EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA - cettenerife.org · Lutero niega la existencia de una obligación...

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1 EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA REFORMA Y EN EL CONCILIO DE TRENTO I. LA DOCTRINA DE LOS PROTESTANTES Después de la segunda guerra mundial se ha notado cierto interés entre las iglesias protestantes por poner de nuevo en vigor la confesión privada. En algunas regiones de ortodoxia luterana, como la de Hannover, no había desaparecido nunca por completo. Por otra parte todavía hay muchos católicos que ignoran que los protestantes se confiesan. Sería interesante describir aquí el desarrollo de la confesión en las diversas iglesias que surgieron de la reforma. Remitiendo para una información más completa a la bibliografía señalada, nos limitaremos a proponer ante todo la doctrina de los reformadores y, en un segundo momento, a indicar los temas principales de la renovación actual. 1. La confesión evangélica según los reformadores a) ¿Es un verdadero sacramento? Hemos de ver ante todo si la confesión evangélica es para los reformadores un sacramento, al menos como son sacramentos para ellos el bautismo y la cena. También Lutero habla del sacramento como de un signum efficax; lo considera eficaz, no ya en cuanto que sea un ofrecimiento objetivo de salvación, sino porque suscita más fuertemente o sella la fe, esto es, la certidumbre en el amor salvífico de Dios en Jesucristo, que nos ha concedido la remisión de los pecados y la filiación divina. Este signo es considerado, por consiguiente, más como un instrumento de conocimiento para suscitar o para sellar la fe, que como medio de comunicación de la salvación, de la amistad divina. Para Melanchton y para la Confesión augustana la confesión es realmente el tercer sacramento, al lado del bautismo y de la cena. Lutero cita a veces la confesión al lado del bautismo y de la cena, mientras que en otras ocasiones habla solamente de dos sacramentos. Quizás esta vacilación, presente también en sus obras De captivitate babilonica (1520) y en la segunda edición del Catecismo mayor (1529), se deba a la doble perspectiva en que se sitúa. Por una parte, Lutero afirma que, hablando en sentido estricto (rigide loqui), la penitencia practicada bajo la forma de confesión privada no es un sacramento como lo son el bautismo y la cena, en cuanto que le falta ser un signo preciso instituido y determinado concretamente por Cristo. Mas, por otra parte, añade que la confesión es un signo sagrado, ya que la absolución que da el ministro está en directa relación con el poder de atar y desatar que Cristo dio a su iglesia: “Cristo ha puesto la absolución en boca de la cristiandad y le ha mandado que nos desate de nuestros pecados. Por eso, cuando un corazón siente sus pecados y está ávido de consuelo, encuentra aquí un refugio seguro donde escucha la palabra de Dios y conoce que Dios, por el ministerio de un hombre, le desata y le absuelve de sus pecados”. Desde este punto de vista, Lutero cuenta a la penitencia entre los verdaderos sacramentos, al lado del bautismo y de la cena. Obsérvese, sin embargo, que pone fuertemente de relieve la relación que tiene la penitencia con el sacramento del bautismo. Llama a la confesión y a la absolución de los pecados un reditus ad baptismum, en cuanto que en ellas se realiza una reanudación de la obra de mortificación del hombre viejo y de construcción del hombre nuevo que se inició

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EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA REFORMA Y EN EL CONCILIO DE TRENTO

I. LA DOCTRINA DE LOS PROTESTANTES

Después de la segunda guerra mundial se ha notado cierto interés entre las iglesias protestantes por poner de nuevo en vigor la confesión privada. En algunas regiones de ortodoxia luterana, como la de Hannover, no había desaparecido nunca por completo. Por otra parte todavía hay muchos católicos que ignoran que los protestantes se confiesan. Sería interesante describir aquí el desarrollo de la confesión en las diversas iglesias que surgieron de la reforma. Remitiendo para una información más completa a la bibliografía señalada, nos limitaremos a proponer ante todo la doctrina de los reformadores y, en un segundo momento, a indicar los temas principales de la renovación actual.

1. La confesión evangélica según los reformadores a) ¿Es un verdadero sacramento?

Hemos de ver ante todo si la confesión evangélica es para los reformadores un sacramento, al menos como son sacramentos para ellos el bautismo y la cena. También Lutero habla del sacramento como de un signum efficax; lo considera eficaz, no ya en cuanto que sea un ofrecimiento objetivo de salvación, sino porque suscita más fuertemente o sella la fe, esto es, la certidumbre en el amor salvífico de Dios en Jesucristo, que nos ha concedido la remisión de los pecados y la filiación divina. Este signo es considerado, por consiguiente, más como un instrumento de conocimiento para suscitar o para sellar la fe, que como medio de comunicación de la salvación, de la amistad divina. Para Melanchton y para la Confesión augustana la confesión es realmente el tercer sacramento, al lado del bautismo y de la cena. Lutero cita a veces la confesión al lado del bautismo y de la cena, mientras que en otras ocasiones habla solamente de dos sacramentos. Quizás esta vacilación, presente también en sus obras De captivitate babilonica (1520) y en la segunda edición del Catecismo mayor (1529), se deba a la doble perspectiva en que se sitúa. Por una parte, Lutero afirma que, hablando en sentido estricto (rigide loqui), la penitencia practicada bajo la forma de confesión privada no es un sacramento como lo son el bautismo y la cena, en cuanto que le falta ser un signo preciso instituido y determinado concretamente por Cristo. Mas, por otra parte, añade que la confesión es

un signo sagrado, ya que la absolución que da el ministro está en directa relación con el poder de atar y desatar que Cristo dio a su iglesia: “Cristo ha puesto la absolución en boca de la cristiandad y le ha mandado que nos desate de nuestros pecados. Por eso, cuando un corazón siente sus pecados y está ávido de consuelo, encuentra aquí un refugio seguro donde escucha la palabra de Dios y conoce que Dios, por el ministerio de un hombre, le desata y le absuelve de sus pecados”. Desde este punto de vista, Lutero cuenta a la penitencia entre los verdaderos sacramentos, al lado del bautismo y de la cena. Obsérvese, sin embargo, que pone fuertemente de relieve la relación que tiene la penitencia con el sacramento del bautismo. Llama a la confesión y a la absolución de los pecados un reditus ad baptismum, en cuanto que en ellas se realiza una reanudación de la obra de mortificación del hombre viejo y de construcción del hombre nuevo que se inició

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en el bautismo. A veces llega incluso a decir que la penitencia no es más que el mismo bautismo que se ha hecho nuevamente eficaz mediante la fe

1.

Puede concluirse, pues, que para Lutero la penitencia no es un sacramento completo como lo son el bautismo y la cena, ya que no es un rito concreto determinado directamente por Cristo; pero al mismo tiempo es un sacramento verdadero, si se entiende sacramento en el sentido más amplio de signo dotado de una eficacia propia, que le proviene de su relación con la promesa divina de atar y desatar a través de la iglesia. Calvino, por el contrario, niega siempre claramente que la penitencia sea un sacramento. En efecto, no es un signo instituido directamente por Cristo; además no se basa en una promesa divina de perdonar, ya que la promesa de las llaves (del poder de atar y desatar) y de la función de perdonar y de retener los pecados no se refiere a una nueva absolución de los pecados que pueda conceder la iglesia, sino solamente a la predicación o al anuncio de la buena nueva del perdón divino. La absolución, por consiguiente, es solamente un anuncio del perdón de los pecados que ya se realizó en el bautismo. En este sentido es únicamente una recordatio baptismi, una renovación de la fe en el bautismo con el que se concedió la remisión de los pecados, en el sentido de que quedaron cubiertos por los méritos de Cristo. Pero, incluso dentro de estos límites, Calvino la considera útil y en cierto sentido necesaria para la iglesia; además, como veremos a continuación, distingue diversas maneras según las cuales el cristiano puede confesar sus pecados y recibir la absolución. También para los anglicanos, según el artículo 25 de sus 39 artículos de religión, la penitencia no es un verdadero sacramento querido por Cristo, ya que en el evangelio no hay un signo visible al que se le pueda hacer remontar. b) La fe en la absolución

A los ojos de Lutero lo que resulta abominable en la confesión papista es su pretensión de basar el perdón de los pecados en los actos del penitente: esto es para él un verdadero caso de pelagianismo. Añade también que los pretendidos actos del penitente son imposibles, una mentira y una hipocresía. En efecto, la contrición perfecta es algo realmente imposible para el hombre pecador, mientras que la contrición imperfecta o atrición, basada en sentimientos egoístas, es una hipocresía y un nuevo pecado. Por su parte, la confesión de los pecados no puede pretender nunca ser realmente íntegra, como quieren los católicos, ya que el hombre nunca es plenamente consciente de toda su malicia de pecador; además de eso, representa una intrusión culpable del ministro en las conciencias de los penitentes. Finalmente, no hay nada tan orgulloso como pretender satisfacer a la justicia divina con obras humanas, que por otra parte resultan tan fáciles y tan ventajosas para el clero: esto es una falta de fe en la justicia que viene de Cristo y un nuevo pecado contra el deber de justicia para con los demás hombres. Es evidente que en todo esto se refleja el clima de polémica y toda la problemática que surgió en torno a la relación entre la fe y las obras en orden a la justificación del pecador. El mismo Lutero afirma que el pecador tiene que gemir y temblar por sus propios pecados, y procurar confesarlos de la forma que le sea posible. Pero, prolongado a su manera el filón de la teología escotista y nominalista, quiere concentrar la atención en la eficacia de la absolución, como obra de Dios a través del ministro. Por eso afirma con energía que la absolución que nos concede el perdón es obra de Dios y no obra nuestra. Exhorta en consecuencia a los cristianos a confesar sus propios pecados, sin fiarse de sus propios actos y sin considerar a la confesión como obra meritoria, sino únicamente para escuchar la palabra de Dios que perdona los pecados. El clima de polémica en que se mueve lo lleva además a negar que esta absolución tenga una índole judicial: no es una sentencia eficaz

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pronunciada por un hombre, no exige un poder especial de orden ni de jurisdicción y no incluye el poder de imponer obras de penitencia. Toda la eficacia de la absolución proviene, por consiguiente, de la fe en la absolución. La absolución no tiene eficacia salvífica a no ser en cuanto que es acogida por la fe y en la medida en que es acogida, como signo y anuncio de la palabra reconciliadora de Dios. La fe en el perdón de Dios por medio de la absolución es por tanto el nervio y el constitutivo esencial de la penitencia.

La confesión -dice Lutero en el Pequeño catecismo de 1529- comprende dos cosas. Primeramente, es necesario confesar los propios pecados; en segundo lugar, es necesario recibir la absolución o el perdón de los pecados por parte del confesor como de Dios mismo y, en vez de dudar, creer firmemente que, por este medio, nuestros pecados son perdonados ante Dios, en el cielo

2.

Esta misma unión entre la fe y la eficacia de la absolución aparece en la fórmula recomendada por el propio Lutero:

A continuación (acabada la confesión del penitente), el confesor dirá: “¡Que Dios te perdone y fortifique tu fe! Amén. ¿Crees que mi perdón es el perdón de Dios?”. El penitente responderá: “Sí, querido maestro”. Y el confesor añadirá: “Que te sea hecho según tu fe. Y yo, por mandato de nuestro señor Jesucristo, te perdono tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Ve en paz”

Esta insistencia en la fe se formula con frecuencia en un contexto de polémica contra la doctrina católica del ex opere operato. Y la polémica le lleva a Lutero a afirmar a veces, como en el libro Von der Breichte (1521), que la fe sola, el creer solamente que uno ha quedado absuelto, aun prescindiendo de la realidad objetiva de la absolución, es lo que asegura el perdón. ¡Pero en esta línea puede llegarse hasta la negación del sacramento, hasta la negación del gesto eclesial de la absolución! Lutero se detiene a mitad del camino, porque dice que la fe en el perdón divino tiene que ser suscitada por la palabra, por la predicación. Y la absolución es una de las formas que reviste esa palabra que, por su contexto más tangible, tiene la misión de suscitar vivamente y de sellar la fe del cristiano en el perdón de sus pecados por parte de Dios. En cuanto a Calvino, dado que la absolución no es para él de ninguna manera un sacramento, insiste casi exclusivamente en la eficacia de la fe en la absolución, de esa fe en la palabra reconciliadora de Dios que nos da la seguridad de su perdón. c) La libertad y la utilidad de la confesión Lutero niega la existencia de una obligación absoluta de confesarse, y sobre todo le niega a la iglesia el derecho de imponer la obligación de la confesión. Pero al mismo tiempo exhorta a una frecuencia regular de la confesión, que tiene que ser realmente libre y voluntaria.

Tal forma de confesión tiene que ser libre, de modo que nadie se sienta obligado, sino que sólo sea recomendada a los que tienen necesidad de ella, como una ayuda útil

3.

Según Lutero, es mejor abstenerse de la confesión que acudir a ella de mala gana o con la intención de hacer una obra meritoria. Por eso considera un abuso el precepto de la confesión anual hecho por la iglesia católica en el concilio IV de Letrán, a pesar de que exhorta cálidamente a todos a que acudan a ella libremente y con ganas.

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Si eres demasiado orgulloso para confesar los pecados -nos dice-, deducimos que no eres cristiano y conviene que tampoco participes del sacramento (de la cena)

Por consiguiente, cada uno, para ser cristiano, tiene que saber “obligarse” a la confesión. Porque -sigue diciendo- “cuando yo exhorto a la confesión, no hago más que exhortar a todos a ser cristianos”

4. Nótese que en este contexto se habla de la confesión privada hecha al pastor, no de

la confesión hecha solamente a Dios o de la que se hace a los hermanos a quienes se ha ofendido, expresiones éstas que se consideran necesarias y que son muy frecuentes en el cristiano verdaderamente tal También Calvino, a pesar de que no admite la sacramentalidad de la confesión, basándose en Sant 5, 16, dice que es útil, porque permite recibir la palabra de absolución que suscita la fe en el perdón de los pecados por parte de Dios

5. Calvino subraya que la práctica de entonces, la confesión

privada, no es la mejor ni mucho menos la única manera de hacer penitencia. Todos los cristianos deben hacer penitencia, confesando sus pecados para pedir el perdón divino. Pero distingue cuatro modos distintos de confesar los pecados: 1) Está en primer lugar la confesión a Dios solo, como la del publicano de la parábola evangélica; es una confesión plenamente válida, aun cuando no vaya seguida de la absolución. 2) Viene luego la confesión disciplinar pública, a imitación de la de la iglesia antigua -que Calvino se esforzó en poner de nuevo en vigor-, cuando la conducta de un cristiano ha constituido un escándalo público; entonces vuelven a introducirlo de nuevo con la absolución en la paz de la iglesia, después de la confesión pública de su pecado y la invocación del perdón de Dios. 3) El tercer tipo es la confesión comunitaria litúrgica, que tiene lugar en el culto dominical, con la confesión genérica de los pecados hecha por todos los presentes, seguida por la petición de perdón a Dios y la absolución comunitaria. 4) Está finalmente la confesión privada, especialmente útil cuando el penitente siente la necesidad de una confirmación especial del perdón de Dios

d) El ministro de la confesión Tanto Lutero como Calvino admiten que la confesión puede hacerse con un laico, el

cual tiene el poder de pronunciar sobre los pecados del penitente las palabras de la absolución. De esta forma reaccionaban contra el peligro de “tiranía de las almas” que podría derivarse de convertir al “sacerdos”, obispo o sacerdote, en el ministro privilegiado y único de la confesión y de la absolución. Por otra parte sin embargo añaden que, normalmente, lo mejor es confesarse con el pastor, por su ciencia y su experiencia, y también por su ministerio: en efecto, lo normal es que quien es dispensador de la palabra evangélica del perdón en la iglesia sea también el dispensador del anuncio de ese perdón en la absolución. He aquí un texto significativo de Calvino:

Ya que la escritura, al no señalarnos persona alguna con la que debamos descargarnos, nos deja en libertad para elegir entre los fieles al que bien nos parezca para confesarnos con él, sin embargo, dado que los pastores deben ser idóneos para ello por encima de los demás, lo mejor será dirigirnos a ellos en primer lugar. Digo que son idóneos por encima de los otros, ya que por la obligación de su oficio están constituidos por Dios para instruirnos sobre cómo debemos vencer y corregir el pecado y para cerciorarnos de la bondad de Dios, a fin de consolarnos... Pues si bien el oficio de amonestarse mutuamente los unos a los otros es común a todos los cristianos, sin embargo está especialmente encomendado a los ministros. Y por consiguiente, así como debemos consolarnos unos a otros, cada cual en su lugar, vemos también, por otra parte, que los ministros están ordenados por Dios como testigos y abogados para cerciorar las conciencias acerca del perdón de los pecados, tal como se ha dicho que perdonan los pecados y desatan las almas

