El rey de las narices
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Transcript of El rey de las narices
Primera parte:
Invasión Vikinga
I
Campanitas
La habitación olía a perfume, a sudor fresco y al inconfundible aroma del sexo. Ese olor
dulzón, a piel y deseo, que inundaba sus fosas nasales y se dirigía como una bala hasta
su cerebro, desperezando todos sus instintos.
Las sábanas se agitaban como un mar de fondo conjurado en seda negra, alzando
olas aquí y allá en la blanda superficie del colchón de más de dos metros, hecho de
encargo por un hábil artesano de los que aún entendían que una cama era una cama y
que no siempre servía para dormir.
Una risa traviesa, alegre, y con una nota de juguetona histeria resonó bajo la
marea de seda, y al instante fue acompañada por una aceptable aunque divertida
imitación de un rugido hambriento. La cabeza de Belén, repleta de apretados rizos
negros, asomó debajo de las sábanas, sonriendo jadeante. Un brillo divertido relució en
sus ojos azules de muñeca antes de desaparecer de nuevo, arrastrada por las manos que
sujetaban sus nalgas.
—Socorro —gritó en un tono que indicaba muy a las claras que mataría a
cualquiera que se atreviera a rescatarla.
—Demasiado tarde para pedir clemencia, nena —rió Carlos, apartando las
sábanas de un manotazo. Un escalofrío erizó el vello de su cuerpo cuando el aire frío de
la habitación se deslizó sobre su piel desnuda, secando el sudor que lo cubría con una
pátina pegajosa y brillante—. Te vas a enterar —gruñó alegremente, trepando por su
cuerpo hasta colocarse entre sus piernas.
Una de sus manos se deslizó por su muslo y enredó la pierna de ella en torno a
su cintura. Ella suspiró, echó las manos sobre sus hombros y clavó en él esos ojos de
muñeca traviesa, con una mezcla de inocencia y lujuria que Carlos encontraba
absolutamente irresistible.
—Por ahora no me estoy enterando —lo provocó en un susurro.
Carlos rió entre dientes y se deslizó dentro de su cuerpo, centímetro a
centímetro, con malévola lentitud, sin apartar los ojos de los de ella, que poco a poco
fueron adquiriendo un embriagador aspecto vidrioso. Belén dejó escapar un ronroneo
suave entre sus labios entreabiertos. Se inclinó sobre ella y pasó la lengua por su
boquita de muñeca, recorriendo lentamente la forma de sus labios, saboreando cada
milímetro.
Cada mujer tiene su ritmo, y hacía ya varias horas que Carlos había aprendido
que el de Belén estaba tan lleno de contrastes como ella. Cuando jugaba era alocada,
llena de energía, y desplegaba una actividad frenética casi imposible de seguir. Pero en
cuanto sus cuerpos se acoplaban se convertía en una gata mimosa, deseosa de saborear
hasta la última gota de un plato de crema. Su ritmo se volvía lento, voluptuoso y
sensual, y perdía toda iniciativa para dejarla en sus manos ávidas y expertas.
Era como pasar de quinta a primera sin tocar ninguna marcha intermedia, y a
Carlos le estaba costando un universo controlar la palanca de cambios.
Se mantuvo quieto en su interior, obligando al motor a adaptarse al nuevo paso,
y ella gimió con suavidad aprobando el esfuerzo. Cuando estuvo seguro de dominar la
maquinaria, se adentró más aun en su cuerpo, moviéndose perezosamente en su interior.
Cuando Belén ya estaba dejándose arrastrar y comenzaba a seguir con sus
caderas el ritmo de las embestidas de Carlos, un sonido agudo rompió el silencio del
dormitorio hasta ahora sólo alterado por los suaves quejidos de ella y el susurro del aire
gélido de enero golpeando las ventanas.
—No contestes —gimió Belén.
—Ni de broma, preciosa —masculló Carlos entre sus dientes apretados, aunque
el inconfundible tono del teléfono ya había conseguido estropearle el día. Daba igual
que contestara o no, su humor acababa de irse al carajo sin remedio.
Con sólo la mitad de su mente concentrada en lo que tenía entre manos, dejó que
su cuerpo actuara en automático y esperó hasta que ella alcanzó el clímax, retorciéndose
bajo sus brazos, presa de unos violentos temblores que la recorrieron de la cabeza a los
pies, y aceleró su ritmo hasta acabar poco después, con más alivio que placer.
Se apartó de ella, posando un beso distraído sobre uno de sus pezones, y con un
suspiro de resignación alcanzó el móvil para comprobar la lista de llamadas perdidas.
Aunque en realidad no era necesario. Sabía muy bien a quién correspondía el tono que
perpetraba sin reparo los acordes de la banda sonora de El Exorcista. Y no era una
llamada que pudiera ignorar, o se encontraría con esa persona plantada ante su puerta y
más que dispuesta a demostrarle lo muy poco satisfecha que estaba con su actitud
desaprensiva.
Suspiró de nuevo, pulsó el botón de rellamada y esperó hasta escuchar la voz
educada y autoritaria al otro lado de la línea.
—Hola, madre. Feliz Año Nuevo.
Ivar Carlsson bajó del asiento del copiloto del Audi y suspiró hondamente mientras
dejaba que su mirada ascendiera en vertical hasta la línea que separaba la cima del
estadio y el cielo borrascoso. Un edificio demasiado alto para ser un simple estadio de
fútbol, demasiado recio y mal diseñado para ser un lugar donde la gente iba a divertirse
y a ver algo que muchos consideraban “arte”, demasiado gris y demasiado feo para ser,
según palabras textuales de los medios internacionales, “La Meca del Fútbol” y “La
Catedral del Gol”.
Miró a derecha e izquierda. Aparte del coche que lo había llevado hasta allí
desde el aeropuerto y de Svein y él, la calle estaba completamente desierta. Y eso que
parecía una de las arterias principales de la ciudad, una amplísima avenida que ponía a
disposición de los vehículos cinco carriles en cada sentido de la circulación separados
por una mediana arbolada. Pero ningún coche salvo el que habían enviado a recogerlos
recorría la calzada, ninguna persona paseaba pese a lo avanzado de la mañana; el único
signo de vida era un perro que levantaba una pata junto a un árbol a escasos metros de
donde Svein y él se encontraban, y un bar, en la acera contraria, cuyo camarero limpiaba
desganadamente un cartel colgado sobre la puerta en el que se leía en letras desvaídas
“El Hipido Feliz”.
—¿El Hipido Feliz? —repitió, frunciendo el ceño. Svein se encogió de hombros.
—Será una expresión típica, seguro. —Dio media vuelta y miró atentamente la
fachada del estadio. Al cabo de unos segundos, Ivar se aburrió de observar la expresión
enfurruñada del camarero y giró sobre sus talones.
El estadio no se había vuelto bonito durante esos segundos. Seguía siendo un
edificio excesivamente grande, excesivamente gris, excesivamente… ¿aburrido?
—Asusta un poco, ¿eh? —sonrió Svein, propinándole una palmadita en el
hombro. No le resultó sencillo, porque Ivar le sacaba una cabeza y media, pero Svein
había perfeccionado su técnica para dar palmadas durante los últimos años;
concretamente, los años que Ivar había tardado en perfeccionar su propia técnica para
dar patadas. Ivar hizo una mueca y se encogió de hombros.
—No me parece más grande que el de Munich —respondió, fingiendo
indiferencia. Svein enarcó las cejas.
—¿No…? Bueno, niño listo, pues en éste caben veinte mil personas más que en
el de Alemania, así que ya puedes poner cara de sorpresa.
—¿Es necesario? —preguntó Ivar, sonriendo a su pesar.
—Es… conveniente —contestó Svein— mostrarse impresionado y satisfecho la
primera vez que se visita este estadio. Sobre todo cuando estés delante de los
periodistas.
—No veo ningún periodista por aquí —replicó Ivar, fingiendo estudiar con
cuidado la amplia avenida—. A menos que ese tío que está limpiando el cartel sea un
paparazzi de incógnito.
—Aaah, nunca sabes quién puede ser un periodista disfrazado —rió Svein,
señalando la puerta del estadio sobre la que se leía lo que Ivar suponía quería decir
“Oficinas”. Echaron a andar hacia ella, Ivar cargando su conveniente bolsa de deporte,
Svein cargando su no menos conveniente maletín de cuero.
—Creía que eso se aplicaba a los asesinos a sueldo —comentó Ivar,
esforzándose por sonreír al guardia de seguridad, que lo miraba con los ojos muy
abiertos y una expresión asustada desde su metro setenta de estatura.
—No sé quiénes me asustan más. —Svein se colocó delante de Ivar y esbozó
una sonrisa tranquilizadora al guardia. Éste pareció calmarse considerablemente al verse
ante un hombre mucho más parecido en estatura a él, e incluso se atrevió a sonreír
tímidamente—. Hola —empezó Svein en su patético español—, eh… Presidente espera
a nosotros —dijo. El guardia parpadeó.
—¿Hoy? —preguntó, frunciendo el ceño—. Venga ya, tronco, si hoy todo el
puto planeta está durmiendo hasta las seis de la tarde… Menos yo, claro. Puta mierda de
curro. Y mira que le dije a Paco que quería salir en Nochevieja con Mari Pili, ¿eh? Pero
nada, que no me quiso cambiar el turno el muy cabrón. Qué hijo de puta puede llegar a
ser Paco. La madre que lo parió, si es que…
Svein puso una cara de incomprensión tan graciosa que Ivar soltó una carcajada.
El guardia interrumpió su monólogo y lo miró con precaución, posiblemente temiendo
que la carcajada hubiera sido en realidad un grito de guerra vikingo de invocación a
Thor o a Odín o a todos los dioses nórdicos juntitos y que Ivar fuera a echársele encima
de un momento a otro, con un hacha de combate, con el martillo de Thor o con las
manos desnudas. Incluso retrocedió un paso.
—Te dije que aprendieras español, Svein —rió Ivar, apartando a su
representante de un suave empujón—. ¿No te lo dije?
—¿Te recuerdo que hasta ayer a las doce menos cinco no tuvimos un acuerdo en
firme? —gruñó Svein—. ¿Para qué iba a aprender español, si no sabía si ibas a acabar
aquí o no? Malditos españoles, siempre haciendo las cosas a última hora…
—Mejor no digas eso muy alto —sonrió Ivar antes de volver la vista hacia el
guardia, que lo miraba medio encogido de miedo—. Hola —recomenzó, con el mismo
acento desastroso que Svein—. Tenemos una cita con el presidente. Soy Ivar Carlsson.
El guardia pestañeó rápidamente, abrió los ojos, abrió la boca, la cerró, y
después soltó un hipido de reconocimiento.
—Oh. Oh, sí, sí, sí. Claro. —Carraspeó—. Carlsson… Eh… sí —asintió con
fervor—. Eh… esperen un segundo. Un segundo —repitió en voz más alta y
vocalizando con cuidado, como si creyese que eran completamente sordos o idiotas
perdidos—. Aquí, ¿eh? Esperen —casi gritó.
—Claro —respondió Ivar, risueño, mientras el guardia recorría los escasos pasos
que lo separaban de una pared en la que colgaba un teléfono incongruentemente
anticuado. El hombre lo descolgó y pulsó un botón sin apartar los ojos de él.
—Eh… ¡Jorge! —exclamó. Aguardó un momento antes de hacer una mueca—.
Me importa una mierda. No te duermas en el curro y no te pasarán estas cosas. Oye,
acaba de llegar el Carlsson ése que decían ayer los del Tiovivo Depor… Ya, ya sé que…
No, oye, que estos tíos hablan muy raro, joder, no voy a… ¡Ni diez minutos ni leches,
Jorge! —gritó—. ¡Que yo sólo tengo que vigilar la puta puerta, no que hacer de
recepcionista para…! ¡Pues contrata a una puta azafata, pero haz el puto favor de
venirte para acá, que…! ¡Vale! —aulló—. ¡Sí! ¡Lo que tú quieras! ¡Joder! —Colgó, y
después giró hacia ellos y les dirigió una sonrisa llena de dulzura—. Eh… vengan
conmigo —les dijo en el mismo tono elevado y pausado, haciendo un gesto histriónico
con las manos para indicarles que le siguieran—. Conmigo —repitió, señalando el
interior del estadio.
—¿Cree que somos idiotas, o algo? —preguntó Svein con el ceño fruncido. Ivar
sacudió la cabeza.
—Cree que no entendemos una mierda de lo que dice —contestó, sonriendo
ampliamente antes de seguir al guardia hacia el pasillo, donde una mujer bajita y
regordeta que fregaba el suelo de baldosas blancas y negras les gritó algo que no llegó a
comprender en un tono tan ominoso como los aullidos de las valquirias planeando sobre
el campo de batalla.
Carlos bajó del coche y lanzó una mirada distraída a la fachada de la casa familiar a la
que volvía en muy escasas ocasiones. Cuando su padre aún vivía se pasaba de vez en
cuando para ver al viejo, que siempre disfrutaba de sus visitas y de su sentido del
humor, tan perturbado como el suyo propio, mientras los ojos agudos y críticos de su
madre se clavaban en ellos con reproche, su rostro fruncido en una mueca de
desaprobación que Carlos ignoraba en la misma medida en que la detestaba. Pero desde
que Manuel Monteferro había muerto de un infarto acaecido en circunstancias cuanto
menos sospechosas, él había vuelto en muy contadas ocasiones a la casa familiar,
siempre conminado por su madre y por ese tono de sargento de marines que a Carlos le
provocaba un mal humor cercano a la furia homicida.
Sus ojos recorrieron la sobria fachada, el diseño severo, casi espartano, de ésos
que proclaman a gritos que sus propietarios pertenecen a una nobleza antigua y
orgullosa, que no necesitan de más símbolos de riqueza externa que sus apellidos y una
actitud desdeñosa y altiva. Caminó por el sendero que llevaba a las pulidas escaleras de
mármol blanco, y la puerta se abrió para mostrar la esbelta figura de Mónica de
Monteferro, antes conocida como Mónica López, la hija del pescadero.
Clavó en Carlos unos ojos verdes que cualquier observador casual habría tomado
por idénticos a los suyos, aunque en realidad el parecido se limitaba a la forma y el
color. En la mirada de Carlos había travesura y cinismo, y en la de su madre sólo
brillaba la frialdad y una inteligencia calculadora que le había permitido trepar desde la
pescadería de su barrio, tan de arrabal que casi estaba en otra Comunidad Autónoma,
hasta la cima de la alta sociedad del país, por un sistema que ni siquiera Carlos tenía el
estómago suficiente para detenerse a analizar pero que, seguro, había contribuido a la
muerte prematura del viejo.
Como de costumbre, iba impecablemente vestida y peinada, y las pocas joyas
que adornaban su cuello y sus orejas podrían haber mantenido holgadamente a una
familia numerosa durante un número indeterminado de años. Un maquillaje sutil e
inteligente le daba brillo a su rostro que, gracias a los esfuerzos de los mejores cirujanos
plásticos del país, aún conservaba parte de la lozanía de su juventud, y el vestido
destacaba los mejores rasgos de su cuerpo alto y esbelto, mantenido por una dieta que
Carlos, como médico, no podría aprobar ni bajo los efectos de la peor de sus resacas.
—Llegas tarde —dijo a modo de saludo, consultando su pequeño reloj de oro.
Carlos rechinó los dientes y contó mentalmente hasta diez. Aunque sabía de
sobra que ni intentar recitar de memoria los doscientos primeros números primos
conseguiría que el día terminara sin que le soltara a su madre alguna barbaridad. Mónica
sacaba lo peor de él; y lo peor de él no era ni la mitad de malo que lo mejor de ella.
