El rey de las narices

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Primera parte: Invasión Vikinga I Campanitas La habitación olía a perfume, a sudor fresco y al inconfundible aroma del sexo. Ese olor dulzón, a piel y deseo, que inundaba sus fosas nasales y se dirigía como una bala hasta su cerebro, desperezando todos sus instintos. Las sábanas se agitaban como un mar de fondo conjurado en seda negra, alzando olas aquí y allá en la blanda superficie del colchón de más de dos metros, hecho de encargo por un hábil artesano de los que aún entendían que una cama era una cama y que no siempre servía para dormir. Una risa traviesa, alegre, y con una nota de juguetona histeria resonó bajo la marea de seda, y al instante fue acompañada por una aceptable aunque divertida imitación de un rugido hambriento. La cabeza de Belén, repleta de apretados rizos negros, asomó debajo de las sábanas, sonriendo jadeante. Un brillo divertido relució en sus ojos azules de muñeca antes de desaparecer de nuevo, arrastrada por las manos que sujetaban sus nalgas. —Socorro —gritó en un tono que indicaba muy a las claras que mataría a cualquiera que se atreviera a rescatarla. —Demasiado tarde para pedir clemencia, nena —rió Carlos, apartando las sábanas de un manotazo. Un escalofrío erizó el vello de su cuerpo cuando el aire frío de la habitación se deslizó sobre su piel desnuda, secando el sudor que lo cubría con una pátina pegajosa y brillante—. Te vas a enterar —gruñó alegremente, trepando por su

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El rey de las narices / Virginia Pérez de la Puente y Silvia Barbeito

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Page 1: El rey de las narices

Primera parte:

Invasión Vikinga

I

Campanitas

La habitación olía a perfume, a sudor fresco y al inconfundible aroma del sexo. Ese olor

dulzón, a piel y deseo, que inundaba sus fosas nasales y se dirigía como una bala hasta

su cerebro, desperezando todos sus instintos.

Las sábanas se agitaban como un mar de fondo conjurado en seda negra, alzando

olas aquí y allá en la blanda superficie del colchón de más de dos metros, hecho de

encargo por un hábil artesano de los que aún entendían que una cama era una cama y

que no siempre servía para dormir.

Una risa traviesa, alegre, y con una nota de juguetona histeria resonó bajo la

marea de seda, y al instante fue acompañada por una aceptable aunque divertida

imitación de un rugido hambriento. La cabeza de Belén, repleta de apretados rizos

negros, asomó debajo de las sábanas, sonriendo jadeante. Un brillo divertido relució en

sus ojos azules de muñeca antes de desaparecer de nuevo, arrastrada por las manos que

sujetaban sus nalgas.

—Socorro —gritó en un tono que indicaba muy a las claras que mataría a

cualquiera que se atreviera a rescatarla.

—Demasiado tarde para pedir clemencia, nena —rió Carlos, apartando las

sábanas de un manotazo. Un escalofrío erizó el vello de su cuerpo cuando el aire frío de

la habitación se deslizó sobre su piel desnuda, secando el sudor que lo cubría con una

pátina pegajosa y brillante—. Te vas a enterar —gruñó alegremente, trepando por su

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cuerpo hasta colocarse entre sus piernas.

Una de sus manos se deslizó por su muslo y enredó la pierna de ella en torno a

su cintura. Ella suspiró, echó las manos sobre sus hombros y clavó en él esos ojos de

muñeca traviesa, con una mezcla de inocencia y lujuria que Carlos encontraba

absolutamente irresistible.

—Por ahora no me estoy enterando —lo provocó en un susurro.

Carlos rió entre dientes y se deslizó dentro de su cuerpo, centímetro a

centímetro, con malévola lentitud, sin apartar los ojos de los de ella, que poco a poco

fueron adquiriendo un embriagador aspecto vidrioso. Belén dejó escapar un ronroneo

suave entre sus labios entreabiertos. Se inclinó sobre ella y pasó la lengua por su

boquita de muñeca, recorriendo lentamente la forma de sus labios, saboreando cada

milímetro.

Cada mujer tiene su ritmo, y hacía ya varias horas que Carlos había aprendido

que el de Belén estaba tan lleno de contrastes como ella. Cuando jugaba era alocada,

llena de energía, y desplegaba una actividad frenética casi imposible de seguir. Pero en

cuanto sus cuerpos se acoplaban se convertía en una gata mimosa, deseosa de saborear

hasta la última gota de un plato de crema. Su ritmo se volvía lento, voluptuoso y

sensual, y perdía toda iniciativa para dejarla en sus manos ávidas y expertas.

Era como pasar de quinta a primera sin tocar ninguna marcha intermedia, y a

Carlos le estaba costando un universo controlar la palanca de cambios.

Se mantuvo quieto en su interior, obligando al motor a adaptarse al nuevo paso,

y ella gimió con suavidad aprobando el esfuerzo. Cuando estuvo seguro de dominar la

maquinaria, se adentró más aun en su cuerpo, moviéndose perezosamente en su interior.

Cuando Belén ya estaba dejándose arrastrar y comenzaba a seguir con sus

caderas el ritmo de las embestidas de Carlos, un sonido agudo rompió el silencio del

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dormitorio hasta ahora sólo alterado por los suaves quejidos de ella y el susurro del aire

gélido de enero golpeando las ventanas.

—No contestes —gimió Belén.

—Ni de broma, preciosa —masculló Carlos entre sus dientes apretados, aunque

el inconfundible tono del teléfono ya había conseguido estropearle el día. Daba igual

que contestara o no, su humor acababa de irse al carajo sin remedio.

Con sólo la mitad de su mente concentrada en lo que tenía entre manos, dejó que

su cuerpo actuara en automático y esperó hasta que ella alcanzó el clímax, retorciéndose

bajo sus brazos, presa de unos violentos temblores que la recorrieron de la cabeza a los

pies, y aceleró su ritmo hasta acabar poco después, con más alivio que placer.

Se apartó de ella, posando un beso distraído sobre uno de sus pezones, y con un

suspiro de resignación alcanzó el móvil para comprobar la lista de llamadas perdidas.

Aunque en realidad no era necesario. Sabía muy bien a quién correspondía el tono que

perpetraba sin reparo los acordes de la banda sonora de El Exorcista. Y no era una

llamada que pudiera ignorar, o se encontraría con esa persona plantada ante su puerta y

más que dispuesta a demostrarle lo muy poco satisfecha que estaba con su actitud

desaprensiva.

Suspiró de nuevo, pulsó el botón de rellamada y esperó hasta escuchar la voz

educada y autoritaria al otro lado de la línea.

—Hola, madre. Feliz Año Nuevo.

Ivar Carlsson bajó del asiento del copiloto del Audi y suspiró hondamente mientras

dejaba que su mirada ascendiera en vertical hasta la línea que separaba la cima del

estadio y el cielo borrascoso. Un edificio demasiado alto para ser un simple estadio de

fútbol, demasiado recio y mal diseñado para ser un lugar donde la gente iba a divertirse

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y a ver algo que muchos consideraban “arte”, demasiado gris y demasiado feo para ser,

según palabras textuales de los medios internacionales, “La Meca del Fútbol” y “La

Catedral del Gol”.

Miró a derecha e izquierda. Aparte del coche que lo había llevado hasta allí

desde el aeropuerto y de Svein y él, la calle estaba completamente desierta. Y eso que

parecía una de las arterias principales de la ciudad, una amplísima avenida que ponía a

disposición de los vehículos cinco carriles en cada sentido de la circulación separados

por una mediana arbolada. Pero ningún coche salvo el que habían enviado a recogerlos

recorría la calzada, ninguna persona paseaba pese a lo avanzado de la mañana; el único

signo de vida era un perro que levantaba una pata junto a un árbol a escasos metros de

donde Svein y él se encontraban, y un bar, en la acera contraria, cuyo camarero limpiaba

desganadamente un cartel colgado sobre la puerta en el que se leía en letras desvaídas

“El Hipido Feliz”.

—¿El Hipido Feliz? —repitió, frunciendo el ceño. Svein se encogió de hombros.

—Será una expresión típica, seguro. —Dio media vuelta y miró atentamente la

fachada del estadio. Al cabo de unos segundos, Ivar se aburrió de observar la expresión

enfurruñada del camarero y giró sobre sus talones.

El estadio no se había vuelto bonito durante esos segundos. Seguía siendo un

edificio excesivamente grande, excesivamente gris, excesivamente… ¿aburrido?

—Asusta un poco, ¿eh? —sonrió Svein, propinándole una palmadita en el

hombro. No le resultó sencillo, porque Ivar le sacaba una cabeza y media, pero Svein

había perfeccionado su técnica para dar palmadas durante los últimos años;

concretamente, los años que Ivar había tardado en perfeccionar su propia técnica para

dar patadas. Ivar hizo una mueca y se encogió de hombros.

—No me parece más grande que el de Munich —respondió, fingiendo

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indiferencia. Svein enarcó las cejas.

—¿No…? Bueno, niño listo, pues en éste caben veinte mil personas más que en

el de Alemania, así que ya puedes poner cara de sorpresa.

—¿Es necesario? —preguntó Ivar, sonriendo a su pesar.

—Es… conveniente —contestó Svein— mostrarse impresionado y satisfecho la

primera vez que se visita este estadio. Sobre todo cuando estés delante de los

periodistas.

—No veo ningún periodista por aquí —replicó Ivar, fingiendo estudiar con

cuidado la amplia avenida—. A menos que ese tío que está limpiando el cartel sea un

paparazzi de incógnito.

—Aaah, nunca sabes quién puede ser un periodista disfrazado —rió Svein,

señalando la puerta del estadio sobre la que se leía lo que Ivar suponía quería decir

“Oficinas”. Echaron a andar hacia ella, Ivar cargando su conveniente bolsa de deporte,

Svein cargando su no menos conveniente maletín de cuero.

—Creía que eso se aplicaba a los asesinos a sueldo —comentó Ivar,

esforzándose por sonreír al guardia de seguridad, que lo miraba con los ojos muy

abiertos y una expresión asustada desde su metro setenta de estatura.

—No sé quiénes me asustan más. —Svein se colocó delante de Ivar y esbozó

una sonrisa tranquilizadora al guardia. Éste pareció calmarse considerablemente al verse

ante un hombre mucho más parecido en estatura a él, e incluso se atrevió a sonreír

tímidamente—. Hola —empezó Svein en su patético español—, eh… Presidente espera

a nosotros —dijo. El guardia parpadeó.

—¿Hoy? —preguntó, frunciendo el ceño—. Venga ya, tronco, si hoy todo el

puto planeta está durmiendo hasta las seis de la tarde… Menos yo, claro. Puta mierda de

curro. Y mira que le dije a Paco que quería salir en Nochevieja con Mari Pili, ¿eh? Pero

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nada, que no me quiso cambiar el turno el muy cabrón. Qué hijo de puta puede llegar a

ser Paco. La madre que lo parió, si es que…

Svein puso una cara de incomprensión tan graciosa que Ivar soltó una carcajada.

El guardia interrumpió su monólogo y lo miró con precaución, posiblemente temiendo

que la carcajada hubiera sido en realidad un grito de guerra vikingo de invocación a

Thor o a Odín o a todos los dioses nórdicos juntitos y que Ivar fuera a echársele encima

de un momento a otro, con un hacha de combate, con el martillo de Thor o con las

manos desnudas. Incluso retrocedió un paso.

—Te dije que aprendieras español, Svein —rió Ivar, apartando a su

representante de un suave empujón—. ¿No te lo dije?

—¿Te recuerdo que hasta ayer a las doce menos cinco no tuvimos un acuerdo en

firme? —gruñó Svein—. ¿Para qué iba a aprender español, si no sabía si ibas a acabar

aquí o no? Malditos españoles, siempre haciendo las cosas a última hora…

—Mejor no digas eso muy alto —sonrió Ivar antes de volver la vista hacia el

guardia, que lo miraba medio encogido de miedo—. Hola —recomenzó, con el mismo

acento desastroso que Svein—. Tenemos una cita con el presidente. Soy Ivar Carlsson.

El guardia pestañeó rápidamente, abrió los ojos, abrió la boca, la cerró, y

después soltó un hipido de reconocimiento.

—Oh. Oh, sí, sí, sí. Claro. —Carraspeó—. Carlsson… Eh… sí —asintió con

fervor—. Eh… esperen un segundo. Un segundo —repitió en voz más alta y

vocalizando con cuidado, como si creyese que eran completamente sordos o idiotas

perdidos—. Aquí, ¿eh? Esperen —casi gritó.

—Claro —respondió Ivar, risueño, mientras el guardia recorría los escasos pasos

que lo separaban de una pared en la que colgaba un teléfono incongruentemente

anticuado. El hombre lo descolgó y pulsó un botón sin apartar los ojos de él.

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—Eh… ¡Jorge! —exclamó. Aguardó un momento antes de hacer una mueca—.

Me importa una mierda. No te duermas en el curro y no te pasarán estas cosas. Oye,

acaba de llegar el Carlsson ése que decían ayer los del Tiovivo Depor… Ya, ya sé que…

No, oye, que estos tíos hablan muy raro, joder, no voy a… ¡Ni diez minutos ni leches,

Jorge! —gritó—. ¡Que yo sólo tengo que vigilar la puta puerta, no que hacer de

recepcionista para…! ¡Pues contrata a una puta azafata, pero haz el puto favor de

venirte para acá, que…! ¡Vale! —aulló—. ¡Sí! ¡Lo que tú quieras! ¡Joder! —Colgó, y

después giró hacia ellos y les dirigió una sonrisa llena de dulzura—. Eh… vengan

conmigo —les dijo en el mismo tono elevado y pausado, haciendo un gesto histriónico

con las manos para indicarles que le siguieran—. Conmigo —repitió, señalando el

interior del estadio.

—¿Cree que somos idiotas, o algo? —preguntó Svein con el ceño fruncido. Ivar

sacudió la cabeza.

—Cree que no entendemos una mierda de lo que dice —contestó, sonriendo

ampliamente antes de seguir al guardia hacia el pasillo, donde una mujer bajita y

regordeta que fregaba el suelo de baldosas blancas y negras les gritó algo que no llegó a

comprender en un tono tan ominoso como los aullidos de las valquirias planeando sobre

el campo de batalla.

Carlos bajó del coche y lanzó una mirada distraída a la fachada de la casa familiar a la

que volvía en muy escasas ocasiones. Cuando su padre aún vivía se pasaba de vez en

cuando para ver al viejo, que siempre disfrutaba de sus visitas y de su sentido del

humor, tan perturbado como el suyo propio, mientras los ojos agudos y críticos de su

madre se clavaban en ellos con reproche, su rostro fruncido en una mueca de

desaprobación que Carlos ignoraba en la misma medida en que la detestaba. Pero desde

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que Manuel Monteferro había muerto de un infarto acaecido en circunstancias cuanto

menos sospechosas, él había vuelto en muy contadas ocasiones a la casa familiar,

siempre conminado por su madre y por ese tono de sargento de marines que a Carlos le

provocaba un mal humor cercano a la furia homicida.

Sus ojos recorrieron la sobria fachada, el diseño severo, casi espartano, de ésos

que proclaman a gritos que sus propietarios pertenecen a una nobleza antigua y

orgullosa, que no necesitan de más símbolos de riqueza externa que sus apellidos y una

actitud desdeñosa y altiva. Caminó por el sendero que llevaba a las pulidas escaleras de

mármol blanco, y la puerta se abrió para mostrar la esbelta figura de Mónica de

Monteferro, antes conocida como Mónica López, la hija del pescadero.

