El Secreto de Caperucita Roja - Sofia Navarro - 2012- FreeTaster- Chpater1

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Sofía Navarro nació en Jerez de la Frontera -España-, en el año 1988. Tras estudiar en la Universidad de Sevilla se trasladó a Londres -Reino Unido-, donde continúa trabajando en sus múltiples escritos y desarrollando su carrera como comunicóloga. Su primer libro fue un cuento que escribió a los once años y que tituló Dalila. La sangre del pirata. Su primera novela fue escrita cuando la autora contaba catorce años, y se titula La máscara del secreto. Este es un drama romántico juvenil recubierto de crítica social, que refleja la diferencia esencial entre la fama y el éxito. Sofía continuó escribiendo, confeccionando para su propio disfrute una colección de obras, incluidas Flor del pasado, La sombra de una dama, Chispa y humo, La jarra de cristal, y muchas otras. El último pecado capital fue su primera novela publicada en España, en el año 2010. Un drama, sobre crímenes contra la humanidad, que llegó a recibir críticas refiriéndose a él como “El jardinero fiel en clave juvenil”. La nueva Edición Kinsley tiene finalidad solidaria. El secreto de Caperucita Roja fue su segunda obra publicada en España, en el año 2011. El éxito de la primera edición llevó a la autora a crear la presente Edición Grimm, en el año 2012, y a hacerla accesible, mediante Internet, al público mundial.

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Sofía Navarro nació en Jerez de la Frontera -España-, en el año 1988. Tras estudiar en la Universidad de Sevilla se trasladó a Londres -Reino Unido-, donde continúa trabajando en sus múltiples escritos y desarrollando su carrera como comunicóloga. Su primer libro fue un cuento que escribió a los once años y que tituló Dalila. La sangre del pirata. Su primera novela fue escrita cuando la autora contaba catorce años, y se titula La máscara del secreto. Este es un drama romántico juvenil recubierto de crítica social, que refleja la diferencia esencial entre la fama y el éxito. Sofía continuó escribiendo, confeccionando para su propio disfrute una colección de obras, incluidas Flor del pasado, La sombra de una dama, Chispa y humo, La jarra de cristal, y muchas otras. El último pecado capital fue su primera novela publicada en España, en el año 2010. Un drama, sobre crímenes contra la humanidad, que llegó a recibir críticas refiriéndose a él como “El jardinero fiel en clave juvenil”. La nueva Edición Kinsley tiene finalidad solidaria. El secreto de Caperucita Roja fue su segunda obra publicada en España, en el año 2011. El éxito de la primera edición llevó a la autora a crear la presente Edición Grimm, en el año 2012, y a hacerla accesible, mediante Internet, al público mundial.

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Otras obras disponibles

La máscara del secreto (Edición especial: Décimo Aniversario)

El último pecado capital (Edición Kinsley)

Dalila. La sangre del pirata.

Próximamente

Chispa & humo

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El Secreto de Caperucita

Roja

Sofía Navarro

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ISBN: 978-1-291-01770-0 ©Sofía Navarro. http://the-grown-up-mermaid.blogspot.com Ilustración de cubierta: Sofía Navarro. Todos los derechos reservados. No está permitida la reimpresión de parte alguna de este libro, ni tampoco su reproducción, en cualquier forma o por cualquier medio, bien sea electrónico, mecánico o de otro tipo, tanto conocido como los que puedan inventarse, incluyendo el fotocopiado o grabación, ni se permite su almacenamiento en un sistema de información y recuperación, sin el permiso anticipado y por escrito de la autora.

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El Secreto de Caperucita

Roja

EDICIÓN GRIMM

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A Maryna, mi hadita rockera.

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“Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad”.

El signo de los cuatro, Sir Arthur Conan Doyle

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.Prefacio. Desde hace unos cinco años está pasando algo

realmente extraño en la literatura juvenil… Los jóvenes se toman ciertos libros de lectura como si fueran la Biblia.

Siempre podemos buscar antecedentes. Hace casi quince años, el gran boom de los bestsellers juveniles de los últimos tiempos llegó de forma muy elegante pero certera con la saga Harry Potter, de la famosa escritora británica J.K. Rowling, a quien, por cierto, admiro muchísimo y agradezco que contase dicha historia al mundo. Eso sí, no he tenido espíritu para leer más de un libro suyo, aunque varios intentos de buena fe he hecho. La saga de películas que ha adaptado sus obras marcó mi adolescencia y sigue manteniéndome como seguidora en mi juventud… a pesar de no ser ninguna exquisitez cinematográfica; no me importa, cuenta con todo mi cariño. Algo de culpa tiene que tener la pluma de Rowling para que semejante fenómeno, y con la calidad literaria que tiene, llegue a tanta gente.

Cuando las editoriales y las productoras de cine se dieron cuenta de que eso de que los jóvenes no leemos era una gran mentira, cuando se dieron cuenta de que en realidad somos un grueso enorme de público lector y ávidos consumidores de libros, cuando fueron testigos de lo capaces que somos de agruparnos para hacer de un libro un fenómeno mediático…, entonces se pusieron las pilas. Hoy, uno puede ir a la librería y pedir un libro de literatura juvenil escrito por el más distinguido de los nombres de la alta literatura, pero quizás antes de que este descubrimiento de la juventud como cliente potencial ocurriera no habría sido nada sencillo.