—Yo también me alegro de verte, Mónica.
Ella frunció el ceño —muy brevemente, no fuera a ser que se le saltaran los
puntos de su último lifting— y se apartó para franquearle el paso.
—Cuando te invitan a una casa a una hora, lo menos que puedes hacer es
aparecer a tiempo.
—No me has invitado, madre. Me has obligado a venir —masculló—. Bueno,
dime, ¿qué pasa ahora? ¿El perro ha perdido su último concurso de belleza? No, espera,
no me lo digas. La mujer de Ricardo está preñada otra vez —dijo en tono hiriente—.
Pues de ésta nadie los libra de una condena por crímenes contra la Humanidad.
—No te vendría nada mal aprender algo de tu hermano, Carlos. Es increíble que
tú seas el mayor —replicó Mónica, mientras Carlos vocalizaba a sus espaldas las
mismas palabras mil veces repetidas casi al mismo tiempo que su madre las
pronunciaba.
Caminó tras ella cruzando el desproporcionado recibidor, sus pasos resonando
en el carísimo mármol italiano del suelo, sólo cubierto estratégicamente por una
alfombra de dimensiones descomunales que descansaba bajo las escaleras que
caracoleaban hasta la segunda planta y se dividían en dos en el primer descansillo, en
una decoración auspiciada por la pasión de su madre por Lo que el viento se llevó.
¡Carlos Monteferro! ¡Como te vuelva a ver bajando por el pasamanos, te voy a
mandar a un internado!
La voz de su madre, arrastrándose desde algún lugar del pasado, resonó en su
mente e hizo que el niño en su interior se encogiera de miedo y el adulto se llenara de
rabia vengadora. Su mal humor creció varios enteros al tiempo que seguía a su madre
hasta el salón situado a la izquierda de las escaleras, evitando obstinadamente hacer
ningún comentario acerca de la nueva decoración, mientras atravesaba las pesadas
puertas de castaño macizo.
Sin pensarlo demasiado se dirigió hasta el mueble bar y, sintiendo los ojos
acusadores de su madre clavados en su nuca, se sirvió una generosa ración de whisky de
malta. Se sentó frente a ella, dejando caer su cuerpo descuidadamente en el orejero
favorito de su padre, que su madre se había apresurado a volver a tapizar antes de que el
cadáver del viejo se hubiera enfriado en su ataúd.
Sentada con la espalda erguida y altivez aristocrática, Mónica le dedicó su
mirada más reprobadora.
—¿No sabes sentarte como las personas, Carlos?
Carlos suspiró. —Mira, madre. Me has llamado, y he venido. Y tengo un
poquito de prisa, así que…
—Prisa, ¿eh? ¿Por volver a ese estúpido trabajo tuyo?
Carlos dio un largo sorbo a su copa sin apartar los ojos de su madre. Así que de
esto iba toda la historia. Su madre había decidido que quizá podría aprovechar los
propósitos de Año Nuevo para soltarle, una vez más, el aburridísimo discurso sobre lo
inapropiado de su profesión y lo mal que se sentía cada vez que tenía que hablar de la
carrera de su hijo en las reuniones benéficas. Quizá podría haberlo perdonado si se
dedicara a algo más refinado, como la cirugía estética, pero ¿patología forense? En la
escala de valores de su madre, eso estaba a la altura de la mendicidad o, no lo quisiera
Dios, de la política.
Podía haberse callado. Podía haber tenido su bocaza cerrada, dejar que se
desahogara, y seguir con su vida hasta la siguiente ocasión, probablemente un par de
meses más adelante. Pero, claro, callarse nunca había sido lo suyo, ¿verdad?
—En realidad, me faltan varias horas para entrar. Pero como ya me has jodido
un polvo con tu llamada, esperaba poder resolverlo antes de que la nena se harte de
esperarme y se vaya a su casa a terminar sola la faena —replicó, chascando los labios en
un gesto despectivo.
En honor a Mónica hay que decir que ni pestañeó. Se limitó a mirarlo fijamente
con esos gélidos ojos verdes, y lo único que demostró su desaprobación fue el modo en
que sus manos, firmemente enlazadas sobre su regazo, se apretaron una contra otra
hasta que los nudillos perdieron el color.
—Supongo que sería mucho esperar que esa… —hizo una pausa más que
estudiada— … “nena”, sea la madre de tus hijos bastardos…
El estómago de Carlos dio un vuelco en su interior. Se retrepó lentamente en su
asiento, y clavó los ojos en su madre.
—¿Qué cojones sabes tú de eso, Mónica? —espetó con un gruñido que dejó al
descubierto sus caninos.
Ella suspiró. —Carlos, Carlos. Yo lo sé todo —dijo, en el mismo tono que se
dedicaría a un niño díscolo—. Dime, no te das ni cuenta del dinero que le cuesta a tu
familia esconder tus indiscreciones, ¿verdad?
—Vamos, no me jodas —gruñó Carlos—. ¿Ahora te dedicas a espiarme?
—Llevo años espiándote —replicó ella, desdeñando la idea con un gesto de su
mano alzada—. No tengo otro remedio. Por desgracia, has salido a tu abuelo.
—Mira tú qué curioso. El abuelo decía que era igualito a ti —masculló Carlos
venenosamente, y una sonrisa malvada bailó en la comisura de sus labios al ver cómo
Mónica respingaba de forma casi imperceptible.
—Eso ha estado fuera de lugar —replicó secamente—. Como está fuera de lugar
que ensucies el buen nombre de esta familia manteniendo a tres bastardos. Si tu padre
levantara la cabeza…
—Me llamaría idiota y se partiría el culo de risa —la interrumpió—. A ver,
Mónica, ¿me has llamado para algo más que para darme una charla sobre planificación
familiar? Porque si es así, ve al grano. Y si no lo es, pues ya me he dado por enterado,
puedes estar tranquila. Tengo gomas hasta en la puta nevera, junto a las cervezas, por si
acaso. Así que no creo que esto vuelva a pasar.
Mónica torció el gesto. —¿Te importaría ser un poco menos vulgar?
—Soy vulgar. Forma parte de mi natural encanto —gruñó, recostándose de
nuevo en la butaca—. Al grano, madre.
Ella suspiró, y volvió a clavar en él su mirada más intimidante. —Quiero que
soluciones ese asunto. Y cuanto antes.
Carlos la miró un segundo, y rompió a reír a carcajadas.
—Claro, claro —respondió al rato, enjugándose los ojos—. Haré que parezca un
accidente, ¿te parece bien? ¡Por Dios, Mónica! —exclamó, rompiendo a reír de nuevo,
mientras se llevaba el vaso a los labios.
Mónica esperó a que terminara de reír, sin alterar su compostura de perfecta
dama. Después, volvió a hablar muy lentamente.
—Mira, Carlos, llevo años intentando que entiendas cuáles son tus
responsabilidades para con esta familia. Y hasta ahora me has ignorado. Pero se acabó.
Quería nietos de mi primogénito, y voy a tenerlos. Vas a casarte con esa chica.
Carlos escupió el whisky que aún no había bajado por su garganta, se atragantó
con el que sí había conseguido llegar a ella, y tosió hasta ponerse azul. Mónica, sin
apartar su mirada de él, ni siquiera alzó las cejas cuidadosamente depiladas.
Cuando consiguió serenarse, miró a su madre, enarcó una ceja, y dejó escapar
una breve carcajada antes de ponerse en pie. Posó el vaso en la pequeña mesita redonda
que su padre aprovechaba siempre para colocar un cenicero y fumar esos puros habanos
que tanto irritaban a su madre, y sacudió la cabeza.
—Una charla muy divertida, madre. Otro día, más —dijo, encaminándose a la
puerta.
—O haces lo que te digo —resonó la voz de su madre a sus espaldas— o no
vuelves a tocar el fideicomiso de tu padre.
Carlos se detuvo en seco, con la mano ya sobre la manija de la puerta, y frunció
el ceño.
—No puedes hacer eso.
—Oh, sí que puedo. Tengo el total usufructo sobre sus fondos. Lo he consultado.
O te casas con esa… chica, o vas a vivir el resto de tu vida del mísero sueldo de… como
quiera que se llame ese absurdo trabajo tuyo.
—…noventa millones de euros —decía el presidente con una sonrisa de satisfacción
que le partía la cara en dos, como si la cifra fuera mucho más importante que la figura
de Ivar, sentado a su lado e intentando disimular su aburrimiento. El presidente del
equipo era un hombre de una edad indeterminada que oscilaría entre los cuarenta mal
llevados y los sesenta pletóricos de salud. Bajito comparado con él, de estatura media
entre los directivos que lo habían rodeado como comparsas bien entrenadas durante la
soporífera recepción organizada en honor al nuevo jugador estrella del club, José Luis
Pérez Carmona era un hombre que pasaría desapercibido en cualquier multitud, siempre
que la multitud estuviera vestida de traje oscuro y corbata del mismo tono, peinada con
cuatro o cinco litros de gomina por cabeza y adornada con sonrisas demasiado felices
como para ser reales.
Y también él le hablaba como si fuera un idiota terminal.
Ivar se obligó a sonreír cuando el presidente se volvió hacia él, se puso en pie y
le tendió la mano, mientras desde detrás de la mesa donde se sentaban el jefe de prensa,
un tal Jorge Fernández, le dirigía un guiño divertido y le entregaba la camiseta del
equipo. Ivar contuvo las ganas de poner los ojos en blanco, cogió la camiseta y se
levantó. La sonrisa del presidente sólo vaciló un instante cuando se irguió junto a él en
toda su estatura. Desde la mancha informe de los periodistas se elevó una risita, ahogada
rápidamente por los flashes de las cámaras.
—Ponte la camiseta —susurró el jefe de prensa, Jorge, a su lado. Ivar se volvió
hacia él con las cejas enarcadas. Malinterpretando su gesto, Jorge se señaló su propio
cuerpo e indicó la camiseta que Ivar apretaba entre las manos.
—Lo había entendido —respondió Ivar en el mismo tono, y esta vez su sonrisa
fue sincera—. No es la primera vez que ficho por un equipo.
Jorge parpadeó y torció el cuello hacia arriba para mirarlo a los ojos.
—Genial —murmuró—. Así que hablas español… Pues que no se enteren los
periodistas, ¿eh? Cuanto menos te hagan hablar, mejor.
—Claro —rió Ivar antes de volverse hacia la prensa y sacudir la cabeza. Cruzó
los brazos sobre el pecho, se quitó la camisa con movimientos rápidos y dejó la prenda
descartada encima de la mesa.
El súbito silencio le hizo alzar la mirada. Los periodistas lo miraban con
expresión de sorpresa, mientras los flashes parecían acelerar sus estallidos hasta
convertirse en una ráfaga inclemente de luces parpadeantes; en primera fila, la única
periodista femenina que había visto en la sala, una joven morena con un embarazo más
que evidente bajo el vestido azul, lo observaba con los ojos muy abiertos y una sonrisa
torcida en los labios.
—Vaya —formó ella con la boca antes de enarcar una ceja. Jorge, el jefe de
prensa, se acercó todavía más a Ivar.
—Ponte la camiseta antes de que Ayuso te arranque la cabeza por dejar muda a
su mujer, anda —gruñó. Ivar lo miró de reojo.
—¿Ayuso? —preguntó en voz baja. Jorge resopló.
—El capitán de tu equipo, muchacho. Y aunque le saques media cabeza, será
mejor que no te pelees con él. Hazme caso.
—Sé quién es Ayuso —murmuró Ivar—. Pero no sabía que estuviera casado con
una periodista.
Jorge le dio una breve palmadita en el antebrazo. —Ya. Pues ya ves, lo que son
las cosas. Vístete, ¿eh? No empecemos jodiendo. —Negó con la cabeza y suspiró—.
Nórdicos. En pleno invierno, y ahí, a cuerpo. Hay que joderse.
—No hace frío —sonrió Ivar al fin, extendiendo la camiseta para pasársela por
la cabeza. Jorge volvió a resoplar.
—La gente normal se la pone encima de la ropa, ¿sabes? Total, sólo es para una
foto —dijo, lanzando una rápida mirada en dirección a la multitud de periodistas antes
de dar un brusco tirón a la camiseta de Ivar para ocultar su estómago desnudo—. Y más
en enero, coño. Y más si en primera fila está Martita García.
—¿Es peligrosa? —inquirió Ivar, desconcertado.
—No, joder. El que es peligroso es Ayuso. Que puede ser todo lo calmado y
todo lo tranquilo que quiera, pero como alguien mire a Martita más de dos veces se
convierte en Hannibal Lecter después de dos semanas a base de la dieta de la alcachofa.
—Oh. —Ivar hizo una mueca mientras su mente trabajaba furiosamente para
traducir algunas de las frases que Jorge le había dirigido, y de las cuales no creía haber
captado el sentido adecuado. Se encogió de hombros y accedió finalmente a estrechar la
mano del presidente, que llevaba unos minutos sin saber muy bien dónde meterse el
apéndice que había quedado flotando en el aire entre ambos. Tratando por todos los
medios de ignorar la mirada fija de la joven periodista embarazada, posó los ojos en un
lugar indeterminado en el centro de la sala y sonrió ampliamente, dejando que las
cámaras de fotos y televisión recogieran su gesto de felicidad suprema junto al gesto de
éxtasis de José Luis Pérez Carmona.
—Me temo que Mónica está en lo cierto, Carlos —dijo Adolfo al otro lado de la línea.
Carlos maldijo entre dientes y metió una marcha más con gesto brusco. Nada
más salir de casa de su madre había llamado al abogado de la familia, para asegurarse
de que ella no estaba jugando de farol.
—Vamos, no me jodas —gruñó.
—¿Qué más te da, chico? Sé práctico. Ve a ver a esa nena, ponle un anillo en el
dedo, y deja a tu madre contenta. Y después, sigue la tradición familiar.
—Ni de coña. Yo no me caso, Adolfo, me lo prohíbe mi religión.
Adolfo soltó una risita sardónica. —Sí, bueno, supongo que tu religión también
te impide dejar de conducir tu Porche y mudarte de tu cómoda casita en las afueras para
ir a parar a algún lúgubre apartamento del centro.
—A ver, calma y tranquilidad. Tengo mi propio dinero, ¿no? Acciones,
fondos…
—Y con tu estilo de vida, te durarán un par de años, con suerte, y eso si te
administras —respondió Adolfo en tono práctico—. Esta vez te ha jodido bien, chico.
Carlos volvió a maldecir. —Joder. Igual… se le olvida. O no hablaba muy en
serio… —comentó en tono esperanzado.
—Sí, vale. Si no fuera porque lleva intentando que sientes la cabeza desde que
saliste de la facultad… Pues igual.
Carlos suspiró. —Vale, ya lo pensaré. Tú échale un ojo al testamento de mi
padre, a ver si puedes hacer algo. Cualquier cosa, me llamas.
Adolfo colgó después de prometerle que haría lo que estuviera en su mano,
ignorando alegremente el conflicto de intereses. Algo que Carlos ya esperaba. El
abogado estaba casi tan hasta los cojones de Mónica como él.
Joder… Las cosas se iban a poner realmente feas como no encontrara una salida.
Siempre podía decirle a su madre que Lina se negaba a casarse con él, pero Mónica era
más que capaz de comprobar por sí misma esa afirmación, y Carlos se fiaba muy poco
de que la respuesta de Lina fuera un rotundo no, teniendo en cuenta las muchas picadas
que le había estado soltando desde que accediera a echarle una mano hacía ahora lo que
parecía una eternidad.