Clavó en Carlos unos ojos verdes que cualquier observador casual habría tomado

por idénticos a los suyos, aunque en realidad el parecido se limitaba a la forma y el

color. En la mirada de Carlos había travesura y cinismo, y en la de su madre sólo

brillaba la frialdad y una inteligencia calculadora que le había permitido trepar desde la

pescadería de su barrio, tan de arrabal que casi estaba en otra Comunidad Autónoma,

hasta la cima de la alta sociedad del país, por un sistema que ni siquiera Carlos tenía el

estómago suficiente para detenerse a analizar pero que, seguro, había contribuido a la

muerte prematura del viejo.

Como de costumbre, iba impecablemente vestida y peinada, y las pocas joyas

que adornaban su cuello y sus orejas podrían haber mantenido holgadamente a una

familia numerosa durante un número indeterminado de años. Un maquillaje sutil e

inteligente le daba brillo a su rostro que, gracias a los esfuerzos de los mejores cirujanos

plásticos del país, aún conservaba parte de la lozanía de su juventud, y el vestido

destacaba los mejores rasgos de su cuerpo alto y esbelto, mantenido por una dieta que

Carlos, como médico, no podría aprobar ni bajo los efectos de la peor de sus resacas.

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—Llegas tarde —dijo a modo de saludo, consultando su pequeño reloj de oro.

Carlos rechinó los dientes y contó mentalmente hasta diez. Aunque sabía de

sobra que ni intentar recitar de memoria los doscientos primeros números primos

conseguiría que el día terminara sin que le soltara a su madre alguna barbaridad. Mónica

sacaba lo peor de él; y lo peor de él no era ni la mitad de malo que lo mejor de ella.

—Yo también me alegro de verte, Mónica.

Ella frunció el ceño —muy brevemente, no fuera a ser que se le saltaran los

puntos de su último lifting— y se apartó para franquearle el paso.

—Cuando te invitan a una casa a una hora, lo menos que puedes hacer es

aparecer a tiempo.

—No me has invitado, madre. Me has obligado a venir —masculló—. Bueno,

dime, ¿qué pasa ahora? ¿El perro ha perdido su último concurso de belleza? No, espera,

no me lo digas. La mujer de Ricardo está preñada otra vez —dijo en tono hiriente—.

Pues de ésta nadie los libra de una condena por crímenes contra la Humanidad.

—No te vendría nada mal aprender algo de tu hermano, Carlos. Es increíble que

tú seas el mayor —replicó Mónica, mientras Carlos vocalizaba a sus espaldas las

mismas palabras mil veces repetidas casi al mismo tiempo que su madre las

pronunciaba.

Caminó tras ella cruzando el desproporcionado recibidor, sus pasos resonando

en el carísimo mármol italiano del suelo, sólo cubierto estratégicamente por una

alfombra de dimensiones descomunales que descansaba bajo las escaleras que

caracoleaban hasta la segunda planta y se dividían en dos en el primer descansillo, en

una decoración auspiciada por la pasión de su madre por Lo que el viento se llevó.

¡Carlos Monteferro! ¡Como te vuelva a ver bajando por el pasamanos, te voy a

mandar a un internado!

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La voz de su madre, arrastrándose desde algún lugar del pasado, resonó en su

mente e hizo que el niño en su interior se encogiera de miedo y el adulto se llenara de

rabia vengadora. Su mal humor creció varios enteros al tiempo que seguía a su madre

hasta el salón situado a la izquierda de las escaleras, evitando obstinadamente hacer

ningún comentario acerca de la nueva decoración, mientras atravesaba las pesadas

puertas de castaño macizo.

Sin pensarlo demasiado se dirigió hasta el mueble bar y, sintiendo los ojos

acusadores de su madre clavados en su nuca, se sirvió una generosa ración de whisky de

malta. Se sentó frente a ella, dejando caer su cuerpo descuidadamente en el orejero

favorito de su padre, que su madre se había apresurado a volver a tapizar antes de que el

cadáver del viejo se hubiera enfriado en su ataúd.

Sentada con la espalda erguida y altivez aristocrática, Mónica le dedicó su

mirada más reprobadora.

—¿No sabes sentarte como las personas, Carlos?

Carlos suspiró. —Mira, madre. Me has llamado, y he venido. Y tengo un

poquito de prisa, así que…

—Prisa, ¿eh? ¿Por volver a ese estúpido trabajo tuyo?

Carlos dio un largo sorbo a su copa sin apartar los ojos de su madre. Así que de

esto iba toda la historia. Su madre había decidido que quizá podría aprovechar los

propósitos de Año Nuevo para soltarle, una vez más, el aburridísimo discurso sobre lo

inapropiado de su profesión y lo mal que se sentía cada vez que tenía que hablar de la

carrera de su hijo en las reuniones benéficas. Quizá podría haberlo perdonado si se

dedicara a algo más refinado, como la cirugía estética, pero ¿patología forense? En la

escala de valores de su madre, eso estaba a la altura de la mendicidad o, no lo quisiera

Dios, de la política.

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Podía haberse callado. Podía haber tenido su bocaza cerrada, dejar que se

desahogara, y seguir con su vida hasta la siguiente ocasión, probablemente un par de

meses más adelante. Pero, claro, callarse nunca había sido lo suyo, ¿verdad?

—En realidad, me faltan varias horas para entrar. Pero como ya me has jodido

un polvo con tu llamada, esperaba poder resolverlo antes de que la nena se harte de

esperarme y se vaya a su casa a terminar sola la faena —replicó, chascando los labios en

un gesto despectivo.

En honor a Mónica hay que decir que ni pestañeó. Se limitó a mirarlo fijamente

con esos gélidos ojos verdes, y lo único que demostró su desaprobación fue el modo en

que sus manos, firmemente enlazadas sobre su regazo, se apretaron una contra otra

hasta que los nudillos perdieron el color.

—Supongo que sería mucho esperar que esa… —hizo una pausa más que

estudiada— … “nena”, sea la madre de tus hijos bastardos…

El estómago de Carlos dio un vuelco en su interior. Se retrepó lentamente en su

asiento, y clavó los ojos en su madre.

—¿Qué cojones sabes tú de eso, Mónica? —espetó con un gruñido que dejó al

descubierto sus caninos.

Ella suspiró. —Carlos, Carlos. Yo lo sé todo —dijo, en el mismo tono que se

dedicaría a un niño díscolo—. Dime, no te das ni cuenta del dinero que le cuesta a tu

familia esconder tus indiscreciones, ¿verdad?

—Vamos, no me jodas —gruñó Carlos—. ¿Ahora te dedicas a espiarme?

—Llevo años espiándote —replicó ella, desdeñando la idea con un gesto de su

mano alzada—. No tengo otro remedio. Por desgracia, has salido a tu abuelo.

—Mira tú qué curioso. El abuelo decía que era igualito a ti —masculló Carlos

venenosamente, y una sonrisa malvada bailó en la comisura de sus labios al ver cómo

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Mónica respingaba de forma casi imperceptible.

—Eso ha estado fuera de lugar —replicó secamente—. Como está fuera de lugar

que ensucies el buen nombre de esta familia manteniendo a tres bastardos. Si tu padre

levantara la cabeza…

—Me llamaría idiota y se partiría el culo de risa —la interrumpió—. A ver,

Mónica, ¿me has llamado para algo más que para darme una charla sobre planificación

familiar? Porque si es así, ve al grano. Y si no lo es, pues ya me he dado por enterado,

puedes estar tranquila. Tengo gomas hasta en la puta nevera, junto a las cervezas, por si

acaso. Así que no creo que esto vuelva a pasar.

Mónica torció el gesto. —¿Te importaría ser un poco menos vulgar?

—Soy vulgar. Forma parte de mi natural encanto —gruñó, recostándose de

nuevo en la butaca—. Al grano, madre.

Ella suspiró, y volvió a clavar en él su mirada más intimidante. —Quiero que

soluciones ese asunto. Y cuanto antes.

Carlos la miró un segundo, y rompió a reír a carcajadas.

—Claro, claro —respondió al rato, enjugándose los ojos—. Haré que parezca un

accidente, ¿te parece bien? ¡Por Dios, Mónica! —exclamó, rompiendo a reír de nuevo,

mientras se llevaba el vaso a los labios.

Mónica esperó a que terminara de reír, sin alterar su compostura de perfecta

dama. Después, volvió a hablar muy lentamente.

—Mira, Carlos, llevo años intentando que entiendas cuáles son tus

responsabilidades para con esta familia. Y hasta ahora me has ignorado. Pero se acabó.

Quería nietos de mi primogénito, y voy a tenerlos. Vas a casarte con esa chica.

Carlos escupió el whisky que aún no había bajado por su garganta, se atragantó

con el que sí había conseguido llegar a ella, y tosió hasta ponerse azul. Mónica, sin

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apartar su mirada de él, ni siquiera alzó las cejas cuidadosamente depiladas.

Cuando consiguió serenarse, miró a su madre, enarcó una ceja, y dejó escapar

una breve carcajada antes de ponerse en pie. Posó el vaso en la pequeña mesita redonda

que su padre aprovechaba siempre para colocar un cenicero y fumar esos puros habanos

que tanto irritaban a su madre, y sacudió la cabeza.

—Una charla muy divertida, madre. Otro día, más —dijo, encaminándose a la

puerta.

—O haces lo que te digo —resonó la voz de su madre a sus espaldas— o no

vuelves a tocar el fideicomiso de tu padre.

Carlos se detuvo en seco, con la mano ya sobre la manija de la puerta, y frunció

el ceño.

—No puedes hacer eso.

—Oh, sí que puedo. Tengo el total usufructo sobre sus fondos. Lo he consultado.

O te casas con esa… chica, o vas a vivir el resto de tu vida del mísero sueldo de… como

quiera que se llame ese absurdo trabajo tuyo.

—…noventa millones de euros —decía el presidente con una sonrisa de satisfacción

que le partía la cara en dos, como si la cifra fuera mucho más importante que la figura

de Ivar, sentado a su lado e intentando disimular su aburrimiento. El presidente del

equipo era un hombre de una edad indeterminada que oscilaría entre los cuarenta mal

llevados y los sesenta pletóricos de salud. Bajito comparado con él, de estatura media

entre los directivos que lo habían rodeado como comparsas bien entrenadas durante la

soporífera recepción organizada en honor al nuevo jugador estrella del club, José Luis

Pérez Carmona era un hombre que pasaría desapercibido en cualquier multitud, siempre

que la multitud estuviera vestida de traje oscuro y corbata del mismo tono, peinada con

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cuatro o cinco litros de gomina por cabeza y adornada con sonrisas demasiado felices

como para ser reales.

Y también él le hablaba como si fuera un idiota terminal.

Ivar se obligó a sonreír cuando el presidente se volvió hacia él, se puso en pie y

le tendió la mano, mientras desde detrás de la mesa donde se sentaban el jefe de prensa,

un tal Jorge Fernández, le dirigía un guiño divertido y le entregaba la camiseta del

equipo. Ivar contuvo las ganas de poner los ojos en blanco, cogió la camiseta y se

levantó. La sonrisa del presidente sólo vaciló un instante cuando se irguió junto a él en

toda su estatura. Desde la mancha informe de los periodistas se elevó una risita, ahogada

rápidamente por los flashes de las cámaras.

—Ponte la camiseta —susurró el jefe de prensa, Jorge, a su lado. Ivar se volvió

hacia él con las cejas enarcadas. Malinterpretando su gesto, Jorge se señaló su propio

cuerpo e indicó la camiseta que Ivar apretaba entre las manos.

—Lo había entendido —respondió Ivar en el mismo tono, y esta vez su sonrisa

fue sincera—. No es la primera vez que ficho por un equipo.

Jorge parpadeó y torció el cuello hacia arriba para mirarlo a los ojos.

—Genial —murmuró—. Así que hablas español… Pues que no se enteren los

periodistas, ¿eh? Cuanto menos te hagan hablar, mejor.

—Claro —rió Ivar antes de volverse hacia la prensa y sacudir la cabeza. Cruzó

los brazos sobre el pecho, se quitó la camisa con movimientos rápidos y dejó la prenda

descartada encima de la mesa.

El súbito silencio le hizo alzar la mirada. Los periodistas lo miraban con

expresión de sorpresa, mientras los flashes parecían acelerar sus estallidos hasta

convertirse en una ráfaga inclemente de luces parpadeantes; en primera fila, la única

periodista femenina que había visto en la sala, una joven morena con un embarazo más

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que evidente bajo el vestido azul, lo observaba con los ojos muy abiertos y una sonrisa

torcida en los labios.

—Vaya —formó ella con la boca antes de enarcar una ceja. Jorge, el jefe de

prensa, se acercó todavía más a Ivar.

—Ponte la camiseta antes de que Ayuso te arranque la cabeza por dejar muda a

su mujer, anda —gruñó. Ivar lo miró de reojo.

—¿Ayuso? —preguntó en voz baja. Jorge resopló.

—El capitán de tu equipo, muchacho. Y aunque le saques media cabeza, será

mejor que no te pelees con él. Hazme caso.

—Sé quién es Ayuso —murmuró Ivar—. Pero no sabía que estuviera casado con

una periodista.

Jorge le dio una breve palmadita en el antebrazo. —Ya. Pues ya ves, lo que son

las cosas. Vístete, ¿eh? No empecemos jodiendo. —Negó con la cabeza y suspiró—.

Nórdicos. En pleno invierno, y ahí, a cuerpo. Hay que joderse.

—No hace frío —sonrió Ivar al fin, extendiendo la camiseta para pasársela por

la cabeza. Jorge volvió a resoplar.

—La gente normal se la pone encima de la ropa, ¿sabes? Total, sólo es para una

foto —dijo, lanzando una rápida mirada en dirección a la multitud de periodistas antes

de dar un brusco tirón a la camiseta de Ivar para ocultar su estómago desnudo—. Y más

en enero, coño. Y más si en primera fila está Martita García.

—¿Es peligrosa? —inquirió Ivar, desconcertado.

—No, joder. El que es peligroso es Ayuso. Que puede ser todo lo calmado y

todo lo tranquilo que quiera, pero como alguien mire a Martita más de dos veces se

convierte en Hannibal Lecter después de dos semanas a base de la dieta de la alcachofa.

—Oh. —Ivar hizo una mueca mientras su mente trabajaba furiosamente para

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traducir algunas de las frases que Jorge le había dirigido, y de las cuales no creía haber

captado el sentido adecuado. Se encogió de hombros y accedió finalmente a estrechar la

mano del presidente, que llevaba unos minutos sin saber muy bien dónde meterse el

apéndice que había quedado flotando en el aire entre ambos. Tratando por todos los

medios de ignorar la mirada fija de la joven periodista embarazada, posó los ojos en un

lugar indeterminado en el centro de la sala y sonrió ampliamente, dejando que las

cámaras de fotos y televisión recogieran su gesto de felicidad suprema junto al gesto de

éxtasis de José Luis Pérez Carmona.

—Me temo que Mónica está en lo cierto, Carlos —dijo Adolfo al otro lado de la línea.

Carlos maldijo entre dientes y metió una marcha más con gesto brusco. Nada

más salir de casa de su madre había llamado al abogado de la familia, para asegurarse

de que ella no estaba jugando de farol.

—Vamos, no me jodas —gruñó.

—¿Qué más te da, chico? Sé práctico. Ve a ver a esa nena, ponle un anillo en el

dedo, y deja a tu madre contenta. Y después, sigue la tradición familiar.

—Ni de coña. Yo no me caso, Adolfo, me lo prohíbe mi religión.

Adolfo soltó una risita sardónica. —Sí, bueno, supongo que tu religión también

te impide dejar de conducir tu Porche y mudarte de tu cómoda casita en las afueras para

ir a parar a algún lúgubre apartamento del centro.

—A ver, calma y tranquilidad. Tengo mi propio dinero, ¿no? Acciones,

fondos…

—Y con tu estilo de vida, te durarán un par de años, con suerte, y eso si te

administras —respondió Adolfo en tono práctico—. Esta vez te ha jodido bien, chico.

Carlos volvió a maldecir. —Joder. Igual… se le olvida. O no hablaba muy en

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serio… —comentó en tono esperanzado.

