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Eduardo Sacheri

El secreto de susojos

ePUB v2.1Nemiere & MayenCM 11.03.12

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Hace treinta años, BenjamínChaparro era prosecretario en unjuzgado de instrucción y llegó a suoficina la causa de un homicidio queno pudo olvidar. Ahora, jubilado,repasa su vida, las instancias de esecaso y sus insospechadasderivaciones, y la historia de unamor secreto que lo mantieneacorralado entre la pasión y elsilencio. Una trama policialambientada en los años sesenta ysetenta en una Argentina quepaulatinamente se sumerge en laviolencia política, y cuyos

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personajes luchan contra laimpunidad, la burocracia del sistemajudicial y las miserias propias yajenas. Los personajes son hombresque hicieron de la búsqueda de laverdad su destino; de la memoria,un camino imprescindible, y de lalealtad, un culto que trasciende eltiempo, las distancias y la muerte.

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El secreto de sus ojos (Titulo edición 23-9-2009, modificado tras la película deldirector Juan José Campanella y que hacosechado numerosos premios, entreellos el Oscar a la mejor películaextranjera 2010).

Titulo original: La pregunta de sus ojos2005, Eduardo Sacheri

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A mi abuelita Nelly.

Por enseñarmelo valioso que es

conservar y compartirla memoria.

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Despedida

Benjamín Miguel Chaparro sedetiene en seco y decide que no va. Nova y punto. Al cuerno con todos. Aunquehaya prometido lo contrario y aunquevengan preparando la despedida desdehace tres semanas y aunque hayanreservado la mesa para veintidóspersonas en El Candil y aunque Benítezy Machado hayan confirmado que sevienen desde el fin del mundo paracelebrar la jubilación del dinosaurio.

Su gesto es tan abrupto que elhombre que viene caminando detrás de

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él, por Talcahuano y hacia el lado deCorrientes, casi se lo lleva por delante ya duras penas logra esquivarlo bajandoun pie de la vereda al pavimento paraseguir andando. Chaparro odia esasveredas angostas, ruidosas y sombrías.Lleva cuarenta años transitándolas, perosabe que no va a extrañarlas a partir dellunes. Ni las veredas ni tantas otrascosas de esa ciudad que nunca hasentido como suya.

No puede fallarles. Tiene que ir.Aunque sea porque Machado se vieneexpresamente desde Lomas de Zamora,con todos sus achaques a cuestas. YBenítez otro tanto. Aunque desde

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Palermo hasta Tribunales no es un viajetan largo, el pobre está bastante hechopuré, sinceramente. Pero Chaparro noquiere ir. Está seguro de muy pocascosas, pero esa es una de sus escasascertezas.

Se mira en la vidriera de unalibrería comercial. Sesenta años. Alto.Canoso. La nariz aguileña, el rostroflaco. «Mierda», se ve obligado aconcluir. Escruta el reflejo de suspropios ojos en el vidrio. Una novia quetuvo de joven solía burlarse de su maníade mirarse en las vidrieras. Ni a ella, nia ninguna de las otras mujeres que hanpasado por su vida, Chaparro ha llegado

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a confesarle la verdad: su hábito demirarse en los espejos no tiene nada quever ni con quererse ni con gustarse.Siempre ha sido ni más ni menos queotro intento de aprender a saber quiéncarajos es él mismo.

Pensar en eso lo ha puesto más tristetodavía. Camina de nuevo, como si elmovimiento pudiese librarlo de lasesquirlas de esa nueva tristezaadicional, añadida. Se vigila de tanto entanto en las vidrieras mientras avanzasin prisa por esa vereda que no conoceel sol de la tarde. Ya divisa el cartel deEl Candil, cruzando la calle, treintametros más, a mano izquierda. Mira la

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hora: dos menos cuarto. Deben estarcasi todos. Él mismo ha despachado alos de su Secretaría a la una y veintepara no andar a las corridas. No estánde turno hasta el mes que viene, y yatienen acomodado el carro con lascausas del turno anterior. Chaparro estásatisfecho. Son buenos chicos. Trabajanbien. Aprenden rápido. El pensamientosiguiente es «voy a extrañarlos», y comoChaparro no quiere chapaleartorpemente en la nostalgia vuelve adetenerse. Esta vez no hay nadie detráspara atropellarlo: los que vienen en sudirección tienen tiempo de sortear a esehombre alto, de blazer azul y pantalón

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gris que ahora se mira en el vidrio deuna agencia de lotería.

Gira en redondo. No va.Definitivamente no va. Tal vez si seapresura puede alcanzar a la doctoraantes de que llegue a la despedida,porque se ha demorado terminando unaprisión preventiva. No es la primera vezque se le ocurre la idea, pero sí es laprimera que consigue acopiar la módicavalentía que necesita para intentarllevarla a cabo. O tal vez essimplemente que lo otro, lo de quedarsea su propia despedida, es un infierno enel que no está dispuesto a cocinarse.¿Sentarse a la cabecera de la mesa?

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¿Benítez y Machado a sus lados,formando el trío de momias venerables?¿La clásica pregunta del miserable deÁlvarez, esa de «hacemos a la romana,les parece», para prorratear el vino debuena calidad que piensa zamparse?¿Laura preguntándole a medio mundoquién está dispuesto a compartir unaporción de canelones, para no salirsedemasiado de la dieta que acaba deempezar el lunes pasado? ¿Varelaagarrándose meticulosamente uno deesos pedos melancólicos que lo llevan aabrazarse, entre mocos, con amigos,conocidos y mozos? Esas imágenes depesadilla lo hacen acelerar el paso.

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Sube las escalinatas de Talcahuano.Todavía no han cerrado la puertaprincipal. Se trepa al primer ascensorque tiene a tiro. No necesita aclararle alascensorista que va al quinto piso,porque en el Palacio lo conocen hastalas piedras.

Avanza, a paso firme, haciendo ruidocon los mocasines de suela sobre lasbaldosas blancas y negras del pasilloque corre paralelo a la calle Tucumánhasta encararse con la alta y angostapuerta de su Secretaría. Se detienementalmente en el posesivo «su». Sí,qué tanto. Es suya, y mucho más suyaque del secretario García, o que de

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cualquiera de los otros secretarios quehan precedido a García, o que decualquiera de los que habrán desucederlo.

Mientras abre la puerta el enormemanojo de llaves tintinea en el silenciodel pasillo vacío. Cierra con ciertafuerza, para que la jueza se percate deque alguien ha entrado en la oficina.Momento: ¿por qué eso de «la jueza»?Porque lo es, claro, pero ¿por qué noIrene? Porque no, justamente por eso. Yabastante tiene con ir a pedir lo que estápor pedir, como para sumarle eldescalabro de saber que se lo tiene quepedir a Irene y no simplemente a la

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doctora Hornos.Da dos golpecitos suaves y escucha

decir «adelante». Cuando traspone lapuerta, ella se sorprende y le preguntaqué está haciendo todavía por ahí, quecómo no está ya en el restaurante. Enrealidad, le pregunta «¿qué estáshaciendo por acá?» y «¿cómo no estásya en el restaurante?», que no es lomismo. Pero Chaparro quiere evitarenmarañarse en la cuestión del tuteo o,más correctamente hablando, del voseo,porque esa también puede ser una fuentede turbación que hunda en el fracaso supropósito manifiesto de requerirle loque sobre la calle Talcahuano casi

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Corrientes ha decidido ir a solicitar. Yresulta descorazonador que delante deesa mujer surja semejante cantidad deturbaciones, pero Chaparro se disciplinaal extremo para concluir que sí o sí,definitiva, total y absolutamente, tieneque cortarla con darse manija, dejarsede joder y pedir de una vez por todas loque ha ido a pedir. «La máquina», sueltaasí, sin preámbulos. Bruto, infeliz,animal. Nada de sutilezas preparatorias.Nada de sabés qué pasa, Irene, queestuve pensando, que tal vez, que en unade esas, que podría ser, que qué teparece, o cualquiera de esas formascoloquiales que sobreabundan en el

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idioma castellano y que sirvenprecisamente para evitar eso queChaparro ve en el rostro de Irene, o dela doctora, o de la jueza, esaperplejidad, ese quedarse sin responderpor la sorpresa misma del arranque.

Chaparro entiende que, para variar,ha metido la pata. De modo que vuelveal principio, y trata de responder lo quela dama le ha preguntado sobre elalmuerzo de despedida en el que sesupone que, a esa hora, estánhomenajeándolo. Le habla de su temor aponerse nostálgico, a terminar hablandode las mismas cosas de siempre con losmismos viejos de siempre, a hundirse en

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una melancolía patética, y, como todoeso se lo dice mirándola a los ojos,llega un momento en que empieza asentir que el estómago se le va cayendohacia los intestinos, que un sudor frío leriega la piel y que el corazón se leconvierte en un redoblante. Como es unaemoción tan profunda, tan vieja y taninútil, Chaparro sale disparado a cerrarla ventana del despacho para despegarsecomo sea de esos ojos castaños. Perocomo la ventana ya está cerrada decideabrirla, aunque resulta que afuera haceun frio de padre y señor nuestro y por lotanto decide cerrarla. Al final no tienemás alternativa que volver a su sitio,

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pero tiene el cuidado de quedarse de piepara no verla tan directamente porencima del escritorio y del expedienteque ella tiene delante. Irene sigue susmovimientos, sus miradas y lasinflexiones de su voz con la atenciónatentísima de siempre. Chaparro sequeda callado porque sabe que si sigueen ese camino terminará diciéndolecosas irreparables y justo a tiempovuelve a aquello de la máquina deescribir.

Le dice que, aunque no tiene ni ideade qué va a hacer de ahora en adelante,anda con ganas de probar el viejoproyecto de escribir un libro. En cuanto

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lo dice, se siente un imbécil. Viejo, dosveces divorciado, jubilado, conveleidades de escritor. El Hemingwayde la tercera edad. El García Márquezdel oeste del conurbano. Y encima esachispa de súbito interés en los ojos deIrene, mejor dicho la doctora, opreferentemente la jueza. Pero ya estáperdido, de modo que agrega algunareferencia a sus ganas de probar, a estode que es un proyecto antiguo, ahora quetendrá más tiempo, tal vez, por qué no. Yahí entra en escena la máquina.Chaparro se siente más cómodo porquepor esa senda pisa un terreno más firme.«Imagínate, Irene, no me voy a poner a

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mis años a aprender computación, sabes.Y esa Remington la tengo incorporadaen la punta de los dedos como si fueranuna cuarta falange» (¿cuarta falange?,¿pero de dónde ha sacado semejanteimbecilidad?). «Ya sé que parece untanque de guerra, con ese acero de cincomilímetros y ese color verde oliva y eseruido de artillería en cada golpe de lasteclas, pero me juego que si no va acomplicárseme, y naturalmente setrataría de un préstamo, por supuesto, unpar de meses, tres a lo sumo, porquetampoco me da el cuero como paraescribir un libro demasiado extenso,imagínate» (ya está de nuevo, como

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siempre, burlándose de sí mismo). «Ypor otra parte los chicos nuevos usantodos computadoras, y en el estante dearriba de todo hay otras tres máquinasarrumbadas, y en el peor de los casosustedes me avisan y yo la traigo», diceChaparro, pero no puede seguir porqueella alza una mano y le dice «quedatetranquilo, Benjamín, llévala sinproblemas, es lo menos que puedo hacerpor vos», y Chaparro traga salivaporque hay formas y formas de hablar yde decir, no solo por las palabras, conese «vos» al final que suena muy peromuy «vos», sino que además hay tonos ytonos, y ese tono es el de ciertas

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ocasiones, ocasiones que Chaparro tienegrabadas una por una con tajos de fiebreen el monótono horizonte de su soledad,por más que haya dedicado casi tantasnoches a tratar de olvidarlas como lasque ha invertido en recordarlas, y poreso finalmente se pone de pie, le da lasgracias, le tiende la mano, acepta lamejilla fragante que ella le ofrece,cierra los ojos mientras roza su piel conlos labios como hace siempre que tieneocasión de darle un beso paraconcentrarse mejor en ese contactoinocente y culpable y sale casi corriendohacia la oficina contigua, levanta lamáquina con dos ademanes rápidos y

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escapa sin mirar atrás por la estrechapuerta alta.

De nuevo recorre el pasillo, queahora está más desierto que hace veinteminutos, baja en el ascensor ocho,avanza por el pasillo hacia Talcahuano ysale por la puerta chica, saludando conuna inclinación de cabeza a loscustodios, camina hasta cruzar Tucumán,espera cinco minutos y se trepa comopuede al 115.

Cuando el colectivo gira en laesquina de Lavalle, Chaparro tuerce lacabeza a la izquierda, pero naturalmentea esa distancia no alcanza a ver el cartelde El Candil. Hacia allí estará

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caminando ahora Irene, o mejor dicho ladoctora, o preferentemente la jueza, paraexplicarles a los demás que elhomenajeado se ha pirado. No será tangrave. Están todos reunidos y conhambre.

Se palpa el bolsillo trasero delpantalón, saca la billetera y la coloca enel interior del saco. Nunca lo hanbolsilleado en los cuarenta años quelleva en ese trabajo, y no tiene laintención de padecer el primer hurto ensu última jornada en Tribunales. Llega ala estación de Once y camina tan rápidocomo puede. Sale primero el del andéntres, a Moreno parando en todas. En los

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últimos vagones, los más cercanos alacceso, todos los asientos estánocupados, pero a partir del cuartosobran los lugares. Se pregunta, comosiempre, si los que se quedan de pie enlos vagones de atrás lo hacen porque sebajan pronto, porque quieren estirar laspiernas o porque son estúpidos. Igualagradece que lo hagan. Chaparro quieresentarse del lado de la ventanilla, dellado izquierdo para que no lo moleste elsol de la tarde, y pensar en qué carajova a hacer con su vida de ahí enadelante.

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No estoy demasiado seguro de losmotivos que me llevan a escribir lahistoria de Ricardo Morales después detantos años. Podría decir que lo que lepasó a ese hombre siempre ejerció en míuna oscura fascinación, como si mediera la oportunidad de ver reflejados,en esa vida destrozada por el dolor y latragedia, los fantasmas de mis propiosmiedos. Muchas veces me hasorprendido advertir en mi espíritucierta alegría culposa frente a loshorrores ajenos, como si la

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circunstancia de que a otros les sucedancosas espantosas fuera un modo dealejar de mi propia vida esas tragedias.Una suerte de salvoconducto nacido decierta obtusa ley de probabilidades: si aFulano le ha ocurrido semejante cosa,difícilmente les pase a los conocidos deFulano, entre los que yo me cuento. Noes que pueda ufanarme de una vidapletórica de éxitos. Pero en lacomparación de mis desdichas con lasde Morales salgo ganando. De todosmodos, no se trata de contar mi historiasino la de Morales, o la de IsidoroGómez, que es la misma pero vista delotro lado, vista del revés, o algo así.

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No es eso solo lo que me conduce aescribir estas páginas. Aunque esaespecie de asombro morboso tenga supeso y su parte. Supongo que la cuentoporque tengo tiempo. Mucho, demasiadotiempo. Tanto tiempo que las minuciascotidianas que componen mi vida sedisuelven velozmente en la nadamonótona que me rodea. Estar jubiladoes peor de lo que me había imaginado.Debería haber aprendido eso. No lo deestar jubilado, sino eso de que las cosasque tememos suelen ser peores cuandoocurren que cuando las imaginamos.Durante años vi a mis compañeros delJuzgado despedirse del trabajo con el

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cándido optimismo de que ahora sí, porfin, iban a disfrutar de su tiempo y de suocio. Los vi partir convencidos de queganaban poco menos que el paraíso. Ylos vi regresar aniquilados, velozmentederrotados por el desengaño. En dossemanas, en tres a lo sumo, consumíantodos los supuestos placeres que creíanhaber postergado durante sus años derutina y de trabajo. ¿Y para qué? Paracaerse por el Juzgado cualquier tarde,como quien no quiere la cosa, para sacarcharla, tomar un café o hasta ofrecer unamano con alguna causa mediocomplicada.

Por eso, por tantas y tantas veces en

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que tuve frente a mí a esos tiposestragados por una vejez vacía, portantas y tantas ocasiones en que vi susojos implorando un rescate imposible,es que me juramenté no caer en esasbajezas cuando me tocara el turno. Nadade tiempo al divino botón. Nada deexcursiones nostálgicas a ver cómoandan los muchachos. Nada deespectáculos deplorables para conmoverdurante cinco segundos a los que tienenla suerte de seguir funcionando.

Pues bueno, hace dos semanas queestoy jubilado y ya me sobra el tiempo.No es que no se me ocurran cosas parahacer. Se me ocurren un montón de

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cosas, pero todas me parecen inútiles.Tal vez la menos inútil sea esta. Jugar unpar de meses a ser escritor, como medecía Silvia cuando todavía me amaba.En realidad, estoy mezclando dosépocas distintas, y dos modos dellamarme. Cuando todavía me amaba,me prometía un futuro en el que seríaescritor, un escritor probablementefamoso. Después, cuando ya su amor sehabía licuado en el tedio de nuestromatrimonio, hablaba de eso de jugar alescritor desde la torre de ironía ydesprecio mordaz que había elegidopara atrincherarse y lanzarme sus balas.No puedo quejarme, porque yo también

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debo haberle propinado vilezassemejantes. Una lástima. Que lo quequede de diez años de matrimonio seasobre todo el inventario vergonzoso deldaño que nos hicimos. Por lo menos conSilvia llegamos a discutir. En mi primermatrimonio, con Marcela, ni siquierapudimos hablar de esas cosas. Bah, nide esas ni de otras. Parece mentira.Compartí buena parte de mi vida condos mujeres y de ambas conservo aduras penas un puñado de recuerdosborrosos. Esa misma lejanía en la queambas quedan en mi memoria es unaprueba más (como si hiciese falta) de loviejo que estoy. He sobrevivido a dos

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matrimonios con tiempo suficiente comopara perdurar en esta meseta de solteríaesteparia. La vida es larga, a fin decuentas.

Igual nunca me tomé demasiado enserio lo de ser escritor. Ni cuando Silviame lo decía admirada, ni cuandodespués me lo escupía sarcástica. Síllegué a soñar (porque ciertos sueños seimponen aun a los corazones másescépticos) con esa escena idílica delescritor en su estudio, preferentementecon un gran ventanal, preferentementecon vista al mar, preferentemente desdela altura de un peñasco castigado por laintemperie.

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Se ve que el hábito no hace almonje. Porque no ha bastado queacomode el living de mi casa alestereotipo de «santuario de escritorescribiendo» (es un espanto, esegerundio de escritor-escribiendo quedacomo una patada en el hígado, qué malme veo). Y eso que está lindo, laverdad. Me faltan el mar y la borrasca,cierto. Pero tengo el escritorioordenado. Una resma de hojas oficiocasi flamante, a un costado. Un cuadernode notas, sin ninguna nota, al otro lado.En medio la máquina de escribir, unaimponente Remington color verde oliva,apenas más chica que un tanque de

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guerra pero con acero igual de grueso,como solían bromear en el Juzgado,años atrás.

Me acerco a la ventana, que talcomo quedó dicho no se asoma desde unpeñasco a la tempestad oceánica sino aun prolijo jardincito de cinco por cuatro,y miro hacia la calle. No pasa nadie,como siempre. Treinta años antes estascalles estaban pobladas de pibes y degente. Pero ahora son un desierto. Lospibes se han ido, y los viejos se hanmetido adentro. Como yo mismo. Suenarisueño: tal vez seamos unos cuantos losque tenemos el escritorio preparadopara el berretín de escribir una novela.

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En realidad y muy en el fondo,sospecho que esta página que porfío enllenar de palabras va a terminartambién, como las diecinueve que laprecedieron, echa un bollo en el rincónopuesto de la pieza. Porque a medidaque descarto borradores no puedo evitarla tentación deportiva de arrojarlos, conun gallardo balanceo de muñeca y suertedespareja, al paragüero de mimbre queheredé ya no recuerdo de quién. Y meentusiasma tanto cuando encesto, y meenvalentona tanto la minúsculafrustración de mis tiros errados, queestoy casi más interesado en el próximointento que en la remota posibilidad de

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que este sí sea, por fin, el inicio de lahistoria que supuestamente me propongocontar. Es evidente que estoy tan lejosde ser un escritor como de volvermebasquetbolista a los sesenta años.

Durante varios días intenté encontrarrespuestas a ciertas cuestiones crucialesde la obra antes de pretender escribirla,temiendo precisamente esto que me estápasando ahora: que se me evaporen losúltimos restos de osadía en estecorrerme la cola delante de la máquinade escribir. Lo primero que pensé es queno tengo la imaginación suficiente comopara escribir una novela. La soluciónque encontré fue escribir sin inventar

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nada, es decir, narrar una historiaverdadera, algo de lo que yo hubiesesido, aunque indirectamente, testigo. Poreso decidí escribir la historia deRicardo Morales. Por lo que dije alprincipio y porque es una historia que nonecesita que yo le agregue nada, yporque sabiéndola cierta tal vez meatreva a contarla hasta el final, sinamedrentarme con la vergüenza deempezar a mentir para llenar baches,alargar la trama o convencer a quien lalea de que no la tire al cuerno apenastranscurridas quince páginas.

La primera dificultad concreta, unavez decidido el tema: ¿En qué persona

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gramatical voy a redactar esta cosa?Cuando hable de mí mismo, ¿diré «yo» odiré «Chaparro»? Es tétrico que esteescollo baste para detener todo mi bríoliterario. Supongamos que elijo latercera persona para el relato. Tal vezsea mejor, para no verme tentado avolcar impresiones y vivenciasdemasiado personales. Eso lo tengoclaro. No pretendo hacer catarsis coneste libro, o con este embrión de libro,hablando más exactamente. Pero laprimera persona me queda más cómoda.Por inexperiencia, supongo, pero mequeda más cómoda. ¿Y qué hago con laspartes de la historia de las que no he

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sido directamente testigo, esas partesque intuyo pero no conozco a cienciacierta? ¿Las cuento igual? ¿Las inventode pe a pa? ¿Las ignoro?

Vayamos por partes. Hagamos lascosas fáciles. Arrancaré en primerapersona. Bastantes dificultades tengocomo para buscarme otras. Y será mejorcontar lo que sé y también lo quesupongo, porque de lo contrario nadieva a entender un carajo. Ni yo mismo. Yotra cosa complicada, el léxico: en elrenglón anterior resalta la palabra«carajo» como un cartel de neón enmedio de las tinieblas. ¿Uso esaspalabras burdas y soeces, o las elimino

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de mi lenguaje escrito? Cuántas dudas,carajo. Ahí está, de nuevo, elimproperio. Al final tendré que concluirque soy un malhablado.

Y otra cosa, peor todavía: auncuando tengo claro que voy a escribir lahistoria de Morales, esta tiene queempezar por el principio. Pero ¿cuál esese principio? Aunque mis técnicasnarrativas sean pedestres, soy capaz deadvertir que el viejo recurso del «habíauna vez» no resulta adecuado al caso. ¿Yentonces? ¿Cuál es el principio? No esque esta historia no tenga un principio.El problema es que tiene como cuatro ocinco principios posibles y distintos. Un

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joven que se despide con un beso de sumujer, en el pasillo que da a la calle,antes de irse a trabajar. O dos tipos quedormitan sobre un escritorio y pegan unrespingo cuando suena la campanillaestridente de un teléfono. O una chicarecién recibida de maestra que posapara una foto grupal. O un empleadojudicial, que soy yo, y que casi treintaaños después de todos esos posiblesprincipios recibe una carta manuscritaenviada por un remitente inverosímil.

¿Con cuál de todos estos voy aquedarme? Probablemente me quede contodos, elija uno cualquiera para arrancary luego ubique los demás en el orden

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que me parezca menos azaroso, o amedida que los vaya escribiendo. Talvez no importe tanto si fracaso. Ya llevounas cuantas tardes dedicadas a esto. Y,en el peor de los casos, si destruyo unnúmero suficiente de borradores,indefectiblemente voy a terminarmejorando mi tiro de larga distancia.

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El 30 de mayo de 1968 fue el últimodía en que Ricardo Agustín Moralesdesayunó con Liliana Colotto, y duranteel resto de su vida recordó no solo dequé charlaron, sino también quétomaron, qué comieron, cuál era el colordel camisón de ella y el efecto hermosoque producía un rayo de sol que le dabade costado, en la mejilla izquierda, ahísentada en la cocina. La primera vez queMorales me lo contó pensé que estabaexagerando. Que no podía acordarse desemejante cantidad de detalles. Pero mi

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error de apreciación se debió a quetodavía no lo conocía bastante eignoraba que Morales, con esa cara deidiota redomado que tenía, era un tipode una inteligencia, una memoria y unacapacidad de observación como yojamás en la vida había visto, ni volveríaa ver. Había un motivo para queMorales tuviera semejante fidelidad enel recuerdo. Ese hombre recordaba asícada cosa que había tenido que ver consu esposa.

Más adelante, cuando Morales sepermitiera hablarme de sí mismo, metocaría escucharlo describirse como untipo anodino, grisáceo, con un destino

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propio de esa criatura. Morales secatalogaba sin compasión como esehombre que transita la familia, lasescuelas y los empleos sin dejar huellaalguna en los otros. Nunca había tenidonada bueno, ni nada especial, y siemprele había parecido justo. Así hastaLiliana. Porque ella había sido las doscosas. Enormemente, lo había sido. Poreso atesoró esa mañana en su recuerdo,y no porque fuera la última. La guardócomo había guardado todas lasanteriores del año y pico que llevabancasados. Cuando después me contó conlujo de detalles todo lo que habíapasado en ese desayuno, no hizo como el

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común de los mortales, que tratan dereconstruir desde vestigios casiilusorios, o desde lo que recuerdanfragmentariamente de otras ocasionessimilares, situaciones o sensaciones quehan perdido para siempre. Morales no.Porque sentía que tener a Liliana era unafelicidad abusiva, que nada tenía quever con lo que había sido el resto de suvida. Y que, como el cosmos tiende alequilibrio, él tendría tarde o tempranoque perderla para que las cosasvolviesen a su orden debido. Cada unode sus recuerdos con ella estaba teñidode esa sensación de naufragio inminente,de catástrofe a la vuelta de la esquina.

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Jamás se había destacado en nada.Ni en la escuela, ni en los deportes, nisiquiera en la familia había merecidomás que algún ocasional elogio porcualidades en el fondo intrascendentes.Pero el 16 de noviembre de 1966 habíaconocido a Liliana, y con eso habíabastado para cambiarle la vida. Conella, por ella, gracias a ella, él habíasido distinto. Desde que la vio atravesarla puerta giratoria del banco, y preguntara un custodio cuál era la cola paradepósitos, y acercarse a la ventanillacuatro con pasos cortos y firmes, sintióque esa mujer iba a cambiarle la vida.Aferrado a la certidumbre desesperada

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de que en esa mujer se jugaba sudestino, Morales había osadosobreponerse a su timidez, sacarleconversación mientras contaba eldinero, sonreírle con toda la cara,mirarla a los ojos y sostener en ella lamirada, desear en voz alta que volviesepronto, revisar el archivo para averiguara qué empresa pertenecía la cuentacorriente en la que había depositado,inventar un pretexto para llamar allí yrecabar algún dato de esa joven.

Tiempo después, cuando ya podíanconsiderarse oficialmente novios,Liliana le había confesado que esatemeridad, ese metódico arrojo de

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perseguirla sin resignarse a negativas, lehabía agradado hasta el punto dedecidirla a aceptar finalmente susinvitaciones. Y que al conocerlo mejor,y conocer su timidez, su cortedad, sueterna vergüenza, había entendido másprofundamente esa valentía inusualcomo la mejor prueba de un amorverdadero. Liliana decía que un hombreque es capaz, por el amor de una mujer,de cambiar su forma de ser, es unhombre que merece ser correspondido.Ricardo Morales tampoco olvidó esaconversación, y decidió seguir siendoasí para siempre y para ella. Nunca sehabía sentido digno de nada, y mucho

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menos de semejante mujer. Pero supoque iba a aprovechar mientras pudiera.Hasta que el hechizo se rompiera y todovolviese a ser ratones y calabazas.

Por todo eso Morales recordaríapara siempre que el 30 de mayo de 1968Liliana tenía puesto el camisón verdeagua, y se había recogido el pelo en unrodete sencillo del que escapabanalgunas hebras de pelo castaño, y el solque entraba oblicuo por la ventana de lacocina le daba en la mejilla izquierda yse la encendía y la volvía aún máshermosa, y que habían tomado té conleche y comido tostadas con manteca, yque habían hablado de qué muebles

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quedarían mejor en la sala, y que él sehabía levantado de la mesa para traerdesde el comedor unos planitos quehabía estado haciendo para distribuir losmuebles de la manera más armoniosaposible, y que ella se había reído de sumanía de planificar todo, y lo habíamirado profundamente y le habíasonreído y le había dicho que no setomara tanto trabajo con esos mueblesviejos, pobrecito, porque más tempranoque tarde tendrían que transformar lasala en dormitorio, y él, lento y distraídoo mejor, obnubilado en la adoración deesa mujer de otra galaxia, no habría dereparar en la indirecta, aunque sí

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atinaría a tomarla de la cintura paracaminar juntos hasta la puerta de calle,para besarla lentamente en el umbral,para decirle adiós con la mano al salir,sin saber que era para siempre.

Cine

Benjamín Chaparro acciona variasveces el espaciador de la máquina deescribir para liberar la hoja. La tomapor los bordes, apenas con las puntas delos dedos, y la apoya como si fuera una

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granada sin espita sobre las otrasdieciséis o diecisiete que también se hansalvado de volar hacia el cesto hechasun bollo. Lo enternece ligeramenteadvertir que las hojas escritas forman yaun mínimo espesor, un cierto cuerpo.

Se incorpora, satisfecho. Dos díasatrás estaba desesperado por la certezade que jamás podría escribir su libro,ahogado en la nebulosa del principio.Ahora ese principio está escrito. Bien omal, pero escrito. Eso lo pone contento,aunque también siga ansioso. Peroansioso por seguir, por contar loocurrido con esas personas. Se preguntasi esta será la sensación que tienen los

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escritores cuando narran. Esa módicaomnipotencia de jugar con las vidas desus personajes. No está seguro, pero, sies así, la sensación le agrada.

Consulta el reloj y ve que son lassiete de la tarde. Le duele la espalda. Haestado ahí sentado casi todo el día.Decide premiarse y festejar el envióninicial. Busca la billetera sobre unestante, revisa que tenga algún dinero yse va al cine. Lo que más disfruta delprograma no es tanto ver tal o cualpelícula, sino saber que después va acontárselo a Irene, cuando la vea. Se locomentará de refilón, como de costado,como quien no quiere la cosa. Y ella le

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preguntará por la película. Les gustahablar de cine. Tienen gustos parecidos.Y algo le dice a Chaparro que a Irene leagradaría que pudiesen ir juntos. Nopueden, claro. No corresponde. Y talvez sea idea de él, a fin de cuentas. ¿Dedónde saca eso de que a ella le gustaríaacompañarlo? De su propio deseo deque a ella le guste. ¿Tiene acaso algunacerteza? Ninguna. Nunca. Jamás.

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3

Cuando sonó el teléfono deldespacho del juez, el 30 de mayo de1968 a las ocho y cinco de la mañana,yo estaba tan cansado que incorporé elruido de los timbrazos a lo que estabasoñando, y recién al cuarto o quintorepique atiné a abrir los ojos. Nolevanté enseguida el auricular, como simi ingreso en la vigilia hubiese sidodemasiado traumático como paracompletarlo de inmediato sosteniendouna conversación telefónica.

De todos modos, pronto me

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distrajeron los saltos y los gritos quePedro Romano se puso a dar a mialrededor. Festejaba ese llamado y yo,con cierta lógica perversa, aceptaba miparte en su festejo poniendo cara defastidio mientras me restregaba los ojosantes de atender. Acabábamos de pasarla noche allí, en el despacho del juez, dea ratos repantigados en los sillonesamplios de cuero oscuro, de a ratosdormitando con la cabeza y los brazosapoyados sobre el escritorio. Alempezar a saltar, Romano había pateadola bandeja con los platos de la cena, yuna de las tazas que habíamos usadocomo vasos había salido rodando hasta

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el pie de la biblioteca. Demoré todavíaun segundo más en atender, y lo dediquéa insultar para mis adentros al imbécildel juez, que porfiaba en hacernospernoctar allí durante la quincena en laque estábamos de turno. Una semana letocaba a la Secretaría de Romano, laotra semana a la mía, pero ¿cómoresolver el problema del décimo quintodía? El idiota de Fortuna Lacalle habíadecidido, salomónicamente, jodernos lavida a los dos. Las causas se repartíansegún la comisaría de origen, salvo lasde delitos graves, digamos loshomicidios. Esas causas debíanrepartirse, el décimo quinto día del

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turno, entre las dos Secretarías delJuzgado según la hora de notificaciónque nos hiciera la policía. Romanofestejaba con los brazos en alto al gritode «ocho y cinco, Chaparrito, ocho ycinco», porque si sonaba el teléfono deldespacho del juez a esa hora eraprecisamente para avisar de unhomicidio, y lo que festejaba Romanoera ni más ni menos que fueran más delas ocho, porque las horas impares eransuyas, y las horas pares mías, y acababade librarse de un expediente denso ycomplicado por cinco escasos minutos.

Ahora que lo pienso, ahora que loescribo, puedo advertir con qué

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profundo cinismo nos movíamos. Casicomo si se tratara de un desafíodeportivo. En ningún momento nosdeteníamos a pensar que si sonaba eseteléfono, cinco minutos antes o cincominutos después de las ocho, era porqueacababan de matar a alguien. Paranosotros era una simple competencia deoficina: laburás vos o laburo yo. A verquién es el más piola, a ver quién tienemás suerte de los dos. Había sidoRomano. Y aunque en esa época yotodavía no lo aborrecía, porque faltabaun tiempo, no demasiado largo, para queempezara a demostrarme que era un serdespreciable, sentí un ardiente deseo de

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partirle el teléfono en la cabeza. Enlugar de eso puse cara de superado,carraspeé para aclararme la garganta,levanté el auricular y dije, gravemente:«Juzgado de Instrucción, buenos días ».

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Baje las escalinatas de la calleTalcahuano puteando mi destino. En esaépoca todavía me cuestionaba —mereprochaba, más bien— no haberterminado mis estudios de Derecho. Yen ocasiones como esa mis reprochessonaban bastante convincentes. Sihubiese terminado mis estudios —medecía—, ya podría ser, con veintiochoaños de edad y diez de experiencia en elRiero, secretario de un Juzgado, y noseguiría estancado, empantanado,clavado con chinches en ese Juzgado de

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Instrucción maldito como prosecretario.Y más adelante fiscal, ¿por qué no? Odefensor oficial, qué tanto. ¿No estabacansado de ver transitar por las filasjudiciales a un ejército de otarios quehacían carrera, que ascendían, quevolaban, que podían despegar de sitioscomo el mío? Lo estaba. Seguro que loestaba.

«Complejo de oficial primero». Midolencia debería tener nombrecientífico. «Dícese del empleadojudicial que, por no tener título deabogado, queda limitado en el escalafóna ser el jefe administrativo de unaSecretaría, y ejerce un importante poder

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sobre escribientes, pinches y meritorios,pero nunca, en la puta vida, superará esaposición jerárquica, y por lo tanto secargará meticulosamente de frustraciónviendo cómo otros, a veces más capacesy otras muchas infinitamente másboludos, lo sobrepasan como meteoroshacia el estrellato tribunalicio». Lindadefinición, para las publicacionesespecializadas en materia forense. Talvez me la rechazarían por lo de «putavida» o lo de «más boludos». O, másprobablemente, porque quienes dirigenesas publicaciones sí son abogados.

Adalberto Rivadero, el primeroficial primero que tuve como jefe

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cuando entré como meritorio, me dijouna verdad suprema: «Mira, Chaparrito:los Juzgados son como islas; podés caeren Tahití o en Sing-Sing». La cara de eseantiguo maestro, que me miraba desde lagrisácea veteranía que yo mismopadezco ahora, me indicaba a las clarasque él se sentía más un habitante de estaúltima. «Y otra cosa, pibe —agregabamirándome con la tristeza de quien sabeque dice la verdad, pero que sabetambién que esa verdad es inútil—, laisla depende del juez que te toque. Si tetoca un tipo piola, estás salvado. Si tetoca un hijo de puta, el asunto secomplica. Pero lo peor son los boludos,

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Chaparro. Ojo con los boludos,muchacho. Si te toca un boludo, estásfrito».

Esa máxima de Adalberto Rivadero,que merecería un lugar de privilegio, enletras de bronce, junto a la estatua deojos vendados que preside el Palacio deJusticia, me machacaba la cabezamientras bajaba las escalinatas tratandode orientarme sobre qué colectivo meconvenía tomar. Porque el 30 de mayode 1968 yo sabía que estaba perdido.Trabajaba en un Juzgado que habíasabido funcionar bien, pero que ahoraestaba en manos de un boludo. Y unboludo de la peor especie: un boludo

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con ansias de rápidos ascensos. Porqueel boludo que se siente en la cúspide desus posibilidades tiende a reducir almínimo sus acciones. Intuye,oscuramente al menos, que es un boludo.Y si se considera en la cima, se sientesatisfecho. Y por lo tanto teme. Temeque los demás noten a simple vista quees un boludo. Teme mandarse unamacana que les demuestre a los demás,si no lo han advertido, que es un boludo.Y se llama a sosiego. Disminuye alextremo sus movimientos y deja que lavida le pase por el costado. Y susempleados, por lo tanto, pueden trabajartranquilos, hacer lo que saben, y hasta

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combinar sus conocimientos con lainacción de su líder y hacerlo parecerinteligente o, al menos, un poco menosboludo.

Pero el boludo que quiere ascendersuma dos dificultades: por empezar sesiente pletórico de energías, lleno deentusiasmo, desbordante de iniciativas.Energías, entusiasmo e iniciativas que lebrotan como un manantial, y que deseaexhibir sin tapujos frente a sussuperiores, para que ellos adviertan porfin que tienen entre sus manos undiamante desperdiciado en un cargoinferior al de sus merecimientos moralese intelectuales. Y aquí entra a tallar la

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otra dificultad: esta categoría particularde boludo suma, a la osadía, lainconciencia. Porque si atesora el sueñode ascender es porque se siente conméritos como para hacerlo, y puedellegar a sentirse hasta injustamentetratado por la vida y por el prójimo pornegarle esa aspiración que consideraintrínsecamente legítima. Lainconciencia y el empuje, entonces,tornan peligroso al boludo. Lo colocanen el estatus de amenaza no tanto para sícomo para terceros. Los terceros queprecisamente están bajo sus órdenes.Uno de los cuales, pongamos por caso,tiene que abandonar la tibia hospitalidad

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de la Secretaría nada menos que paraconcurrir a la escena de un crimen. Ypor eso, justamente, desciende losescalones de la entrada de Talcahuanocon un rosario de insultos en los labios.

Ese era yo, el damnificado que en elmás íntimo de sus fueros sospecha queel único boludo de la historia no es eljuez que desea quedar como un niñoaplicado frente a sus superiores de laCámara de Apelaciones, sino que a eseboludo hay que agregar este otro boludoque por pusilánime, por cómodo, pordistraído, no terminó sus estudios deDerecho y en consecuencia jamás en lavida va a ascender más allá de

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prosecretario, y que por lo tanto escomo un tren que llegó a la terminal ytiene enfrente uno de esos grandesparantes de madera y hierro, una señalinequívoca de que hasta acá llegaste,macho. Vía muerta, ramal terminado, esoes todo. Y de acá en adelante verádesfilar a un sinnúmero de secretariosque le darán órdenes que deberá acatarporque son sus superiores y sonabogados, y a un sinnúmero de juecesque les darán órdenes a los secretariosque se las transmitirán a uno, como estaque yo estaba cumpliendo, justamente.La que decía que en cada causa dehomicidio que surgiera mientras

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estuviésemos de turno el oficial primerode la Secretaría a la que le toque debíaconcurrir a la escena del crimen asupervisar la tarea policial.

Una sola vez, la primera, me atreví aconsultar con mi excelso magistrado, ytratando de no parecer arrogante, cuálera la utilidad de semejante diligencia,siendo la Policía Federal la encargadade instruir la primera etapa del sumario.Y su Señoría me respondió que noimportaba, que él quería que se hiciera.Y esa fue toda la respuesta, y yo mesentí, en el silencio subsiguiente, unarata pordiosera, que debe callar lo quetodos los presentes saben. Que tu nuevo

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juez es un imbécil y que los secretariosno van a decir nada. Que el secretariode la n.º 18 no piensa oponerse porqueha detectado, con creces, que su nuevojefe es un boludo de raza y enconsecuencia se dispone a mover todaslas influencias posibles para zarparhacia otra isla en la que soplen mejoresvientos. Y que Julio Carlos Pérez, el dela n.° 19, es decir el tuyo, tu jefeinmediato, difícilmente note que el juezes un boludo porque él también lo es, yen grado superlativo, y por lo tanto estásperdido. ¿Qué te queda entonces? Nada.No te queda nada. O te queda, cuantomucho, rezarle una novena a san Calixto

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para que el boludo mayor logre lo quese propone y ascienda a camaristapronto, y tal vez allí se calme, se sientarealizado, y pase a esa otra categoría deboludo consumado, realizado, pacífico ycontemplativo que puebla algunos de losdespachos más ilustres de la Justicia.

Pero eso no había ocurrido, y yoestaba ahí. Preguntándole a unquiosquero qué colectivo podía dejarmebien en Niceto Vega y Bonpland,empezando a marearme preventivamentefrente a la escena que me tocaríapresenciar, tratando de darme ánimosaunque más no fuera por el lado delpudor y diciéndome que no podía

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flaquear delante del montón de canasque iban a estar apelotonados en esacasa, aunque me diera una impresiónhorrible ver un cadáver, un cadáverreciente, un cadáver nuevo, un cadávernacido no de la ley natural de la vida yde la muerte sino de la decisión rotunday salvaje de un asesino que andabasuelto por ahí, mientras yo sacaba elboleto, lo guardaba para rendirlo comogasto a la vuelta, me sentaba más bien alfondo porque tenía para rato hastaPalermo, y seguía puteando entre dientespor no haber tenido la módicadisciplina, la minúscula entereza, lamodesta fuerza de voluntad que habría

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necesitado para recibirme de abogado.

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Desde que di vuelta a la esquina seme empezó a enturbiar el estómago conla fanfarria estéril que despliega lapolicía en estos casos. Tres patrulleros,la ambulancia, una docena de canasyendo y viniendo sin nada que hacerpero sin la menor intención de retirarse.Como no estaba dispuesto a darles lasatisfacción de advertir mi flojera,encaré con paso rápido mientraspalpaba el bolsillo trasero del pantalón.Cuando el primer zumbo me salió alcruce, le puse delante de las narices la

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credencial y sin condescender a mirarlole dije que era el prosecretarioChaparro del Juzgado de Instrucción n.°41, y que me condujera ante el oficial acargo del operativo. El uniformadoactuó según la lógica de hierro que lepermitía deslizarse sin dolor por lasenda policial: todo lo que tenga unaraya más que él en la manga debe serobedecido, todo lo que tenga una rayamenos debe ser basureado. Mi tonoperentorio me ponía —aún ayuno decharreteras— en la primera categoría,de modo que, con una venia torpe, mepidió que lo siguiera «al interior».

Era una casa vieja, convertida en

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varios departamentos a los que seaccedía por un pasillo lateral feo peroprolijo, que algunas macetas demalvones intentaban inútilmente decorarde tanto en tanto. En dos o tresocasiones tuvimos que ladear el cuerpopara no chocarnos con más policías quesalían del anteúltimo departamento.Calculé que en total los policías debíansuperar la veintena, y volvió adesagradarme ese placer morboso quemuchos encuentran en la contemplaciónde la tragedia. Como en los accidentesferroviarios, esos a los que tuve sí o síque acostumbrarme por viajar todos losdías en el Sarmiento. Nunca entendí del

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todo a los que se amontonan alrededordel tren detenido para espiar entre lasruedas y los rieles el cuerpo destrozadode la víctima y el trabajo sangriento delos bomberos. Alguna vez sospeché queen realidad lo que me molestaba era mipropia flojera. Y me obligué aaproximarme. Pero me horroricé sinretorno no tanto con el espectáculo atrozde la muerte sino con las expresionesjubilosas, festivas, de algunos de loscuriosos. Como si se tratara de unespectáculo montado gratuitamente parasu deleite, o como si debieran capturarhasta el último detalle para referir elasunto a sus compañeros de trabajo,

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miraban sin parpadear y con los labiosalgo separados en una media sonrisaabsorta y embelesada. Pues, bueno,estaba seguro de encontrar, cuandocruzara el umbral, unas cuantas de esasmiradas bajo las gorras azules.

Entré en una sala prolija, llena deadornos en el modular y en las paredes.El juego de comedor, cuya mesa y susseis sillas se apelotonaban como podíanentre esas paredes demasiado juntas,tenía poco que ver con los pequeñossillones de la sala, y ningún parentescocon el estilo de los adornos. «Reciéncasados», intuí. Avancé un par de metroshacia la puerta que daba al resto de la

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casa, pero me topé enseguida con unamuralla azul de uniformes dispuestos encírculo. No había que ser demasiadointeligente para saber que allí yacía elcadáver. Algunos en silencio, otroslanzando comentarios en voz alta parademostrar su hombría ante la muerte,pero todos con los ojos clavados en elpiso.

«El oficial a cargo, por favor».Hablé sin preguntar, buscando elregistro exacto, un poco duro, un pococansado, que sirviera para demostrarle aesa caterva de zánganos que me debíanuna módica pleitesía porquerepresentaba a una instancia superior.

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Algo así como llevar al plano grupal laexperiencia de mando-obediencia quehabía puesto en práctica con el morochoque me había salido al cruce en lavereda. Se volvieron a mirarme y merespondió la voz del oficial inspectorBáez casi desde el fondo de la pieza.Estaba sentado en la cama matrimonial,como pude entrever cuando algunospolicías se hicieron a un lado paradejarme pasar.

Igual no había modo de llegar hastaél, porque la cama ocupaba casi todo elrecinto, y junto a ella yacía el cadáver, ycuando abrieron el surco supuse que sino quería pasar por blando tenía que

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detenerme a mirar a la muerta.Sabía que era una mujer porque el

policía que había llamado al Juzgado alas ocho y cinco me había comunicado,en esa extraña jerga que los policíasemplean al parecer con cierto deleite,que se trataba de «un NN femeninojoven». Esa supuesta neutralidad dellenguaje, esa suposición de que estabanhablando en términos forenses, a vecesme causaba gracia, pero en general meproducía fastidio. ¿Por qué no decirdirectamente, que la víctima era unamujer joven de la que aún, ignoraban elnombre, y que parecía tener poco más deveinte años?

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Sospeché que había sido hermosa,porque más allá del feo color cárdenoque había tomado su piel mientras laestrangulaban, y de la deformaciónesperable en un rostro congelado en lacrispación del horror y la falta deoxígeno, existía en esa chica unamajestad que ni siquiera una muertehorrible había podido borrar. Tuve lacerteza bochornosa de que el crecidonúmero de policías que andabanpululando por ahí tenía que verprecisamente con eso, con que fuerahermosa y con que estuviese desnuda,tirada de mal modo boca arriba a lospies de la cama sobre el parqué claro

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del dormitorio, y con que a varios de losque estaban ahí les encantaba mirarlaimpunemente.

Báez se había puesto de pie ycaminaba hacia mí por el costado de lacama matrimonial. Me estrechó la manosin sonreír. Lo conocía lo suficiente parasaber que le gustaba su trabajo, aunqueno disfrutaba del dolor del que solíanacer ese trabajo. Si no había echado alos curiosos de azul era simplementeporque no había reparado en ellosdemasiado, o porque los sabía parte delfolclore policial, o un poco por las doscosas. Le pregunté si habían llegado losde las pericias. El tiempo iba a

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demostrarme que jamás en la vidatendría la ocasión de conocer a otropolicía que fuese por lo menos la mitadde honesto y lúcido que Alfredo Báez,pero esa mañana, entre todas las cosasque ignoraba, también ignoraba esa, demodo que me tomé la libertad deindignarme por el escaso cuidado queparecía poner en la preservación de lashuellas de la escena del crimen. Dehaberlo conocido un poco más, habríaentendido que lo que en Báez parecíaindolencia era, en verdad, la resignadaentereza del que está de vuelta en mediode una manada de pánfilos en eternoviaje de ida. Báez dio vuelta un par de

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hojas de su libreta y me informó de loque llevaba averiguado hasta elmomento.

—Se llama Liliana Colotto.Veintitrés años. Maestra. Casada desdeprincipios del año pasado con RicardoAgustín Morales, cajero del BancoProvincia. La vecina de atrás nos dijoque sintió gritos a las ocho menoscuarto. Se asomó por la mirilla. Supuerta, al ser la última, no está decostado sino de frente, y abarca todo ellargo del pasillo. Vio salir a unmuchacho petisito. Cree que morocho, ocastaño oscuro. Ahí se puso un pocopesada tratando de distinguir a los

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morochos de los castaño-oscuros. Se veque no tiene mucha gente para conversar,la vieja. Le llamó la atención, porque elmarido sale muy temprano a la mañana.Siete y diez, siete y cuarto. Y ella losruidos los escuchó después. EI que salióno cerró la puerta del departamento. Poreso la vieja esperó un segundo a quecerrara la de la calle y se asomó alpasillo. La llamó a la chica pero no lerespondieron —Báez dio vuelta laúltima hoja—. Eso es todo. Bah,digamos que se asomó y vio a la chicadesde la puerta, tirada acá donde ustedla ve, muy quieta, y nos llamó.

—El que salió, ¿pudo ser el marido?

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—Según la vieja, no. Le preguntéconcretamente y lo negó. Dijo que elmarido es rubio y alto, y este era petisoy de pelo muy oscuro. Aparte se salía dela vaina por hablar mal de la piba, coneso de recibir a un visitante veinteminutos después de que salió el marido.Igual todavía no fui a notificarlo. Siquiere, vamos juntos. Trabaja en lasucursal… por acá la tengo… Acá enCapital.

Se oyeron pasos en la entrada yalgunos saludos murmurados.

—Ah, acá estás —dijo Báez a unhombre obeso que traía un portafolios enla mano—. Vení cuando quieras, que

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nosotros estamos al pedo.Pareció que el otro no iba a

contestar, porque se tomó su tiempo.Miró largamente el cadáver. Se puso encuclillas. Volvió a pararse. Apoyó elportafolios sobre la cama y sacó algunosinstrumentos y un par de guantes degoma.

—¿Por qué no te vas a cagar, Báez?—contestó por fin, aunque sin énfasis.

—Porque estoy acá como un boludoesperándote a vos, Falcone.

El médico pericial no creyónecesario seguir conversando. Se puso atrabajar revisando el cadáver. Le separólevemente las piernas con ademanes

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delicados, como si la mujer pudiera aúnsentir y padecer esas acciones. Tanteósobre la cama y tiró del maletín paravolcarlo hacia su lado. Extrajo unaespecie de cánula y un tubo de ensayo.Levanté la vista para no impresionarme.Sobre la cómoda había un florero conflores artificiales y el retrato de unmatrimonio mayor. ¿Los padres de él ode ella? Sobre la cama, un crucifijo.Sobre cada mesa de luz, un pequeñoportarretrato con forma de corazón y lafoto de un novio y una novia de gestotenso, contenido.

Me los imaginé el día delcasamiento, en el estudio del fotógrafo.

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A las claras se veía que no les sobrabael dinero, pero ella habría insistido encumplir esos ritos iniciáticos. Me sentíun sinvergüenza por andar explorando ladecoración y el pasado de esa mujer,casi como si la hubiese estado mirandoa ella, desnuda y fría, sobre el piso deldormitorio. Falcone se puso por fin depie resoplando.

—¿Y? —preguntó Báez.—La violaron y la estrangularon.

Después te lo confirmo, pero es una fija.Falcone contestó mientras abría el

ropero de segunda mano. Sacó unamanta liviana, que se ve que los reciéncasados usarían en verano y por eso

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estaba prolijamente doblada en elestante. La extendió sobre el cuerpo dela chica con gestos veloces y certeros.Supuse que el médico viviría solo, o quesu mujer lo obligaba a tenderse la cama.De todas maneras, le agradecí ese gestode respeto.

—Los de huellas están en camino.¿Quedará alguna o la manga de pajerosque me crucé en la puerta habrátoqueteado todo?

