. ¡Podríamos haber muerto todos por tu insensatez!
—No habrían resistido si los Seres Oscuros hubieran vencido los encantamientos de las
puertas exteriores —respondió con calma el anciano. Estaba muy pálido, y tenía los
cabellos empapados de sudor; Jill era la única que estaba lo bastante cerca de él para ver
que sus manos temblaban ligeramente. Le devolvió su báculo y se mantuvo a su lado.
La voz de Alwir resonó como el chasquido de un látigo.
— ¿Es ésta otra de las cuestiones en las que sólo cuenta tu opinión? Como único mago
de la Fortaleza, ¿crees que tienes carta blanca para poner en práctica cualquier locura
que se te ocurra?
Los brillantes ojos azules de Ingold se clavaron en los de Alwir.
—No soy el único mago —respondió la voz tranquila del anciano—. Pregúntale a
Bektis, tu mago cortesano.
Alwir giró sobre sus talones.
— ¡Bektis!
La palabra resonó como el restallido de una fusta en la bota de un cazador que espera
ver aparecer a su perro con las orejas gachas. El mago cortesano se separó de la
muchedumbre con gran dignidad y avanzó hacia el grupo mientras la luz trémula de las
antorchas jugueteaba con los bordados de su túnica de terciopelo.
—No sé si las puertas habrían resistido —dijo mientras se acariciaba la larga barba
blanca con dedos finos y pálidos—, pero quizás hubiera sido mejor que nos hubieras
consultado antes de tomar ninguna decisión. —El mago cortesano miró a Ingold con
aire altanero y superior, pero Rudy observó que su alta y despejada frente estaba perlada
de sudor.
—Seguramente lo habría hecho... —ronroneó una nueva voz, seca y afilada como el
viento que silba entre las rocas— si tú hubieras estado aquí.
Bektis se volvió como si le hubiera mordido una serpiente. Govannin Narmenlion, la
obispo de Gae, ascendió lentamente las escaleras hasta reunirse con el grupo. La seguía
una pequeña compañía de Monjes Rojos, soldados de la Iglesia con el cráneo
relucientemente afeitado. El rostro fino y afilado de la obispo destacaba sobre su manto
púrpura Parecía un esqueleto de ojos de fuego, y tan sólo los labios carnosos delataban
su sexo. Su voz áspera y siseante cortó con facilidad las protestas de Bektis.
—Tengo que alabar tu coraje, Ingold Inglorion, pero, al fin y al cabo, dicen que el
diablo cuida de los suyos.
Ingold hizo una reverencia.
—Al igual que el buen Dios, mi señora —respondió con suave voz—. Y sabes tan bien
como yo que en este momento todas nuestras vidas están en sus manos. —Ingold
parecía estar sumamente débil, pero hizo frente con firmeza a aquellos ojos brillantes y
fanáticos, y fue Govannin la que acabó apartando la mirada.
—Y no ha sido Bektis el único que ha brillado por su ausencia, mi señora obispo —
añadió Alwir, meloso.
—En efecto —respondió la obispo calmadamente—, muchos estaban ausentes de sus
puestos. Otros han permanecido en ellos, guardando sus bienes para evitar que los
saquearan en su ausencia.
Los severos ojos del canciller relampaguearon peligrosamente. Eran del mismo color
azul celeste que los de su hermana Minalde, pero duros como los zafiros que llevaba al
cuello.
— ¿Saquearlos?
—O requisarlos... —precisó la obispo suavemente— para su futura... redistribución.
La boca de Alwir se endureció amenazadora.
— ¿Y crees que en medio de un ataque de los Seres Oscuros...? —bramó el canciller.
—La Fe debe protegerse con todos los medios a su alcance —respondió ella con
brusquedad—. Para mantener nuestra independencia no debemos mendigar nuestro pan
al poder secular.
— ¡Como Señor de la Fortaleza tengo derecho a controlar...!
— ¡Señor de la Fortaleza! —Gruñó Govannin con sorna—. Hermano de la regente del
verdadero rey, mi señor, simplemente eso. Un hombre que se alía con magos, que
pretende traer a nuestra Fortaleza al archimago, la mismísima mano izquierda de
Satán... Si esperas que el Dios de los justos bendiga tus maquinaciones...
—Los caminos de Dios son tortuosos —la interrumpió Alwir—. Si queremos derrotar a
los Seres Oscuros en sus madrigueras necesitaremos la ayuda del imperio de Alketch y
de los magos del oeste.
Sus palabras hicieron saltar chispas de rabia en los ojos de Govannin como si fueran de
pedernal.
—El Dios de los justos no tiene tratos con los siervos de Satán —repuso la obispo—. Ni
con los que acuden a ellos en busca de ayuda.
—Han quedado muy lejos los tiempos en los que un gobernante podía elegir a sus
aliados.
—Nunca será justificable alinearse con las huestes del Maligno.
Con gran suavidad, Jill tomó del brazo a Ingold y ambos descendieron a la Sala Central.
El anciano se movía lenta y trabajosamente, apoyando su peso en el báculo. Los que se
habían arracimado alrededor del grupo de dignatarios para presenciar la discusión se
apartaron a su paso haciendo signos de protección contra el Maligno. Rudy se reunió en
silencio con ellos.
—No puedo creerlo —dijo sacudiendo la cabeza mientras hacía un gesto de asombro en
dirección al grupo, que seguía discutiendo acaloradamente.
— ¡Oh, vamos, Rudy! —Dijo Ingold con tono paciente—. A sus ojos yo no he hecho
más que poner en peligro la Fortaleza al abrir las puertas interiores.
— ¡Pero yo vi las runas! —Explotó Rudy—. ¡Y desaparecieron, maldita sea!
—Ah, ¿sí? —dijo Jill, que le miraba con gesto curioso—. Yo no he visto nada. Nada en
absoluto. Sentí en el aire algo así como... cosas, fuerzas. Pero no veía más que...
oscuridad.
Rudy se volvió al mago, con expresión frustrada, en busca de apoyo.
—Eso es lo que ocurrió —reconoció el mago—, pero tú eras el único en la Fortaleza
que podía verlo. Tú... y Bektis.
—Bektis debería haberte apoyado —añadió Jill secamente.
Parecía cansada, pensó Rudy, y no era de extrañar. Desde que salieron de Karst y
comenzó a entrenarse con los guardías, Jill había empezado a parecer un gato callejero
medio muerto de hambre. Rudy jamás la había comprendido, ni cuando era una
intelectual intolerante en California, ni ahora, como soldado de la guardia. Pero después
de verla enfrentarse con Ingold a los ejércitos de la noche, no podía evitar sentir hacia
ella una admiración que rayaba en el miedo.
—Por acciones como ésta se nos tacha de excéntricos a los magos —prosiguió Ingold
con voz cascada y suave—. Hacemos cosas que la gente no entiende, porque vemos
cosas que ellos no ven y actuamos según consideramos apropiado. Los que no han
nacido con el don de la magia no pueden entendernos, y por fuerza desconfían de
nosotros. No es extraño que los magos tengamos pocos amigos, y los pocos que
tenemos sean otros magos. —Al cruzar uno de los puentecillos que salvaban los canales
pudieron oír el murmullo del río de ébano líquido que fluía bajo sus pies—. Además, es
cierto que a veces han sucedido cosas horribles a los amigos de los magos.
Los grupos de refugiados se dispersaban lentamente, perdiéndose en las entrañas de la
Fortaleza. Desde las puertas que conducían a los niveles más bajos se oían las voces de
las patrullas que se iban comunicando las novedades. Alwir y Govannin, cada uno
rodeado de sus fuerzas, cruzaban el gran espacio central. Todavía se podía percibir el
rencor en sus voces, aunque la distancia y el eco impedían escuchar sus palabras. Frente
a las puertas había quedado un contingente de guardias, y sus espadas desnudas
reflejaban la luz roja de las antorchas. Los terrores opuestos del estruendo y del silencio
parecían haber abandonado la Fortaleza. Rudy se preguntó cuánto faltaría para que
amaneciera.
—No consigo imaginarme lo que puede pasar si conseguís traer al archimago y al
Consejo de Quo a la Fortaleza —dijo Jill mientras se acercaban al recinto de la
guardia—. Alwir va a intentar utilizarlos en contra de Govannin, al igual que utilizaría a
los ejércitos del imperio de Alketch si pudiera.
—No tengo ninguna duda de que acudirán —dijo Ingold con calma—, pero teniendo en
cuenta que Alketch es, prácticamente, una teocracia, tendrá suerte si sus queridos
aliados no le arrebatan el poder y lo ponen en manos de la Iglesia. Necesitará que
Lohiro esté de su parte para contrarrestar la amenaza si espera derrotar a los Seres
Oscuros en sus subterráneos y tener después un reino que gobernar.
—Ingold —dijo Rudy con tono vacilante—, creo que he visto al archimago.
Los ojos del anciano se entornaron y se clavaron en los del joven como un rayo láser.
— ¿Dónde? ¿Cómo?
—Aquí, en la Fortaleza. En un cristal incrustado en la roca. El caso es... que me perdí.
—El mago enarcó las cejas, pero no dijo nada. Rudy le describió la habitación, la mesa,
el cristal y las visiones que había tenido.
Ingold escuchó el relato en silencio hasta el final.
— ¿Dónde está esa habitación?
—No lo sé —dijo Rudy, avergonzado—. En algún lugar del segundo nivel, supongo.
Ingold guardó silencio un buen rato, hasta que Jill comenzó a preguntarse qué misterios
arcanos rondarían su cabeza. Finalmente dejó escapar un largo suspiro.
—Se trata de Lohiro, sin duda —dijo con lentitud—. Yo le he visto pasear por la playa
de Quo tal y como lo describes. Pero jamás he visto nada como lo que me cuentas. —Se
detuvieron delante del cuartel de la guardia. Ingold lanzó una última mirada a la gran
Sala Central, que había vuelto a ser invadida por las sombras. Todavía se veían algunas
lucecillas que atravesaban con rapidez el gran espacio y se perdían en la oscuridad—.
He estado buscando un mensaje, algún contacto con Lohiro, desde hace más de un mes,
desde que cayó Gae.
— ¿Podríais aplazar el viaje? —Preguntó Jill—. En el peor de los casos, no tardaríais
más de dos días en encontrar esa habitación.
El anciano parecía dudar, pero finalmente sacudió la cabeza en un claro gesto de que lo
negaba.
—Dentro de dos días los aludes de los glaciares volverán a caer sobre el paso de Sarda.
—El mago suspiró con suavidad—. Si salimos mañana, conseguiremos cruzar el paso
con relativa facilidad. Si esperamos, pasarán semanas antes de que podamos volver a
salir.
— ¿No crees que valdría la pena? —Jill miró a su alrededor como si intentara ver el
mundo exterior más allá de los sólidos muros de la Fortaleza—. Si pudieras entrar en
contacto con el archimago, quizás él podría emprender viaje mañana mismo, y ganarías
un tiempo precioso.
—Quizá —dijo el mago lentamente—. Si encontramos la habitación y ese cristal es un
medio de comunicación, y no simplemente de observación, siempre y cuando la imagen
que vio Rudy sea real, y no el reflejo de sucesos acaecidos hace mucho tiempo, o parte
de las ilusiones que protegen la ciudad de Quo. La adivinación a través de cristales ya
no es un medio de información seguro. Recuerda la Escalera de los Seres Oscuros que
vimos en aquel valle al norte de la Fortaleza. Según el fuego y el cristal, aparentemente
sigue sellada, pero nosotros comprobamos que llevaba años abierta. Después de todo
eso —prosiguió el anciano con tono sombrío—, creo que debemos emprender ese viaje,
aunque el invierno haya caído sobre las llanuras, pero tengo que pedirte una cosa, Jill...
Los ojos de la joven y los del anciano se encontraron; el mago sonrió con cierta timidez.
—Parece que esta noche no hago más que pedirte favores.
Jill le devolvió la sonrisa.
—Algún día te pediré yo algo a cambio.
Los ojos de Ingold brillaron por un instante como los de un niño travieso.
—Que Dios me ayude —dijo sin dejar de sonreír—. Cuando nos vayamos, y siempre
que tus deberes como guardia te dejen tiempo libre..., busca esa habitación. Sin duda,
Lohiro querrá verla cuando venga.
—De acuerdo —asintió Jill.
—Sí, pero le va a ser muy difícil encontrarla —intervino Rudy—. No sé, Jill no posee el
don de la magia...
Ingold y Jill intercambiaron una rápida mirada a la luz del báculo que se alzaba entre
ellos. Entonces el mago sonrió.
—Eso nunca la ha detenido.
Se produjo un breve silencio; poco después el mago se volvió bruscamente y
desapareció en el cuartel de la guardia.
Jill suspiró y lanzó una última mirada a la sombría extensión de la Sala Central. Al
mirarla, Rudy observó que alrededor de sus ojos había aparecido una trama de finas
arrugas. Aquélla no parecía la tímida y malhumorada intelectual que había conocido en
California al volante de un Volkswagen rojo. Había sido una noche larga, y se
aproximaban las primeras luces del alba. Si los Seres Oscuros esperaban fuera, lo hacían
en silencio.
«No hay nada como emprender una marcha de mil quinientos kilómetros después de
dormir un par de horas», pensó, y se dispuso a entrar en los aposentos de la guardia para
preparar el equipaje. Pero otro pensamiento cruzó su mente y le hizo detenerse en seco.
— ¡Eh, Jill...!
La joven pareció volver de muy lejos. Sus ojos pálidos de niña estudiosa se volvieron
hacia él.
— ¿Qué pensarías de quien abandona a la persona que ama para partir en busca de lo
que desea?
Jill pareció pensarlo un momento.
—No lo sé —dijo finalmente—. Quizá sea porque no entiendo el amor demasiado bien.
Veo que la gente actúa movida por lo que dicen que es amor, pero es como si les
moviera una profunda convicción religiosa. No lo comprendo. Mi padre y mi madre
querían para mí ciertas cosas, pero no precisamente que fuera historiadora. No podían
comprender que yo prefiriera vivir en un cuartucho del departamento de Historia
Medieval de la Universidad de Los Ángeles antes que en la mejor mansión de Orange
Country. Y una y otra vez me decían que me amaban. Me parece que no soy la persona
más apropiada para hablar de amor, Rudy. En cuanto a dejar a la persona que quieres
para ir en busca de lo que deseas... ¿Dejarla por cuánto tiempo? ¿Hasta qué punto
necesita que te quedes? Es relativo. Todo es relativo.
Rudy se resistió a personalizar.
—Bueno, es como si hubierais pasado un tiempo juntos y de repente tuvieras que elegir
entre quedarte con ella o partir en busca de..., de algo que deseas. Algo que deseas más
que nada en el mundo... salvo esa persona.
Jill se echó la trenza a la espalda con un movimiento de la cabeza.
— ¿Y qué te hace pensar que tienes elección?
Rudy tragó saliva.
— ¿Qué?
La voz de Jill era fría y neutral, como sus ojos.
—Sólo un mago puede encontrar la ciudad de Quo, Rudy. Los Seres Oscuros van en
busca de Ingold, sólo Dios sabe por qué. Necesita a otro mago para que le apoye. Si tú
no te hubieras ofrecido voluntariamente para acompañarle en el viaje, probablemente él
te lo habría pedido.
Un largo silencio siguió a sus palabras, que Rudy digirió con dificultad. El amor y la
soledad del exilio pugnaban en su interior contra el recuerdo ardiente del primer instante
en que había sentido su poder, el momento en que había convocado al fuego en la
oscuridad. La doble necesidad de amor y poder se revolvía en su interior como una
marea hirviente de recuerdos: Ingold erguido ante una resplandeciente telaraña de runas;
la profundidad de los ojos de Minalde cuando le miraba; el brillo de la espuma que
bañaba un esqueleto medio enterrado en una playa.
Al final todo significaba muy poco. Iría, porque era necesario que lo hiciera.
—Se te da muy bien analizar las cosas, niña bien —murmuró.
Jill se encogió de hombros.
—Es de leer tantos libros —explicó—. Se pudre el cerebro. Vete a dormir, maleante. No
vas a poder descansar mucho a partir de mañana.
Era un grupo reducido y sombrío el que se reunió junto a las puertas, tres horas después.
Amanecía. La mañana era gris y fría. Rudy estaba junto a Ingold, sin poder dejar de
tiritar, diciéndose que en algunos casos era mejor no dormir nada que dormir demasiado
poco. Por lo que él había podido ver, Ingold no había pegado ojo. En efecto, recordaba
que cada vez que entreabría los párpados, veía al mago sentado junto al fuego con una
jarra de té humeante en las manos y la vista clavada en su viejo cristal amarillento,
mientras Jill y el Halcón de Hielo preparaban las provisiones para el viaje con su
habitual y silenciosa eficiencia.
Después de tres días de continuas tormentas, el valle de Renweth estaba enterrado en
nieve. Era un mar blanco y ondulado que se rompía contra las escarpadas paredes de
roca. Al oeste se distinguía la carretera serpenteante que subía al gigantesco y sombrío
desfiladero del paso de Sarda, cubierto por espesas nubes; por el este descendía hacia lo
que una semana antes eran extensas praderas y manchas doradas de bosque, hacia el
puente derruido del río de la Flecha y las llanuras arrasadas por los Seres Oscuros. Por
el norte el terreno se elevaba, cubierto de espesos bosques, como un fiordo que avanzara
entre los altos riscos y la imponente mole de la Gran Cordillera Blanca hasta los muros
de los glaciares.
Alrededor de la Fortaleza el terreno estaba despejado. Algunos montones de nieve sucia
mezclada con restos de cercados eran el único rastro del furioso ataque de los Seres Os-
curos. Los muros de la Fortaleza estaban intactos, igual que las negras puertas que la
noche anterior habían estado a punto de ceder.
El viento soplaba por todo el valle silbando entre las ramas de los árboles. Envuelto en
su húmeda capa, Rudy se estremeció y se preguntó si algún día volvería a sentir calor. A
su lado, el Halcón de Hielo hablaba con Ingold.
—Supongo que llevaréis palas —decía el joven capitán—. A no ser que penséis
convertiros en águilas y cruzar el paso volando. El invierno no ha hecho más que
empezar, y dicen que Gettlesand, al otro lado de las montañas, está enterrado en la
nieve.
Aunque era un novato en las artes de la magia, Rudy sabía que muy pocos magos se
arriesgarían a adoptar la forma de un animal, y eso, sólo en condiciones de extrema
necesidad.
Pero para los que no poseían el don de la magia, aquello podía parecer tan simple como
un juego de manos. Por otra parte, personalmente Rudy hubiera preferido poder sacarse
de la manga un trineo a motor.
El Halcón de Hielo continuó hablando con su habitual tono frío y despreocupado.
—Supongo que mi viaje será más fácil, siempre que no me roben el caballo.
— ¿Qué viaje? —preguntó Jill, sorprendida.
Las pálidas cejas del Halcón se arquearon una fracción de milímetro.
— ¿No lo sabes? Me han elegido para ir al sur y llevar al emperador de Alketch el
mensaje de mi señor Alwir para pedir ayuda y tropas.
Ingold puso delicadamente la mano sobre el hombro de Jill para acallar sus airadas
palabras de protesta.
—La elección es lógica —dijo con tono apaciguador—. Alwir ha elegido al mensajero
con mayores posibilidades de supervivencia.
« ¡Qué, coincidencia!, es el mismo hombre que le impidió cerrar las puertas anoche», se
dijo para sus adentros Rudy. Sin embargo, al igual que Jill, se guardó sus opiniones para
sí mismo.
Con gesto tranquilo, Ingold rebuscó entre los voluminosos pliegues de su túnica y al
cabo de unos segundos extrajo un objeto pequeño de madera tallada que le entregó al
joven capitán.
—Llévatelo contigo —le dijo. El Halcón de Hielo lo cogió y lo examinó con curiosidad.
La madera era muy antigua y estaba ennegrecida por el humo. Rudy tuvo la impresión
de que estaba tallada a semejanza de algo vivo, pero que no era humano ni tampoco un
animal conocido—. Está imbuido con el poder de la Runa del Velo —explicó Ingold—,
la runa que desvía la atención de la mirada y de la mente. No es que te haga invisible,
pero te será de ayuda en tu viaje.
El Halcón de Hielo se lo agradeció con una inclinación de cabeza, en tanto que el mago
se ponía los guantes de lana azul y se enrollaba al cuello lo menos tres metros de
bufanda gris, de modo que las puntas ondeaban al viento como estandartes. Un grupo de
chiquillos apareció por la esquina de la Fortaleza; eran los huérfanos que cuidaban del
ganado. Casi todos corrían con alegre despreocupación en medio de gritos y risas y se
arrojaban bolas de nieve como si la noche anterior no hubieran participado en un
escalofriante juego al escondite con la Oscuridad. Un par de ellos, sin embargo, tiraban
de un burro, una pobre bestia escuálida con la Cruz de la Fe marcada a fuego en una de
las huesudas ancas. Este animal representaba la mayor victoria obtenida por Alwir e
Ingold, puesto que la Iglesia poseía la mayor parte del ganado de la Fortaleza. Rudy
sospechaba que Govannin había exorcizado y bendecido al infeliz pollino.
Otra sombra apareció en la penumbra de las puertas. Alwir salió a la suave luz de la
mañana, bronceado, elegante y tan aseado y pulcro como los muros de la Fortaleza. Tras
él iban Janus, Melantrys, Gnift, el maestro de armas, y Tomec Tirkenson, que también
pensaba partir a los pocos días con sus tropas, su ganado y sus hombres hacia el paso,
rumbo a Gettlesand. Sin embargo, no había señal de Govannin, la obispo de Gae. Fiel a
su palabra, se negaba a tener tratos con los siervos de Satán.
Ingold se apartó de sus amigos y ascendió la escalinata lentamente hacia el canciller.
Rudy oyó desde lejos sus voces: la de Alwir, profunda y melodiosa; la de Ingold, grave
y rasposa. Miró de reojo a Jill y vio que también estaba contemplando la escena con el
rostro tenso y los ojos entornados y fríos. Sintió la tensión que se acumulaba en el
cuerpo de la joven, y también la tristeza, la preocupación y el miedo.
«Tiene sus razones —pensó—. Al fin y al cabo, si el viejo no consigue llegar a su
destino y volver, va a pasar aquí una larga temporada.»
«Y yo también», añadió con un escalofrío.
— ¡Eh, niña bien!
Jill le miró con gesto preocupado.
—Cuídate mientras estemos fuera, ¿de acuerdo?
Evidentemente, Jill hizo un esfuerzo por relajarse.
—No soy yo la que tiene que cuidarse —le dijo—. Todo lo que tengo que hacer es
mantener la puerta bien cerrada.
Rudy estuvo a punto de pedirle que cuidara de Alde por él; pero, pensándolo bien, no
era probable que una persona tan dura y fría como Jill se llevara bien con la tímida y
retraída Minalde.
Jill suspiró.
—Buen viaje, maleante. A ver si vas a meter la pata y te conviertes en rana.
—Por el momento, dudo de que fuera capaz incluso de eso —intervino Ingold, que
había vuelto a juntarse con ellos en silencio. Las autoridades de la Fortaleza habían
desaparecido entre las sombras de la puerta. Al cabo de un rato el Halcón de Hielo los
siguió. Su larga capa barrió suavemente la nieve en polvo que se había acumulado en
los peldaños—. Ahora mismo es prácticamente inofensivo.
— ¡Oh, muchas gracias! —gruñó Rudy.
—Disfrútalo mientras puedas —respondió Ingold—. Al menos ahora eres incapaz de
destruir por descuido a aquellos que amas. Y puedes estar seguro de que cuando
volvamos serás cualquier cosa menos inofensivo. Si es que volvemos.
—Vosotros dos sois la pareja más pesimista que me he tomado en mi vida —suspiró
Rudy—. No me extraña que os llevéis tan bien.
Jill e Ingold cerraron filas instintivamente contra el enemigo común.
—A menudo se confunde el análisis realista de las situaciones con el pesimismo —
declaró Ingold.
—Y son dos cosas diferentes —añadió Jill—. Algún día te explicaré la diferencia.
—Gracias —dijo Rudy sombríamente—. No sé si podré dormir hasta que lo hagas.
Dio media vuelta y comenzó a descender los escalones. Jill e Ingold quedaron a solas un
momento ante la puerta de la Fortaleza. Rudy se acercó a los niños y se hizo cargo del
burro, por lo que no pudo ver lo que sucedía entre ellos, si es que sucedió algo. Unos
instantes después el mago se reunió con él, envuelto en su gruesa capa que le protegía
del viento helado. Mientras avanzaban lentamente hacia la carretera que conducía al
paso de Sarda, Rudy miró hacia atrás. Jill seguía mirándolos desde lo alto de la
escalinata con las manos cruzadas sobre el puño de su espada. Un golpe de viento llenó
de nieve los ojos de Rudy, que parpadeó varias veces. Entonces creyó ver entre las
sombras de la puerta otra silueta menuda, envuelta en una capa negra, pero cuando
volvió a mirar, había desaparecido.
CAPITULO TRES
A partir de entonces, los únicos recuerdos que Rudy conservaba del viaje a Quo eran
recuerdos del viento. Era una presencia incesante que parecía formar parte de aquellos
campos llanos, pardos, siempre iguales, cubiertos de hierba reseca y la lejana línea recta
del horizonte separando las oscuras planicies del cielo y formando un helado vacío
infinito. El viento siempre soplaba del norte, helado como el aliento procedente del
espacio exterior, y venía de las vastas extensiones heladas donde, según le explicó
Ingold, el sol no había brillado desde hacía miles de años y donde ni el más robusto
mamut podía sobrevivir. El aire rugía como un impetuoso torrente de la montaña y
mordía sin piedad la carne y los huesos. Ingold no recordaba ningún invierno en que el
viento hubiera sido tan frío y tan cortante, ni que hubiera nevado tan al sur. Ni él ni
nadie de cuantos conocía.
—Si habitualmente no hace ni la mitad de frío, no es extraño que no hayamos visto a
nadie —comentó Rudy mientras se acercaba a la pequeña fogata todo lo que podía sin
que sus ropas se quemaran. Habían acampado en una pequeña vaguada del terreno que
ofrecía un abrigo relativo—. Aun sin los Seres Oscuros, debe de ser una locura intentar
vivir en esta parte del país.
—Pues hay quien lo hace —respondió Ingold sin levantar la vista. El viento jugaba con
las llamas amarillas, que lamían el suelo con voracidad. A la luz vacilante de la fogata
sólo se veían los rasgos más destacados de su rostro: la punta de la nariz, los pómulos
salientes, la boca fuerte y apretada—. Estas tierras son demasiado duras para el arado y
demasiado secas para el cultivo, pero más al sur y en el desierto hay colonias de
mineros que extraen plata, y aquí, cerca de las montañas, se cría gran parte del ganado y
de los caballos del reino. Los hombres de las llanuras son una raza muy resistente —
explicó el mago mientras trenzaba unos juncos con sus ágiles dedos—. No tienen más
remedio que serlo.
Rudy le observó atentamente juguetear con las plantas e intentó memorizar la forma de
sus hojas, los pétalos de sus flores y las propiedades curativas que Ingold le había expli-
cado de cada una.
— ¿Estamos todavía en el reino de Darwath? —preguntó al rato.
—Oficialmente, sí —dijo Ingold—. Los grandes señores de las llanuras siempre han
obedecido al Gran Rey de Gae. De hecho, en teoría el reino se extiende hasta el océano
Occidental, ya que el príncipe-obispo de Dele acata, o acataba, las leyes de Gae. Pero
Gettlesand y las tierras que limitan con Alketch han mantenido una larga pugna con el
imperio del sur y dudo de que puedan olvidarlo a pesar de los intentos de aproximación
de Alwir. —El anciano levantó la vista, y un reflejo azul cristalino apareció entre las
sombras de su capucha y la bufanda que ocultaba la parte inferior de su rostro. La luz
rojiza del fuego tiñó levemente sus largas pestañas—. Pero, como puedes ver, las
llanuras están prácticamente deshabitadas.
Rudy cogió un palo largo y avivó el fuego.
— ¿Por qué? No sé, hemos visto muchos animales: antílopes, bisontes y millones de
especies de pájaros. No debería ser difícil sobrevivir en esta parte del país.
—Quizá —concedió Ingold suavemente—. Pero es muy fácil morir en las llanuras.
¿Has visto alguna vez una tormenta de hielo? En el norte son frecuentes. Una vez, en las
tierras que rodean los lagos Blancos, encontré los restos de una manada de mamuts. La
tormenta había destrozado literalmente sus cuerpos. He oído decir que en el centro de
esas tempestades hace tanto frío que los animales quedan congelados antes de caer al
suelo. Y con frecuencia se desatan sin previo aviso, y hasta en días claros.
Rudy se estremeció. Un recuerdo indefinido se agitó en su memoria, algo que había
leído, o que alguien le había contado que había leído... El taller de Wild David en
Fontana apareció en su mente. Se vio entre el desorden de piezas grasientas y viejas
carrocerías del taller, sentado en la mecedora de David hojeando revistas del Reader's
Digest mientras un puñado de motoristas barbudos discutían acaloradamente sobre lo
que había que pintar en el depósito de una Harley Davidson...
—Y aunque no hayas visto los efectos de una tormenta de hielo —siguió diciendo
Ingold—, sí que has visto el rastro de los Jinetes Blancos.
Un recuerdo casi físico brotó violentamente en su cerebro. El dulzor de la niebla
refulgente en los valles que se extienden al pie de Karst, el sabor agrio de las náuseas en
la garganta, la columna de humo en la lejanía, los restos sangrientos de lo que había sido
un ser humano, la risa bronca del graznar de los cuervos, e Ingold, como un fantasma
gris a la luz plomiza de la tarde, envuelto en su vieja capa, sosteniendo en la mano una
cinta de cuero ensangrentado. «Esto es obra de los Jinetes Blancos», había dicho a
Janus.
Rudy se estremeció.
— ¿Quiénes son los Jinetes Blancos? —preguntó.
El anciano se encogió de hombros.
— ¿Qué puedo decirte de ellos? —respondió—. Son los pueblos de las llanuras, los
señores del viento. Dicen que en épocas remotas habitaban en el lejano norte, en las
altas praderas que bordean el desierto de hielo. Hace años descendieron al sur y, como
hemos comprobado, ahora han llegado hasta los valles del mismo centro del reino.
Al borde del círculo iluminado por la fogata, el asno, al que Rudy había dado el nombre
de Che Guevara, resopló suavemente y golpeó el suelo con los cascos mientras aga-
chaba las orejas, asustado por algún ruido de la noche. A lo lejos, Rudy identificó los
aullidos de los lobos de las praderas.
— ¿Sabes? —dijo con tono deliberadamente despreocupado—. Creo que en todo el
viaje desde Karst hasta la Fortaleza no llegué a ver ni a uno solo de esos Jinetes. Sabía
que nos seguían, pero nunca llegué a verlos.
—Sí. Son mucho más peligrosos cuando no se los ve. —Ingold sonrió—. Y en cualquier
caso, te equivocas. Has visto a uno. El Halcón de Hielo es un Jinete Blanco.
«Claro», pensó Rudy, más sorprendido de comprender que los Jinetes Blancos no se
parecían a los hunos ni a los sioux, que de enterarse de que el Halcón de Hielo era un
extraño entre las gentes de cabello oscuro y ojos azules de Darwath. En realidad Rudy
sabía que el Halcón no profesaba la fe de la obispo Govannin. Recordaba haberle visto
esbozar una mueca de desprecio cuando Jill se lo preguntó. Rudy volvió a recordar los
restos calcinados de la granja entre la niebla y se estremeció de nuevo.
—Esa es la razón principal de que Alwir lo haya elegido para ir a Alketch —prosiguió
Ingold, dejando a un lado las hierbas que había limpiado y levantándose—. Un Jinete
siempre sería el que más posibilidades tuviese de sobrevivir en las llanuras. —Recogió
su báculo y se dispuso a inspeccionar los alrededores del campamento, como hacía
habitualmente antes de sentarse a hacer su turno de guardia.
—Sí, pero si es enemigo del reino, ¿cómo ha llegado a formar parte de la guardia? —
preguntó Rudy, e Ingold se detuvo un instante antes de alejarse de la hoguera.
— ¿Qué es un enemigo? —Su voz áspera pareció flotar en la oscuridad—. La guardia
está formada por hombres y mujeres de muy diferentes orígenes. Estoy seguro de que si
el Halcón quisiera que lo supieras, te lo contaría. —Aunque Rudy no le vio moverse, el
mago acababa de desaparecer.
El joven sacudió la cabeza, asombrado. Ingold parecía tener la capacidad de aparecer
cuando quería que lo vieran o de desvanecerse cuando deseaba pasar inadvertido. El
mago observaba el mundo como un cazador al acecho que podía fundirse con el paisaje
a su antojo. Rudy se preguntó si todos los magos serían iguales.
Sin dejar de tiritar, se arropó con su capa y se aproximó al fuego todo lo que pudo. El
frío de la noche era tan intenso que apenas sentía el calor de las llamas, a pesar de estar
tan cerca del fuego. Ya estaban en las llanuras, y los árboles eran cada vez más escasos.
Por esta razón se veían en la necesidad de quemar matorrales y excrementos de búfalo.
Estos, al contrario que la hojarasca y los arbustos, formaban un rescoldo duradero y de
un rojo brillante que convertía el centro de la fogata en un foco de luz roja y de calor.
En aquellas brasas comenzaron a formarse imágenes de manera casi imperceptible: la
penumbra de la habitación de Alde en la Fortaleza, iluminada por una simple vela en
cuyo extremo flotaba una pequeña esfera dorada, tan pura y bella como un fruto de la
luz o como una nota musical, y el rostro de Minalde, inclinado sobre un libro. De
repente, una lágrima rodó por su mejilla.
Aunque estaba casi seguro de que la lágrima no era por él, sino por el destino de la
protagonista de su libro, Rudy sintió un doloroso deseo de correr junto a ella y
consolarla. Al principio se había resistido a buscar su imagen en el fuego. Le parecía
mal, porque era como si estuviera espiándola. Pero la añoranza, el ansia de saber que se
encontraba bien, habían sido más poderosas que él. Se preguntó si Ingold lo sabría.
« ¿Habrá buscado Ingold alguna vez en el fuego la imagen de su amada?», se preguntó.
De repente un golpe de viento agitó el fuego y la imagen se desvaneció. Como un trozo
de seda rasgado por un ciclón, el fuego se retorció hacia un lado, y después hacia otro...
Rudy se dio cuenta de que aquel viento no procedía del norte.
Soplaba sin dirección. Era un aire frío, seco y cambiante. Rudy levantó al cielo los ojos,
cegados por la luz, pero cuando se acostumbró a la oscuridad, sólo pudo ver la negrura
de la noche. Intentó levantarse, pero una voz susurrante sonó a su espalda.
—No te muevas.
Atisbó por el rabillo del ojo el revuelo de una bufanda y el reflejo de unos ojos azules.
El viento azotó el fuego una vez más, y en las brasas, repentinamente avivadas,
relucieron los grandes ojos verdes del asno. Rudy volvió a mirar al cielo y fue entonces
cuando los vio. Era como un movimiento sinuoso y ondulante de la misma oscuridad, en
el que se adivinaban garras y lomos húmedos y brillantes. Los Seres Oscuros avanzaban
como una nube en dirección norte, planeando contra el viento.
Rudy se dio cuenta de que tenía la mano en el puño de la espada, y se obligó a relajarla.
Todo había pasado. El corazón le martilleaba desacompasadamente y un sudor frío
cubría su cuerpo.
—Hemos tenido suerte —susurró.
—De verdad, Rudy —dijo el mago mientras surgía de la oscuridad y se reunía con él—,
la suerte no ha tenido nada que ver.
— ¿Quieres decir que nos has hecho invisibles?
— ¡Oh, no, invisibles no! —Ingold se sentó junto al fuego y dejó el báculo al alcance de
la mano—. Sólo he hecho que pasáramos inadvertidos.
— ¿Eh?
Ingold se encogió de hombros.
—Supongo que te habrá ocurrido alguna vez el no reparar en alguien. A lo mejor
vuelves la cabeza sin saber por qué, o te distrae algo de repente, o se te caen las llaves, o
estornudas. Es fácil hacer que eso suceda.
— ¿A todo el mundo a la vez? —preguntó Rudy, admirado ante la posibilidad de una
ilusión colectiva de tal magnitud.
Ingold sonrió.
—Desde luego.
Rudy se estremeció.
—Éstos son los primeros Seres Oscuros que hemos visto en las llanuras, ¿no es así?
—Es comprensible. —El mago rebuscó en sus bolsillos hasta que encontró el cristal
amarillento que siempre escudriñaba en busca de imágenes lejanas en el espacio y en el
tiempo—. Tengo razones para creer que nos han seguido desde que salimos de las
montañas, o por lo menos que han estado vigilando la carretera que atraviesa las
llanuras.
— ¿Quieres decir que nos están buscando?
—No lo sé. —El anciano le miró a través del pálido resplandor del fuego—. Pero si es
así, significaría que saben que hemos perdido contacto con los magos de Quo.
—Pero ¿cómo pueden saberlo?
Ingold se encogió de hombros.
— ¿Cómo saben las cosas? —Se preguntó en voz alta—. ¿Cómo las perciben? ¿Cuál es
la naturaleza de su conocimiento? Son inteligencias ajenas a nosotros, Rudy, se rigen
por leyes diferentes a las del pensamiento humano.
Rudy guardó silencio un momento.
—Pero estoy pensando que si saben que hemos perdido contacto con Quo, quizá sea
porque conocen el destino de los magos. —Rudy miró al anciano con ansiedad—. ¿Me
entiendes?
—Te entiendo —asintió el anciano—. Podría ser, menos por una cosa. No sé qué ha
sido de Quo, ni si los Seres Oscuros han sido los causantes de su prolongado silencio.
Pero si Lohiro hubiera muerto, lo sabría. Lo sentiría.
— ¿Qué piensas que ha ocurrido? —insistió Rudy.
Ingold no tenía respuesta a su pregunta.
Tampoco pudieron dársela los escasos grupos de refugiados que encontraron en la
carretera y que huían hacia el este muertos de frío y de hambre. Estos fugitivos viajaban
sin descanso por unos desolados campos de hierbas secas, de tierra parda y agua, unas
veces en forma de espesas cortinas de lluvia que les azotaba sin piedad, otras veces en
forma de tormentas de nieve y granizo. Pero a lo largo de aquellas primeras semanas,
Ingold y Rudy se encontraron en dos ocasiones con los restos diezmados de clanes o
aldeas que huían del frío, de la oscuridad y la muerte. Las historias que aquellos
hombres y mujeres les contaron eran siempre parecidas: hablaban de pequeños seres que
se deslizaban por las chimeneas apagadas o entre los barrotes de las ventanas; de
grandes monstruos que arrancaban las puertas de sus goznes y derribaban muros con la
furia de todos los demonios de la noche; del viento helado y cambiante, y de los huesos
de los cadáveres esparcidos por el suelo.
— ¿Y los magos? —preguntó Ingold al grupo con el que estaban hablando alrededor de
una hoguera.
—Los magos... —Una mujer gruesa y fuerte cuyo rostro se asemejaba a una patata
arrugada escupió en el fuego—. De mucho nos ha servido su magia. Yo hablé con un
estudiante que venía de Quo. Todos han desaparecido o se han escondido, protegidos
por sus anillos de sortilegios, la cosa es que nos han dejado a nuestra suerte. No
volveremos a verlos hasta que los Seres Oscuros hayan desaparecido.
—Ah, ¿sí? —dijo Ingold mientras acababa de ordenar y guardar sus hierbas
medicinales. Había correspondido a la hospitalidad del grupo curando a los heridos en
los combates contra los Seres Oscuros y los Jinetes Blancos, y a los que estaban
demasiado enfermos de frío y debilidad—. ¿Cuándo fue eso?
La mujer se encogió de hombros.
—Hace semanas —dijo—. Pasó una noche con nosotros. Enterramos sus huesos y los
de mi marido a la mañana siguiente. No llegué ni a saber su nombre.
—Os digo que han huido —gruñó el fornido patriarca del clan. A la luz del fuego, sus
ojos verdosos, comunes entre las gentes de Gettlesand, observaron a Ingold con
desconfianza.
Pero no le preguntó la razón de que viajaran solos hacia el oeste en aquellas
circunstancias—. Han huido al sur, a las selvas, al imperio de Alketch.
Ingold enarcó las cejas en un gesto de sorpresa.
— ¿Dónde has oído eso?
El hombretón sacudió la cabeza.
—Es lo más lógico —dijo gravemente. A lo lejos se alzó el prolongado aullido de los
lobos a la luna. Los hombres que hacían guardia se desplazaron, calculando las
distancias. A pocos metros de allí un buey mugió y tiró pesadamente de su cadena—.
Dicen que en Alketch no hay Seres Oscuros. Pero desde luego, yo prefiero morir libre
que vivir allí.
— ¿Por qué dices que no hay Seres Oscuros en Alketch? —preguntó Rudy,
sorprendido.
—Eso dicen —repuso el patriarca—. Pero para mí que ése es el tipo de bulo que el
emperador ha hecho correr para conseguir esclavos más fácilmente.
La segunda banda que encontraron, muchos días después, era menos numerosa: dos
hombres y dos niños famélicos. Eran los únicos supervivientes de una aldea minera con
yacimientos de plata procedentes del sur. Los niños miraban a Ingold y a Rudy con
desconfianza a través de largas y rubias greñas, y cuando Rudy se volvió de espaldas le
robaron un cuchillo y una bolsa con avena. Ingold les preguntó si habían visto a algún
mago.
—Muertos, a lo mejor —repuso el mayor.
— ¿Por qué dices eso? —preguntó Ingold con suavidad. El niño le miró con gesto de
amarga burla.
— ¿Es que no está muerto todo el mundo?
—En cierto modo no es sorprendente —dijo Ingold más tarde, mientras caminaban
hacia el oeste por un mar de hierba crujiente. La nieve de la noche anterior se había
acumulado en las quebradas del terreno y las cunetas que flanqueaban la carretera,
donde el viento la barría como si fuera arena—. Lohiro convocó a todos los magos a
que se reunieran con él en Quo. No me extraña que no se haya sabido nada de ellos.
Rudy guardó silencio un rato. Recordaba el largo viaje desde Karst, y a Ingold, erguido
ante las puertas de la Fortaleza, defendiéndola de la Oscuridad.
— ¿Eso quiere decir que ya no se puede contar con la ayuda de la magia?
—Hmmm... No necesariamente. —El anciano observó con cuidado el horizonte durante
un momento, y volvió los ojos hacia Rudy—. Hay magos que nunca han estado en Quo,
hechiceras de aldea, brujos autodidactos, aprendices de magos que no han llegado a
desarrollar sus poderes, adivinadores del porvenir cuyas artes y ambición fueron
insuficientes para impulsarles a hacer el largo viaje a Quo. Y por debajo de ellos todavía
hay una tercera categoría, las personas nacidas con un solo don: gente que puede llamar
al fuego, encontrar objetos perdidos o dar la buena suerte con una simple bendición, cu-
randeros que pretenden que su poder procede de su sabiduría, y no de las palmas de sus
manos; personas que reprimen sus poderes durante la infancia y que los niegan en el
confesonario; y otras cuyo poder es tan débil que prefieren renunciar al dudoso prestigio
de la condición de mago para no ser rechazados por la sociedad. Esos son los únicos
magos que quedan para hacer frente a los Seres Oscuros.
—Y tú —dijo Rudy.
—Y yo —asintió el anciano.
Mientras los días se sucedían y la carretera del oeste serpenteaba interminable bajo el
cielo encapotado, Ingold siguió hablando de magia. Explicó a Rudy con detenimiento el
largo conflicto que enemistaba a la Iglesia con los magos, le habló de sus antiguas
fortalezas y de los grandes magos de épocas pasadas, de Forn, de Kedmesh y de Pnak,
que vivía con las manadas de caballos salvajes de las llanuras del norte. A veces Ingold
le señalaba rastros de animales o le hablaba de las escasas criaturas lo bastante
resistentes para sobrevivir en aquellos terrenos yermos: grandes y peludos bisontes,
camellos sin jorobas, caballos salvajes de piel rayada e innumerables aves de las
llanuras. Le hablaba de sus hábitos y costumbres no como lo haría un cazador, sino
como lo hubieran hecho los mismos animales, con su simple inteligencia y su cautelosa
filosofía de la vida. Con el paso de los días, Rudy se dio cuenta de que incluso
comprendía mejor las reacciones de Che, el burro, y de que le resultaba más fácil
manejarlo. De vez en cuando el anciano le preguntaba sobre algo que le había explicado
previamente. Las primeras veces Rudy tuvo que reconocer que no había prestado
suficiente atención, y desde entonces escuchó al mago con mucho mayor cuidado, hasta
el punto que cuanto más escuchaba, más sentido iba teniendo todo, como ocurre con
cualquier rama del saber.
En el transcurso del viaje, Rudy se arrepintió a menudo de haber puesto tanto empeño
en evitar que la educación que había recibido rindiera sus frutos. Casi nada de lo que
aprendió parecía tener relación alguna con la magia. Más bien era una necesaria
introducción a conocimientos que hubiera debido poseer pero que no tenía: cómo crecen
las plantas y por qué; la forma de la tierra y el cielo; las leyes del movimiento el aire y
de los vientos; cómo meditar, cómo calmar la mente y centrarla en una estrella, en una
llama o en una simple brizna de hierba agitada por el viento; cómo escuchar; cómo dis-
tinguir los sutiles cambios en el silencio y la quietud de las llanuras, las variaciones en
las formas y colores de las piedras y de la tierra. Rudy pensó que Ingold debía de ser un
gran explorador, además de mago, ya que sabía establecer un campamento en un lugar
invisible o encontrar agua y alimentos donde aparentemente no los había.
A veces Ingold se detenía en medio del camino y recogía una planta al borde de la
carretera o le señalaba otra que crecía en alguno de los arroyos que surcaban la llanura
hacia el sur. Le explicaba su crecimiento y sus propiedades, y con el tiempo Rudy
comprendió que valía la pena memorizar cuidadosamente toda aquella información.
Poco a poco fue desarrollando la memoria y la capacidad de observación, de modo que
después de estudiar varias docenas de plantas empezó a saber lo que tenía que buscar
cuando se tropezaba con otras nuevas. No mucho después, el aprendizaje se convirtió en
un juego, y Rudy empezó a observar las plantas por sí solo, y a preguntar a Ingold cada
vez que se tropezaba con algo nuevo o extraño. De esta forma llegó a la repentina
iluminación que cualquier profesor de ciencias naturales podía haberle infundido sin
demasiado esfuerzo muchos años antes: que existen similitudes en la estructura y
funciones de los diferentes grupos de seres vivos. El descubrimiento de esas leyes fue
extraordinariamente placentero, como si después de vivir durante veinticinco años en un
mundo en blanco y negro, al doblar una esquina hubiera descubierto el color.
—La magia es conocimiento —le dijo Ingold una tarde, sentados en unas rocas blancas
al borde de un arroyo seco, donde se habían resguardado del viento para descansar. El
terreno iba ascendiendo progresivamente y cada vez era más seco. Los campos
ondulados de altas hierbas parduscas daban paso a una vegetación baja y raquítica. Los
lechos secos de los torrentes de montaña atravesaban el terreno como cicatrices de
piedra y grava. Por el fondo del torrente en el que se habían refugiado apenas si corría
un hilo de agua. Rudy sintió que se le helaban los dedos de frío mientras llenaba las
cantimploras. Ingold estaba sentado a su espalda en las rocas, y jugueteaba con un tallo
de hierba mientras inspeccionaba distraídamente los alrededores—. Incluso el mago de
mayor talento es inútil si no tiene conocimientos, si ignora las diferentes facetas del
mundo en el que debe trabajar y vivir.
—Sí —repuso Rudy, recostándose contra una roca redondeada mientras ponía el tapón a
la última cantimplora—. Pero muchas cosas de las que me has enseñado a veces parecen
inútiles. Como esa hierba que tienes en la mano. No sé, no tiene nada que ver con la
magia. Tú me dijiste que no servía para nada.
—No nos sirve a nosotros ni a los animales, ni cura ni alimenta —concedió Ingold
mientras hacía girar el tallo entre los dedos—. Pero nosotros también somos inútiles
para las demás formas de vida... Excepto como alimento para los Seres Oscuros. Esta
hierba, como tú y como yo, existe para sí misma, y debemos tener eso en cuenta al
relacionarnos con el mundo que nos rodea.
—Te entiendo —dijo Rudy tras recapitular cuánto de lo que amaba y apreciaba era
objetivamente inútil—. Pero yo no sabía nada de eso cuando empecé a hacer magia.
Llamé al fuego porque tenía que hacerlo.
—No —le corrigió el mago—. Lo hiciste porque sabías que podías hacerlo.
—Pero no lo sabía.
—Entonces, ¿por qué lo intentaste? Estoy seguro de que en el fondo de tu corazón
sabías que podías hacerlo. Incluso es posible que alguna vez lo hicieras de pequeño.
Rudy guardó silencio, sentado sobre el montón de piedras. El viento gemía suavemente
por encima de sus cabezas, y las orejas de Che vibraron ligeramente. En el fondo del
torrente estaban al abrigo del viento. La calma era tal que se podía oír claramente el
gorgoteo del agua.
—No lo sé —dijo finalmente con voz débil y algo temblorosa—. Me imagino que lo
soñaría. Soñaba mucho con cosas de ese tipo cuando era pequeño, a los tres o cuatro
años. Recuerdo que soñé... Supongo que era un sueño. Cogí una rama seca del patio de
casa, y al sostenerla en alto supe que podía hacerla florecer. Y lo hice. Se llenó de flores
blancas porque yo lo quería, porque sabía que podía hacerlo. Entonces fui corriendo a
contárselo a mi madre, y ella me dio un cachete y me dijo que me dejara de tonterías.
El recuerdo volvió a su mente con total claridad, pero parecía muy distante, como si le
hubiera sucedido a otra persona. No había dolor en su voz, ni ira, sólo sorpresa ante la
viveza del recuerdo.
Ingold sacudió la cabeza.
— ¡Qué manera de tratar a un niño!
Rudy se encogió de hombros.
—Pero siempre me interesó saber cómo funcionaban las cosas. Como los coches.
Supongo que por eso era buen mecánico. Quería saberlo todo sobre ellos. Me imagino
que el cuerpo humano es igual. Y creo que por eso me gustaba pintar. Por saber cómo
es, cómo encaja todo.
Ingold dejó escapar un suspiro y depositó el tallo de hierba sobre las rocas.
—Quizás es parecido —dijo finalmente—, pero la cuestión es saber. Hay pocas cosas
más peligrosas que un mago ignorante. —El viento seguía soplando por encima del
torrente. Ingold se levantó, se frotó los brazos para entrar en calor y tras cubrirse con la
capucha, se envolvió la gruesa bufanda al cuello de modo que apenas se veía de su
rostro más que el profundo brillo de sus ojos azules. Rudy también se puso en pie, colgó
las cantimploras en la albarda de Che y comenzó a ascender por la ladera del torrente de
nuevo hacia el camino. Ingold avanzaba cansinamente delante de él.
Remontaron en silencio los últimos metros que los separaban del camino. Una bandada
de perdices de las praderas echó a correr con gran revuelo al verlos aparecer. Che
cabeceó sobresaltado. El cielo se había ensombrecido perceptiblemente, y a lo lejos se
veía caer una cortina de agua.
—Ingold... ¿por qué es tan peligroso un mago ignorante?
El mago volvió la cabeza y le miró fijamente.
—El mago encuentra la magia —dijo quedamente—. Es como el amor, Rudy. Lo
necesitas, y al final siempre lo encuentras. Todo te lleva hacia él. Y si no encuentras un
buen amor, encontrarás un mal amor, o lo que algunos entienden por amor. Y puede
hacerte daño y destruir a todos los que se te acerquen. Por eso hay una escuela en Quo.
Y un Consejo.
»La magia que se enseña en Quo es la más pura, la más limpia. Desde que Forn el Viejo
se estableció allí y comenzó a reunir todo el saber mágico en su torre negra, junto al
mar, el archimago y el Consejo de Quo se han dedicado a instruir a todos los que eran
capaces de comprender lo que allí se enseñaba. Sus principios son los que establecieron
los antiguos magos, el legado de los imperios que florecieron antes de la primera
invasión de los Seres Oscuros. Y esos principios son más antiguos que cualquier reino
de la tierra, más incluso que la Iglesia.
— ¿Por eso la tienen tomada con nosotros?
La lluvia llegaba hasta ellos arrastrada por el viento, y las finas gotas de agua se les
clavaban en el rostro y en las manos como alfileres. Rudy se protegió resignadamente
bajo su capucha. Ya se había acostumbrado a que cuando llovía uno se mojaba, y en las
praderas no había lugar alguno donde guarecerse.
—La Iglesia no nos soporta —dijo Ingold suavemente—. Dicen que nuestro poder es la
manifestación de los engaños del diablo, pero es porque podemos alterar el universo
material, y no se lo debemos ni a ellos ni a su supuesta alianza con Dios. Como habrás
imaginado, nos excomulgan y nos comparan con los herejes, los parricidas o los
médicos que envenenan los pozos para conseguir clientes. Si la Iglesia quisiera, podría
dar muchos problemas a Alwir por emplear los servicios de Bektis o por relacionarse
conmigo. Prohíben el matrimonio cuando uno de los contrayentes es mago, y cuando
uno de nosotros muere, lo entierran como a un criminal, fuera de lugar sagrado, cuando
no bajo unas cuantas piedras, como un animal apestado. No olvides nunca, Rudy, que
no hay ninguna ley que proteja a los magos.
Rudy recordó la oscuridad de los sótanos del palacio de Karst, la pequeña celda sin
puerta y la Runa de la Cadena. Alguien había intentado eliminar a Ingold encerrándolo
hasta que muriera de hambre.
«No es raro que casi nadie se atreva a declararse mago, —pensó—. Lo raro es que
alguien lo haga abiertamente.»
El repiqueteo de la lluvia los rodeaba por todos lados. Era oscura y fría, como el cielo.
Rizaba los charcos de la carretera, alfombraba los campos y caía en finos regueros por
la capa de Rudy, empapándolo lentamente. Intentó recordar cuándo había visto por
última vez un cielo azul y despejado, y se preguntó sombríamente si volvería a ver
algún día algo parecido.
Ingold seguía hablando, más para sí que para su compañero.
—Por eso los lazos que hay entre nosotros son tan fuertes. Somos los únicos que nos
entendemos realmente, igual que Lohiro y yo comprendemos instintivamente nuestras
mentes. Por eso él y yo viajamos juntos, como dos aliados solos contra el mundo, por
eso es como un hijo para mí, y por eso me eligió él como su padre. Sólo podemos
confiar en nosotros mismos, Rudy. En los magos y en los pocos que, aunque no han
nacido magos, nos entienden. Quo es más que el centro de la magia de este mundo. Es
nuestra patria. Es todo lo que tenemos.
Las nubes se espesaban por momentos. La luz y la niebla rodaban en lo alto, pero no se
veía ni rastro del cielo azul ni del sol.
—Entonces, ¿los magos... se casan entre sí? ¿Pueden casarse con una persona normal?
Ingold sacudió la cabeza negativamente.
—No legalmente. No existe un matrimonio legal para los excomulgados como nosotros,
aunque en otros tiempos sí lo hubo. —El mago volvió la cabeza y miró a Rudy con
insistencia. El joven tuvo una vez más la incómoda sensación de que Ingold le leía el
pensamiento—. Hubo una época en que se decía: «La esposa de un mago es viuda».
Somos vagabundos, Rudy. Aceptamos esa condición al elegir el Poder, al reconocer que
somos magos. Hay personas normales que nos comprenden, pero casi todos entienden
que nunca podremos ser como ellos. Es raro encontrar un hombre o una mujer que
acepte una relación duradera en estas condiciones. En cierto sentido nacemos malditos,
aunque no en el sentido que pretende la Iglesia.
—Pero ¿aman los magos?
Un relámpago de dolor hirió los ojos de Ingold, como una flecha de plata en un mar
azul.
—Que Dios nos ayude, desde luego.
Toda aquella extraña miscelánea de conocimiento e información servía a Rudy para
acallar su mente y ayudarle a comprender. El paso que había entre la comprensión del
mundo y la comprensión de la magia era muy pequeño.
Una noche Ingold estuvo dibujando runas en la tierra junto a la pequeña fogata, y Rudy,
que ya sabía bien que al mago no le gustaba repetir las cosas, pasó la noche estudiando
sus formas y secuencias a la luz suave y trémula de las llamas. A partir de entonces se
acostumbró a dibujarlas de vez en cuando él mismo durante sus guardias, y a memorizar
cuidadosamente sus formas, sus nombres y atributos, así como las constelaciones de
fuerzas que se combinaban en cada símbolo por separado. A veces Ingold le hablaba de
ellas mientras cenaban o se preparaban para dormir, y le explicaba cómo podían
utilizarse para la meditación o para la adivinación, su procedencia, su autor y los fines
con que habían sido creadas. Poco a poco sus formas fueron cobrando sentido a los ojos
de Rudy, hasta que vio cómo una simple runa dibujada apropiadamente y acompañada
de las palabras y pensamientos adecuados, podía atraer un gran poder. Así aprendió que
Yad brindaba protección y desviaba los ojos de los perseguidores de aquel que la
llevaba, que Traw hacía invisibles las cosas o personas, que Pern infundía razón, justicia
y rectitud en el corazón de quien la contemplaba.
Pero el anciano mago no volvió a dibujárselas nunca más.
A lo largo del viaje por las praderas, Ingold enseñó a Rudy otras muchas cosas, como
simples trucos de ilusionismo que se podían usar para hacer creer a la gente que veía
cosas inexistentes. Rudy aprendió que la mayoría de la gente se mueve entre
impresiones superficiales, y que por ello era fácil para un mago hacerles creer que veían
a una persona con un aspecto diferente, o un árbol, o un animal, o un torbellino de
fuego. O simplemente nada. En realidad aquello se parecía más al teatro o al dibujo que
a la magia. Ya había aprendido a llamar al fuego sin dificultad y a formar una bola de
luz blanca y fría en la punta de su báculo. También podía ver mejor en la oscuridad y
hacer con los dedos dibujos visibles en el aire. Cuando llegaron al desierto y el agua
empezó a escasear, Ingold le enseñó a hacer una horquilla para buscar agua con las
ramas de cierto arbusto y a diferenciar mediante la magia las plantas venenosas de las
que no lo eran.
Una noche estuvieron hablando del Poder, de la llave central de cada persona y de cada
ser vivo. Y la definición de Ingold de un ser vivo era muy diferente de la de Rudy.
Habló del núcleo de todo ser, de la verdad interior que Platón había definido como
«esencia», y explicó al joven que la comprensión de aquella esencia era la clave de la
Gran Magia, y que la habilidad de captarla instintivamente era lo que distinguía a un
verdadero mago. Al contemplar sus brillantes ojos azules a través del fuego Rudy vio
reflejarse en ellos su propia alma, la que yacía oculta, como las runas plateadas de los
portones de la Fortaleza de Dare, bajo la superficie visible.
Entonces vio con calma y frío distanciamiento sus propios sentimientos hacia sí mismo,
la estrecha relación entre vanidad y amor, entre añoranza y pereza, el sorprendente
motor compuesto de afecto, cobardía e indolencia que hacía moverse a su alma. Y vio
todo aquello con los ojos puros y sinceros de Ingold, que no dejaban escapar ni virtudes
ni faltas, y que nunca se sorprendían ni se escandalizaban. Simplemente existía, era lo
que era. Y en aquel momento ajeno al tiempo y al espacio Rudy fue consciente de otra
esencia, como una roca inamovible, incandescente, cargada de una magia que emanaba
de su núcleo visible. «Es Ingold», pensó con asombro, pues la visión momentánea de
aquellos abismos de amor, pena y soledad convertían sus propias emociones, intensas y
abrumadoras, en algo insignificante. Su admiración por el mago creció inmensamente,
más que cuando lo había visto erguirse ante las puertas de la Fortaleza ante la amenaza
de los Seres Oscuros, más que cuando Ingold le había preguntado si realmente quería
ser mago. Era una admiración reverente que Rudy normalmente ocultaba, y que casi
llegaba a olvidar a causa de la sencillez y familiaridad de aquel anciano de manos
sarmentosas y humor flemático y sarcástico, pero que afloraba con fuerza cada vez que
miraba a los ojos al viejo vagabundo. Ya no le cabía ninguna duda de que Ingold sabía
perfectamente si Lohiro de Quo estaba vivo o muerto.
—La magia no es como yo pensaba —dijo Rudy horas después, mientras se envolvía en
su capa para pasar la noche e Ingold se acomodaba junto al fuego para hacer el primer
turno de guardia—. No sé, yo creía que era hacer cosas como convertirse en lobo, matar
dragones, derrumbar muros, volar por los aires, caminar sobre el agua... Cosas así. Pero
no es eso.
—En realidad sí lo es —dijo Ingold de buen humor mientras atizaba las brasas con un
palo—. Ya sabes que uno no debe convertirse en lobo porque transformar el propio ser
en el de un animal puede ser muy peligroso para la estructura del universo y una
tentación demasiado fuerte para uno mismo.
A lo lejos los lobos respondieron a sus palabras con prolongados aullidos que arrastró el
viento nocturno. En la oscuridad del campamento Rudy percibió de nuevo el poderoso
brillo de los ojos de Ingold.
—A los lobos les gusta ser lo que son, Rudy. Ser fuertes, matar, vivir con el viento y la
manada. Si te convirtieras en uno de ellos afloraría el lobo que hay en tu propia alma.
Siempre existiría el peligro de que no quisieras volver a ser humano. En cuanto a matar
dragones... —siguió diciendo con tono animado—, en realidad, éstos son criaturas
bastante huidizas, tramposas y relativamente peligrosas, pero que rara vez atacan al
hombre si no es por hambre.
— ¿Quieres decir... que existen dragones de verdad? ¿Dragones de carne y hueso?
El mago lo miró con gesto sorprendido.
—Claro. De hecho hace años yo maté a uno de ellos. En realidad yo hice de señuelo y
Lohiro se encargó de manejar la espada. En cuanto a lo demás, derrumbar paredes o ca-
minar sobre el agua... —sus labios esbozaron una sonrisa— todavía no ha surgido la
necesidad de hacerlo.
— ¿Quieres decir que podrías hacerlo si fuera necesario?
— ¿Caminar sobre el agua? Seguramente encontraría una barca.
— ¿Y si no hubiera barca? —insistió Rudy.
Ingold se encogió de hombros.
—Soy bastante buen nadador.
Rudy guardó silencio durante un rato con las manos cruzadas bajo la nuca, y contempló
el negro cielo nocturno mientras imaginaba a los lobos libres y solitarios, siguiendo una
pista en silencio. Entonces le vinieron a la memoria los hombres que había conocido en
California y que habían elegido vivir como lobos humanos y seguir un camino de acero,
gasolina y muerte. «Vivir con el viento y la manada...» Sí, lo comprendía, lo
comprendía muy bien. Entonces surgió en su mente otra idea.
—Ingold... Cuando dijiste que los Seres Oscuros son «inteligencias ajenas a este
mundo» querías decir que los humanos no podemos comprender su esencia, ¿no es así?
Y que por eso no podemos captar la esencia de su magia.
—Exacto.
—Y si te convirtieras en un Ser Oscuro, si adoptaras la esencia de uno de ellos, ¿no
podrías comprenderlos? ¿No sabrías entonces qué son y cómo piensan?
Ingold guardó silencio durante tanto rato que Rudy empezó a preguntarse si le habría
ofendido con su pregunta. Pero el mago simplemente miraba el fuego mientras hacía ro-
dar una brizna de hierba entre los dedos. Cuando volvió a hablar, su voz suave y áspera
apenas se alzaba sobre el ulular del viento.
—Podría hacerlo —dijo por fin—. De hecho lo he pensado muchas veces. —En el brillo
de sus ojos Rudy vio la poderosa tentación del conocimiento, el ansia de aprender que
en un mago llegaba a ser casi una pasión incontrolable—. Pero no lo haré. Nunca. El
riesgo sería demasiado grande. —Dejó caer en el fuego el tallo que tenía entre los dedos
y lo vio retorcerse y desaparecer entre las brasas doradas del fuego como un cadáver en
una pira—. ¿Sabes una cosa, Rudy? Es posible que me gustara ser uno de ellos.
CAPÍTULO CUATRO
No creí que esto ocurriera tan pronto. —Jill lanzó una bola de nieve apelmazada al
camino que se extendía a sus pies. Seya se apoyó en el arco y suspiró, se sacudió la
nieve de la capa y oteó los oscuros pinares que cubrían la montaña a espaldas del
pequeño puesto de vigía.
— ¿Que ocurriera qué? —preguntó por fin.
Jill se levantó y se desperezó, dolorida por la inmovilidad de la larga guardia de la tarde.
—Que tuviéramos que defender la carretera de nuestra propia gente.
Seya no dijo nada.
—He estado viendo el humo de sus hogueras —siguió diciendo Jill al desgaire mientras
recogía sus armas: el arco, la espada y la lanza—. Supongo que han acampado en las
torres de vigía que hay a la entrada del valle, la Gran Puerta, como la llamaba Janus.
Cuando llegaron ayer al valle había varios miles de refugiados; pero a juzgar por el
humo, hoy debe de haber bastantes menos. Los Seres Oscuros los habrán atacado
durante la noche. —Se volvió hacia Seya, algo molesta por su silencio—. ¿Sabes? Creo
que no debíamos haberlos expulsado como a mendigos.
Seya parecía incómoda, pero tampoco había sido decisión suya. Los nuevos refugiados
habían llegado al valle casi helados, envueltos en andrajos y muertos de hambre. No
había sido necesario hacer mucho uso de la fuerza para obligarlos a seguir su camino.
—Mira, Jill-shalos —dijo Seya simplemente—, cuando vistes el uniforme de la guardia
renuncias al derecho a opinar. Servimos al rey de Gae. En este caso al príncipe Altir. O
a la reina.
Jill se cruzó de brazos en un vano intento de calentarse las manos bajo la capa oscura y
raída. A lo lejos todavía podía ver las finas columnas de humo azulado. «No fue la reina
quien dio la orden —pensó—. Fue Alwir. Pero al fin y al cabo, el resultado hubiera sido
el mismo.»
Pensó en la reina, una muchacha tímida de cabellos oscuros, erguida a la sombra de su
imponente hermano. Así los había visto la tarde anterior, ante la oscura puerta de la For-
taleza, rodeados de guardias. Sus capas bordadas de oro refulgían con fuerza a la luz
anaranjada del atardecer. «No tenemos alimentos ni espacio para más gente —había
dicho Alwir al monje alto y harapiento, envuelto en un hábito sucio y rojo como la
sangre, que había conducido al nuevo grupo de refugiados hasta allí—. Con las reservas
que quedan apenas podremos llegar a la primavera.»
Entre los guardias se había producido un leve batir de armas y fundas de cuero, como el
roce de las escamas de un dragón al despertar; los recién llegados habían desandado sus
pasos en silencio por la nieve helada.
—Mira. —La voz de Seya sacó a Jill de sus pensamientos; sus ojos siguieron el gesto de
su compañera que le mostraba un jinete solitario aparecido en la carretera. Su esbelto
caballo avanzaba soberbio entre la masa engañosa y quebradiza de la nieve congelada.
Aunque no hubiera visto las trenzas blancas que caían sobre los anchos hombros del
jinete, Jill habría reconocido al Halcón de Hielo por su cuerpo delgado y fibroso y por
su forma de montar a caballo. Sus ojos translúcidos encontraron a las dos mujeres; una
mano enguantada se alzó en un gesto de despedida.
Jill alzó la suya, sin saber muy bien si sonreír o sentir pena. Era ésta la típica manera del
Halcón de Hielo de despedirse de sus amigos más íntimos al emprender un viaje del que
quizá no volvería. Iba a ser un viaje largo y penoso, ya que sólo contaba con aquella
montura. Los animales eran un preciado tesoro en la Fortaleza.
Mientras los oscuros bosques volvían a engullir al jinete, Jill observaba con inquietud
las finas columnas de humo que se alzaban a lo lejos.
— ¿Crees que tendrá problemas para atravesar el campamento?
Seya enarcó las cejas con incredulidad.
— ¿Él?
Teniendo en cuenta la ferocidad y la sangre fría del Halcón, Jill tuvo que admitir que no
era muy probable.
—Pero Janus y su destacamento sí podrían tenerlos —añadió Seya—. Cuando salí de la
Fortaleza, Alwir y Govannin todavía discutían a voces sobre el número de soldados y
caballos que debían acompañar a Janus con los carros. Alwir seguía empeñado en que
no se puede debilitar más la defensa de la Fortaleza y no le falta razón, después del
último ataque de los Seres Oscuros. Govannin se subía por las paredes porque la
mayoría de los carros que van a llevarse son suyos.
—En parte Govannin tiene razón —dijo Jill. Entregó las armas a Seya y sacudió la
nieve que se había acumulado en la manta—. No parece que los refugiados del
campamento estén en condiciones de oponer mucha resistencia a la caravana, pero
cuando Janus llegue a los valles tendrá que vérselas con los Jinetes Blancos. Se supone
que ahora están ahí abajo.
Seya se puso cómoda al abrigo del viento en una pequeña oquedad excavada en la
piedra desde la cual se dominaba la carretera. Las cuatro horas de guardia solitaria
habían permitido a Jill examinar detenidamente los alrededores.
—Todo el mundo se pregunta qué ocurre ahora en los valles —dijo Seya con voz
débil—, pero sin duda ya tendrán bastantes problemas con los bandidos, los lobos y los
Seres Oscuros.
— ¿Sabes hacia dónde se dirigen? —preguntó Jill mientras volvía a ceñirse la espada al
cinto.
Seya se encogió de hombros.
—A cualquier sitio donde haya comida almacenada: a los pueblos abandonados, a las
granjas..., a cualquier lugar donde pueda haber grano o animales. —De pronto se echó a
reír, y las finas arrugas de su rostro enjuto se profundizaron sensiblemente—. Y hay otra
cosa que indigna terriblemente a Alwir y a Govannin. Que Tomec Tirkenson y los suyos
se han puesto en marcha finalmente hacia el paso de Sarda, rumbo a Gettlesand.
—Todos sabíamos que pensaban irse en cuanto dejara de nevar. —Jill se envolvió en su
capa y sintió el olor a humo que impregnaba sus oscuros pliegues—. Alwir debería estar
contento. Al fin y al cabo, son menos bocas que alimentar.
—Y menos defensores. —Seya se cubrió los pies con la manta—. Pero lo que realmente
le dolía a Govannin era que Tirkenson se llevaba todo su ganado. Se lo prohibió argu-
mentando que los pobladores de la Fortaleza tenían mayor necesidad, y hasta lo
amenazó con excomulgarlo. Pero Tirkenson se echó a reír y dijo que ya lo había
excomulgado hacía diez años, que estaba condenado de todas formas, que el ganado era
suyo porque lo había comprado en Gae y que le rompería el cuello al primero que
intentara impedirle llevárselo a Gettlesand. De su parte estaban todos sus vaqueros, así
que Su Eminencia no tenía nada más que decir, y Alwir no iba a desencadenar un
conflicto con el único señor feudal que sigue siendo fiel al reino. Cuando nos fuimos, la
obispo estaba haciendo votos porque Tirkenson se pudriera en el infierno.
Jill se echó a reír. Le caía bien el Señor de Gettlesand. Pero si se había ido con todos sus
hombres, sus caballos y su ganado, no era extraño que Govannin temiera por los que
quedaban. Con el campamento de los nuevos refugiados tan cerca, pronto intentarían
matar a los caballos para comérselos.
La ventisca azotaba la ladera de la montaña y levantaba nubes de nieve sobre los riscos
más altos. El cielo seguía encapotado, y al mirar hacia las cumbres Jill vio los leves
destellos plateados de los glaciares. « ¿Se acercan o se retiran? —pensó
distraídamente—. Seguramente se acercan. Con un invierno como el que empieza, era el
único problema que nos faltaba. Una maldita glaciación.»
Jill miró la carretera desde lo alto del paso, el paisaje agreste y estéril, blanco y negro, y
la sombra siniestra de aquellos bosques que hasta los ciervos habían abandonado. A lo
lejos seguían elevándose las columnas de humo del campamento de los refugiados.
— ¿De dónde vendrán? ¿Lo sabes? —preguntó a Seya.
Su compañera se encogió de hombros.
—De Penambra, quizás. El monje que habló con Alwir tenía acento sureño.
Probablemente muchos de ellos llevan semanas enteras cruzando los valles.
Quizás Alwir tuviera razón, pensó Jill mientras subía por el sendero que conducía a la
Fortaleza a través del bosque. Las grandes cantidades de trigo, harina y carne curada al-
macenadas en los niveles más altos, junto con las provisiones ocultas en la zona de la
Iglesia, parecían ser suficientes para mucho tiempo, pero la realidad era que habría que
dar de comer a unas ocho mil bocas hasta el final del invierno. Y estaban a principios de
octubre. Además no era probable que Janus y sus hombres consiguieran muchos más
víveres. Quizás había sido correcto que la guardia negara alimentos y cobijo a aquellos
seres desvalidos y exhaustos y los dejara a merced de los Seres Oscuros. Era el lado
sórdido y feo de la vida de soldado. El puro placer del combate formaba parte de un
cuadro mucho más amplio, y lo que para ella era una forma de vida, para otros no era
más que un simple instrumento político.
Mientras pensaba que en realidad aquello no era ninguna novedad, Jill comenzó a
tararear distraídamente «Qué triste es la vida del policía», y el viento se llevó la melodía
de Gilbert y Sullivan hacia los bosques nevados de aquel mundo extraño.
La carretera rodeaba una densa masa de pinos, y Jill sintió desde allí los olores de la
Fortaleza, del humo de las fogatas, de la grasa que fundían las mujeres para hacer jabón,
y el fuerte olor del ganado. Oyó las risas de los niños mezcladas con los confusos
balidos de las ovejas y en algún lugar del bosque a alguien que cortaba leña con secos y
vibrantes golpes de hacha. Por otro lado, una fuerte voz de barítono que, como Jill,
cantaba en solitario. Dobló el último recodo del camino y ante ella apareció la masa
negra y pulida de la Fortaleza.
Quizá no fuera tan grande como los enormes rascacielos entre los que ella había
crecido, pero la estructura erigida en la montaña tenía más de ochocientos metros de
longitud por unos trescientos de anchura y treinta de altura. Las enormes puertas
parecían pequeñas comparadas con el inmenso monolito negro al que daban acceso.
Negra y enigmática, la Fortaleza de Dare guardaba celosamente sus secretos.
« ¿Qué secretos? —Se preguntaba Jill—. ¿Quién la construyó? ¿Y cómo?» Era
consciente de que aquella construcción, dotada de un extraordinario sistema de
ventilación y de corrientes de agua, estaba muy por encima del nivel tecnológico de la
época. ¿Era obra de un mago o de un soberbio ingeniero? Entonces entró en
funcionamiento el instinto investigador de Jill. « ¿Quién podría saberlo?»
«Quizás Eldor.» Durante un sueño que había tenido en California, mucho tiempo atrás,
Jill había oído al difunto rey hablar de los recuerdos que había heredado de sus
antepasados de la Casa de Dare, cuyo fundador, Dare de Renweth, había erigido la
Fortaleza. Pero Eldor había muerto en la masacre de Gae. « ¿Su hijo, Altir?» Él también
había heredado recuerdos ancestrales, y por ello era el objetivo principal de los Seres
Oscuros, pero todavía era un niño, demasiado pequeño para hablar. « ¿Lohiro?» Quizá.
Pero el archimago estaba oculto en Quo, y pasarían muchas semanas, quizá meses, antes
de que llegara a la Fortaleza, si es que consentía en acompañarlos.
Jill reflexionó. Ingold había dicho que no se conservaban crónicas de la época en que se
construyera la Fortaleza. El caos que siguió a la primera invasión de los Seres Oscuros
había sumido a la humanidad en siglos de ignorancia, hambre, violencia social y
oscurantismo. Pero ¿hasta qué punto era aquello cierto? ¿Es que no había una tradición
oral? ¿Qué había realmente en los carros que tan celosamente habían protegido los
monjes de Govannin desde la salida de Gae?
Por el rabillo del ojo Jill percibió un leve movimiento que la apartó de sus
pensamientos. Alguien se movía entre los árboles a su derecha, alguien que intentaba
pasar inadvertido sin demasiado éxito. Jill atisbó los vivos colores de una falda de
campesina, que la amplia capa oscura no conseguía ocultar del todo. Se preguntó si
realmente aquello era asunto suyo.
La sombra saltaba de un árbol a otro, avanzando paralela a la carretera. «Probablemente
va al campamento de los refugiados —pensó Jill—. Es lo único que hay en esa
dirección. Al menos alguien siente compasión por esa pobre gente.»
