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291.6C748s2 Conferencia Episcopal de Costa Rica El Sacerdote que queremos / Conferencia Episcopal de Costa Rica -- 2ª. ed. – San José, C.R. : EDITORAMA, 2009. 124 p. ; 22.2 x 13.3 cm.

ISBN 978-9977-88-139-3

1.Sacerdotes. 2. Clero. I. Título.

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Tabla de contenidoPresentación ........................................................... 5

El Sacerdote que queremos .................................. 9

Su Santidad Juan XXIIIEnciclica Sacerdotii Nostri Primordia,sobre nuestro Sacerdocio, Agosto 9, 1959 ......... 23

Carta del Sumo Pontífi ce Benedicto XVI .............. 55

Los Presbíteros: Discípulos misioneros de Jesús

I. La realidad del Presbítero en el hoyde América Latina. Un contexto global. .................. 73

II. La iluminación de Aparecida para el campoPresbiteral. Una mediación pedagógica .................. 85

III. La vida plena en Jesucristo, para el Presbíterode hoy, a través de la Pastoral de Pastores. .............. 109

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Muy queridos Sacerdotes de Costa Rica;

Estamos celebrando el Año Sacerdotal, querido por nuestro Santo Padre Benedicto XVI, bajo el signo de “Fidelidad de Cris-to, Fidelidad del Sacerdote”. En palabras del mismo Santo Pa-dre, va a ser un año especial orientado a “favorecer la tensión de los sacerdotes hacia su perfección espiritual de la cual depen-de, sobre todo, la e cacia del ministerio”

Nosotros, los Obispos de Costa Rica, Padres y Pastores de esta porción de la Iglesia de Cristo, queremos ante todo darles las gra-cias a cada uno de ustedes que perseveran, con frecuencia con auténtico heroísmo, en el servicio de nuestro amado Pueblo. Los medios de comunicación se encargan de difundir lo que mancha la imagen del sacerdocio católico, pero esto no nos impide en absoluto hacer nuestra !a declaración de los Obispos reunidos en Aparecida: “Valoramos y agradecemos con gozo que la inmensa mayoría de nuestros presbíteros vivan su ministerio con delidad y sean modelos para sus eles, que sa-quen tiempo para su formación permanente, que cultiven una vida espiritual que estimula a los demás presbíteros, centrada en la escucha de la Palabra de Dios y en la celebración diaria de la Eucaristía; “Mi Misa es mi vida y mi vida es una Misa prolongada”, a rmaba San Alberto Hurtado” (DA 191).

2, Durante este Año Sacerdotal, ciertamente, por todas partes del mundo católico, se van a propiciar encuentros de estudio y de oración, para profundizar en la “identidad sacerdotal”, en la “teología sobre el sacerdocio católico” y en el ‘’sentido

Presentación

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extraordinario de la vocación y de la misión de los sacerdotes en la Iglesia y en la sociedad”. Todo va a ser de grande utilidad, pero si nos acompaña la convicción de que- como a rmaba el gran teólogo Karl Rahner- “la mejor teología es la que se hace de rodillas”. Precisamente como la quiso y supo rea-lizarla el Santo que está motivando nuestro Año Sacerdotal, Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars,

A la luz de esta teología “aprendida de rodillas”, nuestro Santo Patrono ha dicho y escrito “cosas maravillosas” sobre el sacerdocio... “Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios- a rmaba- es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los: dones más pre-ciosos de la misericordia divina”. “¡Oh, qué grande es el sacer-dote! Si se diera cuenta moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y “Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia...” “El Sacerdote continúa la obra de la redención sobre !a tierra (...). Él tiene las llaves de los tesoros del cielo; él es quien abre las puertas”.

Cuando Juan María Vianney llegó a Ars, un pueblo de unos 230 habitantes, encontró la Iglesia “sucia y vacía”, pero al poco tiempo, ella se volvió hermosa e insu ciente para albergar a todos los que hubiesen deseado “participar” en la Santa Euca-ristía celebrada por él.

El modelo de sacerdote que es el Santo Cura de Ars, realmente nos impacta, nos atrae y nos impulsa a la imitación.

Ha sido dentro del contexto, de los altos ideales sacerdotales, hechos vida por San Juan María Vianney, que los Obispos de Costa Rica, el Jueves Santo del 2001, dirigieron un Mensaje a sus Sacerdotes, con el titulo El Sacerdote que queremos, To-do es bello y actual en ese Mensaje que constituye realmente “una palabra de aliento y de estímulo en la tarea que los sa-cerdotes realizan con tanta dedicación”. En ella los Obis-pos, aseguran a sus sacerdotes que les están apoyando con su oración constante y con su solicitud pastoral, a la vez que

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les exhortan: “Deseamos con todo nuestro ser, que puedan vivir aún mejor su sacerdocio y lograr así dar un claro testi-monio de lo que la “ Iglesia y el mundo quieren y esperan de sus sacerdotes” (p.3)

3, Han transcurrido ya 18 años desde aquel Jueves Santo en que nuestros Obispos de aquel momento nos dirigieron el Mensaje, El Sacerdote que queremos. Hoy, nosotros, los ac-tuales Obispos de Costa Rica, volvemos a dirigírselo, a Uste-des, nuestros muy queridos sacerdotes, con ocasión del pre-sente Año Sacerdotal. Lo acompañamos con la publicación de la preciosa e inspirada Encíclica del Beato Juan XXIII, quien nos la regaló con ocasión de los 100 años de la muerte del Santo Cura de Ars, en 1959, y la tituló, “Sacerdotii Nostri Pri-mordia”. Le sigue el texto que los Documentos de Aparecida, dedican a los Sacerdotes, “escogidos por Dios Padre desde antes de la creación del mundo para que fuéramos santos e irreprochables ante Él, por el amor” (cfr. Ef 1,3).

La publicación se concluye con la Carta del Sumo Pontí ce Benedicto XVIII para la convocación del Año Sacerdotal que inició el 19 de junio del presente año, en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, en plena sintonía con la a rma-ción del Santo Cura de Ars, quien repetía con frecuencia; ‘’Le sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jesús”, “el sacerdocio, es el amor del Corazón de Jesús”.

Con amos esta publicación, obsequio de nosotros los Obis-pos de Costa Rica, para todos nuestros amados Sacerdotes, a la Santísima Virgen María, Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, pidiéndole que suscite en cada uno de ustedes un generoso y renovado impulso hacia los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia, que inspiraron y sostuvieron al Santo Cura de Ars. Patrono nuestro, en su heroico servicio pastoral.

Los Obispos de Cosía Rica

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EL SACERDOTEQUE QUEREMOS

Mensaje de los Obispos de Costa Rica a sus sacerdotes.

Muy queridos sacerdotes:La celebración del Año Jubilar nos ha dado la oportunidad de re exionar profundamente sobre en el misterio de la Encarnación salvadora del Hijo de Dios, razón de ser de nuestro ministerio sacerdotal. Al iniciar el tercer milenio, desafío para nuestra vida y misión, nosotros, los Obispos de la Provincia Eclesiástica de Costa Rica, nos dirigimos a ustedes, queridos sacerdotes, a quienes amamos como a hermanos en el sacerdocio único de Cristo.

Nuestra primera palabra es de gratitud por el esfuerzo enor-me que ustedes realizan en la obra de la Evangelización de nuestros pueblos. Conocemos su consagración y entrega a la misión que el Señor a través de su respectivo Obispo les ha encomendado. Somos conscientes del cariño y la responsabilidad con que han asumido ese mandato, que a diario tratan de cumplir con generosidad y sacri cio, que los lleva a gastarse y desgastarse por el Reino del Señor.

Este mensaje que ponemos en sus manos es, en verdad, una palabra de aliento y estímulo en la tarea que realizan

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con tanta dedicación y además tengan la certeza de que estamos apoyándolos con nuestra plegaria y con nuestra solicitud pastoral.

Deseamos, con todo nuestro ser, que puedan vivir mejor su sacerdocio y logren dar un claro testimonio de lo que la Iglesia quiere y espera de sus sacerdotes. Creemos que sólo así nuestra Evangelización echará raíces, será más fecunda y nos permitirá hacernos más creíbles ante el mundo.

Jesús, el Maestro y Señor, no llamó ángeles para el ministe-rio sacerdotal, sino a hombres pecadores, capaces de com-padecerse de sus hermanos; fue así desde el principio y lo ha sido siempre. Fue por eso que Jesús, comprendiendo la situación de sus discípulos, que están en el mundo, pero que no son del mundo, oró pidiendo a su Padre que no los sacara del mundo sino que los preservase del maligno.

Sin embargo, el hecho de no ser del mundo, pero de es-tar en el mundo, provoca no pocas tensiones, tentaciones e in delidades a los compromisos adquiridos, el día de nuestra ordenación sacerdotal. Como Pastores, encargados de conducir la Iglesia, sentimos, no sin dolor, el deber de referirnos también a ellas, para ser eles a nuestra misión episcopal. Al hacerlo, tomamos la posición del padre con sus hijos, que busca ayudarlos y estimular la superación, más que señalarlos o condenarlos.

Para lograr estos propósitos, ofrecemos las siguientes orien-taciones, al respecto.

Dimensión humana

Consideramos que el sacerdote ha de ser:1.- un hombre maduro, consciente y alegre en la vivencia de su identidad sacerdotal.

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• Un hombre de buenas relaciones humanas amable y respetuoso acogedor de todas las personas,

• Que se distinga por su capacidad de diálogo que le dará sentido de apertura y de escucha de los demás.

• Con gran espíritu de servicio y generosidad• El sacerdote ha de preocuparse por llevar una vida

mucho más comunitaria y fraterna, en su comuni-dad parroquial, y especialmente con sus hermanos sacerdotes.

• Un aspecto importante que debe tomar en cuenta es el control de su carácter. Lamentablemente mu-chas personas se han alejado de la Iglesia católica porque no les hemos tratado como merecen. Debe-mos ser siempre modelo de misericordia y de buen trato para todos.

2.-Un hombre que lucha a diario por vivir su celibato.Queremos hacer también una consideración sobre el Ce-libato como compromiso eterno y promesa solemne que hicimos con Cristo y con la Iglesia. La vivencia del celibato ha de ser un don y una tarea. Como don, es una gracia de Dios y como tarea es una respuesta y esfuerzo personal. Las exigencias que implica el celibato requieren madurez humana y psicológica, y una constante ascesis y encuentro permanente y profundo con el Señor en la oración y vida.Comprendemos la fragilidad a que estamos expuestos con-tinuamente en este campo. Sin embargo, somos conscien-tes también que el sacerdote no puede ser el a Cristo y a la Iglesia llevando una doble vida. Como pastores exhorta-mos a la conversión a aquellos sacerdotes que se encuen-tren en semejante situación y les decimos que estamos en la mayor disponibilidad para ofrecerles nuestra ayuda.

Dimensión Espiritual

Nuestro sacerdocio, como dice el Papa Juan Pablo II, es don y misterio, que nace del amor y de la bondad de Dios.

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Por esta razón no lo podemos vivir sin una sólida espiritua-lidad enmarcada en nuestro ser y quehacer de presbíteros diocesanos al servicio de una Iglesia Particular.

Para vivir esta espiritualidad debemos proponernos un Proyecto de Vida que nos lleve a un encuentro cada vez mas profundo con Jesucristo vivo, cuyos principales ele-mentos queremos recordar.

El sacerdote ha de ser • un hombre de oración. A ella a de dedicarle diariamente el tiempo necesario, aunque se sienta abrumado por las tareas ministe-riales.Fuentes para alimentar esta oración son • la Palabra de Dios y la celebración diaria de la Eucaristía: Al respecto nos dice la Exhortación apostólica PDV: “El sacerdote mismo debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios...Necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensa-mientos y sentimientos, y engendre dentro de si una mentalidad nueva” (PDV 26). Recomendamos a los sacerdotes que la lectura orante de la Palabra es vital para su enriquecimiento espiritual y para la prepara-ción de la homilía que de hacer todos los dias, sobre todo el domingo, dia del Señor. Siendo la Eucaristía manantial y cumbre de la vida eclesial, el sacerdote ha de ser el primero en alimentarse de ella, ponien-do en práctica lo que se le dijo en la ordenación: “Considera lo que realizas, e imita lo que conmemo-ras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor” (Rito de Ordenación).La Iglesia nos ha con ado • la Liturgia de las Horasen la que expresa su compromiso con toda la hu-manidad, con los pobres y desamparados, con los que no tienen voz, y con los que no saben rezar. Ha de ser una alegría el orar por los demás y en

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nombre de ellos lo que nos ha de conducir a una búsqueda del Señor cada vez más ferviente.

Este grave y a la vez gozoso compromiso lo hemos adquirido en la ordenación sacerdotal, y debemos vivirlo siempre como sacerdotes, cuya fuente de vi-da y de misión es la comunidad trinitaria.Como pastores de la comunidad eclesial los pres-• bíteros tienen la exigencia y, a la vez , necesidad imperiosa de vivir la íntima fraternidad sacramen-tal del presbiterio unido en y con el Obispo. Así lo expresa Juan Pablo II en la carta enviada el Jueves Santo del dos mil: “Que la imagen de Cristo rodea-do por los suyos en la última cena, nos lleve a cada uno de nosotros a un dinamismo de fraternidad y comunión”. Pedimos a los sacerdotes evitar el aisla-miento y fomentar espacios fraternos para orar, para estudiar, descansar , crecer en la amistad y ayudar-se mutuamente. La vida fraterna es también fuente de serenidad, consuelo y alegría en el ejercicio del ministerio.El Señor nos ha constituido • ministros de la reconci-liación y nos la ofrece también a nosotros en este sacramento al que debemos acudir con frecuencia. Por otra parte, no debemos escatimar el tiempo pa-ra realizar este ministerio al servicio del pueblo de Dios. Ojalá los laicos encuentren siempre disponi-ble al presbítero para recibir esta gracia de la recon-ciliación con Dios y sus hermanos.En los últimos tiempos se ha descuidado • la Direc-ción Espiritual que ha sido siempre un medio muy saludable de crecimiento espiritual. Consideramos que es el momento de volver a esta práctica que nos ayudará para nuestra propia santi cación.Las exigencias pastorales de estos tiempos nos pue-• den llevar a un activismo, que no debe ser nunca criterio de nuestra acción pastoral. Para evitar este

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activismo que desgasta y vacía, estamos llamados a vivir la Caridad Pastoral que da unidad y sentido a toda nuestra actividad, entrega y opción sacerdotal “El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de si a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen” (PDV 23)Por el sacramento de la Ordenación, todo sacerdo-• te forma parte de la familia presbiteral de la Iglesia Particular a la cual pertenece. Esta ha de ser el motor que anime a participar vehementemente en la vida y en la actividad pastoral de la Iglesia Particular. Ha de ser asiduo en la presencia y participación en las reuniones del clero, tanto en los plenarios como en las zonas o vicarías respectivas. Nos preocupa sobremanera cuando algún sacerdote se ausenta o aísla de la vida diocesana. Dicha participación será también fuente y expresión de su misma espirituali-dad de sacerdote diocesano.María, madre de los sacerdotes, • Virgen oyente y oferente, nos siga ayudando a crecer en nuestra -delidad y entrega sacerdotal

Dimensión Intelectual

La formación intelectual, aún teniendo su propio carácter es-pecí co, se relaciona profundamente con la formación hu-mana y espiritual, constituyendo con ellas un elemento ne-cesario. Participando de la luz de la inteligencia divina, trata de conseguir una sabiduría que, a su vez, se abre y avanza al conocimiento de Dios y de su adhesión. (cfr PDV 51).

Con relación a esta dimensión, queremos señalar los si-guientes aspectos que serán de mucho provecho para el ejercicio del ministerio sacerdotal.

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El estudio constante de la teología será de capi-tal importancia para revelar al pueblo con mayor claridad, el verdadero rostro de Dios en Jesucristo. Así el sacerdote: “...al aplicarse con conciencia y constancia al estudio teológico, es capaz de asimi-lar, de forma segura y personal, la genuina riqueza eclesial”.(PDV 72).

Para una auténtica inculturación del Evangelio , se hace necesario el conocimiento de la cultura actual del mundo y especialmente de nuestro país. Es uno de los desafíos actuales que tiene la Iglesia. Una fe no inculturada no es una verdadera fe. Todo el conocimiento que el sacerdote pueda tener de la cultura moderna y postmoderna, le ayudará a que el Evangelio sea siempre un faro que ilumine las os-curidades que a diario envuelven a la humanidad. Por estos motivos instamos a nuestros sacerdotes a mantenerse actualizados en todos los aspectos del acontecer nacional y mundial.

La formación permanente, tema central de nues-tro primer Encuentro Nacional de sacerdotes, pro-movido por nosotros para preparar el Gran Jubileo, nos llevó a la conclusión de que debe ser parte de la vida y ministerio sacerdotal, para llevar con e -ciencia y e cacia la Buena Noticia a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. .: “La formación per-manente es hoy particularmente urgente, no sólo por los rápidos cambios de las condiciones socia-les y culturales del hombre y de los pueblos, sino por aquella “Nueva Evangelización” que es la tarea esencial e impostergable de la Iglesia en este nal del segundo milenio” (PDV 79).