—Sí, vale. Si no fuera porque lleva intentando que sientes la cabeza desde que

saliste de la facultad… Pues igual.

Carlos suspiró. —Vale, ya lo pensaré. Tú échale un ojo al testamento de mi

padre, a ver si puedes hacer algo. Cualquier cosa, me llamas.

Adolfo colgó después de prometerle que haría lo que estuviera en su mano,

ignorando alegremente el conflicto de intereses. Algo que Carlos ya esperaba. El

abogado estaba casi tan hasta los cojones de Mónica como él.

Joder… Las cosas se iban a poner realmente feas como no encontrara una salida.

Siempre podía decirle a su madre que Lina se negaba a casarse con él, pero Mónica era

más que capaz de comprobar por sí misma esa afirmación, y Carlos se fiaba muy poco

de que la respuesta de Lina fuera un rotundo no, teniendo en cuenta las muchas picadas

que le había estado soltando desde que accediera a echarle una mano hacía ahora lo que

parecía una eternidad.

Si se enteraba, se iba a partir el culo de risa con esto.

Las instalaciones del estadio Osvaldo Menzibalázazu eran mucho más impresionantes

de lo que Ivar estaba dispuesto a admitir. Se notaba que hacía menos de un lustro que

habían invertido mucho dinero en modernizarlas: aunque la distribución de las oficinas,

vestuarios y demás dependencias le recordaba dolorosamente al estilo soviético al que

se había acostumbrado después de pasar varios años jugando en el centro de Europa, los

suelos, paredes, techo y decoración mostraban un diseño mucho más moderno, en

ocasiones casi futurista, aséptico en las dependencias deportivas y cálido y confortable

en las oficinas y despachos de la parte administrativa. Esa mezcla de historia y

modernidad era la bandera que el equipo ondeaba ante el mundo, y que, unida a la

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inmensa cantidad de trofeos que cogían polvo en una sala del tamaño de un museo

habilitada para ello, le habían valido el título de Club del Milenio.

Svein había desaparecido hacía cerca de media hora, tragado por la implacable

marea de directivos trajeados que, obviamente, se sentían más cómodos tratando con un

hombre de negocios de estatura media que con un futbolista que tenía que doblarse

sobre sí mismo para hablar con ellos. Su representante parecía haberse aclimatado a una

velocidad inhumana a la vida española, a juzgar por su apresurada despedida tras la

rueda de prensa, “Me voy a tomarme uno de esos ‘vinitos’ que dicen éstos, Ivar”, y se

había largado con viento fresco rodeado por la decena de Hombres de Negro que reían

animadamente cada vez que Svein intentaba hacerse entender por ellos y esbozaban

sonrisas nerviosas cuando era Ivar el que trataba de hablar con ellos. Era evidente que

para ellos los futbolistas sólo eran un medio de hacer dinero, y que un futbolista

desmesuradamente alto, desmesuradamente rubio y desmesuradamente caro sólo era

una forma de ocupar los titulares de los periódicos del día dos de enero y, o eso

esperaban, de los de todos los lunes, en cuanto empezase a marcar una desmesurada

cantidad de goles.

Por mí, perfecto, pensó animadamente mientras seguía a Jorge, el jefe de prensa,

por los pasillos desiertos del estadio. A Ivar también le ponían nervioso los hombres de

negocios, los directivos, los presidentes y, en general, todos aquellos que no tironeaban

de sus corbatas cada cinco minutos. Para él, un hombre que se sintiera cómodo vestido

de traje era una amenaza, con la única excepción de Svein, a quien había conocido

cuando todavía vestían ambos pantalones vaqueros y jerseys llenos de pelotillas.

Jorge también vestía traje de chaqueta y corbata, pero el color gris claro del suyo

era, en cierto modo, tranquilizador. Y también su sonrisa, medio divertida medio

irónica, y los exabruptos que intercalaba en todas las frases y que Ivar estaba

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convencido de que jamás encontraría en un método rápido para aprender español.

—Y ésta es la sala de rehabilitación —decía Jorge, guiándolo hacia el interior de

una enorme habitación tan inmaculadamente blanca como la enfermería que acababa de

enseñarle. Ivar asintió, aburrido, mientras fingía estudiar con interés las conocidas

formas de las bicicletas estáticas que se alineaban en el centro de la estancia. Bajo la

ventana había un número indeterminado de colchonetas apiladas cuidadosamente; junto

a la pared de la derecha había una hilera de camillas cubiertas por sábanas blancas. En

una de esas camillas se sentaba un hombre, balanceando con gesto ausente los pies que

colgaban en el aire, mientras observaba con atención a otro hombre que pedaleaba

tranquilamente en una de las bicicletas—. Ya sabes —susurró Jorge en tono

confidencial—, la sala de rehabilitación —insistió, con un guiño divertido.

Ivar enarcó una ceja. —Ah —murmuró—. Ah —repitió, abriendo mucho los

ojos—. Eh… aquí fue donde…

—Exacto —asintió Jorge, risueño—. Puedo darte todos los detalles que quieras,

pero delante de la prensa siempre lo negamos todo, ¿entendido? Esto queda dentro del

equipo.

—Claro —respondió Ivar en un murmullo, estudiando con más atención la sala.

De modo que allí había sido donde tres de sus futuros compañeros de equipo habían

matado a una fisioterapeuta… Los rumores habían corrido como la pólvora por toda

Europa, y de hecho algunos de sus antiguos compañeros del Aspirinen de Munich se

habían despedido de él tras su fichaje por el club español deseándole una inmediata

lesión que le llevase directamente a las garras de una de esas fisioterapeutas de mente

abierta que desarrollaban su carrera profesional en el que, ya, era “su” equipo.

—Deja de contarle cuentos, Jorge —sonrió el hombre sentado en la camilla,

bajando de un salto y dirigiéndose hacia ellos con paso rápido. Ivar le calculó unos

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veinticinco años, aproximadamente la misma edad que él mismo; más alto que Jorge y

que Svein, su cabeza alcanzaría aproximadamente la altura de la oreja de Ivar, lo cual

no era decir poco teniendo en cuenta que Ivar era alto incluso para la media de Suecia;

tenía el pelo castaño oscuro revuelto y los ojos grandes, también oscuros, fijos en él. Su

mirada era tranquila, casi relajante, pero en sus pupilas brillaba algo que Ivar tomó por

diversión.

—¿Prefieres contárselo tú, Ayuso? —replicó Jorge animadamente. Se giró hacia

Ivar—. Él es Javier Ayuso, el capitán y portero del equipo.

—Ya —asintió Ivar, devolviéndole una sonrisa vacilante.

—Ivar Carlsson, ¿eh? —saludó Ayuso extendiendo la mano hacia él. Ivar se la

estrechó—. No hagas ni caso de lo que te diga Jorge. Siempre ha sido un histérico, y si

no tienes cuidado, conseguirá que te pongas histérico tú también.

—¿Qué significa “histérico”? —preguntó Ivar, titubeante. La sonrisa de Ayuso

se ensanchó. Abrió la boca para responder, pero Jorge se le adelantó, posando una mano

en el antebrazo de Ivar.

—Significa “guapo, elegante y con clase”, por supuesto —dijo alegremente—.

Ayuso, tengo que irme… ¿Te importa hacerte cargo de Carlsson un ratito? Su

representante se ha ido con los directivos a tomar unos vinos.

—¿Has visto a Marta? —inquirió Ayuso en vez de contestar. Jorge asintió.

—Yo la he visto, y ella ha visto a Carlsson —rió, burlón—. El chaval se ha

quitado la camiseta en mitad de la rueda de prensa. La cara de tu mujer ha sido todo un

poema.

Ayuso enarcó una ceja y miró a Ivar de arriba abajo. Se aclaró la garganta, y su

cara se convirtió en una máscara plácida y sosegada que, Ivar estaba seguro, era falsa.

—Es normal, teniendo en cuenta que tiene todas las hormonas descontroladas —

Page 21: El rey de las narices

contestó tranquilamente—. Las mujeres embarazadas tienen unas reacciones muy

extrañas, a veces…

—Ya. Y el hecho de que aquí el sueco haya sido portada del PlayBuddie cinco

veces no influye en absoluto —rió Jorge antes de alargar una mano para darle a Ayuso

una palmadita juguetona en la mejilla—. Menos mal que ya te encargarás tú de curarle

el sofoco a la hora de la siesta, ¿eh?

—Sí —respondió Ayuso, lacónico—. ¿Hace mucho que se ha ido?

—Una media hora. Me ha dicho que, si te veía, te dijera que a las dos tiene que

entrar en el informativo.

—Vale. —Ayuso miró a Ivar y se esforzó por volver a sonreír—. De acuerdo,

me haré cargo del sueco hasta las dos. Pero a la hora de la comida es todo tuyo,

¿entendido? Que no tengo ganas de pasarme el día de Año Nuevo de niñera.

—Oye, que estoy aquí delante —gruñó Ivar, repentinamente enojado.

—No te lo tomes como algo personal. —Jorge esbozó una sonrisa malvada—.

Ayuso tiene ganas de disfrutar de su mujercita antes de tener que ser una niñera a

tiempo completo. Bueno, me voy —añadió, dirigiendo un gesto de saludo hacia el

hombre que pedaleaba furiosamente en la bicicleta estática—. Roberto, no sé yo si eso

es lo mejor para la resaca…

—Eliminar toxinas —gruñó el hombre, a quien Ivar finalmente reconoció como

el delantero centro del club, cuyo puesto iba a ocupar él, desplazando al español hacia la

banda derecha.

—Lo que tú digas. Venga, Feliz Año Nuevo, y todo eso. —Jorge se despidió con

la mano antes de salir a toda prisa por la puerta entreabierta, dejando a Ivar a solas con

dos de los jugadores que iban a compartir vestuario con él y que, si los rumores eran

ciertos, habían matado en aquella misma sala a una mujer a base de sexo hacía menos

Page 22: El rey de las narices

de un año.

El imbécil que había programado el sistema de calefacción, lleno de buena voluntad,

había decidido que, dado que en un hospital todo el mundo viste manga corta y pijamas

ligeros de hilo, la temperatura tenía que aproximarse a la del Sahara en verano.

Normalmente, su cuerpo adaptado al ese calor infernal solía ser capaz de obviarlo y

seguir trabajando en lo que cualquier representante sindical habría descrito, perpetrando

alegremente el criterio de los nobles académicos de la lengua, como “condiciones de

penosidad”. Pero desde la conversación con su madre su humor no había hecho sino

empeorar más y más a medida que pasaban las horas, y en este instante estaba más

próximo a empuñar una motosierra que el escalpelo que Sara, aún bajo los efectos de la

celebración del Año Nuevo, no acertaba a pasarle.

—Joder, nena, ¿me quieres pasar el puto escalpelo de una puta vez? ¿Dónde

cojones te dieron el título? ¿En una puta feria? —gritó.

Pedro y Sara lo miraron como si los extraterrestres acabaran de aterrizar en el

planeta y hubieran dejado una vaina pegajosa de la que había salido este ser extraño que

llevaba la cara y el cuerpo del auténtico jefe. Carlos tenía mala hostia, sí, pero rara vez

se dirigía a ellos con algo que no fuera una cortesía exquisita o su habitual tono de

burla. En los tres años que Pedro llevaba trabajando con él, jamás le había escuchado

una palabra más alta que otra. Al menos, dirigida contra aquellos que trabajaban bajo

sus órdenes.

Incapaz de controlar su mal humor, Carlos gruñó, miró la bandeja con el

instrumental y tomó él mismo lo que necesitaba, mascullando alguna grosería entre

dientes que afectó a Sara mucho más de lo que quería demostrar. Sus ojos se

ensombrecieron al momento y su labio inferior comenzó a temblar. Carlos la miró y

Page 23: El rey de las narices

suspiró. Su genio se escondió en un rincón de su mente, apagado por las lágrimas que

ella se esforzaba por no derramar.

—Lo siento, preciosa. Perdona —murmuró, contrito—. No va contigo, ¿vale?

Ella se encogió de hombros, reprimiendo un sollozo. —Vale —respondió con un

hilo de voz.

Carlos se pasó el antebrazo por los ojos, maldiciendo entre dientes.

—¿Por qué no descansas un poco? Ve a tomar un café y vuelve dentro de un

rato. Nos apañaremos sin ti, ¿verdad, Pedro?

Pedro asintió lentamente, los ojos fijos en su jefe, como si pudiera leer la causa

de su mal humor con la mirada.

—Lo siento —susurró ella—, yo no quería…

—No te disculpes, cariño, por favor. Mira… —Le acarició la mejilla con el

dorso de su mano enguantada—.Tráeme algo con mucha glucosa, y cuando vuelvas me

dices “hola, jefe”, y todo arreglado.

Ella se las arregló para esbozar una sonrisita. —Vale… jefe.

—Ñam —dijo Carlos, recuperando su sempiterna sonrisa socarrona.

Sara rió brevemente y salió de la Morgue con sus andares bamboleantes y

tentadores. Los dos hombres la siguieron con la mirada y, cuando las puertas dejaron de

agitarse, Carlos bajó la vista y se concentró en el trabajo intentando esquivar los ojos de

Pedro, clavados en él como dos puñales.

—Si se tratara de otro, le diría que echara un polvo, pero viniendo de ti no tengo

ni puta idea de a qué viene esa mala hostia.

—Tú sigue robándome los consejos médicos, y te denunciaré por intrusismo

profesional, o cualquier mierda de ésas —replicó Carlos, esforzándose por componer un

tono alegre.

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Pedro rió entre dientes. —Son muchos años trabajando contigo, y todo se pega

—sonrió—. En serio, Carlos, ¿qué cojones te pasa? ¿Es por Lina? ¿Te está tocando los

huevos con los trillizos?

—Ojala fuera sólo eso —resopló Carlos. Dejó el escalpelo sobre la bandeja,

apoyó las manos en la camilla, y suspiró. Vale, desahogarse no le vendría mal—. No. Es

que vengo de “Chez Monteferro” —empezó con tono sarcástico.

Pedro enarcó las cejas. Conocía lo bastante bien a Carlos como para saber que la

relación que lo unía a su familia no podía clasificarse precisamente como “amor

fraternal”. Dejó escapar un breve silbido.

—Pues Cruella DeVil ha debido tocarte bien los huevos esta vez para que estés

de ese humor —comentó—. Normalmente se te pasa después de la segunda cerveza. O

del primer polvo. Y como en tu casa siempre hay cervezas, y Ana ya se ha cruzado con

Belén en los pasillos, pues…

—Me ha amenazado con cerrarme el grifo si no me caso —dijo Carlos en un

susurro, tras un instante de vacilación.

Los ojos de Pedro se abrieron de par en par, y su boca dibujó una “O” perfecta.

—¿En serio? —Carlos asintió. Pedro sacudió la cabeza, abrió aun más los ojos,

hasta que su jefe pensó que se saldrían de sus órbitas, y tras un segundo rompió a reír a

carcajadas—. Vamos, no me jodas.

Las carcajadas sacudieron su cuerpo flaco con tal intensidad que tuvo que

alejarse de la mesa y dejarse caer en la silla del pequeño despacho, incapaz de

detenerse. Carlos lo miró con abierta animadversión mientras su colega balbuceaba

incoherencias que incluían muchos tacos, y muchos “casarse”.

—A mí no me hace puta gracia, joder —masculló por fin—. He hablado con

Adolfo, y la cosa está jodida.

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—Vale —dijo Pedro, enjugándose las lágrimas—. Calma y tranquilidad. Tu

madre lleva intentando que te pongas un anillo en el dedo desde que cumpliste la

mayoría de edad. Basta con que sigas haciéndoles a las candidatas lo que quiera que

hayas estado haciéndoles hasta ahora —concluyó con una risita.