En este caso, sí era asunto suyo. Apenas quedaba tiempo para ir y volver antes de que
cayera la noche. Jill se detuvo en la carretera y, para no llamar la atención si algún vigía
la veía volver atrás, se dio una palmada en la frente como si hubiera olvidado algo y dio
media vuelta. Cuando estuvo fuera de la vista de los vigías, se internó en el bosque y
avanzó con paso rápido hasta llegar a un punto por el que debía pasar la fugitiva. Se
ocultó entre dos troncos caídos y se envolvió en la capa negra que ostentaba el
cuadrifolio blanco de la guardia como una mancha de nieve sobre madera ennegrecida
por la humedad. Al cabo de pocos minutos vio aparecer una figura entre los árboles.
Miraba hacia atrás continuamente e intentaba protegerse del frío entre los pliegues de
una gruesa capa de piel negra. La capucha había caído hacia atrás, y una gran diadema
enjoyada relucía entre los negros y largos cabellos.
Fue la capa lo primero que Jill reconoció. Sólo había una como aquélla en la Fortaleza.
— ¡Señora! —gritó.
Minalde se detuvo, se volvió con los ojos sobresaltados por el miedo y Jill salió de entre
los árboles.
—Por favor, vuelve —dijo Alde apresuradamente mientras se apartaba los mechones de
pelo que le tapaban la cara—. Yo no tardaré, y...
—No podrás ir hasta allí y volver antes de que caiga la noche —dijo Jill secamente.
—Yo... no voy al campamento de los refugiados. —La reina se irguió con toda su
majestuosidad. Su expresión hizo pensar a Jill en su hermana pequeña cuando estaba
mintiendo.
—Y además no deberías ir sola —añadió Jill, como si no hubiera oído nada.
Alde jamás podría ganarse la vida mintiendo.
—Pero tengo que ir —protestó—. Por favor, no me detengas. Hay tiempo suficiente...
—Están acampados a la entrada del valle, en la Gran Puerta —insistió Jill con
firmeza—. Oscurecerá en poco más de dos horas. Y además... —Dio un paso hacia
Alde, y la muchacha retrocedió, como un cervatillo a punto de emprender la huida. Jill
se detuvo y su voz se suavizó—. Y además, si supieran quién eres, quizá no llegaras a
salir de allí.
—No lo sabrán —insistió Alde sin acortar las distancias—. No pasará nada.
Jill suspiró.
—Eso no puedes saberlo. —Dio un paso más hacia ella, pero Minalde volvió a
retroceder.
Rudy le había dicho en una ocasión que sólo el valor de la reina igualaba a su tozudez.
Ahora comprendía a qué se refería su amigo.
—Al menos no vayas sola —dijo por fin.
Alde se sonrojó levemente.
—No tienes por qué...
— ¡Por Dios! Alguien tiene que hacerlo. —Jíll volvió sobre sus pasos y emprendió la
marcha hacia la entrada del valle a través del bosque nevado—. Por aquí es más corto, y
podremos evitar que nos vean los vigías de la carretera.
Alde la siguió sin decir una palabra.
Tardaron algo más de una hora en llegar al campamento. Como Jill había imaginado, los
refugiados se habían instalado en la Gran Puerta, las antiguas torres de vigía que en
tiempos pasados habían guardado la entrada a los territorios de la Fortaleza. Al
extenderse el reino desde aquel núcleo, la Gran Puerta había dejado de ser necesaria y
había quedado abandonada. Ahora no era más que un montón de ruinas cubiertas de
maleza dominando el estrecho cuello de botella por el que pasaba la carretera, y donde
no habitaban más que cuervos y alimañas.
Las dos mujeres fueron recibidas por un hombre flaco de cabellos grises que, a juzgar
por los fláccidos y abundantes pliegues de su papada, había conocido mejores tiempos.
Iba armado con una lanza y cubierto de harapos y una capa de terciopelo mugriento
bordado en oro. Dieron los nombres de Alde y Jill-shalos, de la Fortaleza de Dare, y
pidieron permiso para hablar con el señor del campamento.
Cruzaron la plaza cuadrada que se abría ante la torre norte hundiendo los pies en el
barro hasta los tobillos. La plaza olía a suciedad y humo de leña. Sobre la nieve sucia se
veían bultos con escasas pertenencias y fogatas en las que preparaban algo parecido a
comida. Hombres y mujeres se arracimaban alrededor de las hogueras o deambulaban
cansinamente entre ellas. El lugar parecía tranquilo, si no fuera por los persistentes
llantos de los niños. Jill sintió vergüenza de su capa, de su salud, de la ración de comida
que había engullido a mediodía. Alde estaba muy pálida.
El hombrecillo de cabellos grises se detuvo ante un cobertizo formado con ramas de
árbol. Entre las sombras del fondo Jill creyó ver una figura pequeña y rígida envuelta en
una manta; era un hombre sentado en una yacija de agujas de pino sosteniendo las
manos de dos niños dormidos. El hombre levantó la vista hacia las dos mujeres, cuyas
siluetas se recortaban contra la entrada del refugio.
— ¿Señor?
El hombre se levantó despacio, con cuidado de no despertar a los niños. Jill reconoció
de inmediato al monje que había hablado en nombre de los refugiados cuando Alwir les
impidió la entrada a la Fortaleza.
— ¿Sí, Trago? —Sus ojos oscuros, hundidos en cuencas profundas y rodeadas de
arrugas, pasaron del hombrecillo a las dos mujeres, y se mantuvieron fijos en el rostro
de Alde—. Sí —dijo con suavidad—. Puedes irte, Trago. Busca a alguien que se quede
con los niños, por favor.
Trago asintió y se retiró.
El monje se volvió hacia ellas, y Jill observó la profunda palidez de su piel bajo la
hirsuta barba negra.
—Soy Maia de Thran —se presentó, con la misma voz suave y calmosa—, obispo de
Penambra. Alde abrió la boca, asombrada, y él sonrió. Sus blancos dientes destacaban
contra el negro de la barba—. Creo que mi antecesor asistió a tu boda, señora —dijo.
Las mejillas de Alde se arrebolaron. El siguió hablando con suavidad—. Entonces yo
era capitán de sus guardias. —Inclinó lentamente la cabeza en un gesto de respeto y
acatamiento—. Os doy la bienvenida a lo que queda de la ciudad de Penambra —añadió
sin asomo de ironía.
—Lo siento —dijo Alde con voz débil—. Por favor, no me juzgues mal. No he venido...
—Lo sé —dijo él con tono tranquilizador—. Pero supongo que, ya que has venido de
incógnito y sin tu séquito, ésta no es una visita oficial.
Sólo un idiota podía haber visto la escena que se había desarrollado ante la puerta de la
Fortaleza el día anterior sin darse cuenta claramente de quién ostentaba toda la
autoridad. Y aquel hombre alto y flaco envuelto en un hábito sucio no parecía ser
ningún idiota. Sin duda sabía que Alde había ido al campamento sin permiso ni
conocimiento de su hermano.
Alde miró al monje a los ojos.
—Lo siento —volvió a decir—, pero no podía dejar de venir.
—Te entiendo —repuso Maia—, y te agradezco tu compasión. —Miró lentamente a su
alrededor. Hombres vestidos con andrajosos uniformes estaban fabricando flechas junto
a las fogatas; las mujeres atendían a los niños lo mejor que podían y por todos lados se
extendía el olor a rancho, el borboteo de la sopa boba y los penetrantes llantos de los
niños—. Sin embargo, te aconsejo que no vuelvas aquí. Como máxima autoridad de este
campamento, todavía puedo evitar que esta gente se lance al bandidaje, pero en tu
próxima visita puede que haya muerto o que me hayan derrocado. Mañana podrías tener
que tratar con cualquiera. Los Seres Oscuros nos han hostigado terriblemente.
—Entonces, ¿no queda nada de Penambra? —preguntó Alde con voz tímida.
—Nada —dijo el obispo con toda la calma de que fue capaz—. Salimos de la ciudad
unos nueve mil, con carros de ropa, alimentos y todo lo que pudimos llevar. Tú conoces
Penambra, es una ciudad de puentes, construida sobre los más de cien islotes de la
bahía. Las lluvias inundaron la ciudad y nos atraparon en los sótanos; pues bien, los
Seres Oscuros dominan esos sótanos, incluso en pleno día. La mitad de las provisiones
se perdieron en las inundaciones, y los Seres Oscuros acabaron con más de la mitad de
mi gente antes de que consiguiéramos escapar de la ciudad. En todo el delta la situación
era la misma. Todo quedó inundado por las lluvias y a merced de los Seres Oscuros, que
han reventado los puentes que cruzaban los ríos. Lo que antes era la parte más rica del
reino ha quedado desierta, o poblada por saqueadores y bandidos. El terror a la
Oscuridad lo domina todo. Además, hemos comprobado que a muchas de sus víctimas
las arrastran con vida a sus madrigueras. ¿Sabías eso?
—Sí —dijo Alde—, lo sé.
El obispo la miró fijamente y asintió.
—Si lo sabes, mi señora, y todavía estás entre nosotros, eres más afortunada de lo que
pensaba.
Cruzó sus brazos largos y huesudos. Era un hombre extraordinariamente amable para
haber sido comandante de las tropas de la Iglesia. Un grupo de soldados vestidos de
harapos pasó por delante de ellos para hacer el cambio de guardia. Eran hombres y
mujeres pálidos y famélicos armados con arcos y hachas. Al pasar saludaron al obispo.
Maia suspiró.
—En fin, la gente hablaba de la antigua Fortaleza de Dare, en el valle de Renweth. En
algunos sitios, grupos de aldeanos han erigido pequeñas torres, edificios fortificados
cerca de las márgenes del río. Tu hermano no es el primero que nos ha rechazado, pero
sus defensas no parecen haber significado mucho para los Seres Oscuros. Hemos
encontrado muchas fortificaciones destruidas y a sus pobladores muertos o vagando
como fantasmas por los campos. Nos han atacado manadas de lobos y perros
asilvestrados; incluso hemos oído rumores de que los Jinetes Blancos estaban en los
valles... Durante el camino hasta aquí, a veces he pensado que había llegado el fin del
mundo. —Sus blancos dientes brillaron un instante bajo la barba—. En cierto modo
pensaba que sería algo más sencillo. Si lo que cuentan las Escrituras es cierto, al menos
sería más rápido.
—Oh, sí ha sido rápido. —Alde miró a su alrededor los campos desolados. Las piedras
preciosas que adornaban sus cabellos refulgieron a la luz de la tarde—. Este verano
todos estábamos sentados en las terrazas, viendo al sol jugar con las hojas de los árboles
y soñando con los banquetes y las celebraciones de la Fiesta de Invierno. Y sin embargo
puede que para entonces hayamos muerto todos. Eso es bastante rápido.
El obispo sonrió con un deje de amargura y de tristeza.
—Es posible, es posible. —El cielo gris comenzaba a oscurecerse. Maia se envolvió en
su vieja capa para protegerse del frío—. Pero venir hasta aquí para que un noble
orgulloso, rodeado de gordos mercaderes vestidos de armiño nos diga desde la puerta de
su Fortaleza que no tiene sitio ni comida para nosotros... No sé lo que esperaba, señora,
pero no era esto.
Alde no dijo nada, pero Jill vio que el fuego de la vergüenza afloraba a sus mejillas.
Una muchacha llegó corriendo entre la confusión del campamento.
— ¡Señor! ¡Señor obispo! —gritó. Él dio un paso hacia ella y la tomó por los hombros
para tranquilizarla—. ¡Tropas, mi señor! ¡Bajan por la carretera!
Maia lanzó una rápida mirada interrogante a Alde y se encontró con el gesto de genuina
sorpresa de la reina. Los tres se apresuraron a averiguar qué ocurría.
Antes de llegar a la carretera, Jill oyó el ruido de la caravana de aprovisionamiento, que
destacaba claramente sobre el silencio antinatural del campamento. Chocaban las
espadas en los remaches de hierro de las vainas, chapoteaban suavemente las botas y los
cascos de los caballos en el barro y tintineaban las cotas de malla. Jill reconoció los
jadeantes resoplidos de las bestias de tiro. Las torres de vigía se alzaban en un
promontorio que dominaba la carretera. Ahora estaba repleto de silenciosos y
harapientos espectadores que abrieron paso al obispo y a las dos mujeres. Más abajo, Jill
vio al destacamento que avanzaba con toda la rapidez posible a la luz del crepúsculo.
Janus iba en su robusto caballo bayo, con su cota de malla y la cabellera roja oculta por
el yelmo. Sus vivos ojillos se movían sin cesar en busca de la más leve señal de peligro
en el campamento o en los bosques. Los soldados de Alwir, con sus libreas rojas,
conducían a los caballos que tiraban de los carros vacíos y miraban de soslayo y como
avergonzados a los silenciosos espectadores de ojos hambrientos. La fila de carros iba
flanqueada por dos columnas de Monjes Rojos, impasibles y ocultos bajo las viseras de
sus cascos. Los hombres y mujeres que rodeaban a Jill contemplaron en silencio la
demostración de fuerza. Sólo se oyó la voz de un niño que preguntaba a su madre si
aquellos hombres iban a darles de comer.
—Es una locura salir hacia cualquier sitio a esta hora del día.
Alde negó con la cabeza sin comprender.
—Pensaban salir hacia el mediodía. No sé qué los habrá retrasado.
Jill lo sabía, pero no tenía sentido explicárselo en aquel momento. La última discusión
entre Alwir y Govannin había tenido sus consecuencias. Aunque la dotación que
protegía a los carros vacíos parecía impresionante, la opinión de Jill era que debía haber
sido muy superior. Todavía no había olvidado el aspecto de las granjas arrasadas por los
Jinetes Blancos.
El obispo de Penambra permaneció inmóvil hasta que la retaguardia de la caravana
hubo desaparecido entre los bosques nevados.
—Así que no es suficiente con la cosecha propia. Salen a buscar la ajena, y para los
demás no quedarán más que las sobras.
Alde miró al religioso y su rostro enrojeció de vergüenza.
—Creo... que necesitamos todas las provisiones que sea posible reunir. Alwir quiere
formar un gran ejército. Ha mandado a un mensajero al imperio de Alketch para pedir
ayuda.
Entre todos arrasarán la guarida de los Seres Oscuros en Gae para establecer un lugar
seguro desde el que reconquistar el reino.
Las cejas hirsutas del monje se arquearon, y su frente se pobló de profundas arrugas.
—En diferentes ocasiones se ha comparado el imperio de Alketch con el diablo, señora.
Dicen que el Maligno no puede entrar en un hogar si antes no ha sido invitado, pero que
una vez está dentro, es imposible hacerlo salir. Creo que tu hermano haría bien en
emplear a los setecientos soldados que me quedan, y que siguen siendo fieles a la Casa
de Dare, antes de dar su pan al enemigo.
—Mi hermano dice... —comenzó a explicar Alde, pero se detuvo, demasiado
avergonzada para continuar.
—Tu hermano es un hombre que no escucha consejos —concluyó Maia con calma.
Alzó la mano larga y huesuda y la posó sobre el hombro de la reina—. Te entiendo,
señora. Pero tienes que hablarle en nuestro nombre. Dile que necesitará nuestras
espadas. Dile lo que quieras. No podremos resistir mucho tiempo aquí, y no hay otro
lugar en el mundo a donde podamos dirigirnos.
—Se lo diré. —Alde miró con decisión el rostro enjuto y pálido que tenía delante.
—Habla en nuestro nombre —dijo Maia—, y no olvides que si algún día necesitas
nuestras espadas, siempre podrás contar con ellas y con nuestros corazones.
— ¡No podemos dejarlos morir de hambre! —exclamó, furiosa, Alde. El crepúsculo
había caído sobre la carretera. La tarde se apagaba lentamente.
—Alwir puede hacerlo —señaló Jill.
— ¡No lo hará!
—Ya lo ha hecho. Para admitir a los penambrios sin que mueran de hambre los
nuestros, Alwir tendría que establecer un sistema de racionamiento, y eso Govannin
nunca lo aceptará.
— ¡Pero ella es la obispo! —Insistió Minalde con voz apasionada—. ¡Es la cabeza de la
Iglesia!
—Ya —le espetó Jill fríamente—. ¿Crees que va a estar encantada de tener que admitir
a otro obispo en su sacristía? ¿Y además plebeyo? —Jill se había familiarizado con la
lengua wathe lo suficiente para reconocer lo que significaba «de Thran» a continuación
del nombre del obispo: labrador, jornalero o algo parecido. Alguien a quien miraban por
encima del hombro los miembros de la vieja aristocracia, que ostentaban la distinguida
terminación «ion» en sus apellidos.
Alde suspiró.
—Por favor, no hables así.
—No puedo evitarlo —dijo Jill encogiéndose de hombros—. Me gusta hacer de
abogada del diablo. No digo que sea imposible. —Algo se movió entre los árboles, y Jill
concentró toda su atención en el menor ruido. Un búho echó a volar silenciosamente
desde la copa de un árbol. Jill siguió caminando como si el corazón no le latiera al doble
de velocidad—. Alwir tiene sus razones. Hay que establecer un límite —siguió
diciendo—, pero en la Fortaleza hay sitio suficiente, si a los recién llegados no les
importa vivir en el fondo del cuarto nivel o en las buhardillas del quinto. Y no estoy
segura de que la expedición consiga muchas más provisiones. Si encuentran alimentos
abundantes en los valles, todo cambiaría, pero eso es algo que no entra en los planes de
Alwir. No sé, quizá prefiere pensar en lo peor. —Volvió a encogerse de hombros—.
Pero estoy segura de que no toda la comida que hay en la Fortaleza está controlada, y,
desde luego, muchas provisiones no están en el depósito principal. Durante las patrullas
de reconocimiento he visto docenas de celdas cerradas a cal y canto. No me extrañaría
que cuando la comida empiece a escasear, gente como los amigos de Alwir, Bendle
Stoof y Mongo Rabar, obtengan buenos beneficios, pero tampoco soy adivina.
Alde frunció el entrecejo.
—Si admitimos a los penambrios, ¿dónde almacenaremos la comida? Necesitaremos
todo el espacio para viviendas.
—Fácil —dijo Jill—, fuera de la Fortaleza. Ya se ha hablado de esa posibilidad.
Construir un granero junto a los cercados del ganado y fortificarlo contra lobos y
bandidos. Los Seres Oscuros no comen grano ni carne curada.
— ¿Crees que Alwir accederá?
—A Alwir le encantará. Se volvería loco de alegría si pudiera saber dónde se
encuentran todas las provisiones de la Fortaleza. Govannin dirá que ni hablar, y
empezarán otra vez a discutir si la Fortaleza necesita a todos esos civiles incapaces de
sostener un arma.
Alde le lanzó una mirada de reproche.
— ¿Alguna vez te ha dicho alguien que tienes una lógica aplastante?
Jill sonrió en la semipenumbra.
— ¿Por qué crees que nunca he llegado a casarme? —Se detuvo bruscamente y tomó a
Alde por el brazo para que hiciera lo mismo. El ruido que había oído no era más que el
viento al agitar las ramas de los árboles, pero de repente la oscuridad era mucho mayor.
Siguieron andando a pasos más acelerados.
—Allí —dijo Jill cuando doblaron una curva de la carretera. A lo lejos, en la negra
ladera de la montaña, se distinguía un cuadrado de luz roja—. Han encendido hogueras
para proteger las puertas y las han dejado abiertas.
— ¡No pueden hacerlo! —Protestó Alde—. ¡Va contra la Ley de la Fortaleza! ¡Si
atacaran los Seres Oscuros...!
—Eso significa que han descubierto que te has escapado —dijo Jill con calma, y levantó
la vista hacia el cielo plomizo. A ambos lados de la carretera el bosque se había sumido
en una oscuridad total. Parecía como si avanzaran por la nave de una siniestra catedral
flanqueada por irregulares y negras columnas. Cuando desaparecieran los últimos rayos
de luz solar, quedarían sumidas en una oscuridad casi total.
— ¡Pero Tir está ahí dentro! ¡Alwir debería...! —insistió Alde.
«Típico de ella—pensó Jill—. Le importa más la seguridad de su hijo que la suya
propia.»
— ¡Oh, vamos! —Dijo Jill con sequedad—. ¿En realidad piensas que lo haría? —
Entonces se detuvo bruscamente. Esta vez estaba segura. Lo sentía en las venas. Era
como una corriente eléctrica que no tenía nada que ver con el miedo. Sintió que se le
erizaba el vello de los brazos. Como si fuera el aliento de la noche, notó que el aire se
movía levemente a su alrededor.
Percibió un movimiento en el aire por encima de su cabeza, pero al alzar los ojos sólo
vio la negrura de las nubes. Sin embargo había algo en las sombras que se movía
silenciosa y sinuosamente. En el mortal silencio que las rodeaba, la espada de Jill hizo
un ruido ensordecedor al salir de su vaina.
— ¡Allí! —susurró Alde.
Jill giró en redondo y vio una mancha negra moverse como un fantasma sobre la nieve.
Sinuoso, inhumano, apareció ante sus ojos fugazmente y desapareció. Sin saber bien por
qué, Jill se volvió y creyó ver algo, un atisbo de un movimiento extraño, un remolino de
nieve que se alzaba a su derecha, pero también se desvaneció, como una palabra
susurrada en la oscuridad.
Fue entonces cuando algo cayó sobre ellas desde el aire, algo cuya boca monstruosa
salpicaba gotas de ácido que fundían la nieve con un siseo, algo que olía a sangre y a
tinieblas. La espada de Jill silbó suavemente al describir un arco y el vientre de la
criatura se abrió dejando caer una lluvia de líquido negruzco y maloliente. Ahora se veía
bien al monstruoso ser retorcerse en el aire, agitar las patas como pinzas y restallar un
cola puntiaguda y articulada más gruesa que el brazo de un hombre. Jill le asestó un
nuevo golpe y cercenó unos dos metros de aquella cola, que comenzó a desintegrarse
instantáneamente. Como si una furiosa tormenta se hubiera desencadenado, la criatura
se revolvía imponente y alargaba hacia Jill los húmedos tentáculos que rodeaban su
boca. La mujer lanzó un nuevo mandoble en el centro mismo de aquella boca horrenda,
e instantáneamente supo que lo había conseguido, que había acabado con ella: los
pegajosos restos del Ser Oscuro humeaban y se retorcían a sus pies derritiendo la nieve
y liberando un hedor indescriptible.
Alde comenzó a levantarse. Muy sensatamente, se había dejado caer al suelo al
comenzar la pelea para dejarle a Jill espacio libre para maniobrar. Su rostro estaba
mortalmente pálido, pero sereno.
—No —dijo Jill en voz baja—. Espera. —Sin mediar una palabra más Minalde
obedeció. Nada se movía en las tinieblas, pero Jill todavía sentía la amenazadora
presencia de los Seres Oscuros. Por encima del hedor de la nieve sanguinolenta y
humeante, todavía podía percibir el olor de las criaturas vivas. Con un solo movimiento,
se volvió y descargó un golpe a su espalda. Su cuerpo había reaccionado antes que su
mente registrara el movimiento, pero la criatura que saltaba sobre ellas en aquel preciso
momento se encontró con un certero golpe lateral de la espada enviado con una sola
mano. Aquella misma mañana Gnift le había dicho al verla practicar aquel movimiento
que parecía una abuela sacudiendo una alfombra.
«Al diablo Gnift y su abuela», pensó Jill mientras se revolvía en la tormenta de limo
hediondo y descargaba un tajo mortal al tercer Ser Oscuro, deleitándose, como siempre,
en la limpia y terrible precisión del movimiento. Con las manos y el rostro cubiertos de
una masa viscosa y negruzca, Jill se mantuvo en guardia, a la espera de un nuevo
ataque.
La noche se había calmado. Ayudó a Alde a levantarse y las dos echaron a correr hacia
aquel cuadrado rojo que constituía su único punto de referencia en medio de las
tinieblas.
— ¿No habrá más? —susurró Alde mientras miraba con ojos desencajados la masa
negra de los bosques circundantes—. ¿Puedes...?
—No lo sé —jadeó Jill a su lado. Corría con todas sus fuerzas mientras sostenía la
espada desenvainada en una mano y el brazo de Alde con la otra—. Hay uno de sus
nidos en un valle cercano, a unos treinta kilómetros al norte. Supongo que estos tres se
habían separado del grupo principal. —La claridad era cada vez mayor, y la nieve que
pisaban tenía un suave tono anaranjado. Se aproximaban a la puerta de la Fortaleza. A
través de la ambarina luz de las hogueras, Jill distinguió la figura de Alwir, envuelto en
su capa como Lucifer, la calva mollera de Gnift, el maestro de armas, que refulgía
brillante de sudor, a Seya, a los guardias...
— ¿El grupo principal? —preguntó Alde horrorizada—. Pero ¿entonces...?
— ¿No te imaginas adónde se dirigen los demás? ¿Por qué sólo nos han atacado tres? —
Comenzaron a remontar la última cuesta, y a la luz de las hogueras Jill pudo ver el
rostro arañado, pálido y sucio de Alde. Su mirada delataba una confusión total.
—Se dirigen a la Gran Puerta —dijo Jill quedamente.
Alde pareció horrorizada.
— ¡Oh, no! —susurró.
Oscuras figuras envueltas en capas salieron a su encuentro. Delante de todos iba Alwir,
con gesto de preocupación y de alivio, y sólo ligeramente indignado. No sirvió de
mucho que Alde aceptara inmediata y automáticamente la responsabilidad de lo
ocurrido y se encogiera como una colegiala sorprendida haciendo una travesura. Su
hermano la tomó por el brazo con suavidad y la condujo hacia la Fortaleza.
En el vestíbulo de la entrada la confusión era absoluta. Se cerraron las puertas. Seis
toneladas de acero giraron sobre sus goznes y se encajaron con un chasquido seco y
preciso. A Jill le pareció que había cientos de personas en aquel estrecho pasillo:
guardias, soldados de Alwir, voluntarios y huérfanos, y otros pobladores de la torre que
estaban allí por curiosidad o simplemente estorbando. El estrecho corredor era un
maremágnum de voces estridentes, rostros y antorchas. Jill explicó a voces a Seya y a
Gnift lo que había ocurrido. Recias manos se posaron sobre sus hombros y la abrazaron.
Sus amigos la rodeaban. Ante ella, apenas visibles entre las sombras, estaban la reina y
el canciller, la frágil muchacha y el alto aristócrata, ambos envueltos en la gran capa
negra de Alwir.
Según pasaban todos a la Sala Central, Jill los adelantó. Oyó hablar a Alde con voz muy
grave, con los cabellos revueltos sobre el rostro y a Alwir, que se detuvo sin dejar de
mirarla fijamente.
—Alde, lo siento, no puedo hacer nada...
— ¡Puedes intentarlo! —Exclamó con vehemencia la reina—. ¡Al menos habla con él!
¡No puedes rechazarlos como si fueran apestados!
—Eres madre —dijo el canciller suavemente—, y por ello sensible a la compasión, pero
yo soy un jefe. Janus y sus hombres salieron esta tarde hacia los valles fluviales, y quizá
cuando regresen podamos volver a plantear la situación.
— ¡Entonces será demasiado tarde! —insistió ella. Su hermano la cogió por los
hombros y clavó la mirada en sus ardientes ojos azules.
—Alde, por favor, compréndelo —intentó apaciguarla. Ella apartó la cara, y apoyó la
mejilla en el brazalete de cuero que protegía la muñeca de Alwir. El tomó su rostro en la
mano y la obligó a mirarle—. Alde, hermana mía, no me atormentes, por favor. Si te
pones en mi contra, la Fortaleza será presa del caos, y todos pereceremos. Por favor, no
vuelvas a actuar a mis espaldas.
Ella sintió con un movimiento de cansancio, y Alwir pasó un brazo por sus hombros.
Alde se recostó en su hermano como si estuviera exhausta, y sus cabellos negros se
esparcieron sobre el terciopelo que cubría el hombro de Alwir mientras éste la conducía
hacia el Sector Real, a su hogar.
Jill los vio alejarse; eran dos figuras oscuras que se recortaban contra la luz titilante de
las antorchas. «Ahora que Rudy se ha ido, él es todo lo que tiene. Y en parte es com-
prensible que Alwir se resista a dejar entrar a los que lo odian por haberles cerrado ya
una vez las puertas.»
Sin embargo, se sentía como si acabara de ver firmar la sentencia de muerte de aquel
amable religioso y sus harapientos feligreses entre las ruinas de la Gran Puerta.
CAPITULO CINCO
¡Cielo santo! —La verdad, Rudy —repuso Ingold con un tono de voz que era la viva
imagen de la inocencia— es que no hay razón para preocuparse. No son más que
dooicos.
—Me suena la frase. —Rudy se mantuvo firme en mitad del camino que discurría por el
centro de una vaguada, sin dejar de mirar con desconfianza al grupo de semihumanos
que había aparecido repentinamente en lo alto a ambos lados—. Lo mismo dijo Custer
de los indios. —Ingold enarcó las cejas sin comprender—. No importa. —Desenvainó la
espada y se dispuso a pelear.
En Karst, Rudy había visto a dooicos dóciles y esclavizados arrastrándose tras sus amos,
con ojos asustados. Entonces le habían parecido patéticos. Pero ahora, salvajes y
desnudos, enseñando los colmillos amarillentos y gruñendo, producían un sentimiento
muy diferente. Debía de haber al menos veinte machos de gran tamaño en la manada. El
más alto de ellos estaba plantado en el centro del camino y aferraba una gran piedra en
la mano. Tenía aproximadamente la estatura de Rudy. En una ocasión Ingold le había
dicho que los dooicos comían prácticamente de todo, y posiblemente también carne
humana. Se preguntó si sus espadas los impresionarían lo suficiente.
Ingold chasqueó la lengua con tono de reprobación y posó una mano tranquilizadora
sobre la cabeza de Che. El burro estaba impaciente y asustadizo, pero el contacto de la
mano del anciano lo calmó de inmediato. Rudy, que estaba un poco más adelantado,
miró hacia atrás de reojo.
— ¿Crees que nos atacarán?
— ¡Oh, es posible! —Ingold cogió del ronzal a Che y echó a andar tranquilamente hacia
los seis o siete primates que les cerraban el paso—. En esta parte del reino suelen
capturarlos y ponerlos a trabajar en las minas de plata. No creo que éstos sepan adónde
llevan a los cautivos, pero asocian a los humanos con caballos, redes y fuego, y con eso
basta.
El gran macho que se encontraba frente a ellos alzó la piedra con un aullido
amenazador. Ingold señaló despreocupadamente a los grupos de hembras y crías que
contemplaban la escena desde las laderas.
— ¿Ves? Los miembros más débiles de la tribu siempre van rodeados por los más
fuertes. Es para protegerse de los lobos de las praderas y de los brigg, unas aves muy
agresivas.
Rudy respiró profundamente. «Muy bien, vamos allá», pensó sombríamente, y alzó la
espada, dispuesto a vender cara su vida.
Ingold, que iba varios pasos por delante de él, ni siquiera volvió la cabeza.
—Tranquilo, Rudy. No luches nunca cuando puedes pasar inadvertido. —Según se iban
acercando a ellos, los dooicos parecieron olvidar todo lo que estaba ocurriendo. Algunos
se pusieron a mirar al cielo, a la tierra o a sus compañeros. Otros se alejaron del camino
y se pusieron a escarbar en busca de raíces y lagartos. Ingold, Rudy y Che pasaron
plácidamente entre ellos como si hubieran sido invisibles.
—Busca siempre la salida más fácil —dijo Ingold de buen humor mientras rascaba al
asno entre las orejas una vez que los dooicos habían quedado atrás—. Es mucho mejor
para la salud y para los nervios.
Rudy volvió la cabeza una vez más hacia el grupo de hombres de Neanderthal que
habían vuelto a sus ocupaciones habituales.
— ¡Puaf! —dijo con una mueca de disgusto.
Ingold alzó las cejas con gesto divertido.
— ¡Oh, vamos, Rudy! Aparte de sus malos modales, no son la peor compañía que
podríamos tener. En una ocasión viajé por la parte norte del desierto durante casi un mes
con una banda de dooicos, y aunque no eran demasiado elegantes, se encargaron muy en
serio de que no me ocurriera nada.
— ¿Quieres decir que hiciste un viaje con esas bestias?
— ¡Oh, sí! —dijo Ingold sonriendo—. A la sazón yo era hechicero en una aldea de
Gettlesand. Estábamos a cientos de kilómetros de sus rutas habituales, pero debían de
saber que yo era mago, porque cuando la única fuente de agua de sus territorios se secó,
vinieron a buscarme para que la hiciera manar.
— ¿Y lo hiciste?
—Por supuesto. El agua es la vida en el desierto y no podía obligarlos a acercarse más a
los asentamientos humanos, porque los habrían capturado o exterminado.
Rudy sacudió la cabeza asombrado.
Ya habían dejado atrás las tierras altas y se habían adentrado en el desierto. Atravesaban
lentamente un mundo seco y frío en el que había que medir muy bien las etapas entre
pozo y pozo y donde el viento provocaba incesantes tormentas de arena. Había llanuras
hundidas que parecían lechos de lagos desecados, y el viento interpretaba siniestras
melodías entre los arbustos espinosos y los cactos, pero en las zonas elevadas no había
más que masas de piedra, arenisca y lava que habían tomado formas fantásticas por
efecto de la incesante erosión de los elementos. En algunos lugares las dunas cubrían
por completo el camino, y en la arena podían verse las huellas de grandes reptiles. En
una ocasión, Rudy vio un grupo de grandes aves zancudas, semejantes a avestruces,
corriendo velozmente en el rojo horizonte. Era una tierra extraña. Días enteros pasaron
sin oír más sonidos que los de sus propias voces, los rebuznos de Che y el persistente
silbido del viento. Era como el silencio de las colinas de California, el silencio que
Rudy siempre había buscado en sus excursiones solitarias. En aquella calma infinita, el
zumbido de un insecto era como el rugido de un avión, y los únicos sonidos audibles
eran los que uno mismo producía: el crujido de un cinturón de cuero o la propia
respiración.
En aquel yermo interminable los viajeros no se encontraron con nadie, y la soledad, en
lugar de nostalgia y tristeza, provocó en Rudy una extraña paz de espíritu. Aquellos días
hablaron poco, pero ninguno de los dos hombres parecía necesitarlo. En medio de una
conversación podía haber silencios de dos o tres días. De cuando en cuando Ingold le
señalaba una tarántula o las huellas de un pequeño roedor. A veces Rudy le hacía al
anciano alguna pregunta sobre un cacto o un tipo de roca. En dos ocasiones sintieron la
proximidad de los Seres Oscuros, cuando de repente el viento cesó y un extraño silencio
cayó sobre ellos; pero, por lo demás, no vieron otros seres vivos.
— ¿Cuánto tiempo estuviste en el desierto? —preguntó Rudy al anciano después de
muchas horas de silencio.
—Todo —respondió Ingold, y sonrió ante la mirada de desconcierto del joven. Desde el
principio del viaje la pálida manta de nubes que cubría el cielo no se había roto ni una
sola vez. Bajo la difusa luz gris las arrugas del rostro atezado de Ingold parecieron
mucho más profundas—. El desierto ha sido siempre mi hogar. Quo es el hogar de mi
corazón, el lugar donde querría estar, pero crecí en el desierto. Lo he recorrido de punta
a cabo, desde las selvas de Alketch a las colinas de Lava que bordean los desiertos
helados del norte, y aún así, tengo la impresión de no conocerlo lo suficiente.
— ¿Eso ocurrió cuando eras hechicero de aquella aldea?
— ¡Oh, no! Eso fue mucho después, a continuación de que el rey Umar, el padre de
Eldor, me expulsara de Gae. No. Durante quince años viví como un ermitaño entre
rocas y colinas polvorientas. Pasaba muchos meses solo, sin más compañía que el
viento y las estrellas. Creo que llegaron a transcurrir cuatro años sin que viera el rostro
de un ser humano.
Rudy contempló con asombro al mago. No podía creerlo. Como casi todos los
miembros de su generación, rara vez había pasado más de doce horas sin hablar con
nadie. Simplemente era incapaz de imaginar cuatro años de soledad absoluta.
— ¿Y qué hacías?
Su voz debió de delatar sus pensamientos, ya que Ingold volvió a sonreír.
—Buscar comida. Es una actividad que ocupa gran parte del tiempo. Y observar a los
animales, mirar el cielo, pensar. Sobre todo pensar.
— ¿En qué?
Ingold se encogió de hombros.
—En la vida. En mí. En la estupidez humana. En la muerte, en el miedo, en el Poder.
Pero esto fue... ¡oh, hace muchos años! Entonces vivía por allí otro ermitaño, un hombre
de gran poder y generosidad que me ayudó en una época en la que yo necesitaba ayuda
desesperadamente. —El anciano frunció el entrecejo al recordarlo. Rudy vio en sus ojos
el reflejo del joven que había sido, un vagabundo solitario del desierto, e Ingold sacudió
la cabeza, como si rechazara una idea imposible—. Probablemente estará muerto. Ya
era muy viejo cuando lo conocí, y entonces yo era sólo un poco mayor que tú.
— ¿Puedes entrar en contacto con él? —Preguntó Rudy—. Si es mago, quizá sepa algo
del Consejo de Quo.
— ¡Oh, Kta no era mago! Era... Realmente no sé lo que era. Simplemente un viejo. Pero
no, me resultaría imposible encontrarlo. El se deja encontrar si lo desea, y si no... —In-
gold extendió las manos abiertas en un gesto de impotencia—. Hace más de quince años
que no he sabido nada de él.
Siguieron caminando en silencio. Rudy dejó vagar sus pensamientos, mientras sus ojos
buscaban huellas de animales en la arena o formas de plantas conocidas o desconocidas.
Intentó imaginarse a Ingold a su edad, en alguna situación en la que necesitase ayuda
desesperadamente, y también a la persona que fuera capaz de proporcionarle lo que él
no pudiera conseguir por sí mismo.
El camino remontaba una suave loma y seguía su curso sobre una cresta al final de cuya
pendiente se extendía otra llanura de piedras y arbustos. Él viento azotó el rostro de
Rudy, que por un momento no supo si había visto un reflejo brillante en la lejanía o sólo
lo había imaginado. Ni siquiera cuando se detuvo e hizo visera con la mano pudo ver
claramente de qué se trataba. Sólo era evidente que los buitres describían amplios
círculos en el aire por encima de lo que fuera.
— ¿Qué es? —preguntó en voz baja cuando Ingold llegó a su lado.
El anciano tardó en responder. Se quedó inmóvil, con los ojos entornados, sin mostrar
reacción alguna. Pero Rudy percibió la tensión que crecía en su interior, como si
esperase un ataque en cualquier momento.
—Jinetes Blancos —dijo Ingold por fin.
Rudy apartó los ojos de los horrendos restos del sacrificio celebrado por los Jinetes
Blancos. Debían de llevar allí casi una semana. Lo que no se habían comido los buitres
y los chacales, había sido presa de las hormigas, pero todavía era lo suficientemente
reciente como para producir náuseas. Rudy intentó concentrarse en la cruz que habían
erigido detrás de la cabeza de la víctima. Tenía unos dos metros de altura y estaba
decorada con cintas a las que habían atado plumas, hierbas trenzadas, huesos tallados y
trozos de cristal. La cruz era de madera, algo insólito en aquellos páramos en los que
apenas se encontraba más vegetación que arbustos espinosos, y en el centro habían
clavado un cráneo humano. Las cintas de plumas y hierbas trenzadas se agitaban
siniestramente por el viento.
—Es un poste mágico. —Ingold dio una vuelta lentamente a su alrededor, como un
gato, sin apenas dejar huellas en la quebradiza tierra. Sus dedos acariciaron suavemente
la madera pulida y los extraños adornos, como si intentara leer algo mediante el tacto.
—Es raro —susurró, como para sí mismo, como si hubiera descubierto en su jardín unas
flores que no recordara haber plantado. Rudy se estremeció y recorrió el horizonte con
la vista, como si esperara ver aparecer los Jinetes Blancos en cualquier momento.
— ¿Lo han hecho los Jinetes Blancos?
— ¡Oh, claro! —Ingold se acercó a examinar los restos de la víctima, y se agachó para
observar de cerca sus huesos. Rudy tuvo que apartar la mirada—. Los Jinetes Blancos
hacen sacrificios para ahuyentar a alguien o a algo que temen. Ya lo viste en los valles
fluviales que atravesamos en el viaje a Renweth. Y en general, aunque no siempre,
erigen una de estas cruces para que retenga el alma atormentada de la víctima. —Se
puso en pie con dificultad, y con el entrecejo fruncido continuó—: Lo más normal es
que con estos sacrificios intenten librarse de las tormentas de hielo, a las que consideran
espíritus malignos. Y últimamente han empezado a ofrecerlos también a los Seres
Oscuros. Pero esto... —Volvió a acercarse a la cruz, y él mismo pareció un fantasma a
la luz pálida de la tarde—. Esto no lo había visto nunca. —Se apartó un poco y dio unos
golpes con el báculo en la tierra dura y agrietada—. Tienen mucho miedo de algo,
Rudy, tanto como para sacrificar a uno de los suyos para ahuyentar el peligro. Pero tan
al sur no puede ser una tormenta de hielo, ni tampoco los Seres Oscuros.
— ¿Cómo lo sabes?
—Lo sé por las colgaduras de la cruz y los dibujos que han grabado en la madera. Este
no es territorio de caza de ninguna tribu de Jinetes que yo conozca. No suelen adentrarse
en el desierto. Permanecen en las llanuras y siguen los rastros de bisontes y mamuts.
Sólo la dureza del invierno y quizá la llegada de los Seres Oscuros pueden haberlos
empujado hasta aquí. —Retrocedió unos pasos y tomó el ronzal de Che. Rudy pensó
que parecía un viejo buscador de oro—. A partir de ahora debemos tener cuidado de no
dejar huellas —siguió diciendo mientras volvía a salir al camino—. A los Jinetes
Blancos les encantan las armas de metal. Nos rebanarían el cuello solamente por las
espadas.
— ¡Fantástico! —Dijo Rudy con tono fatalista—. Un problema más.
—Dos —le corrigió Ingold—. Los Jinetes Blancos y lo que sea que tanto temen.
Pero en los dos monótonos días que siguieron no vieron el menor rastro de Jinetes
Blancos. A media tarde del segundo día, Rudy creyó distinguir a lo lejos una nube de
polvo y signos de movimiento, y preguntó a Ingold si no serían los temidos guerreros
bárbaros.
— ¡Tonterías! —Dijo Ingold—. Cualquier Jinete que levante polvo por encima de las
rodillas sería inmediatamente expulsado de la tribu.
— ¡Ah! —Rudy entornó los ojos e intentó ver qué era lo que se dirigía hacia ellos por el
camino—. Pues a juzgar por el revuelo, no es una sola familia.
Según se fueron acercando, Rudy vio que en realidad se trataba de mucho más que una
familia. Era toda una comunidad en movimiento, semejante a las caravanas de
refugiados de Karst, Gae o Penambra. La larga columna de carros iba rodeada por dos
filas de jinetes y precedida por un grupo de exploradores que avanzaban desplegados.
Los crujidos de los arneses y los ladridos de los perros resultaban extraños a los oídos
de Rudy. Hasta entonces no se había dado cuenta de cómo se había acostumbrado al
silencio del desierto. A la cabeza de la caravana caminaba una mujer envuelta en una
capa que al verlos apretó el paso para salir a su encuentro mientras los exploradores se
replegaban desde ambos lados. Algo en la disposición de la caravana recordó a Rudy el
comentario que Ingold le había hecho sobre los dooicos.
La mujer echó hacia atrás la capucha de su capa al acercarse a ellos. Su rostro era
alargado y enjuto, y debía haber sido casi agraciado antes de que los latigazos de los
Seres Oscuros y las salpicaduras de ácido lo surcaran de cicatrices. Los soldados que se
aproximaron tras ella eran hombres y mujeres sombríos y cubiertos de polvo, vestidos
con chalecos de piel de borrego y armados con arcos de dos metros. La mujer empuñaba
una alabarda, que a la vez usaba a modo de cayado, y cuya hoja metálica reflejaba con
fuerza la luz de la tarde.
— ¡Os saludo! —les gritó al acercarse—. Es un placer encontraros en el camino,
peregrinos. —Al acercarse, Rudy observó que la mujer debía de tener unos cinco años
más que él mismo, una cabellera larga y negra recogida en una cola de caballo y los ojos
almendrados tan comunes entre la gente de Gettlesand—. ¿De dónde venís, que os
dirigís al oeste? ¿Venís del reino? —La esperanza y la ansiedad afloraron a su rostro y a
los de sus acompañantes.
Ingold le ofreció la mano e hizo una leve inclinación de cabeza en señal de respeto.
—Venimos del reino —respondió—, pero temo que somos portadores de malas
noticias, señora. Gae ha caído, y el rey Eldor ha muerto.
La mujer guardó silencio; la esperanza desapareció de sus ojos y a su alrededor hombres
y mujeres intercambiaron miradas sombrías. En la caravana un niño se echó a llorar y
una mujer comenzó a cantarle una canción de cuna.
—Ha caído —repitió ella al cabo de un momento—. ¿Cómo?
—La ciudad está en ruinas —dijo Ingold quedamente—. Fueron los ataques de los Seres
Oscuros por las noches, y los saqueadores, los dooicos salvajes y las fieras durante el
día. El palacio ardió por completo y el rey Eldor pereció entre sus cenizas. Lo siento;
lamento ser el portador de tan trágicas nuevas.
Ella bajó la vista y Rudy vio que sus manos grandes y huesudas apretaban el mango de
la alabarda, como si intentara mantener la calma o sujetarse para no caer. Finalmente
volvió a levantar la vista. Sus ojos estaban hinchados de cansancio.
—Entonces, ¿venís de Gae? —preguntó—. Porque si os dirigís a Dele, si esperáis
encontrar allí un refugio... —Hizo un gesto hacia la caravana, muchos de cuyos
miembros se habían acercado al grupo—. Unos dos tercios de esta gente vienen de Dele.
El resto es de Ippit, o de las tierras que rodean el río Llano. Mi nombre es Kara de Ippit.
Era..., soy la hechicera del pueblo.
Ingold la observó fijamente.
— ¿Eres hechicera?
Ella asintió.
—El clérigo de Ippit siempre me respetó. Y he intentado ayudar a esta gente con mis
reducidos poderes...
— ¿Estudiaste en Quo?
—Sí y no. Sólo un año. Después tuve que volver junto a mi madre, que estaba enferma.
—De repente miró a Ingold con ansiedad, al comprender el significado de su
pregunta—. ¿Eres tú también hechicero?
—Sí. ¿Y tu madre?
Ella asintió, y Rudy vio que el mortal cansancio de su rostro daba paso a una nueva
animación.
— ¿Has tenido alguna noticia de Quo? —Preguntó llena de ansiedad—. Yo lo he
intentado muchas veces, pero ni siquiera he conseguido ver la ciudad. Tú eres el primer
mago que he visto desde que todo esto empezó. —La mujer tomó la mano de Ingold—.
No sabes la alegría que me produce...
—Lo sé muy bien —repuso el anciano, con una sonrisa—. Yo tampoco he tenido
ninguna noticia de Quo ni de ningún mago más que tú desde la caída de Gae. Ahora nos
dirigimos a Quo con la intención y la esperanza de encontrar a Lohiro y pedirle ayuda.
Un leve rubor cubrió las curtidas mejillas de la mujer.
—Creo que llamarme a mí maga es como llamar pura sangre a vuestro burro. Quizá
pertenecemos a la misma familia, pero a diferentes categorías. —Volvió a mirar a
Ingold frunciendo levemente las cejas, como si buscara el hilo de un recuerdo perdido.
El mago volvió a sonreír.
—Quizá seas un potro pura sangre —dijo Ingold—. ¿Adónde os dirigís ahora, Kara?
Ella suspiró y sacudió la cabeza con tristeza.
—A Gae —dijo simplemente—. O quizás a los valles fluviales. Abandonamos Ippit
para ir a Dele, que era la ciudad más cercana; no podíamos resistir más en nuestro
pueblo. Demasiados edificios habían quedado destruidos, y los ataques de los Seres
Oscuros eran constantes. A tres días de Dele nos topamos con toda una caravana que
huía de allí, casi todos medio congelados y muertos de hambre. Compartimos con ellos
nuestras provisiones... Ya hace tres semanas que estamos en camino. Creímos que si
conseguíamos llegar a los valles... —La voz le flaqueó de cansancio.
—Los valles están infestados de Seres Oscuros. Hay muchos más que en las llanuras.
Llevamos a la vieja Fortaleza de Dare al príncipe Altir, hijo de Eldor, y desde allí el
canciller Alwir gobierna lo poco que queda del reino. Pero también allí hay muchos
problemas —prosiguió Ingold, sin mencionar la escena que Rudy y él habían visto en el
fuego, la visión de Alwir rechazando a los refugiados de Penambra.
Kara asintió sombríamente.
—Me lo temía —susurró—. ¿Sabes de algún lugar a donde podamos dirigirnos,
cualquier lugar...?
—Pudiera ser. Tomec Tirkenson, el Señor de Gettlesand, ha reconstruido la torre de la
Roca Negra. No sé cuántos son ni qué provisiones tienen, pero quizá si os dirigís allí y
le pedís asilo, pueda acoger a algunos de vosotros.
Kara miró por encima del hombro a los famélicos pastores que la acompañaban, y a
Rudy le pareció que sin decir una palabra se sometía a votación la alternativa. No tenían
elección. Sus ojos volvieron a clavarse en los de Ingold.
—Gracias —dijo quedamente—. Allí iremos. Aunque nos rechace, es mejor que
quedarnos aquí a esperar la muerte. —La mujer se irguió de nuevo y con un gesto de la
cabeza se apartó la espesa melena de la cara.
—Tirkenson tiene mala reputación entre los miembros de la Iglesia —dijo Ingold—,
pero es un hombre justo y clemente, y reconocerá lo que significa disponer de la ayuda
de un mago en la torre. ¿Viene tu madre contigo?
Kara dijo que sí con un movimiento de cabeza.
— ¿Y fue ella también a la escuela de Quo?
Una ráfaga de buen humor atravesó los ojos de Kara.
— ¿Y mezclarse con todos aquellos remilgados ratones de biblioteca? En la vida.
Ingold sonrió, y la suave calidez de su expresión cautivó por completo a la mujer, que
siguió estudiando sus rasgos con intensidad. Sus ojos pasaron del desconcierto a la
sorpresa, y finalmente a la reverencia.
—Tú eres Ingold Inglorion —murmuró.
El anciano suspiró suavemente.
—Ése es mi triste destino.
Kara pareció completamente confundida.
—Perdona, mi señor —balbuceó—. No sabía...
—Por favor —dijo Ingold—, haces que me sienta horriblemente viejo. —Le tomó las
manos y las apretó entre las suyas—. Una cosa más, Kara. Hay una banda de Jinetes
Blancos por la zona. Parece una partida de caza de unos treinta. Hace unos días
encontramos un poste mágico. Te sugiero que dobles las guardias y disperses más a los
exploradores. Los Jinetes Blancos tienen miedo. Puede que quieran capturar a alguno de
los tuyos para ofrecer otro sacrificio, y desde luego les interesarán vuestros animales.
— ¿Miedo? —Preguntó con gesto preocupado uno de los pastores—. ¿De qué, de los
Seres Oscuros?
Al oír el nombre de los Jinetes Blancos la inquietud se extendió entre el grupo como el
olor del lobo entre un rebaño de ovejas.
«Bien —pensó Rudy—, son habitantes del desierto. Quizás algunos de ellos hayan visto
ya los restos de algún sacrificio de los Jinetes.»
—Puede ser —repuso Ingold—, pero el poste mágico que hemos encontrado no lo
habían levantado para los Seres Oscuros. No tengo la menor idea de qué es lo que tanto
temen, pero lo temen mucho.
Kara frunció el entrecejo, pensativa.
—En esta época del año no hay incendios —dijo—. Y tan al sur tampoco se producen
tormentas de hielo. A no ser que se trate de una banda de muy al norte que se haya
perdido...
—Me cuesta creer que una partida de Jinetes se pierda bajo ninguna circunstancia —
dijo Ingold—. Pero he visto muchos sacrificios y esto era nuevo para mí. ¿No habéis
oído algún rumor, alguna historia sobre algo que haya ocurrido por estas tierras?
Un granjero de larga barba sonrió.
— ¿Algo que asuste a los Jinetes? Quizás una estampida de mil mamuts seguida de una
bandada de pájaros carniceros...
Ingold sacudió la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—No. Nunca hacen un sacrificio a algo que pueden matar.
— ¿Alguna enfermedad? —dijo Kara sin convencimiento.
Ingold pareció dudar.
—Quizá. Pero los Jinetes Blancos tienen una manera más sencilla de tratar las
enfermedades.
—Ya —admitió ella—, pero si es una gran epidemia no pueden dejar atrás a todo el
mundo.
—Han llegado a abandonar hasta a veinte miembros de una tribu de una sola vez, señora
—dijo el granjero mientras se rascaba la cabeza—. Y ha habido mucha hambre y
muchas enfermedades este invierno con este maldito tiempo.
—Quizá —dijo Ingold de nuevo—. Pero en general los Jinetes Blancos desprecian a la
enfermedad porque la consideran una debilidad de la voluntad, más que un problema
externo. Ellos no ven el mundo como nosotros, y a veces tienen miedo de cosas
extrañas, pero hay algo muy peligroso por ahí. Que no os toque ése ni otros peligros,
Kara de Ippit —dijo Ingold mientras hacía unos signos en el aire por encima de la
cabeza de la mujer—, ni a ti ni a los que te acompañan.
Ella sonrió tímidamente y repitió sus gestos.
—Lo mismo te digo, señor.
Así se despidieron y siguieron cada uno su camino. La nube de polvo que levantaba la
caravana engulló a los dos peregrinos, que durante un rato se vieron envueltos en una
espesa niebla blanca mientras avanzaban en dirección contraria a la columna de carros,
mujeres, niños, cabras y ovejas. Pasaban por su lado artesanos cargados con las
herramientas de sus oficios, granjeros que cargaban con las rejas de sus arados y
soldados improvisados armados con espadas y alabardas. Los perros pastores conducían
a los rebaños entre el monótono sonar de los cencerros. Algunos aldeanos alzaron un
brazo para saludar a los dos magos, y una anciana que tejía sentada en un carro se
dirigió a ellos con voz cascada y alegre.
— ¡Vais en dirección contraria, muchachos!
A lo lejos se oyó la voz indignada de Kara.
— ¡Madre!
Rudy sonrió.
—Dijiste que no había nada más peligroso en el mundo que un mago ignorante...
—Ella conoce sus limitaciones —dijo Ingold sonriendo al recordar el rostro de la tímida
mujer—. En general, los magos medio formados son peores que los ignorantes, pero ella
posee la bondad de corazón de la que carece la mayoría de los magos. Te diría que Kara
es una excepción entre nosotros.
— ¿De verdad?
Ingold se encogió de hombros.
—Los magos no somos buenas personas, Rudy. La bondad no suele ser uno de nuestros
rasgos de carácter más habituales. Casi todos somos orgullosos como Satán, en especial
que llevan pocos meses de formación. Ésa es una de las razones de que exista el
Consejo. Debe haber algo que contrarreste los efectos de la conciencia de que uno
puede alterar el universo. ¿No has sentido tú mismo la euforia de saber que puedes
llamar al fuego o hacer cambiar los vientos de dirección a tu antojo?
Rudy dirigió al anciano una mirada avergonzada y se encontró con unos ojos sabios y
con una sonrisa de maliciosa satisfacción por haberle leído los pensamientos una vez
más.
—Sí, algo así. ¿Y qué?
Pasaron junto a los últimos rebaños, y la nube de polvo blanco fue difuminándose
lentamente. Bajo el cielo nublado del desierto, el vacío volvió a abrirse ante ellos.
— ¿Y qué? —Reiteró Ingold con una sonrisa—. Que el éxtasis del Poder tiene unos
efectos devastadores. El Consejo y el archimago tienen la obligación de controlar no
sólo el Poder en sí, sino también las almas de los que lo poseen.
Rudy pensó por un momento en aquello. Recordaba la sensación que le invadió cuando
se dio cuenta de que podía llamar al fuego, el rápido y brillante chispazo de triunfo que
siempre sentía cuando conseguía hacer bien un encantamiento. Y de repente vislumbró
el principio de un camino que podía conducir a un mal inimaginable. Buscar el
conocimiento por el conocimiento y el Poder por sí mismo, dejar a Minalde para ir en
busca de su destino, o permanecer en una habitación oscura contemplando un cristal
reluciente mientras Ingold se enfrentaba solo a la muerte y a la destrucción de la
Fortaleza. Súbitamente vio en sí mismo el potencial de un poder ilimitado.
« ¿Lo sentirá también Ingold? —se preguntó—. ¿Y Lohiro?» —La imagen del
archimago, semejante a un dragón dorado, con aquellos ojos vacíos y brillantes, volvió
de nuevo a su mente—. « ¿Habrá luchado él contra el éxtasis del Poder total?»
«Si lo han nombrado archimago, debe de haberlo hecho —reflexionó—. El mago más
poderoso del mundo, el jefe supremo de todos ellos. Debe de ser difícil resistir el peso
de algo así. Poder, Poder absoluto. Más fuerte que cualquier droga conocida o por
conocer.»
— ¿Cuánto tiempo hace falta? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo hay que estudiar en Quo?
—Casi todos pasan allí entre tres y cinco años —dijo el anciano—. Pero como ves, no
todos los magos pasan por Quo. En tiempos pasados hubo otros centros de magia, el
mayor de ellos en Penambra. Y también otros magos que se instruyeron como
aprendices de hechiceros nómadas, como posiblemente la madre de Kara. Y el tercer
escalón, el de los que llaman al fuego, encuentran cosas perdidas o echan la
buenaventura, operan por puro instinto. Pero el centro del saber está en Quo. Sus torres
son nuestra patria.
La tarde ya caía, y en la Fortaleza cerrarían los portones, entre las oraciones de
Govannin y los conjuros de Bektis.
— ¿Y dónde encaja Bektis en este esquema? —preguntó Rudy pensativo—. ¿Estuvo él
también en Quo?
—Sí, desde luego. De hecho Bektis es unos diez años mayor que yo. Piensa que me he
echado a perder.
—Así que tú también te convertiste en mago en Quo.
—Bueno, no exactamente. —Ingold miró de soslayo a Rudy, y las sombras de la
capucha desdibujaron sus facciones—. Yo estudié siete años en Quo, y aprendí mucho
sobre la magia, sobre el Poder y sobre el tejido del que está hecho el universo; pero,
desgraciadamente, nadie consiguió quitarme la vanidad, ni la estupidez, ni el deseo de
jugar a ser Dios. Por todo ello, mi primera acción al volver a mi hogar fue desencadenar
irresponsablemente una serie de acontecimientos que acabaron con todos los miembros
de mi familia, la mujer que amaba y unas setecientas personas inocentes, a casi todas las
cuales conocía desde la infancia. Entonces —prosiguió ante el horror de Rudy—, me
retiré al desierto y viví como un ermitaño. Y fue en el desierto, Rudy, donde aprendí a
ser mago. Como creo que ya te he dicho alguna vez, el ser un verdadero mago tiene
muy poco que ver con la magia.
Rudy no supo qué contestar.
CAPITULO SEIS
Como su hermano había ordenado, Minalde no regresó al campo de refugiados de la
Gran Puerta. Jill, sin embargo, una semana después de haber ido allí por primera vez,
volvió a emprender el descenso a la entrada del valle con el sigilo de un cazador de leo-
pardos, consciente de la advertencia de Maia sobre quién podía sucederle al mando de
los penambrios.
Se mantenía la vigilancia en el camino, pero de forma mucho menos rigurosa. El
número de penambrios había disminuido alarmantemente; un guardia llamado Caldern,
un hombretón de las provincias norteñas, de aspecto engañosamente torpe, había
visitado el campo y volvió declarando que ya no quedaban más que un puñado de
supervivientes agrupados en torno a sus mortecinas hogueras, cocinando un zorro que
habían cazado, y que no había visto ni rastro de Maia, noticia que hizo llorar a Minalde.
Jill, de pie en la penumbra que lo invadía todo bajo los silenciosos árboles, se
preguntaba por qué tenía aquella sensación de peligro, de que alguien la vigilaba. A su
alrededor, los árboles imponían su silencio en un mundo sombrío de cortezas húmedas
sepias y pardas, de agujas de pino negras cargadas de nieve, de ramas retorcidas y
desnudas, de arbustos que se elevaban entre la nieve como si fueran manos congeladas
de cuerpos muertos. No había nevado en tres días y la tierra se había cubierto de barro
donde todavía eran visibles las huellas de los penambrios que habían salido en busca de
comida. En el aire inmóvil, Jill podía oler el aroma de la leña quemada procedente del
campo de refugiados.
¿Por qué la desolación producía esa sensación de vida oculta, de constante vigilancia?
¿Qué signos subliminales, se preguntaba, provocaban tanta tensión en sus nervios? ¿O
sencillamente se trataba de los rumores sobre los Jinetes Blancos y las huellas de lobos
que había visto más arriba del camino?
«El Halcón de Hielo lo sabría», pensó. El joven capitán no sólo presentiría el peligro, si
de verdad existía, sino que podría identificar de dónde procedía.
Pero el Halcón de Hielo estaba intentando abrirse camino por los valles inundados por
el río y debía de tener bastantes cosas en qué pensar.
A través del silencio del bosque espeso le llegaron ruidos procedentes del camino;
ruidos de pisadas sobre el terreno helado, chirridos de ruedas, voces de hombres y
mujeres y un ligero tintineo de espadas y cotas de malla, que sólo por su familiaridad le
confortaron. Jill corrió hacia el camino, dando gracias al cielo interiormente: la caravana
de aprovisionamiento volvía sana y salva de los valles.
Desde lo alto del montículo que dominaba la carretera los vio claramente. Los caballos
hacían esfuerzos titánicos por no resbalar en el barro medio helado. En la primera figura
reconoció a Janus, a la cabeza del grupo; con su caballo al límite de sus fuerzas
arrastraba una carreta de sacos mohosos de grano y carne ahumada de media docena de
cerdos. En esta parte la carretera estaba en mal estado y los Monjes Rojos y las tropas
de Alwir estaban intentando calzar las ruedas de los carros para evitar que resbalaran
por la acusada pendiente. Todas las carretas venían cargadas.
Vio cómo Janus se detenía y levantaba una mano en señal de parada general. Estaba casi
debajo de ella y observó que, después de la semana que habían pasado buscando comida
en los valles, volvía visiblemente más delgado; en su angulosa cara, bajo la desaliñada
barba rojiza, se reflejaban noches de insomnio y amargura, y de trabajo constante y
agotador. Dio un paso adelante y tanteó el camino con el palo que llevaba, que se
hundió en el barrizal al quebrarse la delgada capa de hielo. Al igual que el resto de su
tropa, Janus estaba cubierto por una capa de barro medio seco y helado. Su capa oscura
apenas se distinguía de las capas escarlatas de los soldados de Alwir, salvo en aquellas
zonas donde se había desprendido el barro. Con expresión de fastidio, llamó a su tropa
para que se acercara. Jill pudo oír que ordenaba a los hombres que buscaran ramas de
pino para extenderlas sobre el camino, facilitando así el paso de los carros.
Hombres y mujeres se dispersaron por los helados montículos y desaparecieron en la
profundidad del bosque. Eran menos de los que habían bajado a los valles fluviales y
parecían exhaustos. Janus retrocedió y permaneció con los pocos que quedaban, sin
dejar de lanzar miradas inquietas al bosque oscuro. Había algo en aquella situación que
evidentemente no le gustaba. De repente vio a Jill y la tensión de su mirada se relajó un
poco.
— ¡Jill-shalos! —exclamó—. ¿Qué tal por la Fortaleza?
—Todo sigue igual —gritó ella hacia abajo—. Pocas novedades sobre los Seres
Oscuros, y la situación tres cuartos de lo mismo. ¿Has pasado por el campo de la Gran
Puerta?
El sacudió la cabeza y su rostro, tenso y preocupado, pareció endurecerse por el
resentimiento.
—Sí —dijo bajando la voz—. Maldito Alwir, podría hacerse cargo de los que quedan.
Ya son tan pocos que no le darían problemas.
Otra voz, amable y suave, aunque algo apesadumbrada, contestó:
—Quizá más de los que crees.
Jill miró hacia arriba. Maia de Thran estaba en lo alto del terraplén, al otro lado de la
carretera, y parecía el cadáver de un mendigo cubierto de harapos al que le hubiera
crecido el pelo y la barba después de muerto. Algo se removía entre los árboles.
Vestidos con pieles de animales, con el cabello enmarañado como si ellos mismos
fueran bestias, aparecieron unos cincuenta de sus hombres emergiendo de la
monocroma oscuridad del bosque. Entre todos empujaron a una docena de Monjes
Rojos atados y amordazados que habían ido a buscar pinaza.
El grito de advertencia no llegó a salir de los labios de Janus.
—Resulta sencillo —siguió diciendo con calma el obispo—, incluso para unos pobres
muertos de hambre, tender una emboscada a un guerrero o dos solos. De hecho, aún más
fácil de lo que ha sido sembrar de obstáculos la carretera para que no pudieran pasar las
carretas cargadas e impediros escapar. Si hubierais tardado tres días más, dudo de que
hubiéramos podido mantenerlo así, pero, ahora, como veis, ya tenemos comida... —hizo
un gesto indicando las carretas cargadas—... y en cuanto hayamos recuperado las
fuerzas lo suficiente, iremos a buscar más.
Jill oyó un ruido detrás de sí. Del bosque salieron más penambrios, todos mugrientos,
con aspecto lobuno, tan famélicos que las mujeres sólo se distinguían de los hombres
por la ausencia de barba; los que no llevaban armas de acero portaban garrotes o armas
improvisadas. Una mujer blandía una sartén de hierro, cuya base, manchada de sangre,
debía de haber sido utilizada con éxito. Todos empezaron a bajar por los terraplenes
hacia la carretera para llevarse el contenido de las carretas.
—En otros tiempos, solíamos entrenarnos juntos como guerreros, Janus de Weg —
continuó Maia, que se aferraba desesperadamente a su bastón, que, según sospechaba
Jill, debía de ser lo que lo mantenía en pie—. Quizá podrías llevar al Señor de la
Fortaleza de Dare un mensaje de mi parte.
Jill suspiró y se restregó los ojos enrojecidos.
—Vendería a mi hermana a los árabes —anunció a la vacía oscuridad de la Sala Central
que la rodeaba— por una taza de café. —Pero nadie pareció oír la sugerente oferta y
sólo le respondieron los rumores de la quietud de la noche.
En la Fortaleza siempre era de noche. Los oscuros muros guardaban la oscuridad de su
interior tan celosamente como protegían a sus pobladores de los Seres Oscuros. Pero,
durante el día, el laberinto de pasillos bullía en una confusión de luces, de lámparas de
aceite, de fogatas de ramas de pino, de brasas de diminutos fuegos hechos en sucias
celdas atestadas de gente. Resonaban voces, entremezcladas con risas, canciones, riñas
y el chismorreo de la Fortaleza y su política. La Sala Central estaba siempre llena de
gente que ocupaba su tiempo fabricando todo lo que pudiera cambiarse por comida o
por bienes, o sencillamente por un favor. Había gente lavando la ropa en las piletas
junto a los canales de agua y otros se reunían a charlar o a jugar por placer, dinero o
amor. En las noches calladas se podía sentir el peso, la antigüedad, la masa de la
Fortaleza, y ese vacío silencio recordó a Jill las descripciones que Ingold le había hecho
de los nidos subterráneos donde habitaban los Seres Oscuros.
El silencio la oprimía multiplicando la soledad de su alma. Desde el desvencijado
balcón del segundo nivel donde se encontraba, Jill no podía ver muy bien los espacios
cavernosos que tenía delante, pues sólo estaban iluminados por las antorchas de la
puerta, débiles y empequeñecidas por la distancia, y por algún que otro candelabro de
pared que había abajo, junto a las puertas del santuario. Una corriente de aire le pasó por
el rostro, fría y húmeda como el dedo de un fugaz fantasma. Un homenaje, al igual que
el murmullo del agua de los canales, a las habilidades constructoras de algún gran in-
geniero de los tiempos pasados.
¿Quién?
Jill relajó sus tensos músculos e intentó no bostezar. Los dos últimos días habían sido
agotadores.
No había participado en las reuniones del Consejo convocadas con motivo del mensaje
que le había traído Janus a Alwir de parte de Maia de Thran, pero sí estuvo presente
cuando el canciller y Govannin se encontraron con Janus en las escaleras de la
Fortaleza; allí vio reflejada la rabia en el rostro congestionado de Alwir al enterarse de
que el obispo de Penambra y su gente se habían apoderado de varias toneladas de
comida, además de casi todas las carretas y caballos de la Fortaleza. La situación no
mejoró cuando, después de un segundo de asombrado silencio, se escuchó la seca voz
de Govannin.
—Te dije que enviaras más guardias.
Si Alwir hubiera sido mago, pensó Jill, la obispo de Gae habría caído fulminada por su
fiera mirada en vez de alejarse un par de pasos tranquilamente.
—Mi señor —intervino con voz melosa un obeso comerciante vestido con un traje de
terciopelo verde, miembro del séquito de Alwir—, ¿existe alguna posibilidad de que los
Seres Oscuros hayan destruido a ese miserable bandido?
—El obispo de Penambra está demostrando ser un comandante bastante hábil capaz de
haber previsto hace ya tiempo esa posibilidad —intervino Govannin secamente.
El comerciante jugueteó unos instantes con las colas de armiño que decoraban su jubón.
—Mmmm, entre los guardias de Gae y tus tropas, mi señor Alwir, creo que podríamos
reunir una fuerza bastante considerable...
—No. —La dureza de aquella voz dejó a todos paralizados. En la nublada tarde gris sin
sombras el rostro de Alde parecía de mármol, con la boca apretada y las aletas de la
nariz palpitantes de rabia. Nadie la había visto subir, sigilosa como la sombra de Alwir,
hasta reunirse con el grupo en los anchos escalones de la Fortaleza—. Son nuestra
gente, Bendle Stooft, y van a compartir esta fortaleza con nosotros. Te agradeceré que
no lo olvides.
Nadie se atrevió a abrir la boca, ni siquiera Alwir.
Naturalmente, ya se habían celebrado consejos al respecto y mantenido negociaciones.
El sistema antiguo de distribución de alimentos, basado en trueques, subsidios y caridad
al azar tenía que desaparecer. Govannin luchó con toda su alma contra la propuesta de
hacer un inventario general de los alimentos de la Fortaleza, pero ese mismo día se
construyeron fuera unos recintos cerrados para que sirvieran de almacenes. Todos los
hombres, mujeres y niños de la Fortaleza, ya fueran guerreros o civiles, acabaron
ayudando a construirlos y a transportar comida para dejar libres los niveles superiores.
Fue una tarea agotadora para los que también montaban guardia en las oscuras horas de
la noche, pero era necesario. Jill sabía que, dijera lo que dijese Alwir durante las
conversaciones, Maia y sus penambrios serían admitidos en la Fortaleza.
«Y así es como debe ser», pensó Jill mientras estiraba los brazos para relajar la tensión
y aliviar el dolor de músculos producidos por la falta de sueño y de comida. Aparte de la
necesidad de contar con los guerreros de Penambra para contrarrestar el número de
soldados del imperio de Alketch que estaban a punto de llegar, había sido monstruoso
negar cobijo a los refugiados.
Ella misma había pasado demasiadas noches en el camino de Karst a Renweth y conocía
muy bien el horror de estar a la intemperie en la oscuridad. Pensó en el Halcón de Hielo,
que estaría abriéndose paso por los peligrosos valles inundados, tan sólo con el signo de
la Runa del Velo para protegerle, y pensó en Rudy y en Ingold, en medio de las llanuras
desiertas. Descubrió que echaba de menos a Ingold más de lo que nunca hubiera
imaginado y deseó poder ver rostros y personas en las llamas de un fuego, igual que los
magos. No sería igual; nada era como la presencia de Ingold, con su irónica visión del
mundo que lo rodeaba, pero al menos así hubiera estado segura de que seguía con vida.
No recordaba ninguna persona de su mundo cuya ausencia le hubiera afectado tanto. Sí,
echaba de menos su mundo, la tranquilidad soleada de las explanadas de césped de la
Universidad de Los Angeles, la luz de las tardes otoñales, la cálida paz de la biblioteca a
media noche, rodeada de polvorientos volúmenes mientras buscaba una referencia en
los libros de latín medieval y francés antiguo. Para entonces, sus amigas y su tutor, el
señor Smayles, ya habrían denunciado su desaparición y sus padres habrían iniciado una
investigación. Le f>reocupaba lo que podían estar pasando todos ellos. Desde luego, en
su desordenado apartamento no habrían encontrado nada que hiciera pensar en su
intención de marcharse. A lo mejor hasta habrían encontrado su viejo Volkswagen rojo,
abandonado en las colinas cerca del lugar donde se había visto por última vez a un
pintor de motos caradura llamado Rudy Solis.
¿Cómo iba a explicárselo cuando regresara?
Una corriente de aire agitó la llama de su antorcha e hizo que su sombra se alargara
nerviosamente por la pared. El aire transportaba un vago olor a nieve fresca.
¡Los portones de la Fortaleza estaban abiertos!
Intentó ver algo a la luz de la antorcha, y sus ojos tendieron a cerrarse con la oscuridad
y la distancia. De pronto, su corazón empezó a latir con fuerza. Afuera era noche
cerrada; los Seres Oscuros podrían estar en cualquier parte. A esa distancia no podía ver
si las sombras de los portones se ensanchaban, pero observó que el aire arrastraba las
llamas de las antorchas de las paredes dejando ver trozos irregulares de la oscura pared
del fondo. No había ni rastro del guardia del portón.
El miedo la hizo estremecerse. ¡Mira que si hubieran entrado los Seres Oscuros y
hubiesen raptado al guardia...! «Tiene que ser Caldern», pensó con rapidez, mientras
corría esquivando las piedras que formaban laberintos por los corredores. Iba dejando
tras sí el humo de su antorcha como la cola de un cometa. «Si hubieran entrado los
Seres Oscuros y se hubieran llevado a Caldern... Pero, ¿cómo pueden haber entrado?»
Contó los giros a la derecha y a la izquierda y corrió por un pasillo de entrada
improvisado, bajando finalmente por una escalera astillada, con la espada desenvainada.
La luz de su antorcha centelleaba alrededor de la sombra de su espada cuando llegó a la
Sala Central y corrió hacia los portones.
Las puertas interiores estaban a medio metro de ella, dejando en medio una oscuridad
que parecía como una abertura a un infierno negro. Jill se aproximó furtivamente hacia
ella, y sintió que la sangre se le aceleraba como si tuviera fuego en las venas. Los
escalones donde había estado con Ingold, donde él le había pedido que sujetara la luz
por detrás, estaban vacíos. Jill frunció el entrecejo por lo anormal que resultaba aquello.
Si los Seres Oscuros hubieran entrado y hubieran cogido a Caldern, habría quedado
algún resto de huesos o de sangre, o al menos su espada. Incluso si lo hubieran atrapado
y se lo hubieran llevado vivo...
Jill se dio media vuelta de repente. La vacía Sala Central se extendía unos trescientos
metros a su espalda.
«No empieces —se amonestó con acritud—. Lo primero es lo primero.»
Empujó los portones interiores un poco más y se detuvo un momento en la negra
abertura.
La tenue luz de las estrellas que se vislumbraba por el estrecho rectángulo de los
portones exteriores abiertos no iluminaba mucho, pero sí lo suficiente para dejarle ver el
espacio de la entrada. Las oscuras sombras de las esquinas y del techo abovedado
estaban inmóviles y, lo que para Jill tenía más importancia, no se sentía la presencia de
los Seres Oscuros. Levantó la antorcha y aunque con la corriente de aire se movía
agitadamente, no se veía nada delante. Sin embargo, su cuerpo seguía tenso como el de
un gato, descendió con sigilo por el túnel y se detuvo en los portones abiertos a la
noche.
Por primera vez desde que llegara a Renweth, la masa de nubes que cubría el cielo se
había abierto y la helada luz de la luna bañaba el mundo exterior, y hacía del hielo
diamantes y de las sombras terciopelo. Una capa de escarcha cubría la piedra negra de
los escalones como encaje, las huellas de tres pares de pesadas botas bajaban por los
escalones y se perdían en el barro helado del camino, describiendo un círculo hacia los
almacenes de alimentos que se acababan de construir aquella misma semana y de llenar
en los dos últimos días.
Jill suspiró con un deje de cansancio. Ahora estaba todo claro.
Maia y los penambrios llegarían a la Fortaleza en pocos días. Para hacerles sitio, se
había traslado a los recintos de fuera la comida almacenada por el Consejo de Alwir y
cientos de pequeños y grandes comerciantes de la Fortaleza. Probablemente no todo,
supuso Jill; posiblemente aún quedaban provisiones en rincones y en celdas vacías,
escondidas por los que no confiaban en la suerte y preferían conservar lo que tenían.
Los guardias, los hombres de Alwir y las tropas de la Iglesia tenían la obligación de
guardar aquellos recintos exteriores durante el día, y el miedo a los Seres Oscuros lo
hacía durante la noche.