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¿Qué es esa cosa tan extraña que sucede ahora mismo? El fenómeno. Poco a poco remite, pero nunca quiere irse por las buenas. Al fenómeno actual lo llaman “de vampiros”. He leído los libros… Sí, la saga entera. Vampiros que no muerden. Al principio pensé que era medianamente original, -vampiros que se enamoran de humanos es algo que ya se ha contado otras veces, lean a Anne Rice, ella sí que sabe-. Cuando me di cuenta de que no había ni un mordisco en cuatro libros, ni un colmillo, ni unos labios que se relamieran con la sangre fresca…, nada de eso en, ¿cuántas?, ¿dos mil cuatrocientas páginas? Me pregunté dónde estaban los vampiros. Sólo se oyó el eco de mi propia voz. Hay cosas que me gustan de la saga, -en el plano cinematográfico- donde la autora y su trabajo no influyen tanto como otros factores. Un ejemplo: la música de Alexandre Desplat es escalofriantemente bella -en la segunda película-. No hay nada, absolutamente nada, mejor que ese score en ninguna de las películas de la saga.

Soy admiradora de la imaginación que creó a Drácula y de la que creó a Lestat… Admiradora de la escritura romántica de Stoker, de las novias de Drácula, de Lucy y de Van Helsing. Me embaucan los vampiros hermosos, sensuales, rockeros y lectores de mentes de Anne Rice -sí, estaba todo inventado, lo de leer la mente también-.

La juventud lee, y mucho. Los fenómenos como estos

tienen una cosa buena y es que lo demuestran, pero, dependiendo de la calidad de la obra, pueden desprestigiar el buen criterio de los lectores jóvenes, y dar paso a un incesante proceso de publicación en masa de novelas fáciles, predecibles y de romanticismo ñoño y atrofiado. Evitémoslo en la medida de lo posible.

Da la impresión de que los jóvenes prefieren una versión dulce y muy suave de los vampiros clásicos. Es como si trasladásemos a la adolescencia y la juventud lo que teníamos en la niñez: cuentos clásicos adaptados por Disney.

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Siempre he adorado Disney, toda esa maravillosa factoría de sueños. Amada y criticada, con o sin fundamento, a mí sólo me lleva a pensar en mi niñez y en lo feliz que era viendo cualquiera de esas clásicas películas tan cuidadas e inolvidables. Cierto es que Disney tomaba cuentos que en su origen podían ser realmente crueles, sangrientos, monstruosos…, y los convertía en algo conmovedor. Es lo suyo, obviamente. Y es lo que estamos haciendo con los vampiros: los edulcoramos. Es un destrozo, igual que Disney destrozó historias como “Nuestra señora de París”, del gran Víctor Hugo, sacando de ella “El jorobado de Notre Dame”, adaptándola a su factoría. Adoro esa película, me encanta, es parte de mí… Sin embargo, viendo la obra original del escritor francés, es obvio que la película de Disney es una mutilación, una mutación hacia lo políticamente correcto, hacia lo soportable y, sobre todo, lo moral. En Disney siempre ganan los buenos. Víctor Hugo mató en su novela tanto a Quasimodo como a La Esmeralda… Disney no habría podido respetar ese final jamás.

He aquí mi propuesta. Ofrecerle a la juventud un cuento

clásico, con un nuevo enfoque que lo oscurezca, no que lo suavice. “Caperucita Roja” forma parte de nuestra cultura, es un cuento del cual prácticamente todo el mundo conoce alguna versión. He querido recuperar el espíritu de los Hermanos Grimm, que fueron dos de los más importantes escritores de cuentos populares de toda Europa. Y recuperar ese espíritu significa una sola cosa: miedo. Las moralejas de los Grimm se aprendían a fuerza de crueles sufrimientos. No había perdón ni sutilezas.

Los Grimm tienen entre sus cuentos muchos de esos grandes clásicos que luego Disney convirtió en caramelo y azúcar. Un ejemplo que siempre me ha llamado la atención, y que prueba la crudeza de los cuentos de los Hermanos Grimm, es la escena de “La Cenicienta” en la que las hermanastras de la protagonista han de probarse el zapatito de cristal que determinará quién se casará con el príncipe. Sabiendo que de

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ninguna manera sus grandes pies cabrían en el pequeño zapato, las hermanastras se amputan los dedos de los pies para conseguir que el zapato les encaje. ¿Alguien recuerda una imagen así en la película de Walt Disney? No se molesten; jamás existió.

No temamos al lobo feroz. Los Grimm lo pintaron malvado en sus cuentos, y no pienso convertir a Caperucita en una joven damisela en apuros, rescatada por un apuesto cazador. ¿No están los jóvenes cansados de tanta empalagosidad? He decidido cambiar la moda. No voy a suavizar nada, les ofrezco un thriller con un punto de sensualidad, intriga, miedo y sangre.

Entre la fantasía y la esquizofrenia está el juego. Todo un regalo para los jóvenes lectores que piensen que este mundo se ha vuelto loco.

Sofía Navarro, 2011. Jerez de la Frontera.

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.EDICIÓN GRIMM.

Querido lector,

Probablemente habrás surcado la red de redes para dar

conmigo y con mi obra. Te agradezco el tiempo y la oportunidad que me brindas.

Este libro que tienes en las manos es una nueva edición, revisada personalmente por mí, de mi novela “El Secreto de Caperucita Roja”. Originalmente, se publicó en abril del año 2011, y en poco tiempo demostró ser un rotundo éxito en España. Pero de pronto me sentí como la madre de una estrella infantil a la que los productores casi no permiten ver a su hijo.