Si se enteraba, se iba a partir el culo de risa con esto.
Las instalaciones del estadio Osvaldo Menzibalázazu eran mucho más impresionantes
de lo que Ivar estaba dispuesto a admitir. Se notaba que hacía menos de un lustro que
habían invertido mucho dinero en modernizarlas: aunque la distribución de las oficinas,
vestuarios y demás dependencias le recordaba dolorosamente al estilo soviético al que
se había acostumbrado después de pasar varios años jugando en el centro de Europa, los
suelos, paredes, techo y decoración mostraban un diseño mucho más moderno, en
ocasiones casi futurista, aséptico en las dependencias deportivas y cálido y confortable
en las oficinas y despachos de la parte administrativa. Esa mezcla de historia y
modernidad era la bandera que el equipo ondeaba ante el mundo, y que, unida a la
inmensa cantidad de trofeos que cogían polvo en una sala del tamaño de un museo
habilitada para ello, le habían valido el título de Club del Milenio.
Svein había desaparecido hacía cerca de media hora, tragado por la implacable
marea de directivos trajeados que, obviamente, se sentían más cómodos tratando con un
hombre de negocios de estatura media que con un futbolista que tenía que doblarse
sobre sí mismo para hablar con ellos. Su representante parecía haberse aclimatado a una
velocidad inhumana a la vida española, a juzgar por su apresurada despedida tras la
rueda de prensa, “Me voy a tomarme uno de esos ‘vinitos’ que dicen éstos, Ivar”, y se
había largado con viento fresco rodeado por la decena de Hombres de Negro que reían
animadamente cada vez que Svein intentaba hacerse entender por ellos y esbozaban
sonrisas nerviosas cuando era Ivar el que trataba de hablar con ellos. Era evidente que
para ellos los futbolistas sólo eran un medio de hacer dinero, y que un futbolista
desmesuradamente alto, desmesuradamente rubio y desmesuradamente caro sólo era
una forma de ocupar los titulares de los periódicos del día dos de enero y, o eso
esperaban, de los de todos los lunes, en cuanto empezase a marcar una desmesurada
cantidad de goles.
Por mí, perfecto, pensó animadamente mientras seguía a Jorge, el jefe de prensa,
por los pasillos desiertos del estadio. A Ivar también le ponían nervioso los hombres de
negocios, los directivos, los presidentes y, en general, todos aquellos que no tironeaban
de sus corbatas cada cinco minutos. Para él, un hombre que se sintiera cómodo vestido
de traje era una amenaza, con la única excepción de Svein, a quien había conocido
cuando todavía vestían ambos pantalones vaqueros y jerseys llenos de pelotillas.
Jorge también vestía traje de chaqueta y corbata, pero el color gris claro del suyo
era, en cierto modo, tranquilizador. Y también su sonrisa, medio divertida medio
irónica, y los exabruptos que intercalaba en todas las frases y que Ivar estaba
convencido de que jamás encontraría en un método rápido para aprender español.
—Y ésta es la sala de rehabilitación —decía Jorge, guiándolo hacia el interior de
una enorme habitación tan inmaculadamente blanca como la enfermería que acababa de
enseñarle. Ivar asintió, aburrido, mientras fingía estudiar con interés las conocidas
formas de las bicicletas estáticas que se alineaban en el centro de la estancia. Bajo la
ventana había un número indeterminado de colchonetas apiladas cuidadosamente; junto
a la pared de la derecha había una hilera de camillas cubiertas por sábanas blancas. En
una de esas camillas se sentaba un hombre, balanceando con gesto ausente los pies que
colgaban en el aire, mientras observaba con atención a otro hombre que pedaleaba
tranquilamente en una de las bicicletas—. Ya sabes —susurró Jorge en tono
confidencial—, la sala de rehabilitación —insistió, con un guiño divertido.
Ivar enarcó una ceja. —Ah —murmuró—. Ah —repitió, abriendo mucho los
ojos—. Eh… aquí fue donde…
—Exacto —asintió Jorge, risueño—. Puedo darte todos los detalles que quieras,
pero delante de la prensa siempre lo negamos todo, ¿entendido? Esto queda dentro del
equipo.
—Claro —respondió Ivar en un murmullo, estudiando con más atención la sala.
De modo que allí había sido donde tres de sus futuros compañeros de equipo habían
matado a una fisioterapeuta… Los rumores habían corrido como la pólvora por toda
Europa, y de hecho algunos de sus antiguos compañeros del Aspirinen de Munich se
habían despedido de él tras su fichaje por el club español deseándole una inmediata
lesión que le llevase directamente a las garras de una de esas fisioterapeutas de mente
abierta que desarrollaban su carrera profesional en el que, ya, era “su” equipo.
—Deja de contarle cuentos, Jorge —sonrió el hombre sentado en la camilla,
bajando de un salto y dirigiéndose hacia ellos con paso rápido. Ivar le calculó unos
veinticinco años, aproximadamente la misma edad que él mismo; más alto que Jorge y
que Svein, su cabeza alcanzaría aproximadamente la altura de la oreja de Ivar, lo cual
no era decir poco teniendo en cuenta que Ivar era alto incluso para la media de Suecia;
tenía el pelo castaño oscuro revuelto y los ojos grandes, también oscuros, fijos en él. Su
mirada era tranquila, casi relajante, pero en sus pupilas brillaba algo que Ivar tomó por
diversión.
—¿Prefieres contárselo tú, Ayuso? —replicó Jorge animadamente. Se giró hacia
Ivar—. Él es Javier Ayuso, el capitán y portero del equipo.
—Ya —asintió Ivar, devolviéndole una sonrisa vacilante.
—Ivar Carlsson, ¿eh? —saludó Ayuso extendiendo la mano hacia él. Ivar se la
estrechó—. No hagas ni caso de lo que te diga Jorge. Siempre ha sido un histérico, y si
no tienes cuidado, conseguirá que te pongas histérico tú también.
—¿Qué significa “histérico”? —preguntó Ivar, titubeante. La sonrisa de Ayuso
se ensanchó. Abrió la boca para responder, pero Jorge se le adelantó, posando una mano
en el antebrazo de Ivar.
—Significa “guapo, elegante y con clase”, por supuesto —dijo alegremente—.
Ayuso, tengo que irme… ¿Te importa hacerte cargo de Carlsson un ratito? Su
representante se ha ido con los directivos a tomar unos vinos.
—¿Has visto a Marta? —inquirió Ayuso en vez de contestar. Jorge asintió.
—Yo la he visto, y ella ha visto a Carlsson —rió, burlón—. El chaval se ha
quitado la camiseta en mitad de la rueda de prensa. La cara de tu mujer ha sido todo un
poema.
Ayuso enarcó una ceja y miró a Ivar de arriba abajo. Se aclaró la garganta, y su
cara se convirtió en una máscara plácida y sosegada que, Ivar estaba seguro, era falsa.
—Es normal, teniendo en cuenta que tiene todas las hormonas descontroladas —
contestó tranquilamente—. Las mujeres embarazadas tienen unas reacciones muy
extrañas, a veces…
—Ya. Y el hecho de que aquí el sueco haya sido portada del PlayBuddie cinco
veces no influye en absoluto —rió Jorge antes de alargar una mano para darle a Ayuso
una palmadita juguetona en la mejilla—. Menos mal que ya te encargarás tú de curarle
el sofoco a la hora de la siesta, ¿eh?
—Sí —respondió Ayuso, lacónico—. ¿Hace mucho que se ha ido?
—Una media hora. Me ha dicho que, si te veía, te dijera que a las dos tiene que
entrar en el informativo.
—Vale. —Ayuso miró a Ivar y se esforzó por volver a sonreír—. De acuerdo,
me haré cargo del sueco hasta las dos. Pero a la hora de la comida es todo tuyo,
¿entendido? Que no tengo ganas de pasarme el día de Año Nuevo de niñera.
—Oye, que estoy aquí delante —gruñó Ivar, repentinamente enojado.
—No te lo tomes como algo personal. —Jorge esbozó una sonrisa malvada—.
Ayuso tiene ganas de disfrutar de su mujercita antes de tener que ser una niñera a
tiempo completo. Bueno, me voy —añadió, dirigiendo un gesto de saludo hacia el
hombre que pedaleaba furiosamente en la bicicleta estática—. Roberto, no sé yo si eso
es lo mejor para la resaca…
—Eliminar toxinas —gruñó el hombre, a quien Ivar finalmente reconoció como
el delantero centro del club, cuyo puesto iba a ocupar él, desplazando al español hacia la
banda derecha.
—Lo que tú digas. Venga, Feliz Año Nuevo, y todo eso. —Jorge se despidió con
la mano antes de salir a toda prisa por la puerta entreabierta, dejando a Ivar a solas con
dos de los jugadores que iban a compartir vestuario con él y que, si los rumores eran
ciertos, habían matado en aquella misma sala a una mujer a base de sexo hacía menos
de un año.
El imbécil que había programado el sistema de calefacción, lleno de buena voluntad,
había decidido que, dado que en un hospital todo el mundo viste manga corta y pijamas
ligeros de hilo, la temperatura tenía que aproximarse a la del Sahara en verano.
Normalmente, su cuerpo adaptado al ese calor infernal solía ser capaz de obviarlo y
seguir trabajando en lo que cualquier representante sindical habría descrito, perpetrando
alegremente el criterio de los nobles académicos de la lengua, como “condiciones de
penosidad”. Pero desde la conversación con su madre su humor no había hecho sino
empeorar más y más a medida que pasaban las horas, y en este instante estaba más
próximo a empuñar una motosierra que el escalpelo que Sara, aún bajo los efectos de la
celebración del Año Nuevo, no acertaba a pasarle.
—Joder, nena, ¿me quieres pasar el puto escalpelo de una puta vez? ¿Dónde
cojones te dieron el título? ¿En una puta feria? —gritó.
Pedro y Sara lo miraron como si los extraterrestres acabaran de aterrizar en el
planeta y hubieran dejado una vaina pegajosa de la que había salido este ser extraño que
llevaba la cara y el cuerpo del auténtico jefe. Carlos tenía mala hostia, sí, pero rara vez
se dirigía a ellos con algo que no fuera una cortesía exquisita o su habitual tono de
burla. En los tres años que Pedro llevaba trabajando con él, jamás le había escuchado
una palabra más alta que otra. Al menos, dirigida contra aquellos que trabajaban bajo
sus órdenes.
Incapaz de controlar su mal humor, Carlos gruñó, miró la bandeja con el
instrumental y tomó él mismo lo que necesitaba, mascullando alguna grosería entre
dientes que afectó a Sara mucho más de lo que quería demostrar. Sus ojos se
ensombrecieron al momento y su labio inferior comenzó a temblar. Carlos la miró y
suspiró. Su genio se escondió en un rincón de su mente, apagado por las lágrimas que
ella se esforzaba por no derramar.
—Lo siento, preciosa. Perdona —murmuró, contrito—. No va contigo, ¿vale?
Ella se encogió de hombros, reprimiendo un sollozo. —Vale —respondió con un
hilo de voz.
Carlos se pasó el antebrazo por los ojos, maldiciendo entre dientes.
—¿Por qué no descansas un poco? Ve a tomar un café y vuelve dentro de un
rato. Nos apañaremos sin ti, ¿verdad, Pedro?
Pedro asintió lentamente, los ojos fijos en su jefe, como si pudiera leer la causa
de su mal humor con la mirada.
—Lo siento —susurró ella—, yo no quería…
—No te disculpes, cariño, por favor. Mira… —Le acarició la mejilla con el
dorso de su mano enguantada—.Tráeme algo con mucha glucosa, y cuando vuelvas me
dices “hola, jefe”, y todo arreglado.
Ella se las arregló para esbozar una sonrisita. —Vale… jefe.
—Ñam —dijo Carlos, recuperando su sempiterna sonrisa socarrona.
Sara rió brevemente y salió de la Morgue con sus andares bamboleantes y
tentadores. Los dos hombres la siguieron con la mirada y, cuando las puertas dejaron de
agitarse, Carlos bajó la vista y se concentró en el trabajo intentando esquivar los ojos de
Pedro, clavados en él como dos puñales.
—Si se tratara de otro, le diría que echara un polvo, pero viniendo de ti no tengo
ni puta idea de a qué viene esa mala hostia.
—Tú sigue robándome los consejos médicos, y te denunciaré por intrusismo
profesional, o cualquier mierda de ésas —replicó Carlos, esforzándose por componer un
tono alegre.
Pedro rió entre dientes. —Son muchos años trabajando contigo, y todo se pega
—sonrió—. En serio, Carlos, ¿qué cojones te pasa? ¿Es por Lina? ¿Te está tocando los
huevos con los trillizos?
—Ojala fuera sólo eso —resopló Carlos. Dejó el escalpelo sobre la bandeja,
apoyó las manos en la camilla, y suspiró. Vale, desahogarse no le vendría mal—. No. Es
que vengo de “Chez Monteferro” —empezó con tono sarcástico.
Pedro enarcó las cejas. Conocía lo bastante bien a Carlos como para saber que la
relación que lo unía a su familia no podía clasificarse precisamente como “amor
fraternal”. Dejó escapar un breve silbido.
—Pues Cruella DeVil ha debido tocarte bien los huevos esta vez para que estés
de ese humor —comentó—. Normalmente se te pasa después de la segunda cerveza. O
del primer polvo. Y como en tu casa siempre hay cervezas, y Ana ya se ha cruzado con
Belén en los pasillos, pues…
—Me ha amenazado con cerrarme el grifo si no me caso —dijo Carlos en un
susurro, tras un instante de vacilación.
Los ojos de Pedro se abrieron de par en par, y su boca dibujó una “O” perfecta.
—¿En serio? —Carlos asintió. Pedro sacudió la cabeza, abrió aun más los ojos,
hasta que su jefe pensó que se saldrían de sus órbitas, y tras un segundo rompió a reír a
carcajadas—. Vamos, no me jodas.
Las carcajadas sacudieron su cuerpo flaco con tal intensidad que tuvo que
alejarse de la mesa y dejarse caer en la silla del pequeño despacho, incapaz de
detenerse. Carlos lo miró con abierta animadversión mientras su colega balbuceaba
incoherencias que incluían muchos tacos, y muchos “casarse”.
—A mí no me hace puta gracia, joder —masculló por fin—. He hablado con
Adolfo, y la cosa está jodida.
—Vale —dijo Pedro, enjugándose las lágrimas—. Calma y tranquilidad. Tu
madre lleva intentando que te pongas un anillo en el dedo desde que cumpliste la
mayoría de edad. Basta con que sigas haciéndoles a las candidatas lo que quiera que
hayas estado haciéndoles hasta ahora —concluyó con una risita.
—Claro, qué fácil. Si no fuera porque se ha enterado de lo de los trillizos y
quiere que me case con Lina…
La risa de Pedro murió en sus labios y miró a Carlos con algo muy cercano a la
conmiseración. —Estás jodido —sentenció.
La única “novia” que había tenido en su vida, Nora —que le dejó cuando las portadas
de las revistas empezaron a mostrar más partes de Ivar de las que ella conocía—, decía
que estaba obsesionado con la estatura de la gente. Era una de las muchas cosas que le
recriminaba: el hecho de que lo primero en lo que se fijaba cuando conocía a alguien
fuera su altura. Claro, pensaba Ivar, rencoroso, Nora podía decir eso porque con su
metro setenta nunca había tenido la sensación de ser más alta que toda la Selección
Sueca de Baloncesto, suplentes incluidos. Ivar, por el contrario, sólo se sentía cómodo
cuando eran los baloncestistas los que lo rodeaban, y a veces ni eso. Por eso había
hecho más amigos en el combinado nacional de baloncesto que en el de fútbol, cuyos
componentes, con la excepción de Ivar, no pasaban del uno ochenta y cinco en el mejor
de los casos.