—Claro, qué fácil. Si no fuera porque se ha enterado de lo de los trillizos y

quiere que me case con Lina…

La risa de Pedro murió en sus labios y miró a Carlos con algo muy cercano a la

conmiseración. —Estás jodido —sentenció.

La única “novia” que había tenido en su vida, Nora —que le dejó cuando las portadas

de las revistas empezaron a mostrar más partes de Ivar de las que ella conocía—, decía

que estaba obsesionado con la estatura de la gente. Era una de las muchas cosas que le

recriminaba: el hecho de que lo primero en lo que se fijaba cuando conocía a alguien

fuera su altura. Claro, pensaba Ivar, rencoroso, Nora podía decir eso porque con su

metro setenta nunca había tenido la sensación de ser más alta que toda la Selección

Sueca de Baloncesto, suplentes incluidos. Ivar, por el contrario, sólo se sentía cómodo

cuando eran los baloncestistas los que lo rodeaban, y a veces ni eso. Por eso había

hecho más amigos en el combinado nacional de baloncesto que en el de fútbol, cuyos

componentes, con la excepción de Ivar, no pasaban del uno ochenta y cinco en el mejor

de los casos.

Incluso en Suecia, Ivar era un hombre alto para la media. Había logrado vencer

la tentación de ir encorvado después de una intensa charla con su padre, un prestigioso

cirujano plástico de Västervik, que le había amenazado con cortarle las piernas si seguía

intentando aparentar ser más bajo de lo que era. Y después, cortarle lo que le

diferenciaba de las mujeres, para que su hijo tuviera un cuerpo acorde con “su futura

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estatura”. Einar Carlsson era muy capaz de cumplir su amenaza, e Ivar no había querido

comprobar si su padre prefería tener un hijo discapacitado y eunuco antes que un hijo

encorvado.

Sin embargo, nunca había abandonado su otro vicio, ése que Nora le echaba en

cara. Por eso, y pese a la mirada suspicaz que le dirigía en esos momentos, debida

probablemente al “incidente” de la rueda de prensa, no pudo evitar sentir una oleada de

simpatía hacia Javier Ayuso, uno de los pocos hombres que había visto desde que su

avión aterrizó en el aeropuerto de Parchises a los que podía mirar a los ojos sin

inclinarse como un cortesano de Versalles.

Javier Ayuso pareció decidir de repente que Ivar no suponía una amenaza para

su matrimonio, y su expresión cambió cuando esbozó una amplia sonrisa.

—Bien —dijo, dirigiéndose de nuevo hacia la camilla donde había estado

sentado para coger una cazadora de aspecto usado, tal vez una prenda que había

conseguido hacer cómoda a base de ponérsela y que ahora se resistía a abandonar pese a

su evidente deterioro y a que, teniendo en cuenta quién era, no era precisamente el

dinero para comprarse una nueva lo que le faltaba—. No hagas ni caso de lo que te diga

Jorge, ¿eh? —Cogió la cazadora y se la echó al hombro—. Antes era un puto histérico,

y no, no estoy diciendo que sea guapo, pero hace unos meses le dio un ataque de pánico

y desde entonces está a tres Lexatines diarios. Y no tienes ni idea de lo que los

ansiolíticos pueden hacerle a un tío como él. Ríete del Doctor Maligno. Un puto

aficionado, a su lado.

Ivar parpadeó antes de sonreír, titubeante. —No he entendido ni la mitad de lo

que has dicho —contestó con lentitud—. Pero creo que quieres decir que ignore a Jorge

cuando me interese, ¿verdad?

—Sí, algo así —asintió Ayuso—. O mejor, ignóralo siempre. Te ahorrarás

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muchos disgustos, créeme.

—Lo que no sé es cómo le aguantas —gruñó el hombre que pedaleaba en la

bicicleta estática, Roberto. Ayuso se volvió hacia él.

—Porque es el jefe de prensa del equipo, porque es el que manda cuando se trata

de hablar con los periodistas, porque soy yo el que tiene que hablar con los periodistas,

y porque me siento responsable, en cierto modo. —Ayuso se encogió de hombros—.

Fue por mi culpa que aquel día acabó en el hospital con una pastilla debajo de la lengua.

—Le habría pasado de todas formas —dijo Roberto. Se bajó de la bicicleta,

cuyos pedales siguieron girando alocadamente, obedeciendo la orden terminante de la

Inercia—. Bueno, yo me abro. No tengo ni puta gana de verle la jeta aquí al vikingo.

Ayuso frunció el ceño. —Mira que puedes llegar a ser imbécil, ¿eh, Roberto? —

dijo en voz baja, tanto que Ivar tuvo que esforzarse para oírle.

—Sí, vale. Lo que tú digas. —Roberto dirigió una mueca a Ivar antes de

dirigirse hacia la puerta con paso rápido, abrirla con un fuerte empujón y salir al pasillo

sin molestarse en despedirse.

Ayuso suspiró.

—No le hagas caso —dijo—. Se le ha metido en la cabeza que vienes a quitarle

el puesto, y Roberto puede ser un idiota rencoroso cuando quiere… Normalmente sólo

es un idiota —sonrió. Ivar le devolvió el gesto.

—Creía que íbamos a jugar juntos —contestó.

—Y así es, al menos en teoría. Pero más vale que te hagas amigo de Manu y de

Valverde —rió—, porque si esperas un balón de Roberto, vas a acabar echándote un

tute con el portero del equipo contrario de puro aburrimiento.

—Tute —repitió Ivar. Ayuso puso los ojos en blanco.

—Ya te enseñaré a jugar a las cartas otro día. ¿Quieres seguir viendo el estadio?

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—ofreció animadamente. Ivar se encogió de hombros.

—Ya casi me lo he recorrido dos veces. Pensaba pedirle a Jorge que me llevase

a tomar una coca-loca —contestó, mirando al guardameta, esperanzado. Ayuso rió.

—Ya. Se preocupan mucho por enseñarle tu cara a las teles, pero ni siquiera se

les ocurre que puedas estar cansado después de viajar desde Alemania un uno de enero,

¿eh? —Señaló la puerta con un gesto de cabeza—. Vamos. La cafetería está cerrada,

pero conozco al de mantenimiento. —Le guiñó el ojo—. También te interesaría hacerte

amigo de él. Nunca sabes cuándo te puede venir bien conocer al que tiene la llave

maestra —rió quedamente, dejando a Ivar completamente fuera de juego.

Sara abrió la puerta de la Morgue y, con una sonrisa traviesa, le tendió a Carlos un par

de donuts precariamente envueltos en una servilleta de papel. Él se arrancó los guantes

antes de aceptarlos con un guiño agradecido, mientras Pedro levantaba el auricular

teléfono que acababa de dejar escuchar su irritante timbre desde la mesa del despacho.

—Gracias, nena —dijo, antes de dar un mordisco que hizo que la mitad de uno

de los donuts desapareciera en su boca.

—De nada, jefe —respondió ella, sonriendo con picardía.

Tragó apresuradamente y le dedicó la más malintencionada de sus sonrisas.

—Estás jugando con fuego, muñeca.

—Joder, joder, joder —masculló Pedro, mirando el auricular que acababa de

colgar como si quisiera estrangularlo—. Chicos, formalidad: el gran jefe viene para

aquí.

Carlos dejó escapar un gemido. Pero, ¿por qué coño cuando rogaba por un día

tranquilo siempre pasaba algo? ¿Qué cojones había hecho para…? Vale, mejor será

obviar el tema, que nadie responda a eso, muchas gracias. Empezó a considerar la

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posibilidad de que realmente hubiera un Dios ahí arriba. Un Dios que, sin lugar a dudas,

le tenía una manía espantosa.

—Vamos, no me jodas —masculló Carlos—. ¿Y qué coño le pasa?

—Pues que en breve va a entrar un VIP por la puerta. José Manuel Gándara.

Carlos enarcó las cejas. —¿El rey del ladrillo? —Se encogió de hombros—.

Vale, ¿y qué? Llevo años esperando tenerlo como cliente. Si alguien tenía todas las

papeletas para el sorteo de un infarto, ése era él. Lo raro es que no haya venido antes.

Su colega lo miró con una curiosa mezcla de ironía y aprensión. Poco a poco,

una sonrisa malévola se fue abriendo paso en su rostro. Carlos cerró los ojos y rezó para

que se lo tragara la tierra. Iba a ser uno de esos casos. Lo sabía. Otro de esos putos

casos.

—Suéltalo ya, Pedro —masculló.

—A ver cómo te lo cuento. Digamos que el óbito le sobrevino cuando recibía las

cariñosas atenciones de una bella hetaira —sonrió maliciosamente. El exabrupto de

Carlos incluso consiguió que su colega, más que habituado a su mala lengua, enarcara

las cejas. Sara se acercó a ellos, mostrando una expresión confusa.

—¿Que el qué le sobrevino dónde?

—Que la palmó follándose a una puta, nena —tradujo Carlos, apretándose el

puente de la nariz, mientras su rostro se contraía en una mueca de dolor—. Joder, joder,

joder. ¿Por qué todas estas mierdas terminan siempre en mi puta Morgue? —Se volvió

hacia su colega, que se había puesto en pie y escudriñaba el pasillo a través de las

pequeñas ventanas circulares encajadas en las puertas abatibles—. Pedro, recuérdame

que llame a Ayuso y le parta la cara, ¿vale?

—Recuérdame tú que te ayude —masculló Pedro, señalando el cristal del

ventanuco—. Ahí viene el jefe. Y no parece de muy buen humor.

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Bajo la fachada plácida y de seguridad en sí mismo, Javier Ayuso resultó ser un hombre

alegre, divertido y, por lo que Ivar pudo adivinar en las casi dos horas que compartieron

en la cafetería desierta del estadio, feliz. En su mirada de ojos oscuros no parecía

esconderse ni pizca de la malicia o el egocentrismo que solía empañar la mirada de

algunos de los compañeros de vestuario que Ivar había tenido a lo largo de su carrera

profesional, y que acababan endiosados por la atención del público y de los medios de

comunicación, perdían la perspectiva de sus propias vidas y, cuando llegaban a la

treintena y su declive físico llevaba inevitablemente al declive de su carrera, se

enfrentaban al olvido con rabia, envidia, negación de la realidad o incluso cayendo en

cualquier vicio que les hiciera olvidar, siquiera por un momento, que habían sido unos

dioses y pronto serían un simple recuerdo.

Ayuso no parecía de ese tipo de hombres. Uno de los jugadores más aclamados

de la Liga española, adorado por los amantes del fútbol en toda Europa y reconocido

como uno de los mejores porteros de la historia del Deporte Rey, Javier Ayuso era un

joven agradable, risueño incluso, que acogió a Ivar como si fuera un amigo perdido de

la infancia y le hizo sentirse cómodo desde el primer momento, pese a que tuvieron un

par de malentendidos idiomáticos que acabaron en una serie de carcajadas para las que

ninguno de los dos necesitó subtítulos.

—¿Y tienes dónde quedarte? —preguntó Ayuso, sentado sobre la barra de la

cafetería que acababa de saltar para aprovisionarse de dos latas de coca-loca y dejar

sobre la máquina registradora un manoseado billete de cinco euros.

—¿Para vivir, dices? —inquirió Ivar, que empezaba a cogerle el truco a las

frases retorcidas, manipuladas, tergiversadas y deconstruídas que utilizaban los

españoles para preguntar las cosas más sencillas—. Sí, tengo casa.

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—¿Tuya? —Ayuso abrió la lata con una mirada escéptica—. Pues sí que te has

dado prisa, joder… Hace veinticuatro horas ni sabías que ibas a firmar con el equipo, y

ya tienes un patrimonio, pagas tus impuestos y eres un pilar de la sociedad española y

candidato al título de Hijo Predilecto del Ayuntamiento. Y seguro que hasta estás ya

encabronado aquí. Empadronado, quiero decir —rió.

Ivar sonrió. —Ya sabes que el dinero hace milagros —contestó—. Pero ya

estuve buscando la semana pasada. No quería… eh… ¿Cómo se dice? ¿Que me tirara al

moro?

—Que te pillara el toro —corrigió Ayuso con una carcajada.

—Toro, eso. —Ivar puso los ojos en blanco—. Hay que ver el cariño que tenéis

en este país a esos bichos. Pues no son feos ni nada.

—Shhhh, calla —susurró Ayuso, fingiendo mirar a su alrededor por si alguien

les estaba escuchando—. No sea que te oigan los de la Federación Taurina, los

Empresarios de San Casildo, los Rejoneros Unidos o la Asociación Protectora de

Animales Con Cuernos. Mañana ya vas a ser portada: no quieras acumular titulares tan

seguidos. Ya te cansarás, ya —vaticinó, sombrío.

—He salido en muchos periódicos —se encogió de hombros Ivar, abriendo su

tercera lata de coca-loca.

—Ya, pero no en España. Los periodistas españoles son una raza aparte, chaval.

Aquí hacen del doble sentido un arte. —Ayuso bajó de un salto de la barra y se acodó

con gesto indolente sobre la superficie de aglomerado.

—Creía que estabas casado con una periodista —dijo Ivar, titubeante. Lo que

menos le apetecía era recordarle a Ayuso el incidente de la rueda de prensa, pero su

curiosidad podía más que su instinto de supervivencia.

En vez de enfadarse, Ayuso esbozó una sonrisa torcida. —Pues por eso lo digo.

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Conozco al enemigo, y sé lo implacable que puede llegar a ser, si entiendes lo que

quiero decir. —Le guiñó un ojo, e Ivar no pudo evitar sonreír al comprender que, dijera

lo que dijese, Javier Ayuso estaba bien contento con su periodista. En todos los

sentidos.

—¿Cuánto tiempo llevas casado? —preguntó, curioso.

—Dos semanas. —Ayuso bebió un trago de coca-loca fingiendo indiferencia.

Mal, por cierto: como actor, desde luego, no se habría ganado la vida tan bien como

parando goles.

—¿Y en dos semanas conoces al enemigo? —Ivar enarcó las cejas, escéptico.

Ayuso chasqueó la lengua.

—Por lo que ha dicho Jorge, has visto a mi mujer en la rueda de prensa. —Ivar

asintió—. Te aseguro que esa tripa no le viene de serie, ni está mala del estómago, ni

tiene gases, ni se ha pasado con el turrón en la cena de Nochebuena. Llevo dos semanas

casado con ella, pero la conozco desde hace unos cuantos meses más. —Su sonrisa

procaz hizo reír a Ivar—. Es igual —desechó Ayuso—, hace años que me enfrento a

una jauría de periodistas prácticamente a diario. Les conozco, créeme. Aunque ahora les

conozco un poco más a fondo —rió animadamente, e Ivar comprendió que el gusto de

los españoles por los dobles sentidos y por los significados implícitos, sobre todo los de

cariz sexual, no se limitaba a los profesionales de los medios de comunicación.

Nota mental: aprender a hablar de sexo sin decirlo directamente.

Ayuso dejó la lata sobre la barra y se remangó la camisa para mirar el reloj de

pulsera que llevaba abrochado en la muñeca izquierda.

—Hablando de periodistas —murmuró—, tengo que ir a buscar a Marta. Que

desde que le roza el estómago con el volante se niega a conducir —dijo para sí—. Si lo

llego a saber, le contrato un chófer. O, mejor, si lo llego a saber, meto la caja de

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condones debajo de la almohada. De todas las almohadas. Condones repartidos por toda

la casa, Javi —gruñó. Ivar apartó la mirada, incómodo. Ayuso alzó la vista y sonrió al

ver su azoramiento, pero no dijo nada.

Nota mental dos: el sexo en España no es algo íntimo.

—Me voy, chico sueco. —Ayuso cogió la cazadora y se la colgó del hombro—.

¿Quieres que te lleve a alguna parte?

—No —respondió Ivar, mirando a su alrededor sin saber muy bien qué se

suponía que tenía que hacer después—. Tengo que… Voy a esperar a Svein.