—Pará, Falcone, que no soy tanboludo —Báez se defendió pero parecíamás aburrido que molesto—. Yo voy aver al marido al laburo —se volvióhacia mí—: ¿Viene?

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—Voy —acepté, tratando de que mivoz no sonara desesperada por rajar deuna vez por todas. Cualquier cosa contal de salir de ese sitio.

La puerta estaba bloqueada por treso cuatro policías que charlaban en vozalta.

—¡A ver, carajo! —tronó Báez, quecomo todos los oficiales aprovechabacada oportunidad que se le presentabapara gritarles a sus subordinados, comosi se tratase de un modoextraordinariamente eficaz y económicode convencerlos de ser humildes ysumisos—. ¡Se corren de acá y se van ahacer algo útil, me cacho! ¡Al que lo vea

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al pedo lo dejo guardado el fin desemana!

Los otros se dispersaron,obedientes.

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6

Cuando entramos al banco tuve unasensación extraña. Era un gran salóncuadrado, con amplios y fríos panelesde mármol en las paredes. Del techo,altísimo, bajaban a intervalos regularescaños negros y escuálidos sosteniendounas tulipas vetustas que iluminabanmalamente la estancia. Una hileracontinua de altos mostradores defórmica gris rematados por paneles devidrio separaba el área de losempleados del espacio destinado alpúblico. Un ordenanza limpiaba,

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aburrido, los cristales a la altura de esosorificios circulares a través de loscuales los clientes se hacían oír. Yoodiaba los ambientes enormes, y penséque debía ser espantoso trabajar todoslos días en un sitio como ese. Hasta meresultó reconfortante evocar laSecretaría del Juzgado, con susanaqueles atiborrados de expedientesdesde el piso hasta el techo, sus pasillosmínimos, su desvaído aroma a maderasenvejecidas.

Pero la sensación extraña tenía quever con otra cosa. Apenas traspuse lapuerta, siguiendo a Báez, abarqué de unrápido vistazo a la veintena de

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empleados, que, aunque a esa horatodavía no habían empezado a atender alpúblico, ya lucían ensimismados sobrelos escritorios. Era como si la horrendanoticia que traíamos aún no tuviese undestinatario fijo. No al menos mientrasel custodio que nos había abierto lapuerta no avanzara hasta el fondo,levantara la tapa de uno de losmostradores, pasase del lado delpersonal del banco y se dirigiese hastael hombre indicado. Me preguntabaquién sería Morales, mientras pasaba lavista de unos a otros. Traté de recordarla foto nupcial de la mesa de luz de sudormitorio, pero no lo conseguí, tal vez

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por el apuro o por la aprensión con quela había mirado.

Sentía como si la tragedia todavíaestuviese sobrevolando esas veintevidas sin decidirse a posarse en ninguna.Era ridículo, claro, porque solo uno deesos hombres podía ser Ricardo AgustínMorales. Los demás no. Los demásestaban a salvo del horror que veníamosa comunicarle. Pero mientras el custodiono detuviese su marcha junto a uno delos hombres que trabajaban allí, todos(los jóvenes, al menos) se me antojabanblancos móviles, víctimas sujetas al azarespantoso de recibir (contra todas lasposibilidades, más allá de todos los

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pronósticos, por encima de todas lascertidumbres con que los seres humanossobrellevamos cada día la angustiaescalofriante de saber que todo lo queamamos puede extinguirse de unmomento a otro) la noticia quedesquiciaría su vida.

El custodio avanzó entre variosescritorios y se inclinó al oído de unmuchacho joven que sumaba cheques enuna gran máquina de calcular. Yo estabapor empezar a compadecerlo a ladistancia cuando, como si losacontecimientos se acomodaranrepentinamente a mi teoría de que eldrama vacilaba antes de posarse en los

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hombros de su destinatario, el muchachoalzó la mano en dirección a una puertaque se abría en los fondos delamplísimo local, y fue como si ese gestode extender el brazo hubiese salvado almuchacho que sumaba cheques delcalvario inminente de haber perdido a sumujer de un modo espantoso.

Báez y yo seguimos el gesto delbrazo y, casi como en un sincronizadomovimiento teatral, la puerta del fondose abrió para dejar ver a un hombrejoven y alto, con el pelo engominadomuy tirante hacia atrás, un bigotito serio,un saco azul y una corbata de nudoestrecho, que avanzó con los últimos

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latidos de su inocencia hacia elescritorio desde el que lo contemplaban,curiosos, el custodio y el empleado delos cheques.

El policía le indicó que lobuscábamos. «Ahora», pensé. «En estemomento exacto este muchacho acaba depenetrar en un túnel sin fondo del queprobablemente no salga en el resto de suvida». Alzó la vista hacia nosotros. Nosmiró primero sorprendido, peroenseguida desconfiado. El custodiodebía habernos presentado a amboscomo policías. Siempre hacen lo mismo.Simplifican hacia la imagen mássencilla. Un policía es algo conocido

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por todo el mundo. Un prosecretario deun Juzgado de Instrucción en lo Criminales una especie más exótica. De maneraque ahí estábamos, con los cuchilloslistos para hundirlos en la yugular delchico que nos miraba sin decidirsetodavía a angustiarse.

Me aproximé al mostrador rebatiblepor el que el muchacho estabasaliéndonos presuroso al encuentro.Había decidido presentarme por minombre pero dejar que Báez fuera el quehablase. Ya habría tiempo de explicarlequién era el policía y quién elfuncionario de Justicia. Además, Báezparecía acostumbrado a comunicar

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primicias espantosas. Y yo, al fin y alcabo, no tenía por qué carajo estar ahí,siendo testigo de cómo se le pulverizabala vida a un joven bancario. Si estaba,se lo debía exclusivamente al pelotudodel doctor Fortuna Lacalle y a superentoria ansiedad por ascender cuantoantes a juez de Cámara.

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7

Mientras nos apretujábamos conBáez y el flamante viudo en la cocinitadel banco, pensé que la vida era unacosa rara. Me sentía triste, pero, ¿quéera, exactamente, lo que me ponía así detriste? Difícilmente fueran elaturdimiento, la palidez, los ojosabiertos y a la deriva de ese muchachoal que Báez acababa de decirle queveníamos a comunicarle que la esposahabía sido asesinada en su casa.Tampoco el dolor de ese chico. Uno nove el dolor. No puede verlo,

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sencillamente porque el dolor no se ve,en ninguna circunstancia. Pueden verse,cuanto mucho, algunos de sus mínimossignos exteriores. Pero esos signossiempre me han parecido máscaras antesque síntomas. ¿Cómo puede expresar elhombre la angustia atroz de su alma?¿Llorando a chorros y dando alaridos?¿Balbuceando unas palabras inconexas?¿Gimiendo? ¿Soltando unas pocaslágrimas? Yo sentía que todas esasmuestras posibles de dolor eran solocapaces de insultar a ese dolor, demenospreciarlo, de profanarlo, decolocarlo a la altura de muestras gratis.

Mientras contemplaba el rostro

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aterido del muchacho, y escuchaba loque le decía Báez acerca de unreconocimiento en la morgue, creíentender que lo que a veces nosconmueve del dolor ajeno es el temoratávico de que ese dolor nos transite anosotros. En 1968 yo llevaba tres añosde casado y creía o prefería creer, odeseaba fervientemente creer, ointentaba desesperadamente creer queestaba enamorado de mi esposa. Ymientras contemplaba ese cuerpoderrumbado en un banquito estropeado,esos ojos pequeños y fijos en la llamaazul de la hornilla, esa corbata de nudoestrecho que caía como una plomada

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entre las piernas abiertas, esas manoscrispadas en las sienes, me ponía en ellugar de ese hombre mutilado que sehabía quedado sin vida y me horrorizabapor eso.

Morales había dejado los ojosabandonados en el fuego que él mismohabía encendido cinco minutos antes conla idea de hacerse unos mates, cuandoaún no habíamos irrumpidosalvajemente en su existencia. Y yocreía entender lo que pasaba por lamente de ese chico, mientras respondíacon monosílabos de autómata laspreguntas metódicas que le dirigía Báez.El muchacho no estaba atento a la hora

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en que abandonó su casa esa mañana, nia recordar con precisión cuántaspersonas pueden tener la llave de sucasa, ni a haber visto ningún rostrosospechoso en las inmediaciones de suvivienda. Me parecía más probable queen medio de semejante naufragio elmuchacho estuviera haciendo elinventario de todo lo que acababa deperder.

Su mujer ya no lo acompañaría ahacer las compras esa tarde ni ningunaotra, ni volvería a ofrecerle su cuerpode marfil, ni quedaría embarazada desus hijos, ni envejecería a su lado, nicaminaría con él por la playa de Punta

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Mogotes, ni se reiría soltando algunaslágrimas con algún capítuloespecialmente gracioso de «Los TresChiflados» por Canal 13. Yo no conocíaesos detalles (que recién con el tiempoMorales transigiría en contarme), perosí podía apreciar en el rostrodesquiciado del chico cómo el futuro leestallaba en escombros.

Cuando Báez le preguntó si teníaalgún enemigo declarado, no pudemenos que sentir, allá en el fondo, elimpulso de reírme con sarcasmo. Comono fuera alguien a quien el muchacho lehubiera entregado mal un vuelto uomitido el sello de «pagado» en la

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boleta de la luz… ¿quién podría teneralgo contra ese pibe que, luego de negarsin énfasis con la cabeza, volvía a dejarquieta la expresión impávida sobre lallama azul de la hornilla?

A medida que transcurrían losminutos, y el interrogatorio de Báez seinternaba en detalles que a Morales y amí nos tenían sin cuidado, vi cómo laexpresión del chico se iba vaciando, losrasgos se le distendían paulatinamenteen una expresión neutra, y las lágrimas yel sudor que en un primer momentohabían asomado a su piel se secabandefinitivamente. Como si una vez frío,una vez vacante de emociones y

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sentimientos, una vez asentada lahumareda del polvo de su vida hecharuinas, Morales pudiera avizorar, másallá, en qué consistiría su futuro, ycomprobara sin lugar para el equívocoque sí, que no había duda alguna, que sufuturo era nada.

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8

—Está resuelto, Benjamín. Asuntoterminado.

Pedro Romano me soltó la frase conexpresión de triunfo, acodado sobre miescritorio, mientras me deslizaba antelas narices un papel con dos nombresmanuscritos. Acababa de colgar elteléfono. Lo había visto sosteniendo unalarga conversación en la que habíaalternado unas cuantas exclamacionesvociferadas (para que a nadie lequedasen dudas de que se traía entremanos algo muy importante) con largas

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parrafadas en un susurro conspirativo.En mi distracción inicial me habíapreguntado para qué cuernos venía ahablar por teléfono a mi Secretaría enlugar de quedarse en la suya. Cuando vique el juez Fortuna estaba en eldespacho del secretario Pérez, entendíque Romano pretendía lucirse. Como yome consideraba un tipo compasivo, ycomo estaba naturalmente en la másabsoluta ignorancia de todas lasderivaciones que los hechos de ese díaiban a tener en los años siguientes, mecausaba más gracia que fastidio queRomano pugnara por deslumbrar anuestros superiores. No tanto por el

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intento de lucimiento sino por la calidadmoral e intelectual del superior ante elcual Romano pretendía destacarse.Hacerse el empleado modelo delante deun juez podía resultarme ligeramentepatético, pero hacerlo sin advertir que eljuez en cuestión era un idiota de marcamayor que no iba a notar ese lucimientome dejaba sin palabras. Más allá de eso,que una vez terminada su conversacióntelefónica Pedro Romano me dijese queel caso estaba resuelto, alargándome unpapel con dos nombres escritos ymirándome con cara de «acá te hice elfavor aunque no me corresponde porquela causa es de tu Secretaría», me

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sorprendió profundamente.—Albañiles. Están trabajando en el

departamento tres. Cambiando los pisos.Al parecer Romano consideraba que

el estilo telegráfico, salpicado desilencios teatrales, aumentaba eldramatismo de su primicia. Me preguntécómo un tipo tan limitado había llegadoa ser prosecretario. Me respondí que unbuen casamiento obra milagros. Sumujer no era particularmente linda, niparticularmente simpática, niparticularmente inteligente. Pero eraparticularmente hija de un coronel deinfantería, y eso en la Argentina deOnganía era un mérito sobresaliente.

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Evoqué la ceremonia del casamiento,plagada de gorras verdes, y creció mifastidio.

—La vieron pasar. La piba les gustó.Tuvieron la idea —Romano habíapasado de la identificación de losseguros autores a la reconstrucción delpropio crimen—. Se ve que el martesvieron salir temprano al marido.Tomaron coraje. Se mandaron.

Si seguía hablando como untelegrama colacionado, iba a sugerirleque se fuera al infierno. Me ilusionéfalsamente cuando dejó de reclinarsesobre mi sitio con las manos apoyadasen el escritorio. Pero no se incorporó

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para irse, sino para dejarse caer en lasilla que tenía más cerca. La arrimó convarios balanceos de cadera, y volvió aquedar con los ojos a la altura de losmíos.

—Se pasaron de rosca, y terminaronhaciéndola mierda.

No habló más. Tal vez estaba a laespera de una ovación cerrada o de losflashes de los reporteros gráficos.

—¿Quién te pasó el dato? —pregunté, y de inmediato arriesgué larespuesta que intuía—: ¿Sicora?

—Precisamente —el tono de voz deRomano incluía, por primera vez, unlevísimo matiz de duda—. ¿Por qué?

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¿Lo puteaba o lo dejaba así nomás?Opté por la variante pacífica. El oficialayudante Sicora, de Homicidios, era unespecialista en escabullirle el bulto altrabajo. Odiaba contactar gente,aborrecía caminar la calle, detestaba ellaburo propio de un investigador. O sea,su único parecido con Báez estaba, creo,en el blanco del ojo. Sicora armaba sushipótesis desde el living de su casa,encajándole el sambenito de homicida alprimer perejil que se le ponía a tiro. Loque más me calentaba no era lo deSicora, sino que el pelotudo de Romanole llevase el apunte. Que Sicora era unpalurdo y un vago lo sabían hasta las

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monjas de clausura. ¿Cómo podíaignorarlo este muchacho, que aunquefuera de oídas tenía la obligación desaber cómo eran las cosas en lainstrucción de un sumario penal?

Pese a todo no quería calentarme. Afin de cuentas Romano era un colega, yyo tenía suficiente experiencia en laJusticia como para advertir que lasheridas verbales son difíciles de sanar.

Viré parcialmente el destino de mispreguntas.

—Aparte… ¿el caso no lo estaballevando Báez?

Mi delicadeza no tuvo premio.Romano me contestó con irónica

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frialdad.—Báez tampoco creo que sea

Spencer Tracy. Y no puede con todo, ¿note parece?

Me estaba saturando, y los restos demi paciencia se me escurrían comoarena entre los dedos.

—No, no me parece. Sobre todo sila alternativa es que la causa la empieceun vago y un pelotudo como Sicora.

Romano no recogió el guante por laofensa que acababa de propinarle a sufuente. En cambio, y como transigiendoen desasnarme, se tomó los dedos de lamano izquierda y empezó a enumerar.

—Son dos. Albañiles. Laburaban en

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el departamento de adelante, o casi. Noson del barrio, ni los conoce nadie. ¿Tedas cuenta?

Romano se detuvo, como confiandoen cautivarme con sus argumentos. Porfin agregó, sacudiendo la cabeza yadelantando el mentón, comodecidiéndose a exponer el argumentodefinitivo:

—Y aparte son dos negritos con carade chorros, no sé si me entendés.

En esa época, por joven o por tierno,o por ambas razones, me costabacalificar a mis conocidos como hijos deputa. Pero Romano parecía cada vezmás dispuesto a dejarme sin margen

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para la clemencia. Más de una vez lohabía visto sobrar a un detenidomorochito y con cara de pobre. Tambiénlo había visto desangrarse en gentilezascon los abogados más o menos célebresen el ambiente. Le dije lo que me saliódel alma:

—Ah, bueno. Si los querés procesarpor negros, avísame.

Pensé en agregar «aguantame quereviso qué artículo del Código podemosaplicarles», pero decidí que esa ironíaera demasiado ingenua e iba aperjudicar el efecto. Vi, de todos modos,que el otro hacía un esfuerzo atroz parano insultarme, y cuando habló no

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quedaba en su voz ni el último vestigiode la floja simpatía con la que habíaempezado.

—Voy a la seccional. Me dijo Sicoraque los tenía listos para interrogarlos.

—¿Listos? —el fastidio me ponía yaal borde del estallido—. Entoncesseguro que ya los recagaron a patadas.Voy yo. No te olvides de que la causa esmía.

En general, me desagradaban loscelos forenses que llevaban a algunosconocidos a usar posesivos con losexpedientes, pero este tipo me habíadesbordado la paciencia. En mi casa mehabían enseñado a no putear a la gente

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en la cara. Por eso me controlé, mecalcé el saco y me despedí con un seco«hasta luego». Solo me permití cerrar lapuerta con bastante más fuerza que lanecesaria.

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9

Entré en la comisaría con el aire deperdonavidas que solía adoptar frente alos uniformados y que usualmente medaba buenos resultados. Esperé dosminutos, después de anunciarme, hastaque Sicora me salió al encuentroluciendo una sonrisa satisfecha.Evidentemente su amigo Romano nohabía considerado necesario ponerlo enautos de mi cólera.

—Los tengo listos para declarar —blandió dos carpetas de cartulina de lasque asomaban unas cuantas actuaciones

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—. Sebastián Zamora. Paraguayo, 38años. Albañil. Vive en Los Polvorines.El otro es José Carlos Almandós, 26años. También albañil. Este por lomenos es argentino, pero vive en CiudadOculta.

Traté de sonar natural al preguntar:—¿Hizo rueda de personas?Sicora me miró con la boca

entreabierta.—¿Cruzó esta pista con los testigos?

Hablo de los que recopiló Báez.Sicora dominó un tartamudeo

incipiente y respondió:—Todavía no. Llamé al Juzgado y

me dijo el oficial primero Romano que

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le diera para adelante, que él se ocupabade avisarle al marido y que…

—No digo con el marido —no lodejé terminar—, sino con la vecina deldepartamento del fondo, que vio salir alhomicida y llamó a la policía. O con losdueños de los otros departamentos,incluido el tres, donde trabajaban estostipos.

Cuando vi la expresión dedesconcierto en la cara de Sicoracomprendí que la idiotez de ese fulanoera tan abismal que yo nunca sería capazde considerarla en toda su magnitud.Seguí:

—¿No me dirá que no cotejó este

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asunto con lo que traía laburado Báez,cierto? —nuevo silencio—. Traiga lospapeles de Báez y lléveme con losdetenidos.

Sicora era demasiado estúpido comopara protestar o quejarse de que un civille diese órdenes. Fue a buscar lasdeclaraciones, pero no me llevó con lospresos. Mala señal. Me acomodé comopude en un escritorio abarrotado decajas desbordadas de papeles, casiatravesado en el pasillo que llevaba alas celdas. Apenas me puse a revisar lasactuaciones, me detuve en la declaraciónde una tal Estela Bermúdez; la leí conatención, la saqué de la carpeta y la dejé

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a un costado. Levanté hacia Sicora unamirada que, calculo, echaba chispas.

—¿Usted revisó esta declaración deEstela Bermúdez?

Sicora desvió la mirada un segundo,como si tratase de hacer memoria, o dehacer tiempo para decidir lo que leconvenía contestar, y enseguida volvió aenfocarme, frunciendo el ceño.

—¿Quién es esa Bermúdez?Yo esperaba esa pregunta.—La dueña del departamento tres,

Sicora.El policía se sabía completamente a

la deriva.—Cuando Báez le tomó declaración

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—traté de que mi voz sonara pacífica,porque me parecía el mejor modo dehumillarlo—, la mujer informó que teníaa dos albañiles trabajando, pero que nohabían ido ni el lunes ni el martes. Ellunes porque llovió todo el día. Y elmartes porque, como estaban trabajandoen la terraza, necesitaban que secasebien para poder manipular el alquitrán,de manera que la llamaron por teléfonoy quedaron directamente para el jueves.

Le tendí la hoja para que la leyesepor sus medios, pero Sicora, echandomano a los últimos vestigios de sudignidad, contraatacó preguntándome:

—¿Y qué tiene que ver? ¿No

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pudieron decir precisamente eso paracubrirse, e ir igual, matar a la chica ytomarse el buque?

—Y, dígame, Sicora, ¿no leyó, tantoen esta declaración como en la de losotros dueños, que la puerta de entrada,la de la calle al pasillo, se cierrasiempre con llave, y que tienen que salira abrir y cerrar a los visitantes? Está entodas las declaraciones. Oigo, por no irdirectamente a la declaración de lavecina que hizo la denuncia, y que entodo momento dice que el agresor fueuno solo.

Alcé el manojo que había formadocon todos los testimonios y los adelanté

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sobre el escritorio, pero Sicora no atinóa tomarlos. Se me quedó mirando, cadavez más desencajado. Sentí unescalofrío cuando comprendí el motivo.Le di una orden perentoria:

—Lléveme con los presos.Sicora se incorporó como si hubiese

estado sentado sobre un resorte.—Este, eh… están en el horario de

comida. Están sirviendo el rancho.Insistí.—No puedo ni esperar ni venir más

tarde. Quiero verlos. Y quiero que mecontacte rápido con Báez.

Sicora dudó todavía un momentomás. Después vociferó un apellido y un

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agente emergió desde el fondo delpasillo de las celdas.

—Acompañe al señor hasta elcalabozo de los… de esos dos.

Caminé por un pasillo hacia el quedaban las rejas de cuatro pares deceldas. Nos detuvimos frente a la últimade la izquierda. No había olor a comida.El agente maniobró con la puerta, que seabrió con un chirrido. La luz estabaencendida. Dos hombres yacíanacostados en los camastros queocupaban las paredes laterales. Unodormía y ni se movió cuando entramos.El otro, que permanecía acostado bocaarriba y que se tapaba la cara con los

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brazos recogidos, giró el cuerpo paravernos. Saludé y el otro farfulló unarespuesta. Nos miramos un instante.

—Llame a Sicora —ordené alagente que me acompañaba. Dudó.

—No puedo dejarlo solo en lacelda.

Me tenían harto. Alcé la voz cuandoinsistí.

—Llámelo o usted también se va acomer un sumario.

El policía salió. Decidí tratar de quela rabia y el espanto no se me colaran enla voz:

—¿Cómo se siente?El otro pareció sonreír, por debajo

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de la costra de sangre seca que le cubríael rostro bajo la nariz. Le faltaban dosdientes delanteros, y estuve seguro deque la pérdida era reciente. Como pudo,el hombre se las compuso para decirmeque ahora le dolía un poco menos, peroque a su compadre le habían pegadomuchas patadas en las costillas, y quehabía estado llorando hasta conseguirdormirse, rato atrás.

Volvió el agente. Dijo que Sicorahabía salido.

—Entonces traiga al comisario.—Está almorzando.—¡Me importa tres carajos! —

vociferé. Estaba indignado. De lo

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contrario no era frecuente quetransigiera a usar esos modalescuartelados.

Cuando tres horas después volví aTribunales, en lugar de entrar a miSecretaría fui derecho a la 18. Atravesélos estrechos desfiladeros queseparaban los escritorios y avancé entrelas altas moles de los ficheros sinsaludar a nadie. Cuando llegué hasta elescritorio de Romano, que leía el diariocon aire ausente, fue mi turno de ponerleun papel frente a la cara.

—Escúchame bien. Vengo de laCámara, y de hacerles a vos y a esereverendo pelotudo de tu amigo Sicora

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una denuncia por apremios. A tus dossospechosos los están revisando losmédicos forenses, por orden mía.

Trataba de no descontrolarme.Romano había bajado el diario, eintentaba pensar. Continué:

—Y me juego las bolas que la ideade cagarlos a trompadas fue tuya, y nodel idiota de Sicora. El los fajó parahacerse el héroe y quedar bien con elJuzgado. Pedazo de boludo. Así que terecomiendo dos cosas. Si querés cagar atortazos a alguien, hacelo vos mismo. Ysegundo: si vas a fajar a alguno, fíjateque tenga algo que ver con algo, porquete la agarraste con dos pobres

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laburantes.Me di vuelta. Dejé la copia de la

denuncia en el escritorio más próximo.Los otros empleados, naturalmente, memiraban en el colmo de la sorpresa.

—Cuando termines de leerla,mandala a mi Secretaría.

Tal vez me hubiera convenidocallarme, pero, así como me costabaengranar, también me costaba enfriarmeuna vez que se me volaban los patos.

—Siempre pensé que eras mediopelotudo, Romano. Pero no. Bah, sí,pelotudo sos. Pero lo que seguro sos esun tipo muy, pero muy, pero muy hijo deputa.

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Entonces desconocía todas lasdificultades que había sembrado ese díaen mi propio destino, y que tarde otemprano tendría que cosechar. Supongoque nadie es capaz de leer, en la borradel presente, las señales de sus futurastragedias.

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10

Tomé la decisión de ayudar aRicardo Morales en todo lo que fueraposible esa misma tarde, durante laprimera conversación que mantuvimos asolas, en un bar de la calle Tucumán al1400, sentados junto a la ventanaguillotina que nos separaba de lavereda, mientras afuera escampabadespués de llover a baldazos.

Desde el momento en que le rajé laputeada a Romano, y me sentéresollando e intentando calmarme, toméconciencia de que el pobre viudo estaría

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viniendo a los tiros hasta el Juzgado,convencido de que estaba por enterarsede la verdad. De hecho llegó veinteminutos después. Escuché los dos golpestímidos que dio en la alta puerta de laSecretaría, y el impersonal «pase» dealguno de los pinches.

—Lo buscan, jefe —me anunció elpibe que lo había atendido.

Levanté la cabeza y me tomé uninstante para pensar que, si el meritorionuevo no me tuteaba, yo seguramenteacababa de trasponer la puerta deingreso a la madurez.

—Me llamaron al banco —dijoMorales cuando me vio aparecer en la

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mesa de entradas. Tal vez me reconocíacomo uno de los dos que habían ido adarle la noticia de la muerte de Liliana.

—Sí, ya sé —no fui capaz de deciralgo más preciso.

Supuse que iba a preguntarme si«era cierto que en la causa habíanovedades importantes» o si «eraverdad que acababan de caer losasesinos», dependiendo de que el idiotade Romano hubiese elegido un tono LaNación o un estilo Crónica para darseaires cuando le comunicó la supuestaprimicia. Pero, para mi sorpresa,Morales se contentó con permanecermuy tieso, con las manos suavemente

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apoyadas sobre el mostrador y los ojosmuy fijos en los míos.

Fue peor, porque sentí que esesilencio era el de un desamparado queestá convencido de que nada saldrácomo se ha atrevido secretamente asoñarlo. Tal vez por eso me decidí ainvitarlo a tomar un café. Era conscientede que me estaba saliendo de las normasmás elementales de la asepsia judicial.Me consolé diciéndome que lo hacía porcompasión, o por enmendar de algúnmodo la estúpida precipitación deRomano.

Salimos por la puerta de Tucumán, ynos topamos con un aguacero feroz que

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caía oblicuo por las ráfagas de viento.Cruzamos, a los saltos, la calle quecomenzaba a anegarse. Morales mesiguió dócilmente por el desfiladero quedibujé, pegado a las vidrieras, bajo lostoldos, intentando protegerme. Con lamisma mansedumbre, o apatía, se dejóconducir hasta la otra cuadra, cruzandoUruguay, hasta un bar y hasta una mesapegada a la ventana, y aceptó el café queencargué al mozo con gesto veloz.Después no tuvimos nada que hacer.

—Qué tiempo de porquería, ¿no? —dije, en un intento por sortear el mutismoincómodo en el que nos habíamoshundido.

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Morales dejó largo rato los ojosolvidados en la vereda regada por eldiluvio.

—Lo mandamos llamar —me sentíen la obligación corporativa de usar laprimera persona del plural, aunque ese«nos» me atase al hijo de puta deRomano—, pero tengo que decirle algo.

Volví a trabarme. ¿Cómo empezar?¿Tal vez con un «lo ilusionamos al pedo,discúlpenos»?

—Pierda cuidado — Morales al finme miraba. En su rostro se trazó apenasuna sonrisa—: Acaba de decírmelo.

Lo miré, confundido.—El «pero» —intentó aclarar

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Morales. Abrí la boca como pararesponder, aunque no entendía el sentidode lo que el viudo pretendía decirme.Viendo mis brazadas de náufrago,continuó:

—El «pero». Usted acaba dedecirme «lo mandamos llamar, pero…».Es suficiente. Ya entendí. Si hubiesedicho «lo mandamos llamar y…» o «lomandamos llamar porque…», hubiesesignificado algo. No lo hizo. Dijo«pero».

Morales volvió a mirar la lluvia ysupuse erradamente que habíaterminado.

—Es la palabra más puta que

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conozco —Morales volvió a arrancar,pero no me sonó a que eso fuese unaconversación, sino un monólogo íntimoal que le ponía voz por pura distracción—. «Te quiero, pero…»; «podría ser,pero…»; «no es grave, pero…»; «lointenté, pero…». ¿Se da cuenta? Unapalabra de mierda que sirve paradinamitar lo que era, o lo que podríahaber sido, pero no es.

Miré el perfil de ese hombre queveía caer la lluvia. Había supuesto queera un sencillo muchachito de horizontespequeños cuyo mundo acababa dedesmoronarse. Pero sus palabras, y eltono en el que las decía, eran las de un

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hombre acostumbrado a caminar por eldolor. Parecía alguien preparado desdesiempre para que lo golpease la peor delas derrotas.

—Eso me simplifica un poco lascosas —aunque fuera un pocovergonzoso, encontraba en esa sabiamelancolía la escotilla paraescabullirme de una extraña sensaciónde culpa que me estaba cercando.

—Dele, lo escucho —Morales giróla silla hacia mi lado, como parafocalizar más fácilmente la atención enmí, o como si quisiera evitar que lalluvia volviese a hipnotizarlo.

Le conté. Ahora no me sentí

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obligado a usar plurales que disfrazaranlas responsabilidades de Romano y deSicora. Que se fueran al demonio.Terminé contándole que acababa de irmehasta la Cámara para radicar la denunciacontra los dos, y que estaba a la esperadel informe de los médicos forensessobre los golpes que habían sufrido losalbañiles.

—Pobres tipos —dijo Morales—.El baile en el que los metieron.

Lo dijo en un tono tan neutro, tanfalto de emoción, que daba la impresiónde estar hablando de algo que le eratotalmente ajeno. Yo había temido queMorales desaprobase mis acciones, que

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se empeñase fanáticamente en aferrarsea esa pista que Romano y el otro idiotahabían construido con el humo de supropia estupidez. Ahora estabaempezando a entender que el muchachoera demasiado inteligente para encontrarconsuelo en cualquier historia que nofuera la verdad.

—Si lo agarran, ¿qué van a hacerle?—Morales habló sin dejar de mirar lalluvia, que se había convertido en unallovizna tenue.

No pude evitar que las palabras delCódigo me vinieran a la mente, conaquello de prisión perpetua, más laeventual accesoria de reclusión por

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tiempo indeterminado, para el que«matare para preparar, facilitar,consumar u ocultar otro delito». Creíentender que a ese hombre ningunaverdad podía lastimarlo, simplementeporque no le quedaba ningún retazoileso en el alma como para que pudierallagársele.

—Es homicidio calificado. Artículo80, inciso 7 del Código Penal. Lecorresponde perpetua.

—Prisión perpetua… —Moralesrepitió, como en un esfuerzo por captarel fondo de la idea. Noté que no decía«cadena perpetua» como casi todo elmundo que desconoce el Derecho, y que

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usa el léxico aprendido de las películas.Ese muchacho seguía sorprendiéndome.

—¿Lo desilusiona? —me atreví apreguntarle.

Temí haber sonado insolente con esapregunta tan personal. Después de todo,éramos dos desconocidos. Moralesvolvió a mirarme con una repentinaperplejidad que me pareció sincera.

—No —contestó por fin—. Meparece justo.

Callé. Tal vez era mi obligaciónaclararle que, aun cuando le aplicaran laaccesoria de reclusión por tiempoindeterminado del artículo 52 delCódigo Penal, si el asesino no era

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reincidente, a los veinte o veinticincoaños podría salir en libertadcondicional. Pero me dio la impresiónde que eso sí podría aumentar su dolor.Como tenía la vista clavada en Morales,que a su vez miraba la vereda, advertíque de repente el ceño de miinterlocutor se ensombrecía en un gestode contrariedad. Miré yo también haciaafuera. Había dejado de llover, y el soliluminaba las calles empapadas yrefulgía en los charcos, como sialumbrase por primera vez.

—Odio cuando pasa esto —dijo derepente Morales, como si yo debieseestar al tanto de lo que significaba

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«esto»—. Nunca pude soportar ver salirel sol después de una tormenta. Mi ideade un día de lluvia es que debe lloverhasta la noche. Que el sol salga a lamañana siguiente, vaya y pase, pero¿así?… Que el sol interrumpa dondenadie lo llama… En los días de lluvia elsol es un intruso imperdonable. —Morales se detuvo un segundo y dejóentrever una sonrisa ausente—. No sepreocupe. Estará pensando que latragedia me ha fundido los sesos. No espara tanto.

Yo no sabía qué contestar, peroMorales, de nuevo, no parecía esperaruna respuesta.

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—Me encantan los días de lluvia.Desde chico. Siempre me ha parecidouna imbecilidad que la gente hable de«mal tiempo» cuando llueve. ¿Maltiempo por qué? Usted mismo dijo algosobre eso al salir de Tribunales ¿cierto?Pero sospecho que lo dijo por deciralgo, porque estaba muy incómodo y nosabía cómo llenar ese silencio. Igual noes nada.

Seguí callado.—En serio. Es natural. Supongo que

yo soy el raro. Pero siento que la lluviatiene una inmerecida mala fama. Elsol… no sé. Con el sol parece tododemasiado fácil. Como en las películas

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de este pibe… ¿cómo se llama? PalitoOrtega. Esa supuesta ingenuidad siempreme saca de quicio. El sol tienedemasiada propaganda, creo. Y por esome irrita que se inmiscuya en los días delluvia. Como si el maldito sencillamenteno tolerase que de vez en cuando los queno lo veneramos como idólatraspudiésemos disfrutar de un díacompleto.

A esa altura, yo lo contemplabaabsorto. Era el discurso más largo quele había oído decir.

—Un día perfecto, para mí, es así —Morales se permitió una mínimagesticulación con las manos, como si

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bosquejara la acción de una película quepensase dirigir—: Una mañana cargadade nubarrones, unos cuantos truenos, yuna buena lluvia de todo el día. No digoun aguacero, porque los imbécilessolares se quejan el doble si la ciudadse llena de agua. No, alcanza con unalluvia pareja que dure hasta la noche.Hasta la noche tarde, eso sí. Para queuno pueda dormirse con el ruido de lasgotas. Y si podemos agregarle de nuevounos truenos, mejor.

Se quedó un minuto en silencio,como si recordase alguna noche comoesa.

—Pero esto… —torció la boca en

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una mueca de disgusto—, esto es unaestafa.

Dejé la vista un largo rato clavadaen el rostro de Morales, que seguíavuelto hacia la calle con expresióndefraudada. Tendía a creer que mitrabajo me había vuelto inmune a lasemociones. Pero ese muchacho que sedesparramaba en la silla con eldesvalimiento de un espantapájaros, yque miraba abatido hacia la calle,acababa de ponerle palabras a algo queyo había sentido desde chico. Fue en esemomento cuando tomé conciencia, creo,de que Morales me recordaba mucho, odemasiado, a mí mismo, o al «mí

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mismo» que habría sido si, exhausto, mehubiese cansado de aparentar laseguridad y la fortaleza que me calzabatodas las mañanas, al instante siguientede despertar, como si fuese un traje o,peor aún, un disfraz. Supongo que poreso decidí ayudarlo en todo lo que mefuera posible.

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11

Aunque sabía que el momento dearchivar esa causa iba a llegar, intentéposponerlo a través del mecanismo másantiguo y más inútil que conocía:borrarlo de mi mente cada vez que measaltaba su recuerdo. Y por eso, por lafutilidad de mis resistencias y por lainevitabilidad de las circunstancias, elmomento llegó con una puntualidadrigurosa que me desbarató esasjugarretas de negación y aplazamiento.

Estaba sentado en mi rincón de laSecretaría, un día de fines de agosto,

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despachando una excarcelación. Advertíque el secretario Pérez se aproximabacon una causa en la mano. Cuando ladejó caer sobre el vidrio de miescritorio, el expediente hizo un ruidofláccido.

—Te dejo el homicidio de Palermopara sobreseer —dijo antes de volver asu despacho.

En la jerga que gastábamos allí,«dejarme el homicidio» era pedirme quedespachara una resolución, el «dePalermo» aludía a la zona del hecho,porque no teníamos detenidos con cuyoapellido identificarla, y el «parasobreseer» tenía que ver precisamente

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con la resolución que Pérez me pedíaque despachase: tres meses de trámitesin hallazgos positivos, ningún dato paraproseguir el sumario hacia ningún lado.Palo y a la bolsa. Adiós al caso. Milveces había redactado medidas comoesa, o las había ordenado a missubordinados en las causas mássencillas. Pero aquí me resistía, porqueno se trataba para mí del homicidio dePalermo, sino de la causa por la muertede la mujer de Ricardo Agustín Morales,a quien yo me había propuesto ayudar enlo que pudiera. Y hasta ese momento laverdad era que había podido bastantepoco.

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Aparté la causa en la que habíaestado trabajando y acerqué hacia mí elexpediente de carátula azul. «LilianaEmma Colotto s/homicidio». Di vueltalas hojas. Me encontré con el resultadoprevisible. El acta inicial de la policía,con la declaración del oficial que habíallegado en primer lugar a la escena delcrimen, alertado por la vecina del fondo.La descripción del hallazgo del cuerpo.La solicitud de las pericias. La notadejando constancia de haber avisado alJuzgado de Instrucción, o sea a mí. A mírecibiendo la noticia medio dormidosobre el amplio escritorio del despachodel juez, con el cornudo de Romano

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festejando a los saltos a mi lado. Lasdeclaraciones que Báez había recabadoentre los testigos. Las fotos de la escenadel crimen. Las pasé rápido, aunque creíreconocer la punta de mi zapato muycerca de la mano de la víctima, en unode los planos oblicuos que tomaban elcadáver desde la derecha. Volvírápidamente las hojas de la autopsia —esas descripciones me asqueaban—,pero me detuve en sus conclusiones.

Violación… muerte porestrangulamiento… ¿y esa terceraconclusión? Se me había pasado por altoal recibir la pericia, unas semanas atrás.Aunque no pareciera posible, esa

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historia era capaz de multiplicar eldolor más allá de la muerte. Seguíleyendo el resto de la causarepentinamente angustiado, aunque novolví a dar con otro dato inesperado.Venía la parodia bestial de Romano ySicora con los albañiles: las dos hojasescuálidas de las «manifestacionesespontáneas» en las que el turro deSicora fraguaba, a golpes, la confesiónde los pobres tipos. Después, la copiade mi denuncia ante la Cámara por losapremios ilegales y las pericias sobrelas lesiones de los dos detenidos.

Me acordé de Romano, como meocurría cada vez que veía su escritorio

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vacío. Lo habían sumariado ysuspendido preventivamente, apenashecha mi denuncia. Al principio habíatemido que sus empleados me guardasenrencor: a fin de cuentas éramos todoscompañeros del mismo Juzgado. Peromis relaciones con ellos siguieronsiendo tan cordiales que hasta mepregunté si secretamente no meagradecían haberles sacado a esepalurdo de encima. Seguí avanzando,aunque quedaban muy pocas fojas. Laremisión de la causa desde la comisaríahasta el Juzgado, las declaraciones delos mismos testigos en nuestraSecretaría, donde se habían limitado a

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ratificar lo que ya habían dicho. Porúltimo, algún informe forensecomplementario (algo del estudio sobrelas visceras que no agregaba nada y que,de todos modos, salteé, aprensivo).

Cuando di vuelta la última hoja leí,escrita en lápiz en el margen, la fecha deese día. La había anotado Pérez,siguiendo las expresas directivas deljuez: «Toda causa que llega desde lacomisaría sin sospechosos ni autoresconocidos, hay que limpiarla en dosmeses. Máximo tres». Ojalá Fortunahubiese sostenido ese principio pormetódico. Pero no, lo hacía simplementepor mediocre. Su verdadero lema era

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«cuantas menos causas, mejor». Por esola manía de archivar las causas sinprocesados cuanto antes, sin importarque fueran hurtos u homicidios.

Me imagine el paso siguiente.Debería colocar una hoja con membreteen la máquina, el encabezado de rigor yuna resolución de diez líneas, dictandoel sobreseimiento en la causa, sinprocesados, y encomendando a lapolicía que continuara con la pesquisapara dar con los culpables. Eso paraguardar las apariencias. En los hechosera un módico certificado de defunciónpara el expediente: la causa al archivo yhasta nunca.

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Revisé de nuevo todo el legajo.Verdaderamente no había nada porningún lado. Aunque Fortuna fuese unchanta y Pérez un alcahuete estaban en locierto, mierda. Llegué a la autopsia y denuevo me detuve en las conclusiones.Me pregunté si Morales sabría aquellode lo que yo acababa de enterarme.Supuse que no. Pensé en esa mujer joveny hermosa. Joven, hermosa, violada,muerta y abandonada sobre el parquédel dormitorio.

A Morales tenía que decírselo. Teníala certeza de que en el alma de esehombre existía un inmenso lugar paraguardar el dolor, pero no para almacenar

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el engaño. No obstante, comunicarleaquello y al mismo tiempo decirle que lacausa estaba muerta en el archivo erademasiado cruel como para que pudiesetolerarlo.

Del primer cajón del escritoriosaqué una goma. Borré prolijamente lafecha escrita en el margen de la últimahoja, y la cambié por otra para la quefaltaban tres meses más, con ladelicadeza algo titubeante de quien imitala letra de otra persona. Me incorporé yabandoné el expediente en uno de esosestantes en los que sabía, porexperiencia, que nadie iba a poner undedo durante décadas salvo una expresa

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orden mía en contrario. Ni el juez ni elsecretario iban a preguntar por esacausa. Volví al escritorio y pasé un largorato mordisqueando el capuchón de labirome y pensando cuál sería la mejormanera de explicarle a Morales que, enel momento de ser violada y asesinada,su mujer tenía casi dos meses deembarazo.

Teléfono

Chaparro sabe que se arrepentirá de

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llamarla, pero, como todo lo que tieneque ver con ella, también la posibilidadde escuchar su voz lo atrae con unafuerza irresistible. Por eso ha estadoavanzando paso a paso, yarrepintiéndose de hacerlo momento amomento, desde el instante en quealumbró la idea hasta que la oyelevantar el auricular.

Comienza diciéndose que necesitasaber un dato puntual del sumario. ¿Escierta esa necesidad? Primero seresponde que sí, porque después detreinta años un montón de datos menores(fechas, lugares, el encadenamientopreciso de ciertos detalles) conservan

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apenas un registro borroso en sumemoria. Pero en seguida se objeta quesemejante prurito es obsesivo,desmesurado. ¿Importa tanto saber si lacausa ha estado inactiva durante cincomeses o durante seis? No estádocumentando una prisión preventiva,sino narrando una tragedia de la que hatenido el dudoso honor de ser unamezcla de testigo y protagonista. Tantarigurosidad es, entonces, innecesaria.Pero ese razonamiento tan equilibradono lo sustrae a la minúscula obstinaciónde revisar la causa. Demora dos días,durante los cuales apenas consiguepergeñar un par de páginas inservibles,

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hasta ser capaz de confesarse que laidea de revisar el expediente lo cautivasolo porque le da una excusa cristalina yaséptica para visitar a Irene.

Ella sabe —él se lo ha contado—que está «escribiendo su libro». Bien.Es natural que un escritor necesitecotejar un par de datos tan antiguos.Macanudo. La causa está en el ArchivoGeneral, en el subsuelo del Palacio.¿Qué mejor atajo para facilitarle aChaparro el acceso al viejo expedienteque un llamado informal de la jueza deinstrucción del Juzgado en el que se hatramitado esa vieja causa? Redondo.Tendrá la oportunidad de tomar un café

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con Irene y de darse aires de escritor enacción. A ella le gusta ese proyecto en elque lo ve embarcado. E Irene se ponemás hermosa todavía cuando habla dealgo que la entusiasma. Por lo tanto,excusa perfecta. ¿Por qué, entonces, sepone tan nervioso, y retrocede justoantes de decidirse a llamarla?Precisamente porque todo es unpretexto. En el fondo es así de simple.Todo es, al cabo, una coartada para estarcerca de ella. Y Chaparro se sientemorir ante la mínima posibilidad dequedar expuesto delante de la mujer a laque ama.

Él conoce a la gente del Archivo. La

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mayoría ha entrado al Poder Judicialdespués que él. Si se presenta en lamesa de entradas y pide ver unexpediente, difícilmente vayan a ponerleobjeciones. Y aun en ese caso, siempretiene la posibilidad de pedirle al pibeGarcía, el secretario, que llame desde elJuzgado para que le allanen el camino.¿Qué sentido tiene entonces recurrir aIrene?

Ninguno, salvo tener cinco minutos asolas con ella con una coartada sólidadetrás de la cual guarecerse. Sin unapantalla así, no puede. Aunque quiera,no lo logra. Le da terror empezar aincendiarse desde las tripas hacia fuera,

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atropellarse en las palabras, largarse atiritar y a sudar frío.

Es ridícula su vergüenza. Sobre todotratándose de dos personas grandes.¿Por qué no decirle sencillamente laverdad? Visitarla en su despacho sinpretextos, y darle a entender lo quesiente. Son adultos. Debería bastar conalgunas medias palabras, algún gestomundano que a ella le dé a entender suinterés, y que Irene se imagine el resto.

¿Por qué no puede hacer eso?Porque no. Por eso. Porque lleva tantosaños callándoselo que Chaparro prefiereque lo entierren con la verdad a cuestasantes que soltar de mal modo una

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versión edulcorada, dietética, digeriblede lo que siente por ella.

No puede presentarse y decirle connaturalidad: «Mirá, Irene, quería quesupieras que te amo con locura desdehace unas tres décadas, con ciertosperíodos menos virulentos durante losmuchos años en que no trabajamosjuntos».

Chaparro deambula como unautómata por la cocina y el comedor.Abre y cierra cincuenta veces laheladera. Está tan enroscado en sudisyuntiva que, aunque en casi todos suspaseos, tarde o temprano, se detienefrente al escritorio, es incapaz de

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advertir que esas hojas desparramadasson, pese a todos sus pronósticosfatalistas, el embrión de su dichosolibro.

Mira el teléfono por centésima vez,como si el aparato pudiera ayudarlo adecidirse. Súbitamente da un par depasos hacia él, y las pulsaciones se leaceleran. Ya está arrepentido de lo queva a hacer antes de marcar los tresprimeros números, pero sigue adelante,porque está decidido a materializar sudeseo al mismo tiempo que se arrepientede su decisión, en esa mezcla de cinismoy esperanza que es el sello de su vida.

Marca el directo del despacho de

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ella. No tiene el menor interés en quesus antiguos empleados se enteren delllamado. Atienden al tercer timbrazo.

«¿Hola?» Es la voz de Irene. AChaparro vuelve a sorprenderlo esa casiimperceptible señal de independenciade criterio en la mujer a la que adora:todo el mundo, apenas ingresa enTribunales, copia de sus compañeros laburocrática fórmula de responder elteléfono identificándose con unmonocorde «Juzgado» o «Secretaría», o,en el colmo de la amabilidad, le agregaun «buen día». Irene no.

Desde su primer día en el PoderJudicial decidió iniciar sus

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conversaciones con ese «¿Hola?» cálidoy familiar, como si estuviese atendiendoun llamado de su abuelita. Chaparro losabe porque fue su primer jefe.Acababan de ascenderlo a oficialprimero cuando Irene ingresó comomeritoria a la Secretaría. En unadecisión de la que luego se arrepentiríaa medias, no la tuteó cuando se lapresentaron. Lo habían educado en unrespeto severo por las mujeres, aun porlas jovencitas recién salidas delsecundario que se aproximarantendiéndole la mano y saludándolo conun lacónico «Encantada». Por eso lelanzó un «Cómo le va, un gusto tenerla

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con nosotros». Chaparro tenía entoncesveintiocho años, diez más que su nuevaempleada, y estaba convencido de queun jefe debe mantener siempre claras lasjerarquías con los subordinados. Habíatitubeado un poco al mirarla a los ojos,porque esa chica miraba al fondo de losojos de uno, y era como si le embocarauna pedrada certera en las propiasórbitas con sus iris negrísimos. Salió delpaso soltando enseguida la mano queella le había tendido y derivando deinmediato en el escribiente la tarea deinstruirla en sus labores básicas. Comoestaban de turno y tapados de trabajo, lapusieron a atender el teléfono. Al cuarto

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o quinto «¿Hola?» de la nueva meritoria,Chaparro había creído oportunoexplicarle, desde el más estrictovirtuosismo tribunalicio, que erainfinitamente más útil que su expresiónal levantar el teléfono fuese «Secretaría19» en lugar de ese otro saludo tancoloquial y doméstico, porque ahorrabaen la conversación el tiempo quedebería emplear su interlocutor ensobreponerse a la sorpresa de suexcentricidad y en verificar que habíaefectivamente llamado a un Juzgado. Yaantes de terminar su exposiciónChaparro se había sentido un idiota,aunque no estaba seguro si por la

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estupidez intrínseca de surecomendación o por el gestopúdicamente divertido con el que lomiró Irene, quien pese a todo asintió unpar de veces, como aceptando laobservación. No obstante, cuando tresminutos después el teléfono volvió asonar, ella contestó con un «¿Hola?» tanfamiliar y tan escasamente jurídicocomo todos los anteriores. No habíaosadía en su voz. No la animaba ni elmás minúsculo desafío. Tal vez por esoChaparro no pudo enojarse y dio elasunto por terminado.

Irene siguió respondiendo asídurante toda la vida, como este día de

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agosto, treinta años después de suprimer encuentro, cuando él termina dedar vueltas por su casa, de rondar elteléfono, de levantar el tubo y de volvera colgarlo veinte veces, hasta quefinalmente decide —o no puede evitar,lo que en Chaparro es más bien el modoen que germinan las decisionesprofundas— llamarla a su despacho, yrecibe ese «¿Hola?» que le hace saltarel corazón en el pecho.

Coartadas y partidas

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Benjamín Chaparro va directamenteal despacho de la jueza. No pasa por suSecretaría, ni por la n.° 18. Está tanturbado por la inminencia de ver a Ireneque tiene la sospecha de que, si se cruzacon cualquier conocido, todo el mundose percatará de que el amor le desbordapor las orejas. Golpea dos veces. La vozde Irene lo invita a pasar. Asoma lacabeza con ese gesto involuntario ytímido que, a solas, aborrece. El rostrode ella se ilumina con una sonrisacuando lo ve.

—Adelante, Benjamín. Pasá.Chaparro avanza, sintiendo que

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comienza a incendiarse. ¿Se habrápuesto colorado? La mira intentando queno se le note que está igual demaravillado que la primera vez. Es alta,y tiene el rostro angosto. De joven eraun poco huesuda. Los años, ¿los hijos?,la han redondeado leve yprovechosamente. Se saludan con unbeso en la mejilla. Recién cuando sesientan, uno a cada lado del amplioescritorio de roble, Chaparro suelta elaire que viene conteniendo desde elinstante anterior al beso. Ahora puederespirar tranquilo: al no haberlo olido,es posible que el perfume de ella no lomantenga en vilo las próximas dos o tres

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noches. Sonríen sin hablar, algoavergonzados, como si se sorprendiesenel uno al otro en un acto divertido perocensurable. Chaparro demora elmomento de pronunciar sus primeraspalabras, porque la ve ruborizarse y esolo hace sentir extrañamente feliz. Perocuando ella lo mira al fondo de los ojos,y parece interrogarlo por detrás de todassus coartadas, él siente que ha perdidola iniciativa y que es preferible volveral libreto mental que ha traídoredactado.

Le cuenta lo que necesita, y parajustificar el pedido le resume un poco enqué anda con el asunto de «su libro». Le

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refiere (y se entusiasma mientras lohace) una síntesis de esa historia queella conoce apenas superficialmente, porcomentarios del propio Chaparro y delos otros dinosaurios del Juzgado.Cuando termina, Irene lo mira divertida.

—¿Querés que les pegue un llamadoa los del Archivo?

—Si podés… me gustaría —Chaparro traga saliva.