Así que, tras una ardua lucha por recuperar mi creación, aquí te entrego la Edición Grimm. Recién sanada de sus heridas, en todo su renovado esplendor, y sin fronteras que le impidan llegar a ti, donde quiera que estés.

Hay una sección de agradecimientos al final del libro,

pero quería, antes de que empezaras a leer, que supieras que si tienes este libro en tu poder es porque mucha gente me ayudó a recuperarlo. Gente joven y maravillosa, que no se dejó intimidar por los buitres viejos que rondan el panorama editorial. Los maravillosos bloggers de la literatura que me apoyaron, los twitteros que compartieron mi indignación y estuvieron a mi lado, los valientes editores y libreros que me confiaron su complicidad y no me cerraron las puertas por decir lo que pienso, mis lectores encendidos por la rabia y encantados con mi triunfo… Son personas maravillosas que aparecieron en mi vida gracias a mis libros, e incluso a causa de esta lucha desigual.

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Algunos no mantienen contacto conmigo y otros sí, pero a todos les dedico un enorme GRACIAS.

Y, por supuesto, debo y quiero agradecer sus infinitas dosis de paciencia y raciocinio a tres mujeres que sacaron las garras conmigo: Marta, Mauxi e Irene. Un millón de gracias por ayudarme a traer de vuelta a casa a mis pequeños.

Y para ti, querido lector, mi más respetuoso y admirado

saludo. Espero que esta historia sea la perfecta manzana envenenada que te lleve a un mundo de deliciosos escalofríos.

Sofía Navarro, 2012. Londres.

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CAPÍTULO I

La caída del Muro

Eran las siete de la tarde en la biblioteca de la facultad. No había casi nadie en las aulas, y ni un alma en los pasillos. El silencio sólo se rompía por el murmullo sordo y profundo de las voces que, con tono fantasmal, dictaban a los estudiantes de la carrera de Historia Universal cuándo y cómo vivió transformaciones memorables nuestro mundo.

Al joven Stein Kreipler le envolvía la curiosidad por una escena en concreto de la historia reciente de su país, y no era la lacerante etapa de la Alemania nazi, sino más bien la posterior caída de una cicatriz que durante años afeó el rostro de Berlín. En sus manos, un libro titulado Berliner Mauer le revelaba los secretos de aquellos años en los que él no era más que un bebé recién nacido. Aquel muro era la vergüenza de Europa, y saber que él había nacido justo el año en que semejante símbolo de odio había caído, no podía parecerle más oportuno.

Stein hundía sus hermosos ojos color marrón chocolate y miel en el libro de lectura, con avidez de conocimiento. Junto a aquel, había un cuaderno repleto de apuntes y garabatos, así como un netbook plateado, encendido y preparado para hacer búsquedas en Internet. Entre los apuntes había frases marcadas

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en color fluorescente, fechas, notas rodeadas a conciencia…, todo lo necesario para preparar el examen sobre la Guerra Fría que el chico tendría que afrontar a la semana siguiente.

Había pasado algo más de una hora enfrascado en la lectura y el estudio, mientras jugueteaba con el piercing de su labio sin siquiera darse cuenta de ello, memorizando nombres, lugares y fechas.

El delicado ruido de la puerta de la biblioteca al abrirse sonó como un estruendo en aquel silencio. Stein giró su mirada para ver quién había aparecido por allí. Sonrió discretamente al ver que su amigo Gustav se dirigía hacia él, siempre con ese paso seguro, sobrado, que tan poco casaba con su rostro amable y sencillo. No llevaba libros en las manos, y no era de extrañar, pues podía presumir de ser el mejor estudiante de la clase, un prodigio en cuanto a la rapidez de memorización… Seguro que Gustav ya podía recitarle de memoria, y con una comprensión incluso superior a la que pudieran tener los profesores del hecho en cuestión, todas las etapas, motivos y resoluciones de la Guerra Fría. Por eso se mostraba tan tranquilo siempre.

Aquella tarde, Gustav llevaba una camiseta negra con el logotipo de la banda de rock Queen, una de sus máximas favoritas. Era una nueva adquisición, y el orgullo de poder llevarla y exponerla se hacía evidente en él.

Stein le siguió con la mirada hasta que su amigo tomó asiento frente a él.

–¿Viajando en el tiempo? –bromeó Gustav. Stein sonrió más vivamente y asintió, mirándole a los

ojos. –Año mil novecientos ochenta y nueve –dijo Stein. –Nueve de noviembre. Caída del Muro de Berlín –

Gustav se encogió de hombros–. Pan comido. –Tengo este examen el miércoles que viene, y apenas

llevo repasada la mitad del temario –murmuró Stein–. Le prometí a la profesora Gärtnert que esta vez lo haría mucho mejor. La primera vez que me presenté a su examen no hice sino el

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ridículo; esta vez lo haré estupendamente, o no me quedará orgullo...

–Lo harás muy bien, tranquilo. –Tú sacaste sobresaliente a la primera, así es fácil estar

tranquilo –dijo Stein, alzando las cejas. –Estudiar en la biblioteca de la facultad nunca me gustó

–Gustav puso una mueca–. Mejor en casa. –En casa no puedo concentrarme. –¿Tantas veces te llama Erika, que no puedes dejar de

pensar en ella? –se burló Gustav. –Cállate –sonrió Stein, ruborizándose un poco. –¡Shhh! –se escuchó entonces a uno de los estudiantes

pedir silencio. Gustav bajó la voz de nuevo y se acercó a Stein. –Hemos conseguido que nos dejen actuar esta noche en

el pub. Supongo que Dustin te lo habrá dicho… The Riddle en la radio, en vivo y en directo para Berlín. Deberías estar en casa preparándolo todo.