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2. La confesión entre los protestantes después de la reforma Cierta falta de proporción entre el número de miembros de cada comunidad y el tiempo disponible de su pastor motivó prácticamente cierto apresuramiento y esquematización de la confesión; esto va en contra de la doctrina de Lutero sobre la función de la predicación a cada individuo a fin de suscitar en él la fe en la absolución. Esta esquematización, con el consiguiente formalismo, llevó a una disminución de su frecuencia. En lugar de la confesión privada empezó a afirmarse el uso de la confesión general. En las iglesias reformadas esta confesión se utilizó desde el principio, mientras que en las luteranas estaba prohibida. El racionalismo y el proceso de emancipación individualista del hombre occidental aceleró el proceso de decadencia de la confesión privada, aun cuando en algunas regiones no llegó a desaparecer por completo. En el siglo pasado hubo un intento de restauración, sobre todo en Inglaterra, bajo el influjo del movimiento tractariano, que perdió poco después fuerza y consistencia. En nuestro siglo, en el campo luterano con el movimiento de Berneuchen y en el reformado por el ejemplo de Taizé, se ha vivido un período de reanudación en la práctica de la confesión privada. Ha contribuido a ello el descubrimiento del sentido comunitario, la renovación de los estudios de eclesiología y también la insistencia, por parte de los psicoterapeutas cristianos, en el valor psicológico de la confesión. Este movimiento ha puesto de relieve que la confesión privada tiene un buen fundamento en el pensamiento y en la práctica los primeros reformadores, así como también en el nuevo testamento. El tema que hoy más se discute entre los teólogos es el de las relaciones entre palabra-fe y sacramento, así como también el otro tema más general de las relaciones entre apostolado-ministerio-comunidad. Algunos de los teólogos que han contribuido al despertar actual, como D. Bonhoeffer, parecen apreciar la confesión especialmente como medio psicológico de dirección espiritual y como encuentro salvífico con Cristo a través del sacramento del hermano, subrayando que todo cristiano puede convertirse en el confesor de su hermano en la fe. Otros muchos procuran distinguir más exactamente entre la obra de dirección espiritual y la eficacia propia de la confesión en orden al perdón de los pecados. Entre ellos algunos, como Max Thurian, le conceden al gesto sacramental una función activa en la concesión del perdón de los pecados, en cuanto que la absolución realiza de manera especial la eficacia salvífica propia de la palabra de Dios. Otros, por el contrario, reaccionando contra el peligro de considerar el ex opere operato de los católicos como una cosa mágica y mecánica, hacen de la absolución un signo que sirve únicamente para suscitar la fe, sin que sea un ofrecimiento objetivo del perdón divino, sino solamente un medio que le asegura al cristiano el perdón anunciado por la palabra de Dios. En general puede decirse que todos estos autores reconocen la existencia de momentos más importantes en la predicación o anuncio de la palabra del evangelio (y uno de esos momentos sería la absolución), pero tienen miedo de que al acentuar el valor propio de esos momentos se corra el riesgo de quitar vitalidad, de descalificar, de disminuir la fe en el poder salvífico de la palabra de Dios en los momentos menores de su anuncio, como serían la edificación recíproca de los hermanos en la fe y la misma predicación misional y parroquial. Añádase a esto que el despertar de la práctica de la confesión privada ha estado acompañada de otras formas personales y comunitarias de hacer penitencia. Los reformadores reconocen el mismo valor a los cuatro tipos de confesión de los pecados que, como hemos visto, distinguía el mismo Calvino. Los luteranos, aun aceptando este valor fundamental, plantean dificultades de tipo pastoral en relación con la celebración comunitario-litúrgica de la penitencia. H. Asmussen acusa a la confesión comunitaria litúrgica de ocultar más que revelar el pecado, haciendo así más difícil desarraigarlo; H. J. Thilo se pregunta si aquella no será una especie de narcosis espiritual

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en vez de una terapia eficaz; A. D. Müller estima que el hombre moderno ya no sabe cómo abrirse al misterio de la gracia y de la confesión comunitaria litúrgica, debiendo la iglesia, por consiguiente, en virtud de razones pastorales, ofrecer a los hombres de hoy una posibilidad de descargar sus conciencias de cuanto las abruma; esta posibilidad estaría en una renovación de la confesión privada

En el curso de estos últimos hemos asistido a un nuevo declinar de la confesión privada, también entre las iglesias de la reforma. Además de la presencia de algunos factores propios de la situación pastoral de esas iglesias, se puede decir que la crisis actual se debe fundamentalmente a las mismas razones que explican también las dificultades que experimenta la misma iglesia católica romana para mantener su práctica de la confesión, concretamente “la toma de conciencia de unas culpas comunitarias y la creciente vacilación doctrinal en torno a la significación misma de pecado”

6.

De esta rápida exposición de los temas más tratados por la práctica y por la teología protestante sobre la confesión, los católicos pueden y deben sacar algunas enseñanzas: a) Ante todo, deben esforzarse en que aparezca con mayor claridad que la fe es el alma de este sacramento, lo mismo que de los demás; la fe es efectivamente la que anima el esfuerzo penitencial del pecador arrepentido y la fe de la iglesia la que da su eficacia propia a la palabra de la absolución. b) En consecuencia con esto, los católicos han de procurar profundizar, en la práctica y en la teoría, en la relación íntima que existe entre la absolución y la predicación de la palabra de Dios en la iglesia, entre la palabra del perdón en el sacramento de la penitencia y la predicación del evangelio de la penitencia y la remisión de los pecados. c) Todos los cristianos deben tomar conciencia de que la realidad verdaderamente importante que es preciso vivir cada día es la conversión, la penitencia hecha a la luz de la fe en la palabra de Dios; la confesión individual, como se deduce de la historia, no es la única forma posible de celebrar el sacramento de la penitencia, y el sacramento de la penitencia no es tampoco la única forma posible de celebrar eclesialmente la conversión del cristiano; por tanto, es menester hacer un esfuerzo por valorizar el significado penitencial de la eucaristía y, en unión con los cristianos no católico-romanos, buscar seriamente nuevas formas de celebrar el sacramento de la penitencia, que estén relacionadas con la nueva sensibilidad y las nuevas exigencias que presenta la nueva situación del mundo, en el que hoy estamos todos llamados a vivir nuestra fe y nuestra conversión.

II. LA DOCTRINA DE LA PENITENCIA EN EL CONCILIO DE TRENTO

El concilio de Trento habló de la penitencia en el decreto sobre la justificación, afirmando la existencia de este sacramento como tabla de salvación para los cristianos que han vuelto a caer en pecado

7. Su sacramentalidad fue definida en la misma sesión

VII8. El tema fue vuelto a tratar ex professo durante el período de Bolonia (1547);

pero su estudio y su elaboración definitiva tuvo lugar en la sesión XIV, entre el 15 de octubre y el 25 de noviembre de 1551. Además, el concilio habló en dos ocasiones de las relaciones entre la penitencia y la eucaristía: en la sesión XIII del 11 de octubre de 1551, dedicada al tratado de la eucaristía como sacramento

9, y en la sesión XXII del

17 de septiembre de 1562, dedicada a la discusión del sacrificio de la misa10

. Expondremos en primer lugar la doctrina que se trató en la sesión XIV y acabaremos luego con la doctrina del concilio sobre las relaciones entre la eucaristía y la penitencia.

6 J. J. von Allmen, art. cit., 126.

7 Cf. DS 1542-1543 y 1579.

8 Cf. DS 1601.

9 Cf. DS 1638.

10 Cf. DS 1743 y 1753.

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Aparte de los principios metodológicos generales sobre la interpretación de los documentos del magisterio eclesiástico, expuestos en la premisa metodológica al comienzo de este estudio, convendrá tener presentes tres cosas: 1. El anathema sit tiene normalmente el significado de una excomunión, que puede deberse a razones disciplinares o a razones dogmáticas. Por tanto, para saber si una doctrina ha sido definida, no basta con apelar al anathema sit de los diversos cánones, sino que hay que establecer sobre la base de las actas conciliares si su sentido era dogmático o disciplinar. 2. Como en otras sesiones, el trabajo del concilio empezó con el examen por parte de los teólogos de algunas proposiciones (14 en este caso) que pretendían sintetizar la doctrina de los reformadores, pero que no siempre eran una fiel expresión de la misma. El concilio quiso sobre todo condenar los errores contenidos en esas proposiciones. 3. Además, el concilio de Trento no quiso decidir ordinariamente las cuestiones discutidas solamente entre los teólogos católicos

11.

1. Existencia del sacramento de la penitencia como sacramento distinto del bautismo

(cap. 1-2 y can. 1-3)12

A los padres tridentinos el problema se les planteaba en estos términos. Según la tradición bíblica y patrística, también el bautismo es un sacramentum poenitentiae

13.

Además, bastantes padres antiguos habían interpretado el texto de Jn 20, 22-23 como referido también al bautismo. Ya se ha visto cómo en la edad media, sobre todo a partir de la reacción contra la teoría de Abelardo, los teólogos recurrieron cada vez más a este texto para probar la institución del sacramento de la penitencia, dejando a la sombra el sentido penitencial de Mt 16 y 18. Pues bien, Calvino sostenía que Jn 20, 21-23 expresaba únicamente el mandamiento de Cristo a su iglesia de anunciar la remisión de los pecados que tiene lugar en el sacramento del bautismo

14. Incluso para los pecadores este texto indicaba solamente el anuncio del

perdón que ya se les había concedido en el bautismo y que les recordaba la absolución, para que renovasen la memoria y la fe en él y obtuviesen de esta forma el perdón de los pecados. Por eso Calvino negaba la existencia de una “segunda tabla de salvación”, de un segundo sacramento de penitencia distinto del bautismo. La posición de Lutero no estaba tan clara, como hemos dicho. También él, cuando insiste con tanta energía en la relación entre el bautismo y la penitencia, llega a decir que el “tercer sacramento o penitencia no es más que el bautismo”

15. Pero en otros textos parece

considerarlo como un verdadero sacramento. Como hizo notar algún teólogo, el concilio partió de una proposición que reflejaba más bien la doctrina de Calvino que la de Lutero

16. Pero para no dejar dudas sobre la existencia

del sacramento de la penitencia, el concilio subrayó su distinción del bautismo, dejando a la sombra las relaciones que realmente existen entre estos dos sacramentos. El concilio define que la penitencia es vere et proprie sacramentum (can. 1), instituido por nuestro señor Jesucristo como vitae remedium distinto (aliud) del sacramento del bautismo, para los cristianos que caen en la esclavitud del pecado

17.

11

Cf. CT 7, 240. 12

DS 1668-1672 y 1701-1703. 13

Cf. Hech 1, 14-15; 2, 38; 3, 11-12. 19; 5, 30-31; etc. 14

Cf. Calvino, Institutiones christianae 4, 19, 17. 15

M. Lutero, Grand catéchisme, en Oeuvres II, 208. 16

Cf. CT 7, 233 confrontado con CT 7, 272 y 292. 17

DS 1701.

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Inmediatamente después, el concilio afirma la necesidad de la penitencia en general para la justificación del pecador, incluso para los que piden el bautismo

18. Se añade sin

embargo que esta penitencia subjetiva, antes de Cristo y antes de haber recibido el bautismo, no es propiamente un sacramento. De las actas conciliares se deduce que algunos padres la consideraban como preludio o como prefiguración del sacramento

19.

Sobre el sentido de Jn 20, 22-23, conviene indicar lo siguiente: a) El concilio define en el canon 3 que estas palabras de Cristo deben entenderse en el

sentido de la institución del sacramento de la penitencia20

. Tanto en la redacción definitiva del canon como en la del capítulo

21 se añadieron las palabras “detorserit autem contra

institutionem huius sacramenti, ad auctoritatem praedicandi evangelium”, para no excluir ni su sentido también predicatorio, que sostenían varios teólogos y padres conciliares, ni su sentido bautismal

22.

b) En el capítulo se indica que con estas palabras les dio Jesús a los apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar y de retener los pecados. En la redacción definitiva añadió la palabra praecipue para no excluir la posibilidad de utilizar en este sentido otros textos bíblicos, como Mt 16 y 18, cuya inclusión había sido pedida por algunos padres

23.

En el canon 2 se define la distinción entre el sacramento de la penitencia y el del bautismo. La fórmula secunda post naufragium tabula se puso en el canon precisamente para acentuar la distinción y para oponerse de esta forma a los reformadores que rechazaban esta fórmula

24.

En el capítulo 2 se explica la distinción entre los dos sacramentos: esa distinción se basa en la diversidad del rito, en el carácter judicial propio de la penitencia y por tanto de su ministro, en su reiterabilidad y en sus efectos: mientras que en el bautismo hay una total regeneración nueva, en la penitencia se obtiene el perdón de los pecados con un mayor esfuerzo por parte de los cristianos pecadores (baptismus laboriosus). Los padres hablaron explícitamente además de las relaciones positivas entre el bautismo y la penitencia

25. Pero en el texto apenas quisieron aludir a ellas al recoger la fórmula

patrística baptismus laboriosus (el general de los agustinos había pedido su eliminación “ne cum haereticis videamur convenire”! Esto es una señal del clima general del concilio, que generalmente no quiso afirmar lo que era común a católicos y protestantes, sino rechazar únicamente los errores de los reformadores, afirmando la doctrina que ellos negaban). Finalmente, se afirmó también la necesidad del sacramento de la penitencia

26. Se trata

de una necessitas medii para los cristianos que han caído en pecado mortal, lo mismo que el bautismo es necesario para los no cristianos; por tanto, de una necesidad al menos in voto, como ya se había dicho en el decreto de la justificación

27 que la había definido

28. Pero

hemos de tener en cuenta, con toda claridad, el alcance de esa necesidad “al menos en voto”. En el fondo, esto significa que se puede obtener realmente el perdón de los pecados y salvarse incluso sin haber recibido de hecho el sacramento, aunque no sin una relación -ontológica, no necesariamente psicológica y consciente- con el sacramento. Y éste es el caso de la mayor parte de los hombres, que de hecho no reciben el bautismo. En la práctica, decir que un sacramento es necesario “al menos en voto” significa que aquel sacramento, in re, realmente recibido, es necesario solamente con una necesidad condicionada: ese

18

Cf. también el decreto sobre la justificación: DS 1525 s. 19

Cf. CT 7, 334-335 y 344. 20

DS 1703. 21

DS 1695. 22

Cf. CT 327-331 y 344. 23

Cf. CT 7, 295, 331, 344. 24

Cf. CT 7, 233. 25

Cf. CT 7, 296-297, 304-305, 337 y 344-345. 26

Cf. capítulo II: DS 1672. 27

DS 1543. 28

DS 1579.

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sacramento es una de las exigencias de la salvación cristiana, una exigencia no absoluta, sino condicionada por otras exigencias o por determinadas circunstancias históricas, y por consiguiente una exigencia que no se realiza en ciertas circunstancias; y éste puede ser el caso más común, como de hecho sucede con el bautismo. 2. La estructura y el efecto del sacramento de la penitencia (cap. 3 y can. 4)

29

Para determinar la estructura del signo sacramental propio de la penitencia: a) Se define en el canon 4 que los tres actos del penitente son “partes del sacramento” como su “cuasi-materia”. b) Contra los reformadores se añade en el canon y al final del capítulo que el sacramento de la penitencia no está compuesto “solamente” (tantum) del terror de la conciencia, que se da cuenta de la gravedad de sus pecados, y de la fe que en él suscita la predicación y la absolución. Se excluye, por consiguiente, que el sacramento sea solamente esto, pero no se excluye que la verdadera fe que se manifiesta en las obras y el verdadero temor de Dios formen también parte del mismo sacramento, en consonancia con la doctrina expuesta en la sesión sobre la justificación, en donde la fe se presentaba como comienzo de la conversión

30.

c) Es indudable que la doctrina del concilio sobre la estructura del signo sacramental de la penitencia muestra cierta inspiración tomista. Pero en realidad se tuvo también presente la postura escotista, defendida sobre todo por R. Tapper

31. Para no excluirla del todo se

añadió en el capítulo la fórmula “forma, in qua praecipue ipsius vis sita est”. Se dijo además que los actos del penitente son quasi materia, en cuanto que son partes que pertenecen ad integritatem sacramenti. En efecto, los escotistas no niegan, después del concilio de Trento, que los actos del penitente puedan llamarse quasi materia del sacramento de la penitencia; pero no en el sentido de que sean partes esenciales o constitutivas del mismo, sino solamente partes integrantes o también, con menos rigor, condiciones sin las cuales (sine quibus) no existe el sacramento. El efecto del sacramento de la penitencia, como aparece en el capítulo, es la reconciliación con Dios, acompañada a veces de otros efectos como la paz interior y el gozo espiritual. Todo esto se dijo para excluir las afirmaciones de los reformadores que le daban a la absolución sólo un valor “declarativo” del perdón

32.