Incluso en Suecia, Ivar era un hombre alto para la media. Había logrado vencer
la tentación de ir encorvado después de una intensa charla con su padre, un prestigioso
cirujano plástico de Västervik, que le había amenazado con cortarle las piernas si seguía
intentando aparentar ser más bajo de lo que era. Y después, cortarle lo que le
diferenciaba de las mujeres, para que su hijo tuviera un cuerpo acorde con “su futura
estatura”. Einar Carlsson era muy capaz de cumplir su amenaza, e Ivar no había querido
comprobar si su padre prefería tener un hijo discapacitado y eunuco antes que un hijo
encorvado.
Sin embargo, nunca había abandonado su otro vicio, ése que Nora le echaba en
cara. Por eso, y pese a la mirada suspicaz que le dirigía en esos momentos, debida
probablemente al “incidente” de la rueda de prensa, no pudo evitar sentir una oleada de
simpatía hacia Javier Ayuso, uno de los pocos hombres que había visto desde que su
avión aterrizó en el aeropuerto de Parchises a los que podía mirar a los ojos sin
inclinarse como un cortesano de Versalles.
Javier Ayuso pareció decidir de repente que Ivar no suponía una amenaza para
su matrimonio, y su expresión cambió cuando esbozó una amplia sonrisa.
—Bien —dijo, dirigiéndose de nuevo hacia la camilla donde había estado
sentado para coger una cazadora de aspecto usado, tal vez una prenda que había
conseguido hacer cómoda a base de ponérsela y que ahora se resistía a abandonar pese a
su evidente deterioro y a que, teniendo en cuenta quién era, no era precisamente el
dinero para comprarse una nueva lo que le faltaba—. No hagas ni caso de lo que te diga
Jorge, ¿eh? —Cogió la cazadora y se la echó al hombro—. Antes era un puto histérico,
y no, no estoy diciendo que sea guapo, pero hace unos meses le dio un ataque de pánico
y desde entonces está a tres Lexatines diarios. Y no tienes ni idea de lo que los
ansiolíticos pueden hacerle a un tío como él. Ríete del Doctor Maligno. Un puto
aficionado, a su lado.
Ivar parpadeó antes de sonreír, titubeante. —No he entendido ni la mitad de lo
que has dicho —contestó con lentitud—. Pero creo que quieres decir que ignore a Jorge
cuando me interese, ¿verdad?
—Sí, algo así —asintió Ayuso—. O mejor, ignóralo siempre. Te ahorrarás
muchos disgustos, créeme.
—Lo que no sé es cómo le aguantas —gruñó el hombre que pedaleaba en la
bicicleta estática, Roberto. Ayuso se volvió hacia él.
—Porque es el jefe de prensa del equipo, porque es el que manda cuando se trata
de hablar con los periodistas, porque soy yo el que tiene que hablar con los periodistas,
y porque me siento responsable, en cierto modo. —Ayuso se encogió de hombros—.
Fue por mi culpa que aquel día acabó en el hospital con una pastilla debajo de la lengua.
—Le habría pasado de todas formas —dijo Roberto. Se bajó de la bicicleta,
cuyos pedales siguieron girando alocadamente, obedeciendo la orden terminante de la
Inercia—. Bueno, yo me abro. No tengo ni puta gana de verle la jeta aquí al vikingo.
Ayuso frunció el ceño. —Mira que puedes llegar a ser imbécil, ¿eh, Roberto? —
dijo en voz baja, tanto que Ivar tuvo que esforzarse para oírle.
—Sí, vale. Lo que tú digas. —Roberto dirigió una mueca a Ivar antes de
dirigirse hacia la puerta con paso rápido, abrirla con un fuerte empujón y salir al pasillo
sin molestarse en despedirse.
Ayuso suspiró.
—No le hagas caso —dijo—. Se le ha metido en la cabeza que vienes a quitarle
el puesto, y Roberto puede ser un idiota rencoroso cuando quiere… Normalmente sólo
es un idiota —sonrió. Ivar le devolvió el gesto.
—Creía que íbamos a jugar juntos —contestó.
—Y así es, al menos en teoría. Pero más vale que te hagas amigo de Manu y de
Valverde —rió—, porque si esperas un balón de Roberto, vas a acabar echándote un
tute con el portero del equipo contrario de puro aburrimiento.
—Tute —repitió Ivar. Ayuso puso los ojos en blanco.
—Ya te enseñaré a jugar a las cartas otro día. ¿Quieres seguir viendo el estadio?
—ofreció animadamente. Ivar se encogió de hombros.
—Ya casi me lo he recorrido dos veces. Pensaba pedirle a Jorge que me llevase
a tomar una coca-loca —contestó, mirando al guardameta, esperanzado. Ayuso rió.
—Ya. Se preocupan mucho por enseñarle tu cara a las teles, pero ni siquiera se
les ocurre que puedas estar cansado después de viajar desde Alemania un uno de enero,
¿eh? —Señaló la puerta con un gesto de cabeza—. Vamos. La cafetería está cerrada,
pero conozco al de mantenimiento. —Le guiñó el ojo—. También te interesaría hacerte
amigo de él. Nunca sabes cuándo te puede venir bien conocer al que tiene la llave
maestra —rió quedamente, dejando a Ivar completamente fuera de juego.
Sara abrió la puerta de la Morgue y, con una sonrisa traviesa, le tendió a Carlos un par
de donuts precariamente envueltos en una servilleta de papel. Él se arrancó los guantes
antes de aceptarlos con un guiño agradecido, mientras Pedro levantaba el auricular
teléfono que acababa de dejar escuchar su irritante timbre desde la mesa del despacho.
—Gracias, nena —dijo, antes de dar un mordisco que hizo que la mitad de uno
de los donuts desapareciera en su boca.
—De nada, jefe —respondió ella, sonriendo con picardía.
Tragó apresuradamente y le dedicó la más malintencionada de sus sonrisas.
—Estás jugando con fuego, muñeca.
—Joder, joder, joder —masculló Pedro, mirando el auricular que acababa de
colgar como si quisiera estrangularlo—. Chicos, formalidad: el gran jefe viene para
aquí.
Carlos dejó escapar un gemido. Pero, ¿por qué coño cuando rogaba por un día
tranquilo siempre pasaba algo? ¿Qué cojones había hecho para…? Vale, mejor será
obviar el tema, que nadie responda a eso, muchas gracias. Empezó a considerar la
posibilidad de que realmente hubiera un Dios ahí arriba. Un Dios que, sin lugar a dudas,
le tenía una manía espantosa.
—Vamos, no me jodas —masculló Carlos—. ¿Y qué coño le pasa?
—Pues que en breve va a entrar un VIP por la puerta. José Manuel Gándara.
Carlos enarcó las cejas. —¿El rey del ladrillo? —Se encogió de hombros—.
Vale, ¿y qué? Llevo años esperando tenerlo como cliente. Si alguien tenía todas las
papeletas para el sorteo de un infarto, ése era él. Lo raro es que no haya venido antes.
Su colega lo miró con una curiosa mezcla de ironía y aprensión. Poco a poco,
una sonrisa malévola se fue abriendo paso en su rostro. Carlos cerró los ojos y rezó para
que se lo tragara la tierra. Iba a ser uno de esos casos. Lo sabía. Otro de esos putos
casos.
—Suéltalo ya, Pedro —masculló.
—A ver cómo te lo cuento. Digamos que el óbito le sobrevino cuando recibía las
cariñosas atenciones de una bella hetaira —sonrió maliciosamente. El exabrupto de
Carlos incluso consiguió que su colega, más que habituado a su mala lengua, enarcara
las cejas. Sara se acercó a ellos, mostrando una expresión confusa.
—¿Que el qué le sobrevino dónde?
—Que la palmó follándose a una puta, nena —tradujo Carlos, apretándose el
puente de la nariz, mientras su rostro se contraía en una mueca de dolor—. Joder, joder,
joder. ¿Por qué todas estas mierdas terminan siempre en mi puta Morgue? —Se volvió
hacia su colega, que se había puesto en pie y escudriñaba el pasillo a través de las
pequeñas ventanas circulares encajadas en las puertas abatibles—. Pedro, recuérdame
que llame a Ayuso y le parta la cara, ¿vale?
—Recuérdame tú que te ayude —masculló Pedro, señalando el cristal del
ventanuco—. Ahí viene el jefe. Y no parece de muy buen humor.
Bajo la fachada plácida y de seguridad en sí mismo, Javier Ayuso resultó ser un hombre
alegre, divertido y, por lo que Ivar pudo adivinar en las casi dos horas que compartieron
en la cafetería desierta del estadio, feliz. En su mirada de ojos oscuros no parecía
esconderse ni pizca de la malicia o el egocentrismo que solía empañar la mirada de
algunos de los compañeros de vestuario que Ivar había tenido a lo largo de su carrera
profesional, y que acababan endiosados por la atención del público y de los medios de
comunicación, perdían la perspectiva de sus propias vidas y, cuando llegaban a la
treintena y su declive físico llevaba inevitablemente al declive de su carrera, se
enfrentaban al olvido con rabia, envidia, negación de la realidad o incluso cayendo en
cualquier vicio que les hiciera olvidar, siquiera por un momento, que habían sido unos
dioses y pronto serían un simple recuerdo.
Ayuso no parecía de ese tipo de hombres. Uno de los jugadores más aclamados
de la Liga española, adorado por los amantes del fútbol en toda Europa y reconocido
como uno de los mejores porteros de la historia del Deporte Rey, Javier Ayuso era un
joven agradable, risueño incluso, que acogió a Ivar como si fuera un amigo perdido de
la infancia y le hizo sentirse cómodo desde el primer momento, pese a que tuvieron un
par de malentendidos idiomáticos que acabaron en una serie de carcajadas para las que
ninguno de los dos necesitó subtítulos.
—¿Y tienes dónde quedarte? —preguntó Ayuso, sentado sobre la barra de la
cafetería que acababa de saltar para aprovisionarse de dos latas de coca-loca y dejar
sobre la máquina registradora un manoseado billete de cinco euros.
—¿Para vivir, dices? —inquirió Ivar, que empezaba a cogerle el truco a las
frases retorcidas, manipuladas, tergiversadas y deconstruídas que utilizaban los
españoles para preguntar las cosas más sencillas—. Sí, tengo casa.
—¿Tuya? —Ayuso abrió la lata con una mirada escéptica—. Pues sí que te has
dado prisa, joder… Hace veinticuatro horas ni sabías que ibas a firmar con el equipo, y
ya tienes un patrimonio, pagas tus impuestos y eres un pilar de la sociedad española y
candidato al título de Hijo Predilecto del Ayuntamiento. Y seguro que hasta estás ya
encabronado aquí. Empadronado, quiero decir —rió.
Ivar sonrió. —Ya sabes que el dinero hace milagros —contestó—. Pero ya
estuve buscando la semana pasada. No quería… eh… ¿Cómo se dice? ¿Que me tirara al
moro?
—Que te pillara el toro —corrigió Ayuso con una carcajada.
—Toro, eso. —Ivar puso los ojos en blanco—. Hay que ver el cariño que tenéis
en este país a esos bichos. Pues no son feos ni nada.
—Shhhh, calla —susurró Ayuso, fingiendo mirar a su alrededor por si alguien
les estaba escuchando—. No sea que te oigan los de la Federación Taurina, los
Empresarios de San Casildo, los Rejoneros Unidos o la Asociación Protectora de
Animales Con Cuernos. Mañana ya vas a ser portada: no quieras acumular titulares tan
seguidos. Ya te cansarás, ya —vaticinó, sombrío.
—He salido en muchos periódicos —se encogió de hombros Ivar, abriendo su
tercera lata de coca-loca.
—Ya, pero no en España. Los periodistas españoles son una raza aparte, chaval.
Aquí hacen del doble sentido un arte. —Ayuso bajó de un salto de la barra y se acodó
con gesto indolente sobre la superficie de aglomerado.
—Creía que estabas casado con una periodista —dijo Ivar, titubeante. Lo que
menos le apetecía era recordarle a Ayuso el incidente de la rueda de prensa, pero su
curiosidad podía más que su instinto de supervivencia.
En vez de enfadarse, Ayuso esbozó una sonrisa torcida. —Pues por eso lo digo.
Conozco al enemigo, y sé lo implacable que puede llegar a ser, si entiendes lo que
quiero decir. —Le guiñó un ojo, e Ivar no pudo evitar sonreír al comprender que, dijera
lo que dijese, Javier Ayuso estaba bien contento con su periodista. En todos los
sentidos.
—¿Cuánto tiempo llevas casado? —preguntó, curioso.
—Dos semanas. —Ayuso bebió un trago de coca-loca fingiendo indiferencia.
Mal, por cierto: como actor, desde luego, no se habría ganado la vida tan bien como
parando goles.
—¿Y en dos semanas conoces al enemigo? —Ivar enarcó las cejas, escéptico.
Ayuso chasqueó la lengua.
—Por lo que ha dicho Jorge, has visto a mi mujer en la rueda de prensa. —Ivar
asintió—. Te aseguro que esa tripa no le viene de serie, ni está mala del estómago, ni
tiene gases, ni se ha pasado con el turrón en la cena de Nochebuena. Llevo dos semanas
casado con ella, pero la conozco desde hace unos cuantos meses más. —Su sonrisa
procaz hizo reír a Ivar—. Es igual —desechó Ayuso—, hace años que me enfrento a
una jauría de periodistas prácticamente a diario. Les conozco, créeme. Aunque ahora les
conozco un poco más a fondo —rió animadamente, e Ivar comprendió que el gusto de
los españoles por los dobles sentidos y por los significados implícitos, sobre todo los de
cariz sexual, no se limitaba a los profesionales de los medios de comunicación.
Nota mental: aprender a hablar de sexo sin decirlo directamente.
Ayuso dejó la lata sobre la barra y se remangó la camisa para mirar el reloj de
pulsera que llevaba abrochado en la muñeca izquierda.
—Hablando de periodistas —murmuró—, tengo que ir a buscar a Marta. Que
desde que le roza el estómago con el volante se niega a conducir —dijo para sí—. Si lo
llego a saber, le contrato un chófer. O, mejor, si lo llego a saber, meto la caja de
condones debajo de la almohada. De todas las almohadas. Condones repartidos por toda
la casa, Javi —gruñó. Ivar apartó la mirada, incómodo. Ayuso alzó la vista y sonrió al
ver su azoramiento, pero no dijo nada.
Nota mental dos: el sexo en España no es algo íntimo.
—Me voy, chico sueco. —Ayuso cogió la cazadora y se la colgó del hombro—.
¿Quieres que te lleve a alguna parte?
—No —respondió Ivar, mirando a su alrededor sin saber muy bien qué se
suponía que tenía que hacer después—. Tengo que… Voy a esperar a Svein.
—Pues ármate de paciencia —rió Ayuso—. Si se ha ido de vinos, igual vuelve
mañana. Y borracho como una mona.
Ivar se encogió de hombros. —Bueno —dijo—, iré a ver el campo mientras
tanto, que todavía no lo he visto.
—Te vas a hartar de verlo —rezongó Ayuso—. Vale, tú mismo. Yo me voy, que
mi santa esposa se enfada si la hago esperar mucho. No es que esté precisamente a gusto
en su empresa. —Sacó la lengua en un gesto de fastidio—. Bien podría retirarse, coño.