–Tenía que estudiar, se me echa el tiempo encima. –¿No piensas dejarlo por hoy? –¡Shhh! –insistió otro alumno. Gustav asintió con la cabeza, arriesgándose a volver a

hablar. –¿Está la magnífica Jensen preparada? –Mi guitarra es una diosa, cretino. Nunca dudes de ella

–sonrió Stein, con un punto de chulería–. ¿Qué tal tu batería? –Lista, por supuesto. Si hoy no les dejamos con los

pelos de punta, es que no tenemos perdón… –Disculpen –se les acercó entonces el conserje de la

biblioteca, un hombre alto, de piel pálida y de complexión muy delgada, que podría haber formado parte de la familia Monster–. Les ruego que guarden silencio. Están molestando a sus compañeros.

Gustav bajó la mirada y disimuló, limpiando sus gafas de pasta negra con su camiseta.

–Perdone –le respondió Stein–, guardaremos silencio.

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Esas palabras consiguieron que el hombre se marchase, aún mirándoles con cara de poco amigos.

–Ese tipo se cree que esto es un cementerio… y tiene cara de enterrador –se burló Gustav.

Sin embargo, Stein, a pesar de que podía estar de acuerdo, prefirió mantener las formas allí dentro.

–Escucha, me iré en media hora –se excusó, sabiendo que no era verdad–. No te preocupes, a las once estaré en el pub –vio entonces que el conserje volvía a alzar la mirada hacia ellos–. Creo que será mejor que te vayas ya.

–Muy bien. A las once allí –asintió, mirando de reojo al conserje–. Nos vemos, Stein.

Dos horas después, la facultad estaba a punto de cerrar

sus puertas. Stein se había quedado casi solo en la biblioteca, pues

apenas un par de alumnos más rondaban aún por allí. Miró su reloj. Si no se marchaba inmediatamente, iría con el tiempo en los talones.

El muchacho recogió sus apuntes y guardó todas sus cosas en la maleta, mientras observaba cómo los dos alumnos que quedaban en la biblioteca salían en ese mismo instante por la puerta. Se puso su chaleco negro, se echó la mochila a la espalda y se levantó de la silla procurando no hacer ruido. Ya no había murmullos sordos que distinguir entre el silencio. El edificio se quedaba absolutamente vacío por momentos.

Stein tomó el libro sobre el Muro de Berlín y se dirigió a una de las estanterías para volver a colocarlo en su correspondiente lugar.

Las luces del fondo de la biblioteca se fueron apagando hasta que sólo quedaron encendidas las que iluminaban el mostrador del conserje. Stein, aunque fuese casi a oscuras, dio con el sitio del libro, lo tomó y alzó el brazo para recolocarlo en lo alto de la estantería. En ese momento, una silueta oscura pasó junto a él, haciendo que se sobresaltara bruscamente y mirase en un acto reflejo a su derecha. Varios libros cayeron al suelo a

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causa del susto que el chico se había dado. Stein se agachó en seguida, avergonzado por el desastre que había organizado tan estúpidamente, y notando que a su derecha no había nada. Cuando alzó la vista para ponerse en pie, vio que el celador, con su impenetrable mirada, estaba junto a él.

–¿Puedo ayudarle? –se ofreció aquel hombre, que llevaba en sus manos huesudas varios libros que se dedicó a recolocar.

Stein intentó disimular su respiración acelerada. –Quería dejar este libro en su sitio –pudo decir,

mostrándoselo entre todos los que se habían caído por accidente. El conserje leyó el título que, con letras contundentes,

lucía la portada. –Tira usted más libros que muros –le respondió, sin

ánimo de bromear, mirándole con unos ojos tétricos–. Déjemelos a mí.

Stein le dio los libros, sintiendo que aquello era embarazoso y al mismo tiempo espeluznante. Quería largarse de allí y no mirar atrás para no volver a encontrarse a ese hombre en medio de la lúgubre luz de la biblioteca. El susto le había dejado tan paralizado que tuvo que armarse de valor para caminar sin vacilar ni un segundo. ¿Qué había sido esa sombra? Era obvio que no había nadie más allí y que aquel conserje no podía haber estado en dos sitios a la vez…

–Tengo que dormir más –murmuró Stein. Al atardecer, el metro de Berlín solía estar lleno de gente

de lo más pintoresco, pero a Stein le encantaba mezclarse con toda la fauna de la ciudad, con los músicos del metro, oír la mezcla de conversaciones que le eran indiferentes… Adoraba su ciudad, la diversidad infinita que poseía, la multitud de colores que ofrecía. La gente pensaba que Berlín era un sitio triste y serio, un lugar muy frío donde nadie sonreía. Sólo eran tópicos. Las reminiscencias del pasado eran difíciles de eliminar. Pero la capital Alemana era un abanico de posibilidades que había dejado tan sólo a la memoria el dolor y la desesperanza del siglo anterior.