Que nuestros sacerdotes se actualicen constante- mente, es algo que nosotros los Obispos conside-ramos de vital importancia. Hay diversas formas

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para realizar esa actualización: cursos organizados por las Comisiones diocesanas del clero, por la Co-misión Nacional de Pastoral sacerdotal, los cursos que se nos ofrecen en Institutos de Pastoral como el ITEPAL Universidad Católica Anselmo Llorente y La Fuente y otros similares, o a través de alguna es-pecialización. Buscaremos ocasiones propicias pa-ra ello, ya que la experiencia nos ha indicado que quienes han participado en algunos de estos cursos, han descubierto una visión más amplia de la Iglesia y un conocimiento más profundo de la realidad en que vivimos. Recomendamos además, suscribirse a revistas de orientación teológico-pastoral, y de ser posible elaborar entre nosotros algún medio que llene esta necesidad.

Dimensión Pastoral

“No habrá nueva evangelización si no hay nuevos pasto-res” (PDV 2). Así habla el Papa, casi al inicio de la Ex-hortación Apostólica Pastores Dabo Vobis. Más adelante señala la Nueva Evangelización como un condicionante sobre todo de la formación permanente. Agrega el Papa en otro lugar: “La Nueva Evangelización tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y estos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como un camino espe-cí co hacia la santidad” (PDV 82).

El tipo de Sacerdote del nuevo milenio y la formación que requiere, según el espíritu de Ecclesia in América, es el del hombre que vive su encuentro personal con Jesucristo vi-vo, para ser agente cuali cado de conversión, comunión y solidaridad, e impulsar así la Nueva Evangelización.

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Todo esto lleva a que el presbítero viva una serie de exi-gencias en el campo de la Pastoral. Sin ser exhaustivos, queremos enfatizar las siguientes;

El sacerdote requiere trabajar junto con los demás presbíteros en la plani cación pastoral. Debe apren-der a escuchar el punto de vista de los demás y buscar consenso en el trabajo de equipo, lo cual redundará en bien de la comunidad cristiana como testimonio de colaboración de unos con otros. Puebla nos ex-horta al decirnos::“El camino práctico para realizar concretamente esas opciones pastorales fundamen-tales de evangelización, es el de una pastoral plani- cada” (P 1306) “La acción pastoral plani cada es la respuesta especí ca, consciente e intencional a las necesidades de la evangelización. Deberá realizarse en todos los niveles de las comunidades y personas interesadas, educándolas en la metodología de aná-lisis de la realidad, para la re exión sobre dicha reali-dad a partir del Evangelio; la opción por los objetivos y los medios más aptos y su uso más racional para la acción evangelizadora” (P 1307) Es el mismo Papa Juan Pablo II en el último documento entregado a la Iglesia quien dice así: “Es preciso ahora aprovechar el tesoro de gracia recibida, traduciéndola en fervientes propósitos y en líneas de acción concretas. Es una tarea a la cual deseo invitar a todas las Iglesias locales (NMI Nº 3)

La creatividad pastoral requiere una actualización constante en los métodos, en las expresiones y en el ardor de los evangelizadores, según nos indica el Papa. He aquí uno de los grandes desafíos que tenemos en nuestra Iglesia en Costa Rica. . “Dios ha conducido la historia en el pasado al abrir cami-nos en el mar, y rmemente creemos que hoy día

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la sigue conduciendo creativamente” (CELAM: Tercer Milenio como Desafío Pastoral Nº 220). El paso que estamos dando del milenio anterior al presente no es mágico. Estamos viviendo un tiempo de parto, y en los partos hay expectativas, hay temores y hay con-tradicciones, y por más que se eliminen los dolores, nadie llega al mundo sin gemir. (Idem Nº 221)

La identidad de un sacerdote , nace de una con-vicción interior, y es allí en donde Dios ve y juzga a cada uno, pero también debe expresarse exte-riormente, y ser conocida por los demás, por no hablar del derecho que tienen los eles laicos de identi car a sus pastores. Consideren los sacerdotes que su Ministerio lo realizan en nombre de Jesu-cristo. Sólo este hecho requiere de todos nosotros una presentación digna y adecuada, de modo que no ocultemos, sino que expresemos con valentía, la naturaleza de nuestra vocación. Nos preocupa que algunos sacerdotes visiten algunos lugares, sea individualmente o en grupo, donde no se ve con-veniente su presencia. Hoy el mundo está necesi-tado de este testimonio, y sería injusto negarle algo que con sencillez les podemos dar. “Así, pues debe brillar su luz ante los hombres, para que vean sus buenas obras y glori quen al Padre de ustedes que está en los cielos” (Mt.5,16).

El sacerdote, al estilo del Buen Pastor, debe cono-cer a su pueblo y estar cercano a él, siempre dis-ponible a quien lo busca y lo necesita. Los pobres y excluidos deben gozar de un espacio privilegiado en el quehacer del pastor. Su estilo de vida debe ser como el de Jesucristo, con un corazón abierto a todos y sin acepción de personas. Un hombre que viva intensamente la caridad pastoral.

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El sacerdote, como pastor, debe contar con la parti-cipación del laicado no sólo en la fase de ejecución de la pastoral de conjunto, sino también en la plani- cación y en los mismos organismos de decisión..Según apuntan los documentos de la Iglesia. (P 808). Por consiguiente, los laicos han de ser protagonistas en la acción pastoral.

El sacerdote está llamado a ejercer la triple misión de Cristo: sacerdote, profeta y pastor, que lo haga capaz de anunciar la Palabra de Dios, de denunciar aquello que no responda al proyecto de Dios, de celebrar y presidir los misterios de la gracia divina, y guiar la co-munidad cristiana para construir el Reino de Dios.

Actitud pastoral clave será el descubrir y destacar las semillas del Verbo y los valores ya presentes hoy en la sociedad, sobre los cuales construir el futuro. Hacer a un lado el pesimismo y mirar todas las posibilidades que nos ofrece el mundo actual para evangelizar.

En lo Administrativo, nos alegra profundamente el hecho de que en algunas diócesis se este hacien-do un esfuerzo por lograr una equidad verdadera entre los sacerdotes, de modo que las diferencias económicas no obstaculicen el servicio pastoral en donde cada sacerdote sea querido por su obispo. Seguiremos buscando modos que re ejen cada vez más un verdadero espíritu de solidaridad y el com-partir los bienes.

El sacerdote debe ser transparente en el manejo de los fondos de la Iglesia, ya que, más que patrimonio personal, son bienes que pertenecen a la comuni-dad eclesial, de la cual es su servidor y el admi-nistrador.

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Su estilo austero de vida debe llevarlo a evitar el consumismo, fenómeno en el que, sin darse cuen-ta, se ve envuelto también en mismo sacerdote.Recuerden los sacerdotes que es obligatoria la crea-ción del Consejo E económico en las parroquias, estructura que no solo les ayudará en el manejo de los dineros, sino que les va a salvaguardar en el momento en que deban presentar cuentas a la Curia.Tomen en cuenta también los sacerdotes, su res-ponsabilidad en entregar el aporte económico a la diócesis y enseñar a sus eles que este es un deber de todos.Es bueno recordar también que parte importante de su responsabilidad está en entregar a tiempo las colectas obligatorias que así sean requeridas por su respectivo obispo.Todo estos aspectos forman la solidaridad con los demás compañeros y con sus diócesis, que presidi-dos por el Obispo, forman un solo presbiterio.

Algunas cuestiones prácticas

1.-Corrección fraternaCuando se trate de alguna situación particular de un her-mano sacerdote que debamos discernir, corregir u orientar, se ha de aplicar el camino de la corrección fraterna que nos señala el Evangelio. En estos casos juega un papel muy importante el apoyo, la amistad y la fraternidad sacerdo-tales. Siempre se ha de partir de una información objetiva y seria de la situación. El camino más adecuado para dis-cernir comunitariamente la voluntad de Dios es el diálogo abierto y sincero. En algún caso extremo, el Obispo actua-rá con la disciplina que le exige la Iglesia, pues debe ser el a ella y al Señor, aunque lo hará siempre como padre y

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pastor que comprende con amor a sus hijos.

2.-Comisión de Pastoral sacerdotal. La Comisión Nacional de pastoral sacerdotal tiene como misión fortalecer en cada diócesis la comisión respectiva del clero. Ha de elaborar un programa de formación permanente tanto a nivel nacional como diocesano. Al mismo tiempo, ha de preocuparse de manera especial por un acompañamiento a los sacerdotes jóvenes y así mismo brindar ayuda y apoyo a los sacerdotes que se encuentren en situaciones difíciles.

3.-Un espacio en nuestras reuniones. Procuraremos tener espacios en nuestras reuniones ordinarias de la Conferen-cia para ocuparnos de nuestros presbíteros y presbiterios.

4.-Casa sacerdotalEsperamos contar en un futuro no muy lejano con una Casa Sacerdotal para atender las diversas necesidades de nuestros sacerdotes.

ConclusiónEste mensaje fraterno que les hemos dirigido, ha nacido de nuestra oración, de nuestra re exión y de nuestra experien-cia de Pastores. Lo hacemos, llenos de optimismo y con el deseo sincero de contribuir con una dosis de abono en el terreno ya valioso y fértil de la vida de nuestros sacerdotes. Vaya nuestra palabra de gratitud por escuchar y poner en práctica el contenido de este mensaje, que llenará de luz y de esperanza el ser y el quehacer de nuestra Iglesia en Costa Rica.

Con amos nuestro sacerdocio a Maria nuestra Señora de los Ángeles, y a San José, patrono de Nuestra Patria para que respondamos con entrega y delidad a tan sublime vocación. Queridos sacerdotes los saludamos y con cariño los bendecimos.

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Enciclica Sacerdotii Nostri Primordia

ENCÍCLICA

SACERDOTII NOSTRI PRIMORDIA*DE SU SANTIDAD

JUAN XXIII EN EL I CENTENARIO DEL TRÁNSITO

DEL SANTO CURA DE ARS

INTRODUCCIÓNLas primicias de Nuestro sacerdocio abundantemen-te acompañadas de purísimas alegrías, van para siempre unidas, en Nuestra memoria, a la profunda emoción que experimentamos el día 8 de enero de 1905, en la Basílica Vaticana, con motivo de la gloriosa beatificación de aquel humilde sacerdote de Francia que se llamó Juan María Bautista Vianney. Elevados Nos también pocos meses antes al sacerdocio, fuimos cautivados por la admirable figura sacerdotal que Nuestro predecesor San Pío X, el antiguo párroco de Salzano, se consideraba tan feliz en proponer como modelo a todos los pastores de almas.

Pasados ya tantos años, no podemos menos de revivir este recuerdo sin agradecer una vez más a Nuestro Divino Re-dentor, como una insigne gracia, el impulso espiritual así im-preso, ya desde su comienzo, a Nuestra vida sacerdotal.

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También recordamos cómo en el mismo día de aquella bea-tificación tuvimos conocimiento de la elevación al episco-pado de Monseñor Giacomo María Radini-Tedeschi, aquel gran Obispo que pocos días después Nos había de llamar a su servicio y que para Nos fue maestro y padre carísimo. Acompañándole, al principio del mismo año 1905, Nos dirigimos por vez primera como peregrino a Ars, la modes-ta aldea que su santo Cura hizo para siempre tan célebre.Por una nueva disposición de la Providencia, en el mismo año en que recibimos la plenitud del sacerdocio, el pa-pa Pío XI, de gloriosa memoria, el 31 de mayo, de 1925, procedía a la solemne canonización del “pobre cura de Ars”. En su homilía se complacía el Pontífice en describir la «grácil figura corpórea de Juan Bautista Vianney, res-plandeciente la cabeza con una especie de blanca corona de largos cabellos, su cara menuda y demacrada por los ayunos, de la que de tal modo irradiaban la inocencia y la santidad de un espíritu tan humilde y tan dulce que las muchedumbres, ya desde el primer momento de verle, se sentían arrastradas a saludables pensamientos»[1]. Poco después, el mismo Sumo Pontífice, en el año de su jubileo sacerdotal, completaba el acto ya realizado por San Pío X para con los párrocos de Francia, extendiendo al mundo entero el celestial patrocinio de San Juan María Vianney «a fin de promover el bien espiritual de los párrocos de todo el mundo»[2].

Estos actos de Nuestros Predecesores, ligados a tantos ca-ros recuerdos personales, Nos place, Venerables Herma-nos, recordarlos en este Centenario de la muerte del Santo Cura de Ars.

En efecto, el 4 de agosto de 1859 entregó él su alma a Dios, consumado por las fatigas de un excepcional mi-nisterio pastoral de más de cuarenta años, y siendo objeto de unánime veneración. Y Nos bendecimos a la Divina

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Providencia que ya por dos veces se ha dignado alegrar e iluminar las grandes horas de Nuestra vida sacerdotal con el esplendor de la santidad del Cura de Ars, porque de nuevo Nos ofrece, ya desde los comienzos de Nuestro supremo Pontificado, la ocasión de celebrar la memoria tan gloriosa de este pastor de almas. No os maravilléis, por otra parte, si al escribiros esta Carta Nuestro espíritu y Nuestro corazón se dirigen de modo singular a los sa-cerdotes, Nuestros queridos hijos, para exhortar a todos insistentemente y, sobre todo, a los que se hallan ocupa-dos en el ministerio pastoral a que mediten los admirables ejemplos de un hermano suyo en el sacerdocio, llegado a ser su celestial Patrono.

Son ciertamente numerosos los documentos pontificios que hace tiempo recuerdan a los sacerdotes las exigencias de su estado y les guían en el ejercicio de su ministerio. Aun no recordando sino los más importantes, de nuevo recomendamos la exhortación Haerent animo de San Pío X [3], que estimuló el fervor de Nuestros primeros años de sacerdocio, la magistral encíclica Ad catholici sacerdotiide Pío XI [4] y, entre tantos Documentos y Alocuciones de Nuestro inmediato predecesor sobre el sacerdote, su exhortación Menti Nostrae [5], así como la admirable tri-logía en honor del sacerdocio[6], que la canonización de San Pío X le sugirió. Conocéis bien, Venerables Hermanos, tales textos. Mas permitirnos recordar aquí con ánimo con-movido el último discurso que la muerte le impidió pro-nunciar a Pío XII, y que subsiste como el último y solemne llamamiento de este gran Pontífice a la santidad sacerdotal: «El carácter sacramental del Orden sella por parte de Dios un pacto eterno de su amor de predilección, que exige de la criatura preescogida la correspondencia de la santifica-ción... El clérigo será un preescogido de entre el pueblo, un privilegiado de los carismas divinos, un depositario del poder divino, en una palabra, un alter Christus... No se

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pertenece a sí mismo, como no pertenece a sus parientes, amigos, ni siquiera a una determinada patria: la caridad universal es lo que siempre habrá de respirar. Sus propios pensamientos, voluntad, sentimientos no son suyos, sino de Cristo, que es su vida misma»[7].

Hacia estas cimas de la santidad sacerdotal nos arrastra a todos San Juan María Vianney, y Nos sirve de alegría el invitar a los sacerdotes de hoy; porque si sabemos las difi-cultades que ellos encuentran en su vida personal y en las cargas del ministerio, si no ignoramos las tentaciones y las fatigas de algunos, Nuestra experiencia Nos dice también la valiente fidelidad de la gran mayoría y las ascensiones espirituales de los mejores. A los unos y a los otros, en el día de la Ordenación, les dirigió el Señor estas palabras tan llenas de ternura: Iam non dicam vos servos, sed ami-cos [8]. Que esta Nuestra Carta encíclica pueda ayudarles a todos a perseverar y crecer en esta amistad divina, que constituye la alegría y la fuerza de toda vida sacerdotal.

No es Nuestra intención, Venerables Hermanos, afrontar aquí todos los aspectos de la vida sacerdotal contemporá-nea; más aún, a ejemplo, de San Pío X, «no os diremos na-da que no sea sabido, nada nuevo para nadie, sino lo que importa mucho que todos recuerden» [9]. De hecho, al de-linear los rasgos de la santidad del Cura de Ars, llegaremos a poner de relieve algunos aspectos de la vida sacerdotal, que en todos tiempos son esenciales, pero que en los días que vivimos adquieren tanta importancia que juzgamos un deber de Nuestro mandato apostólico el insistir en ellos de un modo especial con ocasión de este Centenario.

La Iglesia, que ha glorificado a este sacerdote «admirable por el celo pastoral y por un deseo constante de oración y de penitencia» [10], hoy, un siglo después de su muerte, tiene la alegría de presentarlo a los sacerdotes del mundo

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entero como modelo de ascesis sacerdotal, modelo de pie-dad y sobre todo de piedad eucarística, y modelo de celo pastoral.

I. ASCÉTICA SACERDOTALHablar de San Juan María Vianney es recordar la figura de un sacerdote extraordinariamente mortificado que, por amor de Dios y por la conversión de los pecadores, se pri-vaba de alimento y de sueño, se imponía duras disciplinas y que, sobre todo, practicaba la renuncia de sí mismo en grado heroico. Si es verdad que en general no se requiere a los fieles seguir esta vía excepcional, sin embargo, la Pro-videncia divina ha dispuesto que en su Iglesia nunca falten pastores de almas que, movidos por el Espíritu Santo, no dudan en encaminarse por esta senda, pues tales hombres especialmente son los que obran milagros de conversio-nes. El admirable ejemplo de renuncia del Cura de Ars, «severo consigo y dulce con los demás»[11], recuerda a todos, en forma elocuente e insistente, el puesto primor-dial de la ascesis en la vida sacerdotal.