La humedad de las huellas aún no se había congelado. Era fácil que hubieran quitado
del medio a Caldern; desde la noche del gran asalto de los Seres Oscuros a la Fortaleza
no había vuelto a producirse ninguna ofensiva, y el puesto de la puerta solía
encomendarse al jefe de guardia con el único fin de que los otros vigilantes supieran
dónde encontrar a su jefe. « ¿Quién iba a imaginarse —pensó Jill—, que alguien dejaría
los portones abiertos para salir por la noche afuera a robar comida?»
«Por las pisadas son tres —pensó—, y un cuarto para distraer al capitán.» Eso suponía
una banda, no una sola persona temerosa de que su familia pasara hambre tras la llegada
de los penambrios a la Fortaleza, sino un grupo organizado que robaría lo más posible y
lo escondería hasta poder hacer el suficiente beneficio con el botín.
Estaba todo tan claro como la luz de la luna que perfilaba los escalones como si fueran
de cristal.
Jill permaneció bajo la noche de diamante durante un tiempo que a ella le parecieron
años, aspirando el fresco olor a tierra mojada y a pinos. En un tiempo, recordaba, había
sido una investigadora incapaz de hacer daño a una mosca. Todas sus aspiraciones
habían consistido en la limpia soledad del conocimiento, la paz de espíritu y mente
necesaria para leer, pensar, descubrir enigmas y reconstruir épocas pasadas, llegar al
fondo de las polémicas creadas por aquellos cuyo trabajo consistía en mentir sobre los
muertos. Sola, en el frío de la noche helada, podía recordarlo perfectamente, pues el co-
nocimiento era todo lo que siempre había querido. Era lo que había escogido,
renunciando al marido que podría haber tenido, si se hubiera tomado la molestia de
buscarlo, y a la tranquilidad de la herencia familiar que había dejado escapar ante el
horror de sus padres por el camino que había escogido en la vida.
Pero desde entonces, había alcanzado otro tipo de conocimiento.
Retrocedió sigilosamente hacia la oscuridad de los portones, apoyó el hombro contra el
macizo hierro de los pestillos y empujó el portón.
La débil luz de su antorcha arrojó un fugaz y tenue resplandor sobre las anillas y
palancas que accionaban la cerradura. Escuchó el sordo chasquido del mecanismo y,
como apresurándose por escapar de lo que acababa de hacer, cogió su antorcha del
soporte de la pared y regresó corriendo por el corredor. Caminó sin hacer ruido, con
todos los sentidos alerta. No era imposible que los Seres Oscuros hubieran entrado por
los portones abiertos y estuvieran acechando en algún lugar de la oscuridad de la
Fortaleza. Sobreponiéndose a su propio miedo, sentía ira contra la irresponsabilidad de
los hombres que habían hecho aquello, que habían puesto en peligro no sólo sus vidas
sino las de todos los de la Fortaleza y la seguridad del último refugio seguro en el
mundo, simplemente por dinero.
Durante las semanas transcurridas desde que los guardias le pidieron que fuera una de
ellos, Jill había matado a docenas de Seres Oscuros. El Halcón de Hielo le había dicho
que servía para matar, un cumplido un tanto siniestro que no estaba muy segura de
querer aceptar. Quizá sólo significaba que por naturaleza era de sangre fría y de ideas
fijas y que, ante la elección, prefería matar a que la mataran. Pero ahora se sentía como
si hubiera cortado la cuerda de salvamento y hubiera dejado ahogarse a tres hombres. Se
alegraba de no haber visto sus caras y de no saber quiénes eran.
Al cruzar los portones interiores, escuchó un ruido que no pudo identificar del todo.
Podía tratarse del crujido de una tela o del zumbido agudo de algo duro y pesado
silbando por el aire. Pero las semanas pasadas junto a los guardias le habían hecho
desarrollar al máximo sus reflejos, y el palo destinado a romperle el cráneo se desvió y
la golpeó en el hombro, provocándole un dolor lacerante y haciéndola caer al suelo. La
antorcha se le escapó de la mano y la oscuridad pareció cernirse sobre ella, mientras
rodaba sobre sí misma. Sintió pasos ue se aproximaban a todo correr y lanzó un
poderoso tajo e lado a la altura del suelo con todas sus fuerzas. Una de las figuras que se
perfilaban de pie en la oscuridad dio un salto, la otra gritó y cayó sobre Jill. Pataleaba y
se retorcía de dolor, chillando con una voz que resonaba estrepitosamente en la hueca
enormidad de la abovedada Sala Central. Cayó sobre el hombro herido de Jill, y ésta
sintió que el grito retumbaba en sus oídos; una pegajosa humedad los cubrió a los dos.
Con una furia irracional hacia el hombre que se revolcaba encima de ella de aquella
forma, Jill se revolvió hasta liberarse de él. El hombro le dolía horriblemente. De
repente se le aclaró la vista. Un hombre de luenga barba que apenas reconocía daba
saltos a su alrededor con un cuchillo en la mano y, detrás de él, en las sombras, había
otro hombre de cara redonda y nauseabunda, también armado con cuchillo. Sin
detenerse a pensarlo, Jill intentó ponerse de pie, pero el hombre de la barba aprovechó
la ocasión para asestarle un golpe de arriba abajo con su espada. En medio de la
confusión que le producía el dolor y la oscuridad, Jill reconoció el golpe como la «finta
del ataúd», un movimiento estúpido, y su reacción fue tan automática como un
parpadeo: lanzarle un golpe al esternón sosteniendo la espada con ambas manos y ver
salir la sangre de su pecho y de su boca, todo fue uno. Los ojos del hombre la miraron
fijamente con el asombro, casi cómico, de aquel que se enfrenta a la muerte sin
esperarlo.
El hombre gordo y pequeño recogió su cuchillo y huyó, pero Jill, de rodillas en el suelo,
con la cabeza dándole vueltas como un trompo, lo vio alejarse por toda la Sala Central;
se sintió indiferente, con una fría y extraña indolencia mezclada con un ligero desprecio
por la cobardía de aquel hombre. El que estaba detrás de ella seguía agitándose en el
suelo, gritando como un salvaje, como un cerdo, y aferrándose inútilmente a su pierna.
Jill giró lentamente la cabeza y vio que le había cortado el pie a la altura del tobillo. Allí
seguía el pie, con la zapatilla de cabritilla verde y costuras doradas aún puesta, a unos
dos metros de distancia. Entonces se desmayó.
— ¿Se pondrá bien?
Las voces que se oían a su alrededor eran confusas y se entremezclaban.
— ¿Ingold? —susurró Jill con labios pegajosos mientras intentaba distinguir algo entre
las sombras que se cernían sobre ella.
—Te pondrás bien, palomita —dijo la suave voz de Gnift, y una mano le acarició el
pelo con cariño—, no te preocupes todo irá bien.
Jill suspiró y cerró los ojos ante el daño que le hacían a la vista las tenues luces.
«Supongo que, después de todo, el Halcón de Hielo tenía razón.» Demasiadas
preocupaciones por haberles cerrado la puerta a los tres pobres ladrones que habían
quedado fuera y demasiadas tonterías sobre el valor de la vida humana. En la práctica,
había matado a un hombre sin pensar demasiado si era correcto o no.
Jill tenía la certeza de que en aquel momento sabía perfectamente lo que hacía. Salvar
su propia vida.
«Con seguridad, cuatro, y uno más si esa rata se ha desangrado.»
Jill se echó a llorar, como cuando perdió la virginidad. Entonces traspasó una línea que
nunca podría volver a cruzar. Ya no podría ser la mujer que había sido antes.
—Eh, cara de Ángel —exclamó la voz de Gnift, y su mano callosa y cubierta de
cicatrices le secó las lágrimas de los ojos—. Ya ha pasado todo. Sólo te has roto la
clavícula. No es nada.
Pero Jill no podía dejar de llorar; no lloraba de dolor, sino por una sensación de pérdida
y de compasión de sí misma.
Lentamente, la vista se le fue aclarando. Estaba tumbada en su catre de la sala de
guardia y la estrecha habitación estaba abarrotada de compañeros suyos que
descansaban bajo la borrosa luz amarillenta de las lámparas de sebo. Tenía el hombro
vendado y atado, y en el catre contiguo Gnift recogía su precario equipo médico y la
contemplaba cariñosamente con sus brillantes ojos de duende. Melantrys estaba de pie
junto a él, con una toalla manchada de sangre en el mano. Caldern, que había sustituido
al Halcón de Hielo como capitán de la guardia nocturna, se asomaba por encima de
ambos.
Melantrys dirigió una mirada aprobadora a Jill.
—Lo has hecho muy bien —dijo—. Limpiamente. Ya te dije que tenía fuerza en los
cortes laterales, Gnift. Le cortó todo el pie, y la hoja se clavó hasta la mitad del otro
tobillo. —Su fría e indiferente mirada volvió a Jill—. ¿Lo hiciste con una sola mano?
Jill tomó aliento con un estremecimiento y asintió. Se preguntaba si su padre habría
llorado la primera vez que mató a un japonés que no conocía.
—Sí —dijo simplemente—. ¿Qué te pasó, Caldern?
El corpulento capitán se rascó la cabeza.
—Me la jugaron —dijo lentamente con su fuerte acento norteño—. Ese pájaro apareció
gritando: « ¡Asesinos, asesinos!». El caso era que no podía dejar a nadie en la puerta, así
que lo seguí, y me hizo correr detrás de él un buen rato. Después lo perdí de vista. Lo
siento mucho, chica.
Jill sacudió la cabeza y cerró los ojos. La luz le hacía daño.
—Cómo ibas a saberlo.
—Es algo que a nadie se le hubiera ocurrido —dijo la voz de Janus, y el jefe de la
guardia apareció súbitamente junto a ellos—. Nuestra intención al poner guardias en el
portón nunca fue evitar que lo dejaran abierto de noche. —Se abrió camino entre la
gente hasta colocarse detrás de ella, grande y macizo como un camión de mudanzas—.
¿Te encuentras bien, Jill-shalos?
—Sí —contestó ella en voz baja. La única persona que podría haber consolado su dolor
estaba acampada en algún lugar en medio de las llanuras; en aquel momento lo único
que quería era dormir.
Oyó cómo Janus les decía a los otros:
—Se acabó el espectáculo por hoy. Es hora de desalojar la enfermería. La alarma ya ha
pasado; seguramente no hay un solo Ser Oscuro en muchos kilómetros a la redonda,
pero hemos formado una patrulla conjunta entre todos los cuerpos de la Fortaleza para
asegurarnos.
Se oyeron protestas, gemidos, bromas y maldiciones en la resonante lengua wathe. Con
los ojos cerrados, Jill percibió cómo se alejaban, mientras Gnift coqueteaba
descaradamente con Melantrys, y Janus y Caldern charlaban en su ininteligible dialecto
norteño. Los ruidos fueron apagándose entre el crujir de cinturones y el tintineo de cotas
de malla. Jill volvió a quedarse a solas en la oscuridad.
— ¿Quieres que te traiga algo?
Jill abrió los ojos sorprendida. Minalde, con sus finas faldas de campesina y su capa
negra, estaba sentada en el catre contiguo.
—Si no te importa, puedes traerme un poco de agua. —La joven se dio la vuelta para
cogerla del depósito comunitario—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Me dijeron que estabas herida —contestó con sencillez Alde—. Me despertaron para
firmar la orden de arresto de Parscino Pral. —Volvió al momento con una taza que
goteaba—. ¿Puedes incorporarte para beber?
—Creo que sí. ¿Quién es Parscino Pral?
—El hombre al que le cortaste el pie. —La voz de Alde no denotó ninguna emoción
mientras ayudaba a Jill a incorporarse y a recostarse en las almohadas que habían
reunido entre toda la sala de guardia. El menor movimiento podía despegar los dos
extremos de la clavícula rota, entre la carne desgarrada y contusionada—. Era uno de
los comerciantes más ricos de Gae. El hombre que mataste era Vard Webbling, su socio.
Pral dice que el tercer hombre era Bendle Stooft.
—Sí, era él. —Ahora Jill podía recordarlo y las caras encajaron perfectamente en su
esquema mental. Pral era uno de los comerciantes que acompañaban a Alwir el día que
los penambrios se apoderaron de la caravana de provisiones. Bendle Stooft también
estaba allí, vestido de terciopelo verde y armiño. De quien no lograba acordarse era de
Vard Webbling, pero ya no tenía importancia. Alde no parecía en absoluto preocupada.
«Sin embargo —pensó Jill—, ha visto morir a más hombres de los que yo podría
imaginar. Desde la caída de Gae, su vida ha estado repleta de luchas y de horrores.» Era
poco probable que sintiera ninguna pena por un muerto más o menos y tres más que
habían quedado fuera.
— ¿Podrías identificarlos ante un tribunal? —preguntó Alde.
—Desde luego que sí —dijo Jill—. Sin ningún problema.
Alde sopló dos de las tres lámparas de la habitación.
— ¿Quieres que me quede un rato? —preguntó.
Jill volvió a cerrar los ojos.
—No, pero gracias de todas formas —dijo en voz baja.
Sintió que la chica vacilaba y luego escuchó sus ligeras pisadas alejarse por los
barracones desiertos y perderse en la Sala Central.
A última hora de la mañana siguiente se juzgaba a Bendle Stooft en la amplia celda que
había ocupado Alwir como sala de audiencias en el Sector Real. Jill lo reconoció
inmediatamente. Su blanda y fláccida cara había aparecido entremezclada en la
confusión de sueños de la noche pasada. Ahora estaba sentado en una silla tallada y
jugueteaba nerviosamente con las piedras de sus anillos cuajados de topacios que des-
pedían un brillo amarillo pálido a la cálida luz mortecina de las velas. Se trataba de una
ocasión formal: había candelabros desplegados por toda la gran mesa de ébano a la que
se sentaban los miembros del tribunal, que recordaban a santos iluminados con cirios
votivos. El fuego del oro y la plata refulgían como tatuajes en los bordados del pecho y
de las mangas de Alwir y alrededor de los nudillos de sus guantes negros de piel. La
llama reflejaba el rojo vivo y púrpura de la amatista del anillo episcopal de la obispo
Govannin y proyectaba un gran resplandor sobre el carmesí de su hábito. Entre ellos,
Minalde tenía un aspecto pálido y sereno.
Jill estaba de pie detrás del prisionero, flanqueada por Janus y Caldern. Estaba agotada
por el largo camino hasta la sala, y la cabeza le zumbaba por efecto de la fiebre. Veía la
estancia en la que se encontraban como en dos dimensiones, irreal y plana. Los colores
parecían derramarse como la sangre sobre la oscuridad del terciopelo y los sonidos
tenían un eco extraño, como distorsionado.
—Ese es el hombre —dijo, y su propia voz le retumbó en la cabeza como algo extraño.
— ¿Estás segura? —preguntó Alwir. Junto a él, la obispo estiraba los dedos largos y
sarmentosos y los volvía a entrelazar de forma diferente, como si observara con gran
interés las formas de sus nudillos.
—Sí —dijo Jill—. Desde luego.
— ¿Eres consciente de la gravedad de los cargos? —preguntó Alwir con su voz suave y
melodiosa—. Debes estar segura de no cometer ningún error.
Jill frunció el entrecejo.
—Sus amigos y él trataron de matarme —dijo—. No es fácil que me olvide de él.
—Y si el cargo es grave —dijo Janus en voz baja a su lado—, las consecuencias por
tener abiertos los portones de la Fortaleza después del anochecer lo son aún más.
—En efecto —dijo Alwir mostrándose de acuerdo—. Y, de hecho, ha de imponerse
algún tipo de castigo.
— ¿Algún tipo? —ronroneó Govannin torciendo la mirada hacia él, con los ojos oscuros
como ágatas ennegrecidas—. Según la Ley de la Fortaleza sólo hay un castigo.
La luz de las velas brilló con mil destellos en el oscuro azul de sus ojos. La garganta del
canciller emitió un vago gruñido y Stooft se puso pálido como el vientre de un pez.
—Sin embargo —continuó Alwir—, puesto que no existen pruebas contundentes de que
la Fortaleza estuviera en peligro...
—Mi señor —interrumpió Janus—, esta mañana encontramos los huesos de los tres
hombres de Stooft junto a los almacenes de comida. Es seguro que los Seres Oscuros
estuvieron anoche en el valle.
—Pero, ¿a qué hora, Janus? —Preguntó Alwir—. Puede que eso fuera horas después.
Queremos que se haga justicia.
« ¿Justicia?» Jill sintió que la rabia le subía a las mejillas, a la vez que notaba un
punzante dolor en la clavícula al moverse. «Ese hombre ha intentado matarme.» Y miró
a Stooft en el momento en que se arrellanaba en su silla; aquel gesto imperceptible de
relajación lo delataba. Había hablado con Alwir de antemano y sabía que no iba a morir.
La rabia invadió a Jill como un río de sangre, una rabia mayor de la que había sentido
durante la lucha en el portón. Sintió que los dedos de Janus apretaban su brazo sano,
recordándole que aún estaba en presencia del Consejo de Regentes.
—De hecho —continuó Alwir suavemente—, creo que todo el asunto de los robos y
ocultación de provisiones se puede solucionar poniendo todos los almacenes bajo una
custodia única. Con Maia y su gente en la Fortaleza, el peligro de contrabando es mucho
mayor. Una buena vigilancia cortará de raíz el problema y no volveremos a tener más
complicaciones de este tipo.
— ¿Custodia única? —La obispo arqueó sus delgadas cejas, pero sus ojos
permanecieron fijos como pequeños cantos rodados en el lecho de un arroyo, inmóviles
como los de un tiburón—. ¿Bajo la tutela del Consejo y contigo a la cabeza, mi señor
canciller?
Alwir tensó los hombros, aunque mantuvo relajado el tono de su voz. —Es obvio que
eso sería preferible al caos actual...
—No puedo decir lo mismo. —El seco susurro de la obispo era bastante suave, si se
tenía en cuenta lo que había en juego—. Pero si te interesa crear un único almacén de
alimentos, mi señor, ¿qué mejor organismo de control que la Iglesia, más experta en las
labores administrativas que tus soldados, y que además posee un cuerpo de ejército
propio?
— ¡Jamás! —exclamó Alwir, furioso.
—Entonces, no es una auténtica custodia a lo que te refieres, ¿no?
—Ya hemos pasado por esto antes —dijo el canciller con un tono de voz
repentinamente tenso—. Se establecerían unas normas adecuadas...
— ¿Quién establecería esas normas? —Contestó secamente la obispo— ¿Gente como
Bendle Stooft, tu viejo amigo de Gae?
—En otros tiempos éramos amigos —dijo Alwir con cierto nerviosismo—. Pero de
ningún modo dejaré que esa amistad influya en mi juicio sobre este caso.
—Entonces cumple con la Ley de la Fortaleza —dijo ella— y abandónalo fuera,
encadenado a la puesta del sol.
— ¡Mi señor! —murmuró Stooft incorporándose en su silla con agilidad felina poco
habitual en un hombre tan gordo, según apreció Jill distraídamente.
— ¡Cállate! —le gritó Alwir.
El comerciante se echó al suelo de rodillas delante de la mesa de ébano.
—Mi señor, por favor, no lo volveré a hacer. Lo juro. Los otros me incitaron. Lo juro,
todo fue idea de Webbling, de verdad. De Webbling y de Pral; me obligaron a
acompañarlos... —Sus nerviosas manos se restregaban por el suelo abrillantado y el oro
de sus anillos tintineaba sobre la pulida madera. Su voz era temblorosa y chillona como
la de una vieja—. Por favor, mi señor, no lo volveré a hacer. Me dijiste que no dejarías
que me ocurriera nada. Prometo que haré todo lo que me digas...
— ¡SILENCIO! —rugió Alwir.
Los dos guardias, como autómatas inclementes, se adelantaron al unísono para levantar
al hombre por los brazos y ponerlo de pie. Bajo la pálida luz, Jill pudo ver cómo
temblaba y cómo le resbalaba el sudor por la cara como si se derritiera bajo el calor de
la llama. Se quedó colgando de los brazos de los guardias, sollozando.
Alwir continuó más calmadamente.
—Aquí no se ha hablado de ejecución, aunque, desde luego, habrá que aplicar un severo
castigo.
Govannin se miró las manos.
—Sólo hay un posible castigo.
—Considera, mi señora obispo —dijo Alwir—, que no debemos sentar precedentes...
Ella levantó la vista hacia él.
—Creo que sería un admirable precedente. —A la luz de los candelabros su rostro
parecía el de un antiguo dios-buitre—. Sin duda hará que los posibles ladrones
reconsideren sus actos con mucha atención.
Con sus largos y fríos dedos se estiró una arruga de la manga escarlata.
—Si se pusieran bajo única custodia los almacenes de comida...
— ¿Quieres decir si se confiscaran? —Sus negros ojos brillaron con malicia—. Cientos
de personas de la Fortaleza vinieron arrastrando sacos de grano, harina y carne salada
desde Gae. Otros van a realizar por su cuenta misiones de aprovisionamiento. ¿Cuántos
mostrarían ese tipo de iniciativas si todo fuera a parar a gente como Stooft? Si después
de todos sus esfuerzos vieran que se les roba, podrían llegar a rebelarse.
— ¡Rebelarse sería una locura!
Ella encogió sus angulosos hombros.
—Por tanto, en mi opinión, eso sería una confiscación.
— ¡No es confiscación!
—Simples palabras, mi señor —dijo ella sin interés. Con un visible esfuerzo, Alwir se
contuvo. La obispo clavó la vista en sus manos con una fría sonrisa de ofidio y no dijo
más.
—Supongo que será mera coincidencia que el mayor de esos comerciantes sea la propia
Iglesia, que a pesar de los piadosos discursos sobre las almas, su auténtica preocupación
es acaparar riquezas.
—Las almas habitan cuerpos, mi señor canciller. Nosotros siempre nos hemos
preocupado por ambos. Como tú, sólo buscamos el bien de aquellos que Dios nos ha
dejado a nuestro cargo.
— ¿Es por eso por lo que tú, representante del buen Dios, pides la cabeza de este
hombre?
La obispo alzó el rostro, y los ojos oscuros que se escondían bajo sus pesados párpados
se encontraron con los del canciller.
—Desde luego. —Stooft emitió un débil gemido gutural—. Y ése es mi voto final,
como miembro del Consejo.
—Y mi voto final —dijo Alwir crispadamente— es que el comerciante Bendle Stooft
sea flagelado públicamente con treinta latigazos y encarcelado a pan y agua durante
treinta días. ¿Minalde? —Lanzó una mirada de soslayo a su hermana, que había
permanecido en absoluto silencio sin dejar de observar al comerciante, a la prelado y a
su hermano.
Levantó la cabeza, y sus negras trenzas enmarcaron el suave rostro de pálidas mejillas.
—Voto por la pena de muerte.
— ¡¿QUE?! —Alwir se puso medio en pie, mudo de conmoción y de rabia.
Stooft emitió un grito inarticulado y se habría tirado al suelo de nuevo si no se lo
hubieran impedido Janus y Caldern. Entonces comenzó a sollozar.
— ¡Mi señor! ¡Mi señora! —Las lágrimas resbalaban por sus temblorosas mejillas. Alde
levantó la vista y lo contempló con una calma mantenida a duras penas, con los labios
tensos y blancos, como si estuviera a punto de desmayarse.
Jill se preguntó qué significaba haber matado a un hombre y mutilado a otro en defensa
propia. En ningún momento se había cuestionado la legalidad de su acción. Ninguna
voz de protesta se había alzado en su contra. El hombre no había estado colgado entre
dos guardias, pidiendo clemencia, rogando por su vida... Jill había actuado movida por
la desesperación y la rabia. En cambio Minalde tenía que hacer justicia fríamente.
Alwir comenzó a susurrar algo a su hermana con voz tensa e impaciente, pero ella elevó
el tono de la suya, fría y distante.
—Al hacer lo que hiciste, Bendle Stooft, pusiste en peligro mi vida y la vida de mi hijo,
además de la de mi hermano, que, en mi opinión, ha mostrado una enorme compasión al
rebajarse a abogar por tu perdón. Has puesto en peligro las vidas de tu propia mujer, de
tus hijas, de tu hijo pequeño y de todos los habitantes de la Fortaleza, del primero al
último.
Su voz fue cobrando fuerza y volumen, pero Bendle Stooft no escuchaba.
— ¡Por favor, no! ¡Por favor, no! —gemía entre sollozos una y otra vez.
—Como reina de Darwath y regente del príncipe Altir Endorion —prosiguió Alde—,
decreto que esta noche a la puesta del sol seas encadenado entre los dos pilares que se
alzan frente a los portones de esta Fortaleza y abandonado a los Seres Oscuros. Que
Dios tenga piedad de tu alma.
— ¡Tú eres madre, mi señora! —Gritó el comerciante—. ¡No dejes a mis hijos sin
padre!
Ella mostraba una expresión tan serena y fría como una laguna helada, pero Jill apreció
la pequeña arruga que había aparecido entre sus dos cejas. Janus y Caldern se vieron
obligados a levantar al prisionero de su silla y llevárselo medio a rastras de la
habitación, mientras él chillaba como un poseso.
Mareada y débil, Jill salió tras ellos. Al cruzar la puerta de la sala y adentrarse en la
oscuridad del pasillo, se giró y pudo ver fugazmente a Minalde sentada a la luz de la
hilera de velas. Tenía el rostro oculto entre las manos y lloraba.
CAPITULO SIETE
Jill fue recuperando el conocimiento lentamente, hasta darse cuenta con asombro de que
había estado durmiendo. Sintió un penetrante olor a incienso que le recordó algo que
creía haber soñado, si es que aquello había sido un sueño. Dulces cánticos y extrañas le-
tanías se confundían en sus oídos. Sabía que se hallaba en una especie de oscura
antesala octogonal desierta y sombría. Después de intentar ordenar sus confusos
pensamientos, llegó a la conclusión de que había debido de ir allí a descansar después
de que los otros miembros de la comitiva volvieran de la ejecución a la puesta del sol.
Quizá la ejecución sólo había sido un sueño.
No lo creía así. El barro y la nieve de sus botas estaban frescos, goteando al derretirse
sobre la lisa piedra negra del suelo. Recordó haber tropezado con todos los hombres,
mujeres y niños de la Fortaleza por el camino que lleva al montículo que se alzaba
frente a los portones mientras se escuchaba el aullido de los lobos, el silbar del viento en
el bosque y el llanto solitario de las tres o cuatro mujeres que guardarían luto por Bendle
Stooft y Parscino Pral.
Como contrapunto a esta melodía, le quedaban los murmullos de la gente que la
rodeaba.
—Sí, tampoco estuvo mal. Cuando salimos de Gae para refugiarnos en Karst, ese
usurero me cobró un penique por una barra de pan. ¡Un penique! ¡Y yo con seis niños
muriéndose de hambre y ni un techo donde resguardarnos!
— ¿Un penique por un pan? —Había exclamado otro hombre con amargura—. El y Pral
me cobraron seis monedas de cobre por un rincón en el suelo de un lavadero donde
dormir, y aquella noche perdí a mi mujer. Por lo que a mí respecta, esa guardia podía
haberle cortado las manos y la cabeza, además del pie.
«Viva la policía», pensó Jill con un mohín de cansancio mientras levantaba la cabeza
para mirar a su alrededor. Ahora lo recordaba todo mucho mejor. Había estado con
Janus y Melantrys. Alwir los había convocado en el Sector Real y ella los había
seguido, con la vista nublada, hasta el territorio de la Iglesia, y luego se había quedado
atrás. «Que Janus se las arregle con él —pensó—. No voy a subir todos esos malditos
escalones porque Alwir lo diga.»
Observó que la antesala del templo había sido construida como una torreta contra el
negro muro de la Sala Central mucho después de la construcción original de la Fortaleza
como recinto de entrada al propio santuario. Para el ojo de historiadora de Jill, este tipo
de apéndice era indicativo de una época de superpoblación en la historia de la Fortaleza,
época en la que posiblemente también habían proliferado las divisiones de los
corredores y celdas originales hasta desfigurar por completo la planta original. La
antesala no contenía mucho, apenas unos bancos de piedra y un icono de una especie de
santón al que devoraban las serpientes. En el muro del fondo se abría la puerta que
conducía al santuario.
Se abrió una puerta en algún sitio. Los cantos procedían del santuario, cuya bóveda
amplificaba las voces de los monjes que invocaban a Dios en una lengua arcaica. A Jill
le resultaba extrañamente familiar, como un reflejo distorsionado de sus estudios
medievales, un extravagante recuerdo del Vacío que había cruzado para llegar a aquel
mundo, como quizás hubieran hecho otros antes que ella. Las preces que había leído
Govannin antes de la ejecución le eran familiares y le producían la sensación de
encontrarse entre dos planos diferentes de la realidad.
Volvió a ver mentalmente a Govannin, perfilada contra el cielo rojizo del atardecer, de
pie entre los macizos postes de los pilares, como un tótem negro y enhiesto, con su capa
flameando al viento; los postes se erguían como el punto de mira de un arma de fuego
entre los portones de la Fortaleza y el oscuro paso de Sarda, y los brazos en cruz de
Govannin formaban con ellos una definida retícula que enmarcaba el pequeño y
siniestro ojo del sol poniente. Parscino Pral quedaba amarrado a uno de los postes con
cadenas, medio muerto por el horror y la pérdida de sangre. Bendle Stooft lloraba,
gritaba y suplicaba clemencia incesantemente durante el oficio de la obispo. Alrededor
de ellos, los pobladores de la Fortaleza permanecían de pie, como un lago oscuro de
ojos abiertos. A esa silenciosa compañía se unieron desde el otro lado de la loma un
grupo más reducido de refugiados, unos dos mil hombres, mujeres y niños hambrientos
y cubiertos de harapos que habían acudido en silencio a observar la justicia de la
Fortaleza.
El viento azotaba el valle y arrastraba la cellisca. Las cadenas resonaban al chocar
contra los postes y las llaves temblaban en manos de Janus. Alwir leyó en voz alta los
cargos con su potente y elegante voz y Govannin recitó sus plegarias y cumplió con la
formalidad de pedir misericordia al Señor por los pecados de aquellos hombres, aunque
su tono denotaba lo poco que le importaba el resultado. Luego, cuando el sol
desapareció fundiéndose en la aplastante oscuridad de los bancos de nubes, todos dieron
la espalda a los condenados y regresaron a la Fortaleza al tiempo que el crepúsculo in-
vernal se extendía sobre el valle.
Jill creía haber visto a Maia de Thran, apoyándose en su bastón mientras subía los
escalones que conducían a la Fortaleza entre Alwir, Govannin y Minalde. No creía
haber visto a nadie tomar el embarrado camino de vuelta hacia la Gran Puerta.
Pero quizá también eso hubiera sido un sueño.
Agitada por la fiebre, Jill se puso en pie y se encaminó a la puerta del santuario. Desde
sus sombras echó un vistazo a la enorme estancia. Tenía una altura doble de la habitual
y una superficie de unos tres mil metros cuadrados, aunque Jill nunca había tenido
mucho ojo para las medidas. La enorme nave sólo estaba iluminada por tres velas que
ardían sobre la piedra desnuda del altar central; a la luz de su difusa y diminuta llama, la
descomunal cámara se disolvía en una confusión de celosías superpuestas. Columnas,
galerías y balcones formaban un elaborado encaje de piedra, con capillas en miniatura
talladas en fantásticas torretas colgantes y plataformas irregulares con escaleras de
caracol; sobre todo ello se cernían ejércitos esculpidos de demonios, santos, ángeles,
animales y monstruos que se asomaban desde junglas de tracería. En la densidad de las
sombras no se veía ni un alma, pero Jill podía oír los salmos de una capilla a otra.
Ya los había oído antes, durante el viaje desde Karst: letanías y réquiems, maitines y
vísperas. ¿Qué relación había entre diferentes culturas a través del Vacío?, se
preguntaba. ¿Y cuáles influían en cuáles? ¿Hacia dónde evolucionaban las ideas? ¿Se
transmitían en líneas paralelas o formaban ramas diferentes de una raíz platónica
prototípica? ¿O era algo distinto, algo totalmente inconcebible? Se preguntó quién sería
aquel santo de la antesala, cuyos ojos curiosamente sesgados tenían más expresión de
desconcierto que de dolor. ¿Existía algún santo cristiano que hubiera terminado sus días
sirviendo de pasto a las víboras?
Eran juegos de erudito, lo sabía, y no alterarían lo más mínimo la amenaza de los Seres
Oscuros o el encuentro inevitable entre Alwir, Govannin y el archimago. Pero Jill era
una erudita, y la vida con los guardias, por muchos hombres que hubiera matado y por
mucho que hubiera sentido lo que hubiera sentido, no iba a cambiarlo. Aquello era lo
que nadie, a excepción de Ingold, había comprendido sobre Jill: el placer del saber por
el saber, de la reconstrucción detectivesca de hechos pasados hace mucho tiempo y la
sedienta búsqueda de las raíces del mundo.
—Jill-shalos...
Jill se dio la vuelta sobresaltada. Entre la bruma febril que ofuscaba se mente, vio
aparecer a la obispo Govannin, recortada contra las luces de la antecámara como el
ángel de un delirio febril, adusta e implacable, ataviada con sus hábitos episcopales,
como una criatura de inhumana belleza, inteligencia y fidelidad a su Dios. Pero su voz
era la voz seca de una mujer.
— ¿No te encuentras bien? —preguntó suavemente—. En el juicio parecías enferma y
tu aspecto no ha mejorado mucho.
—La herida me ha dado un poco de fiebre, eso es todo —respondió Jill—. Se me pasará
en un día o dos.
Los dedos largos y sarmentosos señalaron, sin rozar, el cabestrillo y las vendas que
cubrían el hombro de Jill.
—Algo más, me temo —dijo—. Los hombros pueden dar muchos problemas.
Lejos de ellas, en el recinto sagrado, se escuchaba la elegante melodía de un cántico
piadoso. «Por el alma de Bendle Stooft», supuso Jill. A su lado, la obispo levantó la
cabeza, escuchando con espíritu crítico. Entre la dorada bruma de la luz de la lámpara,
Jill estudió su cara: unas cejas altas, inteligentes, que daban sombra a unos ojos
tremendamente fanáticos; la testarudez quedaba marcada en las duras y profundas líneas
de las mejillas y los labios. Sus orejas, pequeñas y bonitas, delicadas como conchas,
contrastaban con la suavidad de la despejada nuca, que descendía hacia los fibrosos
músculos del cuello. Jill pensó que, en su juventud, Govannin Narmenlion debía de
haber sido una mujer muy atractiva, incluso adorable, aunque una mujer con aquella
inteligencia fría y manipuladora, a duras penas podría ser adorada por nadie.
—Ilustrísima —preguntó Jill tímidamente con sus ojos oscuros fijos en ella como
volviendo de un sueño—, ¿cómo se construyó la Fortaleza?
La obispo meditó la pregunta con detenimiento, no como los guardias compañeros de
Jill cuando les había preguntado.
—No lo sé, lo que no deja de ser extraño —añadió, mientras acariciaba la piedra negra
de la puerta de entrada con sus largos dedos—, puesto que es nuestro refugio y nuestra
casa.
— ¿Alguien lo sabe?
Govannin sacudió la cabeza negativamente.
—No que yo sepa. Mi educación fue muy profunda para una rica heredera, y sin
embargo no recuerdo haber leído nunca una línea sobre esto.
Jill sonrió.
—Sí, yo también tuve una educación bastante amplia.
El fantasma de una ligera sonrisa se dibujó en los duros labios de Govannin.
—Ah, ¿sí?
—Sí. En mi país era una mujer de letras. Supongo que en cierto modo eso es lo que
siempre seré. ¿Es posible que las crónicas de la Iglesia mencionen algo sobre la
construcción de la Fortaleza?
La obispo cruzó los brazos, pensativa. Detrás de ella, Jill vio movimiento en el
santuario: monjes de hábitos pardos subiendo los estrechos escalones, tenuemente
iluminados bajo el brillo ámbar de un incensario. Desaparecieron entre las sombras,
pero sus voces quedaron flotando en el aire, como el ronco son del viento contra las
rocas.
—Quizá —dijo por fin Govannin—. La mayoría de las Escrituras proceden de la Edad
Antigua, pero contienen más enseñanzas y sabiduría que datos sobre ingeniería. Las cró-
nicas que trajimos a la Fortaleza, y no gracias a mi señor Alwir, se remontan a la época
en la que la sede estaba aquí, en Renweth, pero no creo que lleguen hasta la Edad
Oscura. Aunque quizás algunos sí. —Debió de percibir el resplandor que iluminó los
ojos de Jill—. ¿Es importante para ti?
—Podría serlo —respondió Jill—. Esas crónicas podrían contener alguna pista, alguna
información, no sólo sobre la Fortaleza sino sobre los Seres Oscuros. Qué son, por qué
vinieron, por qué se marcharon...
—Quizá —volvió a decir la obispo después de meditarlo un largo rato—, pero en
general creo que sólo encontrarás meras relaciones sobre las cosechas, nacimientos y
defunciones, o si las lluvias fueron escasas o abundantes ese año. Por lo que respecta a
la primera venida de los Seres Oscuros... —Frunció el entrecejo, con lo que se
aproximaron sus oscuras y finas cejas y se endurecieron las líneas de su severo rostro—.
Al parecer, las civilizaciones antiguas eran perversas y degeneradas. En medio de su
orgullo y esplendor, cometieron grandes atrocidades. Mi opinión es y siempre ha sido
que la Edad Oscura fue un castigo que duró lo que marcó Dios. El Libro de Iab nos dice
que Dios permitirá en una ocasión que el Mal se adueñe del mundo para sus propios e
insondables designios. —Pareció estremecerse imperceptiblemente—. He vivido mucho
y he aprendido a no cuestionar jamás las motivaciones de Dios.
—Quizá —dijo Jill—, pero parece que es soportar demasiado sufrimiento y dolor que
tal vez podría evitarse. Si Dios no quisiera que aprendiéramos de la historia, no
tendríamos manos para escribir ni ojos para leer.
—Los típicos sofismas de un mago —respondió la obispo con calma—. No, no es que
critique el argumento, aunque sé que eres fiel a tus amigos magos, pero dudo de la
utilidad de luchar contra la voluntad de Dios. Sus designios son lentos, pero tan firmes e
inevitables como el avance de los hielos del norte.
—Pero ¿quién —insistió Jill— puede conocer la intención de Dios?
—Yo no, desde luego. Y no creo que sea malo aprender de la historia. No soy uno de
esos monjes que predican la quema de todos los libros y la transmisión oral de las
Escrituras. El conocimiento es poder, ya sea el conocimiento de los Seres Oscuros, de
los reyes que usurparon lo que por derecho le pertenecía a Dios o de los hechiceros y los
magos que no creen en Dios para nada y a quienes el diablo utiliza para sus fines
particulares. Podemos combatir el conocimiento con el conocimiento y su poder con el
nuestro.
— ¿Con armas como la Runa de la Cadena? —preguntó Jill con cierta amargura.
La obispo le dirigió una profunda y enigmática mirada.
—El uso de esos objetos no es lícito —dijo la obispo—. La Runa de la Cadena es capaz
de obstaculizar y anular el poder de un mago; he oído que a veces se ha usado para ello,
pero emplear las artes del Maligno en cualquiera de sus formas va contra nuestros
principios. Esta búsqueda del archimago de Quo sólo nos traerá males.
— ¿No crees que un mago pueda recibir su poder de Dios?
El tono de Jill se había acalorado quizá más de lo que era su intención. Govannin la
contempló durante unos segundos sin ninguna emoción, pero a través de la neblina
provocada por la fiebre y la luz de la lámpara parecía una mera sombra sin cuerpo
dotada de unos ojos fríos y luminosos.
—Te apresuras a salir en su defensa —dijo, por fin, y su voz tenía la calma de una
serpiente pitón que observa el paisaje en busca de su presa—. Cuídate de él, hija mía,
tiene mucha habilidad y un gran encanto personal para ser un hombre que ha vendido su
alma a Satán, que es lo que ha hecho, aunque jamás lo reconocerá. Satán también usa a
los hombres que, por ignorancia o por orgullo, no comprenden lo que significa ceder a
la tentación del Poder. Pero yo soy vieja, Jill shalos, y he visto también al otro tipo de
magos: magos perversos, retorcidos, ambiciosos y egoístas. Si tú hubieras conocido a
alguno de ellos, de los que admiten abiertamente su alianza con el Maligno, no
pensarías que los poderes de un mago le han sido concedidos por Dios o que procedan
de Él.
— ¡Pero él no es así! —protestó Jill con vehemencia, y acudieron a su mente imágenes
y palabras que era imprudente pronunciar. Recordó a Ingold erguido a la luz azulada de
su báculo, conteniendo la tormenta y la Oscuridad hasta que los guardias pudieron llegar
con Tir y Alde a la Fortaleza; lo recordó entrando en un pasaje de misteriosas tinieblas,
rodeado de runas de Poder que nadie más que él podía ver; y recordó su mirada cuando
le entregó su refulgente báculo y le pidió que permaneciera con él ocurriera lo que
ocurriese.
—Nunca cedería al mal, nunca usaría sus poderes para causar daño. Puede haber magos
buenos y malos, al igual que hay hombres buenos y malos... —Govannin alzó sus
oscuras y elegantes cejas. Jill se atropello con sus propias palabras y se detuvo en seco.
Sentía un ardor en las mejillas que no se debía sólo a la fiebre, y se alegró de que las
sombras lo disimularan—. Lo siento —tartamudeó de pronto confundida—. Te he
hablado irrespetuosamente y hasta ahora nunca me has mostrado más que amabilidad.
—Jill pensó que probablemente ningún plebeyo se había atrevido a hablar así a
Govannin Narmenlion desde hacía muchos años.
Pero la obispo simplemente guardó silencio un momento, observando a Jill con una
mirada curiosa y reflexiva. Cuando habló, su voz, seca y desafinada, parecía incluso
comprensiva.
—Me gustas, hija mía —dijo—. Eres tan guerrera como sabia. Eres decidida y siempre
sigues un objetivo marcado. Tu corazón es muy puro, puro en su erudición y en su
violencia, puro también en su amor. Los corazones como el tuyo pueden hacer un bien y
un mal incalculable, pero nunca podrán ser comprados ni intimidados. —Posó sus
helados dedos sobre la mejilla de Jill—. Te dejaré los registros de la Iglesia, si lo
deseas, y también a alguien para que te interprete las lenguas antiguas. El conocimiento
es el regalo que te ofrezco, con todas las consecuencias que pueda acarrear.
Extendió su huesuda mano y Jill se arrodilló sobre una pierna para besar la oscura
piedra que remataba el anillo pastoral.
Más tarde, al despertarse en la sala de guardia tras un sueño febril, Jill se preguntó si
también aquello habría sido un sueño. Después de la cena, Minalde apareció con un
pesado libro que, según dijo, Govannin le había dado para ella.
—Iba a venir de todos modos —explicó mientras se sentaba a los pies del destartalado
catre de Jill.
A través de la puerta, Jill escuchó los ruidos de la guardia que salía a hacer la vigilancia
nocturna, el crujido de los correajes, el débil tintineo de las hebillas y las bromas de
Melantrys.
Minalde pasó los dedos por el borde de los cierres metálicos de las cubiertas.
— ¿Qué es?
Jill le explicó brevemente su deseo de investigar los orígenes de la Fortaleza para
intentar averiguar algo sobre sus secretos.
—Verás —dijo—, hay tantas cosas incomprensibles en la Fortaleza... Por ejemplo,
¿cómo es que hay agua corriente en los canales y letrinas? Incluso aunque se hubiera
construido sobre un río subterráneo, el agua no sube por sí sola. ¿Por qué en la mayoría
de los sitios el aire es fresco y no está enrarecido? ¿Cómo fue la construcción inicial de
la Fortaleza? Sé que fue construida hace tres mil años por Dare de Renweth, en la época
de la primera venida de los Seres Oscuros, pero ¿cuánto tiempo tardó en construirse?
¿Dónde vivía la gente durante la construcción, si ésta no comenzó hasta que atacaron
los Seres Oscuros? ¿O es que el peligro sólo existía en los valles fluviales, y no en las
montañas?
—No —contestó Alde con sencillez—, porque hay una guarida de Seres Oscuros a
menos de treinta kilómetros de aquí, como sabrás.
Jill recordó el inmenso bloque de piedra incrustado en la ladera de un valle silencioso y
fantasmal, en medio de aquellas mismas montañas, y se estremeció.
—En cuanto al resto —prosiguió Alde— me has contado más de lo que yo sabía. He
oído que la magia en la Edad Antigua era diferente a la de ahora, pero no sé qué
significado pueda tener. Sé que hace siglos existían centros de magia, una especie de
templos de prácticas mágicas, en muchas ciudades, no sólo en Quo, así que quizás
entonces era igual. Rudy dice que la magia está fundida con los muros de la Fortaleza.
Al mencionar el nombre de su amado, las mejillas de Alde se sonrojaron y Jill disimuló
una sonrisa. En muchos sentidos, aquella chica de pelo negro le recordaba a los jóvenes
universitarios a los que había dado clase; era dulce, tímida, guapa y muy insegura de sí
misma. En aquel momento era difícil creer que aquella muchacha de suave voz había
pasado por batallas y masacres, había visto morir a su marido entre las ruinas en llamas
del palacio de Gae y se había enfrentado a las fuerzas de la noche, armada sólo con una
antorcha y con su enorme valor. Era la reina de Darwath, la auténtica autoridad de la
Fortaleza, y estaba allí sentada al borde de su mísera yacija con las piernas cruzadas
bajo sus faldones multicolores de campesina.
—De todas formas, la obispo se ofreció a prestarme los libros para ver si encontraba
alguna respuesta —dijo Jill mientras se recostaba sobre las almohadas que le habían
prestado—. Gnift me ha dicho que estoy exenta de entrenamientos y guardias hasta
dentro de tres semanas. Supongo que tiene razón —añadió con pesar, y se miró el
hombro vendado—. De todos modos, tendré que encontrar a alguien que me los lea y
me enseñe el idioma.
—Yo puedo hacerlo —dijo Alde—. De verdad, me encantaría. Conozco el wath antiguo
y el lenguaje de la Iglesia, que es muy diferente del wathe actual. Creo que sería la
primera vez que me sirviera algo de lo que aprendí en la escuela.
Jill la contempló durante un instante a través de la penumbra de la sala de guardia,
fascinada.
— ¿Qué aprendiste en el colegio?
Alde se encogió de hombros.
—A tejer—explicó Alde—, canciones y distintos estilos de poesía. Una vez hice un
tapiz completo sobre el tema de Shamilfar y Syriandis, unos famosos amantes, pero fue
un trabajo ímprobo, y no hice ninguno más. También danza y música, e instrumentos
como el arpa o el dulcímer. Algo sobre la geografía del reino y un poco de historia. Lo
que menos me gustaba era la historia —reconoció con cierta vergüenza.
—A casi nadie le gusta —dijo Jill con tono comprensivo.
—A ti sí.
Alde pasó sus menudas y cuidadas manos sobre el repujado de la cubierta de cuero.
—Yo siempre he sido un poco rara en ese sentido.
—Bueno, es como si para ti fuera muy importante —dijo Alde—. Como si estuvieras
buscando algo. Todo lo que a nosotros nos enseñaron de nuestra historia fueron
episodios supuestamente edificantes, como el de un hombre que murió heroicamente
cubriendo la retirada de sus compañeros, o el de unos soldados de la antigüedad que
prefirieron incendiar su ciudad y morir antes que ser esclavizados. Cosas de ésas que
probablemente no ocurrieron jamás.
—Quizá —dijo Jill con una sonrisa.
—Pero si necesitas alguien que te interprete los libros, me encantará poder ayudarte.
Jill estudió en silencio el rostro de Alde durante un momento. Así que iba a tener a una
reina como ayudante. «Seguramente Alwir ni la echará en falta», pensó para sí.
—Desde luego —dijo pausadamente—, siempre que tengas tiempo suficiente.
Se adueñaron de la pequeña habitación del fondo de la sala de guardia, la misma en la
que Ingold se había instalado al llegar a la Fortaleza. Era una habitación privada que
estaba cerrada al resto del personal. Y según observó Jill, se encontraba en el lado
opuesto al Sector Real de la Fortaleza, que representaba el centro político. Alde acudía
allí todos los días, por regla general con Tir, para trabajar sin descanso en las crónicas
mientras Jill garabateaba notas en unas tablillas de madera cubiertas de cera de abeja
que había descubierto en un trastero abandonado. En otro había encontrado una mesita
de delgadas patas, de un tamaño ideal para el espacio disponible en su nuevo estudio, y
para asiento se apropio de un barrilete de manzanas que encontró vacío.
De esta forma Jill entró en una etapa de apacible estudio, en la que alternaba horas de
trascripción y clasificación de notas con largos y solitarios paseos por los rincones
traseros de la Fortaleza en busca de algún indicio de la misteriosa cámara circular que le
había descrito Rudy antes de marcharse. De uno de estos recorridos venía un día cuando
se encontró a Alde sentada en su escritorio, estudiando una de las tablillas a la tenue luz
de las velas.
— ¿Es esto lo que haces? —Preguntó la joven, pasando el dedo tímidamente sobre la
suave superficie—. ¿Esto es todo?
Jill miró por encima del hombro de Alde. En general escribía con una horquilla de plata,
que utilizaba como estilete, combinando el inglés con las runas wathes. En la tablilla
había escrito lo siguiente:
Swarl (?) h. de Tirwis, hs. Aldor, Bet, Urgwas —hambre, nieves Paso 2, fort. Gr. Pta. 4 (-) —no menc. S.
Osc.
—pob. Fort. 12000 + 3 asent. (Gran Circo,??)—enterrado gaenguo (?) —Obs. Kardthe, Tracho.
—Claro —contestó Jill animadamente—. Es sobre lo que me estuviste leyendo ayer. No
es más que una síntesis. Mira: Swarl, que gobernó Renweth no sabemos cuándo, tuvo
tres hijos llamados Aldor, Bet y Urgwas...
—Bet es nombre de mujer —puntualizó Alde.
—Ya. —Jill hizo una anotación. En wathe los nombres de personas no tenían género—.
De cualquier forma, en el segundo año de este reinado hubo una época de hambre y las
nieves llegaron a cerrar el paso de Sarda. La población de la Fortaleza en aquellos
momentos era de unos doce mil habitantes, repartidos en tres asentamientos en el valle,
uno de ellos el llamado Gran Circo, y no me preguntes por qué. En la crónica no hay
ninguna mención de los Seres Oscuros, lo que no es insólito, habida cuenta que aún no
hemos encontrado ni una palabra sobre ellos en ninguna de las crónicas, y alrededor del
cuarto año de este reinado se dice que la Gran Puerta se fortificó, aunque puede que
hubiera estado así durante años. Los obispos durante su reinado fueron Kardthe y luego
un hombre o mujer de nombre Tracho.
—Es la forma antigua de Trago. Es un nombre de varón.
—Gracias. —Jill hizo otra anotación—. Y durante su reinado enterraron el «gaenguo»,
algo que quería consultarte. ¿Gaenguo no es una palabra antigua que significa «lugar de
suerte» o «lugar bueno»?
—Es más que eso. Creo que la palabra adecuada sería «lugar afortunado». —Alde
extendió el pie y empujó con suavidad una pelota hacia Tir, que jugaba alegremente en
el suelo—. En teoría eran sitios donde se manifestaban ciertos poderes, donde la gente
podía ver cosas lejanas o tener visiones.
Jill reflexionó sobre todo esto mientras Tir se entretenía en gatear por la crujiente
alfombra de paja y juncos que cubría el suelo. Alde se inclinó hacia adelante para que el
niño se agarrara a sus dedos, y tiró de él hasta ponerlo de pie entre sus rodillas. Tir reía
con ganas y chapurreaba con su media lengua palabras, encantado.
— ¿Sabes? —Dijo Jill, pensativa—, juraría que lo que enterraron fue la antigua guarida
de los Seres Oscuros. —Cogió la tablilla y le dio la vuelta entre los dedos
distraídamente; el tacto de la cera era frío y satinado como el del mármol—. Dios sabrá.
El sitio es lo bastante siniestro, pero parece todo lo contrario a un «gaenguo». Ese lugar
repele la magia en vez de canalizarla. Interesante.
— ¿Interesante en qué sentido? —Alde miró con curiosidad a Jill sin soltar las manos
de su hijo.
—Porque parece que en esa época ya no asociaban a los Seres Oscuros con los nidos o
Escaleras, lo cual es menos sorprendente de lo que parece —y continuó—, si tenemos
en cuenta que el fuego era la única defensa conocida contra los Seres Oscuros. Sin
ninguna duda, por este motivo no hay dato alguno de la Edad Oscura.
Alde bajó a Tir y el niño se marchó gateando muy decidido hacia su pelota.
— ¡Qué pena! —dijo Minalde.
—Bueno, algo más que eso. —Jíll se sentó en la estrecha cama de sacos de grano y se
cubrió los pies con la capa—. Ésa fue la causa de que nadie supiera qué hacer cuando
volvió a ocurrir. Antes del verano pasado prácticamente nadie había oído hablar de los
Seres Oscuros.
— ¡Oh, sí! —Protestó Alde—. En realidad, por eso fue por lo que nadie creyó a Ingold.
Cuando yo era pequeña, Meada, mi niñera, me solía decir que no saliera de la cama ni
paseara por la casa de noche porque los Seres Oscuros me comerían. Creo que todas las
niñeras les contaban a los niños lo mismo —su voz se quebró; al final, había sido a
Medda a la que habían devorado los Seres Oscuros—. Era algo con lo que uno crecía.
La mayoría de los niños pequeños creíamos en los Seres Oscuros. Eran nuestros padres
los que no creían.
Por un momento, Jill se imaginó la suerte que habría corrido cualquier peregrino
andrajoso que intentara convencer a las autoridades americanas de que el «hombre del
saco» existía de verdad.
—Me sorprende que Eldor le creyera —murmuró.
—Eldor —Minalde hizo una pausa—. Eldor era un hombre extraordinario, y confiaba a
ciegas en Ingold. Ingold fue su tutor cuando era pequeño.
Jill levantó rápidamente la vista al percibir la repentina tensión que ahogaba la voz de
Alde. La joven tenía la mirada clavada en la lejanía e intentaba contener las lágrimas
que habían inundado sus ojos. «Por mucho que ame a Rudy —pensó Jill—, ahí hay un
amor que no se puede negar.» En el tenso silencio que siguió, se pudo oír la voz de
Melantrys, que discutía con Seya sobre si era conveniente o no quitarse la capa durante
un combate a espada.
Alde esbozó con esfuerzo una triste sonrisa y se restregó los ojos con los puños. —Lo
siento. —No pasa nada.
—No —dijo Alde—. Es sólo que a veces no comprendo qué era lo que había entre
Eldor y yo. Es como si nunca lo hubiera comprendido. Pensaba que conseguiría que me
amara si yo le amaba lo suficiente. Quizá no fui más que una estúpida. —Volvió a
secarse las lágrimas—. Pero duele, ¿sabes? Cuando das todo lo que tienes a alguien y él
simplemente lo mira y se aleja... —Volvió a apartar los ojos, incapaz de afrontar la
mirada de Jill. Esta, siempre torpe a la hora de hablar de sus propias emociones o las de
cualquier otra persona, no supo qué decir.
Pero a Alde pareció no molestarle el silencio. De hecho, hubiérase dicho que lo
agradecía. Tir, que había llegado al extremo de la habitación, volvió gateando hacia las
dos mujeres con su habitual decisión, y Alde sonrió al inclinarse para ponerlo en pie una
vez más. Jill observó a la madre y al hijo y pensó que Tir se parecía mucho a Alde. Su
constitución era menuda y compacta, y tenía los mismos ojos grandes de un azul
intenso. «Menos mal —se dijo— que su único hijo ha sacado tan poco de Eldor.
Cuando se tiene una relación con un hombre que según la Iglesia es un siervo de Satán,
no ayuda mucho ver a un recordatorio del antecesor cada vez que una se da la vuelta.»
De pronto, Alde levantó la mirada, como si quisiera apartar deliberadamente de su
mente el dolor y la confusión de ese primer e inútil amor.
— ¿Y dónde has estado tú? —Preguntó a Jill—. Los guardias dijeron que habías
desaparecido nada más desayunar.
—Por ahí. —Jill se encogió de hombros—. Explorando, buscando algo. Oye... No
habrás oído hablar alguna vez de una habitación circular, una especie de observatorio,
aquí en la Fortaleza, ¿verdad? Una habitación circular con una mesa de piedra negra, y
algo parecido a un cristal en el centro. —No. —Alde frunció el entrecejo y sus negras
cejas formaron como dos alas plegadas para lanzarse al ataque—. Pero, es extraño, me
resulta muy familiar. Una mesa... ¿Tiene un disco de cristal incrustado en el centro?
—Sí —dijo Jill—. Como si formara parte de la mesa. ¿Cómo lo sabías?
—No lo sé. Tengo la sensación de haber visto algo así, pero debo de haberlo soñado,
porque estoy segura de que nunca he visto nada parecido. Es extraño... —murmuró Alde
en voz baja, mientras se sentaba con la espalda contra el escritorio. Parecía confundida.
Tir, al que había sentado sobre sus rodillas, no tardó en lanzarse por el pasador
adornado con piedras preciosas que le sujetaba el pelo. Ella se lo quitó y se lo dio; su
negra cabellera cayó como una cascada sobre sus hombros.
Jill apoyó en las rodillas el brazo vendado.
— ¿Qué es extraño? —preguntó.
—Que he sentido esto mismo muchas veces en la Fortaleza —contestó Alde con voz
preocupada—. Es... como si recordara cosas, como si hubiera estado aquí antes. A veces
estoy bajando por una escalera o paso por una sala y tengo la sensación de haber estado
allí anteriormente.
— ¿Una especie de déjà-vu? —Existiría un término en la lengua wathe para el mismo
concepto, circunstancia que Jill encontró interesante.
—No del todo.
— ¿Como los recuerdos heredados que pasan de padres a hijos en algunas familias? —
preguntó Jill lentamente—. Me dijiste que tu familia estaba relacionada con la Casa de
Dare.
Alde la miró con una expresión de preocupación bajo la tenue luz amarillenta de las
velas.
—Pero los recuerdos sólo pasan de padres a hijos —dijo pausadamente—. Y Eldor me
dijo una vez que sus recuerdos de otras vidas eran como sus propios recuerdos. Muy
claros, como visiones. Los míos son sólo sensaciones.
—Quizá las mujeres guarden los recuerdos heredados de forma distinta —dijo Jill—.
Quizá sea menos evidente en las mujeres y no haya salido a la luz durante siglos porque
siempre ha habido un heredero masculino en la Casa de Dare. Puede que tú no hayas
recordado nada hasta ahora porque no ha habido necesidad. —Jill se inclinó hacia
adelante y el grano de los sacos sobre los que estaba sentada crujió suavemente,
desprendiendo un ligero olor a rancio por la minúscula habitación—. Recuerdo que en
una ocasión Ingold dijo que el padre de Eldor, Umar, no conservaba en absoluto
recuerdos de Dare porque no lo necesitaba, que los recuerdos heredados se saltan
generaciones, una, tres o incluso más. Pero que habían despertado en Eldor porque era
necesario.
Minalde permanecía en silencio, con la mirada fija en el niño que jugaba sobre su
regazo ajeno a todo. El pelo suelto ocultaba su expresión, pero cuando habló, su voz era
débil y vacilante.
—No sé —dijo.
Jill se puso en pie en un enérgico movimiento.
—Creo que es una gran noticia —anunció.
— ¿Tú crees? —preguntó Alde con timidez.
— ¡Desde luego que sí! Ven a explorar conmigo y veremos lo que puedes recordar.
En lo más duro del invierno, cuando la nieve selló el valle convirtiéndolo en un mundo
blanco, silencioso y aislado, Jill y Minalde emprendieron su propia y poco sistemática
exploración de la Fortaleza de Dare. Recorrieron las partes más altas de los niveles
cuarto y quinto, donde Maia de Thran había establecido su cuartel general. El obispo las
saludó amistosamente desde su propia iglesia, abajo, cerca del extremo oeste, rodeado
de soldados. Exploraron los atestados almacenes que había alrededor de la escalera del
nivel quinto, donde sólo se escuchaba el fluido acento sureño de los penambrios, e
inspeccionaron las oscuras y vacías salas que se extendían más allá. Armadas, como
Teseo, con un ovillo de hilo, atravesaron kilómetros de oscuridad, salas abandonadas
que apestaban a putrefacción seca o enmohecida, cubiertas por el polvo acumulado que
se levantaba con sus pisadas formando una especie de niebla baja.
Encontraron despensas, capillas y depósitos llenos de armas ya oxidadas en las salas
interiores de todos los niveles. Vieron restos de puentes que en un tiempo habían
atravesado la Sala Central a la altura de los niveles cuarto y quinto, y finas redes de
cables ocultos por las densas sombras del techo. Encontraron celdas abarrotadas con
montañas de muebles, tallados en estilos desconocidos y decorados con finas líneas de
corazones y diamantes resaltados en láminas de oro. Pasaron por otras celdas cerradas,
en las que se escuchaba correr a las ratas, posiblemente almacenes de comida
escondidos por anónimos especuladores. Descubrieron cosas que no comprendían:
pergaminos que se deshacían, escritos con una letra tosca e ilegible, o lo que parecían
extraños poliedros pequeños fabricados con cristal lechoso, algo más pequeños que el
puño de Jill, cuya utilidad desconocían por completo.
—Deberías contarle a Alwir que hemos encontrado pergaminos —observó Jill cuando
volvían sobre sus pasos desde un remoto rincón del quinto nivel. El círculo de luz
amarilla de la lámpara vacilaba alrededor de sus pies. En lo alto el aire era más cálido y
las paredes a las que se abrían laberintos de celdas vacías producían una sensación de
sofoco. El muro bullía de sombras grotescas que se cernían sobre la llama como polillas
gigantes que revoloteasen alrededor de una vela diminuta. Jill sintió una irónica envidia
de la alegre e irreflexiva capacidad de Rudy e Ingold para llamar a la luz o ver en la
oscuridad. «Estos malditos magos probablemente irían por aquí tan tranquilos.»
—Lo haré —asintió Minalde mientras alzaba más la lámpara para ver mejor—. La
obispo Govannin y él ya se están peleando por el material de escritura. Alwir quiere
hacer un censo de la Fortaleza.
—Debería hacerlo, y también debería llevar sus propias crónicas.
—Lo sé. —Alde había asimilado lo suficiente el sentido histórico de Jill para darse
cuenta de que las crónicas de la Iglesia sobre ciertos acontecimientos diferían totalmente
de las seculares—. Pero como no hay casi nada sobre lo que escribir, nadie lleva ningún
tipo de crónicas.
—Fantástico —dijo Jill—. A este paso, cuando esto vuelva a suceder dentro de tres mil
años, todo el mundo va a estar tan despistado como nosotros ahora.
— ¡No! —Protestó Alde—. Eso no puede ser; quiero decir...
Jill levantó las cejas y se detuvo ante una puerta oscura.
— ¡Y un cuerno que no! Todo esto podría ser parte de un ciclo periódico. No sabemos
por qué vinieron los Seres Oscuros antes o cuántas veces ha ocurrido. Sabemos que en
sus ciudades subterráneas tienen esclavos humanos. ¿Son ésos los descendientes de los
prisioneros que cogieron hace tres mil años? ¿Fueron los hombres los que los obligaron
a desaparecer bajo tierra o fueron ellos mismos los que se marcharon?
—Pero ¿por qué iban a hacerlo? —exclamó Alde angustiada.
—No tengo ni la menor idea. —Jill se detuvo al entrever algo junto a una puerta
abandonada. Recogió otro de aquellos pequeños poliedros de cristal y lo hizo girar entre
sus dedos—. Pero eso es lo que tenemos que averiguar, Alde. Hay que desentrañar el
enigma de algún modo, y por ahora, todo lo que tenemos para empezar es la Fortaleza y
las crónicas. —Se encogió de hombros—. Quizás estemos perdiendo el tiempo y el
archimago nos dé todas las respuestas cuando vuelva con Rudy e Ingold. Sin embargo,
también es posible que no las tenga.
Continuaron por el corredor. Jill se guardó el poliedro en el cabestrillo para investigarlo
más tarde. A su paso susurraban los ecos de sus propios pasos, sombras y respiraciones.
Pero la Fortaleza escondía bien sus secretos, encerrados dentro de las espirales y
contraespirales de sus sinuosas salas, o los revelaba de forma enigmática e
incomprensible.
Casi desde que empezaron su tarea, decidieron preguntar a Bektis por el observatorio
con la mesa de cristal, por si existía la remota posibilidad de que su ciencia hubiera
conservado alguna pista sobre su localización.
Sin embargo, el mago de la corte de Alwir tenía poco tiempo que perder en juegos de
niñas. Levantó la vista con gesto malhumorado cuando entraron sigilosamente en su
habitación, una celda amplia escondida en el laberinto del Sector Real. La luz azulada
que resplandecía por encima de su cabeza se reflejaba en su elevada y calva coronilla y
en el puente de su pronunciada y ganchuda nariz. Se levantó e hizo una rígida y breve
reverencia a la reina.
—Ruego aceptes mis disculpas, señora —dijo con voz suave y meliflua—. Con esas
faldas de campesina cualquiera podría confundirte con una plebeya. —La rígida
desaprobación parecía habérsele incrustado en la espina dorsal. A pesar de todo,
escuchó la descripción que Jill le hizo de lo que buscaban sin dejar de asentir
lentamente con aquella expresión de grave reflexión que, según sospechaba Jill sin
ninguna compasión, debía practicar diariamente ante un espejo. Mientras hablaba, Jill
observó los pocos libros de tapas negras que ocupaban las estanterías del extremo
opuesto de la celda y la suntuosidad de la cama. A diferencia del mobiliario de su mi-
núsculo estudio, el voluminoso lecho era nuevo y la decoración era moderna. Era
evidente que lo habían traído desde Karst desmontado, ya que no era del tipo de
muebles que se podían encontrar en los viejos almacenes de la Fortaleza. La lástima que
alguna vez había sentido por los problemas de transporte de Alwir desapareció por
completo. Era indignante pensar que alguien hubiera tenido que arrastrar aquel peso
inútil desde Gae. Bajo el frío brillo de la luz azulada que flotaba sobre el viejo mago
relucían los bordados escarlata de las mangas de su túnica, que representaban los signos
del Zodiaco. Vio el suyo, el de Virgo, antes de caer en la cuenta de que se hallaba ante
otra coincidencia inexplicable entre dos mundos separados por el Vacío.
Bektis carraspeó solemnemente.
—Los hombres de la Edad Antigua, mi señora —acentuó—, tenían poderes muy
superiores a los nuestros. Se sabe muy poco de ellos o de sus obras.
Alde le interrumpió con impaciencia.
—Mi señora obispo dice que la gente de la Edad Antigua era mala y que practicaba
atrocidades.
Un destello de rencor apareció en los oscuros ojos del hombre.
—Eso es lo que dice de todo lo que desaprueba. En aquella época, la brujería era parte
de la vida del reino, no algo que se practicara de forma clandestina. Entonces había más
magos que ahora y sus poderes eran mucho mayores. Incluso en nuestros tiempos, mi
señora, la magia no ha estado nunca prohibida. ¿O acaso no existían centros mágicos en
todo el reino, no sólo en Quo, sino también en Penambra, y hasta en Gae, en el mismo
lugar donde hasta hace poco se levantaba el palacio?
— ¿Es eso cierto? —preguntó Jill con curiosidad.
Los oscuros ojos del hombre se volvieron lateralmente a ella.
—Es cierto que existían, Jill-shalos. Entonces se nos respetaba. La magia fue la
herramienta que permitió construir el reino, pero la Iglesia puso al pueblo en contra
nuestra jugando con los sentimientos de los ignorantes y, uno a uno, todos aquellos
centros fueron clausurados y los magos que vivían en ellos tuvieron que echarse a los
caminos. Esto ocurrió hace siglos —dijo con palabras suaves y ligeras que de repente
sonaron llenas de resentimiento—. Pero nosotros no olvidamos.
Jill cambió la postura del brazo envuelto en sucias vendas.
— ¿Y vuestro saber no conserva ningún dato sobre las obras de aquellos hombres?
—Ni nuestro saber ni el de nadie, Jill-shalos. —El viejo bajó la mirada y su voz volvió
a suavizarse—. El archimago Lohiro estudió diferentes obras de la Edad Antigua, pero
hasta sus conocimientos en esta materia son fragmentarios.
«Probablemente porque partió de una visión mecánica del mundo», pensó Jill mientras
se ponía en pie e indicaba a Alde con un gesto que allí no iban a averiguar nada y
dejaron al mago de la corte mezclando perlas molidas con hinojo para hacer una pócima
contra la indigestión. La suave luz azulada iluminaba sus manos, que se movían como
las patas de una araña.
Jill y Alde siguieron explorando sistemáticamente las oscuras salas de la Fortaleza y
examinando todas las crónicas antiguas que caían en sus manos. Pero lo que interesa a
los cronistas de una época no siempre es lo que buscan los historiadores. Jill se
sumergió en un segundo montón de información trivial sobre las vidas y amoríos de
monarcas desaparecidos, duelos de poder con dignatarios olvidados, notas sobre las
épocas de escasez, las buenas y malas cosechas y el nivel que habían alcanzado las
nieves en el paso de Sarda. Con frecuencia, los esfuerzos de Jill tenían un aire
extrañamente surrealista, como si vagara a través del tiempo y el espacio, cruzando una
y otra vez las infinitas capas del universo en una búsqueda a ciegas cuyo significado
sólo comprendía vagamente.
Era en aquellos momentos cuando más añoraba la presencia de Ingold. Se sentía perdida
en un mar de hechos, idiomas y conceptos que apenas comprendía. La ayuda de Alde
era incalculable, pero su educación era la típica en una joven de clase alta, y por tanto
ortodoxa; había infinidad de datos básicos sobre la historia de la Iglesia, del reino y de
la magia que desconocía. Mientras descifraba con paciencia montañas de legajos sucios
y emborronados en su minúsculo estudio hasta altas horas de la noche, Jill echaba de
menos la presencia de Ingold, más que por sus conocimientos sobre el tema, por su
apoyo moral y su compañía. Había momentos en los que se escuchaban las voces
lejanas de los cambios de guardia a través de lejanos pasillos, y cuando el cansancio
desfiguraba ante sus ojos los textos escritos con extraños lenguajes a la luz amarilla y
turbia de la lámpara, Jill apoyaba el brazo que tenía inmovilizado sobre la inclinada
superficie del escritorio y se preguntaba cómo había llegado allí. Cómo, en cuestión de
unas seis semanas, había pasado de la soleada California y los pantalones vaqueros a
vivir en una gélida fortaleza rodeada de peligros en medio de una cordillera extraña,
buscando en ilegibles pergaminos una mención de algo que Ingold le había pedido que
buscara. También se preguntaba si él la observaría con su pequeño cristal mágico, o si
se preocuparía por ella. Entre los dos laberintos del presente y el pasado había un
tercero, mucho más intangible y, según presentía, mucho más importante que los otros
dos. Era un laberinto de recuerdos, tan escurridizo como una bocanada de humo o como
los vagos sonidos que uno cree oír por la noche; un laberinto que sólo podía vislumbrar
ligeramente a través de las visiones retrospectivas de Minalde.
—Esto es interesante —dijo Jill cuando Minalde y ella salieron de una celda abarrotada
hasta el techo de muebles viejos y docenas de inútiles y enigmáticos poliedros lechosos.
El polvo se adhería a sus ropas y Alde estornudó e intentó quitarse el polvo de la cara.
Ambas estaban cubiertas de polvo, como dos niñas que hubieran estado jugando en el
desván familiar—. Por los muebles que hemos encontrado allí, parece como si esta zona
se hubiera ido superpoblando mientras que el nivel quinto quedaba desierto.
—Eso no tiene sentido —dijo Alde, perpleja, mientras intentaba sacudirse el polvo de
los brazos sin conseguir nada más que mancharse las mangas blancas de la túnica—. Si
tenían problemas de espacio, ¿por qué no alojaban a la gente en el quinto nivel?
Jill se encogió de hombros y pintó otra flecha en la pared.
—Se tarda muchísimo en ir y volver de allí —dijo—. El segundo nivel debía de ser más
popular. En mi tierra, la gente vive en sitios mucho más poblados que éste sólo por estar
en la zona de moda de la ciudad. —Miró a su alrededor—. Pero ¿dónde demonios
estamos?
Alde levantó la lámpara. Frente a ellas partía un corto tramo de pasillo que acababa en
un muro liso unos diez metros más allá; por su composición, formaba parte del diseño
original de la Fortaleza. Con el movimiento de la lámpara, las sombras cambiaban de
forma a su alrededor y Jill se estremeció al sentir la corriente de aire fresco.
Una ráfaga de aire más cálido, procedente de algún sitio cercano, llevó hasta ellas las
voces de los monjes que entonaban salmos.
—Cerca del Sector Real, creo —contestó Alde—. Debe de haber una escalera... No, Jill,
espera un momento. —Alde se quedó inmóvil. Estaba muy pálida, y las impenetrables
sombras la hacían parecer más menuda de lo que realmente era—. Conozco este sitio.
Estoy segura. He estado antes aquí.
Jill permaneció en silencio, observando la confusión que afloraba al rostro de Alde. La
joven reina pareció buscar a tientas entre sus recuerdos, sin ningún resultado. De
repente sacudió la cabeza con desesperación.
—No consigo recordar nada —susurró—, pero intuyo que está cerca. Siento que he
pasado por aquí antes muchas veces. Era parte de mi vida; iba a hacer algo... en un sitio
al que he ido tantas veces que podría llegar con los ojos cerrados.
—Entonces cierra los ojos... —sugirió Jill suavemente —y ve.
Alde le pasó la lámpara y permaneció de pie, con los ojos cerrados, sumida en la
oscuridad. Dio un paso vacilante y luego otro. De pronto, cambió bruscamente de
dirección, caminando con suavidad mientras sus ligeras faldas azules y moradas barrían
el polvo acumulado en el suelo. Por un momento, Jill creyó que iba a chocar contra la
pared, pero el ángulo que quedaba entre la sombra y la luz de la lámpara era engañoso.
En el momento en que iba a advertírselo, las sombras parecieron tragarse a Alde, que
dio un traspié y maldijo con el tono recatado propio de una dama. Una vez a su lado, Jill
vio que allí se abría un breve tramo de escalones negros que llevaban a una puerta
oscura con una cerradura rota y oxidada.
— ¿Es éste el sitio? —preguntó Alde. Jill inclinó la lámpara para intentar ver con
claridad la pieza de cristal incrustada en el centro de la mesa.
—Desde luego —dijo—. Esta es la especie de observatorio que encontró Rudy la noche
antes de marcharse; esto es lo que Ingold me pidió que buscara, y tú lo has encontrado.
—Jill vaciló un instante al percibir la inseguridad de Alde—. ¿No era éste el sitio que
buscabas?
Alde recorrió la habitación deslizando sus dedos lentamente por el liso muro. Cogió un
poliedro blanco que había sobre el banco y el reflejo de la lámpara le arrancó un débil
destello rosa.
—No —dijo pausadamente.
— ¿No reconoces este sitio? —Jill se volvió hacia ella y se sentó en el borde de la mesa
negra.
Alde apartó la mirada del pequeño objeto que estaba examinando. Su cabello negro,
cubierto de polvo, caía en desordenados mechones sobre su rostro.
—Sí —dijo con tono seguro—, pero tengo la impresión de haber pasado por aquí de
camino a algún otro sitio.
Jill echó un vistazo alrededor de la habitación. Sólo había una puerta. Sus miradas se
volvieron a encontrar. Alde parecía convencida de que tenía que encontrar algo más. El
silencio se prolongó durante una eternidad, y Jill se estremeció con la repentina
sensación de estar acercándose a lo desconocido. En medio de aquel silencio fue
dándose cuenta de algo más: a través de la oscura piedra de los muros llegaba hasta ella
un zumbido o latido débil y apenas perceptible. Jill frunció el entrecejo al percibirlo con
mayor claridad. Era algo familiar, tan familiar como el latido de su corazón, algo que
debía reconocer, pero que no recordaba haber oído desde...
¿Cuándo? Desconcertada, se levantó y fue hacia la pared de enfrente de la puerta, donde
el suave zumbido parecía oírse con más fuerza. Extendió la mano por encima del
estrecho banco y apoyó los dedos contra la piedra.
—Dios mío —susurró, al darse cuenta repentinamente de la posibilidad de haber
encontrado algo para lo que no estaba preparada, algo que pareció abrirse ante sus pies
como un abismo.
Alde vio su mirada, cogió la lámpara y se apresuró a acercarse.
— ¿Qué es esto?
Jill volvió la cabeza para mirar a Alde y el gris frío de sus ojos brilló con fuerza en la
vacilante penumbra.
—Toca la pared —susurró.
Alde obedeció, y al instante frunció el entrecejo, desconcertada pero con la sensación de
estar a punto de reconocer algo.
—No, no entiendo.
La voz de Jill sonó como un susurro imperceptible.
—Son máquinas.
La trampilla no estaba oculta, como Jill había temido. Simplemente estaba
discretamente disimulada. El banco, construido siglos después, estaba colocado delante.