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En el metro había muchísimos extranjeros, era algo a lo que Stein estaba acostumbrado. Hablaban en esos idiomas que él desconocía. Solía fascinarle el observar cómo personas hablando en árabe, italiano, francés…, se entendían entre ellas tan perfectamente. En aquella ocasión, junto a él, había sentadas dos señoras que cubrían sus cabellos con pañuelos blancos. Las dos tenían rasgos árabes y hablaban en un idioma que Stein no entendía. Tenían una conversación animada. Stein las escuchaba, estando en pie, agarrado a una barra de metal que subía desde el suelo del tren hasta el techo, en la cual estaba dejando caer su peso. Al principio no pasó nada extraño, pero después de estar durante un rato escuchando, Stein creyó entender lo que las mujeres decían…, o quizás no. El chico creyó que una de ellas acababa de pronunciar su nombre, como dirigiéndose a él con una voz hueca. Stein parpadeó y se frotó los ojos con las manos. No, las señoras seguían hablando sin prestarle a él la más mínima atención. Confundido, el joven frunció el ceño y miró hacia otro lado. Estuvo a punto de caer por su propio peso, pero la barra de metal le contuvo. Estaba mareado y el vaivén del metro no le ayudaba en absoluto. Llevaba en pie todo el camino. Necesitaba llegar a casa, darse una buena ducha, cenar y relajarse un poco.

–Stein, te estamos esperando. Baja a cenar –le llamó su

madre, Mina, desde la planta baja, temiendo que su hijo no le había escuchado.

Con pesadez en las piernas, la mujer subió las escaleras hasta llegar a la habitación del chico. Tras ella, un hermoso cachorro de rottweiler y un elegante galgo blanco con manchas marrones subieron las escaleras en silencio. Mina tocó la puerta con sus finos nudillos.

–Cielo, ya está la cena –dijo, sin abrir la puerta, escuchando las últimas notas de Jensen.

Mina sonrió al oír aquel precioso sonido… Stein le dedicaba más tiempo a la música que a cualquier otra cosa, Mina sabía que lo que su hijo sentía por aquella guitarra era auténtica pasión. Jensen era una magnífica Gibson de color negro. Había

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sido el regalo que Mina y su marido, Kellen, le habían regalado a su hijo cuando éste consiguió entrar en la carrera de Historia en la universidad. El sueño de Stein era ser músico, pero saber que las carreras artísticas tienen demasiado que ver con la suerte le hizo dedicarse a estudiar para licenciarse. Jensen le ayudaba a liberar al compositor que llevaba dentro.

Cuando el sonido de la guitarra ya no se escuchaba, el galgo, Shark, empezó a ladrar, exigiendo a su amo que saliese de una vez. El pequeño Pixie, que había sido un reciente regalo que recibió Mina por su cumpleaños, observaba nervioso y expectante.

La puerta se abrió. Stein acababa de ducharse y, aunque ya se había cambiado de ropa, aún llevaba su pelo, peinado con trenzas raperas, completamente mojado.

–¿Te preparas para algo en especial? –le preguntó Mina, observando que la ropa de su hijo estaba impecable. Unos pantalones vaqueros anchos, zapatillas de deporte blancas y su camiseta negra favorita.

Pixie empezó a dar vueltas alrededor de los tobillos de Stein, intentando llamar su atención.

–Esta noche tenemos una actuación. Nos van a dejar tocar unas canciones en el pub –Stein no pudo disimular lo mucho que le ilusionaba aquello, mostrándole a su madre una preciosa sonrisa.

–¿No tienes un examen dentro de poco? –Es el miércoles… tengo tiempo. –Anda, baja a cenar –le dijo su madre, alzando los ojos

al cielo y sonriendo, sabiendo que lo de su hijo era irremediable–. ¡Vamos, chicos! –llamó a los perros.

Stein bajó las escaleras un minuto después. El olor a cordero llegaba desde la escalera. El invierno

aún no había llegado, pero el otoño estaba siendo bastante frío, así que una cena deliciosa y caliente siempre era bienvenida. Stein vio que su padre ya estaba sentado a la mesa. Mina se sentó junto a él.

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–No te he visto en todo el día –le dijo su padre–. ¿Has estado hasta ahora en la facultad?

–Sí, estudiando –respondió Stein, caminando hacia la cocina y regresando con los platos que faltaban. Nunca permitía que su madre trabajase más de la cuenta–. Y me iré en seguida al pub. Tenemos una actuación.

–Me alegro mucho –asintió Kellen. El padre de Stein era un humilde profesor de música. Él

fue quien le inculcó a su hijo el amor por el idioma universal, aunque nunca tuvo que darle lecciones… Tan pronto como le enseñó la escala musical con una guitarra clásica, el chico se pasó al rock y aprendió a tocar la guitarra eléctrica por sí mismo. El entusiasmo que siempre mostraba el joven en cuanto a la música era algo que enorgullecía mucho a su padre.

Cuando los tres estuvieron sentados a la mesa. Kellen

comenzó a hablar con Mina sobre un tema bastante serio y delicado. Aquella mañana habían recibido una llamada telefónica algo preocupante.

–Llamaron del centro de recuperación –dijo Kellen, ganándose la atención de su hijo–. El tío Walter ha tenido una recaída.

–¿Cuándo? –preguntó Stein–. Llevaba mucho tiempo sin tener ataques.

–Cuatro meses… –asintió su madre–. Fue anoche. Al parecer despertó a los demás enfermos con los gritos que empezó a pegar –Mina suspiró–. Ha sido una crisis sin importancia, pero llevaba tanto tiempo estable… Tenía la esperanza de que siguiera así. No debí ilusionarme, estas cosas no se curan.

–¿Y ya está mejor? –Stein incluso había dejado de comer.

–Se pondrá bien –respondió Mina, tomándoselo con calma y resignación, aunque un halo malévolo parecía estar ahogándole al hablar–. Ahora pasará unos días algo desorientado y nervioso… pero está controlado.