—No hay problema, Benjamín —ella frunce ligeramente el ceño—. Peromira que te conocen más a vos que a mí.

«Mierda», piensa Chaparro. ¿Taninocente es su coartada?

—Lo que pasa es que se trata de una

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causa del tiempo de ñaupa, ¿sabes? —aChaparro se le queman los papeles.

—Sí, lo sé. Alguna vez me contastede ese asunto. La causa llegó después deque me mandaste ascendida al Juzgado11, ¿cierto?

¿Hay una segunda intención pordetrás de ese «me mandaste ascendida»?Si la hay, Irene es más perspicaz de loque Chaparro quiere suponer. En 1967,más precisamente en octubre, dossemanas después de que se lapresentaran como meritoria, y cuandoChaparro había abandonadodefinitivamente su pretensión de queatendiese el teléfono como Dios manda,

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soñó con ella. Se despertó temblando.Era un hombre casado, y por entoncestodavía porfiaba por convencerse de quetenía un buen matrimonio con Marcela.Trató de olvidar el asunto pero volvió asoñar con ella las cinco nochessiguientes. La última vez la imagen deIrene era tan vivida, y el fulgor de supiel desnuda resultaba tan convincente,que a Chaparro le dieron ganas de llorarcuando despertó y descubrió que nohabía sucedido de verdad. Esa mañanallegó al Juzgado y decidió purgar sualma del amor que empezaba aconsumirlo. Telefoneó a todos loscolegas con los que tenía cierta

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confianza. Les habló maravillas de unameritoria que estaba dando sus primerospasos en la Justicia, que estudiabaDerecho y que merecía un cargo rentado.Chaparro era ya entonces un muchachorespetado en el ambiente, probablementequerido. Unos meses después lo llamóuno de ellos para ofrecerle un puesto depinche «para la chica». Chaparrointerrumpió el silencio de radio en elque se había sumergido con ella durantetodo ese tiempo para comunicarle labuena nueva. Irene se puso contentísima,y a él esa alegría le dolió en algún lado.Que no lamentara irse significaba que nodejaba nada en la Secretaría. Nada que

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fuese a extrañar. Se dijo que era lógico.Estaba de novia con un muchacho queestudiaba Ingeniería, amigo de uno desus hermanos mayores. Chaparro ya sehabía sentido mal delante de Marcelapor ese amor arrebatado que empezaba aconsumirlo. Saberse no correspondido,además de infiel, lo hacía sentirse solo.Se dijo que era mejor así. Arrancar decuajo una planta que, de todos modos,no tenía brotes ni futuro.

Eso fue en marzo de 1968, pocoantes de que llegase la causa deMorales. Desde entonces la perdió devista. Tribunales tenía esa rara lógica.Alguien que trabaja dos pisos más abajo

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pasa a vivir en otra dimensión, pocomenos. Hasta 1976 no tuvo noticias deella, pero en febrero de ese año lellovió como secretaria: se habíarecibido de abogada y la habíannombrado. Tampoco entonces era unbuen momento para que Chaparro seatreviese a nada. Era un hombre libre,porque se había separado de Marcelavarios años antes, pero el día quevolvieron a verse Irene traspuso lapuerta de la Secretaría precedida poruna considerable panza de seis meses deembarazo. Chaparro se desayunóentonces (porque no había querido sabernada de ella, porque sentía que así se

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preservaba, que se ahorraba el estiletazode aceptar que ella tenía una vida que élse estaba perdiendo) con que ella sehabía casado dos años antes con elantiguo estudiante devenido ingeniero yque estaba esperando a su primogénito.

Cuando Irene retornó de su licenciapor maternidad, era Chaparro el quehabía partido. A ella le resultósorprendente que su prosecretariohubiese aceptado una vacante en elJuzgado Federal de San Salvador deJujuy, pero le explicaron a media vozque se lo había sugerido el juezAguirregaray en persona. Aunque Ireneno era muy ducha en cuestiones

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políticas, identificó con facilidad laentonación torva y conspirativa delcomentario: evidentemente Chaparrocorría algún tipo de peligro si sequedaba en Buenos Aires en el fríoinvierno de 1976.

En los años siguientes, ambosrecibieron noticias fragmentarias de lasuerte corrida por el otro. Chaparrosupo que Irene siguió subiendo lospeldaños del escalafón: fiscal en 1981,secretaria de Cámara unos añosdespués. A su vez, ella se enteró de queél había vuelto a Buenos Aires en 1983,cuando el Proceso agonizaba. Llegabacasado con una jujeña de la que habría

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de separarse tiempo después. Esos, losaños de la década de los ochenta,marcaron la época en la que másdesconectados estuvieron: cruzaronapenas un par de conversaciones fugacesen algún encuentro callejero. Irene seenteró de que la jujeña de Chaparro sellamaba Silvia y de que no tenían hijos.Él supo que Irene seguía casada con elingeniero y que sus tres nenas crecíansin sobresaltos.

Volvieron a encontrarse unos añosmás tarde, en 1992. Hacía tiempo ya queChaparro había atravesado su segundaseparación, y se había convencido deque el mejor modo de terminar sus días

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sería en una circunspecta soledad.Evidentemente no estaba hecho para elmatrimonio. Tenía más de cincuentaaños. Tal vez era un buen momento paraprescindir de las mujeres. Estabapreparado para no necesitarlas. Para loque no estaba listo era para que aprincipios de ese año el juez Alberti sejubilara e Irene llegase nombrada comonueva jueza.

Al encontrarse frente a frente, en elmismo despacho en el que ahora estánsentados, los dos sonrieron, comoveteranos de una guerra en la que todoslos demás eran reclutas bisoños. «Yanos conocemos», había dicho Irene,

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sonriendo, y Chaparro había sentido quelos veinticinco años que lo separaban dela seguidilla de sueños que le habíansacudido el alma hasta los cimientos sehacían polvo sin dejar vestigios. Esamujer no tenía derecho a ejercer esasonrisa. Pero todavía era «de Arcuri»,con lo que el ingeniero seguía casadocon ella, y ese era el tipo de obstáculoque Chaparro no estaba dispuesto aintentar sortear. No a esa altura de suvida, por lo menos. De manera que lasaludó con un apretón de manos y unespantoso «Qué dice, doctora» queestableció una prudente distancia entrelos dos. Ella aceptó ese límite y se

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trataron con una cortesía distante durantelos dos años siguientes, aunque se veíanocho o nueve horas por día, cinco días ala semana.

Una mañana cualquiera Irene pasósin preámbulos a tratarlo de vos. Con sunaturalidad de roda la vida, simplementeun lunes le dijo «Qué tal, Benjamín.Necesito que me ayudes con laexcarcelación de los Zapata, ¿podés?».Chaparro pudo. Y así habían seguido lascosas en los años siguientes, hasta queél le anunció que se jubilaba. ¿La habíasorprendido la noticia? El optimistaempedernido que habitaba en Chaparroquiso insinuarle que la cara de ella se

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había transformado en una mueca detristeza contenida y sorpresa maldisimulada. Pero no había motivo paraeso. Se suponía que todo el mundo en elJuzgado estaba al tanto. ¿La perturbabaentonces que se fuera?

De todos modos, Chaparro cortóesas elucubraciones desde la raíz. Sepreguntó —no pudo evitarlo— si valíala pena confesarle la verdad a esa mujera la que amaba y se respondió que no,que de ningún modo. Declararle su amora esa mujer, ¿no era reconocer que lahabía amado durante casi treinta años?¿No era confesar que se había pasado lavida queriéndola en la lejanía? ¡No!

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Podía contestar con enjundia. De hecho,apenas habían compartido algún tiempojuntos, en esa ponchada de tiempo. Peroen lo más recóndito de su alma Chaparrosabía que nunca había dejado de amarla,y que una mezcla de azar, sentido comúny cobardía la habían mantenido siempreajena. Era dueño de su silencio. Sihablaba, terminaría hundido en elpantano de la compasión de ella. Estabadecidido a evitarle y a evitarsecualquier frase al estilo de «pobreBenjamín, yo no sabía…». De solopensarlo a Chaparro se le nublaba lavista de rabia y de vergüenza. Que suamor muriese con él, pero que no se

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ensuciara.—Benjamín… ¿no es esa causa?Chaparro se sobresalta. Irene lo

mira, sonriente, interrogativa, y él sepregunta cuánto tiempo habrá estado concara de bobo. En realidad, no puedehaber sido mucho. Está tanacostumbrado a pensar en esa historia,que ama y que le duele, que por lomenos la piensa rápido.

—Sí, sí. Esa causa.—Bueno, ahí los llamo.Irene demora un segundo,

sosteniéndole la mirada, antes de buscaren su agenda el número del Archivo. Porfin a Chaparro se le destrenzan las tripas

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cuando ella baja los ojos hacia la libretay el teléfono. Se comunica y saluda conla familiaridad de siempre, mientraspide hablar con el director. Tiene losojos bien abiertos, y sonríe con esaexpresión algo absorta de quien hablacon alguien sin verlo. Así como está, deperfil, vuelta casi hacia la ventana,Chaparro puede observarla a su antojo.De todos modos, se contiene. Sabe porexperiencia que, después de un rato demirarla, lo gana la angustia de no poderarrebatarla en sus brazos y besarlaminuciosa e infatigablemente. Terminasiendo preferible mirar para otro lado.

—Ya está, Benjamín —dice cuando

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cuelga—. Ningún problema. En elArchivo te conocen hasta las baldosas.

—¿Es un cumplido o un chiste pormi vejez, doctora?

Ella se pone seria. Solo sus ojossiguen sonriendo, levísimamente.

—¿Debo suponer que hasta quevuelvas a necesitarnos no vas a asomarla nariz por estos lados?

«Si es por necesitarte, no podríasalir de esta oficina por el resto de mivida». Esa es la respuesta que le daríaChaparro si tuviera las agallas.

—Cualquiera de estos días me pegouna vuelta, Irene —contesta en voz alta,porque no las tiene.

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Ella no responde. Se incorpora delasiento, le acerca la cara y le da un besolleno y sonoro en la mejilla izquierda.Chaparro siente el espesor de suslabios, el roce ínfimo de su pelo, latibieza de su cuerpo inminente y unamaldita fragancia silvestre que se le vadirecto al cerebro, a la memoria, aldeseo de tenerla y a un insomnio de tresnoches con sus días.

Archivo

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Entrar en el Archivo General leocasiona siempre la misma sensación.Al principio un efecto opresivo, como siestuviese ingresando en un sepulcro.Pero después, una vez dentro de esaespecie de mazmorra muda y oscura,caminar por esos pasillos estrechos yflanqueados por estanterías gigantescasy abarrotadas de legajos le genera uninfrecuente sentimiento de seguridad, decobijo.

Unos pasos delante de él camina elempleado que le sirve de guía. Chaparropiensa cuán fácil nos resulta detectar elpaso del tiempo en la decadencia físicade quienes tenemos alrededor. Conoce a

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ese hombre desde hace… ¿cuánto?¿Treinta años? Seguro que está excedidode la edad de jubilarse. Cojea levementede la pierna izquierda. A cada paso lasuela de su mocasín deja un ligerísimoeco como de papel de lija sobre lasbaldosas. ¿Por qué sigue trabajando?Chaparro supone que después de tantosaños de custodiar esa silenciosacatacumba, en la que todos los sonidosmueren en los anaqueles atiborrados, elmundo exterior debe haberse convertido,para ese hombre, en una especie deestallido atronador, turbio ydesagradable. Pensar que ese hombre noestá tal vez en una cárcel, sino en un

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refugio, lo tranquiliza.Al rato de andar, y cuando Chaparro

ya está por completo desorientado enese laberinto en penumbras, el viejo sedetiene frente a un anaquel exactamenteigual a los otros mil que previamentehan dejado atrás y levanta la vista porprimera vez. Hasta entonces haavanzado sin voltear la vista ni una solavez hacia los lados, girando de tanto entanto a derecha e izquierda con lacircunspecta determinación de un ratónacostumbrado a las tinieblas. Alza losbrazos hacia un estante que parece estarfuera de su alcance. Suelta un mínimoquejido al estirar sus coyunturas

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gastadas. Tira de un paquete deexpedientes identificado con un númerode cinco cifras. Cuando lo captura,reemprende la marcha. Chaparro losigue hasta el final de ese pasillo y giratras él hacia la derecha. Si todos loscorredores están escasamenteiluminados, este se encuentra casi aoscuras. Tanto que Chaparro se detieneen un intento de que sus ojos se habitúena la oscuridad, porque teme llevarse pordelante las estanterías, perdido en esepozo de límites negros. Los pasos delarchivero siguen alejándose hasta quedejan de oírse, como si acabara deinternarse en un mar de niebla. Después

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de unos segundos en los que a Chaparroestá a punto de atraparlo la angustiasúbita de la soledad, siente un chasquidolejano: el viejo acaba de encender unvelador que se apoya sobre una mesadesnuda. Una silla destartalada completael mobiliario del «rincón de lectura»que el otro parece estaracondicionándole. Camina hacia allícasi contento de escapar del agujeroinsondable del corredor.

El viejo abre el paquete deexpedientes con dos movimientos deexperto. Deja el lazo de hilo sisal a uncostado para poder rehacer el paquetecuando el visitante haya terminado.

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Separa el expediente que han ido abuscar. Los tres cuerpos vienen unidospor un cordel blanco. Los apilameticulosamente sobre la madera yacomoda la silla en ese sitio.

—Aquí le dejo —la voz es cascada,más bien aguda; la voz de un hombre quese adentra decididamente en la vejez—.Cuando termine, deje nomás las cosascomo están. Yo vengo y las ordeno. —Empieza a caminar hasta que se detieney se da vuelta, como recordando algo—:Para salir tiene que avanzar en diagonal.En cada encrucijada doble una vez a laizquierda, una a la derecha, y así—acompaña sus palabras con un gesto

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vago del brazo —. Si escucha ruidos, nose preocupe: son estas ratas de mierdaque andan por todos lados. Ya nosabemos qué ponerles: veneno,trampas… probamos de todo. Todos losdías saco un montón de ratas muertas.Pero cada día son más, no menos. Igualno van a molestarlo. No les gusta la luz.

—Gracias —responde Chaparro,pero el viejo ya le ha dado la espalda yse pierde al girar al fondo del corredor.

Sastre

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En la metódica costura de los lomosChaparro identifica la mano experta dePablo Sandoval; y, como siempre quecualquier nimiedad se lo trae a lamemoria, vuelve a extrañarlo. El mejorempleado con el que ha trabajado.Rápido para aprender, estupendaredacción, una memoria prodigiosa. Unmomento. Como siempre que lorecuerda, Chaparro advierte que acabade cometer la misma injusticia de todaslas otras veces. Ha iniciado su recuerdode Pablo Sandoval como una evocaciónelogiosa a su mejor empleado. Y estámal. No porque ese recuerdo sea falaz.

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Por supuesto que Sandoval ha sido elmejor colaborador con el que Chaparroha contado. Pero para hacerle justicia aPablo Sandoval debe decir que ha sidoun buen amigo que, además, fue unempleado excepcional.

La única precaución que debía tomarChaparro cuando trabajaban juntos, alatardecer, cuando Sandoval juntaba suscosas y lo saludaba con un «hastamañana», era esperar unos minutos yasomarse por la ventana de laSecretaría. Si lo veía cruzando Tucumánhacia el lado de Córdoba todo estaba enorden: su empleado se dirigía a casacomo un buen hombre y un mejor

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marido. Si, en cambio, pasaban losminutos y Sandoval no cruzaba por allí,Chaparro se preparaba para lo peor,porque su auxiliar había ido a tomar unsubte que lo acercara a los baresmugrientos de Paseo Colón, con elirrevocable propósito de mamarse hastael desmayo. Su jefe cerraba entonces laventana y llamaba por teléfono a lamujer de Sandoval para avisarle que sumarido iba a llegar más tarde, pero queél iba a acompañarlo. Ella suspiraba,agradecía y colgaba.

Seguía trabajando un rato,probablemente hasta que se hiciera denoche. Después salía por la entrada de

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guardia, sobre Talcahuano, y comíacualquier cosa en un café de Corrientes.Antes de la medianoche, tomaba un taxihasta el Bajo y lo hacía detenerse,sucesivamente, en los tres o cuatro baresde siempre. Cuando lograba ubicar aSandoval, le daba una palmada en elhombro, le hurgaba en los bolsillos paracomprobar si le quedaba algún peso conqué pagar las últimas copas y ponía ladiferencia. Después lo cargaba hasta eltaxi y rumbeaban para la casa. Cuandose detenían ante la puerta, su esposasalía del zaguán y se apresuraba apagarle al taxista. Chaparro no insistía,porque hubiese sido como violar un

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acuerdo tácito con ella y con el propioSandoval. Por eso se limitaba a cargarloy depositarlo en la puerta de calle,donde la esposa tomaba la posta, salvoque el estado de su marido fuesedemasiado lamentable y obligase aChaparro a llevarlo hasta la cama. Ellale sonreía triste y lo despedía con un«mil gracias».

Al día siguiente Sandoval faltaba altrabajo. Pero al otro volvía, con lasojeras profundas y el gesto estragado.Cuando estaba de ese ánimo sombrío,Chaparro sabía que no podía trabajarcomo siempre. Era inútil, como si depronto el alcohol le hubiese borrado

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todas las marcas de la memoria y losinsondables circuitos de la inteligencia.Entonces lo ponía a coser expedientes.Sin mediar palabra, le ponía sobre elescritorio el hilo blanco y la agujacolchonera, y el tipo solito seencaminaba hacia el estantecorrespondiente y empezaba a archivarque era un contento. Con ademanes decirujano, con soltura de artista, consolemnidades de celebrante, Sandovalparecía un encuadernador consumado.Cuando terminaba con una causa, cadacuerpo parecía el tomo de unaenciclopedia. A los tres o cuatro días,cuando lo peor de su depresión había

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pasado, el propio Sandoval se leacercaba sonriendo a devolverle el hiloy la aguja, como dándose de alta.

Murió a principios de los ochenta,mientras Chaparro estaba en SanSalvador de Jujuy. Dejarle un abrazo ala viuda, y a Sandoval un postrerhomenaje, fue impulso suficiente paraque Chaparro se gastase sus buenospesos en el pasaje de avión, asistiera alentierro y, sobre todo, dejara entreparéntesis por dos días su temor aterminar muerto a manos de un grupo deasesinos que, para peor, la estabanpifiando.

Ahora, cuando han pasado casi

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veinte años, Chaparro se olvida por unmomento de lo que ha ido a hacer ytensa el hilo que recorre uno de loslomos. Lo suelta y comprueba que tienela firmeza exacta. Es como si Sandovalle hubiese dejado ese recado tácito paraque Chaparro lo recuerde también a élcomo uno de los actores de esa historiaque ahora se empeña en contar. Y lobien que hace.

Chaparro sonríe pensando queSandoval y su espíritu sutil habríanapreciado ese encadenamiento deminucias, ese resucitar ínfimo, eseingreso tangencial a un homenajemerecido por parte de su amigo y su

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jefe, dos décadas después, por elsendero sinuoso del elogio póstumo asus virtudes de sastre.

Fojas

Chaparro sujeta el primero de loscuerpos y lo acerca hacia la luz de lalámpara. Tiene dos carátulas de cartón,sucesivas. La de abajo, en grandes letrashechas con marcador negro, dice«Liliana Emma Colotto s/homicidio», ylos datos del Juzgado. La otra, la

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exterior, dice en cambio «IsidoroAntonio Gómez, homicidio calificado,art. 80 inc. 7 del Código Penal». Abre elexpediente y, aunque no repara en ello,se topa con las mismas actuacionespoliciales, las mismas declaracionestestimoniales, la misma pericia forenseque revisó en agosto de 1968, cuando leordenaron sobreseer sin procesados y éldecidió hacerse olímpicamente el otario.

Avanza algunas páginas. Aunque searrepiente casi de inmediato, no puedesustraerse al impulso de volver a mirarlas fotografías de la escena del crimen.Treinta años después, Liliana EmmaColotto de Morales sigue tendida sobre

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el parqué del dormitorio, abandonada ydesvalida, los ojos fijos y muertos muyabiertos, la piel cárdena en el cuello.Chaparro siente el mismo pudor que eldía del asesinato, porque recuerda lasmiradas lascivas de los policías querodeaban el cuerpo antes de que Báezlos sacara carpiendo, y no está segurode si su pudor tiene que ver con esasmiradas o con evocar su propio deseoobsceno de perderse él también en lacontemplación de ese cuerpomaravilloso que acababa de morir.

Avanza dando vuelta, una por una,las hojas de la autopsia pero no las lee,ni siquiera a saltos. Entrecierra los ojos

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y se concentra en el perfume a viejo queesas hojas sueltan en el aire quieto delArchivo. Llevan allí más de veinte años,encimadas, unas sobre las otras, yChaparro no puede esquivarle el bulto auna imagen que lo seduce desde niño. Seimagina siendo él una de esas hojas. Unacualquiera. Se piensa aguardando años yaños, en la más completa oscuridad, conel rostro pegado a la hoja de enfrente,inundado a perpetuidad por la lustrosasuavidad de la página contigua. Si unoes una de esas hojas —piensa Chaparro—, los pasos que a intervalos de meseso de años retumban en el pasillo nosirven para medir el tiempo. Alcanzan

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apenas para sondear la profundidadpavorosa de la soledad. De repente, sinaviso, sin síntomas que anuncien elcataclismo y le permitan prepararse,siente una sacudida. Otra. Otra más. Lomarea un súbito balanceo, ligeramenterítmico, como si alguien estuviesetrasladando hacia algún sitio la uniformemasa de papel que a uno lo protege o loaprisiona. De nuevo la quietud, pero unrumor de hojas que pasan de un lado aotro. Y de repente la herida enceguecidade la luz en el momento en que le toca aél, o a la página que él es, a la hoja en laque se ha convertido. No desaprovechaesta oportunidad de volver a ver el

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mundo, aunque la Creación se hallecircunscripta a un rostro, un rostro dehombre, de hombre maduro, de pelogrisáceo, de ojos pequeños, de narizaguileña, que apenas lo contempla y enseguida gira la cabeza hacia la páginaque sigue, esa que ha estado duranteaños y años con uno, contra uno, pielsobre piel, letras sobre letras. Ydespués, la mano ensombrece lasuperficie porque avanza hacia laesquina y levanta esa hoja vecina haciauno y vuelven a fundirse en el instanteexacto en el que la luz se extingue otravez y uno comprende que acaba deiniciar otra eternidad de oscuridad y

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silencio.A Chaparro lo acomete una absurda

piedad mientras imagina la repentinaesperanza y el catastrófico desengañoque sus manos generan en cada una delas hojas, a medida que avanza en surecorrida. Pero cuando llega a la foja208, casi al principio del segundocuerpo, se detiene porque ha llegado adestino.

Es un decreto de cuatro líneas,tecleado con su Remington, sin lugar adudas. Las «e» se levantan un poco de lalínea que forman las otras letras. Las«a» tienen la panza rellena porque latecla está muy gastada.

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Una comparecencia, falsamentefechada a mediados de agosto de 1968,en la que Ricardo Agustín Moralesmanifiesta tener datos relevantes para elesclarecimiento del hecho. Un poco másabajo, un decreto firmado por el juezFortuna Lacalle ordenando ampliar sudeclaración testimonial.

A fojas 209, la declaracióntestimonial de Morales, con una fechaficticia de principios de septiembre. Esun texto sensiblemente más largo que losotros, en el que por primera vez apareceel nombre de Isidoro Antonio Gómez. Afojas 210, un nuevo decreto de fecha 17de septiembre ordena librar oficios a la

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Policía Federal y a la de la provincia deTucumán solicitando la «averiguaciónde paradero y comparendo» del citadoGómez. Todo lleva las firmas del juez yel secretario. La de Fortuna Lacalle esenorme, presuntuosa, llena de firuletesinútiles. La de Pérez es pequeña yanodina, como su autor.

Chaparro mira la hora. Siente losojos un poco irritados. Esa lámparaencendida, sola en medio de laoscuridad, le ha enturbiado la vista. Escasi mediodía, y el archivero va aponerse nervioso si no lo ve salirpronto. Es difícil que en su libro citetextualmente estos tediosos despachos

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judiciales. Pero le han servido paravolver al clima de esos días. A esosencuentros estériles que mantenía conMorales para no desahuciarlo de unplumazo, o para decirle en todo casopoco a poco que la causa estabaagonizando porque no había a quiénecharle la culpa. Al calor insoportablede ese diciembre de infierno.

Chaparro se incorpora y emprolijalos cuerpos de la causa uno sobre otro.No apaga la lámpara, porque temedesorientarse por completo si recorreese pasillo a oscuras. Desanda elcamino hacia la entrada haciendo elzigzag que el empleado le ha

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recomendado. Cuando le falta poco parallegar, se sobresalta al torcer uno de losúltimos recodos. Allí, en uno de lospasillos estrechos, con las piernasestiradas y los ojos fijos en el anaquelde enfrente, está sentado el viejo.Chaparro siente la misma aprehensiónhelada que lo asaltaba cuando iban acasa de su tía Margarita, que era ciegade nacimiento. Al final de la visita, alanochecer y mientras los acompañabahasta la puerta, la tía apagaba las luces amedida que avanzaban hacia la entrada,para no olvidarse ninguna encendida y«gastar electricidad al cuete». Cuandolo despedía tendiendo la cara absorta

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hacia él, para que la besara en lamejilla, el pequeño Benjamín veía lacasa en tinieblas a las espaldas de laanciana. La imagen de su tía sentada, porejemplo cenando, hundida en la negrura,o recorriendo a tientas el agujero sinfondo de las habitaciones, lo seguíahasta que tomaba el tren, en Floresta. Ylo aterraba.

Chaparro se despide del empleadocon un lacónico «Buen día» y sale delArchivo casi corriendo. Sube a la plantabaja del Palacio y poco después sealegra de recuperar la Buenos Airesaturdida de sol y de sonidos que loespera en las escalinatas de Lavalle.

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Tres horas después, si algúntranseúnte atinara a pasar por la veredade su casa de Castelar, podría escuchar,en el absoluto silencio de la calle, eltableteo frenético de una máquina deescribir, o ver por el ventanal la siluetade Chaparro inclinado sobre elescritorio y sobre esas teclas que trazanlos párrafos de la que al parecer es lasegunda parte de su historia. De todosmodos, nadie lo escucha ni lo ve. Lacalle está desierta.

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12

No me atreví a decirle que no,aunque tenía fundadas sospechas de queiba a pasar un mal rato.

Morales me lo había anticipado ennuestro último encuentro:

—Voy a deshacerme de las fotos —me había dicho, cuando casi estábamosdespidiéndonos.

Le pregunté por qué, aunque almismo tiempo que se lo preguntabaintuía que de todas maneras iba adecírmelo.

—Porque no puedo tolerar ver su

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rostro sin que ella pueda devolverme lamirada. Pero me gustaría compartirlascon usted antes de quemarlas. No sé porqué. Mostrárselas tal vez sea un buenmodo de despedirme de las fotos.

Pude contestarle que no, que siempreodié mirar fotografías. Pero no tuve losreflejos necesarios, o estabadesarrollando con ese muchacho unatendencia a consentirlo, o me atacó lamisma torpeza repentina de toda mi vidapara oponerme a los pedidos de losdemás. Lo cierto es que acepté.

Pactamos vernos tres semanasdespués. Estaba empezando diciembre.Yo tenía la causa cajoneada desde

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agosto, y más temprano que tarde mevería obligado a resucitarla, revisarla ysobreseerla sin procesar a nadie.Aunque me disgustara el panorama, lacausa, Morales y yo mismo (hasta talpunto me había comprometido en aquellío) íbamos rectamente a chocarnoscontra una pared de cemento. Tal veztambién por eso acepté lo de las fotos.

Salí del Juzgado con el tiempo justoy me apresuré la cuadra y media que meseparaba del bar en el que siempre locitaba. Morales ya había tomadoposesión de una mesa doble y, con laparsimoniosa atención de un filatelista,armaba pilas con las fotos que iba

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extrayendo de una caja de zapatos dehombre. Me le acerqué sin prisa y porencima de su hombro entreví sudespliegue de recuerdos sangrantes.

Crujió la madera del piso y Moralesse volvió a mirarme. Tenía calzadosunos anteojos de bibliotecario y unalapicera entre los labios. Con una muecaa modo de saludo me indicó que mesentase enfrente. Cuando lo hice, notéque las pilas de fotos estaban dispuestashacia mi lado, como si se tratase de unaexposición doméstica en la que Moralesse disponía a servirme de guía.

—Ya casi estoy listo —dijo,mientras sacaba un último manojo de

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fotos de la caja y empezaba adistribuirlas en las pilas que ya estabanfrente a mí.

Cada vez que acomodaba una fototomaba la lapicera que sostenía con laboca y tachaba uno de los renglones deuna larga lista numerada. No cabía lamenor duda de que era un tipo de unaprolijidad escrupulosa. Mientras tildabalas últimas, advertí que la lista llegabaal número ciento setenta y cuatro, y temíque se me hiciera tardísimo para cenar.Me reprendí ligeramente por no haberllamado a Marcela antes de salir de laSecretaría. Conseguir un teléfonopúblico al salir iba a ser un calvario,

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pero no podía dejar de avisarle de miretraso. ¿Para qué agregar otro leño a lahoguera helada de nuestrosdesencuentros? No era que peleáramos.No. Diría que ni siquiera peleábamos,aunque solo yo parecía resentir esasituación de frialdad creciente.

—Se las pongo en orden. Estasprimeras —dijo alargándome un primergrupo de fotografías— son de Lilianacuando era chica.

Noté que ya entonces era preciosa.¿O yo la veía así porque recordaba connitidez sus últimas imágenes, esas en lasque en medio del horror su bellezaseguía porfiando por abrirse paso? Las

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fotos de la niña eran las clásicas deaquella época. Unas cuantas tomas en elestudio del fotógrafo. Nada deinstantáneas. La mejor ropa, el peinadomás esmerado. Me imaginé a los padreshaciendo morisquetas detrás delfotógrafo para generar esas sonrisashuidizas que probablemente se tornaríanconfusas después de cada fogonazo delflash.

—Estas son de Liliana ya jovencita.El cumpleaños de quince… esas cosas.Todavía no había venido a BuenosAires, ¿sabe?

—No sabía que su esposa no era deaquí. ¿Usted tampoco es de acá?

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—Yo sí. Yo me crié en Béccar. PeroLiliana es de Tucumán. De la capital, deSan Miguel. Vino ya recibida demaestra, a vivir con unas tías.

Se notaba que la familia habíacomprado una cámara, porque las fotosya no eran tan escasas. Un grupo dechicas en malla, acompañadas por unamatrona de edad indefinible y deaspecto riguroso, a la orilla de un río.Dos chicas con delantales blancosportando la bandera argentina, una deellas Liliana. Un perro blanco y peludo,petiso, jugando con una chica, porsupuesto Liliana.

Las fotos del cumpleaños de quince.

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Unas cuantas de estas impresas entamaño más grande. Liliana con unvestido claro y un collar de dos vueltas,maquillada de un modo algo artificioso,tal vez con demasiada sombra en lospárpados. La foto al lado de cada mesadel salón, con cada grupo de invitados:un grupo de viejos venerables,seguramente abuelos y tíos abuelos, otracon un grupo de chicas, algunasrepetidas de la foto en malla junto al río,otra con un grupo de muchachosencorsetados en trajes alquilados oprestados, otra con un conjunto dechiquilinas y chiquilines, sobrinos quizá.Las fotos del vals, en la pista

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improvisada delante de las mesas, conel papá, con el abuelo, con el hermano yluego con un sinnúmero de muchachostal vez encandilados por la circunstanciade estar momentáneamente autorizados aposar la mano en la cintura de semejantebelleza.

Un picnic en un lugar difícil deidentificar, que bien podría haber sidoPalermo, pero por la cara de Liliana,cara de dieciséis o a lo sumo diecisiete,debería ser todavía Tucumán, con ungrupo de chicos y de chicas tirados en elpasto, cerca de un río o un arroyo.

—Estas son de nuestro noviazgo —aclaró Morales, alcanzándole otro pilón.

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Eran unas pocas. Morales agregó, en untono como de disculpa—: No sonmuchas. Estuvimos solamente un año denovios.

Me alegré de la noticia. No queríapasar por desaprensivo, pero queríaterminar cuanto antes con aquello, ytodavía faltaba repasar muchasimágenes. Sentía lo mismo que cada vezque me ponía a mirar fotografías: unacuriosidad sincera, un interés genuinopor esas vidas insinuadas en el silencioperpetuo de esos cartones lustrosos;pero también una melancolía profunda,una sensación de pérdida, de nostalgiaincurable, de paraíso perdido detrás de

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cada uno de esos instantes minúsculosllegados desde el pasado comopolizones cándidos. Ya estaba agobiadopor esa melancolía, y todavía me restabaver buena parte del conjunto. Alarguélos dedos hacia una, como si salir dellibreto que Morales tenía preparado medevolviera una libertad que, de todosmodos, me servía de bien poco.

—Esas son de cuando Liliana serecibió de maestra —Morales me ilustrósin asomo de rencor por lo que yo habíatemido que tomara por impertinencia—.Ejerció un año solo, antes de venirse.

Estas fotos eran recientes. Lospeinados de las mujeres, las solapas de

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los trajes de los hombres, los nudos delas corbatas, tenían un aire de «hacíapoco» que me resultaba menosnostalgioso. Se veía que en la familia deesa chica gustaban de festejar cosas.Siempre la mesa bien provista, algúnadorno alusivo en la pared, un montónde sillas a los lados para darle sitio a lamuchedumbre de amigos, familiares yvecinos que se repetían en cada ocasión.

No sé por qué reparé en lo queterminé reparando. Supongo que porquesiempre me ha gustado ver las cosas unpoco de costado, como prestandoatención a los segundos planos. Dejé devoltear el grupo de fotos que tenía entre

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las manos y me quedé contemplandolargo rato la que aferraba en esemomento. Una Liliana exultante,ataviada con un vestido claro y sencillo,liviano, probablemente veraniego,mostraba su diploma, de pie en mediode un círculo de chicas y chicos jóvenes.Alcé los ojos hacia Morales:

—¿Me puede pasar de nuevo lasforos del cumpleaños de quince? —busqué que mi pedido sonase casual.

Morales me hizo caso, aunque memiró algo extrañado. Cuando me alcanzólas que le había pedido, no demorédemasiado en ubicar la que meinteresaba: una de las fotos del baile, en

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la que Liliana posaba junto a un señorgordo, calvo y sonriente, probablementeun tío, y otra en la que bailaba con unmuchacho que apenas se veía, pues teníala mirada torvamente enfocada haciaabajo. Las dejé al tope de la pila, queacomodé junto a las del diploma.

—Ahora búsqueme por favor esasfotos de un picnic, en una especie deparque con muchos árboles que meestuvo mostrando antes. ¿Sabe a cuálesme refiero?

Morales asintió. No me dijo nada, yprecisamente por eso me di cuenta deque percibía la confusa urgencia de mispalabras y no quería distraerme

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pidiendo una explicación por esasórdenes intempestivas. Cuando las tuveen las manos, seleccioné velozmentedos. Eran planos amplios, queabarcaban a todo el grupo.

—¿Qué pasa? —se atrevió Morales,con voz estrangulada por la duda,después de un largo minuto.

Yo había separado cuatro de lasfotos, y ahora revisaba los pilones sinprestar atención a nada que no fuera laposibilidad de volver a encontrar unrostro repetido. Hallé otras dos que meinteresaron. Tenía seis en las manos.Aparté las otras ciento sesenta y ochocon cierta brusquedad. Tal vez debería

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haberme explicado con Morales, o almenos hacerle un gesto que diera aentender que había escuchado supregunta. Pero mi idea era tan repentina,y al mismo tiempo tan aventurada, queoscuramente temía que si la enunciabaen voz alta iba a desintegrarse sinremedio. Por fin, en lugar deresponderle, le devolví otra pregunta:

—¿Conoce a este pibe? —hablémientras terminaba de despejar la mesade un manotazo, a riesgo de tirar todaslas fotos al piso, y le puse delante, algodesordenadas por el apresuramiento, lasseis que me habían sobresaltado.

Morales las contempló, obediente

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pero perplejo. Nunca hasta ese viernes ala tarde se había topado con esos rasgos,pero estaba condenado a seguirviéndolos frente a sí a perpetuidad,aunque tuviera los ojos cerrados. Comotodo eso iba a pasar, pero Morales aúnlo ignoraba, me respondiósencillamente:

—No.Las giré hacia mí, tratando de no

mancharlas con los dedos. En las dosfotos del picnic un muchacho de remeraclara, pantalón oscuro y zapatillas, casien el extremo izquierdo del grupo,ofrecía a la cámara un perfil de tez muypálida, de nariz ganchuda, de pelo negro

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y crespo. El mismo pibe, sentado casi aoscuras junto a una mesa llena de platoscon sobras y botellas medio vacías,alzaba los ojos hacia la pareja quebailaba el vals, más precisamente haciaesa Liliana de largo pelo lacio ymaquillaje algo cargado que compartíael primer plano con un señor mayor. Enla otra foto de la misma noche se veíamejor al joven con los brazos rígidos,extendidos hacia la muchacha, comoqueriendo y temiendo tocarla, y la vistaclavada en el piso y no en su rostro, nimucho menos en su escote promisorio.

La quinta era, seguro, en el living dela casa de ella. Diploma de maestra en

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el centro, sostenido con orgullo y consonrisa sin límite por la misma chica delas otras fotos, aquí algo mayor.Conjunto de amigos (¿vecinos?)alrededor de la egresada, a la queflanquean un hombre y una mujer,seguramente orgullosos padres. El pibeen este caso a la derecha: de nuevo elpelo negro y encrespado, la misma nariz,idéntico gesto duro, la mirada que nobusca la cámara sino a la chica cuyasonrisa ilumina la foto por todos lados.

Y la última, la mejor (por la desnudasencillez con que proclamaba desde elsilencio congelado la verdad que crecíaante mis ojos con dimensiones de

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certeza): el muchacho casi de espaldas ala acción (que nuevamente repite elconjunto en torno a la egresada, ahorasin el diploma) con la vista clavada enuna repisa que tiene al lado, contra lapared. Sobre ese estante, casi a la alturade su nariz, un portarretrato lleno de lacara sonriente de la misma chica,obviamente Liliana Emma Colotto, perocon la ventaja adicional, para ese pibeque la contempla en éxtasis, de que allísobre la repisa ella está totalmenteexpuesta, ajena, y a merced de esemuchacho absorto. Por eso ni siquiera sepercata de que están sacando otra foto,con todos los amigos, familiares y

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vecinos mirando a la cámara menos él,porque él prefiere perderse en ese cultosilencioso, a salvo de la mirada de losotros. No puede saber, claro, que otrotipo a mil quinientos kilómetros de allí,a varios años de distancia de entonces,sí lo está viendo mientras él la ve a ella.Que otro tipo que soy yo acaba dedetectarlo casi por milagro, si queremospensar que es bueno dar con la verdad, ocon fatal perspicacia, si preferimosconsiderar que no siempre la verdad esel mejor puerto para nuestrasincertidumbres, o con una suerteinadmisible, si nos limitamos acomprobar el delicado y aparentemente

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azaroso encadenamiento de los hechos.Por un momento pensé que Morales

estaría por completo ajeno a larevolución mental que me consumía.Pero cuando conseguí enfocar unamínima parte de mi atención en él, notéque hurgaba en su portafolios como uncolegial aplicado. Sacó una especie deálbum de tapas duras con viñetasdoradas. Lo abrió. No tenía fotos: lasláminas de cartulina, separadas porhojas de papel manteca, estaban vacías.Tardé en advertir que cada lámina teníavarias marcas en las que la lustrosasuperficie aparecía levementedespellejada, y entendí que Morales

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había arrancado las fotos para armarlasen las pilas que me había ofrecido. Peroentonces ¿qué estaba haciendo ahora?Con lo detallista que era, me parecíadifícil que estuviese comprobando si sele había quedado alguna fototraspapelada. Pasaba hoja por hoja, conlos ademanes precisos de quien noquiere equivocarse. El álbum eragrueso. Llegando al final se detuvo enuna página. Allí el papel mantecadivisor estaba lleno de marcas sinuosas,hechas con lo que parecía tinta china. Alpie, en un rincón, había una lista depalabras que parecían nombres depersonas.

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Morales alzó los ojos hacia las fotosque acababa de mostrarle. Escogió unade las del picnic. Levantó el papelmanteca de las marcas y le deslizó lafotografía debajo. Entonces entendí,cuando las marcas de tinta china seajustaron a las siluetas de la foto.Encajaban perfectamente y cada unatenía escrito un número. Morales apoyóel dedo sobre la silueta que dejaba aduras penas adivinar la figura delperpetuo observador de Liliana.

—Diecinueve —murmuró.Ambos dirigimos la vista hacia la

nómina de los asistentes.—Picnic en la quinta de Rosita

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Calamaro, el 21 de septiembre de 1962—Morales leyó el encabezado, ydespués fue bajando con el índicederecho hasta el renglón que buscaba—.Número diecinueve: Isidoro Gómez.

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13

Aunque ya la había leído dos veces,una cuando la recibió y otra en voz alta,Delfor Colotto decidió hacerlo una vezmás mientras su mujer iba a hacer lascompras, para asegurarse de haberlaentendido bien. Se calzó los lentes y sesentó en la mecedora de la galería. Leíalentamente para no tener queacompañarse con los labios: estando enel jardín de adelante lo habría puestoincómodo que alguien lo viera.

Al concluir se sacó los anteojos ydobló la carta en sus pliegues originales.

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Era un papel suave y muy blanco, quecontrastaba con la lija gruesa que era lapiel de sus manos. La había entendido,pese a su temor inicial de que alguna delas palabras que cruzaban con trazosnegros y elegantes las dos carillas leresultara demasiado confusa.«Imperiosamente» era la única que lohabía puesto en aprietos. Tenía una ideade lo que podía significar, pero paraestar seguro había echado mano aldiccionario que la nena había dejado encasa y santo remedio: su yernonecesitaba ayuda… urgente, mucha, sí osí. De ahí en adelante había entendidotodo. Su yerno terminaba diciendo que

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«lo dejo en sus manos» porque estaba«seguro de que se le ocurrirá el mejormodo». Ese era el asunto espinoso quehabía tenido a Delfor Colotto en ascuasdesde la llegada de la carta, dos díasatrás: cuál sería ese mejor modo.

Se puso de pie. Quedándose ahísentado lo único que iba a lograr seríaponerse más y más ansioso. Tal vez nofuera un buen plan, pero no se le ocurríaotro. Su yerno debería haber sido másclaro en esa carta. El hombre sentía queno había sido del todo sincero con él.¿Lo consideraba poco digno deconfianza? O peor, ¿pensaría que por nohaber terminado la escuela era medio

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tonto? «Mejor no darse manija», pensóColotto. Tal vez no le daba otrosdetalles para no ponerlo más nerviosotodavía. En ese caso, hacía bien. Si yaasí, con lo poco que sabía y lo muchoque se imaginaba, estaba como loco yapenas había pegado un ojo en dosnoches. Capaz que sabiendo más, oconfirmando lo que temía, era peor.Aparte, el yerno siempre le había caídobien, aunque eso de «siempre» quedaraun poco grande porque ¿cuántas veces lohabían visto? Tres, cuatro veces lo más.Tanto no lo conocía, era cierto, pero alfin y al cabo no era culpa del pibe,caray.

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Pensar eso le dio el empujón que lefaltaba. Entró a la casa, caminó hasta eldormitorio y sobre la camiseta se calzóla camisa que colgaba prolijamente delrespaldo de la silla. Se la acomodódentro del pantalón y volvió a ajustarseel cinturón. Salió a la vereda y caminóhasta la esquina. Devolvió el saludo aun par de vecinos que tomaban mate enla vereda. Diciembre se habíadescolgado con unos calores de infierno,y algunos buscaban una bocanada deaire en la intemperie del atardecer.

En la esquina dobló a la derecha.«Es nuestra misma manzana», pensó. Yse sintió incómodo, como burlado. Se

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detuvo delante de una casa parecida a lasuya propia y a todas las otrasconstruidas con el plan de vivienda delgobierno. El módico jardín delantero, lagalería, la puerta flanqueada por dosventanas, el techo americano. Golpeólas manos. Un par de perros llegaroncorriendo y ladrando desde la parte deatrás. Una voz de mujer que venía delinterior de la casa los hizo callar casipor completo. Una señora más bienbajita, de piel blanca y ojos claros, saliósecándose las manos en el delantal decocina que llevaba sobre la pollera.

—¿Qué dice, don Colotto? Quésorpresa verlo por acá.

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—Acá andamos, doña Clarisa.Tirando.

La mujer pareció dudar acerca decómo continuar el diálogo.

—¿Y cómo anda su señora? Hacetiempo que no la veo por el barrio.

—Ahí anda, ¿sabe? Un poco máscompuesta —el hombre se rascó lacabeza y frunció el gesto.

La mujer lo interpretó como undeseo de cambiar de tema, y por esoadelantó la mano para abrir elportoncito negro mientras volvía ahablar:

—Pero pase, pase. ¿Le puedoconvidar un mate?

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—No, doña, muchas gracias —exhibió las palmas de ambas manos,como reafirmando serenamente sunegativa—. Le agradezco pero ando depasada, nomás. La verdad que andabanecesitando ubicarlo a su sobrino elHumberto.

—Ah…—Es por una changa. Allá en el

corralón municipal el supervisor meofreció unos trabajitos de albañilería ensu casa, ¿vio?, y capaz que necesito unpeón, y se me ocurrió que a lo mejor elHumberto…

—Pero qué lástima, don Colotto.Pasa que se fue a ayudarlo a mi

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hermano, sabe, al campo, por allá porSimoca.

—Ah, claro —Colotto pensó que elasunto le estaba saliendo demasiadobien. Igual, de cierto modo, que lacharla se diera de acuerdo con susplanes le agregaba un poco más denervios, si era eso posible—. Quémacana. Yo más que nada por no llevara alguno que uno no conoce, vio.

—Ay, se lo agradezco, don Delfor.Haberse acordado…

—Y dígame, doña Clarisa —ahora.Era ahora o nunca:—¿Y el Isidoro enqué anda? ¿No puede llegar a interesarlela changa?

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—Noooo… —era un no agudo,largo, convencido, confiado, inocente—,el Isidoro ya va para un año que se fue aBuenos Aires, ¿no sabía? Bueno. Un añono. Un poco menos, la verdad. Pasa queuna, como extraña, piensa que es más,¿sabe?

Colotto abrió mucho los ojos. Lamujer lo habrá interpretado como simplesorpresa.

—Déjeme pensar. Estamos aprimeros de diciembre… —alzó lasmanos y empezó a sacar cuentas con losdedos— hace cosa de diez meses que sefue. Fines de marzo, sabe. Pensé quesabía. Claro, yo con lo del reuma salgo

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tan poco…—Claro, doña, claro —«Falta poco,

Delfor. Controlate, por el amor de Dioste lo pido», se dijo—. No tenía ni idea,mire. Me lo hacía acá, trabajando por lazona.

—No… el verano pasado andabamuy flojo de trabajo. Alguna changuitasuelta. Poco y nada. Bah, yo le decía queponía poco empeño. Él a veces seenojaba, vio, pero era cierto. Andabametido en su pieza todo el día, con carade malo, mirando el techo. Ni salía. Ni adivertirse digo. Yo le preguntaba, qué tepasa, Isidorito, contale a mamá lo que tepasa. Pero él, nada, fíjese. Y… salió

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igual de reservado que el padre, que enpaz descanse, que para sacarle dospalabras era un triunfo, sabe. Así que yolo dejaba. Andaba por la casa como unleón enjaulado, con cara larga. Hastaque un día me soltó eso de que se iba aBuenos Aires, que acá no quería sabermás nada. De entrada me puse triste,vio. Mi único hijo, y tan lejos: una tienesu corazoncito. Pero lo veía tan mal,tan… como enojado, ¿vio?, que al finalcasi me pareció bien que se fuera.

La mujer tenía ganas de seguircontando, pero tanto tiempo de pie lefatigaba las articulaciones y la obligabaa cambiar permanentemente la pierna de

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apoyo. Terminó recostándose contra elpilar.

—Igual, no sabe, don Delfor. Todoslos meses me manda un giro. Siempre.Entre eso y la pensión me las arreglo delo más bien, sabe.

«Me falta una», pensó Colotto. «Unamás».

—Pero qué bien, doña. Cuánto mealegro. Mire que, como están las cosas,conseguir trabajo fijo tan rápido…

—Pero, claro —confirmó la mujer,entusiasmada—, es lo que yo le digo.Tenés que correrte a agradecerle a laVirgen del Milagro, Isidorito. Bah, ledigo Isidoro porque si no le molesta. Un

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milagro, como están las cosas. Hay queser agradecido. Porque de entrada habíaido con una recomendación para unaimprenta que le consiguió mi cuñado,pero eso no salió. Igual enseguida,enseguidita, le salió algo en una obra. Yaparte parece que es una obra grande, ytiene para rato.

—No diga… ¿parece de cuento, no?—Colotto tragó saliva.

—¡La verdad, don Colotto, laverdad! Un edificio por ahí porCaballito, me dijo. Ahí nomás de…¿Primera Junta, puede ser? Cerquita deltren ese, el sute. Un edificio como deveinte pisos.

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De lo que siguió diciendo la mujer,Delfor Colotto se perdió buena parteporque se había quedado pensando sitenía que alegrarse o entristecerse por loque estaba averiguando. Trató deconcentrarse en lo que la señora decía, ydejar sus dudas para luego. Estabahablando de llegarse hasta Salta para lafiesta del Milagro, si el reuma la dejaba,porque ella era muy devota de la Virgen.

—Bueno, doña Clarisa. La voydejando —de repente recordó su excusa—: Y si llega a saber de alguien quenecesite la changa… alguienrecomendable, claro.

—No se preocupe, don Delfor.

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Aunque acá metida, de poco y nada meentero; pero cualquier cosa le aviso, yque Dios lo bendiga.

Delfor Colotto caminó hasta su casaenvuelto en la luz mortecina de los focoscallejeros recién encendidos. Eracurioso. Hacía dos años había removidocielo y tierra, como presidente de laSociedad de Fomento, para que pusieranel alumbrado público. Ahora eso, comocasi todo lo demás, le importaba uncarajo.

Entró en su casa y miró la hora. Eratarde para ir hasta la telefónica. Tendríaque ser a la mañana siguiente. Escuchóun ruido de cacerolas. Su mujer

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trajinaba en la cocina. Decidió que porel momento no iba a decirle nada. Sequitó la camisa mientras iba hacia eldormitorio. La colgó de nuevo en elrespaldo de la silla. Volvió a salir y sesentó en la galería. Corría un poco defresco.

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14

Me encontré con Báez diez díasdespués de la tarde de las fotos. Fui averlo a Homicidios luego de combinarun encuentro por teléfono. Abrió lapuerta de su despacho, me hizo pasar yme invitó un café que le encargó a unordenanza. Como siempre me ocurría alcompartir un rato con él, me dejé ganarpor un respeto admirativo e incómodo.

Era un hombre de expresión dura,montada en un físico de ropero. Mellevaba… ¿cuánto? Quince, veinte años.Difícil calcularlo con exactitud, porque

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usaba un bigote grueso que hubiesehecho parecer viejo a un adolescente. Loque despertaba mi admiración era, creo,su forma serena y directa de ejercer laautoridad. Lo había visto muchas vecesmoverse entre los otros policías con lacontenida seguridad de un pontíficeconvencido de su derecho a mandar. Yyo, que ya llevaba un par de años comooficial primero del Juzgado, sentía quejamás en la vida iba a conseguir dar unaorden sin tener el alma en vilo. Temíacasi tanto que se ofendieran por misolicitud como que no me obedecieran,o que lo hicieran burlándose a misespaldas, lo que me resultaba casi más

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angustiante. Seguro que a Báez no loinquietaban semejantes elucubraciones.

Esa tarde, sin embargo, yo me sentíacon una leve ventaja sobre ese hombreal que admiraba. Venía cabalgandosobre la euforia de mi corazonadafotográfica. Lo que había comenzadopoco menos que como una observaciónestética se había transformado en unapista, la unica con que contábamos.