Al otro lado del grueso muro distinguió el principio de una escalera de caracol que
parecía ascender hasta el infinito.
Cuando por fin emergió en el vasto espacio cálido y polvoriento, en el que palpitaba el
denso y constante zumbido del metal y el aire, Jill pensó que acababa de cruzar el
umbral de un territorio desconocido para todos los habitantes de aquel mundo, incluido
el propio Ingold, de eso estaba segura. Se le ocurrió que la Fortaleza de Dare, lejos de
ser una simple fortificación, era toda ella un enigma, tan negro e impenetrable como los
Seres Oscuros.
Extendió el brazo y Alde, que la seguía de cerca, le pasó la lámpara. Al proyectar aquel
débil punto de luz, multitud de formas oscuras se perfilaron en medio de la negrura que
la envolvía: enormes tuberías negras, engrasadas y relucientes, bobinas de cable
retorcido que colgaban del techo como enormes enredaderas, y las abiertas fauces de
gigantescos conductos que expulsaban aire caliente como la nariz de una bestia
monstruosa. El ruido, aunque no era fuerte, retumbaba en sus huesos como el latido de
un enorme corazón.
Alde salió de la escalera de caracol y contempló boquiabierta la visión laberíntica que se
ofrecía ante sus ojos, apenas visible entre las densas sombras. Tenía los ojos muy
abiertos, y parecía incluso asustada. De pronto Jill se dio cuenta de que aquella sociedad
tenía un nivel tecnológico similar al del siglo XIV. Unos minutos antes no existía
ninguna diferencia entre ellas, como si fueran contemporáneas. Pero de repente el
abismo del tiempo y la cultura se hacía insondable. Hasta ella misma, en teoría
familiarizada con las maravillas de la tecnología de su época, enmudeció ante la
interminable sucesión de elevadores, planchas y tuberías cuyas formas la luz de la
lámpara apenas dejaba adivinar. Para Alde debía de ser como otro mundo.
— ¿Dónde estamos? —Susurró Alde—. ¿Qué es esto?
—En principio —contestó Jill con un tono igualmente bajo, como si temiera romper el
silencio que flotaba sobre la tenebrosa jungla de metal—, yo diría que estamos en la
parte más alta de la Fortaleza, mucho más arriba del quinto nivel. La subida por la
escalera ha sido larga, y en cuanto a lo que esto pueda ser... —Levantó la lámpara y
olfateó el sutil olor a aceite del lugar. No había polvo, según pudo observar, ni tampoco
ratas. Sólo oscuridad y el suave y constante latir del corazón secreto de la Fortaleza—.
Tienen que ser las bombas.
— ¿Las qué?
—Las bombas que hacen circular el aire y el agua —dijo con tono pensativo—. Sabía
que tenían que estar en algún lado.
— ¿Por qué? —preguntó Alde, perpleja.
—El aire y el agua no se mueven solos. —Se detuvo y se inclinó para recoger otro
pequeño poliedro de cristal blanco, medio oculto entre las sombras de una masa de
bobinas de un diámetro como el de su cintura.
—Pero ¿por qué no se menciona nada de esto en las crónicas? —preguntó Alde.
—Esa es una buena pregunta. —Jill rodeó una enorme tubería de metal negro y liso y
pasó la mano por la boca de un conducto gigantesco. En lo profundo de las sombras
pudo ver una rejilla de malla fina. Evidentemente, no era ella la única persona que había
pensado en la posibilidad de que los Seres Oscuros entraran por los conductos del aire—
. Y a mí se me ocurre otra: ¿dónde está la fuente de energía?
— ¿La qué?
—La fuente de energía..., lo que hace que todo esto se mueva.
—A lo mejor se mueve solo, porque es su naturaleza el moverse. —Era una respuesta
perfectamente racional, si se tenía en cuenta que su visión del mundo era similar a la
medieval.
—Nada que esté por debajo de la luna puede hacerlo —explicó, por seguir las teorías de
Aristóteles y su física sublunar—. Todo, absolutamente todo, necesita algo que lo haga
moverse.
— ¡Ah...! —dijo Alde, convencida con la explicación. Las invisibles paredes recogían
el murmullo de sus voces y lo repetían una y otra vez por encima del monótono
zumbido de las tuberías.
—Alde... —Jill se dio la vuelta, y el resplandor de la lámpara le iluminó el rostro y el
uniforme negro, sucio y polvoriento—. ¿Te das cuenta de que podría haber en la Forta-
leza otros lugares como éste, habitaciones, laboratorios, defensas y mil cosas más, todo
oculto y olvidado? Si pudiéramos encontrarlos... ¡Dios, ojala Ingold estuviera aquí! El
sabría qué hacer.
Alde levantó la mirada bruscamente.
—Sí —dijo—, sí que lo sabría. Porque, escucha, Jill, dime si esto tiene sentido: ¿podría
esa fuente de energía ser mágica?
Jill se detuvo a pensarlo y luego asintió con la cabeza.
—Debe de serlo —dijo. «Después de tres mil años es más probable que sea eso, que un
reactor nuclear oculto», concluyó para sí.
—Eso explicaría que nada de esto se mencione en las crónicas. —Alde se inclinó hacia
adelante y sus negras trenzas cayeron sobre sus hombros. Tenía los ojos muy abiertos y,
según pensó Jill, parecía algo asustada—. Tú dijiste que la Fortaleza había sido
construida por magos que también eran ingenieros. Pero las Escrituras de la Iglesia
datan de mucho antes de la Edad Oscura. La Iglesia tenía mucho poder, incluso
entonces. —Su voz era grave e intensa—. Es lógico que la gente tema a los magos, Jill.
Si ellos guardaban el secreto de la construcción de la Fortaleza, era fácil que se perdiera
en medio de una época de catástrofes... Y eso es lo que debió de suceder. Son tan
pocos... Si algo les ocurriera antes de poder transmitir sus conocimientos a sus
discípulos...
Jill guardó silencio. Recordaba a Ingold ante los portones de la Fortaleza y el fanático
odio que irradiaban los ojos de serpiente de Govannin.
Alde levantó la vista y la luz de la lámpara brilló en sus ojos.
—Siempre me enseñaron a desconfiar de los magos y a temerlos. Sé que Rudy tiene
Poder, Jill, pero aún así tengo miedo de lo que le pueda pasar. Está allí afuera, en algún
sitio, no sé dónde. Le quiero, Jill —dijo en voz baja—. Puede que no sea legítimo y que
sea estúpido e inútil y todo eso, pero no puedo evitarlo. Hay un dicho en el reino: «La
mujer de un mago es viuda». Yo siempre pensaba que era porque los excomulgaban. —
Puso el pie sobre el primer peldaño de la larga escalera que bajaba hacia el segundo
nivel. Sus ojos se encontraron con los de Jill—. Ahora sé lo que significa. Que la mujer
que se enamora de un mago sólo puede esperar sufrimiento.
Jill apartó la mirada, abrumada por una repentina oleada de comprensión. Tenía ganas
de llorar.
—Me lo vas a decir a mí, tesoro —murmuró para sí.
Alde, que ya había comenzado a descender, miró hacia arriba.
— ¿Qué?
—Nada —mintió Jill.
CAPITULO OCHO
Una sofocante sensación de pánico sacó a Rudy de su profundo sueño. El viento rugía
en lo alto, pero el arroyo en el que habían acampado estaba protegido y relativamente
tranquilo. Se incorporó. La roca en la que se había apoyado mientras hacía su turno de
guardia se le había clavado en la espalda; respiraba fatigosamente y tenía las manos
húmedas y frías. Se le heló el corazón al comprobar que Ingold no estaba allí.
Una rápida mirada a su alrededor se lo confirmó. A la trémula luz del fuego pudo ver
que el mago había desaparecido.
Rudy se puso en pie de un salto. En su interior luchaba el terror de verse solo en medio
de la desapacible noche del desierto con el horror nacido del sentimiento de culpa por
haberse quedado dormido durante la guardia. Lo sacudió una ráfaga de viento, pero no
fue eso lo que le hizo estremecerse. Sabía que no era capaz de sobrevivir sin el mago.
¿Qué o quién podía haber hecho que Ingold desapareciese tan sigilosamente?
El pánico se apoderó de él. Cogió el arco y las flechas y ascendió la inclinada y rocosa
margen del río. Al llegar a lo alto, un agitado torbellino lo azotó con fuerza pero su
visión de mago no le mostró nada más que el salvaje movimiento de los matorrales y la
oscuridad.
— ¡INGOLD! —gritó desesperadamente, pero los vientos sólo le devolvieron el eco de
su voz.
Arriba, el frío era espantoso. Le quemaba el rostro y las manos y le hería los pulmones
como si se los atravesaran con una espada de hielo. Furioso, el viento le arrebató de los
labios el sonido de su grito y lo arrojó caprichosamente a la oscuridad.
— ¡INGOLD! —Su voz se ahogó en el torbellino de la noche.
¿Qué debía hacer? ¿Regresar al campamento o esperar? ¿Para qué? ¿Volver al camino
que se encontraba a unas docenas de metros de donde él estaba, en busca de algún rastro
del anciano? ¿Esperar a que amaneciera? En ese caso, bien podía abandonar toda
esperanza, pues la tormenta borraría de la faz de la tierra todo vestigio de Ingold. Una
especie de frenesí se apoderó de él al saber que se hallaba solo en la oscuridad. Sabía
que no tenía salvación sin Ingold, que no podía seguir su camino ni tampoco regresar a
Renweth; estaba solo y abandonado en una tierra terriblemente hostil. Se debatió contra
un irresistible deseo de correr, de escapar a cualquier parte. El viento gritaba
maldiciones en sus oídos y le desgarraba el rostro con garras de hierro helado. Ingold no
estaba... Rudy sabía que sin él moriría.
Oyó entonces que la áspera y poderosa voz del mago, desgarrada y distorsionada por la
engañosa furia de los vientos, le llamaba. Rudy se volvió hacia lo que le pareció ser el
lugar de procedencia de la voz. Forzó los ojos, pero no pudo ver nada en la absoluta
oscuridad de la rugiente noche del desierto. Los vientos bramaban con tal fuerza que
apenas se habría oído a sí mismo gritar; sin embargo, volvió a oír la llamada.
Inclinándose contra la fuerza del viento, se adentró en la oscuridad.
Le llevó no menos de media hora darse cuenta de que había cometido una estupidez.
Dondequiera que Ingold se hallase y fuera lo que fuese que le hubiese ocurrido,
buscarlo en la salvaje negrura de la tormenta equivalía a un suicidio. Tambaleándose,
andando a ciegas, víctima de la furia de los elementos, helado hasta los huesos,
jadeando por el solo esfuerzo de mantenerse en pie, Rudy maldijo el pánico que le había
alejado de la protección del campamento en el arroyo. Había perdido el rastro y erraba
sin esperanza en pos de cualquier movimiento que creía ver o de cualquier sonido del
viento que tomaba por la voz de Ingold.
Desesperado, intentó volver sobre sus pasos hasta donde creía que se encontraba el
campamento, pero, en aquel paisaje asolado por el viento, nada le era familiar. Por muy
mago que fuese, no podía ver en la oscuridad cuando el viento le cegaba. La nieve en
polvo le mordía las adormecidas mejillas sin piedad.
«Si te abandonas, morirás —se dijo a sí mismo, descorazonado—. Sigue moviéndote
hasta que amanezca, por Dios, si no quieres ser pasto de los chacales.» Pero el sueño le
vencía lentamente. Pensó en la cálida habitación de la Fortaleza entre sus muros
oscuros. Pensó en Minalde, en la dulzura de sus brazos; en las cálidas y doradas tardes
de California bebiendo cerveza con sus amigos... «Sigue andando —se ordenó a sí
mismo resistiendo la tentación—. Recuerda el chirrido de una uña en una pizarra.
Piensa en una ducha helada. Piensa en cualquier cosa menos en dormir.»
Y logró seguir caminando.
Era incapaz de seguir una dirección o buscar nada... Sólo podía pensar en poner un pie
delante de otro, en mantener la sangre circulando hasta el amanecer. Por la mañana
tendría tiempo suficiente... ¿Para qué? ¿Para encontrar a Ingold cuando, probablemente,
el anciano estaría caminando en dirección completamente opuesta a la suya durante las
horas que faltasen hasta el amanecer? Se preguntó si aquélla sería la tormenta de hielo
de la que Ingold le había hablado, el temible huracán helado que podía congelar a un
mamut antes de que cayera al suelo.
El sueño volvió a tentarle, le vino a la memoria la imagen de Jill gritándole en medio de
otra tormenta de nieve, cuando estaban cubriendo los últimos metros que los separaban
de la Fortaleza de Dare. ¿Hacía un mes de esto, o quizás un año? Recordó que Jill le
había arrastrado, le había dado patadas, le había insultado para obligarle a moverse
cuando él ya había renunciado a vivir. «No me importa que seas un maldito mago, eres
un cobarde y un desertor», le había dicho. Y lo era. Siempre lo había sido, pero ahora no
podía permitírselo. Ni él ni nadie podían permitirse el lujo de dejarse morir ahora. Si los
Seres Oscuros se habían llevado a Ingold, sólo quedaba él, Rudy Solis, el mago pintor
de motos, para encontrar la Ciudad Oculta y a Lohiro.
La desesperación que sintió al ser consciente de la situación en la que se encontraba fue
suficiente para tentarle a tumbarse allí mismo y permitir que la nieve le arrebatase la
vida.
Ya no sentía ni las manos ni los pies; su cuerpo entero estaba insensible y adormecido,
su mente se debilitaba por momentos bajo la garra inexorable del frío y la fatiga.
Tropezó y cayó, y sintió que el viento helado le cubría como un sudario y que Jill le
llamaba cobarde y desertor.
Fue el picor de las yemas de sus adormecidos dedos lo que le despertó. Sin abrir los ojos
movió la mano; oyó el crujido del hielo en el guante al romperse y el leve roce de las
patas de un animal corriendo por la nieve. Entreabrió los párpados y al ver la luz del día
supo que lo había conseguido.
Suspiró. El frío y la humedad le habían calado hasta los huesos, pero el tremendo frío de
la tormenta de la noche anterior había aminorado y el viento volvía a ser un simple ge-
mido constante y familiar. Estaba muerto de hambre, le dolía todo el cuerpo, y se
encontraba extenuado. Sintió la tentación de quedarse allí tumbado, en aquel refugio
relativo, y esperar a que alguien lo encontrase. ¿Había llegado por su propio pie al
abrigo de aquel lecho desecado?
Pero nadie iba a rescatarle. La idea brotó en su cerebro con estremecedora y horrible
certeza: Ingold había desaparecido.
«Si Ingold no está —pensó con repentino horror—, ¿cómo demonios voy a regresar a
California?»
«Lohiro —pensó—. Lohiro es el archimago y la cabeza del Consejo. Es el superior de
Ingold. Él tiene que saberlo.»
Pero la pena se apoderó de su corazón. El anciano no estaba allí para sentarse al otro
lado de la mortecina luz del fuego de campamento con aquella mirada de humor
corrosivo y cansado, ni para reprenderle con sarcasmo cuando confundía el hinojo con
el romero; ya no lo vería de pie con una bola de luz blanca entre las manos, envuelto en
su radiante aura. Había llegado a sentir un profundo afecto por el anciano, no por su
magia ni porque fuese su maestro. Sabía que le habría querido aunque Ingold hubiera
sido un viejo obrero pensionista de San Bernardino.
Rudy pensó en Lohiro y en la visión que había tenido en la mesa de cristal de la
Fortaleza; el rostro sereno e impasible enmarcado por la cabellera de oro y fuego, el
vacío de aquellos ojos azules caleidoscópicos. ¿Qué le había dicho Ingold de Lohiro?
Que era un dragón, una criatura de fuego, de poder, de oro y luz, pero el archimago no
se asemejaba en nada al anciano andrajoso y rebelde que bebía cerveza y a quien Rudy
vio por primera vez saliendo de una nube de luz para entrar en la quietud de un
atardecer en el desierto californiano.
Rudy sabía que debía proseguir la marcha.
Abrió los ojos y se encontró tumbado al abrigo de las márgenes de un río seco. La nieve
se había acumulado a su alrededor; pero en el centro se había derretido al calor de su
cuerpo hasta formar una especie de hueco que le había procurado una mayor protección
contra los vientos. Rudy estaba tendido sobre la larga franja del lecho del río. Al otro
lado, donde el sol resplandecía sobre la nieve, descansaban media docena de pequeños
animales de piel marrón y blanca. Eran, aproximadamente, del tamaño de un gato; pero
tenían el hocico afilado, los morros arrugados y los brillantes ojos, rojos como los de las
ratas. Descansaban sobre las patas traseras, se atusaban los bigotes y le contemplaban
con malicia. Rudy recordó el picor en los dedos que le había despertado y se los miró
rápidamente. Los extremos de sus guantes de piel estaban roídos.
Le sacudió un estremecimiento de repulsa, y cogió una piedra para lanzársela a las ratas
que, casi con desdén, se desvanecieron entre los matorrales nevados. De modo incons-
ciente se limpió la roída piel de los guantes en los pantalones. Tenía el desagradable
presentimiento de que no sería la última vez que vería a aquellos animales.
Por precaución cogió su arco. Había logrado conservarlo durante la noche, al igual que
el carcaj y las flechas. Aún tenía agua y había suficiente nieve en el suelo para que la
sed no constituyese un problema. También le quedaba un poco de carne curada y algo
de fruta seca en el morral que pendía de su cinturón. Además, tenía un cuchillo, una
espada y cuerdas de arco. Se envolvió en la capa sin conseguir dejar de temblar bajo la
luz mortecina del día. El frío que penetraba sus humedecidas ropas le restaría energías,
pero no había forma de secarse. Trepó hasta lo alto del torrente para echar un vistazo a
los alrededores.
Sus ojos sólo encontraron desolación. No había ni rastro del camino. El cielo
encapotado de nubes se iba abriendo suficientemente para dejar ver el sol de vez en
cuando, como una mancha blancuzca en medio de la interminable bóveda celeste. El
viento seguía arreciando, el terreno se prolongaba delante de él como una extensión
pálida y rojiza de tierra pedregosa, matojos, cactos y hierba. Aquí y allá se veían man-
chas de nieve diseminadas sobre el terreno.
El viento del norte y el sol en el este constituían los únicos puntos de referencia en
aquella desolada región. Rudy trató de recordar si había cruzado la carretera la noche
anterior y si se hallaba al norte o al sur de ésta; trató de recordar el mapa que Ingold
trazara para él una noche junto a la hoguera. Todo lo que podía recordar era que habían
tenido que abandonar la carretera de Dele y seguir a campo traviesa, hacia el oeste, para
alcanzar la cordillera Marítima y la Ciudad Oculta de Quo.
Eso era lo único que podía hacer. Continuar hacia el oeste, y luego... Luego, ¿qué?
¿Llegar hasta la cordillera Marítima? ¿Cuánto tiempo le llevaría? ¿Dos semanas
caminando, perdido y supuestamente indefenso? «Sigue soñando.» Aún en el caso de
que lo lograra, la cordillera Marítima estaba protegida por una inmensa telaraña de
sortilegios. La cordillera Marítima no era ahora más que una gran telaraña de ilusiones.
«¿Qué demonios voy a hacer, quedarme al pie de las montañas y gritar: Dejadme entrar,
Ingold me envía?»
Pero aquél era precisamente el motivo por el que Ingold le había llevado consigo. Él, el
melenudo decorador de motos californiano, era el único mago que parecía quedar en el
occidente de aquel mundo. Ingold, que podía estar siendo devorado en aquel momento
por las ratas carroñeras, había confiado en él.
Y además, ¿adónde iba a ir si no?
Emprendió el camino hacia el oeste. La desolación del desierto le envolvía por
completo.
Había pensado con anterioridad, mientras cruzaba los páramos con Ingold, que había
llegado a comprender la soledad y el silencio de aquella tierra estéril, pero ahora veía
que había sido un espejismo. Se encontraba totalmente solo, completamente olvidado,
era el único ser humano en aquel inmenso vacío. El sol seguía su ascenso y parecía
cobrar un poco más de fuerza. La capa se secó y su sombra, pálida e imprecisa, precedía
sus pasos. En una o dos ocasiones vio fugazmente unas liebres y lagartos del tamaño de
su brazo y también, a cierta distancia, oyó el inconfundible zumbido seco de una
serpiente de cascabel. Avanzaba a través de aquel vacío como una tortuga, con paso
lento y tenaz en una sola dirección, sin desviarse.
En la lejanía, una concentración de acacias y matorrales le indicó la proximidad de
agua; encontró un hueco como una bañera de rocas medio llena de nieve derretida. En el
silencio del mediodía, comió tan poco como le fue posible de la carne y las frutas que
llevaba, descansó y dejó que su mente divagase un rato. Se preguntó qué estaría
haciendo Minalde, cómo estaría Tir. Pensó en los Jinetes Blancos y en el fantasma a
quien temían. ¿Habría sido eso lo que se había llevado a Ingold de su campamento con
tanto sigilo? ¿Habían sido los Seres Oscuros, que los habían seguido desde Renweth?
¿Estaría Lohiro enterado? ¿Le habría visto Lohiro, que era como un hijo para Ingold, en
el fuego, como Rudy veía a Alde? La imagen del cristal centelleó inquietante en sus
pensamientos: los ojos azules, fríos y vacíos, y el borde de una capa rozando a un
esqueleto medio enterrado en la playa por el que trepaban los cangrejos.
Una leve agitación en las acacias atrajo su atención; un momento después, un conejo
apareció tímidamente a la vista, sus orejas y su hocico se retorcían con recelo. «Pobre
bicho», pensó Rudy mientras llevaba la mano al arco cautelosamente. Durante muchas
noches había observado a las liebres y sentía cierta solidaridad con ellas. No hacían
daño a nadie y, como en su propio caso, sus únicas preocupaciones eran comer, fornicar
y evitar problemas. Las orejas del conejo se agitaron como las antenas de un radar; la
tímida criatura lanzó una mirada a su alrededor con la vana esperanza de que la situa-
ción no desembocara en su muerte. «La vida es muy dura —pensó Rudy—, pero se trata
de ti o de mí, y te ha tocado a ti.»
Mientras colocaba el arco en posición de tiro, uno de sus extremos se enganchó en una
raíz y la flecha cayó al suelo. El conejo, espantado, emprendió una salvaje carrera, y
Rudy volvió a quedarse solo.
«El Gran Cazador Blanco vuelve a estropearlo todo», refunfuñó para sus adentros.
Al final consiguió matar tres conejos: uno, desde donde estaba sentado y los otros dos al
atardecer. Encontró otro macizo de matorrales y acacias, esta vez entre unas rocas.
Después de borrar sus huellas, se construyó una especie de refugio con ramas de arbusto
entre las rocas. Preparó un fuego y pensó en la posibilidad de quedarse dormido.
Probablemente no fuese seguro, reflexionó; sin embargo, sabía que sería incapaz de
permanecer despierto toda la noche. Tras un día de ayuno casi completo, le resultó
difícil no comerse los tres conejos de una vez, pero se recordó a sí mismo que no sabía
cuándo volvería a conseguir comida y se acomodó en el espinoso cobertizo para soñar
con hamburguesas gigantes bajo el sol californiano.
En mitad de la noche, las ahogadas pisadas de un animal y los suaves arañazos de sus
garras en las rocas le despertaron. Permaneció acostado y sudoroso en la oscuridad, sin
ver nada más que la maraña entretejida de ramas espinosas. Por la mañana vio,
alrededor del refugio, huellas de lobo tan grandes como sus propias manos.
El día siguiente fue más frío, más gris y nublado. Por el olor del aire supuso que aún no
iba a llover, así que llenó la cantimplora con la nieve que recogió de un hueco entre las
rocas. Ahora el terreno era más bajo, cubierto por un manto vegetal de arbustos hirsutos
y resecos. El viento volvió a soplar con redobladas fuerzas, arañándole el rostro y las
manos. No vio nada que pudiera considerarse comestible y comenzó a sentirse
desesperadamente solo y asustado.
Al mediodía notó que le seguían.
Fue dándose cuenta de ello gradualmente. Al principio, fue sólo una vaga sensación,
como cierta aprensión respecto a aquel terreno abierto y un registro subliminal de
crujidos anómalos de la maleza a su alrededor. Había convivido con el viento el tiempo
suficiente para reconocer sus sonidos, y sabía cuándo éstos eran extraños.
Se quedó inmóvil, contuvo la respiración para absorber los sonidos y el olor de la tierra
y no pudo oír nada salvo el gemido del viento a través del chaparral que se extendía
como una selva enana sobre la llanura por la que había caminado todo el día. Lanzó una
mirada cautelosa a su alrededor en busca de una pista que le indicara contra qué se
enfrentaba y en qué dirección tenía que huir. Como los conejos, no podía hacer otra
cosa; sólo deseó poder correr por entre las artemisas a ochenta kilómetros por hora
como aquellos pequeños roedores.
Un ruido atrajo su atención. Volvió los ojos a un arbusto que ya había observado antes y
en el que no había visto ningún movimiento, pero ahora sí, ahora vio a un gran dooico
macho agazapado en su refugio, con una roca en las manos, mirándole con la misma
perfidia que había visto en los ojos de las ratas carroñeras. Al igual que éstas, retrocedió
lentamente y se ocultó entre los arbustos.
Rudy giró sobre sus talones y oyó más ruidos furtivos entre los arbustos. Otro cuerpo
encorvado retrocedía también. Un sudor pegajoso le cubrió el cuerpo.
Se dio cuenta de que le rodeaban. Ingold le había dicho que en cierta ocasión había
viajado con una manada de dooicos; sin embargo, las intenciones de éstos no parecían
ser igual de amistosas; estaban armados con hachas de mano burdamente talladas y
tenían largos colmillos semejantes a los de los jabalíes. Rudy continuó su marcha
desconfiado. Había estado a punto de morir en varias ocasiones desde su llegada a aquel
mundo; pero morir de frío, ser exterminado por los Seres Oscuros o incluso atravesado
por Ingold con su propia espada, le pareció de pronto mucho más cómodo y digno que
ser devorado crudo por una banda de mugrientos hombres de Neanderthal. Examinó los
alrededores con disimulo y por fin encontró lo que buscaba; a cierta distancia, había un
grupo de árboles que debían rodear una charca. Al menos en los árboles podría cubrirse
la espalda y defenderse. Pero, desde luego, en campo abierto llevaba todas las de perder.
Mientras caminaba, fue consciente de que le estaban rodeando. Podía oírlos correr a
través de los arbustos para adelantársele. Si dejaba que eso ocurriese, posiblemente
estaría perdido. Apresuró el paso y por fin pudo distinguir los árboles: eran álamos, y
estaban a unos tres kilómetros. Sin interrumpir el paso, se desabrochó el cinturón de la
espada y se echó el arma a la espalda para poder correr mejor si era necesario. A
continuación se quitó la capa, la enrolló y se la ató en bandolera. Todo lo que necesitaba
ahora era llegar hasta aquellos árboles. Trató de medir la distancia que le separaba de la
arboleda, pero no pudo; el aire seco y claro del desierto hacía que las cosas pareciesen
más próximas de lo que realmente estaban. Sabía que, una vez que echase a correr, más
le valía ir por delante de la manada.
Percibió un fugaz movimiento en los arbustos de Artemisa que tenía delante y a ambos
lados. Eran formas encorvadas y huidizas que corrían a campo traviesa. «No sé a qué
espero», pensó Rudy. Y echó a correr.
Los dooicos parecieron brotar de todas partes. No se le había ocurrido que pudieran ser
tantos. Había por lo menos veinticinco, y se lanzaron en su persecución profiriendo au-
llidos estridentes, algunos de ellos más cerca de lo que había supuesto. Los que iban por
delante de él trataron de acorralarlo sin éxito. Las piernas de Rudy, más largas,
imprimieron mayor velocidad a su carrera, y los adelantó sin demasiada dificultad.
Entonces apretó el ritmo y corrió hacia los árboles como alma que lleva el diablo.
Una vez, de niño, le había perseguido una jauría de perros. Todavía recordaba las
palpitaciones que le provocó la carrera, aunque sólo fue de unos cientos de metros.
Al instante comprendió que tenía que aminorar la marcha. Los dooicos se habían
quedado rezagados, pero sus jadeantes gruñidos aún llegaban hasta sus oídos y sabía
que le alcanzarían si se cansaba demasiado. Trató de calcular la velocidad de la manada
y acompasar su paso al de los dooicos. Los árboles parecían estar más lejos que antes y
se dio cuenta de que iba a ser una larga carrera. «¿Por qué no me dedicaría yo al jogging
en vez de a las motos? —pensó fugazmente. Le dolía el pecho. Todos los músculos,
endurecidos por las interminables marchas, le ardían de fatiga—. ¡Y pensar que hay
gente que corre cuarenta kilómetros por puro placer...!»
Antes de haber recorrido la mitad de la distancia sintió que se le acababan las fuerzas.
Los roncos gruñidos se hicieron más audibles; arriesgó una mirada atrás y vio que el
primero de la manada estaba a unos doce metros de él. La fugaz visión de sus colmillos
amarillentos le produjo una descarga de adrenalina que le permitió aumentar en unos
cuantos metros la distancia que le separaba de los dooicos; pero las piernas empezaban a
flaquearle, y el agotamiento crecía a cada zancada.
Alcanzó los árboles con una ventaja de apenas tres metros sobre la manada, sin poder
apenas respirar o tenerse en pie; desenvainó la espada y asestó un poderoso golpe de
arriba abajo al más próximo de sus perseguidores. El tajo le cortó el brazo de cuajo,
pero la hoja se encajó entre las costillas y el esternón de la criatura, que cayó al suelo
aullando en medio de un surtidor de sangre mientras el resto del círculo se rompía y
retrocedía. Con pánico enfermizo, para extraer la espada Rudy puso un pie sobre el
pecho del primate que se retorcía agonizante, y en aquel momento la criatura hundió los
dientes en su tobillo, traspasando el cuero de la bota y penetrando en la carne antes de
que pudiera sacudírselo. Rudy se apoyó contra el árbol mientras el círculo se cerraba a
su alrededor. Lanzaba golpes con la espada a diestro y siniestro, cortando
desesperadamente peludas manos y rostros, jadeando de fatiga y terror, cubierto de
sangre y polvo. Los dooicos parecieron retroceder, pero en aquel momento una piedra le
alcanzó en un hombro. Rudy se revolvió, aunque no quería abandonar la relativa
protección que le ofrecía el árbol. Sus atacantes le lanzaban piedras desde todas partes
con mortal precisión. Una piedra del tamaño de sus dos puños chocó contra el árbol a
escasos centímetros de su cabeza; otra le golpeó violentamente el codo,
insensibilizándole el brazo, y una tercera le alcanzó las costillas. Con más precipitación
que eficacia, se sujetó la espada en el cinturón. ¿De quién habría sido la brillante idea de
echarse la vaina a la espalda? De un salto se encaramó a la rama más baja, y mientras
trepaba desesperadamente rezó para no cortarse una pierna con la mortal hoja desnuda
de la espada. Los dooicos se arracimaron en torno al árbol y comenzaron a sacudirlo sin
dejar de gritar y lanzar piedras. Rudy se aferró a las cimbreantes ramas e hizo un
esfuerzo por recordar la profundidad de las raíces de los álamos. Al cabo de un rato, los
dooicos parecieron calmarse, sus aullidos se tornaron en amenazadores gruñidos y poco
a poco se acomodaron alrededor del árbol a esperar.
«Fantástico.» Rudy se puso cómodo en la horquilla que formaban las ramas y, con
cuidado, cambió la espada de posición. «Perdido, abandonado y acorralado. Si no existe
el azar, no tengo ni la más maldita idea del significado cósmico de todo esto. Es una
forma de morir de lo más estúpida.»
Levantó el pie izquierdo y se examinó las heridas de la pierna. La bota y las polainas
estaban empapadas de sangre, pero aún podía mover el pie, y los tendones no parecían
dañados. Sin embargo, las heridas podían infectarse si no las cauterizaba
adecuadamente, aunque por el momento iba a ser imposible. Flexionó el brazo izquierdo
y descubrió que le dolía bastante, aunque también se movía; se palpó las costillas con
cuidado y se encogió de dolor al sentir una aguda punzada en el pecho. Los dooicos le
observaban desde abajo con ojos codiciosos. Rudy se preguntó durante cuánto tiempo
permanecerían allí y qué ocurriría si se quedaba dormido.
La fría tarde avanzaba lentamente. Los dooicos estaban acurrucados en el suelo en torno
al árbol; de vez en cuando, alguno de ellos se alejaba en busca de lagartijas o gusanos.
Rudy se desató la capa y se envolvió en ella para intentar entrar en calor. La pierna le
palpitaba terriblemente, y se preguntó cuánto tiempo podría tardar en gangrenarse.
Finalmente la aprensión lo impulsó a asentarse mejor en la horquilla del árbol y, tras
descalzarse, empapado de sudor frío y mareado, llamó al fuego sobre la hoja de su
cuchillo hasta que el metal alcanzó la temperatura necesaria para cauterizar la herida.
Fue un proceso sumamente doloroso y prolongado, dado que Rudy no tenía la suficiente
resolución como para hacerlo de golpe. Al final se le cayó el cuchillo y acabó vo-
mitando colgado de las ramas del árbol, aterrado ante la posibilidad de desmayarse y
caer para ser devorado por aquellas bestias. En aquel momento deseó estar muerto.
Así permaneció hasta que se hizo casi de noche.
Enfebrecido, Rudy apenas advirtió que la luz disminuía hasta que un repentino
concierto de gruñidos le despertó.
Los dooicos se estaban levantando entre gruñidos y carraspeos. Sus pequeños ojillos
brillaban inquietos y parecían tensos y nerviosos. Desde su elevada posición, Rudy
divisó un par de grandes zancudas semejantes a avestruces que se acercaban
sigilosamente entre las sombras de los arbustos de artemisa, apenas visibles, a pesar de
su tamaño, debido a su plumaje marrón ceniciento y a su suave paso felino. Había visto
a aquellas criaturas en otra ocasión, desde muy lejos, y también sus huellas. Esta vez
pudo ver que tenían un pico curvo y que los ojos les sobresalían del cráneo; como
Ingold le señalara, aquéllos eran rasgos propios de un depredador.
Los dooicos guardaron silencio. Comenzaron a ocultarse en los arbustos hasta que Rudy
apenas pudo distinguirlos a pesar de la altura a la que se encontraba. Con un mínimo de
movimientos, se sentó, se arrancó una tira de los bajos de la capa y se vendó el hinchado
destrozo de la pierna izquierda; a continuación se ató la bota con fuerza. Mientras
realizaba la tarea, se maldijo a sí mismo por dejarse herir; ahora, sus probabilidades de
supervivencia se veían reducidas a la mitad. La idea de intentar caminar con la pierna en
aquel estado le producía escalofríos, pero tenía la certeza de que los dooicos volverían
por la mañana.
No tenía ni la menor idea de dónde estaba el oeste, pero se puso en pie sobre una rama y
pudo divisar, en la lejanía, un alto promontorio rocoso que podría ofrecerle alguna pro-
tección, si era capaz de alcanzarlo y escalarlo. Prefirió no pensar qué ocurriría si no lo
conseguía. Lo que tenía que hacer era alejarse del árbol y encontrar un lugar donde los
dooicos no le buscasen cuando aquella especie de avestruces desapareciera.
Pero de repente se armó un gran revuelo a sus pies. Una hembra de la manada fue
descubierta y echó a correr a una velocidad de la que Rudy creía incapaces a dichas
criaturas. El ave se lanzó en su persecución con largas y ágiles zancadas, y en plena
carrera su enorme pico desgarró el cuello de la hembra, que cayó violentamente al suelo
hecha un amasijo de brazos, piernas y sangre. La otra zancuda había iniciado la
persecución de un joven dooico que se encontraba a unos cien metros de distancia.
Rudy contempló estupefacto cómo el extraño pájaro alcanzaba al dooico sin ningún
esfuerzo y lo abatía en plena huida. Luego, el ave se plantó sobre una sola pata y, con
un miembro del dooico en la garra libre, lo picoteó con maestría, como si fuera un loro
comiéndose una fresa. El miedo mantuvo a Rudy inmóvil en el árbol hasta que las aves
terminaron su cena con toda tranquilidad y se perdieron en la oscuridad. Los cuerpos
medio destrozados de los ex cazadores de Rudy estaban cubiertos de ratas carroñeras
que parecían haber brotado de debajo de la tierra para disputárselos.
Las ratas apenas le prestaron atención cuando por fin bajó del árbol. Mostraron cierto
interés en el momento en que los pies de Rudy tocaron el suelo y se le doblaron las
rodillas, pero al verle incorporarse de nuevo reanudaron su festín. Rudy se imaginó lo
que podía haberle ocurrido de no haberse levantado y le recorrió un escalofrío todo el
cuerpo. El dolor y la debilidad de la pierna izquierda le preocupaban. Rodeó el árbol
cojeando y encontró el cuchillo; después, cortó una rama con la longitud precisa para
hacer las veces de bastón. Miró el arco y por un momento pensó en matar un par de
ratas para comer. Lo más sencillo del mundo, hubiera sido comerse a aquellos
repugnantes animales pero no era capaz. Además, habría tenido que disputar con las
demás ratas las piezas cobradas, y en aquel momento lo único que quería era alejarse de
allí.
Emprendió el camino con paso lento y vacilante apoyándose pesadamente en su
improvisado bastón.
Se despertó al oír un extraño mugido distante. Por un momento se sintió desconcertado
y se preguntó si no lo habría soñado, como la fugaz y clara visión que había tenido de
Ingold sentado como de costumbre junto al fuego de campamento dibujando runas en la
tierra con un palo. Ahora, el dolor del despertar llegó acompañado de calambres, el ar-
diente palpitar de las heridas, el punzante dolor de la costilla rota y el enfermizo
martilleo del tobillo desgarrado. Había dormido en una posición semifetal dentro de una
hendidura en lo alto de las rocas, medio helado después de una caminata que parecía
haberse prolongado durante la mayor parte de la noche.
El mugido no se desvaneció como un sueño, sino que se repitió clara y estridentemente.
«¿Elefantes? ¿Qué demonios pueden hacer unos elefantes en medio de los desiertos de
Gettlesand? ¿O acaso estoy delirando?»
Se puso en pie con dificultad y ascendió a lo más alto de las rocas.
Una vez, en la carretera de Karst a Renweth, hubiera dicho que hacía siglos, aunque
sabía que había pasado apenas un mes, la caravana se había detenido en una alta y verde
colina. La lluvia había cesado, el velo plateado de la niebla se había replegado hasta
revelar las hermosas tierras bajas, nacaradas de lluvia y escarcha. El estaba de pie junto
al carruaje en el que ondeaba el negro estandarte de la Casa de Dare, apoyado en la
rueda mientras Alde, con el pequeño Tir en brazos, se inclinaba sobre su asiento para
hablar con él. Entonces la joven reina le había señalado unas grandes figuras marrones
que se movían a lo lejos y había dicho: «Mamuts. No se han visto mamuts en los valles
fluviales desde hace... ¡Oh! Cientos de años».
Pues allí los tenía.
Avanzaban por la fría y pálida llanura como montañas andantes, mucho más grandes
que cualquier elefante que Rudy hubiese visto jamás. Tenían un aspecto absurdo, como
las ilustraciones de la enciclopedias: enormes masas peludas de desmesuradas cabezas y
lomos, orejas semejantes a abanicos y larguísimos colmillos curvos. Sus pequeños
ojillos relucían como botones de azabache. Tenían el espeso y enmarañado pelaje
marrón salpicado de copos de nieve que habían comenzado a caer. Rudy identificó a los
machos de la manada, tan grandes como un camión de carga; las hembras, algo más
pequeñas, y las crías, obstinadamente agarradas a la cola de sus madres. Una helada
ráfaga de viento y nieve azotó el rostro de Rudy. La manada de mamuts cambió de
rumbo y continuó avanzando lentamente en dirección sur. «Siguen alejándose de su
hogar —pensó Rudy—, de las inhóspitas tierras altas del norte.»
Se preguntó hasta dónde conseguiría llegar en aquella fútil e insensata búsqueda y se
estremeció. Al oeste, el horizonte se extendía recto, como una línea trazada con regla.
Posiblemente le quedaban semanas de camino hasta la cordillera Marítima, y sabía que
no sería capaz de durar tanto.
«Pero Ingold me trajo precisamente por esto. Sabía que existía la posibilidad de que uno
de los dos desapareciese y temía que fuera él. Y sabía que debía haber otra persona que
concluyese la búsqueda.»
Desesperado, Rudy hundió el rostro entre las manos y deseó estar muerto. «¿Por qué
yo?»
«La respuesta es la pregunta, Rudy. La respuesta siempre está en la pregunta. ¿Por qué
tú? Porque eres un mago. Viniste para ser mago y él te trajo porque sólo un mago podía
concluir aquella búsqueda. Se lo debes.»
«¡Yo no deseaba esto!», exclamó interiormente.
«¿No recuerdas cómo te sentiste cuando llamaste al fuego en la oscuridad?»
«Maldición —pensó Rudy, agotado—. Maldición, maldición, maldición. Ni siquiera
después de desaparecer, de perderse, de ser devorado por la Oscuridad, se puede ganar
una discusión con Ingold.»
Un cambio en la dirección del viento llevó hasta sus oídos el rápido y constante
tamborileo de cascos de... caballos. Y muchos. El distante golpeteo hizo vibrar las rocas
en las que estaba escondido. Asomó la cabeza con precaución y volvió a verlos, como
grises fantasmas que galopaban en la niebla llevados por el viento cargado de nieve.
¡Jinetes Blancos!
Ingold estaba en lo cierto. Indudablemente eran los compatriotas del Halcón de Hielo.
Los esbeltos guerreros cabalgaban ligeramente inclinados sobre sus potros con las
largas trenzas ondeando al viento. Los caballos avanzaban en línea recta lanzando
chorros de vaho por los ollares. Estaban a menos de un kilómetro de donde Rudy se
encontraba, y apenas eran visibles más que como una palpitante sensación de mo-
vimiento en las desnudas tierras. Nada en ellos atraía la mirada; las monturas eran, en su
mayoría, del mismo gris pardo que la tierra; los jinetes tampoco se distinguían de ella.
Incluso el rubio ceniciento de sus trenzas asemejaba el reflejo descolorido del sol en la
hierba seca. El aleteo de los flecos, plumas y trozos de cristal que decoraban los arneses
recordaba al caprichoso movimiento de las hojas agitadas por la brisa. Después de
describir una amplia curva, siguieron las huellas del rebaño de mamuts y se
desvanecieron hacia el sur como arrastrados por el viento.
Rudy dejó escapar un suspiro. Tenía que cazar algo, pues la carne de conejo ya casi se
le había terminado. Se cambió el vendaje del tobillo con otra tira que arrancó del bajo
de la capa tras volver a examinar la herida. No tenía ni idea de cómo se manifestaba la
gangrena ni cuánto tardaban las líneas rojas en aparecer. Ingold Te había enseñado unos
encantamientos mágicos para estos casos, pero Rudy no sabía si los había ejecutado
correctamente. Estaba cobrando conciencia de su enorme ignorancia y de lo mucho que
le quedaba por aprender, en el caso de que sobreviviera. Se estremeció al pensar en la
cantidad de conocimientos que había despreciado ciegamente en los maravillosos días
en los que podía ir al médico, a la tienda de comestibles o a la policía, si era necesario.
Mientras descendía las rocas que le habían cobijado, recordó que Ingold le comentó que
había vagado por aquel desierto, solo, durante quince años. Ahora comprendía que el
mago fuera tan autosuficiente. Después de recoger sus escasas pertenencias, Rudy
reemprendió la marcha hacia el oeste.
Anduvo todo el día. Con el viento a su derecha, sabía que iba hacia el oeste, aunque el
sol no atravesó ni por un instante la persistente bóveda de nubes. Se preguntó qué haría
cuando la cordillera Marítima apareciese ante sus ojos. Pero... ¿por qué demonios se
preocupaba? «Estarás muerto mucho antes e poder verlas.» No encontró razón para
continuar, pero lo hizo, como una hormiga que pretendiera atravesar un campo de
fútbol. Se preguntaba qué le habría ocurrido a Ingold, si lo habrían atrapado los Seres
Oscuros o el invisible Poder al que tanto temían los Jinetes Blancos. ¿Y qué sería de Jill
al quedar atrapada para siempre en aquel extraño universo?
Cruzó una extensa franja rocosa desprovista de árboles y se encontró rodeado por todos
lados de piedras y arena. La tierra y la nieve le azotaban el rostro, el frío traspasaba el
vendaje torturándole la pierna. Apenas notaba los dedos dormidos dentro de los raídos
guantes. Llevaba tres días solo, sin dejar de caminar como un fantasma por aquellas
tierras desiertas. Pensó que nunca había pasado solo tanto tiempo. Aunque nunca le
había importado la soledad, aquellos tres días había añorado como nunca la compañía
de algún ser humano, alguien, cualquiera, un extraño; incluso su hermana Yolanda. Pero
descubrió que se estaba acostumbrando a la compañía de su propio espíritu, aunque aún
temblaba ante la idea de pasar meses y años solo, como Ingold había hecho. Ahora ya
podía incluso imaginarlo.
De nuevo caía la tarde y comenzó a preocuparle dónde pasar la noche. El lugar era llano
y desolado, sin una piedra, sin un árbol, sin nada más que algún matorral aislado. Estaba
débil y agotado, pero sabía que tenía que continuar hasta encontrar cobijo. Si se
tumbaba a dormir en campo abierto no vería el día siguiente.
Un movimiento llamó su atención. Era algo que se movía de forma extraña sobre la
cima de una pedregosa loma; sin embargo, poseía una curiosa cualidad felina... Rudy se
quedó helado. La luz era engañosa a aquella hora del día. La luz gris desdibujaba las
cosas y el movimiento del viento en los matorrales no le dejaba distinguir de qué se
trataba. «¿Dooicos? Dios mío, otra vez, no.»
Entonces lo vio, una simple mancha gris que se movía a lo lejos. Corría con agilidad
sobre la arena con una fugaz ondulación de plumas de color lobuno y el pálido brillo de
un pico como la hoja de una cimitarra.
No había a donde huir ni tampoco esperanza de correr más que el ave, pero Rudy
emprendió una carrera desenfrenada. Sintió un agudo dolor en la pierna herida y en el
pecho, pero continuó corriendo sin pensar en otra cosa que en la imposible fuga. Las
piedras le herían los pies y el aire no llegaba a sus pulmones. A sus espaldas oía el
suave golpeteo de unas pezuñas con garras. No pudo mirar atrás. Sólo pensaba en
mantenerse en pie y seguir corriendo. No sentía dolor, ni cansancio, solamente un terror
desesperado. Corría a ciegas en la semipenumbra del crepúsculo.
Cuando cayó, su primer pensamiento fue que le había fallado la pierna herida. Pero sus
manos no encontraron el suelo mientras se precipitaba en un foso oculto por una maraña
de ramas. Los cabellos se le enredaron en algo espinoso y una madera de dura corteza le
desgarró la piel del rostro antes de tocar un suelo removido recientemente. Demasiado
confuso para comprender, giró, tumbado como estaba, y miró hacia arriba. A unos tres
metros por encima de él, en el borde de la hondonada, el horrible avestruz le miraba
fijamente, como si no comprendiese cómo había ido a parar de repente allí. Durante
unos momentos aterradores, Rudy se preguntó si saltaría tras él. En tan reducido espacio
no podría defenderse del animal, suponiendo que no se le hubiera roto la espada, el
brazo o ambas cosas a la vez. Pero lo único que hizo el ave fue agitar las plumas con
fuerza, abrir el largo pico de guadaña, lanzar un ronco graznido colérico y perderse en el
crepúsculo.
Rudy se apoyó en un poste que había a sus espaldas y cerró los ojos. Quería dormir,
desmayarse o morir, le daba igual. Al cabo de un rato, se dijo a sí mismo que aún no
había salido del atolladero y que haría mejor en espabilar si no quería acabar mal.
Abrió los ojos y miró en torno a sí.
«Fantástico. He caído en una trampa para mamuts.»
No podía ser otra cosa. La mayor parte de la cubierta de matorrales había caído con él, y
por encima de su cabeza el agujero se recortaba contra el oscuro cielo. Olía a tierra re-
movida y de las negras paredes del foso brotaban los dedos blanquecinos de las raíces.
En medio había tres enormes estacas clavadas en la tierra, y era con una de ellas con lo
que había chocado al caer. Se valió de uno de los palos para incorporarse y se palpó la
mejilla.
«Anímate. Podías haber caído sobre una de las estacas —se dijo— Y ahora... ¿Quién
demonios puede haber construido aquí una trampa para mamuts? ¿Habrá algún pueblo o
una especie de...?»
«¡Los Jinetes Blancos!»
«Fantástico.»
Con la espalda apoyada en la estaca, se deslizó hasta el suelo cubriéndose el rostro con
las manos. «Quizá hubiera sido mejor morir empalado —pensó—. Al menos, habría
sido rápido. ¿Cómo es posible que las cosas puedan empeorar siempre un poco más?»
«Lo único que me hace falta para que todo sea perfecto es un mamut», pensó con
amargura.
El suelo tembló violentamente.
En la lejanía, el desesperado y estridente barrito de una bestia herida llegó hasta sus
oídos acompañado del retumbar de un cuerpo enorme corriendo y el suave golpeteo de
los cascos de caballo.
«Si me quedo donde estoy —reflexionó Rudy cansadamente—, esa maldita mole
aterrizará encima de mí y todo se habrá acabado.»
«No. Según me van las cosas, quedaré malherido y luego tendré que entendérmelas con
los Jinetes. Por Dios, pero si tienen caballos. Aunque estuviera fresco como una lechuga
sería imposible escapar.»
«¡Pero qué diablos!» Se arrastró gateando hasta el rincón del foso más próximo a la
dirección de donde venía el mamut, donde tenía más probabilidades de no recibir el
golpe. El galope suicida del animal hizo retumbar el suelo con violencia; el sonido
martilleaba en el cerebro de Rudy. Era como si se estuviera acercando una división
blindada, una pesadilla de ruido y miedo. La vibración hizo que le temblaran hasta los
huesos. Entonces miró hacia arriba y durante un instante lo vio dibujado contra el cielo:
una enorme cabeza marrón, una montaña de carne tan grande como una casa de dos
pisos y unos ojos diminutos enrojecidos de furia y dolor. Un líquido caliente y pegajoso
le salpicó desde los doloridos pies hasta las rodillas. Atrapado en el foso, Rudy
contempló aquel horror. La cabeza le daba vueltas con el retumbar de las pezuñas del
animal, su furibundo barrito y el caos de relinchos y cascos de caballo. Un Jinete pasó
con su montura como un rayo por el mismo borde del foso. Sus trenzas plateadas
brillaron en la oscuridad. Como hipnotizado, Rudy vio al mamut tambalearse al borde
del hoyo. Sus vacilantes pezuñas provocaron una avalancha de tierra y piedras sobre
Rudy. Como a cámara lenta, vio al Jinete sacar un flecha de su carcaj con un mo-
vimiento fluido y ajustaría en el arco mientras el mamut sacudía la cabeza barritando
desesperadamente. El caballo relinchó de pánico a escasos centímetros del borde de la
fosa y se encabritó. El jinete apuntó al centro mismo del caos de sombras, peso y
movimiento, de crines y pieles. La flecha partió del arco flotando con tranquila
deliberación, según le pareció a Rudy, y cruzó los escasos metros que la separaban de su
objetivo para enterrarse en el chispeante y enrojecido ojo del mamut. La enorme bestia
se alzó sobre las patas traseras con un último ronquido de agonía, y pareció planear,
como flotando, sobre el foso en el que Rudy estaba acurrucado. Entonces, como un
alud, cayó sobre él.
CAPITULO NUEVE
Se hizo un profundo silencio en el que únicamente se oía el largo e incesante gemido del
viento. Rudy era consciente de una luz difusa, del olor a sangre y de la fría humedad de
la tierra bajo su magullada mejilla. Suspiró y el dolor en la costilla rota le hizo contener
el aliento. Trató de moverse, pero no pudo. « ¡Al demonio con todo!», pensó, y
permaneció inmóvil. Le dolía la cabeza, pero la confusión de los espantosos sueños de
la noche anterior había desaparecido. En su cerebro se mezclaban los caballos con los
gritos y hasta con el lento y hermoso vuelo de la flecha dibujada contra el oscuro cielo,
pero la última imagen clara que conservaba era la de la monstruosa montaña de carne
agonizante al precipitarse sobre él enterrándolo vivo. Lenta y cuidadosamente, inspiró
dos veces y realizó un examen mental de todo su cuerpo, miembro a miembro, como
Ingold le había enseñado.
Primero, estaba vivo, circunstancia que le sorprendió bastante. Le dolía la cabeza y tenía
un enorme chichón en una sien. Le dolía la pierna izquierda, pero no más que el día an-
terior. Por lo demás, hubiera jurado que se había roto alguna costilla más, aunque no
podía estar seguro de ello porque era incapaz de mover las manos para comprobarlo.
Esta era la cuestión: no podía mover las manos. Las tenía atadas a la espalda.
Durante unos momentos, se preguntó si los Jinetes Blancos no lo habrían abandonado
allí maniatado para ser pasto de las ratas carroñeras, pero le llegó el olor a humo desde
el lado opuesto del refugio donde se encontraba y oyó el agudo relinchar de los caballos.
Estaba tumbado boca abajo al abrigo de unos arbustos; de eso podía darse cuenta, pero
estaba de cara a la pared y todo lo que podía ver era una maraña de ramas sin hojas y
una fila de hormigas que se afanaban en sus labores. Se preguntó si estaría solo, pero no
quiso mirar por no arriesgarse a llamar la atención.
Decidió escuchar, para lo cual relajó la mente e intentó respirar acompasadamente.
Descubrió que le resultaba fácil dejar la mente en blanco después de los días que había
pasado solo en el desierto. Todo quedó como diluido menos su sentido del oído. Poco a
poco los sonidos se fueron haciendo más audibles: el rumor de la hierba agitada por el
viento, el susurro de las hojas secas, el leve crujido de los pies pasando cerca de su
refugio y el sedoso siseo del cuchillo al separar el pellejo de la carne, acompañado del
cálido olor a sangre. « ¿Están desollando el mamut? —Oyó el débil roce de una prenda
de vestir y el crujir del cuero cuando el guardián cambió de posición a su espalda—. Así
que hay un guardián.»
Rudy expandió sus sentidos e intentó registrar con ellos ciegamente la naturaleza y los
límites del campamento. Algunos sonidos le resultaron extraños, como el leve ruido de
alguien que se afeitaba o el sordo golpeteo de una piedra sobre madera. Sintió más
pisadas y el olor a humo y leña de una hoguera. Una ráfaga de viento frío azotó el
campamento y llevó hasta él el lejano olor de la ventisca; entonces oyó una especie de
seco tintineo que le resultó familiar: era el entrechocar de huesos sacudidos por el
viento.
Por alguna razón, aquel sonido le asustó.
Suaves pisadas hollaron la arena. Rudy volvió a oír el casi inaudible crujido del cuero
cuando el segundo guardián se puso en pie. Hasta entonces no había oído ninguna voz.
« ¿Hablarán por señas?», se preguntó; pero sabiendo que el techo de su guarida era
demasiado bajo para incorporarse, giró la cabeza con disimulo y vio dos pares de botas
a través de la abertura semicircular de su celda; más allá se distinguía el fantasmagórico
parpadeo de un pálido fuego. Al otro lado de la hoguera se alzaba un poste mágico
adornado con colgantes de espejillos, cuentas y plumas que se agitaban al viento.
Parecía un extraño espantapájaros destinado a ahuyentar a las legiones del infierno.
Delante del poste, una amazona de largas trenzas pajizas clavaba estacas en el suelo, sin
duda para un sacrificio.
Rudy tuvo un mal presagio respecto a la víctima de la ofrenda.
«Mantén la calma —se ordenó a sí mismo, aterrorizado—. Ingold te enseñó un hechizo
para escapar y en el campamento funcionó.» No obstante, tuvo que intentarlo tres veces
antes de sentir que las ligaduras se deslizaban de sus muñecas. También tenía los pies
atados, pero era más rápido deshacer los nudos a mano, así que economizó al máximo
sus movimientos por temor a que los guardianes notaran algo. Estaba aterrado, pero
sabía exactamente lo que tenía que hacer.
Le habían quitado la espada y el cuchillo, la capa y los guantes. Si conseguía acercarse a
los caballos sin ser visto, podría quedarse con dos y soltar de estampida al resto. Así
tendría una oportunidad de escapar... A caballo quizá consiguiera llegar hasta la
cordillera Marítima. Aunque usara un simple hechizo ilusorio, sabía que le resultaría
imposible pasar sin ser visto entre el guardián que estaba de pie vigilando la entrada y el
siguiente más próximo; la celda era un simple cobertizo de matorrales y ramas secas,
abierta al frente y precariamente cerrada por la parte posterior. No oyó nada en las
cercanías.
El hechizo ilusorio era sencillo, como todas las ilusiones. «Una chinche del bosque —
decidió Rudy—. Inofensiva, negra y pequeña. ¿Quién demonios se va a fijar en una
chinche del bosque?» Había practicado muchas ilusiones bajo el examen crítico de
Ingold y se había sentido bastante satisfecho de los resultados. Rodearse de una ilusión
era sentir contra la piel un viento de frío fuego, una suave y brillante capa de engaño
que le hacía aparentar, como tantas cosas en este mundo, algo que no era.
Apartó unos matojos y salió del refugio.
Si no se encontrara de pie en medio del campamento podría haberle pasado éste
totalmente inadvertido. Estaba el campamento situado en un llano cubierto de maleza, y
los refugios improvisados se confundían con los macizos de arbustos. Desde donde se
encontraba él sólo se veía un fuego; pero por el olor supuso que había más, fogatas de
maderas que no despedían humo, medio enterradas en agujeros, como los fuegos que
solía hacer Ingold. Había Jinetes Blancos a la vista, hombres y mujeres. Estas le
recordaron a Jill. Eran vírgenes guerreras, vestidas y armadas como los hombres, de
ojos fríos como los del mercenario más curtido. Todos vestían de la misma manera, con
camisolas ceñidas y calzones de piel de lobo o de puma. Su atuendo gris y ocre se
confundía con los colores del terreno. Algunos llevaban casacas de piel de lobo o
búfalo. Delante de varias chozas vio lanzas clavadas en el suelo, listas para ser
empuñadas. Como ya había visto antes, el poste mágico se erguía en el centro del
campamento. Un anciano lo estaba decorando como si se tratara de un árbol de
Navidad, con tiras de huesos y hierba trenzada, trozos de cristales y flores. A los pies
del poste, una mujer afilaba un largo cuchillo de desollar; detrás estaban los caballos,
agrupados de tal manera que desde lejos pareciesen una manada de potros salvajes
pastando.
Casi a hurtadillas, Rudy, la chinche, comenzó a atravesar el campamento.
Caminaba con lentitud, dentro de los parámetros de la ilusión. Pasó a pocos metros de
un guardián que hablaba con una mujer a las puertas de la que había sido su prisión.
Ninguno de los dos le vio. El plateado sol había hecho su aparición por primera vez en
muchos días, y la sombra que Rudy proyectaba en la tierra era la sombra de un insecto.
Los helados vientos del desierto enredaban los colgantes del poste mágico. El Jinete
acabó de adornar con plumas el poste y se retiró. Era un hombre mayor, de cabellos tan
blancos que parecían azules, y cuyo rostro se asemejaba a un nudo ennegrecido de
madera de roble. Rudy se detuvo para cederle el paso.
Pero no pasó.
A Rudy se le heló la sangre. El anciano guerrero miraba al suelo donde se proyectaba la
ilusión de la chinche, pero había una nota de desconcierto en su correoso e impasible
rostro. Sin apartar los ojos de Rudy, dio uno o dos pasos en dirección a uno de los
refugios y les hizo señas a un hombre y a una mujer para que se acercasen.
Un sudor frío cubrió el cuerpo de Rudy. «Vamos, no podéis sospechar de una pequeña e
inocente chinche...» Pero, por supuesto, el Halcón de Hielo siempre sospechaba de to-
dos y de todo. Rudy caminó tan deprisa como le fue posible para rodear al anciano, pero
los tres jinetes mantuvieron una rápida y silenciosa conversación haciendo signos con
los dedos y emitiendo leves susurros; entonces volvieron a obstaculizar el paso a Rudy.
« ¡Esto no es justo!», pensó Rudy muy nervioso. Miró a su alrededor en busca de algo
que pudiera utilizar como arma e hizo un último intento por esquivarlos, pero el anciano
guerrero volvió a interponerse en su camino.
El nerviosismo fue lo que perdió a Rudy. La ilusión se desvaneció, y el Jinete de
cabellos blancos dio un salto atrás, desconcertado, como si Rudy hubiera salido de la
nada. Aquel instante de sorpresa le ofreció a Rudy una oportunidad. Cogió un palo del
suelo e hizo aparecer en su punta una bola de fuego blanco, de modo que cuando los
Jinetes lo rodearon golpeó al hombre en el rostro con él y, al romper el círculo,
emprendió la huida.
El campamento despertó instantáneamente. Delgadas y pálidas figuras parecían salir de
la nada tras él. Rudy los esquivó en una asombrosa carrera mientras llegaba hasta sus
oídos el suave silbido de una flecha y sentía la mordedura de ésta al rozarle el tobillo,
pero consiguió mantener a raya con su flameante palo a los hombres que trataban de
capturarlo. El fuego los contenía. Uno de los guardias de los caballos consiguió
agarrarle, pero Rudy se revolvió y le propinó una patada en la entrepierna. Cuando se
apoderaba de las riendas de un asustado potro, unas manos le asieron el brazo. El siguió
asestando golpes a ciegas con el palo y el círculo se abrió durante un instante. No
necesitaba más. Se subió como pudo a la grupa del caballo, dando gracias a Dios porque
el animal no era muy grande, y agitó el palo ante los Jinetes que le rodeaban. Vio su
oportunidad, tiró de las riendas del caballo en dirección al desierto y lo espoleó con
todas sus fuerzas.
Al cabo de diez metros el potro se encabritó y tiró a Rudy sobre los matorrales.
El impacto con el suelo fue increíble. Rudy se quedó sin respiración durante unos
instantes y las costillas rotas se le clavaron en el pecho como cuchillos. Trató de ponerse
en pie, pero una lanza se clavó a pocos milímetros de él después de atravesar su oscura
túnica. El círculo se cerró a su alrededor. La siguiente lanza iba dirigida a su pecho,
pero no dio en el blanco. Aunque la habían arrojado desde menos de tres metros de
distancia, de repente se desvió y siguió una trayectoria imposible hasta caer cerca de él.
Los Jinetes se quedaron petrificados y comenzaron a señalar algo en la lejanía con gritos
de espanto.
«Es el fantasma», pensó Rudy con desesperación al tiempo que volvía la cabeza para
mirar. Pero sólo vio una oscura silueta que casi se confundía con el viento y el silencio:
un viejo vagabundo de ojos feroces que avanzaba hacia el campamento como si le
perteneciese. Un Jinete, el que había disparado al ojo del mamut, apuntó su arco
cuidadosamente y le lanzó una flecha, que también se desvió antes de llegar a su
destino. Rudy casi se echó a llorar de alivio.
Ingold se detuvo junto a Rudy, arrancó la lanza que lo sujetaba al suelo y le tendió la
mano huesuda y callosa para ayudarle a levantarse.
— ¿En qué te transformaste? —preguntó la familiar voz rasposa y suave.
— ¡En una chinche, por Dios santo! —Gimió Rudy—. ¿Cómo demonios han podido
sospechar de una simple chinche?
Bajo la sombra de la capucha, los ojos de Ingold brillaban con malicia.
— ¿Has visto alguna chinche desde que llegaste a este mundo?
Rudy guardó silencio. Ingold continuó:
—No, porque no existen. Lo habrías sabido si hubieras prestado más atención a lo que
te rodea. —Ingold miró a los Jinetes Blancos que cerraban el cerco a su alrededor sin
dejar de apuntarlos con sus lanzas como si estuvieran acorralando a un oso de las
cavernas. Ingold sostenía boca abajo la lanza que había arrancado del suelo, y no hizo el
menor movimiento para defenderse.
—Y aunque existieran —continuó Ingold como si estuviesen a solas—, podrías haber
utilizado un simple encantamiento de cobertura para ocultarte, abandonar el campamen-
to por la parte de atrás y desaparecer entre los matorrales sin hacer una exhibición de
fuegos artificiales como la que has hecho. No necesitabas ningún caballo, Rudy. Pero
claro está, ahora, después de ponernos en evidencia, será mejor que pensemos en otra
cosa.
El círculo se cerraba sobre ellos. Era un encrespado anillo de puntas de acero y piedra
semejante a las fauces de un tiburón. Ingold contempló a los guerreros sin hacer un solo
movimiento.
—Lo siento —murmuró Rudy.
—Antes de que todo esto acabe es posible que los dos lo sintamos mucho más —repuso
el mago.
Un leve sonido hizo a Ingold mirar a sus espaldas. Varios Jinetes retrocedieron
apresuradamente y Rudy sintió la tensión del mago al liberar el deslumbrante poder que,
por lo general, escondía detrás de aquella expresión apacible y retraída.
Entonces el círculo se abrió y un alto Jinete avanzó hasta el centro con las manos
levantadas para mostrar que no iba armado.
Era musculoso, de unos cuarenta años, con bigotes que le caían hasta las clavículas. Sus
cejas parecían las de un lince, y debajo brillaban unos ojos gélidos y ambarinos. El
apagado gris oro de sus ropas de piel de puma carecía de todo símbolo de rango; pero
sin duda alguna, era el jefe de la partida.
Unos ojos fríos y penetrantes capaces de adivinar el paso de una manada o la
proximidad de una tormenta con una simple ojeada a una brizna de hierba,
contemplaron a Ingold y a Rudy calmadamente. Cuando por fin habló, lo hizo en lengua
wathe con voz áspera y fuerte.
— ¿Sois hombres sabios?
—Yo soy un hombre sabio —respondió Ingold secamente—. El no es más que un
aprendiz.
Aquellos ojos helados se clavaron un instante en Rudy y perdieron el interés por él casi
de inmediato. Rudy sintió que el rostro le ardía y deseó poder desaparecer o volver a
convertirse en una chinche y perderse para siempre en el desierto.
—No había otra explicación —dijo el Jinete—. Es raro que Yobshikithos, Flecha
Danzarina, yerre un disparo. Pero dicen que a veces es imposible acertar a los hombres
sabios. Mi nombre es Zyagarnalhotep, Huella del Viento, jefe del pueblo de las colinas
Rugosas, de las tierras de los lagos Blancos.
—Os halláis lejos de vuestra tierra —dijo Ingold con gravedad—. ¿Acaso el mamut ha
abandonado las praderas del norte para arrastraros tan lejos al sur?
La voz áspera y fuerte rugió:
—Cabalgamos adónde cabalgamos. Las llanuras y los desiertos nos pertenecen, y no
tenemos por qué dar explicaciones a los que viven con los pies hundidos en el barro del
río, por sabios que sean. Pero tú —continuó, haciendo un gesto con una mano marcada
por una profunda cicatriz—, tú leíste nuestro poste mágico en el camino hace nueve
noches, pero no huiste, como suelen hacer los de los Caminos Rectos. ¿Eres tú, acaso,
aquel hombre sabio que se hizo famoso en el sur hace muchos años, el Caminante del
Desierto, amigo de Ave Blanca y su tribu?
Ingold guardó silencio durante unos instantes, como si el nombre, al igual que las
piedras del desierto o las señales de grilletes de sus muñecas, le recordase el sabor de
otra vida y de otro Ingold.
—Soy el Caminante del Desierto —dijo por fin—, pero debo decirte, Huella del Viento,
que Ave Blanca murió por conocerme.
—Yo era amigo de Ave Blanca —dijo el jefe con voz tranquila—, y los hombres
mueren, tanto si te conocen como si no, Caminante del Desierto. —Sus descoloridas
pestañas velaban entre sombras el fulgor de sus ojos—. Pero si eres quien dices ser y
Ave Blanca me dijo la verdad, me alegro de que mi gente no te haya matado y haya
esperado a que viniera yo.
—Ha sido una suerte para ellos no intentarlo —respondió Ingold con cortesía.
Los ojos dorados se enfrentaron a los azules en arrogante desafío, pero al momento la
boca del hombretón se curvó en una sonrisa apreciativa.
—Sí —dijo quedamente—. Sí, en verdad eres el mismo Caminante del Desierto que
robó los caballos de Ave Blanca...
— ¡No hice tal cosa! —protestó Ingold con súbita indignación.
—... y que hizo cierta apuesta en relación a los pájaros cazadores...
—No fui yo.
— ¿... y perdió?
—Gané. Y además —continuó Ingold con suavidad—, de eso hace muchos años y por
aquel entonces yo era un Caminante del Desierto joven y estúpido.
— ¿Y ahora eres lo bastante anciano y sabio para vagar por estos campos en guerra
ahora, cuando los espíritus del mal recorren la tierra?
Como si hubiesen sido convocados al pronunciar su nombre, los vientos batieron los
cristales y las plumas del poste mágico, la blanca luz del sol parpadeó en el metal y las
pequeñas flores rojas trenzadas en los adornos cayeron sobre la hierba como si fueran la
sangre de un sacrificio. Los Jinetes se movieron inquietos; una o dos cabezas se
volvieron, no hacia el poste sino en dirección a la inmensidad del desierto. Sin embargo,
allí no había nada, salvo el viento y el frío.
Ingold se apoyó en la lanza.
—Háblame de esos espíritus del mal —dijo.
Zyagarnalhotep se quedó contemplando en silencio a aquel par de peregrinos
harapientos que venían de las tierras de sus enemigos, como si juzgara el valor de cada
uno de ellos. Rudy tuvo la desagradable impresión de que aún no habían salido del
atolladero.
—Venid —se limitó a decir el jefe—. Comeréis conmigo tú y tu Pequeño Insecto y
hablaremos de todo esto.
La choza de Huella del Viento era mayor que las demás, pero, como ellas, estaba
perfectamente oculta entre los matorrales. El humo casi imperceptible y un leve olor a
carne guisada eran los únicos indicios de una hoguera. Ingold localizó la entrada sin
dificultad y abrió el camino hasta la estancia medio excavada en el suelo.
— ¿No es arriesgado? —preguntó Rudy lanzando una preocupada mirada hacia atrás,
donde los guerreros seguían agrupados hablando en voz baja.
— ¿Acaso no lo ha sido todo lo que has hecho durante los últimos cuatro días? —
respondió Ingold ásperamente—. Siéntate y deja que te vea la pierna.
La habitación era estrecha y el techo bajo, olía a artemisa molida, a tierra y a madera
quemada. Pieles de bisonte y mamut cubrían el suelo. Rudy se acomodó sobre una de
ellas mientras Ingold revolvía en los diferentes bolsillos y bolsas que siempre llevaba
disimulados entre las ropas.
Otra horrible sospecha asaltó a Rudy.
— ¡Eh!
Ingold alzó los ojos.
—No ha sido una prueba, ¿verdad? Es decir, ¿no lo has hecho para ver qué tal me las
arreglaba solo?
—No lo ha sido —afirmó el mago secamente mientras comenzaba a quitar las vendas
del tobillo y la pierna de Rudy—. Primero, porque aún no estás preparado para
someterte a ninguna prueba y una prueba de este tipo sería un asesinato; cuando quiero
asesinar a mis ayudantes lo hago deliberadamente y con previo aviso. Segundo, te
habría suspendido en el momento en que saliste del campamento y te adentraste en la
tormenta sin asegurarte de que yo había desaparecido realmente.
—Sí, pero yo... —Rudy comenzó a asimilar el sentido de lo que el anciano acababa de
decir—. ¿Eh?
Ingold lanzó un suspiro y se sentó sobre los talones.
—Es el truco más antiguo del libro, Rudy —explicó con paciencia—. Si quieres separar
a dos personas, una de las formas más rápidas de hacerlo consiste en formular un encan-
tamiento de invisibilidad sobre una de ellas sin que la otra se dé cuenta. Tú estabas
dormido, ¿no es así? Lo imaginaba. La otra persona se irá sin duda alguna en la
dirección opuesta, gritando el nombre de su compañero sin examinar el lugar
minuciosamente. Lo habrían conseguido incluso con sólo que nos hubiéramos
despistado unos minutos. La tormenta empeoró aún más la situación.
—Pero ¿de quiénes hablas? —Rudy hizo una mueca de dolor mientras Ingold extendía
sobre sus heridas a medio cicatrizar una pasta de hierbas machacadas y agua.
El anciano le volvió a mirar y se secó las manos con la punta de su capa remendada.
—Los Seres Oscuros —dijo simplemente—, los mismos, creo, que nos han seguido
desde Renweth. No eran muchos, pero sí los suficientes para mantenerme encerrado en
una cueva de las márgenes del río hasta el amanecer. Voy a necesitar otra tira de tu
capa, Rudy, no tenemos otra cosa con que vendarte.
Rudy obedeció mientras pensaba resignadamente que ya poco importaban unos jirones
más o menos. Sabía que debía parecer un vagabundo de una película de Ingmar
Bergman, envuelto en sucios harapos, con los cabellos largos, el rostro magullado y una
negra barba de cuatro días. El aspecto de Ingold no era mucho mejor, cansado, sucio y
andrajoso como un san Francisco después de una pelea en un bar. Los últimos cuatro
días tampoco debían de haber sido muy fáciles para él.
—No ha sido por negligencia por lo que no te he seguido y alcanzado inmediatamente
—continuó diciendo Ingold mientras le vendaba las heridas—. Los Seres Oscuros me
persiguieron durante dos noches y no pude alejarme de mi escondrijo. Conseguí
liquidarlos a casi todos, y en mi opinión ésa es la razón por la que vinieron desde
Renweth y nos siguieron todo el camino.
— ¿Eh? —dijo Rudy, y a continuación gritó de dolor cuando los dedos de Ingold le
palparon suavemente las costillas rotas.
—Estate quieto y no te dolerá.
— ¡Demonios con que no me dolerá! ¿Cómo sabes lo de Renweth?
—Siempre resulta difícil contar a los Seres Oscuros, Rudy. —El mago interrumpió su
tarea. Se arrodilló delante del joven y su expresión se tornó grave en la oscuridad del
refugio—. Pero sin duda había menos la segunda noche que la primera, y menos todavía
la tercera. Si los Seres Oscuros pueden comunicarse entre sí y hubiera habido otros a
quienes llamar, habría habido más, no menos. De ahí su interés por separarnos. No
querían arriesgarse a tener más bajas, y eso era lo más probable si nos presentaban
batalla abiertamente.
Ingold rebuscó algo en su bolsa de medicamentos.
—A propósito, sólo tienes fisuras en las costillas. Te las inmovilizaré con yeso para que
no se muevan mientras sueldan, lo que llevará unas semanas siempre y cuando no
intentes nada espectacular como lo de hoy. También tuve problemas para ponerme a
buscarte porque debía seguir el rastro de Che.
— ¿Todavía tienes a Che?
—Sí —respondió Ingold apaciblemente—. En estos momentos lo tengo escondido en la
manga. —Al ver la expresión de Rudy, el anciano sonrió por primera vez desde su reen-
cuentro—. Está escondido en el desierto, no lejos de aquí. No podía perderlo, y no
quería perder tiempo buscando comida durante el resto del viaje hasta la cordillera
Marítima. Tenemos demasiada prisa como para entretenernos en eso. Además Govannin
me excomulgaría por segunda vez si perdiera su burro.
—Ingold, escucha —dijo Rudy mientras se abrochaba la maltrecha capa—. Has dicho
que los Seres Oscuros estaban aislados. Yo he pasado cuatro días solo en el desierto y
no he visto ni a uno de ellos. —Ingold asintió y Rudy tuvo la curiosa sensación de que,
por un momento, el anciano veía aquellas solitarias horas como si hubieran quedado
impresas en las líneas de su rostro—. ¿Y sabes otra cosa? Tampoco he visto a ese
espíritu.
—No —dijo Ingold quedamente—. Yo tampoco. —Con meticulosidad, Ingold fue
recogiendo sus hierbas y medicinas con manos seguras mientras seguía hablando con el
rostro en sombras—. Y lo extraño es que ni siquiera he sentido su presencia. He pasado
la última noche sentado en la oscuridad, sin fuego, escuchando, observando y sintiendo
los hilos y las fibras del aire en una gran extensión de desierto, en busca de la mínima
señal que me indicara que los Seres Oscuros aún sabían dónde me encontraba. Pero no
he percibido rastro de ellos... ni de nada. Ni un aliento, ni un signo, ningún espíritu
moviéndose por la arena, salvo esas criaturas que caminan en la noche y forman parte
de la tierra.
Rudy asintió, comprendía lo que Ingold había hecho. Como él, que había extendido sus
sentidos para reconocer el campamento más allá de su prisión en el refugio, Ingold
había hecho lo mismo pero a mayor escala. Había examinado e identificado, con la
telaraña de su conciencia lanzada como una red sobre cientos de kilómetros de desierto,
cada vibración de una brizna de hierba agitada por el viento, la disposición de la arena
que formaba cada huella, y cada aroma que los aires de la noche transportaban.