Nuestro predecesor Pío XII, queriendo aclarar aún más esta doctrina y disipar ciertos equívocos, quiso precisar cómo era falso el afirmar «que el estado clerical —como tal y en cuanto procede de derecho divino— por su naturaleza o al menos por un postulado de su misma naturaleza, exige que sean observados por sus miembros los consejos evan-gélicos»[12]. Y el Papa concluía justamente: «Por lo tanto, el elegido no está obligado por derecho divino a los con-sejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia»[13]. Mas sería equivocarse enormemente sobre el pensamiento de este Pontífice, tan solícito por la santidad de los sa-cerdotes, y sobre la enseñanza constante de la Iglesia, creer, por lo tanto, que el sacerdote secular está llamado a la perfección menos que el religioso. La verdad es lo

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contrario, puesto que para el cumplimiento de las funcio-nes sacerdotales «se requiere una santidad interior mayor aún que la exigida para el estado religioso»[14]. Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santifi-cación cristiana. Por lo demás, con gran consuelo Nuestro, muy numerosos son hoy los sacerdotes generosos que lo han comprendido así, puesto que, aún permaneciendo en las filas del clero secular, acuden a piadosas asociaciones aprobadas por la Iglesia para ser guiados y sostenidos en los caminos de la perfección.

Persuadidos de que «la grandeza del sacerdote consiste en la imitación de Jesucristo»[15], los sacerdotes, por lo tan-to, escucharán más que nunca el llamamiento, del Divino Maestro: «Sí alguno quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga»[16]. El Santo Cura de Ars, se-gún se refiere, había meditado con frecuencia esta frase de nuestro Señor y procuraba ponerla en práctica[17]. Dios le hizo la gracia de que permaneciera heroicamente fiel; y su ejemplo nos guía aún por los caminos de la ascesis, en la que brilla con gran esplendor por su pobreza, castidad y obediencia.

Ante todo, observad la pobreza del humilde Cura de Ars, digno émulo de San Francisco de Asís, de quien fue fiel dis-cípulo en la Orden Tercera [18]. Rico para dar a los demás, mas pobre para sí, vivió con total despego de los bienes de este mundo y su corazón verdaderamente libre se abría generosamente a todas las miserias materiales y espirituales que a él llegaban. «Mi secreto —decía él — es sencillísimo: dar todo y no conservar nada» [19]. Su desinterés le hacía muy atento hacia los pobres, sobre todo a los de su parro-quia, con los cuales mostraba una extremada delicadeza,

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tratándolos «con verdadera ternura, con muchas atencio-nes y, en cierto modo, con respeto»[20]. Recomendaba que nunca se dejara atender a los pobres, pues tal falta sería contra Dios; y cuando un pordiosero llamaba a su puerta, se consideraba feliz en poder decirle, al acogerlo con bondad: «Yo soy pobre como vosotros; hoy soy uno de los vuestros» [21]. Al final de su vida, le gustaba repetir: «Estoy contentísimo; ya no tengo nada y el buen Dios me puede llamar cuando quiera»[22].

Por todo esto podréis comprender, Venerables Hermanos, con qué afecto exhortamos a Nuestros caros hijos en el sa-cerdocio católico a que mediten este ejemplo de pobreza y caridad. «La experiencia cotidiana demuestra —escribía Pío XI pensando precisamente en el Santo Cura de Ars —, que un sacerdote verdadera y evangélicamente pobre hace milagros de bien en el pueblo cristiano»[23]. Y el mismo Pontífice, considerando la sociedad contemporánea, diri-gía también a los sacerdotes este grave aviso: «En medio de un mundo corrompido, en el que todo se vende y todo se compra, deben mantenerse (los sacerdotes) lejos de to-do egoísmo, con santo desprecio por las viles codicias de lucro, buscando almas, no dinero; buscando la gloria de Dios, no la propia gloria»[24].

Queden bien esculpidas estas palabras en el corazón de todos los sacerdotes. Si los hay que legítimamente poseen bienes personales, que no se apeguen a ellos. Recuerden, más bien, la obligación enunciada en el Código de Dere-cho Canónico, a propósito de los beneficios eclesiásticos, de destinar lo sobrante para los pobres y las causas piado-sas[25]. Y quiera Dios que ninguno merezca el reproche del Santo Cura a sus ovejas: «¡Cuántos tienen encerrado el dinero, mientras tantos pobres se mueren de hambre!» [26]. Mas Nos consta que hoy muchos sacerdotes viven efecti-vamente en condiciones de pobreza real. La glorificación

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de uno de ellos, que voluntariamente vivió tan despojado y que se alegraba con el pensamiento de ser el más pobre de la parroquia [27], les servirá de providencial estímulo para renunciar a sí mismos en la práctica de una pobreza evangélica. Y si Nuestra paternal solicitud les puede servir de algún consuelo, sepan que Nos gozamos vivamente por su desinterés en servicio de Cristo y de la Iglesia.

Verdad es que, al recomendar esta santa pobreza, no en-tendemos en modo alguno, Venerables Hermanos, aprobar la miseria a la que se ven reducidos, a veces, los ministros del Señor en las ciudades o en las aldeas. En el Comentario sobre la exhortación del Señor al desprendimiento de los bienes de este mundo, San Beda el Venerable nos pone precisamente en guardia contra toda interpretación abusi-va: «Mas no se crea —escribe— que esté mandado a los santos el no conservar dinero para su uso propio o para los pobres; pues se lee que el Señor mismo tenía, para formar su Iglesia, una caja... ; sino más bien que no se sirva a Dios por esto, ni se renuncie a la justicia por temor a la pobre-za» [28]. Por lo demás el obrero tiene derecho a su salario [29]; y Nos, al hacer Nuestra la solicitud de Nuestro inme-diato Predecesor [30], pedimos con insistencia a todos los fieles que respondan con generosidad al llamamiento de los Obispos, con tanta razón preocupados por asegurar a sus colaboradores los convenientes recursos.

San Juan María Vianney, pobre en bienes, fue igualmente mortificado en la carne. «No hay sino una manera de darse a Dios en el ejercicio de la renuncia y del sacrificio —de-cía— y es darse enteramente»[31]. Y durante toda su vida practicó en grado heroico la ascesis de la castidad.

Su ejemplo en este punto aparece singularmente oportuno, pues en muchas regiones, por desgracia, los sacerdotes es-tán obligados, a vivir, por razón de su oficio, en un mundo

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en el que reina una atmósfera de excesiva libertad y sen-sualidad. Y es demasiado verdadera para ellos la expresión de Santo Tomás de Aquino: «Es a veces muy difícil vivir bien en la cura de almas, por razón de los peligros exte-riores»[32]. Añádase a ello que muchas veces se hallan moralmente solos, poco comprendidos y poco sostenidos por los fieles a los que se hallan dedicados. A todos, pero singularmente a los más aislados y a los más expuestos, Nos les dirigimos aquí un cálido llamamiento para que su vida íntegra sea un claro testimonio rendido a esta virtud que San Pío X llamaba «ornamento insigne de nuestro Or-den»[33]. Y con viva insistencia, Venerables Hermanos, os recomendamos que procuréis a vuestros sacerdotes, en la mejor forma posible, condiciones de vida y de trabajo tales que sostengan su generosidad. Necesario es, por lo tanto, combatir a toda costa los peligros del aislamiento, denun-ciar las imprudencias, alejar las tentaciones de ocio o los peligros de exagerada actividad. Recuérdese también, a este propósito, las magníficas enseñanzas de Nuestro Pre-decesor en su encíclica Sacra Virginitas [34].

En su mirada brillaba la castidad, se ha dicho del Cura de Ars [35]. En verdad, quien le estudia queda maravillado no sólo por el heroísmo con que este sacerdote redujo su cuerpo a servidumbre[36], sino también por el acento de convicción con que lograba atraer tras de sí la muchedum-bre de sus penitentes. El conocía, a través de una larga práctica del confesionario, las tristes ruinas de los pecados de la carne: «Si no hubiera algunas almas puras —suspira-ba— para aplacar a Dios.... veríais cómo éramos castiga-dos». Y hablando por experiencia, añadía a su llamamien-to esta advertencia fraternal: «¡La mortificación tiene un bálsamo y sabores de que no se puede prescindir una vez que se les ha conocido! ... ¡En este camino, lo que cuesta es sólo el primer paso!»[37].

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Esta ascesis necesaria de la castidad, lejos de encerrar al sacerdote en un estéril egoísmo, lo hace de corazón más abierto y más dispuesto a todas las necesidades de sus her-manos: «Cuando el corazón es puro —decía muy bien el Cura de Ars— no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente del amor que es Dios». ¡Gran bene-ficio para la sociedad el tener en su seno hombres que, libres de las preocupaciones temporales, se consagran por completo al servicio divino y dedican a sus propios herma-nos su vida, sus pensamientos y sus energías! ¡Gran gracia para la Iglesia los sacerdotes fieles a esta santa virtud! Con Pío XI, Nos la consideramos como «la gloria más pura del sacerdocio católico y como la mejor respuesta a los deseos del Corazón Sacratísimo de Jesús y sus designios sobre el alma sacerdotal»[38]. En estos designios del amor divino pensaba el Santo Cura de Ars, cuando exclamaba: «El sa-cerdocio es el amor del Corazón de Jesús» [39].

Del espíritu de obediencia del Santo son innumerables los testimonios, pudiendo afirmarse que para él la exacta fide-lidad al promitto de la Ordenación fue la ocasión para una renuncia continuada durante cuarenta años. En efecto; du-rante toda su vida aspiró a la soledad de un santo retiro y la responsabilidad pastoral le fue carga demasiado pesada, de la que muchas veces intentó liberarse. Mas su obediencia total al Obispo fue todavía más admirable. Escuchemos, Venerables Hermanos, algunos testigos de su vida: «Desde la edad de quince años —dice uno de ellos— este deseo (de la soledad) estaba en su corazón, para atormentarlo y quitarle las alegrías de que hubiere podido disfrutar en su posesión» [40]; pero «Dios no permitió —afirma otro— que pudiera realizar su designio, pues la divina Providencia quería indudablemente que, al sacrificar su propio gusto a la obediencia, el placer al deber, tuviese en ello Vianney una continua ocasión para vencerse a sí mismo»[41]. Y un tercero concluye que «Vianney continuó siendo Cura de Ars con una obediencia, ciega, hasta su muerte» [42].

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Esta sumisión total a la voluntad de sus Superiores era —justo es precisarlo bien— totalmente sobrenatural en sus motivos: era un acto de fe en la palabra de Cristo que dice a sus apóstoles: «Quien a vosotros oye, a mí me oye»[43]; y para permanecer fiel a ello, continuamente se ejercitaba en renunciar a su voluntad, aceptando el duro ministerio del confesionario y todas las demás tareas cotidianas en las que la colaboración entre compañeros hace más fructuoso el apostolado.

Nos place presentar aquí esta rígida obediencia como ejemplo para los sacerdotes, con la confianza de que com-prenderán toda su grandeza, logrando, el placer espiritual de ella. Mas si alguna vez estuvieran tentados a dudar de la importancia de esta virtud capital, hoy tan desconocida, sepan que en contra están las claras y precisas afirmacio-nes de Pío XII, quien aseveró que «la santidad de la vida propia, y la eficacia del apostolado se fundan y se apoyan, como sobre sólido cimiento, en el respeto constante y fiel a la sagrada Jerarquía»[44]. Y bien recordáis, Venerables Hermanos, la energía con que Nuestros últimos Predece-sores denunciaron los grandes peligros del espíritu de in-dependencia en el clero, así en lo relativo a la enseñanza doctrinal como en lo tocante a métodos de apostolado y a la disciplina eclesiástica.

Ya no queremos insistir más sobre este punto. Preferimos más bien exhortar a Nuestros hijos sacerdotes a que desa-rrollen en sí mismos el sentimiento filial de pertenecer a la Iglesia, nuestra Madre. Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como, brizna de paja perdida en ardiente brasero. Sacerdotes de Jesucristo, estamos en el fondo del brasero animado por el fuego del Espíritu Santo; todo lo hemos recibido de la Iglesia; obra-mos en su nombre y en virtud de los poderes que ella nos ha conferido; gocemos de servirla mediante los vínculos de la unidad y al modo como ella desea ser servida[45].

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II. ORACIÓN Y CULTO EUCARÍSTICOHombre de penitencia, San Juan María Vianney había com-prendido igualmente que «el sacerdote ante todo ha de ser hombre de oración»[46]. Todos conocen las largas noches de adoración que, siendo joven cura de una aldea, enton-ces poco cristiana, pasaba ante el Santísimo Sacramento.

El tabernáculo de su Iglesia se convirtió muy pronto en el foco de su vida personal y de su apostolado, de tal suerte que no sería posible recordar mejor la parroquia de Ars, en los tiempos del Santo, que con estas palabras de Pío XII sobre la parroquia cristiana: «El centro es la iglesia, y en la iglesia el tabernáculo, y a su lado el confesionario: allí las almas muer-tas retornan a la vida y las enfermas recobran la salud»[47].

A los sacerdotes de hoy, tan fácilmente atraídos por la efi-cacia de la acción y tan fácilmente tentados por un peli-groso activismo, ¡cuán saludable es este modelo de asidua oración en una vida íntegramente consagrada a las nece-sidades de las almas! «Lo que nos impide a los sacerdo-tes —decía— ser santos es la falta de reflexión; no entra uno en sí mismo; no se sabe lo que se hace; necesitamos la reflexión, la oración, la unión con Dios?». Y él mismo —afirma uno de sus contemporáneos— se hallaba en es-tado de continua oración, sin que de él lo distrajeran ni la pesada fatiga de las confesiones ni las demás obligaciones pastorales. «Conservaba una unión constante con Dios en medio de una vida excesivamente ocupada» [48].

Escuchémoslo aún. Inagotable es cuando habla de las ale-grías y de los beneficios de la oración. «El hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios»[49]. «¡Cuántas almas podríamos convertir con nuestras oracio-nes!» [50]. Y repetía: «La oración, esa es la felicidad del hombre sobre la tierra»[51]. Felicidad ésta que el mismo gustaba abundantemente, mientras su mirada iluminada

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por la fe contemplaba los misterios divinos y, con la adora-ción del Verbo encarnado, elevaba su alma sencilla y pura hacia la Santísima Trinidad, objeto supremo de su amor. Y los peregrinos que llenaban la iglesia de Ars comprendían que el humilde sacerdote les manifestaba algo del secre-to de su vida interior en aquella frecuente exclamación, que le era tan familiar: «Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la presencia de Dios, vivir para Dios: ¡cuán hermosa vida, cuán bella muerte!»[52].

Nos quisiéramos, Venerables Hermanos, que todos los sa-cerdotes de vuestras diócesis se dejaran convencer por el testimonio del Santo Cura de Ars, de la necesidad de ser hombres de oración y de la posibilidad de serlo, por gran-de que sea el peso, a veces agobiante, de las ocupaciones ministeriales. Mas se necesita una fe viva, como la que animaba a Juan María Vianney y que le llevaba a hacer maravillas: «¡Qué fe! —exclamaba uno de sus compañe-ros—, con ella bastaría para enriquecer a toda una dióce-sis»[53].

Esta fidelidad a la oración es, por lo demás, para el sacer-dote un deber de piedad personal, donde la sabiduría de la Iglesia ha precisado algunos puntos importantes, como la oración mental cotidiana, la visita al Santísimo Sacramen-to, el Rosario y el examen de conciencia [54]. Y es también una estricta obligación contraída con la Iglesia, la tocante al rezo cotidiano del Oficio divino [55]. Tal vez por ha-ber descuidado algunas de estas prescripciones, algunos miembros del Clero poco a poco se han visto víctimas de la inestabilidad exterior, del empobrecimiento interior y expuestos un día, sin defensa, a las tentaciones de la vida. Por lo contrario, «trabajando continuamente por el bien de las almas, Vianney no olvidaba la suya. Se santificaba a sí mismo, para mejor poder santificar a los demás»[56].

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Con San Pío X «tenemos, pues, que estar persuadidos de que el sacerdote, para poder estar a la altura de su dignidad y de su deber, necesita darse de lleno a la oración... Mucho más que nadie, debe obedecer al precepto de Cristo: Es preciso orar siempre, precepto del que San Pablo se hace eco con tanta insistencia: Perseverar en la oración, velan-do en ella con acción de gracias. Orad sin cesar»[57]. Y de buen grado, como para concluir este punto, hacemos Nuestra la consigna que Nuestro inmediato Predecesor Pío XII, ya en el alba de su Pontificado, daba a los sacerdotes: «¡Orad, orad más y más, orad con mayor insistencia»[58].La oración del Cura de Ars que pasó, digámoslo así, los últimos treinta años de su vida en su iglesia, donde le re-tenían sus innumerables, penitentes, era, sobre todo, una oración eucarística. Su devoción a nuestro Señor, presente en el Santísimo Sacramento del altar, era verdaderamente extraordinaria: «Allí está —decía— Aquel que tanto nos ama; ¿por qué no habremos de amarle nosotros?» [59]. Y ciertamente que él le amaba y se sentía irresistiblemente atraído hacia el Sagrario: «No es necesario hablar mucho para orar bien —así explicaba a sus parroquianos—. Sa-bemos que el buen Dios está allí, en el santo Tabernáculo: abrámosle el corazón, alegrémonos de su presencia. Esta es la mejor oración»[60]. En todo momento inculcaba él a los fieles el respeto y el amor a la divina presencia euca-rística, invitándoles a acercarse con frecuencia a la santa mesa, y él mismo les daba ejemplo de esta tan profunda piedad: «Para convencerse de ello —refieren los testigos— bastaba verle celebrar la santa Misa, y verle cómo se arro-dillaba cuando pasaba ante el Tabernáculo»[61].