—Pues ármate de paciencia —rió Ayuso—. Si se ha ido de vinos, igual vuelve

mañana. Y borracho como una mona.

Ivar se encogió de hombros. —Bueno —dijo—, iré a ver el campo mientras

tanto, que todavía no lo he visto.

—Te vas a hartar de verlo —rezongó Ayuso—. Vale, tú mismo. Yo me voy, que

mi santa esposa se enfada si la hago esperar mucho. No es que esté precisamente a gusto

en su empresa. —Sacó la lengua en un gesto de fastidio—. Bien podría retirarse, coño.

No será porque yo no gane lo suficiente para mantenerla a ella y a una tribu entera de

americanos con sobrepeso.

—En Suecia las mujeres trabajan —murmuró Ivar.

—Y en España. Pero Marta sale todos los días del curro con una mala hostia de

arrancar cabezas: dime tú si no podría largarse de ese sitio y aguantar que, por un

tiempo, pague yo todas las facturas. —Puso los ojos en blanco—. Venga, vikingo,

mañana nos vemos, ¿eh? —Le propinó una palmada en el hombro—. A las nueve

entrenamos.

—A las nueve —apuntó Ivar mentalmente—. Qué tarde, ¿no?

—Horario español. Ve preparándote —respondió Ayuso—. Oh, y échate una

Page 34: El rey de las narices

siesta hoy: verás cómo en seguida te acostumbras a lo bueno. —Le guiñó el ojo una

última vez antes de dirigirse hacia la puerta de la cafetería.

Martínez-Fajardo entró en la Morgue caminando con pasos rápidos, agitando los brazos

ante sí, como alejando los invisibles fantasmas de la Sala de Autopsias. Su nerviosismo

era tal que le temblaba hasta la barba. Plantó su escaso metro setenta ante Carlos y

sacudió delante de sus narices una mano perfectamente manicurada.

—Carlos, dime que estás en condiciones para trabajar —imploró—. Dime que

no estás de resaca de Año Nuevo. O borracho —añadió tras un segundo de vacilación.

Carlos torció el gesto, y barajó por un instante la idea de responderle algo así

como “¿Borrasho, yo?”, hablando con lengua de trapo. Pero algo le decía que el director

del hospital no iba a valorar positivamente su sentido del humor, así que se limitó a

negar con la cabeza. Martínez-Fajardo dejó escapar un suspiro de alivio.

—Bien. Bien. Pues entonces ponle las pilas a tu equipo. Os lo bajarán en un

minuto. —Se dirigió a la puerta y antes de atravesarla pareció pensárselo mejor—. No la

cagues, ¿vale? Esto es una puta pesadilla. Este tío muerto, y la puta en Urgencias con un

ataque de nervios… Ataque de nervios es lo que me va a dar a mí, joder.

—Tranquilo, Manolo, que esto es fácil, ¿vale? —sonrió Carlos, apoyando una

mano tranquilizadora en el hombro de Martínez-Fajardo, cubierto por un traje que

probablemente le habría costado tanto como la paga extraordinaria de uno de sus

neurocirujanos.

El director asintió varias veces. —Vale. Vale. Estoy arriba si necesitas algo —

dijo antes de marcharse renqueando por el pasillo.

Carlos se volvió hacia sus colegas, sonriendo con expresión maliciosa.

—La puta con un ataque de histeria, ¿eh? —sonrió—. Quizá debería ir a verla y

Page 35: El rey de las narices

preguntarle qué clase de drogas han tomado. Para agilizar el análisis de tóxicos, más que

nada.

Pedro soltó una carcajada y Sara bufó ruidosamente, dándole la espalda.

Una vez más, tuvo que agradecer su previsión al haber empezado a dar clases de

español cuando el que ya era su equipo había hecho el primer contacto con Svein para

tantear la posibilidad de ficharlo: si su conocimiento del idioma hubiera sido tan

patético como el de su representante no habría logrado encontrar jamás el túnel de

vestuarios, tan absurda era la disposición interna del estadio Osvaldo Menzibalázazu.

Las tripas del edificio parecían construidas no por un arquitecto sino por un

médico especialista en el aparato digestivo: los pasillos eran los intestinos, el vestuario,

la sala de prensa y los despachos eran el bazo, el páncreas y el hígado —órganos de

distintos tamaños y formas y uso indefinido—, la sala de trofeos un apéndice hinchado

que parecía a punto de crear una peritonitis de lo atiborrada que estaba de copas y placas

y bustos y premios de lo más variopinto. Si no hubiera podido leer los carteles que

colgaban a intervalos irregulares de las paredes, el techo o las columnas que sujetaban el

edificio aquí y allá, Ivar jamás habría sido capaz de encontrar el camino al estómago, el

campo, el lugar que más ganas tenía de ver y el único que nadie había pensado en

enseñarle.

Cuando finalmente sus pies hallaron la escalera que conducía del túnel de

vestuarios hasta el terreno de juego, no pudo evitar sorprenderse al oír voces

amortiguadas que gritaban y reían y que provenían, indudablemente, del lugar hacia el

que se dirigía.

Desconcertado, salvó los pocos escalones que lo separaban de la alfombra de

césped intensamente verde y miró a su alrededor.

Page 36: El rey de las narices

Llevaba jugando al fútbol desde que era un crío de un metro de estatura. En los

últimos quince años había jugado en equipos de toda Europa, y había jugado en

América y en África; sin embargo, tenía que reconocer que el campo del estadio

Osvaldo Menzibalázazu tenía algo que no tenían los demás. No era el más grande, pese

a que sí tenía un tamaño considerable; no era el más bonito, aunque lo cierto era que las

gradas que arropaban el campo como si quisieran echarse encima de él le otorgaban

cierta calidez y cierto encanto; no era el mejor, pero su historia, su palmarés y su afición

habían empapado los asientos, los vomitorios, las porterías, el mismo césped, y le

conferían al campo una magia que, aun vacío, Ivar no pudo evitar sentir recorriendo su

columna vertebral como un escalofrío armado con un piolet.

Se preguntó cómo sería jugar en ese campo con las gradas llenas. Y su mente

aparcó la pregunta en doble fila y le formuló otra mucho más interesante, que ocupó

todo su cerebro hasta el punto de hacerle tropezar con una bolsa de deporte que alguien

había dejado abandonada detrás de uno de los banquillos. Interesada, su mente alzó una

ceja y soltó un silbido que resonó en su cráneo.

¿Quiénes son esas chavalas…?

Las risas y gritos que había oído desde el túnel de vestuarios provenían de una

veintena de gargantas situadas en la parte superior de veinte cuerpos femeninos que

correteaban sobre el césped. Ivar enarcó una ceja y siguió con la mirada a la figura más

cercana, una joven que corría por la banda, empujando el balón con los pies, vestida con

los mismos pantalones cortos y la misma camiseta que había visto vestir a Roberto un

rato antes y que, o mucho se equivocaba, o era la equipación “oficial” para los

entrenamientos del equipo. Sorprendentemente, a ella le quedaba mucho mejor que al

delantero español.

Page 37: El rey de las narices

El pasillo de urgencias estaba abarrotado de camillas, gente tosiendo y sangrando por

casi cualquier lugar imaginable y médicos novatos y nerviosos correteando de un lado

para otro acunando entre sus brazos informes y Vademecum.

Apartando de su mente con decisión los recuerdos de sus tiempos de interno,

Carlos se abrió paso por el pasillo, esquivando camillas, enfermeras y pies hasta llegar

al mostrador de Urgencias. Frunciendo el ceño con concentración, rebuscó en su mente

hasta hallar el nombre que estaba buscando.

—Noelia, preciosa —dijo a modo de saludo—. ¿Mucho curro?

Ella le dedicó una sonrisa llena de dientes. —Carlos, tú por aquí. ¿Curro? —Se

encogió de hombros—. El habitual. ¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó en un tono

que no dejaba lugar a dudas.

Carlos respondió en el mismo tono. —Seguro que sí. —Ella soltó una breve

risita—. Pero ahora lo que quiero es ver a la chica que estaba con Gándara. La han

tenido que traer los polis.

—Ah, la puta —rió Noelia—. Box cuatro.

—Gracias, nena —sonrió Carlos, dando un golpecito con el puño en el

mostrador—.Te llamo un día, ¿vale?

—Promesas, promesas —rezongó ella, siguiéndolo con la mirada—. A ver,

señora, que se ponga a la cola, joder —alcanzó a escuchar Carlos antes de perderse por

el pasillo.

Localizó la puerta del box, esperando encontrarse a un policía firmemente

plantado ante la puerta dispuesto a impedirle el paso. No le sorprendió demasiado

encontrarse a ese mismo policía tonteando con una de las enfermeras, mucho más

absorto en medir con los ojos las dimensiones de sus caderas que en vigilar a su

detenida. Sacudió la cabeza y se coló sigilosamente en el cuartucho.

Page 38: El rey de las narices

Abrió los ojos de par en par, y sintió cómo su cuerpo se ponía realmente

contento de que hubiera decidido llevarlo a ver a la chica.

Sentada en una camilla, respirando con dificultad, había un pedazo de hembra

rubia vestida con un trozo de tela de color rojo brillante que desafiaba sin reparos a la

ley de la gravedad. El escote se sostenía justo por encima del lugar donde se marcaban

sus pezones a través de la fina lycra, por un sistema que sólo podía basarse en la magia.

O quizá en las chinchetas…

La falda no alcanzaba el medio muslo, y un palmo por debajo de ella aparecían

unas medias de liga negras con un puño de encaje que acariciaba su piel de un blanco

níveo y sin mácula.

Abandonar esa visión fue un monumental halago a su cara de muñeca, tan

infantil que resultaba incongruente con ese cuerpo plenamente femenino, largo y

esbelto, repleto de suaves curvas. Los ojos azules parpadearon brevemente antes de

clavarse en él con desconfianza.

—Hola guapa. Soy Carlos —saludó amablemente—. Y tú... —dejó la frase en el

aire, esperando su respuesta.

Ella volvió a parpadear, como si no estuviera acostumbrada a ese tono suave,

casi dulce. —Astrid —respondió jadeante, con un ligero acento nórdico.

—Astrid. Bonito nombre. Dime, ¿te han dado algo para que estés más tranquila?

Ella negó con la cabeza, y Carlos puso los ojos en blanco. Claro, por supuesto.

¿A quién le importaba una puta con un ataque de pánico, cuando había una vieja con

catarro a la que atender? A alguno habría que meterle el juramento hipocrático por el

culo y sin vaselina. Putos clasistas de mierda…

—Está bien, te voy a dar una pastilla, ¿de acuerdo? Mientras, quiero que respires

hondo y despacio, con el vientre, ¿vale? —explicó, llevándose la mano al estómago,

Page 39: El rey de las narices

mostrándole el movimiento. Ella lo imitó—. Buena chica.

Hacía muchos años que ya no trabajaba en Urgencias, pero no había olvidado lo

negados que podían ser los internos, lo escaqueadas que eran las enfermeras, y lo lento

que era el protocolo. Por eso había tenido la precaución de pasar por la farmacia y

convencer a una de sus amigas de que le pasara un par de pildoritas, jurándole que más

tarde rellenaría el papeleo. Miró a su alrededor, localizó un taburete con ruedas y

asiento giratorio y lo arrastró hasta situarse frente a ella. Tomó asiento y la miró con

amabilidad. Rebuscó en su bolsillo, y colocó una de las píldoras en la mano de Astrid.

Ella la miró, confusa.

—Déjala bajo la lengua. Debería hacer efecto en unos minutos. —Astrid

obedeció, y Carlos le dedicó una sonrisa de aliento. Esperó hasta que la respiración de la

chica empezó a normalizarse y se inclinó hacia ella—. A ver, nena, tienes que echarme

una mano, ¿vale? —Ella asintió lentamente—. ¿Qué os habéis metido? ¿Coca?

¿Pastillas?

—No, nada de drogas.

Carlos enarcó las cejas.

—Nada de drogas, ¿eh? ¿Seguro?

La chica pareció casi ofendida. —Nada de drogas —repitió secamente.

—Vale, vale. Así que estabais en la cama y él…

—Él hablaba por teléfono —lo interrumpió ella. Su suave acento extranjero,

apoyado en la retaguardia por un ejército de lycra y seda, hizo que la cabeza de sus

tropas se levantara en armas, lista para el combate. Iba a inclinarse hacia delante y

cruzar los brazos sobre sus muslos, para ocultar las oscuras intenciones de su brazo

armado, cuando se encogió mentalmente de hombros. Tampoco era como si ella fuera a

asustarse, ¿no?

Page 40: El rey de las narices

—¿Por teléfono? ¿Mientras follábais? —preguntó burlón.

La cabeza de la chica se movió en un gesto negativo. —No, tampoco follamos.

—Joder, nena. Nada de drogas, nada de sexo… ¿Tú qué eres entonces? ¿Una

asistente social de incógnito? Pues recuérdame que pida ayuda a Asuntos Sociales

cuando acabemos con esto, si eso.

La chica sacudió la cabeza, se encogió de hombros y miró hacia el pequeño

bolso negro que descansaba junto a ella en la camilla. Lo agarró y lo colocó sobre sus

rodillas, buscando algo en su interior. Sus manos se movieron apartando objetos hacia

los lados del bolso, y Carlos enarcó las cejas. Lo que cabía en los bolsos de las mujeres

atentaba contra todas las leyes de la física: en unos espacios diminutos guardaban un

montón de cosas realmente grandes y todas juntas. Por una curiosa paradoja espacial, el

bolso de una nena siempre era mucho más grande en el interior que en el exterior.

La chica terminó de explorar las profundidades de su bolsa mágica y sacó un

kleenex arrugado que, al salir a trompicones, arrastró un pequeño objeto que cayó junto

a los pies de Carlos. Ella hizo ademán de recogerlo, pero él estaba mucho más cerca. Lo

miró, distraído, preguntándose de pasada para qué querría una puta una memoria flash

que anunciaba orgullosamente en pequeñas letras azules que almacenaba seis gygas. Iba

a tendérselo cuando lo giró entre sus manos y vio un logotipo que aparecía en la mitad

de las obras de la ciudad junto a una leyenda que decía: “Gándara Const. S.A”

—¿Y esto, nena? —preguntó, frunciendo el ceño.

La chica sacudió la cabeza y una expresión calculadora apareció en su rostro,

estudiando a Carlos como considerando alguna idea. Finalmente, pareció tomar una

decisión.

—Cuando vino a verme ya estaba histérico. Su cara estaba… —dudó, y colocó

las dos manos junto a sus mejillas separándolas y acercándolas.

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—¿Congestionada? —sugirió Carlos. La expresión confusa de ella le hizo buscar

otro sinónimo—. ¿Toda roja, sudando?

—Sí —asintió ella—. Se puso a hablar por teléfono, gritando no sé qué de que

los iban a pillar con… ehh… con el culo al aire, y que alguien iba detrás de él. Repetía

mucho eso. Que iban detrás de él.

Joder, joder, joder ¿En qué estabas metido, Gándara?

—Colgó y me dio ese pen-drive. Me dijo que lo guardara. Y después se llevó las

manos al pecho, y… y… —Su labio inferior empezó a temblar. Carlos posó una mano

tranquilizadora sobre su rodilla, mientras su mente trabajaba a toda velocidad.

—Vale, vale, cálmate.

Joder, estaba pasando demasiado tiempo con Ayuso y con su nena —seguía

negándose obstinadamente a llamarla “su mujer”—, porque su cabeza estaba más

dispuesta a concentrarse en la posible noticia que en la seda que sus dedos recorrían de

forma distraída.

—Así que te dio un pen-drive, ¿eh? ¿Y por qué no se lo has dado a la poli?

El rostro de ella se contrajo en una mueca de desprecio. —¿A esos idiotas? ¿Por

quién me tomas? —masculló.