—Pero en ese caso, ¿dónde está y qué es el espíritu? —preguntó Rudy.
—Eso es lo que mi gente se pregunta —retumbó una voz grave.
Rudy alzó la mirada y vio que Huella del Viento acababa de entrar en el refugio. Olía
fuertemente a gamo guisado y madera quemada. Los guerreros que entraron detrás de
él, jefes menores de la partida probablemente, llevaban una cesta de tejido tupido
cubierta por dentro con una capa de arcilla y llena de trozos de humeante carne. Otros
portaban cuencos más pequeños llenos de una especie de puré verde. Rudy echó una
segunda mirada y vio que algunos de los pequeños cuencos eran calaveras de dooico.
Otros, a juzgar por la forma del cráneo y de los arcos supraciliares, no lo eran.
Los jefes menores se sentaron aparte sobre las pieles y hablaron con voz queda entre sí
en su propia lengua. Rudy oía de vez en cuando un tranquilo murmullo semejante al
suspiro del viento, puntuado por signos y marcado por sutiles cambios de inflexión en la
voz. Sólo Huella del Viento se sentó con él y con Ingold y les llevó carne y puré y una
botella de una bebida con un desagradable sabor dulzón y un traicionero contenido
alcohólico.
—Ahora —dijo el jefe una vez que acabaron de comer y la semioscuridad del refugio
aumentaba con el atardecer—, hombres sabios que leéis todos los papeles de los que
viven entre el barro más allá de las montañas, ¿podéis decirme quién es este espíritu que
es más terrible que los Asesinos de la Noche, hombre sabio?
— ¿Más terrible? —preguntó Ingold con voz tranquila.
Rudy percibió en la suave y granulosa voz no sólo aprensión sino una sobrecogedora
curiosidad. «Una vez que descubra su origen —pensó Rudy—, no se detendrá hasta de-
sentrañar el misterio o morir.»
—Eso es.
— ¿Por qué? ¿Lo has visto?
Negó con un movimiento de cabeza y un gesto significativo, y brilló la plata en una
espesa trenza reluciente.
—Entonces, ¿cómo sabes que es más terrible?
El Jinete encogió los hombros en un leve gesto de despreocupación que hizo pensar a
Rudy en el Halcón de Hielo.
—Los Asesinos de la Noche huyen ante él —dijo Huella del Viento—. Todas las cuevas
subterráneas en las que vivían han quedado desiertas y ya no se los ve por esta parte de
las llanuras. Si ese espíritu ha devorado a los Asesinos, ¿no nos devorará a nosotros
también? Cuando la presa escasea, ¿no busca otra el cazador? No sabemos nada sobre
esta cosa y nunca la hemos visto. Sin embargo, ¿por qué se han ido los Asesinos?
¿Quién puede haberlos hecho huir? ¿Conoce tu ciencia, Caminante del Desierto, el
nombre de esta cosa?
—No —dijo Ingold—. Nunca he oído nada sobre ella. ¿Cuándo desaparecieron los
Asesinos de la Noche?
Huella del Viento se quedó pensativo. Fuera, el viento soplaba violentamente y la
temperatura descendía con rapidez. A pocos centímetros por encima de sus cabezas, el
techo de ramas del refugio temblaba con fuerza.
—Fue en el primer cuarto de luna de otoño —dijo finalmente el bárbaro; y Rudy,
gracias a su visión de mago, observó que Ingold alzaba la vista súbitamente y que una
extraña ansiedad iluminaba su rostro.
—Sí —continuó el jefe—. Aparecieron en la última luna llena del verano, allá lejos en
el norte, y cazaron en nuestras tierras, las de los Stcharnyii, las de los Cazadores de
Mamuts, el Pueblo de las Llanuras. Y todos partimos hacia el sur, el Pueblo de las
colinas Rugosas, el Pueblo de los lagos Blancos, el Pueblo de las colinas de Lava y
todos los que formamos los Stcharnyii. Hemos cazado en los desiertos y vivido de raí-
ces e insectos, como los dooicos. Y ahora, los Asesinos de la Noche se han ido y ya no
salen de sus cuevas. ¿Qué los ha espantado, Caminante del Desierto? ¿Qué es ese
espíritu al que temen? Porque ahora ha llegado hasta aquí y ha echado a los Asesinos de
sus agujeros, incluso en el desierto. Acampamos una noche junto a una de sus guaridas
y no vinieron. Ahora, ¿qué haremos si esa cosa decide cazarnos a nosotros?
Ingold permaneció inmóvil durante un rato. Parecía haberse convertido en piedra, pero
Rudy pudo sentir la tensión que crecía en su interior como una corriente eléctrica, y
pudo oírla con claridad cuando volvió a sonar su voz profunda y rasposa.
—Cuando el ciervo se marcha, el león no come la hierba con que aquél se alimentaba
—dijo con voz suave—. Tampoco el hrigg, el pájaro cazador, come los insectos y
lagartijas de que subsisten sus presas. Es posible que el hombre no tenga nada que temer
de este espíritu. Pero dime, Huella del Viento. ¿Dónde está esa guarida junto a la que
pasasteis una noche tranquila?
—Desde aquí —dijo el jefe de los Jinetes—, podríamos llegar mañana mismo si
montásemos caballos veloces.
Sus ojos ambarinos brillaban suavemente, como los de las bestias en la oscuridad.
— ¿Y no tienes caballos veloces? —preguntó Ingold, como sin darle importancia.
CAPITULO DIEZ
A pesar de la voluntad que ponía por imitar a Errol Flynn, la verdad es que Rudy nunca
había montado a caballo antes de llegar a aquel universo y sólo una vez en el viaje
desde Karst, acompañando a una patrulla de la guardia a inspeccionar una granja que los
Jinetes Blancos habían incendiado. El recuerdo de lo que allí había visto seguía
poniéndole enfermo. Sin embargo, acostumbrado a ver películas del Oeste, se
imaginaba que no tenía nada de especial subirse a la grupa de un caballo y desaparecer
galopando hacia el atardecer. Ahora acababa de descubrir que estaba equivocado.
Los caballos de los Jinetes Blancos eran más altos, de patas más largas que los del reino
de Darwath y, debido a que se alimentaban de los escasos pastos de las praderas,
también eran más delgados e inquietos. Asimismo eran caprichosos y medio salvajes, y
el bochorno de Rudy fue absoluto cuando, en la plomiza oscuridad previa al helado
amanecer del desierto, la vieja yegua que Huella del Viento le había prestado por su
docilidad Te tiró a tierra por encima de las orejas, sin ningún miramiento. Rudy levantó
la vista desde el suelo y, con amarga envidia, miró a Ingold, que parecía un jefe cosaco
cómodamente montado sobre un soberbio semental bayo.
— ¿Por casualidad no habrás estado en la caballería alguna vez? —preguntó Rudy
mientras varios Jinetes iban a buscar a la yegua entre risas contenidas.
—En cierto modo —respondió el mago dejando en suspense la contestación.
El vaho de Ingold humeaba ligeramente a la luz de las estrellas. Una de sus manos
sujetaba la rienda de cuero sin curtir; la otra descansaba, relajada, sobre su muslo.
Rudy recordó haber oído en alguna parte el rumor de que Ingold, en su juventud, había
sido esclavo en Alketch, y también recordó la forma en que la caballería del imperio
entrenaba a sus jinetes. No debía de haber aprendido a montar a caballo con una mano
encadenada a un poste mientras los soldados cargaban contra él con sus sables, pero si
eso era cierto, al menos explicaría con creces los nervios de acero del anciano.
Los Jinetes regresaron con la dócil y tranquila yegua, con una expresión de regocijo
apenas disimulada en sus rostros solemnes.
Emprendieron el camino hacia el norte antes del amanecer y cabalgaron durante todo el
día. Las nubes que se habían disipado la tarde anterior volvieron a espesarse. El
pequeño grupo de jinetes galopaba bajo un pálido y helado cielo. Al mediodía, el aliento
de sus respiraciones era visible a distancia al igual que el vaho que se desprendía de los
sudorosos lomos de sus caballos. Las rojas arenas estaban cubiertas por manchas de
nieve que aumentaban de tamaño a medida que avanzaban hacia el norte. Aquí y allá
Rudy vio huellas que no conocía, de las que Ingold le dijo que eran los rastros de las
criaturas de aquellas tierras norteñas. Pero más profundo y temible que el frío era el
silencio que cubría el territorio. Nada parecía moverse ni vivir en los páramos de arena
y nieve. A primera vista, incluso el viento parecía haber desaparecido. Cuando los
jinetes se detuvieron para descansar o cambiar de caballos, ya que llevaban consigo un
pequeño número de refresco, Huella del Viento se paseó inquieto entre el grupo; habló
con una docena de sus guerreros en voz baja y trató de oír algún sonido, que Rudy no
pudo percibir, en las praderas. Los guerreros que los habían acompañado guardaban
silencio; nerviosos como los animales antes de una tormenta de verano, se mantenían
próximos unos a otros en la interminable extensión de las llanuras nevadas.
—Allí —susurró el jefe señalando una lejana elevación del monótono terreno rojo y
blanco—. Ahí está.
Rudy miró a lo lejos y vislumbró un brillo oscuro y liso parecido a un extraño lago de
petróleo. Aunque llevaba un capote de piel de búfalo que le habían prestado los
guerreros, de repente sintió frío.
— ¿Hay sitios como éste en vuestro país, en el norte? —preguntó Ingold a Huella del
Viento en el momento en que dirigieron los caballos hacia el oscuro resplandor.
—En nuestras tierras no —respondió el caudillo de las colinas Retorcidas—. El pueblo
de las colinas de Lava, al sur de nuestro territorio, tenía un lugar así. Tuar, lo llaman; y
otros, las gentes del este, de las llanuras de Sal, también hablan de él.
— ¿Tuar?—dijo el mago, con curiosidad—. ¿Visión?
—Se dice que los chamanes, los hombres sabios de nuestros pueblos, iban a esos sitios
y, después de hacer sus ofrendas a los espíritus de la tierra, podían ver cosas muy
lejanas. Entre las gentes de las colinas de Lava, también se dice que en otro tiempo
cazaban de esta manera. Los hombres sabios podían ver dónde estaba la caza y dirigían
al pueblo en pos de sus huellas; pero ya no cazan así.
— ¿Por qué no?
Zyagarnalhotep sacudió la cabeza.
—No nos lo han dicho. En esos lugares también se practicaban curaciones.
Meditabundo, Ingold se sumió en un profundo silencio hasta que llegaron a las puertas
de la morada de la Oscuridad.
Era la primera vez que Rudy veía algo así, una construcción que parecía anterior a las
primeras obras arquitectónicas de la humanidad. Frente a ellos se extendía una vasta
plaza de cientos de metros de lado, como una plataforma negra, brillante y pulida como
cristal. En el centro se abría un rectángulo de sombra semejante a una garganta abierta
que gritase su ira al cielo. Desde allí unas desgastadas escaleras bajaban a las pro-
fundidades de la tierra. Rudy se estremeció. Sentía una repulsión y, al mismo tiempo,
una curiosa atracción, un miedo ue se parecía extrañamente al vértigo. Sintió un
inquietante deseo de cerrar aquel oscuro pozo, de taparlo, de sellar la cubierta y
marcarlo con la luna de Darb, la runa que no dejaba pasar al mal. Pero unido a su
repugnancia estaba el temor a que, si se acercaba, descendería esas escaleras y, en
contra de su voluntad, iría libremente a la Oscuridad.
Los jinetes tiraron de las riendas de sus monturas al llegar al borde de aquel pavimento
liso y negro. Ingold espoleó a su caballo para que bajara la cuesta y los cascos resonaron
en la piedra mientras cabalgaba hasta el mismo borde del pozo. Una vez allí desmontó y
cogió su báculo, que llevaba atado a la silla de montar, y que había recogido la noche
anterior, cuando fue a buscar a Che a su escondite para llevarlo al campamento. Desde
el banco de nieve donde esperaba junto a los Jinetes, Rudy lo observó con vaga
intranquilidad mientras Ingold se detenía durante unos momentos al borde de la esca-
linata y parecía escuchar el viento, como había hecho Zyagarnalhotep poco antes.
Descendió entonces varios escalones y volvió a prestar atención a sus oídos; sus manos,
enfundadas en sus guantes de lana multicolor, sujetaban con fuerza la madera del
báculo.
— ¿Qué piensas, Caminante del Desierto? —gritó Huella del Viento.
Ingold alzó la mirada y se retiró la capucha del rostro.
—No sé qué pensar —dijo Ingold. Regresó junto a los demás, como un fantasma en
medio del frío desierto, seguido de su caballo—. Creo que se han ido. En realidad, no
creo que haya nada vivo ahí abajo, ni bueno ni malo. ¿Quieres acompañarme para verlo
por ti mismo, Huella del Viento, o prefieres quedarte aquí de guardia mientras yo bajo?
El guerrero parecía inquieto, un sentimiento, el de la inquietud, que Rudy compartía con
todo su corazón. Confiaba en Ingold y nunca le había visto errar. Si el mago decía que
no había nada ahí abajo, probablemente estuviese en lo cierto. Pero, por otra parte, Rudy
sabía muy bien que los Seres Oscuros poseían su propia magia, y cabía la remota
posibilidad de que Ingold estuviera equivocado. Si bien Rudy tenía sus dudas, no podía
esperarse de alguien que sólo conocía al anciano de oídas le siguiese hasta el mismísimo
corazón de la Oscuridad, por grande que fuera su valor.
—Si estás en lo cierto y no hay nada ahí abajo —dijo el jefe de los guerreros—, será
mejor que me quede aquí vigilando el camino.
—Muy bien —replicó Ingold sin ironía ya que, después de todo, era él quien había
querido ir allí—. ¿Rudy?
— ¡Oh..., sí, claro! —dijo Rudy.
Rudy descabalgó y le sorprendió darse cuenta de lo dolorido que se encontraba. Nueve
horas de galope a lomos de un caballo no eran ninguna broma para un novato. Se
preguntó si se quedaría lisiado para siempre. Desenrolló de la manta que llevaba en la
silla de montar el asta de lanza que había estado utilizando como muleta y bajó a
reunirse con el mago con paso inseguro y renqueante.
Ingold giró en dirección a las escaleras, pero de repente se quedó inmóvil, como un
zorro sorprendido por la trompa de caza, y alzó la cabeza como si buscara un olor lejano
en el aire. La luz del día, diáfana y blanca, se reflejó en sus ojos mientras escudriñaban
el cielo.
—No puede ser —dijo con voz queda, para sí mismo.
Rudy lanzó una mirada nerviosa a su alrededor.
— ¿Qué es lo que no puede ser?
—Estamos demasiado al sur. —Ingold se dio media vuelta y contempló el horizonte con
expresión preocupada y perpleja. En aquel mismo momento, uno de los caballos sacudió
la cabeza, relinchó nervioso y comenzó a encabritarse.
— ¿Demasiado al sur para qué?
Ingold se giró hacia los guerreros.
—No estoy seguro —dijo a Huella del Viento—, y puede que me equivoque, pero creo
que se avecina una tormenta de hielo.
Fue la primera vez que Rudy vio a los feroces guerreros dar muestras de emoción. El
miedo brilló en los ojos ámbar de su jefe.
— ¿Estás seguro? —preguntó Huella del Viento.
Hizo una rápida señal a los guerreros, un leve gesto que provocó susurros de inquietud
entre ellos. Los Jinetes Blancos también tenían miedo.
—No... Sí. Sí, estoy seguro. —Ingold miró en una y otra dirección, y la preocupación
profundizó las arrugas de su rostro.
«Lo que le preocupa no es que vayamos a convertirnos todos en témpanos de hielo —
pensó Rudy— sino el que ocurra tan al sur. ¡Dios mío!»
— ¡No lo hagas! —gritó el mago cuando uno de los guerreros hizo ademán de espolear
a su caballo para huir—. No conseguirás escapar.
—No —dijo Huella del Viento—. Después de todo, estamos contigo, Caminante del
Desierto. —Bajó al trote la pendiente nevada y cruzó el pavimento hacia el pozo,
seguido del resto de los Jinetes Blancos. Ingold le siguió andando, acompañado por el
renqueante Rudy.
— ¿Cuándo? —susurró Rudy mirando al pálido y desnudo cielo. No podía sentir nada
que no fuese el frío que le había erizado el cabello durante todo el día.
—Muy pronto.
Rudy había oído hablar a Jill de las Escaleras de los Seres Oscuros, pero hasta aquel
momento no había comprendido el misterio que las rodeaba, la sensación de estar ante
un abismo extraño e incomprensible. Aunque no hubiera nada, ni ningún ser vivo,
aquella escalinata tenía algo terrible, una sensación de iniquidad que le producía una
extraña rigidez en la columna vertebral. La luz nunca había horadado aquella negrura,
como tampoco había alcanzado la oscuridad de los más recónditos lugares de la
Fortaleza de Dare. Aquél era la morada de los habitantes de las tinieblas, que podían ir y
venir a placer en la oscuridad, silenciosa y subrepticiamente, como el aire en el que se
movían. Las escaleras se veían muy desgastadas. El desolado pavimento, suave y
resbaladizo, no reflejaba la dura palidez del cielo. ¿Cuántos pies descalzos se habrían
arrastrado por aquel espacio abierto? ¿Cuántos habrían escuchado aquella susurrante
llamada a una muerte negra? ¿Y durante cuántos años?
Y, sin embargo, Rudy advirtió que los guerreros preferían descender al supuestamente
vacío nido de los Seres Oscuros antes que hacer frente a la tormenta de hielo en la
superficie, a pesar de que Ingold podía haberse equivocado.
La luz del báculo de Ingold osciló con espectral fulgor mientras descendía las escaleras
a la cabeza del grupo. Su luz fosforescente iluminaba los estrechos muros, la bóveda del
bajo techo, los interminables y retorcidos escalones. Cuando cruzó el umbral pegado a
los talones del mago, Rudy pudo captar el olor procedente de las profundidades, un
hedor a descomposición que intimidaba a los caballos y hacía que los hombres
intercambiasen miradas de inquietud.
Al doblar una esquina, la luz del día quedó atrás. El pálido brillo del báculo lanzaba
cristalinos destellos verdosos que se reflejaban en los grandes ojos de los caballos, y el
silencio que los rodeaba se hacía eco de los temores de los hombres. Rudy miró al negro
techo, y vio que había sido excavado a grandes golpes de cincel de abajo arriba. Los
escalones eran rectos pero inquietantemente irregulares, como diseñados por seres que
no poseyeran pies. Un aire frío y húmedo acarició su rostro como un estertor mortal,
como el hedor de algo corrompido de hacía mucho tiempo. Rudy se estremeció. Trató
de encontrar consuelo en el olor a vida de los hombres y animales que le acompañaban,
en el calor de los cuerpos cercanos, en los susurros y en el ocasional relincho que
rompió aquel silencio mortal. Una o dos veces oyó arañar las paredes; eran las garras de
las ratas carroñeras que se deslizaban como sombras furtivas por entre las fisuras de las
paredes.
Fuera lo que fuese lo que había abajo, estaba muerto. Muerto y corrompido. Parecía
como si llevaran horas descendiendo. La escalera daba vueltas y más vueltas, la única
luz visible era la suave fosforescencia que bañaba los hombros del anciano que le
precedía. Las piernas le dolían, le quemaban, mientras forzaba sus sentidos para captar
cualquier sonido, cualquier movimiento procedente de la oscuridad. Pero no había nada,
sólo aquel hedor a podrido.
— ¡Quietos! —dijo Ingold, y Rudy sintió que sus piernas no podían aguantar más. El
mago se paró tan bruscamente que Rudy casi se dio de bruces con él.
Huella del Viento se apartó de sus hombres y se acercó a ellos con movimientos
sigilosos. Rudy intentó bajar otro escalón para ver lo que había más abajo, pero Ingold
le cerró el paso con un brazo.
— ¿Qué pasa?
En silencio, el mago señaló con su báculo el vacío.
El escalón donde se encontraban era el último, más allá sólo había una oscuridad
indefinible e infinita. Sin la luz del báculo de Ingold como guía, hubieran caído
irremisiblemente al vacío. En las profundidades Rudy creyó distinguir los movimientos
rápidos y los chillidos de las ratas carroñeras; el olor a podrido era ahora mucho más
intenso. Entonces, Ingold alzó el báculo y su luz se intensificó lentamente hasta arder
con el brillo incandescente de una lámpara de magnesio. Era la primera luz que
penetraba en aquella oscuridad desde el principio del mundo, y lo hizo despacio, como
palpando las líneas del suelo, de los arcos y pilares, como un amante tímido,
delimitando involuntariamente el agua y la piedra de la noche.
— ¡Por todos los demonios...! —susurró Rudy, e Ingold alzó las cejas en gesto
interrogante.
—No sé lo que tienen que ver los demonios con esto —respondió el mago secamente—,
pero lo que estás viendo ahora es algo que sólo yo he visto y he sobrevivido para
contarlo. Estos son los dominios subterráneos de los Seres Oscuros.
Unos siete metros más abajo se distinguía el suelo de la caverna, que se extendía en
pequeños montículos hacia las tinieblas que la luz del báculo no podía penetrar. La
cueva en sí tenía decenas de metros de altura y quizás el doble de anchura; la distancia a
la que se encontraba el fondo era incalculable. Podían discernirse oscuras y estrechas
entradas que conducían a otras cavernas entre los pilares de piedra caliza que poblaban
la gruta. Enormes estalactitas colgaban como sombrías agujas góticas que brillaban a la
suave luz blanca del báculo como si hubiesen sido cuidadosamente pulidas. El suelo
estaba cubierto de una gruesa alfombra de líquenes marchitos, rota en algunos lugares
por negras aguas cuya lisa superficie de ónix reflejaba trémulamente la luz. Tan
completo era el silencio reinante en la fantasmagórica caverna, que las enormes bóvedas
reproducían la respiración del pequeño grupo de invasores arracimados como mendigos
en el umbral del abandonado reino de su enemigo.
—Mira —señaló Huella del Viento.
Algo se movió abajo. Eran las ratas carroñeras que se deslizaban con ojos relucientes
por la orilla de una de las lagunas negras como obsidiana. Apenas discernibles entre el
musgo amarillento del suelo de la cueva, se veían esqueletos humanos que brillaban
pálidamente bajo la blanca luz del báculo del mago. No se podía apreciar su cantidad
claramente, pero debían de ser incontables.
— ¿No podría ser su cementerio, el lugar donde abandonan los restos de sus víctimas?
—En absoluto —respondió Ingold mientras alzaba la cabeza para intentar distinguir el
techo de la cueva—. En primer lugar, hay demasiados. Si los Seres Oscuros hubieran
almacenado aquí los restos de sus víctimas a lo largo de milenios, los restos se alzarían
a muchos metros por encima de nuestras cabezas. —Ingold señaló el techo y todos los
ojos siguieron el movimiento de la luz—. ¿No veis lo picadas y brillantes que están las
estalactitas? Es obra de las garras de los Seres Oscuros. ¿Y veis lo profundo que es ese
canal que va hasta aquel agujero del techo? Debió ser una de sus principales vías de
comunicación. No, ni siquiera ellos habrían vivido junto a los cadáveres de sus
«animales». Ningún ser vivo lo haría.
— ¿Quieres decir que vivían ahí arriba? —Susurró Rudy—. ¿Como los murciélagos, en
el techo? Creía que habías dicho que eran inteligentes y que poseían una civilización.
—Y así es —dijo Ingold—. Una clase de civilización de tipo mental, sin
manifestaciones externas. Una civilización impenetrable para nuestras mentes. E incluso
en el caso de que no fuera así, no podríamos comprenderla, como tampoco un cerdo o
una oveja pueden comprender un poema de amor, el dinero o el concepto del honor.
Rudy asintió y sus ojos se pasearon lentamente por aquellos oscuros y relucientes
muros.
—Es posible que tengas razón. Aunque conozco a más de uno que tendría problemas
para comprender dos de las tres cosas.
Rudy oyó a su lado la suave risa cascada de Ingold.
Mientras hablaban, Rudy fue cobrando conciencia del frío. Procedía del exterior y
descendía por la escalinata, cada vez más intenso, hasta que Rudy se encontró tiritando
bajo el grueso capote de piel de búfalo. Incluso los guerreros, acostumbrados a los fríos
del norte, se acercaban unos a otros en busca de calor; el vaho de su aliento humeaba
bajo el fulgor diamantino de la luz de Ingold. A través del interminable y retorcido túnel
de escaleras que habían dejado atrás, Rudy oyó el gemido lejano del viento como un
agudo grito salvaje capaz de helar el corazón a cualquiera. Habían pasado mucho
tiempo descendiendo y sólo Dios sabía a qué profundidad se encontraban bajo la
superficie. Sin embargo, la intensidad de la tormenta de hielo había penetrado hasta allí,
y la humedad de su aliento se condensaba en las paredes y se congelaba de inmediato.
—Entonces, ¿por qué están esos huesos ahí? —dijo Rudy entre el sonoro castañetear de
sus dientes—. ¿Podemos bajar a verlos?
Se le ocurrió que, si descendían más, cabía la posibilidad de que allí el frío fuera menos
intenso.
Ingold apuntó al foso con su báculo. Casi al instante, Rudy vio que sería casi imposible
descender hasta allí con los caballos. Se preguntó si los dooicos, o cualquier otra especie
que los Seres Oscuros hubieran arrastrado a su nido, no se habrían roto por fuerza las
piernas al saltar al foso.
El mago lanzó una fugaz mirada a sus espaldas, en dirección al jefe de los Jinetes
Blancos.
— ¿Tienes cuerdas? —le preguntó.
Bajo las espesas cejas, los ojos de pantera del caudillo se oscurecieron.
—Amigo mío, no creo que sea una buena idea —dijo Huella del Viento con voz
queda—. Ahí abajo está la muerte. La cueva entera huele a muerte. Se puede oler en el
viento que sube de los túneles inferiores. Será mejor que permanezcas aquí con nosotros
hasta que pase la tormenta.
Ingold, inquieto, se dio la vuelta y se asomó una vez más al foso.
— ¿Por qué están todos muertos? —Preguntó Ingold—. ¿Cómo habrán muerto?
El jefe de los Jinetes Blancos resopló de impaciencia ante la pregunta.
— ¿Tú que bajas a la morada de los Asesinos de la Noche preguntas cómo es que han
muerto aquí tantos hombres? Quédate con nosotros, Caminante del Desierto. No es nin-
gún secreto para nadie que los Asesinos comen hombres.
—Dadme una cuerda —dijo Ingold simplemente.
Alguien le tendió un mazo de cuerdas.
— ¿Rudy?
Obediente, el californiano hizo que la punta de la lanza que estaba utilizando a modo de
bastón se iluminase. Con los enguantados dedos casi insensibles la sostuvo en alto para
iluminar el foso mientras Ingold arrojaba su báculo y comenzaba a descender por la
cuerda con la tranquila maestría de un alpinista profesional. Mientras contemplaba al
mago avanzar por el suelo de la caverna, Rudy observó que las ratas carroñeras se
alejaban a su paso y se preguntó si habría formulado algún hechizo para rechazarlas.
Desde donde él se encontraba, parecía simplemente un menudo anciano cuya cansada
cabeza iluminaba la blanca luz del báculo al tiempo que sus marrones ropajes
acariciaban el seco musgo que se deshacía en polvo bajo sus ligeros pies. Durante un
espacio de tiempo, Rudy observó las sombras que la luz mágica del báculo de Ingold
proyectaba en los muros y en las estalactitas mientras el mago exploraba lo que había
entre ellas. De repente, Ingold se desvaneció al traspasar el vano de una puerta en busca
del corazón de las tinieblas.
A sus espaldas, Rudy oyó la voz susurrante de Huella del Viento.
—Ni por todos los caballos, ni por todas las águilas, ni por todas las mujeres hermosas
de este mundo iría así a enfrentarme con los Asesinos de la Noche. La muerte está en
ese túnel. ¿Es que no la huele? Este espíritu que hasta los mismos Asesinos temen ha
arrasado este lugar y los ha exterminado a ellos y a sus víctimas. Y pese a todo, este
viejo va en su busca.
El frío se hizo más intenso y más crudo. Los hombres y los caballos se apiñaron como
corderos buscando unir el calor de sus cuerpos. Rudy se preguntó si Ingold no acabaría
congelado allí abajo, entre las ratas y la oscuridad. De vez en cuando, el viento rugía a
lo largo del túnel resonando en la caverna hasta perderse en la alfombra de musgo
mordido por el hielo. Rudy sospechó que había transcurrido aproximadamente una hora
cuando volvió a ver luz en las cavernas y que Ingold regresaba temblando como un
mendigo medio congelado en la nieve. Levantó el báculo para que Rudy lo recogiese y
luego ascendió por la cuerda. Tenía la capa cubierta de hielo cristalizado que la hacía
brillar como polvo de diamante. Los Jinetes Blancos le hicieron sitio entre ellos.
—Y bien, Ladrón de los Caballos de Ave Blanca —murmuró Huella del Viento—, ¿has
encontrado lo que buscabas?
—Yo no robé los caballos de Ave Blanca —respondió Ingold mecánicamente.
A pesar del terrible frío, Rudy sintió el olor a putrefacción en el manto cubierto de hielo.
Bajo la pálida luz mágica, se veía a Ingold blanco como el mármol y fatigado, como al-
guien que acabara de vomitar hasta los hígados.
—Y no —continuó el anciano—, no he encontrado más que muerte. La mayoría son
esqueletos, pero se advierte que todos murieron al mismo tiempo, no espaciadamente.
Hay ratas, gusanos y hasta sapos blancos, tan grandes como tu cabeza..., pero eso es
todo. En lo más profundo de la caverna no he sentido la presencia de ninguna criatura
viva, ni de los Seres Oscuros, ni de nada que pueda haberlos hecho huir.
Con un reflejo rápido, Rudy desechó las imágenes que su excesiva imaginación había
conjurado. Sin embargo, algo en la cansada voz del mago le dijo que Ingold volvería a
vagar por esas cavernas en sueños durante muchas noches más. La sensación de un
furtivo correteo en las profundidades le hizo sentirse mareado.
— ¿Por qué? —susurró Rudy.
— ¿Por qué? —Ingold le lanzó una rápida mirada—. Si algo aniquiló a los Seres
Oscuros, cosa de la que no estoy seguro, también habría matado a sus víctimas. Pero si
sólo han abandonado el nido para ir a otro lugar, no podían llevarse a sus esclavos en
esta época del año, ¿no crees?
—Pero ¿no puede ser que hayan tenido que defender este lugar contra algún espíritu? —
preguntó Huella del Viento haciendo que el hielo en sus bigotes crujiera levemente.
—Quizá —respondió Ingold—, pero no podemos estar seguros de que haya habido un
espíritu. Yo, personalmente, no lo creo. Ni siquiera estoy seguro de que se fueran por
miedo.
El ensombrecido semblante del guerrero se tornó pensativo.
—Si no fue por miedo, ¿por qué, entonces?
—Quizás obedecían órdenes.
— ¿Y de quién obedecerían órdenes los Seres Oscuros?
—Una buena pregunta —dijo el anciano—, cuya respuesta espero encontrar en Quo. Si
los magos de allí no pueden ayudarme, es posible que esa pregunta y lo que he visto
aquí sea útil. Todo lo que te pido, Huella del Viento, es que me des tu permiso para
seguir mi camino.
El caudillo de los Jinetes Blancos se echó a reír.
—Como si algún hombre tuviese poder para interponerse en la senda del Caminante del
Desierto. Es como si los Asesinos de la Noche pidieran permiso para hacer su voluntad.
En cualquier caso, tienes mi permiso. ¿Y qué vais a hacer, Caminante del Desierto, tú y
tu Pequeño Insecto, cuando encontréis a los hombres sabios del océano Occidental?
—Dar con la forma de acabar con la Oscuridad —contestó el mago en voz baja—, o
perecer en el intento.
Cuando salieron al exterior, lo que vieron era un mundo árido y transformado. Mientras
se abrían paso trabajosamente hacia los débiles reflejos de luz a través de la nieve que
obstruía los últimos siete metros de escaleras, Rudy sintió como si el frío se le pegara a
los huesos. A pesar de la intensidad del frío en la caverna, al salir al exterior le pareció
que arreciaba. El grupo de jinetes y caballos salió a una llanura cubierta por una dura
capa de nieve helada que crujía bajo sus pies y a un cielo encapotado de nubes. A lo
lejos todavía se veían columnas espirales de tornados oscilando entre la oscura
atmósfera y la tierra helada. Las ráfagas de viento se perseguían caprichosamente y sin
rumbo a través de aquella desolación, como los últimos coletazos del huracán que había
asolado la región.
— ¿No dijiste que la tormenta ya había cesado? —consiguió decir Rudy con un temblor
incontrolado.
—Ya ha cesado. —Ingold montó en su caballo y mientras hablaba se le iba
encaneciendo de escarcha la venerable barba—. Esto es sólo el final.
De regreso hacia el sur en medio de la tétrica oscuridad de media tarde, vieron una
manada de bisontes medio enterrados en la nieve. Los animales tenían las inclinadas
cabezas congeladas, al igual que su carne y su sangre. «No me extraña que los Jinetes
Blancos sean capaces de sacrificar seres humanos para aplacar al espíritu maligno que
consideren responsable de esto», pensó Rudy.
Se detuvieron para acampar bastante después del anochecer. La fría noche del desierto
era más cálida que el día después de la tormenta de hielo. Los Jinetes Blancos
prepararon el sencillo campamento de guerra con silenciosa eficacia. Ingold permaneció
sentado junto a la hoguera durante mucho tiempo hablando con Huella del Viento. Rudy
los veía a través de la estrecha entrada de su refugio; la parpadeante luz dorada
iluminaba los largos bigotes trenzados del jefe y las manos cubiertas de cicatrices de
Ingold.
Al cabo de un rato, el mago entró en el refugio y se cubrió con las pieles. Afuera, del
fuego apenas quedaban los rescoldos.
— ¿Ingold? —Susurró Rudy—. ¿Qué piensas?
— ¿Qué pienso de qué? —murmuró Ingold en la oscuridad.
— ¡Por todos los demonios, del espíritu!
Un ojo azul y parte de la barba aparecieron entre las pieles. El mago, apoyándose en un
codo, se incorporó.
—No creo que haya ningún espíritu o, al menos, no en el sentido que piensan ellos. No
sentí la presencia de ninguna criatura viva en las profundidades de la caverna.
—Entonces, ¿crees que los Seres Oscuros se marcharon por su propia voluntad?
—Es posible.
— ¿Podría haberlos hecho huir una tormenta como la de hoy?
Ingold guardó silencio un momento.
—No creo —dijo por fin—. Por lo que sé, nunca se ha dado una tormenta así tan al sur,
y según Huella del Viento los Seres Oscuros abandonaron sus nidos en las llanuras du-
rante el primer cuarto de la luna de otoño, hace pocas semanas. Los Seres Oscuros no
tienen conocimientos especiales sobre los elementos de la naturaleza, Rudy. Ni siquiera
el mago más experimentado puede predecir cuándo y dónde habrá una tormenta de
hielo, salvo pocos minutos antes de que ocurra.
Afuera, un caballo relinchó; era como un grito reconfortante. No se oía más ruido que el
gemido del viento. Incluso los lobos guardaban silencio.
— ¿Es a esto a lo que se refiere la gente cuando dice «tan seguro como los hielos del
norte»? —preguntó Rudy.
—No, no se refieren a las tormentas —dijo Ingold—. En el norte está el desierto de
hielo, donde nada puede vivir y donde no hay más que una infinita extensión de hielo.
En algunos lugares, el nivel sube unos dos centímetros al año. En otros sitios, más.
— ¿Has estado allí?
—Sí, claro. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Lohiro y yo tuvimos que hacer...,
digamos que un trabajo en el hielo, y estuvimos a punto de no contarlo. Por aquel
entonces, los límites del glaciar se encontraban a lo largo de una cadena montañosa que
los viejos mapas llamaban la Barrera. La última vez que estuve allí las montañas
estaban enterradas casi por completo en la nieve.
—Ingold —dijo Rudy con voz suave—, ¿cuál es la conexión? Hace siete semanas fue el
primer cuarto de luna del otoño. Esos días cayó Gae. Lohiro y los magos interrumpieron
el contacto con los demás. Los Seres Oscuros abandonaron sus guaridas de las llanuras
después de aniquilar a sus esclavos. ¿Qué demonios está ocurriendo, Ingold? ¿Qué está
pasando?
El anciano suspiró.
—No lo sé, Rudy. No lo sé. No sé si ésta es una catástrofe más en una serie de
hecatombes debidas al azar o todo forma parte de un jeroglífico con una única
respuesta. Sin saberlo, hemos compartido este planeta con los Seres Oscuros desde os
albores de la humanidad; sin embargo, sólo sabemos de ellos que son nuestros
enemigos. Si hay una solución, ¿está en Quo? ¿O son los mismos Seres Oscuros los que
tienen la respuesta, incomprensible para el género humano? ¿O quizás está en el último
lugar donde se nos habría ocurrido buscarla, en la Fortaleza de Dare?
CAPITULO ONCE
El mensajero del emperador de Alketch llegó al valle una tarde soleada, después de una
semana de nevadas. La mayoría de los habitantes de la Fortaleza estaba fuera,
trabajando en la reparación de los corrales o en la construcción de nuevas defensas para
los almacenes de alimentos, cortando madera o acarreando piedras para la construcción
de una fragua. Grupos de soldados se entrenaban bajo la supervisión de diferentes
capitanes, saltando y luchando con pesadas armas empapados de sudor. Niños de todas
las edades se desperdigaban por el valle patinando, jugando con trineos o deslizándose
por la helada superficie del río, que les servía de tobogán sin dejar de reír y lanzar gritos
de júbilo como gorriones en verano.
Jill decidió hacer algunos experimentos aquella tarde con los pequeños poliedros
blancos que habían encontrado en los viejos almacenes y en los sótanos de la Fortaleza.
Aquellos objetos seguían siendo un misterio para Alde y para Jill; después de exámenes
y de vueltas y más vueltas, continuaban pareciéndoles inútiles. Al igual que la Fortaleza,
eran pulidos y herméticos enigmas.
Al principio, Jill le comentó a Alde que podían ser unos simples juguetes.
—Seguro que si se caen al suelo se rompen —objetó Alde.
Ambas jóvenes paseaban a lo largo del nuevo sendero que conducía al claro del bosque
donde la guardia había pasado la mañana practicando. Jill, que había reanudado los
entrenamientos, estaba cansada.
— ¿Y alguna especie de ofrendas o exvotos? —sugirió.
— ¿Para qué? —Preguntó Alde y le sobraba razón—. Los exvotos suelen ser cosas
como velas, perfumes, incienso, donaciones que se entregan a la Iglesia, o bien
estatuillas de bronce, cera o estaño que representan el agradecimiento por el don
recibido.
—Quizá sí eran juguetes —insistió Jill—. Se acoplan entre sí.
Y así era. Sus superficies ajustaban como si se tratase de una estructura celular o un
panal tridimensional.
— ¿De verdad se rompen? —preguntó.
Jill había decidido esperar a que el tiempo mejorase para experimentar con esos
extraños objetos al aire libre, no sabía si por una vaga desconfianza ante lo que no podía
comprender o, simplemente, debido a las películas de ciencia ficción que había visto en
su propio mundo. Un día se encontraron con Seya y con Melantrys, y pusieron a las dos
guardias al corriente de sus intenciones. En el centro del claro había una gran roca casi
plana; en ella Jill colocó uno de los poliedros de cristal, lo cubrió con una tela de
arpillera y lo golpeó con un martillo. El resultado no fue nada espectacular. El poliedro
se rompió en siete u ocho pedazos irregulares, sin liberar ningún gas venenoso ni ningún
embrión de alienígena. Jill se avergonzó de sus temores, pero también observó que
Alde, Seya y Melantrys se habían mantenido durante todo el proceso a una distancia
prudencial.
El material era una especie de cristal, pesado y resbaladizo, como el ópalo blanco,
ligeramente translúcido cuando se miraba a la luz del sol, pero por lo demás no tenía
nada de particular.
—No sé qué puede ser —comentó Melantrys mientras daba vueltas a un pedazo de
cristal entre sus pequeños dedos marcados de cicatrices—. Ni siquiera había oído hablar
de nada parecido.
—Lo sé —dijo Jill—. No se menciona nada en ningún archivo, pero los hemos visto por
todas partes en la Fortaleza.
—Quizá tengas razón y sean juguetes —dijo Seya—. A Tir le gusta jugar con ellos.
Y así era. Tir, envuelto en un manto negro y diferentes pieles que le daban el aspecto de
un repollo con piernas regordetas, hacía rodar con expresión concentrada uno de los
lechosos prismas por la superficie de la roca. Alde, que estaba sentada a su lado y le
devolvía el cristal cada vez que el niño lo tiraba, alzó los ojos al oír las palabras de
Seya.
—Pero la Fortaleza fue construida por personas que huían de un holocausto —objetó de
repente—, ¿crees que iban a traer juguetes consigo?
—Lo que no podemos saber es si estos cristales son tan antiguos como la Fortaleza —
señaló Seya.
—Desde luego —dijo Jill—. Pero, por otra parte, tampoco hemos encontrado nada que
nos muestre cómo los fabricaron.
Alde se volvió a tiempo de evitar que su hijo se cayese de la piedra. Tir se estaba
convirtiendo en un niño callado y fuerte cuya apariencia tranquila escondía una
increíble capacidad para las travesuras. Solía gatear largas distancia sin que nadie o
advirtiese, abriéndose paso silenciosa y eficazmente hacia cualquier peligro, y se metía
en la boca trozos de cualquier cosa que encontrara a su paso sin que su madre fuese lo
suficientemente rápida para quitárselos. A veces parecía observar con gesto preocupado
los blancos poliedros; otras, los amontonaba o los esparcía; los que Alde guardaba en su
dormitorio los examinaba fascinado durante horas. Jill se preguntaba si simplemente se
debía a la fascinación que siempre obra la novedad sobre los niños o si guardaría algún
recuerdo de sus ancestros relativo a aquellos objetos.
—Si la gente que construyó la Fortaleza llegó aquí en el mismo estado que nosotros —
comentó Melantrys mientras se quitaba la pinza que le sujetaba el cabello castaño y éste
caía en ondas sobre sus hombros— parece lógico pensar que estos cristales eran algo
muy importante. Maia dice que cuando su pueblo cruzó el paso, encontraron un tesoro
en joyas y oro que la gente de la caravana había tirado en la huida.
Oyeron unas voces aproximarse desde el bosque y al alzar el rostro, Jill vio pasar a
Alwir. Sus finas manos eran dignas de su melodiosa voz. A su lado, Maia de Thran
asentía; caminaba apoyado en un arco sin tensar de unos dos metros. El canciller alzó la
vista y, entre los desnudos abedules, vio a las tres guardias enfundadas en sus negros y
gastados uniformes y a la joven reina con su hijo. Pasó por su lado sin dirigirles la
palabra y Jill oyó la agitada respiración de Alde; al volverse hacia ella, vio la angustia
reflejada en el rostro de la muchacha.
Resonó en las laderas del valle una voz juvenil y estridente. Al rato vieron aparecer a
Tad, el joven pastor, que corría por el camino en dirección al canciller con una bandada
de huérfanos pegados a sus talones. Alwir bajó los ojos y esperó a oír lo que Tad tenía
que decirle; luego, Jill le vio agacharse, repentinamente interesado. No pudo oír lo que
Tad le dijo, pero vio la mirada que el obispo y el Señor de la Fortaleza cruzaban entre sí.
Después, Tad y su grupo echaron de nuevo a correr hacia ellas.
— ¡Mi señora! ¡Mi señora! —gritó el joven Tad.
Alde se puso en pie rápidamente.
— ¿Qué pasa, Tad?
Los niños se detuvieron en seco, jadeantes y sofocados.
—Es el mensajero de Alketch, mi señora —dijo el chico jadeando—. Este, Lyddie, lo ha
visto subiendo el camino desde el valle.
Parecía como si toda la población de la Fortaleza se hubiera congregado en las
escalinatas para recibir al mensajero de Alketch. Pero tanto los de Gae como los
procedentes de Penambra guardaban silencio en medio de un mar de rostros
expectantes. Desde su posición entre las filas de la guardia, Jill pudo ver que el
mensajero cabalgaba solo. El Halcón de Hielo no regresaba con él.
Durante unos instantes el dolor ensombreció los ojos de la joven hasta cegarla por
completo. El Halcón de Hielo era su amigo, el primer amigo que había tenido en la
guardia. Frío, reservado, sólo una vez le había dedicado un cumplido, si por cumplido
podía tomarse que le dijera que «había nacido para matar». Durante los entrenamientos
de la guardia, el Halcón le había propinado tantos golpes y le había hecho tantos car-
denales que bien pudiera considerarle su peor enemigo. Pero ambos eran extranjeros
entre las gentes de Darwath, y eso era un lazo de unión, además que, había que tenerlo
en cuenta, sólo ellos dos habían respaldado a Ingold la noche en que los Seres Oscuros
atacaron la Fortaleza.
Precisamente por eso le había enviado Alwir al sur. Y él no regresaba.
El mensajero estaba desmontando. El murmullo de la concentrada multitud reunida a las
puertas de la Fortaleza era como el rugido distante del mar. El mensajero era un hombre
joven, de piel oscura, rostro altivo, nariz aguileña, espesa masa de rizado cabello negro.
Bajo la capa escarlata, vestía una túnica estampada en oro que le llegaba a la altura de
las rodillas, donde se juntaba con unas ceñidas botas carmesí de tacón alto. A la espalda
llevaba colgado un pequeño arco de cuerno; en el arzón de la silla de montar,
descansaba un yelmo con cimera de brillante acero y al costado colgaba un fino y largo
espadón o mandoble. Sus ojos de un gris pálido destacaban en el cetrino rostro del
joven.
El mensajero hizo una exagerada reverencia.
—Mi señor Alwir.
Desde su posición en el escalón más bajo, Alwir le indicó que se levantara.
—Me llamo Stiarth na-Salligos, sobrino y mensajero de Su Majestad Imperial, Lirkwis
Fardah Ezrikos, Señor de Alketch y Príncipe de las Siete Islas. —Se incorporó y sus
pendientes de diamantes relucieron con intensidad.
—Te saludo en nombre del reino de Darwath —dijo Alwir con voz profunda y
melodiosa—, y a través de ti, a tu señor, el Emperador del Sur. Os doy la bienvenida a
la Fortaleza de Dare.
Jill oyó un murmullo a sus espaldas apenas pronunciadas estas palabras.
— ¿Sí? ¿Ya todas sus malditas tropas también? —gruñó una voz entre la multitud.
—Nos raciona la comida para alimentar a estos malditos sureños —se quejó alguien
más, pero sus palabras se perdieron en el murmullo general.
Una tercera voz añadió:
— ¡Asesinos!
Las palabras todavía le retumbaban en los oídos, cuando Jill vio a Minalde, pálido el
rostro y la cabeza alta, descender los peldaños para saludar a Stiarth na-Salligos. El
arrogante joven hizo una reverencia para besarle la mano y murmuró un saludo formal
de cortesía. Ella le preguntó algo, pero Jill sólo oyó la respuesta.
— ¿Tu mensajero? —Sus elegantes cejas se fruncieron en una expresión de pesar—.
¡Fue terrible! El viaje estuvo lleno de peligros. Nos atacaron unos bandidos en las
tierras del delta, más abajo de Penambra. Esa región está repleta de malhechores que se
esconden por la noche y asaltan los caminos durante el día, y roban y matan a todo el
que encuentran. Yo tuve suerte y escapé con vida, pero tu mensajero... Era un hombre
muy valiente, mi señora. Un digno representante del reino.
Volvió a inclinarse ante ella, esta vez con una reverencia más profunda, y al hacerlo se
echó el manto escarlata hacia atrás, como un gallo que se pavonea ante las gallinas. Sus
bordes parecieron manchar de sangre la nieve. Jill, aunque de una manera fugaz, vio el
talismán que colgaba del cinturón del mensajero, un pequeño objeto de madera de roble.
La cólera se apoderó de ella con más violencia que el dolor que experimentara un rato
antes. Permaneció inmóvil mientras Alwir ofrecía el brazo a Minalde, y las tropas y la
gente de la Fortaleza les precedieron a los oscuros portones, acompañados del refinado
Stiarth de Alketch.
Lo que el mensajero llevaba atado al cinturón era el talismán con la Runa del Velo que
Ingold le había dado al Halcón de Hielo para que le protegiera durante el viaje.
—Lo ha asesinado. —El taconeo de las botas de Jill retumbaba bajo el abovedado techo
de la gran escalinata del oeste—. El Halcón de Hielo no se habría desprendido por nada
del mundo de ese talismán.
— ¿Ni siquiera para dárselo a alguien que tuviera el poder de proporcionarnos las tropas
que necesitamos? —preguntó Minalde con tranquilidad.
Ella y Jill llegaron a un descansillo donde un hombre de Gae parecía haber establecido
su hogar con dos mujeres y un gran número de jaulas con pollos.
— ¿Ni siquiera en caso de emergencia? ¿Y si había que elegir entre uno de los dos? Él
había cumplido su misión al convocar al mensajero.
— ¿El Halcón de Hielo? —Jill pasó junto a dos jaulas y un gato y continuó
descendiendo. La amarillenta y mortecina luz procedente del pasillo inferior ascendía
por las escaleras e iluminaba la puerta trasera de las salas de la guardia, de donde salía
un fuerte olor a rancho y humo—. Créeme, no había nadie a quien valorase tanto como
a sí mismo —continuó Jill—. Y mucho menos a un..., a un mojigato sobrino del
emperador a quien habría partido en dos con una sola mano.
Al pie de la escalinata giraron a la derecha, recorrieron un corto trecho de pasillo cuyas
paredes parecían pertenecer al diseño original de la Fortaleza y luego atravesaron una
puerta lateral, también a la derecha del pasillo, que desembocaba en un grupo de celdas
de rudimentaria construcción.
—Nunca le dio por esa clase de altruismo, Alde. La única forma en que Stiarth ha
podido hacerse con el talismán de Ingold es por la fuerza; en cuyo caso, ha tenido que
asesinarle, probablemente a traición. Robárselo al Halcón de Hielo equivale a
asesinarlo. Ese talismán era su principal defensa contra los Seres Oscuros.
Jill pronunció estas palabras con voz tranquila, pero la rabia le quemaba el pecho. Quizá
se debiera al recuerdo de la suave y untuosa sonrisa del mensajero o a que las negocia-
ciones fuera lo único que le importaba a Alwir, que utilizaba a Alde como una simple
marioneta. Posiblemente fuera por el recuerdo de un despertar en la lluviosa penumbra
de un establo en Karst, cuando el Halcón de Hielo con su voz fría e impersonal le
preguntó si se encontraba bien. Su voz debió traicionar sus sentimientos, porque Alde le
agarró el brazo para calmarla.
—Jill, tanto si el Halcón de Hielo se lo dio por voluntad propia como si no, dejémoslo
estar.
— ¿Qué? —resonó la voz de Jill, irritada y cortante, en la semioscuridad de los
desolados corredores.
—Lo que quiero decir es que... Jill, eres la única persona que sabía lo del talismán. Pero
no eres la única que cree que... Stiarth na-Salligos puede tener algo que ver con que el
Halcón de Hielo no haya regresado. Y Jill, por favor... —De pronto la voz de Alde
parecía ansiosa, casi atemorizada, y sus ojos cambiaron de color bajo la parpadeante y
mortecina luz—. Alwir dice que no podemos permitirnos que fracasen las negociaciones
por nada del mundo.
Jill reprimió una respuesta cruel. Durante unos momentos, luchó contra la cólera que la
dominaba, consciente de que Alde tenía razón en parte. «Lo pasado, pasado está. El ase-
sinato traicionero de uno de los pocos amigos que he tenido es un hecho. Se acabó.»
—Quizá —dijo Jill—. Pero si esa clase de traición es habitual en ellos, ¿crees que
realmente deben continuar las negociaciones?
Alde apartó el rostro.
—Eso no lo sabemos.
— ¡Claro que lo sabemos! Alde, has leído esas crónicas e historias igual que yo.
Comparado con todo lo que hicieron en el pasado para extender sus dominios más allá
de la frontera de Gettlesand, asesinar al Halcón de Hielo sería algo insignificante.
Alde volvió a mirar a Jill con expresión suplicante.
—No estamos seguras de que haya asesinado al Halcón de Hielo.
— ¿No? —Preguntó Jill—. Sabes como yo que ha mentido. Si los bandidos lo hubieran
asesinado le habrían quitado todo lo que llevaba encima, y Stiarth no tendría el talismán.
Minalde guardó silencio.
—De acuerdo —dijo Jill con calma—. No hablaré de ello con el resto de la guardia,
aunque Melantrys piensa lo mismo que yo sobre este asunto. Y no emprenderé ningún
tipo de venganza que eche a perder las negociaciones. Pero no puedo responder por los
demás.
Él silencio y las sombras las envolvieron durante unos momentos, sólo interrumpidos
por voces distantes en los corredores más próximos al vestíbulo principal. Pronto se
cerrarían los portones para la noche; la Iglesia había hecho sonar las campanas del
santuario, y no pocas personas se habían dirigido al servicio vespertino en la gran
estancia que se extendía bajo el Sector Real y donde la obispo Govannin tenía sus
reales. Jill sabía que entre ellos se encontraría sin duda Stiarth de Alketch, que, al igual
que todos los sureños, era un fanático seguidor de la Iglesia. Bok, el carpintero, le había
dicho que el sobrino del emperador había cenado con la anciana prelado y había
permanecido encerrado con ella durante varias horas antes de su reunión con Alwir,
Minalde y los demás nobles de la Fortaleza. Ahora Alde parecía tensa y cansada. Unos
cabellos sueltos caían por debajo de la diadema real. Era la reina y la fuente del poder
de su hermano, pensó Jill observando el blanco y fatigado semblante. Y no era más que
un simple peón, como cualquiera de los miembros de la guardia.
—Gracias —dijo Alde quedamente.
Jill encogió los hombros.
—Espero que valga la pena.
— ¿Establecer una cabeza de puente para la humanidad en Gae? —Alde la miró
perpleja—. Una vez que el nido haya sido arrasado...
— ¿Lo será? ¿Mientras Govannin y las tropas de Alketch intentan deshacerse de los
magos, del archimago y de Ingold? ¿Mientras los demás líderes conspiran contra Alwir
para quitarle el poder? ¿Cuando los que llegaron primero desconfían de los penambrios
de Maia y la gente acusa a los mercaderes de robarles el trigo? Alde, lo que tienes aquí
es un saco de gatos, no una recua de mulas obedientes.
—Lo sé —dijo la reina en voz baja—. Y por eso te doy las gracias..., por no hacer las
cosas más difíciles.
Jill detuvo sus pasos y miró con curiosidad aquel dulce y sensible rostro a la luz de la
lámpara. Vio a una chica que, en su propio mundo, todavía estaría en el instituto. Y, sin
embargo, aquellos cansados ojos azules habían visto la ruina, el horror y la muerte, y
poseían sabiduría y una probada experiencia política. De repente, su resentimiento
contra el sobrino del emperador le pareció un sentimiento demasiado personal y
bastante trivial.
—Estoy a tus órdenes, cariño. —Jill lanzó un suspiro—. Sabes que te apoyaré hasta el
final.
—Gracias —repitió Alde.
Sus pisadas resonaron al unísono mientras se adentraban en los negros pasadizos que
conducían a la sala de guardia. Durante las largas semanas de invierno se hicieron más
fuertes los lazos de amistad, una amistad nacida de la soledad y el respeto mutuo. A
Alde le impresionaba la rapidez de Jill para aprender y su viva y fría inteligencia; Jill
envidiaba la paciencia y compasión de Alde, consciente de que eran cualidades de las
que ella carecía. Las dos mujeres reconocían su mutuo valor y Jill, debido a su
desastrosa vida familiar, comprendía la tristeza y confusión de Alde ante la forma en
que su hermano la apartaba de los asuntos políticos de la Fortaleza. Pero si Alde
comprendía el problema que había surgido en el corazón de Jill a lo largo de aquellas
semanas, no había hecho ninguna alusión al respecto.
— ¿Vas a continuar con tus investigaciones esta noche? —preguntó Alde después de un
rato.
Jill se encogió de hombros.
—Creo que no. He descifrado la mayor parte de la última crónica, y no hay demasiado
en ella. Es de una época tardía...
Parece ser que Drago III fue el último rey que gobernó en Renweth, y eso fue siglos
después de la Edad Oscura. Cuando desapareció, trasladaron la capital de nuevo a Gae,
donde por aquel entonces estaba la gran ciudad de los magos.
— ¿Que desapareció? —preguntó Alde con perplejidad.
—Bueno..., se marchó con alguien llamado Pnak a un lugar denominado Maijan Gian
Ko y nunca regresó. Se armó un buen alboroto. ¿Sabes dónde está Maijan Gian Ko?
—Era el antiguo nombre de Quo —dijo Minalde—. El lugar más afortunado o el lugar
de Gran Magia, el centro mágico de la tierra. Si Drago se marchó a Quo, no me extraña
que se armara un gran escándalo. Entonces..., ¿Drago también era mago?
Jill encogió los hombros.
—No lo sé, pero su hijo fue quien emprendió la campaña contra los magos de Gae y al
final consiguió expulsarlos de la ciudad. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno —respondió Alde—, con frecuencia he pensado en la forma en que
encontramos el observatorio; sólo tuve que cerrar los ojos y caminar. A veces, me quedo
tumbada de noche en la cama y hago lo mismo, recuerdo que recorría pasillos y veía
cosas a mi alrededor. La mayoría de las veces no pasa nada, pero en una o dos
ocasiones, me ha dado la impresión de que había más niveles en la Fortaleza. ¿Crees
que es posible que haya más niveles debajo de éste, excavados en la misma roca del
promontorio?
—Parece lógico —asintió Jill—. A pesar de que la fuente de energía de las bombas sea
mágica, tiene que estar en alguna parte, y aún no la hemos encontrado. Sin embargo, en
cuanto a encontrar la vía de acceso..., no tengo ni idea de cómo podríamos hacerlo.
Atravesaron el ancho y oscuro arco que daba al vestíbulo principal y vieron que ya se
habían cerrado las puertas de la Fortaleza. Los soldados de los turnos de día y de noche
estaban reunidos junto a ellas, y el suave fluir de su charla sobresalía sobre el ruido
general de la enorme Sala Central. Melantrys, ingeniosa, pequeña y arrogante, junto a
Janus y el comandante de las tropas de Alwir, daba órdenes a los que iban a pasar allí la
noche. A la sombra de los portones, los cuadrifolios blancos de los guardias brillaban
como una fantasmagórica pradera de asfódelos sobre el negro apagado de sus capas;
estrellas negras salpicaban los cielos escarlata de los uniformes de la Casa de Bes como
una visión psicodélica de la Vía Láctea; los hombres de la Iglesia iban vestidos de un
carmesí más intenso, sobrio y sin relieve.
Alde, pensativa, frunció el entrecejo.
—Creo que para empezar la exploración, lo mejor será que recojamos las tablillas en las
que estás haciendo el mapa de la Fortaleza y luego nos vayamos al observatorio. Desde
allí podemos ir...
—Adónde sea —concluyó Jill.
Se dirigieron a la puerta de los barracones y casi tropezaron con una mujer que vagaba
entre las sombras. La mujer se alejó a toda prisa cuando las vio acercarse; tenía los
cabellos rojizos y una raída capa marrón sobre las anchas espaldas. A Jill le resultó
vagamente familiar. Unos momentos después, cuando salieron de los barracones con los
mapas de Jill, volvieron a ver a la mujer ante el grupo congregado a las puertas de la
Fortaleza. Su mirada reflejaba angustia, se frotaba los enrojecidos nudillos y retorcía los
bordes de la capa entre los dedos; pero cuando Seya se le acercó para hablarle, volvió a
alejarse precipitadamente.
Comenzaron la búsqueda en el pasillo donde se encontraba la puerta del observatorio.
Exploraron sistemáticamente las vías que partían de allí comparando la composición y
antigüedad de las paredes, de los suelos y de las puertas; se detuvieron en numerosas
ocasiones para que Jill añadiera detalles a sus mapas en las tablillas de cera y para que
Alde tuviera tiempo de pensar. Sus recuerdos no siempre eran seguros, pero las largas
semanas de exploración y trazado de mapas habían dado sus frutos. En estos momentos,
posiblemente nadie sabía tanto sobre la Fortaleza como ellas.
Cuando podían, se ceñían a las partes donde la estructura original de la Fortaleza
permanecía intacta. Descendieron al primer nivel por una de las escalinatas originales y
siguieron los pasillos primitivos.
—Parece que estamos volviendo a la zona de la guardia —señaló Jill cuando, después
de girar, recorrieron un estrecho pasillo de acceso y salieron a una estancia larga que pa-
recía ser el centro de un pequeño laberinto—. Creo que estamos en la parte suroeste de
la Fortaleza.
—El observatorio estaba al sureste —añadió Alde—. Ahí es donde parece que está la
salida de la bomba principal.
—Quizá... —Jill cruzó una puerta emplazada oblicuamente y miró a su alrededor,
mientras Alde alzaba la lámpara cuanto podía para aprovechar la luz al máximo—. En
cualquier caso, estamos cerca. Esto es parte del diseño original, y creo que esa pared de
ahí es la parte interior del muro frontal de la Fortaleza. Puedes ver que no hay señal de
las junturas de los bloques y si hemos recorrido tres hileras en... —Jill se volvió y
señaló con su horquilla de plata—. Por ahí.
«Por ahí» resultó ser no una celda ni un armario, como Jill había imaginado, sino un
pequeño pasaje que desembocaba en una sala cuadrada tan repleta de trastos que casi
ocultaban por completo la trampilla de madera que había en el suelo. Con un grito de
alegría y sin pensar por un momento en los horrores que pudieran acechar abajo, en la
oscuridad, Jill tiró de la anilla metálica y se abrió a sus pies un pozo negro impregnado
de sombras, de olor rancio y de una suave bocanada de aire cálido.
—Esto parece otro mundo. ¿Qué clase de sitio es éste?
El vasto espacio oscuro recogió la suave voz de Minalde y se la devolvió como el
lastimero murmullo de un millón de voces milenarias.
La oscuridad cedía involuntariamente ante el débil resplandor de la lámpara. Las formas
se materializaron: mesas, bancos, metales resplandecientes, poliedros blancos y grises y
el transparente parpadeo del cristal tallado. Jill avanzó un paso y vio que la llama de la
lámpara se reflejaba en innumerables espejillos. El pan de oro aparecía en los pliegues
de un pergamino y flameaba en vasos de cristal medio llenos de polvos cenicientos. En
el centro del negro pavimento se alzaba una especie de altar cuya superficie estaba
rebajada como para contener algo y chapada en acero nielado.
Jill dio una vuelta completa sobre sus talones.
—A simple vista no parece un mundo tan diferente. Creo que está como cuando se
construyó, como cuando lo abandonaron los magos de la Edad Antigua. —Jill pasó una
mano por el suave borde del banco de trabajo de obsidiana—. Estamos en uno de los
viejos laboratorios.
— ¿Como el taller de Bektis? —preguntó Minalde, mientras avanzaba tímidamente
hacia el centro de la estancia.
—Más o menos.
Jill acercó la lámpara al banco de trabajo y tocó con dedos vacilantes el helado cristal de
los poliedros desordenados.
— ¿Qué es todo esto? —Alde levantó un objeto parecido a unas pesas de oro con dos
burbujas de cristal—. ¿Para qué sirve?
—No tengo ni idea.
Jill dio la vuelta a una escultura de madera mientras la luz de la lámpara acariciaba sus
sinuosas curvas. Hizo rodar una especie de huevo de cristal bastante grande y vio que en
su interior había cristales blancos que recordaban la sal.
—En el fondo tiene gracia encontrar los laboratorios de los antiguos magos
precisamente cuando todos los actuales han desaparecido al otro lado del continente.
Alde se echó a reír. En la penumbra, sus ojos estaban muy abiertos e interrogantes,
como si recordase lo que había visto en otra vida, con otra personalidad.
—Y hace calor aquí —continuó Jill, pensativa—. Creo que, desde que atravesé el
Vacío, ésta es la primera vez que no siento frío.
Jill empujó las puertas de acero que había al fondo de la sala y éstas se abrieron sin el
menor quejido de sus bisagras, ajustadas y perfectas como las de los portones de la
Fortaleza. Se vieron delante de una estancia en la que se oía el débil eco de maquinaria
en funcionamiento; la luz de la lámpara que llevaba Jill iluminó una fila tras otra de
tanques empotrados en el suelo. Sus paredes estaban marcadas por restos de agua y
cubiertas por una rejilla de acero. Jill se puso a recorrer los estrechos pasillos que
separaban las filas de tanques.
— ¿Podría tratarse de... hidrocultivos?
— ¿Qué? —Alde se arrodilló y recorrió con un dedo curioso el rastro de agua.
—Cultivos en agua. Alde, ¿con qué demonios iluminaban este lugar? Es decir, ¿cómo
obtenían la luz suficiente para que las plantas creciesen? —Jill abrió otra puerta y
aparecieron más hileras de tanques vacíos entre las sombras. Se dio media vuelta y miró
fijamente a Alde—. Si tuviésemos una fuente de iluminación se podría alimentar a toda
la población de la Fortaleza con lo que hay aquí.
— ¿Vamos a decírselo a Alwir?— preguntó Jill mucho más tarde, mientras subían la
estrecha y recta escalinata que conducía al almacén oculto.
Alde llevaba ahora la lámpara e iba delante y Jill caminaba con las manos llenas de
piezas de herramientas desconocidas, media docena de piedras preciosas de varios
tamaños que había encontrado en una caja de plomo y dos o tres nuevos poliedros,
grisáceos y no lechosos, pero igualmente enigmáticos. Al llegar al almacén volvieron a
sentir el frío que reinaba en la Fortaleza.
—Mmm..., no —dijo Alde—. Todavía no...
Dejaron sus hallazgos sobre una mesa del polvoriento almacén y colocaron la lámpara
en el centro. A través de la puerta vieron, al otro lado del pasillo, el resplandor de otra
lámpara, oyeron el llanto de un bebé y la voz grave y profunda de un hombre entonando
una nana. El aroma de algo que estaban guisando llegó hasta ellas junto con el olor a
ropa sucia. Todos los sonidos y olores de la Fortaleza estaban ahí, como un resumen de
lo que era la vida a salvo de los Seres Oscuros.
—Jill —dijo Alde—, creo que..., que no confío en Alwir.
Pareció costarle un esfuerzo sobrehumano aquella confesión de deslealtad hacia su
hermano.
—El..., él lo utiliza todo para sus intereses. Esto... —Alde puso la mano sobre un cristal
que tenía delante, unas esferas unidas y un montón de tubos entrelazados sin aparente
sentido—. Esto es parte de algo que podría ser muy importante cuando vengan los
magos, pero sé que Alwir podría destruirlo o esconderlo si creyera que así iba a
conseguir alguna concesión de Stiarth. El es así, Jill. Para él todo son cartas que puede
jugar.
La aflicción hizo que le temblara la voz. Incómoda, Jill habló con más dureza de la que
quería.
—Por todos los diablos, no eres la única en la Fortaleza que piensa que Alwir no es una
bendición para el reino.
—No —concedió Alde, y sus labios se curvaron en una involuntaria sonrisa que,
instantáneamente, desapareció—, pero yo sí debería pensarlo. Siempre ha sido bueno
conmigo.
—No le ha quedado otro remedio —comentó Jill—. Tú eres la fuente de su poder. Por sí
solo no tiene ningún poder legítimo.
Alde sacudió la cabeza.
—Únicamente el poder real —asintió ella—. A veces pienso que su amistad con... Eldor
formaba parte de una estrategia. Pero Eldor era lo bastante fuerte como para mantenerle
a raya, para hacer que Alwir trabajase para él, como un hombre que monta un caballo
salvaje.
Alde suspiró y se frotó los ojos con una de sus largas y blancas manos.
—Es posible que Eldor lo supiese —continuó con voz desmayada—. Quizá por eso se
mantuvo siempre distanciado de mí. No lo sé, Jill. Cuando vuelvo la vista atrás y pienso
en todo lo que ocurrió, empiezo a dudar de todo. A veces pienso que la única persona
que me ha querido por lo que soy, y no por lo que pudiera sacar de mí, es Rudy.
Jill posó una mano en el frágil hombro de Alde.
—Eso es lo que ocurre cuando uno prueba el poder —dijo con voz suave—. Los
humanos somos así. ¡Que Dios nos ayude!
Alde se echó a reír suavemente, pero los lágrimas aún humedecían sus ojos.
—En ese caso, ¿por qué voy a tener yo todos los sinsabores del poder y ninguna de sus
ventajas?
Cogió la lámpara con expresión irónicamente filosófica.
—Mira —añadió Alde guiando el camino hasta el pasillo—, no creo que Alwir deba
enterarse de nada de esto por ahora.
Salieron al vestíbulo principal y se encontraron con una gran confusión de luces y de
voces. Delante, a la sombra de los portones, se había concentrado un grupito de gente.
Desde donde se encontraban pudieron oír el llanto de una mujer. Cruzaron una rápida
mirada y ascendieron precipitadamente los peldaños.
A esas horas de la noche no había muchos civiles en el vestíbulo. Jill supuso que sólo
faltaban unas pocas horas para el turno de medianoche. Ella no tenía guardia hasta las
ocho de la mañana siguiente, pero tenía entrenamiento a las seis; pensó de mala gana
que debía dormir un poco.
Quien lloraba era la misma mujer pelirroja que vieron anteriormente. Estaba
arrinconada contra la pared y un grupo de guardias la rodeaban. La antorcha que
iluminaba la escena parecía incendiar la maraña de rojos cabellos de la mujer.
—Maldita sea, ¿es que vamos a tener que montar vigilancia para asegurarnos de que la
gente no salga por las noches? —Decía Janus—. Yo creía que con los Seres Oscuros
bastaría.
—Es por la comida —dijo Gnift simplemente, y sus brillantes ojos de elfo se clavaron
en los portones—. La gente tiene hambre y cuando vengan las tropas de Alketch...
— ¡No esperará el emperador que alimentemos a su ejército! —protestó uno de los
capitanes de Alwir.
—Espera y lo verás —dijo Melantrys con sorna.
— ¿Qué ocurre? —Preguntó Alde—. ¿Qué pasa aquí?
La mujer alzó el rostro empañado en lágrimas bajo la amarillenta luz de la lámpara.
— ¡Oh, mi señora! —susurró—. ¡Oh, que Dios se apiade de mí! Nunca pensé que
hiciera esto. Me lo dijo, pero no le creí.
—Su marido —explicó Janus—, un hombre llamado Snelgrin, se escondió fuera de la
Fortaleza para robar comida cuando cerráramos los portones y esconderla en el bosque.
—Creí que no lo haría —gimió la mujer—. Nunca pensé...
—Es evidente que él tampoco lo pensó —rezongó Melantrys en voz baja.
Jill recordó a la pareja... Lolli se llamaba la mujer. Eran el primer caso de matrimonio
entre uno de los primeros pobladores de la Fortaleza y una penambria recién llegada.
Maia celebró la ceremonia hacía unas tres semanas.
Lolli estaba hablando otra vez en voz baja y sofocada, como un animal herido. Alde
acudió a consolarla y le pasó un brazo por los hombros, pero la mujer apenas pareció
notar el gesto.
—Él no quería hacer mal a nadie —sollozaba ella—. Traté de impedírselo, pero me
contestó que había luna llena, que el cielo estaba despejado y que no pasaría nada malo.
Le rogué, le supliqué que abandonara la idea...
Jill giró sobre sus talones y se alejó. Ni ella ni nadie podían hacer nada y,
personalmente, estaba de acuerdo con Melantrys. La estupidez de aquel hombre era
asunto suyo y, evidentemente, no había pensado en el sufrimiento de su esposa. «Por
otra parte —pensó cuando yacía despierta en su catre poco después—, la gente es capaz
de hacer cualquier cosa por hambre o por amor.» No conseguía apartar como habría
hecho de su mente, en el pasado, la idea de que la gente cometiera toda clase de
estupideces movida por esos sentimientos. El amor, el sufrimiento y el miedo estaban
demasiado vivos en su propio corazón.
Al cabo de un rato oyó a Janus y a Gnift entrar y volver a ocupar sus respectivos catres
en silencio. En alguna parte de la Fortaleza creyó oír los sollozos de Lolli, aunque debió
de ser su imaginación u otro ruido cualquiera. Se preguntó cómo encontrarían a Snelgrin
cuando abrieran las puertas por la mañana.
Pensó en el Halcón de Hielo, frío, altivo y joven, atravesando a galope tendido los valles
fluviales. Después se acordó de Ingold y de Rudy, que como el desventurado rey Drago
III había emprendido un viaje incierto al país de la magia.
Maijan Gian Ko.
Mientras el sueño obnubilaba su mente, comenzó a buscar mecánicamente conexiones
etimológicas.
Gian Ko.
Gaenguo.
Abrió los ojos en la oscuridad. ¿Qué había dicho Bektis?: « ¿... en Penambra y en el
mismo Gae, en el mismo lugar donde ahora se alza el palacio?».
Sintió que la sangre se le helaba en las venas.
«Pero no tiene sentido», pensó. El terrible silencio del valle Oscuro que había visitado
con Ingold volvió a su memoria, y con él la pesadez del aire y la sensación de que
alguien la vigilaba. Recordó la horrible geometría del lugar, visible sólo cuando el sol
brillaba en un ángulo determinado y si se miraba desde lo alto de los acantilados, la
sensación de una sofocante confusión y el efecto negativo que obraba sobre los poderes
de Ingold.
«Pero ¿sería siempre el efecto negativo con relación a la magia? ¿Podría haber sido
positivo en otro tiempo? ¿Era por eso por lo que los magos construían sus ciudadelas y
la gente sus ciudades cerca de los... lugares afortunados? Y en ese caso, ¿sería por eso
por lo que aquellos lugares eran afortunados, positivos?»
Jill no consiguió pegar ojo aquella noche.
Nunca había tenido muy buena opinión del género humano, y esta vez bajó varios
enteros cuando abrieron los portones al amanecer de la mañana siguiente.
Evidentemente, se habían extendido por toda la Fortaleza los rumores de lo ocurrido la
noche anterior, porque cientos de personas estaban congregadas en el vestíbulo principal
antes de las siete de la mañana con el único propósito de ver lo que quedaba del des-
dichado Snelgrin. Jill tenía guardia de día. Atontada por la falta de sueño y magullada y
cansada después del entrenamiento matutino, le entraron ganas de volver a la cama y
mandarlo todo hacer gárgaras.
Tal y como había imaginado, Alde estaba allí, sosteniendo a la alta y corpulenta Lolli.
Era evidente que ninguna de las dos había dormido. El rostro de Lolli estaba enrojecido
e hinchado por el llanto; el de Alde, pálido, serio y tranquilo. Sólo su actitud evitaba que
la gente se empujase y mirase con descaro. Para sorpresa de Jill, Alwir también había
acudido, al igual que Govannin, que se mantenía atrás pero hacía sentir su presencia.
« ¡Vaya una audiencia! —Pensó Jill amargamente mientras Janus y Caldern hacían
funcionar las pesadas ruedas que abrían los portones interiores antes de recorrer el
oscuro túnel para abrir los exteriores—. Espero que no les compense la espera.»
Pero al final, las morbosas esperanzas del público se vieron truncadas. Los Seres
Oscuros debían de haberse dedicado a otros menesteres aquella noche, pues encontraron
a Snelgrin con vida, aunque a otros menesteres aquella noche, pues encontraron a
Snelgrin con vida, aunque medio inconsciente, a las puertas de la Fortaleza. Estaba
tendido en la nieve y medio congelado. A menudo los Seres Oscuros devoraban la
mente de sus víctimas y dejaban sus cuerpos con vida. Snelgrin consiguió ponerse en
pie con movimientos convulsos y vacilantes, y subió las escaleras sin ayuda de nadie.
Su esposa gritaba y sollozaba de júbilo. En cierta forma, la escena era enternecedora,
pensaba Jill temblando bajo el helado frío del amanecer. Sin embargo, para muchos de
los espectadores debió de ser una desilusión.
Después de soportar tantas horas los olores a grasa, humo y sudor, la helada claridad de
la mañana era un alivio. Nubes de color malva reposaban sobre las laderas de las
montañas. Más allá, el cielo era de un pálido azul verdoso. El efecto de la luz sobre el
marrón y escarchado terreno era fría y fantasmal. Jill estaba en la escalinata, envuelta en
su capa, y se acordó de los tres hombres tras cuya partida había cerrado las puertas de la
Fortaleza: el Halcón de Hielo, a quien habían robado la frágil protección de la Runa del
Velo; Ingold, que había emprendido el viaje hacia el mayor nido de la Oscuridad en el
occidente del mundo, con la esperanza de encontrar al archimago, y Rudy...
— ¿Jill?
Alde se hallaba a su lado. Jill lanzó un suspiro de alivio.
