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~ 1 ~ Guillermo Schmidhuber de la Mora EL RUIDO DE LA HORAS La IconoclastaObra de teatro en un acto Canción de las voces serenas Se nos ha ido la tarde en cantar una canción, en perseguir una nube y en deshojar una flor. Se nos ha ido la noche en decir una oración, en hablar con una estrella y en morir con una flor. Y se nos irá la aurora en volver a esa canción, en perseguir otra nube y en deshojar otra flor. Y se nos irá la vida sin sentir otro rumor que el del agua de las horas que se lleva el corazón... Jaime Torres Bodet Personajes Isabel, 38 años Roberto, 17 años, su vecino Hernán, 40 años, su amigo Alfonso, 60 años, su padre Tiempo: Inicio de los año cuarenta Lugar: Una ciudad de provincia en México o de otro país hispano. Una sala-comedor. A la derecha una puerta que sirve de ingreso a la casa. La sala está perfec- tamente arreglada, los sillones lucen altos respaldos, fotos y en las paredes hay demaisados cua- dros. Al fondo, una gran ventana oculta por una pesada cortina. En la parte central del escenario, dividiendo la sala del comedor, una escalera que conduce, mediante un descanso, a la segunda planta de la casa. El ruido de las horas o La iconoclasta www.guillermoschmidhuber.com

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Guillermo Schmidhuber de la Mora

EL RUIDO DE LA HORAS

—La Iconoclasta—

Obra de teatro en un acto

Canción de las voces serenas

Se nos ha ido la tarde

en cantar una canción,

en perseguir una nube

y en deshojar una flor.

Se nos ha ido la noche

en decir una oración,

en hablar con una estrella

y en morir con una flor.

Y se nos irá la aurora

en volver a esa canción,

en perseguir otra nube

y en deshojar otra flor.

Y se nos irá la vida

sin sentir otro rumor

que el del agua de las horas

que se lleva el corazón...

Jaime Torres Bodet

Personajes

Isabel, 38 años

Roberto, 17 años, su vecino

Hernán, 40 años, su amigo

Alfonso, 60 años, su padre

Tiempo: Inicio de los año cuarenta

Lugar: Una ciudad de provincia en México o de otro país hispano.

Una sala-comedor. A la derecha una puerta que sirve de ingreso a la casa. La sala está perfec-

tamente arreglada, los sillones lucen altos respaldos, fotos y en las paredes hay demaisados cua-

dros. Al fondo, una gran ventana oculta por una pesada cortina. En la parte central del escenario,

dividiendo la sala del comedor, una escalera que conduce, mediante un descanso, a la segunda

planta de la casa.

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Los años deslucen a la casa en lugar de darle una apariencia antigua. Al fondo, mirando al

público, una puerta que comunica a la cocina. Todo el decorado es agobiante, no solamente por

la profusión de objetos, sino también por el cuidado con que han sido colocarlos. Una mirada

inquisidora descubriría unas manos femeninas y trabajadoras que bastantes años antes pusieron

todos los objetos en su respectivo sitio y que desde entonces, no han sido removidos.

Escena primera

Al momento de levantarse el telón, entra Isabel por la puerta principal, se dirige inmediatamen-

te al comedor, deja su bolso sobre la mesa y se dispone a colocar unas tasas en una charola.

Aparece el Padre por la parte alta de la escalera y desde el descanso mira a Isabel.

Padre.— ¿Eres tú, Isabel?

Isabel.— No pensé que estabas en casa, papá.

Padre.— Tuve una operación esta mañana y terminé cansado.

Isabel.— ¿Quieres que te prepare el baño?

Padre.— No, gracias, prefiero tomarlo más tarde. (Ha llegado hasta el comedor, mien-

tras Isabel continúa arreglando las tasas. Necesito hablar contigo.

Isabel.— ¿Te parece bien que lo hagamos esta noche, después de la cena?

Padre.— Tiene que ser antes, y si puedes ahora sería lo mejor.

Isabel. — Hernán quedó de visitarme.

Padre.— Mejor así, porque quiero hablar con él.

Los dos se dirigen a la sala

Isabel.— ¿Pasa algo malo?

Padre.— No precisamente, pero creo necesario aclarar ciertos puntos. (Se hace un breve

silencio.) Siéntate, Isabel (Obedece mientras el padre deambula.) Tengo entendido que

Hernán va a hacer un viaje.

Isabel.— Es verdad, sale mañana.

Padre.— ¿Cuándo tiempo piensa estar fuera?

Isabel.— No lo sé con precisión, quizá dos semanas o tres…

Padre.— ¿Te ha dicho cuál es el motivo del viaje?

Isabel.— Sí, mencionó algo sobre visitar algunas propiedades suyas en el interior del

país.

Padre.— ¿Ha hecho el mismo recorrido en otras ocasiones?

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Isabel.— No que yo recuerde. (Molesta.) Papá, ¿a qué vienen esas preguntas? No veo

nada de particular en el viaje de Hernán.

Padre.— Quizá no lo haya, pero necesito asegurarme. Te voy a hablar claro.

Tengo mis reservas con respecto al motivo de ese viaje. He llegado a pensar que no tar-

dará dos o tres semanas como me dices, sino mucho más, o que quizás no regrese jamás.

Isabel.— (Se incorpora violentamente.) ¡Cómo te atreves a decir eso!

Padre.— De acuerdo, no tengo ninguna prueba que apoye mis dudas, pero te pongo

alerta porque no quiero que vayas a subir por su causa.

Isabel.— No creas que no me doy cuenta que tu preocupación por Hernán es debido a

que no quieres que me separe de ti.

Padre.— Isabel, ya no eres una niña, y por lo tanto sabes perfectamente porqué lo hago.

Isabel.— Sí, ya no soy una niña. (Sarcástica.) Tengo treinta y seis años y pronto me

volveré una vieja.

Padre.— Tonterías, si apenas has vivido un poco más que la mitad de mi vida.

Isabel.— ¿Y de qué me ha servido? ¿Tú crees que vivir es vegetar entre estas cuatro

paredes, entre estos miles de cuadros viejos y espejos pasados de moda? No, papá. Lo

único que conserva ahora mi entusiasmo por vivir es la amistad de Hernán.

Padre.— Eso es lo que me preocupa, pones demasiada esperanza en él, y creo que no te

puede hacertela realidad.

Isabel.— (Dominándose.) Papá, prefiero no hablar más del asunto. Acordamos la última

vez no tocar más el tema, ¿recuerdas?

Padre.— No te ciegues, Isabel. Ese hombre no te podrá hacer feliz.

Isabel.— ¿Qué pierdo con intentarlo? Aun si fracaso no habré dado un paso atrás, sino

que simplemente no habré avanzado.

Padre.— Isabel, tu madre y yo siempre procuramos darte lo mejor.

Isabel.— (Seca.) Siempre se los agradecí.

Padre.— ¿Por qué no me haces caso? Hernán no te conviene

Isabel.— Entonces ¿qué es lo que me conviene? ¿Vivir como he vivido todos estos

años? No, papá, necesito cambiar de vida.

Padre.— Hernán no te va a ayudar en nada, es más, creo que te va a complicar la exis-

tencia.

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Isabel.— No me importa, la felicidad es siempre resultado de un riesgo.