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–Deberían probar con musicoterapia, hay muchas piezas preciosas de música que serían capaces de amansar a cualquier fiera –dijo Kellen, tomándoselo con humor.

–Por favor, no hagas burlas de esto –le pidió Mina. –No, yo creo que papá tiene razón. Podrían probar a

relajarles con música. –¿Qué sabréis hacer vosotros dos sin música de por

medio? –sonrió Mina, que se rindió. Sonó entonces el teléfono. El chico se puso algo

nervioso y se levantó rápidamente de la silla. –Ya voy yo –dijo, caminando a paso rápido. –Todos sabemos quién es, cariño, no hace falta que te

encierres en la cocina –bromeó Mina. –Mamá… –el abrumado muchacho respondió al

teléfono, se dirigió a la cocina y cerró la puerta tras de sí–. ¿Dígame?

La voz de una chica sonó al otro lado. –Buenas noches, señor Kreipler, ya le dábamos por

desaparecido. –Hola, Erika –respondió él, sonriendo aunque ella no

pudiera verle. –Hola, Stein. Gustav me ha dicho que te has convertido

en un ratón de biblioteca –rió ella, haciendo que el chico sonriese al otro lado del teléfono–. ¿Te has olvidado de tu pequeño concierto? The Riddle tiene que dar un gran espectáculo hoy.

–No me he olvidado. Estoy deseando subirme al escenario.

–Ya, tú y los focos... Estás hecho un divo –bromeó ella. –¿Vas a venir, verdad? –Me lo estaba pensando. –¿No vas a venir? –preguntó él, muy decepcionado. –Es broma. Desde luego que iré… y llevaré a algunas

amigas que no piensan dejar que me divierta sola –rió Erika–. ¿A qué hora tenemos que estar en el pub?

–A las once llegaré yo.

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–Pues allí estaremos. ¿Sabes? ya sé que puede parecer una tontería, pero estoy emocionada por veros actuar... De verdad, no lo digo por decir. Tengo un buen presentimiento. Os he visto ensayar en el garaje de Gustav tantas veces, que casi no me lo creo… Me alegro muchísimo por vosotros.

–Gracias, Erika. –Sé que lo haréis muy bien. Y espero que me dediques

un solo de guitarra; uno alucinante. –¿Tanto me pides? –dijo él, irónico. –Yo sé que te encanta –rió ella–. ¿O no es acaso verdad

que no compartes a Jensen con nadie…? –bromeó Erika–. ¿Tanto adoras esa guitarra que no vas a ceder aunque te lo pida yo?

–¿Estás celosa? –¿La quieres más que a mí? –rió la chica. Stein soltó una carcajada. –Dime, ¿la quieres más que a mí? –siguió bromeando

Erika. –No seas ridícula, ¿a quién iba a querer más que a ti? –Siempre es bueno asegurarse –rió Erika–. Bueno –

suspiró–, tengo que prepararme para salir. Y llevaré una sorpresa para ti y para los chicos. Seguro que os encantará.

–Miedo me das. –Nos vemos allí –se despidió ella con una risa traviesa. –Muy bien. Hasta luego, pequeña. La noche en Berlín se teñía de colores fríos y

palpitantes, y aquel fin de semana no iba a ser menos. Las luces azules del neón de los pubs y el color negro de los vestidos de las chicas, los peinados extravagantes y los tacones de vértigo, mezclados con el rojo del carmín, el dorado de las cervezas y el olor a desenfreno. Era el momento de arrebatarle al pasado todo lo que le debía a la juventud de la capital, y desdibujar el futuro abusando del Carpe Diem.

El pub al que Stein y sus amigos solían ir tenía acuerdos con radios locales para la difusión en directo de los artistas que

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querían su oportunidad. No siempre era noche de micro abierto, y las veces que los chicos habían aspirado a valerse de ella, con el fin de darse a conocer, no habían tenido la suerte de hacerlo. Aquella noche, por fin, era su oportunidad.

El pub ya había abierto sus puertas hacía una hora, y los componentes del cuarteto se habían reunido en el almacén para ensayar. El dueño del local les llamaría en cualquier momento para que subieran al escenario.

Allí estaban todos. Stein con Jensen en sus manos, en pie junto a Jack, el vocalista y letrista del grupo. Jack era un chico avispado y muy talentoso. Tenía una capacidad de expresión poética que había cautivado al resto de los componentes. Él era el culpable de que el grupo se hubiese convertido en una realidad. Además, tenía un punto de divo que divertía muchísimo a sus compañeros. Stein era su mano derecha a la hora de tocar en directo, pues cuando las canciones se alargaban por capricho de Jack, sabía que Stein le seguiría sin ningún problema. Al otro lado de Jack se posicionaba Dustin, el bajista del grupo. Éste era un joven tranquilo que utilizaba la música para explorar un lado más atrevido de sí mismo. Era estudiante de Medicina y había sido el vínculo entre Stein y Erika un par de años atrás. Cuando Dustin seguía a Stein y combinaba a Orión, su guitarra, con Jensen, lo que resultaba era la octava maravilla. Y, finalmente, a la espalda de Jack, sobre un pequeño pedestal, estaba la batería de Gustav, dando siempre el ritmo que todos los demás necesitaban.

Acababan de ensayar las dos piezas que iban a tocar en público y hacían un pequeño descanso. Jack estaba mirándose al espejo, asegurándose de que su peinado y su maquillaje estaban impecables. Sin embargo, el reflejo de Stein y su aspecto cabizbajo le llamó demasiado la atención.