—Eres justamente la persona a quien quería ver.
Mientras caminaban juntas en dirección al puesto de observación de Jill, entre los
almacenes de alimentos, la historiadora hizo un rápido resumen de las conclusiones a las
que había llegado en relación a los «lugares afortunados».
—De modo que ellos van directamente hacia allí —concluyó Jill mientras su aliento se
convertía en un velo blanco contra la oscuridad de los árboles que tenían delante—.
Bektis estará despierto ya, supongo. ¿Podrías preguntarle si puede ponerse en contacto
con ellos? Ingold dijo que intentaba ponerse en contacto con Lohiro en Quo, así que
debe de haber un modo de conseguirlo; me refiero a hablarles a través de uno de esos
cristales. Dile que establezca contacto y que les diga que no sigan hasta que yo hable
con ellos.
Jill levantó los ojos hacia la pálida claridad del cielo. Según sus cálculos estaban a
mediados de noviembre, pero los días ya se acortaban en su transcurrir hacia las Fiestas
de Invierno.
—Terminaré la guardia a la puesta de sol —añadió Jill.
—De acuerdo.
Alde se arrebujó en su capa y tomó el camino de regreso a la Fortaleza una vez más. Su
gruesa capa de piel negra resplandecía a la luz del día, pero en menos de una hora
volvió dando tropezones en el resbaladizo camino helado y levantándose las faldas del
vestido campesino para no mancharlas de barro.
Jill, acurrucada como un pájaro en un rincón del almacén, desistió de intentar calentarse
las manos y se dirigió hacia la joven.
— ¿Qué ha dicho?
—Lo siento, Jill —respondió Alde.
Un grupo de chiquillos de la Fortaleza pasaron corriendo a su lado mientras se tiraban
bolas de nieve y gritaban; iban al bosque a recoger leña. Una bocanada de humo
procedente de los recipientes para lavar o de los ahumaderos llegó hasta ellas junto con
el seco son del impacto de una flecha lanzada por alguien que practicaba.
— ¿Qué?
—Dice que ya han cruzado las murallas de aire. No ha podido encontrarlos en las
montañas con su cristal.
Jill masculló una maldición.
— ¿Cuánto tiempo llevan allí? ¿O no lo sabe ese hechicero de pacotilla?
—No... A Bektis no le preocupan mucho esas cosas, pero apenas hace cuatro semanas
que se marcharon. Deben acabar de llegar a la cordillera Marítima.
— ¡Maldito...! ¡Qué idiota he sido...! —dijo Jill—, ¡qué ciega y estúpida! Debería
haberme dado cuenta de la relación entre las palabras mucho antes.
Jill cogió un puñado de nieve y la arrojó con todas sus fuerzas contra la pared de adobe
del almacén.
—En ese caso, si ya han cruzado las murallas de aire —continuó con voz más
tranquila—, para cuando salgan ya sabrán todo lo que nosotras podíamos contarles.
CAPITULO DOCE
¿Lo ves? — ¿Qué? Ingold no respondió. Hundió las manos enguantadas en las anchas
mangas de su túnica y observó a Rudy con expresión calculada recordando su propia
juventud, cuando ensayaba nuevos encantamientos, como por ejemplo hacer que las
aguas de un canal subieran o bajaran.
Una ligera brisa agitó las ramas de los álamos sobre sus cabezas, y la lluvia acumulada
en las hojas amarillas los salpicó ligeramente.
—Quieres decir, el camino, ¿no? —preguntó Rudy mientras volvía la vista atrás. El
recodo que había visto, o que creía haber visto, había desaparecido. Sólo se veía la
carretera principal, con sus adoquines hexagonales desgastados que se alejaban
serpenteando por el húmedo y sepulcral silencio del bosque.
Rudy miró inquisitivamente a Ingold, pero comprobó que el anciano no tenía la menor
intención de ayudarle. Volvió a mirar los terraplenes enmarañados que se elevaban a los
lados de la carretera, preguntándose cómo estaba tan seguro de haber visto allí un
camino; pero no se veía nada. Sólo una loma de arcilla negruzca y húmeda, cubierta de
hiedras y oscuros helechos, coronada por una fina pantalla de fantasmagóricos y
sombríos abedules.
En algún punto lejano un caudaloso río bramaba por entre los árboles. El rumor del agua
y la fragancia de la vegetación llenaban el aire. Con precaución, Rudy se arrastró por el
manto de hojas amarillas hacia el borde del camino. Un canal rebosante de agua de las
fuertes lluvias, impropias de la estación, separaba la carretera de la abrupta ladera.
Impulsado por no sabía qué fuerza (quizá sólo era la curiosidad de mago), Rudy
comenzó a vadear el caudal de agua. Su pie tocó algo que parecía piedra y se preguntó
cómo no había visto el puentecillo cubierto de musgo que cruzaba el canal ante sus
mismos pies. Apenas tenía un par de metros de longitud y menos de uno de anchura, y
salvaba el canal como si fuera un enano jorobado. Las primeras piedras del puente
estaban casi cubiertas por la maleza, pero observando detenidamente el granito gastado,
Rudy distinguió la runa que Yad había grabado en ellas. Era la Runa del Velo.
Más allá del puente, estaba el camino.
Rudy estaba seguro de que no lo había visto jamás, pero al mirarlo supo que lo conocía.
La sensación de déjà-vu abarcaba todos los detalles: la forma en que las enredaderas cu-
brían los bordes del acantilado, como las cortinas de una casa poco cuidada, la alfombra
de hojas amarillas que cubría el sendero y las grandes setas de sombrerillo negro que
crecían por todas partes. Con un pie sobre el puente de piedra, Rudy miró hacia atrás,
hacia donde estaba Ingold con el burro. El mago sonreía sin poder disimularlo.
— ¿Lo ves? —dijo Rudy entusiasmado.
La sonrisa de Ingold se ensanchó aún más.
—Por supuesto. —Se dirigió hacia él con Che pegado a los talones.
Había llovido todo el día, y a pesar del relativo abrigo de los árboles, las gotas de lluvia,
como temblorosas hojitas de plata, empapaban las ropas de los viajeros. Las estribacio-
nes orientales de la cordillera Marítima estaban cubiertas de un espeso bosque, y el
estruendo de la lluvia al caer sobre las hojas hacía pensar en el rugido del mar en medio
de una tormenta. Había llovido durante los dos últimos días y los riachuelos habían
crecido hasta convertirse en ríos y las llanuras en pantanos grisáceos que hacían el
camino aún más difícil. Sobre los árboles, el cielo estaba todavía gris, frío y amena-
zador, pero aún así, resultaba más acogedor que las heladas extensiones de la llanura o
que la amargura del desierto azotado por el viento. Rudy se estremeció bajo el capote de
piel de búfalo y se preguntó si volvería a sentirse seco o caliente alguna vez en lo que le
quedase de vida.
Incluso a finales de año, la cordillera Marítima seguía siendo hermosa, imponente y
exuberante, en contraste con la grandeza estéril del desierto. Mientras avanzaba sobre la
mullida alfombra de hojas empapadas del camino, Rudy sintió que aquella belleza le
reconfortaba el alma. Disfrutó de la calma del bosque, de la riqueza de color y vida que
le rodeaba, del contraste del negro de la corteza húmeda de los pinos y el rojo oscuro de
los robles, y también de los extraordinarios juegos de luces y sombras. Por todas partes
los rodeaba la vida y el movimiento: la rápida carrera de una ardilla roja de ancha cola
al desaparecer detrás de un árbol o la risa aguda y áspera de un arrendajo. El sendero
coronaba el terraplén y se alejaba por entre los árboles; luego subía la cresta de una
loma cubierta de tamarindos amarillos para finalmente descender a través de un
pequeño pasaje que Rudy hubiera jurado que no existía hasta que prácticamente estuvo
delante.
El suelo, cubierto de hojas húmedas, estaba resbaladizo. La pierna apenas le dolía, pero
seguía usando como bastón la lanza que le habían dado los Jinetes Blancos, y aún
llevaba encima el capote de búfalo que le regalaron. Una nueva racha de viento hizo
caer sobre ellos una nueva cortina de finas gotas de agua de los árboles y les llevó la
fragancia húmeda y fría de las alturas. Las cumbres se escondían tras grandes masas de
nubes, pero el penetrante perfume era como una música lejana que cautivaba el alma.
Contra todo pronóstico, habían llegado a la cordillera Marítima. Ya sólo les quedaba
encontrar la entrada de Quo.
— ¡RUDY!
El grito desesperado de Ingold lo devolvió bruscamente a la realidad, y una fracción de
segundo más tarde algo chocó contra su cabeza, algo que para él no era más que un
furioso revoltijo de plumas negras con pico, que al arremeter contra su rostro le rozó un
ojo. De un manotazo Rudy apartó las garras de su cara, pero enseguida oyó el silbido de
la flecha de Ingold que cortaba el aire y se hundía muy cerca de su cabeza. El enorme
cuervo esquivó la flecha con un ronco graznido burlón, aleteó con fuerza hacia atrás y,
con el pico ensangrentado, se alejó hacia los árboles de los que había echado a volar.
Rudy permaneció tembloroso y jadeante mientras recordaba estúpidamente una película
de Hitchcock que recordaba haber visto en su otra vida. Se llevó los dedos a la herida
del pómulo y los retiró cubiertos de sangre. A su lado, Ingold escudriñaba los árboles
con furia contenida; de sus ramas desnudas se elevó un torbellino de cuervos negros y el
eco de su risa fue apagándose mientras el batir de sus alas hacía caer una lluvia de
plumas negras y hojas muertas.
— ¿Estás bien? —Ingold se volvió hacia Rudy, extrajo un pañuelo de entre sus ropas, y
le limpió suavemente la herida.
—Sí —susurró Rudy—. Supongo que sí. ¿Por qué demonios me habrá atacado ese
pájaro?
El mago sacudió la cabeza.
—Eso suele ocurrir por aquí en cuanto bajas la guardia. Eso, o algo peor.
Rudy cogió el pañuelo con manos temblorosas. Le escocía la herida por el frío. En
cierto modo, se sentía peor que cuando el dooico le mordió la pierna. Por lo menos
aquello se lo había esperado.
Nunca se estaba bastante preparado para atravesar las murallas de aire que rodeaban la
ciudad de Quo.
Con frecuencia tenían la sensación de que los estaban siguiendo. Rudy se dio cuenta de
que miraba constantemente a su espalda, incómodo por el espeso silencio del bosque. A
veces, en algunos lugares, estaba convencido de que había cosas que no conseguía ver.
Entonces se detenía y buscaba ese estado mental de calma que hace posible ver todo con
la claridad del cristal, como aquella vez en el desierto, cuando tuvo la oportunidad de
vislumbrar su propia alma. Y veía la forma de las hojas amarillas contra el sepia del
suelo, y la tierra bajo el manto de los helechos, pero muchas veces no lograba de-
sentrañar el misterio de aquellos puntos del bosque, aunque en una ocasión descubrió un
camino que se alejaba de la carretera principal y rodeaba una alameda sinuosa que
parecía mucho más alta y ancha de lo que en realidad era. Ingold le había seguido sin
decir palabra. Otras veces, aquel punto extraño le producía un miedo irracional, una
insuperable aversión a seguir adelante o a pasar junto a cierto árbol. En una ocasión,
pasado uno de aquellos lugares, Rudy miró hacia atrás y distinguió el tenebroso
contorno de la Runa de la Cadena en la oscura corteza de un árbol.
Al cabo de un rato Ingold lo detuvo y le enseñó un recodo del camino que atravesaba
una cañada oscura y que él, por alguna razón, había sido incapaz de detectar. Una vez
en el camino, se veía perfectamente, y entonces tuvo la desconcertante sensación de que
lo había visto desde el principio.
—Me parece que debe de ser de lo más fácil perderse en este bosque —murmuró Rudy.
Ingold hizo ademán de cubrirse los ojos ante una luz cegadora.
—Deslumbrante —susurró—. La inteligencia de este chico es simplemente
deslumbrante.
— ¿De qué tienen miedo? —preguntó Rudy sin hacer caso al anciano.
— ¿Miedo? —Ingold arqueó las cejas.
—No sé, se supone que ellos usan su magia para protegerse porque lo necesitan, cosa
que dudo. ¿Quién podría atreverse a desafiar a los magos?
—Nunca subestimes las motivaciones humanas —le aconsejó Ingold—. Sobre todo si
están inspiradas por la Iglesia. Recuerda cómo llaman al archimago: la mano izquierda
de Satán. No hace tanto que el príncipe obispo de Dele declaró la guerra al Consejo y
envió una expedición militar a Quo con las órdenes expresas de incendiar la ciudad y
quemar a tantos magos como pudieran encontrar.
— ¿Y les vencieron los magos? —preguntó Rudy con admiración.
—No fue necesario. La expedición no pudo ni acercarse a Quo. La lluvia y la niebla
hicieron al grupo perderse en las estribaciones de las montañas. Finalmente volvieron a
aparecer en la carretera principal, pero a pocos metros del lugar por donde se habían
internado en las colinas. Los magos luchamos cuando es necesario, pero tenemos otras
muchas formas de solucionar los conflictos. Espera un momento.
Rudy se detuvo, perplejo. Ingold lo tomó por el brazo y lo condujo por el estrecho
sendero hacia el borde de un acantilado que se distinguía a través de los desnudos y
suaves troncos de los árboles grises. Ingold se detuvo unos instantes y luego avanzó con
una precaución que a Rudy le pareció ridícula, hasta que repentinamente se dio cuenta
de que el borde del desfiladero estaba mucho más cerca de lo que él se había imaginado.
Se asomó a un precipicio de paredes negras y amenazadoras del que la bruma apenas
dejaba entrever su fondo erizado de rocas y árboles enanos. Mareado, retrocedió de
golpe. Le parecía haber visto algo más entre las rocas, allí abajo, algo como las ramas
rotas de los árboles, pero más blanquecino.
Miró con rapidez a su alrededor. El sendero mismo había cambiado. La niebla
descendía lentamente sobre ellos desde los picos más altos, y los árboles que los
rodeaban parecieron retroceder, como espíritus burlones de la niebla.
—Ya estamos muy arriba —dijo Ingold con voz tranquila y áspera, extrañamente
incorpórea en aquel mundo frío y bidimensional—. A partir de ahora el camino será
más difícil. Los encantamientos que hemos encontrado hasta ahora ya se habrán
encargado de apartar a los indeseables o a los curiosos. Hasta aquí sólo llega quien
quiere ser mago y puede detectar las trampas antes de que se cierren, o quien tiene
poder y realmente busca hacer el mal a los magos.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —susurró Rudy, temeroso.
— ¿Hacer? —La niebla se había cerrado sobre ellos, e Ingold era apenas una forma
plana en la bruma con el rostro oculto por una capucha de sombras—. Disipar la niebla,
por supuesto.
Vacilante, Rudy balbuceó las palabras que Ingold le había enseñado para convocar o
alejar la niebla. Como un fantasma frío y pegajoso, la espesa bruma le acarició el rostro.
Podía sentir el encantamiento que hacía concentrarse la niebla a su alrededor. Intentó
vencerlo con todas sus fuerzas, pero era mucho más fuerte que su propio poder, más
viejo e infinitamente más complejo. Se sintió solo, envuelto en una sofocante y húmeda
mortaja.
El sudor y la humedad le empapaban la cara. Sintió el impulso de salir corriendo
despavorido en cualquier dirección con tal de estar lejos de la maligna fuerza que
mantenía la red de niebla cerrada a su alrededor.
—No puedo hacerlo —gimió desesperado.
Ingold chasqueó la lengua, dando a entender con ello que no estaba de acuerdo con su
conclusión.
—« ¡No puedo!» Si no puedes, nos tendremos que quedar aquí, o seguir el camino a
ciegas. Pronto anochecerá.
—Maldita sea—se lamentó Rudy—, ¿no puedes enseñarme un hechizo más poderoso?
— ¿Por qué? El que sabes es perfectamente adecuado.
— ¡No, no lo es! Tú sí que podrías quitarte esto de encima como si fuera una telaraña...
—Con el mismo encantamiento, Rudy. —Ingold no era más que un contorno borroso en
la niebla, pero su voz era reconfortante, como un fuego en medio de la nieve—. La
fuerza de tus encantamientos es la fuerza de tu alma. ¿No te has dado cuenta? —Ingold
se le acercó. Su capa de tosca fibra parecía bordada con perlas de rocío—. Según creces,
tus hechizos crecen contigo.
—Pero ¿no te das cuenta? —Dijo Rudy con desesperación—. Es..., es como si un niño
tuviera que luchar contra un hombre. Nunca podría...
—Si sigues diciendo nunca —replicó Ingold suavemente—, terminarás por creértelo. Si
está entre la espada y la pared, el niño tendrá que luchar contra el hombre, ¿no? Y puede
vencer.
Rudy guardó silencio. En lo alto, el cielo se oscurecía perceptiblemente, y los primeros
vientos helados de la noche caían desde las alturas invisibles...
Vientos. Los vientos interminables de las llanuras.
Con meticuloso cuidado, Rudy pronunció el hechizo que conocía para convocar a los
vientos.
Eran fríos como el hielo, pero olían a piedra y glaciares de las cumbres. Soplaban con
fuerza y regularmente, como guerreros lanzados al galope, haciendo huir a la niebla que
los envolvía cual fantasmas asustados. Las nubes se dispersaron lentamente hasta dejar
libre el sendero. Con fuerza renovada, los vientos azotaron el rostro y los ojos de Rudy
con sus propios cabellos, y los árboles, como si estuvieran enfadados, dejaron caer una
nueva cortina de finas gotas de agua sobre los peregrinos. Rudy emprendió de nuevo la
marcha seguido de Ingold, que conducía al burro.
Aquella noche acamparon al raso, al abrigo de los picos más altos. Ingold rodeó el lugar
con un conjuro de protección, visible para los magos como un débil anillo de fuego
azulado, pero nada turbó su merecido sueño en toda la noche. Por la mañana el cielo
estaba despejado. Ingold señaló a Rudy el pasaje que habían estado buscando, un
estrecho corte en el muro aparentemente infranqueable de la montaña. A lo largo del
día, el paso pareció desplazarse imperceptiblemente hacia el norte, y a veces la
dirección escogida por Ingold parecía no llevar a ninguna parte.
Estaban atravesando una zona elevada, sin árboles, donde las rocas se alzaban sobre
ellos como orgullosas diosas de piedra. Algún retorcido roble o matas de perfumado
brezo crecían en las áridas pendientes de la montaña y los torrentes de agua descendían
por ella como si fueran los hilos de un delicado encaje o rugían al abrirse paso entre las
rocas en medio de una sinfonía de colores: ocre y dorado sobre el fondo del terciopelo
verde del musgo. El camino era cada vez más peligroso. Subía y bajaba por el flanco
escarpado de la montaña entre grandes cantos rodados, prestos a perder el equilibrio. En
algunos lugares, el sendero estaba obstruido por grandes rocas o por grandes cantidades
de piedras, posiblemente consecuencia de derrumbes anteriores. Rudy pensó hasta
dónde habría llegado él solo si Ingold no hubiera estado a su lado.
Ahora Ingold abría la marcha, y distinguía los espejismos y los engaños del camino con
una habilidad sobrenatural. Rudy estaba sorprendido de su propio cansancio, después de
los esfuerzos del día anterior. A pesar de que intentaba concentrarse con todas sus
fuerzas, no podía ver ni la mitad de los encantamientos que vio Ingold. Por ejemplo, a él
nunca se le hubiera ocurrido cruzar los hirvientes rápidos de un furioso torrente, como
hizo Ingold, a través de un vado que parecía el lugar más profundo y peligroso. Ni
hubiera encontrado la senda que conducía a un extraño acantilado.
Porque allí había un puente.
— ¿Qué problema hay con el puente? —preguntó Rudy.
El gran arco de piedra, verde de musgo y agua, se arqueaba orgulloso sobre el
desfiladero; desde los arbustos espinosos y las rocas que tapaban el río se distinguía
débilmente su sombra curva y azulada.
—Que no está ahí —respondió simplemente Ingold.
Rudy miró otra vez, luego caminó hacia el borde y golpeó la roca con su lanza. La
madera resonó sólidamente en la roca.
—Hay partes de este camino que no me son familiares —continuó el mago—, y además
creo que ha cambiado recientemente. Ahora es más peligroso, pero he cruzado este
desfiladero docenas de veces y no había ningún puente.
— ¿No pueden haberlo construido desde la última vez que estuviste aquí?
— ¿Al principio del verano? No lo creo, el musgo está demasiado crecido. Mira cómo
están de desgastadas las piedras a lo largo del pretil. Parece como si el puente hubiera
estado ahí desde el principio de los tiempos. Y como yo sé que no ha sido así... —se
encogió de hombros—, es que nunca ha estado ahí.
—Creo recordar —dijo Rudy con voz meliflua— algo que me dijiste una vez sobre
negarte a creer a tus sentidos simplemente por estar convencido de que no puede ser
verdad...
Ingold rió levemente al recordar la primera conversación que tuvieron en la vieja cabaña
de las colinas de California.
—Un tanto a tu favor —dijo humildemente—, pero en este caso el problema es al
contrario. Si después de cruzar el desfiladero por otros medios el puente resulta ser real
y no una ilusión, admitiré que me llames todo lo que quieras y reconoceré mi necedad.
Pero cuando, magullados y exhaustos, coronaron el terrible ascenso después de tener
que empujar al aterrado Che por la senda casi inexistente, Rudy miró atrás y vio que el
puente de piedra no era más que una delgada cuerda, frágil como el hilo de una telaraña,
alrededor de la cual los magos habían forjado la ilusión. Desde allí pudo ver también
claramente el montón de huesos desperdigados en el fondo del precipicio.
Kara había hecho aquel mismo camino, pensó Rudy. Y también Bektis, e Ingold en su
juventud. ¿Habría sido tan terrible entonces? El precio por alcanzar la sabiduría era muy
alto.
—Oye, Ingold. Si Quo está a orillas del océano Occidental y las murallas de aire la
protegen por el interior, ¿no ha intentado nadie asaltarla desde el mar?
—Sí, claro —dijo el mago—. Lo han intentado.
Rudy se lo imaginó, y recordó el horror que le producían el mar y las aguas oscuras, y
pensó en las muchas cosas que podían ocurrir en aquellas profundidades tenebrosas. Y
no eran pensamientos muy agradables.
Por otro lado no podía dejar de pensar en la otra cara del Poder, la que aislaba a los
magos, la que los convertía en proscritos, en exiliados en su propio mundo, la que los
mantenía unidos. Recordó la expresión de Alde la primera vez que él convocó al fuego.
«Tú mismo quisiste buscar la magia —se dijo a sí mismo—, pues aquí la tienes. Un
puente inexistente, y abajo un montón de huesos.»
Caminaron durante horas por estrechas gargantas o siguiendo los salientes de las rocas
de los altos picos, traicioneros y resbaladizos a causa del hielo. Dos veces intentaron
acortar por el desnudo y tostado flanco de la montaña, pero el terreno era demasiado
abrupto. Al final, el camino desaparecía totalmente entre el caos de piedra. Mientras
recuperaban el aliento sentados en una ladera desmoronada, Rudy miró hacia arriba
intentando distinguir el paso, y vio con desesperación que habían calculado mal y que
ahora estaba a varios kilómetros más al sur, coronado por glaciares que brillaban
pálidamente en el cielo frío.
Ingold se apoyó en su báculo, inmóvil como una estatua. Sólo la tirantez de la boca y el
brillo iracundo de sus ojos traicionaban sus pensamientos. A lo lejos, Rudy oyó el que-
jido del viento y el nervioso castañeteo de una serpiente de cascabel. Todo lo demás
estaba completamente muerto, desprovisto de vida. El mago se dio media vuelta y
desanduvo el falso camino sin decir palabra.
La tarde los sorprendió en un valle estrecho y profundo, cubierto de árboles, en cuyo
extremo había un pequeño lago negro de aguas estancadas y aceitosas.
—Este lugar no me resulta familiar en absoluto —dijo Ingold con voz queda mientras
observaba el espeso muro de árboles enmarañados que se alzaba a ambos lados del
camino sin dejar apenas ver el cielo—. Sospecho que el bosque es más grande de lo que
creemos. ¿Ves allí, aquel contorno borroso a lo largo de la ladera? Me sorprendería que
pudiéramos cruzarlo antes de que caiga la noche.
Rudy miró por enésima vez a su espalda. Empezaba a odiar el olor del bosque, pero
aquellas aguas le repugnaban aún más. Una bruma húmeda y blanca empezó a
extenderse sinuosamente desde su oscura superficie. Alrededor de los árboles
comenzaban a enredarse jirones de niebla.
—Sí —dijo—, pero yo preferiría intentarlo antes que acampar cerca del agua.
—Yo también, a decir verdad. —Ingold tiró del ronzal del burro y reanudó la marcha a
través del bosque sin dejar de pronunciar en voz baja conjuros de escape.
La masa negra de árboles se hacía más y más densa, y el poco espacio del camino estaba
cada vez más invadido de acebo, oscuras enredaderas y viñas silvestres cuyas raíces se
esparcían por el sendero dificultando el avance de los peregrinos. Las nieblas del valle
parecían seguirlos, como si fueran gatos blancos que se deslizaran sigilosamente por
entre los troncos espinosos. La oscuridad se cerró aún más y Rudy, al intentar añadir sus
propios conjuros a los de Ingold, sintió la magia que envolvía aquel lugar y lo convertía
en una sola entidad tenebrosa, un laberinto de hostilidad y maldad. Dos veces perdieron
el camino por completo, y Rudy empezó a preguntarse si los mismos árboles no se
estarían moviendo.
—Esto se hace cada vez más monótono —jadeó Rudy después de haber tenido que
detenerse por cuarta vez para limpiar de zarzas las alforjas de Che con la hachuela. El
burro temblaba de pánico y tenía los ojos fuera de las órbitas—. Tenemos que
retroceder y salir de aquí, e intentar dar un rodeo. Así nunca llegaremos a ninguna parte.
—Ya estás con tus «nuncas» —le reprochó Ingold. Pero en la oscuridad creciente Rudy
pudo ver que el rostro del viejo tenía una expresión de preocupación bajo los rasguños
sangrantes de los espinos. Avanzaron unos cuantos pasos y miraron hacia atrás. A su
espalda no había ni el menor rastro de sendero alguno.
Rudy maldijo entre dientes, pero Ingold, más observador y más paciente, cerró los ojos,
como si meditara, con la cabeza levemente inclinada. Después de un rato, Rudy vio
cómo fruncía el entrecejo y notó que su respiración se hacía más profunda y
acompasada. La oscuridad parecía espesarse como una red. Rudy empezó a oír
constantes crujidos en la penumbra que los rodeaba. Algo silbaba entre los árboles,
como si pasara una contraseña.
Finalmente los tensos hombros de Ingold se relajaron, y abrió los ojos.
—En mis tiempos había un bosque encantado en estas montañas —dijo—, pero no
como éste. Por desgracia, como habrás podido comprobar, este valle está ocupado por
uno de ellos, y las montañas que nos rodean son muy escarpadas, pero si seguimos
adelante, tenemos la posibilidad de caer en una trampa, y si eso ocurriera, preferiría que
fuese de día.
Volvieron sobre sus pasos, y Rudy vio que el camino que habían tomado al internarse
en el bosque ahora había desaparecido. Murmuró unas cuantas maldiciones dirigidas a
Lohiro y compañía, seguidas de unos cuantos conjuros de escape que Ingold le había
enseñado. Era tan difícil salir del bosque como entrar, y cuando llegaron al extremo ya
era noche cerrada. Acamparon entre los árboles, al lado de un río, e Ingold forjó a su
alrededor un círculo protector dos o tres veces más grueso de lo habitual.
Hacía ya muchas noches que Rudy no buscaba la imagen de Alde en las llamas, pero
Ingold seguía estudiando su cristal a la brillante luz del fuego. Rudy lo observaba,
agotado física y mentalmente, y seguía el movimiento de sus ojos azules de tiburón
imaginando qué vería entre las facetas centelleantes de su cristal. Recordó las visiones
que había tenido en la mesa de cristal de la Fortaleza. Unos ojos azules tan intensos y
fríos como el cielo le miraban, brillantes como la espuma diamantina de las olas que
bañaban un esqueleto blanqueado. La imagen le acompañó hasta que se quedó dormido.
Soñó con huesos, huesos flotando en la oscuridad, aunque en el sueño él podía verlos en
las tinieblas; el débil resplandor de la luz mágica iluminaba repetidamente las curvas de
una calavera, de una costilla y de una pelvis. El moho seco y oscuro que cubría los
huesos era resbaladizo y bullía con indescriptibles gusanos blancos. A su alrededor, los
ojos de las ratas carroñeras brillaban en la oscuridad. Algo se movió pesadamente. Un
sapo blanco sin ojos eructó groseramente desde lo alto de un cráneo deformado. Había
muchos más sapos entre los huesos, revolcándose en la inmundicia mientras intentaban
evitar la luz azulada. Rudy gimió e hizo un esfuerzo por escapar del horror del sueño,
por apartar los ojos del odioso espectáculo que ahora cubría el suelo de la oscura e
inhóspita caverna como un pantano putrefacto. Por todos lados se elevaban estalagmitas
semejantes a árboles fantasmagóricos, rodeados de ojos rojos que centelleaban y
parpadeaban inquietos. Oyó que unos pies furtivos pisaban el musgo seco y oscuro que
se desmoronaba bajo su peso convirtiéndose en un polvo gris, cuando no estaba
asquerosamente húmedo. Gimió otra vez, débilmente, asqueado. Esta vez, sin embargo,
no fue él quien gritó sino el hombre que vio inclinado sobre la oscura entrada de alguna
caverna un poco más allá. Rudy no podía ver su cara, pero lo conocía, lo hubiera
reconocido en cualquier parte, pasara lo que pasase. La luz mágica brillaba en su pelo
blanco y en la cicatriz de los grilletes, visible entre el guante y la manga de su túnica.
Sólo se oía el rumor de millones de pequeñas patas que corrían entre el musgo y los
huesos...
¡... entre la alfombra de hojas del bosque!
El agudo rebuzno del aterrorizado Che despertó a Rudy, empapado en sudor. El burro
tiraba con fuerza del cabestro con las orejas echadas hacia atrás y pegadas al estrecho
cráneo y los ojos desorbitados. Detrás de él, Rudy vio a Ingold de pie, al borde del
pálido reflejo del círculo protector. Y más allá todavía, entre los árboles, se extendía un
ilimitado mar de ojos rojos.
— ¡Dios santo! —Rudy se puso en pie de un salto y buscó su bastón.
—Nada de luces —dijo Ingold en voz baja sin volver la cabeza. No había viento, pero
aquel murmullo de pequeñas patas era capaz de destrozar los nervios de cualquiera. A
pesar de no poder verlas, Rudy podía sentir el roce de sus cuerpos al retorcerse. Su olor
seco y pútrido lo inundaba todo.
— ¿Pueden atravesar el círculo? —susurró Rudy. Le pareció que la suave línea de luz
brilló más fuerte entre las hojas del suelo.
—No —dijo Ingold suavemente.
Se oían crujidos sobre sus cabezas. Rudy miró hacia arriba. Las ramas de los árboles
estaban repletas de ratas, como si fueran fruta podrida a punto de caer.
— ¡Ingold, tenemos que salir de aquí!
—No haremos nada de eso —aseguró el mago con voz firme—. Mientras no se rompa
el círculo, estamos a salvo.
«Confía en él —pensó Rudy desesperado mientras intentaba dominarse—. El sabe
mejor que tú lo que hay que hacer.» Todo el bosque parecía hervir de roedores, y los
helechos parecían estar vivos y moverse con procacidad. De repente las vio claramente.
Se movían como un río gris pardo sobre los nudos de las raíces de los árboles y en los
troncos huecos. Con las narices arrugadas y enseñando los agudos y blancos
dientecillos, trepaban por encima de la montaña que formaban sus propios congéneres y
se revolcaban unas sobre otras. Che rebuznaba con desesperación y tiraba frenética-
mente del ronzal.
Rudy vio horrorizado cómo la estaca a la que estaba atado el burro se salía de la tierra e
intentó apoderarse del animal. Éste lanzó un gemido casi humano y reculó. El cabestro
se deslizó por los dedos de Rudy y el burro sacudió la cabeza antes de echar a correr
hacia la oscuridad.
Fue como si el círculo de luz nunca hubiera existido, hasta el punto que no habían
terminado todavía de caer al suelo las hojas que Che había revuelto cuando las ratas se
lanzaron sobre ellos como un río sucio, estridente y furioso. Rudy oyó los rebuznos
agónicos de Che y corrió en su ayuda sin dejar de dar mandobles a los animales
asquerosos y peludos que se le pegaban como lapas a las botas, al capote y a los brazos.
Una rata se lanzó desde un árbol en la oscuridad y le golpeó la cara; gritó, pero no podía
jurarlo, ya que en aquel momento escuchó a sus espaldas el inconfundible crepitar del
fuego, y percibió su poderosa luz. Las llamas se extendían con rapidez entre aquel mar
gris que estaba a punto de engullirlos. Al volverse vio que Ingold blandía su báculo
como un arma que escupía un fuego blanco y mortífero.
Che rebuznaba y rebuznaba, cubierto de sangre y con tres enormes ratas colgándole del
hocico herido. Rudy las apartó de un golpe con su lanza mientras sentía las uñas y los
dientecillos afilados en las pantorrillas. Las apartó a manotazos y cogió del cabestro al
animal, sofocado por el asco y el pánico, desesperado por liberarse de aquellos seres
repugnantes.
El fuego se extendía incontrolable entre la vegetación otoñal. Ya había prendido en la
hojarasca del suelo, y la humedad se convertía en enormes oleadas de humo blancuzco y
asfixiante. Las llamas de los helechos lamían la cortina de humo en una escena
dantesca. Las ratas, despavoridas, huían envueltas en llamas en medio de chillidos
estridentes, extendiendo aún más el incendio por el bosque. Rudy sintió que el humo le
quemaba los ojos y los pulmones en medio de un infierno del que no sabía cómo salir.
Che se revolvía incesantemente, y al tirar del ronzal Rudy sintió en las manos el tacto
pegajoso de la sangre mientras luchaba por sacar al aterrorizado animal de aquella
mortífera trampa de calor, asfixia y fuego.
Ingold salió jadeando de la envolvente cortina de humo, con la larga bufanda
cubriéndole la nariz y la boca, cogió a Rudy del brazo y lo arrastró por el camino.
Avanzaron juntos entre las llamas, sobre un suelo cubierto de brasas en medio de la
humareda asfixiante y entre los ecos de los chillidos de las ratas que se habían
convertido en teas vivas. Sobre la maleza en llamas se alzaban los húmedos troncos de
los árboles como pilares negros y humeantes. Incapaz de respirar o distinguir una
dirección u otra, Rudy sólo era consciente de su lucha desesperada por llevar aire a sus
pulmones y de la mano de Ingold, que aferraba su muñeca como un grillete de hierro.
Mientras dejaban atrás el bosque, pudieron ver el reflejo del fuego sobre las oscuras
aguas del pequeño lago, como una espesa corriente de oro y sangre.
No se detuvieron casi hasta el amanecer. El resplandor del incendio del bosque estaba
ya muy lejos, pero el olor a humo y a carroña seguía pegado a sus ropas, y el lejano y
sordo rugido de las llamas se oyó aún durante varias horas. Medio inconsciente por la
asfixia, Rudy sólo alcanzó a seguir el camino que le indicaba Ingold, subiendo y
bajando por las rocas en la ciega oscuridad, vadeando riachuelos que le empapaban los
pies helados y doloridos. El alba los sorprendió tumbados sobre la tierra pedregosa,
exhaustos y chamuscados. Rudy se sentía demasiado cansado como para continuar
huyendo e incapaz de dormir por miedo a las pesadillas. La luz gris que emergía en el
horizonte reveló ante sus ojos la vieja carretera de adoquines hexagonales, casi
invisibles bajo la capa de vegetación muerta acumulada por los años. Ante ellos se re-
cortaba la masa oscura de la cordillera Marítima, coronada de nubes y envuelta en la
niebla que recogía los primeros tintes coralinos de la mañana. Detrás, yacían las arenas
pardas del desierto, la vegetación rojiza y espesa azotada por los fríos vientos del norte.
Estaban donde habían estado tres días antes, antes de internarse en las murallas de aire.
Rudy suspiró profundamente. «Muy bien, tío. Tú mismo. Te puedes quedar con tu
maldita Ciudad de los Magos. El año que viene me voy a Disneylandia.»
Pero Ingold se puso en pie con lentitud y se apoyó cansadamente en su báculo y se
quedó mirando fijamente la masa oscura e imponente de las montañas. Rudy pensó que
el viejo parecía muerto, y súbitamente sintió preocupación por él, ya que se tambaleaba
como un borracho. Los primeros rayos de sol centellearon en sus cabellos blancos.
Ingold alzó la cabeza al cielo y su voz retumbó en la extensión boscosa de las montañas.
— ¡LOHIRO! —Gritó, y las rocas se hicieron eco de su voz—. LOHIRO, ¿ME OYES?
¿SABES QUIÉN SOY? —Los matorrales, las rocas y el agua susurraron una respuesta
ininteligible a sus palabras. En algún sitio chilló un arrendajo. Más arriba, una columna
de humo adquirió un tinte rosáceo con los primeros rayos de sol. Su grito rebotó de roca
en roca—. LOHIRO, ¿DÓNDE ESTÁS?
Pero los ecos se apagaron y las imperturbables montañas parecieron mofarse de sus
sufrimientos.
Volvieron a emprender el ascenso.
Al principio el camino era igual que el día anterior, y el avance fue más rápido, ya que
conocían los encantamientos que protegían el sendero. Rudy observó en varias
ocasiones alguna desviación que no había visto la vez anterior. El tiempo volvió a
empeorar, y el cielo amenazaba lluvia. Rudy envió el frente frío varias millas al norte,
para que descargara sus aguas en los barrancos rocosos de las estribaciones de la cor-
dillera. Supuso que tendrían bastantes problemas sin necesidad de una tormenta.
Llegaron al valle medio calcinado y el pequeño lago de aguas estancadas a media tarde
y emprendieron sin dilación el ascenso de la montaña.
Las nubes ocultaban todavía los picos más altos y las rocas grises estaban húmedas y
heladas. Rudy subía por donde le indicaba Ingold, exhausto y medio congelado, tirando
del ronzal del tozudo asno hasta que la noche los sorprendió en un bosque envuelto en
brumas, muy por encima del valle. Rudy estaba tan cansado que apenas podía
mantenerse en pie y le dijo a Ingold que le despertara a medianoche para la segunda
guardia antes de dejarse caer al suelo, pero lo que lo despertó fue la fría humedad del
rocío y la escarcha de la mañana. A través de la niebla se abría paso la luz rosácea del
amanecer.
—Eh, deberías haberme sacudido, o algo así... —se disculpó mientras se incorporaba
entre el suave crujir de la escarcha en sus mantas.
—Lo hice —respondió Ingold, sosegadamente—. Y varias veces. Aunque hubiera dado
lo mismo si te hubiera apaleado. —Había encendido un fuego y estaba haciendo tortas
de maíz en el trípode de hierro que usaban para cocinar. Las oscuras manchas
amoratadas que rodeaban sus ojos tenían el aspecto de unos cardenales. Parecía que
acabara de salir de una pelea—. Pero no importa. Necesitaba tiempo para pensar.
Rudy se preguntó cuánto habría dormido el viejo desde que salieron del nido desierto de
las planicies. Se desperezó lentamente y pensó en hacer un agujero en el hielo del
riachuelo cercano para afeitarse. El aire olía a hierba húmeda, a nieve y a cielo, pero del
valle que se extendía a sus pies el viento traía otro olor indefinido que le hizo torcer el
ceño. Miró a Ingold. El viejo rebuscaba algo entre las bolsas de carne curada que les
había dado Huella del Viento. Sus movimientos eran lentos y cansados. «Puede que
necesites tiempo para pensar —se dijo Rudy—, pero va a ser una larga jornada de
escalada, y más bien parece que lo que necesitas son seis tazas de café, diez horas de
sueño y un puñado de estimulantes.»
—Ya he estado explorando este camino a primera hora —comentó Ingold mientras
volvía junto al fuego—. El sendero termina a un par de kilómetros de aquí; a partir de
ahí es mucho más difícil. Nosotros dos podríamos hacerlo, pero tendríamos que dejar a
Che. Y aparte de que, probablemente, él solo no tardaría en morir, ya tenemos
suficientes problemas sin tener que buscar comida por ahí.
Rudy suspiró. Le dolía todo el cuerpo sólo de pensar volver a emprender el camino, y
más aún si iba a ser peor que el día anterior. En realidad no se le había ocurrido que el
terreno podía ser peor que el del día anterior.
—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó entre dientes.
—Volver atrás.
El alivio fluyó por los músculos de Rudy como un bálsamo caliente.
—De acuerdo —dijo—. Puede que sea más fácil atravesar el bosque durante el día.
No lo era.
El fuego había arrasado buena parte del bosque desde el río, aunque las cortezas
húmedas y las hojas mojadas de los árboles habían resistido a las llamas. Al principio
los árboles cedían sin dificultad a los conjuros de Rudy, pero a través de la magia podía
sentir su fuerza, y el implacable poder que percibió en aquellos árboles le asustó. Al
cabo de un rato los árboles comenzaron a espesarse, las zarzas y las hiedras a enredarse
en la ropa y en los pies de los viajeros, haciendo el avance extremadamente penoso, y la
vegetación a cerrarse detrás del anciano, hasta que Ingold se vio obligado a abrir un
camino y Rudy tuvo que luchar frenéticamente contra la maleza que le cerraba el paso
solamente para no perder de vista a su guía. La pálida luz del día encapotado se
convirtió en una semipenumbra ahogada por el espesor del techo de ramas y
enredaderas, hasta que pareció que había vuelto a caer la noche en el bosque.
Rudy lanzó una maldición cuando la carga de Che se enganchó por enésima vez en los
espesos laberintos de zarzas, así que sacó su hacha y empezó a cortar con furia las
espesas ramas y la hiedra enredada en las zarzas, hasta que la cabeza del hacha también
se enganchó. Cuando tuvo deshecho el enredo, las manos y la cara las tenía cubiertas de
arañazos y de sangre. Cuando se volvió para seguir adelante, descubrió que el sendero
había desaparecido por completo.
— ¡Ingold! —gritó—. ¡Ingold, espera un momento! ¿Dónde estás?
Por toda respuesta obtuvo el silencio de los negros árboles. Zarzas y espinos lo
rodeaban como una red sibilina e impenetrable. No se veía el menor rastro de camino, ni
detrás ni delante.
— ¡Maldita sea! ¡INGOLD! —aulló con desesperación. En algún punto del bosque oyó
un crujido subrepticio, pero no por donde Ingold había desaparecido, ni tampoco cerca
de él. Intentó dominar el pánico, se concentró y con todas sus fuerzas formuló un
conjuro para escapar de la maraña espinosa que se cernía sobre él, pero la oscura y
poderosa magia del bosque le dejó rápidamente sin fuerzas. Los árboles parecían
susurrar algo muy parecido a una risa sardónica.
Gritó durante casi una hora, con la voz quebrada por el horror y el esfuerzo, tembloroso
y empapado en sudor. Se empezó a preguntar si le habría pasado algo a Ingold y si vol-
vería a verlo. Las ratas volvieron a su memoria.
— ¡Ingold! —gritó al borde de la histeria.
Repitió una vez más los conjuros para abrir un camino, cualquier camino. Estaba tan
dominado por el pánico que se hubiera lanzado contra los espinos con tal de salir de allí.
Pero entonces oyó un susurro de las hojas a su espalda, y al volverse vio que había
aparecido un camino. Era un sendero bastante ancho, y creyó ver los débiles
resplandores del sol entre la espesa cubierta de ramas. Se lió el ronzal de Che con fuerza
en la muñeca... y se detuvo.
« ¿La luz del sol? Hace días que no para de llover.»
«No te muevas —le había dicho Ingold—. Es la regla número uno.»
Rudy se mantuvo inmóvil y siguió llamando a Ingold como un niño perdido. Al final
oyó una respuesta ahogada, una voz ronca y quebrada que le llamaba.
— ¿Rudy?
— ¡Aquí estoy!
Se oyó un ruido pesado y una gran agitación entre las oscuras ramas. Rudy imaginó por
un momento que un increíble y espantoso monstruo con la voz de Ingold iba a caer
sobre él, pero unos minutos después apareció el mago en un claro del bosque, con las
manos y la cara cubiertas de sangre y arañazos y la capa y los cabellos llenos de espinas
y ramas enganchadas. Estaba pálido, tenso y exhausto. Sin decir palabra, tomó a Rudy
del brazo, cogió el hacha del equipaje, y comenzó metódicamente a abrir un camino a
través de una auténtica pared de espinos. El bosque cedía a regañadientes, mellaba el
hacha, les hacía jirones las ropas e intentaba sujetarlos con garras ásperas y ansiosas.
Cuando finalmente consiguieron salir de la maraña de vegetación tambaleándose y
cubiertos de sudor y sangre, se encontraron al borde de una profunda quebrada rodeada
de rocas, con paredes de al menos veinte metros de altura que caían sobre un
accidentado lecho de rocas erosionadas por el agua.
Ingold se apoyó pesadamente contra una de las rocas y cerró los ojos. Parecía medio
muerto, así pensaba Rudy, que se sentó en silencio a su lado. El fresco del atardecer era
una bendición después de la sofocante oscuridad del bosque encantado. Rudy cerró
también los ojos, contento de poder descansar unos minutos sin pensar en lo próximo
que podía ocurrir. El viento sopló ruidosamente e hizo que todos los árboles del bosque
vomitaran airadas maldiciones. Unas gotas de lluvia fría le besaron la cara, pero no se
sintió con fuerzas para alejar las nubes de allí. El cambio de dirección del viento trajo
otro olor, amargo y metálico, un olor que ya había sentido antes.
Abrió los ojos y miró hacia el despeñadero que se extendía ante él. Ahora pudo ver que
las rocas que bordeaban la corriente estaban teñidas de negro, y la maleza del fondo
estaba podrida y chamuscada, como si algún líquido sucio y corrosivo hubiera bañado el
desfiladero. El penetrante olor llegó de nuevo hasta ellos, potente y letal. Rudy tosió y
miró a su compañero.
Ingold abrió los ojos; el sudor se le secaba en sus cabellos, y la sangre había formado
pequeños regueros en sus manos arañadas. Miraba hacia el cielo, y en sus ojos había un
infinito abatimiento y una especie de cansado pesar.
— ¿Ingold? —Sólo se movieron los ojos del anciano, pero parecieron iluminarse y
sonreír—. ¿Qué ocurre? —preguntó Rudy.
El viejo sacudió la cabeza.
—Sólo que tendremos que remontar el desfiladero. No podemos volver por el bosque.
Es mucho más pernicioso de lo que pensaba, y no pienso arriesgarme a quedar atrapado
allí hasta que caiga la noche.
—Ingold, esto no me gusta nada —dijo Rudy—. ¿Quién hace esto? ¿Qué está
ocurriendo? ¿Fue realmente Lohiro quien creó todas estas trampas?
Ingold hizo un leve movimiento cansino con la mano.
—No, no sólo Lohiro. Yo mismo contribuí a crear parte de estas defensas cuando estuve
en Quo. De hecho, muchos de los encantamientos del bosque eran míos, aunque ahora
han cambiado, y son mucho peores. Todos los miembros del Consejo han puesto sus
poderes en el laberinto, y el laberinto cambia. Las trampas e ilusiones cambian también
con cada nueva mente que se incorpora a él. Pero nunca había sido tan difícil. Ni tan
peligroso. Lohiro y el Consejo decidieron encerrarse ahí dentro y ahora sólo alguno de
los forjadores del laberinto puede deshacerlo.
Rudy suspiró. Se preguntó qué hubiera quedado de él si los Seres Oscuros se hubieran
llevado a Ingold en el desierto. ¿Podría haber llegado él solo al corazón del laberinto?
«En la vida —se dijo—. Hubiera estado merodeando al pie de las montañas hasta morir
de hambre.»
—Tú eres el que manda —dijo al cabo de un rato—, pero mi obligación es decirte que
no me gusta nada ese desfiladero.
Ingold soltó una risa ahogada.
—Muy astuto. —Se agachó, recogió sus cosas y el cabestro de Che y comenzó a andar
por el estrecho sendero para descender al fondo de la quebrada, donde el olor metálico y
caliente era más fuerte, tanto que los vapores les quemaban las fosas nasales. Había
charcos de agua negra estancada que brillaban grasientos a la mortecina luz del día,
cubiertos de vegetación calcinada y maloliente. Incluso las plantas que crecían entre las
rocas del desfiladero estaban marchitas con el aire enrarecido. En lo alto, los oscuros
árboles del bosque encantado se erguían amenazadores; en las distantes laderas de la
montaña, Rudy creyó vislumbrar el paso que buscaban.
Siguieron el tortuoso desfiladero durante un rato, entre fétidos charcos y árboles sucios
y secos. Detrás de una última curva vieron el final, desolado y apestoso, y la boca de
una cueva oscura entre un pedregal de granito y esquistos. La arena que rodeaba la
cueva estaba surcada de sucias líneas de un lodo negro y amarillo. Una niebla verdosa y
pútrida parecía flotar sobre el suelo. Más allá, sobre las lomas altas que coronaban la
cueva, los árboles crecían limpios, pero el bosque permanecía en silencio, apenas roto
por el canto de algún pájaro, y Rudy oyó la suave respiración de Ingold.
— ¿Qué es? —preguntó en voz baja, y el mago se llevó un dedo a los labios.
—Tienen un oído excelente —dijo en un susurro indiscernible del sonido del viento
sobre la hierba.
Aprensivamente, Rudy bajó el tono de voz hasta convertirlo en un murmullo inaudible.
— ¿Quiénes?
El anciano comenzó a apartarse sigilosamente detrás de las rocas.
—Los dragones —respondió Ingold.
— ¿No hay ninguna posibilidad de que haya salido a cazar? —susurró Rudy
esperanzado.
Los dos permanecían juntos bajo la negra sombra de una gran roca de granito, desde
donde podían ver la boca de la cueva sin ser vistos. Habían escudriñado las paredes del
desfiladero cuidadosamente, pero el único sendero que había era el que los había
llevado hasta allí.
—Claro que no —contestó el mago con un susurro débil, casi inaudible—. ¿No oyes el
roce de sus escamas en las rocas de la cueva?
Rudy guardó silencio, todos sus sentidos atentos a aquel hoyo oscuro que se abría ante
ellos. Parecía que en el mundo no se escuchara más ruido que el siseo del viento en el
pellejo polvoriento de Che y los golpes secos de sus cascos sobre las rocas. Fue
entonces cuando oyó el roce de un peso imposible de calcular y una pesada y fétida
respiración.
— ¿Qué tamaño tendrá? —preguntó horrorizado.
—Al menos unos quince metros. He oído decir que los viejos dragones llegaban a ser el
doble de grandes.
— ¡Treinta metros! —gimió Rudy sordamente.
—Puede estar durmiendo —continuó el mago—, pero lo dudo. A juzgar por el estado de
los árboles, lleva por aquí algo más de dos meses. Probablemente se quedó atrapado
aquí cuando los laberintos que rodean Quo fueron modificados y reforzados, pero hay
poca caza en estas montañas, ciertamente no la suficiente para atraer a un dragón. Tú
mismo puedes ver que no hay restos de huesos cerca de la boca de la caverna.
—Maravilloso —dijo Rudy con voz trémula—. Seguro que va a estar encantado de
vernos. —Se deslizó hasta el borde de la roca y asomó la cabeza para inspeccionar el
terreno que rodeaba la cueva.
Al final del desfiladero el hedor de la bestia era irresistible. El profundo lecho de arena
del río estaba sucio, cubierto de árboles caídos y podridos: eucaliptos, álamos, robles,
cuyas raíces habían desaparecido carcomidas por el fluido ponzoñoso que goteaba de la
boca de la caverna. Zarzas enredadas y descoloridas y arbustos deshechos flanqueaban
la entrada de la propia caverna, trepando sobre las rocas de las paredes. Rudy sintió un
leve toque en el hombro.
—Tú sube por las rocas de la izquierda. Yo cogeré a Che y subiré por la pendiente de la
derecha de la cueva. Ve lo más rápido que puedas y no hagas ruido. Si sale y te ataca,
escóndete, escóndete en cualquier sitio, y yo trataré de distraerlo. En realidad, es más
probable que me ataque a mí, ya que llevo el burro. Si eso ocurre, tendrás que ser tú
quien lo mate. Hiérele detrás de las patas delanteras, en el vientre o detrás del cuello, si
consigues acercarte lo suficiente. Y no pierdas de vista la cola. Puede partirte en dos
antes de que te des cuenta de lo que te ha ocurrido.
Ingold se puso en movimiento, pero Rudy lo cogió de la manga.
—No..., no vuela, ¿verdad? —musitó con un hilo de voz.
El mago pareció sorprendido por la pregunta.
—Por Dios, ¡claro que no!
— ¿Ni echa fuego por la boca?
—No, aunque su aliento y su saliva son venenosos y corrosivos, y su sangre quema. No,
el dragón es peligroso por su velocidad, su fuerza y su magia.
— ¿Magia? —murmuró Rudy, horrorizado.
—Después de tu experiencia con los Seres Oscuros —dijo Ingold con una de sus
blancas cejas levantada—, no es posible que creas que la magia es sólo propiedad del
género humano. Los dragones no tienen inteligencia humana; su magia es una magia
animal, la magia que atrae a la presa hacia el cazador, una magia de ilusiones y
mimetismo, en su mayor parte. Los hechizos de enmascaramiento no funcionarán contra
un dragón; ninguna ilusión conseguirá engañarlo. No lo olvides.
Cogió el ronzal de Che con una mano y salió a la pálida luz del día, más allá del cobijo
de las rocas. Rudy recogió su bastón y se dispuso a correr hasta la pared izquierda del
desfiladero. La suave voz de Ingold lo detuvo.
—Y una cosa más: hagas lo que hagas, no mires nunca al dragón a los ojos.
Con paso rápido y sigiloso, Ingold comenzó a subir por la cuesta que formaba la sólida
loma gris a la derecha de la cueva. Che estiró las patas y sacudió su corta crin, reacio a
acercarse al sofocante hedor de la guarida del dragón, pero Rudy sabía que Ingold era
mucho más fuerte de lo que aparentaba.
Rudy avanzó en dirección opuesta, sorteando con cuidado los charcos y los árboles
secos que obstruían el fondo de la garganta, penosamente consciente de que podía haber
serpientes entre las rocas por las que tenía que trepar. Ingold y Che se alejaban por la
franja parda de arena que separaba las paredes del desfiladero, confundiéndose con ella
hasta casi desaparecer.
Delante de él, Rudy oyó un ruido como de toneladas de hierro al moverse. Algo
redondeado, dorado y vidrioso brilló en la oscuridad de la cueva, y se detuvo, paralizado
por algo más cercano a la fascinación que al espanto. De la oscuridad brotaron un
amenazador silbido y una bocanada de vaho y hedor aceitoso y le ardieron los ojos.
Rudy, cegado y parpadeando frenéticamente, se enjugó las lágrimas ardientes...
Y allí estaba.
Nunca se había imaginado alto tan repugnante ni llamativo. Quizás esperaba encontrarse
con algo verde, parecido a un cocodrilo, como los dragones de los cuentos, y no el pro-
ducto de un cruce antinatural entre un dinosaurio y una arpía. Su color era como rojo
lacado y amarillo brillante, surcado de rayas verdes, negras y blancas que teñían sus
flancos. La cabeza era enorme, con cuernos, protegida por escamas de brillo metálico
tornasolado de violeta, negro y amarillo. Tenía el largo cuello erizado de púas y una
larga cresta que descendía a lo largo de todo el cuerpo, sobre las enormes y poderosas
patas traseras hasta la punta de la mortífera cola espinosa. Le chorreaba una baba verde
desde las fauces entreabiertas. Volvió la enorme cabeza, pero no con la lenta y torpe
deliberación de los monstruos de las películas, sino rápido como un pájaro. Rudy se
encontró mirando unos ojos redondos y dorados, y el brillo ámbar de aquellos dos
espejos gemelos le sorbió el seso. No entendía la imagen que veía en ellos, distante y
clara, que le llegaba hasta el corazón. Vio la imagen lejana de sus propias manos
encadenadas, recortadas contra el arco gélido de las estrellas de la noche invernal. Un
eco de frío amargo y ciega desesperación lo atravesó y supo, tan seguro como sabía su
nombre, que lo que veía era su futuro. Hipnotizado, era incapaz de moverse o apartar la
mirada. Tenía que ver, que entender...
Nunca pensó que algo tan grande podía moverse con tanta rapidez. El dragón atacó con
la celeridad de un reptil. Rudy no hubiera podido moverse, aunque hubiera estado
preparado para ello. Pero en vez de sentir la mordedura de aquellos colmillos de medio
metro, Rudy sólo sintió que un montón de tierra le salpicaba el rostro. El dragón había
dado media vuelta con un silbido metálico de furia y dolor. Rudy se echó a un lado para
evitar el latigazo de la cola y levantó la cabeza del suelo a tiempo para ver a Ingold
esquivar el humeante diluvio de sangre que brotaba del costado herido del monstruo. La
cabezota del dragón se movía convulsa al final de aquel larguísimo cuello, como la de
una serpiente. Ingold saltó fuera de su alcance mientras asestaba un golpe de espada en
el morro escamoso del animal.
El dragón se alzó sobre sus enormes patas traseras, y su vientre brilló como si fuera de
marfil sucio a la luz enfermiza y grisácea. Dio una zancada hacia adelante y volvió a
ponerse a cuatro patas antes de revolverse para lanzar un coletazo con aquel látigo
espinoso de siete u ocho metros. Ingold se apartó, al instante su espada silbó otra vez en
el aire fétido de los sofocantes vapores de la respiración del dragón, para golpearle la
boca protegida como una coraza.
«No ataques a la cabeza, maldita sea», pensó Rudy confusamente. «Por ahí es
imposible.» Entonces, mientras el mago esquivaba un nuevo latigazo de la cola del
monstruo, Rudy comprendió lo que el anciano esperaba de él. Estaba intentando distraer
la atención del dragón, que bajara la guardia, para que él pudiera rematarlo.
La hirsuta cobertura espinosa de la espina dorsal protegía el cuello del dragón por
delante, haciendo imposible que su víctima le asestase cualquier tipo de golpe mortal,
pero cada vez que el monstruo bajaba la cabeza para atacar a Ingold, todo su cuello
tocaba el suelo. Desde donde estaba, boca abajo sobre la arena, Rudy podía ver cuán
delicadas eran las escamas que cubrían las arterias bombeantes de la garganta. Un solo
golpe sería suficiente, suponiendo que hubiera alguien dispuesto a introducirse bajo
aquella ingente masa de carne, ciega de furia.
Le flaquearon las rodillas sólo de pensarlo, y Rudy escudriñó aquella montaña de hierro
escarlata en busca de algún otro punto débil.
Pero no vio ninguno. Sus escasos conocimientos de anatomía no tenían utilidad alguna
con los dragones. No tenía ni idea de dónde estaría el corazón; de todas maneras,
dudaba que su espada pudiera atravesar la malla brillante y policromada de su costado.
El garrote erizado de la cola del dragón cortó el aire como un látigo. Cuando estaba
esquivándolo, sus púas rozaron la espalda de Ingold con tanta fuerza que lo hizo rodar
por la arena, cubierto de sangre. Las garras de la bestia le atacaban como espadas; desde
el suelo, Ingold intentaba defenderse desesperadamente. Rudy supo entonces que si el
dragón mataba al anciano, todo habría acabado. Se puso, pues, en cuclillas y empuñó la
espada, esperando su oportunidad. El mago consiguió ponerse en pie y siguió
retrocediendo para evitar que Rudy quedara a la vista del monstruo. Rudy oyó en su
cabeza las palabras que Ingold le había dicho durante el viaje. «De hecho, yo mismo he
matado un dragón. Mejor dicho, yo hice de señuelo, y Lohiro se encargó de la espada...»
«Si Lohiro lo hizo —pensó Rudy con determinación—, yo también puedo hacerlo.» De
todas maneras, era un curioso alivio pensar que el archimago también se había visto
relegado a la posición de carnicero, en vez de ocupar la infinitamente más arriesgada
posición de señuelo.
El dragón volvió a golpear con sus garras, e Ingold se agachó veloz como un rayo
mientras su espada ensangrentada brillaba al volar de nuevo hacia la horrible boca del
monstruo. La enorme sombra se extendió sobre él en la arena húmeda y aceitosa. Rudy
saltó hacia adelante cuando la enorme cabeza tocó el suelo. Ingold lo vio acercarse,
lanzó un nuevo golpe a la cabeza del dragón y rodó en dirección contraria a Rudy para
obligar a la bestia a volver la cabeza y mostrar el cuello a su compañero. La espada de
Rudy surcó el aire como si cortara madera. La hundió en la yugular del monstruo y ape-
nas tuvo tiempo de saltar a un lado para evitar el chorro de sangre que brotó de la
garganta cercenada y se estrelló pesadamente contra las rocas del desfiladero, a casi
veinte metros de distancia. El dragón dejó escapar un agónico alarido, sin dejar de
sacudir la cabeza y dar fuertes coletazos mientras se llevaba las garras a la herida
borboteante.
Rudy reptó hacia Ingold para arrastrarlo fuera del alcance del monstruo agonizante. A
su alrededor todo estaba empapado por la lluvia abrasadora de la sangre que manaba del
dragón. Rudy tenía las manos quemadas y los pulmones le ardían por los vapores
tóxicos. El siguiente latigazo de la cola golpeó tan cerca de ellos que los cubrió con una
oleada de arena. Tambaleándose al pie del ribazo, Rudy miró hacia atrás, horrorizado al
ver aquel enorme cuerpo multicolor retorcerse contra el pálido cielo azul.
El dragón se desplomó como un tren expreso al descarrilar, y el suelo tembló bajo el
impacto de su peso. Intentó levantarse con un quejido áspero y metálico mientras la
cresta se sacudía con los temblores de la agonía. Rudy arrastró a Ingold un poco más
arriba de la loma con un esfuerzo sobrehumano, casi incapaz de mover un músculo por
el terror y la tensión. Ingold era un peso muerto en sus brazos, y tenía la capa pegajosa
por la sangre de las heridas ocasionadas por los zarpazos que había recibido.
Con el furor de la agonía, el dragón se irguió intentando arremeter una vez más contra
ellos, chasqueando las enormes mandíbulas, de las que chorreaba una mezcla de sangre
y babas. Luego el enorme cuerpo se retorció en un último y convulsivo esfuerzo, y
quedó inmóvil.
— ¡Dios mío! —murmuró Rudy.
—Calla —repuso Ingold suavemente.
Los ojos dorados se abrieron y miraron con un brillo siniestro e inhumano a los dos
magos, fuera ya de su alcance. Luego parpadearon, como translúcidas joyas tras las que
se apagaba rápidamente el fuego interior, y por un momento asomó a ellos un brillo de
desconcierto, una pregunta. La horrible máscara rojiza era absolutamente inexpresiva;
pero por un momento Rudy tuvo la impresión de que había otra personalidad detrás de
aquellos ojos vidriosos. Rudy creyó ver un rostro barbado, oscuro y fino, cuya mirada
de dragón se detuvo brevemente en Ingold antes de que aquellas pequeñas llamas
ambarinas se extinguieran para siempre.
El silencio que reinaba a su alrededor era como una respiración expectante. Rudy sintió
que el aire vibraba, aunque no había viento; era como atravesar el umbral de una
percepción diferente.
—Mira a tu espalda —dijo Ingold con suavidad.
Rudy volvió la cabeza para mirar. Un camino de aspecto antiguo e invadido por la
vegetación serpenteaba ladera arriba hasta el paso, que, como ahora pudo ver con
claridad, estaba a menos de cinco kilómetros del final del desfiladero. Por primera vez
desde que se habían internado en la cordillera Marítima no tenía la sensación de estar
siendo víctima de espejismos o engaños. Miró hacia el cadáver púrpura que yacía entre
los árboles quebrados y podridos y la arena negruzca, y vio que las brillantes escamas
empezaban ya a ennegrecerse por la virulencia de la propia química de su cuerpo.
Luego miró a Ingold, y vio su rostro blanco de espanto, hundido, arrugado y viejo.
— ¿Qué te ocurre? —preguntó Rudy.
Los ojos azules del mago se clavaron en los suyos.
—Ese es el camino que conduce al paso, Rudy —dijo quedamente—. El camino de
Quo.
—Pero antes no estaba.
—No. —Ingold se puso en pie lentamente—. Él deshizo el encantamiento antes de
morir.
— ¿El? —repitió Rudy, confuso—. ¿Quién? ¿El dragón? Pero ¿cómo podía el dragón
tener poder sobre el laberinto?
El mago se volvió lentamente y comenzó a caminar hacia la cima de la montaña, donde
se podía oír a Che, que seguía lanzando agudos rebuznos de miedo y tirando del
cabestro atado a un árbol. Ingold se agachó pesadamente a recoger su báculo del suelo y
se apoyó en un roble hendido por el rayo para soltar al burro. Rudy recordó que su
bastón había quedado abajo, carbonizado por el efecto de la sangre del monstruo.
—La deducción es obvia. Tú y yo, Rudy, acabamos de matar a uno de los creadores del
laberinto, uno de los miembros del Consejo de los Magos. Ya sabes lo fácil que es
olvidarse de la propia naturaleza una vez que has adoptado la de un animal. —Miró
hacia abajo, donde el dragón seguía descomponiéndose—. Al convertirse en dragón se
olvidó de lo que es ser hombre y ser mago. Se convirtió en un prisionero de su propia
trampa. Sólo al morir me reconoció e hizo lo único que podía hacer por mí en nombre
de nuestra vieja amistad. —Bajo la capa de lodo, sangre y suciedad, su rostro estaba
magullado y pálido. La sangre chorreaba lentamente por su barba.
— ¿Quieres decir que era un amigo tuyo?
—Eso creo —murmuró Ingold.
—Pero... ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se transformó en dragón?
Ingold suspiró, y el suspiro brotó de su garganta como un estertor. Se enjugó los ojos, y
la manga se manchó de rojo.
—No lo sé, Rudy. La respuesta está en Quo. Y empiezo a temerme cuál es.
CAPITULO TRECE
La noche recorría los pasillos de la Fortaleza de Dare transportando la oscuridad y la
suave agitación de los durmientes de celda en celda y de corredor en corredor por
aquellos antiguos laberintos. Aparte de las suaves e inquietas corrientes de aire, la calma
reinaba en la fortificación. Sólo se oían de vez en cuanto los gemidos y los gritos
sobresaltados de los que sufrían espantosas y posiblemente idénticas pesadillas.
El leve resplandor de la lámpara iluminaba las ampollas de un reloj de arena, y lamía la
horquilla de plata de Jill y se reflejaba en la cera gastada de las tablillas con un tono
amarillento y en la intrincada decoración del estrecho candelabro con un rojo caoba,
como el de un vino tinto añejo. En el estudio reinaba un silencio absoluto.
Era el nuevo estudio donde Alde y ella habían trasladado la creciente colección de
tablillas de cera y documentos, así como la gran cantidad de extraños objetos que habían
recuperado del sótano. La luz de la lámpara dibujaba los contornos de los objetos que
había sobre la mesa: poliedros color blanco lechoso o gris transparente, unos cuantos
cristales tallados, extraños artefactos tubulares de oro y cristal, y objetos indefinibles de
metal y madera con extrañas formas, algunas duras y angulares, otras sinuosas y de
líneas suaves, pilas de tablillas de cera y montones de pergaminos sucios, emborronados
y descoloridos. Eran las piezas del rompecabezas que Jill luchaba por desentrañar, y
empezaba a temerse que la respuesta llegaría demasiado tarde.
Para ella, el mensaje estaba ahora muy claro. Lo había ido rastreando como una pista
largamente olvidada, a través de sus notas, de las palabras y las lenguas antiguas, de la
evolución de los dialectos... Las correlaciones no eran invariables, pero allí estaban. No
habían existido ciudadelas mágicas junto a todos los nidos de los Seres Oscuros en los
tiempos antiguos, cuando los hechiceros, videntes y grandes magos ostentaban en las
tierras del norte un poder comparable al de la poderosa Iglesia en el sur. Pero, sin
embargo, todas las ciudadelas de los magos, y las grandes ciudades que habían crecido a
su alrededor, habían sido erigidas cerca de un nido.
Jill dejó la horquilla de plata sobre la mesa y comenzó a caminar por la habitación. Le
dolía la espalda y sus músculos protestaban violentamente por los renovados rigores del
entrenamiento; le dolían las manos, encallecidas de tanto empuñar la espada, y tenía los
dedos tan rígidos que le resultaba difícil hasta escribir. Una descuidada maraña de pelo
le enmarcaba el rostro y caía por su espalda en una apretada trenza. Le dolía la cabeza
de fatiga, de miedo y de preocupación. Imaginaba cómo debía sentirse Ingold después
de intentar inútilmente contactar con Lohiro, de conducir la caravana de supervivientes
de Gae y Karst hasta la Fortaleza cuando debía haber emprendido ya el camino hacia
Quo. « ¿Y quién le agradece todo lo que está haciendo?», se preguntó amargamente. «
¿Y a mí qué me importa? —Se preguntó con desesperación—. ¿Por qué me preocupo,
por qué sufro por él y comparto su dolor? Este mundo no tiene nada que ver conmigo, y
al final volveré al mío, a un lugar donde brilla el sol y nunca falta la comida. ¿Por qué
me hace sufrir tanto todo esto?»
Pero como Ingold siempre decía, la pregunta es la respuesta. «Si es que tanta falta te
hace una respuesta», añadió irónicamente ella.
— ¿Jill?
Alzó la vista. Minalde sopló la vela que llevaba y entró en el estudio. Estaba pálida y
cansada, como después de una jornada de trabajo extenuante. En cuanto entró en el
pequeño círculo de luz, Jill observó que había estado llorando.
No había necesidad de preguntarle por qué. Jill sabía que se había celebrado una sesión
del Consejo por la tarde, y Alde todavía llevaba el vestido que se había puesto para la
ocasión.
Era un vestido de terciopelo negro de cuello alto, con las águilas doradas de la Casa de
Dare bordadas en oro, relucientes como el fuego. Las trenzas enjoyadas brillaban con
fuerza. Así era Alde la reina, una mujer distinta de la chica con vaporosas faldas de
campesina y gastado corpiño que recorría los pasillos de la Fortaleza como si siempre
llegara tarde.
Se sentó en una silla baja y se quitó mecánicamente los anillos y los pendientes. Su
rostro estaba rígido y blanco. Jill se sentó frente a ella y se puso a jugar distraídamente
con su horquilla de plata.
—No sé cómo es capaz de hacerme esto —dijo Alde, muy nerviosa, al cabo de un rato.
Un anillo de sello tallado en un solo rubí como la sangre resbaló entre sus dedos y cayó
sobre la mesa con un ruido duro y seco.
— ¿Cómo fue el Consejo? —preguntó Jill suavemente.
Alde sacudió la cabeza y se tapó la boca con las manos para evitar que temblara.
Finalmente, se aclaró la voz.
—No sé por qué insiste en hacerme daño cuando se pone así, pero lo hace. Jill, sé que
tengo razón. Quizá quiera... nadar y guardar la ropa a expensas de nuestros aliados. Pero
ellos pueden alimentar a sus propias tropas, y nosotros no. No, si queremos tener el
suficiente grano para sembrar en primavera. Y sí, ya sé que teníamos compromisos
comerciales con ellos sobre el grano y el ganado, pero se firmaron hace muchos años, y
todo ha cambiado por completo, y sé que estoy intentando aplazar el pago de una deuda
cuando las cosas van peor; pero, ¡maldita sea, Jill!, ¿qué podemos hacer? —Su voz
enronquecida se alzó casi imperceptiblemente—. ¡No pienso ceder una parte del reino
para pagar esas malditas deudas! He aprendido bastante de ti y de Govannin sobre los
precedentes legales. Si firmo ese tratado...
—Espera un momento —repuso Jill mientras intentaba evitar que la rabia y el dolor se
apoderaran de su corazón—. ¿Qué tratado? ¿Qué parte del reino quieren que les des?
Sus palabras interrumpieron el torrente de emociones de Alde como la arena que para la
llegada de una ola y mitiga su ímpetu. Se quedó inmóvil un momento, sus dedos
blancos jugueteando con el montoncillo de joyas que tenía delante, una diminuta
hoguera de brasas púrpura, azul celeste y dorado.
—Penambra —dijo finalmente.
— ¡Penambra! —exclamó Jill, horrorizada—. ¡Es una locura! Ese puerto de mar es la
llave de todo el mar Circular. Si firmas y lo entregas al imperio de Alketch, dominarán
toda la costa.
Alde la miró desesperada.
—Lo sé —dijo—. Y sé que está inundada y que ahora no hay allí nada más que Seres
Oscuros, ruinas y bandidos. Ni siquiera podremos conservarla si no conseguimos crear
una..., una cabeza de puente en Gae. Alwir dice que simplemente sería pagar al
emperador de Alketch en moneda falsa, y que siempre podríamos recuperar Penambra
más adelante. Quiere cerrar un trato con Stiarth a toda costa. —No has firmado,
¿verdad? —preguntó Jill, preocupada. Alde sacudió la cabeza.
—Después dijo que estaba firmando la sentencia de muerte del reino. —Se enjugó las
lágrimas y se sonó la fina nariz, enrojecida e irritada—. Dijo que yo había condenado a
mi pueblo a pudrirse aquí en la Fortaleza mientras el reino estaba siendo despedazado
entre los Jinetes Blancos y Alketch, y que todo era porque me aferraba... al orgullo de
ser reina.
El temblor con que pronunciaba aquellas palabras dio a Jill la clave del problema. Las
acusaciones de Alwir tenían generalmente su pizca de verdad, al menos la suficiente
para sembrar la duda en la mente de su oponente sobre sus motivaciones. Al principio
probablemente Minalde se había jactado de ser reina, el orgullo formaba parte del papel.
Y, conociendo a Alde, seguramente se sentía culpable por ello, e incluso al admitirlo
había puesto una arma en manos de su hermano.
«Cerdo», pensó Jill fríamente.
—Mira—razonó Jill—. Si Stiarth decide retirarse, cosa que tardará en hacer, ya que al
emperador le encanta la idea de que otros luchen por él, ¿qué hemos perdido? Para
empezar, todo el plan de invadir las madrigueras es una jugada demasiado arriesgada.
Las mejillas de Alde enrojecieron y ella apartó la mirada rápidamente.
—Eso es lo que él dijo —murmuró—. Que yo... quería arruinar la expedición.
— ¿Por qué? —preguntó Jill secamente.
Alde ocultó la cara entre las manos.
—Dice que Ingold me ha estado emponzoñando el alma. Y a lo mejor tiene razón. Hace
un año...
—Hace un año tenías a alguien que tomaba las decisiones del reino —dijo Jill de mal
humor.
Alde sacudió la cabeza tristemente.
—Jill, él sabe más que yo de estas cosas.
— ¡Y un cuerno! Tu hermano sabe mucho, pero sólo de lo que quiere saber, y ésa es la
verdad, por mucho que te duela. —Alde parecía petrificada, y Jill continuó con más
suavidad—: Oye, ¿has cenado algo...? Entonces tu nivel de azúcar en la sangre debe de
estar por los suelos. Te buscaré algo de comer en la sala de guardia, y deberías tomarte
un vaso de vino e irte a la cama.
Pero Alde no se movió.
—Él me quería, Jill —murmuró en voz casi imperceptible—. El antes me quería.
«Te quería como un hombre quiere a un destornillador de veinte dólares —pensó
fríamente Jill— porque es una buena herramienta.»
Pero como sabía que en el fondo de su corazón su amiga era consciente de ello, guardó
silencio.
— ¿Cómo se lo tomó Maia? —preguntó para cambiar de tema.
Alde la miró con ojos muy abiertos.
—Estaba furioso —dijo—. Nunca lo había visto tan enfadado, ni siquiera cuando Alwir
les negó la entrada en la Fortaleza. No lo mostró claramente, al menos en presencia de
Stiarth, pero después... Siempre ha sido tan amable... Govannin usará esto contra Alwir.
—Sacudió la cabeza lentamente, con gesto cansado—. Y por otra parte, no puedo pro-
vocar un cisma en la Fortaleza poniéndome del lado de ellos y en contra de él. No sé por
qué me preocupa tanto todo esto...
«Estás preocupada porque él así lo quiere», pensó Jill sombríamente. Se volvió hacia la
puerta al oír que se aproximaban unas suaves pisadas.
— ¿Quién anda ahí? —preguntó. Los pasos eran de mujer, y no era una guardia.
— ¿Jill-shalos? —Una lucecita sucia y mortecina apareció en el oscuro marco de la
puerta. Iluminaba débilmente una descuidada trenza roja—. Me han dicho que mi
señora Alde estaba aquí.
—Pasa, Lolli. —Alde se irguió en su silla mientras la corpulenta penambria entraba en
la habitación como de puntillas—. ¿Cómo está Snelgrin?