Padre.— Isabel, seamos sinceros, tú en el fondo no lo quieres, lo que deseas es un cam-

biar de vida.

Isabel.— No, lo que deseo es hacer mi vida, cumplir con mi naturaleza. ¿Qué hay más

normal que desear ser esposa y madre?

Padre.— Si te diera a escoger entre esas dos posibilidades, ¿cuál preferirías, ser esposa

o ser madre?

Isabel.— Si tengo una, tendré necesariamente la otra.

Padre.— Olvídate de la lógica, ¿cuál escogerías?

Isabel.— (Sincera.) El ser madre.

Padre.— ¿Estás segura que Hernán te puede dar un hijo?

Isabel.— (Colérica.) ¿Cómo te atreves? No te permito que hables así de Hernán.

Padre.— (Decidido.) Pues aunque te disguste el tema, vamos a hablar de esto. Nunca

antes lo había hecho por delicadeza, pero creo que ahora es necesario hacerlo.

Isabel se quiere ir y el padre la atrapa violentamente por el brazo.

Isabel.— Déjame, papá (Se libera y va a la ventana y mira con ansiedad.) No quiero oír

hablar de ello.

Padre.— Prefiero equivocarme ahora a arrepentirme después. Hernán no es un hombre

sincero, su personalidad tiene demasiadas facetas y siempre oculta alguna. Tú lo debes

saber mejor que nadie. Date cuenta que tiene cuarenta años y nunca ha tenido novia

formal. (Insistente.) Nunca un lío de faldas.

Isabel.— ¿Qué quieres? ¿Que todos sean como tú y tu amigotes? ¿Unos puercos?

Padre.— ¡No me hables así!

Isabel.— ¿Te duele la verdad? Tú crees que las cosas no se llegan a saber. ¿Cuántas

noches oí las súplicas de mi madre y capté los cuchicheos babosos de nuestras amista-

des? Siempre me lo tuve que guardar. Óyelo bien, papá, Hernán no conoce mujer y yo

voy a ser su primera y única mujer. Mamá hubiera dado todo por tener de ti lo que yo-

tendré de Hernán.

Padre.— (Muy molesto.) ¡Cállate, no sabes lo que estás diciendo! Tu madre nunca me

habló en ese tono. Ella me comprendía.

Isabel.— Pues eso mismo es lo que te pido para Hernán. ¿Crees que soy ciega? Hernán

se ha sincerado conmigo como nunca lo había hecho antes. ¿Cómo quieres que dude de

él?

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Padre.— (Dolido.) ¡Qué más quisiera que esta equivocado! Si tu madre viviera, todo

sería diferente.

Isabel.— Pero está muerta.

Padre.— No, ella no está muerte del todo, ella vive aún en esta casa entre sus cosas.

Inclusive su aroma está aquí (Apunta a un sillón.). ¿Has notado que su sillón favorito

sigue más hundido que los demás, como si ella acabara de utilizarlo? No, ella no pude

estar muerte, ella nos debe estar escuchando desde alguna parte..

Isabel.— Basta papá, no creas que me vas a convencer con esos argumentos, los conoz-

co todos.

Padre.— (Sincero.) Tú no me comprendes, Isabel. Me siento viejo y solo, y necesito un

poco de paz.

Isabel.— ¡Claro, y esa es la razón por lo que no quieres que me separe de ti. Tú sabes

perfectamente que cuando me vaya de esta casa, todo habrá terminado para ti, porque ni

los cuadros, ni el sillón de mamá, ni los olores, persistirán. Todo cambiará ese día y

entonces te darás cuenta que mi madre murió hace años y con ella todo tu pasado, y

como yo me llevaré por desgracia el poco presente que aún te queda, ya no tendrás nin-

guna esperanza que te sostenga. Tú ya hiciste tu vida, ¡déjame ahora hacerla a mí!

Padre.— Te desconozco, Isabel. Tú nunca me habías hablado así.

Isabel.— Es cierto, nunca antes lo había hecho, pero las personas y las cosas están con-

tinuamente cambiando, (Con rabia.) solamente esta casa parece que está inmóvil. Yo ya

no soy la que era cuando murió mamá, ni la que conoció Hernán, ni la que estaba

hablando contigo hace un instante. Ya soy otra… nada permanece, todo cambia y es

porque nos estamos haciendo continuamente. El hablar contigo ahora, y el haber cono-

cido a Hernán, no me pueden dejar igual. ¿No te habías dado cuenta que todos los

humanos tenemos el maravilloso poder de moldear a nuestro antojo el alma de los de-

más?

Padre.— ¿Quién te ha enseñado esas tonterías? Apuesto a que fue Hernán.

Isabel.— Te equivocas. Yo las descubrí.

Padre.— Te desconozco, Isabel. Antes de conocer a Hernán tú no eras así.

Isabel.— Ahora sí me vas comprendiendo. Antes era diferente. (Con burla.) Era una

inocente muchacha cuyos gustos apuntaban a una solterona en cierne.

Padre.— Pero eras feliz, Isabel.

Isabel.— No puedo contradecirte. El concepto de felicidad también está en continua

evolución. Cuando quieres algo que te hace feliz, luchas por conseguirlo y si lo logras te

das cuenta que ya no te hace feliz, luego deseas otra cosa, y así hasta el cansancio.

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Padre.— Siempre las mismas cosas hacen a uno feliz. Estoy seguro de que si viviera tu

madre, seguirías feliz.

Isabel.— Quizá ambos seríamos, como también debí serlo en su seno: no sufrir, ni go-

zar, no pensar, no vivir. Es decir, la impasibilidad absoluta. Por eso, Hernán no ha sabi-

do el bien que me ha hecho. Él me hizo tomar conciencia de la insipidez de mi vida. Por

primera vez comprendí lo que significaba existir para alguien, estar pendiente de otro

ser que también está pendiente de una. Realizarse completamente.

Padre.— Todo eso está bien, pero no has pensado que una vez probada la dulzura de la

miel, todos los otros sabores te serán amargos.

Isabel.— No me importaría. El ciergo que lograse ver la luz aunque fuera una sola vez,

viviría feliz recordándola.

Padre.— Temo por ti. Te encuentras en una encrucijada en donde te has metido sola y

en donde desgraciadamente sola tendrás que salir. Yo ya no te puedo ayudar, pero tam-

poco has pedido ayuda. Tú no lo quieres creer, Isabel, pero te quiero. Eres lo único que

me queda, todo ha perdido validez para mí, y a veces creo que también te he perdido.

Isabel.— Nos hemos sincerado, papá, y tiene que ser para bien. Conozco a Hernán, todo

lo que se le puede conocer, sé que no es ninguna cajita de cristal que enseñe todo su

contenido, pero comprende que es la única carta que tengo para jugar, apostaré a ella

todo lo que poseo.

Padre.— ¿Y si pierdes?

Isabel.— Entonces habré perdido mi última oportunidad de jugar y tendré que volver a

ser lo que siempre he sido: una decoración más en esta casa, entre estos muebles llenos

de recuerdos y estos cuadros por los que parece que no pasa el tiempo. A lo mejor de

este juego salgo ganando un hijo. Creo que entonces sentiré que habré ganado la partida.

Padre.— Todo esto es un albur.

Isabel.— Tengo una sola cosa a mi favor: todavía me queda esperanza.