–Stein –se acercó a él Jack–. ¿Qué te pasa? El chico le respondió con una mirada sorprendida. –Nada. ¿Por qué? –¿Cómo que nada? –Jack alzó una ceja, era inútil que

Stein pretendiera disimular con él. –Hoy he estudiado mucho, he tenido mareos y…

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Ante la mirada de Jack, Stein suspiró y agachó la mirada. –Es mi tío Walter –admitió–. Pero no tiene importancia. –¿Qué le ha pasado? –Dustin y Gustav también se

interesaron. Stein negó con la cabeza, quitándole importancia. –Ha tenido una recaída… Ha sido uno de esos ataques

suyos. Seguro que no se dieron cuenta y se saltaron la medicación. Él está bien, en serio.

–Cuando te llevaba al colegio, de pequeño, solía fijarme en él –admitió Gustav–. Daba un miedo alucinante.

–No, qué va –respondió Stein–. En realidad es un buen tipo. Antes de desarrollar la enfermedad pasaba muchísimo tiempo conmigo. Ahora no controla esos arranques violentos. Ni siquiera es consciente de ellos.

–Y tu madre… ¿cómo está ella? –preguntó Jack. –Lo lleva con entereza –suspiró Stein–. Bueno, basta ya

de cháchara. ¿Ensayamos, o qué? –Volvemos con la primera –dijo Jack, cuando todos los

demás estuvieron preparados para seguirle. Entonces, un estruendo de voces femeninas irrumpió

en el almacén. Erika acababa de llegar con sus amigas y todas traían el entusiasmo a cuestas. Dos de ellas ya iban un poco bebidas, aunque no demasiado, pero el escándalo estaba asegurado.

–Mejor lo dejamos aquí –murmuró Jack a los chicos, recibiendo las sonrisas irónicas de sus compañeros–. Bienvenidas –dijo, hablándoles a las chicas.

–Hola a todos –les saludó Erika, dirigiéndose hacia Stein–. Ya veo que The Riddle está preparado.

Estaba preciosa, enfundada en un vestido de cóctel y cubierta con una chaqueta de cuero negra, con una bandana roja enrollada y atada a su muñeca. Un aire rockero la cubría. Sus grandes ojos castaños refulgían de emoción.

–Ya estabas tardando, pequeña –sonrió Stein, soltando a Jensen para poder abrazar a su chica.

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–¿Cómo lleváis esas canciones? –Erika tomó con sus manos el rostro de Stein y le regaló un beso en los labios.

–Vamos a tocar dos, y lo cierto es que las llevamos mejor de lo que se podría esperar con lo poco que hemos ensayado –respondió Gustav.

Erika les echó a todos un vistazo, dando su visto bueno al aspecto que todos presentaban.

–Estáis impresionantes –admitió la muchacha–. Te odio, Jack… –murmuró, negando con la cabeza, con mucha ironía, haciendo reír al vocalista.

–¿Qué? –rió él, sabiendo perfectamente la respuesta. –¿Cómo puedes ir mejor maquillado que cualquiera de

nosotras, sin importar la ocasión? Eres odioso. Odioso –recalcó. –Estás tan guapa cuando me envidias… –respondió él,

con una sonrisa que dejó a las amigas de Erika sin aliento–. No es el maquillaje, es el estilo –bromeó, haciendo reír a Erika y, sobre todo, a los chicos.

–Lo que hay que oír… –respondió Gustav, riendo con los demás.

–Os he traído algo que os animará –dijo Erika–. Pero que no sirva de precedente.

Una de las chicas le pasó a Erika una bolsa, de la cual sacó ésta una botella de whiskey americano.

–¿Invita el señor Sterling? –sonrió Gustav. –Exactamente –respondió Erika, con aire triunfal. –El día que tu padre se dé cuenta de que te llevas su

género, querrás huir del país –bromeó Dustin. –Qué tontería… –respondió ella–. Mi padre es

estadounidense. Si se diera cuenta, sólo tendría que decirle que un extraterrestre ha trasteado su almacén. Solucionado.

–Mujer cruel –rió Gustav. –Una buena doctora ha de saber cuál es la mejor

medicina –dijo Dustin, con ironía–. Whiskey de Tennessee, no hay nada que esto no pueda curar.

–De momento saco mejores notas que tú, amigo –rió Erika–. Por algo será.

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–Algún día tendré mi revancha –bromeó Dustin. –No será esta noche –dijo Jack, tomando la botella–.

¿Quién quiere una copa? –The Riddle subirá al escenario con ganas de comerse el

mundo –sonrió Erika. Con el primer golpe de guitarra, el pub entero, que

estaba lleno hasta la bandera, empezó a alzar la voz con gritos de gente que se moría por escuchar el mejor pop-rock de Berlín. Jack comenzó a cantar, primero con tonos bajos y poco a poco alzándolos hasta llevar a su público al éxtasis. La primera canción era agresiva, muy rápida y con pocos toques de pop. Las guitarras eran una explosión de sonido acelerado, un torrente de electricidad imparable.

Erika y sus amigas estaban en primera fila, gritando y aplaudiendo tanto como el resto de los asistentes. En sus manos, la muchacha llevaba una cámara de fotos para inmortalizar el momento. Cuando la primera canción terminó, los chicos apenas pudieron dejar pasar unos segundos para saborear los aplausos y dar las gracias. El tiempo que tenían asignado era limitado, así que en seguida se lanzaron a por la segunda canción.