«El admirable ejemplo del Santo Cura de Ars conserva también hoy todo su valor», afirma Pío XII [62]. En la vida de un sacerdote, nada puede sustituir a la oración silenciosa y prolongada ante el altar. La adoración de Je-sús, nuestro Dios; la acción de gracias, la reparación por

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nuestras culpas y por las de los hombres, la súplica por tantas intenciones que le están encomendadas, elevan su-cesivamente al sacerdote a un mayor amor hacia el Divino Maestro, al que se ha entregado, y hacia los hombres que esperan su ministerio sacerdotal. Con la práctica de este culto, iluminado y ferviente, a la Eucaristía, el sacerdote aumenta su vida espiritual, y así se reparan las energías misioneras de los apóstoles más valerosos.

Es preciso añadir el provecho que de ahí resulta para los fieles, testigos de esta piedad de sus sacerdotes y atraídos por su ejemplo. «Si queréis que los fieles oren con devoción —decía Pío XII al clero de Roma— dadles personalmente el primer ejemplo, en la iglesia, orando ante ellos. Un sa-cerdote arrodillado ante el tabernáculo, en actitud digna, en un profundo recogimiento, es para el pueblo ejemplo de edificación, una advertencia, una invitación para que el pueblo le imite»[63]. La oración fue, por excelencia, el arma apostólica del joven Cura de Ars. No dudemos de su eficacia en todo momento.

Mas no podemos olvidar que la oración eucarística, en el pleno significado de la palabra, es el Santo Sacrificio de la Misa. Conviene insistir, Venerables Hermanos, especial-mente sobre este punto, porque toca a uno de los aspectos esenciales de la vida sacerdotal.

Y no es que tengamos intención de repetir aquí la exposi-ción de la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el sacer-docio y el sacrificio eucarístico; Nuestros Predecesores, de f.m., Pío XI y Pío XII en magistrales documentos, han re-cordado con tanta claridad esta enseñanza que no Nos res-ta sino exhortaros a que los hagáis conocer ampliamente a los sacerdotes y fieles que os están confiados. Así es como se disiparán las incertidumbres y audacias de pensamiento que aquí y allá, se han manifestado a este propósito.

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Mas conviene mostrar en esta Encíclica el sentido profun-do con que, el Santo Cura de Ars, heroicamente fiel a los deberes de su ministerio, mereció en verdad ser propuesto a los pastores de almas como ejemplo suyo, y ser procla-mado su celestial Patrono. Porque si es cierto que el sacer-dote ha recibido el carácter del Orden para servir al altar y si ha comenzado el ejercicio de su sacerdocio con el sacrificio eucarístico, éste no cesará, en todo el decurso de su vida, de ser la fuente de su actividad apostólica y de su personal santificación. Y tal fue precisamente el caso de San Juan María Vianney.

De hecho, ¿cuál es el apostolado del sacerdote, considera-do en su acción esencial, sino el de realizar, doquier que vive la Iglesia, la reunión, en torno al altar, de un pueblo unido por la fe, regenerado y purificado? Precisamente entonces es cuando el sacerdote en virtud de los poderes que sólo él ha recibido, ofrece el divino sacrificio en el que Jesús mismo renueva la única inmolación realizada sobre el Calvario para la redención del mundo y para la glorificación de su Padre. Allí es donde reunidos ofrecen al Padre celestial la Víctima divina por medio del sacer-dote y aprenden a inmolarse ellos mismos como «hostias vivas, santas, gratas a Dios» [64]. Allí es donde el pueblo de Dios, iluminado por la predicación de la fe, alimentado por el cuerpo de Cristo, encuentra su vida, su crecimiento y, sí es necesario, refuerza su unidad. Allí es, en una pala-bra, donde por generaciones y generaciones, en todas las tierras del mundo, se construye en la caridad el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

A este propósito, puesto que el Santo Cura de Ars cada día estuvo más exclusivamente entregado a la enseñanza de la fe y a la purificación de las conciencias, y porque todos los actos de su ministerio convergían hacia el altar, su vida debe ser proclamada como eminentemente sacerdotal y pastoral.

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Verdad les que en Ars los pecadores afluían espontánea-mente a la iglesia, atraídos por la fama espiritual del pastor, mientras otros sacerdotes han de emplear esfuerzos muy largos y laboriosos para reunir a su grey; verdad es también que otros tienen un cometido más misionero, y se encuen-tran apenas en el primer anuncio de la buena nueva del Salvador; mas estos trabajos apostólicos y, a veces, tan di-fíciles no pueden hacer olvidar a los apóstoles el fin al que deben tender y al que llegaba el Cura de Ars cuando en su humilde iglesia rural se consagraba a las tareas esenciales de la acción pastoral.

Más aún. Toda la santificación personal del sacerdote ha de modelarse sobre el sacrificio que celebra, según la in-vitación del Pontifical Romano: «Conoced lo que hacéis; imitad lo que tratáis». Mas cedamos aquí la palabra a Nuestro, inolvidable Predecesor en su exhortación Menti Nostrae: «Como toda la vida del Salvador estuvo orientada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote —que debe reproducir en sí mismo la imagen de Cristo—, debe ser con El, por El y en El un sacrificio aceptable... Por lo tanto, no se contentará con celebrar la Santa Misa, sino que la vivirá íntimamente; sólo de esta manera podrá al-canzar la fuerza sobrenatural que le transformará y le hará participar en cierto modo de la vida de expiación del mis-mo Divino Redentor»[65]. Y el mismo Pontífice concluía así: «El sacerdote debe tratar de reproducir en su alma todo lo que ocurre sobre el altar. Así como Jesucristo se inmola a sí mismo, su ministro debe inmolarse con El; así como Je-sús expía los pecados de los hombres, también él, siguien-do el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por la propia y por la ajena purificación»[66].

La Iglesia tiene presente esta elevada doctrina cuando in-vita a sus ministros a una vida de ascesis y les recomienda que celebren con profunda piedad el sacrificio eucarístico.

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Y ¿no es tal vez por no haber comprendido bastante bien el estrecho nexo, y casi reciprocidad que une el don coti-diano de sí mismo con la obligación de la Misa por lo que algunos sacerdotes poco a poco han llegado a perder la prima caritas de la Ordenación? Tal era la experiencia del Cura de Ar. «La causa —decía— de la tibieza en el sacer-docio es que no se pone atención a la Misa». Y el Santo, que, tenía esta «costumbre de ofrecerse en sacrificio por los pecadores»[67], derramaba abundantes lágrimas «pen-sando en la desgracia de los sacerdotes que no correspon-den a la santidad de su vocación»[68].

Con afecto paternal, Nos pedimos a Nuestros amados sa-cerdotes que periódicamente se examinen sobre la forma en que celebran los santos misterios, y sobre las espiritua-les disposiciones con que ascienden al altar y sobre los frutos que se esfuerzan por obtener de él. El Centenario de este admirable sacerdote, que del «consuelo y fortuna de celebrar la santa Misa»[69] lograba ánimos para su propio sacrificio, les invita a ello; Nos abrigamos la firme esperan-za de que su intercesión les obtendrá abundantes gracias de luz y de fuerza.

III. CELO PASTORALLa vida fervorosa de ascesis y oración, de que os hemos hablado, Venerables Hermanos, manifiesta además el se-creto del celo pastoral de San Juan María Vianney y la sor-prendente eficacia sobrenatural de su ministerio. «Recuer-de, además, el sacerdote —escribía Nuestro Predecesor, de f.m., Pío XII— que su ministerio será tanto más fecundo cuanto más estrechamente esté él unido a Cristo y se guíe en la acción por el espíritu de Cristo»[70]. La vida del Cura de Ars confirma una vez más esta gran ley de todo aposto-lado, fundado en la palabra misma de Jesucristo: «Sin mí nada podéis hacer»[71].

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Es evidente que no se trata aquí de recordar toda la admira-ble historia de este humilde cura de pueblo, cuyo confesio-nario durante treinta años se vio asediado por multitudes tan numerosas que algunos espíritus fuertes de la época osaron acusarle de perturbar el siglo XIX [72], tampoco creemos oportuno tratar aquí de sus métodos de apostola-do, no siempre aplicables al apostolado contemporáneo. Nos basta recordar sobre este punto que el Santo Cura fue en su tiempo un modelo de celo pastoral en aquella al-dea de Francia, donde la fe y las costumbres se resentían todavía de los trastornos de la Revolución. «No, hay mu-cho amor de Dios en esa parroquia; ya lo introducirá us-ted»[73], le dijeron al enviarle a ella. Apóstol infatigable, lleno de iniciativas para ganar la juventud y santificar los hogares, atento a las humanas necesidades de sus ovejas, cercano a su vida, solícito en prodigarse sin medida por la fundación de escuelas cristianas y en favor de las misiones parroquiales, él fue, en verdad, para su pequeña grey, el buen pastor que conoce a sus ovejas, que las libera de los peligros y las guía con autoridad y con prudencia. Sin darse cuenta, tejía tal vez su propio elogio, cuando así exclamó en uno de sus sermones: «Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios: ved el mayor tesoro que la bondad de Dios puede conceder a una parroquia»[74].

El ejemplo del Cura de Ars conserva un valor permanente y universal en tres puntos esenciales que Nos place, Venera-bles Hermanos, proponer ahora a vuestra consideración.

Lo que primeramente llama la atención es el sentido pro-fundo que él tenía de su responsabilidad pastoral. La hu-mildad y el conocimiento sobrenatural que tenía sobre el valor de las almas, le hicieron llevar con temor su oficio de párroco. «Amigo mío —confiaba en cierto día a un com-pañero—, ¡no sabéis lo que es para un párroco presentarse ante el tribunal de Dios!»[75]. Y bien conocido es su de-seo, que tanto tiempo le atormentó, de retirarse a un lugar

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solitario para llorar allí su pobre vida, y cómo la obedien-cia y el celo de las almas le hicieron volver cada vez a su puesto.

Pero si en algunos momentos estuvo tan agobiado por la carga que le resultaba excepcionalmente pesada, fue, en verdad, a causa de la idea heroica que tenía de su deber y de su responsabilidad de pastor. «Dios mío —oraba en sus, primeros años—, concededme la conversión de mi pa-rroquia; acepto sufrir lo que queráis durante todo el tiem-po de mi vida» [76]. Obtuvo del cielo aquella conversión. Pero más tarde declaraba: «Si, cuando vine a Ars, hubiese previsto los sufrimientos que me esperaban, en el acto me hubiese muerto de aprensión» [77]. A ejemplo de los após-toles de todos los tiempos, veía en la cruz el gran medio sobrenatural para cooperar a la salvación de las almas que le estaban confiadas. Sin lamentarse, por ellas sufría las calumnias, las incomprensiones, las contradicciones; por ellas aceptó el verdadero martirio físico y moral de una presencia casi ininterrumpida en el confesionario, día por día, durante treinta años; por ellas luchó como atleta del Señor contra los poderes infernales; por ellas, mortificó su cuerpo. Y bien conocida es la respuesta que dio a un com-pañero, cuando éste se quejaba de la poca eficacia de su ministerio: «Habéis orado, habéis llorado, gemido y suspi-rado. Pero ¿habéis ayunado, habéis velado, habéis dormi-do en el suelo, os habéis disciplinado? Mientras a ello no neguéis, no creáis haberlo hecho todo» [78].

Nos dirigimos a todos los sacerdotes con cura de almas y les conjuramos a que escuchen estas palabras tan vehe-mentes. Cada uno, según la sobrenatural prudencia que debe siempre regular nuestras acciones, examine su propia conducta con relación al pueblo confiado a su pastoral solicitud. Sin dudar nunca de la divina misericordia que viene en ayuda de nuestra debilidad, considere a la luz de

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los ejemplos de San Juan María Vianney su propia respon-sabilidad. «La gran desgracia para nosotros los párrocos —deploraba el Santo— es que el alma se atrofia», y él en-tendía por esto un peligroso habituarse del pastor al esta-do de pecado en que viven muchas de sus ovejas. Y aún más, para mejor seguir en la escuela del Cura de Ars, que «estaba convencido de que para hacer bien a los hombres es necesario amarles» [79], que cada uno se pregunte a sí mismo, sobre la caridad de que está animado hacia aque-llos por los que ha de responder ante Dios y por los que Cristo murió.

Bien es cierto que la libertad de los hombres o determi-nados acontecimientos independientes de su voluntad pueden a veces oponerse a los esfuerzos de los mayores santos. Pero el sacerdote tiene el deber de recordar que, según los designios insondables de la Divina Providencia, la suerte de muchas almas está ligada a su celo pastoral y al ejemplo de su vida. Y este pensamiento ¿no bastará para provocar una saludable inquietud en los tibios y para esti-mular a los más fervorosos?

«Siempre dispuesto a responder a las necesidades de las almas»[80], San Juan María Vianney brilló como buen pas-tor en procurarles con abundancia el alimento primordial de la verdad religiosa. Durante toda su vida fue predicador y catequista.

Bien conocido es el trabajo ímprobo y perseverante que se impuso para satisfacer plenamente a este deber de oficio, primum et maximum officium, según el Concilio de Trento. Sus estudios, hechos tardíamente, fueron laboriosos; y sus sermones le costaron al principio muchas vigilias. Pero ¡qué ejemplo para los ministros de la palabra de Dios! Algunos se apoyarían de buen grado en la poca instrucción de San Juan María, para disculparse a sí mismos de la falta de interés

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por los estudios. Mejor sería que imitasen el esfuerzo del Santo Cura, para hacerse digno de un tan gran ministerio, según la medida de los dones que le habían sido conferi-dos; por otra parte, éstos no eran tan escasos como a veces se anda diciendo, porque «él tenía una inteligencia muy serena y clara»[81]. En todo caso, cada sacerdote tiene el deber de adquirir y cultivar los conocimientos generales y la ciencia teológica proporcionada a su capacidad y a sus funciones. ¡Quiera Dios que los pastores de almas hagan siempre cuanto el Cura de Ars hizo para desarrollar las po-sibilidades de su inteligencia y memoria. y sobre todo para sacar luces del libro más rico de ciencia que pueda leerse, la cruz de Cristo! Su Obispo decía de él a algunos de sus detractores: «No sé si es docto, pero es claro» [82].

Con mucha razón, pues, Nuestro Predecesor, de f. m., Pío XII, no dudaba en señalar a este humilde cura de pueblo como modelo para los predicadores de la Ciudad Eterna. «El Santo Cura de Ars no tenía ciertamente el genio natural de un Segneri o de un Bossuet, pero la convicción viva, clara, profunda de que estaba animado, vibraba, brillaba en sus ojos, sugería a su fantasía y a su sensibilidad ideas, imágenes, comparaciones justas, apropiadas, deliciosas, que habrían cautivado a un San Francisco de Sales. Tales predicadores conquistan verdaderamente a su auditorio. Quien está lleno de Cristo, no encontrará difícil ganar a los demás para Cristo»[83]. Estas palabras describen mara-villosamente al Cura de Ars como catequista y predicador. Y cuando, al final ya de su vida, su voz debilitada no po-día llegar a todo el auditorio, todavía su mirada de fuego, sus lágrimas, sus exclamaciones de amor a Dios, y sus ex-presiones de dolor ante el solo pensamiento del pecado, convertían a los fieles aglomerados a los pies del púlpito. ¿Cómo no quedar cautivados por el testimonio de una vida tan totalmente consagrada al amor de Cristo?

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Hasta su santa muerte, San Juan María Vianney fue de ese modo fiel en instruir a su pueblo y a los peregrinos que llenaban su iglesia, denunciando «opportune, importu-ne»[84] el mal bajo todas sus formas y, sobre todo, ele-vando las almas hacia Dios, porque «prefería mostrar el aspecto atrayente de la virtud más bien que la fealdad del vicio»[85]. Este humilde sacerdote había en realidad com-prendido en grado no común la dignidad y la grandeza del ministerio de la palabra de Dios: «Nuestro Señor que es la misma Verdad —decía— no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo».

Bien se comprende, pues, la alegría de Nuestros Predece-sores al ofrecer este pastor de almas como modelo a los sacerdotes, porque es de suma importancia que el clero sea, siempre y doquier, fiel a su deber de enseñar. «Impor-ta mucho —decía a propósito San Pío X— asentar bien e insistir en este punto esencial: que para todo sacerdote éste es el deber más grave, más estricto, que le obliga»[86].

Este vibrante llamamiento, constantemente renovado por Nuestros Predecesores, y del que se hace eco el Derecho Canónico [87], también Nos, a Nuestra vez, os lo dirigi-mos, Venerables Hermanos, en este Centenario del santo catequista y predicador de Ars. Estimulamos los intentos, hechos con prudencia y bajo vuestra vigilancia, en diver-sos países para mejorar las condiciones de la enseñanza religiosa, así para jóvenes como para adultos, en sus dife-rentes formas y teniendo cuenta de los diversos ambien-tes. Mas, por muy útiles que sean tales trabajos, Dios nos recuerda en este Centenario del Cura de Ars el irresistible poder apostólico de un sacerdote que, tanto con su vida como con sus palabras, da testimonio de Cristo crucificado «non in persuasibilibus humanae sapientiae verbis, sed in ostensione spiritus et virtutis»[88].