Padre.— Isabel, yo no quiero meterme más en tu vida, ya lo hice en demasía y me arre-

piento. Yo solamente quiero saberte feliz, pocos años me quedan de vida y necesito ase-

gurarme de tu futuro. P eso quiero hablar con Hernán y saber cuáles son sus intenciones

para contigo. Es por tu bien.

Isabel.— ¿Qué ganarás con hacerlo? Aunque esté a favor o en contra mía, las cosas no

van a cambiarán.

Padre.— Pero me dará mucha paz saber que hice lo posible.

Isabel.— No creo que logres nada.

Padre.— De todas maneras me gustaría intentarlo.

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Isabel.— No sabría decir cómo lo tomará Hernán.

Padre.— Te prometo no tocar ningún tema que pudiera herirlo.

Isabel.— (Seca.) Si es así, está bien, hazlo. Te avisaré cuando llegue.

El Padre se acerca a Isabel y la besa en la frente, tomándole el rostro con am-

bas manos. La hija no responde. Luego hace mutis subiendo por la escalera.

Isabel permanece un instante pensando, luego ve la hora en su reloj de pulsera,

va a la ventana de la sala y mira lánguidamente a la calle.

Escena segunda

Por la ventana, Isabel divisa a Roberto en la calle, le hace señas, pero éste no la

ve. Isabel con rapidez va a la puerta de la casa, la abre y lo llama.)

Isabel.— ¡Roberto! (Roberto aparece en la puerta.) ¡Qué bueno que te vi! Tengo ganas

de hablar contigo. Acabo de tener una discusión con papá, y lo malo es que Hernán está

por llegar y papá quiere hablar con él. (Se sientan en el sillón de la sala.)

Roberto.— Ten calma, ya verás que todo se arregla. (Mira unas galletas que están so-

bre la mesa del comedor.) ¿Esas galletas son para Hernán?

Isabel.— Claro, ¿para quién iban a ser?

Roberto.— A mí nunca me has invitado a tomar una taza de café con galletas.

Isabel.— Contigo es diferente. A ti te he conocido desde que naciste y a Hernán, no.

Además, Hernán es mi novio.

Roberto.— ¿Te ha pedido que te cases con él?

Isabel.— No, pero todo indica que pronto lo hará.

Roberto.— (Se levanta con la mirada triste y se acerca a la puerta.) Que pases una tar-

de agradable.

Isabel.— No te vayas hasta que llegue Hernán, no quiero quedarme sola.

Roberto.— Si así lo quieres.

Isabel.— Ven, siéntate. (Roberto se sienta frente al sillón que fue de la madre.) Desde

esta mañana he querido contarte algo. Anoche tuve un sueño muy extraño, no tanto por

el sueño en sí, sino por la intensidad con que lo recuerdo. (Isabel se incorpora y deam-

bula.) Bien sabes que yo no creo en el significado de los sueño, pero éste me parece

como si de verdad lo hubiese vivido. Me encontré de pronto en una enorme encrucijada.

Era como estar en el centro de un haz de caminos. Me sentía sola y tuve conciencia de

mi miedo. Entonces me di cuenta que traía un bulto entre los brazos, separé las frazadas

y vi que era un niño recién nacido. A pesar de sus facciones indefinidas, me pareció

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identificar los rasgos de mi cara. Era como mirarme en un espejo… indudablemente era

mi hijo. No me importaba cómo había llegado a mis brazos, la única verdad para mí es

que ese niño era mío. De repente me sentí observada. Me volví y me encontré con un

mendigo. No sabría decirte su edad, su piel era aún fresca, pero tenía en su rostro la ex-

presión cansina de haber vivido miles de años. Había algo extraño en ese viejo, sus ras-

gos me eran familiares, aún ahora que lo recuerdo, me parece que los he visto en algún

lugar. Tenía las manos y los pies vendados con harapos, Entonces, el viejo se acercó y

me sonrió, al verlo sonreír me sentí plenamente feliz, era como si en su risa me sonrie-

ran todas las risas del mundo. Y me dijo: “Tengo frío”. Yo me quité el abrigo que lleva-

ba y se lo di. Se lo puso y me miró agradecido. Después dijo: “Tengo hambre”. Yo no

traía alimento que darle por lo que me quité mi collar de oro y se lo entregué. Lo tomó y

se lo colocó en el cuello. Luego me miró con rara intensidad y me dijo: “Estoy solo,

dame a tu hijo”. Yo estaba como hechizada y se lo di. Inmediatamente noté que el niño

ya no se parecía a mí, ahora sus rasgos eran iguales a los del mendigo. ¡Ya no era mi

hijo! Se lo arrebaté con violencia. El mendigo me miró con tristeza y dijo: “Es niño es

mío, me los estás robando”. Yo rápidamente hui por uno de los tantos caminos que hab-

ía sin saber a dónde me conducía. Todavía alcancé a oír la voz del viejo que me gritaba:

”¡Es niño es mío, me lo estás robando!”. Corrí hasta que quedé exhausta. Me detuve un

momento a tomar aire y aproveché de mirar hacia atrás, vi que el viejo y la encrucijada

habían desaparecido. De pronto noté que traía puesto el saco que le había entregado al

mendigo, y el collar también estaba en mi cuello. En ese instante mi cuerpo se estreme-

ció al intuir una terrible verdad: mi hijo ya no se movía. Lo destapé rápidamente y vi

que estaba muerto, en la huida lo había ahogado contra mi pecho. Grité poniendo en ese

alarido todo mi dolor, pero ningún sonido salió de mi boca. No tenía voz y ¿para qué?,

si nadie había que me escuchara, ni siquiera el mendigo. (Por primera vez mira deteni-

damente a Roberto.) ¿No te parece extraño mi sueño?

Roberto.— (Casi alucinado.) ¡Parece una profecía!

Isabel.— (Estupefacta.) ¡No digas eso! Yo no sé lo que significa mi sueño, pero no me

lo he podido quitar de la cabeza en todo el día. Cada vez que cierro los ojos, me parece

ver la cara del niño muerto. Su rostro era igual al mío. Nadie podría negar que fuera mi

hijo, y yo misma lo había matado.

Roberto.— ¿Se parecía el mendigo a Hernán?

Isabel.— En absoluto, ¿por qué habrían de parecerse?

Roberto.— No sé.

Isabel.— No, he visto muchas veces la cara del mendigo en algún lado, pero no puedo

recordar dónde… (Sigue pensativa.) y al mismo tiempo siento que nunca la he visto

como realmente es. (Se escucha un timbrazo de la puerta principal.) ¡Es Hernán! ¡Vete!

No quiero que te encuentre aquí.

Roberto.— (Algo triste.) Si así lo quieres. Que pases una tarde divertida.

Isabel.— Sal por la puerta de atrás, mientras yo abro la puerta principal.

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Roberto se dirige con pasos lentos a la cocina; mientras Isabel va hacia la en-

trada de la casa y abre la puerta.

Escena tercera

Isabel recibe a Hernán con alegría. Es un hombre de finas facciones y de sua-

ves ademanes. Viste con elegancia.

Isabel.— Pasa, Hernán.

La pareja cariñosa se toma de mano pero no se besa.

Hernán.— Siento llegar un poco retrasado.

Hernán ingresa y la pareja de dirige a la sala.