—Chica lista. Pero si te llevan a comisaría, te van a registrar el bolso, así que…

—Miró el pendrive, miró las piernas de la chica, y su entrepierna tomó una decisión

apresurada por él—. ¿Qué te parece si yo me lo guardo y me llamas para que te lo

devuelva? —Ella lo consideró un segundo y finalmente asintió. Carlos sonrió, y se

metió el pendrive en el bolsillo—. Vale. Y dime…

No pudo acabar la frase. Lo interrumpió un ruido en la puerta y el chillido

histérico de una enfermera. Se volvió bruscamente a tiempo de ver como un tipo

completamente calvo y de un tamaño que podría competir con el de la Estatua de la

Page 42: El rey de las narices

Libertad sujetaba al policía por el cuello y lo apuntaba con su propia pistola.

—Dame ese puto pen-drive, zorra —gritó en dirección a Astrid, que saltó de la

camilla y se aferró a Carlos intentando escudarse tras sus hombros.

Sorprendido por el gesto, Carlos perdió el equilibrio y se resbaló de la silla.

Cayó al suelo con Astrid sobre él, y sus pies empujaron accidentalmente el taburete, que

fue a estrellarse contra las piernas del matón que caminaba amenazante hacia ellos,

arrastrando al policía junto a su costado.

Los pies del tipo se enredaron entre las patas, y trastabilló, agitando los brazos

para recuperar el equilibrio. El policía se liberó de su presa y le arrancó la pistola de un

tirón, empujándolo al suelo con saña.

Carlos se incorporó todo lo que el cuerpo de Astrid apretado contra él le

permitía, y miró al poli que esposaba al tipo con muy malos modales. El entregado

representante de la ley desplazó la vista hacia él y le sonrió abiertamente.

—Buen trabajo, doc. ¿Cómo se le ocurrió lanzarle el taburete?

Carlos estaba a punto de responder que lo único que había hecho había sido

dejarse llevar por la Ley de la Gravedad, cuando escuchó un suspiro sobre él. Volvió la

cabeza, y vio a Astrid mirándolo con algo muy cercano a la admiración. Sus ojos

bajaron hasta su escote —que sorprendentemente seguía en su lugar— y sus pechos

apretándose contra el suyo. Sintió la familiar tensión entre sus piernas, y cuando ella

dejó escapar una risita frotándose contra él, se encogió de hombros mentalmente y se

volvió hacia el poli.

—Bueno, no sé. Vi la oportunidad, y la aproveché, nada más —comentó en tono

falsamente modesto—. No es como si fuera un héroe ni nada —añadió mirando a Astrid

con su mejor representación de “sonrisa-tímida-aunque-traviesa”.

—¡Ya lo creo que sí! Se ha portado, doctor, en serio —exclamó el policía,

Page 43: El rey de las narices

levantando al tipo de un tirón.

Carlos se juró a si mismo que firmaría un cheque para el fondo benéfico de la

policía en cuanto Astrid se apartara de su cuerpo.

Sentado en el banquillo, Ivar seguía atentamente las evoluciones de las veinte jugadoras

sobre el césped del estadio. Lo que había creído una pachanga organizada por, a saber,

las novias de los jugadores, o las hermanas, o las primas, o las amigas de los directivos,

era en realidad un entrenamiento de lo que, sin lugar a dudas, era el equipo femenino del

club. Claro, idiota, se dijo, poniéndose los ojos en blanco en dirección a sí mismo.

¿Iban a prestarle el campo a las amigas así, sin más? Aparte de lo obvio, es decir, que

las chicas estaban usando el estadio como si fuera suyo y que vestían camisetas y

pantalones con el escudo del club, apenas le hizo falta un minuto para darse cuenta de

que, chicas o no, sabían lo que hacían cuando de darle patadas a un balón se trataba.

No eran suficientes para formar dos equipos completos, pero mientras observaba

el partidillo que jugaban utilizando todo el campo Ivar se dio cuenta de que llenaban el

terreno de juego como si fueran once contra once. Y jugaban bien… jugaban muy bien,

comprendió al cabo de un rato. Se sorprendió disfrutando del espectáculo como habría

disfrutado viendo la final de una Copa Galáctica: las chicas se lo tomaban en serio, y

jugaban como si las estuviera viendo medio mundo. Ivar no pudo evitar pensar que

había muchos jugadores que matarían por tener la cintura de una rubia bajita que jugaba

en la defensa del equipillo que jugaba a su derecha, o la pegada de una castaña bastante

alta que, en apenas diez minutos, le marcó dos goles a una de las dos porteras, que por

cierto tampoco se tiraba nada mal. El tercer gol que marcó la joven castaña, cinco

minutos después y desde fuera del área, entró por toda la escuadra.

Asombrado, Ivar se reclinó en el respaldo del asiento de plástico azul y cruzó los

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brazos sobre el pecho sin apartar la mirada del terreno de juego. Tuvo que sujetarse las

manos contra los costados para no ponerse a aplaudir como un idiota; sin embargo, se

vio obligado a reconocer que él mismo habría tenido que tirar cinco veces para marcar

un gol como ése, y más teniendo delante a una defensa como la rubia y a una portera

como la que en esos momentos reía animadamente mientras le tiraba el balón a la

cabeza a la delantera castaña, que correteaba por el área haciendo el avión con la cabeza

oculta bajo el borde levantado de la camiseta, mostrando una camiseta interior de color

beige que se ajustaba tanto a su cuerpo que casi parecía que estuviera tan desnuda como

los jugadores masculinos que hacían ese mismo gesto después de marcar un gol.

El partidillo duró más de media hora, que Ivar disfrutó intensamente mientras se

preguntaba por qué no había oído hablar jamás de la calidad de las futbolistas españolas,

y si las jugadoras de otros países serían como ellas. Si todas eran así, le extrañaba que

no hubiera más afición al fútbol femenino: desde luego, aquellas chicas podrían hacer

que algunos de los futbolistas que conocía, muchos, en realidad, acabasen escondiendo

la cabeza en una bolsa de plástico de pura vergüenza. O cambiándose de sexo para tener

la posibilidad de jugar con ellas.

—Hola, Martita. Tengo algo para ti, ¿te interesa?

—¿Y por qué viniendo de ti esa frase me da ganas de llamar a Javier para que te

parta la cara? —replicó ella, la sonrisa evidente en su voz.

Carlos dejó escapar una risita. —Pero qué mal pensada te has vuelto, mujer.

Debe ser una reacción alérgica al oro. Por tu bien, sácate ese anillo y ven a verme.

Puedo recetarte alguna cosa —sugirió en tono malicioso.

—Ja, ja. Muy gracioso. Buen intento. Y además de meterte con mi estado civil,

¿querías algo?

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—Pues sí. Escucha, acabo de salir de comisaría y…

—¿Qué has hecho esta vez? —lo interrumpió Marta en tono agotado.

—Eh, muñeca, que estás hablando con un héroe. —Carlos llevó la mano al

bolsillo de su chaquetón para asegurarse de que el teléfono de la agradecida Astrid

seguía ahí, garabateado en un kleenex arrugado—. Que a mí sólo me detienen cuando

voy con tu chico, que lo sepas.

—¿Héroe? —La voz de Marta sonaba tan escéptica como una voz deformada

por un teléfono puede llegar a sonar.

—Sí, un héroe. Pero de los auténticos. De esos de capa y espada. Bueno, de bata

y taburete, en este caso —replicó Carlos alegremente—. Pero no hace falta que te

arrojes a mis pies ni nada, sólo cumplía con mi deber de buen ciudadano. Eso sí, si vas a

hacerlo de todos modos, que no se entere el cachorro, ¿eh, Martita, guapa? Que le tengo

cariño a mi cara.

—Carlos… ¿Ya has estado bebiendo? —preguntó ella en tono de reproche.

Carlos rió entre dientes. —No, es temprano hasta para mí. O demasiado tarde,

según se mire. A ver, ¿quieres escuchar la historia, o no?

—¿Tengo otra opción?

—En realidad, no. Adivina quién ha entrado hoy en mi Morgue. No, deja, no lo

adivines, ya te lo digo yo: José Manuel Gándara.

—¿El constructor? —preguntó Marta, sólo ligeramente interesada.

Carlos desgranó la historia desde el momento en que Martínez-Fajardo había

entrado en la Sala de Autopsias hasta el instante en que Astrid le había dado su número

de teléfono antes de declarar en comisaría. Aunque evitó incluir cualquier referencia a la

ayuda providencial de las leyes de la física a la hora de atrapar al “malo”, como lo

llamaría ella. Marta adornó el relato con varios “ajá” y “hum”, que se convirtieron en

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“Oh” y “¿Qué?”, para terminar degenerando en un silencio calculador.

—¿Y dices que tienes el teléfono de la chica? —La voz de Marta había

abandonado su habitual tono dulce y sonaba de un modo que a Carlos le hizo pensar en

un sabueso persiguiendo a su presa.

—Lo tengo, lo tengo —respondió Carlos, como si pudiera saborearlo—. Y, por

ser tú, haré un esfuerzo y la llamaré para decirle que quieres hablar con ella.

—Sí, seguro que es por eso —se burló Marta—. Vale, pues pégale un toque y

después me llamas. Y… Gracias.

—Te diría que ha sido un placer, pero supongo que no estarás dispuesta a hacer

la frase realidad, ¿no?

—Me pregunto qué harías si te dijera que sí —rió Marta antes de colgar.

Carlos se quedó mirando el teléfono como si la respuesta estuviera escrita en la

pantallita iluminada. Qué iba a hacer. Pues nada, joder. Que había cosas que ni siquiera

él haría.

Manda cojones. Uno nunca deja de sorprenderse a sí mismo.

Cuando el partidillo terminó y las chicas dieron por finalizado el entrenamiento, Ivar se

levantó lentamente y aguardó mientras ellas pasaban a su lado en dirección al túnel de

vestuarios, mirándolo con curiosidad pero sin dirigirle la palabra. Alguna de ellas le

sonrió, otra le dirigió un saludo alegre, pero ninguna se detuvo a hablar con él. Ivar

esperó hasta que la chica que había marcado aquellos tres goles terminó de recoger los

balones en una red, se los cargó al hombro y echó a andar hacia la escalera, recorriendo

el campo con la mirada para asegurarse de que ninguna se había dejado nada. Cuando

vio a Ivar, enarcó una ceja y lo miró con curiosidad, sin dejar de caminar hacia él.

La delantera tenía el pelo castaño sujeto en una coleta que dejaba todo su rostro

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al descubierto y acentuaba sus rasgos suaves, dotándolos de una dureza que, con otra

expresión más risueña, no habrían poseído. Su rostro le resultaba familiar, aunque podía

asegurar que no la había visto en toda su vida. Y no era un rostro común, de ésos que

pudieran confundirse con el de otra mujer… ¿De qué la conozco, demonios? Cuando

sus ojos oscuros se posaron en el rostro de Ivar, ella frunció el ceño y la débil sonrisa

que había esbozado desapareció de sus labios. De hecho, su mirada se endureció tan de

repente que Ivar tuvo la sensación de que ella había empezado a odiarle antes incluso de

haber cruzado con él una sola palabra. Desconcertado, se acercó y empezó a andar a su

lado, tratando de ignorar su gesto impaciente. Para ser una chica, era bastante alta: Ivar

le sacaba una cabeza, lo cual la situaba muy por encima de la media española e incluso

europea. Y, por lo que se adivinaba bajo la ropa deportiva, no estaba nada mal.

—¿Entrenáis el día de Año Nuevo? —preguntó cortésmente. Ella se volvió y lo

fulminó con la mirada.

—Entrenamos cuando podemos —replicó, cortante, antes de intentar darle la

espalda. Ivar sacudió la cabeza y empezó a caminar más rápido a su lado.

—Juegas muy bien —empezó, vacilante. Ella lo miró de reojo.

—Oh, así que juego muy bien —gruñó sin dejar de andar—. Genial. ¿Se supone

que debo sentirme halagada porque el gran Ivar Carlsson piense que “juego muy bien”?

Ivar parpadeó. —¿Sabes quién soy? —preguntó.

—Tu jeta ha salido en los periódicos tantas veces que me la conozco mejor que

la mía —contestó ella con brusquedad. De pronto, justo cuando llegaron hasta la

escalera que conducía al túnel de vestuarios, se detuvo y se volvió hacia él—. Dime:

¿no tenías nada mejor que hacer que venir a nuestro entrenamiento a ver si podías

enseñarnos algo?

—¿Enseñaros…? —preguntó Ivar mientras su mente trabajaba furiosamente en

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busca de un significado de la frase que no fuera el que creía haber captado—. No

entiendo…

Ella soltó un bufido. —No nos hace falta que “los chicos” vengan a decirnos

cómo tenemos que hacer las cosas —contestó. Sus ojos, casi negros de lo oscuros que

eran, brillaban con una furia que Ivar no entendía, y que lo desconcertó más todavía que

el partido que acababa de verla jugar—. Ya nos las apañamos muy bien nosotras solitas,

muchas gracias.

—Yo no he dicho… —balbució Ivar.

—No, ¿para qué vas a decirlo? No hace falta. —Ella parecía ir enfureciéndose

más a cada palabra—. Sois todos iguales, ¿eh? “Uy, si las nenas quieren jugar al juego

de los nenes… vamos a enseñarles algo para tenerlas contentitas, a ver si así podemos

follárnoslas”. Cerdos —gruñó. Ivar abrió mucho los ojos, asombrado, mientras su mente

lanzaba aullidos de alarma y pedía a gritos un traductor simultáneo que le dijese que lo

que estaba entendiendo no era lo que en realidad la chica estaba diciéndole.

—Mira —empezó de nuevo, alzando las manos en un ademán apaciguador—, no

sé qué es lo que quieres dec…

—¿En serio? —exclamó ella, rabiosa—. Te voy a decir yo lo que quiero decir,

Carlsson: noventa millones de ficha, noventa millones que el presidente no está

invirtiendo en lo que tiene que invertirlo —Se golpeó el pecho con el dedo índice—.

Con ese dinero podríamos tener tantas cosas que necesitamos… Y se lo gasta en un tío

que en total marcará, ¿cuántos? ¿Diez goles, veinte? ¿Treinta con mucha suerte, de aquí

a que acabe la Liga?

—Pero yo no… —intentó decir Ivar, pero ella se lo impidió.

—¡Y encima el tío de los noventa millones —gritó— se atreve a venir a mi

entrenamiento a decirme a mí cómo tengo que hacer las cosas, cuando es él quien se ha

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llevado el dinero de mi equipación, de mi entrenador, de mis botas nuevas, de mis viajes

cuando juego fuera de casa y de la centrocampista que llevo pidiendo dos años! ¡Dos

años! ¡Y vosotros tenéis tantos que ni siquiera podéis convocarlos a todos en un mismo

partido! —aulló, iracunda.

—Escucha —dijo Ivar, abrumado, alargando una mano para aferrar su

muñeca—. No sé qué quieres decir, pero yo no… yo no…

Ella lo miró como si fuera una escolopendra y se sacudió su mano del brazo.

—Vete al carajo —siseó—. ¿Y después de decirme lo que tengo que hacer, qué?

¿Ofrecerte a enseñarme cómo se chuta el balón? ¿Un par de jugadas ensayadas, a ver si

así te metes en mis bragas? Mira —exclamó de repente, dando un paso hacia él y

dejando caer la red con los balones, que cayó rodando escaleras abajo—, voy a ahorrarte

el trabajo. A ver si así consigo que no vengas a ningún entrenamiento de mi equipo a

regalarnos tooodo tu conocimiento.

Y, sin una palabra más, extendió los brazos, agarró la cinturilla de sus

pantalones y, con un brusco tirón, le desabrochó los cuatro botones.