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Nos queda, finalmente, evocar, en la vida de San Juan Ma-ría Vianney, aquella forma de ministerio pastoral, que le fue como un largo martirio, y es su gloria: la administra-ción del sacramento de la Penitencia donde brilló con par-ticular esplendor y produjo frutos muy copiosos y saluda-bles. «Ordinariamente pasaba él unas quince horas en el confesionario. Este trabajo cotidiano comenzaba a la una o dos de la mañana y no terminaba si no de noche» [89]. Y cuando cayó, agotado ya, cinco días antes de su muerte, los últimos penitentes se apiñaban junto a la cabecera del moribundo. Se calcula que hacia el final de su vida el nú-mero anual de los peregrinos alcanzaba la cifra de ochenta mil.[90]

Con dificultad se imaginan las molestias, las incomodida-des, los sufrimientos físicos de estas interminables “senta-das” en el confesionario para un hombre ya agotado, por los ayunos, mortificaciones, enfermedades, falta de reposo y de sueño. Pero, sobre todo, él estuvo moralmente co-mo oprimido por el dolor. Escuchad este lamento suyo: «Se ofende tanto al buen Dios, que vendría la tentación de invocar el fin del mundo. Necesario es venir a Ars, para saber lo que es el pecado... No se sabe qué hacer, nada se puede hacer sino llorar y rezar». Se olvidaba el Santo de añadir que también él tomaba sobre sí mismo una parte de la expiación: «Cuanto a mí —confiaba a uno que lo pedía consejo— les señalo una pequeña penitencia, y el resto lo cumplo yo en su lugar»[91].

Y en verdad que el Cura de Ars no vivía sino para los po-bres pecadores, como él decía, con la esperanza de verlos convertirse y llorar. Su conversión era el fin al que conver-gían todos sus pensamientos y la obra en la que consumía todo su tiempo y todas sus fuerzas [92]. Y todo esto porque bien conocía él por la práctica del confesionario toda la malicia del pecado y sus ruinas espantosas en el mundo

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de las almas. Hablaba de ello en términos terribles: «Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de pecado mortal, nos moriríamos de terror»[93]

Mas lo acerbo de su pena y la vehemencia de su palabra provienen menos del temor de las penas eternas que ame-nazan al pecador impenitente, que de la emoción experi-mentada por el pensamiento del amor divino desconocido y ofendido. Ante la obstinación del pecador y su ingrati-tud hacia un Dios tan bueno, las lágrimas manaban de sus ojos. «Oh, amigo mío –decía—, lloro yo precisamente por lo que no lloráis vos»[94]. En cambio, ¡con qué delicade-za y con qué fervor hace renacer la esperanza en los co-razones arrepentidos! Para ellos se hace incansablemente ministro de la misericordia divina, la cual, como él decía, es poderosa «como, un torrente desbordado que arrastra los corazones a su paso»[95] y más tierna que la solicitud de una madre, porque Dios está «pronto a perdonar más aún que lo estaría una madre para sacar del fuego a un hijo suyo»[96].

Los pastores de almas se esforzarán, pues, a ejemplo del Cura de Ars, por consagrarse, con competencia y entrega, a este ministerio tan importante, porque fundamentalmen-te es aquí donde la misericordia divina triunfa sobre la ma-licia de los hombres y donde el pecador se reconcilia con su Dios.

Téngase también presente que Nuestro predecesor Pío XII ha condenado con fuertes palabras la opinión errónea, se-gún la cual no se habría de tener muy en cuenta la con-fesión de los pecados veniales: «Para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la perfección, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo»[97]. Finalmente, Nos

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queremos confiar que los ministros del Señor serán ellos mismos los primeros, según las prescripciones del Dere-cho Canónico [98], en acudir regular y fervientemente al sacramento de la Penitencia, tan necesario para su propia santificación, y que tendrán muy en cuenta las apremian-tes insistencias de Pío XII, que muchas veces y entrañable-mente creyó deber suyo el dirigirles sobre esto[99].

CONCLUSIÓNAl terminar esta Carta, Venerables Hermanos, deseamos deciros toda Nuestra muy dulce esperanza de que, con la gracia de Dios, este Centenario de la muerte del Santo Cu-ra de Ars pueda despertar en cada sacerdote el deseo de cumplir más generosamente su ministerio y, sobre todo, su «primer deber de sacerdote, esto es, el deber de alcanzar la propia santificación»[100].

Cuando, desde estas alturas del Supremo Pontificado, don-de la Providencia Nos ha querido colocar, consideramos la inmensa expectación de las almas, los graves problemas de la evangelización en tantos países y las necesidades re-ligiosas de las poblaciones cristianas, siempre y doquier se presenta a Nuestra mirada la figura del sacerdote. Sin él, sin su acción cotidiana, ¿qué sería de las iniciativas, aun las más adaptadas a las necesidades de la hora presente? ¿Qué harían aún los más generosos apóstoles del laica-do? Y precisamente a estos sacerdotes tan amados y sobre los que se fundan tantas esperanzas para el progreso de la Iglesia, Nos atrevemos a pedirles, en nombre de Cristo Jesús, una íntegra fidelidad a las exigencias espirituales de su vocación sacerdotal.

Avaloren Nuestro llamamiento estas palabras, llenas de sa-biduría, de San Pío X: «Para hacer reinar a Jesucristo en el mundo, ninguna cosa es tan necesaria como la santidad

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del clero, para que con su ejemplo, con la palabra y con la ciencia sea guía de los fieles» [101]. Casi lo mismo decía San Juan María Vianney a su Obispo: «Si queréis convertir vuestra diócesis, habéis de hacer santos a todos vuestros párrocos».

A vosotros, Venerables Hermanos, que tenéis la responsa-bilidad de la santificación de vuestros sacerdotes, os re-comendamos que les ayudéis en las dificultades, a veces muy graves, de su vida personal y de su ministerio. ¿Qué, no puede hacer un Obispo que ama a sus sacerdotes, si se ha conquistado su confianza, si los conoce, si los sigue de cerca y los guía con autoridad siempre firme y siempre paternal? Pastores de todas las diócesis, sedlo sobre todo y de modo particular para quienes tan estrechamente co-laboran con vosotros y con quienes os unen vínculos tan sagrados.

A todos los fieles pedimos también en este año centena-rio, que rueguen por los sacerdotes y que contribuyan, en cuanto puedan, a su santificación. Hoy los cristianos fer-vientes esperan mucho del sacerdote. Ellos quieren ver en él —en un mundo donde triunfan el poder del dinero, la seducción de los sentidos, el prestigio de la técnica— un testigo del Dios invisible, un hombre de fe, olvidado de sí mismo y lleno de caridad. Sepan tales cristianos que ellos pueden influir mucho en la fidelidad de sus sacerdotes a tal ideal, con el religioso respeto a su carácter sacerdotal, con una más exacta comprensión de su labor pastoral y de sus dificultades y con una más activa colaboración a su apostolado.

Finalmente, dirigimos una mirada llena de afecto y repleta de esperanza a la juventud cristiana. La mies es mucha, mas los operarios son pocos[102]. En muchas regiones los apóstoles, consumidos por las fatigas, con vivísimo deseo

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esperan a quien les sustituirá. Pueblos enteros sufren un hambre espiritual, mucho más grave aún que la material; ¿quién les llevará el celestial alimento de la verdad y de la vida? Tenemos firme confianza de que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa en responder al lla-mamiento del Maestro que la de los tiempos pasados. No cabe duda de que a veces la situación del sacerdote es difícil. No es de maravillar que sea el primer expuesto en la persecución de los enemigos de la Iglesia, porque, decía el Cura de Ars, cuando se trata de destruir la religión, se comienza atacando al sacerdote. Mas, no obstante estas gravísimas dificultades, nadie dude de la suerte, altamente dichosa que es la herencia del sacerdote fervoroso, llama-do por Jesús Salvador a colaborar en la más santa de las empresas: la redención de las almas y el crecimiento del Cuerpo Místico. Las familias cristianas valoren, pues, su responsabilidad, y con alegría y agradecimiento den sus hijos para el servicio de la Iglesia. No pretendemos desa-rrollar aquí este llamamiento, que también es el vuestro, Venerables Hermanos. Porque estamos bien seguros de que comprenderéis y participaréis en la angustia de Nues-tro corazón y en la fuerza de convicción que en Nuestras palabras desearíamos poner. A San Juan María Vianney confiamos esta causa tan grave, de la cual depende lo futu-ro de tantos millares de almas.

Y ahora dirigimos Nuestra mirada hacia la Virgen Inmacu-lada. Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos. Ella se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa re-sonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria cele-bramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia

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la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María con-cebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854 [103].

También Nos complacemos en unir Nuestro pensamiento y Nuestra gratitud hacia Dios en estos dos Centenarios, de Lourdes y de Ars, que providencialmente se suceden y que tanto honran a la Nación querida de Nuestro corazón, a la que pertenecen aquellos lugares santísimos. Acordándo-nos de los muchos beneficios recibidos y con la esperanza de nuevos favores, hacemos Nuestra la invocación maria-na que era tan familiar al Santo Cura de Ars:

«Sea bendita la Santísima e Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios! ¡Que las naciones todas glorifiquen, que toda la tierra invoque y bendiga a vuestro Corazón Inmaculado!» [104].

Con la viva esperanza de que este Centenario de la muer-te de San Juan María Vianney pueda suscitar en todo el mundo una renovación de fervor entre los sacerdotes y en-tre los jóvenes llamados al sacerdocio, y consiga también atraer, más viva y operante, la atención de todo fiel hacia los problemas que se refieren a la vida y al ministerio de los sacerdotes, a todos, y en primer lugar a vosotros, Vene-rables Hermanos, impartimos de corazón, como prenda de las gracias celestiales y testimonio de Nuestra benevolen-cia, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de agosto de 1959, año primero de Nuestro Pontificado.

IOANNES PP. XXIII

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* AAS 51 (1959) 745-579.[1] AAS 17 (1925), 224.[2] Carta apostólica Anno Iubilari: AAS 21 (1929) 313. [3] Acta Pio X, IV, pp. 237-264.[4] AAS 28 (1936), 5-53.[5] AAS 42 (1950), 357-702.[6] AAS 46 (1954), 131-317, y 666-667.[7] Cf. Osservatore Romano 17 oct. 1958. [8] Pontificale Romanum: cf. Jn. 15, 15. [9] Exhortación Harent animo; Acta Pii X, 238[10] Oración de la Misa de la fiesta de S. Juan María Vianney. [11] Cf. Archivo secreto Vaticano C. SS. Rituum, Processus, t, 227, p. 196. [12] Alocución Annus sacer: AAS 43 (1950), 29 [13] Ibíd. [14] Sto. Thomas, Sum. Th. II-II, q. 184, a 8, in. C. [15] Pío XII: Discurso, 16 de abril 1953: AAS 45 (1953) 288. [16] Mt 16 24. [17] Cf. Archivo secreto Vaticano, t, 227, p. 42. [18] Cf. Ibíd., t. 227, p. 137.[19] Cf. Ibíd., t. 227, p. 92.[20] Cf. Ibíd., t. 3897, p. 510.[21] Cf. Ibid., t. 227, p. 334.[22] Cf. Ibid., t. 227, p. 305.[23] Encíclica Divini Redemptoris: AAS 29 (1937), 99.[24] Encíclica Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), 28. [25] C.I.C., can. 1473.[26] Cf. Sermons du B. Jean B-M. Vianney, 1909, t. I, 364.[27] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 91. [28] In. Lucae evang. Expositio, IV, in c. 12: PL 92, 494-5.[29] Cf. Lc. 10,7.[30] Cf. Menti Nostrae: AAS 42 (1950), 697-699.[31] Cf. Archivo secreto Vaticano, t, 27 91.[32] Sto. Tomas, Sum Th., l. c.[33] Cf. Exhortación Haerent animo: Acta Pii X, 4, 260.[34] AAS 46 (1954), 161-191. [35] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 3897, p. 536.[36] Cf. 1 Cor 9, 27. [37] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 3897, p. 304.[38] Encíclica Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), 28. [39] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 29.

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[40] Cf. Ibid., t. 227,p. 74. [41] Cf. Ibid., t. 227, p. 39.[42] Cf. Ibid., t. 3895, p.153.[43] Lc 10, 16.[44] Exhortación In auspicando: AAS 40 (1948), 375. [45] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 136.[46] Cf. Ibid., 227, p. 33. [47] Discurso, 11 de enero 1953, en Discorsi e Radiomessaggi di S. S Pio XII, t.14, p. 452.[48] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 131. [49] Cf. Ibid., t. 227, p. 1100.[50] Cf. Ibid., t. 227, p. 54. [51] Cf. Ibid., t. 227, p. 45[52] Cf. Ibid., t. 227, p. 29[53] Cf. Ibid., t. 227, p. 976.[54] C.I.C., can. 125.[55] Ibid., can. 135.[56] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 36. [57] Exhortación Haerent animo: Acta Pii X , 4, 248-249.[58] Discurso, 24 de junio 1939. AAS 31 (1939), 249. [59] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 1103.[60] Cf. Ibid., t. 227, p. 45.[61] Cf. Ibid., t. 227, p. 459.[62] Cf. Mensaje, 25 de junio 1956: AAS 48 (1956), 579 [63] Cf. Discurso, 13 de marzo 1943: AAS 35 (1943), 114-115.[64] Rom 12, 1.[65] Menti Nostrae: AAS 42 (1950), 666-667[66] Ibid., 667-668. [67] Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 319. [68] Cf. Ibid., t . 227, p. 47.[69] Cf. Ibid., pp. 667- 668. [70] Menti Nostrae. AAS 42 (1950) 676. [71] Jn 15,5.[72] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 629. [73] Cf. Ibid., t. 227, p. 15. [74] Cf. Sermons, l.c., t 2, 86. [75] Cf Archivo secreto Vaticano t. 227, p. 1210. [76] Cf. Ibid., t. 227, p. 53. [77] Cf. Ibid., t. 227, p. 991. [78] Cf. Ibid., t. 227, p. 53. [79] Cf. Ibid., t. 227, p. 1002.

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[80] Cf. Ibid., t. 227, p. 580. [81] Cf. Ibid., t. 3897, p. 444. [82] Cf. Ibid., t. 3897, p. 272. [83] Cf. Discurso, 16 de marzo 1946: AAS 38 (1946), 186. [84] 2 Tim 4, 2. [85] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 185.[86] Cf. Encíclica Acerbo nimis; Acta Pii X, 2, 75. [87] C.I.C. can. 1330-1332. [88] 1 Cor 2, 4. [89] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 18.[90] Cf. Ibidem.[91] Cf. Ibid., t. 227, p. 1018.[92] Cf. Ibid., t. 227, p. 18.[93] Cf. Ibid., t. 227, p. 290.[94] Cf. Ibid., t. 227, p. 999.[95] Cf. Ibid., t. 227, p. 978.[96] Cf. Ibid., t. 3900, p. 1554.[97] Enciclica Mystici Corporis; AAS 35 (1943), 235.[98] C.I.C. can 125 §1.[99] Enciclica Mystici Corporis; AAS 35 (1943), 235; encíclica Mediator Dei; AAS 39 (1947), 585; exhort. apost. Menti Nostrae; AAS 42 (1950), 674.[100] Exhort. apost. Menti Nostrae; AAS 42 (1950), 677.[101] Cf. Epist. La ristorazione; Acta Pii X, I, p. 257.[102] Cf. Mt 9, 37.[103] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 90.[104] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p.1021.

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CARTA DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XVIPARA LA CONVOCACIÓN DE

UN AÑO SACERDOTALCON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO

DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS

Queridos hermanos en el Sacerdocio:He resuelto convocar o cialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús –jornada tradi-cionalmente dedicada a la oración por la santi cación del clero–[1]. Este año desea contribuir a promover el compro-miso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars[2]. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admi-ración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo

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para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los eles cristianos y al mundo entero, identi cándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su es-tilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la delidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las di cultades e incompren-siones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer pá-rroco con el que comencé mi ministerio como joven sa-cerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando lleva-ba el viático a un enfermo grave. También repaso los innu-merables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdo-tes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no re-cordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obsta-culizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante de-ploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la in delidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el

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Carta del Sumo Pontífi ce Benedicto XVI

que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situacio-nes, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas guras de Pastores gene-rosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, direc-tores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pue-den ofrecer un punto de referencia signi cativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacer-dote, un inmenso don para su gente: “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”[3]. Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea con ados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se en-cierra en una pequeña hostia…”[4]. Explicando a sus eles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nu-tre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siem-pre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”[5]. Estas a rmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo pá-rroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que

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representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pa-sión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los teso-ros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bes-tias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”[6].

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, adverti-do por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pon-drá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión[7] El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido con ado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Je-sús la gracia de aprender también nosotros el método pas-toral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identi cación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salví ca era y es expresión de su “Yo lial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su vo-luntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identi cación. Aunque no se puede olvidar que la e cacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de

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la con uencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en se-guida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio con ado, “vi-viendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía[8].

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también su-po “hacerse presente” en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y estas patronales; reco-gía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramen-tos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba her-mandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de co-laboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un úni-co pueblo sacerdotal[9] y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”[10]. En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida re-comendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los lai-cos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos, te-niendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la

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actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”[11].

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo apren-dían los eles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía[12]. “No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámos-le nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”[13]. Y les persuadía: “Venid a comul-gar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…”[14]. “Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”[15]. Dicha educación de los eles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente e caz cuando lo veían celebrar el Santo Sacri cio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una gura que expresase mejor la adoración… Contempla-ba la hostia con amor”[16]. Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacri cio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”[17]. Estaba convencido de que todo el fer-vor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”[18]. Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacri cio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacri cio todas las mañanas!”[19].