3. La contrición (cap. 4 y can. 5)

33

a) El problema

La doctrina de Lutero consideraba imposible para el hombre pecador la contrición perfecta y declaraba hipócrita la contrición imperfecta, por el hecho de brotar del amor a sí mismo. Dos de las proposiciones a partir de las cuales empezó la discusión de los teólogos sobre este tema exponían esta doctrina con una referencia especial a la atrición

34. Para

oponerse a esta doctrina, el concilio quiso enseñar la legitimidad y el valor de la contrición perfecta e imperfecta. Para comprender esta problemática es necesario tener presentes las opiniones de los teólogos católicos de entonces:

29

DS 1673-1675 y 1704. 30

DS 1526. 31

Cf. CT 7, 249. 32

Cf. CT 7, 233. 33

DS 1676-1678 y 1705. 34

Cf. CT 7, 233-234

10�

1. Los tomistas sostenían que: a) Ningún pecador queda justificado sin el acto de contrición perfecta, esto es, sin el acto de la virtud infusa de la penitencia, “imperado” por la caridad. Por eso el acto de contrición se da siempre (ontológicamente) en el mismo momento de la justificación sub motione gratiae et caritatis, infundidas por Dios en el alma. Con mayor precisión metafísica, aplicando los principios del hilemorfismo aristotélico-tomista, los tomistas afirmaban que el acto de contrición perfecta es al mismo tiempo la última disposición para la infusión de la gracia y su efecto. b) El pecador puede llegar a la justificación antes de la absolución recibida en el sacramento, mediante un acto de contrición perfecta. Pero dicho acto incluye dentro de sí, al menos implícitamente, el votum sacramenti, ya que está ordenado a la absolución lo mismo que la (quasi) materia está intrínsecamente ordenada a su forma. c) La atrición o contrición imperfecta es disposición suficiente para acercarse al sacramento de la penitencia; pero en dicho sacramento peccator ex attrito fit contritus, ya que, movido por la gracia y por la caridad, pone al acto de contrición perfecta, al cual estaba ordenado el mismo acto de atrición que incluye siempre cierto amor, al menos inicial, a Dios. 2. Los escotistas sostenían: a) La existencia de dos caminos para la justificación, independientes entre sí: el camino más difícil de la attritio maior o contrición perfecta, que puede darse fuera del sacramento de la penitencia, y el camino más fácil de la attritio minor, en el sacramento de la penitencia. b) Por tanto, la atrición imperfecta es disposición suficiente, no sólo para acercarse al sacramento de la penitencia, sino también para quedar justificados en él, sin convertirnos de atritos en contritos. En efecto, la atrición no está ordenada a la caridad y por eso es un camino de justificación distinto de la contrición perfecta. Algunos afirman que la attritio minor incluye cierto amor inicial imperfecto, al menos implícito, de Dios; pero otros sostienen que es suficiente el temor de Dios con la voluntad de no pecar. Así por ejemplo, para Duns Escoto, incluso el pecador parum attritus obtiene la justificación mediante la absolución, ex pacto divino. Algunos nominalistas, como Occam, fueron más allá y enseñaron que ni siquiera se necesita la atrición imperfecta para acercarse al sacramento de la penitencia y ser justificados en él, sino que basta con la voluntad de recibir el sacramento sin un afecto actual al pecado. b) La doctrina del concilio

En la primera parte del capítulo se formula una noción de contrición en general: “Animi dolor ac detestatio de peccato commisso, cum proposito non peccandi de cetero”. Esta formulación comprende dos aspectos íntimamente unidos: no es solamente la voluntad de no pecar y de iniciar una nueva vida, sino que incluye también un verdadero odium veteris vitae. Esto significa que no hay verdadera contrición, ni siquiera imperfecta, si -aparte del empeño por no pecar en el futuro- permanece un afecto voluntario al pecado pasado. Esa contrición se dice que es necesaria para el perdón de los pecados, incluso en el sacramento de la penitencia. En la segunda parte del capítulo se habla de la contrición “caritate perfecta”: esa contrición reconcilia al hombre con Dios incluso antes de haber recibido actu el sacramento, pero no “sine sacramenti voto, quod in illa includitur”. En la tercera parte del capítulo y en el canon 5 (en el que, como en los demás cánones, se recogen en gran parte las palabras atribuidas a Lutero en las proposiciones por las que comenzó la discusión entre los teólogos) se define el valor y la utilidad de la contrición imperfecta o atrición. A este propósito hay que advertir: 1. La atrición de que se habla tiene como motivo ordinario (communiter) la honestidad moral y el miedo a la condenación eterna, esto es, el temor. Pues bien, según la teología, el temor puede ser: filial (que en realidad se identifica con el amor de caridad del hijo al Padre) y servil, cuando está motivado, no por la caridad, sino por la consideración de las penas del pecado. Tratándose de la atrición, se habla aquí de este último. Pero puede ser aún simpliciter servilis, si impulsa a abstenerse del pecado y excluye el afecto voluntario, y

11�

serviliter servilis, si mueve a abstenerse del pecado, pero sin excluir el afecto voluntario al mismo, de forma que se cometería de buena gana el pecado si no existiese la pena como consecuencia. El concilio excluye este último tipo de temor. Efectivamente, en el canon se habla de un propositum melioris vitae y en el capítulo se indica: “Si voluntatem peccandi excludat cum spe veniae”. Esto es una clara consecuencia de la noción general de contrición propuesta al comienzo del capítulo. La alusión a la esperanza del perdón como elemento de la atrición supone que se exige la fe y, al menos implícitamente, un comienzo de amor, tal como se había dicho en la sesión VI a próposito de la justificación en general

35. Sin

embargo, el concilio no quiso determinar en qué medida esta detestación del pecado incluye cierto amor de Dios

36.

2. La atrición es un acto bueno y saludable, ya que es un don de Dios debido a la moción del Espíritu y dispone a impetrar la gracia en el sacramento de la penitencia. La palabra disponit del capítulo y la palabra praeparare del canon fueron escogidas para no excluir que en el sacramento de la penitencia el pecador se convierte de atrito en contrito, pero sin afirmarlo tampoco. Y por otra parte, “disponer” o “preparar” a la gracia no es lo mismo que decir que esta atrición es suficiente, sufficit, para quedar justificados. La fórmula, intencionadamente, no decide la cuestión discutida entre tomistas y escotistas. En el diálogo ecuménico conviene tener en cuenta un detalle. Los protestantes no distinguen bien la diferencia que existe en la doctrina católica entre un acto puesto con sola la gracia actual antes de la justificación y un acto puesto por un individuo ya justificado y, por tanto, animado de la gracia habitual. Por este motivo interpretan fácilmente la atrición como un acto simplemente humano, puesto sin ayuda de la gracia, que merecería la justificación, o bien como un acto que es ya efecto de la justificación realizada. El concilio dice por el contrario que se trata de un acto puesto por el hombre bajo el impulso del Espíritu, no “inhabitante” sino “moviente”. 4. La confesión (cap. 5 y can. 6-8)

37

Los reformadores sostenían, según las proposiciones resumidas por los teólogos tridentinos, que la confesión católica no era de derecho divino (de jure divino); que además no era necesaria ni siquiera posible una confesión íntegra de los pecados y, finalmente, que dicha confesión no podía ser objeto de un precepto eclesiástico

38.

Para excluir estas ideas el concilio enseñó: a) Institución y necesidad iure divino de la confesión íntegra de los pecados “mortales”.

Esta doctrina está definida en los cánones 6 y 7; en el capítulo se alude además a su fundamento. Se cita a Mt 16, 19; 18, 18 y Jn 20, 23: Jesús ha constituido a los sacerdotes, vicarios suyos, praesides et iudices. El ejercicio de este poder de índole judicial lleva consigo el conocimiento de la causa, esto es, del estado del pecador y la facultad de imponer ciertas penas proporcionadas a su estado. Luego indicaremos en qué sentido entiende el concilio de Trento la absolución del sacerdote como “acto judicial”; bástenos por ahora recordar que esta necesidad de la confesión debe entenderse según lo que ya se dijo a finales del capítulo segundo de esa misma sesión sobre el sacramento de la penitencia

39: una necesidad in re vel in voto, y por tanto condicionada.

En los debates se repitió explícitamente este punto una y otra vez. Se suponía que sólo estaban dispuestos a admitir tal cosa los supuestos enemigos del sistema penitencial (los reformadores).

35

Cf. DS 1526 y 1558-1559. 36

Cf. CT 7, 520. 37

DS 1679-1683 y 1706-1708. 38

Cf. CT 7, 235-236. 39

Cf. DS 1672.

12�

Fundamentalmente, lo que el decreto tridentino hizo fue afirmar la realidad de una exigencia en la conversión, que la comunidad eclesial podía determinar, pero a la que no podía dar origen ni estaba en sus manos suprimir totalmente. Cierto que tal exigencia (por ejemplo, la confesión íntegra) se daba en determinadas circunstancias, y en otras no

40.

Como veremos enseguida, los padres de Trento hablaban de integridad de la confesión “humano modo”, lo cual implica la valoración de las circunstancias concretas en que puede encontrarse cada uno. Pero tanto por su mentalidad como por la problemática que tenían presente en concreto, no se esforzaron en explicar ulteriormente lo que todo esto quiere decir concretamente. b) Extensión y posibilidad de la integridad de la confesión

Tanto en el canon 7 como en el capítulo se enseña y se define que la confesión se extiende a todos los pecados verdaderamente mortales, incluso ocultos, así como a las circunstancias que cambian su especie. Esto en la medida en que uno puede acordarse de ellos con un examen diligente, como se dice en el canon (quorum memoria cum debita et diligenti praemeditatione habeatur) y como se repite varias veces en el capítulo (quorum conscientiam habent; quae memoriae occurrunt; scienter). En el capítulo se indica además que los pecados mortales que no se recuerden se consideran incluidos in universum y por tanto perdonados en la misma confesión. Se trata, pues, claramente de una integridad que en términos técnicos es llamada formal o subjetiva, no material u objetiva. Por esta razón el concilio afirma que esa integridad es posible

41. De las actas conciliares se deduce, efectivamente, que los padres en el curso de la

discusión repitieron con frecuencia que se trataba de una integridad humano modo, como es posible en las condiciones y en la situación del sujeto. Sobre esta posibilidad de la confesión concebida de esta manera se basa la legitimidad del precepto de la confesión anual

42.

Las razones que sirven de fundamento a la exigencia de esta integridad son dos. Aparte de la índole judicial de la absolución en el sentido ya indicado

43, el texto conciliar alude a

otro argumento: la opción fundamental, por la que uno se convierte en enemigo de Dios, se encarna en actos históricamente bien determinados por circunstancias concretas, en la medida en que estas circunstancias son captadas por la conciencia del sujeto; por tanto, el retorno a Dios, la petición de su perdón a través del sacerdote (según la índole sacramental de la economía cristiana y según la voluntad del Señor) tiene que encarnarse e ir acompañada de la manifestación del propio despego de aquellos actos y de aquellas circunstancias en las que había encarnado la actitud de repulsa de Dios. Por eso aquel que de modo consciente (scienter) excluyese uno de esos actos o una de esas circunstancias, demostraría prácticamente una voluntad no despegada aún plenamente de la oposición a Dios, y no orientada todavía decididamente hacia él. Por consiguiente, hay que decir que la confesión íntegra es un valor, una exigencia de la conversión del cristiano pecador: una exigencia que solamente tiene sentido en el interior de esta conversión que, por tanto, está condicionada por otras exigencias o valores requeridos por la misma conversión. Esta confesión, es verdad, lleva consigo una vergüenza y un esfuerzo especial. Pero esto constituye uno de los elementos que manifiestan el carácter laborioso de la conversión y de la reconciliación del pecador en el sacramento de la penitencia

44.

40

C. Peter, La confesión íntegra y el concilio de Trento: Concilium 61 (1971) 108. 41

DS 1682 y 1708. 42

DS 1683 y 1708. 43

DS 1681. 44

Cf. DS 1682.

13�

Tanto en el canon 7 como en el capítulo se añade además que los pecados veniales pueden confesarse, pero no necesariamente, ya que pueden ser perdonados con otros medios. c) La confesión en forma secreta a solo el sacerdote

Sobre este punto hubo bastante discordia entre los padres conciliares45

. Algunos de ellos querían que se definiese de jure divino la confesión en forma secreta a solo el sacerdote (modum secreto confitendi apud solum sacerdotem). Otros se opusieron a esta tendencia ya que no querían excluir como posible una confesión pública y afirmaron en consecuencia que el modo de confesar los pecados, pública o secretamente, es de jure humano, esto es, de derecho eclesiástico. Los padres tenían cierto conocimiento de la evolución histórica del sacramento de la penitencia, pero no tan rico y profundo como el que podemos tener hoy. De todas formas, precisamente por sus conocimientos históricos, se mostraron de acuerdo en utilizar una fórmula que por una parte afirmase con claridad el origen divino de la confesión, y por otra les dejase libertad a los historiadores para explicar la evolución en la manera de confesarse que se había realizado a través de los siglos. En conclusión: 1. En el capítulo se afirma que la confesión pública (se entiende la detallada) no fue prohibida por Cristo, pero tampoco ha sido mandada por él, y se añade que no puede ser impuesta por ninguna ley humana

46.

2. En el canon 6 y en el mismo capítulo se indica además algo sobre el modum confitendi secretum; no se afirma explícitamente que sea de jure divino, pero se define que este modo non est alienum ab institutione et mandato Christi: no es una invención meramente humana y la iglesia lo utilizó desde el principio. d) Algunas observaciones hermenéuticas

1. Al valorar el alcance de la definición sobre la integridad de la confesión hay que tener presente ante todo cómo concebía el concilio de Trento la distinción entre pecados mortales (que también llama crimina)

47 y pecados veniales.

Opone los unos a los otros y entiende como mortales aquellos pecados, menos frecuentes, por los que uno queda excluido de la gracia y de la amistad de Dios. “En efecto, los pecados veniales, por los que nos quedamos excluidos de la gracia de Dios y en los que caemos más frecuentemente...”

48; al hablar del sacramento de la eucaristía se dice que es

“un antídoto, mediante el cual nos vemos libres de las culpas cotidianas y somos preservados de los pecados mortales

49”; al tratar finalmente del valor propiciatorio del

sacrificio de la misa, habla de “aquella fuerza saludable que se aplica en remisión de los pecados que cometemos cada día”

50. Tomando como base estos textos podemos decir que el

concilio de Trento considera “cotidianos” solamente a los pecados veniales, mientras que los mortales no los considera como tales. Es verdad sin embargo que considera como mortales no sólo a los pecados contra la fe o contra los hermanos, como hacen algunos reformadores, sino en general a todos aquellos actos contrarios a los preceptos divinos, incluso ocultos e internos, por los que uno se convierte en enemigo de Dios

51. Pero, dice Alszeghy,

45

Cf. J. A. do Couto, De integritate confessionis apud patres concilii tridentini, Roma 1963, 48-52. 46

DS 1683. 47

DS 1679. 48

“Nam venialia quibus a gratia Dei non excludimur et in quae frequentius labimur...”: DS 1680. 49

“Antidotum, quo liberemur a culpis quotidianis et a peccatis mortalibus praeservemur”: DS 1638. 50

“Illius salutaris virtus in remissionem eorum, quae a nobis quotidie committuntur, peccatorum applicaretur...”: DS 1740. 51

Cf. DS 1680-1682 y 1707.

14�

el concilio no determina ulteriormente cuáles son los actos por los que uno se convierte en enemigo de Dios y queda privado de la vida de gracia. Ya en tiempos del concilio estaban convencidos de que se tiene un pecado mortal cuando el acto es objetivamente malo, cuando el que lo comete tiene plena conciencia de la malicia de su acto y cuando su consentimiento es plenamente libre. Esta doctrina que, supone ciertamente el concilio, ha sido explicada a veces insistiendo únicamente en la malicia objetiva del acto y dejando de poner de relieve la importancia del elemento subjetivo, sin el que no puede existir un pecado mortal. Esta tendencia no puede ciertamente apelar a la autoridad del concilio de Trento

. Al contrario, considerando que,

según el concilio, por el pecado mortal se convierte uno en enemigo de Dios y objeto de su ira, es preciso concluir que el pecado mortal supone un cambio tan profundo en la psicología humana como la de conversión, por la que el pecador se convierte de enemigo en amigo de Dios

52. Pues

bien, la pregunta sobre si ha tenido lugar de veras semejante conversión al revés o no, no podrá encontrar respuesta mientras nos quedemos en el horizonte de un acto considerado aisladamente. En efecto, un acto humano podrá tener una eficacia destructora tan grande solamente si tiene una “profundidad personal”, por la que el hombre polarice su existencia personal en un sentido contrario al amor divino, o al menos de una forma inconciliable con el amor de Dios

53.

Este mismo autor sigue observando, en consecuencia, que podría haber pecado grave en un acto relativo a una “materia ligera”, mientras que puede haber pecado leve en un acto que se refiera a la “materia grave”. Y dada la situación de la mayor parte de los cristianos en el mundo moderno, concluye que “no debe creerse contraria al concilio de Trento la afirmación de que la gran mayoría de los fieles practicantes, que intervienen en una celebración comunitaria penitencial, podrían recibir también en ella la absolución sacramental” después de una confesión general y sin necesidad de una nueva confesión particular o detallada, ya que no son culpables de pecados verdaderamente graves o mortales

54.

2. También hay que tener en cuenta que la concepción que el concilio de Trento tiene de la índole judicial de la absolución no es tan rígida como ha sido interpretada por la teología y por la práctica posterior. Hablaremos de ello más tarde. Aludimos de momento a este hecho para subrayar que la integridad de la confesión no debe concebirse de una forma estrictamente jurídica:

Hemos de recordar siempre que en la confesión sólo es objeto de acusación aquello que, según la conciencia subjetiva del penitente, ha sido cometido conscientemente como culpa subjetiva. En efecto, la malicia no advertida no es imputable. Por consiguiente, es objeto de acusación sólo aquello que puede ser imputado. El tribunal de la penitencia no es un tribunal de la inquisición. La especie ínfima y las circunstancias mutantes speciem, que es preciso acusar, son aquellas de las que el pecador es consciente y voluntariamente responsable y en la medida en que es responsable de ellas, no aquellas que objetivamente y por sí mismas afectan o pueden afectar a los actos que él ha puesto materialmente. “Cuando -escribe Charles- un penitente ha manifestado lo que cree que es su culpa, es realmente su culpa lo que ha confesado; y sólo si el confesor descubre en la confesión una ignorancia crasa o dañosa, puede e incluso debe, si tiene probabilidades de hacerse comprender, iluminar una conciencia”

55. Si siempre se hubiera obrado de esta manera, aquellas

agrias disputas contra la posibilidad y la utilidad de la confesión íntegra en tiempos de reforma no se habrían producido. Desgraciadamente, también hoy nos encontramos muchas veces con algunos modos de obrar, tanto por parte de los penitentes como por parte de los confesores, que parecen suponer la necesidad de la confesión materialmente íntegra

56.