Isabel.— Siéntate. Tuve una seria discusión con papá.

Hernán.— ¿Por qué?

Isabel.— Con motivo de tu viaje. Mi padre vaticina lo peor para nosotros.

Hernán.— ¿Y tú le crees?

Isabel.— No, porque tengo plena confianza en ti y sé que no vas a defraudarme, pero de

todas maneras quiere hablar contigo.

Hernán.— (Se sobresalta.) Prefiero que lo hagamos a mi regreso.

Isabel.— Mi padre bajará en un momento. Creo que es mejor que te vayas. Mañana iré a

despedirte a la estación y allí habrá oportunidad de que hablemos.

Hernán.— Prefiero que nos despidamos ahora. No me gustan las despedidas largas.

Isabel.— Yo tenía ilusión de verte en la estación.

Hernán.— Pronto estaré de regreso. (Se pone de pie. Isabel se incorpora y abraza a

Hernán, le busca la boca para darle un beso, pero él disimuladamente esconde los la-

bios.) Adiós.

Isabel.— Hasta pronto.

Hernán abre la puerta de salida y coincidentemente el Padre aparece por la

parte alta de la escalera. Lleva una bata de descanso.

Padre.— Hernán, no escuché cuando llegó. Luego oí voces y pensé que ya estaba aquí.

El Padre baja la escalera y se detiene en la sala.

Hernán.— (Disimula su contrariedad.) Buenas noches, don Alfonso.

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Padre.— Veo que ya se iba. ¿No le importaría que hablásemos un momento?

Hernán.— Me es imposible porque salgo de viaje mañana y tengo aún asuntos que

atender.

Padre.— Sí, me he enterado por Isabel.

Isabel que miraba a Hernán, mira repentinamente a su Padre

Hernán.— A mi regreso, lo procuraré. Es más, yo mismo tenía intención de hacerlo.

Isabel mira ahora a Hernán

Padre.— No lo demoraré, se lo aseguro.

Hernán.— Siendo así, estoy a sus órdenes. (Cierra la puerta de salida.)

Padre.— Isabel, ¿quieres subir a tu cuarto un momento, mientras Hernán y yo habla-

mos?

Isabel.— Prefiero estar presente.

Padre.— (Enérgico.) No quisiera entrar en discusión ahora.

Isabel.— (Molesta.) ¡Está bien!

Inicia Isabel mutis por la escalera mientras mira detenidamente a Hernán,

quien disimuladamente baja la cabeza. Desaparece por la parte alta de la esca-

lera que comunica hacia las habitaciones privadas.

Padre.— Siéntese, Hernán.

Ambos se sientan en la sala. El Padre duda cómo iniciar el diálogo.

Padre.— Lo que necesito decirle se lo diré de un tirón. No soy hombre que tenga facili-

dad para la política.

Hernán.— Pierda cuidado, don Alfonso.

Padre.— ¿Cuáles son sus intenciones para con Isabel?

Hernán.— Las de cualquier hombre que ama a una mujer.

Padre.— Eso no responde a mi pregunta. Me refiero a formalizar su relación.

Hernán.— Me parece un poco prematuro hablar de eso.

Padre.— Ni Isabel ni usted son unos niños, ya deben saber lo que quieren.

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Hernán.— Yo estimo mucho a Isabel. Me parece una mujer excepcional.

Padre.— Tan excepcional que estaría dispuesta a hacerla suya.

Hernán.— Yo no he dicho eso.

Padre.— El noviazgo entre Isabel y usted…

Hernán.— (Cortando.) Yo nunca le he pedido que seamos novios.

Padre.— Perdón… La amistad entre Isabel y usted no es una amistad común. Isabel es

toda una mujer, con más sensibilidad de la que creo usted le otorga. Ella lo quiere y no

estoy dispuesto a que la haciera sufrir.

Hernán.— No sé a qué viene todo eso. Yo…

Padre.— (Cortando.) Viene a que su relación con Isabel no es del todo, digamos, con-

vencional.

Hernán.— (Seco.) ¿A dónde quiere llegar.

Padre.— Pronto lo sabrá. No se puede negar que su forma de actuar ha sido siempre un

tanto misteriosa. (Hernán intenta hablar.) No me interrumpa, después dirá lo que quie-

ra.. Yo no he visto con buenos aojos su actitud hacia Isabel, esto sumado a los rumores

que corren sobre usted…

Hernán.— Espero que tenga manera de probar lo que insinúa.

Padre.— Ninguna, ni pensaría en buscarla. Lo único que me mueve a hablarle así es que

soy responsable de mi hija y no me gustaría verla sufrir. Además soy también responsa-

ble del buen nombre de mis posibles nietos, si es que llegan a tenerlos.

Hernán.— (Furioso.) ¡No tiene derecho a hablarme en esa forma!

Padre.— Pues parece que es la única forma de entendernos.

Hernán.— Es mejor que me retire. (Se pone de pie.)

Padre.— (Con gran autoridad.) Siéntese, Hernán, comenzamos esta conversación y

vamos a terminarla.

Hernán.— (Obedece.) Yo vine a esta casa con la mejor de las intenciones.

Padre.— No se lo discuto, pero creo que la mejor de sus intenciones no fue la de querer

forma un hogar, pues ya hace más de una año que estuvo usted por primera vez en esta

casa. Creo que usted solamente busca una amistad que le libre de la soledad.

Hernán.— Yo nunca he tenido miedo de la soledad.

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Padre.— (Sarcástico.) Pero sí miedo a la compañía. (Hernán intenta hablar y el Padre

lo interrumpe.) No olvide que desde hace mucho conozco a su familia y es de todos

notorio que vive a su manera. Usted dista de ser el hombre que pudiera desear para Isa-

bel, pero al mismo tiempo no puedo estar ciego para no darme cuenta de lo que usted

significa para ella y por eso quiero poner las cosas en claro. Hernán, ¿está dispuesto a

formalizar su relación con Isabel?

Hernán.— Eso es un asunto que tenemos que hablar primero Isabel y yo.

Padre.— Bien sabe que Isabel está totalmente dispuesta, y si no lo sabía, yo se lo asegu-

ro. Y para ser sincero le diré que más que quererlo a usted, lo que quiere es formar un

hogar y sentirse madre, y yo no estoy seguro que usted se los pueda proporcionar.

Hernán.— (Se incorporta e intenta salir de la casa.) No estoy dispuesto escuchando.

Padre.— (Se pone de pie y sigue a Hernán.) Usted tiene miedo a comprometerse. ¿A

qué si no viene ese viaje tan oportuno? (Hernán se siente sorprendido.) Conozco eso y

muchas cosas más, tales como que usted no piensa regresar en el tiempo que le ha dicho

a Isabel.

Hernán.— Eso habría que esperar para verlo.

Padre.— Y yo no estoy dispuesto porque sé que Isabel sufriría mucho y no voy a permi-

tirlo. Si está seguro, por qué no formaliza su relación antes de su viaje.

Hernán.— Usted no tiene derecho a ponerme restricciones.

Padre.— No se lo discuto. Hay verdades que reconocer por las dolorosas que sean. La

muerte de mi mujer rompió la unidad de este hogar, ella era el lazo de unión entre los

dos. Después de su muerte, me di cuenta que había pasado demasiados años sin el cari-

ño mutuo, para que volviéramos Isabel y yo a ser padre e hija.