Ivar notó cómo los ojos se le desorbitaban mientras ella, sin darle un segundo

para contestar, abría la bragueta de los vaqueros, metía la mano y rebuscaba hasta dar

con su miembro. Abrió la boca para protestar, pero los dedos de ella lo rodearon con

fuerza y el aliento se escapó de entre sus labios en un jadeo al mismo tiempo que su

cuerpo reaccionaba y se endurecía bajo la mano de ella. A su pesar, sintió un escalofrío

de deseo en la espalda, que se instaló en sus riñones con una punzada casi dolorosa

cuando ella empezó a acariciarle con firmeza, sin dejar de asaetarlo con la mirada. Ella

esbozó una sonrisa burlona al notar cómo su miembro crecía bajo sus caricias.

—¿Qué…? —tartamudeó él, atónito, cuando la joven le propinó un fuerte

empujón que le hizo trastabillar hacia atrás. Se tambaleó, tropezó con la bolsa de

Page 50: El rey de las narices

deporte que ella había dejado caer a sus pies y acabó sentado en el césped, justo al lado

del primer escalón—. ¿Qué haces? —logró decir al fin.

La chica lo miró un instante sin dejar de sonreír con sorna, chasqueó la lengua y

se deshizo del pantalón de deporte con tanta rapidez que Ivar apenas había empezado a

incorporarse cuando ella se inclinó sobre él y volvió a empujarlo, obligándolo a

tumbarse a medias sobre la hierba.

Apoyada sobre las manos y las rodillas encima de su cuerpo, ella lanzó una

mirada subrepticia hacia la boca del túnel de vestuarios, donde hacía un rato que había

desaparecido la última de sus compañeras. Se giró hacia él, rió, burlona, y apresó de

nuevo su miembro con los dedos. Ivar intentó decir algo, lo que fuera, intentó apartarla,

intentó levantarse, pero su cerebro se negó a dar las órdenes pertinentes a sus músculos;

indefenso, sólo pudo observarla con la boca abierta por el asombro mientras ella lo

acariciaba rápidamente, con movimientos diestros, apretándolo con fuerza y soltando la

mano cuando él contenía el aliento, hasta que sonrió, satisfecha, se encaramó sobre su

cuerpo y, sin decir una sola palabra, lo guió hacia su entrepierna y se empaló sobre él.

Ivar soltó una exclamación de placer cuando entró en ella, y la sorpresa le hizo

dar un brinco, con lo que sólo logró deslizarse todavía más en su interior. Aturdido,

observó cómo ella se acomodaba encima de él a horcajadas y comenzaba a cabalgarlo

lentamente, sin apartar los ojos de los suyos, la sonrisa burlona desaparecida de su

rostro repentinamente serio. Se incorporó y se dejó caer de nuevo encima de su

miembro, e Ivar abrió la boca y dejó escapar un gemido tembloroso, mientras su mente

buscaba frenéticamente el significado de lo que estaba ocurriendo. Ella debió ver el

desconcierto en su rostro, porque volvió a sonreír antes de inclinarse sobre él y apoyar

las manos sobre su pecho. Lo acarició con las manos, metió la mano bajo la camisa y

enarcó una ceja.

Page 51: El rey de las narices

—Vaya —susurró, divertida—. Si estás bien hecho, Carlsson…

Ivar trató de responder, pero ella eligió ese momento para volver a dejarse caer

encima de su miembro, y sus palabras se ahogaron en un jadeo. Y cuando ella volvió a

moverse sobre él a un ritmo torturantemente lento su mente se negó a seguir pensando y

se cerró en banda, dejándolo abandonado con la única compañía de sus sensaciones.

Vacilante, alzó las manos y las posó sobre las caderas de ella, que ascendían y

descendían rítmicamente provocándole una oleada tras otra de placer. Ella soltó una

risita, puso las manos sobre las suyas y lo obligó a subir hasta sus pechos.

—Tócame, Carlsson —murmuró. Él obedeció, incapaz de negarle nada mientras

ella aceleraba poco a poco el ritmo de su cabalgada. Acarició sus pechos sobre la

camiseta, y el suave gemido de ella lanzó otro escalofrío que se extendió por todo su

cuerpo. Repentinamente frenético, bajó las manos, las metió bajo la camiseta y tironeó

de la camiseta interior hasta lograr colarse por debajo y volver a subir hasta su pecho,

metiendo los dedos bajo el elástico del sujetador de deporte, húmedo de sudor. Cuando

tropezó con los pezones endurecidos y los acarició con suavidad, ella echó la cabeza

hacia atrás y empezó a jadear, arqueando la espalda para exponerse ante sus manos. Ivar

se mordió el labio cuando su cuerpo empezó a temblar bajo el de ella, que enterró los

dedos en su abdomen y siguió moviéndose sobre él, apresando su miembro con su

cuerpo y oprimiéndolo tanto que Ivar creyó estar a punto de explotar. Incapaz de

contenerse, alzó las caderas hacia ella para clavarse en su interior, con tanto ímpetu que

la levantó varios centímetros. Ella abrió la boca y soltó un grito ahogado.

—Al final resultará que sí vales noventa millones —gimió, abriendo los ojos y

posando en él una mirada desenfocada. Incrédulo, trató de quedarse inmóvil, pero su

espalda volvió a arquearse y finalmente tuvo que dejar que fuera su cuerpo el que

tomase el control y no su mente; ella volvió a gemir antes de echarse reír con

Page 52: El rey de las narices

suavidad—. Hazlo otra vez —jadeó, clavando las uñas en su pecho. Ivar se alzó hacia

ella, descontrolado, y ella gritó quedamente, y después más fuerte, mientras se movía

frenéticamente sobre su cuerpo, hasta que perdió el ritmo, sus ojos se cerraron y abrió la

boca en un mudo grito de éxtasis; los temblores de su orgasmo oprimieron el miembro

de Ivar, que emitió un gruñido gutural, posó las manos en las nalgas desnudas de ella y

la atrajo hacia sí al mismo tiempo que se hundía una vez más dentro de su cuerpo, y

finalmente fue incapaz de controlarse y sus caderas se alzaron una última vez hacia ella,

sus manos empujándola hacia abajo, y su cuerpo estalló en un orgasmo que hizo dar

vueltas el estadio a su alrededor mientras se derramaba dentro de ella.

Respirando agitadamente, con el rostro empapado en sudor, la joven se

desplomó encima de él y apoyó la mejilla sobre su pecho todavía cubierto con la camisa

que se había puesto esa mañana en Munich. Intentando recuperar el aliento, Ivar cerró

los ojos y dejó caer los brazos sobre el césped.

Su mente eligió ese momento para volver a funcionar con coherencia. De pronto

fue consciente del frío de la hierba bajo sus nalgas medio desnudas, de la calidez del

cuerpo de ella encima del suyo, de la leve brisa que soplaba y que erizaba el vello de sus

brazos y de los de ella.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Ivar, todavía jadeante. Ella suspiró, levantó la

cabeza para mirarlo y esbozó una sonrisa torcida.

—¿Qué te importa? —replicó, antes de alzarse lo suficiente como para que él

saliera de su interior. Se levantó de un salto, cogió los pantalones que habían caído

sobre el último escalón y se los puso rápidamente—. ¿Para qué quieres un nombre, si ya

has conseguido lo que todos los tíos quieren? Y sin necesidad de invitarme a una copa o

fingir que te interesa mi vida. Fíjate qué bien —resopló. Cogió la bolsa de deporte y se

la colgó del hombro. Bajó un par de escalones y se agachó para recoger la red de los

Page 53: El rey de las narices

balones.

—Quiero saberlo —murmuró Ivar, incorporándose lentamente y abrochándose

los pantalones con cautela. Ella lo miró, inexpresiva. Se enderezó, se echó la red a la

espalda y se encogió de hombros.

—Elena. Me llamo Elena Ayuso —contestó, antes de desaparecer por la esquina

que llevaba a los vestuarios.

Abrió la puerta de la Morgue, sorprendido por el poco habitual silencio, y encontró a

sus colaboradores inclinados sobre la camilla, trabajando de forma silenciosa y

eficiente, tan concentrados que ni se percataron de su presencia.

—Vaya, voy a tener que ponerme en plan malvado jefe más a menudo —sonrió.

Pedro y Sara levantaron la vista del cuerpo sin vida de José Manuel Gándara.

Ella dejó la bandeja sobre el carrito, correteó hacia él y se abalanzó sobre su cuello con

tanto ímpetu que Carlos tuvo que agitar los brazos para recuperar el equilibrio. Cuando

estuvo seguro de mantener la verticalidad, llevó las manos a su cintura, sorprendido.

—Eh, ¿qué pasa, nena?

Ella se apartó lo justo para mirarlo a los ojos, con un puchero infantil. —El gran

jefe nos lo ha contado todo. Estábamos muy preocupados por ti. —Volvió a abrazarlo

con más fuerza, y Carlos sonrió al sentir sus pechos aplastándose contra él. Una de sus

manos se deslizó hacia abajo, justo donde su columna terminaba en dos hoyuelos que él

conocía muy bien. Ella volvió a apartarse, y le sonrió con picardía—. ¿De verdad

atacaste a un tío que llevaba una pistola, jefe?

Carlos corrigió la cifra que había pensado apuntar en el talón del donativo al

fondo de la policía, multiplicándola mentalmente por dos. Y si ella seguía apretándose

contra él de ese modo, terminaría por multiplicarlo por tres. Al menos, algo entre sus

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piernas estaba animándolo a ello.

—Sí, bueno. No lo pensé, ¿sabes? Sólo actué y… —El bufido de Pedro rompió

su concentración e interrumpió el épico relato que su cabeza, escribiendo a medias con

su polla, estaba empezando a dictarle. Esbozó una sonrisa maliciosa y miró a su colega

por encima del hombro de Sara—. Después hablamos, pequeña —murmuró en el oído

de su ayudante.

—¿Me llevas a casa cuando acabe el turno y… me cuentas? —ronroneó ella.

Carlos dejó escapar una risa breve. —Claro. Pero ahora mejor terminamos con

esto antes de que al Gran Jefe le dé un infarto y tengamos que atenderlo a él, ¿vale?

Ella asintió y volvió junto a la mesa de autopsias. Pedro sacudía la cabeza

mientras cerraba ya la incisión en el pecho del constructor.

—Aquí todo parece normal. Bueno, normal para un tipo que la palmó de un

infarto —comentó, alzando la vista hasta Carlos—. Sólo falta el informe de tóxicos —

esbozó una sonrisa torcida—. Que hemos tenido que hacer completo, porque tú estabas

jugando a hacer el héroe.

—Voy a ver —dijo Sara alegremente.

En cuanto se alejó unos pasos, Pedro se inclinó hacia Carlos y lo miró enarcando

una ceja. —Confiesa —lo instó en un susurro.

—No sé de qué me hablas —replicó, con un tono ofendido que desmentía su

sonrisa burlona.

—Vamos, tío, que a mí no me la das. ¿Qué pasó? ¿Pensaste que era la de

cardiología y te lanzaste sobre él? O, espera… ¿Creíste que era tu madre?

Carlos rió entre dientes. —Vale, te cuento. Pero cierra el pico, ¿eh? —dijo al fin,

señalando a Sara con la barbilla.

—Claro, hoy por ti y mañana… Bueno, mañana por ti también, para qué

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engañarnos —concluyó con un gruñido.

—Vale. Primero: No me confundiría a la de cardiología con nadie. Nadie tiene

sus tetas —sonrió. Pedro rió entre dientes, aprobando la corrección—. Y sobre el

resto… Bueno —Se encogió de hombros—. La chica me saltó encima, me caí del

taburete, y fue a dar entre las piernas del tío.

La cara de su colega permaneció un momento serena, inexpresiva, y poco a poco

se fue frunciendo en un gesto incrédulo, que se convirtió en una sonrisa sorprendida,

para acabar degenerando en una carcajada que sacudió su cuerpo de la cabeza a los pies.

—Shh, calla, joder —lo apremió Carlos. Pedro se apartó un par de pasos de la

camilla, llevándose una mano a su estómago, mientras que con la otra le hacía un gesto

a Carlos para indicarle que tarde o temprano conseguiría parar—. Tío, como me jodas la

noche le cuento a Ana que estuviste tonteando con la camarera nueva.

Las carcajadas de Pedro se interrumpieron bruscamente, y su rostro dibujó una

expresión de auténtico pánico. —Tú no harías eso —dijo, en un tono más esperanzado

que crítico.

—Pues claro que no, imbécil —replicó Carlos, fingiéndose ofendido—. Honor

ent…

—Entre ladrones —terminó Pedro por él con una sonrisa—. Sí, ya me lo sé. —

Su mirada se deslizó hasta Sara que contemplaba con el ceño fruncido el papel con el

membrete del Hospital que sostenía entre las manos—. Oh, oh —dijo, alertando a su

jefe, que se volvió hacia ella, siguiendo la dirección de su mirada.

Lo sabía. Demasiado fácil. Es que lo sabía, joder, pensó resignado al ver la

forma en que ella miraba los análisis.

Carlos se acercó hasta Sara mientras su estómago se contraía arrastrado por esa

sensación que últimamente había empezado a perseguirlo con una insistencia que sólo

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alguien con un trabajo muy peligroso podría considerar habitual. Ese nudo en las tripas

que le decía que algo iba a empezar a ir jodidamente mal. Con la cabeza bailando en una

marea de irrealidad, se inclinó sobre el hombro de su ayudante. Ella se volvió, y señaló

el informe. A Carlos le dio la impresión de que sus pies se apartaban del suelo, muy,

muy lentamente.

—Vamos, no me jodas —murmuró.

Sara lo miró con aprensión. —No sé lo que es. Pero me llamó la atención que…

—Lo has hecho muy bien, cariño —respondió distraídamente—. No todo el

mundo se habría fijado. Anda, déjame sentarme ahí .

Empujándola con suavidad, la apartó del taburete y tomó asiento, inclinándose

sobre el microscopio. Trabajó en silencio unos minutos, y después se apartó de la mesa,

haciendo rodar el taburete sobre el linóleo, que se quejó con un desagradable chirrido.

Rebuscó en su bolsillo, le tendió una pastilla pequeña y blanca a Pedro, y lo miró

inexpresivo.

—Es mejor que vayas a buscar a Martínez-Fajardo. Y haz que se ponga eso

debajo de la lengua.

—¿Qué…? —empezó su colega, confuso.

—Va a tener que llamar a la poli —lo interrumpió en tono seco—. El amigo

Gándara ha sido asesinado. Digoxina.

Svein no había aparecido, y el sol ya amenazaba con ocultarse tras los altísimos

edificios que rodeaban el estadio Osvaldo Menzibalázazu. Muerto de hambre y con la

mente todavía embotada por la surrealista escena que había vivido a mediodía sobre el

césped del terreno de juego, Ivar decidió buscar un lugar más cómodo donde esconderse

del mundo y pensar, pensar en todo lo que había sucedido en menos de veinticuatro

Page 57: El rey de las narices

horas y que había vuelto su mundo del revés.

Tomó un taxi en la avenida principal que rozaba el estadio, justo enfrente del bar

de nombre incomprensible, cuyo camarero seguía en la puerta —aunque ya no limpiaba

sino que fumaba un cigarrillo apoyado en el umbral con gesto aburrido—. Tuvo que

repetirle tres veces la dirección al taxista hasta que finalmente le tendió el trozo de papel

en el que había apuntado las señas de su nueva casa para que las leyera por sí mismo.