52

En este punto el artículo remite a Z. Alszeghy, L’opzione fondamentale della vita morale e la grazia: Gr 41 (1960) 593-619. 53

Z. Alszeghy, Problemi dogmatici della celebrazione penitenziale comunitaria: Gr 48 (1967) 582-583; cf. J. Gründel, o. c., 665-668 y A. M. Meier, o. c., 390-397. 54

Cf. Z. Alszeghy, art. cit., en Gr. 48 (1967) 583. 55

El autor cita aquí a P. Charles, Doctrine et pastorale du sacrement de pénitence: NouvRevTh 75 (1953) 466. 56

“Semper notandum est in confessione ea tantum deberi accusare, quae iuxta conscientiam subiectivam poenitentis ut culpa subiectiva conscie commissa sunt. Malitia enim non apprehensa non contrahitur. Accusanda autem sunt ea quae de facto contracta sunt. Hic tribunal poenitentiae non est tribunal inquisitionis.

15�

3. La renovación actual de la práctica del sacramento de la penitencia parece encontrar un obstáculo grave en la definición del concilio de Trento sobre la integridad de la confesión. En efecto, entre las nuevas formas de celebraciones comunitarias del sacramento de la penitencia se prevé también una forma en la que se prescinde de la acusación detallada de los pecados, sustituida por una confesión general, comunitaria y genérica, a la que siga luego una absolución general. ¿En qué medida esta nueva manera de celebrar el sacramento de la penitencia está o no excluida por la definición de Trento? Las respuestas de los teólogos son diversas

57. Está claro en primer lugar que es preciso

situar la definición del concilio de Trento en su contexto histórico, reconociendo que el concilio ha tenido siempre y únicamente presente en sus discusiones y definiciones a la confesión privada, tal como se usaba desde hacía mucho tiempo en Occidente y contra la que presentaban algunas dificultades los reformadores. El concilio de Trento no se planteó directamente el problema concreto de una celebración comunitaria de la penitencia en la forma con que se la intenta instaurar hoy. Además, parece bastante claro que los padres no conocían las anáforas de algunos ritos orientales, en los cuales, como ya se ha dicho, había un rito penitencial con confesión y absolución general, considerada válida incluso para los pecados graves distintos de la tríada capital (apostasía, adulterio, homicidio)

58. Incluso

sobre la base de su concepción del mundo, más estática que histórica, se tuvo simplemente por descontado que había una identidad substancial en la forma de celebrar el sacramento de la penitencia durante todos los siglos. Ni siquiera se plantearon entonces una cuestión que a nosotros nos parece perfectamente legítima: si en el pasado hubo cambios radicales en la forma de celebrar el sacramento de la penitencia, ¿no es posible que esto pueda suceder también en el futuro? Teniendo esto en cuenta, algunos teólogos acentúan sobre todo la diversidad de las situaciones y llegan a la conclusión de que la definición de Trento vale únicamente para la confesión privada o auricular. Trento no podía excluir, ya que no lo podía conocer, el nuevo tipo de confesión comunitaria y genérica seguida de la absolución general. Por eso se cree posible, en un futuro más o menos próximo, una nueva forma de celebración de la penitencia que no exija la confesión particular y detallada de los pecados mortales ni incluya la obligación de confesarlos de una forma privada y en detalle

59.

Otros muchos teólogos insisten en el valor que tiene todavía para nosotros la definición tridentina. Aceptan que los padres del concilio no conocían esta nueva forma de celebración

Species infima et circumstantiae speciem mutantes, quae accusari debent, sunt illae, quae et in quantum peccator revera scienter et volender contraxit, non eae, quae obiective per se insunt vel inesse possunt in eis, quae materialiter facit. 'Quand, ita Charles, un pénitent a dit ce qu’il croit être sa faute, c’est sa faute qu’il a dit; et ce n’est que dans le cas où le confesseur décèle dans les aveux une ignorance énorme ou dangereuse qu’il peut, ou doit même, s’il a quelque chance de se faire comprendre, éclairer une conscience'. Haec si semper observata fuissent, acerbae illae oblocutiones contra possibilitatem et utilitatem confessionis integrae tempore 'Reformationis' factae non fuissent. Pro dolor habentur etiam hodie non raro praxes tum a parte poenitentium tum a parte confessariorum, quae videntur supponere necessitatem confessionis materialiter integrae”: K. Rahner, De poenitentia, 577. 57

Limitándonos a los autores que se refieren más explícitamente a la relación de la celebración comunitaria del sacramento de la penitencia con las definiciones de Trento, cf. Z. Alszeghy, Problemi dogmatici della celebrazione penitenziale comunitaria, 577-587; J. E. Corrigan, Penance: A service to community, en Worship in the city of man, Washington 1966, 108-117; A. Eppacher, Die Generalabsolution: ihre Geschichte (9-14 Jhdt) und die genenwärtige Problematik im Zusammenhang mit den gemeinsamen Bussfeiern: ZKathTh 90 (1968) 296-308, 385-421; F. J. Heggen, Confession and the service of penance, London 1967; R. McCormick, Notes on moral theology: penance: TS 28 (1967) 769-776; C. J. Peter, Auricular confession and the Council of Trent, 185-200; Id., Renewal of penance and problem of God: TS 30 (1969) 489-497; Id., La integridad de la confesión según el concilio de Trento: Concilium 61 (1971) 99-111; H. Vorgrimler, Das Bussakrament – iuris divini?, 257-266. 58

Cf. lo dicho anteriormente en las notas 40 y 41. 59

Esta es la postura de F. J. Heggen, La penitencia, acontecimiento de salvación, Salamanca 1969, 95-110; cf. C. E. Curran, The sacrament of penance today: Worship 44 (1970) 8-9.

16�

del sacramento de la penitencia y esto les impulsa a buscar una solución a los problemas que esta forma plantea. Están igualmente de acuerdo en sostener que el anatema de Trento no siempre tiene un significado dogmático. Algunos de ellos admiten también que el de jure divino del concilio no siempre tiene el mismo valor; puede querer indicar sencillamente que una cosa es conforme con la voluntad divina en un momento determinado de la historia de la iglesia, y no siempre que una determinada doctrina o modo de obrar haya sido revelado por Dios

60. No obstante, sostienen que la definición tridentina sobre la integridad de la

confesión de los pecados verdaderamente mortales significa que esta doctrina ha sido revelada por Dios; esto es lo que se deduce de un análisis detenido de las actas conciliares. Los padres se plantearon explícitamente este problema, aun partiendo solamente de la experiencia de la confesión íntegra de los pecados como un requisito puramente eclesiástico; para ellos esta confesión íntegra se juzgaba “incuestionablemente situada en la línea de desarrollo, que se inicia con las exigencias bíblicas respecto a la conversión en la vida del cristiano”

61.

Pero esto no significa que el concilio de Trento excluya de manera absoluta la posibilidad y el valor estrictamente sacramental (si la iglesia lo reconoce como tal) de la nueva forma de confesión general, seguida de una absolución general. En primer lugar hemos de recordar que la obligación de la confesión íntegra de los pecados mortales, aun cuando sea una verdad revelada, se ha concebido siempre como una obligación condicionada, no absoluta. Se trata efectivamente de una integridad en la medida posible a un hombre bien dispuesto. Como se ha dicho más arriba, los mismos padres de Trento consideraban la confesión íntegra como una exigencia, no absoluta sino condicionada, de la conversión de los cristianos pecadores. Y esto quiere decir que, en ciertas circunstancias, puede no ser requerida. Toda la teología moral tradicional ha reconocido siempre que pueden darse circunstancias que hagan moralmente imposible esta integridad. Tal sucede en el caso de una molestia “realmente grave”, esto es, cuando hay una razón grave y urgente, proporcionada al precepto divino de la integridad de la confesión; por ejemplo, en el caso de un moribundo, en el caso de una absolución general permitida en ciertas situaciones en tiempos de guerra. Se tiene en estos casos un verdadero perdón sacramental de todos los pecados mortales, aunque no se hayan confesado, a pesar de que quede la obligación de confesarlos cuando haya una posibilidad real. Pues bien, algunos autores opinan que en el caso de la celebración comunitaria del sacramento de la penitencia se tiene otro caso (que no podía tener presente el concilio y la tradición posterior) de imposibilidad moral de confesión individual o privada de los pecados mortales

62.

Otros autores, sin recurrir a este motivo, dicen sencillamente que el concilio de Trento no excluyó que pudiera haber una nueva forma de celebración comunitaria del sacramento de la penitencia en la que se obtuviese el verdadero perdón de todos los pecados graves, incluso con una confesión comunitaria y genérica y con una absolución general. Pero añaden que la exigencia de la confesión íntegra que pone de relieve el concilio sigue estando esencialmente en pie; en efecto, aunque todos los pecados mortales hayan sido ya perdonados en este nuevo tipo de celebración del sacramento de la penitencia, permanecería la exigencia de confesarlos detalladamente; pero esto, no después de cada celebración comunitaria con una confesión genérica, sino solamente en algunas situaciones particulares, o bien alguna vez en la vida, e incluso una vez solamente, según lo que la iglesia juzgue

60

Sobre este punto, cf. K. Rahner, Sobre el concepto de “Jus divinum” en su comprensión católica, en Escritos de teología V, Madrid 1964, 247-273; J. Neumann, Das “Jus divinum” im Kirchenrecht: Orientierung 31 (1967) 5-8. 61

Cf. C. J. Peter, art. cit, en Concilium 61 (1971) 103, aparte de los otros dos artículos del mismo citados en la nota 65. De esta opinión son también Z. Alszeghy, McCormick y Vorgrimler. 62

Esta respuesta o solución del problema es admitida por Z. Alszeghy, en su art. cit. de Gr 48 (1967) 584-587 y, aunque no de forma general sino sólo en determinadas circunstancias, por R. A. McCormick, art. cit., 774-775.

17�

oportuno que se haga atendiendo a cada situación histórica. Naturalmente, tampoco esta exigencia es absoluta, sino condicionada a las circunstancias históricas concretas de la comunidad y de cada cristiano pecador

63.

En todo caso es preciso añadir que muchos de los problemas pastorales que plantea esta celebración comunitaria del sacramento de la penitencia pierden parte de su urgencia si se tiene presente que los pecados verdaderamente “mortales” son generalmente menos frecuentes de lo que podía pensar cierta teología y cierta pastoral moral demasiado objetivista y legalista. En resumen, me parece que la última respuesta al problema que nos habíamos planteado tiene que reconocer el valor que tiene todavía hoy la fórmula del concilio de Trento y al mismo tiempo explicar el sentido de las otras formas históricas que existieron en el pasado: las anáforas orientales y las absoluciones generales de la edad media latina; en esos casos, en virtud de la situación histórica, la exigencia de la confesión particular de los pecados quedaba limitada a solos los pecados “capitales”, e incluso quedaba a veces sin realizarse. De todas formas, aparte de una hermenéutica del concilio de Trento tal como la que hemos propuesto, hay que procurar aclarar todavía cuál es el verdadero sentido del pecado “mortal”, esto es, cuáles son las razones últimas por las que se le exige al cristiano penitente la integridad, no material sino formal, de la confesión. ¿Cuál es el tipo de relación que existe entre la integridad de la confesión y los demás valores o exigencias de la conversión del cristiano pecador? Esta integridad ¿es exigida por la estructura psicológica del arrepentimiento o contrición, sin la cual no habría sacramento?, ¿o es más bien exigida por la índole judicial de la absolución? ¿En qué medida es exigida por la apertura del pecador a la iglesia y por la apertura de la iglesia al pecador? ¿Podría decirse que esta apertura exige la confesión íntegra solamente en casos determinados, en los que aparece evidente la ruptura con la comunión eclesial? Solamente respondiendo a estos interrogantes se podrá hablar con mayor precisión del alcance y de los límites de la integridad requerida por la confesión sacramental

64.

5. El ministro del sacramento y la absolución (cf. cap. 6-7 y can. 9-11)

65

Entre las proposiciones que sintetizaban la doctrina de los reformadores sobre este tema, había una que enseñaba que “la absolución del sacerdote no es un acto judicial, sino el simple (nudum) ministerio de declarar y de proclamar a quien se confiesa que sus pecados están perdonados, con tal que crea que ha quedado absuelto, aun cuando no esté contrito, o el sacerdote le absuelva en broma y no en serio; más aún, el sacerdote puede absolver incluso sin la confesión del pecador”

66. Otras dos proposiciones negaban la necesidad de la

existencia en el ministro de un poder especial de orden (también los laicos pueden absolver) o de jurisdicción, en cuanto que los reformadores negaban que el obispo tuviera el poder de reservarse algunos casos especiales. Otra proposición negaba finalmente que el ministro, en virtud de su poder judicial, pudiera imponer obras de penitencia.

Contra estos errores el concilio estableció: a) El único ministro del sacramento de la penitencia

63

Lo admiten también McCormick, Peter, Alszeghy y Vorgrimler. 64

Esta es también la conclusión de R. A. McCormick, art. cit., 775-776. 65

DS 1684-1688 y 1709-1711. 66

“Absolutionem sacerdotis non esse actum iudicialem, sed nudum ministerium pronuntiandi et declarandi remissa esse peccata confitenti, modo credat se esse absolutum, etiamsi non sit contritus, aut sacerdos non serio sed ioco absolvat, immo etiam sine confessione peccatoris sacerdotem eum absolvere posse” (CT 7, 236).

18�

En el canon 10 y en la primera parte del capítulo 6 se define y se enseña que los únicos ministros del sacramento de la penitencia son los obispos y los sacerdotes. A este propósito se aducen los textos de Mt 18, 18 y Jn 20, 23. Incluso los sacerdotes que están en estado de pecado mortal tienen el poder de atar y desatar, ya que, como se especifica en el capítulo, “ejercen, como ministros de Cristo, la función de perdonar los pecados que se les confirió en la ordenación por virtud del Espíritu santo”

67. Con esto se hace una referencia explícita

al poder de orden, necesario en el ministro del sacramento de la penitencia. En el capítulo 7 el concilio enseña además la necesidad de la jurisdicción en el sacerdote que da la absolución

68 y el derecho (definido en el canon 11) que tienen los obispos de

reservarse algunos casos más graves en su diócesis, en cuanto que son ellos los que transmiten a los sacerdotes inferiores la jurisdicción o la autoridad de absolver

69. Este

derecho a reservarse ciertos pecados tiene como finalidad la edificación y no la destrucción de la iglesia, por lo que en la hora de la muerte no existe reserva alguna

70.

b) La índole judicial de la absolución

En el canon 9 se define que la absolución del sacerdote es un acto judicial. Este punto constituye el centro de toda la doctrina del concilio sobre el sacramento de la penitencia, y queda explicado más extensamente en los capítulos 6 y 7. Dada la importancia de este tema -del que derivan muchas de las características que el concilio ve en el sacramento de la penitencia- hemos de procurar precisar en qué sentido para el concilio de Trento la absolución del sacerdote es un acto judicial.

En primer lugar sentemos algunas premisas: 1. El sentido de la índole judicial que se le atribuye a la absolución depende en primer lugar de la noción que entonces era común de acto y de potestad judicial, noción distinta de la que tiene la moderna ciencia jurídica. 2. Depende además, fundamentalmente, del sentido que le daban los reformadores, o sea, de lo que ellos entendían cuando negaban que la absolución fuese un acto judicial. 3. Incluso respecto a la noción que era común entonces, el concilio es plenamente consciente de que se trata de una imagen, ciertamente útil para expresar algunos elementos esenciales del ministerio del sacramento de la penitencia; por eso hemos de tomarla y aplicarla a la absolución en un sentido análogo. Efectivamente, en el capítulo 6 se dice, precisamente para subrayar esta idea: “ad instar actus judicialis...”, “velut a judice...”

71. Y

conviene observar que este ad instar se puso para corregir un vere que se encontraba en el texto primitivo

72.

Así pues, de los mismos documentos del concilio se deduce que, al utilizar la imagen del acto judicial, para excluir el error de los reformadores, se quiso enseñar: 1. La absolución del sacerdote es verdaderamente eficaz en orden a la remisión de los pecados; no es un simple (nudum) ministerio de la proclamación de la remisión ya realizada de los pecados en virtud de la fe fiducial únicamente

73.

2. La absolución es una especie de sentencia sobre unos súbditos (in subditos)74

, una sentencia que consiste en la “concesión de un beneficio de otro” (alieni beneficii dispensatio), en el sentido de que es pronunciada con una autoridad y un poder que sólo los

67

“Per virtutem Spiritus Sancti in ordinatione collatam tamquam Christi ministros functionem remittendi peccata exercere”: DS 1684. 68

Cf. DS 1686. 69

Cf. DS 1687. 70

Cf. DS 1688. 71

DS 1685. 72

Cf. CT 7, 351. 73

Cf. el canon 9: DS 1709. 74

DS 1686 y 1685.