A Jill nunca dejaba de sorprenderle cómo incluso el más humilde de los habitantes de la
Fortaleza parecía aceptar a Minalde como reina y como amiga a la vez. Con frecuencia
veía a Alde recorrer la Fortaleza durante el día, casi siempre con Tir, y sentarse en los
bancos que flanqueaban los canales de la gran Sala Central a charlar con las mujeres
mientras lavaban; o entrar en las salas de la guardia o de las tropas de Alwir y conversar
tranquila y animadamente con algún viejo veterano cubierto de cicatrices.
—Mi señora, no está bien —dijo Lolli en voz baja—. Por eso he venido. Tú conoces a
las personas. ¿Sabes de enfermedades también?
Alde negó con la cabeza.
—Pero ¿no has estudiado? ¿No has leído libros?
—Algunos, un poco. Pero no podría...
—He hablado con Maia, pero no ha podido darme una solución. Y ese Bektis, el brujo...
Perdóname, señora, ya sé que pertenece a tu Casa, pero no sabe ni cómo quitar verrugas,
así que esto...
— ¿Cómo? —Preguntó amablemente Alde—. ¿Qué le ocurre a Snelgrin? ¿Está
enfermo?
— ¡No! —Exclamó desesperada la mujer—. Está fuerte, tan fuerte como un roble, pero
ha cambiado. Después de aquella noche.
—Después de pasar una noche fuera —comentó Jill con voz suave—, no es de extrañar.
—No —insistió Lolli—. Eso dice Bektis, pero no es así. —Sus ojos zarcos buscaban los
de Alde, imploraban su comprensión—. A veces pienso que no es Snel. Que no es él.
— ¿Qué? —gritaron las dos jóvenes casi al unísono. Alde preguntó—: ¿Cómo puedes
decir eso?
—No lo sé. Si lo supiera, sería más fácil. —Lolli escondió el rostro entre sus manos de
nudillos enrojecidos—. Se olvida de cosas, de cosas que debería saber, como... dónde
vivía en la Fortaleza, o por qué salió fuera aquella noche. Hay días que sólo
vagabundea. ¡No sé qué hacer, mi señora! Y casi no habla. Sólo de vez en cuando, pero
es... diferente.
Los ojos de Jill se encontraron con los de Alde por encima de la cabeza pelirroja.
— ¿La impresión? —preguntó Jill en un susurro, y Alde asintió con la cabeza.
—No es sólo por la impresión. —Lolli levantó la cabeza y miró a las dos mujeres con
ojos suplicantes—. No es sólo por la noche que pasó fuera, esperando que los Seres
Oscuros se lo llevaran. Es que cuando me toca... —Una mirada de aversión se le dibujó
en el rostro, y los labios esbozaron una mueca de horror—. No puedo soportarlo. No
llevamos casados más que unas pocas semanas, y sólo queríamos ser felices. Ahora
parece... No puedo soportar que me toque. No es él, y por Dios que no sé lo que es. ¡Oh,
Snel! ¡Snel! —susurró desesperada.
Alde puso sus manos en los hombros de la mujer y le frotó los músculos temblorosos y
tensos. Lolli volvió a bajar la cabeza y siguió llorando suavemente, como un animal
asustado. Durante un buen rato se hizo el silencio, roto sólo por sus gemidos, pero había
algo en la calidad de aquel silencio que hizo alarmarse a Jill. La luz dorada se
proyectaba en su enredado pelo cobrizo, en los nudillos de Alde, y en el azul oscuro del
iris de sus ojos. Su mirada se cruzó con la de Jill. Era una mirada preocupada,
interrogante.
—Lolli —preguntó Jill al cabo de un momento—, ¿dónde está ahora? ¿Dónde está
Snel?
La mujer sacudió la cabeza en gesto cansado, dando a entender que lo ignoraba.
—Sólo el Señor lo sabe —murmuró—. Se pasa las noches vagando por la Fortaleza. No
sé por dónde. Tiene los ojos muertos y en su cara no hay expresión. Es mi marido, y yo
le quería, pero no me atrevo a quedarme a solas con él.
—No, por supuesto que no —asintió Alde—. Escucha, Lolli, todavía vives en la misma
celda que antes, en el quinto nivel, ¿verdad? Lo que tienes que hacer es irte a otro lado.
Coge tus cosas y busca otra celda, preferiblemente con alguien. ¿Crees que Winna te
dejaría dormir en el suelo de su celda esta noche? —Winna era la muchacha que se
había hecho cargo de los huérfanos de la Fortaleza, en cuya compañía habían visto a
menudo a Lolli—. Le pediré a Janus que sus guardias busquen a Snel, y cuando lo
encuentren, Jill y yo hablaremos con él. A lo mejor es sólo algo pasajero. Sólo ocurrió
hace dos días...
—Dos días —susurró la mujer—. Y dos espantosas noches.
—Ven —dijo Alde pasando sus brazos por los hombros de Lolli cariñosamente—,
ahora necesitas descansar.
«Alde acaba de soportar un duro combate político y el hombre cuya opinión más le
importa la ha maldecido —pensó Jill—. Y todavía tiene fuerza para ser amable y
preocuparse por los problemas conyugales de sus súbditos.»
Mientras seguía a las dos mujeres con la lámpara en la mano para localizar las celdas de
los huérfanos, Jill sacudió la cabeza, sorprendida ante la capacidad de la joven reina
para ayudar a los demás.
A aquellas horas los corredores estaban desiertos y las celdas que los flanqueaban
silenciosas. Jill se estremeció, oprimida por la terrible oscuridad, y al mismo tiempo
sorprendida por su propia reacción. Había recorrido los pasillos de la Fortaleza muchas
veces y nunca había sentido el peso de aquel extraño temor. En dos ocasiones volvió la
vista atrás como un gato asustado, pero la luz de la lámpara no reveló nada en las
espesas sombras, sin embargo se sentía a merced de una curiosa sensación de horror
inminente, y se encogía de miedo ante cualquier recoveco ciego de los pasadizos.
El recinto de los huérfanos estaba en el nivel cuatro. Había luces encendidas. Winna,
una muchacha de diecisiete años, estaba sentada entre las mantas apiladas con un
camisón raído, intentando sin éxito calmar a un niño no mucho mayor que Tir que
lloraba desconsoladamente. Otros niños de ojos soñolientos los rodeaban, llorosos e
inquietos, todos con aspecto de haber tenido pesadillas. Cuando Tad, el pastor, el
segundo de Winna, las invitó a entrar, la adolescente levantó la vista.
— ¿Qué ocurre? —preguntó Alde.
Winna sacudió la cabeza.
—Parece que ésta es la noche de las pesadillas. Primero Lydris, luego Tad, y ahora
Prognor.
—Yo no he tenido pesadillas —protestó Tad, ansioso por diferenciarse de sus inferiores.
—No —corrigió Winna—, tú eres mayor para llamarlo pesadilla, pero digamos que ha
sido un mal sueño. ¿Qué puedo hacer por ti, Alde?
«Aquí hay otra persona —pensó Jill—, que a pesar de todos sus problemas todavía se
busca más.»
Winna escuchó atenta las explicaciones que Alde le susurró y los menos coherentes
comentarios de Lolli mientras asentía lentamente y acariciaba los rubios cabellos del
niño que tenía en el regazo. Los pálidos rostros y los grandes ojos que flotaban
incorpóreos en las espesas sombras de la habitación pertenecían a los huérfanos cuyos
padres había perecido en las ruinas de Gae y en la masacre de Karst. «Los niños desca-
rriados de Peter Pan —pensó Jill—, pequeños sobrevivientes de la destrucción del
mundo.» Cuando tanto ella como Alde se marcharon, lo último que vio en la celda fue a
Winna haciendo sitio a Lolli entre los demás niños mientras Tad y algún otro de los
mayores les ofrecían compartir sus mantas.
— ¿Tú qué piensas? —preguntó Jill cuando ambas volvieron a internarse en la
oscuridad del laberinto. El propio movimiento de la lámpara reflejaba en las paredes
monstruosas repeticiones de sus dos siluetas, que las seguían como espías inexpertas.
Alde se encogió de hombros mientras intentaba recomponerse con los dedos la gruesa
trenza cuyos nudos enredados caían como seda enmarañada sobre la negrura y el fuego
de su vestido.
—No lo sé —dijo, titubeante, Alde—, pero Lolli tiene miedo. ¿Es posible que el miedo
a los Seres Oscuros haya vuelto loco a Snelgrin?
—Es lo que yo temía —dijo Jill—. Y créeme, la idea de un loco suelto en la Fortaleza
en plena noche no me tranquiliza demasiado.
—Al menos tú estás armada —añadió Minalde—. Creo que el siguiente paso debería ser
hablar con Janus. Pero si Snelgrin está loco, ¿qué vamos a hacer? ¿Encerrarlo?
¿Alimentarlo durante todo el invierno con un grano que podría plantarse en primavera?
¿Hacer que alguien le corte el cuello, como...? —Se detuvo en seco, pero Jill adivinó el
final de la frase. «Como el Halcón de Hielo hizo con Medda.» Medda, cuya mente había
sido trastornada por los Seres Oscuros, había sido la niñera de Alde. En el camino de
Karst a Renweth nadie hubiera podido hacerse cargo de una pobre loca, ni tampoco
hubiera tenido ningún sentido. Alde lo sabía, y lo comprendía. Pero de lo que Jill estaba
segura era de que nunca había llegado a perdonar al Halcón de Hielo por haber sido
elegido para realizar el trabajo.
— ¿Será peligroso?
—No lo sé. ¿Hay alguna manera de averiguarlo?
—Claro —dijo Jill cínicamente—. Las autoridades de mi país la utilizan mucho.
Cuando alguien pierde la cabeza, esperan a que mate a alguien, y entonces lo encierran.
Si no, no podrían estar seguros.
Alde la miró, incrédula.
—No hablas en serio.
—Te lo juro.
— ¡Pero es horrible!
Jill, a cuya abuela habían matado unos drogadictos, conocidos en todo el barrio, por el
dinero que llevaba en el bolso, se encogió de hombros.
—Sí.
Pasaron por una escalera que llevaba a los niveles superiores, en cuyo vano alguien
había tendido ropa a secar aprovechando el aire más cálido de la noche. No se veía luz
arriba, pero en la siguiente escalera pudieron ver el débil resplandor de una vela,
procedente de la puerta con cortina de una celda, y al fondo se oía la voz de un hombre
cantando una nana. Las chicas bajaron las escaleras, y la oscuridad del corredor las
recibió como si fuera un gran bostezo. Cuando el aire de la ventilación jugó con su pelo,
Jill volvió a experimentar aquella sensación de horror indefinido, como un ultrasonido
que se percibe pero no se puede llegar a oír. Recordó lo que dijo Winna acerca de los
tres niños que habían tenido pesadillas.
—Alde —preguntó en voz baja—, ¿no sientes nada?
— ¿Como qué? —Alde se detuvo. Las sombras del pasillo se cerraron en torno a ellas.
—Quédate quieta un momento.
Transcurrieron sus buenos cuarenta segundos, el silencio era espeso y casi palpable. Jill,
consciente por un instante de la enormidad de la Fortaleza y de la oscuridad que
envolvía sus pasillos y celdas, se estremeció.
—No —dijo—. Vámonos, Jill. ¿Tú qué sientes?
—Creo que los Seres Oscuros están ahí afuera —dijo Jill—. Sentí lo mismo la noche en
que atacaron. Rudy también lo sintió, e Ingold. Tad me contó después que había tenido
pesadillas aquella noche.
Alde echó un vistazo rápido a su alrededor.
— ¿Y las puertas? —susurró—. ¿Aguantarán?
—Eso creo. Los conjuros de Ingold están en ellas. —Jill no pudo reprimir un temblor al
recordar la terrible oscuridad del pavoroso túnel. Ahora, más que nada en el mundo, de-
seaba que Ingold hubiera estado de vuelta en la Fortaleza, por su poder, por la simple
fuerza de su presencia y por su capacidad de ahuyentar al miedo.
— ¿Dónde estará Janus?
—En la sala de la guardia. —Caminaban de prisa por pasillos secundarios y escaleras,
doblando esquinas ciegas que parecían adentrarse más y más en la oscuridad. Bajaron
otro tramo de escaleras, esta vez construidas en la piedra original de la Fortaleza, negra,
suave y pulida. Los ojos verdes de los gatos brillaban con intensidad en los rincones,
más allá del haz de luz de la lámpara. Jill sintió el impulso de desenvainar la espada—.
Y deberíamos despertar a Alwir y contárselo también a él.
—Sí. —Alde caminaba en silencio delante de Jill con la lámpara en alto—. No debe
llevar mucho tiempo dormido, y si los Seres Oscuros están fuera... ¡Oh...! —exclamó
cuando tomaban el corredor principal del Sector Real. Algo pequeño y blanco avanzaba
decidido hacia ellas reptando por el suelo—. ¡Oh, eres un demonio!
A lo lejos, Jill reconoció al pequeño Tir que se arrastraba con su habitual osadía en
busca del precipicio más cercano. Todavía no sabía caminar, pero había perfeccionado
sus técnicas de locomoción notablemente. Sólo se veía el camisón blanco en la
oscuridad como un contorno borroso, como si fuera un conejito correteando
alegremente en una noche de lobos.
Entonces vieron moverse algo en la oscuridad, detrás de él.
Al principio Jill no estaba segura. «Un hombre», pensó. Tenía algo en la mano, y había
salido sigilosamente de la habitación de Minalde. Jill no hubiera sabido decir después
cómo pudo ver aquellos ojos en la oscuridad, pero los vio.
Cuando Alde gritó, Jill ya estaba a medio camino del corredor, con la espada en la
mano, desde donde distinguió borrosamente a Snelgrin, y vio que lo que tenía en la
mano era un hacha. Él debió verla venir y oír el grito de Alde, pero tenía los ojos fijos
en el bebé que gateaba a pocos metros y se movió con rapidez. Instintivamente Jill
cogió a Tir por el extremo del camisón y tiró de él. El niño se deslizó suavemente por el
suelo hasta tropezar con la pared en el momento justo en que el hacha golpeaba
haciendo brotar chispas de la piedra donde había estado un momento antes. Jill estaba
demasiado cerca del hombre como para herirle con la espada, y sin pensarlo golpeó al
hombre en la cara con la pesada empuñadura. Vio cómo se partía la nariz y se abría la
carne, pero aquellos ojos muertos no parpadearon ni una sola vez. El miedo le paralizó
sus miembros y un frío helado se apoderó de ella. Intentó retroceder, pero él la cogió
por el pelo, como si fuera una pluma, y Jill sintió que su cabeza golpeaba la pared con
un crujido. Tir lloraba aterrorizado con gritos salvajes y agudos, ya que Snelgrin se
había vuelto hacia él empuñando el hacha, con el rostro ensangrentado.
Alguien le arrancó la espada a Jill de las ateridas manos. Era Alde, que, como una fiera,
cayó sobre el hombre blandiendo la espada, inexperta pero ferozmente, ardiendo de ra-
bia. Snelgrin retrocedió, levantando los brazos convulsos para protegerse la cara. El
corredor se estaba llenando de gente, de gritos, de luces que bailaban enloquecidas por
las paredes. El llanto de Tir se introducía en el cerebro de Jill como un taladro. Medio
inconsciente, Jill vio al enloquecido Snelgrin barrer a Minalde de su camino como si se
tratara de una polilla, agachar la cabeza, y correr ciegamente hasta desaparecer en la
oscuridad.
Jill corrió hacia Tir, que lloraba desesperadamente junto a la pared, y lo cogió en sus
brazos. No parecía estar herido. Entonces una mujer de cabellera revuelta y rostro
ensangrentado le arrebató el niño y se arrodilló despacio en el suelo, meciéndolo contra
su pecho y arrullándolo.
—Alde —susurró Jill mientras rodeaba los hombros de la chica con un brazo—. Tir está
bien, está perfectamente. ¿Tú estás bien?
La oscura y enmarañada cabeza asintió, y alguien cogió violentamente a Jill por el
brazo.
— ¿Qué ocurre? —preguntó Alwir con expresión demudada. Por el corredor se
acercaban ya sus soldados. No todos estaban vestidos, pero sí armados. Stiarth también
estaba allí, todavía oliendo a mujer, envuelto de cualquier manera en una bata. Así no
parecía tan digno.
—Snelgrin —dijo Jill secamente—. Está loco.
— ¿Quién? —preguntó el sobrino del emperador.
—El hombre que se quedó fuera la otra noche se ha vuelto loco —explicó Jill
entrecortando las palabras mientras Alwir se arrodillaba para abrazar a su sollozante
hermana. No hizo ademán de ayudarla a levantarse, simplemente la mantuvo abrazada
mientras ella se aferraba a él con desesperación.
—Pero ¿por qué?
—Porque... —empezó a decir Jill, y se detuvo en seco. Su mente ya estaba pensando en
otra cosa. Casi sin darse cuenta de que hablaba en voz alta, murmuró—: Ha ido a abrir
las puertas.
— ¿Qué?
Pero Jill ya había echado a correr y se alejaba a toda velocidad por los negros
corredores.
« ¿Hasta qué punto conoce Snelgrin la Fortaleza? —preguntaba sin dejar de correr a
ciegas por aquellos enredados laberintos que tan bien conocía después de semanas de
investigación—. ¿Se arriesgará a atajar por la Sala Central para ahorrar tiempo? ¿Podrá
detenerlo Melantrys en la puerta? ¿Hasta dónde llega la locura de Snelgrin? ¿Irá por
delante de mí, o por detrás?»
No había tiempo para pensar. Entró como una flecha en una de las celdas vacías donde
sabía que había una escalera que llevaba a la gran Sala Central, sin hacer caso de su
vértigo ni del hecho de que la madera de la escalera tenía al menos varios cientos de
años. «Es el camino más corto —se dijo a sí misma secamente—, y lo más que te puede
ocurrir es que te rompas una pierna.»
La madera crujió débilmente al empezar el descenso y la escalera se tambaleó bajo su
peso. La gran sala era un inmenso vacío que se extendía a su alrededor, a través del cual
podía oír débilmente voces, carreras y los agudos y distantes gritos de algún niño
aterrorizado. Los entrenamientos con la guardia habían mejorado sus reflejos: cuando
un peldaño cedió bajo su pie, Jill saltó limpiamente y aterrizó con las piernas
flexionadas en el suelo. Miró a su alrededor y escuchó los sonidos de la oscuridad.
Todo estaba en calma, todo tranquilo, las antorchas iluminaban las puertas, pero no
había rastro de la guardia. « ¿Se habrán incorporado a la búsqueda? —Se preguntó
Jill—. Que Dios nos ayude, es lo único que faltaba.» La idea de un loco homicida suelto
en los laberintos de la Fortaleza era tan aterradora como el pensar que los Seres Oscuros
podían anidar en su interior. Si Snelgrin había subido en vez de bajar, podía vivir
durante años en el quinto nivel sin que nadie pudiera verlo.
«Excepto sus víctimas», pensó Jill.
Sin embargo, tenía razón, Snelgrin no había subido. Desde donde ella estaba, junto a las
puertas del santuario, podía ver los portones interiores infinitamente lejanos bajo el
parpadeante halo de luz de las antorchas. Sin saber bien por qué, echó a correr otra vez.
Estaba en el centro de la Sala Central cuando lo vio. Debía de conocer bien los
laberintos de la Fortaleza, porque apareció por una pequeña puerta situada a la derecha
de los portones, con el rostro desfigurado y cubierto de sangre. Jill vio que ahora llevaba
un hacha mucho más grande y pesada. Agazapado como un animal, descorrió los
cerrojos de las puertas interiores y las empujó. Se abrieron suave y silenciosamente. Las
abrió del todo y calzó una cuña metálica bajo la hoja derecha de la puerta. El sonido del
metal contra el metal resonó débilmente en toda la sala.
« ¡Por Dios, va a abrir las puertas exteriores!»
Jill lanzó un grito de furia salvaje e incoherente, y cubrió a toda velocidad los últimos
treinta metros que la separaban de los portones.
Snelgrin miró hacia arriba, todavía agachado al pie de los portones. Jill tuvo una
confusa visión de su rostro. Era aterrador por lo extraño de su expresión, como si un ser
sin músculos faciales intentara gesticular, porque de la boca floja le caía la baba a
chorros. El hombre lanzó un feroz gruñido y se adentró en el tenebroso pasaje que
conducía a los portones exteriores, unos instantes antes de que Jill lo alcanzara.
« ¿Podrá ver en la oscuridad?», se preguntó en el momento en que de un salto alcanzó
los últimos escalones y se internaba en el pasaje tras él. Pero con las puertas interiores
ya abiertas, no había tiempo para especulaciones ni demoras.
Jill sabía dónde estaban los cerrojos de las puertas exteriores, así que se lanzó hacia
ellos y de repente tocó carne. Ella ya había sentido en su anterior encuentro la fuerza de
Snelgrin, que en la más completa oscuridad era avasalladora, aplastante. Unas manos de
hierro la agarraron y la sacudieron violentamente y hasta sintió que el hacha le rozaba la
pierna mientras intentaba hacer presa en alguna parte del cuerpo de su adversario. Jill
gritaba enloquecida y rezaba para que los guardias aparecieran cuanto antes. El pesado
cuerpo de Snelgrin cayó sobre el suyo, y entonces sintió junto a su oído la respiración
áspera y ronca, y el apestoso olor a sudor rancio del hombre. Por un instante Jill pensó
que había llegado el final. No podía respirar, una avalancha de estrellas brillantes
pareció agitarse ante sus ojos, como si aquellas constelaciones cegadoras iluminasen
realmente la escena: el rostro de Snelgrin crispado como el de un cerdo sobre el suyo,
los ojos vacíos y abiertos de repente con algo parecido a una expresión de sorpresa. Una
flecha le había atravesado la nuez. Con un ronco estertor se llevó las manos a la
garganta, avanzó uno o dos pasos hacia la puerta para intentar abrir los cerrojos de los
portones exteriores, pero como por arte de magia otra flecha silbó en el aire y se hundió
en su nuca.
«Diez puntos para alguien», pensó Jill, y se desvaneció.
Cuando volvió en sí, toda la población de la Fortaleza parecía haberse reunido a su
alrededor. Las voces eran un puro rugido doloroso en el interior de su cráneo. La luz de
las antorchas era cegadora. Cerró otra vez los ojos e intentó volver la cara hacia otro
lado.
Alguien le había puesto una toalla húmeda sobre la frente. Sorprendida, Jill intentó
quitársela, y una mano huesuda le cogió por la muñeca.
—Tranquila, niña —susurró la voz seca de la obispo Govannin. Jill intentó
incorporarse, pero rodó sobre un costado y de repente vomitó. Las fuertes manos de la
obispo la cogieron por los hombros y la sujetaron firmemente.
— ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jill cuando finalmente pudo hablar. Sentía que la
cabeza le daba vueltas y le dolía el cuerpo. Notó que tenía el rostro cubierto de rasguños
y magulladuras de las que no había tenido conciencia hasta entonces.
—Snelgrin ha muerto. —Los dedos esqueléticos de Govannin apartaron un húmedo
mechón de pelo de la frente de Jill—. Como habríamos muerto todos si tú no le hubieras
detenido.
Más allá del rostro grave y estrecho de Govannin, Maia de Thran atravesó el halo de luz
de la antorcha, con el arco todavía en las manos.
—Snelgrin desaparecía por las puertas cuando yo salía de la iglesia —dijo—. Temí no
llegar a tiempo.
—Sí, yo también. —Jill miró a su alrededor. Parecía que una muchedumbre se había
reunido allí para verla. Estaba la mayor parte de la guardia, la mayor parte de los
Monjes Rojos, el ejército privado de Alwir, y la mayor parte de los hombres de Maia;
Melantrys con una herida en la cara, y un bulto del tamaño de una nuez en la sien
derecha; Stiarth de Alketch vestido ahora con una especie de sarong floreado, y Alwir
con su capa de terciopelo sobre el largo camisón, un poco abatido y algo más humano
con los pies desnudos. Aparentemente tres cuartas partes de los hombres, mujeres y
niños de la Fortaleza habían salido en ropa de dormir, si la tenían, o escasamente
envueltos en sábanas. Jill vio al joven Tad, a la corpulenta viuda de Bendle Stooft, y a
Winna, con la melena dorada recogida en apretadas trenzas. Y todos hablaban a la vez.
Janus salió del pasaje de los portones. Caldern y Bok, el carpintero, estaban todavía
intentando sacar la cuña a martillazos. El cuerpo de Snelgrin yacía en el suelo a la luz de
las antorchas, pero su expresión no tenía nada de humano. Jill sintió nuevas arcadas y se
apartó.
Entonces oyó la voz de Bektis, que hablaba alto y rápido.
—Estoy seguro de ello, mi señor. Hay una gran concentración de Seres Oscuros ahí
fuera. Las emanaciones de su perfidia han debido volverle loco...
Jill volvió la cabeza y lo vio junto a Alwir. Bektis estaba impecable con su capa de
terciopelo gris y la larga barba plateada perfectamente peinada. «Interesante —pensó—.
Alwir ha acudido inmediatamente y en camisón, mientras que Bektis se ha quedado
tranquilamente en el Sector Real hasta estar seguro de que el peligro ha pasado.
Probablemente con la cama cruzada tras la puerta. Bien, bien.»
—No —dijo una suave voz a sus espaldas. Al mirar hacia arriba se encontró con los
ojos de Maia. El obispo de Penambra se agachó junto a Jill y observó cómo Alwir,
Bektis y Govannin empezaban a discutir a la luz de las antorchas.
—Snel no llegó a recuperarse de la noche que pasó fuera de la Fortaleza ¿no es así, Jill-
shalos?
Jill asintió.
—Su mujer vino a hablar con nosotras.
—También habló conmigo —dijo el obispo. Miró a Lolli con ojos tristes y afectuosos.
Cuando él y los penambrios se instalaron en la Fortaleza, Maia había vuelto a practicar
la costumbre eclesiástica de afeitarse el rostro y el cráneo. Jill no se había acostumbrado
todavía a ver aquella cara alargada, estrecha y de pómulos salientes sin la enmarañada
barba negra—. Lolli es penambria y, como yo, sabe lo que es dormir fuera y esperar la
llegada de los Seres Oscuros. Yo pensaba que podía haber sido porque estaba solo...
pero yo conocía un poco a Snel. Era un hombre sin imaginación, y se necesita cierto
grado de eso para volverse loco. Pero entonces yo no lo sabía. —Se sentó sobre los
talones, puso sus manos deformes sobre las rodillas y apoyó el mentón sobre ellas; su
largo y desgarbado cuerpo quedó enrollado como en un saco de huesos. Jill se apoyó en
la pared. Le dolía la cabeza, le temblaba todo el cuerpo y no podía controlarlo. El
obispo de Penambra continuó hablando en voz más baja—. Bektis, por supuesto, es un
inepto en cuanto a sanar mentes. Pero he oído que Ingold Inglorion sí sabe hacerlo. Yo
no debería decir esto —concluyó, y a través de su sonrisa brillaron sus blancos
dientes—, pero lamento que no esté aquí.
—Ya somos dos, amigo mío —suspiró Jill.
El la miró con curiosidad un momento, luego miró otra vez al cuerpo desmadejado, de
gesto contraído y tenso y ojos inexpresivos.
—Todos sabíamos que los Seres Oscuros aniquilan la mente de los hombres —dijo—,
pero ésta es la primera noticia que tengo de que son capaces de poner otra cosa en su
lugar.
CAPITULO CATORCE
Rudy Solis e Ingold Inglorion entraron en la Ciudad de los Magos a eso del mediodía
del día siguiente. Desde lo alto de las colinas vieron despejarse la bruma marina y
aparecer ante sus ojos la ciudad, en realidad no mayor que un pueblo agrupado en torno
a su famosa escuela, entre jirones de niebla plomizos, blancos y perlados.
Incluso desde las colinas, Rudy pensó que nunca había visto un lugar tan absolutamente
devastado por la Oscuridad.
En Gae las casas habían sido arrasadas y los tejados y muros socavados. Pero en Quo no
podía encontrarse una simple morada que se tuviese en pie, ni un tejado que no hubiese
sido arrancado de cuajo de sus muros y arrojado con violencia sobre las calles llenas de
escombros. Por el efecto del húmedo ambiente marino las malas hierbas habían
proliferado cubriéndolo todo.
Ingold y Rudy permanecieron largo rato en el último repecho de la colina. La hierba
plateada se rizaba en torno a sus pies, pero no se escuchaba más ruido que las voces de
las aves marinas y el romper de las olas en el acantilado. El aire olía a sal. Una masa de
niebla oscureció el poblado y siguió su camino, como si desvelase los huesos desnudos
de los cadáveres. Estridentes torbellinos de gaviotas se alzaban de entre las ruinas para
volver a posarse poco después. Rudy se preguntó qué aspecto habría tenido la ciudad al
día siguiente del ataque. ¿Habían tomado las gaviotas el poblado como un ejército de
ángeles de la muerte, o quizá las ratas habían llegado primero?
Apenas se atrevía a mirar a Ingold.
El anciano parecía petrificado. Daba la impresión de que el gris del cielo se derramaba
sobre el paisaje, y que sólo los brillantes ojos azules del mago conservaban su color bajo
sus cortas pestañas rojizas. Su rostro no tenía expresión. En aquel momento Rudy no le
hubiera hablado por nada del mundo. Después de un rato, Ingold se puso en camino sin
decir palabra.
Había cadáveres abandonados por toda la ciudad. Por cómo aparecían los huesos
desperdigados, estaba claro que las alimañas se habían disputado los cuerpos sin vida
hasta descuartizarlos. Mecánicamente Rudy identificó rastros de zorros, ratas, coyotes y
cuervos. Ingold examinaba los restos de la masacre con la frialdad de un inspector de
seguros. Los magos, o al menos eso parecía, no habían tenido ni siquiera tiempo para
reunirse y organizar la defensa.
A Rudy no dejaba de sorprenderle el pequeño tamaño de Quo. La población de la
Ciudad de los Magos no debía de haber superado los dos mil habitantes, un tercio de los
cuales, según Ingold, eran aprendices o estudiantes de magia.
Pequeñas y fantásticas casitas de piedra se disponían agrupadas en torno a la plaza
mayor o bordeaban los sinuosos senderos que salían del poblado en todas las
direcciones. Sólo en el centro de Quo había restos de grandes edificaciones, cuyos
desmoronados entramados todavía se distinguían entre los escombros. La escuela
propiamente dicha se encontraba a orillas de la ensenada. Los diferentes edificios
estaban flanqueados por una columnata por entre cuyos pilares policromos podía verse
la plateada superficie del mar. A la izquierda, en a lejanía, estaban los restos del edificio
de entrada, semejante a un castillo de arena desmoronado, flanqueado por las mal-
tratadas ruinas de alguna vasta construcción de múltiples plantas, niveles y torretas. La
vegetación había brotado por todos lados y cubría la mayor parte de las ruinas. A la de-
recha, al final del largo arco de la ensenada, el negro muñón de una torre trucada se
erguía solitario al borde del mar. A aquella torre Ingold se dirigió sin vacilar.
Desde que entraron en Quo el anciano no había pronunciado una sola palabra. Su rostro
estaba sereno y calmado, como si aquellas ruinas hubieran pertenecido a extraños, y no
a él mismo y a sus hermanos. Los desgarrados faldones de su capa, corroídos por la
sangre del dragón, rozaron momentáneamente una calavera y un bastón roto que yacían
semienterrados entre escombros y yerbajos. Detrás de él, Rudy tuvo una aterradora
sensación de déjà-vu.
La torre de Forn era también más pequeña de lo que Rudy había imaginado. Las
edificaciones que la circundaban eran poco mayores que un par de casas de buen
tamaño juntas, y daban a la plaza mayor, que se abría frente al mar.
La planta de la torre no parecía mayor que una habitación amplia. El esqueleto negro y
combado de sus muros todavía se alzaba a unos diez metros de altura. Desde la plaza,
Rudy intentó reconstruir mentalmente la escalera de caracol que ascendía por el costado
de la torre. Mientras seguía a Ingold en el ascenso, contempló la ensenada en forma de
media luna y reparó en la estrecha escalera de piedra labrada que descendía desde la
escuela hasta la playa. Entonces vio medio enterrados en la arena y bañados por las olas
los restos de un esqueleto devorado por los cangrejos.
Los dos hombres alcanzaron la cima de la pequeña colina sobre el que había estado la
torre. Ésta y los edificios circundantes habían sido arrasados con especial violencia, y
los restos de piedra negra yacían desperdigados por todos lados. «Evidentemente, todo
esto fue construido mucho después que la Fortaleza de Dare, y con tecnologías mucho
menos sofisticadas —pensó Rudy mientras se detenía a recoger un pedazo de roca
negra. Cuando se incorporó tuvo que apresurar el paso para dar alcance a Ingold—. Pero
la magia del archimago tendría que haber podido detener a los Seres Oscuros, igual que
Ingold los detuvo en las puertas de la Fortaleza. »
Por delante de él, Ingold caminaba entre las ruinas de lo que en otro tiempo había sido
su hogar con el paso vivo y ligero de quien tiene prisa por llegar a algún lugar, pasando
junto a las puertas destrozadas de las antiguas viviendas de sus amigos sin apenas
detener la mirada.
«Es como un hombre herido de muerte —pensó Rudy, asustado—. Todavía está
aturdido por la impresión. Todavía no ha empezado a sentir el dolor. Y cuando eso
ocurra, que Dios le ayude.»
Frente a ellos el pavimento desaparecía.
Había reventado de abajo arriba, a juzgar por los escombros. Al mirar por el negro
agujero, Rudy pudo ver el laberinto formado por las bóvedas de los sótanos y un suelo
de baldosas rojas desgastadas. Todo el polvo acumulado durante siglos desde la
fundación de la torre se había convertido en fango por efecto de las lluvias. Más abajo
se distinguía otra bóveda, excavada en las mismas entrañas del montículo. Pero al
fondo, en lugar del gris de la roca viva vieron el brillo acerado del negro y pulido
basalto. Desde las profundidades de la tierra sopló sobre el rostro de Rudy una corriente
de aire cálido que portaba el hedor de unas tinieblas aún más profundas.
—Debería haberlo imaginado.
Rudy giró la cabeza rápidamente.
El mago parecía tranquilo y más bien indiferente, pero su enredada barba se agitaba por
efecto del siniestro aliento del subsuelo.
—No tenías forma de saberlo.
— ¡Oh, no lo sé! —Dijo el mago como ausente—. Ya me busqué bastantes problemas
por querer advertir a todo el mundo de la posibilidad de la catástrofe. Debería haberme
dado cuenta de que en todas las ciudades que fueron destruidas había habido en la
antigüedad grandes centros de magia. —Sí, pero los Seres Oscuros han destruido
muchas ciudades —argumentó Rudy, nervioso. Había detectado en la calmada voz del
mago un tono extraño, como el primer temblor que precede a un terremoto—. En
realidad cualquiera de ellas...
Ingold suspiró y cerró los ojos.
—Déjame, Rudy.
—Mira, Ingold... —comenzó a decir Rudy y los ojos del anciano se abrieron. En ellos
había un oscuro pozo de dolor que rozaba casi la locura.
—Déjame —repitió aquella voz rasposa y cansada.
Rudy se alejó apresuradamente. Cuando llegó al pie del altozano volvió la vista atrás.
Ingold no se había movido.
A Rudy le pareció que vagaba por las ruinas de la Ciudad de los Magos durante una
eternidad con el constante bramido del mar como fondo. El romper de las olas era en
cierto modo reconfortante, como un eco de los inviernos californianos. Ya fuera por la
fría y familiar humedad de la costa y su olor salado, ya por la magia que todavía parecía
impregnar la ciudad, se sintió en paz, como si hubiera vuelto a su hogar.
«El hogar —pensó. Sus botas apenas hacían ruido sobre el mármol policromo del
pavimento—. Llegar al hogar y encontrarlo en ruinas, y a la familia..., la familia que ya
no llegaré a conocer..., muerta.» Miró hacia la solitaria y oscura figura que se recortaba
contra el pálido cielo en lo alto de la colina.
«Quo..., desaparecida; todos los que conocías y amabas, muertos; el archimago,
desaparecido; ¡Lohiro, a quien amabas como a un hijo!; ya sólo quedan aprendices
como yo, charlatanes como Bektis y curanderas como Kara y su madre. El ejército de
Alwir está desmantelado, y va a presentar batalla a los Seres Oscuros dejando
desguarnecida la Fortaleza, a merced de los Jinetes Blancos y del imperio de Alketch, si
los Seres Oscuros no acaban antes con todos. Y sólo quedas tú, el último mago, un alma
tan perdida como lo estaba yo en California.
»Sí, podrías haberlo adivinado; pero no, no fue culpa tuya. Aunque no lo aceptarás
jamás.»
Con el corazón encogido, Rudy siguió caminando. Exploró durante un rato las ruinas de
la vieja escuela: aulas cuyos bancos y mesas habían sido pasto de las llamas;
laboratorios y talleres cuyos contenidos habían sido destrozados y pisoteados por una
salvaje e incomprensible violencia, sembrados de cristales y piedras preciosas hechos
pedazos; y las bibliotecas, con sus mesas y sus sillas carbonizadas, despedazadas y
corroídas por el ácido; las páginas de los libros diseminadas por los rincones, medio
podridas por la humedad. En una de esas salas encontró un arpa, semiescondida en un
nicho de la pared y protegida por vigas caídas, el único objeto intacto en aquel mundo
de ruina y desolación.
Mientras se alejaba por los corredores en los que ya empezaba a crecer el musgo para
dirigirse adónde habían dejado a Che, comprendió la verdadera dimensión de aquel
desastre: sin la escuela, los magos de las siguientes generaciones serían como él mismo,
simples invocadores del fuego, soñadores desesperados en busca de una forma de
expresión que no pueden encontrar.
«O peor —pensó—. El que es mago poseerá la magia...» «Si no puedes encontrar un
buen amor lo encontrarás malo.»
El viento jugueteaba con su larga melena. Tenía los dedos helados cuando guardó el
arpa en una de las alforjas de Che. Pensó que al menos podría llevarse algo de la vieja
ciudad de Quo, algo que había sobrevivido a toda aquella destrucción. Se envolvió en la
tosca y pesada piel de su capa de búfalo y permaneció inmóvil contemplando durante un
momento la cambiante luz del sol y la niebla opalina. Pensó en la Fortaleza de Dare.
No como a menudo la había recordado: la penumbra de la silenciosa habitación de Alde
y los sombríos laberintos que encerraban aquellos gigantescos muros. Esta vez la veía
desde lejos, como sólo recordaba haberla visto una vez: la mañana en que él e Ingold
emprendieron el viaje a Quo. Una imagen casi real de la Fortaleza se formó en su
mente, una masa negra y sólida rodeada de nieve, impenetrable, enigmática, auto-
suficiente. También veía con claridad la oscura silueta de la Gran Cordillera Blanca, y
podía sentir el olor del frío, el cortante azote de los helados vientos glaciares... Y con
aquella imagen comenzó a florecer en su corazón el deseo de estar allí, un deseo tan
apremiante como la lujuria. Sin embargo experimentaba aquel sentimiento como algo
ajeno, como si los pensamientos de otro se hubieran proyectado en su corazón.
Volvió a dirigir la mirada hacia la negra silueta de la colina que se elevaba sobre el mar
y el oscuro muñón de la torre de Forn. A través del encaje que formaban las ramas de
los árboles secos vio al anciano con los brazos elevados al cielo. Sobre sus hombros
ondeaba su vieja capa con la refrescante brisa del mar. Y entonces comprendió que lo
que sentía era una llamada, y que quien la lanzaba a los vientos era el hombre que
estaba erguido entre las ruinas de la última ciudadela mágica del mundo, el último
mago, un vagabundo exiliado con una espada a la cintura y la espalda contra la pared.
Desde lo alto de la colina Ingold convocaba a todos los hechiceros de pacotilla, a los
expulsados de Quo por ineptos, a los charlatanes y a las curanderas. Su llamada iba
dirigida a todos los que pudieran oírla, y el mensaje era que se reunieran con él en la
Fortaleza de Dare.
Ingold bajó después de la colina a grandes zancadas, el rostro inescrutable, los ojos
amargos y aterradoramente fríos, como los de un extraño. Rudy se acercó a la
columnata para saludarle, pero aquélla no era la persona que él había conocido.
—Ven conmigo —ordenó Ingold con sequedad—. Todavía nos queda una cosa por
hacer.
El mago apenas cruzó cuatro palabras con Rudy en toda la tarde. Éste desató el burro,
en silencio, y en silencio siguió al anciano por la devastada orilla hacia las ruinas de la
puerta principal de la ciudad. Las terrazas escalonadas del edificio habían soportado
pisos y pisos de jardines incomparables que se habían hundido unos sobre otros. Un
maremágnum de árboles, mampostería, flores, tierra, columnas y travesaños partidos
formaban una colosal pirámide de ruinas, efecto de la catástrofe. Ingold estuvo
buscando hasta que encontró un gran ventanal por el que acceder a la devastada sala
inferior. Se deslizó entonces como un gato entre los semiderruidos bloques de granito y
fue despejando un camino de acceso; Rudy le seguía en silencio, aunque Ingold parecía
haberse olvidado de su existencia. En ocasiones tenían que andar bajo techos que
crujían a punto de desprenderse bajo el peso de los escombros. Mientras seguía al
anciano como podía, Rudy temió que en realidad estuviera buscando su propia muerte.
Era posible, comprensible incluso, que hubiera decidido perecer con sus amigos en la
ciudad que había sido su hogar; pero, cuando consiguieron llegar a la sala medio
enterrada bajo las resquebrajadas bóvedas, Rudy comprendió por qué Ingold había ido
allí.
El fulgor azulado de la luz mágica bañó lentamente la larga y estrecha sala y dibujó con
sus reflejos las encuadernaciones doradas de interminables filas de viejos volúmenes.
Como un fantasma que regresa al mundo de los vivos, Ingold paseó entre las filas de
mesas de lectura, acariciando con sus manos fuertes y cubiertas de cicatrices los libros
como un hombre acaricia el rostro de la mujer amada.
Era obvio que no podían llevárselo todo. Había centenares de volúmenes, toda la
sabiduría mágica acumulada durante siglos; una sabiduría que, sin embargo, había
quedado fatalmente deteriorada. El conocimiento había sido la razón de ser de Quo,
como lo era de la magia. Proteger todo aquel saber había sido el porqué de su existencia,
la justificación de los anillos de encantamientos que protegían la ciudad, la causa por la
cual había muerto tanta gente. ¡Y ahora Quo se había perdido para siempre!
Silencioso, Ingold pasó las manos por los candados y las cadenas que custodiaban los
libros en sus estantes, y las cadenas tintinearon débilmente al abrirse. Llevó dos
volúmenes al umbral de la biblioteca, donde le esperaba Rudy, y se los entregó como si
fuera un criado desconocido.
—Tendrás que volver luego a por más —dijo Ingold secamente antes de alejarse.
En total seleccionaron dos docenas de libros. Rudy no sabía cuáles de ellos eran de
interés, ni por qué Ingold había escogido aquéllos y no otros, pero todos eran
voluminosos y pesados. Cuando Che no pudo aguantar más peso, Ingold hizo dos
grandes hatillos con los restos de una cortina para transportar entre él y Rudy lo que no
podía llevar el burro. Después de ver la expresión del anciano, Rudy no se atrevió a
quejarse del peso. Cuando salieron por última vez del montón de escombros, Ingold se
volvió y formuló conjuros de vigilancia y protección sobre la totalidad de las ruinas para
que ni la lluvia, ni la descomposición, ni las bestias penetrasen en ellas, para que todo
quedase tal y como estaba hasta que él pudiese volver.
Para entonces ya había anochecido.
Acamparon en la playa. Si los Seres Oscuros rondaban todavía por la ciudad muerta, las
ruinas ofrecían escondrijos más que suficientes para ellos. Mientras Ingold protegía el
campamento con círculo tras círculo de protección, Rudy pensó que debían de vagar
muchos fantasmas entre las ruinas de la ciudad. La noche era fría y olía a hierba
mojada; pero sobre el océano, las nubes revelaron una luna llena y luminosa como una
gran fruta blanca que bañaba todo con su luz escarchada. El crepitar del fuego se
mezclaba con el lento susurro de las olas, y Rudy volvió a recordar California.
«El hogar —pensó Rudy—. El hogar.»
Sacó el arpa que había encontrado y recorrió con dedos indecisos sus oscuras y
armoniosas curvas. El fuego se reflejaba en la plata de sus cuerdas y en los dibujos de
esmalte rojo de la caja.
Rudy apenas sabía rasguear en una guitarra media docena de canciones de los Rolling
Stones, pero sabía que aquel instrumento estaba diseñado para música de una clase y
belleza superior a sus conocimientos.
Rudy percibió una chispa de luz en los ojos de Ingold.
— ¿Sabes cómo se toca esto? —le preguntó tímidamente—. ¿O cómo se afina?
—No —dijo ásperamente Ingold—. Y te agradeceré que no la toques hasta que no sepas
lo que estás haciendo. —Sin una palabra más se dio la vuelta y siguió mirando al mar.
Rudy envolvió de nuevo el arpa cuidadosamente.
«Seguro que Alde puede enseñarme —se dijo—. De todas formas, alguien habrá en la
Fortaleza que sepa tocarla.» Imaginaba perfectamente cómo debía ser el sonido del arpa
y comprendía que Ingold no quisiera que lo mancillasen unas manos inexpertas.
—Se llama Tiannin —añadió Ingold un momento después sin mirarle.
«Tiannin», pensó Rudy. Le hacía pensar en el fresco viento del sur que en las noches de
verano alegra el corazón. La guardó en las alforjas de Che y volvió junto al fuego. A lo
lejos puedo ver la línea quebrada de la columnata, y su vista de mago siguió la
decoración de flores, corazones y ojos labrados en la barandilla. El bulto oscuro de la
torre de Forn se alzaba contra el cielo como el tocón de un árbol y bajo el resplandor
azulado del mar. Hacia el oeste la luz de la luna se reflejaba en las olas, como un
bordado de encaje opalino sobre el blanco pecho de la playa.
En un instante Rudy detectó el brillo de un objeto de metal afilado sobre la mesa negra
del acantilado.
Parecieron detenerse al unísono la respiración de Rudy, su corazón, y el tiempo; en
cambio Ingold levantó la mirada y la dirigió a la oscuridad. El brillante resplandor del
fuego mostró en el rostro del mago una esperanza casi dolorosa. Durante un buen rato
no sintió nada más que el oleaje del océano y el salvaje martilleo de su corazón.
A lo lejos volvió a aparecer aquel breve centelleo dorado, acompañado de algo que se
movía entre las sombras a lo largo de la playa. Intentó moverse, pero la mano de Ingold
le cogió por la muñeca impidiéndole levantarse.
En lontananza vio el brillo de la media luna que remataba un largo báculo y una
cabellera dorada. El viento ondeaba orgullosamente la capa del hombre que caminaba
por la orilla del mar hacia ellos. Rudy sabía que el campamento estaba totalmente
protegido por los círculos de encantamientos de Ingold, tan difíciles de atravesar como
las murallas de aire que todavía rodeaba el cementerio de Quo. La mirada del hombre
estaba clavada en ellos. A la luz de la luna, Rudy vio que sonreía. Caminaba a grandes
zancadas. La mano de Ingold se cerró como un doloroso cepo en torno a la muñeca de
Rudy.
Cuando se hallaba a una docena de metros, Lohiro echó a correr hacia ellos. Ingold se
puso en pie instantáneamente y corrió a su encuentro. Los dos hombres se cogieron de
las manos afectuosamente y la luz de la luna mostraba al viejo y al joven juntos y se
reflejaba en los cabellos plateados de uno y en los dorados del otro y en el esqueleto que
yacía medio enterrado en la arena a sus pies.
— ¡Ingold, viejo vagabundo! —dijo Lohiro cariñosamente—. Sabía que vendrías.
— ¿Por qué te quedaste? —le preguntó Ingold más tarde, cuando se sentó con ellos
frente al fuego. Lohiro levantó los ojos del plato de tasajo y pan que acababa de devorar.
A Rudy le pareció que estaba muy demacrado, a pesar de lo elegante de sus facciones.
Sus ojos eran tal y como Rudy los había visto en el cristal de la Fortaleza, grandes y de
un azul confuso, como caleidoscopios salpicados de manchas y con aquella extraña
carencia de expresión que Rudy ya había notado entonces. Después de ver a Ingold ante
las ruinas de la torre de Forn, todo tenía sentido.
—Porque no pude escapar —rió Lohiro breve y amargamente bajo la dura mirada de
Ingold—. ¡Ah, los Seres Oscuros se han ido! —les aseguró con voz tensa e irónica—.
Se fueron aquella misma noche, como una nube gigantesca que cubría el cielo, pero
yo... Recuerda que tuvimos que unir todas nuestras fuerzas para tejer el laberinto. Para
un hombre solo es muy difícil desentrañarlo.
—Y sin embargo ellos sí lo hicieron.
Los finos dedos de Lohiro señalaron hacia arriba.
—Por el aire —explicó—. Por encima del laberinto.
Ingold frunció el entrecejo.
— ¿Cómo puede ser? El laberinto se alza sobre la ciudad a kilómetros de altura.
Lohiro guardó silencio un momento.
—No lo sé —dijo—. No lo sé.
— ¿Os cogieron por sorpresa? —le preguntó Ingold quedamente.
El archimago asintió con la cabeza. Detrás de él, su báculo estaba clavado en la arena
como una lanza, y su media luna relucía con un brillo azul.
— ¿También los Seres Oscuros que venían de la madriguera de las llanuras?
—No. —Lohiro levantó la cabeza, algo sorprendido por la pregunta—. No,
abandonaron aquel nido para unirse al ataque a Gae. ¿Pero no...? Claro, no podías
saberlo. —Suspiró y se frotó los ojos—. Supimos que habían partido de las llanuras para
atacar Gae... ¡Oh, creo que fue la misma noche que ocurrió! Hacía semana que
estábamos como locos. Hubo consejos y asambleas, investigábamos día y noche,
equipos de estudiantes de primer año buscaron en los libros más viejos de la biblioteca y
Thoth, el cronista, desempolvó sus documentos más antiguos, libros tan viejos que no se
deshacían gracias a las telarañas y a los encantamientos. Me recordaba al viejo avaro del
chiste cuyo camello predilecto se había comido un diamante. Pero el caso es que no
encontramos nada. Sólo... —Lohiro pareció indeciso, como si estuviese luchando
consigo mismo. Su frente se contrajo momentáneamente en un gesto de dolor.
—Sólo que... ¿qué?
Lohiro levantó otra vez la mirada y sacudió la cabeza.
—Era muy tarde. Thoth, Anamara y yo estábamos despiertos todavía, pero me parece
que casi todos los demás ya se habían ido a dormir. Todos nosotros habíamos visto la
caída de Gae de una forma u otra. Había una gran pesadez sobre la ciudad. No creo que
ninguno de nosotros temiese todavía por su seguridad. Ocurrió... de repente. —El
archimago hizo chasquear sus largos dedos—. Así. Una increíble explosión. Nunca
había visto nada parecido. Ya visteis cómo quedó la torre.
Ingold asintió con la cabeza. En su voz había un cansancio infinito.
—Como con los experimentos que hacía Hasrid con los polvos explosivos. ¿Te
acuerdas de cuando hizo volar aquella casa de piedra?
Lohiro sonrió levemente.
—Aquello no fue nada comparado con esto. Fue como... No sé. Sacudió hasta los
cimientos de la torre. Creo que no reaccioné. Me quedé allí sentado como un tonto y
probablemente eso me salvó. En cambio, Anamara corrió hacia la puerta, la abrió y los
Seres Oscuros cayeron sobre ella como una gran ola. Creo que no tuvo tiempo ni de
pronunciar una palabra.
Ingold apartó la mirada y Rudy pudo ver a la luz ambarina del fuego que todos los
músculos de su rostro, desde las sienes a la mandíbula, se tensaban con repentina
violencia.
Lohiro siguió hablando:
—Creo que Thoth consiguió formar una bola de fuego... no lo sé. No lo sé. Luego... —
Se detuvo al ver la expresión de Ingold—. Lo siento —dijo suavemente, con los ojos
bajos. Se hizo el silencio durante un momento interminable, un silencio sólo roto por el
batir de las olas en la brillante y húmeda arena—. No lo sabía.
Ingold se volvió hacia él. Su rostro estaba tranquilo, pero algo había cambiado en sus
ojos.
—No es nada —dijo simplemente—. Nunca lo fue.
Lohiro esbozó una sonrisa de alivio. Rudy observó que las sienes del viejo mago
estaban perladas de sudor.
—Y eso fue todo —continuó el archimago con calma—. Formulé el conjuro de
enmascaramiento más poderoso que conocía, me escondí debajo de la mesa y me puse a
rezar. —Sus largos dedos se entrelazaron lentamente y empezaron a acariciar
inconscientes los fuertes huesos de las manos exageradamente finas—. Un segundo
después se produjo una explosión aún mayor que la primera, y pareció que la mitad de
la torre se venía abajo, que es realmente lo que ocurrió. Desde donde yo estaba no pude
ver nada, ya que una especie de huracán arrasó la habitación en pocos segundos. No
había nada que yo pudiera hacer, ni siquiera salir y hacerles frente. La habitación estaba
invadida de Seres Oscuros que zumbaban como un enjambre de abejas. A través de un
boquete en el muro de la torre pude ver que toda la ciudad estaba envuelta en una nube,
como si estuviese en el centro de una tormenta. —El viento marino volvió a soplar y
agitó suavemente su rubia y espesa cabellera. Lohiro sacudió la cabeza y alzó los ojos
cansados y vacíos hacia los de Ingold—. Nadie tuvo la menor oportunidad —dijo en
voz baja—. Vi luces, fuego; pude oler el Poder que alguien lanzó contra la tormenta,
pero no sirvió de nada. Había tal cantidad de Seres Oscuros, tantos... Sé que alguien se
transfiguró en dragón. Desde donde estaba pude verlo, como una gigantesca águila roja
rodeada de avispas. Pero supongo que la mayoría ni siquiera llegó a enterarse de lo que
ocurría.
El viento marino soplaba con fuerza y Rudy vio que las nubes se cernían sobre la
resplandeciente luna.
—Y después —dijo Ingold con calma—, ¿por qué no te pusiste en contacto conmigo?
—Lo intenté —dijo el archimago con un suspiro—. Los que forjaron el laberinto
estaban muertos, pero el laberinto seguía en pie. Estuve intentando contactar contigo
durante dos semanas.
Ingold empezó a decir algo más, pero se detuvo. A la luz del fuego parecía súbitamente
más viejo y agotado, y las oscuras líneas de amarga preocupación cortaban su boca y
sus ojos como alambre.
La oscuridad cubrió la playa como una cortina, la luna se perdía con rapidez ahogada
entre las nubes. Su mortecina luz se reflejaba en las blancas crestas de las olas. Incluso
con la protección de las rocas, el fuego empezó a temblar con el viento.
—Sí, pero ¿por qué no...? —empezó a decir Rudy.
Ingold le cortó en seco.
— ¿De qué has vivido hasta ahora?
Lohiro se rió amargamente entre dientes.
—De musgo.
— ¿Del nido?
Lohiro asintió, y su larga boca triangular se desencajó en una mueca de ironía.
—Oh, quedaban algunos víveres, pero había que luchar contra las ratas por ellos. Viví
así algunos días, sólo al final bajé a la guarida de los Seres Oscuros, y viví del musgo,
como sus pobres y desventurados esclavos. Y no ha sido peor que... —Se interrumpió
otra vez con una fugaz mueca de dolor. Sus manos se entrelazaron con fuerza.
— ¿Sí? —preguntó Ingold suavemente.
Los cambiantes ojos de Lohiro parpadearon, brillantes y ausentes.
— ¿Qué estaba diciendo?
—Hablabas del musgo.
— ¡Ah! —Lohiro volvió a encogerse de hombros—. A veces me pregunto... He vivido
como una bestia, solo. En la oscuridad. Como un topo. Creía que me iba a volver loco.
—Sí —intervino Rudy—. Pero ¿por qué no te...?
— ¡Rudy, silencio! —le espetó Ingold secamente. Rudy, sobresaltado por la dureza de
su tono, guardó silencio. El perfil de Ingold se recortaba contra el oscuro mar, y Rudy
observó que las aletas de la nariz le vibraban imperceptiblemente, como si estuviera
conteniéndose—. ¿Qué decías de los esclavos de los Seres Oscuros?
Los ojos de Lohiro se agitaron en sus oscuras y profundas órbitas.
— ¿Qué pasa con ellos?
— ¿Estaban allá abajo? —El olor de la tormenta que venía del mar se hizo
repentinamente intenso, como las continuas ráfagas de viento.
—No —dijo Lohiro después de un momento—. No. Ya no estaban. No sé qué fue de
ellos. No encontré el menor rastro.
Ingold parecía meditar. Se inclinó hacia adelante y cogió un palo para avivar el fuego.
Los rescoldos resoplaron y el viento pareció estirar las llamas.
—Tenías razón acerca del dragón —comentó casualmente—. También quedó atrapado
en el laberinto. Tuvimos que matarlo.
— ¿Sabéis quién era?
—Creo que Hasrid —dijo Ingold—. Siempre le gustaron los dragones.
El archimago asintió.
—Así es...
Confuso, Rudy miró a uno y a otro a la luz del fuego. Todo lo que no había podido decir
bullía en su cabeza. De repente y sin motivo aparente sintió miedo, miedo de Ingold,
duro, distante y retraído sobre sí mismo; miedo del alto y delgado archimago, que se
retorcía las manos sin parar y hacía chasquear los dedos, sentado en el mismo borde del
círculo de la luz del fuego; miedo de la tensión que se percibía entre ellos dos; miedo de
las cosas que no se decían y que ambos sabían, y de un peligro que no podía definir.
—Mira—dijo finalmente—, me voy a pasear por la playa...
Ingold no movió ni un solo músculo.
— ¡Cállate y quédate donde estás! —Levantó la vista del fuego y miró a Lohiro de
nuevo—. ¿Sabes? Rudy no es mal discípulo. Hizo de señuelo tan bien como tú lo hiciste
con el dragón que matamos en el norte.
Lohiro asintió con varios movimientos lentos de cabeza.
—Sí —dijo—, lo había olvidado.
Sus ojos se encontraron a través del fuego. El silencio se tensó como un cable de acero a
punto de romperse. Una señal de alarma atravesó como un rayo la mente de Rudy advir-
tiéndole de un peligro escondido; pero igual que cuando se quedó paralizado mirando
fijamente a los ojos del dragón, fue incapaz de moverse. En el brillo cambiante de los
ojos de Lohiro no había nada de humano, nada en absoluto.
—Tú no has hecho de señuelo en tu vida —dijo Ingold quedamente.
Los ojos del archimago aparecían inexpresivos, ausentes. Su inmovilidad era como la de
un autómata; sus manos dejaron de agitarse nerviosas y convulsas y los músculos de su
rostro se tensaron bruscamente. Durante un tiempo que pareció una eternidad no se oyó
más que el rugido del océano y la ronca respiración de Ingold.
Entonces, Lohiro atacó con una velocidad vertiginosa. La media luna de metal de su
báculo pareció arder al proyectarse por encima del fuego hacia la garganta de Ingold, el
cual ya tenía la espada en las manos presto a esquivar el golpe, que hizo rodando hacia
un lado mientras Lohiro se abalanzaba sobre él. La capa del archimago hizo volar una
nube de arena y ceniza, sus ojos estaban aterradoramente vacíos y Rudy paralizado por
la impresión, contemplaba horrorizado el combate.
Ingold esquivó el golpe de Lohiro por tan poco que una de las puntas de la media luna
del báculo dibujó una fina línea roja en su mejilla derecha. Trabó la espada en la otra
punta de la media luna y, aprovechando la fuerza del golpe hizo saltar el arma de las
manos del archimago. El báculo cayó sobre la arena. Rudy lanzó un grito indefinido de
terror y alarma mientras Lohiro se abalanzaba con las manos vacías sobre Ingold... ¡y se
transformaba!
El cuerpo largo y esbelto del archimago parecía ahora encogerse entre los pliegues de su
túnica desgarrada, y sus blancas manos se multiplicaron hasta convertirse en afiladas
garras. Sin interrumpir el movimiento se convirtió en una masa viscosa y oscura con
una boca rodeada de tentáculos que chorreaban ácido sobre la arena y una gruesa cola
espinosa que serpenteaba buscando el cuerpo de Ingold. Entonces se desataron los
vientos y una tormenta como una avalancha helada se apoderó del ingrávido cuerpo
oscuro como si fuera una inmensa cometa y se perdió con él en la noche.
El viento rugía alrededor de Ingold y de Rudy; las nubes de arena ahogaban el fuego;
Rudy seguía sentado con la boca abierta, horrorizado y conmocionado, hasta que Ingold
llegó a él a grandes zancadas entre el salvaje caos de los elementos y tiró de él para
levantarlo. El anciano recogió su bastón del suelo, tomó las riendas de Che y empujó a
Rudy hacia las ruinas de Quo en medio del huracán.
Lohiro estaba esperándolos en lo alto de la escalinata que subía desde la playa. Su cara
aparecía tan pálida como la de un cadáver de ojos de cristal en medio del salvaje
torbellino de viento y magia, y la cabellera dorada le caía sobre la frente confiriéndole
un aspecto de animal salvaje. Sobre el estruendo de las olas al romperse, su voz resonó
clara, fría y burlona.
—Bien, Ingold, ¿de verdad vas a matarme? —Y empezó a bajar los escalones, con su
lanza de dos puntas lista para atacar—. ¿A mí?
—A ti con más razón, hijo mío.
Con un súbito movimiento, Lohiro hizo girar el báculo y lanzó un golpe a la sien de
Ingold con el extremo inferior, reforzado con hierro. El anciano se agachó, veloz como
el rayo, y atacó al instante. Rudy vio una delgada línea de sangre sobre la piel blanca
mientras el archimago se echaba atrás esquivando la hoja de la espada y descargando el
báculo como un hacha. Ingold paró el golpe con la cruz de la espada, desvió el asta
silbante y atacó al archimago en la fracción de segundo en que el báculo golpeaba el
suelo y su oponente perdía el equilibrio. Una poderosa llama de fuego brotó de la mano
de Lohiro hacia la cara del anciano. Ingold se cubrió los ojos con un brazo y el
archimago blandió de nuevo el báculo, lo enganchó entre los pies de su adversario y lo
hizo rodar sobre a arena. Con el mismo movimiento, volvió a hacer girar el jáculo y
atacó a la garganta del viejo como si empuñara un tridente. La maniobra fue
increíblemente rápida y fluida, tan mortal como la mordedura de una serpiente, pero, de
alguna forma, el viejo ya no estaba en la trayectoria de la afilada punta del arma.
Mientras rodaba por el suelo, agarró el asta del báculo con las dos manos, apoyó los pies
en el vientre de Lohiro y lo arrojó por encima de su cabeza sobre la oscura playa. Ingold
se arrodilló, jadeante. De la palma de su mano brotaba un chorro de fuego, pero Lohiro
había desaparecido.
El mago se puso en pie con un esfuerzo sobrehumano, la lluvia empezaba a caer a
raudales del cielo negro y rugiente, Rudy corrió hacia él como si despertara de un trance
y, sin decir palabra, Ingold le cogió del brazo y lo arrastró hacia las escaleras. Los
truenos bramaban en el cielo y los relámpagos revelaban los huesos desnudos de la
ciudad desierta y cegaban a los fugitivos. La cortina de agua les pegaba los cabellos a la
cara y les impedía ver en la huida a ciegas. Las columnas que flanqueaban la escalinata
saltaban ante sus ojos con brillo azul eléctrico y volvían a perderse en la oscuridad con
los estallidos de los truenos. El aguacero empapaba sus capas, seguían corriendo, pero
apenas avanzaban. Che rebuznaba y tiraba de las riendas, aterrorizado por el olor a
electricidad y poder mágico. Rudy se preguntó angustiado qué iban a hacer si aquella
estúpida bestia se perdía con todos sus víveres y los libros que Ingold había recuperado
poniendo sus vidas en peligro.
Pero entonces una luz cegadora le quemó los ojos, el hedor del ozono se introdujo hasta
sus pulmones y se le erizaron los cabellos con el aterrador chasquido del rayo. El
impacto dio en la pared desmoronada que tenían delante y al volverse, Rudy vio a
Lohiro detrás de él, con los ojos inexpresivos y la sonrisa burlona.
Un relámpago iluminó la mano blanca de Lohiro, alzada en medio de la lluvia. El trueno
que siguió fue una explosión blanca y ardiente. La columna junto a la que se
encontraban saltó en pedazos y la lluvia arreció. A través de la cortina de agua el
archimago era una mancha, una figura desvaída. Sus cabellos rubios colgaban pegados a
su cabeza, y avanzaba despacio enarbolando su lanza de dos puntas. Rudy retrocedió,
demasiado asustado para salir corriendo.
Ingold se interpuso entre Rudy y el archimago. La hoja de su espada centelleaba
fantasmagórica bajo la lluvia torrencial.
El viento sopló con renovadas fuerzas y los dos magos giraron sobre el pavimento
inundado, tanteándose.
«Metro y medio de hoja —pensó Rudy como en sueños— contra dos metros de asta de
madera dura como el acero. El piso resbaladizo y una lluvia de mil demonios.»
Ingold giraba lentamente a la derecha, haciendo una finta tras otra, tentando a su
contrincante, pero el archimago se balanceaba como una serpiente y atacaba con
rapidez. Ingold respondía bien, pero un nuevo trueno hizo temblar el suelo y el aire.
Pero había dos Lohiros. Rudy vio el segundo a un paso, agazapado junto a la columna
destrozada a menos de un metro de él. Raudo y sigiloso, el doble del archimago saltó
sobre la espalda desprotegida de Ingold con su lanza de dos puntas.
— ¡Ingold, cuidado! —aulló Rudy como un poseso.
El mago se giró. Medio cegado por el viento, Rudy atacó con su espada al segundo
Lohiro, que se esfumó en el aire en un instante. Vio que Ingold se apartaba demasiado
tarde del recorrido de la lanza y se tambaleaba llevándose las manos al costado cuando
el báculo de Lohiro silbó al girar en el aire y golpeó con su extremo inferior la sien del
anciano. Rudy quedó por un instante paralizado de horror mientras Lohiro arrancaba sin
esfuerzo la espada de las manos de Ingold. El archimago se inclinó sobre el cuerpo
encogido de Ingold con un mirada despiadada de satisfacción en los ojos de autómata.
Entonces fue cuando, con un aullido de furia, Rudy se abalanzó sobre el archimago sin
pensar en las consecuencias. Su espada rasgó la cegadora cortina de lluvia, pero sólo
encontró oscuridad y el eco de la risa burlona de Lohiro a lo lejos.
Rudy regresó junto a Ingold, que luchaba por incorporarse de un gran charco de lluvia
ensangrentado. Che había desaparecido por una de las oscuras puertas medio derruidas.
Rudy tiró del anciano para levantarle, recogió la espada del suelo y arrastró al viejo
como pudo al abrigo de la puerta.
Debía de ser uno de los pocos edificios de Quo que todavía conservaba el techo. Rudy
temblaba de miedo cuando dejó a Ingold sobre un montón de hojas secas y restos de
libros empapados. Formó una pequeña bola de luz mágica y su resplandor azulado
mostró dos esqueletos acurrucados en la otra esquina de la habitación.
El rostro de Ingold, pálido, ensangrentado y dolorido, parecía un cadáver a la trémula
luz del ambiente. Rudy pudo ver dónde se habían clavado las puntas de la lanza al
volverse distraído por su estúpido grito.
«Justo lo que Lohiro quería que hiciese, Dios le maldiga», pensó Rudy con furia
mientras intentaba aflojarle la ropa a Ingold para verle la herida.
—No —musitó Ingold desesperadamente.
—Estás herido —susurró Rudy—, tengo que...
—No. Soy un sanador, Rudy. Me curaré.
El viejo jadeaba al respirar y se apretaba la zona herida.
— ¡Vas a desangrarte! ¡Déjame...!
— ¡No seas imbécil! —Los ojos de Ingold se abrieron como platos, y una vez más eran
los ojos de un extraño, duros, brillantes, inyectados de rabia. Su respiración era ronca,
pero Rudy podía ver los hilos de sangre que chorreaban entre sus dedos—. ¿Quién te ha
dicho que me metieras aquí dentro?
Su arrogancia hizo perder los estribos a Rudy.
— ¡Tenía que hacerlo! ¡Estabas sangrando como un cerdo!
— ¿Y de quién es la culpa? —Dijo secamente Ingold—. Caer en una de las trampas más
baratas inventadas por el hombre... Y además en una de sus peores versiones.
— ¡Muy bien, lo siento! —Gritó Rudy con furia—. ¡La próxima vez te dejaré que hagas
la guerra por tu cuenta!
Igualmente furioso, Ingold insistió:
—Y además, si no eres capaz de distinguir...
Los dos levantaron la vista al desvanecerse la luz mágica. Rudy sintió la presencia del
mismo Poder sobrecogedor que en el bosque encantado le había arrebatado las fuerzas.
En la creciente oscuridad sintió cómo el poder de Ingold se expandía en un intento
desesperado de convocar a la luz, pero tropezó con la misma fuerza inexorable. Gracias
a su visión de mago, vio incorporarse a Ingold y oyó su dolorosa y áspera respiración.
En el exterior la tormenta de granizo repiqueteaba en el pavimento. Un relámpago
iluminó la tromba de agua torrencial y silueteó la figura alta y angulosa que se erguía
delante de la puerta.
La luz mágica volvió a brillar de nuevo en la habitación, jugando como un fuego de San
Telmo sobre los tapices de hilo fino y los restos de sillas carbonizadas, sobre los
cabellos dorados y los ojos extraviados de Lohiro. Su larga boca triangular se torció en
una sonrisa burlona ante la visión de los dos fugitivos ensangrentados y acurrucados en
una esquina. Descendió lentamente los escalones que bajaban a la habitación.
Rudy hizo un torpe intento de desenvainar la espada, pero Ingold tiró de él hacia atrás.
—No seas estúpido. —El anciano herido se puso en pie con dificultad apoyándose en
los restos de una silla. La hoja de su espada brillaba con una súbita luz fría.
«Mira quién fue a hablar», pensó Rudy.
Ingold se tambaleó y se apoyó en la pared. Rudy no supo si estaba fingiendo, pero
consiguió engañar a Lohiro. La hoja bífida de la Tanza centelleó a pocos milímetros de
los ojos de Ingold, pero el anciano desvió en el último instante el golpe con el puño de
la espada y la lanza se clavó profundamente en la madera del suelo. Lohiro soltó la
empuñadura del arma y saltó limpiamente con las manos libres.
Ingold acometió contra él. El filo de su espada parecía arder. Rudy comprendió con
horror la ira de Ingold por haberle puesto a cubierto, y también la causa de que hubiera
desencadenado la tormenta. A salvo del viento y de la lluvia, Lohiro volvió a
transfigurarse en un Ser Oscuro. Después de esquivar el arco luminoso de la espada de
Ingold, se abalanzó no sobre él, sino sobre Rudy.
No tuvo tiempo de desenvainar la espada, así que se tiró de bruces al suelo y se cubrió
la cabeza con los brazos, medio asfixiado por el olor a piedra, moho, sangre y ácido;
sólo sintió que una áspera capa le rozaba la cabeza y en la oscuridad oyó cerca el silbido
del metal. Cuando abrió los ojos, vio que Ingold estaba a su lado. La mancha carmesí de
su costado seguía creciendo. A pocos metros, Lohiro extraía su lanza del suelo, sonreía,
pero su mirada seguía siendo la de un muerto.
El archimago se puso otra vez en movimiento con la agilidad de un gato. La Oscuridad
podía haberse apoderado de su mente, pero el cuerpo y la destreza eran los suyos. Y
estaba fresco, pensaba Rudy. En cualquier caso, más que Ingold. Además, el archimago
no era consciente de que quería matar al que había sido su mejor amigo.
Rudy vio fugazmente a Ingold. Sus ojos inyectados en sangre brillaban en el fondo de
su rostro herido. No había lástima en ellos, ni tampoco remordimiento. Como Lohiro,
Ingold era una máquina de matar.
Se revolvió con una ágil finta ante el ataque de la luminosa hoja del báculo y esquivó
las afiladas puntas que buscaban su vientre. Lohiro esquivó la embestida del anciano, y
saltó atrás para recuperar la distancia que le convenía antes de volver a atacar. Las
puntas de la media luna se trabaron en la espada de Ingold y la hicieron saltar con saña
por los aires. La hoja de acero relampagueó al chocar contra la pared e Ingold, de-
sarmado, dio un paso atrás.
Lohiro saltó como un puma dorado. Rudy no vio mover las manos a Ingold, pero debía
haberlo hecho, ya que, aunque Lohiro no tenía ningún obstáculo delante, pareció
tropezar y tambalearse. Aprovechando el instante ganado, Rudy desenfundó su espada y
se la lanzó a Ingold. Si el mago hubiese estado menos agotado habría reaccionado más
rápido, pero Lohiro consiguió evitar la caída y recuperó el equilibrio. Una confusa
explosión pareció estallar entre ellos, e Ingold cayó de espaldas contra la pared más
lejana del habitáculo. Una fracción de segundo después la lanza surcó el espacio con un
silbido y clavó la mano derecha de Ingold contra la madera. Entonces el Ser Oscuro que
había sido Lohiro el archimago un instante antes, se lanzó sobre su adversario. Entre la
bruma tenebrosa que rodeaba al Ser Oscuro y el anciano clavado a la pared, Rudy creyó
ver que la mano izquierda de Ingold se hundía entre sus ropas en busca de la daga. En
medio de la mancha de sombra, vio el fugaz destello del acero. Después se escuchó un
grito, mezcla de chillido y gemido, y, por un momento, Rudy no supo quién había
gritado ni por qué.
La oscuridad retrocedió. Rudy vio a Ingold de nuevo, aplastado contra el muro y con la
mano aún inmovilizada. Los ojos le ardían como dos carbones y el rostro le relucía de
sudor. Lohiro parecía abrazarle. Sus largas manos blancas intentaban aferrarse a los
hombros del anciano, pero ya se le doblaban las rodillas. Su dorada cabeza estaba
apoyada en el pecho de Ingold, se deslizó con suavidad hasta el suelo y quedó hecho un
ovillo a sus pies.
Ingold dejó caer la daga ensangrentada y alargó el brazo libre para liberarse la mano
derecha de la mortal lanza bífida. Cuando Rudy llegó junto a ellos, el mago estaba
arrodillado y sostenía el cuerpo ensangrentado del archimago en sus brazos.
Los ojos de Lohiro se abrieron y parpadearon ausentes, intentando enfocar el rostro que
tenía delante.
— ¿Ingold? —susurró. Tosió secamente y un hilo de sangre cayó por la comisura de sus
labios. Bajo el resplandor de la luz mágica su rostro tenía un aspecto fantasmal, bañado
en sudor, todo descompuesto. Incluso a los ojos de un aprendiz como Rudy la herida
era, con toda certeza, mortal.
Ingold no dijo ni palabra; tenía la cabeza inclinada y el rostro oculto entre las sombras.
—... te mentí. Los Seres Oscuros están aquí... abajo —susurró el archimago; intentó
llevar aire a sus pulmones, pero fue presa de otro acceso de tos con cuajarones de
sangre; y sus huesudos dedos agarraron ansiosamente la manga de Ingold—.
Atrapados... en el laberinto. Van a venir... —Carraspeaba entre convulsiones cuando un
doloroso espasmo recorrió sus rasgos finos y afilados—. Tú eres sanador..., puedes
curarme... Me han dejado libre... Soy libre.
—Lo siento, Lohiro —dijo Ingold suavemente.
—Yo no quería..., me atraparon..., me obligaron. —Entre convulsiones, Lohiro se
esforzaba por respirar fatigosamente. Sus dedos treparon por el harapiento manto de
Ingold y tiraron de él, como si fuera un niño desvalido—. Sáname... Puedes hacerlo...
Me han dejado libre.
—Lo siento —murmuró la voz de Ingold al oído del agonizante—. Podrían volver a
dominarte, ¿sabes?
—No... —dijo Lohiro dando unas bocanadas. Por un instante su rostro se contrajo tanto
de ira como de dolor físico. Volvió a toser, vomitando más sangre—. No sé... —musi-
tó—. Qué estúpido... Jamás podría... vencerte. Ellos te dominan... pero no lo saben. —
Tosió una vez más y se debatió por incorporarse. Por encima del hombro de Ingold,
Rudy pudo ver el oscuro y brillante río de sangre que corría por el pecho de Lohiro—.
Te quieren a ti —dijo con un hilo de voz—. A ti...
— ¿Por qué?
Los ojos azules se cerraron y sus pestañas doradas contrastaban con su blanca piel, que
ya tenía el color y el brillo de la cera. Lohiro sacudió la cabeza de lado a lado con el
rostro contraído por el dolor.
—Uno de ellos —susurró—. Me convertí en uno de ellos. No son muchos... Son sólo
uno. Te quieren a ti...