En esos tiempos yo era incapaz demanejar mi vida con sentimientosmoderados. O me tenía por un oscurofuncionario rutinario y traslúcido quevegetaba a duras penas en un puestoacorde a sus mediocres facultades y a

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sus limitadas aspiraciones, o me veíacomo un genio incomprendido,desperdiciado en el ejercicio tedioso defunciones subalternas propias deespíritus menos favorecidos por lanaturaleza. La mayor parte del tiempome la pasaba en la primera de esas dosposiciones. Muy eventualmente memovía a la segunda, a la que mástemprano que tarde renunciaba,arrancado de ese oasis por una brutaldesilusión. Yo lo ignoraba, pero mefaltaban veinte minutos para una de esaspurgas funestas que me demolían laautoestima.

Comencé contándole el episodio de

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las fotos. Primero se las describí.Recién después se las mostré. Meagradó la atención que le dedicaba a mirelato. Me preguntaba detalles, y lamayor parte de las veces yo podíasatisfacer su curiosidad. Báez siemprese había mostrado muy respetuoso pormi manejo del Derecho. Nunca temía, ennuestras conversaciones, exhibir lagunasen su conocimiento de esas materias(otro motivo para admirarlo, yo quevivía mis propias ignorancias comoignominiosas). Pero en esta ocasión yome estaba aventurando en su propioterreno, y me daba toda la impresión deque no lo estaba haciendo sin criterio.

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Cuando terminé de mostrarle las fotos,le conté las instrucciones que le habíadado al viudo: Morales debía escribirlea su suegro para que averiguase elparadero actual de Isidoro Gómez. Paraque no lo traicionaran los nervios, paraque no pretendiese una absurdavenganza personal, debería limitarse aobtener esa información y trasmitírsela aMorales, trámite que se verificó conresultados auspiciosos. Tan auspiciosos,proseguí relatándole a Báez, que leordené a Morales que requiriese delpadre de su mujer una segunda tanda deinformes, ahora entre otros vecinos yposibles amistades en común. Nos

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basamos para eso en la nómina de aquelfamoso picnic primaveral. Cuando yome disponía a exponer esa nueva tandade hallazgos, que confirmaban elprogresivo retraimiento de Gómez, sudecisión aparentemente intempestiva deviajar a Buenos Aires, lamaterialización de su venida unascuantas semanas antes de que seprodujera el asesinato, Báez me cortócon una pregunta:

—¿Cuánto hace de la visita de estehombre a la madre del sospechoso?

Saqué cuentas, algo extrañado. ¿Noquería escuchar las constataciones queestaba a punto de revelarle? ¿No quería

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saber que un par de amigos del barrio,habían corroborado que ese muchachollevaba años, enamorado en secreto dela víctima?

—Diez días, once a lo sumo.Báez miró el teléfono negro y

anticuado que tenía sobre el escritorio.Sin aviso levantó el auricular y discó unnúmero de tres cifras.

—Necesito que se vengainmediatamente para acá. Sí. Usted solo.Gracias —dijo en un murmullo a quienlo atendió.

Cuando colgó, y como si yo mehubiese desintegrado, buscó conademanes rápidos en los cajones del

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escritorio hasta que dio con un bloc dehojas lisas a medio usar y se lanzó aescribir en trazos desprolijos y grandes.Parecía un médico de rostro severorecetándome vaya uno a saber quémedicamento. Si hubiese estado menostenso, la imagen me habría resultadodivertida. Antes de que terminara,sonaron dos golpes en la puerta y entróun suboficial mayor que nos dio losbuenos días y se plantó junto alescritorio. En seguida Báez soltó lalapicera, cortó la hoja y se la alcanzó alpolicía.

—A ver, Leguizamón. Intenteencontrar a este tipo. Acá le anoté todos

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los datos que pueden resultarle deutilidad. Si lo llega a encontrar, guarda.Capaz que es peligroso. Me lo traedetenido y después le buscamos lavuelta acá con el doctor.

No me sorprendió el apelativo dedoctor, ni se me pasó por la cabezacorregirlo. Entre los policías prefierenllamar doctores a todos los empleadosjudiciales con cierta antigüedad, no seacosa que alguno se les ofenda. Hacenbien. No he conocido ninguna secta tansensible a los títulos honoríficos comola de los abogados. Lo que sí me turbófue la frase con la que terminó susórdenes.

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—Y métale pata. Sospecho que, si esel que buscamos, ya debe habérsenoshecho humo.

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15

La frase de Báez me convirtió en unaestatua de sal. ¿A qué venía semejantepronóstico funesto? Aguardé lo máscompuesto que pude que se retirara elsuboficial y después le pregunté, casivociferando:

—¿Cómo «hecho humo»? ¿Por qué?—me agarraba tan desprevenido sufatalidad que sencillamente me aferré asus últimas palabras y se las devolví enforma de pregunta, aunque sinvislumbrar ni de lejos la naturaleza de laobjeción que intentaba formularme. Del

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deseo de pasar por perspicaz delante deBáez no me quedaban ni vestigios.

El policía, supongo que porque merespetaba, intentó ser prudente.

—Mire, Chaparro — hizo una pausa,encendió un 43/70 y desplazó su pocillohacia un costado, como si fuera unobstáculo que pudiera interferir en queme llegaran sus palabras—: si este tipoes el que estamos buscando (y ojo quepor lo que me cuenta es perfectamenteposible que lo sea), no va a ser tan fácilde agarrar, no crea. Podrá ser todo lohijo de puta que quiera, pero no pareceser un calentón que haga las cosas a losponchazos. Hay otros que sí, guarda.

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Existen perejiles a los que uno losagarra porque se mandan tal número demacanas que solamente les faltacolgarse un cartel al pecho que diga «fuiyo, métanme en cana». Pero este pibe…

El policía se detuvo un momento,como si sopesase la catadura intelectualdel sospechoso y le resultase digna derespeto. Soltó el humo del cigarrillo porla nariz. Ese tabaco negro apestaba.Sentí que me irritaba las mucosas, peroun orgullo cerril me impidió toser ypestañear como hubiera querido.

—La mina de la que estáperdidamente enamorado se va a BuenosAires. No piensa en seguirla. No le da el

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cuero. O sí le da, pero necesita tiempopara rajarse de su casa —Báez armabasu hipótesis mientras hablaba conmigo.A medida que avanzaba, dejaba algunaslagunas para más adelante, y en otras sedetenía para disiparlas conrazonamientos certeros—. Aparte, capazque ya le había hablado allá enTucumán. Y la piba nada. Le habrá dadouna vergüenza tan enorme por el desaire,que al tipo le habrán entrado ganas deque se lo tragara la tierra. Supongo quepor eso se queda, y no la retiene, notiene con qué, ni la sigue. ¿Para qué va aintentarlo?

Báez sopesaba sus propios

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argumentos. Por fin continuó:—Sí. Seguro que la encaró y rebotó

como una Pulpo. Por eso se llamó acuarteles de invierno. Pero de repente lellega el dato de que se casa. No estálisto para eso, pero tampoco puedereaccionar. ¿Qué es reaccionar para esepibe? ¿Cómo hacerlo? Deja pasar eltiempo. Pero es al pedo. No se laolvida. Al contrario. Junta bronca. Juntarabia. Empieza a sentirse estafado.¿Cómo es eso de que «la Liliana» seesté por casar con un porteño al querecién conoce? ¿Y él? ¿Está pintado, él?Se pasa los días pensando en eso, comousted me cuenta. O como la madre del

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pibe le cuenta al tipo que usted lemandó. Todo el día en la cama mirandoel techo. Y al final toma una decisión.¿Al final o al principio? ¿Se pasa losmeses pensando si la revienta o no, odesde el principio está convencido dematarla pero demora en juntar el valorcomo para llevarlo a cabo? No tengoidea, y dudo que la tenga nunca. Elasunto es que recién cuando tenga deltodo claro el panorama se va a tomar elEstrella del Norte a Buenos Aires.

Báez levantó el teléfono y agitóvarias veces la horquilla. Se asomó elordenanza y le pidió más café.

—¿Y sabe qué? Me jugaría lo que no

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tengo a que el pibe, si es nomás el quebuscamos, se toma su tiempo parainstalarse. Busca una pensión. Consiguelaburo. Y recién después se ocupa de lamina. Se para un par de días en laesquina de la casa para conocer lasrutinas de los recién casados. Las depuertas afuera, porque las de puertasadentro puede intuirlas, y le revuelvenlas tripas y tal vez hasta se pregunte sino será mejor liquidarlos a ambos. ¿Seimagina lo que puede sentir un tipo alver a otro que sale feliz cada mañana dela cama de la mujer que desea comoloco? De manera que ahí va, la mañanadel hecho. Ve salir a Morales, espera

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cinco minutos y se manda por el pasillo.La puerta de calle, la general, estáabierta todo el tiempo porque losalbañiles del departamento tres estánsacando escombro en carretilla. Ah, no.Estoy hablando boludeces. Ese día losalbañiles no fueron. Así que toca eltimbre y la chica le contesta por elportero. ¿Cómo no va a salir a abrirle,más allá de su sorpresa? ¿No es suamigo del barrio desde que son chicos?¿No han compartido un montón de cosasjuntos? Es probable que mientras gira lallave ella recuerde, con un lejano rastrode culpa, el modo en que tuvo quedesilusionarlo cuando él se le declaró,

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hace unos años. Seguro que es extrañoque caiga a verla sin avisar, siendo queno vino ni siquiera al casamiento, perono por eso va a dejarlo parado en lapuerta. Cierto es que está en camisón,pero tiene el salto de cama puesto y bienajustado todavía. Y es joven. Una mujermás grande tal vez habría consideradoimpropio abrir la puerta con eseatuendo. Pero ella no es tan formal. Notiene por qué serlo. Igual al pibe todoeso le importa poco. El asunto es queabra, que diga «qué sorpresa, Isidoro»,y que le franquee la entrada dándole unbeso en la mejilla. Por eso la vecina noescucha golpear la puerta del

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departamento contiguo. Porque Lilianasalió a abrirle la puerta de calle, y ahoralo acompaña hasta adentro. Pobrecita.

Báez apagó el cigarrillo y pareciódudar sobre si encender otro deinmediato. Desistió.

—¿Ya viene decidido a violarla o sele da por improvisar? De nuevo no tengoidea. Aunque me inclino a suponer quelo tiene masticado desde hace rato. Estemuchacho no hace las cosas a tontas y alocas. Está cobrando una deuda. Ni másni menos. De modo que cogérsela contrasu voluntad ahí nomás, sobre el piso deldormitorio, es para él saldar una deudavieja. Y estrangularla con sus propias

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manos es tomar revancha por eldespecho de haberlo ignorado, dehaberlo dejado solo y triste en el barrio,para burla de amigos y enemigos. Acásigo suponiendo, pero este tal Isidoro seme antoja que no tolera que se rían deél. Eso sí lo saca de quicio. ¿Después?Después nada. ¿Cuánto puede haberdemorado? Cinco, diez minutos. No hadejado sus huellas por ningún lado.Apenas los rayones en el parqué,alrededor del cuerpo de la mujer, que hatratado de zafarse antes de que se leagotaran las fuerzas. Pero hasta en esasmarcas se toma el trabajo de pasar unafranela que encuentra en un estante, no

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sea cosa que haya quedado alguna huella(no tiene por qué saber que losyeguarizos de la Policía Federal que vana iniciar el procedimiento pisan portodos lados, y arruinan cualquiervestigio que él haya podido pasar poralto). Y el picaporte no lo limpia porquerecuerda no haberlo tocado. ¿Sabe porqué se lo digo? Para que se fije qué tipode persona es este muchacho. En elpicaporte encontramos huellas delmatrimonio Morales, de adentro y deafuera. De modo que tuvo la serenidad,o el cinismo (llámelo como quiera),mientras andaba con la franela en lamano, de decidir tranquilamente qué

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lugar limpiar: el piso alrededor del sitioen el que se había montado a la pobremina, sí; el picaporte que recordaba nohaber tocado, no. ¿Y sabe qué hacedespués?

Se detuvo, como si realmente meestuviera interrogando a mí, pero no erael caso. Tampoco era que estuvieraluciéndose. Nada de eso. Báez nodesperdiciaba inteligencia en esasimbecilidades.

—¿Sabe qué me costaba imaginar,de joven, cuando me metí en estamilonga de laburar en Homicidios? Nolos actos criminales en sí. No el actobruto de aplastar una vida. A eso me

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acostumbré enseguida. Sino los actosposteriores a ese crimen. No digo elresto de la vida del asesino. No. Perodigamos las siguientes dos o tres horas.Yo me imaginaba que todos loshomicidas debían quedar temblorosos,desesperados por el horror de su acto,fija la memoria en el momento dearrancar la vida de otro ser humano —Báez resopló, en una especie de sonrisa,como si recordase algo gracioso—. Máso menos como el muchachito deDostoïevski, ¿sabe cuál le digo? El deCrimen y castigo. Ese sí que sienteremordimientos: «Maté a la vieja.¿Cómo hago para seguir viviendo?» —

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Báez me miró, como si de repente seacordase de algo—. Perdone, Chaparro,si me puse torpemente didáctico. Estoyseguro de que leyó la novela que ledigo. Pero es la costumbre de estarrodeado de bestias, ¿sabe? Imagíneseloal oligofrénico de Sicora, por poner uncaso, charlando de literatura. No. No segaste. Es imposible. Pero bueno, a loque quería llegar es a que no es tancomún lo de la culpa y elremordimiento. Nada que ver. Uno seencuentra tipos capaces de pegarse untiro por la culpa, guarda. Pero tambiénse topa con otros que se van al cine y acomer pizza. Bueno. Me parece que este

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pibe pertenece al segundo grupo. Perocomo es un martes a la mañana seguroque se va a laburar como si tal cosa.Camina hasta la parada y se toma elcolectivo. Capaz que al bajar compra elCrónica. ¿Por qué no?

Ahora sí Báez encendió otrocigarrillo. Un poco más arriba hablé delas oscilaciones de mi estado de ánimo,y escribí que había llegado a mientrevista con el policía en el cenit demi euforia. En veinte minutos esa euforiase me había hecho añicos. Pero no solome sentía derrotado por los hechos, cosabastante habitual en mí. También mesentía culpable. En lugar de haberlo

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llamado a Báez apenas tuve laocurrencia, para que él determinase lamejor manera de aproximarnos alfulano, había hecho lo que se me habíacantado: me había dejado llevar por miataque de iniciativa, me los habíaagarrado de cadetes al pobre viudo y asu pobre suegro, y los había hechopatear el hormiguero al reverendo pedo.

Intenté, pese a todo, serenarme. ¿Nopodía ser que Báez estuvieseexagerando? ¿Y si Gómez era muchomenos lúcido de lo que él suponía? ¿Ysi en todos esos meses había bajado laguardia? Al fin de cuentas: ¿qué pruebastenía Báez para sus hipótesis? Ni más ni

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menos que lo que yo acababa decontarle.

Y otra cosa: ¿si el tal Gómez notenía nada que ver? Con cierto despechopueril deseé que la pista de ese fulanofuera nada más que un espejismo. Mepuse de pie. Báez me imitó y nosestrechamos la mano.

—Supongo que mañana tendremosalguna novedad.

—De acuerdo —respondí, tal vezcon una sequedad innecesaria.

—Yo lo llamo.Salí casi ofuscado, o por lo menos

incómodo. Volví a Tribunalescaminando. Aunque fuese ruin, estaba

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más preocupado en ese momento por noquedar como un chambón que poragarrar al hijo de puta que había hechoaquello, fuese Gómez o cualquier otroforajido.

Poco antes de las siete de la tardesonó el teléfono de la Secretaría. EraBáez.

—Acá lo tengo a Leguizamón con elencargo.

—Lo escucho —era ridícula esaactitud mía de niño ofendido, pero nopodía abandonarla. Además, no estabalisto para el llamado. Pensaba que ibana demorar hasta el día siguiente.

—Bueno. Empecemos con la mala

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noticia. Isidoro Gómez desapareció hacetres días de la pensión de Flores en laque estaba parando desde fines demarzo. Desapareció es una forma dedecir: pagó hasta el último día y se fuesin informar su próximo domicilio. Conel trabajo, lo mismo. Localizamos laobra: un edificio de quince pisos, sobreRivadavia, en pleno Caballito. Elcapataz le dijo a Leguizamón que era unpibe fenómeno. Bah, muy callado y aveces antipático, pero cumplidor,prolijo y abstemio. Una joyita. Pero queel otro día llegó a la mañana y le dijoque se volvía a Tucumán porque tenía ala madre muy enferma. El capataz le

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pagó el proporcional de la quincena y ledijo que si quería presentarse cuandovolviera que lo hiciese, porque estabamuy conforme con él.

Se hizo un silencio. Aunque yoestaba con ganas de revolear la máquinade escribir, el portalápices, la causa enla que estaba trabajando y el teléfono,me mordí los labios y esperé.

—En fin. Lo bueno es que podemospensar que a lo mejor este es el tipo. Yque se rajó porque supo que lo andabanrastreando. Leguizamón me trajo un datopiola: el capataz tenía guardadas lastarjetas de fichaje del reloj del personal,en el obraje. ¿Sabe cuántas veces llegó

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tarde en los ocho meses que laburó enesa obra? Dos. Una por diez minutos. Laotra, dos horas y media. ¿Sabe cuándo?El día del hecho.

—Entiendo —al fin pude responder.Mi tono ya no era cortante. Nunca habíasido mal perdedor—. Le agradezco lainformación, Báez. Ahora me ocupo deponer al día la causa con estas cosas yle aviso qué papeles necesito que memande.

—De acuerdo, Chaparro. Buenastardes.

—Buenas tardes. Y gracias —agregué, como completando undesagravio.

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Iba a colgar cuando volvió allegarme la voz del otro lado.

—Ah, una duda —el tono de Báezparecía dubitativo—. ¿Cómo se leocurrió que podía ser ese muchacho? Yasé que la idea le vino por el asunto delas fotos, pero: ¿por qué particularmentereparó en él? Porque le digo que se tratóde una buena movida, Chaparro. Se lodigo francamente. A lo mejor dio con elculpable, quién sabe.

Evidentemente era un buen tipo. ¿Erasincero en el elogio o queríadisminuirme la sensación de culpa y deridículo? Pensé bien qué iba acontestarle.

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—No sé, Báez. Supongo que mellamó la atención el modo en quemiraba, eso de mirar a una mujeradorándola a la distancia. No sé —repetí—. Supongo que, cuando no sepueden decir las cosas, las miradas secargan de palabras.

Báez tardó en contestar.—Entiendo. Yo no podría haberlo

expresado mejor. Usted es bueno usandolas palabras, Chaparro. Tendría que serescritor, ¿sabe?

—No me joda, Báez.—No lo jodo. Se lo digo en serio.

Bueno, lo llamo en estos días, cuandoreciba sus despachos.

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Colgué el teléfono y el chasquido dela horquilla retumbó en el silencio delJuzgado. Miré la hora. Era tardísimo.Levanté de nuevo el auricular y disquéel numero del banco en el que trabajabaMorales. Le dejé dicho al custodio quepor favor, apenas llegase a la mañana, leavisara de pasar urgente por el Juzgadoporque tenía que firmarme unadeclaración. Me prometieron pasarle elmensaje.

De nuevo el sonido de la horquilla.Caminé hasta el archivero en cuyoestante más alto había camuflado, variosmeses atrás, la causa de Morales.Tironeé, en puntas de pie, y atajé el

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expediente que vino a mis manos enmedio de una estampida de polvo. Volvía mi escritorio. No lo revisé desde elprincipio. Fui directamente a la últimaactuación. Era del mes de junio y seordenaba agregar al expediente uninforme complementario de la autopsia:el del estudio de las vísceras. Miré elcuadrante de mi reloj para verificar elcasillero del calendario. Coloqué unahoja con membrete del Poder Judicial dela Nación y empecé a teclear una fechaficticia del mes de agosto.

No le había mentido a Báez alresponder su última pregunta, pero no lehabía dicho toda la verdad. Era cierto

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que me había llamado la atención laforma de mirar de Gómez, y que la habíainterpretado como un mensaje silenciosoy fútil para una mujer que no podía o noquería entenderlo. Lo que no le dije aBáez fue que si yo reparé en esa formade mirar era porque también habíaescudriñado a otra mujer del mismomodo. Ese anochecer caluroso dediciembre de 1968, como tantas vecesen el año que llevaba de haberlaconocido, lamenté profundamente noestar casado con ella.

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16

«Lo único que le pido a Dios es queSandoval hoy no se venga en pedo»,pensé esa mañana al entrar al Juzgado.Casi no había dormido la noche anterior.No solo había vuelto a casa tardísimo(me dio culpa, porque Marcela me habíaesperado despierta), sino que habíatardado una barbaridad en dormirme.¿Qué pasaría si el juez se avivaba deque yo intentaba tomarlo por idiota?¿Valía la pena correr semejante riesgo?Los nervios me hicieron saltar de lacama tempranísimo. Debía tener una

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expresión atroz, porque mi mujer sepercató de que algo me ocurría y mepreguntó al respecto durante eldesayuno.

Hoy, treinta años después, lorecuerdo y me es difícil considerarme elautor de semejante plan. ¿Qué meimpulsaba a meterme en semejanteapuro? Supongo que la sensación deculpa. Y la incertidumbre: si Gómez noera el culpable ¿para qué armar elbarullo que me disponía a provocar?Pero, si era el asesino, ¿cómo podríamirarme en el espejo desde entonceshasta el día de mi muerte sin sentirme uncobarde por privilegiar mi seguridad y

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mi trabajo?Mi problema práctico no arrancaba

desde la búsqueda infructuosa deIsidoro Gómez sino desde antes: desdeel momento en que me había hecho elotario para evitar sobreseer la causa,varios meses atrás. En aquel momentoyo había pensado que, cuando elculpable cayera detenido, el juez iba asentirse tan satisfecho que no iba amolestarse por el inexplicable cajoneode la causa. Al contrario. Una adulaciónsuficientemente histriónica yempalagosa, atribuyéndole a él losméritos de la captura, lo haríaabandonar cualquier prurito.

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Pero ahora se me habían quemadolos papeles. Y ahí era donde lonecesitaba a Sandoval. Pero a unSandoval inspirado, sagaz, rápido,intrépido. Si me tocaba el Sandovalborracho estaba jodido. Por suerte, ymientras estaba hundido en estasreflexiones, entró fresco como unamañana de mayo, perfumado a lavanda yradiante como el sol. Lo atajé de pasadahacia su escritorio y le expliqué mi planen pocos trazos. Definitivamente era untipo brillante. Me cazó al vuelo. Y eraleal, porque aceptó sin la menorvacilación participar en el chanchullo.

Temprano vino el propio Morales.

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Le hice firmar una ampliación de sudeclaración testimonial en la mesa deentradas, no le di detalles y lo despachéa las corridas, diciéndole que luego ibaa explicarle bien el asunto. Cuando alrato el juez Fortuna Lacalle hizo suingreso en la Secretaría me encomendéal Espíritu Santo, recordando losartilugios de mi madre para vencer a laangustia. Como siempre, Lacalle lucíaimpecable. El traje oscuro, la corbatasobria haciendo juego con el pañuelodel bolsillo superior, el peloengominado y tirante, el cutisbronceado. Creo que fue por observarloa él que desarrollé mi teoría de que los

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estúpidos se conservan mejorfísicamente porque no los corroe laansiedad existencial a la que se vesometida la gente más o menos lúcida.No poseo pruebas concluyentes alrespecto, pero el caso de FortunaLacalle siempre se me antojó de unanitidez evidentísima.

Se sentó en mi silla con susademanes de príncipe, y extrajo supluma Parker del bolsillo interior delsaco. Recargando teatralmente mispropios gestos, empecé a apilarexpedientes en el escritorio, como paradarle a entender que iba a pasarsefirmando despachos y oficios las

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siguientes dos o tres horas de su vida.Gracias a Dios era jueves, su día detenis a las seis, y desde las trescomenzaba a acometerlo unaimpaciencia caprichosa ante cualquiereventualidad que pudiese distraerlo detan alto destino. Acusó el impacto.Abrió mucho los ojos y lanzó uncomentario que pretendió ser gracioso,con respecto a lo rápido que trabajabansus empleados de esa Secretaría.Sonriendo, empecé a pasarle causas a lafirma, obsequiándolo con floridoscomentarios alusivos a cada expediente.Era información inútil, o digamosredundante y superflua, pero el

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magistrado era demasiado estúpidocomo para advertir que lo estabacachando.

Fue entonces cuando Sandoval seasomó por primera vez por detrás delarchivero que le daba cierta mínimaprivacidad a mi escritorio.

—A ver, doctor —inició,dirigiéndose a Fortuna, en un tono entrezalamero e irónico pero losuficientemente ostensible como paraque el otro no se sintiese víctima sinocómplice—, para cuándo lo vemos abordo de un Dodge Coronado como a sucolega Molinari, ¿eh?

El juez lo consideró con cautela.

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Pese a su imbecilidad, tenía ese instintode conservación que la gente como éldesarrolla frente a realidadescomplicadas y hostiles, y Sandoval atodas luces formaba parte de eseuniverso esquivo de lo complejo. «Va apedirle que le repita el comentario. Va apedirle que lo repita», me dije. Con unmovimiento rápido eché mano a la causade Morales. La abrí directamente en lafoja 208, que tenía señalada.

—¿Cómo dice, Sandoval? —Fortunapestañeaba mucho más atento a lo queiba a decirle mi oficial que a la causaque tenía ante los ojos.

—Un decreto ordenando formar

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segundo cuerpo, doctor —dije en unmurmullo, como si no quisieseinterrumpir con esa minucia laconversación de la que Fortuna sí estabapendiente.

—Sí, sí —respondió sin mirarme.—Nada, nada, doctor —Sandoval le

hizo una sonrisa picara—. Pensé que yalo había visto al doctor Molinari con suauto nuevo. ¿No lo vio?

Fortuna hacía esfuerzos porcontestar de manera veloz e inteligente.Ya era difícil que consiguiese esos dosobjetivos por separado. Lograr ambascosas a un tiempo era sencillamenteimposible, pero parecía dispuesto a

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acometer el esfuerzo, y tamaña empresaconsumía toda su energía intelectual. Demodo que prestar atención a lo queestaba firmando quedaba fuera de sualcance. Por eso rubricó un decreto defecha 2 de julio que ciertamenteordenaba formar segundo cuerpo en lacausa a partir de la foja 201, pero quede paso ordenaba ampliar la declaracióntestimonial de Ricardo Morales. Se losaqué de las narices apenas terminó surúbrica, no fuera cosa de que pormilagro se diese por enterado de queestaba firmando una orden fechada casicuatro meses antes.

—No, no sabía… ¿Un Coronado?

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—Un Coronado, doctor. Azuleléctrico… —Sandoval sonreía conmirada ausente, como embelesado en elrecuerdo—. Un regalo del cielo.Tapizados de cuero negro. Detallescromados… ¿En serio no lo vio, doctor?

—No. Bueno, en realidad, hacetiempo que no almorzamos con Abel.

«Perfecto», pensé, «lo tiene contralas cuerdas». Sandoval podía ser cruelcon aquellos a los que no quería, peroera brillante el modo en que ejercía esacrueldad para disolver a suscontrincantes en sus propias flaquezas.Ya he dicho hasta el cansancio queFortuna Lacalle era un imbécil con

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ínfulas de jurista, pero más allá de suamor propio se moría de envidia frente alos jueces que se merecían los cargosque ejercían. Molinari era uno de ellos,y ese manotazo de ahogado de invocarlopor su nombre de pila, como si losuniese una relación estrecha, comobuscando acreditar una familiaridad queno existía, corroboraba que estaba locode envidia.

Decidí pasar al segundo acto: lepuse delante, abrochada al final de unacausa cualquiera, la comparecencia enla que Morales refería sus sospechassobre Gómez a partir de unas supuestascartas amenazadoras que su mujer,

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también supuestamente, había recibidoantes del asesinato, enviadas por eladmirador despechado, y queconvenientemente habían destruido. Yola había redactado la noche anterior, yMorales acababa de rubricarla ratoantes.

—Esta es una declaracióntestimonial en la causa de Muñoz, la deestafas reiteradas —mentí.

—Ah… ¿cómo sigue ese asunto?«Sonamos», me dije. Ahora se le

daba por hacerse el interesado. ¿Qué ibaa inventarle? ¿Cuándo yo habíamezclado actuaciones de una causa conotra? ¿Y cómo iba a justificar esa

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declaración salida de la nada?—Usted sigue con el Falcon, doctor

—Sandoval vino en mi auxilio.—Sí, por cierto —Fortuna

respondió en un tono que pretendió serdisplicente.

—Claro, claro… porque… ¿quémodelo es? ¿'63? ¿'64?

—Es un '61 —Fortuna fue casiabrupto, aunque trató de suavizar larespuesta—. Ocurre que me ha dado tanbuen resultado que me da no sé quédesprenderme de él.

Sandoval era un artista. Mil vecesnos habíamos reído, a espaldas del juez,no de su Falcon modelo '61 (después de

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todo Sandoval y yo pertenecíamos a lacategoría de peatones perpetuos), sinoporque Fortuna Lacalle padecía esacircunstancia como un calvario íntimo.Habría dado una oreja por un auto nuevo(suponiendo que algún loco hubieseaceptado canje semejante). Cobraba unsueldo que podía permitírselo. Perotanto su mujer como sus dos hijas teníanhábitos cotidianos propios de princesasconsortes, con lo que el pobre Fortuna aduras penas sorteaba mes a mes losespectros de la insolvencia. El rostrotransparente del juez me demostraba queestaba enroscado en la íntimaenumeración de todo lo que podría

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comprar si sus mujeres no padecieran deese desenfreno de consumo. Y el DodgeCoronado figuraba, supongo, primero enesa lista.

Di vuelta prestamente la página.Eran los oficios a la Policía Federal y ala de Tucumán ordenando la pesquisasobre Gómez, con copia. Estabanfechados en octubre y reiterados ennoviembre. Ya había arreglado con Báezesa circunstancia. Fortuna la firmó comosi se tratase de un vale de tintorería.

—Otra cosa —Sandoval estabainspirado—. Le digo que no sé si eldoctor Molinari hizo bien con lo delDodge —movía las manos como

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dudando sobre la manera de plantear sudilema—. Usted, que es una persona queentiende del tema, doctor… —pareciódecidirse, como presto a confiar en lahonestidad intelectual y la sapiencia desu interlocutor—, ¿con qué se queda?¿Con un Dodge Coronado o con un FordFairlane?

«Usted, que es una persona queentiende», me repetí. Sandoval era ungenio. Fortuna, en realidad, no entendía:ni de autos, ni de Derecho, ni de casinada. Pero como tampoco entendía queno entendía se dispuso, entusiasmado, ailustrar al público presente acerca de lasvirtudes innumerables del Ford Fairlane

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y de los vicios imperdonables delDodge Coronado, modo tangencial dedemostrar, de paso, que en el fondo eldoctor Molinari no era tan perfecto,después de todo. Le llevó casi diezminutos, incluido un gráfico de lo que,según entendí, era la transmisión de lapalanca a la caja de cambios de uno yotro coche.

Fue maravilloso. Cuando terminó dehablar estupideces, me había firmado elacuse de recibo de la respuesta policial(que Báez me había redactado yremitido contra reloj esa misma mañana)sobre el paradero desconocido deIsidoro Antonio Gómez. Había también

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rubricado el decreto que ordenabamantener el pedido de averiguación deparadero y comparendo a fin de tomarledeclaración informativa, y elconsiguiente nuevo oficio a la PolicíaFederal. Sandoval, que reclinado sobreuna estantería fingía atender alencendido discurso de su Señoría, sepercató de mi gesto de alivio y supo quela tarea estaba cumplida. Sin embargo,como era un espíritu sensible, no quisoabortarle la perorata y dejó que FortunaLacalle se explayara por otros dos o tresminutos. Después le dio las gracias porsu tiempo.

—Bueno, doctor, los dejo, que tengo

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que seguir trabajando —y, sacudiendo lacabeza hacia los lados, admirativo,agregó—: Mire que de autos se las sabetodas, doctor.

El otro cerró los ojos y sonrió, en ungesto que pretendió ser de modestaaceptación del cumplido. Para terminarde marearlo, le puse otras veinte oveinticinco pavadas a la firma.

En cuanto Fortuna volvió a sudespacho, recolecté las actuaciones quehabía desperdigado en todos esosexpedientes y las coloqué en el deMorales en el orden correcto. Tenían lafirma del juez, pero me faltaba que lasrefrendase el secretario. No era posible

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aplicar la misma estrategia. Los doseran parejamente tontos, pero no hasta elpunto de tensar a ese extremo la cuerdade mi buena suerte. Decidí confiar en laesencia básica de Pérez: era unpusilánime y más que seguroacompañaría sin chistar cualquierdespacho que trajera la firma de su jefe.De manera que le llevé la causa esamisma tarde, acompañada de la otraveintena que le había hecho firmar aFortuna. Podía ocurrir, por cierto, que seavivase de la maniobra. ¿Qué hacíasemejante número de actuaciones, en unacausa como esa, con fechas escalonadasy pretéritas, si no era una maniobra

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fraguada a sus espaldas?Por si acaso tenía un as en la manga.

Si llegaba a poner en duda mi buena fe,o sospechaba que había algo turbio enesa parva de actuaciones ficticias a laque Fortuna Lacalle acababa de ponerleel gancho, iba a chantajearlo sinpreámbulos: le contaría a medio PoderJudicial que estaba cuidándole laquintita, con envidiable esmero, a laseñora defensora oficial n.° 3 en loCriminal y Correccional, que no era nisu legítima esposa ni la afectuosa madrede los dos rozagantes mozalbetes quelucían fotografiados sobre su escritorio.Por suerte no hizo falta. Firmó sin

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chistar en cada «ante mí» que lucía bajola firma de Fortuna Lacalle, el expertoautomotor. Cuando terminé, mederrumbé en mi sillón, exhausto por losnervios. Se me acercó Sandoval,sonriendo, y lanzó la frase filosófica queempleaba solo en circunstanciasexcepcionales y solemnes como esa:

—Como he sostenido en reiteradasocasiones, estimado amigo Benjamín, eldía que los boludos del mundo haganuna fiesta, estos dos reciben a los demásen la puerta, les sirven los refrescos, lesofrecen torta, encabezan el brindis y leslimpian las miguitas de los labios.

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Nombre y apellido

Chaparro tira de la hoja que acabade terminar con la suficiente energíacomo para liberarla del rodillo sinromperla y la relee. Las últimaspalabras lo hacen sonreír. Le resultagrato el ejercicio de la memoria: esafrase con la que ha cerrado el capítulo,la de «el día en que los boludos haganuna fiesta», la había creídoabsolutamente olvidada. Pero ahora hasalido a flote junto con otro montón de

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recuerdos de su pasado y de la gente conla que ha vivido ese pasado.

Se incorpora y reitera un gesto detoda la vida: tomarse el tabique nasalcon el índice y el pulgar de la manoizquierda, casi a la altura de los ojos, yoprimir hasta casi sentir una pizca dedolor. Lo ha hecho durante más de mediavida, al levantarse de la silla después deestar mucho tiempo inclinado sobre suescritorio del Juzgado, y ahora lo reiteraaquí, en su casa, después de estar horasy horas eslabonando esta memoriapropia y ajena en la que está sumergido.Chaparro piensa que somos previsibles,tosca y perpetuamente iguales a nosotros

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mismos. Ese gesto y tantos otros en losque ni siquiera repara lo acompañandesde siempre y seguirán haciéndolohasta que descanse bajo tierra.

Piensa en Irene. ¿Por qué justo ahorapiensa en ella, después de pensar en supropia muerte? ¿Es acaso que la asociacon ella? No. Todo lo contrario. Irene loata a la vida. Ella es como una deudaque él mantiene con la vida, o que lavida mantiene con él. No puede morirsesintiendo lo que siente por ella. Como sifuera un desperdicio que ese amor sedesintegre y se haga polvo como sucarne y como sus huesos.

Pero, ¿cómo puede arrancárselo de

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adentro? No hay manera. Lo ha pensadoy repensado, pero no hay modo. ¿Unacarta? Esa opción tiene el atractivo de ladistancia, de no ver su rostro incrédulo,o peor, ofendido, o peor, compadecido,al enterarse. Presentarse a decírselocara a cara ni siquiera figura entre lasopciones en las que piensa Chaparro. Unamor «de gente grande» le suenaridículo. Pero declararle su amor a unamujer casada que lleva casi treinta añosde matrimonio, más que ridículo leparece ofensivo y denigrante.

El sentido común, que de vez encuando Chaparro cree localizar dentrode su cráneo, le dice que no hay por qué

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ser tan solemne, tan definitivo. ¿Quéproblema puede haber en plantear unamorío con una mujer casada? No seríael primero ni el último en proponerlo.¿Y entonces? Pues precisamente eso.Que Chaparro de inmediato se contestaque lo que él tiene para decirle no esque quiere tener un amorío con ella. Loque tiene que decirle, lo que necesitadecirle, y lo que al mismo tiempo lehorroriza que sepa, es que él la quierecon él, para siempre, en todos lados y atodas horas o a casi todas, porque hanaufragado en tal estado de adoraciónque no entiende la vida sin ella. Perocuando llega a esta altura de sus

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pensamientos Chaparro se detiene,desinflado. Porque, en su fantasía, laIrene que imagina recibiendo suconfesión desesperada adopta la mismaexpresión que podría poner ante la cartaque, de todos modos, no va a escribirle:la sorpresa, o la indignación, o lalástima.

Y después la nada. Porque despuésdel rechazo no habrá lugar ni siquierapara estos ratos robados a su vida,tomando café en su despacho, hablandode bueyes perdidos, fingiendo que setrata ni más ni menos que de una simplecharla de buenos compañeros —excompañeros— de trabajo. Irene parece

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disfrutar esos encuentros esporádicos.Pero una vez que él cruce la línea deldecoro a ella no le quedará otro caminoque pedirle que no vuelva a verla.

Chaparro, mientras prepara el mate,se encuentra sumergido, de repente, enel mismo deseo culpable de tantas otrasveces, aunque de inmediato se llame asosiego. Una Irene repentinamenteviuda… ¿no podría enamorarse de él?Nada le asegura semejante cosa. Así quemejor dejar en paz al pobre ingeniero,que siga disfrutando de su vida y de sumujer, mal rayo lo parta.

Acomoda sobre el resto de la pila laúltima hoja mecanografiada, y aprecia el

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espesor. No es poco, para ese primermes de trabajo. ¿O ya es un mes ymedio? Puede ser. El tiempo pasarápido gracias a este asunto. Lo asaltauna duda recurrente: ¿qué título lepondrá a su novela? No sabe. No tienela menor idea.

Chaparro siente que no es buenopara los títulos. En un primer momentopensó en ponerle un título a cadacapítulo, pero ahora ha renunciado asemejante pretensión. Si no se le ocurreun nombre para el conjunto, muchomenos se le ocurrirá para cada apartado.Y ya lleva escritos dieciséis y le faltanmuchos más.

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Otra cosa lo preocupa: su nombre alpie del título. «Benjamín MiguelChaparro». Queda como una patada, lomire por donde lo mire. Para empezar,¿no advirtieron sus padres que la últimasílaba de su primer nombre y la primeradel segundo forman una rima redundantey desagradable? Mín-mi. Es espantoso.Y además eso de los nombres consignificado. Porque también eso, y conlos dos. El «Benjamín», solo, yapresenta un escollo. Benjamín no sirvepara roda la vida. Está bien para unchico, para el más chico de varioshermanos. ¿A cuento de qué se lopusieron a él, hijo único? Y lo de la

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edad es determinante. Una cosa es ser unbenjamín de siete o de ocho años, pero¿un benjamín de sesenta? Es ridículo.Pero no bastó con esa macana. Porquellamar chaparro a un humano que seyergue un metro ochenta y cinco porencima del piso suena a contrasentido.De manera que el libro de BenjamínChaparro (aún eliminado el cacofónicoMiguel) puede sonar, para el públicoincauto, como el libro del muchachojoven y petisito. ¿O él es un enroscado yla gente es más simple en susapreciaciones? Pero puede darse quealgún lector lo interprete de ese modo. Ydespués va él y se presenta. Y resulta

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que el Benjamín Chaparro, es un urso deestatura respetable y sesenta pirulos.Suena contradictorio.

Tal vez una solución sea firmar lanovela con un seudónimo. No. Deninguna manera, se responde deinmediato. Si llega a publicarla, aunquesea pagando de su bolsillo una edicióneconómica, quiere que su nombreaparezca en la portada, por más ridículoque ese nombre suyo sea. El motivo essencillo. Para que Irene lo vea.

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17

No bien terminé de ponerle lossellos a la orden de averiguación deparadero de Isidoro Antonio Gómez, nobien ubiqué el expediente en el casillerode prófugos, no bien lo puse al tanto aMorales de las buenas nuevas, me sentítan conforme con mi valienteintervención, y tan a salvo de lasesquirlas de esa tragedia, que retorné ami rutina de jefe ecuánime, de marido alas siete en casa, de lectura del diario ala noche, de funcionario judicialsolvente, y casi me olvidé de esa causa.

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Es cierto que a los pocos meses merozó un coletazo desagradable delasunto. Tuve que declarar en lainvestigación contra Romano y elpolicía Sicora, por los apremiosilegales a los albañiles. La declaraciónen sí fue un trámite: apenas ratificar midenuncia inicial y aclarar un par dedetalles. Me extrañó (me disgustó) quepusieran a un pinche a llevar esesumario: una mala señal, como si en eseJuzgado dieran por sentado que la causaiba a una vía muerta y estuvieranlimitándose a guardar las formas. ¿Quénecesitaban para procesar a esos dosatorrantes? Tenían mi declaración, las

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de un par de policías de la seccional yla pericia médica sobre las lesiones delos dos pobres tipos. Pese a ladesconfianza que me produjo, decidíesperar. El juez era Batista, un tipo alque consideraba honesto, y a quienconocía un poco por haber trabajado conél en alguna feria de enero. Además,como ya dije, el envión de compromisovirulento con todo el proceso se mehabía pasado.

Tiempo después el propio Batistame citó a su despacho. Me recibiósonriendo, me estrechó calurosamente lamano y, cuando nos sentamos, me dijoque lo que iba a decirme era

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absolutamente confidencial, y que porfavor no lo divulgara porque los dos nosjugábamos el puesto. «La pucha», pensé.¿Qué podía ser tan serio? Supongo queel juez estaba incómodo, porque despuésde dudar un momento me vomitó todo elasunto en el menor tiempo posible, comosi quisiera desembarazarse rápido dealgo molesto y sucio. Así que meinformó sin atenuantes que le habíallegado la orden «de arriba» (ycompletó la imagen señalando con eldedo índice el techo de su despacho,pero queriendo significar… ¿qué?, ¿laCámara?, ¿la Corte?, ¿el gobierno?),para frenar todo el asunto y sobreseer

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sin procesados. Agregó que no podía sermucho más explícito, pero que alparecer ese muchacho… Romano, elcompañero mío, tenía una banca grande,bien arriba. Al decir lo de la «bancagrande» Batista se había tocado elhombro izquierdo con dos dedos de lamano derecha. No era ni la Cámara ni laCorte. El gesto significabainequívocamente «milico de alto rango».Súbitamente me vino a la memoria susuegro, coronel de infantería, y entendí.Qué ingenuidad la mía, no haber tomadoen cuenta semejante parentesco a la horade denunciarlo. Qué bárbaro. Sinecesitaba algo para terminar de

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hastiarme de Onganía y su ballet, eraesto.

—¿Quiere que le cuente algo más?—me había preguntado Batista.

Dije que sí, sobre todo porque eljuez tenía cara de querer contarlo.

—Tuve que citarlo a declarar. Ustedsabe —yo asentí—. Y, como ya mehabían avisado —Batista miró hacia loalto—, preferí tomarle declaración yomismo.

«Todos somos cobardes», pensé,«solo es cuestión de que nos atemoricenlo suficiente». A mí me había tomado laratificación de la denuncia un pinche concara de quinceañero. Al guacho ese,

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yerno del coronel, le tomabadeclaración el propio magistrado ysudando la gota gorda.

—No sabe, Chaparro. Qué ínfulas.Las ínfulas que tenía ese tipo. Entró enel despacho como si me estuviesehaciendo un favor, como si me estuvieseregalando una porción inapreciable desu valiosísimo tiempo. Cuando leempecé a preguntar sobre la causa, sedespachó a hablar pestes de cuanto levino en gana. No tanto contra usted, nocrea. La emprendió sobre todo contralos dos pobres tipos a los que habíamandado moler a golpes. Que negros deacá, que ladrones de allá, que zorros de

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tal otro lado. Que había que matarlos atodos y cerrar las fronteras. Le digo laverdad: la mayor parte de lasatrocidades que dijo, por no decir todas,no las mandé volcar en su declaraciónescrita porque no me dejaba másremedio que meterlo en cana porapología del delito, fíjese.

La pregunta que se imponía, a esaaltura era «¿Y por qué no lo hizo,doctor?». Pero no la formulé. Mereventaba el hígado que ese malparidose saliese con la suya, pero yo también,a mi modo, era un cómodo y unpusilánime, después de todo.

—Igual, cuando le pregunté

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específicamente por los dos albañiles,negó toda vinculación con el hecho y elasunto quedó ahí. Lo que llegué adecirle también fue que si la causa penalera sobreseída resultaba muy probableque el sumario interno quedara trunco yla Cámara de Apelaciones le levantarala suspensión laboral que le habíanimpuesto de oficio.

«Magnífico», pensé, «vuelvo atenerlo de compañerito».

—Pero, para mi sorpresa, lo tomócon total displicencia y me contestó queno creía poder dedicarse de nuevo a untrabajo de escritorio. Que eran tiemposde pasar a la acción, porque la patria

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estaba en peligro, rodeada de enemigos,de ateos, de comunistas y de no sé quémás. Así que lo frené en seco, lo hicefirmar la declaración y lo despache. Nome quedaban ganas de preguntarlecuáles eran sus planes para el futuro.

La entrevista con Batista me dejó unsabor amargo por la sensación deinjusticia, de siniestra impunidad conque me salpicó. Pero tampoco entoncesalcancé, ni de lejos, a entrever lasconsecuencias que esos hechos iban atener sobre la historia que estoynarrando, y sobre mi propia vida.

Releo esto de «mi propia vida».¿Qué era mi propia vida en 1969?

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Marcela me había propuesto, en esaépoca, que tuviéramos un hijo. No me lopreguntó. Fue como si extrajera, en vozalta, un corolario de lo que veníapensando. «Podríamos tener un hijo»,soltó, durante una cena. Estábamosviendo el «Noticiero 13». La miré yadvertí que hablaba en serio. Me pusede pie y apagué el televisor: siemprehabía pensado que cosas así merecíanotro clima, otro marco. Pero algo seguíasin funcionar. ¿Cuál era el problema conella? ¿Por qué no me entusiasmaba laidea de ser padre? «Ya llevamos cuatroaños de casados. Y el departamentoterminamos de pagarlo el mes que

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viene», agregó, viendo mi expresión.Marcela hablaba desde una lógica

demoledora. Nos habíamos conocido enlo de mi prima Elba. Habíamos estadodos años de novios. Un crédito delBanco Hipotecario, un dos ambientes enRamos Mejía, la luna de miel en Mardel Plata, una linda vajilla del Emporiode la Loza. El paso siguiente era el queella me estaba proponiendo, si esa frasedicha en tono acuoso podía serconsiderada una propuesta. Yo era eldesubicado. La razonable era ella.

No pude responder sino con algunasevasivas. Marcela respetó esa distancia.No sé si por sumisa, por fría o por

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acostumbrada. Se atuvo a que lerespondiera cuando quisiese. Aún hoyme asalta, de tanto en tanto, la certezaangustiante de que perdí la oportunidadde tener un hijo. Estuve a punto deescribir «de trascenderme en un hijo» o«de perpetuarme». ¿Es eso tener unhijo? Nunca voy a saberlo. Es otra delas preguntas que me llevaré, intactas, ala tumba.

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18

Si ese atardecer de agosto de 1969en el que me crucé con Ricardo Moralesyo demoraba el regreso a casa era,sobre todo, para no verme obligado aresponder a la pregunta (o a lapropuesta, o a la iniciativa, o no sécómo llamarla) de mi mujer sobreaquello de «tener un hijo». No sabía quédecirle, porque no sabía qué decirmeantes a mí mismo. Cuando abandoné elJuzgado ese día, no tomé el 115 en laparada más próxima, la que estaba sobreTalcahuano. Crucé caminando la plaza

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Lavalle, me senté un rato bajo ungomero gigantesco, y recién cuandoempezó a apretar el frío me decidí a irhasta la parada de avenida Córdoba.Llegué a la estación de Once con lamarca humana de las siete. No mepreocupó, porque me servía comoexcusa para dejar pasar unos cuantostrenes hasta que pudiera tomar uno en elque lograse sentarme.

Como me movía bastante másdespacio que los otros transeúntes, mehice a un lado para evitar susempellones y empecé a andar bienpegado a las vidrieras de esos localesvulgares que pueblan la terminal. Pude

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entonces detenerme a mirar los carteleshechos a mano y llenos muchas veces dehorrores ortográficos, la paciencia debeduinos de un par de lustrabotas, elrictus severo de un par de putas queiniciaban su ronda. Uno ve muchas cosascuando no va a ninguna parte. Yentonces lo vi.

Ricardo Agustín Morales estabasentado en el taburete alto y redondo deun copetín al paso, con las manos en elregazo y la vista clavada en la masa depasajeros que apuraba la marcha haciael andén. ¿Me habría acercado si él nome hubiese reconocido primero, alzandoun poco la mano izquierda a modo de

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saludo? Probablemente no. Ya dije que,una vez tranquilizada mi conciencia,emparchada mi autoestima judicial porlo que consideraba una audaz maniobrafrente al juez y el secretario, habíavuelto sin remordimientos a mis rutinassencillas y modestas. Ver a Moralesfuera del contexto esperable —es decir,fuera de su Banco Provincia o del caféde la calle Tucumán— me sobresaltabay casi diría que me resultaba inquietante.

Pero me había visto. Había alzadosu brazo y había construido algoparecido a una sonrisa. De manera queme aproximé, le tendí la mano y ocupéel banco contiguo al suyo.

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—Qué dice, tanto tiempo —mesaludó.

¿Había algún reproche en ese «tantotiempo»? Protesté para mis adentros queno era justo. ¿Para qué iba aconvocarlo? ¿Para decirle que Gómez,quien por otra parte bien podía ser unexcelente muchacho, no aparecía porningún lado, y que yo ya había hechocuanto estaba a mí alcance? Lo miré.No. No estaba reprochándome nada.Vuelto hacia el exterior, con los piestrabados en el parante del taburete, lamirada quieta, el pocillo vacío y fríosobre la barra a sus espaldas, irradiabala misma sensación de infatigable

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soledad de casi todos nuestrosencuentros.

—Acá andamos —contesté con lasensación de que, de todos modos, noestaba aguardando mi respuesta—. ¿Yusted? —por lo menos era cómodo quela conversación siguiese por esosformalismos coloquiales vacíos peroseguros.

—Nada nuevo —pestañeó, giróapenas hacia atrás, comprobó que habíaterminado el café y volvió a darle laespalda a la barra. Miró el relojgrasiento que colgaba en la pared delfrente—. Me falta media hora y termino.

Vi que eran las siete y media. ¿Qué

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labor pensaba concluir cuando dieranlas ocho?

—El policía ese tuvo razón —dijodespués de un largo silencio—. No sevolvió a Tucumán. Mi suegro estáseguro de eso.

Morales hablaba con la naturalidadde una conversación nunca interrumpida,de esas a las que no hace falta ponerlesnombres porque los interlocutores sabenperfectamente de quiénes se trata. «Elpolicía ese» era Báez, «mi suegro» erael padre de la difunta, «el que no sevolvió a Tucumán» era Gómez.

—Los jueves me toca acá. Los lunesy miércoles en Constitución. Martes y

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viernes, Retiro —de vez en cuandoseguía con la mirada a algún transeúnte—. Este mes es así. En mayo cambio.Todos los meses lo cambio.

Por los parlantes apareció una vozáspera, que arrastraba las palabras y secomía las eses, para anunciar lainminente partida del rápido a Morón delas 19.40 desde la plataforma cuatro.Aunque no pensaba tomarlo —no queríaviajar parado—, me pareció una excusaoportuna para ponerme de pie y amagarcon despedirme. Me detuvo la voz deMorales, que de nuevo atacó su tema sinpreámbulos.

—El día que la mató, Liliana me

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preparó té con limón —noté que ahoraconjugaba el verbo matar en singular: yano era «la mataron», porque el asesino,en su cabeza, tenía cara y tenía nombre—. «El café te hace mal, tenés que tomarmenos», me dijo. Yo le contesté que sí.Me gustaba cómo me cuidaba.