19�

obispos y sacerdotes han recibido de Cristo: El texto declara que se trata del poder de orden y de jurisdicción, como se ha dicho más arriba, pero no determina más en concreto la relación existente entre estos dos poderes, relación que discutían entonces con gran calor los teológos católicos. 3. La absolución exige, normalmente, el conocimiento del estado del pecador mediante la confesión de aquellos pecados “mortales” de los que en conciencia se considera culpable, e incluye también el poder de imponer una satisfacción, que adquiere todo su valor de su unión con la muerte de Cristo. De la necesidad de la confesión se habla en el canon 4 y en los capítulos 6 y 7. El poder de imponer una satisfacción se había enseñado también en el capítulo 6

75 y volverá a recordarlo el concilio en el capítulo 8 y en el canon 15

76, donde el

poder de ligar es interpretado claramente como el poder de imponer una satisfacción apropiada. Se trata, pues, de la concesión de un beneficio que supone la imposición de ciertas condiciones, por lo que se habla de un poder oneroso de agraciar (onerosa potestas adgratiationis). Se ha dicho que la absolución exige, normalmente, el conocimiento de la causa mediante la confesión de los pecados mortales. Entre los teólogos tridentinos y postridentinos, solamente Melchor Cano era tan rígido en exigir tal conocimiento que negaba la posibilidad de dar la absolución al moribundo que no pudiera confesar sus pecados. Los demás teólogos, por el contrario, hablan de la confesión como de una sentencia de gracia (iudicium gratiosum), que por lo tanto no es tan riguroso como la sentencia de condenación (iudicium criminale); por eso, las condiciones impuestas para agraciar al pecador se tienen que exigir únicamente en la medida que sea posible

77.

Además hay que tener presente que la noción misma de potestad y de acto judicial ha cambiado mucho en el curso de los tiempos. Para la antigüedad cristiana los jueces no eran solamente los que condenaban a los acusados por haber faltado al orden o quienes los absolvían, sino también aquellos que concedían indultos o beneficios y también a veces los que ejecutaban la condena. El concepto de “juez” no siempre se distinguía con claridad del de “presidente”: en ciertos casos la misma persona que gobernaba una comunidad o una región era el que dictaba las leyes, juzgaba a los culpables y hacía ejecutar la sentencia. En tiempos del concilio de Trento se consideraban “actos judiciales” tanto la sentencia con la que se aplica el orden jurídico a un reo acusado de haberlo violado (lo que hoy se llama “acto judicial en sentido estricto”), como la concesión de un indulto en nombre o con la autoridad del príncipe (lo cual pertenece hoy, no al orden jurídico en sentido estricto, sino al orden del poder administrativo). Solamente después de la revolución francesa se mantuvo la división clara entre poder judicial en sentido estricto y poder administrativo. El poder de conceder indultos, aplicando ciertas condiciones, es considerado actualmente como perteneciente al poder administrativo. Frente a esta evolución de la noción misma de acto judicial surge el problema: cuando el concilio de Trento habla de la índole judicial de la absolución, ¿la entiende en el sentido técnico que tiene hoy para nostros un acto judicial? ¿o bien la entiende en el sentido de lo que hoy llamamos concesión de un indulto imponiendo ciertas condiciones y que, por tanto, no pertenece al orden judicial en sentido estricto, sino al orden administrativo? Ya algunos teólogos del siglo XIX se dieron cuenta de la existencia de la nueva noción técnica de “acto judicial” y de la consiguiente problemática que se derivaba de seguir considerando a la absolución como un “acto judicial”. D. Palmieri advirtió el problema y procuró darle una respuesta reconociendo explícitamente el sentido antiguo del término “judicial”. En esta perspectiva, la absolución del sacerdote en el sacramento de la penitencia era para él un acto judicial por ser semejante a la concesión de un beneficio que requiere la

75

DS 1679. 76

DS 1692, 1715. 77

Cf. F. Gil de las Heras, Carácter judicial de la absolución sacramental según el concilio de Trento: Burgense 3 (1962) 151-153.

20�

imposición y la comprobación de ciertas condiciones78

. Otros autores por el contrario, como L. de San, a comienzos del siglo XX, consideran la absolución como acto judicial en sentido estricto y creen que la esencia de ese acto consiste en la potestas bifaria, esto es, en el poder de absolver o condenar al acusado

79. La mayoría de los autores de la primera

mitad de este siglo es de este parecer: Cristo ha concedido a los obispos y sacerdotes el poder de “absolver” o “no absolver” como dos formas opuestas (o “bifarias”) del poder judicial. Más recientemente, muchos teólogos consideran que, según la mente del mismo concilio, la absolución, teniendo presente la división actual de la potestad, no corresponde a un juicio en el sentido técnico de la palabra, sino a un ejercicio del poder administrativo. Y más concretamente, según el concilio, la absolución sería semejante a la concesión de un indulto, con algunas condiciones que imponer y que comprobar (lo cual exige cierto conocimiento de la causa), en virtud de un poder recibido de Cristo por medio de la iglesia

80.

Parece que esta última interpretación corresponde mejor al sentido que tienen los textos tridentinos situados en su contexto histórico. Los argumentos en su favor, brevemente expuestos, son los siguientes: 1. Como ya se ha dicho, desde el punto de vista bíblico, “atar” no puede entenderse en el sentido de “no absolver” opuesto al otro poder de “absolver”. El ministerio de atar y desatar, de remitir y de retener, no es un poder “bifario” en sentido estrictamente judicial, sino un único poder que se desarrolla en dos fases o momentos: el poder de perdonar, cumplidas ciertas condiciones impuestas que le aseguran a la iglesia la conversión real del pecador. 2. El mismo concilio de Trento no entiende el “atar” en el sentido de “no absolver”, sino en el sentido de imponer una satisfacción, esto es, ciertas obligaciones proporcionadas a la gravedad de la culpa y a la situación del penitente

81. El mismo concilio habla de los

sacerdotes como praesides et iudices 82

y designa la “sentencia” judicial con la expresión alieni beneficii dispensatio

83, considerándola así como una concesión o distribución de un

beneficio en nombre y con la autoridad de otro, esto es, de Cristo a través de la iglesia. El concilio llama “judicial” a este poder, porque entonces era ejercido por los praesides et iudices

84.

3. Recuérdese finalmente que el concilio deseaba responder a las negaciones de los reformadores y para ello quería subrayar, bien sea la eficacia de la absolución, como la necesidad de una autoridad especial y la necesidad de conocer la causa, o también el poder de imponer determinadas obligaciones. Todo esto es expresado por los padres considerando

78

Cf. D. Palmieri, Tractatus de poenitentia, Roma 1879, 112. 79

Cf. L. de San, Tractatus de poenitentia, Roma 1900, 234 s. 80

El primero que ha hecho notar en los últimos tiempos la diferencia entre el sentido de juicio en el concilio de Trento y en la mentalidad jurídica actual y que propuso e interpretó el carácter judicial de la confesión como perteneciente al orden administrativo ha sido el célebre canonista K. Mörsdorf, Der hoheitliche Charakter der sakramentalen Lossprechung: TTZ 57 (1948) 335-348. Se opuso a sus ideas J. Ternus, Die sakramentale Lossprechung als richterlicher Akt: ZKathTh 71 (1949) 214-230. Pero posturas más o menos parecidas a las de Mörsdorf las han sostenido otros teólogos: P. Charles, art. cit., 449-470; J. Lécuyer, Les actes du pénitent: LMD 55 (1958) 53-55. K. Rahner, en su curso De poenitentia, 460-467, sostiene que se debe hablar propiamente de un “tribunal adgratiationis”. Por su parte, el teólogo y canonista F. Gil de las Heras, en su tesis doctoral presentada en la pontificia universidad de Letrán, llegó a conclusiones muy semejantes a las de K. Mörsdorf, pero tomando como base una documentación histórica mucho más amplia: cf. ¿Es la absolución sacramental un acto judicial?: Burgense 1 (1960) 191-204 y en XIX Semana española de teología, Madrid 1962, 275-286; Carácter judicial de la absolución sacramental según el concilio de Trento: Burgense 3 (1962) 117-175. 81

Cf. DS 1692, 1715. 82

DS 1679. 83

DS 1685. 84

En este sentido explicaba L. Pallavicini el término “praesides” utilizado por el concilio para designar al sacerdote que da la absolución: cf. su Storia del concilio di Trento V, Mendrisio 1836, 149-150.

21�

la absolución como un acto judicial, no en sentido técnico y estricto, sino como el poder de conceder un indulto, con ciertas condiciones, en virtud de un poder especial recibido de Cristo

85.

Estando así las cosas, podemos preguntarnos si es legítimo, e incluso necesario, intentar traducir en fórmulas o categorías válidas para nuestros días lo que el concilio de Trento quiso enseñar acerca de la absolución. Un intento de estilo es el que realizaremos en el último capítulo de este tratado. Entretanto hay que advertir también que todos, incluso los teólogos que hablan de “acto judicial” en sentido estricto, declaran explícitamente que esta noción se aplica a la absolución sacramental solamente en sentido analógico. A este propósito hay que recordar que la fórmula ad instar del capítulo 6

86 se incluyó en la última redacción, expresamente

para sustituir al vere de la redacción primitiva, y que la palabra velut se puso igualmente sólo en la redacción final, para subrayar ese carácter analógico con que se aplica la expresión “acto judicial” al foro interno sacramental

87.

Hoy se puede explicar el carácter analógico de la noción de jucio aplicada a la absolución sacramental de esta manera: 1. Toda la jurisdicción de la iglesia, como organismo sobrenatural, tiene solamente un sentido “analógico” con la jurisdicción que se ejerce en la llamada sociedad perfecta natural, ya que en la iglesia esa jurisdicción está intrínsecamente determinada por la finalidad sobrenatural salvífica a la que está ordenada

88.

2. El poder de perdonar los pecados se confiere con la ordenación sacramental y, puesto que la iglesia no puede cambiar la substancia de los sacramentos, esto es, su significado fundamental y eficaz, ese poder es en parte independiente de la voluntad del obispo que confiere la ordenación sacramental. El obispo puede únicamente determinar los límites y las condiciones de su ejercicio, como se dirá más adelante cuando tratemos de la relación entre el poder de orden y el de jurisdicción en el sacramento de la penitencia. 3. Hay que advertir además las diferencias entre lo que sucede en el sacramento de la penitencia y lo que tiene lugar en un acto jurídico en sentido técnico en el orden social. Mientras que el juez tiene que descubrir ante todo si el acusado es realmente culpable, para absolverlo o condenarlo aplicando a este caso la ordenación jurídica, en el sacramento de la penitencia el sacerdote se encuentra frente al pecador que se declara ya culpable y al que tiene que absolver si está bien dispuesto. Además, la absolución que puede tener lugar en un juicio humano-social en el sentido técnico de la palabra consiste en declarar que el acusado no es culpable o merecedor de condena, mientras que la absolución sacramental tiene como efecto hacer que se haga justo el que era realmente culpable y se reconocía como tal. Finalmente, mientras que en el juicio humano-social (y también en el orden disciplinar de la iglesia, in foro externo) el acusado puede defenderse, en el sacramento de la penitencia el penitente tiene que acusarse y no podría ser absuelto si pretendiese únicamente defenderse y no se reconociese realmente culpable

89.

85

Cf. F. Gil de las Heras, art. cit., en Burgense 3 (1962) 144: “No fue, por consiguiente, planteada la dificultad como hoy se presenta. El protestante venía a negar el carácter judicial en un sentido lato, equivalente a nuestro acto administrativo, y este aspecto es afirmado contra él por los católicos. Estos afirman que a pesar de ser un beneficio, es también un juicio por el modo como se ejerce. Y este modo es también el modo propio de nuestros actos de orden administrativo”. 86

DS 1685. 87

Cf. CT 7, 350-351; cf. F. Gil de las Heras, art. cit., 155-159. Algunos teólogos recientes quieren que se hable de “juicio” sólo y sobre todo en el sentido bíblico del término. En esta línea se intentan conciliar las tesis de Mörsdorf y de Ternus, pero ignorando el trabajo de F. Gil de las Heras: O. Semmelroth, Das Bussakrament als Gericht: Scholastik 37 (1962) 530-549. Véase más adelante lo que diremos sobre este punto sobre el sacramento de la penitencia como acontecimiento pascual. 88

Cf. E. López Dóriga, Die Natur der Jurisdiktion im Bussakrament: ZkatTh 82 (1960) 385-427. 89

Cf. K. Rahner, De poenitentia, 460-467; Z. Alszeghy, De poenitentia christiana, Roma 1962, 176-179; etc.

22�

6. La satisfacción (cap. 8-9 y can. 12-15)

90

En este punto eran tres las proposiciones que expresaban el pensamiento de los reformadores y por ellas empezó la discusión. En ellas se negaba en primer lugar que pueda haber una pena que quede después del perdón de la culpa: eso significaría despreciar los méritos de Cristo, como si no fueran suficientes y tuvieran que completarse con los méritos del hombre. La verdadera satisfacción es la fe en Jesucristo y la vida honesta. Las penas y las satisfacciones que se han impuesto en el curso de los siglos en la iglesia no tienen el valor de un verdadero culto a Dios, sino que son solamente tradiciones meramente humanas, dotadas todo lo más de un valor disciplinar, sin ninguna influencia en orden a la remisión de la culpa

91.

Para excluir estos errores, el concilio: a) Define nuevamente que la pena no siempre queda totalmente remitida por Dios juntamente con la culpa

92. En apoyo de esta doctrina se aducen algunos hechos recogidos

de la sagrada escritura93

y se hace observar la especial malicia de los pecados posbautismales, con los que se viola de manera consciente (scienter) el “templo de Dios” y se entristece al Espíritu santo. b) Enseña luego que esas penas satisfactorias tienen una doble función. Habla largamente de su función medicinal, en cuanto que constituyen un freno, le hacen al penitente más cauto y vigilante, son medicamento en relación con las reliquias de debilidad que el pecado ha dejado en el pecador y contribuyen a hacer desaparecer los hábitos viciosos que el pecador fue adquiriendo con su mala vida

94. Hace además una alusión breve

a su función vindicativa en relación con los pecados pasados95

. c) Especifica en concreto que tienen este valor no sólo las penas libremente aceptadas, sino también las que impone el sacerdote y que se soportan pacientemente y que de hecho están relacionadas ocn nuestra vida

96. Y define que todo su valor y su eficacia se derivan de

Cristo crucificado, a quien se une el cristiano en sus obras de penitencia; éstas son, por consiguiente, un verdadero acto de culto y no oscurecen en lo más mínimo la eficacia de los méritos de Jesucristo

97.

d) Finalmente, en el canon 15, define que el poder de atar y desatar se le ha dado a la iglesia y a los sacerdotes no sólo para absolver, sino también para ligar con la imposición de esas penas

98. En el capítulo especifica que por ese motivo los sacerdotes tienen el

derecho y el deber de imponer satisfacciones convenientes y apropiadas a la situación del pecador, a fin de que alcancen realmente su finalidad medicinal y vindicativa al mismo tiempo

99.

7. Penitencia y eucaristía

El concilio de Trento habla del valor propiciatorio de la eucaristía, sobre todo cuando la considera como sacrificio (en el año 1562), y habla de la confesión como preparación para la comunión especialmente cuando la considera como sacramento (en el año 1551). Empezamos por el estudio de los documentos de la sesión más antigua

100.

90

DS 1689-1693 y 1712-1715. 91

Cf. CT 7, 237-238. 92

Cf. DS 1712, 1689, además de la sesión VI: DS 1543, 1580. 93

Cf. DS 1689. 94

Cf. DS 1690, 1692. 95

Cf. DS 1692. 96

Cf. DS 1693, 1713. 97

Cf. DS 1690-1692, 1713-1714. 98

Cf. DS 1715. 99

Cf. DS 1692, donde se cita a 1 Tim 5, 22, como refiriéndose al sacramento de la penitencia. 100

Remito al acertado estudio de J.-M. R. Tillard, Pénitence et eucharistie: LMD 90 (1967) 105-126.

23�

a) Penitencia y eucaristía en el decreto del año 1551 sobre la eucaristía como

sacramento: sesión XXIII101

En lo que se refiere a las relaciones de la eucaristía con el sacramento de la penitencia y con la remisión de los pecados, el concilio tuvo presentes estas dos proposiciones de los reformadores:

1. La eucaristía ha sido instituida únicamente para la remisión de los pecados102

. 2. La fe sola constituye una preparación sufiente para la eucaristía; la confesión antes de la comunión no es necesaria, sino libre, especialmente para los doctos; las personas no tienen obligación de comulgar en pascua

103.

Para oponerse a estos dos errores, el concilio trató de los dos temas que estaban implicados en ellos: 1) La eucaristía y la remisión de los pecados

En el capítulo 2 se afirma que la comunión eucarística es también un antídoto con el que nos vemos libres de los pecados cotidianos (veniales) y preservados de los mortales

104. En

el canon 5 se condena a quienes consideran que el fruto principal de la comunión eucarística es la remisión de los pecados y que dicha comunión no tiene otros frutos. Como aparece por la discusión, los teólogos sostuvieron que la comunión eucarística tiene también el poder de perdonar los pecados. Pero la fórmula tan cauta del canon fue acogida con la preocupación de combatir el error de Lutero, según el cual la remisión de los pecados era el único fruto de la eucaristía, y de rechazar su afirmación sobre la no necesidad de la confesión como preparación para la eucaristía. 2) La preparación necesaria para la comunión

La discusión comenzó como de ordinario con el estudio de la proposición 10 atribuida a Lutero. Desde la primera reunión, del 8 de septiembre de 1551, los teólogos estuvieron de acuerdo plenamente en la primera parte: si la fe se entiende en el sentido de los reformadores, dicha proposición es herética. Por el contrario, sobre la segunda parte se expresaron distintos y contrarios pareceres

105.

a) La doctrina expresada en esta segunda parte es herética, ya que la obligación de confesarse antes de la comunión, cuando uno es consciente de pecado mortal es de derecho divino: así pensaban Martín Malo, Jacobo Ferrusio, Pedro Frago, Desiderio de Verona, Alfonso de Contreras, Mariano Feltrini y Desiderio Panormitano

106.

b) Esta doctrina no es herética, ya que no es de derecho divino que la confesión preceda a la comunión en el caso de pecado grave, pero es falsa y escandalosa, por ir contra la ley y la tradición de la iglesia y porque puede dar lugar a abusos: así pensaban Juan Arze, Melchor Cano, Martín Olaveo, Ambrosio Pelargo, Melchor de Vosmediano, Antonio de Ulloa y Francisco de Villalba

107.