No será porque yo no gane lo suficiente para mantenerla a ella y a una tribu entera de
americanos con sobrepeso.
—En Suecia las mujeres trabajan —murmuró Ivar.
—Y en España. Pero Marta sale todos los días del curro con una mala hostia de
arrancar cabezas: dime tú si no podría largarse de ese sitio y aguantar que, por un
tiempo, pague yo todas las facturas. —Puso los ojos en blanco—. Venga, vikingo,
mañana nos vemos, ¿eh? —Le propinó una palmada en el hombro—. A las nueve
entrenamos.
—A las nueve —apuntó Ivar mentalmente—. Qué tarde, ¿no?
—Horario español. Ve preparándote —respondió Ayuso—. Oh, y échate una
siesta hoy: verás cómo en seguida te acostumbras a lo bueno. —Le guiñó el ojo una
última vez antes de dirigirse hacia la puerta de la cafetería.
Martínez-Fajardo entró en la Morgue caminando con pasos rápidos, agitando los brazos
ante sí, como alejando los invisibles fantasmas de la Sala de Autopsias. Su nerviosismo
era tal que le temblaba hasta la barba. Plantó su escaso metro setenta ante Carlos y
sacudió delante de sus narices una mano perfectamente manicurada.
—Carlos, dime que estás en condiciones para trabajar —imploró—. Dime que
no estás de resaca de Año Nuevo. O borracho —añadió tras un segundo de vacilación.
Carlos torció el gesto, y barajó por un instante la idea de responderle algo así
como “¿Borrasho, yo?”, hablando con lengua de trapo. Pero algo le decía que el director
del hospital no iba a valorar positivamente su sentido del humor, así que se limitó a
negar con la cabeza. Martínez-Fajardo dejó escapar un suspiro de alivio.
—Bien. Bien. Pues entonces ponle las pilas a tu equipo. Os lo bajarán en un
minuto. —Se dirigió a la puerta y antes de atravesarla pareció pensárselo mejor—. No la
cagues, ¿vale? Esto es una puta pesadilla. Este tío muerto, y la puta en Urgencias con un
ataque de nervios… Ataque de nervios es lo que me va a dar a mí, joder.
—Tranquilo, Manolo, que esto es fácil, ¿vale? —sonrió Carlos, apoyando una
mano tranquilizadora en el hombro de Martínez-Fajardo, cubierto por un traje que
probablemente le habría costado tanto como la paga extraordinaria de uno de sus
neurocirujanos.
El director asintió varias veces. —Vale. Vale. Estoy arriba si necesitas algo —
dijo antes de marcharse renqueando por el pasillo.
Carlos se volvió hacia sus colegas, sonriendo con expresión maliciosa.
—La puta con un ataque de histeria, ¿eh? —sonrió—. Quizá debería ir a verla y
preguntarle qué clase de drogas han tomado. Para agilizar el análisis de tóxicos, más que
nada.
Pedro soltó una carcajada y Sara bufó ruidosamente, dándole la espalda.
Una vez más, tuvo que agradecer su previsión al haber empezado a dar clases de
español cuando el que ya era su equipo había hecho el primer contacto con Svein para
tantear la posibilidad de ficharlo: si su conocimiento del idioma hubiera sido tan
patético como el de su representante no habría logrado encontrar jamás el túnel de
vestuarios, tan absurda era la disposición interna del estadio Osvaldo Menzibalázazu.
Las tripas del edificio parecían construidas no por un arquitecto sino por un
médico especialista en el aparato digestivo: los pasillos eran los intestinos, el vestuario,
la sala de prensa y los despachos eran el bazo, el páncreas y el hígado —órganos de
distintos tamaños y formas y uso indefinido—, la sala de trofeos un apéndice hinchado
que parecía a punto de crear una peritonitis de lo atiborrada que estaba de copas y placas
y bustos y premios de lo más variopinto. Si no hubiera podido leer los carteles que
colgaban a intervalos irregulares de las paredes, el techo o las columnas que sujetaban el
edificio aquí y allá, Ivar jamás habría sido capaz de encontrar el camino al estómago, el
campo, el lugar que más ganas tenía de ver y el único que nadie había pensado en
enseñarle.
Cuando finalmente sus pies hallaron la escalera que conducía del túnel de
vestuarios hasta el terreno de juego, no pudo evitar sorprenderse al oír voces
amortiguadas que gritaban y reían y que provenían, indudablemente, del lugar hacia el
que se dirigía.
Desconcertado, salvó los pocos escalones que lo separaban de la alfombra de
césped intensamente verde y miró a su alrededor.
Llevaba jugando al fútbol desde que era un crío de un metro de estatura. En los
últimos quince años había jugado en equipos de toda Europa, y había jugado en
América y en África; sin embargo, tenía que reconocer que el campo del estadio
Osvaldo Menzibalázazu tenía algo que no tenían los demás. No era el más grande, pese
a que sí tenía un tamaño considerable; no era el más bonito, aunque lo cierto era que las
gradas que arropaban el campo como si quisieran echarse encima de él le otorgaban
cierta calidez y cierto encanto; no era el mejor, pero su historia, su palmarés y su afición
habían empapado los asientos, los vomitorios, las porterías, el mismo césped, y le
conferían al campo una magia que, aun vacío, Ivar no pudo evitar sentir recorriendo su
columna vertebral como un escalofrío armado con un piolet.
Se preguntó cómo sería jugar en ese campo con las gradas llenas. Y su mente
aparcó la pregunta en doble fila y le formuló otra mucho más interesante, que ocupó
todo su cerebro hasta el punto de hacerle tropezar con una bolsa de deporte que alguien
había dejado abandonada detrás de uno de los banquillos. Interesada, su mente alzó una
ceja y soltó un silbido que resonó en su cráneo.
¿Quiénes son esas chavalas…?
Las risas y gritos que había oído desde el túnel de vestuarios provenían de una
veintena de gargantas situadas en la parte superior de veinte cuerpos femeninos que
correteaban sobre el césped. Ivar enarcó una ceja y siguió con la mirada a la figura más
cercana, una joven que corría por la banda, empujando el balón con los pies, vestida con
los mismos pantalones cortos y la misma camiseta que había visto vestir a Roberto un
rato antes y que, o mucho se equivocaba, o era la equipación “oficial” para los
entrenamientos del equipo. Sorprendentemente, a ella le quedaba mucho mejor que al
delantero español.
El pasillo de urgencias estaba abarrotado de camillas, gente tosiendo y sangrando por
casi cualquier lugar imaginable y médicos novatos y nerviosos correteando de un lado
para otro acunando entre sus brazos informes y Vademecum.
Apartando de su mente con decisión los recuerdos de sus tiempos de interno,
Carlos se abrió paso por el pasillo, esquivando camillas, enfermeras y pies hasta llegar
al mostrador de Urgencias. Frunciendo el ceño con concentración, rebuscó en su mente
hasta hallar el nombre que estaba buscando.
—Noelia, preciosa —dijo a modo de saludo—. ¿Mucho curro?
Ella le dedicó una sonrisa llena de dientes. —Carlos, tú por aquí. ¿Curro? —Se
encogió de hombros—. El habitual. ¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó en un tono
que no dejaba lugar a dudas.
Carlos respondió en el mismo tono. —Seguro que sí. —Ella soltó una breve
risita—. Pero ahora lo que quiero es ver a la chica que estaba con Gándara. La han
tenido que traer los polis.
—Ah, la puta —rió Noelia—. Box cuatro.
—Gracias, nena —sonrió Carlos, dando un golpecito con el puño en el
mostrador—.Te llamo un día, ¿vale?
—Promesas, promesas —rezongó ella, siguiéndolo con la mirada—. A ver,
señora, que se ponga a la cola, joder —alcanzó a escuchar Carlos antes de perderse por
el pasillo.
Localizó la puerta del box, esperando encontrarse a un policía firmemente
plantado ante la puerta dispuesto a impedirle el paso. No le sorprendió demasiado
encontrarse a ese mismo policía tonteando con una de las enfermeras, mucho más
absorto en medir con los ojos las dimensiones de sus caderas que en vigilar a su
detenida. Sacudió la cabeza y se coló sigilosamente en el cuartucho.
Abrió los ojos de par en par, y sintió cómo su cuerpo se ponía realmente
contento de que hubiera decidido llevarlo a ver a la chica.
Sentada en una camilla, respirando con dificultad, había un pedazo de hembra
rubia vestida con un trozo de tela de color rojo brillante que desafiaba sin reparos a la
ley de la gravedad. El escote se sostenía justo por encima del lugar donde se marcaban
sus pezones a través de la fina lycra, por un sistema que sólo podía basarse en la magia.
O quizá en las chinchetas…
La falda no alcanzaba el medio muslo, y un palmo por debajo de ella aparecían
unas medias de liga negras con un puño de encaje que acariciaba su piel de un blanco
níveo y sin mácula.
Abandonar esa visión fue un monumental halago a su cara de muñeca, tan
infantil que resultaba incongruente con ese cuerpo plenamente femenino, largo y
esbelto, repleto de suaves curvas. Los ojos azules parpadearon brevemente antes de
clavarse en él con desconfianza.
—Hola guapa. Soy Carlos —saludó amablemente—. Y tú... —dejó la frase en el
aire, esperando su respuesta.
Ella volvió a parpadear, como si no estuviera acostumbrada a ese tono suave,
casi dulce. —Astrid —respondió jadeante, con un ligero acento nórdico.
—Astrid. Bonito nombre. Dime, ¿te han dado algo para que estés más tranquila?
Ella negó con la cabeza, y Carlos puso los ojos en blanco. Claro, por supuesto.
¿A quién le importaba una puta con un ataque de pánico, cuando había una vieja con
catarro a la que atender? A alguno habría que meterle el juramento hipocrático por el
culo y sin vaselina. Putos clasistas de mierda…
—Está bien, te voy a dar una pastilla, ¿de acuerdo? Mientras, quiero que respires
hondo y despacio, con el vientre, ¿vale? —explicó, llevándose la mano al estómago,
mostrándole el movimiento. Ella lo imitó—. Buena chica.
Hacía muchos años que ya no trabajaba en Urgencias, pero no había olvidado lo
negados que podían ser los internos, lo escaqueadas que eran las enfermeras, y lo lento
que era el protocolo. Por eso había tenido la precaución de pasar por la farmacia y
convencer a una de sus amigas de que le pasara un par de pildoritas, jurándole que más
tarde rellenaría el papeleo. Miró a su alrededor, localizó un taburete con ruedas y
asiento giratorio y lo arrastró hasta situarse frente a ella. Tomó asiento y la miró con
amabilidad. Rebuscó en su bolsillo, y colocó una de las píldoras en la mano de Astrid.
Ella la miró, confusa.
—Déjala bajo la lengua. Debería hacer efecto en unos minutos. —Astrid
obedeció, y Carlos le dedicó una sonrisa de aliento. Esperó hasta que la respiración de la
chica empezó a normalizarse y se inclinó hacia ella—. A ver, nena, tienes que echarme
una mano, ¿vale? —Ella asintió lentamente—. ¿Qué os habéis metido? ¿Coca?
¿Pastillas?
—No, nada de drogas.
Carlos enarcó las cejas.
—Nada de drogas, ¿eh? ¿Seguro?
La chica pareció casi ofendida. —Nada de drogas —repitió secamente.
—Vale, vale. Así que estabais en la cama y él…
—Él hablaba por teléfono —lo interrumpió ella. Su suave acento extranjero,
apoyado en la retaguardia por un ejército de lycra y seda, hizo que la cabeza de sus
tropas se levantara en armas, lista para el combate. Iba a inclinarse hacia delante y
cruzar los brazos sobre sus muslos, para ocultar las oscuras intenciones de su brazo
armado, cuando se encogió mentalmente de hombros. Tampoco era como si ella fuera a
asustarse, ¿no?
—¿Por teléfono? ¿Mientras follábais? —preguntó burlón.
La cabeza de la chica se movió en un gesto negativo. —No, tampoco follamos.
—Joder, nena. Nada de drogas, nada de sexo… ¿Tú qué eres entonces? ¿Una
asistente social de incógnito? Pues recuérdame que pida ayuda a Asuntos Sociales
cuando acabemos con esto, si eso.
La chica sacudió la cabeza, se encogió de hombros y miró hacia el pequeño
bolso negro que descansaba junto a ella en la camilla. Lo agarró y lo colocó sobre sus
rodillas, buscando algo en su interior. Sus manos se movieron apartando objetos hacia
los lados del bolso, y Carlos enarcó las cejas. Lo que cabía en los bolsos de las mujeres
atentaba contra todas las leyes de la física: en unos espacios diminutos guardaban un
montón de cosas realmente grandes y todas juntas. Por una curiosa paradoja espacial, el
bolso de una nena siempre era mucho más grande en el interior que en el exterior.
La chica terminó de explorar las profundidades de su bolsa mágica y sacó un
kleenex arrugado que, al salir a trompicones, arrastró un pequeño objeto que cayó junto
a los pies de Carlos. Ella hizo ademán de recogerlo, pero él estaba mucho más cerca. Lo
miró, distraído, preguntándose de pasada para qué querría una puta una memoria flash
que anunciaba orgullosamente en pequeñas letras azules que almacenaba seis gygas. Iba
a tendérselo cuando lo giró entre sus manos y vio un logotipo que aparecía en la mitad
de las obras de la ciudad junto a una leyenda que decía: “Gándara Const. S.A”
—¿Y esto, nena? —preguntó, frunciendo el ceño.
La chica sacudió la cabeza y una expresión calculadora apareció en su rostro,
estudiando a Carlos como considerando alguna idea. Finalmente, pareció tomar una
decisión.
—Cuando vino a verme ya estaba histérico. Su cara estaba… —dudó, y colocó
las dos manos junto a sus mejillas separándolas y acercándolas.
—¿Congestionada? —sugirió Carlos. La expresión confusa de ella le hizo buscar
otro sinónimo—. ¿Toda roja, sudando?
—Sí —asintió ella—. Se puso a hablar por teléfono, gritando no sé qué de que
los iban a pillar con… ehh… con el culo al aire, y que alguien iba detrás de él. Repetía
mucho eso. Que iban detrás de él.
Joder, joder, joder ¿En qué estabas metido, Gándara?
—Colgó y me dio ese pen-drive. Me dijo que lo guardara. Y después se llevó las
manos al pecho, y… y… —Su labio inferior empezó a temblar. Carlos posó una mano
tranquilizadora sobre su rodilla, mientras su mente trabajaba a toda velocidad.
—Vale, vale, cálmate.
Joder, estaba pasando demasiado tiempo con Ayuso y con su nena —seguía
negándose obstinadamente a llamarla “su mujer”—, porque su cabeza estaba más
dispuesta a concentrarse en la posible noticia que en la seda que sus dedos recorrían de
forma distraída.
—Así que te dio un pen-drive, ¿eh? ¿Y por qué no se lo has dado a la poli?
El rostro de ella se contrajo en una mueca de desprecio. —¿A esos idiotas? ¿Por
quién me tomas? —masculló.
—Chica lista. Pero si te llevan a comisaría, te van a registrar el bolso, así que…
—Miró el pendrive, miró las piernas de la chica, y su entrepierna tomó una decisión
apresurada por él—. ¿Qué te parece si yo me lo guardo y me llamas para que te lo
devuelva? —Ella lo consideró un segundo y finalmente asintió. Carlos sonrió, y se
metió el pendrive en el bolsillo—. Vale. Y dime…
No pudo acabar la frase. Lo interrumpió un ruido en la puerta y el chillido
histérico de una enfermera. Se volvió bruscamente a tiempo de ver como un tipo
completamente calvo y de un tamaño que podría competir con el de la Estatua de la
Libertad sujetaba al policía por el cuello y lo apuntaba con su propia pistola.