Sospeché que no solo iba aperderme el tren local a Castelar quesalía menos diez, sino unos cuantos más.

—Aparte, si usted la hubiera visto—miró fijamente a un tipo petiso yjoven que cruzó delante de la vidriera,pero lo descartó enseguida y buscó otroposible blanco—. Cada vez que mipadre veía algún desfile de modelos,

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algún concurso de belleza portelevisión, decía que a esas chicas, paradeterminar si eran realmente hermosas,había que verlas al levantarse a lamañana, sin maquillaje. Nunca se lo dijea ella, pero cada mañana lo primero quehacía al despertarme era mirarla paracomprobar la teoría de mi viejo. ¿Sabeque tenía razón? Por lo menos conLiliana.

La espantosa voz del parlanteanunció el tren de 19.55 a Castelar,parando en todas. Recordé las faccionesde la mujer, y pensé que no exagerabacon respecto a su belleza. Se me estabahaciendo definitivamente tardísimo,

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pero ya no tenía ganas de levantarme.Por lo menos no hasta que pudieraponerle nombre a la emoción que sentíacobrar forma dentro de mí. ¿Compasión?¿Tristeza? No. Era otra cosa, pero noconseguía definirla.

—¿Sabe qué es lo peor de todo?Lo miré. No supe qué decir.—Que la voy olvidando.Le temblaba la voz. No cometí el

desatino de interrumpirlo.—La pienso, y la pienso y la pienso

todo el día. Me despierto por la noche yme desvelo recordándola. Pero me pasaque tiendo a recordar siempre lasmismas cosas. Las mismas imágenes.

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¿Qué es lo que recuerdo, entonces? ¿Aella o al recuerdo que he construido eneste año y pico que lleva muerta?

Pobre tipo. ¿Por qué no podíaavanzar, en mi reflexión, más allá de ese«pobre tipo» que era como una etiquetasin valor?

—Pensé en matarme, ¿sabe? A vecesme levanto a la mañana y me preguntopara qué carajo estoy vivo.

A esa altura yo ya me preguntabapara qué estaba vivo yo mismo. ¿Quépodía contestarle? Pero a la vez ¿podíaquedarme callado frente a semejanteconfesión, frente a semejante angustia?Le dije lo primero que se me ocurrió, o

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lo único:—Tal vez sigue vivo para agarrar al

hijo de puta que la mató… — recapacitéy me sentí obligado a agregar, comopara distanciarme de su fanática certeza—: sea Gómez o sea otro.

Morales consideró mi respuesta. Porhábito, o por método, seguía mirando ala gente que pasaba rumbo a lasplataformas. Por fin respondió.

—Creo que sí. Creo que es por eso.Hizo silencio. Yo también. Si por lo

menos su pesquisa personal lo manteníacon vida, ya era algo. De todas formassu esfuerzo estaba derrotado deantemano. Si Gómez era inocente, no

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habría manera de culparlo. Y, si era elasesino, me parecía muy difícil quealguna vez pudiésemos detenerlo. Eltipo sabría que lo buscaban, y tambiénque en ese mar de gente era casiimposible hallarlo. Viéndolo de esemodo, la obstinada vigilancia deRicardo Agustín Morales sobre lasterminales de trenes resultaba de unacandidez enternecedora.

—¿Sigue viviendo en Palermo? —pregunté casi por decir algo.

—No. El departamento lo sigoteniendo, pero vivo en una pensión deSan Telmo. Me queda más a tiro deltrabajo y de… esto —agregó, como si

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tuviera dificultad para ponerle nombre aesa cacería extravagante.

Me despedí, diciéndole quecualquier novedad que tuviera lollamaría. Mientras me daba la mano,miró el reloj y vio que también era suhora. Sacó un billete arrugado y lo dejósobre la barra. Salimos juntos, pero alos pocos pasos me dio a entender quetomaba hacia el lado contrario.Volvimos a estrecharnos la mano.

Me acerqué a los andenes. Unguarda me picó el abono en el acceso.Estaba por salir otro rápido, Flores,Liniers, Morón, después parando entodas. No quedaban asientos. Igual subí.

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Acababa de decidir que necesitaballegar cuanto antes a mi casa. Aunque nodel todo, había logrado ponerle unnombre a lo que había sentido mientraslo escuchaba hablar a Morales.

Era envidia. El amor que habíavivido ese hombre me despertaba unaenorme envidia, más allá de la piedadque me suscitara la tragedia en la queese amor había terminado naufragando.Asido de mala manera a una de lasargollas blancas que pendían sobre elpasillo y bamboleándome con elmovimiento del tren, supe que iba acaminar hasta mi casa, iba a decirle aMarcela que teníamos que hablar e iba a

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comunicarle mi decisión de separarmede ella. Probablemente me miraseasombrada. Sin duda semejanteprograma escaparía absolutamente alencadenamiento lógico de las etapas enlas que había planificado su vida. Yo ibaa lamentarlo, porque nunca me hagustado causarles daño a los demás,pero acababa de entender que le hacíamás daño quedándome con ella.

Cuando llegué a casa, Marcela meesperaba con la mesa tendida. Hablamoshasta las dos de la mañana. Al díasiguiente cargué algunas cosas en un parde valijas y me fui a buscar una pensión,aunque procuré que no fuera por San

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Telmo.

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19

Transcurrieron más de dos años ymedio hasta las 16.45 del lunes 23 deabril de 1972, cuando las puertas deltren detenido en el andén dos de laestación de Villa Luro, accionadas porel guarda Saturnino Petrucci, se cerraronen las incrédulas narices de una señoramadura y gorda. Asomando mediocuerpo afuera del vagón, el guardaacarició el botón con el letrero de«chicharra», pero no llegó a oprimirlo.En cambio, terminó por apretar el de«abrir». Todas las puertas de la

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formación volvieron a abrirse con unchasquido neumático y la mujer,alborozada, dio un saltito desde el andénhasta el vagón y se derrumbó deinmediato en un asiento vacío.

El guarda Saturnino Petrucci —uniforme gris, frondoso bigoteentrecano, vientre considerable— sealegró de no haber sucumbido a lacrueldad gratuita de dejar pagando a lagorda en el andén. ¿Cómo era que se lehabía pasado por la mente ejecutarsemejante canallada? La respuesta eravergonzosa, pero clarísima. Se le habíaocurrido como un modo de vengarse. Node la gorda, a la que no conocía, sino

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del mundo en general. Deseaba vengarsedel mundo porque lo culpaba del humorlúgubre que tenía desde la tarde del díaanterior, domingo, para más datos. Y suhumor lúgubre se lo debía, ni más nimenos, a una nueva derrota del RacingClub de Avellaneda. O sea que habíaestado a punto de jorobarle la tarde auna pobre mujer por el fútbol. Eldichoso, el maldito, el eterno asunto delfútbol.

Petrucci se sentía un idiota poramargarse a raíz de los resultados de suequipo. Pero sentirse un idiota no lesolucionaba la amargura. Casi alcontrario: sentirse idiota le ensombrecía

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todavía más el ánimo. Un dolor enorme,que encima fuera ilegítimo, sucio,inmerecido, era demasiado para cargarsobre sus anchas espaldas de futbolerocurtido. ¿Nunca iban a volver los buenosaños de su juventud, esos en los queRacing se había cansado de ganarcampeonatos? Se consideraba unhombre paciente y agradecido. Noquería ser como esos plateístasinsoportables que reclaman éxito traséxito para sentirse plenos. A él lebastaba con mucho menos. Pero hasta el«equipo de José» empezaba aconvertirse en un recuerdo. ¿Cuántosaños, desde el gol de Cárdenas y la copa

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del mundo? Cinco. Cinco largos años.¿Y si pasaban otros cinco? ¿Y sipasaban otros diez sin que Racingsaliera campeón? Dios Santo. No queríani pensarlo, como si hacerlo fuese unmodo de invocar a los malos espíritus.

Ese lunes se había iniciado contodos los ornamentos de la derrota: lostitulares del diario, las bromas en laOficina de Guardas, la mirada socarronade un par de maquinistas. Era esa broncacontenida, lentamente destilada, la quecasi había convertido a la gorda en suvíctima. Miró por el vidrio de la puerta.Entregaba esa formación en Once yvolvía con un rápido. Chistó. Había

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logrado la dosis de serenidad suficientecomo para liberar a la mujer de suvenganza inútil, pero el talantetormentoso seguía con él. No queríavolver a su casa con el entripadoencima, porque era un buen padre y unbuen marido. Optó entonces por sacarsela rabia del modo más honesto queconocía: persiguiendo pasajeroscolados.

Con un gesto rápido extrajo delcinturón la perforadora y a la voz de«Boletos, pases y abonoooos»,sostenido en un ligero agudo sobre elfinal, se volvió hacia los escasosocupantes del vagón en el que estaba.

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Conocedor de su oficio, relojeó de unvistazo a los hombres. Difícilmente lasmujeres viajaban sin pasaje. No eranmás de seis o siete varones, dispersosen los asientos de cuerina verde. Unoscuantos se llevaron la mano a algúnbolsillo. Dos, en cambio, seincorporaron y empezaron a caminar porel pasillo hacia el vagón siguiente. Sinapresurarse, picó el boleto de cartónblanco y anaranjado de una joven madre.No necesitó seguir a los fugitivos con lamirada. Un simple golpe de vista leadvirtió que uno llevaba un gamulán. Elotro, un petiso de pelo negro, unacampera azul. El tren estaba aminorando

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la marcha. Agradeció a un viejo que lealcanzó el abono y se aproximó a laspuertas. Colocó la llave en el tablero yaccionó el botón de «abrir». Bajó alandén. Lo único que le interesaba de laestación Floresta era ubicar a los doscolados que habían disparado como ratapor tirante. A uno lo ubicó enseguida: eldel gamulán acababa de bajarse, deponer cara de otario y de recostarsecontra un árbol. Petrucci lo favoreciócon su indulgencia. Le bastaba con quese hubiese bajado de su tren. ¿Y el otro?El petiso de campera azul, ¿dóndeestaba? Petrucci sintió que la furia quehabía incubado durante todo el día lo

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asaltaba de nuevo. ¿Tenía ganas dehacerse el piola? ¿No le resultabasuficientemente temible su estampa fierade guarda experimentado? ¿Se sentía asalvo simplemente por habersecambiado de vagón? ¿Lo tomaba por unboludo? Perfecto.

Cerró las puertas, oprimió«chicharra», esperó que el trenarrancara y soltó la puerta que teníatrabada con el pie. Después guardó en elbolsillo la picadora de boletos y la llavede control de puertas. Intuía que seríapreferible tener las manos libres.Emprendió la marcha por el pasillo,bamboleándose levemente por el envión

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que le daba la inercia. No se detuvo enel vagón contiguo: de un vistazo habíaadvertido que el candidato no estaba enese. Pasó al otro coche: tampoco estabaallí. Sonrió. El idiota se había metido enel último. La puerta chirrió cuando laabrió de golpe. Ahí estaba: sentadosobre la izquierda, haciéndose el sonso,mirando por la ventana como si tal cosa.Petrucci caminó sacando pecho ybalanceando los hombros. Se le paró allado y murmuró con voz grave:

—Boleto.¿Por qué el gilún se empeñaba en

tomarlo de pelotudo? ¿Para qué esacarita de asombro, de sobresalto

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repentino, esos ademanes de busco en unbolsillo, busco en el otro, me hago elcontrariado porque no lo encuentro,chasqueo la lengua para hacerme elpreocupado? ¿Se pensaba que no lohabía visto bajar del quinto vagón antesde Floresta?

—No lo encuentro, señor.«Señor, las pelotas», pensó Petrucci.

Lo consideró con ternura y le dijo, contono de padre severo:

—Voy a tener que cobrarte la multa,petiso.

Y entonces sucedió algo. Bueno, enrealidad, siempre suceden cosas.«Sucedió algo» significa aquí que la

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siguiente conducta de uno de losinvolucrados en el entredicho tuvoconsecuencias trascendentes para lo queuno intenta contar en este libro. El jovense puso de pie, sacó pecho, frunció elceño y habló mirando a los ojos delguarda:

—Entonces le vas a tener que cobrara Magoya, gordo de mierda. Porque yono tengo un mango.

Petrucci se sorprendió, pero susorpresa llegó revestida de alegría. Estejoven le caía del cielo. La gloriosaAcademia había sido derrotada lavíspera. Sus conocidos habían hecholeña del árbol de su desdicha durante

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buena parte de esa jornada. Pero estejoven impertinente y malhablado le dabala posibilidad de ventilar los oscurossentimientos que venían dominándolo.Adelantó un brazo y lo apoyó confirmeza en el hombro del muchacho:

—No te hagás el piola. Ahora tebajás conmigo en Flores y vemos cómote las ingeniás para pagar, enano.

—Enano la concha de tu madre.El muchacho habló mirándolo con

rabia. Más tarde Petrucci diría que loagarró desprevenido, lo que no fue deltodo cierto. El guarda palpitaba, intuía,casi deseaba que el otro armara gresca.Pero la pifia que le tiró el mocoso fue

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tan veloz y tan bien dirigida que loimpactó en plena nariz y lo cegó por uninstante. El muchacho sacudió un pocola mano dolorida. Más tarde, losmédicos le diagnosticarían una fracturade metacarpo. Hizo una ligeracontorsión para salir al pasillo y eludirel voluminoso cuerpo del guarda. Pero,cuando casi lo había conseguido, sintióque una mano brutal lo aferraba delcuello de la campera y lo poníadiestramente de espaldas al pasillo.Después percibió que otra mano loagarraba desde atrás, del cinturón, yambas lo levantaban en vilo. Por último,se vio lanzado contra el marco de

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aluminio de la ventana, que se le estrellóen la frente. Era un pibe fuerte. Aunqueaturdido, mantuvo la vertical, ahoralibre de las tenazas de las manos delguarda. Se giró hacia él y armó laguardia. Tal vez si el señor de uniformegris hubiese sido algo más liviano, o sino hubiese practicado en la Federaciónde Box cuando joven, o si Racinghubiera triunfado la víspera, elmuchacho sin boleto habría salido bienlibrado de la pelea. Pero no era el caso.Por eso recibió un puñetazo brutal en laboca del estómago que lo dobló en dos,seguido por un directo a la mandíbulaque lo dejó grogui. De postre, Petrucci

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le sirvió un gancho en el vientre que lehizo saltar las lágrimas.

En ese momento el tren se detuvo.Feliz, altivo, Petrucci recibió algunosaplausos del reducido público que sehabía concitado en el trayecto desdeFloresta hasta Flores, manipuló eltablero para abrir las puertas y sacó alcolado casi arrastrándolo de los pelos.Caminó con él hasta la oficina, casi enla otra punta del andén. Unos cuantoscuriosos se asomaban a las puertas, amedida que lo veían pasar arreando alaturdido muchacho. Petrucci buscó alsuboficial de consigna. Lo saludó conuna inclinación de cabeza y le relató

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sucintamente lo que acababa deocurrirle. El suboficial se hizo cargo delfulano.

—Vamos a hacer una cosa —dijo,esposando al joven a una silla demadera con el respaldo a listonesverticales—, lo remito a la seccionalpor averiguación de antecedentes. Nodebe tener nada, pero para joderlo unrato. Va a aprender a no pasarse depiola, pendejo de mierda.

—Macanudo —respondió Petrucci,mientras se palpaba por primera vez lanariz, ahora que le empezaba a doler enserio.

—¿No tendría que hacerse ver ese

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golpe? —preguntó el policía—. Mireque tiene un aspecto fulero.

—Sí, la verdad que me agarró justo,el malparido —hablaban delante delmuchacho, que miraba fijamente elsuelo.

El policía lo acompañó a la puerta.Afuera el tren seguía detenido.

—Y todo por hacerse el gallito,pedazo de infeliz —Petrucci sentía lanecesidad de explicarse—. Si me diceque no tiene plata, o me pide que porfavor lo deje, capaz que no le digo nada,¿sabe?

—Qué le va a hacer. Algunos deestos pibes de hoy día se comen el

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mundo, ¿vio?—Qué cosa… —concluyó el guarda.Saludó con un gesto, cerró las

puertas y tocó la chicharra. El trendemoró un segundo en arrancar porqueel motorman andaba distraído despuésde semejante espera. Cuando Petruccillegó a Once, tenía la nariz hinchada ysanguinolenta. Lo mandaron al HospitalFerroviario a que le sacaran unaradiografía y lo viera un médico.«Fractura de tabique nasal», dijo eldoctor que lo revisó en la guardia. «¿Nose desmayó?» Petrucci negó con lacabeza, como si que a uno le partieran eltabique fuera lo más normal del mundo.

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«Vaya a su casa. Le pongo cuatro días dereposo. Me viene a ver el viernes yvemos cómo sigue».

Petrucci pensó que de ahí enadelante iba a fajarse con un colado lomenos una vez al mes, si eso legarantizaba semejantes licencias. Volvióhecho unas Pascuas. Tomó el tren enOnce sin pasar por el control. Tenía queentregar los papeles directamente en laoficina de Castelar, y estabaverdaderamente cansado. Cuando llegócon los comprobantes del hospital,algunos compañeros le salieron al paso.

—Acá está el sheriff, abran cancha—dijo alguno, haciéndose el chistoso.

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—No rompás las bolas, Avalos —locortó.

—En serio, macho, ¿no te enteraste?—¿De qué?—El pibe al que agarraste. El que se

fajó con vos.—Sí, ¿qué pasa?—Viste que quedó en Flores para

averiguación de antecedentes…—¿Qué? No me digas que le saltó

algo, al pelotudo.—¿Algo? Tenía una orden de

captura, o algo así, de la puta madre. Deun Juzgado de Capital, por homicidio yno sé qué más…

—Mirá vos —Petrucci estaba

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realmente sorprendido. Sorprendido ycon un anacrónico dejo de temor: ¿y sihubiese tenido un arma?

—Así que ahora sos una especie deguardián de la ley, ¿viste? —intervinootro.

—Dejate de joder, Zimmerman.¿Con esa cara de borrego y con capturapor homicidio? ¿Sería de esos pibes deMontoneros, algo de eso? Me voy acasa. Estoy rendido.

Se cruzaron algunos saludosdesganados. Mientras caminaba hasta laparada del 644 cartel blanco,Haedo/Barrio Seré, Petrucci pensó queel día no terminaba tan mal después de

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todo. Se había sacado la bronca con elboludito ese. Le habían dado cuatro díasde licencia, que le venían bárbaro paraterminar el contrapiso de la pieza delfondo. La nariz apenas le dolía porquele habían dado unos calmantes paracaballo, según el médico. Y seguro queRacing tarde o temprano iba a salircampeón, después de todo. ¿Cuántotiempo podía faltar para que sucediera?

Se sentó en el colectivo. Palpó en elbolsillo el papel que le había alcanzadoAvalos. «El nombre del pibe», le habíadicho. En el momento no le había dadobolilla, pero ahora sintió curiosidad. Lodesplegó: «Isidoro Antonio Gómez».

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Petrucci hizo un bollo con el papel y lodejó caer al piso sucio del colectivo.Después se acomodó como paradormitar unos minutos, teniendo buencuidado de no apoyar la nariz contra laventanilla, porque de lo contrario iba aver las estrellas, y capaz que volvía asangrarle.

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20

Teniéndolo delante, volví asospechar que había construido unrascacielos con cimientos de humo.¿Podía ser culpable ese pibe que conexpresión plácida estaba de pie frente amí, con las piernas un poco separadas enactitud de descanso, como si lo afectarapoco y nada tener las manos esposadas ala espalda?

Muchos detenidos, después de dos otres días casi inmóviles eincomunicados, asqueados de comer elrancho carcelario, de estar sucios,

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inactivos y juntando nervios en la celda,muestran en el rostro los estragos quedeja el permanecer sometido a lacaprichosa voluntad de otros.

Isidoro Antonio Gómez no. Porsupuesto cargaba con señales delencierro al que estaba sometido desde ellunes: el rancio olor a mugre humana, lasombra de barba, las zapatillas sincordones. Eso sin contar el yeso en lamano derecha y el hematoma verdosoque le había dejado sobre la cejaderecha su escaramuza con el belicosoguarda del Ferrocarril Sarmiento.

Las dudas me consumían. ¿Podíaalguien estar tan tranquilo sabiéndose

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culpable de un homicidio? Tal vez hastaignoraba el motivo por el que lo habíantraído detenido a declarar a Tribunales.Porque también existía la posibilidad deque creyera que todo era un proceder,algo exagerado, relacionado con haberviajado sin boleto y con fajarse con elresponsable de evitar esa conducta. Medije que no: a la legua se notaba que eraun tipo inteligente. Debía saber queestaba allí por otro asunto. Pero,entonces: ¿cómo se explicaba que sehubiese involucrado en ese escandalosoincidente? Concluí que o era inocente oera un hijo de puta absolutamentedesaprensivo.

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La cabeza me trabajaba a mil porhora: si era inocente… ¿por qué sehabía borrado a fines de 1968?; si eraculpable… ¿por qué se había dejadodetener en ese incidente estúpido?

Al día siguiente, la noticia de ladetención de Gómez me estabaesperando al llegar a la Secretaría. Báezen persona me lo había confirmado porteléfono. Habíamos acordado dejarlo enescabeche dos días más, hasta el jueves,sobre todo para darme tiempo a pensarcómo cuernos enfocar esa declaración, yde hablarlo largo y tendido conSandoval. ¿Tenía acaso a otro tipo amano con la mitad de su capacidad de

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discernimiento?En esos tres años pocas cosas

habían cambiado en el Juzgado. Noshabíamos sacado de encima al infelizdel secretario Pérez (que habíaascendido a defensor oficial), aunqueperder a nuestro jefe nos había dejado elregusto amargo de confirmar que ciertogrado de estupidez congénita, como laque él enarbolaba como bandera,parecía augurar un ascenso meteórico enel escalafón judicial. No habíamostenido tanta suerte con el doctor FortunaLacalle. Seguía siendo nuestro juez yseguía siendo un pelotudo. Para peor yaestábamos en 1972, y ser amigo de un

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amigo de Onganía había dejado de seruna palanca eficaz en el camino hacia laCámara de Apelaciones. Si, en plenoestrellato del general de bigotes, Fortunano había podido pegar el salto, ahoraera prácticamente imposible que lodiera. De modo que vegetaba en su lugarde siempre. La buena noticia era que sele había pasado el infame berretín deintentar lucirse frente a sus superiores.Nos dejaba trabajar, firmaba donde leindicábamos y no se encaprichaba conque sus prosecretarios fuesen a laescena del crimen en las causas porhomicidio. Era una suerte, entre otrascosas, porque en la Argentina de

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entonces empezaban a sobrar cadáveres.Por todo eso, por lo que Sandoval

denominaba jocosamente «nuestraorfandad de líderes competentes», noshabíamos sentado con él a releer lacausa, que había quedado clavada endiciembre de 1968, tres años y medioantes, justo después del libramiento dela orden de comparendo que acababa dehacerse efectiva el lunes en la estaciónde Flores.

Sandoval, que venía atravesando unode los períodos de sobriedad másprolongados que le había conocido,concluyó con lógica de hierro:

—Si es culpable… no sé, Benjamín;

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salvo que él solito se ponga la soga alcuello en la declaración informativa,estamos fritos.

Era dolorosamente cierto. ¿Quéteníamos, realmente, para dictarle unprocesamiento por homicidiocalificado? Un viudo que lo acusaba(falsamente, por otra parte, porque eseartilugio lo habíamos inventado por si senos retobaba Fortuna con los oficiospoliciales) de haber enviado unas cartasintimidatorias que no estaban en ningunaparte. Unas diligencias policiales queme había remitido Báez, donde seaseguraba que Gómez había abandonadosu lugar de residencia y su trabajo horas

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antes de que los uniformados ejecutaranprecisamente esas actuaciones. Unatarjeta de fichaje laboral en la queconstaba que el sospechoso habíallegado a trabajar tardísimo el día de lamuerte de Liliana Emma Colotto deMorales. Era pura mierda. No teníamosnada de nada, y hasta el más imbécil delos abogados defensores nos haría polvola prisión preventiva una vez apeladaante la Cámara. Y eso en el caso de quelográsemos que Fortuna nos firmara laresolución, dicho sea de paso.

Supongo que por todo eso ni mehabía tomado el trabajo de llamar aMorales. ¿Para qué avisarle? ¿Para que

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viese cómo nos veíamos obligados asoltar al único sospechoso que habíamosconseguido identificar en un lapso detres años? ¿El mismo sospechoso que élseguía buscando —de eso yo estabaseguro— en las terminales de trenes, porturnos rotativos, cada atardecer de lunesa viernes?

Ordené que llevaran a Gómez aldespacho del secretario, que estabavacío. Todavía no nos nombrabanreemplazante para Pérez, y de momentonos firmaba el secretario de la 18.Prefería no tener demasiados testigos.¿Por qué? Ni yo mismo lo sabía, pero nolos quería. Así que di orden de que no

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me interrumpieran. Ingresé en esedespacho detrás de Gómez y delguardiacárcel que lo traía tomado de unbrazo. Le pedí al custodio que le sacaralas esposas. Gómez se sentó frente alescritorio, cruzando la pierna derechasobre la izquierda. «Se tiene fe, el muycornudo», pensé. No era una buena señalverlo tan tranquilo.

En ese momento escuché cómo, en eldespacho contiguo, se abría la puertaexterior y se oía un «buenos días»cantarín que me puso los pelos de punta.No podía ser. No podía. Sandovalasomó la cabeza apenas en el despachoen el que nos hallábamos y repitió el

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alegre saludo, acompañado de una gransonrisa. Aunque desapareció enseguidaen la oficina general, me quedé un largoinstante mirando el umbral por el que sehabía asomado. «La puta madre que loremilparió», dije para mis adentros.Estaba en pedo. Despeinado, sin afeitar,con la ropa del día anterior y uno de losfaldones de la camisa mal embutidodentro del pantalón. Por algo habíapasado como una exhalación asaludarme. Aunque lo había visto apenasun instante, me había bastado cotejar eserelámpago con la visión repetida quetenía de tantos y tantos años de trabajocompartido. Intenté recordar la tarde del

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día anterior. ¿No me había cerciorado,por la ventana, de verlo enfilar para sucasa en lugar de hacia los bares delBajo? ¿O por tener la cabeza puesta enlo de hoy lo había pasado por alto? Yadaba igual. Estábamos jodidos.

Coloqué una hoja con membrete enla máquina de escribir que habíacargado hasta allí desde mi propioescritorio. No era cuestión de alterarmis más elementales cábalas. «EnBuenos Aires, a los veintiséis días delmes de abril de 1972…».

Me detuve. Sandoval estaba en elumbral, como esperándome. Lo fulminécon la mirada. No pretendería participar

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en esa declaración, en semejanteestado… Ya que había sido tan infelizcomo para arruinar siete meses deabstinencia, ya que no le habíaimportado cagarme así con algo quesabía que me importaba mucho, ya queestaba en un estado tal que no podríaprobablemente articular tres palabras demás de dos sílabas, que por lo menos semandara mudar y me dejara hacer lo quepudiera con Gómez. O comprendió migesto o el mareo le aconsejó que serefugiara en su propio escritorio. Locierto es que se fue. Miré a Gómez y alcustodio. Permanecían ajenos al asunto ya mi desesperación creciente. Yo debía

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reconocer, pese a todo, que Sandovalaplicaba a sus borracheras un estiloaltivo y muy digno. Nada de hipos, ni dezigzagueos a los tumbos entre losmuebles. Su aspecto exterior era, cuantomucho, el de un buen señor que porcausas ajenas a su voluntad se ha vistoobligado a dormir a la intemperie.

Decidí acabar con los rodeos yabocarme a la declaración de Gómez.Había tomado la determinación deencararlo por las malas, como si fueseculpable. De todos modos, yo estabaperdido. En el tono de voz más frío yserenamente amenazante del que fuicapaz le pedí sus datos personales y le

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comuniqué los motivos de que estuvieraprestando declaración informativa. Leaclaré sus derechos y le informé agrandes rasgos el asunto que seventilaba en esa causa. Mientrashablaba, aporreaba mi máquina deescribir, la misma en la que estoyregistrando estos recuerdos. Cuandoculminé el encabezado, me detuve. Eraahora o nunca.

—Lo primero que tengo quepreguntarle es si reconoce tener relacióncon el hecho que se investiga en estacausa.

«Tener relación» era suficientementevago. Si tan solo se pisase en algo y me

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dejara una punta de la cual aferrarme.Pero no tenía esperanzas al respecto. Sucara podía expresar muchas cosas, oninguna. Pero seguro que no exhibíasorpresa. Tardó en contestar y, cuando lohizo, habló serenamente:

—No sé de qué me está hablando.Listo. Eso era todo. Cara o ceca. Ya

no había nada que hacer. Yo había hechoel intento. Hasta había apresurado queme lo remitieran desde la alcaidía antesde que llegara el defensor oficial deturno, no fuera cosa que se tentara deasesorarlo. Pero, evidentemente, oGómez no tenía la menor idea delasunto, o comprendía que me tenía

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agarrado de los huevos y no tenía lamenor intención de soltarme. Iba alimitarse a hacer la plancha, a negartodo, hasta que yo me saturase dechumbarlo al divino botón.

En eso entró Sandoval frunciendolevemente el ceño, como para focalizarla mirada. Se me acercó y se inclinócasi a la altura de mi oreja.

—La causa de Solano, Benjamín…¿la viste? —había hablado en voz alta,casi gritando, como si en lugar de diezcentímetros nos separasen veinte metros.

—Está a la firma —respondí, seco.—Gracias —dijo, y se fue.Me encaré con Gómez otra vez. No

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había volcado en la declaración surotunda negativa. Ni quería hacerlotodavía, pero ¿cómo seguir? Habíaprobado el ataque directo y no habíafuncionado. ¿Valdría la pena intentaralgo más tangencial? ¿O estaba deverdad ensañándome injustamente conun pobre tipo?

—A ver, señor Gómez —señalé lacausa, que estaba apoyada en elescritorio—. ¿Por qué se imagina que lohemos tenido preso cuatro días, a raíz deun pedido de comparendo de 1968?¿Porque sí, nomás?

—Usted sabrá… — y después deuna pausa—: Yo no sé nada.

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Por primera vez sentí que mentía. ¿Oera mi deseo de que la causa no murierapara siempre?

Otra vez Sandoval. Pedazo deinfeliz. Había encontrado la malditacausa de Solano y la traía triunfante.

—Acá la encontré —me la pusodelante—. ¿No te parece que habría quecitarlo a declarar al perito que tasó eledifìcio antes del remate? Digo, porqueasí matamos dos pájaros de un tiro.

¿Estaba haciendo méritos para quele sacudiera un tortazo? Daba toda laimpresión. ¿No se daba cuenta de queestaba intentando arrinconar alsospechoso, que tal como venía la mano

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era como tratar de arrinconar a unamosca en un galpón de veinte portreinta? No. No se daba, con la trancaque traía encima.

—Hacé lo que quieras —me limité aresponder.

Salió muy campante. Cuando giréhacia Gómez me pareció ver, en sumínima sonrisa, que se había avivadodel estado alcohólico de micolaborador. No tengo que cederle lainiciativa, me propuse. Pero se mehundía el barco y no sabía cómo salir deeso. Seguía sin escribir una palabra: nimis preguntas estúpidas ni susrespuestas previsibles. Decidí jugarme.

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Total, perdido por perdido…Le dije que, tal como podía

imaginarse, no andábamos deteniendogente a troche y moche. Que sabíamosperfectamente que había sido vecino yamigo de la víctima. Que se habíavenido desde Tucumán poco después delcasamiento de la chica, lleno deresentimiento. Que el día del asesinatohabía sido la única vez que se habíaatrasado terriblemente en su horario dellegada al trabajo, y que, cuando a finesde 1968 la policía había iniciadoaveriguaciones en su entorno, él se habíaevaporado sin dejar rastro.

Listo. Era la última bola de la noche.

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Una posibilidad a favor contra todas lasdemás en contra. Que se asustara, que sesorprendiera, que hiciera las dos cosasjuntas. Y que decidiera colaborar paraaligerarse el problema. Yo estabahabituado a tratar con idiotas que, porno aguantar la presión de la mentira, opor ver demasiadas películas en las quese ofrece a los reos penas más livianassi confiesan, terminan cantando hasta«La cumparsita» y permitiendo resucitarcausas moribundas. Pero, cuando Gómezme miró, supe que era inocente o erapiola. O las dos cosas. Seguía entero,confiado, paciente. O nada lo sorprendíao venía preparado de antemano para

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esos dardos lastimosos.Abruptamente me acordé de

Morales. «Pobre tipo», llegué a pensar.Tal vez al viudo le hubiese convenidotoparse en el Juzgado con alguien comoRomano, y no como yo. Ese sí que nohubiera tenido problema. Una buenanoche de tormentos en la seccional juntocon su amigo Sicora y capaz que a estaaltura Gómez ya estaba confesando hastael asesinato de Kennedy. Total, la caraya la traía estropeada». Me detuve apensar. ¿Tan desesperado estaba yo quehabía llegado a sopesar que lasprácticas de ese hijo de tal por cual deRomano fuesen plausibles?

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Algo interrumpió mis divagaciones.Alguien, mejor dicho. Sandovalirrumpía por tercera vez en ladeclaración informativa que yo intentaballevar adelante. Ahora venía sin ningúnexpediente en la mano. Como Panchopor su casa, se lanzó a hurgar en loscajones del escritorio del secretario.Hasta me corrió el codo con delicadeza,para no golpearme con el filo de lagaveta más alta de la derecha.

—Ya le dije que no tengo idea —¿era burlón, ahora?—. A la chica laconocí. Éramos amigos, y me doliómucho enterarme de su muerte.

Miré la hoja en la máquina y apreté

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varias veces el espaciador para situarlacorrectamente. Tecleé casi con furia.«Preguntado por Su Señoría acerca de siacepta tener relación con los hechos queson materia de la presente causa, eldeclarante manifiesta…».

—Perdón que me meta, Benjamín —¿era verdad?, ¿era cierto que elborracho pelotudo de Sandoval meinterrumpía en semejante circunstancia?—, pero este pibe no puede haber sido.

Ahora sí. Cartón lleno. ¿Y si mejoroptaba por pedirle prestada el arma alcustodio y lo cosía a tiros? ¿Cómo podíaser que la bebida lo embruteciera de talmodo? Yo estaba casi enloquecido

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intentando amedrentar a nuestrosospechoso con una serena imagen deautoridad y mi ayudante, nadando enalcohol a las once de la mañana, seponía a defenderlo.

—Andá a la Secretaría. Lo hablamosdespués —logré decirle sin insultarlo.

—Pará. Pará. En serio te digo. Enserio —encima repetía las pocasestupideces que lograba articular—.¿Vos lo viste? —me lo señalaba aGómez con la palma extendida. Elaludido, tal vez interesado, lo mirótambién—. Este pibe no pudo habersido.

Levantó la causa que estaba sobre el

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escritorio, se sentó en el borde, yempezó a hojear el expediente.

—Imposible —afirmó—. Mirá.Mirá esto. Fijate.

Había abierto la causa al principiode la autopsia. ¿Me estaba jodiendo apropósito, con lo que sabía Sandoval, dememoria, que yo odiaba ese tipo depericias?

—Esta chica, Colotto: un metrosetenta; sesenta y dos kilos —leyó, ygolpeó con el índice el párrafo que leinteresaba—, ¿ves? — y soltando unasonrisita picara, agregó—: La chica lellevaba como una cabeza, al pibe este.

La expresión de Gómez se

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ensombreció de repente. O al menos mepareció, porque de hecho yo habíaempezado a prestarle más atención a miborracho colaborador que al detenido,de modo que apenas le eché un vistazo.

—Aparte… —Sandoval hizo unapausa, mientras revisaba hacia atrás yhacia delante. Se detuvo en lasfotografías de la escena del crimen—:No sé si viste bien a esta mujer— giróla causa hacia mí, para que la viera, ytrató de enfocarme con su mirada torva—. Era hermosa…

Torció el expediente de nuevo haciasu lado.

—Una belleza como esta —

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prosiguió— no está al alcance decualquier mortal. —Y como para símismo, en un tono súbitamenteentristecido—: Hay que ser muy hombrecomo para poder con semejanteportento.

—¡Ah, sí! ¡Seguro!Giré la cabeza. Era Gómez el que

había hablado. Su expresión se habíapuesto rígida y a los labios le habíaasomado un repentino rictus dedesprecio. Y no le quitaba la vista aSandoval.

—¡Porque seguro que el infeliz esecon el que se terminó casando debe serun machazo, seguro!

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Sandoval lo miró. Después me miróa mí, y sacudiendo apenas la cabeza endirección de Gómez, me dijo:

—No hay caso. El pibe nocomprende. ¿Te acordás que ayer medijiste que la víctima conocía al asesino,porque no había señales de violencia enla puerta de entrada?

«Genial», dije para mis adentros. Eldato postrero que todavía guardabacomo un último comodín para jugarlocuando pudiera, y el tarado acababa dedivulgarlo para nada.

—¿Y qué?¿Era posible que estuviera tan en

pedo que pasase por alto mi entonación

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casi homicida?—Justamente, justamente —lo peor

era que Sandoval se veía tan vivaz, tandespierto, que no parecía posible que sele pasara por alto la macana que seestaba mandando—. ¿Vos suponés quesemejante mujer tiene tiempo, tiene lugaren la cabeza, para acordarse de susvecinos tucumanos y abrirles la puertacomo si tal cosa un martes a la mañana,después de vaya a saber cuántos años deno verlos ni de pensar en ellos? Ni porequivocación, Benjamín, en serio.

Sandoval soltó la causa sobre elescritorio y abrió los brazos, comodando por terminada con éxito la

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demostración de un teorema.—¿Y este? ¿Quién es? —la pregunta

de Gómez fue dirigida a mí, y sonóagresiva. No le contesté, porque en unrapto de lucidez había empezado acomprender lo que estaba haciendoSandoval y a darme cuenta de que el queestaba a tientas y a los tumbos era yo, yno él.

—Pero entonces tendríamos quereorientar totalmente la investigación…—apunté dirigiéndome a Sandoval, y lasdudas que cargaba mi voz no eranfingidas.

—Exacto —Sandoval me mirabasatisfecho—. Tenemos que buscar un

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hombre alto. Agreguemos pintón.Alguien, digamos, capaz de dejar huellaen una mujer como esa —adoptó depronto un tono reservado—. ¿Notendríamos que revisar, tal vez, sus…amistades?

—Deja de hablar pelotudeces —Gómez se había puesto colorado y no lesacaba los ojos de encima a Sandoval.El hematoma de la ceja parecíahabérsele inflamado en ese breve lapso—. Para que sepas, Liliana se acordabaperfectamente de quién era yo.

Pegué un respingo. Sandoval lomiró, con la displicente impaciencia dequien tolera que el cartero le toque el

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timbre pidiéndole una colaboración porla inminente Navidad. Se puso serio.

—No sea ridículo, muchacho —sevolvió hacia mí—. Y otra cosa: por lasseñales de la autopsia, el tipo que laasaltó era flor de bruto… una especie desemental —abrió la causa y recitó,mejor dicho, inventó como si estuvieraleyendo:— «Por la profundidad de laslesiones vaginales puede deducirse queel atacante era un hombre muy biendotado. Del mismo modo, loshematomas del cuello demuestran unafuerza hercúlea en las extremidadessuperiores del atacante».

—¡Ahí tenés, pedazo de boludo!

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¡Bien cogida que me la cogí, a la putaesa!

En un segundo Gómez se habíaincorporado y empezado a vociferar acentímetros de la cara de Sandoval.Rápido de reflejos, el custodio lo sentóde un manotazo y le colocó otra vez lasesposas. Sandoval hizo un gesto dedesagrado, no se sabía si por el insulto opor el aliento fétido del detenido. Denuevo se encaró con él.

—Muchacho —su expresión era unamezcla de compasión y hastío, como siuna criatura insistente, a la que sinembargo no quisiera castigar, estuviesea punto de colmarle la paciencia—, no

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busques la piñata: mirá que hoy no es elcumpleaños.

Después giró hacia mí, comodeseoso de seguir exponiéndome sushipótesis.

—Pobre de vos, infeliz. No tenés niidea de lo que le hice a esa roñosa.

Sandoval volvió a mirarlo. Pusocara de estar acopiando sus últimosvestigios de paciencia.

—A ver. ¿Qué tenés para decir?Dale. Animate, semental.

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21

Isidoro Antonio Gómez habló sininterrupción durante los siguientessetenta minutos. Cuando acabó, medolían los dedos, pero, salvo un par depalabras en las que por la fatiga habíaalterado el orden de algunas letras, tipiésu declaración casi sin errores. Yo hacíalas preguntas, pero Gómez hablabamirando fijamente a Sandoval, comoesperando que se quebrase en pedazos yse hiciera polvo sobre el piso demadera. El otro emprendió un virajeexpresivo grandioso: muy lentamente fue

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trocando su inicial gesto de fastidio eincredulidad por otro cada vez másinteresado. Sobre el final de ladeclaración construyó una máscara en laque parecían mezclarse, armónicamente,el respeto, la sorpresa y hasta un mínimomatiz de admiración. Gómez terminóhablando en un estilo casi doctoral delos recaudos que había tenido que tomarcuando, después de hablartelefónicamente con su madre, se habíaenterado de que Colotto padre se habíainteresado por su paradero.

—El capataz de la obra se quisomorir cuando le dije que me iba —lehablaba a Sandoval como un

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experimentado y paciente pedagogo. Yahabía recuperado la serenidad, pero nodaba la menor muestra de querervolverse atrás con sus dichos—. Meofreció recomendarme con susconocidos. Por supuesto, me negué: lapolicía habría podido ubicarme.

Sandoval asintió. Se incorporó,suspirando. Había estado todo ese ratocon los brazos cruzados, encaramadoapenas en el escritorio.

—La verdad, muchacho, qué quiereque le diga. No lo hubiese pensado… —frunció los labios en ese gesto queusamos para claudicar ante lasevidencias—. Será como usted dice…

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—¡Es! —fue la conclusión plena,victoriosa, tajante de Gómez. Le di losúltimos golpes a las teclas. Cerré ladeclaración con los formulismoshabituales. Apilé las hojas y se lasextendí con mi lapicera.

—Léalas antes de firmar. Por favor—yo también, aunque sin saber del todopor qué, había adoptado el tono cordialy sereno con el que Sandoval habíaterminado su participación en la escena.

Era una larguísima declaración, quearrancaba como informativa y seconvertía casi de inmediato endeclaración indagatoria, con lasgarantías del caso. Yo había dejado

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expresa mención de que el ahoraprocesado no deseaba hacer uso delderecho de no declarar ni del de contarcon el asesoramiento de un letradodurante su exposición. Por una de esasextrañas roscas del destino, el defensoroficial de turno que le tocaba no era otroque Pérez, el sempiterno tarado. Gómezfirmó las hojas una tras otra, apenashojeándolas. Yo lo miré, y él me sostuvola mirada mientras me devolvía lasactuaciones. «Ahora jodete», pensé.«Ahora sí que estás listo, muñeco».

En ese momento se abrió la puerta.Era ni más ni menos que Julio CarlosPérez, nuestro antiguo secretario

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devenido defensor oficial. Por suerte, yotenía más cancha para tratar a losboludos que a los psicópatas.

—Qué decís, Julio —salí a recibirlofingiendo alivio—. Menos mal queviniste. Acá tenemos una declaracióninformativa que tuvimos que transformaren indagatoria. Por homicidiocalificado, viste. Una causa vieja, decuando vos eras secretario.

—Uhhh… qué problema… me atrasécon una indagatoria en el n.° 3. ¿Yaempezaron?

—Y… en realidad, ya terminamos—dije, como disculpándonos odisculpándolo.

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—Uh…—De todos modos, consultamos con

Fortuna y nos dijo que le diéramos paraadelante, que cualquier cosa él te poníaen autos del asunto —mentí.

Pérez, como ante cualquiereventualidad que escapase a sus rutinascotidianas, no sabía qué hacer. En algúnsitio de su cerebro debía estarsospechando que tenía que tomar algunainiciativa. Me pareció el momentoadecuado para ofrecerle alguna solucióndecorosa.

—Hagamos una cosa —propuse—.Te agrego al final diciendo que teincorporaste a la declaración una vez

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iniciada, y listo. Claro —agregué—, esoen el caso de que tu defendido no pongaobjeción.

—Ah… —Pérez dudaba—. Porquetomarla de nuevo es medio imposible,¿no?

Yo abrí mucho los ojos, y lo miré aSandoval que también abrió mucho lossuyos, y finalmente los dos miramosdesorbitados al custodio.

—Miren, doctores —el guardia noselevó conjunta y preventivamente a lacofradía de los abogados:— me pareceque ya es medio tarde. Y si quierenremitir al preso a una unidad carcelarialos camiones ya se van… No sé.

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Ustedes dirán.—¿Otro día más acá, en la alcaidía?

¿Y que siga incomunicado? Me parecedemasiado irregular, Julio —Sandoval,repentinamente sensible a los derechosciviles del detenido de marras, sedirigía a Pérez.

—Claro, claro —Pérez se sentíacómodo haciendo lo que mejor sabíahacer, o sea dándole la razón a otro—.Este, eh… si el procesado cree queestuvo bien lo actuado…

—Ningún problema —Gómez seguíausando un tono altivo y distante.

Le tendí a Pérez las hojas y lalapicera. Aceptó las primeras, pero

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prefirió rubricarlas con una bonitaestilográfica Parker que era uno de susmás preciados tesoros mundanos.

—Bájelo nomás a la alcaidía —leordené al custodio—. Ya le mando porun empleado el oficio para el ServicioPenitenciario con orden de que loremitan a Devoto.

Mientras volvían a esposarlo,Gómez se volvió hacia mí.

—No sabía que acá tenían trabajopara borrachos fracasados.

Lo miré a Sandoval. Ya estaba todococinado: la indagatoria firmada yGómez hundido en su propia mierdahasta las narices. Otro —yo mismo, sin

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ir más lejos— hubiese aprovechadopara ejercer una mínima venganza.Decirle, por ejemplo, que acababa decaer como el pelotudo engreído que era.Pero Sandoval estaba más allá de esastentaciones. Por eso se limitó a observara Gómez con expresión levementebovina, como si no hubiese acabado decomprender el sentido de su comentario.El custodio le dio a Gómez un mínimoempellón para que emprendiera lamarcha. Sonó un chasquido cuando elpestillo de la puerta se trabó tras ellos.Pérez también salió casi enseguida,aludiendo a otro compromisoimpostergable. ¿Seguiría en amoríos con

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la defensora oficial aquella?Cuando nos quedamos solos, nos

miramos con Sandoval y nos quedamoscallados. Por fin, adelanté la mano.

—Gracias.—No hay de qué —respondió. Era

un tipo humilde, pero no podía ocultarque estaba satisfecho por cómo lehabían salido las cosas.

—¿Cómo fue eso de «un atacantemuy bien dotado, con brazos de fuerzahercúlea»? ¿De dónde lo sacaste?

—Inspiración repentina —Sandovalcontestó riendo, satisfecho.

—Te invito a cenar —ofrecí.Sandoval dudó.

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—Te agradezco. Pero me pareceque, con los nervios que acabo dechuparme, mejor me tomo un rato pararelajarme a solas.

Entendí perfectamente a qué serefería, pero no tuve valor para decirleque no fuera. Volví a la Secretaría y leencargué a uno de los pinches que meredactara el oficio para mandar a Gómeza Devoto, que lo hiciera firmar por elinútil de Fortuna y que lo llevara.Después tendríamos tiempo de sobrapara poner al tanto al juez de lo quehabía pasado.

Sandoval, ansioso por irse, recogiósu saco y se despidió con un saludo que

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abarcó superficialmente a todos lospresentes. Antes se había acomodadoprolijamente la camisa dentro delpantalón.

Miré el reloj y decidí darle doshoras de ventaja. No, que fueran tres.Sin proponérmelo, eché un vistazo alanaquel de las causas pendientes deenvío al Archivo General. Por suerte,Sandoval tendría una linda cantidad decostura para entretenerse.

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22

Al día siguiente de la indagatoria fuia buscar a Morales. No intente ubicarloen el banco ni por teléfono. Pretendíhallarlo en Plaza Once. Me parecía deuna callada dignidad que el pobrehombre se enterase de la detención de suúnico enemigo precisamente en uno delos mangrullos que había improvisadopara tratar de avizorarlo. Aunque nohubiera tenido éxito, llevaba —yoestaba seguro— tres años y mediointentándolo sin desmayo. Ir a decírseloallí me parecía incluirlo en la mínima

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hazaña.El copetín al paso estaba casi vacío.

Era tan pequeño que un solo vistazo alas vidrieras me bastó para descartarque Morales pudiese estar en ese sitio.A punto de pegarme la vuelta, se meocurrió una idea. Entré al local y caminéhasta la caja registradora. El dueño eragordo y alto, y miraba con la expresiónde esos seres que ya lo han visto todo yno aguardan sorpresas detrás de ningunacosa.

—Disculpe, don —me acerquésonriendo. Siempre me produce unacierta turbación entrar a un negocio en elque no tengo intenciones de comprar

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nada—. Ando buscando a un muchachoque suele parar acá, alguna que otratardecita. Es medio rubión. Bastantepálido. Un tipo alto, flaco. Usa unbigotito recto.

El gordo me miró. Supongo que pararegentear un bar en el Once una de lascompetencias necesarias es distinguirrápidamente a los locos y a losestafadores. Pareció descartar ensilencio que yo estuviese incluido enalguna de las dos categorías. Asintiólevemente y miró el mostrador, comoiniciando una búsqueda en la memoria.

—Ah —dijo de repente—. Ya sé.Usted lo busca al Muerto.

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No me sorprendió que caracterizaraa Morales de ese modo. No había niasomo de burla en su voz. Erasencillamente una caracterizaciónobjetiva construida a partir de ciertossignos evidentes. Un cliente que vienetodas las semanas, pide lo mismo, pagacon cambio y se pasa dos horas ensilencio, inmóvil, mirando hacia fuera,puede resultar bastante parecido a uncadáver o a un fantasma. Por eso nosentí que hubiera de mi parte unatraición, o un sarcasmo, o unaexageración cuando le contesté que sí.

—Esta semana ya vino, sabe… —dudó, como buscando otra circunstancia

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con la cual relacionar la última visita deMorales— el miércoles. Sí. Estuvoanteayer.

—Gracias —de modo que seguíaviniendo. Yo no había esperado otracosa.

—¿Quiere que le diga algo cuandolo vea? —el gordo me atajó con lapregunta a la altura del umbral.

—No, deje. Gracias. Vuelvo a pasarotro día —respondí después de pensarun momento. Saludé y me fui.

En el corredor en penumbra measaltó la voz vulgar de los altavoces.Recién entonces reparé en que el últimoatardecer que había andado por ahí

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había sido aquel cuando me habíatopado con Morales, unas horas antes deponer fin a mi matrimonio.

A Marcela la había visto dos o tresveces más, firmando papeles en elJuzgado Civil. Pobre mina. Todavía hoyme pesa haberle hecho tanto daño. Lanoche en que llegué decidido a irmepara siempre le quemé el manual queella ya tenía redactado para vivir elresto de la vida. Intenté explicarle. Auntemiendo lastimarla le hablé del amor, yme atreví a confesarle la absoluta faltade amor que advertía en nuestra pareja.«Qué tiene que ver», me habíacontestado. Supongo que ella tampoco

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me quería, pero en su proyecto no habíasitio para las incertidumbres. Pobre. Sime hubiera muerto, le habría causadomuchas menos complicaciones. Lasvecinas no objetan la existencia de lasviudas en el tribunal de la peluquería.Pero ¿separada en 1969? Eso era atroz.¿Cómo iba a hacer ahora para tener sustres hijos, su casa con jardín en lossuburbios, su auto familiar, su enero enla playa, su primogénito doctor, sin unlegítimo marido que la sostuviera en elintento? A veces es asombroso el dañoque podemos causar sin proponérnoslo.En este caso, sospecho que fue mayorque el sacrificio que me negué a hacer

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para evitar infligirlo. Ese día de 1972,en el que volví a pasar por la estaciónde Once, me agobió el peso de la culpa,y tras ella la tristeza. Ya dije que nuncamás la vi, después de entonces. ¿Habráencontrado alguien con quien retomar elsendero de la vida para la que se sentíapreparada, esa que debía conducirla sinsorpresas hacia una vejez sin preguntas?Espero que sí. En cuanto a mí, o encuanto al que yo era ese atardecer, salípor Bartolomé Mitre y caminé hasta elminúsculo departamento de Almagro alque me había mudado.