101

Cf. DS 1638, 1646-1647, 1655, 1661. 102

“4. Eucharistiam institutam esse ob solam remissionem peccatorum”: CT 7, 112. 103

“10. Solam fidem esse sufficientem praeparationem ad sumendam Eucharistiam, neque ad id confessionem esse necessariam sed liberam, praesertim doctis; neque teneri homines ad communionem in Paschate”: CT 7, 114. 104

Cf. DS 1638. 105

Las opiniones de los teólogos se encuentran en CT 7, 114-143. 106

Cf. respectivamente CT 7, 128, 129, 135, 136, 137, 138, 139 y 140. 107

Cf. CT 7, 124, 126, 131, 133, 134, 138, 141.

24�

c) Esta segunda parte de la proposición no es herética ni falsa, ya que, cuando uno es consciente de pecado mortal, basta para prepararse a la comunión la contrición, que incluye el votum confitendi tempore suo: tal es la opinión de Francisco de Toro y Reinaldo de Génova

108. Estos teólogos citaron el parecer de otros doctores católicos como Cayetano, G.

Fisher, el papa Adriano VI, Pedro de la Palude y Ricardo de Mediavilla. He aquí, por ejemplo, las palabras de Cayetano:

El que comulga sin estar arrepentido (sine contritione) de los pecados mortales, peca mortalmente…; pero el que comulga sin confesarse (sine confessione), habiendo una causa razonable para no hacerlo, queda excusado, ya que el precepto de confesarse antes de comulgar no es de derecho divino, ni de derecho positivo, a no ser una vez al año

109.

Desde el día 21 al 30 de septiembre se discutió el problema entre los padres conciliares. El último día, el legado pontificio, Marcelo Crescencio, resumía la discusión con estas palabras:

Respecto a la confesión de los pecados, los padres están divididos: la mayor parte la considera necesaria, aunque no condena a la opinión contraria como herética. Habrá que revisar también el canon según esta nueva perspectiva

110.

Realmente eran muy pocos los padres que consideraban como de derecho divino la necesidad de la confesión como preparación a la comunión, para los que son conscientes de pecado mortal

111. La mayor parte de ellos consideraba la afirmación contraria, no ya como

herética, sino como falsa, escandalosa, errónea, contraria a la práctica de la iglesia y por tanto digna de condenación. No pocos añadían: “Si no hay abundancia de confesores, es suficiente la contrición”. Eran pocos, finalmente, los que no querían que fuese condenada esa afirmación

112.

El 3 de octubre se distribuyó el primer esquema de los cánones. El canon 13 trata de este tema. En la discusión del texto se presentaron dos peticiones: a) 19 padres pedían que se añadiera la frase “si hay facilidad de confesores” (habita copia confessoris); b) 15 padres pedían que se añadiese explícitamente que no es suficiente la contrición sola. En el texto corregido, que fue distribuido el 8 de octubre, se acogieron estas dos peticiones. Al día siguiente, hubo todavía otros 5 padres que pidieron se añadiese la frase “excepto en caso de necesidad” (et nisi urgeat necessitas), pero esta adición no se admitió en el canon, aun cuando se había tenido ya en cuenta en el capítulo, pero referida solamente al caso del sacerdote que tiene que celebrar. En el texto definitivamente aprobado el día 11 de octubre se enseñan estas dos cosas: 1. En el canon 11 se condena a los que afirman que basta la fe sola para recibir la eucaristía. Inmediatamente después del anatema, se reafirma bajo pena de excomunión la

108

Cf. CT 7, 130, 137. 109

“Sine contritione quidem peccati mortalis communicans peccat mortaliter…, sine confessione autem, si rationabilis subest causa non confitendi, excusatur communicans, quia praeceptum de confessione praemittenda communioni non est de iure divino nec de iure positivo quum nullibi inveniatur nisi semel in anno”. Tomás de Vio cardenal Cayetano, Summa de peccatis et Novi Testamenti jentacula, Roma 1525, fol. 24. Muchos de los teólogos citados en la opinión segunda aceptaban un razonamiento semejante; por ejemplo, Francisco de Villalba dijo: “Quo vero ad confessionem tenet non esse de jure divino quod praemitti debeat ante communionem…, aliquando enim sufficit contritio, vera tamen et formata” (CT 7, 141). Sin embargo, él mismo pidió que se condenase esa proposición para evitar los abusos y para mantenerse fieles a esta costumbre de la iglesia. 110

“De confessione patres fuerunt discordes; maior autem pars tenet eam esse necessariam, sed contrariam opinionem non damnandam ut haereticam. Super quo etiam canon aptabitur”: CT 7, 176. 111

Sólo los obispos de Zagreb (cf. CT 7, 146), de Constanza (Ibid., 155), de Salón (Ibid., 157) y de San Marcos (Ibid., 170). 112

El obispo de Segovia (Ibid., 150), de Feltri (Ibid., 150) y de Aura (Ibid., 154).

25�

práctica ya existente, imponiendo así como necesaria la confesión para quienes sean conscientes de pecado grave, habita copia confessoris

113.

2. En el capítulo 7 se indica que se trata de una ecclesiastica consuetudo y se añade que el sacerdote, que por una necesidad urgente tuviera que celebrar sin confesarse previamente, se confiese cuanto antes

114.

Por tanto, resulta bastante claro que el concilio de Trento no presentó como de derecho divino el precepto de la confesión antes de la comunión para quienes sean conscientes de pecado grave

115. Por el contrario, la declaró como una ecclesiastica consuetudo. Sin

embargo, quizás no pueda decirse que el concilio haya querido excluir totalmente la posibilidad de afirmar que se trate de un derecho divino

116.

b) Penitencia y eucaristía en el decreto sobre el sacrificio de la misa (sesión XXII del

año 1562)117

Al llegar al estudio de esta cuestión había ya cambiado un tanto la perspectiva del concilio en la consideración del tema de las relaciones entre la eucaristía y el perdón de los pecados. El error de los reformadores que se deseaba excluir era el que se le atribuía a Lutero, según el cual la misa no tiene ninguna eficacia en orden a la remisión de los pecados. Para excluir este error, el concilio define en el canon 3 que la misa tiene un valor propiciatorio en orden a los pecados, las penas y las satisfacciones de vivos y difuntos

118.

En los capítulos 1 y 2 se encuentra una explicación ulterior de este mismo valor. En el primero el concilio afirma que la misa concede la remisión de los pecados cotidianos o veniales

119, tal como se había dicho ya en la sesión XIII. Pero en el capítulo 2 se da una

explicación más profunda de este hecho. Se afirma en primer lugar que el valor propiciatorio de la misa procede de su estricta relación con el sacrificio de la cruz. Este valor propiciatorio se explica a continuación de esta manera: cuando nos acercamos a Dios en este sacrificio “con un corazón sincero, con fe recta, con temor y reverencia, contritos y penitentes (esto es, animados de cierta contrición y de cierta penitencia)”, el Señor, “concediéndonos la gracia y el don de la penitencia, nos perdona los crímenes y los pecados, por muy grandes que sean”

120.

Se sabe que algunos padres conciliares121

, como el patriarca de Venecia, querían que se hablase con claridad en el texto del sacramento de la penitencia como preparación necesaria

113

DS 1661. 114

DS 1647. 115

Lo admiten todos los que han estudiado recientemente la historia del concilio y la mayor parte de los teólogos recientes: cf. A. Michael, Les décrets du concile de Trente I, en Hefele-Leclercq, Histoire des conciles X, 1, 268-269 y 282-283; Id., Pénitence, en DTC 12 (1933) 1048-1050; E. Génicot-I. Salmans, Theologia moralis II, Paris 1936, n. 192; T. A. Iorio, Theologia moralis III, Napoli

41954, n. 157; B. H.

Merkelbach, Summa theologiae moralis III, Bruges 8

1949, n. 271; H. Noldin-A. Schmitt, De sacramentis, Ratisbona 1929, 141; G. Oesterle, De obligatione sacerdotis celebrantis confessionem sacramentalem peragentis vi canonis 807: ME 80 (1955) 89-105, especialmente 89-94; L. Piscetta-A. Gennaro, Elementa theologiae moralis V, Torino

31938, n. 327; E. Regatillo-M. Zalba, Theologiae moralis Summa III, Madrid

1954, n. 324; L. Wouters, Manuale theologiae moralis II, Bruges 1933, n. 179; etc. 116

Lo consideran como más probable de jure divino: J. Aertnys-C. A. Damen, Theologia moralis II, Torino 16

1950, n. 143; F. M. Cappello, Tractatus canonicus-moralis de sacramentis I, Torino 21928, n. 488; P.

Gasparri, Tractatus canonicus de sanctissima eucharistia I, Paris-Lyon 1897, n. 442; A. Peinador, Cursus brevior theologiae moralis IV, Madrid 1958, n. 188; D. M. Prümmer, Manuale theologiae moralis III, Freiburg im B. 1915, n. 192. Entre los más recientes, defiende como seguro el ius divinum: G. A. Martimort, Los signos de la nueva alianza, Salamanca

51967, 359.

117 Cf. DS 1740, 1743, 1753.

118 DS 1753.

119 DS 1740.

120 “Gratiam et donum poenitentiae concedens, crimina et peccata etiam ingentia dimittit”: DS 1743.

121 Cf. J.-M. R. Tillard, Pénitence et eucharistie, 106-117.

26�

para el pecador consciente del pecado grave, según el precepto de la iglesia. Pero como esto ya había sido confirmado diez años antes como una ecclesiastica consuetudo y se trataba aquí más bien de hacer una afirmación doctrinal sobre el valor propiciatorio de la misa, no se acogió esta petición. El texto primitivo quedó sin variar en lo que se refiere a la preparación requerida para la participación plena en este sacrificio. Lo único que se hizo fue realizar un cambio en la parte que trata de la eficacia de la misma en relación con el perdón de los pecados: la fórmula primitiva que hablaba de “ofrecer la gracia y la gloria” fue sustituida por la del texto definitivo: “concede la gracia y el don de la penitencia”

122.

La fórmula, tal como fue aprobada definitivamente, afirma con claridad que el Señor, aplacado por la misa, perdona los pecados incluso mortales a los que participan en ella debidamente dispuestos. Pero no se da una explicación de la relación entre estar contriti ac poenitentes, como disposición para participar dignamente en la misa, y el donum poenitentiae que el Señor concede juntamente con su gracia. Teniendo presente la doctrina general del concilio de Trento sobre la contrición y la penitencia (de la que se habló en las sesiones VI y XIV)

123, así como también su enseñanza

sobre la confesión íntegra de los pecados verdaderamente mortales, se puede intentar una explicación de las fórmulas de este capítulo. Entre las disposiciones necesarias para participar del valor propiciatorio de la misa, tiene que haber “cierta” contrición y “cierta” penitencia; según el texto, esta disposición no consiste en la contrición caritate perfecta, ni tampoco en haberse acercado anteriormente al sacramento de la penitencia, ya que en estos casos se habría obtenido ya el perdón y no se podría decir que Dios, en la misa, perdona los pecados verdaderamente mortales (la terminología crimina et peccata etiam ingentia resulta suficientemente clara). Y entonces el valor propiciatorio de la misa consiste precisamente en el hecho de que Dios concede en ella, a los que participan con las debidas disposiciones, la “gracia” y, juntamente con la gracia, el don de la “penitencia”, esto es, el don de la contrición caritate perfecta, que lleva realmente consigo el perdón de los pecados mortales y al mismo tiempo orienta al pecador hacia el sacramento de la penitencia, ya que la contrición perfecta incluye el deseo de este sacramento. Concluyendo todo cuanto se ha dicho acerca de las relaciones existentes entre la eucaristía y el perdón de los pecados y entre la eucaristía y el sacramento de la penitencia, parece ser que el concilio de Trento enseñó lo siguiente: 1. En conformidad con la costumbre de la iglesia, ésta considera al sacramento de la penitencia como un medio de preparación para la comunión, necesario para los fieles conscientes de haber cometido pecado “mortal”, si hay abundancia de confesores. 2. Pero, por su propia naturaleza (dogmáticamente), la participación digna en la eucaristía, sin confesión previa, concede por sí misma la gracia renovadora del perdón incluso de los pecados graves, perdón que a su vez orienta al cristiano hacia el sacramento de la penitencia.

122

“Gratiam donat et gloriam”, “gratiam et donum poenitentiae concedens”. 123

Cf. especialmente DS 1526, 1677.

27�

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA PASTORAL Y EN LA TEOLOGÍA POSTRIDENTINAS

I. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA PASTORAL POSTRIDENTINA

Por varias razones nos limitaremos aquí a presentar únicamente algunas de las líneas más generales de la evolución de la práctica del sacramento de la penitencia en estos últimos siglos

124.

Aunque ya existiese en cierta medida, incluso desde antes del concilio de Trento, la distinción entre una pastoral de masa y una pastoral de élite o de aristocracia espiritual, lo cierto es que esta distinción se fue haciendo cada vez más clara a partir del concilio.

La pastoral de masa da lugar a una pastoral del pecado. Los misioneros populares empiezan a dirigirse a las grandes masas de cristianos, sacudiéndolas de su torpeza y moviéndolas a la conversión y a la confesión. Se adaptaron a la situación del pueblo: su moral se centra en los pecados más comunes, sus predicaciones pretenden suscitar al menos la atrición, que es lo único de lo que se cree capaz a aquella gente ruda e ignorante. Parte de la casuística de los tratados de moral parece estar elaborada en orden a la preparación de los misioneros del pueblo.

Los jesuitas atienden especialmente a las clases dirigentes. Parte también de la casuística de los tratados de moral parece haber surgido para resolver los problemas que resultaban complicados por el hecho de querer asegurar la confesión, al menos anual, de una clase burguesa que en realidad no se mostraba muy coherente con su cristianismo. Los jesuitas se preocupan sobre todo de la educación de la juventud, de la que saldrían los futuros dirigentes. En su pedagogía ocupa una parte importante la formación de la conciencia, el examen de conciencia y la confesión, generalmente mensual. Por eso insisten en la malicia del pecado y en la lucha que es preciso emprender por mantenerse libres y para superarlo. Insisten mucho en la pureza, dándole una importancia capital incluso en la vida intelectual.

Los místicos españoles han influido en la pastoral de los selectos y de las aristocracias espirituales. Santa Teresa de Ávila insiste en las buenas cualidades de los confesores de las monjas y de los religiosos. Le atribuye una enorme importancia a la dirección espiritual, a través de la confesión, para poder alcanzar la perfección. San Francisco de Sales recoge este tema y lo extiende a todas las almas que tienen el deseo sincero de la perfección. Se desarrolla entonces cada vez más una pastoral de élites, centrada en la dirección espiritual, de la que son fruto los tratados tan abundantes en esta época sobre la perfección cristiana. En esta pastoral, tanto santa Teresa como san Francisco de Sales insisten en la docilidad y en la obediencia al confesor. Esta misma doctrina se encuentra en los autores espirituales de comienzos de este siglo, como Tanquerey, Schrijvers, etc. El confesor tiene que informarse de los pensamientos, sentimientos, pasiones, de toda la vida de su dirigido o hijo espiritual.

Tanto la pastoral de masa como la pastoral de selectos tienen como característica común la de un acentuado individualismo. En su moral no está suficientemente presente el interés por la dimensión social y eclesial del pecado y de la conversión; este menor interés es también una consecuencia de la cultura de la época. Sobre todo esto influyó ulteriormente la lucha contra el jansenismo, cuyo influjo ha durado mucho tiempo.

124

Resumimos aquí las páginas de R. Steenberghen, Le sacrement de Pénitence: réflexions sur l’évolution de sa pratique: PeL 50 (1968) 492-505.

28�

En el siglo XIX, además de los elementos ya indicados, surge el fenómeno de los confesores célebres, como el cura de Ars: fenómeno de naturaleza carismática y apartado del legalismo propio de la moral de aquella época.

En la primera mitad del sigo XX, la práctica de la confesión se vio fuertemente influida por el decreto sobre la comunión frecuente de 1905

125, que introduce también la práctica de

la confesión más frecuentemente, mensual e incluso semanalmente. Todo esto ha contribuido a la formación de las conciencias y ha servido para mantener un alto nivel moral en gran parte de las poblaciones cristianas. Pero esta frecuencia ha traído también consigo cierto individualismo y esquematicismo, que puede hacer de la confesión una práctica formalista y mecánica. Además, ha hecho que se olvide prácticamente el valor penitencial propio de la eucaristía, valor que el mismo concilio de Trento ha presentado como un dato dogmático, pero que ha quedado marginado en la teología y en la práctica de la iglesia postridentina, incluso por su carácter unilateralmente polémico y antiprotestante, para excluir la doctrina de los reformadores sobre la fe sola como única preparación necesaria para la comunión. Finalmente, como se ha dicho en el capítulo dedicado a la problemática actual de la confesión, la práctica de la confesión individual ha adquirido también, de hecho, un valor y una función sociológica y política.