Hernán.— Ella es una persona madura.

Padre.— Lo único que he podido darle a Isabel es la posibilidad de no sufrir. La única

pena que ha tenido es la muerte de su madre, pero logré que fuera lo menos intensa po-

sible.

Hernán.— Usted se equivoca. Isabel hubiera preferido sufrir mucho pero tener la opor-

tunidad de vivir. Aquí entre estas cuatro paredes, Isabel no ha hecho otra cosa que vege-

tar.

Padre.— Lo acepto, y por eso creo que es momento de sincerarnos. Me da miedo el

futuro de Isabel. ¿Qué más quisiera yo que la pudiera hacer feliz?, pero no tengo la se-

guridad, y esa inseguridad me quita la poca paz que conservo ahora que soy viejo...

Hernán, yo no siento confianza con usted. Quisiera conocerlo tal cual es. De usted se

podría decir que es como los fantasmas, todo el mundo habla de ellos pero ninguno sabe

lo que realmente son.

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Padre.— Isabel es una mujer inteligente. El hecho de que lo quiera es que debe haber

descubierto en usted facetas que yo desconozco. Hernán, como verá, he puesto sobre la

mesa mis cartas, ahora quisiera ver la suyas, y después sabré si gané o perdí la partida.

(Hernán se queda mirando en el vacío.) ¡Por el amor de Dios diga algo!

Hernán.— (Sorpresivamente alterado.) ¡No se me ocurre nada!

Padre.— ¡Usted es un cobarde! ¿No sé cómo puede Isabel quererlo? Porque lo quiere,

¿no es cierto?

Hernán.— ¡No lo sé! ¡No lo sé! Si lo supiera, todo sería diferente.

Padre.— ¿Estaría dispuesto a averiguarlo?

Hernán.— ¿Cómo?

Padre.—Casándose con ella.

Hernán.— No tengo ninguna seguridad de ser feliz.

Padre.— Usted debiera pensar en hacerla feliz.

Hernán.— No puedo, tengo que pensar también en mí.

Padre.— ¿Por eso quiere separarse ella?

Hernán.— (Habla con sinceridad.) No, don Alfonso, quiero huir… para que fuera me-

nos dolorosa la separación.

Padre.— Usted tiene miedo de querer.

Hernán.— Todo se precipitó más allá de lo que pretendía.

Padre.— (Seco.) Creo que hemos dicho más de lo necesario. (Le extiende la mano a

Hernán.) Adiós.

Hernán.— Don Alfonso, no le diga nada a Isabel. Yo no soportaría sus reproches.

Padre.— ¿Y qué quiere que haga? ¿Dejarla indefinidamente esperando algo que nunca

llegará? No Hernán, Isabel tiene que saber la verdad ahora mismo. (El padre se dirige a

la escalena.) ¡Esta situación ya la veía venir!

Hernán.— Estoy seguro de que la deseaba ya que todo está polémica no tiene otro obje-

tivo el que Isabel no se separe de usted.

Padre.— ¿y por qué no voy a tenerlo, si la vida me ha hecho sufrir?

Hernán.— Con esa forma de pensar, usted no puede amar a una mujer.

Padre.— ¿Y quién ama a una mujer?

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~ 14 ~

Hernán.— Don Alfonso, espere, déjeme hablar con ella… Le diré toda la verdad. Ella

sabrá comprenderme.

Padre.— ¿Y qué seguridad tengo de que va a ser totalmente sincero?

Hernán.— Ninguna, porque no tengo argumento que darle, como nunca he tenido ar-

gumentos que darle a nadie para justificar mi sinceridad. Usted duda de mi integridad

porque no sabe con certeza como soy. Ni siquiera yo lo sé. Yo no tengo la seguridad de

nada. Dudo de todo, hasta a veces llego a dudar de que Isabel me quiere. ¿Estaría dis-

puesta conmigo a todo? Si así fuese no veo en qué pueda importarle. (Se acerca aún

más a la escalena.) Tengo miedo de ser feliz… tengo miedo de entregarme. ¿Me com-

prende ahora? Todos tenemos un destino. El mío es el de la inseguridad. Nunca le había

hablado a nadie así; siento una gran zozobra interior al hacerlo, como si se hubiera per-

dido algo muy íntimo. Desde que conocí a Isabel, el equilibrio interno que tantos años

me había tomado en lograr, se derrumbó. Ahora no sé lo que quiero. Primero creí que su

amistad me brindaría lo que tanto faltaban en mi vida, el apoyo y la ternura de una mano

femenina. Después creí que hasta podía normalizarme y ser como los demás: tener una

mujer un hogar…Pero fui un estúpido. (Se hace un silencio. El Padre se ha quedado

desconcertado.) En fin, creo que he llegado a una verdad. Diga a Isabel que baje, creo

que será mejor que lo sepa por mí… Por una vez en mi vida, me sentiré orgulloso de mí

mismo.

Padre.— (Sube las escaleras peldaño a peldaño.) Isabel, hija…

ESCENA 4

Isabel aparece por la parte alta de la escalera. El Padre permanece en el des-

canso; mientras Hernán está de pie en la sala. Al entrar Isabel el hechizo de la

escena desaparece.

Padre.— Isabel, Hernán tiene algo que decirte. Los dejo solos.

El Padre sube por la escalera y al cruzarse con Isabel, le da una palmada en el

hombro con ternura. Isabel va hasta la sala.

Hernán.— ¡Me he portado como un estúpido! No sé cómo perdí el control.

Isabel.— (Consoladora.) No importa.

Hernán.— Sí importa, hice el ridículo delante de tu padre.

Isabel.— Cálmate, Hernán.

Hernán.— Si lo hubieras oído... Nunca antes me había alguien hablado con tanta rudeza.

Isabel.— Es mejor olvidarlo. Yo tuve la culpa. No debí dejarte hablar a solas con papá.

Siempre ha sido un egoísta, ahora que se da cuenta que puede perder su último asidero,

es capaz de todo con tal de conservarlo.

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~ 15 ~

Hernán.— ¿Crees de verdad que ése fue el motivo?

Isabel.— Estoy segura, y ahora que se ha ventilado el problema, creo que va a ser muy

difícil volver a lo de antes.

Hernán.— (Más calmado.) Creo que me odia.

Isabel.— A ti, no. Odia a cualquiera que intente destruir su pequeño mundo.

Hernán.— Ningún daño le he hecho.

Isabel.— Conscientemente, no, pero en esta vida todos nos dañamos unos a otros sin

proponérnoslo, es más, sin ni siquiera enterarnos.

Hernán.— Sólo quiero que me deje en paz.

Isabel.— Te dejará, de eso yo respondo.

Hernán.— Si me vuelve a hablar como lo hizo, no sé cómo reaccionaría.

Isabel.— ¿Qué fue lo que te dijo?

Hernán se desconcierta, piensa un momento y después habla como un autómata.

La decisión fue tomada y ya no recapacita.

Hernán.— (Miente.) Tu padre quiere que nos separemos, me ha pedido que no te vuelva

a ver.

Isabel.— No tiene derecho a pedirnos eso.

Hernán.— Eso mismo le dije, pero se burló de mí diciendo que no podría hacerte feliz.