—Dame ese puto pen-drive, zorra —gritó en dirección a Astrid, que saltó de la
camilla y se aferró a Carlos intentando escudarse tras sus hombros.
Sorprendido por el gesto, Carlos perdió el equilibrio y se resbaló de la silla.
Cayó al suelo con Astrid sobre él, y sus pies empujaron accidentalmente el taburete, que
fue a estrellarse contra las piernas del matón que caminaba amenazante hacia ellos,
arrastrando al policía junto a su costado.
Los pies del tipo se enredaron entre las patas, y trastabilló, agitando los brazos
para recuperar el equilibrio. El policía se liberó de su presa y le arrancó la pistola de un
tirón, empujándolo al suelo con saña.
Carlos se incorporó todo lo que el cuerpo de Astrid apretado contra él le
permitía, y miró al poli que esposaba al tipo con muy malos modales. El entregado
representante de la ley desplazó la vista hacia él y le sonrió abiertamente.
—Buen trabajo, doc. ¿Cómo se le ocurrió lanzarle el taburete?
Carlos estaba a punto de responder que lo único que había hecho había sido
dejarse llevar por la Ley de la Gravedad, cuando escuchó un suspiro sobre él. Volvió la
cabeza, y vio a Astrid mirándolo con algo muy cercano a la admiración. Sus ojos
bajaron hasta su escote —que sorprendentemente seguía en su lugar— y sus pechos
apretándose contra el suyo. Sintió la familiar tensión entre sus piernas, y cuando ella
dejó escapar una risita frotándose contra él, se encogió de hombros mentalmente y se
volvió hacia el poli.
—Bueno, no sé. Vi la oportunidad, y la aproveché, nada más —comentó en tono
falsamente modesto—. No es como si fuera un héroe ni nada —añadió mirando a Astrid
con su mejor representación de “sonrisa-tímida-aunque-traviesa”.
—¡Ya lo creo que sí! Se ha portado, doctor, en serio —exclamó el policía,
levantando al tipo de un tirón.
Carlos se juró a si mismo que firmaría un cheque para el fondo benéfico de la
policía en cuanto Astrid se apartara de su cuerpo.
Sentado en el banquillo, Ivar seguía atentamente las evoluciones de las veinte jugadoras
sobre el césped del estadio. Lo que había creído una pachanga organizada por, a saber,
las novias de los jugadores, o las hermanas, o las primas, o las amigas de los directivos,
era en realidad un entrenamiento de lo que, sin lugar a dudas, era el equipo femenino del
club. Claro, idiota, se dijo, poniéndose los ojos en blanco en dirección a sí mismo.
¿Iban a prestarle el campo a las amigas así, sin más? Aparte de lo obvio, es decir, que
las chicas estaban usando el estadio como si fuera suyo y que vestían camisetas y
pantalones con el escudo del club, apenas le hizo falta un minuto para darse cuenta de
que, chicas o no, sabían lo que hacían cuando de darle patadas a un balón se trataba.
No eran suficientes para formar dos equipos completos, pero mientras observaba
el partidillo que jugaban utilizando todo el campo Ivar se dio cuenta de que llenaban el
terreno de juego como si fueran once contra once. Y jugaban bien… jugaban muy bien,
comprendió al cabo de un rato. Se sorprendió disfrutando del espectáculo como habría
disfrutado viendo la final de una Copa Galáctica: las chicas se lo tomaban en serio, y
jugaban como si las estuviera viendo medio mundo. Ivar no pudo evitar pensar que
había muchos jugadores que matarían por tener la cintura de una rubia bajita que jugaba
en la defensa del equipillo que jugaba a su derecha, o la pegada de una castaña bastante
alta que, en apenas diez minutos, le marcó dos goles a una de las dos porteras, que por
cierto tampoco se tiraba nada mal. El tercer gol que marcó la joven castaña, cinco
minutos después y desde fuera del área, entró por toda la escuadra.
Asombrado, Ivar se reclinó en el respaldo del asiento de plástico azul y cruzó los
brazos sobre el pecho sin apartar la mirada del terreno de juego. Tuvo que sujetarse las
manos contra los costados para no ponerse a aplaudir como un idiota; sin embargo, se
vio obligado a reconocer que él mismo habría tenido que tirar cinco veces para marcar
un gol como ése, y más teniendo delante a una defensa como la rubia y a una portera
como la que en esos momentos reía animadamente mientras le tiraba el balón a la
cabeza a la delantera castaña, que correteaba por el área haciendo el avión con la cabeza
oculta bajo el borde levantado de la camiseta, mostrando una camiseta interior de color
beige que se ajustaba tanto a su cuerpo que casi parecía que estuviera tan desnuda como
los jugadores masculinos que hacían ese mismo gesto después de marcar un gol.
El partidillo duró más de media hora, que Ivar disfrutó intensamente mientras se
preguntaba por qué no había oído hablar jamás de la calidad de las futbolistas españolas,
y si las jugadoras de otros países serían como ellas. Si todas eran así, le extrañaba que
no hubiera más afición al fútbol femenino: desde luego, aquellas chicas podrían hacer
que algunos de los futbolistas que conocía, muchos, en realidad, acabasen escondiendo
la cabeza en una bolsa de plástico de pura vergüenza. O cambiándose de sexo para tener
la posibilidad de jugar con ellas.
—Hola, Martita. Tengo algo para ti, ¿te interesa?
—¿Y por qué viniendo de ti esa frase me da ganas de llamar a Javier para que te
parta la cara? —replicó ella, la sonrisa evidente en su voz.
Carlos dejó escapar una risita. —Pero qué mal pensada te has vuelto, mujer.
Debe ser una reacción alérgica al oro. Por tu bien, sácate ese anillo y ven a verme.
Puedo recetarte alguna cosa —sugirió en tono malicioso.
—Ja, ja. Muy gracioso. Buen intento. Y además de meterte con mi estado civil,
¿querías algo?
—Pues sí. Escucha, acabo de salir de comisaría y…
—¿Qué has hecho esta vez? —lo interrumpió Marta en tono agotado.
—Eh, muñeca, que estás hablando con un héroe. —Carlos llevó la mano al
bolsillo de su chaquetón para asegurarse de que el teléfono de la agradecida Astrid
seguía ahí, garabateado en un kleenex arrugado—. Que a mí sólo me detienen cuando
voy con tu chico, que lo sepas.
—¿Héroe? —La voz de Marta sonaba tan escéptica como una voz deformada
por un teléfono puede llegar a sonar.
—Sí, un héroe. Pero de los auténticos. De esos de capa y espada. Bueno, de bata
y taburete, en este caso —replicó Carlos alegremente—. Pero no hace falta que te
arrojes a mis pies ni nada, sólo cumplía con mi deber de buen ciudadano. Eso sí, si vas a
hacerlo de todos modos, que no se entere el cachorro, ¿eh, Martita, guapa? Que le tengo
cariño a mi cara.
—Carlos… ¿Ya has estado bebiendo? —preguntó ella en tono de reproche.
Carlos rió entre dientes. —No, es temprano hasta para mí. O demasiado tarde,
según se mire. A ver, ¿quieres escuchar la historia, o no?
—¿Tengo otra opción?
—En realidad, no. Adivina quién ha entrado hoy en mi Morgue. No, deja, no lo
adivines, ya te lo digo yo: José Manuel Gándara.
—¿El constructor? —preguntó Marta, sólo ligeramente interesada.
Carlos desgranó la historia desde el momento en que Martínez-Fajardo había
entrado en la Sala de Autopsias hasta el instante en que Astrid le había dado su número
de teléfono antes de declarar en comisaría. Aunque evitó incluir cualquier referencia a la
ayuda providencial de las leyes de la física a la hora de atrapar al “malo”, como lo
llamaría ella. Marta adornó el relato con varios “ajá” y “hum”, que se convirtieron en
“Oh” y “¿Qué?”, para terminar degenerando en un silencio calculador.
—¿Y dices que tienes el teléfono de la chica? —La voz de Marta había
abandonado su habitual tono dulce y sonaba de un modo que a Carlos le hizo pensar en
un sabueso persiguiendo a su presa.
—Lo tengo, lo tengo —respondió Carlos, como si pudiera saborearlo—. Y, por
ser tú, haré un esfuerzo y la llamaré para decirle que quieres hablar con ella.
—Sí, seguro que es por eso —se burló Marta—. Vale, pues pégale un toque y
después me llamas. Y… Gracias.
—Te diría que ha sido un placer, pero supongo que no estarás dispuesta a hacer
la frase realidad, ¿no?
—Me pregunto qué harías si te dijera que sí —rió Marta antes de colgar.
Carlos se quedó mirando el teléfono como si la respuesta estuviera escrita en la
pantallita iluminada. Qué iba a hacer. Pues nada, joder. Que había cosas que ni siquiera
él haría.
Manda cojones. Uno nunca deja de sorprenderse a sí mismo.
Cuando el partidillo terminó y las chicas dieron por finalizado el entrenamiento, Ivar se
levantó lentamente y aguardó mientras ellas pasaban a su lado en dirección al túnel de
vestuarios, mirándolo con curiosidad pero sin dirigirle la palabra. Alguna de ellas le
sonrió, otra le dirigió un saludo alegre, pero ninguna se detuvo a hablar con él. Ivar
esperó hasta que la chica que había marcado aquellos tres goles terminó de recoger los
balones en una red, se los cargó al hombro y echó a andar hacia la escalera, recorriendo
el campo con la mirada para asegurarse de que ninguna se había dejado nada. Cuando
vio a Ivar, enarcó una ceja y lo miró con curiosidad, sin dejar de caminar hacia él.
La delantera tenía el pelo castaño sujeto en una coleta que dejaba todo su rostro
al descubierto y acentuaba sus rasgos suaves, dotándolos de una dureza que, con otra
expresión más risueña, no habrían poseído. Su rostro le resultaba familiar, aunque podía
asegurar que no la había visto en toda su vida. Y no era un rostro común, de ésos que
pudieran confundirse con el de otra mujer… ¿De qué la conozco, demonios? Cuando
sus ojos oscuros se posaron en el rostro de Ivar, ella frunció el ceño y la débil sonrisa
que había esbozado desapareció de sus labios. De hecho, su mirada se endureció tan de
repente que Ivar tuvo la sensación de que ella había empezado a odiarle antes incluso de
haber cruzado con él una sola palabra. Desconcertado, se acercó y empezó a andar a su
lado, tratando de ignorar su gesto impaciente. Para ser una chica, era bastante alta: Ivar
le sacaba una cabeza, lo cual la situaba muy por encima de la media española e incluso
europea. Y, por lo que se adivinaba bajo la ropa deportiva, no estaba nada mal.
—¿Entrenáis el día de Año Nuevo? —preguntó cortésmente. Ella se volvió y lo
fulminó con la mirada.
—Entrenamos cuando podemos —replicó, cortante, antes de intentar darle la
espalda. Ivar sacudió la cabeza y empezó a caminar más rápido a su lado.
—Juegas muy bien —empezó, vacilante. Ella lo miró de reojo.
—Oh, así que juego muy bien —gruñó sin dejar de andar—. Genial. ¿Se supone
que debo sentirme halagada porque el gran Ivar Carlsson piense que “juego muy bien”?
Ivar parpadeó. —¿Sabes quién soy? —preguntó.
—Tu jeta ha salido en los periódicos tantas veces que me la conozco mejor que
la mía —contestó ella con brusquedad. De pronto, justo cuando llegaron hasta la
escalera que conducía al túnel de vestuarios, se detuvo y se volvió hacia él—. Dime:
¿no tenías nada mejor que hacer que venir a nuestro entrenamiento a ver si podías
enseñarnos algo?
—¿Enseñaros…? —preguntó Ivar mientras su mente trabajaba furiosamente en
busca de un significado de la frase que no fuera el que creía haber captado—. No
entiendo…
Ella soltó un bufido. —No nos hace falta que “los chicos” vengan a decirnos
cómo tenemos que hacer las cosas —contestó. Sus ojos, casi negros de lo oscuros que
eran, brillaban con una furia que Ivar no entendía, y que lo desconcertó más todavía que
el partido que acababa de verla jugar—. Ya nos las apañamos muy bien nosotras solitas,
muchas gracias.
—Yo no he dicho… —balbució Ivar.
—No, ¿para qué vas a decirlo? No hace falta. —Ella parecía ir enfureciéndose
más a cada palabra—. Sois todos iguales, ¿eh? “Uy, si las nenas quieren jugar al juego
de los nenes… vamos a enseñarles algo para tenerlas contentitas, a ver si así podemos
follárnoslas”. Cerdos —gruñó. Ivar abrió mucho los ojos, asombrado, mientras su mente
lanzaba aullidos de alarma y pedía a gritos un traductor simultáneo que le dijese que lo
que estaba entendiendo no era lo que en realidad la chica estaba diciéndole.
—Mira —empezó de nuevo, alzando las manos en un ademán apaciguador—, no
sé qué es lo que quieres dec…
—¿En serio? —exclamó ella, rabiosa—. Te voy a decir yo lo que quiero decir,
Carlsson: noventa millones de ficha, noventa millones que el presidente no está
invirtiendo en lo que tiene que invertirlo —Se golpeó el pecho con el dedo índice—.
Con ese dinero podríamos tener tantas cosas que necesitamos… Y se lo gasta en un tío
que en total marcará, ¿cuántos? ¿Diez goles, veinte? ¿Treinta con mucha suerte, de aquí
a que acabe la Liga?
—Pero yo no… —intentó decir Ivar, pero ella se lo impidió.
—¡Y encima el tío de los noventa millones —gritó— se atreve a venir a mi
entrenamiento a decirme a mí cómo tengo que hacer las cosas, cuando es él quien se ha
llevado el dinero de mi equipación, de mi entrenador, de mis botas nuevas, de mis viajes
cuando juego fuera de casa y de la centrocampista que llevo pidiendo dos años! ¡Dos
años! ¡Y vosotros tenéis tantos que ni siquiera podéis convocarlos a todos en un mismo
partido! —aulló, iracunda.
—Escucha —dijo Ivar, abrumado, alargando una mano para aferrar su
muñeca—. No sé qué quieres decir, pero yo no… yo no…
Ella lo miró como si fuera una escolopendra y se sacudió su mano del brazo.
—Vete al carajo —siseó—. ¿Y después de decirme lo que tengo que hacer, qué?
¿Ofrecerte a enseñarme cómo se chuta el balón? ¿Un par de jugadas ensayadas, a ver si
así te metes en mis bragas? Mira —exclamó de repente, dando un paso hacia él y
dejando caer la red con los balones, que cayó rodando escaleras abajo—, voy a ahorrarte
el trabajo. A ver si así consigo que no vengas a ningún entrenamiento de mi equipo a
regalarnos tooodo tu conocimiento.
Y, sin una palabra más, extendió los brazos, agarró la cinturilla de sus
pantalones y, con un brusco tirón, le desabrochó los cuatro botones.
Ivar notó cómo los ojos se le desorbitaban mientras ella, sin darle un segundo
para contestar, abría la bragueta de los vaqueros, metía la mano y rebuscaba hasta dar
con su miembro. Abrió la boca para protestar, pero los dedos de ella lo rodearon con
fuerza y el aliento se escapó de entre sus labios en un jadeo al mismo tiempo que su
cuerpo reaccionaba y se endurecía bajo la mano de ella. A su pesar, sintió un escalofrío
de deseo en la espalda, que se instaló en sus riñones con una punzada casi dolorosa
cuando ella empezó a acariciarle con firmeza, sin dejar de asaetarlo con la mirada. Ella
esbozó una sonrisa burlona al notar cómo su miembro crecía bajo sus caricias.