En los últimos tiempos -como se dijo al principio- por diversas causas, entre las que está el rápido cambio cultural que caracteriza a la situación actual, se ha advertido una verdadera crisis que está impulsando al pueblo, a los pastores y a los fieles a la búsqueda de una renovación en la práctica y en la teología del sacramento de la penitencia.

II. LA PROBLEMÁTICA GENERAL DE LA TEOLOGÍA POSTRIDENTINA SOBRE EL SACRAMENTO

DE LA PENITENCIA

El concilio de Trento respondió a las negaciones de los reformadores según la teología que era entonces común entre los católicos. Un elemento adquirido fue el de considerar los actos del penitente como parte integrante del sacramento de la penitencia. La afirmación clara de la eficacia del sacramento en la obtención del perdón de los pecados hizo superar de forma definitiva la teoría del valor simplemente declarativo de la absolución.

El concilio sirvió también para suscitar estudios históricos, partiendo de los de Morin (1651) y de otros autores de aquel mismo siglo. Pero sobre todo en la primera mitad del siglo XX los autores católicos han realizado serias investigaciones históricas sobre el sacramento de la penitencia.

El concilio de Trento no propuso una solución completa del problema de las relaciones entre los actos del penitente y el gesto de la iglesia. Será éste el problema que más preocupará a los teólogos postridentinos; pero toda su atención se centrará en la condición del penitente, en el tipo de contrición requerida dentro y fuera del sacramento, para la justificación del pecador.

Así pues, consideraremos brevemente el desarrollo general de la controversia sobre el arrepentimiento.

Para la justificación fuera del sacramento todos exigían la contrición perfecta que incluye el deseo o el “voto” del sacramento. Pero, mientras que algunos exigían una contrición intensa e ininterrumpida bajo la moción de la caridad (contritio ex caritate intensa, non remissa), otros, por el contrario (entre ellos muchos escotistas), atribuían también ese efecto a una contrición (contritio) que no proviniese de la caridad en sentido

125

DS 3375-3383.

29�

estricto (stricte ex motivo caritatis), sino de otros motivos menos elevados, como la justicia, la gratitud, con tal que tuviesen como término a Dios, considerado no como finis cui. Finalmente, otros intentaban un camino medio entre estas dos posiciones.

Para la justificación en el sacramento se dio una apasionada disputa sobre la naturaleza del arrepentimiento imperfecto o atrición, requerida para que el pecador pudiese recibir la gracia en el sacramento de la penitencia.

En los siglos XVII y XVIII todos admitían que la vera contritio imperfecta seu attritio, que, relacionada con la fe, excluye la voluntad de pecar y va unida a la esperanza del perdón, dispone o prepara para recibir la gracia del sacramento. Pero se planteaban las siguientes preguntas: esta atrición ¿proviene solamente del temor de las penas o incluye también cierto amor a Dios?; y si lo incluye, ¿de qué tipo es ese amor a Dios? Las respuestas pueden reducirse fundamentalmente a tres:

1. El contricionismo rígido sostuvo que para recibir la gracia en el sacramento es necesaria la contritio ex caritate remissa, llamada contrición imperfecta y considerada como completamente distinta de la atrición, que tiene sus raíces en el temor. De esta opinión eran Morin, Berti, Gazzaniga, etc.

2. El contricionismo mitigado o atricionismo rígido requiere en el penitente un inicial amor benevolentiae, que no es el amor de caridad o amor de amistad, ya que no es todavía tan eficaz que logre la categoría de amor mutuo y recíproco también por parte de Dios; por eso este amor no concede la justificación fuera del sacramento. Tal es el parecer de Billuart.

3. El atricionismo puro sostiene que para recibir la gracia en el sacramento de la penitencia basta con la atrición en sentido estricto, en cuanto que en ella va incluido un amor de concupiscencia a Dios (in qua amor concupiscentiae erga Deum includitur). Pero, según algunos autores como Tourneley y los Wirceburgenses, este amor tiene que ser claramente expresado (explicite elici) por parte del pecador. Según otros, por el contrario, basta con que sea implícito (implicite eliciatur); y en realidad va siempre incluido implícita o virtualmente en la verdadera atrición, que excluye la voluntad de pecar e incluye la esperanza del perdón. Así piensan los Salmanticenses, san Alfonso de Ligorio y la mayor parte de los autores; Alejandro VII la considera sentencia communior

126.

En la primera mitad de nuestro siglo se suscitó de nuevo esta controversia con características propias, entre ellas la vuelta más profunda al pensamiento de santo Tomás y de Duns Escoto, y también al mismo concilio de Trento. La situación podría resumirse esquemáticamente de esta forma:

1. El atricionismo es defendido por la mayor parte de los manuales escoláticos127

, y de manera más profunda por de Blick.

2. El contricionismo mitigado es recogido por Diekamp y por Périnelle, pero con muy pocos seguidores, ya que en realidad no parece tener consistencia ese amor de benevolencia que se concibe como un término intermedio entre el amor de concupiscencia y el amor de amistad con Dios.

3. El contricionismo rígido no ha vuelto a proponerlo nadie en la forma que tuvo en los siglos XVII y XVIII: desde el momento en que exige una contritio ex caritate, aunque sólo sea remissa, no parece que pueda explicar la verdadera eficacia de la abolución, ya que el penitente contrito de ese modo llegaría a la absolución sacramental ya justificado.

En las discusiones sobre la atrición y sobre la contrición de la primera mitad de nuestro siglo parece que se ha ido aclarando una cosa: el verdadero alcance de la realidad del arrepentimiento, que supone un verdadero desprendimiento del pecado y una real orientación hacia Dios, como expresión de una auténtica opción fundamental. Sin este arrepentimiento real y verdadero ni siquiera hay atrición. Y así se llega a la conclusión de que la atrición no debe considerarse como un dolor “fácil”, en contraposición a la contrición perfecta considerada como un dolor “difícil”.

126

DS 2070. 127

Cf. los de Boyer, Piolanti, Lercher, González, Galtier, etc.

30�

Si nos fijamos bien en sus relaciones recíprocas, veremos que es mucho más difícil pasar de una orientación hacia el pecado a un arrepentimiento del mismo que no pasar de la atrición a la contrición

128.

Efectivamente, como ya se dijo en la introducción, toda opción humana crea una

situación que condiciona las opciones sucesivas. Por eso, todo pecado grave desencadena en el hombre un dinamismo disgregador que orienta a la persona a una nueva afirmación de sí misma prescindiendo de Dios o en contra suya. Por tanto, el arrepentimiento o conversión del pecador, aparte de ser imposible sin la gracia y sin la iniciativa divina, requiere un doloroso proceso de separación de la situación histórica existencial creada por el pecado, para orientarse de nuevo hacia Dios desde lo más íntimo de la persona. Se comprende entonces fácilmente cómo es mucho más difícil esta ruptura con el pasado que no la profundización ulterior de la orientación fundamental de la persona hacia Dios hasta llegar a la contrición perfecta.

Este es uno de los resultados positivos de la moderna teología de la penitencia. Para conseguirlo han aportado su contribución tanto los conocimientos más profundos de la psicología y de la antropología teológica, como una mayor sensibilidad a las exigencias y al realismo incluido en el tema bíblico de la “metanoia”.

Puede entonces observarse en los últimos años una tendencia a proponer un camino que podría llamarse medio entre el atricionismo más amplio y el contricionismo más rígido, incluso con algunas referencias especialmente a santo Tomás. Muchos autores modernos afirman que la atrición es una disposición suficiente para recibir fructuosamente el sacramento (pueden por tanto llamarse atricionistas); pero esta atrición, relacionada con la esperanza del perdón, incluye necesariamante, junto con el desprendimiento del pecado, una real orientación al menos implícita hacia Dios, un amor a Dios en cuanto sumo bien, esto es, un amor a Dios llamado de “concupiscencia” (en lo cual pueden llamarse contricionistas no rígidos). Pero con esto hay que relacionar otras dos afirmaciones: por una parte, estos autores afirman la existencia de un solo camino de justificación, el de la contrición perfecta motivada por el amor de amistad e informada por la gracia, y esto tanto en el sacramento como fuera de él, aunque teniendo presente que esta contrición perfecta no excluye del todo los motivos de la atrición. En realidad, por el mero hecho de que la verdadera atrición está ya ordenada hacia la contrición perfecta desde su comienzo imperfecto, los motivos de la amistad y los motivos del temor de las penas son casi inseparables, lo mismo que son inseparables en cierta medida el amor de benevolencia o de amistad y el de “concupiscencia”. Por otra parte, estos mismos autores afirman que en el sacramento de la penitencia el pecador que llega todavía con la atrición imperfecta se convierte de “atrito” en “contrito”; y así explican la eficacia propia de la absolución sacramental. De esta opinión son de Voogt, Dondaine, Flick, K. Rahner, M. Schmaus, P. Anciaux, Z. Alszeghy, A. Martimort, P. Adnès, B. Carra de Vaux Saint-Cyr, etc.

Nótese que los autores más recientes entre los citados intentan superar la perspectiva demasiado individualista de la discusión postridentina sobre el arrepentimiento. Para explicar con mayor eficacia la relación necesaria que existe entre la penitencia subjetiva del cristiano penitente y la intervención de la iglesia, es necesario tener en cuenta la dimensión eclesial del pecado y de la conversión, en conformidad con la dimensión eclesial de la misma gracia de Cristo. Es lo que procuraremos hacer también nosotros en el último capítulo de nuestro tratado.

128

G. Oggioni, Storia e teologia della penitenza: Bibliografia, en Problemi e orientamenti di teologia dommatica II, Milano 1957, 922; todo el artículo, 901-923, constituye la síntesis más rica de la problemática actual, en forma de boletín bibliográfico.

31�

III.DECLARACIONES DEL MAGISTERIO SOBRE EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN EL PERÍODO POSTRIDENTINO

Hay que señalar en primer lugar algunas de las proposiciones de Bayo129

sobre el valor de la absolución en orden a la concesión del don de la vida divina y sobre el valor de la contrición perfecta.

En tiempos de Alejandro VII, el decreto del santo oficio del 5 de mayo de 1667 intentó calmar las controversias entre contricionistas y atricionistas, prohibiéndoles las mutuas censuras teológicas y declarando sententia communior aquel tipo de atricionismo que negaba la necesidad de cualquier clase de amor a Dios en la atrición

130.

En el pontificado de Alejandro VIII, el decreto del santo oficio del 7 de diciembre de 1690 condenaba los errores de los jansenistas sobre el valor del temor del infierno, de la atrición sin el amor de benevolencia a Dios y sobre las exigencias de la satisfacción

131.

La constitución Unigenitus Dei Filius, del 8 de septiembre de 1713, de Clemente XI, condenaba los errores del jansenista Pascasio Quesnel sobre el amor a Dios y el amor a nosotros mismos y al mundo, y sobre el valor del temor que proviene de la consideración de las penas del infierno

132.

En tiempos de Pío VI, la constitución Auctorem fidei del 28 de agosto de 1794 condenaba los errores del sínodo de Pistoya sobre el doble temor y el temor servil, sobre la necesidad de la satisfacción, sobre el valor y la necesidad de la caridad anterior a la absolución, sobre la potestad de jurisdicción y la posibilidad de confesar pecados únicamente veniales

133.

En 1907, Pío X condenó algunas proposiciones atribuidas a los modernistas a propósito del origen eclesiástico, y no divino, del sacramento de la penitencia

134.

Pío XII, en la encíclica Mystici corporis de 1943 defiende el valor y la utilidad de la confesión frecuente de los pecados veniales

135.

Se llega así al concilio Vaticano II. Ya en la constitución sobre la sagrada liturgia el concilio pedía una renovación de la celebración del sacramento de la penitencia de forma que respondiese mejor a su verdadero significado, teniendo presente el cambio de condición de nuestros tiempos

136.

El principio que abre mayores perspectivas para una fecunda renovación es quizás el que enuncia la constitución dogmática sobre la iglesia. En ella, la celebración del sacramento de la penitencia, como la de todos los sacramentos, es considerada como un acto de culto en el cual se ejerce el sacerdocio común de toda la iglesia

137, unido al

sacerdocio ministerial. Este texto es el primer documento oficial del magisterio que propone, como efecto del sacramento de la penitencia, la reconciliación del pecador con la iglesia, junto con su reconciliación con Dios; pero no se determina si entre el perdón divino y la reconciliación con la iglesia existe alguna relación y de qué tipo es esa relación. La perspectiva eclesial lleva al Vaticano II a hablar también de la colaboración de toda la iglesia en la obtención de la conversión del pecador, con la caridad, con el ejemplo y con la

129

Cf. DS 1938, 1957-1959, 1971. 130

DS 2070. 131

DS 2307, 2314-2321. 132

DS 2444, 2460-2462 y 2467. Sobre el significado de estos documentos en la situación actual del diálogo ecuménico, cf. Le dialogue entre catholiques-romains et vieux catholiques en Hollande: Istina 12 (1967) 102-110. 133

DS 2623-2635, 2634-2639 y 2644-2650. 134

DS 3443, 3446, 3447. 135

DS 3818. 136

Cf. SC 72. 137

Cf. LG 11b; cf. también PO 5a.

32�

oración. Todo esto supone la clara conciencia de la dimensión eclesial del pecado, presente también en otros documentos conciliares

138.

La misma constitución Lumen gentium recuerda que los sacerdotes son los ministros del sacramento de la penitencia y que los obispos son los moderadores de toda la disciplina penitencial

139.

Los decretos sobre el oficio pastoral de los obispos y el ministerio de los sacerdotes recuerdan y confirman el valor y la utilidad de la confesión frecuente, celebrada con la conveniente preparación, para el progreso de la vida cristiana, tanto para los laicos como para los sacerdotes

140. En consecuencia, exhorta a los presbíteros a mostrarse siempre

dispuestos a administrar este sacramento141

. Finalmente, el decreto sobre las iglesias orientales contiene un principio que nos parece

que tendrá notables repercusiones en la práctica y en la misma teología de la penitencia. Afirmando el principio de la communicatio in sacris con los orientales

142, el concilio lo

aplica a la celebración del sacramento de la penitencia: los hermanos orientales separados pueden recurrir a los sacerdotes católicos para la administración de este sacramento y los católicos se lo pueden pedir a los ministros de las iglesias ortodoxas, cuando haya una necesidad o una verdadera utilidad espiritual y sea física o moralmente imposible encontrar un sacerdote católico

143. Todo esto supone la aceptación, en línea de principio, de la

teología y de la práctica de los orientales sobre el sacramento de la penitencia, mucho menos centrada en el aspecto jurídico que la occidental.

138

Cf. LG 11b, 8c, 65; UR 3, 7. 139

Cf. respectivamente LG 28 y 25. 140

Cf. CD 30; PO 5, 18. 141

Cf. PO 13. 142

Cf. OE 26. 143

Cf. OE 27.

33�

APÉNDICE I*

SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Nuestro señor Jesucristo instituyó el sacramento de la penitencia para que los fieles que hubiesen pecado obtuviesen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa que le habían hecho y al mismo tiempo se reconciliasen con la iglesia (cf. Lumen gentium 11). Y así lo hizo cuando confirió a los apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y de retener los pecados (cf. Jn 20, 22 s).

El concilio de Trento declaró con magisterio solemne que, para obtener la remisión plena y perfecta de los pecados, se requieren en el penitente tres actos como otras tantas partes del sacramento, a saber, la contrición, la confesión y la satisfacción; declaró además que la absolución dada por el sacerdote es un acto de naturaleza judicial y que, por derecho divino, es necesario confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados mortales, así como también las circunstancias que modifican la especie de los pecados, de los que uno se recuerde después de un cuidadoso examen de conciencia (cf. ses. XIV, canones de sacramento poenitentiae 4, 6-9: DS 1704, 1706-1709).

Pues bien, numerosos ordinarios de lugar, preocupados por una parte de la dificultad de sus propios fieles para acercarse inidividualmente a la confesión por la penuria de sacerdotes que hay en algunas regiones, y por otra de algunas teorías erróneas sobre la doctrina del sacramento de la penitencia y por la tendencia y la práctica cada vez mayor, ciertamente abusiva, de impartir la absolución sacramental a muchos fieles juntamente que se han confesado sólo genéricamente, se han dirigido a la santa sede rogándole que recuerde al pueblo cristiano, según la verdadera naturaleza del sacramento de la penitencia, las condiciones necesarias para un recto uso de este sacramento, y que dé en las actuales circunstancias algunas normas a este propósito.

Esta sagrada congregación, tras haber considerado atentamente estas cuestiones y teniendo en cuenta la instrucción de la sagrada penitenciaría apostólica con fecha de 25 de marzo de 1944, declara lo siguiente:

1. Debe mantenerse con firmeza y aplicarse con fidelidad en la práctica la doctrina del concilio de Trento. Hay que reprobar, por tanto, la costumbre que recientemente ha surgido en algunas partes, por la que se pretende que se puede cumplir con el precepto de confesar sacramentalmente los pecados mortales, a fin de obtener su absolución, con sola la confesión genérica o -como dicen- celebrada de forma comunitaria. Este urgente deber es requerido no sólo por precepto divino, como ha sido declarado por el concilio de Trento, sino también por el grandísimo bien de las almas que, por secular experiencia, se deriva de la confesión individual, cuando se hace bien y se administra debidamente. La confesión individual y completa con la absolución sigue siendo el único medio ordinario, gracias al cual los fieles se reconcilian con Dios y con la iglesia, a no ser que les excuse de semejante confesión alguna imposibilidad física o moral.