En cuanto los polis atravesaron la puerta de la Morgue, Carlos supo que iba a ser un día

muy, muy largo. El inspector, bajito, rechoncho y vestido con un traje con el que

parecía haber dormido, era tan lento que el caracol más perjudicado del mundo podía

echarle una carrera a sus neuronas y salir victorioso sin despeinarse las antenas. Pedro y

él tuvieron que explicar cada paso, cada corte, cada pesada y cada movimiento de

bisturí, y después repetirlo una vez más recurriendo a sinónimos que el guionista de

Barrio Orégano habría aprobado sin reservas. Después le tocó el turno a Sara y al

protocolo de analíticas, y ahí la cosa empeoró considerablemente. Su ayudante, que era

la primera vez que se veía en éstas, no parecía dar pie con bola, y el inspector,

satisfecho por haber encontrado a alguien que aparentemente procesaba con más

lentitud que él, se cebó alegremente en sus balbuceos. Hasta que a Carlos se le inflaron

los cojones y decidió poner las cosas en su sitio. No hizo muchos amigos en la policía

con sus comentarios mordaces, pero la mirada de adoración de su ayudante compensó

bastante las cosas y, además, poner en su sitio al tipo fue un verdadero placer. Sabía que

estaba sonando como su madre, pero no pudo evitar pensar que lo que la gente

necesitaba de verdad era un poco de educación.

Cuando los polis por fin consiguieron entender el asunto y se marcharon en un

goteo de uniformes azules y trajes de confección, Carlos echó una mirada a su equipo y

Page 58: El rey de las narices

suspiró. Sólo esperaba no tener tan mala cara como la que ellos estaban mostrando.

Pedro estaba tan irritado como él, y a Sara le faltaba un empujón muy pequeño para

echarse a llorar, o caer rendida vencida por los nervios que la habían dominado durante

todo el procedimiento. Sacudió la cabeza.

—Sara, bonita, vete a casa, date un baño y duerme hasta hartarte, anda. Y si

mañana llegas un poco tarde, no importa. Nosotros te cubrimos las espaldas —ofreció

amablemente.

Ella lo miró, dubitativa. —¿Estás seguro? Aún queda un montón de papeleo y el

laboratorio…

—Me importa un huevo el laboratorio —la interrumpió Carlos—. Márchate y

descansa —ordenó, arrastrándola hasta la puerta. Ella se dejó guiar a regañadientes.

Carlos abrió la puerta, y la empujó fuera con delicadeza. Después se inclinó sobre su

oído—. Mañana si eso te cuento cómo acabé con ese tipo —terminó, sonriendo

maliciosamente, al tiempo que le daba una palmada juguetona en el trasero.

Sara dejó escapar una risita traviesa, y se perdió en dirección a los vestuarios,

canturreando alegremente. Él se volvió hacia Pedro, que ya se dirigía con expresión

asqueada hasta la mesa del despacho.

—Y tú y yo vamos a tomarnos unas cañas, anda. Que nos las hemos ganado.

El rostro de Pedro se iluminó con una sonrisa agradecida. —Vale, pero te

advierto que, por mucho que te hagas el héroe conmigo, hoy no me vas a llevar a la

cama.

—Tranquilo, nene, que no eres mi tipo. Demasiado flaco —replicó, torciendo el

gesto en una mueca despreciativa—. Aunque, por otra parte, si me dieran cien pavos por

cada vez que he refutado esa afirmación… —sonrió Carlos.

—No necesitarías la pasta de tu padre —concluyó Pedro con una sonrisa

Page 59: El rey de las narices

malvada.

Carlos le mostró los dientes en una mueca amenazadora. —Vale, listillo. Invitas

tú.

El “Bar a secas, joder” era un local pequeño y mal iluminado, probablemente

para esconder el hecho de que su decoración se reducía a un suelo de hormigón, unos

cuantos carteles de cine de los años cincuenta, una barra recubierta de planchas de acero

y un montón de botellas de todas las formas y colores que se apiñaban en una isleta

central en un equilibrio tan precario como hipnotizante. Unos meses antes, Carlos se

había hecho la firme promesa de probar todas y cada una de esas botellas, algunas de las

cuales parecían salidas de la mente confusa de alguien que, con toda probabilidad, había

dedicado más tiempo a beberse su contenido que a pensar en un buen diseño para la

marca. Pero, después de una noche especialmente complicada en la que se había

decidido por un líquido ambarino atrapado en una botella que parecía sacada de la

historia de Aladino, y que había terminado con su cabeza hundida en un retrete en plena

fase de auto-engaño —no vuelvo a beber en mi vida—, había optado por limitarse a las

marcas medianamente conocidas y dejar los experimentos para otro con un hígado más

joven, o menos castigado.

La música sonaba de fondo, como un discreto contrapunto al murmullo de

decenas de conversaciones que surgían de las pequeñas mesas de madera sin pulir en un

difuso caleidoscopio de historias enmarañadas, la mayor parte de las cuales giraba en

torno a lo mismo: sexo, desengaño y alcoholemias varias.

Pedro agitó el vaso de sidra que, en uno de esos ardides asumidos tanto por los

hosteleros como por los clientes, contenía mucho más hielo que alcohol, y lo miró con

expresión burlona.

—Bueno, ¿y qué? ¿Me dejarás ser el padrino?

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Carlos dio un largo trago a su copa, chascó la lengua cuando el alcohol quemó

su garganta, y miró las profundidades de su vaso como si la salida del laberinto materno

en el que se había metido estuviera trazado en los hilos que el licor dibujaba sobre el

hielo. —Vete a tomar por culo un ratito, Pedro, anda —gruñó.

—Paso. Es mucho más divertido ver cómo tu madre te da por culo a ti, colega.

Carlos levantó el labio superior, mostrándole los caninos en una mueca que era a

partes iguales desesperación y advertencia, apuró la copa y levantó el vaso en dirección

a la camarera, que se apresuró a servirle una nueva, sonriendo como si la cara fuera a

partírsele en dos. Esperó a que la chica terminara verter el refresco sobre el licor,

alcanzando el borde del vaso con precisión matemática; le dedicó un guiño agradecido y

dio un sorbo antes de mirar de nuevo a Pedro.

—Se le pasará —decidió por fin, aunque hasta él sabía que sólo lo decía para

convencerse a sí mismo. Naturalmente, Pepito Grillo no dejó pasar la oportunidad de

tocarle los cojones.

—Lo dudo mucho —dijo, encogiéndose de hombros—. Lleva años con ese

tema. Y mucho me temo que esta vez le has dado armas al enemigo, tío. Y no es como

si Mónica fuera la clase de persona que desaprovecha un misil cuando se lo pones en las

manos.

—¿Qué tal si cambiamos de tema? —masculló Carlos.

—Como quieras. Pero que sepas que esta vez no te va a servir la táctica de

taparte los ojos y fingir que no estás ahí. Que tu señora madre no ha llegado donde está

dejando pasar oportunidades.

Carlos frunció el ceño. Siempre prefería no pensar en cómo su señora madre

había llegado donde estaba. Las imágenes que en respuesta a esa pregunta proyectaba su

mente eran demasiado incluso para él. —Cambiemos de tema —insistió.

Page 61: El rey de las narices

—Tú mismo —aceptó Pedro, con un nuevo encogimiento de hombros—. Pero

antes déjame decirte sólo una cosita, ¿vale?

—¿Puedo impedírtelo, bocazas?

—No —rió—. Mira, ¿has pensado en, no sé, llegar a un acuerdo con Lina? Le

explicas de qué va la historia, reconoces a los renacuajos, celebras un bodorrio que haga

que a Mónica se le caigan las bragas y que las revistas del corazón se corran de gusto, y

después, cada uno a su casa.

—Ya, el sistema Monteferro. Y seguro que ella traga, vamos.

—Traga, traga, eso te lo certifico y hasta te lo firmo con sangre. Si está deseando

echarte el lazo…

Carlos frunció el ceño en una mueca de dolor. La idea era la misma que le había

propuesto Adolfo, pero incluso haciendo las cosas con la cara por delante, y

explicándole a Lina que su… su… —la palabra se le atragantó incluso mentalmente—

bueno, su eso, era sólo de cara a la galería, todo su ser se rebelaba contra la idea. Y

conocía lo bastante bien a las mujeres como para saber que el oído selectivo de su ex-

ayudante iba a captar únicamente la palabra maldita, y no el resto del discurso. Claro

que eso no era realmente problema suyo, ¿verdad? Su conciencia quedaría tranquila con

dejarle clara la pura y dura realidad del asunto, y después que cada palo aguantara su

vela. Siempre podían pasar una temporada en su casa —que afortunadamente era lo

bastante grande como para que no tuvieran que coincidir a menos que se lo

propusieran—, guardar las apariencias unos meses, y después, un rápido divorcio

alegando “diferencias irreconciliables” que incluso su madre podría aprobar. Y que

aprobaría sin ninguna traba en cuanto Lina soltara su mal genio delante de ella un par de

veces.

Sí, la idea tenía sus ventajas, claro. Pero sentaría un precedente muy, muy

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peligroso. Mónica se haría fuerte, y emplearía el truquito de la herencia hasta el

mismísimo día de su muerte para ponerle delante a cualquier candidata de su gusto, en

cada ocasión en la que, aburrida, pensara que organizar una boda le vendría bien para

salir de su habitual rutina de fiestas benéficas, lecciones de yoga y recepciones varias.

No. Había que encontrar otro sistema. Y en cuanto se tomara un par de copas

más, ya pensaría cuál.

El viaje se le hizo excesivamente corto, más preocupado por buscar una salida del

laberinto en que se había convertido su cabeza que por observar la ciudad por la que

circulaban. Veinticuatro horas antes, él estaba tranquilamente sentado en su casa de

Munich, esperando a que Svein le llamase para decirle si el equipo español aceptaba o

no los términos del contrato. En veinticuatro horas se había despedido de Alemania,

había volado hasta España, había aguantado una recepción aburridísima con los

aburridísimos directivos de su nuevo club, había dado una rueda de prensa, había

recorrido varias veces su nuevo estadio, había charlado con su nuevo capitán, había

visto un entrenamiento de un equipo femenino, había discutido a gritos con una de sus

jugadoras, había acabado tirado en el césped mientras esa misma jugadora cabalgaba

encima de su miembro como una Calamity Jane vestida de futbolista. O desvestida, más

bien. Elena Ayuso. Se estremeció. ¿Ayuso es un apellido muy común en España…?

Sacudió la cabeza. No te engañes, Ivar. Mucha coincidencia sería que no resultase ser

la hermana de Javier Ayuso. Diablos, se parecía tanto a él que probablemente hasta

fueran mellizos y todo.

Suspiró. ¿En qué lío se había metido nada más aterrizar…? Si el capitán se

enteraba de que… de que… ¿De que qué? ¿De que su hermana había discutido con él,

le había tirado al suelo y se había montado encima hasta que los dos habían acabado

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gritando de placer detrás de los banquillos? ¿Y qué va a decirte, Ivar?, gimió,

desesperado. A saber si Ayuso sería de los que creían que las mujeres no debían ser tan

liberales como los hombres. A saber si España seguía siendo un país orgulloso de su

pasado musulmán, y Ayuso decidía apedrear a su hermana y cortarle a él los cojones

para llevárselos a casa de trofeo. A saber.

—Empezamos bien —murmuró, despidiéndose del taxista con un gesto ausente

mientras observaba sin verla realmente la fachada de la casa que ya estaba a su nombre

y, si Svein seguía siendo tan eficiente, ya contenía todos sus efectos personales.

El trozo de su cerebro que todavía no había sucumbido a la desesperanza registró

la imagen de un chalecito no demasiado grande, pero sí lo suficientemente bonito como

para resultar un hogar del que sentirse orgulloso. Dos plantas bajo un tejado a dos aguas

del color azul plomizo de la pizarra, de paredes de piedra gris y puertas y ventanas de

madera sin barnizar, que le recordó a una estampa más rural que urbana y que, con el

pequeño jardincito que lo rodeaba, resultaba extrañamente invitadora. Una casa sin las

desorbitadas pretensiones de las de muchos de sus antiguos —y, supuso, nuevos—

compañeros, pero que para él resultaba suficiente, aunque si su padre la hubiera visto

probablemente habría dicho que no era ni de lejos lo que un Carlsson merecía.

Svein conocía sus gustos, y había dejado de intentar hacerle vivir en las casas

desproporcionadas en tamaño y lujo que había encontrado para él durante los primeros

años de su asociación. Ivar sabía que el representante se habría procurado un

alojamiento mucho más fastuoso: había cosas que no cambiaban, y el gusto de Svein

por el lujo era una de ellas. No le importó. A decir verdad, a veces Svein podía llegar a

ser un auténtico cretino. Cuanto más lejos viviera, mejor. Así sólo tendría que verlo de

tarde en tarde, y su relación seguiría siendo amistosa en vez de convertirse en una

guerra verbal abierta. O a tortas. A saber.

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Rebuscó en el bolsillo de su abrigo y suspiró de alivio al comprobar que la llave

que Svein le había entregado antes de irse “de vinos” había sobrevivido al caos en que

se había convertido su día sin caerse del bolsillo. La metió en la cerradura y suspiró de

alivio cuando la puerta se abrió con la suavidad de sus bisagras bien engrasadas.

El recibidor daba paso a un cuarto de estar que ocupaba prácticamente toda la

planta inferior de la casita, salvo el rincón destinado a una cocina alicatada en colores

terrosos y amueblada en una madera oscura que imitaba el estilo rústico del exterior y

una puertecita que conducía a lo que, a todas luces, era un cuarto de baño. Lo primero

que le llamó la atención fueron las vigas desnudas que sujetaban el techo; lo segundo, el

agradable calor que demostraba que el sistema de calefacción era automático. Lo

tercero, los muebles sencillos, también de estilo rústico, que formaban un conjunto

impecable sobre la gruesa alfombra de colores alegres que cubría el suelo.

No pudo evitar sonreír. El aspecto de la casa le gustó al primer vistazo, y

también al segundo. Parecía cómoda, agradablemente simple y lo suficientemente

amplia como para que cupieran todos los libros y objetos que aguardaban, expectantes,

guardados en una pila ordenada de cajas de cartón en una esquina del cuarto de estar.

Repentinamente cansado, dejó las llaves sobre un mueblecito que había en el

recibidor y se dirigió hacia uno de los dos sofás tapizados en color naranja. Y su rostro

se arrugó en una mueca de dolor cuando el sonido del timbre de la puerta llenó el aire,

rompiendo un hechizo que ni siquiera sabía que existía.

Gruñó antes de dar media vuelta. Antes de posar la mano sobre el pomo de la

puerta, vaciló: ¿Quién sabía que vivía allí, aparte de Svein? ¿Y realmente le apetecía

aguantar a Svein en ese momento…?

—¡Ivar, abre! —exclamó una voz. Hablaba en sueco, pero no era Svein. A

menos que Svein hubiera aprovechado la tarde para cambiarse de sexo. Frunció el ceño

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cuando una mano empezó a aporrear la puerta con tanta energía que la hoja empezó a

temblar con violencia—. ¡Ivar! —gritó la mujer—. ¡Abre, soy yo! ¡Necesito tu ayuda!

Sus ojos se desorbitaron cuando finalmente su mente sacó el registro de la voz

del archivo histórico de sus recuerdos. Demasiado asombrado como para buscar una

excusa, miró a su alrededor en busca de una salida.

—¡Sé que estás ahí, te he visto entrar! —insistió la voz—. ¡Abre, por favor! Por

favor —gimió, y los golpes cesaron, sustituidos por un sonido que le provocó un nudo

en el estómago.

Un sollozo.

Se mordió el labio, soltó una maldición y abrió la puerta.

Pese a la información detallada que le había proporcionado su cerebro, no pudo

evitar sorprenderse al ver a la mujer que aguardaba en el umbral, con los pies

enfundados en altísimos tacones posados sobre el felpudo. Vestida con un brevísimo

vestido rojo que apenas cubría un tercio de su cuerpo, la mujer le devolvió la mirada

con los ojos brillantes por las lágrimas, el pelo rubio despeinado y el rostro enrojecido

por el frío y, probablemente, por el llanto. Parecía muerta de miedo. Lo suficiente como

para acudir a él, tantos años después…

—Ivar —susurró, temblando.

—Astrid —murmuró él, abriendo la puerta para dejarla pasar.