—¿Qué…? —tartamudeó él, atónito, cuando la joven le propinó un fuerte
empujón que le hizo trastabillar hacia atrás. Se tambaleó, tropezó con la bolsa de
deporte que ella había dejado caer a sus pies y acabó sentado en el césped, justo al lado
del primer escalón—. ¿Qué haces? —logró decir al fin.
La chica lo miró un instante sin dejar de sonreír con sorna, chasqueó la lengua y
se deshizo del pantalón de deporte con tanta rapidez que Ivar apenas había empezado a
incorporarse cuando ella se inclinó sobre él y volvió a empujarlo, obligándolo a
tumbarse a medias sobre la hierba.
Apoyada sobre las manos y las rodillas encima de su cuerpo, ella lanzó una
mirada subrepticia hacia la boca del túnel de vestuarios, donde hacía un rato que había
desaparecido la última de sus compañeras. Se giró hacia él, rió, burlona, y apresó de
nuevo su miembro con los dedos. Ivar intentó decir algo, lo que fuera, intentó apartarla,
intentó levantarse, pero su cerebro se negó a dar las órdenes pertinentes a sus músculos;
indefenso, sólo pudo observarla con la boca abierta por el asombro mientras ella lo
acariciaba rápidamente, con movimientos diestros, apretándolo con fuerza y soltando la
mano cuando él contenía el aliento, hasta que sonrió, satisfecha, se encaramó sobre su
cuerpo y, sin decir una sola palabra, lo guió hacia su entrepierna y se empaló sobre él.
Ivar soltó una exclamación de placer cuando entró en ella, y la sorpresa le hizo
dar un brinco, con lo que sólo logró deslizarse todavía más en su interior. Aturdido,
observó cómo ella se acomodaba encima de él a horcajadas y comenzaba a cabalgarlo
lentamente, sin apartar los ojos de los suyos, la sonrisa burlona desaparecida de su
rostro repentinamente serio. Se incorporó y se dejó caer de nuevo encima de su
miembro, e Ivar abrió la boca y dejó escapar un gemido tembloroso, mientras su mente
buscaba frenéticamente el significado de lo que estaba ocurriendo. Ella debió ver el
desconcierto en su rostro, porque volvió a sonreír antes de inclinarse sobre él y apoyar
las manos sobre su pecho. Lo acarició con las manos, metió la mano bajo la camisa y
enarcó una ceja.
—Vaya —susurró, divertida—. Si estás bien hecho, Carlsson…
Ivar trató de responder, pero ella eligió ese momento para volver a dejarse caer
encima de su miembro, y sus palabras se ahogaron en un jadeo. Y cuando ella volvió a
moverse sobre él a un ritmo torturantemente lento su mente se negó a seguir pensando y
se cerró en banda, dejándolo abandonado con la única compañía de sus sensaciones.
Vacilante, alzó las manos y las posó sobre las caderas de ella, que ascendían y
descendían rítmicamente provocándole una oleada tras otra de placer. Ella soltó una
risita, puso las manos sobre las suyas y lo obligó a subir hasta sus pechos.
—Tócame, Carlsson —murmuró. Él obedeció, incapaz de negarle nada mientras
ella aceleraba poco a poco el ritmo de su cabalgada. Acarició sus pechos sobre la
camiseta, y el suave gemido de ella lanzó otro escalofrío que se extendió por todo su
cuerpo. Repentinamente frenético, bajó las manos, las metió bajo la camiseta y tironeó
de la camiseta interior hasta lograr colarse por debajo y volver a subir hasta su pecho,
metiendo los dedos bajo el elástico del sujetador de deporte, húmedo de sudor. Cuando
tropezó con los pezones endurecidos y los acarició con suavidad, ella echó la cabeza
hacia atrás y empezó a jadear, arqueando la espalda para exponerse ante sus manos. Ivar
se mordió el labio cuando su cuerpo empezó a temblar bajo el de ella, que enterró los
dedos en su abdomen y siguió moviéndose sobre él, apresando su miembro con su
cuerpo y oprimiéndolo tanto que Ivar creyó estar a punto de explotar. Incapaz de
contenerse, alzó las caderas hacia ella para clavarse en su interior, con tanto ímpetu que
la levantó varios centímetros. Ella abrió la boca y soltó un grito ahogado.
—Al final resultará que sí vales noventa millones —gimió, abriendo los ojos y
posando en él una mirada desenfocada. Incrédulo, trató de quedarse inmóvil, pero su
espalda volvió a arquearse y finalmente tuvo que dejar que fuera su cuerpo el que
tomase el control y no su mente; ella volvió a gemir antes de echarse reír con
suavidad—. Hazlo otra vez —jadeó, clavando las uñas en su pecho. Ivar se alzó hacia
ella, descontrolado, y ella gritó quedamente, y después más fuerte, mientras se movía
frenéticamente sobre su cuerpo, hasta que perdió el ritmo, sus ojos se cerraron y abrió la
boca en un mudo grito de éxtasis; los temblores de su orgasmo oprimieron el miembro
de Ivar, que emitió un gruñido gutural, posó las manos en las nalgas desnudas de ella y
la atrajo hacia sí al mismo tiempo que se hundía una vez más dentro de su cuerpo, y
finalmente fue incapaz de controlarse y sus caderas se alzaron una última vez hacia ella,
sus manos empujándola hacia abajo, y su cuerpo estalló en un orgasmo que hizo dar
vueltas el estadio a su alrededor mientras se derramaba dentro de ella.
Respirando agitadamente, con el rostro empapado en sudor, la joven se
desplomó encima de él y apoyó la mejilla sobre su pecho todavía cubierto con la camisa
que se había puesto esa mañana en Munich. Intentando recuperar el aliento, Ivar cerró
los ojos y dejó caer los brazos sobre el césped.
Su mente eligió ese momento para volver a funcionar con coherencia. De pronto
fue consciente del frío de la hierba bajo sus nalgas medio desnudas, de la calidez del
cuerpo de ella encima del suyo, de la leve brisa que soplaba y que erizaba el vello de sus
brazos y de los de ella.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ivar, todavía jadeante. Ella suspiró, levantó la
cabeza para mirarlo y esbozó una sonrisa torcida.
—¿Qué te importa? —replicó, antes de alzarse lo suficiente como para que él
saliera de su interior. Se levantó de un salto, cogió los pantalones que habían caído
sobre el último escalón y se los puso rápidamente—. ¿Para qué quieres un nombre, si ya
has conseguido lo que todos los tíos quieren? Y sin necesidad de invitarme a una copa o
fingir que te interesa mi vida. Fíjate qué bien —resopló. Cogió la bolsa de deporte y se
la colgó del hombro. Bajó un par de escalones y se agachó para recoger la red de los
balones.
—Quiero saberlo —murmuró Ivar, incorporándose lentamente y abrochándose
los pantalones con cautela. Ella lo miró, inexpresiva. Se enderezó, se echó la red a la
espalda y se encogió de hombros.
—Elena. Me llamo Elena Ayuso —contestó, antes de desaparecer por la esquina
que llevaba a los vestuarios.
Abrió la puerta de la Morgue, sorprendido por el poco habitual silencio, y encontró a
sus colaboradores inclinados sobre la camilla, trabajando de forma silenciosa y
eficiente, tan concentrados que ni se percataron de su presencia.
—Vaya, voy a tener que ponerme en plan malvado jefe más a menudo —sonrió.
Pedro y Sara levantaron la vista del cuerpo sin vida de José Manuel Gándara.
Ella dejó la bandeja sobre el carrito, correteó hacia él y se abalanzó sobre su cuello con
tanto ímpetu que Carlos tuvo que agitar los brazos para recuperar el equilibrio. Cuando
estuvo seguro de mantener la verticalidad, llevó las manos a su cintura, sorprendido.
—Eh, ¿qué pasa, nena?
Ella se apartó lo justo para mirarlo a los ojos, con un puchero infantil. —El gran
jefe nos lo ha contado todo. Estábamos muy preocupados por ti. —Volvió a abrazarlo
con más fuerza, y Carlos sonrió al sentir sus pechos aplastándose contra él. Una de sus
manos se deslizó hacia abajo, justo donde su columna terminaba en dos hoyuelos que él
conocía muy bien. Ella volvió a apartarse, y le sonrió con picardía—. ¿De verdad
atacaste a un tío que llevaba una pistola, jefe?
Carlos corrigió la cifra que había pensado apuntar en el talón del donativo al
fondo de la policía, multiplicándola mentalmente por dos. Y si ella seguía apretándose
contra él de ese modo, terminaría por multiplicarlo por tres. Al menos, algo entre sus
piernas estaba animándolo a ello.
—Sí, bueno. No lo pensé, ¿sabes? Sólo actué y… —El bufido de Pedro rompió
su concentración e interrumpió el épico relato que su cabeza, escribiendo a medias con
su polla, estaba empezando a dictarle. Esbozó una sonrisa maliciosa y miró a su colega
por encima del hombro de Sara—. Después hablamos, pequeña —murmuró en el oído
de su ayudante.
—¿Me llevas a casa cuando acabe el turno y… me cuentas? —ronroneó ella.
Carlos dejó escapar una risa breve. —Claro. Pero ahora mejor terminamos con
esto antes de que al Gran Jefe le dé un infarto y tengamos que atenderlo a él, ¿vale?
Ella asintió y volvió junto a la mesa de autopsias. Pedro sacudía la cabeza
mientras cerraba ya la incisión en el pecho del constructor.
—Aquí todo parece normal. Bueno, normal para un tipo que la palmó de un
infarto —comentó, alzando la vista hasta Carlos—. Sólo falta el informe de tóxicos —
esbozó una sonrisa torcida—. Que hemos tenido que hacer completo, porque tú estabas
jugando a hacer el héroe.
—Voy a ver —dijo Sara alegremente.
En cuanto se alejó unos pasos, Pedro se inclinó hacia Carlos y lo miró enarcando
una ceja. —Confiesa —lo instó en un susurro.
—No sé de qué me hablas —replicó, con un tono ofendido que desmentía su
sonrisa burlona.
—Vamos, tío, que a mí no me la das. ¿Qué pasó? ¿Pensaste que era la de
cardiología y te lanzaste sobre él? O, espera… ¿Creíste que era tu madre?
Carlos rió entre dientes. —Vale, te cuento. Pero cierra el pico, ¿eh? —dijo al fin,
señalando a Sara con la barbilla.
—Claro, hoy por ti y mañana… Bueno, mañana por ti también, para qué
engañarnos —concluyó con un gruñido.
—Vale. Primero: No me confundiría a la de cardiología con nadie. Nadie tiene
sus tetas —sonrió. Pedro rió entre dientes, aprobando la corrección—. Y sobre el
resto… Bueno —Se encogió de hombros—. La chica me saltó encima, me caí del
taburete, y fue a dar entre las piernas del tío.
La cara de su colega permaneció un momento serena, inexpresiva, y poco a poco
se fue frunciendo en un gesto incrédulo, que se convirtió en una sonrisa sorprendida,
para acabar degenerando en una carcajada que sacudió su cuerpo de la cabeza a los pies.
—Shh, calla, joder —lo apremió Carlos. Pedro se apartó un par de pasos de la
camilla, llevándose una mano a su estómago, mientras que con la otra le hacía un gesto
a Carlos para indicarle que tarde o temprano conseguiría parar—. Tío, como me jodas la
noche le cuento a Ana que estuviste tonteando con la camarera nueva.
Las carcajadas de Pedro se interrumpieron bruscamente, y su rostro dibujó una
expresión de auténtico pánico. —Tú no harías eso —dijo, en un tono más esperanzado
que crítico.
—Pues claro que no, imbécil —replicó Carlos, fingiéndose ofendido—. Honor
ent…
—Entre ladrones —terminó Pedro por él con una sonrisa—. Sí, ya me lo sé. —
Su mirada se deslizó hasta Sara que contemplaba con el ceño fruncido el papel con el
membrete del Hospital que sostenía entre las manos—. Oh, oh —dijo, alertando a su
jefe, que se volvió hacia ella, siguiendo la dirección de su mirada.
Lo sabía. Demasiado fácil. Es que lo sabía, joder, pensó resignado al ver la
forma en que ella miraba los análisis.
Carlos se acercó hasta Sara mientras su estómago se contraía arrastrado por esa
sensación que últimamente había empezado a perseguirlo con una insistencia que sólo
alguien con un trabajo muy peligroso podría considerar habitual. Ese nudo en las tripas
que le decía que algo iba a empezar a ir jodidamente mal. Con la cabeza bailando en una
marea de irrealidad, se inclinó sobre el hombro de su ayudante. Ella se volvió, y señaló
el informe. A Carlos le dio la impresión de que sus pies se apartaban del suelo, muy,
muy lentamente.
—Vamos, no me jodas —murmuró.
Sara lo miró con aprensión. —No sé lo que es. Pero me llamó la atención que…
—Lo has hecho muy bien, cariño —respondió distraídamente—. No todo el
mundo se habría fijado. Anda, déjame sentarme ahí .
Empujándola con suavidad, la apartó del taburete y tomó asiento, inclinándose
sobre el microscopio. Trabajó en silencio unos minutos, y después se apartó de la mesa,
haciendo rodar el taburete sobre el linóleo, que se quejó con un desagradable chirrido.
Rebuscó en su bolsillo, le tendió una pastilla pequeña y blanca a Pedro, y lo miró
inexpresivo.
—Es mejor que vayas a buscar a Martínez-Fajardo. Y haz que se ponga eso
debajo de la lengua.
—¿Qué…? —empezó su colega, confuso.
—Va a tener que llamar a la poli —lo interrumpió en tono seco—. El amigo
Gándara ha sido asesinado. Digoxina.
Svein no había aparecido, y el sol ya amenazaba con ocultarse tras los altísimos
edificios que rodeaban el estadio Osvaldo Menzibalázazu. Muerto de hambre y con la
mente todavía embotada por la surrealista escena que había vivido a mediodía sobre el
césped del terreno de juego, Ivar decidió buscar un lugar más cómodo donde esconderse
del mundo y pensar, pensar en todo lo que había sucedido en menos de veinticuatro
horas y que había vuelto su mundo del revés.
Tomó un taxi en la avenida principal que rozaba el estadio, justo enfrente del bar
de nombre incomprensible, cuyo camarero seguía en la puerta —aunque ya no limpiaba
sino que fumaba un cigarrillo apoyado en el umbral con gesto aburrido—. Tuvo que
repetirle tres veces la dirección al taxista hasta que finalmente le tendió el trozo de papel
en el que había apuntado las señas de su nueva casa para que las leyera por sí mismo.
En cuanto los polis atravesaron la puerta de la Morgue, Carlos supo que iba a ser un día
muy, muy largo. El inspector, bajito, rechoncho y vestido con un traje con el que
parecía haber dormido, era tan lento que el caracol más perjudicado del mundo podía
echarle una carrera a sus neuronas y salir victorioso sin despeinarse las antenas. Pedro y
él tuvieron que explicar cada paso, cada corte, cada pesada y cada movimiento de
bisturí, y después repetirlo una vez más recurriendo a sinónimos que el guionista de
Barrio Orégano habría aprobado sin reservas. Después le tocó el turno a Sara y al
protocolo de analíticas, y ahí la cosa empeoró considerablemente. Su ayudante, que era
la primera vez que se veía en éstas, no parecía dar pie con bola, y el inspector,
satisfecho por haber encontrado a alguien que aparentemente procesaba con más
lentitud que él, se cebó alegremente en sus balbuceos. Hasta que a Carlos se le inflaron
los cojones y decidió poner las cosas en su sitio. No hizo muchos amigos en la policía
con sus comentarios mordaces, pero la mirada de adoración de su ayudante compensó
bastante las cosas y, además, poner en su sitio al tipo fue un verdadero placer. Sabía que
estaba sonando como su madre, pero no pudo evitar pensar que lo que la gente
necesitaba de verdad era un poco de educación.