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23

Terminé encontrándolo el martessiguiente. El mismo pelo rubio, tal vezun poco más raleado que en nuestroúltimo encuentro. Los mismos ojosgrises con aspecto gastado. Idénticas lasmanos quietas en el regazo, de espaldasa la barra. Igual el bigote recto. Lamisma obstinación sin estridencias.

Le conté desde el principio. Elegí, ome salió, un tono medido y calmo,mucho más medido y calmo que el queusamos con Sandoval, una vez que se lepasó la mamúa, para regodearnos de

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nuestro éxito. Algo me indicaba que enese copetín no había lugar paraemociones como el triunfo, la euforia ola alegría. El único pasaje en el quecondescendí a que mi crónica se tornasemás vehemente, a deslizar algunosadjetivos y a trenzar con las manos unpar de ademanes, fue cuando le conté dela intervención magistral de PabloSandoval. Le evité, es cierto, las dos otres frases horripilantes con las queGómez se había cavado la fosa. Pero fuisuficientemente claro para pintarle lamanera espléndida en que Sandoval noshabía embaucado, a Gómez y a mímismo. Por último, le dije que el juez

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Fortuna Lacalle había firmado la prisiónpreventiva por homicidio calificado sinobjetar ni una coma.

—¿Y ahora? —preguntó cuandoacabé de hablar.

Le dije que la causa, en cuanto a lainstrucción, estaba casi terminada. Quepara dejarla bien sólida iba a ordenarampliar un par de declaracionestestimoniales, alguna pericia extra,ciertos truquitos judiciales como paraimpedir que algún defensor piola noscomplicase la existencia. Concluí que enunos meses (seis, ocho a lo sumo)clausuraríamos el sumario yenviaríamos la causa al Juzgado de

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Sentencia.—¿Y después?Le aclaré que podía pasar otro año,

o dos como mucho, para una sentenciafirme. Según la velocidad a la quetrabajaran el Juzgado de Sentencia y laCámara de Apelaciones. Pero que sequedara tranquilo, que Gómez habíaquedado pegado de pies y manos a lacausa.

—¿Y la pena? —preguntó despuésde un largo silencio.

—Perpetua —afirmé.Ese era un asunto espinoso. ¿Valía la

pena decirle que, por más dura que fuesela condena, Isidoro Gómez podría salir

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en libertad después de veinte, o cuantomucho veinticinco años? Ya en otraocasión me lo había callado. Esta vezhice lo mismo. No quería volver alastimar a ese hombre que, tal vez porprimera vez en tres años y medio, habíagirado su taburete hacia mi lado,desentendido por fin del mar de genteque se apresuraba hacia los andenes.

Como si fuese capaz de escuchar mispensamientos, Morales giró hacia lavidriera. La banqueta chilló sobre sueje. Las costumbres no se abandonanfácilmente, razoné. Pero algo habíacambiado. Ahora miraba a lostranseúntes sin énfasis. Esperé alguna

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otra pregunta que no se produjo. ¿Quéestaría pasando por su cabeza? Al cabocreí entenderlo.

Por primera vez en más de cuatroaños Ricardo Agustín Morales no sabíaqué hacer con el tiempo restante de suvida. ¿Qué le quedaba ahora? Sospechéque no le quedaba nada. O, peor aún,que lo único que le quedaba era lamuerte de Liliana. Aparte de eso, nada.Hubo otra cosa que ocurrió por primeravez en ese encuentro: fue Morales el quese puso de pie, dándolo por terminado.Lo imité. Me tendió la mano.

—Gracias —fue todo lo que dijo.No le respondí. Me limité a mirarlo

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a los ojos y a estrecharle la diestra.Entonces no lo entendí del todo, pero yotambién había acumulado cosas paraagradecerle. Metió la mano en elbolsillo y la sacó con el cambio justopara pagar el café cortado. El gordo,detrás de la barra, seguía absortoescuchando «La oral deportiva». Superspicacia no llegaba a tanto comopara adivinar que acababa de perder uncliente. Morales caminó hasta la puertay se volvió.

—Dele por favor mis saludos a suayudante… ¿cómo me dijo que sellamaba?

—Pablo Sandoval.

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—Gracias. Mándele mis respetos. Ydígale que también a él le agradezcomucho su ayuda.

Morales alzó apenas la mano y seperdió en el torrente de gente de lassiete.

Abstinencia

¿Y si este es el mejor final para sulibro? Chaparro acaba de terminar decontar su segundo encuentro conMorales en el copetín de Plaza Once.

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Ayer. Y siente la tentación de culminaraquí la historia que está contando. Hasudado a mares para conducir su relatohasta este sitio. ¿Por qué no darse porcontento? Ha contado el crimen, lapesquisa y el hallazgo. El malo estápreso y el bueno está vengado. ¿Por quéno concluir con este final feliz y ya? Lamitad de Chaparro que odia laincertidumbre, y que anhela hasta ladesesperación concluir con esto, opinaque es perfecto llegar hasta aquí: malque mal ha conseguido contar lo que sehabía propuesto, y el tono que encontrópara hacerlo le da la impresión de ser eladecuado. Los personajes que ha creado

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se parecen insólitamente a los seres decarne y hueso que él conoció, y esospersonajes han dicho y hecho, mal quemal, las cosas que esos seres realeshicieron y dijeron. Esa mitad cautelosade Chaparro sospecha que, si seextiende más, todo se irá al diablo, y lahistoria se saldrá de cauce, y lospersonajes terminarán moviéndose a suantojo sin atenerse a los hechos, o a sumemoria de los hechos, que para el casoes lo mismo, y todo habrá sido al divinobotón.

Pero Chaparro tiene otra mitad, yfuertes deseos de llevarle el apunte aesa otra mitad. Al fin y al cabo, es la

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parte de sí que ha sentido el deseo y queha sostenido la decisión de contar yescribir lo que hasta aquí lleva escrito.Y esa mitad le recuerda a cada rato queesa historia no terminó allí, sino quesiguió rodando, y que todavía no la hacontado toda. ¿Qué es entonces lo que lotiene tan tenso, tan nervioso, tanausente? ¿Es simplemente laincertidumbre de cómo seguir? ¿Nadamás que los nervios de estar en mediodel río sin ver la otra orilla?

La respuesta es más simple y almismo tiempo más ardua. Está asíporque hace tres semanas que no tienenoticias de Irene. Claro, por qué habría

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de tenerlas. No hay motivo para que lastenga, mal rayo los parta a ella, a él y ala maldita novela. Y de nuevo ronda elteléfono, y se distrae del librosencillamente porque la cabeza se le vaa las excusas más inverosímiles que lesirvan como paracaídas para llamarla.

Esta vez demora apenas dos días deayuno, insomnio e inacción literariahasta que levanta el teléfono.

—¿Hola? —es ella, en su despacho.—Hola, Irene, habla…—Ya sé quién habla —breve

silencio—. ¿Se puede saber dónde temetiste todo este tiempo?

—…

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—¿Estás ahí?—Sí, sí, claro. Tenía ganas de

llamarte, pero…—¿Y por qué no me llamaste? ¿No

tenías ningún favor para pedirme?—No… digo, sí… Bueno, no es que

tenga un favor, simplemente pensé quetal vez tuvieras tiempo de leer algunoscapítulos de la novela, si tenés ganas,claro…

—¡Me encantaría! ¿Cuándo venís?Cuando corta la comunicación,

Chaparro no sabe si alegrarse por elentusiasmo de Irene (y por la inminenciade verla el jueves y por el modo en quelo reconoció por la voz, antes de que

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dijera quién era el que hablaba) oatormentarse por el ofrecimiento dellevarle algunos capítulos para que loslea. ¿De dónde le ha brotado semejanteoferta? De puro atorado, nomás.Chaparro sospecha que ningún escritorserio está dispuesto a mostrar lashilachas de su trabajo.

De todos modos, y cosa rara en él,se da cuenta de que no le preocupa tantola idea de no ser un escritor serio. Leimporta muchísimo más tomar un café eljueves, con Irene.

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24

Isidoro Gómez pasó un mes enteropreso en Devoto antes de decidirse a ira las duchas. En ese lapso apenas sipegó un ojo, de a ratos, y siempre a laluz del día, porque durante las noches semantuvo erguido en su litera con lospuños apretados y los ojos fijos en lasotras camas, acechando a sus vecinospara precaverse de cualquier ataque. Lamayor parte del tiempo diurno lo pasósentado en algún rincón apartado, oacodado en el alféizar de las ventanasde barrotes gruesos, mirando sin

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disimulo a sus compañeros de pabellón.En todo el mes no bajó la guardia, niabandonó la expresión de gallo de riñalisto para el asalto.

El trigésimo día de su detención sedecidió por fin y avanzó con ademánresuelto, el pecho inflado, el ceñofruncido, por el pasillo que separaba lasdos hileras de cuchetas y que conducía alas duchas. Creyó advertir, complacido,que un par de presos se hacíanlevemente a un lado para darle paso.

Más tranquilo, más seguro, Gómezavanzó hasta detenerse junto a un bancode madera de listones grises y se quitóla ropa. Caminó sobre el piso húmedo

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del sector de duchas y abrió el grifo. Leprodujo una agradable sensación debienestar el chorro de agua dándole enel rostro y resbalando por su cuerpo.

Cuando sintió un carraspeo a susespaldas, se dio vuelta y crispó lospuños, en un gesto tal vez más tenso ymás veloz de lo que hubiese deseado.Dos presos lo miraban desde el acceso alas duchas. Uno de ellos era corpulento,alto, un verdadero ropero de piel oscuray apariencia de criminal hecho yderecho. El otro era flaco, de estaturaregular, con la piel y los ojos claros.Fue este último el que se avanzó unospasos y adelantó la diestra para

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saludarlo.—Hola. Por fin te estás sacando la

mugre, querido. Yo soy Quique, y este esAndrés, aunque todos le dicen Culebra—su manera de hablar era la de unapersona educada y afable.

Gómez retrocedió contra la pared yalzó un poco la guardia. De nuevo suspuños estaban cerrados.

—¿Qué carajo querés? —preguntóen el tono más seco y agresivo del quefue capaz.

El otro no pareció darse porenterado, o quiso pasar por alto lareacción.

—Venimos a ser algo así como tu

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comité de bienvenida, che. Ya sé queestás acá hace un montón, pero quéquerés. Recién ahora te estás aflojandoun poquito, ¿no?

—Flojo las pelotas.El rubio pareció genuinamente

sorprendido.—¡Ay, che, qué modales! ¿Te cuesta

mucho ser un poco más simpático? Miráque haciéndote el asqueroso acá noganas nada…

—Lo que haga o lo que deje dehacer es asunto mío, puto de mierda.

El rubio abrió grandes los ojos y laboca. Se volvió hacia su compañero,como invitándolo a intervenir o

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pidiendo una explicación. El otro se diopor aludido y abandonó el marco de lapuerta para hablar erguido.

—Cuida la boca, petiso, porque sino se la voy a sacar por el culo.

—Pará, Andrés. Tampoco le digasasí, se ve que el pobre…

El rubio no pudo terminar porquerecibió un súbito empujón de Gómez quelo lanzó contra la pared y le hizogolpear la nuca contra los azulejos.Lanzó un chillido y resbaló hasta quedarsentado. El rostro de su amigo setransformó en una mueca de furia y endos trancos estuvo frente a Gómez: lellevaba dos cabezas de talla.

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—Te voy a cagar a patadas, enanode mierda.

—Enano la concha de tu madre,negro puto… —alcanzó a retrucarGómez, pero no pudo continuar porqueel morocho lo sentó de un trompazo y,antes de que pudiera reaccionar, leaplicó un puntapié feroz en el pecho, quelo dejó sin aire.

Gómez intentó reptar para alejarse,pero el piso encharcado de aguajabonosa se le hacía demasiadoresbaladizo. Apenas logró ocultar lacabeza y el pecho entre los brazos,haciéndose un ovillo. El morocho seaferró a una canilla para no resbalar y la

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emprendió a patadas contra la espaldade Gómez, con la fiera despreocupaciónde quien patea una pelota contra unfrontón. Se escuchaba, de tanto en tanto,un quejido sordo. Varios curiosos,alertados por el tumulto, se acercaron alos baños y llamaron a otros a los gritos.Uno de los advenedizos llamó alCulebra con un chistido. Le alcanzaronuna faca.

—¡Tomá, Culebra! ¡Reventalo ylisto, varón!

El aludido asió el arma con cuidadopara no cortarse.

—¡Pará, Andrés, no hagas locuras!—la voz del rubio era un ruego

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desesperado, mientras intentaba ponersede pie.

—No te calentés, Quique —la vozdel morocho ahora era dulce, cariñosa,con un matiz divertido, como si loconmoviese la desesperación de sucompañero.

Giró hacia el lado en el que habíadejado a Gómez retorcido de dolor.Pero su contrincante había aprovechadola pausa para sentarse. Se tomaba elabdomen con las manos. La espalda ledolía más todavía, pero no tenía modode palpársela. El Culebra pareció dudaracerca de si continuar el castigo ollevarle el apunte a su socio. Varios de

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los curiosos lo alentaban para queensartara al novato con la faca.

Porque la patada que le lanzó Gómeza la altura de los tobillos resultósorpresivamente violenta, o porque lotomó desprevenido, o porque tenía lospies demasiado juntos sobre el pisojabonoso, el Culebra cayó hacia atráscomo si el suelo hubiese dejado deexistir bajo sus plantas. Instintivamentepretendió apoyar las manos paraaminorar la violencia del impactoinminente, pero como en la derecha teníaaferrada la faca, al dar contra lasbaldosas el filo se le hundió en la palmay la muñeca. Ahora fue su turno de

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lanzar un grito destemplado. El rubiosaltó sobre él para auxiliarlo y casi alinstante volvió a erguirse con las manosy la camisa empapadas de sangre y unaullido de pánico en la garganta.

Gómez, que seguía tendido y habíavisto todo de costado, advirtió que seacercaban varias figuras presurosas ensu dirección, hasta que lo cegó un nuevopuntapié que le dio en la mandíbula.

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25

Gómez despertó tres días después enla enfermería del Penal y le costó unbuen rato recordar quién era y dónde sehallaba. Cuando el enfermero lo viomoverse, llamó a dos guardiacárcelesque sin demasiados miramientos losentaron en una silla de ruedas y lopascaron por un sector de oficinas alque los presos casi nunca tenían acceso.

Finalmente lo introdujeron en undespacho en el que un tipo, sentadodetrás de una mesa desnuda, fumaba uncigarrillo negro y parecía estar

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esperándolo. Era calvo, salvo por unadelgada línea de cabello a los lados dela cabeza. Usaba un bigote espeso yllevaba un saco oscuro y una camisa decuello ancho, sin corbata. Los guardiasestacionaron la silla de Gómez frente asu mesa, salieron y cerraron. Gómez nohabló. Esperó a que el otro terminase defumar. No mantuvo el silencio solo porla confusión y la sorpresa, sino tambiénporque le dolía tanto la garganta altragar la saliva que sospechaba quemover los labios y la lengua iba aprovocarle un dolor directamenteintolerable.

—Isidoro Antonio Gómez —dijo el

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otro por fin, pausadamente, como siestuviese escogiendo las palabras—,voy a explicarle para qué lo hemostraído.

El tipo jugaba con la tapa delencendedor. Su sillón debía ser cómodoporque le permitió inclinarse hacia atráslo suficiente como para subir los pies auno de los vértices de la mesa.

—Tengo que decidir, en este amableencuentro, mi estimado, si usted es untipo inteligente o si es flor de pelotudo.Ni más ni menos.

Recién entonces lo miró, y puso carade estar profundamente sorprendido,aunque todo en él parecía sobreactuado.

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—Mierda, que lo han estropeado,m'hijo. La pucha… Pero bueno. El casoes que me toca a mí tomar una decisióncomplicada, y para tomarla tengo queencontrar la respuesta a la cuestión quele decía recién, ¿me entiende?

Hizo otra pausa y abrió un cuadernoque tenía a un costado y que Gómezhasta entonces no había divisado. Estaballeno de anotaciones.

—Desde que lo rescataron losguardias, en el pabellón (y mire que lasacó barata, porque si el tal Culebra nose hace ese feísimo corte con la faca, ylos demás presos llaman a la guardiapara pedir ayuda para ese fulano, a

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usted, mi amigo, lo cortan todo, sedesangra como un chancho y no cuenta elcuento), que estoy meta y meta sobre elcaso suyo. Igual no se crea. Yo su causala conocía. Bueno, a usted no, pero a lacausa sí. Por lo menos la primera parte.El resto tuve que leerlo para ponerme alcorriente. Lo que son las casualidades,Dios mío. ¿Vio eso de que el mundo esun pañuelo? Parece una pelotudez perocada vez estoy más convencido de quees cierto.

Dio vuelta varias páginas delcuaderno hasta que dio con una que leinteresaba. De allí en adelante fuevolteándolas parsimoniosamente a

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medida que hablaba.—Bueno. Al grano. Ese tema del

homicidio de la chica… qué asunto feo,che, qué asunto feo. Pero no es cosa mía.En el fondo me imporra un carajo. Peronoté que en la escena del crimen no dejónada que lo incriminase, y que despuésde los hechos usted se tomó el pire delos lugares que frecuentaba cuando lapolicía trató de echarle mano. ¿Digobien? Y se pasó tres años hecho unmonaguillo para que nadie lo jodiera.Pienso en eso y digo: este es un tipointeligente. Pero después me sigoenterando, vio, y me anoticio de que loterminaron agarrando por viajar colado

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en el Sarmiento y fajarse con un guarda,y entonces digo: este tipo es un boludo.Pero, por otro lado, tomo en cuenta quelos del Juzgado tienen poco y nada paravincularlo a usted con el asunto y medigo: está bien, tampoco se va a andarcuidando toda la vida; este es un tipocoherente. Pero sigo adelante y meentero de que lo indagan en el Juzgado ycanta todo como si fuera Palito Ortega, yentonces yo me siento con derecho aconcluir, mi amigo, dicho esto con todorespeto y consideración, que usted es unpelotudo hecho y derecho. Pero despuéssigo enterándome, ¿sabe? Porque lo míoes enterarme, qué le va a hacer. Vivo de

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esto. Y me entero de que aterriza enDevoto y se pasa un mes enterito sin quele rompan el culo y me renacen lasdudas. ¿No será un piola del año cero,este muchacho? Pero después me enterode que lo visitan el Culebra y QuiqueDomínguez, que son más buenos que laaspirina, y que además son unmatrimonio con todas las de la ley, quelo único que les falta son las alianzas deoro, y usted no tiene mejor idea quereaccionar como una quinceañera virgenque teme que le falten el respeto, lotrompea al pobre Quique y me lo obligaal Culebra a cagarlo bien a golpes paralavar la afrenta. Y guarda que esto que

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le digo del Culebra y Quique lo sabenhasta en la panadería de la esquina. Siusted no se dio cuenta después de unmes con estos tipos, me obliga a volvera mi pensamiento podríamos decir máspesimista con respecto a usted, Gómez,o sea a pensar que es un boludoredomado.

Hizo una pausa para tomar aliento.—Póngase en mi lugar, Gómez. No

es sencillo. ¿Me quedo con su valorpara tratar de copar la parada o con lapayasada de pelearse con esa pareja detortolitos que hacen menos daño que unaensalada mixta? No sé… no sé… Porotro lado, pienso que es un tipo

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suertudo. ¿Usted no cree en eso de lasuerte? Yo sí. Yo creo que hay tipos conculo y tipos sin culo. Y para mí queusted nació con culo, qué quiere que lediga. Pongámoslo así: zafó cuandoliquidó a esa chica, zafó cuando fueron abuscarlo, zafó cuando casi lo matan acáadentro. Ya sé: si quiero ver el ladomalo puedo detenerme a pensar que loagarraron por idiota en el tren, que semancó como un imbécil cuando loindagaron, que le erró el vizcachazo enel pabellón. Pero, bueno, más allá deque en algunas ocasiones usted se portecomo un pelotudo, el culo lo tiene lomismo, ¿me sigue? Y eso es importante

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en la gente que uno elige para laburar.Hizo otra pausa para encender un

nuevo cigarrillo. Le convidó a Gómez,que negó con la cabeza.

—¿Quiere que le dé otro indicio deque tiene un orto a toda prueba? Queesté acá, muchacho. Que esté acá delantede mí, que puedo convertirme en sunuevo jefe. ¿Qué le parece? Véalo deeste modo. Yo necesito gente nueva yusted aparece acá, a mano, como caídodel cielo.

Lo consideró un largo minuto ensilencio. Después siguió:

—Y otra cosa, Gómez. Usted nonecesita saber el motivo exacto, pero…

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usarlo a usted es darme un gustazo,porque le jodo la vida a un tipo queprimero me la jodio a mí, ¿sabe?

El pelado movió negativamente lacabeza, como si no pudiese creer elmodo en que se habían encadenado lascosas.

—Pero déjelo allí. No se hagacargo. Olvídese de eso último. Bastanteva a tener que preocuparse por hacerbien el trabajo que voy a encargarle.

Dio la última pitada al nuevocigarrillo. Soltó el humo hacia el techo.Se pasó la mano por la calva.

—Supongo que no me hará quedar amí como un boludo, ¿no?

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Café

Chaparro piensa que, si en la vidaexisten momentos sublimes, este es unode ellos. El perfeccionista que llevaadentro le sopla que podría ser muchomás sublime todavía, pero el resto de sualma descarta rápidamente la objeciónporque la felicidad, vestida de tiernaserenidad, lo acuna en su indulgencia.

Cae la tarde y está con Irene en sudespacho. Tribunales a esa hora es un

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desierto. Acaban de tomar un café eIrene sonríe después de un silencioprolongado durante el cual sus miradas,interrogativas, se han cruzado a travésdel escritorio. Siempre esos silenciosson incómodos, pero pese a esoChaparro los disfruta muchísimo.

En estos últimos meses siente quealgo se ha movido, o modificado, y nosolo en él mismo sino sobre todo en lamujer que tiene enfrente y de la que sesabe enamorado. Se han visto variasveces desde la tarde en la que Chaparrodecidió no asistir a su despedida yvolvió sobre sus pasos a pedirleprestada su vieja Remington. Seis o

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siete veces, cree. Siempre como hoy,con las últimas luces de la tarde. Lasdos o tres primeras, Chaparro habuscado excusas para preservarse dequedar en evidencia y en ridículo.Después ya no. Irene, extrañamentedirecta, le ha dicho que le encanta que lavisite, y que no quiere que lo haga sólosi tiene un motivo concreto. Se lo hadicho por teléfono. Chaparro lamenta nohaber visto su rostro mientras ellapronunciaba esas palabras. Pero almismo tiempo sospecha que no habríatolerado exhibir el incendio de suspropias vísceras al escucharla decirlo.¿Qué cara debe poner uno para oír una

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frase semejante?No todas las frases de Irene le dejan

el mismo sabor dulce. Hace poco él seatrevió, tratando de generar unacomplicidad mayor, a insinuarle queesos encuentros vespertinos tal vezdieran lugar a habladurías. Ellacontestó, con naturalidad, casi conaltivez, acaso desde una dolorosadistancia, que no hay nada de malo entomar un café con un amigo. Esacalificación le ha dolido porque loaleja, lo condena a regresar a unalejanía respetable y respetuosa. En susesporádicos arranques de optimismoChaparro se dice que no es para tanto,

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que tal vez le salió con eso como unmodo de solventar su propia y legítimaturbación ante la posibilidad de quedarexpuesta. Además las mujeres sabencómo enmascarar los sentimientos, cómodesactivar los detonadores de lasemociones que a muchos varones lesestallan, sin más, en pleno rostro. Almenos así lo cree Chaparro, o quierecreerlo. Es como si las mujeresestuviesen condenadas a comprendermejor el mundo y sus peligros. Por esono es descabellado pensar que Irene, alresponderle así, tal vez está sosteniendouna disputa que a él lo excede, con esemundo que los rodea y cuya extensión

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abarca todo el planeta menos esedespacho que huele a madera y en el queIrene acaba de sonreír, incómoda, talvez avergonzada.

Esa turbación Chaparro sí laentiende, porque delata… ¿qué es lo quedelata? Por empezar, que se hanquedado sin tema para hablar. Chaparroya le ha contado los últimos vaivenes desu libro. Irene lo ha puesto al tanto delos últimos chismes tribunalicios. Siahora están en silencio, si ahora en esesilencio están interrogándose, si noquiebran ese silencio en el que estáninterrogándose con una sonrisa muda, esporque nada los retiene allí salvo eso,

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salvo estar sencillamente el uno frente alotro, dejando pasar el tiempo sin másobjeto que tenerse cerca, y eso es lobello de estar en silenciointerrogándose.

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26

El 26 de mayo de 1973 Sandoval yyo nos quedamos trabajando hasta tarde,y aunque no tenía ni idea de qué estabapasando, la historia de Morales y deGómez acababa de ponerse a rodarnuevamente.

Ya era de noche cuando se abrió lapuerta de la Secretaría y entró unguardiacárcel.

—Servicio Penitenciario. Buenastardes —saludó identificándose, como sisu uniforme gris con insignias rojas nofuese suficiente credencial.

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—Buenas tardes —respondí. ¿Quéhora era?

—Yo lo atiendo —me avisóSandoval, y se encaminó a la mesa deentradas.

—Pensé que capaz que ya noencontraba a nadie. Por la hora, digo.

—Y… la verdad —dijo Sandovalmientras buscaba el sello paraestamparlo en el libro de recibos quecargaba el otro y que en ese momento leofrecía señalando el sitio donde debíafirmar.

—Hasta luego —saludó el guardiauna vez que Sandoval le puso el sello.

—Adiós —contesté. Sandoval no

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respondió porque estaba leyendo eloficio que acababa de llegar.

—¿De qué se trata? —le pregunté.No me contestó. ¿Era muy largo o loestaba releyendo? Insistí—: Pablo…¿qué dice?

Giró con el oficio en la mano y seacercó a mi escritorio. Me extendió lahoja, que llevaba el membrete y lossellos del Servicio Penitenciario y losde la unidad carcelaria de Villa Devoto.

—Acaban de soltar al hijo de putade Isidoro Gómez —dijo en unmurmullo.

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27

Me descalabró de tal modo lo queacababa de decirme que dejé el papelque me tendía, sin leerlo, sobre miescritorio.

—¿Qué? —fue todo lo que atiné apreguntarle.

Sandoval caminó hasta la ventana yla abrió de un tirón. El aire frío delatardecer penetró en la oficina. Seacodó en la baranda y maldijo, en untono de desolación infinita:

—La recontramil reputísima madreque lo remil parió.

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Lo primero que hice fue llamar aBáez, con la urgencia de ladesesperación y con cierta furia torpe depretender pedirle explicaciones aalguien de confianza como si de esapersona fuera la culpa de lo ocurrido.

—Déjeme ver. Ahora lo llamo —dijo, y colgó.

A los quince minutos se comunicóconmigo.

—Es así, Chaparro. Lo soltaronanoche, con la amnistía que dictaronpara los presos políticos.

—¿Y desde cuándo ese hijo de putaes un preso político? —vociferé.

—De eso no tengo ni idea. No se

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ponga así. Deme un par de días paraaveriguar qué pasó y lo llamo.

—Tiene razón —recapacité—.Discúlpeme. Es que no me cabe en lacabeza que hayan soltado a semejantebasura, y encima con lo que costóagarrarlo.

—No se disculpe. A mí también meda bronca. Igual no es el único caso, nocrea. Ya me llamaron dos más por lomismo. Estoy pensando que mejor nosvemos en un café. Digo, para no andarhablando por teléfono.

—De acuerdo. Y gracias, Báez.—Hasta luego.Colgamos. Me volví hacia Sandoval.

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Seguía acodado en la baranda de laventana, con la vista perdida en losedificios de la vereda de enfrente.

—Pablo —intenté hacerlo volver ensí.

Se volvió hacia mí.—Mirá que hay pocas cosas de las

que uno pueda sentirse orgulloso, ¿eh?Giró de nuevo hacia la ventana.

Creo que entonces tomé conciencia de loimportante que había sido para él suparticipación estelar en la indagatoriade ese malparido. Y esa especie decondecoración íntima acababa dehacérsele trizas. Supe que su rostrovuelto hacia la calle Tucumán debía

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estar húmedo de lágrimas. En esemomento el dolor por mi amigo fue másfuerte que la bronca que sentía por loque acababa de ocurrir con Gómez.

—¿Qué te parece si nos vamos acenar por ahí? —pregunté.

—¡Buena idea! —no pudo evitar elsarcasmo—. ¿Querés que te enseñe abeber whisky hasta que te desmayes? Elproblema es quién va a venir abuscarnos en taxi a los dos.

—No, tarado. ¿Y si vamos a tu casa,cenamos con Alejandra y le contamos?

Me miró como un chico que acabade pedir que lo lleven al cine y al que,en cambio, se pretende conformar con un

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chupetín bolita. Supongo que el estragoque vio en mi propio rostro sirvió parahacerlo entrar en razones.

—De acuerdo —respondió por fin.Dejamos el oficio sobre mi

escritorio, apagamos la calefacción y lasluces y pasamos todas las llaves.Bajamos. Era tarde y como la puerta deTucumán ya estaba cerrada, tuvimos quesalir por Talcahuano. A punto de tomarel colectivo, Sandoval me dijo queesperase. Corrió hasta un puesto deflores y compró un ramo. Cuando volvióa alcanzarme dijo, con voz amarga:

—Ya que vamos a portarnos bien,hagámosla completa.

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Asentí. El colectivo vino enseguida.

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28

Hacía un par de años que no nosveíamos con Báez, los que habíantranscurrido desde que al juez Fortunase le habían apaciguado los delirios decamarista inminente.

—Veamos, amigo. Lo que voy adecirle tómelo con pinzas. Estos días,después de que largaron a todos estostipos, Devoto es un quilombo padre.

Asentí. Sabía que el policía no iba aperder tiempo refiriéndose a esedesbarajuste general que ambosasumíamos como esencial en la realidad

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que nos tocaba, y cuya complejidad,aceptábamos, estaba más allá denuestras entendederas.

—Parece que la cosa vino más omenos así. Ustedes a Gómez lo remiten aDevoto en junio de 1972. ¿Digo bien?Lo alojan en un pabellón cualquiera…no sé… póngale que es el número siete.A las pocas semanas nuestro amigoGómez se manda una de las suyas: semete en una riña que casi lo deja frito.En realidad, parece que se hizo el malocon los dos tipos más inofensivos delpabellón, y lo cagaron a golpes.

Yo lo escuchaba. Me reportabacierto placer pensar en un Gómez que

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sufría porque equivocaba las decisiones.—Pero este Gómez parece que tiene

un Dios aparte. En lugar de terminarseco en el piso con cuarenta y cincoagujeros de faca, llega a cortar a uno delos internos que lo han atacado. En eltumulto subsiguiente, y porque lospresos temen que se les desangre elcompañero, llaman a la guardia y se losllevan a los dos. Gómez se ha salvado.Pero aquí tenemos la primeracuriosidad, porque… ¿sabe dóndeconsta todo este incidente de la riña, losheridos y la mar en coche? En ningúnlado. A ninguno de los dos heridos loremiten al hospital. Los atienden ahí

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nomás, en la enfermería del Penal. Nohay una sola actuación administrativa, nila declaración de un solo guardia, ni deun solo preso. Lo que hay, lo único quehay en el legajo de Gómez, es una ordende traslado a otro pabellón, dos semanasmás tarde, cuando al tipo le dan el alta.Usted dirá: es lógico, porque si vuelveal mismo pabellón lo hacen fruta. Sí yno, vea. Puede ocurrir que, si lo mandanal pabellón en el que lo fajaron, ahoraque entra con el copete caído, alguno lotome de mina y a otra cosa, todos en paz.Pero bueno, igual no es lo que ocurre.Lo que termina pasando es que lo envíanal pabellón de delitos políticos. Acá le

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confieso que me desorienté feo: ¿quépodía tener que ver Gómez y suasesinato pasional con todos esos tiposde las FAR, el ERP, los Montoneros? Yencima esos presos estaban adisposición del fuero especial, y no delfuero penal común de los otros, ¿mesigue? Gómez no tiene nada que ver coneso, me dije.

Hizo una pausa para revolver lo quele quedaba de café y apurarlo en unúltimo trago. El pocillo quedabaridículamente pequeño en semejantemanaza. Me preparé para escuchar lamédula del asunto. Esa era la diferenciaentre Báez y los otros policías que

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conocía: otros se hubieran conformadocon llevar la pesquisa hasta ahí, hasta ellímite de sus posibilidades lógicas.Báez no.

—Bien —prosiguió—, esto que leconté hasta acá lo averigüé más o menosfácil. De acá en adelante fue mucho máscomplicado. Primero, por esto que ledigo del fuero especial: no tengo muchoscontactos en el asunto de lacontraguerrilla. Han armado como unclan separado. Se mandan la parte, lajuegan medio de misteriosos, no sé si meentiende. Y, segundo, porque después delo de la amnistía del otro día estándesmantelando a las patadas toda la

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tienda de circo que tenían armada. Sehan quedado sin laburo, por ahora. Perobueno, en medio del quilombo unosiempre encuentra algún nostálgicorencoroso con ganas de contar suscuitas, ¿sabe?

Alzó la mano para pedir otro café.—En fin. Parece ser que dentro del

penal armaron un pequeño centro deinteligencia, dependiente del gobierno.Acá se pone más y más confuso. No sési dependían de la Secretaría deInteligencia, o del Ministerio delInterior, o del Ejército. Para el caso daigual, porque los que están en ese baileandan todos mezclados, vengan de

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donde vengan. El asunto es que dentrode la cárcel armaron ese quilombito deespionaje para vigilar a los «cuadros»,como les dicen en la jerga a los de laguerrilla, y todo eso. Les daba pánicoque pudiera pasarles algo como lo deRawson, cuando la fuga. ¿Comprende?

Ya era como una novela de intrigas,y Báez era un narrador consumado, peroyo seguía sin entender qué tenía que verGómez en todo esto. Se lo preguntédirectamente.

—Ya llegamos, mi amigo, yallegamos. Pero si no le explico esto nova a entender lo otro. Parece que elfulano que estaba a cargo de todo el

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asunto de esa oficina en Devoto, y quese hacía llamar Peralta, trató de infiltrara algunos de sus hombres en el pabellónde presos políticos. Ojo. Era un riesgo.Y parece que a uno o dos que losdescubrieron se los devolvieron tiesos,al tal Peralta. Por eso no tuvo mejoridea que reclutar algunos presoscomunes para eso. ¿Suena peligroso? Sí,pero para él era gratis. En el peor de loscasos, un preso menos. En el mejor, untestigo directo, casi como ponerles unmicrófono a los famosos «cuadros»,como esos aparatitos que se ven en laspelículas de espías. ¿Me comprende? AGómez lo reclutan ahí adentro, porque lo

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toma el tal Peralta, ni más ni menos,para que haga ese laburo. No solo a él,guarda. Parece que en total eran tres ocuatro, no estoy seguro.

Se detuvo un instante mientras elmozo nos servía nuevamente.

—Y acá es donde tuve quepreguntarme: ¿por qué uno de esos esGómez? Porque esa es la preguntajodida. Lo otro, lo que sigue, es casinatural. Gómez habrá cumplido: despuésde todo es un tipo despierto y frío comouna estatua, cuando no se sale de suscasillas. Joyitas como esa no aparecentodos los días. Bah, si fue una joyita yono lo sé. Pero si llegó vivo hasta mayo

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en ese pabellón tan mal no lo habráhecho. ¿Por qué no seguir usándoloafuera? Así que el procedimiento parasacarlo es sencillísimo. En realidad, nohay tal procedimiento. Se hace solo.Cuando los detenidos que saben que vana salir con la amnistía armen las listas,van a incluirlo también a Gómez contodo gusto y con todos los honores. Y, sino, igual no hay problema. Lo agrega alpie la gente de Peralta, y listo.

Báez hizo ademán de buscar platapara pagar. Lo contuve y saqué unospesos del bolsillo del saco.

—Así que la pregunta que quedacolgada es anterior a eso. ¿Qué lo lleva

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a este Peralta a meter a Gómez?Primero, le llama la atención laprestancia del fulano, eso de entrar pocomenos que rugiendo a la jaula de losleones. Segundo, es gratis. Ya le dije. Sisale mal, el tal Peralta no pierde nada. Ytercero… ¿quiere lo mejor?

A juzgar por el gesto amargo delpolicía «lo mejor» era, en realidad, lopeor de todo.

—Porque, si con todo lo anterior eljefe no se decide a usarlo, cuando pidadatos de la causa por la que está preso,allí no le quedan dudas. Le mete paraadelante como una tromba. Acá, en lapropia causa penal está la cosa,

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Benjamín.«Carajo», pensé. ¿Podía ser tan

grave el asunto como para que tratara desuavizarlo llamándome por mi nombrede pila por primera vez en su vida?

—Usarlo a este pibe es una manerabrillante de cagarlo a usted.

Me confundió absolutamente. ¿Quépodía tener que ver yo con todo eso?Hasta aquí el relato de Báez sonabalógico, deprimente pero lógico. Peroesto último sonaba desafinado, comoesas pesadillas que soñamos y que deentrada no parecen pesadillas, y queempiezan a serlo precisamente cuandosaltan la cornisa de la lógica y de la

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razón y se vuelven incomprensibles einquietantes.

—Cuando me quedé sin datos paraseguir preguntando por Gómez, se meocurrió tratar de sujetar el otro cabo dela cuerda. El famoso jefe, ese Peralta.Se suponía que iba a ser un pococomplicado, tratándose de una oficinade inteligencia del gobierno, y adentrode una cárcel. Pero tampoco fue paratanto. No dejan de ser argentinos, yrascando un poco uno se da cuenta deque la armaron con alambre. De locontrario no habría sido tan sencilloconseguir la descripción y el nombreverdadero del supuesto Peralta.

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El mozo levantó los billetes de lamesa y empezó a demorar la entrega delcambio, como para convencerme de quele dejara el vuelto como propina. Lodespaché con un gesto.

—Parece que es un tipo de su edad,Chaparro. Es pelado, usa un bigotegrueso, dicen que parecido al mío, no esmuy alto. De más joven era flaco, peroahora parece que está bastante obeso. ¿Ysabe qué? Trabajó varios años enTribunales, en un Juzgado deInstrucción. ¿Ya lo adivinó?

No podía ser. No era posible.—Sí, señor. Piense lo peor, mi

amigo. Así, en general, acierta. Trabajó

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con usted en el Juzgado de Instrucción n.° 41, como oficial primero de la otraSecretaría. Hasta que lo sumariaron poruna denuncia por apremios ilegales en1968. La cosa quedó en nada, porque lofrenaron desde arriba. Pero el suegroparece que andaba en la pesada(coronel, general, algo por el estilo) y lollevó de la mano a Inteligencia, parece.¿Lo ubica? Romano, de apellido.

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29

—No puede ser, tanta mala leche —dije por fin cuando conseguí, después devarios minutos de furiosa incredulidad,aceptar que lo que ocurría estaba,nomás, ocurriendo.

Báez me miraba esperando tal vezque le brindara las dos o tres piezas quele restaban para terminar de armar elconjunto. Le recordé aquel suceso de losalbañiles y la paliza salvaje que leshabía dado Sicora casi por orden yrecomendación de Romano. Báez meescuchó con una mezcla de sorpresa y

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curiosidad, porque en su momento casino se había enterado del asunto. Él habíaandado unos cuantos días de licenciapor unas vacaciones que le debían, ySicora y el otro hijo de puta lo habíanmanejado desde la seccional. Nisiquiera estaba seguro de que a Sicoralo hubiesen sumariado, como habíamoshecho en Tribunales con Romano. Leconfirmé que la denuncia contra mientonces colega había quedado en nada.Cuando terminé, me pidió que loesperara un segundo. Fue hasta el fondodel café y habló un par de minutos por elteléfono público. Cuando volvió, medijo que Sicora había muerto en el '71

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en un accidente en la ruta 2, así que porahí no podíamos profundizar nada.

—Bah —agregó—, en realidad, nopodemos profundizar nada por ningúnlado.

Era cierto. Con la amnistía no habíamodo de ir contra Gómez. Y tratar demeterse con la Secretaría de Inteligenciapara perseguir a Romano era una locuray era al divino botón. Los dos estaban asalvo.

Era todo tan ridículo que casi dabanganas de reír, si no fuese porque eratodo tan siniestro que daban ganas dellorar. Al denunciarlo por los apremiosilegales le había abierto la chance de

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hacer una carrera meteórica, de la manode su suegro el fascista, en las «fuerzasde inteligencia antisubversiva». Y porañadidura al muy hijo de puta le habíallovido del cielo la oportunidad devengarse de mí. Sabía que esa causa lahabía llevado adelante yo, y poniendo alculpable bajo su ala protectora tarde otemprano terminaría birlándomelo. Lohabía hecho, y yo ni me había percatado.No hasta que había sido rotundamentetarde.

—Pobre tipo.Las dos palabras que pronunció

Báez flotaron un segundo sobre la mesahasta que se evaporaron y volvió el

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silencio. No contesté, pero entendía sinlugar para el equívoco de quién estabahablando el policía. No hablaba deRomano, ni de Gómez, ni de él, ni de mí.Hablaba de Ricardo Morales, que delleno o de rebote, de primera o desegunda, por h o por b, girara comogirase la perinola, terminaba siempreinmolado como una víctima perpetua.Traté de imaginarme su cara cuando lediese la noticia. ¿Convendría ir a verloal banco, o citarlo, mejor, en el café delas otras veces? ¿Qué iba a responderlecuando me preguntase «qué se puedehacer ahora»? ¿Decirle la verdad?¿Decirle, simplemente, «nada»?

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Solté un terrón de azúcar en la borradel pocillo y me entretuve mirandocómo se derrumbaba a medida que sehumedecía.

—Pobre tipo —fue, también, loúnico que pude concluir.

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30

—Si quiere, cuénteme cómo fue quelo largaron —dijo Morales, como si yanada pudiese alcanzarlo y hacerle daño.

Lo miré antes de responder. Esemuchacho seguía sorprendiéndome.Aunque esa caracterización de«muchacho» tal vez ya no lecorrespondía. ¿Por qué la seguíautilizando? Por comodidad, claro.Siempre lo había visto como tal. Desdela primera vez que tuve oportunidad deverlo, en la sucursal del BancoProvincia. Entonces lo era, sin duda.

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Tenía veinticuatro años. Pero ahora,cinco años después, era imposiblecaracterizarlo de ese modo. Y no porquesu pelo rubio fuese mucho menosabundante, que lo era. O porque laspersonas a las que vemos muy de tantoen tanto denotan con más claridad elpaso del tiempo, cosa que tambiénparece cierta. Morales ya no era joven,aunque su documento afirmase que aúnno cumplía los treinta años. El dolorconstante le había abierto dos surcosprofundos a los lados de la boca, que sucorrecto bigote rubio no lograbadisimular, y la frente también estabasurcada por marcas indelebles. Si

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siempre había sido flaco, ahora sudelgadez se había tornado casiesquelética, como si ni siquiera comerpudiese constituir un sucinto placer,responder a un mínimo deseo. Lospómulos abruptos, las mejillas hundidas,los ojos grises refugiados en las órbitasprofundas. Viendo a Morales frente a mí,esa tarde de junio de 1973, entendí quela brevedad o la prolongación de la vidade un ser humano depende sobre tododel caudal de dolor que esa persona seve obligada a soportar. El tiempo pasamás lento para los que padecen, y laangustia y el sufrimiento marcan la pielcon signos definitivos.

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Hablaba recién de mi sorpresa frentea ese hombre. En los días anteriores yole había dado vueltas al asunto deconvocarlo o ir a buscarlo al banco.Pero conservaba tan vivido el recuerdode nuestra primera entrevista, cuandocon Báez fuimos a decirle lo que ledijimos, que no me sentí capaz de volvera despedazarlo del mismo modo y en elmismo sitio. Por eso lo llamé paracitarlo en el café de Tucumán al 1400.Cuando lo tuve al otro lado del teléfono,imaginé que iba a sorprenderse. Porempezar, por el llamado mismo: hacíacasi un año que no nos comunicábamos.¿Qué hacía entonces el prosecretario del

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Juzgado de Instrucción pidiendo por élen la oficina? ¿Saludándolo por el díade su cumpleaños? Y además, porcitarlo en el café de las otras veces.Morales sabía perfectamente que en lacausa de Gómez faltaban dos o tres añospara que hubiese una condena firme,previo paso al Juzgado de Sentencia. Ypara informarle una pavada al estilo dela clausura del sumario, o algo así, notenía sentido pactar una entrevista cara acara. ¿Qué hubiese hecho cualquier serhumano normal frente a un llamado tandescolgado y tan misterioso?Preguntarme, solicitarme algún dato,alguna referencia, al estilo de «¿es algo

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grave?» o «¿puede adelantarme algo, asíme quedo tranquilo?». No era el caso deMorales. Me escuchó, dudó un segundoacerca de si podía salir del banco unrato más temprano al día siguiente o siera mejor el jueves, y me confirmó que«mañana estaba bien», después dehablar un segundo con un compañero.Eso había sido todo. Todo hasta esamisma tarde fría de miércoles, cuando lohabía divisado esperándome en una delas mesas del fondo.

—Lo llamé porque tengo algo graveque comentarle, Morales —estabadecidido a ir al grano cuanto antes.¿Cómo podía ser tan tonto de sentirme

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culpable por lo que había pasado? ¿Quétenía que ver yo con que las cosashubiesen terminado de ese modo?

—Si es para decirme que lo largarona Gómez, no se preocupe. Ya estoy altanto.

—¿Cómo, «al tanto»? —reacciónridícula la mía. Me sacaba del libretoque Morales estuviera sobre aviso ypretendía llevar la conversación haciaese punto inútil. Pero no me desdije.

—Sí. Ya sabía.Ahora me mantuve en silencio.

¿Cómo se había enterado?—No es para tanto, Chaparro —

agregó, con simpleza—. Publicaron una

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lista de amnistiados en el diario, unosdías después de liberarlos.

—¿Y por qué se le ocurrió queGómez podía estar en esa lista?

Ahora fue Morales quien se tomó uninstante para responder, como si lapregunta lo hubiese sorprendido. Por finhabló, con una mueca irónica.

—¿Quiere que le diga la verdad?Por simple aplicación del principioexistencial que gobierna mi vida.

—…—Todo lo que pueda salir mal va a

salir mal. Y su corolario. Todo lo queparezca marchar bien, tarde o tempranose irá al carajo.

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¿No era esa la primera vez queMorales se permitía un insulto mientrasconversaba conmigo? Tal vez esa erauna medida de la profundidad de sudesdicha. Tuve una distracción ridícula:me imaginé a los padres de Morales,dedo índice en alto, diciéndole a su hijoalgo al estilo de «Ricardito, pase lo quepase, no uses malas palabras. Nisiquiera si un señor malo, malo, viola yestrangula a tu señora y luego es puestoen libertad». Deseché mi delirio y volvísobre sus palabras. ¿Qué podíacontestarle? En los cinco años quellevaba de conocerlo, cada cosa quehabía ido ocurriendo parecía darle toda

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la razón del mundo.—En serio —prosiguió Morales—.

Cuando usted me contó que lo habíanagarrado, y el modo en que se habíapisado para confesar su crimen, pensé«Bueno, ahora sí esto está terminado dealgún modo: se pudrirá en la cárcel».Pero cuando llegué a casa, o cuandopasaron tres o cuatro días me pregunté:«¿Listo? ¿Ya está? ¿Así de simple?».No. Era demasiado sencillo, aundespués de toda la mugre que habíamosbarrido en esos cuatro años. Así que lepregunté a un amigo abogado que tengo(amigo tal vez sea exagerado; digamosun conocido) cómo era el asunto de la

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prisión perpetua. Cuando me enteré deque en veinticinco años, como mucho —y con accesoria de reclusión por tiempoindeterminado incluida—, el fulanopodría salir en libertad, me dije queahora estaba mejor rumbeado. Claro,toda la vida metido en la cárcel sonabademasiado bueno para mis expectativashabituales. Pero me acostumbré a laidea, guarda. Me dije que igual era unmontón de tiempo, que era el períodomáximo que se podía encarcelar aalguien en la Argentina, y me di porsatisfecho. Hasta que me percatéprecisamente de eso. «Guarda,Ricardo», pensé. «Si te conformas con

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esto sonaste, porque en cualquiermomento te vas a enterar de que nisiquiera va a suceder esto con lo que teestás conformando». ¿Me sigue?

Lo seguía. Era un discurso de unpesimismo intolerable. Pero no estabadiciendo nada que no estuviera en untodo de acuerdo con los hechos.

—De manera que cuando me enteréde que el 25 de mayo habían salido unmontón de presos políticos por unaamnistía de la cárcel de Devoto, y que aninguno de ellos podía volver aprocesárselo por los delitos por los queestaban en prisión en ese momento, mehice la pregunta del millón de pesos: «A

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ver, Ricardo, ¿de qué manera podríaresultar peor todo lo relacionado con elhijo de puta de Isidoro AntonioGómez?». A lo cual me respondí: «Y,podría empeorar si, aunque no tenganada que ver con los presos políticos, elviolador y asesino de tu esposa apareceen las listas de beneficiados con laamnistía». ¿Y sabe qué? ¡Lotería!¡Estaba!

Terminó casi a los gritos. En losojos, muy abiertos, le brillaban un parde lágrimas. Después volvió a su carade estepa y permaneció un largo ratomirando hacia la calle. Yo hice lomismo. Recién después de eso, y ya en

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ese tono de voz neutro de quien se sabemás allá de cualquier daño, pero no porhaberse salvado sino por habersucumbido, fue que me dijo:

—Si quiere, cuénteme cómo fue quelo largaron.

Se lo conté, tal como a mí me lohabía transmitido Báez. También leconté cómo me había enterado yo, através del oficio del ServicioPenitenciario. Y también le conté lareacción de Sandoval. No estoy muyseguro de por qué. Sospecho que sentíque, tal vez, saber que un par de tiposhonestos como Báez o Sandoval estabanindignados lo hiciera sentirse menos

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abandonado por Dios, o por el destino.Cuando terminé, se hizo otro largosilencio. El mozo pasó a cobrar a unamesa vecina y aproveché para pedirleotro café. Cuando el tipo le preguntó sitambién quería repetir, Morales negócon la cabeza.

Dudé. Había estado barruntandosobre el asunto pero no conseguíadecidirme a dar el paso que seguía.Temiendo que si perdía esa ocasión noiba a atreverme, perseveré.

—Para mí es muy difícil decirleesto, Morales… —empecé, a lostropezones—. Se supone que yo,precisamente, no puedo ni pensar en

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algo como lo que voy a decirle, pero…—seguía corriéndome la cola como uncuzco— me refiero a que…

—Mejor no lo diga. Déjelo ahí. Yasé a qué se refiere.

Dudé. ¿Me entendía, realmente?—Porque supongamos que usted me

dice «Mire, Morales: yo que usted voy ylo amasijo de un tiro», y yo voy y lehago caso; ¿no va a terminar sintiéndoseculpable?

No contesté.—Y ojo que no le digo culpable

porque ese hijo de puta termine muerto.Creo que coincidimos en que esa rata novale un cuerno. Lo que creo es que usted

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terminaría sintiéndose culpable por mí,¿sabe?

Tampoco ahora respondí. No sabíaqué decirle.

—Sería gracioso. Porque me juegoque voy y lo mato a Gómez, y a los dosminutos me meten en cana para toda lavida. ¿Le cabe alguna duda? —se volvióhacia la puerta. Estaban entrando unhombre y una mujer muy jóvenes—. Amí no… ninguna duda.

Se distrajo mirándolos. Parecíannovios recientes, respirando ambos elplacer eléctrico de descubrirseenamorados. ¿Morales estaríaenvidiándolos? ¿Evocaría, tal vez, su

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propio pasado con Liliana Colotto?—No, Chaparro —retomó el hilo,

por fin—, nada es tan sencillo. Porqueaparte… —Morales parecía toparse conalguna dificultad para hallar laspalabras, pero parecía que el asunto lohabía pensado un montón de veces—supongamos que lo mato. ¿Gano algo?¿Arreglo algo?

—Supongo que por lo menos tomauna venganza —hablé por fin.