Isabel.— Ya me has hecho feliz, Hernán.

Hernán.— Dijo que no me querías, que lo que querías era tener un hijo.

Isabel.— Pero, Hernán, una cosa viene con la otra.

Hernán.— ¿Y si no pudieras tener más que una?

Isabel.— (Duda por un momento.) Te querría ti, Hernán.

Hernán.— ¿De verdad soy capaz de inspirarte ese amor?

Isabel.— No repitas nunca eso. El hecho de que estoy aquí junto a ti ¿no te dice algo?

Hernán.— Significa mucho para mí, pero ¿me querrás siempre, a pesar de lo que pueda

suceder?

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~ 16 ~

Isabel.— ¿Y qué puede suceder?

Hernán.— Uno nunca sabe que jugada le guarda el destino. Yo jamás pensé estar senta-

do aquí contigo, y menos estar hablando como lo hacemos.

Isabel.— Hernán, nunca hemos hablado de matrimonio. ¿Te gustaría que algún día fue-

ra tu mujer?

Hernán.— Si tú lo quisieras.

Isabel.— Yo siempre he tenido esa esperanza.

Hernán.— Isabel, pronto será todo diferente para nosotros. Creo que serás más feliz.

Isabel.— (Esperanzada.)¡Sé que lo seré! ¿Te imaginas? Todo será diferente porque voy

a ser tu esposa.

Hernán.— Isabel, yo…

Isabel.— (Sorbiéndole las palabras.) ¿Sí…

Hernán.— Yo también quiero que seas mi esposa.

Isabel.— Así lo espero.

Hernán.— Isabel, eres una mujer magnífica y te mereces lo mejor… lo mejor del mun-

do.

Isabel.—¡Lo tengo, Hernán!

Hernán.— No lo tienes… ¡no puedes tenerlo

Isabel.—Hernán, olvidémonos de todos y de todo, tratemos simplemente de vivir

Hernán.— ¿Y si no somos felices?

Isabel.— La felicidad es algo tan subjetivo. Hoy por ejemplo

Isabel.— (Muy incómoda cambia de tema.) Anda, vamos a tomar un café. Te reconfor-

tará.

La pareja va al comedor.

Hernán.— Si tu padre no me hubiera hablado con la frialdad con que se disecciona un

cadáver…

Isabel.— No hablemos más de ello. (Sirve una taza de café.) Toma tu taza. (Sirve otra

para ella.) Vamos a la sala. (Lo hacen y, sentados, beben el café.)

Hernán.— Tu padre no me comprende, Isabel… Nadie me comprende.

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~ 17 ~

Isabel.— Yo deseo comprenderte.

Hernán.— Lo sé y lo agradezco. Creo que pronto me conocerás tal cual soy.

Isabel.— Así lo espero.

Hernán.— ¡Isabel, eres una mujer magnífica y te mereces lo mejor del mundo!

Isabel.— Ya lo tengo.

Hernán.— No, Isabel, no puedes tenerlo.

Isabel.— Hernán, olvidémonos de todos y de todo, tratemos simplemente de vivir.

Hernán.— ¿Y si no somos felices?

Isabel.— La felicidad es algo tan subjetivo. Hoy por ejemplo, me he sentido todo el día

triste y no sé porqué. Acaso porque tuve un sueño horrible anoche.

Hernán.— ¿Qué soñaste?

Isabel.— (Duda un instante.) No lo recuerdo, fue un sueño extraño, sofocante… (Suspi-

ra.) En fin… Debe ser hermoso vivir en otro mundo, con otras personas. Muchas veces

me pongo a imaginar un lugar soleado, con una casa pequeña con sólo lo indispensable

y nada más, y llevar ahí una vida tranquila… (Hernán ha dejado de escucharla.) Y si

hay mar cerca, mejor. ¡Qué bonito es contemplar el mar con su inmensa fuerza sin ba-

rreras, libre, omnipotente! Hace mucho que no voy al mar. La última vez que fui con

mamá, fue el verano antes de que muriera. (Isabel mira a Hernán.) Hernán, no me estás

escuchando, ¿qué te pasa?

Hernán.— Nada, te escuchaba.

Isabel.— Me llevarás al mar cuando nos casemos.

Hernán.— (Lejano.) Sí, cuando nos casemos…

Isabel.— Será hermoso estar tú y yo ahí solos frente al mar.

Hernán.— Frente al mar…

Isabel.— Tengo ganas de bañarme al atardecer y que la espuma me moje la cara.

¡Hernán, tengo tantos deseos por realizar!, me ha faltado tanto por vivir. Solamente re-

cuerdo estas paredes, harto conocidas y odiadas. Conozco esta casa también como a mí

misma, sé donde está cada cosa, adivino su sitio, el mismo que le dio mamá y el que ha

tenido durante todos estos años. Sabes, Hernán, me gustaría hacer una pira con todos los

cuadros, con los muebles y las figurillas de porcelana y contemplar cómo se consumen

hasta llegar a cenizas. Después pintaría toda la casa de blanco y amueblaría con los

mínimo una cama, una mesa y dos sillas, como si fuera la celda de un convento. (Mira a

Hernán.) ¿Qué te pasa? ¿Te noto distante?

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Hernán.— (Toma la mano de Isabel.) Te estoy escuchando… ¿y qué más quisieras te-

ner?

Isabel.— (Íntima.) Un perrito de peluche… biberones…

Hernán.— (Cortando triste.) ¿Y un niño?

Isabel.— Será tuyo y mío, y se parecerá a los dos. ¿Te gustaría?

Hernán.— (Seco.) Sí.

Isabel.— ¿Nada más sí?

Hernán.— Mucho. Me gusta lo que te gusta a ti.

Isabel.— ¿Me quieres Hernán?

Hernán.— ¿Por qué me lo preguntas ahora?

Isabel.— Necesito oírtelo decir.

Hernán.— Tú sabes que sí.

Isabel.— Hernán, eres lo único que tengo. Nunca me abandones.

Hernán.— Nunca me habías hablado así. ¿Qué te pasa?

Isabel.— Tengo un miedo terrible a seguir siendo una decoración más en esta casa, (Ríe

entre dientes.) y no una de las más artísticas.

Hernán.— En esta casa, tú eres la mejor.

Isabel.— (Mimosa.) ¿Cuándo vas a regresar de tu viaje?

Hernán.— Ya te lo dije, en dos o tres emanas.

Isabel.— ¿Y después?

Hernán.— Después todo seguirá igual.

Isabel.— Todo tiene que cambiar…. Tenemos que renovarnos totalmente. Yo no voy a

ser la de ahora, seré diferente. Más mujer porque seré tu esposa… y madre. Lo que dijo

papá no debiera afectarte. Lo hace por egoísmo, no quiere que me separes de su lado.

¿Lo comprendes? (Hernán asiente.) Si te ofendió lo hizo sin intención.

Hernán.— (Con resquemor.) No… La toma de conciencia es la que lastima.

Isabel.— Me escribirás a diario.

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Hernán.— Si así lo quieres.

Isabel.— Parecerá que no te has ido. Te voy a extrañar, pero seré feliz pensando en esta

noche. No sabes el momento maravilloso que me has hecho vivir.

Hernán.— (Mintiendo.) Es que es todo tan complejo… Tu padre se opone terminante-

mente a nuestra relació.