Esta identi cación personal con el Sacri cio de la Cruz lo llevaba –con una sola moción interior– del altar al confe-sonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indife-rencia de los eles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más

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fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el ven-daval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus pa-rroquianos redescubriesen el signi cado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los eles comenzasen a imitar-lo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y per-donarlos. Al nal, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el gran hospital de las almas”[20]. Su primer biógrafo a rma: “La gracia que conseguía [pa-ra que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tre-gua”[21]. En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars de-cía: “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo ha-ce volver a Él”[22]. “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”[23].

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es in nita”[24]. Los sacerdotes pode-mos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una con anza in nita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastora-les, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde

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del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba a igido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras re-caídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva inclu-so a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdo-narnos!”[25]. A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud: “Lloro porque vosotros no lloráis”[26], decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno”[27]. Provocaba el arrepentimiento en el cora-zón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como “encarna-do” en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravi-lla!”[28]. Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”[29].

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacer-les sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Pala-bra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edi caba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interior-mente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de

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pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, per-maneció siempre en su puesto, porque lo consumía el ce-lo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una asce-sis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas[30]. Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se morti caba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido con adas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacer-dote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”[31]. Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el “alto precio” de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan tes-timonio”[32]. Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la e cacia de nuestro mi-nisterio, debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pue-da ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos

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verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interior-mente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensa-miento?”[33]. Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo[34].

La identi cación sin reservas con este “nuevo estilo de vi-da” caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotti nostri primordi, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su sonomía ascética re riéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santi cación cristiana”[35]. El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdo-te: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence”[36], sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo”.[37] Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”[38]. Cuando se en-contraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”[39] Así, al nal de su vida, pudo decir con abso-luta serenidad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”[40]. También su castidad era

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la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusias-mo la distribuye a sus eles. Decían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los eles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamo-rado[41]. También la obediencia de san Juan María Vian-ney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio pa-rroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”[42]. Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los eles y a sí mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”[43]. Consideraba que la regla de oro para una vi-da obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofre-cido al buen Dios”[44].

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particu-larmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido posi-tivamente. “El Espíritu es multiforme en sus dones… Él so-pla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas… Él quie-re vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuer-po”[45]. A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño”.[46] Dichos dones, que llevan

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a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los eles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo”.[47] Qui-siera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministe-rio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo[48]. Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacer-dotal efectiva y afectiva[49]. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer orecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensa-miento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor progra-ma se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmedia-tamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido

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en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la de nición dogmática de 1854”[50]. El Santo Cura de Ars re-cordaba siempre a sus eles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”[51].

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pi-diéndole que suscite en cada presbítero un generoso y reno-vado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasiona-do amor a Jesús cruci cado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pe-ro tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con con anza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

Con mi bendición.Vaticano, 16 de junio de 2009.BENEDICTUS PP. XVI

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El Sacerdote que queremos

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[1] Así lo proclamó el Sumo Pontí ce Pío XI en 1929.[2] “Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.[3] Nodet, p. 101.[4] Ibíd., p. 97.[5] Ibíd., pp. 98-99.[6] Ibíd., pp. 98-100.[7] Ibíd., p. 183.[8] A. Monnin, Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p. 122.[9] Cf. Lumen gentium, 10.[10] Presbyterorum ordinis, 9.[11] Ibid.[12] “La contemplación es mirada de fe, jada en Jesús. ‘Yo le mi-ro y él me mira’, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario”: Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.[13] Nodet, p. 85.[14] Ibíd., p. 114. [15] Ibíd., p. 119.[16] A. Monnin, o.c., II, pp. 430 ss.[17] Nodet, p. 105.[18] Ibíd., p. 105.[19] Ibíd., p. 104.[20] A. Monnin, o.c., II, p. 293.[21] Ibíd., II, p. 10.[22] Nodet, p. 128. [23] Ibíd., p. 50.[24] Ibíd., p. 131.[25] Ibíd., p. 130.[26] Ibíd., p. 27.[27] Ibíd., p. 139.[28] Ibíd., p. 28.[29] Ibíd., p. 77.[30] Ibíd., p. 102.[31] Ibíd., p. 189.[32] Evangelii nuntiandi, 41.[33] Benedicto XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.

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Carta del Sumo Pontífi ce Benedicto XVI

[34] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asam-blea plenaria de la Congregación para el Clero. 16 de marzo de 2009.[35] P. I.[36] Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue capaz de todo con tal de mantenerla: “J’ai fait tous les commerces imaginables”, decía sonriendo (Nodet, p. 214).[37] Nodet, p. 216.[38] Ibíd., p. 215.[39] Ibíd., p. 216.[40] Ibíd., p. 214.[41] Cf. Ibíd., p. 112.[42] Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103.[43] Ibíd., p. 75.[44] Ibíd., p. 76.[45] Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vís-peras en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006.[46] N. 9.[47] Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Focolares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio, 8 de febrero de 2007.[48] Cf. n. 17.[49] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.[50] Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.[51] Nodet, p. 244.

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ILA REALIDAD DEL

PRESBÍTERO EN EL HOY DE AMÉRICA LATINA.

UN CONTEXTO GLOBAL. UN PUNTO DE PARTIDA

En una modesta y reciente obra de mi autoría, me preguntaba si ¿vale la pena

ser sacerdote hoy?, a pesar de los pesares, a pesar de las circunstancias dolorosas, a pesar del contexto socio eclesial adverso, a pesar del desencanto que nos invade por doquier2.

1. U

Así empieza a delinearse una angustiante realidad propia de este momento ambiva-

2 Melguizo Yepes, Guillermo, ¿Vale la pena ser sacerdote hoy? - Pasto-ral de Pastores, CELAM, Colección Autores No. 36, noviembre, 2007.

Los Presbíteros:Discípulos misioneros de Jesús

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lente de la postmodernidad, que más que una época de cambios, está signi�icando un cambio de época. Ya lo decía el Documento de Participación como preparación a la V Conferencia3.

Este es un horizonte lleno de realidades nuevas, de investigaciones asombrosas, de sufrimientos y búsquedas esperan-zadas, de nuevas propuestas religiosas, de iniquidades, de adicciones y corrup-ciones, pero que también está lleno de ansias de solidaridad, lleno de desa íos (DP 38).

Diríamos en palabras de Solzhenitzin, que todos hemos heredado inseguridad espiritual.

Por su parte, el Documento de Síntesis4 elaborado con los aportes de las Conferen-cias Episcopales de América Latina, como preparación inmediata de la V Conferencia, resume así el cambio de época (que es el

3 CELAM, Documento de Participación (DP), Hacia la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe no. 38, 2005.

4 CELAM, Síntesis de los aportes recibidos (DS), 2007, No. 57.

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escenario del evangelizador de hoy y más concretamente del Presbítero):

El pluralismo cultural y religioso de la sociedad repercute fuertemente en la Iglesia. Hay otras fuentes de sentido que compiten con ella, revitalizando y debilitando su incidencia social y su acción pastoral. No todos los católicos (incluyendo desde luego a los sacerdo-tes) estaban preparados para resistir a esta multiplicidad de discursos y de prácticas presentes en la sociedad. Y este hecho se ha manifestado en cierto dis-tanciamiento silencioso de la Iglesia por parte de muchos y en una adhesión poco re lexiva a otras creencias o instituciones religiosas. Esta situación se ve agravada por el relativismo ético y religioso de la cultura actual. Por otro lado, el plu-ralismo abre espacios para la libertad personal y la opción religiosa consciente (DSi 74).

¿Quién duda entonces de que estos fenóme-nos desconciertan, aturden, desaniman a no pocos sacerdotes?

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2. L

Y el Documento Conclusivo de Aparecida5, en su primera parte, La vida de nuestros pue-blos hoy, en su capítulo segundo –Mirada de los discípulos misioneros sobre la realidad–, describe la situación en dos momentos: la realidad sociocultural (económica, sociopo-lítica, etc.), y la realidad eclesial.

He aquí una síntesis de esta última espe-cialmente en lo que se relaciona con los presbíteros tanto en sus aspectos positivos como en sus sombras. Por ejemplo, el no. 98 se re�iere al aprecio que tienen nuestras gentes por los sacerdotes, a la virtud de no pocos de ellos, a su testimonio; a la pastoral presbiteral que existe en muchas diócesis; a los ministerios laicales que enriquecen la acción pastoral; a los esfuerzos de forma-ción, etc. (DA 98c).

También habla el documento del espíritu misionero de muchos sacerdotes (DA 98d); también reconoce los esfuerzos de reno-vación pastoral que se hacen en muchas parroquias (DA 98c).

5 Aparecida, Documento Conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, 2007.

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Y en el campo de las preocupaciones y de las sombras, el Documento de Aparecida es bien concreto en cuanto a mentalidades y actitu-des: mentalidad anticonciliar, problemas de obediencia y autoridad, relativismo, etc.

Lamentamos, sea algunos intentos de volver a un cierto tipo de eclesiología y espiritualidad contrarias a la renovación del Concilio Vaticano II, sea algunas lec-turas y aplicaciones reduccionistas de la renovación conciliar; lamentamos la ausencia de una auténtica obediencia y de ejercicio evangélico de la autori-dad, las in idelidades a la doctrina, a la moral y a la comunión, nuestras débiles vivencias de la opción preferencial por los pobres, no pocas caídas secularizantes en la vida consagrada in luida por una antropología meramente sociológica y no evangélica (DA 100b).

Y m�s adelante, en lo �ue re re�iere a la evan�eli�aci�n, a�irma:

percibimos una evangelización con poco ardor y sin nuevos métodos y expresiones, un énfasis en el ritualismo sin el conve-niente itinerario formativo, descuidando

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otras tareas pastorales. De igual modo nos preocupa una espiritualidad indivi-dualista (DA 100c).

3. L P

Aparecida anota con preocupación que, de cara a la evangelización, nos encontramos muy lejos de estar a la altura de los grandes cambios culturales (DA 100d).

Algunos de estos vacíos y lagunas van a apa-recer más adelante cuando el Documento de Aparecida afronte el tema del presbítero como tal. Estas preocupaciones no son nue-vas desde luego en la Iglesia. Ya el magiste-rio eclesiástico había venido estudiando la problemática sacerdotal, particularmente desde el Sínodo de 1971 (El sacerdocio ministerial y la justicia en el mundo).

Luego volvió sobre el mismo tema en el Sínodo de 1990 (La formación de los sacer-dotes en la situación actual) que produjo la famosa Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, Pastores Dabo Vobis de 1992.

Todos estos documentos eclesiales coinci-den en que existe una profunda crisis de

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identidad, de función e inserción social del sacerdote, que corre el riesgo de encontrarse completamente aislado e incomprendido hasta sentirse profundamente desmotivado (Sínodo 1990-Instrumentum Laboris, 10).

4. E

Muy frecuentemente nos encontramos con el fenómeno del desencanto espiritual y pastoral de muchos sacerdotes. Por eso no pocos autores hablan hoy del “invierno eclesial”, causado por contextos sociales y aun eclesiales. A esto se agrega la soledad del sacerdote, sus frecuentes problemas económicos y su aburguesamiento social, económico y pastoral.

Y qué pensar de tantas vidas paralelas o duplicadas, de tantos antitestimonios e inau-tenticidades y de tantos dolorosos escánda-los. Por ejemplo, la castidad sacerdotal, hay que reconocerlo, no siempre es guardada con respeto y autenticidad.

Los abusos recientes en dicho campo, son causa de gran escándalo, incluso para la gran mayoría de sacerdotes y religiosos que

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continúan luchando por vivir la santidad y el servicio desinteresado en nombre del Señor.

Los desalientos, las crisis espirituales, los desencantos de no pocos sacerdotes, han sido resumidos muy originalmente por un excelente pastoralista, en lo que él llama “El fenómeno del cansancio en la vida ministe-rial”6. Allí nos habla del itinerario de los can-sancios, de las raíces del cansancio: un estilo de vida inadecuado, el peso de la misión, el fracaso en el apostolado, una espiritualidad insu�iciente y una conversión aplazada.

5. L P

El Documento Conclusivo de la V Conferen-cia General, va a hablar más adelante, en este campo de la realidad sacerdotal, de las situaciones que afectan y desa�ían la vida y el ministerio de los presbíteros, y enumera tres: la identidad teológica del ministerio, su inserción en la cultura actual, y algunas situaciones existenciales particulares (DA 193 y 200).

6 Precht Christian, El fenómeno del cansancio en la vida ministerial, Boletín pastoral, Santiago de Chile, marzo, 2006.

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Hay mucha confusión por doquier todavía, en lo que se re�iere a la identidad sacerdotal. Por lo que respecta al desa�ío de la cultura actual, Aparecida hace una invitación para que los Presbíteros conozcan dicha cultura y se comprometan de verdad en una forma-ción inicial y permanente tan seria que los prepare para responder a sus desa�íos.

En cuanto al tercer desa�ío, el de los aspec-tos vitales y afectivos, así como al celibato, Aparecida pide al Presbítero un compro-miso serio y de�inido en su espiritualidad presbiteral. Estos puntos los ampliaremos más adelante.

En el año 2007, el CELAM, como preparación a la V Conferencia publicó una obra titulada: Discípulos y Misioneros de Jesucristo en Amé-rica Latina y El Caribe7. Uno de los articu-listas de dicha publicación, el Padre Víctor Manuel Fernández8, se expresa así hablando de la situación de la identidad del Presbítero:

7 CELAM, Discípulos y misioneros de Jesucristo en América Latina y El Caribe, 2007.

8 Fernández, Víctor Manuel, La identidad espiritual del Presbítero (pp. 65 a 157).

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No se puede hablar hoy sobre la identidad sacerdotal sin tomar conciencia de algu-nos aspectos de la cultura actual que inci-den negativamente en la con iguración y en el a ianzamiento de dicha identidad… Hay una serie de complejos y contradic-ciones que debilitan la identidad espiri-tual… Hay una excesiva división entre lo sagrado y lo mundano. Por eso se puede pasar de una predicación donde Dios es todo, a buscar un grupo de amigos donde jamás se lo mencione y donde se pre iere que el tema religioso no aparezca…

Por esta esquizofrenia pueden coexistir dos cosas: por un lado un rechazo del mundo perdido, un lamento ante el fenó-meno de la secularización, un dolor por los ataques a la Iglesia, un espíritu reli-gioso que se siente amenazado, etc. Pero por otra parte, una tendencia casi incons-ciente a amoldarse al mundo, a no per-derse nada de lo que la modernidad ofrece, en una especie de obsesión por ser como todos y tener lo que tienen los demás pro-curando esconder las propias opciones.

Esta obsesión, que es un modo de apla-zar la propia conversión, también es

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altamente desgastante porque se trata de escapar de aquello que precisamente otorga una identidad que le da sentido a la actividad. Sin esta identidad las tareas se vuelven forzadas. Aquí aparece la dicotomía más peligrosa, porque afecta profundamente al ser personal; es la separación entre la identidad personal y la misión religiosa. La misión que Dios con ía no termina de marcar a fondo la identidad personal.

6. Y …

Aunque no es nuestra �inalidad, bien valdría la pena decir una palabra sobre la situación de las ordenaciones sacerdotales, las defun-ciones y los abandonos del ministerio en América Latina en los últimos años9.

Brasil, México y Colombia siguen siendo los países que ofrecen el mayor número de vocaciones y la mayor cantidad de orde-naciones sacerdotales. Del 2000 al 2005 las estadísticas señalan que hubo 9.132 ordenaciones sacerdotales; 2.426 defun-

9 Citta Vaticano, Annuarium Statisticum Ecclesiae, 2006.

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ciones de sacerdotes y 1.080 abandonos del ministerio. También estos datos producen preocupación y desconcierto.

A pesar de todo, y por encima de todo, seguimos sosteniendo que sí vale la pena ser sacerdote hoy, con la condición, claro está, de que nos comprometamos en una verda-dera cultura de la formación permanente. Y en una auténtica Pastoral de Pastores.

Reexión personal y comunitaria:

1. ¿Conoce Usted la realidad diocesana, nacional y latinoamericana de los Presbíteros?

2. ¿En qué sentido el fenómeno de la postmoder-nidad está inuyendo en los Presbíteros?

3. ¿Valora Usted los aspectos positivos de los Presbíteros?

4. ¿Usted ha sentido alguna vez el desencanto?

5. ¿Usted ha buscado respuestas a las inquietudes y problemas sacerdotales?

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IILA ILUMINACIÓN

DE APARECIDA PARA EL CAMPO PRESBITERAL. UNA MEDIACIÓN PEDAGÓGICA

Uno de los más interesantes acápites del capítulo V de las Conclusiones de Apa-

recida (DA. 184 a 224) es el que se llama: Los discípulos misioneros con vocaciones especí icas. Y entre ellas está desde luego, la de los Presbíteros.

�ntroduce el tema a�irmando que:

En el iel cumplimiento de su vocación bautismal, el discípulo ha de tener en cuenta los desa íos que el mundo de hoy le presenta a la Iglesia de Jesús, entre otros: el éxodo de ieles a las sectas y otros grupos religiosos; las corrientes culturales contrarias a Cristo y a la Igle-

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sia; el desaliento de los sacerdotes frente al vasto trabajo pastoral; la escasez de sacerdotes en muchos lugares; el cambio de paradigmas culturales; el fenómeno de la globalización y la secularización; los graves problemas de violencia, pobreza e injusticia; la creciente cultura de la muerte que afecta la vida en todas sus formas (DA 185).

Las conclusiones de la V Conferencia ya lo hemos dicho, hay que leerlas y estudiarlas transversalmente porque no hay que buscar en ellas por separado lo que se re�iere al laico o al sacerdote en general, o al párroco en particular. Porque todos, absolutamente todos, sin excepción, somos discípulos misioneros de Jesucristo, empezando por los Obispos y empezando por la misma Iglesia que tiene que ser ella la primera discípula.