¿Qué haría yo en sus zapatos?Sinceramente no lo sabía. Pero no losabía, fundamentalmente, porque porninguna mujer yo había sentido lo quesentía Ricardo Morales por su difunta

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esposa. ¿O sí lo sentía, por una mujeracerca de la cual me he propuesto nodecir una palabra en estas páginas? Talvez pensando en ella, en esta otra, a laque guardo como mi único secreto dignode tal nombre, yo sí habría podidointerpretar el amor de Morales por sumujer. Creo que por ella habría sidocapaz de todo. Igualmente ella nunca mehabía pertenecido, como sí se habíancorrespondido Morales y su esposa. Demodo que no era equiparable a lahistoria de Morales. Su mujer era cierta,era tangible, era propia y se la habíanarrebatado. Y como pensarlo eraespantoso, insistí:

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—Tal vez matarlo sea una venganza.Morales mantuvo el silencio. Buscó

algo en el bolsillo de su saco. Extrajo unpaquete de Jockey largos y unencendedor de bronce. Me sorprendióverlo fumar y él debió notarlo.

—Soy un hombre de decisioneslentas, sabe —dijo sonriendo levemente—. Usted no sabía que yo fumara, ¿no escierto? Antes de conocerla a Lilianafumaba como una chimenea. Lo dejé porella. ¿Cómo puede un hombre encenderun cigarrillo si la mujer que ama le pideque lo deje, por el bien de ellos y de loshijos que quiere tener con él? —lanzóese resoplido entrecortado que, en él,

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hacía las veces de la risa—. Como verá,no tiene mucho sentido que mantengamis pulmones limpios ¿no le parece? Yafumo de nuevo como un vampiro.Suponiendo que los vampiros fumenmucho, claro. Pero hasta hoy no lo habíavuelto a hacer en público. Usted es elprimero delante del cual me atrevo ahacerlo. Tómelo como un signo deconfianza.

Tampoco ahora contesté.—Y eso de matarlo… ¿qué quiere

que le diga? Parece demasiado fácil,¿no? Mire que tuve tiempo de pensarloen esos años en los que lo buscaba enlas terminales ferroviarias. ¿Y si lo

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encontraba entonces? ¿Qué hacer?¿Cagarlo a tiros? Demasiado fácil.Demasiado rápido. ¿Cuánto dolor puedesentir un tipo al que acaban de vaciarleun cargador en el pecho? Sospecho queno mucho.

—Por lo menos es algo.¿Por qué sonaban tan estúpidos, tan

mínimos, mis argumentos al dialogar conese hombre?

—Es algo pero es poco. Demasiadopoco. Ahora bien, si usted me garantizaque yo le pego cuatro tiros y no lo mato,y lo dejo parapléjico, postrado en unacama, y termina sobreviviendo hasta losnoventa años, vaya y pase.

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Su tono me sonaba algo falso, comosi no fuese un ser acostumbrado alejercicio de la crueldad, ni siquiera dela crueldad hipotética y verbal, peroquisiera impresionarme en su nuevo rolde «Morales el sádico».

—Pero volvamos a mi máxima,Chaparro. Seguro que con el primer tiroque le pego lo mando al infierno(suponiendo que exista) y los otros trestiros se los pego al pedo. Y después voyen cana de por vida (y seguro que a míno me salva ninguna libertadcondicional, délo por hecho), vida quede paso se extiende convenientementehasta los noventa y tantos años. Gómez,

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seguro, antes de caer al piso ya estáliberado de todo, muy pancho. Y yo mepaso medio siglo en un calabozoenvidiándole la suerte. No, en serio.Morir puede resultar un caminodemasiado fácil, créame. Las cosasnunca son sencillas.

Apagó el cigarrillo consumido, ycon ademanes automáticos encendió elúltimo del atado.

—Por eso la idea de la cárcel era,pese a todo, la mejor posible. Está bien.No iba a ser de por vida. No iban a sercincuenta años. Pero treinta años, o cosaasí, juntando orina en una celda no eraun programa tan deplorable ¿no le

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parece? Pero… —suspiró conresignación— esa tampoco se dio. Ymire que no era la ideal, en eso estamosde acuerdo. Era, como mucho, la mejorposible, dadas las circunstancias. Y ahívuelvo al ataque con mi máxima. Comotodo tarde o temprano tiene que irse alreverendo carajo, Dios, si existe, mueveun par de piezas como para que el hijode puta ese se salga con la suya.

Había levantado la voz tanto que lapareja de novios había dejado de hablarpara mirarnos. Morales se recompuso yclavó la vista en la mesa de madera.

—No sé cómo ayudarlo —dije. Eraverdad—. Me gustaría sinceramente

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hacerle las cosas más fáciles.—Lo sé, Benjamín.Era la primera vez que me llamaba

por mi nombre. Unos días atrás habíasido Báez. ¿Qué extraños canales desolidaridad generaba esta historiahorripilante?

—Pero no puede hacer nada.Gracias igual.

—No me agradezca. Pero en seriono sé cómo ayudarlo.

Morales hizo trizas el papelmetálico del paquete de cigarrillos queacababa de terminar.

—Tal vez en alguna ocasión pueda.Por ahora me despido —se incorporó,

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mientras sacaba algunos billetes delbolsillo del saco para pagar su cortado.Después me tendió la mano—. Y leagradezco en serio todo lo que hizo. Deverdad.

Le estreché la mano. Cuando salió,me senté de nuevo y contemplé durantelargo rato a esos novios que seguíanajenos a todo cuanto no fueran ellosmismos. Los envidié profundamente.

Más café

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Por el motivo que sea (y Chaparrono piensa investigar si ese motivo essimplemente una antigua amistad o algomás profundo, más esperanzados máspersonal y más otro montón de cosas),Irene encuentra placer en su compañía,no solo en su charla de escritorincipiente. Por algo están de nuevofrente a frente, escritorio de por medio.Por algo ella sonríe con una sonrisadistinta de sus sonrisas comunes ycorrientes, que, en realidad, «nunca sonni comunes ni corrientes», piensaChaparro, pero que no son como esta,como estas con las que ella lo bendicecuando están a solas en su despacho y

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cae la tarde.Como teme estar soñando de nuevo

inútilmente, se pone nervioso, mira elreloj y hace ademán de levantarse. Ellale propone tomar otro café y él, en elcolmo de la torpeza, le hace notar que lacafetera eléctrica está vacía y apagadaporque ya se lo terminaron. Irene leofrece ir hasta la cocinita a prepararmás y él le dice que no, aunque alinstante se arrepiente de ser tan imbécil.Tanto se reprocha no haberle dicho «sí,gracias, te acompaño hasta la cocina»,que vuelve a sentarse como un modo delavar el daño. «¿Qué daño?», sepregunta al mismo tiempo, porque bien

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puede ser también que simplemente ellaquiera más café y punto, que quierapasarle un chisme de último momento ybasta, porque al fin y al cabo no tienenada de particular tomar un café con unamigo de años del Juzgado y se acabó.

Pero de hecho ambos vuelven asentarse, y la conversación renace comoun madero del cual asirse en medio detodas esas incertidumbres. Sin sabercómo, Chaparro se encuentracomentándole a Irene que el otro día sela pasó leyendo y corrigiendo losborradores mientras afuera llovía, y queescuchó música renacentista de la que aél le gusta tanto, y se detiene azorado

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precisamente en el instante en que está apunto de decirle, mirándola al centro delos ojos, que lo único que le faltaba paraconsiderarse salvado y en graciaperpetua era ella en el sillón, tal vezrecostada leyendo a su lado, y la manode él, las yemas de los dedos,acariciándole apenas la cabeza,abriendo surcos suaves entre su pelo.Aunque no lo ha dicho es como si lohubiese dicho, porque sabe que se hapuesto rojo como un tomate. Ahora esella quien lo mira divertida, o tierna, onerviosa, y finalmente le pregunta:

—¿Vas a decirme qué te pasa,Benjamín?

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Chaparro se siente morir, porqueacaba de advertir que esa mujerpregunta una cosa con los labios y otracon los ojos: con los labios le estápreguntando por qué se ha puestocolorado, por qué se revuelve nerviosoen el asiento o por qué mira cada docesegundos el alto reloj de péndulo quedecora la pared próxima a la biblioteca;pero, además de todo eso, con los ojosle pregunta otra cosa: le estápreguntando ni más ni menos qué lepasa, qué le pasa a él, a él con ella, a élcon ellos dos; y la respuesta pareceinteresarle, parece ansiosa por saber, talvez angustiada y probablemente indecisa

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sobre si lo que le pasa es lo que ellasupone que le pasa. Ahora bien —barrunta Chaparro—, el asunto es si losupone, lo teme o lo desea, porque esaes la cuestión, la gran cuestión de lapregunta que le formula con la mirada, yChaparro de pronto entra en pánico, sepone de pie corno un maníaco y le diceque tiene que irse, que se le hizotardísimo; ella se levanta sorprendida—pero el asunto es si sorprendida ypunto o sorprendida y aliviada, osorprendida y desencantada—, yChaparro poco menos que huye por elpasillo al que dan las altas puertas demadera de los despachos, huye sobre el

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damero de baldosas negras y blancasdispuestas como rombos, y reciénretoma el aliento cuando se trepa a un115 milagrosamente vacío a esa horapico del atardecer; se vuelve a su casade Castelar, donde esperan ser escritoslos últimos capítulos de su historia, sí osí, porque ya no tolera más estasituación, no la de Ricardo Morales eIsidoro Gómez, sino la propia, la que loune hasta destrozarlo con esa mujer delcielo o del infierno, esa mujer enterradahasta el fondo de su corazón y su cabeza,esa mujer que a la distancia le siguepreguntando qué le pasa, con los ojosmás hermosos del mundo.

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Dudas

«El 28 de julio de 1976 Sandoval seagarró una curda de padre y señornuestro que me salvó la vida».

Chaparro relee la frase con queencabeza un nuevo capítulo y duda. ¿Esbuena para dar inicio a este tramo de lahistoria? No termina de convencerlo,pero no encuentra otra mejor. Son variaslas objeciones que le nacen contra ella.La más fuerte apunta a la idea que

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intenta transmitir, ni más ni menos.¿Puede un solo acto humano, en estecaso una curda, ser la causa eficienteque cambie el destino de otro ser,suponiendo que exista tal cosa llamadadestino? Y, además, ¿qué es eso de«salvar la vida»? A Chaparro no leagrada esa frase hecha. Algo delescéptico que carga bajo la piel le diceque prolongar algo no es sinónimo desalvarlo. Y otra cosa: ¿quién le garantizaque fue la mamúa de Sandoval, y noalgún otro encadenamientoimperceptible de circunstancias, lo queimpidió que Chaparro volviese a su casaesa noche de junio?

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De todos modos, es factible que esafrase persista al principio del capítulo.Sandoval fue uno de los mejores tiposcon los que se cruzó en la vida. Leagrada la idea de deberle a él, aun a susflaquezas, el no haber terminado esajornada tirado en un zanjón con dosdisparos en la nuca. Y como no deseabamorir entonces, ni ahora, puede transigircon eso de su vida «salvada» por latranca cósmica que decidió zamparseSandoval aquella noche.

Chaparro se siente en un breteparecido al de los comienzos de estanarración, cuando no sabía por dóndecomenzar a contar esa historia. Al

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unísono lo asaltan varias imágenes: elespectáculo de su departamentodestrozado; Báez sentado frente a él enun tugurio de Rafael Castillo; untinglado en pleno campo cerrado con unalto portón corredizo; una ruta solitariay nocturna, iluminada por dos farospotentes, vista a través del parabrisas deun ómnibus; Sandoval demoliendoconcienzudamente un bar de la calleVenezuela.

No obstante, supone que este aprietonarrativo no es tan grave como el quepadeció al principio. Este caos leocurrió a él, no tiene que ir a buscarlo alas vidas de los otros. Y además las

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cosas no le ocurrieron en simultáneo.Fueron sucesivas: seguro queimpactantes, tal vez hasta desgarradoras,pero tienen un orden cronológico delcual puede asirse para contarlas. Lomejor será, concluye, respetar eseorden.

Primero Sandoval destroza un bar dela calle Venezuela. Después Chaparroencuentra su departamento hecho trizas.Luego habla con Báez en un tuguriomaloliente de Rafael Castillo. Más tardese sienta en el primer asiento de unmicro que cruza la noche. Y después,muchos años después, se topa con el altoportón corredizo de un tinglado, en

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pleno campo.

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El 28 de julio de 1976 Sandoval seagarró una curda de padre y señornuestro que me salvó la vida.

Había tenido un semblante atrozdurante toda la jornada. A duras penashabía saludado al llegar para abocarsede inmediato a revisar una periciabalística que era una pavada y que podíatildarse en veinte minutos, pero para lacual empleó cinco horas. Cuando alatardecer los otros empleados sedespidieron y salieron hacia sus casas ohacia la facultad, intenté sacarle tema de

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conversación, pero reboté como contrauna muralla. Habló cuando quiso, comosiempre.

—Hoy me llamó mi tía Encarnación,la hermana de mi vieja —hizo unapausa; le tembló la voz—. Me dijo queayer se lo llevaron a mi primo Nacho.Cree que eran milicos. Pero no estásegura. Entraron rompiendo todo, enplena noche. Iban vestidos de civil.

De nuevo hizo silencio. No lointerrumpí. Sabía que no habíaterminado.

—La pobre vieja preguntó qué podíahacerse. Le dije que se viniera paracasa. La acompañé a hacer la denuncia

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—encendió un cigarrillo antes determinar—: ¿Qué iba a decirle?

—Hiciste bien, Pablo —me atreví.—No sé —dudó, antes de continuar

—. Sentí como si la estuvieseengañando. Tal vez debería haberledicho la verdad.

—Hiciste bien, Pablo —repetí—. Sile decís la verdad, la matás.

La verdad. Qué cosa jodida que es aveces la verdad. Con Sandovalhablábamos mucho de todo el asunto dela violencia política y de la represión.Sobre todo desde la muerte de Perón enadelante. Ahora aparecían menoscadáveres en los descampados.

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Evidentemente los asesinos habíanperfeccionado su estilo. Trabajando enla Justicia Criminal estábamosdemasiado lejos de los hechos comopara saberlos al dedillo, pero losuficientemente cerca como paraintuirlos. No hacía falta ser adivinos,tampoco. Todos los días veíamosdetener gente, por ahí. O nos llegaba eldato. Sin embargo esos detenidos jamásllegaban a la alcaidía, jamás subían adeclarar a los juzgados, jamás erantrasladados después a Devoto o aCaseros.

—No sé. Alguna vez tendrá queenterarse.

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Traté de recordar cómo era la carade Nacho. Unas cuantas veces habíaestado en el Juzgado, de visita, pero suimagen se me escapaba, no lograbadefinirla.

—Me voy —Sandoval se puso depie de repente, se colocó el saco ycaminó hacia la puerta—. Nos vemos.

«La puta madre», pensé. Otra vez.Abrí la ventana y esperé. Pasaron variosminutos, pero Sandoval no cruzóTucumán hacia Viamonte. Me sentí unpoco culpable: «una inundación en laIndia deja cuarenta mil muertos, pero,como no los conozco, me angustia másla salud de mi tío que tuvo un infarto».

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En algún regimiento, en algunacomisaría, a Nacho lo estabanreventando a golpes de puño y depicana. Pero yo no me angustiaba tantopor él como por su primo Pablo, que erami amigo y pretendía emborracharsehasta quedar en coma.

¿Yo era el egoísta o todos loéramos? Me consolé pensando que porSandoval podía hacer algo, y por suprimo Nacho, no. ¿Era así? Decidí darlela ventaja habitual: tres horas antes desalir a buscarlo. Me senté a corregir unaprisión preventiva. Decidí que fuerandos horas. Tres tal vez fuesendemasiadas.

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32

Mientras bajaba las escalinatas de lacalle Talcahuano, tuve un momento deduda. Llevaba en un bolsillo un buentoco de plata para pagar la última cuotade mi departamento. Se suponía que ibaa abonarla al salir del Juzgado porqueen la escribanía cerraban tarde, perocomo temía que la demora fueraexcesiva para hallarlo a Sandoval, optépor buscar a mi amigo y posponer elpago para otro día. Palpé que el dineroestuviese bien guardado en el bolsillointerior del saco y le hice señas a un

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taxi. Dimos vueltas por Pasco Colón. Noconseguía encontrarlo. El taxista estabade buen humor, y me ofreció una largaimprovisación sobre la forma mássencilla y expeditiva de arreglar losproblemas del país. Si hubiese estadomenos preocupado y menos concentradoen advertir cualquier pista del paraderode Sandoval, tal vez le habría pedidoalguna aclaración sobre la conexión queestablecía entre afirmaciones tales como«los militares saben lo que hacen», «acánadie quiere trabajar», «hay quematarlos a todos» y «el River deLabruna es el ejemplo a seguir».

Le pedí que recorriese las calles

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transversales. Por fin lo hallé en un bar,muy feo, sobre la calle Venezuela. Lepague al esclarecido analista de larealidad nacional y esperé que me dierael cambio justo. Mientras hurgaba en unbolsillo, con un levísimo dejo defastidio por mi tacañería, disfruté de unaminúscula venganza. Ahora se me habíapasado el apuro. Sandoval de ningunamanera iba a tolerar que lo sacase deallí antes de las once, y no eran entoncesmás de las nueve.

Me senté frente a él y pedí unaCoca-Cola. Me ofrecieron Pepsi yacepté. Nunca lo había visto beber así.Sinceramente asustaba, aunque al mismo

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tiempo era de admirar su resistencia. Sinestridencias, sin gestos excesivos,Sandoval levantaba el vaso lleno y lovaciaba en uno o dos tragos. Despuésclavaba la vista en el vacío, frente a él,y dejaba que el líquido caliente bajasehasta sus tripas. Unos minutos despuésvolvía a llenar el vaso.

Eran casi las doce y no habíalogrado arrancarlo de su silla, aunquetampoco había insistido tanto. Sabía porexperiencia que Sandoval pasaba unaprimera etapa en su borrachera en la quese ponía irritable, reconcentrado, yluego entraba a otra más plácida yrelajada. Ese era el momento de

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llevármelo. Pero esa noche demoraba eltránsito a la segunda fase. Me levanté albaño. Mientras orinaba en el mingitorio,escuché un estruendo de vidrios rotos,seguido de una serie de gritos y corridassobre el piso de madera.

Salí casi salpicándome. Por suerte aesa hora no quedaban más que tres ocuatro parroquianos, que miraban conmás interés que temor. Sandoval blandíauna silla en la mano derecha. El dueñodel bar, un tipo bajo y fornido, habíasalido desde atrás de la barra y loacechaba a cierta distancia, temiéndoseprobable objetivo del siguiente sillazo.Detrás de la barra se veía el espejo roto

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y botellas y vidrios esparcidos portodos lados.

—¡Pablo! —lo llamé.Ni me miró. Seguía atento a los

movimientos del dueño. Ningunohablaba, como si el desafío que estabaentablado entre los dos fuese demasiadoprofundo como para ventilarlo conpalabras. Sin que mediaran signospremonitorios el brazo derecho deSandoval describió un ampliosemicírculo y soltó la silla, que fue aimpactar de lleno en una de las ventanasque daban a la calle. De nuevo elestruendo descomunal. De nuevo lascorridas y los insultos. Ahora el dueño

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no había dudado. Le pareció que suenemigo borracho y recién desarmadoera un blanco fácil y trató de arrojárseleencima. No sabía (yo sí) que Sandovalno perdía fácilmente los reflejos, másallá de su apariencia abotagada, y quepracticaba boxeo desde pibe en un clubde Palermo. De modo que cuando elpatrón entró en su radio de acción, letiró un cross a la mandíbula que lo lanzóen reversa y lo despatarró sobre una delas mesas vacías.

—¡Sandoval! —grité.La cosa estaba pasando de castaño a

oscuro. Se encaró conmigo. ¿Estaríatratando de ubicarme en el extraño

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contexto bélico que había generado?Alzó otra silla. Caminó un par de pasoshacia mí. «Estamos listos», pensé.«Ahora lo único que me falta es terminarla noche fajándome con mi oficial en unbar de mala muerte de la calleVenezuela». Pero sus planes eran otros.Con la mano libre me hizo un gestocomo para que me apartase. Me hice aun lado. La silla pasó a velocidad yaltura respetables para terminardespedazando un anuncio de cristal quepromocionaba un whisky: un señor deaspecto respetable bebía una medida,sentado en un sillón, junto a unachimenea encendida. Ya lo habíamos

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visto en algún otro bar de la zona.Sandoval odiaba ese anuncio: me lohabía hecho saber en el transcurso dealguna otra curda pretérita.

Con ese estropicio final, queprobablemente Sandoval interpretasecomo un acto de justicia, parecieronagotarse sus ímpetus destructivos. Eldueño del bar habrá supuesto lo mismoporque lo asaltó por detrás y ambosrodaron entre las mesas y las sillas. Meacerqué a separarlos y, como es depráctica en estos casos, ligué unoscuantos golpes. Terminé sentado en elpiso sujetando a Sandoval contra mí ygritándole al dueño que se calmara, que

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yo me encargaba de tenerlo quieto.—Ahora vas a ver —dijo por fin el

tipo, incorporándose.Me asustó su tono frío y amenazante.

Fue hasta la registradora. Pensé quesacaba un chumbo y nos cagaba a tiros,pero me equivoqué. Lo que sacó fue uncospel de teléfono. Iba a llamar a lapolicía. Los dos o tres clientes quequedaban, y que no habían creídonecesario intervenir, advirtieron suintención y abandonaron el sitio,presurosos. Miré alrededor. ¿Eraposible que en ese cuchitril hubiese unteléfono público? No había. Rumbeópara la puerta, echándonos una mirada

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asesina. Lo último que nos hacía faltaesa noche era terminar en cana. Meincorporé. Sandoval parecía del todoajeno al asunto. Salí detrás del dueño.Caminaba hacia el Bajo. Lo llamé.Recién al tercer intento se dio vuelta yaceptó detenerse para que le dieraalcance. Le dije que no era para tanto,que yo me encargaba de todo. Me mirócon escepticismo. Tenía sus motivos.Los cristales esos debían valer susbuenos mangos. Y creía recordar un parde sillas y mesas que habían quedadodespatarradas, sin contar las queSandoval había arrojado por el aire.Insistí. Terminó aceptando volver al

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local. Desandamos el camino ensilencio. Cuando llegamos, no pudemenos que entender la rabia del tipo.Los vidrios de la ventana estabanesparcidos en la vereda, y las esquirlasde la pelea eran visibles en todo elrecinto.

Abrió los brazos y me miró, comopidiéndome explicaciones, o como sirecapacitara y juzgase excesiva suindulgencia de un momento antes.

—¿Cuánto puede costar repararestos destrozos? —mi pregunta carecíade seguridad, de énfasis. El otro debiónotarlo.

—Y… una ponchada de pesos.

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Imagínese.Nunca fui bueno para el regateo.

Paso de sentirme un sádicoaprovechador a sentirme un pánfiloincurable, y viceversa. Y esa situación,pasada la medianoche, con Sandovalsentado en el piso contra la barra (sehabía agenciado una botella de whiskyque había sobrevivido intacta lahecatombe y seguía bebiendo conparsimonia) y el tipo ese con laposibilidad de llamar a la policía comosi tuviese un as en la manga, desbordabaabsolutamente mis esquemas.

Me dijo una cifra ridícula, que debíaalcanzar poco menos que para redecorar

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el maldito piringundín desde suscimientos. Le dije que de ningún mododisponía de esa cantidad. Contestó queno pensaba aceptar ni un peso menos.Una cifra relativamente menor pasó pormi mente: la del fajo de billetes quetodavía conservaba contra el sobaco yque, iluso de mí, había consideradocomo la cancelación de mi deudahipotecaria. Se la ofrecí, intentandosonar definitivo.

—Está bien —transigió—. Pero melo paga ahora.

El tipo, debía dudar de que un fulanocomo yo, que andaba jugando a ser elángel de la guarda de un borracho

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perdido, pudiese tener esa cantidad dedinero encima. Se la extendí. Contó losbilletes y pareció calmarse.

—Pero me ayuda a poner un poco deorden. Si dejo esto así, mañana pierdoel día acomodando.

Acepté. Lo corrimos a Sandoval a unlado para que no estorbase, barrimos losvidrios, arrumbamos las mesas y lassillas desencoladas en una piezucha a laque se llegaba cruzando un patiomugriento, y redistribuimos elmobiliario sano. Creo que, salvo por elespejo y el ventanal, había salidoganando. Al fin y al cabo ese podridoanuncio de whisky era espantoso.

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Sandoval casi había hecho bien enpulverizarlo.

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33

Tomamos el único taxi que seatrevió a levantarnos. A las tres de lamañana, y con los signos de la batalla acuestas (Sandoval había perdido todoslos botones de la camisa, yo tenía uncorte superficial pero llamativo a laaltura del mentón), no debíamos ser unayunta con aspecto demasiado confiable.

Fui todo el camino con los ojosclavados en el taxímetro. Tenía exactacuenta del dinero que me quedaba. Yahabía gastado una importante suma en eltaxi de ida y dilapidado una pequeña

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fortuna como desagravio por ladestrucción de ese bar de mala muerte.No quería llegar a la casa de Sandoval ytener que pedirle dinero a Alejandra.

Pobre mina. Estaba esperando en elzaguán, protegida con una mantilla sobreel camisón y el salto de cama. Entre losdos metimos a Sandoval en la casa y enel lecho. Antes de entrar, pagué el taxi.Alejandra me dijo que lo dejaseesperando, para poder usarlo para irhasta mi casa. Ella no sabía que estabaquebrado y naturalmente no se lo dije.Supongo que balbuceé alguna excusa.Cuando terminamos de acostarlo,Alejandra me ofreció un café. Iba a

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negarme, pero la vi tan desvalida, tantriste, que decidí quedarme un rato.

Le conté lo de Nacho. Ella lloró ensilencio. Pablo no le había dicho nada.«Nunca me dice nada», había concluidoen voz alta. Me sentí incómodo. Toda lasituación me resultaba complicada. ASandoval lo quería como a un hermano,pero su adicción me generaba másimpaciencia que compasión. Sobre todocuando veía la angustia en los ojosverdes de Alejandra.

¿Ojos verdes? Una voz de alarma mesonó adentro. Me puse de pie con unrespingo y le pedí que me acompañara ala puerta. Me preguntó de dónde iba a

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sacar un taxi a esa hora de lamadrugada. Eran pasadas las cuatro. Ledije que prefería caminar. Me contestóque estaba loco, pretendiendo caminarhasta Caballito, en plena noche y con lascosas que estaban pasando. Le dije queno habría problema. Cualquier cosa,chapeaba con la credencial del PoderJudicial y listo. Era verdad. Nunca habíatenido el más mínimo problema alrespecto. Salvo, claro está, que hubiesepretendido chapear en un bar en ruinas,con mi colega de Juzgado a un lado,bebiendo en el piso.

Me despidió en la puerta dándomelas gracias. Muchas veces, en los casi

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veinticinco años que han transcurridodesde entonces, me he preguntado pormis sentimientos hacia Alejandra. Nuncahe tenido dificultad en reconocer que laadmiraba, la apreciaba, la compadecía.¿La quería? Entonces no logrécontestarme, y hoy sigo creyendo que lapregunta no es pertinente. Jamás hepodido desear a las mujeres de misamigos. Me parece imperdonable. Nocreo ser un moralista, cuidado. Peronunca pude mirarla como a otra cosa quela mujer de mi amigo Pablo Sandoval.Si me enamoré alguna vez de una mujerajena, tuve buen cuidado de no trabaramistad con su marido. Pero me prometí

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no hablar aquí de ella, así que hagamosun punto aparte.

Crucé media ciudad a pie en lanoche fría de julio. Pasaron algunosautos y una patrulla militar trepada a unacamioneta, pero no me molestaron.Llegué a mi edificio pasadas las seis.Como me ocurría siempre después depasar una noche en vela, el cansanciotendía a amontonarme los recuerdos másinmediatos con los primeros de lavíspera, de modo que a esas alturas losgolpes en el bar, la noticia de ladesaparición del primo de Pablo y midesayuno del día anterior parecíanimágenes fundidas en el mismo

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recuerdo. Lo único que quería a esa horaera un buen baño y un mínimo sueño deun par de horas que me despegara detodos esos acontecimientos. No tenía niidea de lo que me esperaba al salir delascensor, en el cuarto piso.

La puerta de mi departamento estabaabierta, y desde adentro se proyectabaun haz de luz hacia el pasillo enpenumbra. ¿Me habían robado? Caminéhasta el umbral y lo atravesé sin repararen la posibilidad de que el intrusotodavía estuviese dentro. De hecho nohabía nadie. Pero eso lo pensé después,porque apenas me asomé al umbralcomprobé, aterrado, que el

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departamento estaba en un desordenabsoluto. Los sillones y las sillasvolcados, la biblioteca tirada, los librosdespanzurrados y esparcidos por elpiso. En el dormitorio, el colchón estabadestrozado y había espuma de goma portoda la pieza. La cocina era otrodesbarajuste. Estaba tan aturdido quetardé en advertir que el televisor y elcombinado de música no estaban, ni ensu sitio ni en ningún otro. ¿Eranladrones, entonces? No se entendía, enese caso, el ensañamiento con el quehabían actuado. Al final entré al baño,sabiendo que iba a encontrar el mismocaos. Pero había algo más, aparte de la

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cortina de baño en hilachas, el contenidodel botiquín regado por el piso y losgrifos del bidé abiertos al máximo parainundar todo el sitio. En el espejo habíaun mensaje escrito con jabón: «Esta vezte salvaste, Chaparro hijo de puta. Lapróxima sos boleta».

La letra era grande y prolija, propiade alguien que no tiene apuro y se sientedueño de la situación. Había un garabatoal final que, aunque me esforcé porentenderlo, resultaba ilegible. El turroque había hecho eso, deduje, lo habíafirmado. ¿Cómo podía sentirse alguientan impune como para avasallar así a losdemás? ¿Quién podía tener conmigo

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algo pendiente? Al hacerme esaspreguntas me sacudió una fría oleada demiedo.

Salí. Tuve la ingenua precaución deintentar cerrar la puerta con llave.Recién entonces advertí que habíanhecho saltar la cerradura de una patada.

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Ese 29 de julio, después de dejar amis espaldas el departamento hechopolvo, me encontré desorientado. Nopodían ser simples ladrones ni un ataquea ciegas. En algún momento pensé envolver sobre mis pasos y tratar de cruzardos palabras con el portero, pero meaterrorizó que quienes me habíanbuscado por la noche pudiesen insistirpor la mañana. Me dije que había hechobien huyendo como lo hice. ¿Pero dóndeiba a ir? Si conocían mi dirección,conocerían la de la casa de mis padres,

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o la de Sandoval, en una de esas. Nopodía arriesgarme, o arriesgarlos. Perono tenía un centavo. De hecho estabacaminando por Rivadavia hacia elCentro, pero no tenía un destino fijo.Miré la altura: el cinco mil. ¿Y con esoqué?

Podía ir al Juzgado y radicar ladenuncia en la Cámara de Apelaciones,si no confiaba en hacerla directamenteen la comisaría. No era seguro. ¿Y si meestaban esperando en los alrededores deTribunales? Pero ¿quiénes, por Dios?¿Quiénes eran? Atiné a pasar pordelante de un bar que tenía teléfonopúblico. Entré y revisé mis bolsillos.

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Entre las cuatro o cinco monedas quetraía apareció un cospel. Acudí aAlfredo Báez, el único tipo al que letenía una confianza ciega.

Lo sorprendió mi llamado peroenseguida, tal vez alertado por laalarmada premura de mi voz, ordenó elcaos de mi relato con algunas preguntasprecisas y coherentes. De él partió lainiciativa de que nos encontrásemosunas horas después, en Plaza Miserere,del lado de Pueyrredón.

Di vueltas por ahí toda la mañana.Casi a mediodía caí en la cuenta de queno había avisado al Juzgado de miausencia. Con las últimas monedas

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compré un cospel y llamé a la oficina.Aduje una gripe repentina. Mecomentaron que Sandoval también habíadado parte de enfermo. Di un par deinstrucciones: lo que hacía siemprecuando me ausentaba. Me consolépensando que no eran días de trabajodemasiado abundante. Más me habríapreocupado si hubiera sabido quefaltaban siete años para que volviese apisar ese Juzgado.

Desde las dos me ubiqué en unbanco de la plaza. A las dos y media mesobresalté: un tipo acababa de sentarse ami lado. Giré la cabeza. Era Báez.

—Lo suyo no es el espionaje con

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ocultamiento, ¿no? —todavía andabacon ganas de joder, pensé.

—Disculpe que lo haya molestado.Pero no tenía a quién recurrir.

—No se haga problema. Cuéntemeen qué anda.

Le relaté con pelos y señales todo loque había visto desde que había llegadoa mi departamento hasta que salí pitandode ahí. No me llevó mucho tiempo,aunque creo que demoré más en contarloque en vivirlo.

—¿Qué me dijo que faltaba en sucasa? —preguntó cuando terminé.

—El televisor y el combinado.—Y la frase del espejo…

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—Decía que iban a reventarme, yque me había escapado de casualidad.

—Y lo nombraba a usted, ¿cierto?—Sí.Báez se contempló unos minutos las

puntas de los zapatos. Después giró lacabeza hacia mí y habló.

—Mire, Chaparro. Si es lo que creoque es, está jodido. Por si acaso, noregrese ni a su casa, ni al Juzgado, ni aningún lado en el que lo conozcan. Porlo menos hasta que vuelva acomunicarme con usted.

—¿Y qué carajo hago? —en otromomento me habría dado vergüenzaexhibirme así de vulnerable delante de

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Báez, pero en esas circunstancias notenía límite.

Pensó otro rato.—Haga lo siguiente. Hoy dese una

vuelta por una pensión que se llama LaBanderita, en Humberto I y Defensa.Pero no ahora, guarda. Deme tiempo depasar primero por ahí, a hablar con eldueño. Usted llega, dice que se llama…Rodríguez, Abel Rodríguez, y que tieneuna habitación paga. Yo voy a dejarle unadelanto por toda la semana. Usted,dicho sea de paso, anda sin un cobre enel bolsillo, ¿no es así?

—Sí, pero… podría pasar tal vezpor el Juzgado…

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—¿Qué le acabo de decir,muchacho? Ni se le ocurra pasar porTribunales. Ni por ningún lado. Se meteen la pensión y sale, como mucho, ahacer algún mandado. Acá tiene unospesos. Vamos, no se haga el estrecho.Después me lo devuelve.

—Gracias, pero…—Una semana. En una semana tengo

que tener más o menos claro el asunto.Aunque hoy en día, en medio desemejante quilombo, no se sabe nunca.Pero, bueno, esperemos que sí.

—¿No puede decirme algo? ¿Qué leparece? —hoy todavía me asombro delo imbécil que puede ser uno cuando

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está asustado como yo lo estaba. Báeztuvo el don de gentes de no regodearsecon mi estupidez.

—Yo me comunico con usted.Quédese tranquilo.

Empezó a alejarse, pero se detuvo yse volvió hacia mí.

—En el Juzgado, ahora, ¿hay alguienpiola a quien recurrir? Digo alguien concargo, su secretario, el juez, el otrosecretario…

—Nuestra secretaria está delicencia, por embarazo —le dije, y medistraje un instante pensando en eso.Enseguida recapacité y seguí—. El otrosecretario es un infradotado.

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—Suele pasar.—Y juez no tenemos. Se jubiló

Fortuna Lacalle y todavía no nombraronal reemplazante. Está Aguirregaraycomo subrogante, el del Juzgado deInstrucción n.° 12.

—¿Aguirregaray? —Báez parecióinteresado.

—Sí ¿lo conoce?—Un tipazo. Por fin una buena

noticia. Cuídese. Lo veo en una semana,más o menos. Yo lo busco en la pensión,quédese tranquilo.

Seguí sus instrucciones al pie de laletra. Yiré por el Centro y cuando caíala tarde me arrimé a San Telmo. El que

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me atendió en la pensión, supongo queera el dueño, me alcanzó una llaveapenas me identifiqué como AbelRodríguez. El sitio era limpio. Cuandome tiré en la cama, no atiné a sacarme laropa. Llevaba un día y medio sin pegarojo, y durante las treinta y seis horasprevias había participado en una grescade taberna, había caminado por mediaciudad de Buenos Aires en plena nochey en pleno día, había asistido a ladestrucción completa de mi casa y mehabía convertido en prófugo, aunque sinsaber muy bien el motivo. Apoyé lacabeza en la almohada, que también olíaa limpio, y me dormí como un bendito.

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El cuchitril en el que Báez me citósiete días después estaba pegado a laestación de Rafael Castillo y era unverdadero asco. Tres mesasdestartaladas de fórmica gris, unmostrador lleno de campanas consándwiches de aspecto tenebroso, variostaburetes de madera con la pinturadescascarada. Todo el ámbito, de por síminúsculo, parecía empequeñecido porel tufo a grasa que venía de una parrillasobre la que se acumulaban los chorizosy hamburguesas fríos y secos que habían

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sobrado del mediodía. Acodados en elmostrador, algunos hombres de aspectohumilde bebían vino y hablaban a losgritos. A intervalos de quince o veinteminutos las chapas del techo se sacudíancon el estruendo de las locomotoras quetiraban de los trenes y una fina lluvia detierra bajaba sobre las personas y lascosas desde los tirantes del techo. Paracompletar la escena, un jocosoanimador, secundado por dos locutorasdesquiciadas, vociferaba desde unaparato de radio puesto a todo volumen.

Después de una semana con el almaen vilo, refugiado en una pensión acostillas de los ahorros de Alfredo

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Báez, se suponía que yo no iba a andarcon demasiadas pretensiones. Creo queno las tenía, pero no pude evitar que miánimo se derrumbase en semejanteambiente. Debía ser un lugar seguro,ciertamente, donde difícilmente a uno lobuscaran, a menos que ese uno tuviesecuentas pendientes con las cucarachas.

De Báez no había vuelto a tenernoticias en toda la semana, salvo por elaviso de esa cita, que me había dejadocon el dueño. Como llegué temprano alencuentro, tuve tiempo de hacerme malasangre imaginando todo lo que podíahaber salido mal en esos siete días. ¿Ysi Báez había sufrido una persecución

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idéntica a la que yo había padecido? ¿Ysi alguien lo había atacado por removerel avispero? Los nervios acumulados entoda esa semana, potenciados por el olornauseabundo, el contacto con la mugre yel aturdimiento de gritos y publicidadesradiales, me ponían al borde delestallido y de la huida. Por suerte, elpolicía fue como siempre puntual; creoque de lo contrario no me hubiesehallado. Me estrechó la mano y se sentóhaciendo crujir una de las sucias sillasde metal negro y cuerina.

—¿Pudo averiguar algo? —lo atajé,antes de que se acomodara. No estabade ánimo para reparar en delicadezas.

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Báez me miró fijo antes deresponder.

—Sí. La verdad es que averigüéunas cuantas cosas, Chaparro.

Me atemorizó. No por lo que decía,sino por el modo en que me miraba.Tenía el gesto de quien no está muyseguro del modo de entrar en materia.¿Tan grave podía ser la cosa? Decidíacortar el trayecto hacia la verdad máscruda.

—Bueno. Lo escucho, entonces.—Es que es tanto que no sé por

dónde empezar.—Por donde quiera —intenté

bromear—: total, tenemos tiempo de

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sobra.—No vaya a creer, Benjamín. No le

sobra tanto tiempo —yo escuchabatratando de no dejar traslucir mi pánicocreciente—. Esta noche tiene quetomarse un micro a San Salvador deJujuy. Sale diez minutos después de lamedianoche, desde Liniers. Debajo delpuente de la General Paz.

—¿De qué me está hablando? —logré preguntar, casi a los gritos, cuandosentí que me volvía algo de aliento.

—Tiene razón. Discúlpeme. Creoque empecé por lo más difícil. Le pidoun poco de paciencia.

—Lo escucho —acordé, sin bajar la

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guardia.—Lo primero que me puse a pensar

después de nuestro encuentro del otrodía era quién cuernos lo había atacado.No habían actuado al voleo, seguro.Eso, sumado a todo lo demás, mepermitió identificarlos con ciertafacilidad.

—¿Qué es eso de «todo lo demás»?—Todo, mi amigo —dándose cuenta

de que mi angustia requería precisiones,agregó—: para empezar el modo en elque entraron, la hora a la que entraron.¿Usted se da una idea del quilombo quehabrán metido al romper todo lo querompieron? Si son chorros comunes y

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corrientes, se mueven con más sigilo.Estos tipos entraron como Pancho por sucasa. Les importaba un carajo quepudiesen oírlos. Piense, Chaparro: unabandita de camorreros, actuandoimpunemente en medio de la noche…hoy en día no hay tantas alternativaspara saber de qué palo son, ¿no leparece?

Yo empezaba a entender. Igual erainaudito. ¿Qué podían querer tipos asíconmigo?

—Se topó con uno de esos grupos deforajidos que usa el gobierno, mi amigo.Ni más ni menos. Tuvo una suertemonumental de que no lo agarraran

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adentro. De lo contrario no la cuenta. Delos pelos al baúl del auto, y del baúl aun zanjón con cuatro tiros.

Báez se abstrajo un momento delrelato y se quedó en silencio,reconstruyendo las imágenes quepodrían haber sido. De repente volvió:

—Todo concuerda. La impunidad, elsalvajismo, el actuar en barra (la vecinadel departamento B, no sé si la conoce,me terminó reconociendo, después de unlargo trabajito de ablande, que por lamirilla vio pasar a cuatro).

—¿Y qué podían querer conmigo?—Ahí vamos, Chaparro. Aguánteme.

Porque el siguiente paso era verificar,

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confirmar digamos, que se tratase de ungrupo relacionado con Romano o conGómez.

—¿Qué? —esos dos apellidos caíanen mis oídos con el estrépito aterradorde un cuerpo lanzado desde un décimopiso a la vereda—. ¿De qué me estáhablando?

—Tranquilo, Benjamín. No seviolente. Pero eso también era cantado.Usted no es un militante, no es unhombre público. No trabaja en un temaque a los militares les interese (no creoque la Justicia les importe un pito, dehecho). ¿Qué razón puede haberentonces para que le caiga encima una

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banda como esa? Tenían que tener algocon usted, algo viejo, algo personal…

Saqué cuentas con los dedos.Después hablé:

—Es ridículo, perdone que se lodiga. Hace casi tres años que no sé nadade Isidoro Gómez, desde que lo largaronde Devoto, ni del otro hijo de puta.

—Ya lo sé, ya lo sé. Yo también medetuve en ese punto. Pero esa era lapregunta siguiente. Yo di por hecho queel asunto tenía que ver con ellos, ¿mesigue?

—Lo sigo —¿lo seguía,verdaderamente?

—Así que me tuve que poner a

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pensar en los motivos que podían tenerpara querer amasijarlo. Motivos nuevos,ninguno. Motivos viejos, sonaba menoslógico todavía. Así que pensando yrepensando volvía a lo actual, a lo deahora. Primero temí que fuera muydifícil averiguar algo de estos tipos queandan en los servicios de inteligencia, ytoda esa mano. Capaz que en un paísserio esas organizaciones sonherméticas. Bah, supongo. Pero acátienen más agujeros que un colador deté, fíjese. Porque aparte les gustamostrarse, ¿sabe? Eso de andar en autossin chapas, con lentes oscuros,exhibiendo sus Itacas como si fueran

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sus… ya sabe qué.Volvió a distraerse y su rostro hizo

una mueca en la que se mezclaban laburla y el desprecio.

—Así que resultan bastante fácilesde ubicar. Dos o tres conversacionesponiendo cara de boludo maravilladodispuesto a escuchar sus pioladas, y yoya tenía poco menos que un organigramade cómo funcionan.

—Me cuesta creer que sean tanobtusos —arriesgué.

—Créalo. Si no fueran unossanguinarios hijos de puta, serían paracagarse de la risa. Le sigo contando.Parece que Romano tiene su grupito de

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siete u ocho energúmenos. Se ve quecuando desmantelaron aquel chiste deDevoto el tipo siguió enganchado. Porotro lado, es lógico. ¿A qué cosaproductiva se podía dedicar unzanguango como ese?

Intentaba seguir su explicación, perouna y otra vez me venía la imagen delhijo de puta de Romano festejando a lossaltos alrededor del escritorio del juez,ocho años atrás. ¿Cómo había podidoignorar, en aquellos días, que el tipo quelaburaba conmigo era un sádico y unasesino?

—Romano comanda el grupete ese.Y en general no sale cuando chupan

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gente —vio mi cara de extrañeza—.Disculpe. Los turros llaman «chupar» asecuestrar a los que a ellos les parece yllevarlos a sus aguantaderos.

Asentí. Recordé la detención delprimo de Sandoval, que seguramentehabría seguido ese procedimiento atroz.¿Era posible que hubiese ocurrido lasemana anterior? Me parecía que habíaacontecido en otra vida, lejana ydefinitivamente inalcanzable.

—El hecho es que Romano salepoco. Él hace… ¿cómo le dicen?Inteligencia de base, o inteligencia defondo. Que traducido quiere decir que elmalnacido es el que comanda las

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sesiones de tortura en las que sacannombres a los detenidos. Despuésmanda a sus matones a levantar al que sele cante —el rostro de Báez seensombreció de nuevo—. Pero de esetema sí que los fulanos hablan poco. Seve que algo de raciocinio les queda,como para no andar pavoneándose decosa semejante.

Lo que me contaba Báez era tanmacabro, tan irracional, tan espantoso, ycompletaba con tanta sencillez lo queintuíamos con Sandoval, que supe queera cierto.

—Adivine quién es uno de losmatones que le hacen a Romano el

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trabajo callejero…Me acordé de Morales y su máxima

de que todo lo que puede salir mal va asalir mal, y de que todo lo que puedeempeorar empeorará.

—Isidoro Gómez… —alcancé abalbucir.

—El mismo que viste y calza.—Qué hijo de puta —fue todo lo que

pude agregar.—Y… son tal para cual. Bueno, en

realidad, eran tal para cual, segúnparece.

—¿A qué se refiere?—Recuerde que toda la cosa

arranca, supuestamente, de que a usted

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estos tipos le hacen pelota eldepartamento.

—¿Y?—Y que estos tipos tenían ahora un

motivo para boletearlo, hace unos añosno lo tenían.

—No lo entiendo.—Es natural. Le explico. Romano

salió como loco a querer reventarlo austed en su casa el otro día. ¿Por qué?Sencillo: por venganza. ¿Vengarse dequé? Piénselo un momento. ¿Qué tienenen común ustedes dos? Nada, o casi. Lotienen a Gómez. ¿Se acuerda, cuando laamnistía de Cámpora?

Asentí. Como si pudiera olvidarme

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de aquello.—Bien. Romano habrá sentido, digo,

en ese momento, que a usted lo cagabaen toda la línea. Por eso no lo jodió paranada. Porque pensaba que ya lo habíajodido lo suficiente.

—¿Y entonces?—Y… que entonces no se entiende

por qué Romano salió el otro día comouna exhalación a reventarlo a usted.

—No entiendo nada.—Aguánteme, que ya llegamos. Es

como si fuese una partida de ajedrez, undesafío. Usted lo cagó cuando lo hizoechar del Juzgado. El se vengó cuandolo largó a Gómez. ¿Por qué se le ocurre

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a Romano amasijarlo a usted ahora, tresaños después? Sencillo: porque estáconvencido de que usted acaba demover otra pieza. O más precisamente:que usted, Chaparro, acaba de hacerlemierda a uno de sus hombres deconfianza, o sea Gómez.

Mi cara habrá dejado traslucir queno tenía ni idea de qué me estabahablando.

—Romano lo busca a usted paraliquidarlo, Chaparro, porque piensa queusted acaba de boletear a IsidoroGómez. Ni más ni menos.

Tuve un momento de pasmo, perodebí sacudirme la impresión porque

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corría el riesgo de perderme lo queBáez seguía diciendo.

—No digo que usted lo haya hecho.Digo que es lo que Romano supone queha hecho. El 28 de julio a la noche lofueron a buscar a usted en su casa, ¿si?Adivine: dos noches antes, el 26,alguien se cargó a Isidoro Gómez en lascercanías de su departamento de VillaLugano.

Era demasiado complejo, o el aireviciado del lugar había terminado porsaturarme.

—¿Se siente mal? —se preocupóBáez.

—La verdad es que estoy medio

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mareado.—Venga. Salgamos un poco al

fresco.

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Caminamos hacia la estación. Nossentamos en el único banco de listonesde madera que estaba sano, en el andénde los trenes que corrían hacia laCapital y que a esa hora estaba casivacío. Al otro lado de las vías encambio, y a medida que avanzaba latarde, de cada tren que llegabadescendía un número creciente dehombres y mujeres que se diseminabanen todas direcciones, o que corrían paratreparse a unos colectivos rojos de techonegro.

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El aire libre me hizo bien. Por lomenos podía pensar con cierta claridady caer en la cuenta de que tenía quedecirle algo a Báez. Algo impostergableque recién ahora advertía como tal.

—Hay algo que no le dije, Báez —dudé—. ¿Se acuerda de cuando me hiceel detective al principio de la causa, yGómez se apioló de que lo andabanbuscando?

—Bueno, no fue para tanto.Aparte…

—Está. Déjeme seguir. Después dela amnistía me mandé una cagadaparecida. Bueno. Ahora me doy cuentade que fue una cagada. Entonces me

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pareció que no. Que no era nada.Báez estiró las piernas y cruzó los

pies, como disponiéndose a escuchar. Selo expliqué lo más escuetamenteposible. Ya me resultaba bochornosohaber quedado como un infradotadodelante de él la primera vez, hacía ochoaños. Ahora me tocaba hacer el papel deinfradotado reincidente. Le conté quedespués de la amnistía se me ocurrióhacerle un favor postrero a RicardoMorales: averiguarle el paradero deGómez, por si alguna vez juntaba elvalor de ir a cagarlo de un tiro. Y que ladiligencia la había hecho naturalmentede palabra, nomás, sin dejar nada

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escrito, con un policía conocido. Báezme preguntó el apellido.

—Zambrano, de Robos y Hurtos —le respondí. Y de inmediato inquirí—:¿Es un pelotudo o es un hijo de puta?

—No… —Báez vaciló—: hijo deputa no es.

—Entonces es un pelotudo.—Eh… olvídese de Zambrano —

Báez no quería hacerme quedar como unidiota—. No tiene caso. ¿Y en quéterminó la cosa?

—Pasaron como dos meses, pero alfinal Zambrano me consiguió unadirección de Villa Lugano. Ahora laverdad que no me la acuerdo. Vio cómo

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son esas direcciones. Manzana no séqué, edifìcio no sé cuánto, pasillo vaya asaber cuál, y todo eso.

—Bueno. Es posible que se la hayaaveriguado bien.

—No lo sé. Nunca lo verifiqué.Se hizo un silencio mientras Báez

ajustaba en el rompecabezas que teníaen su mente la información que yoacababa de arrimarle.

—Ahora termino de entender —concluyó—. Romano se habrá enterado.Sobre todo si este Zambrano prescindióde las sutilezas del caso. Pero como nopasó más nada se quedó tranquilo. Lohabrá interpretado como parte de su

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calentura, de su humillación, Chaparro,por haberse quedado sin detenido.

Volvimos a quedarnos callados.Cada uno estaba, supongo, dando parasus adentros el siguiente paso lógico enel encadenamiento de los sucesos. Báezpor fin habló:

—Usted le habrá pasado el dato aMorales, me imagino.

—En realidad, no. Mire qué ironía.Tuve miedo de que lo tomara a mal… nosé. Al final no le dije nada.

Llegó un tren desde el Centro. Serepitió el aluvión de gente bajando ydesperdigándose.

—De todos modos, el viudo debe

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haber averiguado la dirección por sucuenta. Ese muchacho nunca fue tonto —dijo Báez, después de otra pausa.

—¿Usted cree que fue Morales elque fue a reventarlo a Gómez a VillaLugano?

—¿Le cabe alguna duda? —Báez sehabía vuelto hacia mí. Hasta entonceshabíamos charlado mirando ambos alandén de enfrente.

—Y… a esta altura ya no sé quépensar ni qué decir —confesé.

—Sí. Fue Morales. Le diría que lotengo confirmado. Bueno. Todo loconfirmado que uno puede tener estascosas. Antes de ayer me anduve por

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Lugano. Pregunté un poco. Unos cuantosvecinos me tiraron algún dato. Es más,hasta dijeron que ya habían estado «unosmuchachos» preguntando por lo mismo.