Cuando los polis por fin consiguieron entender el asunto y se marcharon en un
goteo de uniformes azules y trajes de confección, Carlos echó una mirada a su equipo y
suspiró. Sólo esperaba no tener tan mala cara como la que ellos estaban mostrando.
Pedro estaba tan irritado como él, y a Sara le faltaba un empujón muy pequeño para
echarse a llorar, o caer rendida vencida por los nervios que la habían dominado durante
todo el procedimiento. Sacudió la cabeza.
—Sara, bonita, vete a casa, date un baño y duerme hasta hartarte, anda. Y si
mañana llegas un poco tarde, no importa. Nosotros te cubrimos las espaldas —ofreció
amablemente.
Ella lo miró, dubitativa. —¿Estás seguro? Aún queda un montón de papeleo y el
laboratorio…
—Me importa un huevo el laboratorio —la interrumpió Carlos—. Márchate y
descansa —ordenó, arrastrándola hasta la puerta. Ella se dejó guiar a regañadientes.
Carlos abrió la puerta, y la empujó fuera con delicadeza. Después se inclinó sobre su
oído—. Mañana si eso te cuento cómo acabé con ese tipo —terminó, sonriendo
maliciosamente, al tiempo que le daba una palmada juguetona en el trasero.
Sara dejó escapar una risita traviesa, y se perdió en dirección a los vestuarios,
canturreando alegremente. Él se volvió hacia Pedro, que ya se dirigía con expresión
asqueada hasta la mesa del despacho.
—Y tú y yo vamos a tomarnos unas cañas, anda. Que nos las hemos ganado.
El rostro de Pedro se iluminó con una sonrisa agradecida. —Vale, pero te
advierto que, por mucho que te hagas el héroe conmigo, hoy no me vas a llevar a la
cama.
—Tranquilo, nene, que no eres mi tipo. Demasiado flaco —replicó, torciendo el
gesto en una mueca despreciativa—. Aunque, por otra parte, si me dieran cien pavos por
cada vez que he refutado esa afirmación… —sonrió Carlos.
—No necesitarías la pasta de tu padre —concluyó Pedro con una sonrisa
malvada.
Carlos le mostró los dientes en una mueca amenazadora. —Vale, listillo. Invitas
tú.
El “Bar a secas, joder” era un local pequeño y mal iluminado, probablemente
para esconder el hecho de que su decoración se reducía a un suelo de hormigón, unos
cuantos carteles de cine de los años cincuenta, una barra recubierta de planchas de acero
y un montón de botellas de todas las formas y colores que se apiñaban en una isleta
central en un equilibrio tan precario como hipnotizante. Unos meses antes, Carlos se
había hecho la firme promesa de probar todas y cada una de esas botellas, algunas de las
cuales parecían salidas de la mente confusa de alguien que, con toda probabilidad, había
dedicado más tiempo a beberse su contenido que a pensar en un buen diseño para la
marca. Pero, después de una noche especialmente complicada en la que se había
decidido por un líquido ambarino atrapado en una botella que parecía sacada de la
historia de Aladino, y que había terminado con su cabeza hundida en un retrete en plena
fase de auto-engaño —no vuelvo a beber en mi vida—, había optado por limitarse a las
marcas medianamente conocidas y dejar los experimentos para otro con un hígado más
joven, o menos castigado.
La música sonaba de fondo, como un discreto contrapunto al murmullo de
decenas de conversaciones que surgían de las pequeñas mesas de madera sin pulir en un
difuso caleidoscopio de historias enmarañadas, la mayor parte de las cuales giraba en
torno a lo mismo: sexo, desengaño y alcoholemias varias.
Pedro agitó el vaso de sidra que, en uno de esos ardides asumidos tanto por los
hosteleros como por los clientes, contenía mucho más hielo que alcohol, y lo miró con
expresión burlona.
—Bueno, ¿y qué? ¿Me dejarás ser el padrino?
Carlos dio un largo trago a su copa, chascó la lengua cuando el alcohol quemó
su garganta, y miró las profundidades de su vaso como si la salida del laberinto materno
en el que se había metido estuviera trazado en los hilos que el licor dibujaba sobre el
hielo. —Vete a tomar por culo un ratito, Pedro, anda —gruñó.
—Paso. Es mucho más divertido ver cómo tu madre te da por culo a ti, colega.
Carlos levantó el labio superior, mostrándole los caninos en una mueca que era a
partes iguales desesperación y advertencia, apuró la copa y levantó el vaso en dirección
a la camarera, que se apresuró a servirle una nueva, sonriendo como si la cara fuera a
partírsele en dos. Esperó a que la chica terminara verter el refresco sobre el licor,
alcanzando el borde del vaso con precisión matemática; le dedicó un guiño agradecido y
dio un sorbo antes de mirar de nuevo a Pedro.
—Se le pasará —decidió por fin, aunque hasta él sabía que sólo lo decía para
convencerse a sí mismo. Naturalmente, Pepito Grillo no dejó pasar la oportunidad de
tocarle los cojones.
—Lo dudo mucho —dijo, encogiéndose de hombros—. Lleva años con ese
tema. Y mucho me temo que esta vez le has dado armas al enemigo, tío. Y no es como
si Mónica fuera la clase de persona que desaprovecha un misil cuando se lo pones en las
manos.
—¿Qué tal si cambiamos de tema? —masculló Carlos.
—Como quieras. Pero que sepas que esta vez no te va a servir la táctica de
taparte los ojos y fingir que no estás ahí. Que tu señora madre no ha llegado donde está
dejando pasar oportunidades.
Carlos frunció el ceño. Siempre prefería no pensar en cómo su señora madre
había llegado donde estaba. Las imágenes que en respuesta a esa pregunta proyectaba su
mente eran demasiado incluso para él. —Cambiemos de tema —insistió.
—Tú mismo —aceptó Pedro, con un nuevo encogimiento de hombros—. Pero
antes déjame decirte sólo una cosita, ¿vale?
—¿Puedo impedírtelo, bocazas?
—No —rió—. Mira, ¿has pensado en, no sé, llegar a un acuerdo con Lina? Le
explicas de qué va la historia, reconoces a los renacuajos, celebras un bodorrio que haga
que a Mónica se le caigan las bragas y que las revistas del corazón se corran de gusto, y
después, cada uno a su casa.
—Ya, el sistema Monteferro. Y seguro que ella traga, vamos.
—Traga, traga, eso te lo certifico y hasta te lo firmo con sangre. Si está deseando
echarte el lazo…
Carlos frunció el ceño en una mueca de dolor. La idea era la misma que le había
propuesto Adolfo, pero incluso haciendo las cosas con la cara por delante, y
explicándole a Lina que su… su… —la palabra se le atragantó incluso mentalmente—
bueno, su eso, era sólo de cara a la galería, todo su ser se rebelaba contra la idea. Y
conocía lo bastante bien a las mujeres como para saber que el oído selectivo de su ex-
ayudante iba a captar únicamente la palabra maldita, y no el resto del discurso. Claro
que eso no era realmente problema suyo, ¿verdad? Su conciencia quedaría tranquila con
dejarle clara la pura y dura realidad del asunto, y después que cada palo aguantara su
vela. Siempre podían pasar una temporada en su casa —que afortunadamente era lo
bastante grande como para que no tuvieran que coincidir a menos que se lo
propusieran—, guardar las apariencias unos meses, y después, un rápido divorcio
alegando “diferencias irreconciliables” que incluso su madre podría aprobar. Y que
aprobaría sin ninguna traba en cuanto Lina soltara su mal genio delante de ella un par de
veces.
Sí, la idea tenía sus ventajas, claro. Pero sentaría un precedente muy, muy
peligroso. Mónica se haría fuerte, y emplearía el truquito de la herencia hasta el
mismísimo día de su muerte para ponerle delante a cualquier candidata de su gusto, en
cada ocasión en la que, aburrida, pensara que organizar una boda le vendría bien para
salir de su habitual rutina de fiestas benéficas, lecciones de yoga y recepciones varias.
No. Había que encontrar otro sistema. Y en cuanto se tomara un par de copas
más, ya pensaría cuál.
El viaje se le hizo excesivamente corto, más preocupado por buscar una salida del
laberinto en que se había convertido su cabeza que por observar la ciudad por la que
circulaban. Veinticuatro horas antes, él estaba tranquilamente sentado en su casa de
Munich, esperando a que Svein le llamase para decirle si el equipo español aceptaba o
no los términos del contrato. En veinticuatro horas se había despedido de Alemania,
había volado hasta España, había aguantado una recepción aburridísima con los
aburridísimos directivos de su nuevo club, había dado una rueda de prensa, había
recorrido varias veces su nuevo estadio, había charlado con su nuevo capitán, había
visto un entrenamiento de un equipo femenino, había discutido a gritos con una de sus
jugadoras, había acabado tirado en el césped mientras esa misma jugadora cabalgaba
encima de su miembro como una Calamity Jane vestida de futbolista. O desvestida, más
bien. Elena Ayuso. Se estremeció. ¿Ayuso es un apellido muy común en España…?
Sacudió la cabeza. No te engañes, Ivar. Mucha coincidencia sería que no resultase ser
la hermana de Javier Ayuso. Diablos, se parecía tanto a él que probablemente hasta
fueran mellizos y todo.
Suspiró. ¿En qué lío se había metido nada más aterrizar…? Si el capitán se
enteraba de que… de que… ¿De que qué? ¿De que su hermana había discutido con él,
le había tirado al suelo y se había montado encima hasta que los dos habían acabado
gritando de placer detrás de los banquillos? ¿Y qué va a decirte, Ivar?, gimió,
desesperado. A saber si Ayuso sería de los que creían que las mujeres no debían ser tan
liberales como los hombres. A saber si España seguía siendo un país orgulloso de su
pasado musulmán, y Ayuso decidía apedrear a su hermana y cortarle a él los cojones
para llevárselos a casa de trofeo. A saber.
—Empezamos bien —murmuró, despidiéndose del taxista con un gesto ausente
mientras observaba sin verla realmente la fachada de la casa que ya estaba a su nombre
y, si Svein seguía siendo tan eficiente, ya contenía todos sus efectos personales.
El trozo de su cerebro que todavía no había sucumbido a la desesperanza registró
la imagen de un chalecito no demasiado grande, pero sí lo suficientemente bonito como
para resultar un hogar del que sentirse orgulloso. Dos plantas bajo un tejado a dos aguas
del color azul plomizo de la pizarra, de paredes de piedra gris y puertas y ventanas de
madera sin barnizar, que le recordó a una estampa más rural que urbana y que, con el
pequeño jardincito que lo rodeaba, resultaba extrañamente invitadora. Una casa sin las
desorbitadas pretensiones de las de muchos de sus antiguos —y, supuso, nuevos—
compañeros, pero que para él resultaba suficiente, aunque si su padre la hubiera visto
probablemente habría dicho que no era ni de lejos lo que un Carlsson merecía.
Svein conocía sus gustos, y había dejado de intentar hacerle vivir en las casas
desproporcionadas en tamaño y lujo que había encontrado para él durante los primeros
años de su asociación. Ivar sabía que el representante se habría procurado un
alojamiento mucho más fastuoso: había cosas que no cambiaban, y el gusto de Svein
por el lujo era una de ellas. No le importó. A decir verdad, a veces Svein podía llegar a
ser un auténtico cretino. Cuanto más lejos viviera, mejor. Así sólo tendría que verlo de
tarde en tarde, y su relación seguiría siendo amistosa en vez de convertirse en una
guerra verbal abierta. O a tortas. A saber.
Rebuscó en el bolsillo de su abrigo y suspiró de alivio al comprobar que la llave
que Svein le había entregado antes de irse “de vinos” había sobrevivido al caos en que
se había convertido su día sin caerse del bolsillo. La metió en la cerradura y suspiró de
alivio cuando la puerta se abrió con la suavidad de sus bisagras bien engrasadas.
El recibidor daba paso a un cuarto de estar que ocupaba prácticamente toda la
planta inferior de la casita, salvo el rincón destinado a una cocina alicatada en colores
terrosos y amueblada en una madera oscura que imitaba el estilo rústico del exterior y
una puertecita que conducía a lo que, a todas luces, era un cuarto de baño. Lo primero
que le llamó la atención fueron las vigas desnudas que sujetaban el techo; lo segundo, el
agradable calor que demostraba que el sistema de calefacción era automático. Lo
tercero, los muebles sencillos, también de estilo rústico, que formaban un conjunto
impecable sobre la gruesa alfombra de colores alegres que cubría el suelo.
No pudo evitar sonreír. El aspecto de la casa le gustó al primer vistazo, y
también al segundo. Parecía cómoda, agradablemente simple y lo suficientemente
amplia como para que cupieran todos los libros y objetos que aguardaban, expectantes,
guardados en una pila ordenada de cajas de cartón en una esquina del cuarto de estar.
Repentinamente cansado, dejó las llaves sobre un mueblecito que había en el
recibidor y se dirigió hacia uno de los dos sofás tapizados en color naranja. Y su rostro
se arrugó en una mueca de dolor cuando el sonido del timbre de la puerta llenó el aire,
rompiendo un hechizo que ni siquiera sabía que existía.
Gruñó antes de dar media vuelta. Antes de posar la mano sobre el pomo de la
puerta, vaciló: ¿Quién sabía que vivía allí, aparte de Svein? ¿Y realmente le apetecía
aguantar a Svein en ese momento…?
—¡Ivar, abre! —exclamó una voz. Hablaba en sueco, pero no era Svein. A
menos que Svein hubiera aprovechado la tarde para cambiarse de sexo. Frunció el ceño
cuando una mano empezó a aporrear la puerta con tanta energía que la hoja empezó a
temblar con violencia—. ¡Ivar! —gritó la mujer—. ¡Abre, soy yo! ¡Necesito tu ayuda!
Sus ojos se desorbitaron cuando finalmente su mente sacó el registro de la voz
del archivo histórico de sus recuerdos. Demasiado asombrado como para buscar una
excusa, miró a su alrededor en busca de una salida.
—¡Sé que estás ahí, te he visto entrar! —insistió la voz—. ¡Abre, por favor! Por
favor —gimió, y los golpes cesaron, sustituidos por un sonido que le provocó un nudo
en el estómago.
Un sollozo.
Se mordió el labio, soltó una maldición y abrió la puerta.
Pese a la información detallada que le había proporcionado su cerebro, no pudo
evitar sorprenderse al ver a la mujer que aguardaba en el umbral, con los pies
enfundados en altísimos tacones posados sobre el felpudo. Vestida con un brevísimo
vestido rojo que apenas cubría un tercio de su cuerpo, la mujer le devolvió la mirada
con los ojos brillantes por las lágrimas, el pelo rubio despeinado y el rostro enrojecido
por el frío y, probablemente, por el llanto. Parecía muerta de miedo. Lo suficiente como
para acudir a él, tantos años después…
—Ivar —susurró, temblando.
—Astrid —murmuró él, abriendo la puerta para dejarla pasar.