El Saltador de Longitud

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EL SALTADOR DE BALIZAS El alba se anunciaba como el preludio de una nueva vida. Muchas veces quiso ver en las primeras luces del día esa señal esperada, esa bandera blanca que validara un salto portentoso. Ir tomando impulso a lo largo de la noche, ir haciendo acopio de fuerzas y saltar. Caer en otro mundo y levantarse asquerosa y felizmente embadurnado de arena y sudor. Incorporarse para certificar con exultante dicha la amplitud de su salto, su última huella y saberse ganador. Poseedor de un nuevo récord. Bandera blanca. Estuvo esperando el momento de ese gran salto durante toda su vida pero siempre le atenazó el temor de caer al vacío. Se entrenó a conciencia para el gran día pero se ha visto forzado a ver como ese instante se ha diferido infinidad de veces por culpa de los vicios que todo entrenamiento sistemático implica. El método: como bálsamo contra la soledad y la fuerza de voluntad: como garantía de progreso. Sabía que contaba con una constitución excepcional y una capacidad de aceleración impresionante. Así que el método lo llevó hasta la ubicación referencial, a buscar mujer e hijos. Y su fuerza de voluntad aportó todo lo necesario para que una familia sea feliz: Niños bobeando felicidad como consecuencia de sus juguetes caros y una mujer preciosa que da huevos Kinder a sus retoños sonrientes. Que más pedir. Sentía que haber luchado tanto para apuntalar a su familia en estrato de las familias con gran casa unifamiliar de dos cocheras no era suficiente. Lo habían engañado. Se sabía saltador de largo alcance desde siempre y tan sólo había conseguido un triunfo objetivo: sabido por todos. No era suficiente, se sentía como un simple saltador de balizas. Pero asumía la ilusión de interpretar que no era él el saltador de balizas sino su doble, un recambio que siempre trabajó para él sin preguntar nada. Aquel que

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Un cuento más del libro "Hagas lo que hagas te arrepentirás" de Tomás Mañas Rabaneda

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EL SALTADOR DE BALIZAS

El alba se anunciaba como el preludio de una nueva vida. Muchas veces quiso ver en las primeras luces del día esa señal esperada, esa bandera blanca que validara un salto portentoso. Ir tomando impulso a lo largo de la noche, ir haciendo acopio de fuerzas y saltar. Caer en otro mundo y levantarse asquerosa y felizmente embadurnado de arena y sudor. Incorporarse para certificar con exultante dicha la amplitud de su salto, su última huella y saberse ganador. Poseedor de un nuevo récord. Bandera blanca.

Estuvo esperando el momento de ese gran salto durante toda su vida pero siempre le atenazó el temor de caer al vacío. Se entrenó a conciencia para el gran día pero se ha visto forzado a ver como ese instante se ha diferido infinidad de veces por culpa de los vicios que todo entrenamiento sistemático implica. El método: como bálsamo contra la soledad y la fuerza de voluntad: como garantía de progreso. Sabía que contaba con una constitución excepcional y una capacidad de aceleración impresionante. Así que el método lo llevó hasta la ubicación referencial, a buscar mujer e hijos. Y su fuerza de voluntad aportó todo lo necesario para que una familia sea feliz: Niños bobeando felicidad como consecuencia de sus juguetes caros y una mujer preciosa que da huevos Kinder a sus retoños sonrientes. Que más pedir. Sentía que haber luchado tanto para apuntalar a su familia en estrato de las familias con gran casa unifamiliar de dos cocheras no era suficiente. Lo habían engañado. Se sabía saltador de largo alcance desde siempre y tan sólo había conseguido un triunfo objetivo: sabido por todos. No era suficiente, se sentía como un simple saltador de balizas. Pero asumía la ilusión de interpretar que no era él el saltador de balizas sino su doble, un recambio que siempre trabajó para él sin preguntar nada. Aquel que asentía displicente ante la presunción de sus superiores, aquel que amaba a su mujer ya casi con desgana, aquel que leía la prensa todos los días por sistema, como la señal de partida de un día correcto, aquel que negaba unas monedas a los mendigos callejeros por puro temor, porque entendía, quizá, la caridad como un acto de valentía. No, él no era ese, el mediocre saltador de balizas, él era un gran saltador de longitud que esperaba su gran momento. Mientras, dejaría al otro, a su doble balizador aumentar el patrimonio ganancial de la familia, le dejaría decir no a los mendigos y leer la prensa a primera hora. Pero el problema de los grandes saltadores estriba en que dependen de muchos factores: de la naturaleza del viento, del estado del tartán y lo peor de todo es que no saben cuando están en estado óptimo de forma. Su entrenador les planifica una rutina de entrenamiento milimétrica para que rindan en una fecha concreta pero un mal sueño en la noche de la víspera lo echa todo por tierra. Tres nulos seguidos. De modo que empezó a perder confianza porque lindaba ya con el momento en que la naturaleza, la fisiología comienza a traicionarnos. Empezaba ya a sentirse viejo, a no saber reconocerse y a conformarse con la vida de su doble. Pensó en dejar a su mujer y a sus hijos e irse a la India o a Sudamérica para encomendar su ministerio hacia los menesterosos. Pero rectificó, porque no otorgaba a esa decisión la categoría de gran salto sino que lo entendía, más bien, como un ímpetu

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que la vanidad acciona para hacernos creer que en el fondo somos buenas personas. Para equiparar la renuncia con la bondad, con la justicia. Pensó en muchas cosas parecidas para verse forzado a tomar impulso pero nunca saltó.

Su doble murió viejo y burgués y él se murió con su doble. Dejó para su desconsolada esposa una pensión de viudedad más que sustanciosa además de los réditos de su seguro de vida. Y para sus hijos un capital en bienes raíces suficiente para que no tuvieran que trabajar en toda su vida. Se murió sin dar el gran salto, sin demostrar lo que siempre quiso demostrar: que no era como los demás. Pero se murió como los demás, sin saltar. Su falta de decisión o de valor ha redundado positivamente en los hábitos de sus hijos que no tienen necesidad de saltar de la cama para apagar el despertador cuando todavía no clarea, ni tienen la costumbre de leer la prensa a primera hora de la mañana, ni necesitan buscarse un doble que diga no a los mendigos. Sus hijos se empeñan en no saltar, como si su día a día fuese la consecuencia de una maldición alcmeónida, donde la afrenta de sus manes no se limpia por medio de la virtud sino que trata de justificarse a través de la dejación, de hacer como si nada hubiera pasado, como si un hombre no hubiera existido.