Isabel.— ¿Y eso te importa?

Hernán.— Nada podremos hacer sin su consentimiento.

Isabel.— ¿Por qué no? Si siempre ha decidido por mí, ¿por qué no voy a decidir aunque

sea una vez en mi vida? Yo conozco a mi padre, cambiará de opinión, él mismo me lle-

vará al altar. Lo sé perfectamente. A tu vuelta verás que todo se arreglará. ¿Sabes,

Hernán, que tengo una gran esperanza puesta en ti?

Hernán.— Lo sé.

Isabel.— Quisiera despedirte mañana en la estación.

Hernán.— No me gusta que me digan adiós… es como tener conciencia de que una par-

te de nuestra vida ya no existe, que pasó a ser sólo un recuerdo.

Isabel.— Tonto, si lo único que permanece son los buenos recuerdos, todo lo demás

pasa.

Hernán.— No, el que vive de recuerdos ya comenzó a morir, porque vivir es precisa-

mente dar motivos a los recuerdos.

Isabel.— Si te fueras ahora y no volvieras jamás, tendría de ti muchos recuerdos, los

mejores, porque tú me has hecho sentirme mujer. (Hernán sonríe.) ¿Por qué sonríes?

Hernán.— Me pareció irónico que yo te hiciera sentir mujer

Isabel.— Tú me has hecho cambiar más de lo que te imaginas, tanto que no podría vol-

ver atrás. Voy a contarte un secreto. Antes era muy religiosa, ahora me he vuelto indife-

rente. Nadie lo ha notado porque externamente sigo siendo la misma, pero interiormente

siento a Dios demasiado distante, demasiado etéreo. Ahora necesito un dios de carme

para adorarlo, como si al descubrir el amor humano hubiera perdido el amor divino.

Hernán.— No sabes lo que dices.

Isabel.— No me arrepiento porque he emprendido un camino del que no pienso retroce-

der. Triunfe o fracase.

Hernán.— Triunfarás porque tienes esperanza.

Isabel.— (Habla para sí.) Mi niña espereza tiene que crecer y ser fuerte para que me

sostenga. (Mira a Hernán.) Me gusta llamarla así, mi niña esperanza, como la llaman en

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unos versos que leí… (Recapacita.) Es tarde… No quiero que te preocupes por mí. To-

do será para bien.

Hernán.— Esa es una frase perfecta. Todo será para bien. (Se incorporan y se dirigen a

la puerta de salida.) Si te comente algo tu padre, no le digas nada de lo que hablamos.

Isabel.— Prometido. (Isabel abraza a Hernán y él responde tomándole una mano que

acerca a la boca con intención de besarla.) Hasta pronto, Hernán.

Hernán sonríe y hace mutis.

Escena cuarta

Isabel va a la sala y recoge las tasas, luego se dirige a la cocina, cuando repentinamen-

te oye un ruido en la cocina, abre la puerta interior y descubre a Roberto.

Isabel.— ¿Qué haces ahí? (Roberto entra al comedor.)

Roberto.— (Miente.) Vine a verte, pero no sabía si era oportuno y decidí entrar por la

puerta de atrás porque no le habías puesto el seguro.

Isabel.— ¿Cuánto tiempo tenías ahí escondido?

Roberto.— Solamente unos minutos. No te enojes, Isabel, te prometo que no lo volveré

a hacer.

Isabel.— Olvídalo, no es para tanto.

Isabel.— Roberto, eres el primeo a quien participo: Me caso con Hernán.

Roberto.— (Serio.) ¿Cuándo?

Isabel.— Hernán me ha dicho que volviendo de su viaje, arreglaremos todo. ¡Te imagi-

nas yo casada! El sueño de anoche fue de buen agüero.

Roberto.— (Triste.) Mis felicitaciones.

Isabel.— ¿Por qué ese tono? ¡Hombres! Nunca los voy a entender. (Sarcástica.) ¿Estás

celoso?

Roberto.— No, es que la noticia me tomó por sorpresa.

Isabel.— Dices que a ti nunca te agradezco una taza de café, pues ahora te la hago efec-

tiva. Hoy es un gran día y hay que festejarlo. (Isabel se dirige a servir el café.)

Roberto.— Isabel, ¿no te engañas?

Isabel.— Hernán me dijo que deseaba que fuera su esposa. Tengo que comenzar a pre-

para todo. Voy a tener tanto qué hacer. Bendito de mi padre que se metió en lo que no le

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~ 21 ~

importa y por primera vez perdió la jugada. Yo estaba segura que si hablaba con

Hernán, se podían precipitar los acontecimientos.

Roberto.— (Desesperado.) ¡Yo te mentí, no tenía unos minutos solamente en la cocina,

estuve mucho más.!

Isabel.— ¿Qué me quieres decir?

Roberto.— Que no salí de esta casa esta tarde cuando llegó Hernán. Perdóname no, no

debí hacerlo, pero tenía curiosidad. (Para sí.) ¿Por qué no me fui cuando me lo pediste?

Isabel.— ¿Pasa algo malo? (Silencio de Roberto.) ¡Dímelo!

Roberto.— (Casi llorando.) Hernán, te mintió.

Isabel.— No puede ser, tú debes haber oído mal.

Roberto.— No, Isabel, lo escuché claramente. Don Alfonso quería que se casara y

Hernán se negó… Isabel, perdóname, no quiero hacerte daño.

Isabel.— (Fría.) ¿Estás seguro?

Roberto.— Hernán no piensa regresar de su viaje.

Isabel.— (Reaccionando.) De modo que perdí la partida. Todo fue en vano.

Roberto.— Todavía puede arrepentirse Hernán y regresar.

Isabel.— No, ahora lo veo claro. Ahora comprendo algunos hilos que andaban sueltos.

Hernán se acabó para mí. Y con él se acabo todo

Roberto.— No todo está perdido.

Isabel.— Voy a volver a ser lo que tanto he odiado. Mi padre tenía razón. ¿Por qué

siempre termina teniendo la razón? Ya no voy a ser la que era antes, como dice él, por-

que ahora he probado la miel… y todo me va a saber amargo.

Roberto.— Pero antes eras feliz.

Isabel.— Inconscientemente feliz, pero ahora voy a ser conscientemente desdichada.

Roberto.— De noche todo se ve confuso. Mañana pensarás diferente, te lo aseguro.

Isabel.— Qué difícil será resignarme. Sabes, siempre he sentido vivida, primero por mi

padre, ahora por las circunstancias. ¿Por qué no puedo tener mi propia vida. Aunque sea

una vez poder decir: “yo elegí esto y acerté, o yo elegí esto y me equivoqué. (Mira fija-

mente a Roberto.) Pobre, Roberto, no me mires así. Tú no lo comprendes, algún día

desgraciadamente tendrás que vivir algo semejante a lo mío.

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~ 22 ~

Roberto.— Si hubiera sabido que te iba a hacer tanto daño, no te hubiera dicho la ver-

dad.

Isabel.— ¿Y seguir creyendo en una mentira? Hubiera sido peor. Hiciste muy bien en

decírmelo, te lo agradezco.

Roberto.— Si yo pudiera hacer algo…

Isabel.— Lo sé, siempre he podido contar contigo… No sabes lo terrible que es volar

como las aves del corral, después de haber volado como las águilas.