1. U P A

Y en efecto, lo que es válido para los cris-tianos en general, es válido también para todos nosotros y no podemos dar nada por supuesto. Pero vamos a ubicar y a descubrir dónde se habla explícitamente del tema de los Presbíteros.

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La segunda parte de las conclusiones: La vida de Jesucristo en los discípulos misio-neros, trae cuatro capítulos igualmente importantes:

a) La alegría de ser discípulos misione- ros para anunciar el Evangelio de Jesucristo.

b) La vocación de los discípulos misioneros a la santidad

c) La comunión de los discípulos misioneros en la Iglesia

d) El itinerario formativo de los discípulos misioneros.

En cuatro palabras: la alegría del evangeliza-dor, la santidad del discípulo, la comunión del discípulo y la formación del mismo. Todo con el �in de lograr una vida plena en Cristo.

Estos cuatro capítulos son igualmente váli-dos y necesarios para todos los creyentes en Cristo, sean o no sacerdotes. La comunión se explicita en lugares y personas, y entre estas últimas, se acentúa la de los presbíteros. Allí precisamente se ubica nuestro tema: Los

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presbíteros discípulos y misioneros de Jesús Buen Pastor.

Es precisamente en la segunda parte del Documento donde se trata explícitamente también del tema de los Presbíteros, y más en concreto en el Capítulo V: La comunión de los discípulos misioneros en la Iglesia.

El tercer capítulo de Aparecida La alegría del evangelizador (DA 101 a 128) aplicada a los Presbíteros, quiere ser un llamamiento a luchar contra el pesimismo sacerdotal, el cansancio ministerial, el desencanto eclesial, el invierno eclesial, el complejo de inferiori-dad ante la postmodernidad, y la falta de una clara identidad. Quiere ser también, una voz de aliento para vivir y exteriorizar el gozo de ser discípulos y de ser evangelizadores.

El cuarto capítulo (DA 129 a 153) recuerda no sólo el llamamiento universal a la santi-dad, sino que insiste en que con mayor razón deben buscarla los discípulos misioneros de Jesús Buen Pastor. Aún más, acentúa la necesidad de una verdadera pastoral de la santidad, y en palabras de Juan Pablo II en la Novo Millennio Ineunte, enseña que la

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santidad es una urgencia pastoral (NMI 20 y DA 368).

El sexto capítulo (DA 240 a 346), ya que el quinto lo vamos a tratar más detenidamente, quiere a toda costa que los discípulos misio-neros, cualquiera que sea la misión que desempeñan en la Iglesia, se comprometan en una formación ininterrumpida, integral e integradora, y seriamente programada.

Y el tema explícito de los Presbíteros, lo afronta Aparecida precisamente en el quinto capítulo, el de la comunión de los discípulos misioneros en la Iglesia (DA 154 a 239), pero más concretamente en el acápite: Discípulos misioneros con vocaciones especí icas (DA 184 a 224).

Y es así como introduce el tema:

La condición de discípulo brota de Jesucristo como de su fuente; por la fe y el bautismo, crece en la Iglesia, co- munidad donde todos sus miembros adquieren igual dignidad y participan de diversos ministerios y carismas. De este modo, se realiza en la Iglesia la forma

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propia y especí ica de vivir la santidad bautismal al servicio del Reino de Dios (DA 184).

� a las vocaciones especí�icas de los dis-cípulos misioneros, el texto las denomina con unos títulos y cali�icativos muy bellos e interesantes, así:

A los Obispos, como discípulos misione-ros de Jesús Sumo Sacerdote.

A los Presbíteros, como discípulos misio-neros de Jesús Buen Pastor.

A los Diáconos, como discípulos misione-ros de Jesús Servidor.

A los Laicos, como discípulos misioneros de Jesús Luz del mundo.

A los Consagrados, como discípulos misioneros de Jesús Testigo del Padre.

Nos interesa desde luego ahora, lo que se re�iere a los Presbíteros como discípulos misioneros de Jesús Buen Pastor. Con la particularidad de que al documento le importa sobre todo clari�icar su identidad y su misión (DA 191 a 204).

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Aparecida comienza reconociendo que la mayoría de los Presbíteros viven su ministe-rio con �idelidad; son modelo para la comu-nidad; se comprometen con su formación permanente, cultivan su vida espiritual, alrededor de la Palabra y de la celebración divina de la Eucaristía; tienen sentido misio-nero, etc. (cfr. DA 99).

2. L

Más adelante las conclusiones de Aparecida dicen que hay situaciones que desa�ían y afectan la vida y el ministerio de los Presbí-teros: su identidad teológica, su inserción en la cultura actual, y otras situaciones que inciden en su existencia.

El numeral 193 entra de lleno a hacer una pequeña síntesis de lo que es la identidad teológica del ministerio, porque ésta es una de sus grandes preocupaciones, como quiera que la falta de claridad en la identidad es una de las manifestaciones más frecuentes de las crisis sacerdotales:

Todos los bautizados participamos del único sacerdocio de Jesucristo (LG 10); cada uno a su manera. El sacerdocio

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ministerial está al servicio del sacerdo-cio común de los ieles, y cada uno a su manera participa del único sacerdocio de Cristo.

Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, nos ha redimido y nos ha participado de su vida divina. En Él, somos todos hijos del mismo Padre y hermanos entre nosotros, también los Presbíteros. Antes que padre el Presbítero es un hermano. Esta dimen-sión fraterna debe transparentarse en el ejercicio pastoral y superar la tentación del autoritarismo que lo aísla de la comu-nidad y de la colaboración con los demás miembros de la Iglesia. No es un delegado de la comunidad o un representante suyo, sino que es un don por la unción del Espí-ritu en su ordenación y su especial unión con Cristo (DA 193).

El número 194 responde a la otra preocu-pación manifestada al comienzo, cuando a�irma �ue entre las situaciones �ue afectan la vida y el ministerio de los Presbíteros, está la de su inserción en la cultura actual:

El segundo desa ío se re iere al ministe-rio del Presbítero inserto en la cultura

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actual. El Presbítero está llamado a cono-cerla para sembrar en ella la semilla del evangelio, es decir, para que el mensaje de Jesús llegue a ser una interpelación válida, comprensible, esperanzadora y relevante para la vida del hombre y de la mujer de hoy, especialmente para los jóvenes. Este desa ío incluye la nece-sidad de potenciar adecuadamente la formación inicial y permanente de los Presbíteros, en sus cuatro dimensiones humana, espiritual, intelectual y pastoral (DA 194 y PDV 72).

Y entre las situaciones existenciales (tercer desa�ío) que inciden en la vida y ministerio de los Presbíteros, el documento de Apare-cida enumera entre otras, la edad, el trabajo, la salud, la afectividad, la espiritualidad, la fraternidad sacramental sacerdotal, las relaciones con el Presbiterio y con el Obispo, y con los laicos. La vida en equipo, la vida coherente y testimonial. El celibato que pide asumir con madurez la propia afectividad y sexualidad viviéndolos con serenidad y alegría (DA 195 y 196).

Estas situaciones y muchas otras, segura-mente inciden en nuestra vida y en nuestro

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ministerio. Lo importante es tomar con-ciencia de ellas y buscar oportunamente las respuestas y las ayudas.

Finalmente, las conclusiones ofrecen una serie de anhelos: el Presbítero, a imagen del Buen Pastor está llamado a ser hombre de misericordia y de compasión; cercano, ser-vidor. La caridad pastoral es fuente de espi-ritualidad sacerdotal porque anima y uni�ica la vida y el ministerio (DA 198 y PO 14).

Las conclusiones insisten también en que seamos Presbíteros-Discípulos con pro-funda experiencia de Dios, en la oración, la Palabra y la Eucaristía. Es preciso que sea-mos defensores de la vida y que nos compro-metamos cada vez más en nuestra formación permanente en todas sus dimensiones, en todas las edades y situaciones de la vida (cfr. DA 195 a 199). Pero de ellos hablaremos en la tercera parte de este opúsculo.

�oncluye este apartado con unas re�lexiones sobre los párrocos como animadores de una comunidad de discípulos misioneros (DA 201 a 205). Allí se dice que sólo un sacerdote enamorado de Jesucristo puede renovar su

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parroquia. La renovación de la parroquia exige actitudes nuevas en los párrocos. No se pueden contentar con ser meros adminis-tradores, deben ser realmente misioneros que busquen a los alejados. Una parroquia renovada multiplica las personas que pres-tan servicios y acrecienta los ministerios. La Iglesia es toda ella ministerial. Una parro-quia, comunidad de discípulos misioneros, requiere organismos que superen cualquier clase de burocracia.

3. L ,

Aparecida insiste, no sólo en el llamamiento universal a la santidad y en la vocación de los discípulos misioneros a la santidad, sino también en la pastoral misma de la santidad. Es decir, Aparecida situó el camino pastoral de toda la Iglesia en la perspectiva de la santidad (DA 368 y NMI 20).

La V Conferencia se ha propuesto como objetivo fundamental, iniciar con todas sus fuerzas una nueva evangelización. Esto sólo se logrará cuando todos los creyentes lleguemos a ser verdaderos discípulos y misioneros de Jesucristo.

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Este discipulado no será auténtico mientras no comience con un encuentro personal con el Señor. Es allí donde se inicia un pro-ceso que nos llevará por los caminos de la santidad.

Hay una estrecha relación entre la Exhor-tación Apostólica Ecclesia in América (22 de enero de 1999) efecto del Sínodo de las Américas, con las conclusiones de la V Conferencia General de Aparecida (mayo 2007). Ecclesia in América es en efecto, un texto iluminador de aquel proyecto pastoral global en que se ha comprome-tido la Iglesia, a saber, la Nueva Evange-lización. En la temática fundamental del Sínodo para las Américas se mani�iesta a todas luces la centralidad de la persona de Jesucristo Resucitado, que invita a una conversión permanente, a una comunión a toda prueba y a una solidaridad fuera de lo común.

Si es verdad que el Señor Jesús está real-mente presente, vivo y actuante en su Igle-sia, nuestro encuentro con Él es posible y es urgente. De esta manera comenzará la verdadera renovación de la Iglesia.

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Ahora, si la Iglesia no está plenamente identi�icada con su Se�or, no es posible una nueva evangelización. Pero la identi�icación de la Iglesia con Jesús no se logra y no se entiende, si no existe por parte de todos, el compromiso serio de iniciar el camino de la santidad.

�odos sabemos que lo especí�ico de la reli�gión cristiana consiste en una experiencia de fe en Jesucristo, Dios encarnado, muerto y resucitado. Él vive ahora en su Iglesia por su Espíritu, impulsando a todos los hombres, particularmente a los creyentes, a vivir un ser nuevo manifestado en la Pascua y en Pentecostés.

La santidad, es bueno recordarlo, constituye la misma esencia de Dios. Sólo Él es santo, trascendente, perfecto. Ahora, la llamada a la santidad que Dios hizo en el antiguo pueblo de Israel (Lev. 14, 44 y 19, 2) se renueva en Cristo, con el llamamiento a la perfección de la caridad que él hace a su Iglesia.

La vida cristiana consiste en la caridad, como vida en Cristo y en el Espíritu (Col 3, 3 y Rm 8) y como camino en el amor. La

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vida de caridad y la perfección se llaman también santidad. Este es el proyecto de vida presentado por Jesús: sed perfectos como vuestro Padre celestial (Mt 5, 48). No hay que olvidar que la santidad se realiza en las propias circunstancias y estados de vida de cada uno, y según la propia vocación. Por eso se puede a�irmar que hay tantos santos como personas comprometidas en su iden-ti�icación con �risto.

Aparecida trae un capítulo muy interesan- te que se llama: La vocación de los discí- pulos a la santidad. Y esta santidad, ya lo hemos dicho, es exigencia para toda la Igle-sia, para todos los creyentes, para todas las vocaciones, y con mayor razón para nosotros los presbíteros que hemos optado por esa generosa y exigente manera de ser cristianos en el sacramento del orden sagrado.

Este apartado de la vocación a la santidad lo desarrolla el documento de Aparecida en cuatro acápites:

Somos llamados al seguimiento de Jesucristo.

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Somos con igurados con el Maestro.

Somos enviados a anunciar el Evangelio del Reino de la Vida.

Somos animados por el Espíritu Santo.

Estos cuatro puntos, llamados, con�igurados, enviados, animados, no se pueden vivir inde-pendientemente los unos de los otros sino que hay que tomarlos en conjunto, y así, de esa manera, los cuatro están íntimamente relacionados con la santidad; todos ellos se exigen y complementan

4. L J (DA 129 � 135)

Así empieza la santidad del discípulo. En el Antiguo Testamento Dios nos revela su proyecto de vida. Nos pide una experiencia de comunión con Él y es así como llegamos a participar de su vida, de su verdad y de su santidad (DA 129).

En el Nuevo Testamento nos habla Dios por medio de su Hijo (Hb 1, 1) y Dios que es santo, nos ama y nos llama a la santidad (Ef 1, 4-5), (DA 130 y 131). El llamamiento

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que hace Jesús el Maestro, conlleva una gran novedad: nos invita a encontrarnos con Él, porque Él es la fuente de la vida (Jn 15, 5). No fuimos llamados para algo sino para Alguien (Mc 1, 17 y 2, 14). Y para poder participar en su misión. (Lc 6, 40), (DA 132).

5. C M (DA 136 � 142)

Ahí crece y madura la santidad del discípulo. El primer elemento de nuestra santidad, como lo hemos visto, es la vocación dinámica a la que se sigue nuestra respuesta también dinámica. Respuesta consciente y libre que se renueva y actualiza siempre. Pero el segundo elemento de la santidad es éste de nuestra con�iguración con el �e�or. �uanto mayor es la fascinación que Jesús ejerce sobre nosotros, y mayor es la fascinación que sentimos por Él, mayor es la preocu-pación por identi�icarnos y con�igurarnos con Él: en el amor, en las bienaventuranzas, en la misericordia, en el martirio si es el caso, en la escucha orante de la Palabra, en la reconciliación, en la Eucaristía, en el amor a María. Es así como madura la santidad.

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6. E E R V (DA 143 � 148)

Así se mani�iesta y se contagia la santidad, por medio de testigos. Jesús nos hace partí-cipes de su misión y por eso nos convertimos en testigos de su misterio pascual, de su muerte y resurrección. Cumplir este encargo no es una tarea opcional sino parte integral de la identidad del cristiano, porque es la extensión testimonial de la vocación misma. (DA 143). Cuando el discípulo está enamo-rado de Cristo no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (Hch 4, 12) porque Él nos amó primero. Al participar de esa misión, el discípulo camina hacia la santidad (DA 148).

7. A E S (DA 14� � 153)

Esa es la plenitud de la santidad. El Espíritu Santo es en la Iglesia, el maestro interior que conduce al conocimiento de la verdad total y forma así discípulos plenamente misioneros. El número 150 de Aparecida resume perfectamente el papel del Espíritu Santo, así:

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A partir de Pentecostés, la Iglesia expe-rimenta de inmediato fecundas irrupcio-nes del Espíritu, vitalidad divina que se expresa en diversos dones y carismas (cf. 1 Co 12, 1-11) y variados o icios que edi i-can la Iglesia y sirven a la Evangelización (cf. 1 Co 12, 28-29). Por estos dones del Espíritu, la comunidad extiende el minis-terio salví ico del Señor hasta que Él, de nuevo, se mani ieste al inal de los tiem-pos (cf. 1 Co. 1,6-7). El Espíritu en la Igle-sia forja misioneros decididos y valientes como Pedro (cf. Hch 4, 13) y Pablo (cf. Hch 13, 9), señala los lugares que deben ser evangelizados y elige quiénes deben hacerlo (cf. Hch 13,2) (DA 150).

8. B XVI P

Por su parte, el Papa Benedicto XVI en el discurso inaugural de la V Conferencia10, se dirigió así a los Presbíteros:

Los primeros promotores del discipu-lado y de la misión son aquellos que han sido llamados “para estar con Jesús y

10 Benedicto XVI, Discurso inaugural, V Conferencia General del Epis-copado Latinoamericano y Caribeño, Aparecida, mayo 13, 2007.

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ser enviados a predicar” (Mc 3, 14), es decir, los sacerdotes. Ellos deben recibir de manera preferencial, la atención y el cuidado paterno de sus obispos, pues son los primeros agentes de una auténtica renovación de la vida cristiana en el pueblo de Dios. A ellos les quiero dirigir una palabra de afecto paterno, deseando que el Señor sea el lote de su heredad y su copa (Sal 16, 5). Si el sacerdote tiene a Dios como fundamento y centro de su vida, experimentará la alegría y la fecundidad de su vocación. El sacerdote debe ser ante todo, un “hombre de Dios” (1 Tm 6, 11) que conoce a Dios directa-mente, que tiene una profunda amistad personal con Jesús, que comparte con los demás los mismos sentimientos de Cristo (Fil 2, 5). Sólo así el sacerdote será capaz de llevar a los hombres a Dios, encarnado en Jesucristo y de ser representante de su amor.

Para cumplir su elevada tarea, el sacer-dote debe tener una sólida estructura espiritual y vivir toda su vida animado por la fe, la esperanza y la caridad. Debe ser como Jesús, un hombre que busque a través de la oración, el rostro y la volun-

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tad de Dios, y que cuide también su pre-paración cultural e intelectual (DI 5b).