Esta vez el sonido era más lento y profundo, había más de pop en la canción, aunque no dejaba de ser un rock magnífico. Lo que más destacaba, de pronto, era el protagonismo absoluto de Jensen. Las notas altas eran como una voz de sirena, deliciosas y llenas del atractivo que sólo las mejores manos pueden arrancarles a las guitarras eléctricas. Jensen se convertía en una mujer de sensualidad extrema, conquistada por Stein, que entregaba en aquel momento toda su magia. Erika, paralizada por aquel fascinante sonido, observó que Stein le dirigía una mirada y le hacía un gesto de complicidad, justo antes de que Jack cerrara sus labios y comenzase un increíble solo de guitarra. Saber que ese momento estaba dedicado a ella dejó a Erika casi sin respiración.

El estruendo de aplausos y gritos al finalizar la actuación habría sido capaz de tirar el local abajo.

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A partir de aquel momento, para Stein la noche se convirtió en un viaje a toda velocidad a través de la música, el alcohol, las luces fulgurantes, el escándalo de la gente acumulada en una discoteca de moda y, sobre todo, dantesca diversión.

Ya bien entrada la madrugada, aquel local era lo más parecido a las tripas del Infierno. Hacía muchísimo calor, sin embargo esa no era excusa para dejar de bailar, en especial para Stein, que no podía ni quería separarse ni un minuto de Erika. Aquella muchacha le tenía conquistado, y cuando el chico se emborrachaba perdía el miedo a abrazarla y besarla en público. Para sus amigos, el espectáculo estaba servido… Stein era tan tímido que cuando empezó a besar a Erika, sus amigos se desmadraron y se pusieron a chillar y a aplaudir, animando a que la pareja no se cohibiera.

Todos se lo habían pasado de muerte, pero hasta las

discotecas han de cerrar en algún momento. La madrugada estaba a punto de convertirse en un amanecer, así que los chicos, casi inconscientes de lo que hacían, salieron de allí con Erika, cuyas amigas se habían desperdigado hasta desaparecer. Iban dando tumbos por la calle, arrastrando los pies, riéndose de nada y andando torpemente en zigzag por en medio de la acera. El cielo aún estaba oscuro pero las farolas de la calle ya empezaban a apagarse. Les resultaba difícil ver sus propios pies, sin embargo nada de eso parecía preocuparles, a juzgar por las risas alocadas y sonoras que no dudaban en proferir al aire.

Ya estaban alejados del centro de la ciudad, y la casa de Stein no quedaba muy lejos. Entonces, el joven sintió un malestar brutal y repentino, un profundísimo mareo que obligó a sus pies a quedarse clavados en el suelo, sin permitirle dar un paso más. En su cabeza, todas las risas y las voces de sus amigos entraron en un bucle desordenado, sordo, lejano. Stein apenas podía sentir las manos de Erika tomando su brazo. Una sombra pasó aceleradamente delante de él, haciendo que el joven abriera los ojos como platos.

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–¿Qué te pasa? –preguntó Erika, ebria pero molesta por el hecho de que Stein no caminara.

La sombra volvió a cruzarse ante Stein, tan rápidamente como la vez anterior. El chico dio un temeroso paso hacia atrás. Su mente pareció aclararse mínimamente por un segundo, y en ese tiempo Stein fue consciente de que sólo él parecía haber visto aquella figura negra y deforme acercarse a ellos de forma violenta. ¿Por qué los demás no la veían? El efecto del alcohol se estaba ensañando sólo con él.

En un gesto agresivo, Stein liberó su brazo de las manos de Erika, empezó a respirar con rapidez y pesadez, sintió sudor frío corriendo por su espalda, las palpitaciones de su corazón a un ritmo acelerado…, ni siquiera podía pestañear.

–Pero, ¿a ti qué te pasa? –preguntó Erika, enfadada. –Stein… –murmuró Gustav, quien apenas podía

mantenerse en pie–. ¿Qué? Gustav observó entonces cómo su amigo, caminando

vacilantemente hacia atrás, alzaba el brazo, señalando con un dedo al infinito.

–Es Geert –murmuró el muchacho, completamente aterrorizado.

Stein señalaba la nada, pero sus ojos desorbitados y su rostro desencajado eran la prueba de que el pánico le invadía. Apenas podía balbucear sonidos sin sentido, temblando y señalando el vacío que sus amigos no acertaban a descifrar.

–Stein –Jack se acercó a él y tomó su rostro con las dos manos–. Mírame, Stein. No hay nada ahí. ¿Me estás oyendo? –Jack zarandeó al chico por los hombros, pero él no le dirigió la mirada.

Stein se zafó de Jack, llevado por el miedo de tener ante él la visión perfecta y real de un hombre que se acercaba a él con una mirada que le reprochaba su desfachatez. Sus amigos habían desaparecido, Stein sólo era capaz de ver una cosa: aquel soldado vestido de uniforme, con la esvástica en su cinturón y su brazalete. Un nazi fantasmal que se acercaba a él, alargando su mano para tocarle.

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Tratando de huir, Stein cerró los ojos, se llevó las manos a la cabeza y empezó a gritar sin poder contenerse.

–¡No me toques! ¡Déjame en paz! Stein despertó muy bruscamente, incorporándose de

golpe en la camilla. Su corazón palpitaba queriendo reventar el pulsímetro, el sudor corría por su frente empapada, su respiración acelerada mostraba que el aire no le llegaba a los pulmones… Las voces de ultratumba que le rodeaban auguraban una muerte segura si no le salvaban la vida en seguida.