— ¿Por qué? —insistió Ingold.
Lohiro continuó como si no hubiese oído.
—Yo lo sé..., soy un estúpido. Lo siento. Sé que... El musgo... Los esclavos de los Seres
Oscuros... —volvió a toser una vez más como si se ahogara en sangre—...los hielos del
norte...
La dorada cabeza cayó hacia atrás. Un momento después los dedos largos y blancos
soltaron las mangas de la túnica de Ingold y el cuerpo alargado y flexible de Lohiro se
convirtió en un peso muerto en sus brazos. Durante un rato Ingold permaneció sentado
en la oscuridad, abrazando el cuerpo del hijo que había matado. Finalmente dejó el
cadáver dulcemente en el suelo y se puso en pie con el rostro terriblemente contraído,
tan rígido como el de una estatua de piedra.
—Ven —dijo con calma—. Si los Seres Oscuros están ahí abajo, pronto vendrán a
buscarnos. —Desapareció por la puerta y regresó unos momentos después tirando de las
riendas de Che. Recogió su espada y la enfundó mientras Rudy recogía su arma y el
báculo con la hoja de media luna de Lohiro.
Afuera, la tormenta continuaba incansable: la lluvia y el viento azotaban la ciudad con
furia redoblada. Ingold se puso la capucha, que envolvió su rostro en sombras, y se
arrolló al cuello la húmeda bufanda desflecada. Entonces se detuvo y se volvió para
echar una última mirada al cuerpo de Lohiro. Yacía desplomado en el lugar donde había
caído, y su sangre formaba un gran charco sobre el suelo pulido.
Ingold permaneció así un buen rato, como si quisiera grabar fielmente aquella escena en
su memoria. De repente el cuerpo del archimago muerto comenzó a arder. La roja luz
dorada mostró claramente sus afilados rasgos, sus largas y elegantes manos y su
brillante cabellera mientras se transformaban en fuego. La pira alcanzó el cielo raso y
lamió las vigas del techo. Su resplandor iluminó el rostro tranquilo y los ojos torturados
de Ingold. Rudy mantuvo la vista clavada en la tea ardiente del cadáver hasta que la
carne empezó a retorcerse entre los huesos ennegrecidos, y apartó la mirada, incapaz de
resistir la visión. El olor de la carne achicharrada era sofocante.
Al poco rato, oyó a Ingold tirar de Che hacia las escaleras y salió tras él al exterior bajo
la tormenta.
De este modo se marcharon de Quo, como ladrones que huyen al amparo de los vientos
huracanados. Los Seres Oscuros quedaron atrapados dentro de las murallas de aire y
atrás quedaron también las ruinas del mundo de los magos y las esperanzas de que la
magia pudiera ayudar el género humano. Cuando amanecía acamparon en lo alto de las
colinas, y Rudy durmió el profundo sueño del agotamiento más absoluto. Se despertó
por la tarde y vio a Ingold en la misma postura en que lo había visto por última vez. Se
abrazaba las rodillas, y sus ojos ausentes seguían clavados en las ruinas que se
extendían a la orilla del océano gris, llorando en silencio.
CAPITULO QUINCE
El fuego iluminaba las piedras del arroyo y hacía vibrar las cuerdas del arpa de Rudy.
Respetaba la orden de Ingold de no tocar, pero noche tras noche, en la desapacible
oscuridad del desierto, se sentía impulsado a desempolvarla y palpar en silencio sus
cuerdas. Aprendió a identificarlas del mismo modo que se había familiarizado con las
runas; cada nota en su secuencia, cada una con su distinta belleza y su distinto uso.
Al otro lado del fuego, Ingold permanecía en silencio, como durante los cinco días
últimos.
A pesar de todo, Rudy prefería el silencio del viejo a su amargo sarcasmo o a la
desgarradora descortesía con la que respondía a cualquier comentario consolador sobre
lo que había sucedido en Quo. Si en algún momento Rudy había dudado de que la
naturaleza de Ingold tuviese su lado cruel, aunque debía tenerlo en su juventud, ahora ya
no le cabía ninguna duda. Hubo días en que, si Rudy no hubiese temido al viejo, le
habría dicho que se fuera al infierno y que le dejase en paz, pero no existía lugar alguno
a donde ir en medio de la helada y desierta llanura.
El invierno caía con todo su peso sobre las planicies. El cielo y la tierra parecían de
hierro, el avance era lento y la caza pobre. Rudy se encargaba prácticamente de todo. El
era quien pasaba horas arrastrándose entre los matorrales para conseguir carne que
Ingold ni siquiera tocaba. Él fue quien limpió la sangre de Lohiro de la túnica del viejo
y quien remendó los desgarrones de su manto. Si Ingold comía era porque Rudy le
obligaba; y si hablaba, lo hacía con una amargura impersonal muy cercana al desprecio.
Parecía retirarse cada vez más hacia alguna remota parte de sí mismo, atrincherándose
en un infierno privado de culpa, pesar y dolor.
« ¿Y por qué no?», se decía Rudy. Su mente retornaba a la ciudad rodeada de
encantamientos a orillas del océano Occidental y al cadáver del archimago de cabellos
dorados, renegrido como un tizón. « ¿Quién iba a pensar que Lohiro no tenía la
respuesta? Quizá la sabía, pero no pudo dárnosla cuando los Seres Oscuros liberaron su
mente.»
«Eso, si lo habían liberado realmente.»
« ¿Y si Ingold no le hubiese dejado morir y le hubiese salvado la vida?», siguió
preguntándose.
Rudy volvió a mirar al mago a través del fuego. Ingold seguía con la mirada fija en las
llamas que se multiplicaban en sus ojos fríos. Se le veía viejo, exhausto y desgastado,
con la despeinada melena blanca agitándose alrededor de sus mejillas hundidas y sus
ojos melancólicos. Fuera, en la oscuridad, tan sólo se escuchaba el aullido agudo y
lastimero de un coyote, como el llanto de un alma errante en mitad de aquella inmensa
soledad. Las nubes se había retirado, la luna llena brillaba en el firmamento sobre el
perfil abrupto de las colinas. Rudy se preguntaba qué vería Ingold en el fuego.
¿Contemplaría Quo a la cálida luz del último verano, ignorante del horror que latía en
sus entrañas? ¿O los ojos inexpresivos de Lohiro? ¿Pensaría en lo que podía haber
ocurrido si les hubiera advertido del peligro? ¿O acaso veía la Fortaleza de Dare, negra
bajo las remotas y gélidas estrellas, ahora que los magos del mundo podían contarse con
los dedos de una mano?
«Ingold, Bektis, Kara y su madre, y yo», contó Rudy sombríamente. « ¿Qué
posibilidades podemos tener contra los ejércitos de la Oscuridad? ¿Qué posibilidad tiene
nadie?»
No era extraño que Ingold guardase silencio, como un fantasma de los caminos.
Sólo de vez en cuando se dignaba Ingold darle alguna lección de magia. Durante
muchos días aquélla fue la única comunicación entre los dos hombres, pero sus
enseñanzas eran como todo lo demás, secas, amargas y crueles. Parecía importarle muy
poco que Rudy pudiese aprender algo. En realidad, aquellas lecciones no eran para él
más que una forma de olvidar por un rato el horror que había vivido. Ponía a Rudy a
prueba con inexplicables ilusiones, o se envolvía en un conjuro de enmascaramiento y
dejaba que Rudy lo buscara. Llegó a vendarle los ojos al joven durante dos días, obli-
gándole a confiar en sus otros sentidos mientras caminaban en silencio. Sin previo
aviso, desencadenó una tormenta de viento, lluvia y trueno en la que Rudy debía
sobrevivir o perecer. Con desprecio, sarcasmo y cubriéndolo de insultos, hizo al joven
aprender hechizos de gran poder y le enseñó numerosas trampas y terribles secretos.
Cuando le enseñaba algo, Ingold le hablaba como si fuera un extraño. Por lo demás no
se molestaba en hablar.
Rudy seguía ejercitándose con el arpa. Ya había conseguido sacar algunos acordes, y su
sonido parecía correcto. «Un arpa mágica —pensaba—. Un arpa hecha en la Ciudad de
los Magos.» Quizá fueran los mismos encantamientos que la habían protegido de la
destrucción los que hacían que estuviera siempre afinada. Delicadamente, primero
punteando la melodía y después acompañándola con inseguros acordes, fue aprendiendo
a tocar las baladas más bellas y tristes de Lennon y McCartney, con la mente y el cuerpo
volcados sobre ella, los ojos fijos en el fuego y la luz de las estrellas prendida de las
cuerdas metálicas. La música era limpia, pura y delicada. A menudo Rudy se sentía
ignorante e indigno de poner sus manos en tan refinado instrumento.
Los coyotes gemían de nuevo formando un coro lastimero que flotaba en el viento
nocturno. Rudy levantó la vista y vio que Ingold había desaparecido. La luna había
salido. No había rastro de Seres Oscuros ni de ninguna otra criatura, excepto las que
habitualmente poblaban aquellas extensiones desiertas. En un rincón, Che dormitaba
apaciblemente.
Dejó el arpa a un lado y examinó lenta y cuidadosamente el campamento. La seguridad
era absoluta dentro de los anillos mágicos de protección y enmascaramiento. El báculo
de Ingold había desaparecido y también uno de los arcos.
Seguir a un mago bajo la luz de las estrellas era extremadamente difícil, pero el brutal
entrenamiento a que le había sometido Ingold había sido muy provechoso. Rudy reparó
en una ramita doblada y en unos granos de arena removidos. Se ciñó la espada y recogió
el báculo rematado por una media luna que había pertenecido a Lohiro, el archimago.
Salió del círculo de encantamientos que protegían el campamento, se detuvo un instante
y formuló un conjuro de protección adicional. Se había alejado unos cuantos metros
cuando miró atrás y comprobó que no se veía rastro del burro, de la hoguera ni de los
equipajes.
Avanzó como un fantasma a través de la tormentosa oscuridad. Desplegó sus sentidos
en todas direcciones y poco a poco fue encontrando pistas apenas perceptibles dejadas
involuntariamente por Ingold, como un cambio de dirección brusco en las huellas de un
zorro o el roce de una capa sobre una roca. No se oía ningún ruido, ni se veía nada en
movimiento en todo aquel vasto horizonte rocoso. Pero sus ojos se volvieron en dos
ocasiones hacia una forma negra agazapada donde los cantos rodados interrumpían el
brillo plateado de la llanura arenosa. Estaba lejos de la pista de Ingold, y no había rastro
del mago entre aquel grupo de rocas. Pero las largas jornadas de meditación le habían
dado la capacidad de distinguir lo vivo de lo carente de vida. Y en una ocasión, cierta
noche de tormenta en el desierto, vislumbró la figura del alma de Ingold, cosa que no
olvidaría jamás.
Sin embargo, tuvo que acercarse mucho para estar seguro.
Acechó a Ingold como un soplo de viento en la noche, igual que acechaba a los huidizos
conejos, pues para entonces ya tenía una notable experiencia como cazador, y antes de
llegar a las rocas vio moverse a Ingold: tan sólo un leve movimiento de cabeza y el
destello de uno de sus ojos amargados en la oscuridad. A continuación el anciano apartó
la mirada de nuevo sin mostrar el menor interés.
Rudy salió de entre las sombras.
— ¿Piensas volver esta noche al campamento?
— ¿Te importa mucho?
Rudy se apoyó en su báculo, molesto por la arrogancia de su amigo.
—Hombre, si se te zampan los Seres Oscuros me gustaría enterarme.
—No seas imbécil. En este momento es más fácil encontrar violetas que Seres Oscuros
en este desierto. ¿O es que no te has dado cuenta?
—Sí. Me he dado cuenta. —Hablaban en susurros, sus cuerpos mezclados con las rocas
y la sombra. Cualquiera que hubiera pasado a dos metros de distancia no hubiera
reparado en ellos—. Pero no me considero mucho más inteligente que los Seres
Oscuros.
— ¿Qué pasa, Rudy? —Se burló Ingold—. ¿Crees que no puedo enfrentarme a ellos?
—No, no lo creo —dijo Rudy. El mago apartó el rostro con manifiesto desinterés y
continuó acariciándose la barba—. Lo que creo es que en el fondo te encantaría que te
devorasen —continuó Rudy fríamente—. De esa forma no tendrías que volver para
contarle a Alwir que todo fue un fracaso ni tampoco perderías tu prestigio por haber
abandonado.
Ingold suspiró.
—Si piensas que puedo sentir algo tan ridículo como eso ante alguien tan insignificante
como Alwir, tu sentido de la proporción es casi tan pobre como tu destreza con el arpa.
—Sin rastro de emoción alguna, concluyó—: Sí, vuelvo esta noche.
—Entonces, ¿por qué has cogido un arco?
Ingold no respondió.
— ¿O piensas que a partir de aquí puedo hacerme yo cargo de todo?
—Eso es cosa tuya —le espetó el anciano secamente—. Ya tienes lo que querías. Ya
eres mago. O tan mago como yo he podido hacerte. Ahora vuelve tú y dedícate a jugar a
los políticos con Alwir. Vuelve y sigue manteniendo la ilusión de que la magia te da el
poder o el derecho de alterar los acontecimientos. Vuelve para ver morir a los que
quieres, por tu propia mano o por culpa de tus malditos manejos, y verás cómo te sientes
dentro de sesenta y tres años. Pero hasta entonces no te quedes ahí sentado
cómodamente juzgándome a mí o a mis actos.
Rudy se cruzó de brazos y miró en silencio al viejo bajo la luz de las estrellas. Entre las
sombras de su capucha, el rostro de Ingold parecía una escultura de huesos,
magulladuras y cicatrices enmarcada por una áspera melena de sucio pelo encanecido.
«Así que otra vez quieres retirarte al desierto como un ermitaño —pensó Rudy—. ¿Y
por qué no? Estamos perdidos. Los magos han perecido. Y ya no sabremos nunca si
Lohiro sabía algo que pudiera ayudarnos, si es que en realidad los Seres Oscuros habían
liberado su mente.»
—Entonces, ¿qué les digo a los de la Fortaleza? —preguntó Rudy con voz melosa.
Ingold se encogió de hombros.
—Lo que te apetezca. Diles que me mataron en Quo. De todas formas, no sería del todo
mentira.
— ¿Y le digo lo mismo a Jill? —continuó Rudy con voz vibrante de indignación.
El viejo levantó la vista y Rudy vio furia y vida en sus ojos, por primera vez desde hacía
varias semanas.
— ¿Y qué tiene que ver Jill?
—Tú eres el único que puedes devolverla al mundo al que pertenece —dijo Rudy
despacio, y empezó a darse cuenta de la rabia que le poseía—. Tú eres la única persona
en el mundo que puede atravesar el Vacío, y tú eres el responsable de que ella llegara a
este mundo. No tienes derecho a dejarla encerrada aquí para siempre.
Rudy sintió cómo la rabia y alguna otra emoción indefinible surgían en el corazón del
viejo y rompían el caparazón de fría pasividad en que había quedado atrapado desde
Quo. Pero, igual que su dolor, la cólera de Ingold era silenciosa e interior.
—Quizá Jill prefiera quedarse en este mundo —dijo con voz extrañamente tensa.
— ¡Y una mierda! —Exclamó Rudy—. A mí me da absolutamente igual, pero ella tiene
su vida allí, con una profesión y un sitio en su mundo. Si se queda aquí, nunca será nada
más que un soldado de a pie. Y eso hasta que los Seres Oscuros, el frío o la próxima
guerra estúpida en la que Alwir decida meter al reino acaben con ella. Esa mujer es mi
amiga, Ingold, y no voy a permitir que la dejes aquí atrapada en contra de su deseo. No
tienes ningún derecho a hacerlo.
El mago suspiró y la vida pareció volver a abandonarle, despojándole incluso de su
amarga ironía.
—No, tienes razón —dijo el mago, mientras hundía la cabeza lentamente entre las
manos—. Supongo que debo volver. Aunque sólo sea por eso.
Rudy iba a decir algo más pero soltó el aire sin pronunciar las palabras. La ira de Ingold
le había desconcertado y su repentina capitulación le enfurecía incluso más. En el
corazón de Ingold acababa de romperse un nudo amargo, un odio hacia sí mismo que le
confería cierta fuerza. Y ahora ya no había nada.
—Estaré en el campamento —dijo Rudy sin levantar la voz.
Ingold asintió con la cabeza sin alzar los ojos del suelo. Rudy le dejó allí y regresó
siguiendo su propio rastro invisible. Al rato volvió la vista atrás y vio que el viejo no se
había movido. La oscura silueta apenas se distinguía de las rocas, como una más de las
formas oscuras e indefinidas de la noche. Mientras reanudaba el camino hacia el
campamento, Rudy pensó que no había visto en toda su vida a nadie tan solo y
desgraciado.
— ¿Crees que habrá alguien dentro?
La luna bañaba la aldea que tenían delante. Una sucesión de chozas de adobe se
extendía hacia el alcor que se alzaba a espaldas del camino. El lejano rumor del agua y
las abundantes palmeras indicaban el curso del río que bajaba de las montañas. Muchas
casas parecían haber sido destrozadas por los Seres Oscuros, pero no parecía que
hubiese sido recientemente. « ¿En el primer cuarto de la luna de otoño?», se preguntó
Rudy. Habían aprovechado la mayoría de los escombros para reforzar las casas que
habían quedado en pie, convirtiéndolas en pequeñas fortificaciones separadas, cubiertas
de arriba abajo de pinturas y símbolos religiosos. Sobre la más cercana se veía la
representación de una mujer que pisaba el cuello de un diablo jorobado. Su mano
izquierda se alzaba contra una bandada de Seres Oscuros, incorrectamente re-
presentados con forma pisciforme, mientras protegía a una muchedumbre de fieles
suplicantes bajo su manto. A la suave luz de la luna, la pintura adquiría una belleza
primitiva. Los colores no se distinguían con claridad, pero las siluetas de las figuras eran
sorprendentemente claras. Por alguna razón, a Rudy le vinieron a la memoria las runas
trazadas en los portones de la Fortaleza.
—Posiblemente —replicó Ingold en respuesta a su pregunta—, aunque no creo que
nadie vaya a abrirnos la puerta a estas horas de la noche.
—Entonces, habrá que ir a la iglesia —suspiró Rudy, y se puso en camino a través de
las sombras de las angostas calles. Ingold le seguía como un fantasma. «Se diría que el
veneno está desapareciendo de sus venas», pensó Rudy. Aunque apenas hablaba, ahora
parecía saber con quién lo hacía. De todos modos, Rudy echaba de menos su humor, el
malicioso fatalismo de su actitud y aquella escueta sonrisa burlona que hacía cambiar su
rostro de forma indescriptible.
Como quiera que fuese, cuando alcanzaron la iglesia, Ingold sorprendió a Rudy yendo a
la cabeza por el camino. Había una estrecha celda en la parte posterior de la estructura
fortificada y el anciano golpeó la pesada puerta. Se escuchó movimiento en el interior y
el ruido de los cerrojos al descorrerlos. La puerta se abrió para darles paso y se cerró rá-
pidamente tras ellos.
Un sacerdote joven, menudo y rechoncho, con una vela en su mano, los invitó a entrar.
—Sed bienvenidos... —empezó diciendo, pero al ver el rostro de Ingold, el color
desapareció del suyo.
El repentino silencio del sacerdote sacó de sus pensamientos a Ingold, que miró con
curiosidad al joven.
—Eres tú —susurró el sacerdote.
Ingold frunció el entrecejo.
— ¿Nos hemos visto antes?
El sacerdote apartó la mirada precipitadamente y dejó la vela sobre la mesita de la
habitación con movimientos nerviosos.
—No, no, claro que no. Por favor, sed bienvenidos a esta casa. Es muy tarde para
viajeros... como vosotros. —Atrancó la puerta y Rudy pudo ver cómo temblaban sus
manos—. Soy el hermano Wend —dijo mientras volvía hacia ellos un rostro
excesivamente serio para un hombre de unos veinte años. Llevaba la túnica gris de
siervo de la Iglesia y la cabeza afeitada, pero a juzgar por el color de sus cejas y por sus
sinceros ojos castaños, Rudy supuso que debía de tener el pelo negro o castaño como el
suyo.
—Soy el sacerdote de este pueblo —dijo el hermano Wend tratando de disimular su
nerviosismo y su miedo—. Me temo que ahora soy el único. ¿Queréis cenar?
—Ya hemos comido, gracias —dijo Rudy—. Sólo pedimos un lugar en el suelo para
dormir y un establo para nuestro burro.
—Claro, desde luego.
El sacerdote, los acompañó a los establos. Mientras Rudy acomodaba a Che para pasar
la noche, puso al sacerdote al corriente de todo lo que podía decir: la retirada a
Renweth, el ejército que quería formar Alwir, la caída de Gae y Karst y la destrucción
de Quo. No mencionó que Ingold fuera mago, ni tampoco que él tuviese poderes
mágicos. Después de intercambiar varias frases, Ingold fue a sentarse junto al pequeño
hogar y meditó en silencio. Mientras Rudy y el hermano Wend charlaban en voz baja
entre las sombras del cuarto, los ojos del joven sacerdote se clavaban en Ingold una y
otra vez, como si intentara encajarlo en sus recuerdos, y era evidente que aquellos
recuerdos le aterraban.
Rudy acababa de tumbarse a dormir cuando se oyeron golpes insistentes en la puerta. El
hermano Wend se levantó sin prisa y desatrancó los cerrojos. Dejó pasar a dos niñas de
ocho o nueve años, pelo arenoso y ojos avellanados como los de la gente de Gettlesand.
Atropellándose al hablar, perfilaron una historia confusa sobre enfermedad y fiebre
amarilla, sobre su madre y su hermanita Danila mientras tiraban de las mangas del joven
e imploraban su ayuda con enormes ojos asustados. Wend asintió con la cabeza e
intentó calmarlas. Luego se dirigió a sus invitados.
—Tengo que salir —dijo suavemente.
—Uno de los dos te abrirá cuando vuelvas —le prometió Rudy—. Ten cuidado.
Cuando se hubo marchado el sacerdote, Rudy se levantó para atrancar la puerta.
— ¿Vas a dormir? —preguntó a la silenciosa figura que estaba sentada junto al hogar.
Ingold, con la mirada fija en el fuego, negó con la cabeza distraídamente.
Rudy se apresuró a meterse entre sus mantas antes de que se enfriaran y utilizó como
almohada uno de los pesados bultos que había acarreado desde Quo. Desde entonces
aquélla era la única utilidad que habían tenido.
— ¿Conoces al sacerdote de algo? —preguntó a Ingold.
El mago volvió a negar con la cabeza.
Rudy mantenía con Ingold diálogos, o más bien monólogos similares, desde hacía tres
semanas. De vez en cuando obtenía alguna respuesta, normalmente a base de
monosílabos, pero aquella noche estaba demasiado cansado para insistir. Cuando cerró
los ojos, Ingold seguía meditando sobre lo que fuera que estuviese viendo en las llamas.
Rudy se puso a pensar en lo que él mismo había visto en el fuego últimamente. En su
mayoría eran visiones de Minalde, dispersas pero agradables: peinándose a la luz de los
rescoldos de su pequeño hogar; arrebujada en su túnica de lana, cantándole una canción
de cuna a Tir, que gateaba por la habitación sombreada; sentada en el pequeño estudio
de la sala de la guardia; leyendo en voz alta mientras Jill tomaba notas, rodeada de
libros y tablillas, hacía algún comentario, y Alde sonreía. Y también tuvo la visión de
una apasionada discusión de Alde con su hermano Alwir, que la miraba fríamente, con
los brazos cruzados, negando con la cabeza. Aquellas imágenes se mezclaban con otras
en la oscuridad: el nido vacío en medio del desierto; las ruinas de Quo; los ojos grandes
y asustados del hermano Wend y su desconcierto cuando murmuró «eres tú».
—Sí —dijo la voz de Ingold, débil y cansada—, era yo.
Sorprendido, Rudy sintió en la boca la pesadez del sueño perdido y vio que el sacerdote
había regresado. Ingold estaba atrancando la puerta; entre las sombras del fuego medio
apagado, su túnica parecía teñida con sangre.
— ¿Qué quieres de mí? —dijo el sacerdote con voz trémula.
El desafío y el terror se confundían en la voz del joven. Ingold lo observó un momento
con los brazos cruzados.
—Está mejor, ¿verdad? —le preguntó Ingold.
— ¿Quién?
—La madre de esas niñas.
El sacerdote se humedeció los labios nerviosamente.
—Sí, gracias a Dios.
Ingold suspiró y volvió a sentarse junto al fuego. Dijo:
—No fue sólo gracias a Dios. Al menos en el sentido que suele decirse. Las niñas no
vinieron a pedir los sacramentos, aunque tú sabes tan bien como yo que la fiebre
amarilla, cuando se manifiesta, suele ser mortal. Te pidieron que la curases, igual que
curaste a su hermanita hace unos meses. —Se levantó, cogió el atizador y se puso a
avivar el fuego—. Es así, ¿verdad?
—Fue la voluntad de Dios.
—Quizá te consuele decirlo, pero no lo crees. —El sacerdote se levantó como si se
hubiera quemado—. Si lo creyeras, no me tendrías miedo —añadió Ingold.
— ¿Qué es lo que quieres? —dijo Wend, angustiado.
Ingold dejó el atizador.
—Creo que lo sabes. — ¿Quién eres?
—Soy un mago. —Ingold se recostó en la pared, envuelto en sombras.
El sacerdote habló otra vez con su voz tensa y apasionada:
—Eso es mentira. Están todos muertos. El lo dijo.
Ingold se encogió de hombros.
—El también es mago. Se llama Rudy Solis, y yo Ingold Inglorion.
Rudy podía escuchar la respiración agitada del religioso, que tenía el rostro oculto entre
las manos. Su cuerpo temblaba débilmente.
—El dijo que habían muerto —repitió Wend con voz quebrada—. Y que Dios me
perdone porque me alegré al oírlo. Es terrible, pero doy gracias al Señor por haberme
librado de la tentación después de todos estos años. No tienes derecho a tentarme de
nuevo.
—No —asintió Ingold con calma—, pero tú sabes tan bien como yo que Dios no puede
librarte de la tentación porque la tentación está en tu interior y no tiene causas externas
y la sentirás mientras vivas. Siempre aparecerá alguien buscándote para que le cures con
tus poderes. Y en días venideros, cuando tu gente te pida que dibujes las runas
protectoras en sus puertas para mantener a raya a los Seres Oscuros, ¿cómo podrás
negarte?
El joven sacerdote alzó el rostro de entre sus manos.
—No lo haré jamás.
— ¿No?
—No tengo ningún poder —musitó el sacerdote con desesperación—. Renuncié a él, lo
sacrifiqué. No tengo ningún poder. —Miró a Ingold cara a cara, con los labios apretados
y temblorosos—. Ese poder procede del diablo, el Señor de los Espejos. ¡Que Dios me
ayude! La tentación me persigue, siempre lo hará. No venderé mi alma a cambio del
Poder, ni siquiera para ayudar a quien lo necesite. Ese poder es diabólico. No haré
ningún trato con el Maligno. Pero de repente soñé..., vi aquella ciudad que mi corazón
ha añorado durante toda mi vida... Y tú estabas allí.
— ¿Sabes el porqué de ese sueño? —La voz de Ingold era suave, inmaterial como las
sombras. Un destello azul relampagueó en sus ojos.
—Era una llamada —susurró Wend—. Una petición de ayuda. Para que fuera a algún
sitio...
—Para que fueras a la Fortaleza de Dare, en el paso de Sarda —dijo Ingold, y su voz
profunda y calmada pareció llenar la habitación—. Para que nos ayudes a Rudy y a mí,
y a todos los que acudan a la llamada, a derrotar a los Seres Oscuros. — ¿Para qué más?
—El rostro del joven relucía sudoroso, y sus negras cejas contrastaban con la blancura
de su cabeza rapada—. ¿Para entregarme voluntariamente al diablo? ¿Para que diga a
mi obispo, si es que aún vive, que soy un apóstata? ¿Para que me acusen de herejía?
Rudy recordó un par de oscuros ojos acerados hundidos en un cráneo afeitado y pensó
que el muchacho también tenía razón.
—No puedo —continuó Wend con un hilo de voz—. No puedo. ¿En el fondo qué es
este mundo más que una ilusión? Al final seguirá su curso sin mí. Mi alma es todo lo
que poseo, y si la pierdo, será para siempre.
Siguió un largo silencio. El sacerdote y el mago se miraban cara a cara a la trémula luz
del hogar. Curiosamente, Rudy pensó que se parecían, envueltos en sus túnicas
descoloridas. Recordó sus largos vagabundeos por las autopistas de California,
arrastrado por anhelos inalcanzables, proscrito, incapaz de dar sentido a su vida con
algo verdadero, real. Intentó imaginarse una vida entera luchando por realizar esos
anhelos renunciando deliberadamente a los poderes mágicos. «El que es mago poseerá
la magia...» Jamás podría renunciar a sus poderes. Ingold se levantó.
—Lo siento —dijo con calma—. Ya tienes suficientes tentaciones. Agravarlas más sería
un pago injusto a tu hospitalidad. Nos iremos ahora.
—No. —El hermano Wend le sujetó por la manga cuando se disponía a levantar a
Rudy, aunque un instante antes se hubiese cortado una mano antes que tocar al viejo—.
Mago o diablo, no puedo echarte en una noche como ésta. Lo siento, pero he luchado
demasiado tiempo contra estas cosas.
Ingold alargó la mano para apoyarla en el hombro del hermano Wend, pero el joven
sacerdote se apartó bruscamente, retrocediendo entre las sombras hasta el fondo de la
habitación, donde estaba su duro camastro. Rudy oyó el roce de las ropas al desnudarse.
Ingold volvió a su asiento junto al hogar y adoptó de nuevo su actitud meditabunda. El
silencio se adueñó de la estrecha celda mientras el fuego se debilitaba. Rudy no oía la
respiración del hermano Wend, y comprendió que no estaba dormido.
—Y tenía razón —concluyó Rudy, cuando sacó el asunto a colación muchos días
después—. ¿Recuerdas lo que decía siempre Govannin? «El diablo cuida de los suyos.»
Bien, pues parece que ya no es así. —La nieve caía en abundancia cubriendo los valles
que habían tardado dos largos días en cruzar. Ante ellos se alzaban las negras montañas,
atravesadas por blancos dedos de nieve y cubiertas por el manto de oscura vegetación.
Una espesa masa de nubes ocultaba los picos más altos y desdibujaba el rocoso
desfiladero del paso de Sarda.
A Rudy le ardían los pulmones. Sus largos y húmedos cabellos caían en pegajosos
mechones sobre su rostro y el cuello del capote de búfalo. La media luna de su báculo
brillaba suavemente. Le dolían los hombros por el peso del fardo de libros que había
acarreado todo aquel largo camino desde Quo, pero su mente volaba como un águila en
un torbellino de pensamientos.
«Por fin en casa.»
Allí espera Minalde.
¿Y quién más?, o ¿qué más?
Ya estaba acostumbrado a llevar él solo todo el peso de la conversación.
—Me dijiste una vez que no debíamos olvidar que somos proscritos, pero eso era antes,
cuando creíamos que el archimago nos ayudaría. Y ahora no tenemos nada; literalmente
nada. Nadie se atreverá a declararse mago. Y no culpo a Wend por negarse a hacerlo.
—Ni yo.
Rudy miró a su alrededor, sorprendido por la respuesta. Ingold no hablaba desde hacía
dos días.
Aún se sorprendió más cuando el viejo siguió hablando.
—De hecho, me extrañaría que apareciese alguien en la Fortaleza. Quizá Kara y su
madre —añadió pensativo—, si es que todavía viven. Pero la oposición a la magia se
habrá redoblado, y supongo que los que hayan oído mi llamada no serán capaces de
superar el miedo a esa oposición. —Ingold se acercó a Rudy apoyándose en su báculo,
encorvado bajo el peso de los libros, como un viejo mendigo. Apenas se veían sus ojos
hundidos y cansados entre el borde de su capucha y la andrajosa bufanda. Pero al menos
estaba hablando—. Quizás ahora comprendas que quisiese retirarme al desierto.
—Si te soy sincero, a juzgar por tu comportamiento en las últimas semanas, me vi
tentado a dejarte que lo hicieras. El mago bajó la cabeza.
—Lo siento —se disculpó con voz suave—. Te agradezco que hayas soportado el dolor
de un viejo. Rudy se encogió de hombros.
—Bueno —dijo sentenciosamente Rudy—, puesto que yo siempre he sido perfecto,
supongo que puedo perdonarte.
—Gracias —contestó el mago con prosopopeya—. Eres muy amable, pero después de
haberte oído tocar el arpa, me temo que hablar de perfección es un poco exagerado. Sus
ojos se encontraron. Rudy sonrió. —De alguna forma tenía que vengarme. Los ojos de
Ingold se dilataron de inquietud. —En ese caso me disculpo doblemente. Si lo hacías
por desquitarte, mi conducta ha debido de ser verdaderamente execrable. — ¡Eh! —
protestó Rudy.
—Es la primera vez en mi vida que me he alegrado de tener tan mal oído —dijo el
mago, aunque Rudy sabía que no era cierto—. Hay que buscar el lado bueno de las
cosas.
—Bueno, pues habrá que ver cuál es el lado bueno del encuentro con Alwir —dijo Rudy
con gesto preocupado—, porque estoy seguro de que nos va a armar una buena cuando
se entere de lo que pasó en Quo. —A continuación, con distinto tono le preguntó—:
¿Qué pasó en Quo, Ingold? —El viento hizo agitarse las copas de los árboles, pero sólo
un soplo llegó hasta los dos peregrinos que avanzaban fatigosamente por la nieve. Las
nubes bajaban de las montañas, tan grises y frías como las brumas que rodeaban Quo—.
¿Crees que Lohiro actuaba dominado por los Seres Oscuros, o era realmente uno de
ellos?
—Creo que era un Ser Oscuro. Todavía no sé con seguridad si en realidad dejaron libre
a Lohiro al final. Si fue así, podría haberlo traído de vuelta con nosotros. Por lo menos,
tendríamos el beneficio de su sabiduría y habríamos averiguado qué habían conseguido
desenterrar los magos antes de ser destruidos. Pero no podía correr el riesgo —dijo con
cierta desesperación—. Era demasiado peligroso.
— ¡Desde luego! —Asintió Rudy—. Con todo su poder unido al de los Seres Oscuros,
no me extraña que no quedara un ladrillo en pie en Quo. Si tu poder pudo mantenerlos a
raya ante las puertas de la Fortaleza, el de Lohiro tenía que multiplicar el de la
Oscuridad.
—Al igual que el poder de la Oscuridad amplificaba o canalizaba la fuerza de la magia
humana que se desarrollaba alrededor de sus madrigueras; debí sospecharlo cuando
Huella del Viento habló del nido como lugar de visiones. Así se hablaba de Quo hace
años, y también de Gae hace muchos más. Necesitaron unir todas las fuerzas de la
Oscuridad para destruir Gae —añadió—. No estaba mal planeado, Rudy, arrasar en el
espacio de pocos días Quo, Gae, Penambra, y también Dele, por lo que dijo Kara. Así
impedían que se pudiera organizar la resistencia, y destruían toda esperanza de interven-
ción mágica.
Ingold suspiró, y de su boca brotó una leve nubecilla de vapor.
—Tenía que matarlo, Rudy. No podía dejar que los Seres Oscuros obtuviesen sus
poderes. Quizá de alguna forma Lohiro todavía estuviese prisionero en su propio
cuerpo. El ser que vimos, fuera lo que fuese, tenía su lenguaje, su forma de actuar, su
destreza, pero no tenía sus recuerdos. Lohiro sabía que Anamara la Roja y yo habíamos
sido compañeros de aprendizaje hace muchos años. —Ingold mostró a Rudy las manos
abiertas y la primera sonrisa que Rudy veía en su rostro desde hacía mucho tiempo—.
Ella me tejió estos guantes el año que fuimos amantes allá en Quo. Para ser la cuarta
persona con mayores poderes mágicos del occidente del mundo, era de lo más
hogareño. Lohiro no me habría contado su muerte con tanta ligereza.
— ¿Fue eso lo que te hizo sospechar? —preguntó Rudy.
—En parte. Tampoco me gustaron sus ojos, pero después de lo que debía de haber
sufrido, no podía estar seguro.
—Así que le tendiste una trampa.
Ingold asintió tristemente mientras avanzaba con dificultad por la nieve. Che se detuvo
bruscamente y ambos tuvieron que tirar del cabestro para hacerlo andar. Después del
largo viaje, seguían sin lograr que el obstinado pollino los siguiera voluntariamente,
cosa que en los peores momentos Rudy atribuía a la malicia de la obispo de Gae.
—Le tendí una trampa —dijo Ingold— y lo maté. Puede que al final liberaran su mente.
Habló de los Seres Oscuros antes de morir. Dijo que no eran muchos, sino uno solo.
Quizá si le hubiera salvado habríamos averiguado qué era lo que saben, por qué
atacaron a la humanidad y por qué se fueron.
—Claro —asintió Rudy—, pero también puede que si lo hubieses curado, no habríamos
llegado a salir jamás de allí.
Ingold suspiró.
—Es posible.
— ¿Qué más podías hacer?
Ingold negó con la cabeza.
—Para empezar, haber sido más inteligente. Haber visto la relación entre los llamados
lugares afortunados y los Seres Oscuros. Seguir mis investigaciones en Quo, en lugar de
jugar a la política por todo el continente. Pero ya no hay respuesta, si es que alguna vez
la hubo. Los Seres Oscuros se han encargado de ello, y quizá, lo que ocurre es que
nunca hubo una respuesta.
—Seguro que sí —dijo Rudy. Miró al viejo mientras emprendían el ascenso del último
repecho de la carretera. La nieve crujía suavemente bajo sus botas—. Tiene que haberla.
— ¿Sí? —Preguntó Ingold—. Yo antes creía que existía una razón para que las cosas
ocurran como ocurren y que de alguna forma todas las preguntas tienen su respuesta.
Pero ya no estoy tan seguro. ¿Por qué piensas que en este caso la hay?
—Porque incluso después de la destrucción de Quo, los Seres Oscuros siguen
buscándote. Te han perseguido sin cesar para evitar que encuentres esa respuesta. Los
Seres Oscuros creen que la tienes, y han estado durante todo el juego un turno por
delante de nosotros.
Ingold suspiró y se detuvo. Tenía la cabeza inclinada y el rostro oculto por la capucha.
Una ráfaga de nieve agitó sus cabellos. Traía el olor de las cumbres y los glaciares. La
niebla los envolvía en un manto fantasmal a la luz mortecina del paso.
—Así que estamos otra vez en el punto de partida —dijo por fin—. Preguntas y
respuestas. Es a mí a quien buscan, y sin embargo han acabado con todos menos
conmigo. ¿Es eso una pregunta o una respuesta?
Rudy se encogió de hombros.
— ¿Qué es para ti?
Ingold le lanzó una mirada penetrante y reanudó la marcha en silencio. Rudy le seguía,
tanteando la solidez del terreno con su báculo. Caía la tarde. La humedad de la niebla
les calaba hasta los huesos.
El viejo se detuvo de nuevo delante de él. Siguiendo su mirada, Rudy contempló el
imponente paso de Sarda, amortajado de nubes.
Entra la niebla vespertina se materializaban oscuras formas, mezcla de sombra y viento.
Un golpe de aire hizo flamear una capa como si fuera una gran ala oscura. Las formas se
fueron solidificando entre la niebla. Ingold seguía inmóvil. Su capucha había caído
hacia atrás, y su rostro reflejaba duda, temor y una salvaje y extraña esperanza.
Rudy se acercó a él.
— ¿Será la gente de la obispo?
—No lo sé —susurró Ingold.
De repente el grito de una voz masculina resonó en todo el paso. Era una voz profunda y
dura, y retumbó entre los muros de roca como una piedra desprendida en una avalancha.
— ¡INGOLD! —gritó la voz, y el rostro del viejo mago pareció anormalmente blanco a
la luz gris de la tarde mientras miraba fijamente al grupo que los aguardaba en lo alto
del paso.
— ¡Thoth! —gritó de repente, y echó a correr a una velocidad que Rudy supo
inmediatamente que no podría igualar. Como una negra ave de rapiña, la figura más alta
del grupo se separó de éste y avanzó hacia Ingold a grandes zancadas entre un revuelo
de negros ropajes. Se abrazaron entre la niebla y la nieve como dos hermanos que se
reencuentran tras muchos años, mientras los demás bajaban tras los pasos de Thoth.
Según se iban acercando, Rudy pudo distinguir a Kara entre ellos. En su rostro surcado
de cicatrices había una tímida sonrisa. Aunque no conocía a los demás, imaginó quiénes
podían ser. Había por lo menos treinta, de uno y otro sexo y todas las edades. La
mayoría eran viejos, pero había también algunos jóvenes. Thoth e Ingold seguían
abrazados. Cuando Thoth se quitó la capucha, Rudy vio que era un anciano sombrío
cuyo cráneo afeitado y nariz aguileña recordaban a Govannin. Sus ojos eran del color de
la miel pálida.
Otra figura se adelantó hacia los dos ancianos. Era un diminuto y esquelético ermitaño,
tan reseco y apergaminado por la edad que parecía haber pasado cien años secándose
bajo el sol del desierto.
— ¡Kta! —Gritó Ingold lleno de gozo mientras pasaba el brazo libre por los estrechos
hombros del ermitaño—. ¡Así que al final has venido!
La boca desdentada del viejo se curvó en una sonrisa de sorprendente dulzura.
—Rudy —dijo Ingold, y Rudy se aproximó a él—. Rudy, ésta es nuestra gente. —
Ingold abrazaba a Thoth con un brazo y a Kta con el otro, y entre ellos y el abigarrado
grupo de extraños pareció forjarse un vínculo indestructible, una cadena de luz que los
unía a todos ellos. Ingold resplandecía de alegría—. Éstos son los magos que han
respondido a mi llamada. Han estado esperándonos aquí para darnos la bienvenida a la
Fortaleza. Amigos míos —dijo dirigiéndose al grupo—, éste es Rudy, mi discípulo. Es
uno de los nuestros.
CAPÍTULO DIECISÉIS
Al contrario que el mensajero de Alketch, Rudy e Ingold no fueron considerados
merecedores de una recepción oficial, pero dos figuras se separaron de la multitud que
aguardaba junto a las puertas, descendieron apresuradamente la escalinata y se
detuvieron al final, tímidas y confusas.
Los ojos de Rudy y Alde se encontraron, y el joven mago sintió que el corazón le daba
brincos en el pecho y le transportaba a las puertas de la Fortaleza. Sin saber cómo, se
vio sosteniendo las manos de Minalde mientras la luz de las antorchas iluminaba sus
cabellos negros. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que se preguntó si no lo
estarían oyendo todos. «Es un secreto —se repetía—; nuestro amor es un secreto que
nadie debe saber.» No se atrevió a hablar por miedo a delatarse, y por ello permaneció
en silencio, bañándose en las profundidades de aquellos maravillosos ojos azules.
Sólo salió de su ensueño al oír el grito de alegría que lanzó Jill cuando Ingold la abrazó
y le propinó un sonoro beso entre los vítores de los guardias reunidos en lo alto de la
escalinata. Al levantar la vista, Rudy reconoció muchos rostros familiares: Janus, Seya,
Melantrys, Gnift... También había multitud de civiles que, desafiando los preceptos de
la Iglesia, habían salido a recibir a los magos. Era muy emocionante, pero Rudy los
hubiera mandado a todos al infierno con tal de poder quedarse a solas con la mujer que
tenía delante.
—Alwir está dentro —dijo Alde mientras se separaba ligeramente de él. El contacto de
sus dedos provocaban un incendio en todo el cuerpo de Rudy, y los ojos de la joven de-
lataban la misma pasión. Pero junto con el júbilo y el deseo, Rudy percibió algo más en
su rostro: aquella curiosa sensación de seguridad de una mujer que desde el principio ha
sabido que su hombre volvería.
—Ha estado todo el día encerrado con Stiarth de Alketch —dijo Jill, todavía ruborizada
y confusa—. Creo que no os da demasiada importancia. —Se soltó del abrazo de Ingold
y dio a Rudy un beso en la mejilla—. Bienvenido de vuelta a casa, maleante.
«A casa —pensó Rudy—. He estado en mi casa, junto al océano Occidental, y no había
más que ruinas.»
—Supongo que ya lo sabes, ¿no? —dijo a Jill, y vio en sus ojos que comprendía.
Ella asintió y miró de reojo a Ingold, que seguía abrazado a Kta sin dejar de hablar
atropelladamente con Thoth y Kara y los demás magos. Rudy había descubierto que
para muchos de ellos Ingold era una leyenda viviente. Lo leía en sus ojos. Todos se
arremolinaban alrededor de los más ancianos. Rudy reconoció a la madre de Kara (había
oído que alguien la llamaba Nan), una frágil anciana de cabellos blancos y voz cascada
que no parecía especialmente impresionada por Ingold. Tampoco lo parecían Kta, que
mostraba una resplandeciente sonrisa desdentada, ni Thoth. Pero los demás, desde el
grueso hombrecillo ataviado con una recargada túnica bordada y un gran turbante, a la
adolescente de cabellos rojos cubierta de harapos; desde el majestuoso negro ataviado
con una exótica toga blanca y dorada, al alegre juglar, todos miraban a Ingold con una
admiración que rondaba la idolatría.
— ¡Ingold, Ingold, escucha! —exclamó Alde de repente. Sus grandes ojos azules
resplandecían de entusiasmo. Evidentemente su desconfianza hacia el anciano se había
esfumado por completo. Se abrió paso entre el grupo de magos y lo cogió del brazo con
la expresión de eufórica ansiedad de una niña en Navidad—. ¡Hemos encontrado
muchas cosas, cosas maravillosas!
—Los antiguos laboratorios están intactos —añadió Jill mientras se introducía en el
círculo y arrastraba a Rudy con ella. Las dos mujeres no paraban de hablar a la vez entre
exclamaciones de júbilo—. Aunque no entendemos nada... —Jill ha encontrado las
viejas crónicas...
—... conductos de aire y bombas de agua, y los antiguos observatorios...
«Como colegialas —pensó Rudy con una sonrisa—. Colegialas que han puesto la
Fortaleza patas arriba y que quizás han encontrado las armas necesarias para destruir a
los Seres Oscuros, las armas que Ingold y yo fuimos a buscar a Quo y no encontramos.»
— ¡Y Alde también tiene recuerdos heredados de la Casa de Dare! —exclamó Jill
triunfante—. Así fue como empezamos a averiguar cosas.
Ingold observó con curiosidad a la joven reina, que le miraba como una niña que espera
con ansiedad un gesto de aprobación de alguien a quien admira.
— ¿Es eso cierto?
Alde asintió con súbita timidez.
—Eso creo. Recuerdo cosas cuando las veo, pero no son... visiones, como las de Eldor.
—Su voz tembló imperceptiblemente al mencionar a su marido muerto.
— ¿Son los recuerdos de un hombre o de una mujer?
Ella pareció dudar, como si no se hubiera planteado la cuestión hasta aquel momento.
—No lo sé. Supongo que de un hombre, si son los recuerdos de Dare de Renweth. En
realidad más que recuerdos son sensaciones de haber visto o experimentado algo, o de
haber estado ya en un lugar. Pero lo que más nos ha ayudado han sido los
conocimientos de Jill, y sus mapas.
—Interesante —dijo Ingold pensativo—. Interesante. —Se quedó mirando durante un
momento a aquella muchacha, la viuda de su amigo, que ahora se aferraba
desesperadamente a la mano de Rudy, medio oculta entre los pliegues de su capa. Las
cejas del mago se fruncieron imperceptiblemente, como si sintiera una repentina
punzada de dolor, pero su rostro volvió a relajarse en un instante. Se volvió hacia Jill y
rodeó con un brazo sus hombros huesudos—. ¿Y dónde has metido todo eso?
Janus y los guardias habían descendido al pie de la escalinata y se habían reunido con el
grupo. Fue Janus quien respondió la pregunta del mago.
—Han ocupado las habitaciones del fondo de nuestro cuartel. Al principio Jill-shalos se
apropió de una como estudio, pero ahora ya es todo un complejo.
—Los magos empezaron a llegar la semana pasada —les informó Jill mientras el grupo
ascendía la escalinata hacia las grandes puertas de la Fortaleza y se adentraba en el
estrecho pasaje que conducía a la Sala Central—. El primero fue Dakis, el juglar, y
después llegaron Gris y Nila, las dos brujas...
—Bektis se quedó de una pieza —exclamó el juglar mientras hacía una graciosa pirueta
sobre uno de los puentecillos que cruzaban los canales—. Creímos que le iba a dar un
ataque.
Mientras atravesaban la Sala Central, ojos curiosos, hostiles o amistosos los siguieron,
quizá tomando nota del número de guardias que los acompañaban, o de cuáles eran los
civiles que se acercaban a ellos. El grupo avanzaba rodeado de una difusa nube de luz
azulada.
Ingold se detuvo en seco al ver el caos que reinaba en la habitación de los magos.
—Todavía no hemos tenido tiempo de organizar esto —se disculpó Jill.
—Eso me tranquiliza —dijo el anciano mientras recorría con la mirada la estrecha
estancia. Mantas, pieles y cajas eran casi todo el mobiliario que había. Los báculos se
alineaban apoyados en las paredes como rifles. Se habían montado estanterías
improvisadas que ya estaban repletas de libros polvorientos. La luz rodeó como una
pieza de seda la caja ovalada de un laúd y parpadeó en las aristas de los poliedros de
cristal gris y blanco esparcidos por las mesas y el suelo. Legajos, tablas enceradas con
inscripciones, crónicas polvorientas y rollos de pergamino amarillento se amontonaban
en cualquier superficie horizontal. En una de las pocas sillas de la habitación había un
montón de paños marrones y sobre él un acerico de satén que relucía como un
puercoespín en miniatura.
Era evidente que los magos se habían instalado a sus anchas.
—Y también tenemos que enseñarte... —comenzó a decir Alde, pero Thoth la
interrumpió.
—Muchacha, déjalos que descansen y coman algo. —Su voz era seca y dura como la de
un buitre. Miró brevemente el báculo rematado por una media luna que Rudy había apo-
yado en la pared y volvió a fijar la mirada en Ingold—. Entonces encontrasteis Quo.
Ingold cerró los cansados ojos y asintió con la cabeza.
—Sí.
— ¿Y Lohiro?
—Ha muerto.
Los ojos de Thoth pasaron del báculo a los paquetes de libros que Rudy y varios
voluntarios estaban colocando en un rincón que habían despejado previamente, y otra
vez se clavaron en el rostro avejentado de su amigo.
—Ya —dijo simplemente.
Ingold abrió los ojos y estudió el rostro de Thoth.
— ¿Qué ocurrió, Thoth? Lohiro dijo que habías muerto.
—No. —El cronista de Quo posó una mano huesuda en el hombro de Ingold—. Los
demás... sí. Tus amigas me han hablado de sus descubrimientos acerca de los lugares
afortunados de la Edad Antigua. Supongo que son similares a los tuyos.
Ingold asintió.
—Pero más amplios, ya que ellas tuvieron acceso a documentos que tú no viste.
Sólo los que estaban más cerca oyeron el susurro de Ingold.
—Debí imaginármelo.
—Quizá —repuso Thoth con gravedad—. Pero te equivocas si supones que Lohiro no
poseía esos conocimientos.
Ingold levantó la vista. Aunque ya había pasado lo peor, de repente su rostro reflejó la
tensión y el cansancio soportados.
—Desde el principio, como sabes, estuve buscando referencias a los Seres Oscuros en
las crónicas más antiguas sin ningún resultado —continuó Thoth—. No había datos an-
teriores al tiempo de Forn, pero tu mención de los nidos de Gae, Penambra y Dele
(todos los grandes centros de la magia de la Edad Antigua) parecía encajar en un
esquema inquietante. Poco después de que Lohiro y el Consejo decidieran cerrar Quo al
mundo, le conté mis suposiciones, y él, Anamara y yo rastreamos la ciudad entera y
gran parte de la cordillera Marítima. Sospechábamos que debía de haber una madriguera
bajo la fortaleza misma, bajo las bóvedas de los antiguos sótanos, pero no encontramos
nada. Sin embargo, los tres forjamos conjuros sobre los cimientos de la torre. Créeme,
Ingold, ni siquiera el viento de los Seres Oscuros podría haber atravesado aquellos
encantamientos si no nos hubieran traicionado.
Los extraños ojos del cronista descansaron un instante en los de su viejo amigo.
—Creo que fue cuando estábamos protegiendo las montañas con encantamientos
cuando Lohiro habló por primera vez de la esencia de los Seres Oscuros. Encontramos
muy poco al respecto en los libros, aunque mis alumnos revolvieron las bibliotecas,
rompieron conjuros que protegían libros escritos en lenguas ya olvidadas y leyeron
todo, absolutamente todo en busca de alguna pista. Pero Lohiro estuvo mirando el
espejo de Anamara y vio a los Seres Oscuros atacar Penambra y Gae. Dijo que su fuerza
radicaba en su número y en sus movimientos y añadió que lo que sabía uno de ellos, lo
sabían todos. Eso quedó claro cuando abandonaron los nidos de las llanuras para unirse
al ataque de Gae.
»Al principio nuestra preocupación era el laberinto. Pensábamos que no debíamos
permitir que uno solo de ellos consiguiera atravesarlo. Pero después, según fueron
cayendo ciudades y al darnos cuenta de que seguíamos sin acercarnos a una solución
que nos permitiera emplear la magia contra ellos, Lohiro empezó a decir que debíamos
comprender a toda costa su esencia, su naturaleza. Dijo que hasta que uno de nosotros
no los estudiara mediante la transfiguración, no podríamos pensar en derrotarlos.
Ingold palideció visiblemente.
— ¡Qué locura!
—Eso le dije yo —expuso secamente el cronista— pero recuerda que estábamos entre la
espada y la pared. Se había hablado de salir a luchar con ellos en campo abierto, sin
plan alguno y sin esperanza. Lohiro dijo que era una locura que un ser débil se
transformara en otro más fuerte, pero que él podría resistirlo. Era orgulloso, Ingold. Era
orgulloso y estaba desesperado. Sabes que siempre fue de los que emplean todas sus
fuerzas en la batalla. Quizá pensó que su propia muerte era lo peor que podía acontecer.
»Entonces cayó Gae. Lo vimos en el espejo de Anamara. Os vimos a Eldor y a ti, y a los
demás, acorralados en el palacio en llamas, y dejamos de mirar. Era noche cerrada, no
tardaría en amanecer. Lohiro nos dejó sentados en la biblioteca, y no sé si se dirigió a su
estudio o a los sótanos. Tampoco importa mucho.
»Aquél fue un día amargo para nosotros, Ingold. Todo el día estuvimos buscándote en
los cristales, Anamara, Hasrid y yo, y no encontramos el menor rastro. Te dimos por
muerto.
—Podría haberlo estado —suspiró Ingold—. Había cruzado el Vacío. Estaba en otro
universo con el príncipe Tir. ¿Me buscó Lohiro?
Thoth se encogió de hombros.
—Eso no lo sé. Nadie lo vio en todo el día. Al atardecer se habló de ir a defender Karst.
Habíamos visto que se estaban reuniendo allí todos los refugiados y sabíamos que los
Seres Oscuros atacarían, y que el único mago que había en muchos kilómetros a la
redonda era Bektis. Todavía estábamos pensando en ello cuando cayó la noche.
El viejo cronista guardó silencio, y sus extraños ojos amarillentos parecieron más
pálidos y distantes. Bajo el suave resplandor azul se habían reunido a su alrededor
muchos de los magos. Guardaban silencio y sólo se oían sus respiraciones contenidas.
Ingold tenía la boca apretada y el rostro muy pálido, como si estuviese sufriendo un
dolor interior insoportable. Al mirarle, Rudy volvió a ver las ruinas de la pequeña y
pacífica ciudad, sintió el dulce olor otoñal de las viñas que habían crecido salvajes sobre
piedras multicolores y oyó el acompasado susurro del mar.
—No sé a qué hora se convirtió Lohiro en un Ser Oscuro —siguió diciendo Thoth con
voz cansada—. Sólo sé que a medianoche seguíamos reunidos en la biblioteca,
discutiendo lo que debíamos hacer. Entonces los muros temblaron con los ecos de una
explosión que sacudió los cimientos de la torre, como si la tierra hubiera reventado bajo
nuestros pies. Creo que me levanté, pero nadie tuvo tiempo de moverse. Las puertas de
la biblioteca estallaron, y vi a Lohiro enmarcado entre ellas, con los ojos vacuos y
ausentes. Tras él se alzaba un muro hirviente de Seres Oscuros como no he visto jamás.
Pero era el archimago: detentaba los Hechizos Maestros sobre todos nosotros. —Thoth
sacudió la cabeza con tristeza—. Y todo acabó.
»Creo que Anamara intentó luchar contra él. Vi por un momento su rostro brillar con
fuerza en la oscuridad, pero supe que si Lohiro había tomado la esencia de la Oscuridad,
no había esperanza. Por eso, mientras aquel terrible torbellino de Poder inundaba la
biblioteca, me convertí en una serpiente, la criatura más insignificante y rápida en que
pude pensar. Mi percepción de lo que ocurrió después no es humana. Sólo recuerdo
oscuridad, gritos, fuego y explosiones. La torre se hundió bajo nuestros pies. Lohiro se
transfiguró en un Ser Oscuro y se perdió en la noche. Recuerdo haber visto que la
Oscuridad se apoderaba de la ciudad y que por todos lados surgían columnas de humo
negro y fuego. Hasrid se había convertido en dragón, y otros adoptaron diferentes
formas para luchar, pero el poder de Lohiro y los Seres Oscuros los confundió por
completo, aunque a mí ya no me importaba nada. Era una insignificante culebra, con los
miedos y apetitos de una de ellas. Me escondí entre los escombros y esperé la llegada
del día.
Se volvió a hacer el silencio. Entre las pálidas sombras azuladas, Rudy vio que algunos
de los magos reunidos tenían los ojos llenos de lágrimas por el archimago, por el mundo
que corría peligro de desaparecer, por la destrucción de la ciudad con la que todos
habían soñado. Pero las lágrimas de Ingold se habían agotado en las montañas de la
cordillera Marítima, y su rostro sólo tenía una expresión ausente y cansada.
Los ojos dorados de Thoth volvieron al presente.
— ¿Alguna vez has pasado mucho tiempo en otro ser, Ingold?
Ingold asintió. Nadie hizo el menor movimiento.
—Entonces comprenderás que, después de aquello, el tiempo significara muy poco para
mí. No sé cuánto tardé en salir de la cordillera Marítima. Los reptiles no cuentan los
días. De algún modo sabía que era hombre y mago, pero en el fondo no me importaba.
Quizás era una forma de llorar a los seres perdidos. Me ocultaba entre las rocas y los
matorrales. Yo no era nada, nada, pero en realidad debía saber que era un hombre,
porque viajé lentamente hacia el este, y estaba en medio del desierto cuando brotó en mí
el ansia de buscar la Fortaleza de Dare, en el paso de Sarda. Era el anhelo de un hombre,
mucho más intenso que cualquier cosa que una serpiente pueda sentir. Y era tal la fuerza
de la llamada, que supe que sólo podía ir hasta allí como hombre. Y así fue como
recobré mi naturaleza humana. Entonces no sabía que eras tú quien me llamaba, mi
buen amigo.
Ingold suspiró.
—Quizás hubiera sido mejor que hubieras mantenido el vientre pegado al suelo, hombre
serpiente.
Algo parecido a una sonrisa, una única línea, fina como un corte de navaja, apareció en
la comisura de la boca seria y alargada de Thoth.
—Así es más fácil sobrevivir —respondió—, pero la compañía acaba siendo aburrida.
Sin embargo, me llevaré a la tumba el horror que me hizo pasar una de esas malditas
zancudas de pico de sable.
—Sí —comentó Ingold con gesto ausente—. Recuerdo que yo tuve pesadillas con
perros durante muchos años.
— ¿Eh? —graznó una voz. Nan, la hechicera, apareció de repente en medio del círculo,
con ojos centelleantes de malicia—. Entonces, ¿quieres que te prepare una buena sopa
de moscas, hombre serpiente? ¿Y tú quieres unos ratoncitos, don gato? ¿O preferís
quedaros aquí hablando hasta morir de hambre?
— ¡Madre! —dijo Kara, horrorizada—. ¿No sabes quién es?
—Sé quién es, niña —repuso la vieja secamente—. Y os digo que es mejor que comáis
algo antes de seguir con bravuconadas y hazañas de guerra. —Su estatura y la espalda
encorvada la obligaban a torcer la cabeza para hablarles. Rudy pensó que sólo le faltaba
un gorro y una escoba.
—Gracias —dijo Ingold con tono grave—. Tu preocupación por nosotros me llega al
corazón.
— ¡Bah! —gruñó la anciana, y se alejó hacia el cubículo donde aparentemente se
encontraba la cocina comunal. Al llegar al umbral se dio media vuelta y alzó la gran
cuchara de madera que llevaba en la mano. El cabello gris desgreñado caía sobre sus
huesudos hombros y sus ojos centelleaban hundidos en el enjuto rostro—. ¡Con que al
corazón! ¡Los magos no tienen corazón! Y digo la verdad, porque yo lo soy y no tengo
más corazón que un grajo.
Sin más, desapareció en la cocina.
—Alwir está financiando a la Asamblea de los Magos del mismo modo que a la guardia
—explicó Jill mientras Kara, su madre y una muchacha de cabellos rojos les servían un
plato de gachas y estofado de carne de una olla común—. Bektis sigue comiendo en el
Sector Real. Supongo que la comida es mejor, pero me imagino que luego bajará con
Alwir. —A través de la mesa sonrió a Alde, que estaba sentada entre Rudy y el príncipe
Tir sobre un montón de pieles de bisonte y mamut, compartiendo la fiesta improvisada
de los magos. El fuego crepitaba alegremente en el hogar. Era la única iluminación de la
sala, y teñía de un brillante rojo anaranjado los rostros de los presentes.
Sentado junto a Alde, Rudy pensó que si se descuidaba iba a ponerse a ronronear como
un gato. Era la primera vez en más de dos meses que iba a irse a dormir sin hacer
primero una guardia de cuatro horas. Se había bañado, lavado y puesto ropa limpia, y
sólo eso hubiera sido suficiente para hacerle feliz. Pero además estaba con su amada y
entre los suyos, por fin, y acababa de culminar un viaje del que no pensaba que fuera a
volver. Iba a resultarle extraño dormir bajo techo.
Su mano buscó la de Alde entre las pieles. Ella le miró por el rabillo del ojo y sonrió.
Rudy la observó de perfil, y vio que Alde había cambiado, parecía más segura de sí
misma. «Menos guapa y más hermosa», fue el absurdo pensamiento que acudió a su
mente. Jill también había cambiado. La delgada joven, como un adolescente
despeinado, estaba sentada en el suelo junto a la silla de Ingold. Parecía haberse
suavizado, aunque su cuerpo era más fuerte y fibroso que nunca. Sus ojos tenían una
nueva dulzura, pero en su boca había una nueva firmeza que hablaba de experiencias
amargas y sufrimiento.
«Qué demonios —pensó—. Todos hemos cambiado. Hasta el viejo Ingold.»
Quizás algún día el anciano recuperase el sereno humor con que siempre se había
enfrentado al mundo. Rudy sabía que en Quo se había roto algo en su interior que
todavía no había cicatrizado del todo. Después de la primera avalancha de abrazos e
intercambios de información, Ingold había vuelto a mostrarse abatido. Habló poco a lo
largo de la cena, aunque no era ése el caso de los demás. Se habían contado muchas
anécdotas, acontecimientos y aventuras, y Rudy, Jill y Alde apenas habían parado de
hablar.
De vez en cuando los ojos del anciano vagaban de rostro en rostro, como si quisiese ir
conociendo al extraño grupo de sus compañeros: adivinadoras y hechiceras, muchachos
con poderes que apenas conocían y curanderos, además del único superviviente de Quo,
un ermitaño de edad indefinida y un joven melenudo californiano que se había unido a
su destino por casualidad. Aquéllas eran sus fuerzas, los únicos magos que quedaban en
el mundo.
«Tampoco es tan extraño que tenga esa cara», pensó Rudy.
—Muy bien —dijo Ingold por fin tras una tranquila y cálida sobremesa mientras
apretaba ligeramente la mano que desde hacía un rato descansaba sobre el hombro de
Jill—. Ahora quiero que me enseñéis todas esas maravillas que habéis encontrado.
Jill y Alde se levantaron como movidas por un resorte.
—Están aquí detrás —dijo Jill, e hizo un gesto hacia una puerta lateral—. Por ahí se va
a la habitación donde encontramos la escalera que conduce a los laboratorios. Normal-
mente la mantenemos cerrada con llave. Hemos guardado allí todo... —Casi todos los
congregados ya habían visto el contenido de los laboratorios y almacenes, y
permanecieron en la sala común. Sólo Thoth, Kta y Kara siguieron a Rudy, Ingold y las
dos chicas a un reducido y polvoriento cubículo que daba paso a un almacén. Allí, en
una gran mesa, se encontraban los misterios rescatados de los laboratorios. Al entrar en
la habitación se vieron envueltos en un suave resplandor azul de luz mágica.
Evidentemente, las salas de la Asamblea de los Magos eran las únicas de la Fortaleza
que gozaban de buena iluminación. La mesa estaba cubierta de frascos, cajas, burbujas
de cristal, extraños aparatos de oro y cristal, estructuras hechas con tubos de metal,
objetos de formas sinuosas y montones de poliedros de cristal blancuzco.
—Esto es lo que más nos intriga —dijo Jill mientras tomaba uno de aquellos pequeños
objetos y se lo lanzaba a Ingold—. Los encontramos por todos lados... Bajo las
máquinas de la sala de bombeo, amontonados en los almacenes y en los jardines de
hidrocultivos. Y hasta el momento, para lo único que han servido es para que Tir juegue
con ellos.
—Ya veo —dijo Ingold mientras daba vueltas al poliedro entre sus dedos, como si
intentara evaluar su peso y proporciones. De repente, su interior comenzó a iluminarse
con una luz blanca y suave que bañó el rostro curtido del anciano. Entonces se lo lanzó
a Jill, que lo cogió con manos inexpertas. Estaba frío.
— ¡Son bombillas! —exclamó Jill como hipnotizada—. ¡Oh..., es preciosa! Pero ¿cómo
se encendían y apagaban? ¿Cómo funcionan? —Jill miró a Ingold con el fino rostro ilu-
minado por el resplandor del objeto que tenía entre las manos.
—Supongo que simplemente las tapaban cuando querían estar a oscuras —dijo
Ingold—. Los cristales poseen un encantamiento para conservar la luz durante mucho
tiempo, y es muy sencillo encenderlos. Cualquiera que tenga el menor poder mágico
puede hacerlo.
—Hmmm... —Rudy cogió de la mesa uno de aquellos cristales blancos y señaló una de
sus caras—. No sé cómo no lo adivinaste, Jill. Aquí pone «cien vatios».
—Dale una bofetada de mi parte, Alde. Pero la verdad es que debería habérmelo
imaginado, porque no dejaba de preguntarme cómo iluminaban la Fortaleza en los
tiempos antiguos. Y en los subterráneos están los jardines de hidrocultivos, docenas de
ellos, sin ninguna fuente de iluminación aparente...
— ¿Nunca has cultivado marihuana en un armario? —preguntó Rudy tontamente.
—Donde yo vivía lo único que se cultivaba en armarios eran champiñones. Lo
importante es que con este tipo de luz podemos volver a poner los jardines en
funcionamiento. Con los hidrocultivos podríamos producir grandes cantidades de
alimentos en un espacio mínimo, y ahí abajo la temperatura es perfecta.
—Se podría extraer energía de las bombas para calentar los tanques —añadió Rudy—.
Y para calentar agua, por ejemplo.
—Sí, pero todavía no hemos conseguido encontrar la fuente de energía.
—Seguramente está oculta por sortilegios —intervino Ingold—. Supongo que las
bombas funcionan de forma similar a los poliedros, y que los magos de la antigüedad
podían alterar la esencia de los materiales y conformarlos para contener cualquier cosa,
luz, o alguna otra energía, durante largos períodos.
Jill le miró con gesto pensativo.
— ¿Quieres decir que toda la Fortaleza funciona como si fuera una especie de brasero?
—Básicamente, sí.
—Fantástico —dijo Rudy mientras curioseaba entre los diferentes objetos expuestos en
la mesa.
Con gesto tímido, Alde cogió el cristal encendido de las manos de Jill.
— ¿Sabes lo que esto significa? —preguntó con voz suave—. Significa que se acabó el
recorrer los pasillos a oscuras, que ya no hay que temer los incendios...
—Significa —intervino Jill— que ya no tendré que dejarme los ojos para leer libros a la
luz de una lamparilla de aceite. Eso es lo que significa. —Iba a coger otro de los
pequeños poliedros de la mesa cuando se quedó como petrificada—. ¿Qué demonios...?
Rudy se volvió hacia ellos con el rostro resplandeciente de orgullo. Había montado
cuatro o cinco de los extraños objetos que Alde había subido del laboratorio. Ahora
encajaban perfectamente entre sí, formando algo que parecía un rifle.
— ¿Qué es eso? —Alde se acercó a Rudy y se puso a mirar el cañón con la
despreocupación de quien no ha visto jamás un arma de fuego.
Instintivamente, Rudy levantó el cañón hacia el techo para no apuntarla con él.
—Es un... un... —No había en la lengua wathe ninguna palabra que lo describiera—.
Dispara cosas por este agujero.
— ¿Qué dispara? —Preguntó Jill presa de la excitación mientras acariciaba la gran
burbuja de cristal que encajaba en la suave forma de la culata—. ¿Qué tipo de
proyectiles serán?
—No lo sé, pero me lo imagino —dijo Rudy mientras se echaba el artefacto al hombro
como si fuera a desfilar—. Yo creo que lanzaba fuego. ¿Qué otro tipo de arma podría
usarse contra los Seres Oscuros?
— ¡Es un lanzallamas! —Aquella palabra sí existía en wathe.
—Sí. Y apuesto lo que quieras a que también funciona con magia.
— ¿Quieres decir que ese... lanzallamas lanza fuego por la punta? —intervino Alde,
entusiasmada.
—Se dirige con ese tubo hueco —explicó Ingold mientras examinaba el arma con dedos
diestros—. Así la llama puede llegar mucho más lejos de lo que un mago podría
lanzarla. Pero ¿cómo alimentarían la llama?
—No lo sé —dijo Rudy con voz temblorosa y excitada—, pero si hay un laboratorio ahí
abajo, voy a averiguarlo. ¡Ingold, piénsalo! Toda esa gente que puede llamar al fuego, o
encontrar objetos perdidos, todos los que no han desarrollado su poder por miedo al
castigo de la Iglesia y a la incomprensión, podrían formar un cuerpo de lanzallamas. ¡Es
la solución! ¡El viaje hasta Quo era innecesario! ¡La respuesta estaba aquí desde el
principio!
—Si ésa era la respuesta —intervino Thoth con voz seca—, ¿por qué no se utilizó
contra los Seres Oscuros hace tres mil años? —Rudy, desconcertado, no supo qué decir.
El cronista de Quo entrelazó sus huesudos dedos. Sus ojos dorados brillaron en la
penumbra—. En todas las investigaciones que realizamos en Quo nunca apareció
mención alguna de que se hubiera utilizado algo como esto contra los Seres Ocultos. Mi
teoría es que lo que tienes en las manos es un modelo experimental que no funcionó.
—O que no tuvieron tiempo de terminar —dijo Alde de repente—. Porque... Bueno,
cuando Jill y yo descubrimos los laboratorios de abajo y las salas de las bombas, todo
parecía haber sido abandonado a toda prisa, como si de repente hubieran tenido que huir
y simplemente hubieran cerrado las salas sin tocar nada.
—Pero ¿por qué? —preguntó Kara, que había estado observando en silencio cómo Kta
examinaba las cajas de pequeñas piedras preciosas.
—No lo sé —respondió Alde—. Pero juraría que a los magos-ingenieros que
construyeron la Fortaleza les ocurrió algo. Yo diría que la Iglesia los encarceló o los
mató. Si todo ocurrió de repente, puede que dejaran los lanzallamas abajo y no pudieran
volver a terminarlos.
—Pero eso hubiera sido absurdo por parte de la Iglesia.
—También lo fue encerrarme a mí en los sótanos de Karst en vísperas del ataque de los
Seres Oscuros —señaló Ingold agriamente—. Pero se trata de fanáticos... o, en este
caso, al menos de un fanático.
Se produjo un incómodo silencio. Rudy se aclaró la garganta.
— ¡Eh...! ¿Qué posibilidades hay de que eso vuelva a suceder?
Los ojos de Ingold chispearon de malicia.
— ¿Preocupado?
—No. Quiero decir, sí. Quiero decir...
—No tienes por qué estarlo... todavía. Ahora Alwir piensa que podemos serle útiles, y
que nos necesita si quiere que triunfe la ofensiva contra las madrigueras.
— ¿Qué? —Preguntó Rudy—. Nosotros somos los únicos magos con los que puede
contar, y sin ánimo de ofender, no somos gran cosa.
—Vamos a ver, Rudy —replicó Ingold pacientemente, y en su voz se percibía un eco de
su antigua serenidad y control—. ¿Para qué podría ser perfecto un cuerpo formado por
magos? Es evidente que para formar un servicio de inteligencia militar.
— ¡Claro! —murmuró Rudy para sí.
— ¡Ingold! —gritó la voz de Dakis, el juglar, desde el pasillo de acceso a la sala. Otras
voces se añadieron a la suya—. ¿Mi señor Ingold?
Se oyó un rumor de faldas y la hechicera adolescente de cabellos rojos apareció en el
umbral con los ojos muy abiertos.
—Mi señor Alwir está ahí fuera —dijo en voz baja—. También pregunta por mi señora
Minalde.
Alde suspiró, y Rudy observó que se abrazaba a sí misma ligeramente. Un levísimo
pliegue de cansancio apareció en los bordes de sus ojos.
Rudy esbozó una sonrisa irónica.
—Hogar, dulce hogar —dijo en voz baja, y vio con alivio que ella también sonreía.
— ¡Cógelo! —dijo Ingold mientras lanzaba a Rudy un poliedro de lechosa luz blanca.
Encendió otro y se lo lanzó a Alde, y un tercero a la muchacha de cabellos rojos. Un
halo de luz blanca los envolvió mientras salían de la habitación, seguidos de Kara, Kta y
Thoth. Desde la sala común llegaban voces, y las risas se mezclaban con los sarcásticos
cacareos de Nan y los límpidos acordes del laúd de Dakis. Ingold se acercó a la mesa,
encendió un cuarto cristal y se lo dio a Jill.
—Gracias —dijo suavemente—. Lo has hecho muy bien.
Ella lo cogió, como había cogido en otra ocasión su báculo iluminado.
—Ingold...
— ¿Sí, pequeña mía?
—Hace tiempo que quería preguntarte algo.
— ¿De qué se trata?
Comenzó a hablar, pero se interrumpió confundida, incapaz de expresarse. Sus ojos
pálidos e intolerantes tenían un extraordinario brillo azul a la luz del cristal. Lo que dijo
quizás era lo que pretendía decir, o puede que no lo fuera.
—La noche del ataque de los Seres Oscuros, ¿me pediste que permaneciera a tu lado en
las puertas por alguna razón?
Ingold guardó silencio durante un rato, sin hacer frente a la mirada de Jill.
—Sí —dijo finalmente—. Y creo que no tengo perdón por haberte pedido que me
acompañaras. En primer lugar, fui yo quien te arrastró aquí, y no tenía ningún derecho a
hacerte correr más peligros de los imprescindibles.
Ella se encogió de hombros.
—No importa.
—No sé —dijo él amargamente—. Dios sabe que ya lo he hecho más de una vez.
El tono de culpabilidad y autor reproche de su voz preocupó a Jill. Le tomó la mano con
la que tenía libre y la apretó para atraer su mirada.
—Tú haz lo que tengas que hacer —le dijo dulcemente—. Sabes que te seguiré al fin
del mundo.
—Esa es precisamente la razón de que te lo pidiera —dijo el anciano con voz
repentinamente tensa. Pero era una tensión que procedía de su interior, y su tono volvió
a suavizarse—. Eras la única persona en la que podía confiar, Jill. Sabía que jamás
huirías.
—Eso es tener mucha confianza —dijo Jill quedamente— en alguien a quien sólo
conoces desde hace un mes poco más de dos meses.
Ingold asintió.
—Pero hay veces, querida mía, que creo que te he conocido desde siempre.
Mago y guerrera permanecieron en silencio durante un instante más, con los dedos
entrelazados. Jill veía en sus ojos las huellas del viaje: dolor y soledad, y apenas el
fantasma de la antigua serenidad que le caracterizaba. Y percibió en él también una
emoción que era nueva.
Jill no supo qué había leído él en sus ojos, pero le hizo apartar la mirada rápidamente y
pasarle el brazo por los hombros. De esta forma, la condujo despacio por el pasillo hacia
las voces y la luz.
FIN