9. E

En los oídos y en la vida del presbítero debe repercutir todos los días la preocupación por ser discípulo misionero de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida. Todo lo que en las conclusiones de Aparecida se re�iere al discipulado se re�iere tambi�n prioritariamente al Presbítero: la alegría de ser discípulo misionero para anunciar el evangelio de Jesucristo (segunda parte); la vocación a la santidad (cap. 4); la comunión de los discípulos misioneros en la Iglesia (cap. 5); el itinerario formativo de los discí-pulos misioneros (cap. 6), etc.

Ya el Documento de Síntesis11 que va a ser-vir de instrumento de trabajo en la reunión de Aparecida, se había adelantado a decir (pensamiento que va a ser asumido por las conclusiones de Aparecida), que el Espíritu nos impulsa a ser discípulos misioneros. (cap. III, No. 172 y sig.)

11 CELAM, Síntesis de los Aportes Recibidos, 2007.

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La renovación de nuestras comunidades eclesiales comienza, como lo muestra la vida y la historia de la Iglesia mediante una profunda renovación de las personas consagradas. Las comunidades cristia-nas esperan de sus pastores, testigos de la primacía de Dios, una presencia más cercana con su pueblo, particularmente con los grupos humanos en situación de necesidad; una mayor dedicación al acompañamiento espiritual; una gran coherencia con lo que predican. Una orientación más decidida y profética de la Iglesia y de la sociedad; y que sean pro-motores y signos de unidad en el marco de una pastoral orgánica.

Los Presbíteros son los primeros respon-sables de asegurar la comunión fraterna en su comunidad, porque sus personas y su misión están íntimamente vinculadas a al Eucaristía, que es el sacramento que signi ica y realiza la unidad de la iglesia (cfr. LG 3), y a la palabra de Dios que nos convoca y nos une. En cuanto promotores y signos de unidad, los clérigos se deberán abstener de participar en compromisos que implican la participación en el ejer-cicio del poder civil (DS 243).

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Por su parte un conocido biblista12 resume así las que él llama coordenadas del discipu-lado en el evangelio de san Juan: los discípu-los están en lugares claves del evangelio; los discípulos conviven establemente con Jesús; los discípulos se distinguen de los demás, porque creen en Jesús; los discípulos tienen di�icultades para comprender a Jesús, pero Él los conduce para que logren conocerlo; la relación de fe y de conocimiento de los discípulos está dinamizada por el amor. En síntesis: son los que están a la vanguardia, los que se identi�ican con Jesús, los creyen-tes, los que se dejan invadir y poseer por el Espíritu Santo.

Finalmente, otro gran pastoralista13 sintetiza así este mismo pensamiento:

El Presbítero sabe que sin una intensa y vital relación y comunión con Cristo no es nada, por eso su vida se llena de sentido

12 CELAM, El Presbítero discípulo misionero de Jesucristo en América Latina y El Caribe, Oñoro, Fidel, “¿También tú eres de sus discípu-los?”, pp. 13 a 47, 2007.

13 CELAM, El Presbítero discípulo misionero de Jesucristo en América Latina y El Caribe, 2007, Precht, Cristian, “Rasgos contemporáneos de la espiritualidad presbiteral”, pp. 159 a 183.

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cuando vive en un proceso permanente de con�iguración con Él.

El Presbítero es fundamentalmente un discípulo de la Palabra, vive de ella, la lee y medita con frecuencia, la estudia con interés, la ora fervorosamente y la anuncia con convicción.

El Presbítero es el hombre que ha hecho la grati�icante y comprometedora e�pe-riencia de Dios vivo y de Dios amor, deján-dose amar, dejándose seducir por Él.

El Presbítero es el hombre de Iglesia, insertado en la Iglesia comunidad de discípulos como pastor y hermano, como guía y animador de la fe.

El per�il mariano del Presbítero es fundamental para su vida y ministerio, porque María es también educadora y discípula.

El Presbítero es un hombre de Dios encarnado en la realidad histórica de su pueblo.

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Reexión personal y comunitaria:

1. ¿Ubica Usted fácilmente, en las Conclusiones de Aparecida el mensaje explícito para los Presbíteros?

2. ¿Tiene bien claras las situaciones y desafíos que afectan su vida sacerdotal?

3. ¿Usted está convencido de que la santidad es hoy una urgencia pastoral?

4. ¿En qué sentido somos llamados por Jesús y congurados con Él, y en qué sentido somos enviados y santicados por su Espíritu?

5 ¿Qué le dice a Usted el discipulado y la misionariedad?

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IIILA VIDA PLENA

EN JESUCRISTO, PARA EL PRESBÍTERO DE HOY,

A TRAVÉS DE LA PASTORAL DE PASTORES. -

UN PUNTO DE LLEGADA

1. N

Cuando Aparecida describe, en la Primera Parte, la situación de la Iglesia en esta

�ora �istórica de desa�íos, anota entre otras cosas que

muchas de nuestras Iglesias cuentan con una pastoral sacerdotal y con experien-cias concretas de vida en común y de una más justa retribución del clero (DA. 97c).

Aquí se vislumbran algunos elementos de lo que podríamos llamar Pastoral de Pastores,

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una de cuyas dimensiones es la Formación Permanente.

Y m�s adelante, cuando se re�iere al proceso de formación de los Discípulos misioneros, va a explicitar que

la vocación y el compromiso de ser hoy discípulos y misioneros de Jesucristo en América Latina y El Caribe, requiere una clara y decidida opción por la formación de los miembros de nuestras comuni-dades, en bien de todos los bautizados, cualquiera sea la función que desarrollen en la Iglesia (DA 276).

Ya al comienzo de este opúsculo, en la Intro-ducción, a�irm��amos que, a pesar de todo, y por encima de todo, sí vale la pena ser sacerdote hoy, con la condición de que nos comprometamos de una vez por todas, en una verdadera pastoral de pastores, y en una cultura integral de la formación permanente.

De muchas maneras va a insistir Aparecida en la necesidad de que todos nos comprome-tamos en un auténtico itinerario formativo y en un claro proceso de formación, que empieza en el encuentro con Jesucristo,

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que continúa con la conversión, que se cla-ri�ica en el discipulado, que penetra en la comunión y que concluye en la misión (cfr. DA 278).

2. P P P

En el camino preparatorio de Aparecida, el CELAM celebró en Brasilia en el año 2005 un Encuentro sobre la Pastoral Presbiteral - Desa�íos y perspectivas14. Este Documento in�luyó desde lue�o en Aparecida y a él alu-diremos más adelante.

Es muy claro, aunque no completo el número 200 de Aparecida. Después de hablar de las situaciones que afectan y desa�ían la vida y el ministerio de nuestros presbíteros (DA 191 a 199), concluye así:

Todo esto requiere que las Diócesis y Conferencias Episcopales desarrollen una Pastoral Presbiteral que privilegie la espiritualidad especí ica y la formación permanente e integral de los sacerdotes.

14 CELAM, La Pastoral Presbiteral, Desa�íos y perspectivas, Devym-CNBB, Brasilia, 2005.

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Y a renglón seguido cita a la Pastores Dabo Vobis No. 76, así

la Exhortación Pastores Dabo Vobis enfatiza que: la formación permanente, precisamente porque es permanente debe acompañar a los sacerdotes siempre, esto es, en cualquier período y situación de su vida, así como en los diversos cargos de responsabilidad eclesial que se les con íen; todo ello, teniendo en cuenta, naturalmente, las posibilidades y carac-terísticas propias de la edad, condiciones de vida y tareas encomendadas (DA 200).

La Pastoral Presbiteral, o mejor, Pastoral de Pastores, incluye desde luego la formación permanente, pero no se encierra de ninguna manera en esta última, sino que la explicita y concreta mucho más.

La Pastoral de Pastores, para decirlo en una palabra, es la misma pastoral vocacional en cuanto se preocupa por la preparación, el acompañamiento, el servicio y la renovación integral de los pastores o ministros de la Iglesia (Obispos, Presbíteros y Diáconos) a �in de que lleguen a ser signos cada ve� más claros de Cristo Maestro, Sacerdote y

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Pastor, y respondan con e�icacia a los retos del Tercer Milenio.

Este servicio y este acompañamiento com-prende cuatro vertientes que se integran y enriquecen mutuamente:

La preparación inicial (Formación en y desde el Seminario).

El apoyo al bienestar integral, personal y ministerial del pastor.

La animación de la fraternidad sacra- mental.

La formación permanente propiamente dicha de los pastores.

La formación inicial, en y desde el seminario, es el primer peldaño necesario y fundamen-tal de una pastoral de pastores. El apoyo y el interés por el bienestar integral tanto en la vida personal como en el ministerio, e�ige servicios y estructuras e�icientes que busquen la plena realización de los pastores. La animación de la fraternidad sacerdotal sacramental es la Pastoral de Pastores en cuanto promueve una íntima hermandad

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que se traduce en la vida de los presbiterios. La formación permanente es la Pastoral de Pastores en cuanto sigue promoviendo la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral de los ministros ordenados pero en una forma integral e integradora.

El ya citado documento de Brasilia 2005 en el encuentro de Pastoral Presbiteral, hablaba de los desa�íos de la atención y formación en todos los aspectos y dimensiones.

3. L

Así por ejemplo en el numeral 27 se a�irma�

La estructura frágil y vulnerable de las nuevas generaciones, especialmente en el aspecto humano afectivo, desa ía a asumir este aspecto de la formación con realismo y objetividad, según los criterios de una adecuada visión equilibrada de la afectividad y sexualidad humana, a in de educar para ser persona madura y libre y para la vivencia del celibato como opción libre y consciente por causa del reino de Dios y el servicio alegre y generoso a los demás (No. 27).

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Y más adelante:

Desa ía a la Pastoral Presbiteral una previsión social del clero que ayude a fomentar el espíritu de pertenencia, soli-daridad y comunión (No. 30).

Y con respecto a la formación espiritual:

Junto con las graves carencias en el aspecto humano, el problema fundamen-tal que ha de asumir la Pastoral Presbi-teral hunde sus raíces en la dimensión espiritual puesto que cuando ésta tiene cimientos sólidos, las fallas humanas tienen mayor garantía de transforma-ción, mientras que cuando la formación auténticamente espiritual es de iciente, la vida y el ministerio presbiteral es frágil aunque lo humano no presente mayores fracturas (No. 31).

Y con relación al tema crucial de la identidad dice:

Es preciso profundizar en la teología del presbiterado y de la espiritualidad diocesana, como respuesta a la falta de identidad sacerdotal, de caridad pastoral y de espiritualidad diocesana (No 32).

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Insiste también en la formación intelectual y pastoral: La formación intelectual es a veces me�or atendida, pero el desa�ío es for-mar hoy en antropología, �iloso�ía, teología, historia. Para que las decisiones estén sus-tentadas en razones, valores y convicciones profundas y no en sentimientos y deseos del momento. Es preciso adquirir sentido crítico, y discernimiento ante los cambios, y una gran capacidad de diálogo.

En el campo de la formación pastoral, los desa�íos dependen de los que está suce-diendo en lo humano, espiritual y doctrinal. Hay que acentuar el ser antes que el hacer. Hay que formar la mente y el corazón del pas-tor. Es preciso que el pastor sepa reconocer su lugar y su función en medio de un laicado a veces más preparado y participativo. Hay que saber ubicarse ante la realidad, sin extra-viarse en el vértigo de los grandes cambios.

Aparecida por su parte, nos ofrece una palabra clara sobre lo que ella llama: una formación atenta a dimensiones diversas:

La formación abarca diversas dimensio-nes que deberán ser integradas armó-

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nicamente a lo largo de todo el proceso formativo. Se trata de la dimensión humano-comunitaria, espiritual, intelec-tual y pastoral-misionera (DA 280).

Vemos cómo este texto enriquece la dimen-sión humana con la comunitaria, y la dimensión pastoral con la misionera, seña-lando caminos concretos de formación. Por ejemplo:

a. La dimensión humana y comunitaria. Tiende a acompañar procesos de forma-ción que lleven a asumir la propia historia y a sanarla, en orden a volverse capaces de vivir como cristianos en un mundo plural, con equilibrio, fortaleza, serenidad y liber-tad interior. Se trata de desarrollar perso-nalidades que maduren en el contacto con la realidad y abiertas al misterio.

b. La dimensión espiritual. Es la dimensión formativa que funda el ser cristiano en la experiencia de Dios, manifestada en Jesús y que lo conduce por el Espíritu a través de los senderos de una maduración profunda. Por medio de los diversos carismas, se arraiga la persona en el camino de vida y de servicio propuesto por Cristo, con

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un estilo personal. Permite adherirse de corazón por la fe, como la Virgen María, a los caminos gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos de su Maestro y Señor.

c. La dimensión intelectual. El encuentro con Cristo, Palabra hecha carne, potencia el dinamismo de la razón que busca el sig-ni icado de la realidad y se abre al misterio. Se expresa en una re lexión seria, puesta constantemente al día a través del estudio que abre la inteligencia, con la luz de la fe, a la verdad. También capacita para el discernimiento, el juicio crítico y el diálogo sobre la realidad y la cultura. Asegura de una manera especial el conocimiento bíblico-teológico y de las ciencias humanas para adquirir la necesaria competencia en vista de los servicios eclesiales que se requieran y para la adecuada presencia en la vida secular.

d. La dimensión pastoral y misionera. Un auténtico camino cristiano llena de alegría y esperanza el corazón y mueve al creyente a anunciar a Cristo de manera constante en su vida y en su ambiente. Proyecta hacia la misión de formar discípulos misioneros al servicio del mundo. Habilita para pro-

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poner proyectos y estilos de vida cristiana atrayente, con intervenciones orgánicas y de colaboración fraterna con todos los miembros de la comunidad. Contribuye a integrar evangelización y pedagogía, comunicando vida y ofreciendo itinera-rios pastorales acordes con la madurez cristiana, la edad y otras condiciones propias de las personas o de los grupos. Incentiva la responsabilidad de los laicos en el mundo para construir el Reino de Dios. Despierta una inquietud constante por los alejados y por los que ignoran al Señor en sus vidas. (DA 280 a, b, c y d).

4. P É

El último desideratum de Aparecida (tercera parte), es que nuestros pueblos tengan vida en Él y la tengan en abundancia, y esto sólo es posible con la mediación de la Iglesia, y en la Iglesia, con la mediación de sus agentes pastorales. Y los más llamados a ello son pre-cisamente los Presbíteros, porque deben ser los primeros en tener vida en Jesucristo, y vida en abundancia, para vivirla plenamente y para comunicarla con ilusión.

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5. ¿Y M C ?La misión continental programada por Apa-recida (DA 548 y sig.) comienza en los obis-pos, los presbíteros y los religiosos. De ahí las palabras tan acertadas del Cardenal Hummes Prefecto de la Congregación para el Clero15.

La misión continental, dice él,

representa hoy un gran desa ío para los Presbíteros de este continente. Todos sabemos, y la experiencia cotidiana lo demuestra, que la Iglesia se mueve en gran parte gracias al esfuerzo de los Presbíteros. Cuando ellos se mueven, la Iglesia se mueve. Por lo tanto, si este pre-cioso y urgente proyecto de la misión es acogido por ellos con pasión y lucidez, la Iglesia latinoamericana y caribeña será de verdad, misionera, capaz de ir, con la fuerza del Espíritu en busca de nuevos pueblos y de cada persona para conducir-los a un (re) encuentro con la persona de Jesucristo, muerto y resucitado, fuente de la verdad y de la vida plena y abundante (pág. 224).

15 CELAM, Testigos de Aparecida, I y II Vol., 2008, Hummes, Claudio, “Los Presbíteros discípulos misioneros”, Volumen II, No. 16, pp. 224 a 241.

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Los Presbíteros: Discípulos misioneros de Jesús

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Así es como nacen y viven los discípulos de Jesús. Y concluye así, explicando qué es para él un discípulo misionero:

El Presbítero encuentra en todo el texto de Aparecida indicaciones, estímulos e itinerarios necesarios para renovar en él mismo aquel discipulado transformador y santi icador que inicia en el encuentro fuerte, personal y comunitario con el Señor y se profundiza en el curso de la vida con renovados encuentros. Ser dis-cípulo de Jesucristo signi ica escucharlo, adherir a Él, encantarse con Él y su Reino, decidir seguirlo incondicionalmente para toda la vida, a pesar de las debilidades y los pecados, decidir invertir en Él todo nuestro ser y existir. El Presbítero discípulo será un enamorado, inspi-rado e incansable Presbítero misionero (pág. 241).

En la misma línea de pensamiento, y como grata coincidencia, se expresa el Cardenal Darío Castrillón, antecesor de Hummes16:

16 �onti�icia Comisión para América Latina, Aparecida 2007, Luces para América Latina, Librería Editrice Vaticana, 2008, Castrillón, Darío, El compromiso evangelizador de los Presbíteros, pp. 175 a 193.

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La Misión Continental es el modo más concreto de llevar a cabo el compromiso evangelizador de los Presbíteros, como una consecuencia de su discipulado y de su misionariedad.

�as breves re�le�iones que �emos per�e�ñado en este folleto nos llevan a descubrir la riqueza de Aparecida particularmente cuando se re�iere a los Presb�teros disc�pu�los misioneros de Jesucristo Buen Pastor.

Reexión personal y comunitaria:

1. ¿Existe en su Iglesia Particular una verdadera Pastoral de Pastores?

2. ¿Ha hecho Usted una seria y responsable opción por su formación integral?

3. ¿Está su Iglesia Particular en estado de misión?

4. ¿Qué le dice y qué le exige a Usted la misión continental?

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Este Libro se terminó de imprimiren el mes de julio del 2009en los talleres gráficos de

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