Roberto.— No te desesperes, Dios está contigo.

Isabel.— Hace un momento oíste lo que le decía a Hernán. No es que haya perdido la

fe, Dios tiene que existir de alguna manera, pero lo siento tan distante… tan poco ama-

ble… Cuando hace unos momentos se lo comentaba a Hernán, me parecía una ganancia,

ahora no sé qué pensar, he perdido a los dos y no creo que pueda recobrar a ninguno. Si

yo hubiera nacido diferente (Sonríe con autocomplacencia.) Es inútil refugiarse en los

condicionales. Yo nací Isabel y estoy destinada a vivir la vida de Isabel. ¡Esta visto que

no me puedo desviar un ápice!

Roberto.— Yo no veo qué tiene de malo vivir aquí en tu casa con tu padre y dar clases

en la escuela.

Isabel.— Tú no lo entiendes y es mejor así. ¿Quién pudiera ser tan inconsciente como

tú? Roberto, todos llevamos escrito en nuestro ser una necesidad, tan imperiosa como la

de comer y bebes, es la de amar, y yo ahora, más que nunca, necesito saciarla.

Roberto.— (Con sinceridad inocente.) Yo te quiero.

Isabel.— Te lo agradezco, pero tú mismo engañas, todo lo que sientes por mí es fruto de

tu edad. Algún día querrás mucho a una mujer y me comprenderás. Tú eres un gran mu-

chacho, te mereces el mejor de los destinos, y Dios quiera que lo tengas. He seguido de

cerca tu vida desde que era niño y tu madre murió. Jugué contigo a ser madre y fuiste el

único niño que he tenido entre mis brazos, y por los visto, el único que tendré.

Roberto.— Me duele oírte hablar así.

Isabel.— Sabes, en el fondo, no me importa tanto perder a Hernán, como perder la opor-

tunidad de ser madre. Tan siquiera en mi sueño, tuve la dicha de sentirme madre por un

instante.

Roberto.— No todo está perdido.

Isabel.— Todo ha terminado. Compréndeme, Roberto, me estoy volviendo vieja. Yo

nunca tuve la habilidad de agradar, nunca poseí simpatía, ni belleza, por eso ahora que

casi perdí mi juventud, ¿qué esperanza me puede sostener?

Roberto.— No debes, desesperar de esa forma. La vida no es como tu sueño, siempre

queda esperanza.

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Isabel.— No, Roberto, la vida es como mi sueño: Una vez escogido el camino, ya no

hay salvación. ¿No te das cuenta que lo que tenía con el sueño entre mis brazos era mi

niña esperanza? Ella fue la que ahogué en mi regazo al intentar huir… y era sólo una

niña pequeña.

Roberto.— Yo no creo que sea la interpretación de tu sueño. Yo me inclinaría a pensar

que la solución la tiene el viejo.

Isabel.— Quizá, pero no deja de ser simplemente un sueño… Roberto, me siento sola…

Si sólo pudiera tener aunque fuera un pequeño motivo para vivir, viviría agradecida con

el cielo, o con el infierno, no me importaría cuál, haría pacto con mi Dios o con mi de-

monio.

Roberto.— No sabes lo que dices. No me gusta oírte hablar así. Hay otros motivos para

vivir… todo lo que nos rodea… Tu padre, tus alumnos… yo.

Isabel.— Pero ninguno de ustedes es auténticamente mío. Mira Roberto, la principal

característica del amor humano es que es posesivo. Deseas y poseen, y yo con ustedes ni

poseo ni me poseen.

Roberto.— No vas a poder seguir viviendo así.

Isabel.— Olvídalo, soy una tonta. (Repentinamente va hacia la puerta principal y la

abre.) Hasta mañana, Roberto.

Roberto.— (Triste.) Que descanses.

Roberto inicia mutis. Paralelamente aparece el Padre en la parte alta de la escalera,

lleva una bata de casa y pantuflas.

Padre.— Oí que abrían la puerta. ¿Ya se fue Hernán?

Isabel.— Si, papá, se fue definitivamente. (El Padre quiere decir algo y es interrumpi-

do.) Descuida, todo está bien. Platicaba aquí un momento con Roberto.

Roberto.— Buenas noches, don Alfonso.

Isabel.— Buenas noches, Roberto. (A Isabel.) No te quedes mucho en la puerta, afuera

hace viento y te podrías resfriar.

Isabel.— Pierde cuidado, papá, en un momento más voy adentro.

El padre hace mutis por la parte superior de la escalena.

Roberto.— Mañana, al salir de la escuela pasaré a saludarte.

Isabel.— Aquí estaré. (Roberto inicia mutis.) Espera, Roberto, se me ocurre una idea

que puede ser mi salvación… Es una ideal totalmente loca… pero es mi única esperan-

za.

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Roberto.— ¿Qué es?

Isabel.— Te voy a hablar como lo haría a un hombre hecho y derecho, y si lo hago así

es porque sé que ya lo eres. Fíjate bien en lo que voy a decir. Yo jugué contigo un día a

ser madre, ¿por qué no voy poder jugar contigo a ser esposa?

Roberto.— (Desconcertado.) No te comprendo.

Isabel.— Es muy sencillo. Mira, eras pequeño y yo serví e madre porque tú perdiste a la

tuya, ahora que eres grande me puedes servir de marido, porque yo no tengo el mío.

Roberto.— Eso no puede ser. Es absurdo. Si se pudiera, lo haría, pero me llevas muchos

años.

Isabel.— Tonto, si es por un momento nada más. Roberto, necesito un hijo y lo voy a

conseguir cueste lo que cueste, y ¡qué mejor que sea contigo que me conoces y me

comprendes y no con otro hombre que interprete mal mis intenciones!

Roberto.—Podrías adoptar un niño.

Isabel.—Lo he pensado pero jamás me sentiría auténticamente madre.

Roberto.— (Temeroso.) Isabel, yo nunca…

Isabel.— (Corta.) No importa, yo tampoco. (Roberto se sonroja.) No bajes los ojos, no

tienes de qué avergonzarte.

Roberto.— No es correcto en esa forma, cada cosa tiene su cauce propio, tú me lo ense-

ñaste.

Isabel.— (Violenta.) ¿Y qué cause me corresponde a mí? (Roberto mira perplejo a los

ojos de Isabel. Continúa con dulzura) Será un secreto entre tú y yo….

Roberto.— Cuando los demás se enteres, ¿qué les vas a decir?

Isabel.— Les contaré gozosa mi única verdad. Que he concebido un hijo o una hija que

es la alegría de mi alma.

Roberto.— Y cuando crezca, ¿qué le dirás?

Isabel.— Toda la verdad, ella o él me comprenderá. Tú lo verás. (Isabel abre la palma

de la mano y muestra a Roberto, éste la toma y juntos suben peldaño a peldaño la esca-

lera.) ¿Sabes que es elegir? (Atónito Roberto niega.) ¡Elegir es sacrificar… por eso mi

vida va a ser, desde este instante, el inmenso cansancio de sacrificar!

La pareja desaparece por la parte alta de la escalera rumbo a la habitación de

Isabel.

Monterrey, Nuevo León

12 de diciembre de 1968

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Guadalajara, Jalisco

Labor de mecanografía

6 de septiembre de 2011

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