2. En efecto, puede ocurrir que, presentándose a veces especiales circunstancias, sea lícito, y hasta necesario, impartir la abolución de forma colectiva a varios penitentes, sin que preceda la confesión individual.

Esto puede suceder, en primer lugar, cuando hay un peligro de muerte inminente y el sacerdote o los sacerdotes, que están presentes, no tienen tiempo para escuchar las confesiones de cada penitente. En este caso cualquier sacerdote tiene la facultad de dar la

* Creemos oportuno recoger en esta obra las Normas pastorales sobre la absolución sacramental general

emanadas de la sagrada congregación para la doctrina de la fe y los párrafos más significativos de las directivas trazadas por las conferencias episcopales de Canadá y de Alemania (N. del E.).

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absolución a varias personas juntamente, añadiendo antes, si dispone de algún tiempo, una brevísima exhortación para que haga cada uno el acto de contrición.

3. Además de los casos en que se trata de un peligro de muerte, es lícito absolver sacramentalmente a varios fieles a la vez, que se hayan confesado sólo genéricamente, pero a los que se haya exhortado oportunamente al arrepentimiento, si hay alguna grave necesidad, esto es, cuando, atendiendo al número de penitentes, no hay a disposición confesores para escuchar, como es conveniente, las confesiones de cada uno dentro de un período de tiempo oportuno, de forma que los penitentes -sin culpa suya- se verían obligados a quedar por largo tiempo privados de la gracia sacramental y de la sagrada comunión. Esto puede suceder sobre todo en tierras de misión, pero también en otros lugares y entre grupos de personas, donde exista semejante necesidad.

Esto no es lícito, sin embargo, cuando se pueden tener confesores disponibles, por la sola razón de una gran afluencia de penitentes, como puede darse, por ejemplo, con ocasión de una gran fiesta o de una peregrinación (cf. la proposición 59 entre las condenadas por Inocencio XI, el 2 de marzo de 1679: DS 2159).

4. Los ordinarios del lugar y, en lo que a ellos se refiere, los mismos sacerdotes, están obligados en conciencia a esforzarse para que no sea insuficiente el número de confesores por el hecho de que algunos sacerdotes decuiden este noble ministerio (cf. decreto Presbyterorum ordinis 5; Christus Dominus 30), mientras que atienden a ocupaciones seculares o a otros ministerios no tan necesarios, sobre todo si esas tareas pueden ser desempeñadas por diáconos o por laicos idóneos.

5. Queda reservado al ordinario del lugar, tras haberlo discutido con los demás componentes de la conferencia episcopal, juzgar si se dan las condiciones de que se ha hablado en el artículo 3 y establecer en consecuencia cuándo es lícito impartir la absolución sacramental de forma colectiva.

Siempre que, fuera de los casos establecidos por el ordinario del lugar, se presente otra grave necesidad de impartir la absolución sacramental general a varias personas, el sacerdote está obligado a recurrir anteriormente, siempre que sea posible, al ordinario para poder impartir lícitamente la absolución; en caso contrario, procure informar cuanto antes al mismo ordinario de ese estado de necesidad y de la absolución que ha dado.

6. Por lo que se refiere a los fieles, para que puedan disfrutar de la absolución sacramental impartida a varias personas juntamente, se requiere absolutamente que estén bien dispuestos, esto es, que cada uno esté arrepentido de los pecados cometidos, proponga abstenerse de ellos, desee reparar los escándalos y los daños eventualmente provocados y proponga además a su debido tiempo cada uno de los pecados graves, que entonces no pudo confesar. Sobre estas disposiciones y condiciones, requeridas para la validez del sacramento, tienen que advertir cuidadosamente los sacerdotes a los fieles.

7. Aquellos a quienes se les han perdonado los pecados graves mediante la absolución en forma colectiva, deben acercarse a la confesión auricular antes de recibir de nuevo semejante absolución, a no ser que se vean impedidos por una causa justa. Pero tienen estricta obligación de presentarse dentro de un año al confesor, excepto el caso de imposibilidad moral. En efecto, sigue en vigor también para ellos el precepto en virtud del cual todos los fieles tienen obligación de confesar privadamente a un sacerdote, al menos una vez al año, sus propios pecados, entendiendo por ello los pecados graves, que no haya confesado todavía singularmente (cf. concilio lateranense IV, c. 21, y concilio de Trento, Doctrina de sacramento poenitentiae, c. 5; De confessione y can. 7-8: DS 812, 1679-1683 y 1707-1708; cf. también la proposición 11 entre las condenadas por el santo oficio con decreto del 24 de septiembre de 1665: DS 2031).

8. Los sacerdotes instruyan a los fieles de que está prohibido para los que tengan conciencia de estar en pecado mortal, teniendo a disposición algún confesor, evitar adrede o por negligencia el cumplimiento de la obligación de la confesión individual, en espera de la

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ocasión en que se imparta la absolución a varias personas a la vez (cf. Instrucción de la sagrada penitenciaría apostólica del 25 de marzo de 1944).

9. Además, a fin de que los fieles puedan fácilmente cumplir con la obligación de hacer la confesión individual, cuídese de que en las iglesias haya a disposición confesores, en los días y horas establecidos para comodidad de los fieles.

En los lugares apartados y lejanos, adonde el sacerdote puede dirigirse raras veces durante el año, organícense las cosas de modo que el sacerdote, en cuanto sea posible, escuche en cada una de sus visitas las confesiones sacramentales de una parte de los penitentes, mientras que a los demás penitentes -siempre que se den las condiciones indicadas anteriormente en el artículo 3- les dará la absolución general, de tal forma que todos los fieles puedan acercarse a la confesión individual al menos una vez al año.

10.Incúlquese con todo cuidado a los fieles que las celebraciones litúrgicas y los ritos penitenciales comunitarios son sumamente útiles para la preparación a una confesión más fructuosa de los pecados y para enmienda de la vida. Evítese, sin embargo, que tales celebraciones o ritos se confundan con la confesión sacramental y con la absolución.

Si en el curso de tales celebraciones los penitentes han hecho la confesión individual, cada uno de ellos tiene que recibir particularmente la absolución del confesor al que se haya dirigido. Sin embargo, en el caso de la absolución sacramental dada a varias personas juntamente, ésta tiene que impartirse siempre según el rito especial establecido por la sagrada congregación para el culto divino. No obstante, hasta la promulgación de este nuevo rito, debe usarse en plural la fórmula de la absolución sacramental que está prescrita actualmente. La celebración de ese rito tiene que ser completamente distinta de la celebración de la santa misa.

11.El que se encuentre en una situación en que dé escándalo a los fieles, puede sin más recibir, si está sinceramente arrepentido y propone seriamente apartar el escándalo, la absolución general juntamente con los demás; sin embargo, no se acerque a la sagrada comunión a no ser después de haber apartado el escándalo, según el juicio del confesor, a quien tiene que recurrir antes personalmente.

Sobre la absolución de las censuras reservadas, obsérvense las normas del derecho vigente, calculando el tiempo que ha recurrido desde la primera confesión individual. 12.Por lo que se refiere a la práctica de la confesión frecuente o “de devoción”, los sacerdotes no deben permitirse desaconsejársela a los fieles. Al contrario, pongan de relieve los frutos abundantes que aporta a la vida cristiana (cf. encíclica Mystici corporis: AAS 35 [1943] 235) y muéstrense siempre dispuestos a escucharla, siempre que se la pidan los fieles razonablemente. Hay que evitar absolutamente que la confesión individual quede reservada a solos los pecados graves; en efecto, esto privaría a los fieles del óptimo fruto de la confesión y perjudicaría al buen nombre de los que se acercan particularmente al sacramento. 13.Las absoluciones sacramentales impartidas de forma colectiva, sin que se hayan observado las normas indicadas, deben considerarse como graves abusos. Todos los pastores tienen que evitar con cuidado semejantes abusos, conscientes de su propia responsabilidad por el bien de las almas y por la dignidad del sacramento de la penitencia. El sumo pontífice Pablo VI, en la audiencia concedida al que suscribe, cardenal prefecto de la sagrada congregación para la doctrina de la fe, el 16 de junio de 1972, aprobó de manera especial estas normas y ordenó su promulgación. Roma, en la sede de la sagrada congregación para la doctrina de la fe, 19 de junio de 1972.

Francisco, cardenal Seper prefecto

† Pablo Philipe, secretario

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CONCLUSIÓN

Yves Congar se preguntó qué hizo que Pedro Valdo fracasase en su intento de reformar la Iglesia y que, en contraste, san Francisco de Asís le regalase a esta un poderoso renacer que aún conmueve a millones de seres humanos. Ambos fueron casi contemporáneos en la Europa medieval. De jóvenes, fueron ricos que lo vendieron todo para formar una orden mendicante que llamó a la conversión evangélica a una cristiandad endurecida. Sus adeptos se llegaron a contar por decenas de miles. En tiempos de hambruna recorrían los caminos, dando de comer. Valdo incluso se adelantó a la reforma protestante. La mitad de su dinero fue a los pobres y la otra se destinó a sufragar la traducción —del latín al romance— del Nuevo Testamento. Sus seguidores, los Pobres de Lyon, lo regalaban a una multitud deseosa de renovación. Pero Valdo fue excomulgado en 1181 y san Francisco de Asís, por el contrario, canonizado el año 1228. “El pobrecillo de Asís”, cambiando la Iglesia, apuntó al renacimiento de una Europa cristiana. “Los Pobres de Lyon”, perseguidos y confundidos, desaparecieron de la faz de la cristiandad. ¿Por qué san Francisco sí y Valdo no? La respuesta la da el padre Jean Baptiste Henri Lacordaire: “Él (Valdo) creyó que era imposible salvar a la Iglesia a través de la Iglesia” (3). Por el contrario, san Francisco nunca renunció a ello.

CONDICIONES PARA LA REFORMA Congar estudia, discierne, ora y concluye que cuatro son las condiciones para el éxito de la reforma. La primera es la primacía de la caridad y de la pastoral. La reforma vive del profetismo, de la creencia de tener una misión que llama a un nuevo nacimiento dentro de una familia a la cual, más allá de las críticas y de la aspereza de la lucha, nunca se deja de pertenecer entrañablemente. Pero atención: la reforma es para servir pastoral y apostólicamente las necesidades espirituales de las personas. No se trata de promover ideas luminosas que hagan del cristianismo un sistema de pensamiento cuyo ídolo es la verdad de los sabios. Nada de quimeras, excesos ni unilateralismos sectarios. San Francisco de Asís no hace de la pobreza, de la continencia ni de la humildad armas arrojadizas o herramientas teóricas en contra de la propiedad, el matrimonio, el saber o la Jerarquía. Vive santamente su verdad, rompiendo con una religiosidad distinguida para gente distinguida. Por eso, hasta los lobos y aves del campo parecen amarlo y seguirlo. La segunda condición es mantenerse en la comunión con el todo. En el ejercicio de la misión profética o reformadora, nunca hay que perder contacto viviente con todo el cuerpo de la Iglesia. Esta no puede ser otra cosa que una asamblea de apóstoles que reciben juntos su misión y actúan “pensando y queriendo dentro del espíritu y el corazón de todos” (4). Nadie puede comprender, realizar ni formular toda la verdad contenida en la Iglesia. Es católico quien, afirmando su verdad, nunca niega a los otros ni se sustrae de la comunión con todos los que son admitidos en ella. Este sentire cum ecclesia no es conformismo a una regla exterior, sino que sentire vere in Ecclesia militante, dándole nueva vida al viejo cuerpo (5). La tercera condición es la paciencia y el respeto de los plazos de la Iglesia. Quien no respeta los plazos de Dios, de la Iglesia y de la vida, marcha a la desesperación, a la salida y a la decisión cismática. El querer hacerlo todo, solo y ahora, lleva al apuro desquiciador y a la angustiosa carga del presente. Cada día tiene su afán. Toda larga marcha se inicia con un primer y modesto paso. Las grandes cosas se hacen “sin prisa pero sin pausa”. Como a la Iglesia no le gustan los hechos consumados ni la via facti, normalmente el reformador impaciente termina trabajando para su enemigo: el conservador a ultranza. Por ello, paciencia. Paciencia que, más que una cuestión cronológica, es una actitud de carácter. Templanza, disposición del alma, humildad fuerte, espíritu liviano, conciencia de las miserias e imperfecciones propias y de los otros. Las ideas pueden ser puras; la realidad y la vida no lo son. Solo lo que se hace con la colaboración del tiempo puede vencer al tiempo. Sin embargo, los plazos no son eternos. Haber retrasado un Concilio reformador que se pedía desde hacía más de cincuenta años arrastró a Lutero al convencimiento de que la reforma no solo sería sin la Iglesia, sino contra ella. Cuando el Concilio de Trento se inició en 1545, a Lutero le quedaban dos meses de vida. La cuarta condición es apostar a la reforma como retorno

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a los principios de la tradición y no como imposición mecánica de una novedad. Es cierto que normalmente el impacto que pondrá en movimiento la reforma vendrá del mundo, pero ella no podrá hacerse desde fortalezas extranjeras. Revertimini ad fontes, dijo san Pío X. Volver a las fuentes litúrgicas, bíblicas y patrísticas (6). La gran ley del reformismo católico es partir por un retorno a los principios, interrogando a la tradición. En ella siempre encontraremos fuentes de inspiración. La Iglesia es como un frondoso árbol del que nacen mil distintas ramas de sabiduría. Es como una vieja mansión donde siempre habrá un cerrado cuarto a abrir para descubrir tesoros olvidados que estaban esperando una nueva oportunidad para maravillar. La tradición no es rutina ni pasado. Es un depósito inagotable de los tesoros del don inicial, de los textos y realidades del cristianismo primitivo, del pensamiento de los Padres de la Iglesia, de la fe y las plegarias, liturgias y oraciones de todo un pueblo de Dios, de las búsquedas auténticas de los doctores y de los místicos, del desarrollo de la piedad y del movimiento de la Iglesia concreta, perpetuamente en trabajo de dar continuidad al evangelio original bajo la regulación del Magisterio (7). Basar, así, la reforma en una firme teología eclesiológica. Discernir y asimilar a partir y desde dentro del espíritu y la conciencia católica. Abrir la Iglesia a la plenitud o universalidad de la unidad. En suma, para Congar la falsa reforma es “uso de un proceso puramente racional, terquedad individualista en la convicción de tener la razón contra la tradición común de la Iglesia, impaciencia del espíritu; en fin, ausencia de retorno a las fuentes profundas de los principios mismos y elaboración puramente cerebral de un programa artificial extraño a una tradición concreta y viviente” (8). Por el contrario, la reforma de la Iglesia es tarea de un equipo y de, a lo menos, una generación. Consiste en volver a traer la Buena Nueva, bajo nuevas formas e inescrutables caminos, a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a los extranjeros de hoy. ¿Generación entera? “No”, dice Congar “Mejor aún, obra de todo un pueblo (quiero decir: de todo el cuerpo de la Iglesia, clérigos y laicos), pues no puede realizarse sino bajo el impulso de los elementos proféticos y dentro de la comunión de toda la Iglesia” (9). A los laicos que temen a la crítica del mundo y los cambios necesarios, se les debiera decir que Cristo dijo “Yo soy la verdad, el camino y la vida”, no “Yo soy la costumbre”. A los laicos que guardan silencio y miran temerosos hacia la Jerarquía, esperando un cambio, expresarles que ellos también son sacerdotes y profetas llamados a dar testimonio en el mundo y a decirles a sus autoridades la verdad, sacándolas de una rutina ilusoria por ruinosa, dadora de falsas seguridades. Ante los laicos impacientes, próximos a la desesperación y a la salida de una institución que consideran envejecida hasta la muerte, debiera apelar a la esperanza activa de san Pablo en aquello de “No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de toda especie de mal” (1 Tesalonicenses, 19-22). Valdo no lo creyó posible y fue vencido. En cambio, san Francisco de Asís entendió aquello de “hacer todas las cosas nuevas” y, casi desnudo, triunfó.

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA REFORMA

Y EN EL CONCILIO DE TRENTO

O. INTRODUCCIÓN

I. LA DOCTRINA DE LOS PROTESTANTES 1. La confesión evangélica según los reformadores

a) ¿Es un verdadero sacramento? b) La fe en la absolución

c) La libertad y la utilidad de la confesión d) El ministro de la confesión

2. La confesión entre los protestantes después de la reforma

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II. LA DOCTRINA DE LA PENITENCIA EN EL CONCILIO DE TRENTO

1. Existencia del sacramento de la penitencia como sacramento distinto del bautismo (cap. 1-2 y can. 1-3)

2. La estructura y el efecto del sacramento de la penitencia (cap. 3 y can. 4) 3. La contrición (cap. 4 y can. 5)

4. La confesión (cap. 5 y can. 6-8) 5. El ministro del sacramento y la absolución (cf. cap. 6-7 y can. 9-11)

6. La satisfacción (cap. 8-9 y can. 12-15) 7. Penitencia y eucaristía

III. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA PASTORAL Y EN LA TEOLOGÍA POSTRIDENTINAS