—¿La gente de Romano?—Ajá. En un par de boliches de por

ahí me dijeron que una pareja de viejitoshabía visto todo. Así que me arrimé averlos. Se imagina cómo es eso. Lasganas de hablar en el almacén soninversamente proporcionales a las ganasde hablar con un policía. Tuve queamenazarlos, haciéndome elcompungido, con llevarlos a declarar ala seccional. Habría estado bueno: no sédónde carajo los hubiese llevado. Por

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fin cedieron. Terminamos comochanchos. Habían visto todo. Usted sabecómo son los viejos. ¿O debería decircómo somos? Se levantan de madrugada,aunque no tengan un cuerno que hacer.Como a esa hora no hay tele, escuchan laradio vichando por la ventana. Es asícomo ven a un muchacho al que conocende ver entrar cada madrugada al edificiode enfrente. Lo raro de esta noche enparticular es que de repente sale un tipodesde atrás de un cantero lleno dearbustos y le pega un soberano fierrazoen la cabeza que al pibe lo dejadesparramado en el piso. Y que elagresor (un tipo alto, rubión parece,

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aunque muy bien no lo vieron) saca unallave de un bolsillo y abre el baúl de unauto blanco estacionado contra elcordón, ahí al lado. Los viejos no sabenmucho de marcas de autos. Dijeron queera grande para Fitito y chico para FordFalcon.

Hice memoria.—Morales tiene, o tenía, no sé, un

Fiat 1500 blanco.—Ahí está. Mire: ese dato me

faltaba. Después el tipo alto cerró concuidado el baúl, se subió adelante ysalió andando.

Estuvimos un rato callados. Báezinterrumpió al final ese silencio.

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—Ese pibe Morales siempre fuemuy ordenado, me parece. Usted medescribió alguna vez la paciencia con laque vigilaba las terminales de trenes.Tampoco iba a andar reventándolo atiros ahí nomás para después salirarando como un prófugo. De seguro yatenía elegido un descampado paraenterrarlo después de sacarlo del auto ybajarlo de cuatro tiros.

Recordé mi última conversación conMorales, en el bar de la calle Tucumán,y me atreví a discrepar levemente con elpolicía, pensando que era mi turno detomar la posta con la hipótesis.

—No. Debe haberlo atado para

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esperar a que recuperase elconocimiento. Los tiros se los habrápegado después. De lo contrario lavenganza hubiese quedado como ungesto desabrido —de repente me asaltóuna duda—: ¿No apareció ningúnherido, herido grave, en algún hospitalde la zona?

—No. Lo revisé a fondo.—Entonces no se tuvo fe para

dejarlo lisiado.Le expliqué esa parte de mi última

charla con el viudo.—Y… no es tan fácil —concluyó

Báez—. Una cosa es planear las cosasen la cama, en las noches de desvelo,

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con los ojos clavados en el techo.Ejecutar el plan con el que soñamos esotra cosa bien distinta. Siendo unmuchacho prudente, centrado, habrápensado, con Gómez una vez adentro delbaúl, claro, eso de que es mejor pájaroen mano que cien volando. Tal vez síhizo eso de esperar a verlo despierto.

—Vaya uno a saber en quédescampado lo habrá tirado —aventuré.

Llegó un tren al andén en el queestábamos nosotros, pero subió y bajómuy poca gente. Avanzaba la tarde, y lostrenes hacia la Capital iban cada vezmás vacíos.

—No creo que lo haya tirado —

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ahora era Báez el que me corregía condelicadeza—. Lo debe haber enterradocon toda prolijidad, para que no loencuentren ni por equivocación de acá adoscientos años.

Me cruzó como una exhalación elrecuerdo de Morales sentado a la mesadel café, acomodando las fotografías porriguroso orden de número en pilastemáticas.

—Es cierto. Debía tener elegidos elsitio y el modo desde hace meses —concluí.

Demoré un rato en romper el nuevosilencio que sobrevino.

—¿Le parece que hizo bien en

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matarlo?Se acercó un perro vagabundo, flaco

y sucio, que se puso a olisquear loszapatos del policía. Báez no lo echó,pero cuando movió las piernas el perrose asustó y se alejó corriendo.

—¿Y usted qué cree? —medevolvió.

—Que me está esquivando el bulto ala pregunta.

Báez sonrió.—No sé. Habría que estar en el

lugar del muchacho.Pareció que había terminado. Pero

después de un buen rato agregó:—Creo que yo habría hecho lo

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mismo.No hablé enseguida. Finalmente

coincidí:—Creo que yo también.

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En el taxi, unas horas después, conSandoval apenas cruzamos palabra,como si los dos lamentásemosdemasiado lo que estaba por ocurrir y yano tuviésemos deseos de fingir, él queestuviera contento y yo que estuvieseconvencido.

—Cruce por debajo de la GeneralPaz y déjenos ahí nomás, en la vereda enla que paran los micros de largadistancia —Sandoval le indicó alchofer.

Bajamos las valijas del baúl y

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amagué con despedirme. Eran docemenos diez. Sandoval me atajó.

—No, yo espero a que te subas.—Dejate de hinchar. Andate ahora,

que mañana se trabaja. ¿Qué te vas atomar desde acá hasta tu casa?Aprovechá el taxi.

—Ah, sí, seguro. Y te dejo de señaacá, en Ciudadela. No jodás —me dio laespalda, se encaró con el taxista y pagóel viaje.

Arrimamos las valijas al exiguogrupo de gente que, según averiguamos,esperaba el mismo micro.

—Viene del lado sur, de Avellaneda,por ahí —me aclaró Sandoval—. Llegas

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mañana a la noche.—Flor de viaje —me lamenté.Pese a todo, cuando llegó el

ómnibus, enorme y brillante, y se arrimóal cordón delante de nosotros, no pudeevitar un arrebato de emoción infantilante la perspectiva de viajar lejos, comome ocurría cuando mis viejos mellevaban de vacaciones. Por eso mealegré cuando Sandoval me dio elpasaje y vi que llevaba el número tres: ala derecha, primer asiento. Vigilamosmientras uno de los choferes de camisaceleste y corbata azul revoleaba misvalijas al fondo del depósito, despuésde cerciorarse de que iba a San

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Salvador. Un poco más a mano ubicaronlas de los pasajeros que iban a Tucumány a Salta. Era cierto aquello de que meestaba rajando al último rincón de laArgentina. Recién nos alejamos cuando,con un chasquido, el chofer cerró laportezuela y accionó la traba.

Nos dimos un abrazo a un costado dela puerta del micro. Me di vuelta yempecé a subir los escalones, pero derepente me volví para hablarle.

—Quiero que hagas algo —no sabíacómo empezar—. O mejor dicho, que nolo hagas.

—Tranquilo, Benjamín —Sandovalparecía estar esperando ese diálogo—.

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¿Cómo me voy a andar poniendo enpedo si no tengo a nadie que me paguelas copas y me lleve en taxi a casa?

—¿Es una promesa?Sandoval sonrió, sin despegar los

ojos del asfalto.—¡Eh! No exageres. Tampoco me

pidas tanto.—Chau, Sandoval.—Chau, Chaparro.A veces los varones nos sentimos

más seguros detrás de cierta frialdadpara tratar a quienes queremos. Losaludé a través de la ventanilla despuésde tomar asiento. Alzó una mano, sonrióy se fue a tomar el 117, que a esa hora

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pasaba cada muerte de obispo.

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«Zárate 18». Me provocaba unasensación incómoda, de inferioridad odesvalimiento, pensar que todo mipresente cabía en tres valijas queviajaban en el depósito del ómnibus. Nohabía conseguido rescatar sino un par demis libros más queridos. Casi nada deropa, porque una de las malas noticiasque me había traído Sandoval a lapensión era que habían tajeado la mayorparte de arriba abajo, sobre todo lascamisas y los sacos de vestir.

No me había despedido de mi

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madre. Ni de la gente del Juzgado.«Rosario 45». Las luces cortaban la

oscuridad e iluminaban, de vez encuando, carteles verdes con letrasblancas como ese. ¿Ya estábamos enSanta Fe? ¿A cuántos kilómetros quedaRosario del límite con Buenos Aires? Sihabíamos cruzado esa frontera, yo no mehabía percatado.

Varias veces había intentado dormir,pero no había conseguido pegar un ojo.Los días de la pensión habían sido unpermanente y monótono vacío en el queel tiempo se alargaba, se hacía dechicle. Pero en la última jornada habíansucedido tantas cosas, y me había

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enterado de tantas otras, que sentía comosi ese tiempo hubiera pasado de laquietud al torbellino.

Báez había terminado nuestroencuentro en la estación de RafaelCastillo dándome la dirección del juezAguirregaray, en Olivos. Le preguntéqué tenía que ver él en todo esto.

—Es lo que le empecé a explicar alprincipio, y que le dije que tendría quehaber dejado para el final.

Entonces recordé:—¿Jujuy?—Exacto. Es un tipo derecho, y con

los contactos como para gestionar sutraslado. Fue idea de él, guarda —se

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atajó.—¿Y por qué?—No sé. O mejor dicho, creo que es

mejor que él se lo explique. Lo estáesperando.

—¿Pero no hay otra salida que rajarcomo un prófugo? —no me resignaba aquedarme sin vida de un día para otro.

Báez me miró un rato, tal vezesperando que me diera cuenta solo. Nofue el caso, de manera que terminóexplicándomelo.

—¿Sabe qué pasa, Benjamín? Laúnica manera de asegurarse de queRomano se deje de joderlo es enterarlode la verdad. Yo puedo pactar un

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encuentro, si usted quiere. Pero para esotengo que decirle a Romano que el quele amasijo a su amiguito no fue ustedsino Ricardo Morales. —Hizo unapausa, antes de concluir la idea—. Siusted quiere, lo hacemos.

«Mierda», pensé. No podía hacereso, la puta madre. No podía.

—Tiene razón —acepté—. Dejemoslas cosas como están.

Nos despedimos sinexteriorizaciones demasiado vivas. Meescribió en un papel los números de loscolectivos que debía tomar para llegar aOlivos. A esa altura ya no me quedabanremilgos ante la posibilidad de quedar

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como un estúpido, así que le preguntéhasta de qué color era cada uno.

Demoré más de dos horas en llegar.Esa tarde fría de ese invierno espantosoestaba llegando a su fin. La casa deAguirregaray era un lindo chalet conjardín delantero. Me dije que si algunavez volvía a Buenos Aires iba a rumbearpara mis pagos de Castelar. Nada dedepartamentos céntricos.

Me abrió la puerta el juez enpersona y me hizo pasar directamente asu estudio. Creí escuchar, de fondo,ruido de cocina y de chicos. Meincomodó la posibilidad de estarimportunándolo y se lo dije.

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—No se haga problema, Chaparro.Despreocúpese. Pero cuanta menosgente lo vea mejor, me parece.

Estuve de acuerdo. Me dejéconducir hasta dos sillones amplios. Meofreció café pero decliné la invitación.

—Báez me puso al tanto de todo —empezó, y yo lo celebré porque la solaidea de tener que repetir toda la historiame agotaba de antemano—. Lo que no sées si le gustará demasiado la soluciónque encontramos.

Intenté sonar despreocupado:—Jujuy… —solté.—Jujuy —confirmó el juez—. Báez

me dice que este matón…

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—Romano.—Romano, eso. Que este Romano lo

persigue a usted por un asunto personal,una especie de vendetta privada, ¿digobien?

—Exacto —concedí. Báez no lohabía puesto al tanto «de todo». Notéque el policía era un tipo prudente hastacon sus propios amigos. Le agradecípara mis adentros. Era la milésima vezque lo hacía.

—De manera que lo está jodiendocon sus matones propios, como quiendice. Suponemos que no tiene demasiadalogística, por encima de su propiogrupo.

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—Una especie de mafia suburbana—intenté bromear.

—Algo así. No se ría. No es unamala definición.

—¿Y entonces, doctor?—Y entonces pensamos con Báez

que teníamos que enviarlo losuficientemente lejos como para que nopudiesen molestarlo, aun cuando lolocalizaran. Ahí es donde aparece Jujuy.Porque tarde o temprano Romano se vaa enterar de su traslado, Chaparro. Ustedvio lo que duran los secretos enTribunales. Pero la solución esdesanimarlo, ponerle la cosacomplicada.

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Se detuvo un instante porque sonaronpasos de mujer en el pasillo, que giraronfinalmente hacia otra habitación.Aguirregaray fue hasta la puerta y lacerró con delicadeza. Volvió a sentarse.

—Mi primo es juez federal en SanSalvador de Jujuy. Ya sé que para ustedeso debe sonar como el fin del mundo.Pero con Báez no encontramos unaalternativa mejor.

Me quedé callado, ansioso porescuchar las innumerables ventajas quedeberían existir en mudarme a vivir ytrabajar en la loma del peludo.

—Usted sabe que los JuzgadosFederales dependen del Poder Judicial

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de la Nación, o sea que están dentro denuestra propia estructura. Se trataentonces de un simple cambio dedestino. Con el mismo cargo, porsupuesto.

—Y tiene que ser al de Jujuy —tratéde no sonar susceptible.

—¿Sabe qué pasa? Aunque no leparezca, tiene ventajas. Una es queenviándolo a mil novecientos kilómetrosde aquí a estos tipos se les volverá casiimposible molestarlo. Y otra es que, siaun así se les ocurre importunarlo, estámi primo.

Esperé aclaraciones sobre el punto.¿Quién era el primo? ¿Superman?

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—Es un tipo de ideas más bientradicionales. Imagínese. Vio cómo sonalgunas sociedades del interior —nosabía, aunque empezaba a sospecharlo—. Y no piense que se trata de un tiposimpático o ameno. Nada que ver. Escasi una cucharada de moco, mi primo.Y malo como un alacrán. Pero tiene laventaja de que allá es un tipo importantey respetado, y en cuanto les diga acuatro o cinco personas clave que ustedestá allí bajo su protección, pierdacuidado que no van a molestarlo ni lasmoscas. Y cualquier cosa rara que pase,como cuatro desconocidos entrando a laprovincia a bordo de un Falcon sin

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patentes, él se enterará de inmediato. Setira un pedo una vicuña en el cerro delos Siete Colores y mi primo se entera alcuarto de hora. ¿Entiende a lo que merefiero?

—Creo que sí.«Maravilloso», pensé. Iba a vivir en

el confín de la patria y a trabajar con unseñor feudal, más o menos. Pero en esemomento se me cruzó la imagen de midepartamento hecho polvo yautomáticamente se me aquietaron lasínfulas. Si con el tipo iba a estar a salvo,mejor sería meterme la pedantería en elúltimo rincón y darle para adelante.Recordé la vergüenza ajena que me

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había dado, años atrás, ver al juezBatista recular cuando no se animó abajarle la caña a Romano, en la causa deapremios. Yo también era un cobarde.Yo también había encontrado mi límite.

Cuando me acompañó a la puerta,volví a darle las gracias.

—No hay de qué, Chaparro. Eso sí:en cuanto pueda, vuelva. No quedanmuchos prosecretarios como usted.

Fue como si sus palabras mehubiesen devuelto de golpe unaidentidad extraviada. Comprendí que lopeor de esos ocho días de fugitivo eraque había dejado de sentir que yo erayo.

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—Gracias de nuevo —me despedí,estrechándole enérgicamente la mano.

Caminé hasta la estación de Olivos.Los trenes del Ferrocarril Mitre eraneléctricos, iguales a los del Sarmiento,salvo que estaban limpios, casi vacíos ycorrían a horario. Pero hasta esa envidialocalista me demostraba hasta qué puntoañoraba Castelar. ¿A todos los quehuyen los agobiará esa nostalgia por supasado? En Retiro tomé el subte, ydespués caminé hasta la pensión.

—Un tipo lo espera en su pieza —me atajó el encargado. Se me aflojaronlas piernas—. Dijo que usted sabía quevenía. Se presentó como su socio del

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bar, ¿puede ser?—Ah, sí, sí —me aflojé en una risa

que al encargado le habrá sonadoexcesiva. Este Sandoval no cambiabanunca.

Me esperaba, nomás, cómodamenterepantigado en la cama. Nos dimos unabrazo.

Me di una ducha. Después nostomamos ese taxi en el que casi nocruzamos palabra.

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Lamentablemente la enfermedad y lamuerte de Sandoval no fueronrepentinas, y quienes lo queríamos bientuvimos más de un año para habituarnosa la idea. Él se lo tomó con la mismasorna metafísica que les aplicaba atodas las cosas. Declaró, para quienquisiese escucharlo (entre sus íntimos,porque para los de afuera siempre semantuvo contenido, o hasta distante),que nadie había sabido apreciardebidamente el efecto benéfico que elalcohol había ejercido sobre su cuerpo,

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y que él había sabido administrarse endosis furibundas. Que evidentementeeste derrumbe, esta declinación físicapasmosa y sin retorno, obedecía a que suabstinencia había roto el sagradoequilibrio que otrora le había otorgadoel whisky. Lo decía sonriendo, y los quesiempre lo habíamos perseguido paraque dejase de beber agradecíamos esaindulgencia. Por lo demás, siguiótrabajando en el Juzgado hasta el final, ocasi.

En los últimos meses hablé conAlejandra con frecuencia. Más que conél, por otra parte. Porque nos envarabalo costoso de esas llamadas de larga

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distancia, o porque como buenosvarones considerábamos en el fondo unaseñal de debilidad demostrar nuestratristeza, cuando hablábamos conSandoval lo hacíamos de bueyesperdidos y esquivábamos con exactitudde peritos cualquier referencia muypersonal, o muy sentida, o muymelancólica. Ni yo le preguntaba por suenfermedad ni él por mi forzadoostracismo jujeño. Supongo que novernos las caras cuando respondíamoscon convencionalismos aumentaba elacartonamiento de esas conversacionesque, sin embargo, no quisimossuspender.

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No me sobresaltó, entonces, que unjueves el escribiente me alargara elteléfono diciéndome simplemente«operadora, larga distancia», y del otrolado, con el eco y el zumbido de lascomunicaciones de entonces, me llegasela voz de Alejandra primero contenida,luego atrozmente dolorida, por finserena, acaso desahogada.

El de esa noche fue mi primer viajeen avión. Era curiosa la forma que habíaadoptado el dolor que sentía. Habíatenido tanto tiempo para prepararmepara esa noticia, que más se me iba elalma en comparar lo que sentía con misespeculaciones previas que en sentir el

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dolor liso y llano de haber perdido a miamigo.

Buenos Aires me ofreció, desde elcielo nocturno, un espectáculoimponente. La misma distancia afectivaque había sentido al enterarme de lamuerte de Sandoval la sentí hacia mímismo cuando puse los pies enAeroparque. No sentía miedo. Nisiquiera nostalgia. Tampoco me alegrabavolver después de seis años. Me acosóun instante la culpa: a mi madre no lehabía avisado de ese viaje relámpago,porque no quería prolongarlo perotampoco entristecerla haciéndole saberque había estado por un día a veinte

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kilómetros de su casa, en lugar de a casidos mil, y que no había pasado avisitarla. Mejor esperar a julio, y queella fuese a visitarme como todos losaños.

El taxista no tuvo mejor idea queilustrarme con una conferencia en la quese proponía explicarme, según entreví,que los ingleses jamás podríanreconquistar las Malvinas con esa murgade flota que acababan de enviar. Locorté en seco:

—Le pido que no me hable.Necesito descansar —y por si tomabami falta de interés como una sospechosatraición contra nuestra patria, agregué

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—: Aparte, soy austríaco.Se llamó a silencio. Mientras el auto

avanzaba por Palermo ciertos recuerdosfueron abriéndose paso. Comprobé casigustoso que me hacían daño. Me habíaasustado mi propia frialdad de las horasanteriores. Tal vez por eso terminé porpreguntarme en qué andaría el malnacido de Romano. ¿Seguiría con ansiasde liquidarme? No era una preguntamenor. De su respuesta dependía que yotuviese o no que seguir viviendo enJujuy. Pero era una pregunta que no teníaa quién formularle. Báez había muertoen 1980. Yo no me había atrevido aviajar a Buenos Aires entonces, aunque

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hubiesen transcurrido cuatro años de lavenganza de Morales y del ataque delque me había salvado por un pelo. Sí lehabía enviado una larga carta a su hijo.Siempre me ha parecido importante quelos hijos conozcan el verdadero valor deciertos padres. Más allá de eso, sinBáez iba a sentirme perdido. Por esopensaba ir del avión al velorio, delvelorio al entierro y del entierro denuevo al avión.

No era en la casa de Sandoval sinoen una cochería. Siempre odié, desdechico, la parafernalia estéril de nuestrosritos fúnebres. Esas mortajas vaporosas,las velas, el olor espantoso de las flores

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muertas. Siempre se me antojaronartificios vanos de ilusionistasaburridos, tratando de tergiversar ladigna y atroz contundencia de la muerte.Tal vez por eso pasé sin detenerme porla cámara mortuoria. Alejandra matabalas horas de la medianoche intentandodormir en un sillón. Creo que se alegróde verme. Lloró un poco y me explicóalgo relacionado con el últimotratamiento que le habían aplicado a sumarido, buscando un imposible milagro.Me sonó a una historia que se había idogastando a lo largo del día, a fuerza derepetirla, pero no tuve corazón parainterrumpirla. Cuando pareció que había

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terminado, me atreví a hablar.—Tu marido fue el mejor tipo que

conocí en mi vida.Ella dejó de mirarme y clavó los

ojos en un costado. Pestañeó variasveces, pero ningún truco le sirvió paraevitar el llanto. Igual pudo responderme.

—Te quería tanto, y te admirabatanto, que creo que dejó de tomar paraque no tuvieras miedo por él, ahora queno ibas a poder ayudarlo.

Fue mi turno de llorar. Nosabrazamos en silencio. Por fin habíamossido capaces de sortear inmunes losrituales falaces de ese sitio, y de honrarla memoria de su esposo y mi amigo.

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Me ofreció café y conversamos detodo un poco. Eran más de las doce. Siquedaba algún deudo rezagado, pasaríaa primera hora de la mañana, antes delsepelio. Dediqué un buen rato a ponerlaal día con los detalles de mi exiliojujeño. Me preguntó por Silvia conpelos y señales. Pablo le había habladode mis nuevas nupcias, pero lacuriosidad femenina de Alejandra exigíamucha más información que aquella conla que Sandoval se había conformado ennuestras cartas y charlas telefónicas.Arranqué contándole que era la hermanamenor del secretario de un JuzgadoCivil, que era fatal que terminásemos

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conociéndonos en esa sociedad deltamaño de un dedal, que era muy bella,que tal vez para conquistarla me habíaauxiliado el aura de misterioso exiliadopolítico de oscuro pasado que meprecedía en aquellas tierras remotas, yque la quería mucho. Cuando concluí,considerando que había dicho todo, seinició su interrogatorio. Hice lo quepude, sin salir de mi asombro alcomprobar la miríada de cosas que unamujer puede desear enterarse acerca deotra. Eran como las tres cuando conseguíconvencerla de que se fuera a su casa adormir un poco. No iba a venir nadie asemejante hora. Y creo que a ella le

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gustó la idea de que me quedase yo unrato a solas con lo que nos habíaquedado de su marido. Y a mí,confusamente, creo que también me sonóadecuado.

Fue un entierro poco concurrido.Algunos familiares, uno que otro amigo,unos cuantos empleados del Juzgado. Avarios no los conocía: esa ajenidad fuetal vez la prueba más palpable que tuvede mi propio exilio. Me reconfortóencontrar a otros que sí eran antiguosempleados; con ellos crucé saludos ypalabras de afecto. También estabanFortuna Lacalle y Pérez, nuestrosantiguos superiores. Al juez retirado se

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lo veía tan envejecido que parecía apunto de desarticularse, pero su cara deotario resistía incólume la batalla contrael paso del tiempo. Pérez ya no eradefensor oficial: era juez de sentencia,para estupor de los hombres y mujeresde buen criterio.

Mientras los demás volvían hacialos autos, me demoré un instante aarrojar un terrón de tierra sobre eltúmulo sin que nadie me viera. Giré paracerciorarme de que mi gesto no tuviesetestigos: al final del grupo en retiradaiban precisamente nuestro antiguosecretario y nuestro igualmente antiguojuez. Levanté un terrón grande y húmedo

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y lo fui partiendo en varios pedazos. Amedida que los arrojaba fui ejecutando,a media voz, una especie de rezoabsolutamente profano: «El día en quelos boludos hagan una fiesta, estos dosreciben a los demás en la puerta, lessirven los refrescos, les ofrecen torta,encabezan el brindis y les limpian lasmiguitas de los labios».

Al terminar, me alejé sonriendo.

Más dudas

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«No me falta nada», piensaChaparro mientras vuelve a su casa conla bolsa de pan tibio en la mano. Cómono va a estar tibio, si casi abren lapanadería para él.

Lo exaspera descubrirse esosincipientes hábitos de viejo, como talvez a otros les ocurre con las arrugas olas canas. Mientras hasta su retirodormirse era un premio y un placer alque se abandonaba sin miramientos y delque volvía remoloneando con plenitud,ahora le sobran horas de vigilia portodos lados. Por eso, cuando se cansa dedar vueltas en la cama, los ojosdeslumbrados en la claridad que se

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cuela por los postigos, se pone de pie ysale a comprar el pan a la otra cuadra,vestido con esmero, porque temeconvertirse en uno de esos gerontesconsumados que salen a la callevistiendo camiseta, tiradores yalpargatas.

Al volver prepara mate y se lleva alescritorio un par de pancitos en un plato,para no hacer migas. Le causa un pocode gracia advertir que sus dosmatrimonios han sido por lo menoscapaces de amansarle un poco loshábitos domésticos.

Cuando se sienta, revisa lo últimoque ha escrito y se entristece, Duda, por

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otra parte, de que tenga sentidoconservarlo como parte del libro. ¿Hacea la historia que está contando? Si lahistoria que está contando es la deRicardo Morales o la de Isidoro Gómezno, no tiene que ver con ellos. Pero si lahistoria que está contando es la propia,la de Benjamín Miguel Chaparro, sí: esavisita fugaz a Buenos Aires en mayo de1982 no puede quedar afuera.

Vuelve a interrogarse acerca de cuálde las historias está escribiendo y loasaltan dudas nuevas, o viejas yrepetidas. Porque si está escribiendouna suerte de autobiografía está dejandoafuera un montón de circunstancias y de

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personas que han tenido mucho que vercon su vida. ¿Qué ha dicho de Silvia, susegunda mujer, si vamos al caso? Poco ynada. Debería revisar, pero le pareceque solo la ha mencionado en esedichoso capítulo anterior sobre lamuerte de Sandoval. ¿Pero qué puedeagregar, después de todo? ¿Queconvivieron diez años? ¿Que desde quese atrevió a volver a Buenos Aires afines de 1983, cuando nadie les temía yaa los militares ni a sus esbirros,estuvieron juntos otros cuatro años?¿Que durante esos últimos cuatro añosfue Silvia la que pareció vivir en elexilio, lejos de su familia, de sus

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amigas, de esa sociedad de la que sequejaba cuando vivían en ella, pero a laque empezó a añorar desde el primer díaen que pisó una Buenos Aires a la quesiempre vivió como hostil y agresiva?

Cuando Chaparro habló dematrimonio, ahora que a él lo habilitabala nueva Ley de Divorcio, Silvia lehabía dado largas al asunto, y cuandopretendió arrinconarla, obligarla adecidirse, ella le confesó no estar segurade quererlo lo suficiente.

El propio Chaparro la ayudó a hacerlas valijas, pidió un auto prestado paraacompañarla al Aeroparque y ledespachó con la puntillosidad de un

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escribano todas las posesiones comunesque ella le fue solicitando luego, desdeuna tostadora eléctrica hasta una ediciónprimorosa de Moby Dick que habíancomprado juntos en una escapada aSalta.

Después dejaron de hablarse.Chaparro se enteró de que se habíacasado, pero nunca quiso saberdemasiado del asunto. Fue por esaépoca que decidió prescindir de lasmujeres, o de las mujeres que fuerancapaces de importarle y por lo tanto dedañarlo. Le resultó tan sencillo, alprincipio, que se dijo que era unadecisión sabia. Que había sido un error

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pretender compartir su vida con alguien,porque siempre había terminadolamentándolo. A Marcela la habíaperdido por hastío, a Silvia porque ellamisma lo había decidido. No queríaseguir perdiendo. Mejor así. Siemprehabría una mujer a mano dispuesta abrindarle un placer efímero, a cambiodel mismo obsequio. Mejor mudarse aCastelar, tal como había deseado confervor cuando tuvo que partir a Jujuy. Ala casa que había sido de sus padres. Lacasa en la que ahora escribe estahistoria, mirando de vez en cuando eljardín y levantándose cada tanto apreparar mate. ¿Eso va a contar en una

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novela? No tiene ningún sentido. Mejorvolver a Morales y a las pocas páginasque le faltan a su historia. ¿Y después?

Después nada. O sí: devolver lamáquina al Juzgado, al maldito Juzgadoa cargo de la doctora Irene Hornos, malrayo la parta, porque todo (poner a lasmujeres en un plano distante, intimarocasionalmente con alguna sincompromisos profundos de ningunaespecie, llevar en Castelar esaexistencia de viudo metódico) habíafuncionado bien hasta el 9 de febrero de1991 cuando, después de quince años,ella volvió a atravesar la puerta de laSecretaría, ahora convertida en jueza.

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Chaparro se había prometido queesa mina no iba a enloquecerlo denuevo, porque él estaba bien así, yporque no necesitaba una nueva y brutaldesilusión, un nuevo insomnio, un nuevoagujero en las tripas. Fue por eso que ledijo «qué tal doctora, tanto tiempo»,aunque notó que ella se quedaba comocortada, porque venía adelantando lamejilla para darle un beso y setrabucaba como se trabuca alguien queespera una cosa y encuentra otra, alguienque viene a tutearnos y se encuentra conuna pared de cuatro metros, sin fisuras, ala que hay que contestarle «bien, ¿yusted?, es cierto, tanto tiempo». Y por

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eso, porque la situación lo enojó,angustió o entristeció —o le produjotodos esos sentimientos—, Chaparrobalbució como disculpa que habíadejado un montón de trabajo sin terminarsobre su escritorio y salió disparado. Seretiró a velocidad suficiente como paraescapar a su perfume de siempre, perono para ponerse a salvo de escuchar lasconsabidas respuestas a las consabidaspreguntas de cómo anda tu familia,Irene, bien, gracias a Dios las chicasbien, tu marido, mi marido bien,trabajando mucho y de salud muy bien;mal rayo lo parta también a él,reventado hijo de mil putas, con perdón

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porque el estúpido no tiene la culpa dehaberse casado con ella pero igual, conqué derecho hacerle esto a él, que estabatan bien solo o efímeramenteacompañado.

Porque de ahí en más nada va a tenergusto a nada o peor, porque todo va atener gusto a ella: el aire y las tostadas,el insomnio y los besos de cualquierotra mujer que se le cruce, y así lo mejorserá tramitar un pase, aunque tampoco;porque no tiene agallas para andarcambiando de Juzgado y de empleados,y así no hay solución de ningún tipo,salvo callarse, dejar pasar el tiempo,ignorar el fuego de sus ojos cuando

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miran, desviar la vista lejos de su escotecuando uno se le acerca por atrás alescritorio con causas a la firma y,mierda, vivir así es un calvario.

No. Definitivamente no va a escribiruna novela que lo tenga comoprotagonista. Bastante harto está de símismo como para regodearse con lacontemplación de su ombligo. Pero hadecidido dejar el capítulo de la muertede Sandoval. Esa maldita historia deMorales está trenzada con su propiavida. ¿No se pasó siete años contandocabras en el Altiplano por haberseinvolucrado en esa tragedia? No searrepiente. No reniega de ese pasado.

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Pero precisamente por eso no va a quitarnada de lo que ha escrito.

Y ese es otro asunto: ¿qué va a hacercon todo lo que tiene escrito? Forma unalinda pila sobre el escritorio que haceseis meses estaba vacío, o mejor dichocon una resma intacta a un lado de laRemington. Debería regalárselo a Irene.A ella le gusta que le lleve lo queescribe. No ha pasado semana, en elúltimo mes y medio, en que no la visitepara llevarle un par de capítulos. ¿Serábueno lo que escribe? Ella lo elogiatodo el tiempo. Ojalá sea malo. Porque,si es bueno, que lo elogie significa quele gusta lo que escribe y punto. Pero si

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es malo e igual lo elogia, es porquequiere agradarle a él. Y Chaparrosospecha que es para eso que lo escribe.Para dárselo a ella, para que ella sepaalgo de él, tenga algo de él, piense en él,aunque sea mientras lee. ¿Y si es malo yse lo elogia porque lo aprecia y nadamás? Es decir, puede pensar que es unasco lo que escribe, pero no quieredañarlo, pero no porque lo quiera, no enel sentido en el que Chaparro desea quelo quiera, sino como compañero, comoviejo jefe, como actual subordinado,como perro abandonado que, pobrecito,inspira lástima.

En voz alta, Chaparro exclama

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«basta, y la reputísima madre que loparió», que en términos menos soecessignifica que debe detener suselucubraciones y ponerse a trabajar. Oyeel silbido de la pava y se anoticia deque mientras estuvo hundido en suscavilaciones amorosas el agua para elmate ha llegado a la temperatura de unvolcán en erupción. Reemplazarla yesperar que se caliente le permite irencontrando el tono espiritual quenecesita para ponerse a escribir esteúltimo tramo definitivo. El que terminaen pleno campo. En el tinglado con elportón corredizo.

Cuando vuelca el agua en el termo, y

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una levísima columna de humo le indicaque ahora la temperatura es la adecuada,Chaparro se ha librado de lasdistracciones. Su mente ha viajado tresaños atrás, a 1996, al verdadero final deaquella historia, veinte años después delilusorio final en el que todos (Báez,Sandoval, él mismo, hasta el hijo deputa de Romano) han ingenuamentecreído.

Deja los elementos del mate sobre elescritorio y se encamina hasta elaparador de la sala. Sabe que las cartasestán en el segundo cajón, cada una ensu sobre. No están amarillentas porqueno son tan antiguas. Y aunque no ha

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vuelto a leerlas, cree recordarlas conexactitud, casi hasta sus textualespalabras. Pero no quiere falsear laverdad que tiene en las manos. Por esolas sacará de allí para llevárselas alescritorio. Para citarlas todas las vecesque lo considere necesario.

«¿Por qué semejante prurito deexactitud?», se pregunta. Porque sí, es suprimera respuesta. Porque en ellas seesconde la verdad, o la propia palabrade Ricardo Morales que en este caso esla última verdad, se contesta luego.Porque así, con las pruebasdocumentales en la mano, citando lo quehaya que citar, es como ha trabajado

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cuarenta años en Tribunales, agrega. Yesa otra respuesta también es verdadera.

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40

El 26 de septiembre de 1996 era unjueves como cualquier otro, excepto talvez por el batifondo que venía de lacalle. Desde las doce comenzaba laprimera huelga general contra elgobierno de Carlos Menem, y unacolumna del sindicato de judicialesmetía bochinche con algún que otropetardo, mientras se concentraba en lasescalinatas de la calle Talcahuano. A lasdiez pasó el empleado del correo. Enrealidad, lo supongo, porque miescritorio estaba lejos de la mesa de

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entradas. Un meritorio me acercó unsobre alargado y manuscrito, sin sellosoficiales, despachado como correocertificado. Lo miré con la curiosidadde encontrar un mensaje que lucíapersonal, mezclado en el fárrago decomunicaciones entre reparticionespúblicas, al que vivíamosacostumbrados.

Distraído, busqué los anteojos deleer hasta que advertí que los llevabapuestos. No reconocí la letra. ¿Habíaleído alguna vez esa cursiva eleganteque se elevaba recta, vertical y prolija?No lo recordaba. Lo que sí recordaba(aunque había creído que nunca más iba

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a evocarlo), era el nombre del remitentey su historia: Ricardo Agustín Morales,que resucitaba después de veinte añosde distancia y silencio.

Antes de abrir el sobre, volví amirar el destinatario. Era yo, sin duda.«Benjamín Miguel Chaparro. JuzgadoNacional de Primera Instancia en loCriminal de Instrucción n.° 41,Secretaría n.° 19». ¿Cómo sabíaMorales que iba a encontrarme allí? Medisgustó un poco ese envío intempestivo,aunque… ¿qué era exactamente lo queme molestaba? De hecho no lo hacíaresponsable por mi huida desesperadade 1976. Al respecto siempre tuve claro

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que eso se lo debía al malparido deRomano. ¿Me perturbaba que meescribiese tantos años después?Tampoco. Guardaba de él un recuerdoafable, casi cariñoso. ¿Qué eraentonces? Demoré un rato en caer en lacuenta de que lo que verdaderamente meofuscaba era ser tan previsible, tanmonótono, tan igual a mí mismo, comopara que alguien pudiera ubicarme en elmismo Juzgado, la misma Secretaría, elmismo cargo y el mismo escritorio dosdécadas después de nuestro últimocontacto.

Era una carta relativamente larga, yestaba fechada el 21 de septiembre en

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Villegas. De modo que se había ido dela Capital Federal. ¿Habría podidoreconstruir su vida? Deseé sinceramenteque sí, y empecé a leer.

Ante todo le pido disculpaspor importunarlo después detanto tiempo.

Demoré un segundo en hacer uncálculo sencillísimo: eran, nomás, veinteaños y unos pocos meses.

Si en todos estos años no mecomuniqué con usted fue, másque nada, por temor a

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ocasionarle más contratiemposaún que los que ya le habíacausado. Supe de su partida aSan Salvador de Jujuy, unosmeses después de producida,cuando me comuniquételefónicamente a su Juzgado.De más está decir que nopregunté sobre los motivos desu alejamiento, pero no tardé enadvertir que mis actos debíanser los responsables.

Un pinche me hizo una preguntaestúpida. Pedí en voz alta, a él y a todos,que por un rato no me interrumpieran.

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Si lo molesto a estasalturas, tantos años después, esporque me veo en la obligaciónde aceptar el ofrecimiento queme hizo usted en nuestro últimoencuentro, cuando me relató lascircunstancias que habíanoriginado la puesta en libertadde Isidoro Gómez.

«De nuevo ese nombre», pensé.¿También haría muchos años queMorales no lo pronunciaba? ¿O nunca selo habría sacado realmente de lacabeza?

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En aquella ocasión me dijoque si en algún momento yopensaba que usted podía sermeútil, no dudase en convocarlo.¿Tomará como una osadía queme aferre, ahora, a eseofrecimiento? Lo digo pensandoen el enorme sacrificio que leimpuse, involuntariamente,cuando en 1976 usted tuvo queirse. Dudo que sirva deconsuelo, pero le juro que pasélargos días buscando el modode librarlo de semejantepercance.

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Me pregunté qué cara tendría ahoraRicardo Morales, para imaginarme elrostro que había detrás de esas palabras.Aunque me lo propusiera, no conseguíaenvejecerlo: seguía siendo el muchachoalto y rubio, de bigote pequeño, deademanes lentos, de expresión aterida,que había conocido casi treinta añosantes. ¿Seguiría vistiéndose igual? Suestilo no tenía nada que ver con el de losmuchachos de su edad, a principios delos años setenta. Me imaginé que sí, ynoté que su manera de expresarse porescrito también sonaba antigua.

Es evidente que nunca

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encontré el modo de sustraerloa esas dificultades, aunque meagradó saber, varios añosdespués, que había retornado asu puesto en su Juzgado deantaño.

No lo decía, pero podía suponerlo:Morales habría llamado de tanto en tantoal Juzgado, preguntando por mí, hastaque le dijeron que había vuelto. ¿Peropor qué no había querido hablarconmigo? ¿Por qué se había conformadocon esa constatación? ¿Y por qué ahorasí me convocaba? Y por otra parte: ¿aqué me convocaba? Seguí leyendo.

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De más está decir que, siusted me guarda rencor por elmodo en que alteré su vida —reitero que sin proponérmelo enabsoluto—, creo que lo asisteabsoluta razón como pararomper y olvidar estas líneasahora o en cuanto termine deleerlas. En los próximos díasrecibirá otras dos idénticas aesta. Le ruego no lo tome comouna abusiva insistencia: eltemor a que la carta se extravíeme ha hecho conducirme de estemodo. Despacharé una confecha lunes 23 y la restante con

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fecha martes 24, ambascertificadas también. Si recibe ylee esta, le ruego destruya lasrestantes.

No sé por qué —o sí— me vino a lamemoria la imagen de Morales sentadoen el copetín al paso de la estación deOnce. La misma minuciosidad, idénticaobstinación. Sentí algo de pena.

A veces la vida encuentracaminos extraños para resolvernuestros enigmas. Disculpe sime torno aquí torpementefilosófico. No sé si le conté,

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alguna vez, que de muy jovenfui un fumador empedernido,hasta que Liliana me convencióde que me hacía daño, y dejé defumar de inmediato.

Liliana Emma Colotto de Morales.Ese nombre sí guardaba un registro muydesvaído en mi memoria. Claro: su pasopor mi vida había sido fugaz, durante elaño que siguió a su muerte. Después mirecuerdo se adhería solamente aMorales, su viudo, y a Gómez, suasesino. Ahora volvía, traído por elhombre que más la había querido.

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Después de su muerte, comosi fuese un acto de despecho o,peor, como si ese acto dedespecho sirviese de algo, volvía fumar y de manera cada vezmás abusiva. Pues bien, dosatados diarios han concluidocon mi buena salud y miresistencia. Y paradójicamente,solucionan tal vez antes detiempo mi último dilema.

«Pobre tipo», pensé, «encima va yse muere de cáncer». Siempre que meentero de la muerte de alguien, o de lainminencia de esa muerte, hago un

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rápido cálculo de su edad, como si lajuventud y la injusticia de la muertefueran directamente proporcionales, ycomo si valiese de algo mi indignaciónfrente a las muertes tempranas. Esta vezno fue la excepción: deduje que Moralesandaría por los cincuenta y cinco años.

Sería necio si le dijera quela muerte me preocupa. Nimucho ni poco. Tal vez si ustedllega a considerar cabalmentemi situación hasta coincidaconmigo en que se trata de unalivio. Si no lo toma a mal,quisiera transmitirle mis

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condolencias por la muerte desu amigo, el señor Sandoval.Me enteré por los obituarios deLa Nación. No sabe cuánto lolamenté. Tampoco con él hallémodo de retribuir lo que hizopor mí, o por Liliana y por mí, ocomo sea. Por motivos que leexplicaré más adelante (si antesno siente que abuso de supaciencia y abandonaprematuramente esta larguísimaepístola), me resulta imposibleausentarme de mi lugar deresidencia por lapsosprolongados. Por eso concurrí

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al cementerio de la Chacaritaunos meses después de lamuerte del señor Sandoval, arendirle un modestísimo tributo.Habría deseado, en eseentonces, hacerle llegar a suviuda algún tipo de auxiliomonetario, mucho máscontundente y provechoso quemis respetos, pero en esa épocayo atravesaba una situacióneconómica muy ajustada,producto de importantes deudasque había contraído. Ahorabien: si usted está dispuesto ahacerme ese favor (en realidad,

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debería decir si está dispuesto asumar este a la ingentecantidad de favores que voy apedirle enmascarados en unosolo), voy a rogarle que le hagallegar a esa señora un dineroque he reunido, y que sería paramí un honor tributarle comomuestra de gratitud a lamemoria de su esposo.

Este Morales era maravilloso.Pretendía que yo me presentara en lacasa de Alejandra, a la que veía dePascuas en Ramos, con un paquete deguita de parte de un vengador anónimo

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que se sentía en deuda con su marido,muerto catorce años atrás. ¿No pasabael tiempo, para este hombre? ¿Todo eraun eterno presente que se sumaba a losanteriores? Para mis adentros respondí,rendido, que sí, que aceptaba llevarle ala viuda de Sandoval el dinero queMorales se proponía enviarle.

Pero bueno, lo que lemencioné de la muerte del señorSandoval lo hice para que nome atribuya la insolencia dejuzgar tan livianamente todaslas muertes. Nada de eso.Apenas me atrevo a considerar

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así la mía propia. Y en verdadno diría que la encaro comoalgo liviano, antes bien podríacalificarla de algo reparador,algo por fin sereno. Releo loescrito y siento que me voy porlas ramas y que lo fatigo connociones inconducentes. Yabastante tiene usted con que yoaparezca emergiendo del olvido,y encima para solicitarle unfavor, como para que ademásdeba tolerar mis divagaciones.Discúlpeme. Volvamos alasunto. Decía más arriba queen el caso de que no acoja

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favorablemente mi pedidodestruya por favor esta, apartede las otras cartas que van allegarle. No obstante, le ruegose comunique con el escribanodoctor Padilla, de aquí deVillegas, en las próximassemanas, pues en mi testamentome he tomado el atrevimiento delegarle a usted mis pocosbienes. Espero no lo tome comouna impertinencia. No es grancosa lo que dejo, salvo lapropiedad en la que vivo, quehoy en día debe valer susbuenos pesos, porque son

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treinta hectáreas de buenoscampos.

Me sorprendió. Lo hacía viviendo enel casco urbano. Nunca me había dadola impresión de que fuera hombre parael campo. También me halagó sugenerosidad, aunque me incomodólevemente: a esa altura había decididoayudarlo sin recompensas de por medio.

Eso y un automóvil en buenestado de conservación peromuy antiguo.

El Fiat 1500 blanco. Los recuerdos

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nunca vuelven solos. Siempre retornanen grupo. La imagen de ese auto me vinocon la de Báez, sentados él y yo en laestación de Rafael Castillo, mientras elpolicía narraba el testimonio de losviejos de Villa Lugano que habían vistoa Morales cargar en el baúl de esecoche a un Gómez desvanecido pero aúncon vida, veinte años antes.

No hay más, salvo unoscuantos muebles viejos, cuyodestino final pongo a sualbedrío. Ahora bien, en el casode que pueda contar con sucolaboración para poner en

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orden, aquí en Villegas, misúltimos asuntos, deberíarogarle que haga lo posible porllegarse a mi casa en eltranscurso del día sábado 28.Espero no lo tome como otrainsolencia de mi parte. Casi lediría que lo hago por usted,para evitarle una incomodidadmayor a la que se me tomaimposible dejar de provocarle.

Creí entender. Era atroz perosimplísimo. Morales iba a matarse, y mepedía que fuera el sábado para que nome encontrase con un espectáculo

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todavía peor el domingo o el lunes. Nome lo decía en la carta, pero habíaplanificando hasta el detalle de que a míme resultaría más cómodo disponer deun fin de semana que pedir un par dedías libres en el Juzgado. ¿Sabría queestábamos lejos del próximo turno, y porlo tanto bastante aliviados de tareas? Nome habría extrañado que se hubiesetomado el trabajo de averiguarlo.

A estas alturas habráadivinado —por lo menos enparte— con qué se va aencontrar cuando llegue a micasa. Le ruego sepa

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disculparme. Y le reitero queentenderé perfectamente unanegativa. Se trate de uno u otrocaso, lo saludo con mi másatenta consideración, y lereitero mi más profundagratitud por todo lo que hizopor nosotros.

Ricardo Agustín Morales

Terminé de leer y guardé la carta.Tardé unos cuantos minutos enreaccionar. El escribiente me preguntóqué me pasaba, que tenía esa cara. Lerespondí con evasivas. En eso salió el

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secretario del despacho. Aprovechépara decirle que tenía que retirarmetemprano para llevar el auto al taller aque lo revisaran, porque el sábado teníaque viajar por un asunto personal. Mecontestó que no había inconveniente.

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Manejé desde la madrugada porquequería llegar antes de mediodía. Meparecía la hora menos horrenda parapenetrar en una casa vacía o peor, en unacasa en la que me esperaban losdespojos de un hombre al que habíaconocido y apreciado.

Las instrucciones que cerraban lacarta de Morales eran concretas ysencillas. Pasar de largo el acceso a laciudad, dejar atrás también la YPF queaparecía luego a mano derecha sobre laruta. Cuatro kilómetros y vería tres silos

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muy altos a mi izquierda. Un kilómetromás y el camino vecinal pavimentado,abierto también a la izquierda. Doskilómetros más, los últimos, atento a latranquera que debía aparecer ahora a laderecha, entre los pastos altos.

Creo que eran las once cuando meapeé para abrir la tranquera. La crucécon el auto y volví a cerrarla. Seguíauna senda de ripio regularmenteconservada. Avancé lo que supuse erandos o tres kilómetros, aunque tal vezexagero: andaba lentamente por elestado del camino, y los pastizales altosde los lados no me ofrecían puntos dereferencia. Si Morales había querido

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mantener su privacidad, lo habíaconseguido. Por fin la senda se abrió enuna explanada bastante amplia, delantede una casa. Era sencilla, de una planta,con ventanas altas y enrejadas, rodeadapor una galería sin ornamentos nimacetas ni sillas ni nada. A un costadoestaba estacionado el Fiat, protegido porla galería. No me detuve a mirarlo endetalle, pero se lo veía tan impecablecomo entonces.

Sabía —Morales me lo había dichoen su carta— que el campo tenía en totalpoco más de treinta hectáreas. Supuseque para comprarlo el viudo debíahaberse endeudado hasta las orejas. Me

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sonaba lejanamente haber leído en suesquela alguna alusión a sus deudas. Caíen la cuenta: el dinero para la viuda deSandoval. Eso. En su momento no habíapodido ayudarla, pero evidentementequince años después había saldado suscompromisos. Supuse que Morales sehabría recompuesto a fuerza de grandessacrificios. Como tesorero de unasucursal bancaria no debía ganardemasiado dinero, y sospeché que esastierras no debían ser baratas. Laestrechez financiera en la que se habíaaventurado para comprar la propiedadexplicaba el deterioro controlado peroevidente de la construcción y del camino

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de acceso.Estacioné cerca de la casa y caminé

hasta la puerta. Tal como Morales mehabía anticipado, estaba sin llave.Cuando abrí, me asaltó una esperanzapueril.

—¡Morales! —llamé en voz alta.Nadie contestó. Maldije para mis

adentros, porque supe que iba nomás aencontrarlo muerto. Avancé por la sala.Pocos muebles, una biblioteca bienprovista, ningún adorno. Dos escopetascolgadas de la pared. No me aproximé aexaminarlas (siempre he sentido unafuerte aprensión frente a las armas),pero lucían limpias y listas para el uso.

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Sobre la mesa, apoyado con pulcritudsobre un cenicero de cerámica, un sobreabultado a nombre de la «señora deSandoval». Me acerqué, lo tomé y loguardé en el bolsillo interior del saco,porque me dio pudor contarlo. Al fondohabía un pasillo al que se abría la puertadel baño, y detrás la cocina. ¿Y eldormitorio? Giré sobre mis pasos.Había pasado por alto una puertacerrada que daba a la sala, a un lado dela biblioteca. Ese tenía que ser eldormitorio. Abrí la puerta con el almaen vilo.

Lo que vi resultó menos terrible delo que había supuesto. Los postigos de

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la ventana estaban abiertos y la luz delsol entraba a raudales. Evidentemente,Morales sabía que la claridad no iba amolestarlo esa mañana en particular.Nada de sangre ni de sesos estampadoscontra la cabecera de la cama, que eranlas escenas que mi tórrida imaginaciónhabía tenido tiempo de construir desdeel momento en que había leído la carta.Apenas el cuerpo del viudo, bocaarriba, tapado hasta el cuello con lascobijas.

No voy a cometer la imbecilidad deescribir que parecía dormido, porquenunca entendí a los que a la vista de undifunto afirman cosas semejantes. Para

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mí los muertos parecen muertos, yMorales no era la excepción. Además,su piel había adoptado una marcadatonalidad azulada. ¿Tendría que ver conel modo que había elegido paramatarse? Aún lo ignoraba. Pero seguroera reciente. Aprecié su delicadeza deevitarme los signos más chocantes de lacorrupción de su cadáver, con los queme habría indefectiblemente topado dehaber mediado más tiempo entre sudeceso y mi llegada.

El mobiliario era mínimo. Un roperode dos cuerpos, un baúl cerrado, unamesa desnuda con una silla recta y lacama de una plaza con una mesa de luz

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sencilla a un lado, abarrotada demedicamentos, jeringas descartables,frascos de suero. Recién entonces caí enla cuenta de lo difícil que debía habersido atravesar la enfermedad para esehombre solo, librado a sus propiasfuerzas para menguar el dolor.

Porque había iniciado mi inspecciónbuscando abarcar el conjunto, o porqueen mi cobardía evité observar condemasiada insistencia el cadáver, oporque mis ojos se posaron con mayorfacilidad en una fotografía decasamiento que emergía, a duras penas,sobre la cordillera de frascos deremedios que poblaban la mesa de luz,

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lo cierto es que tardé en advertir elsobre blanco y alargado que colgaba delvelador, de un lazo hecho con cinta. Meaproximé para recogerlo. Estabadirigido a mí. Y en grandes letras, bajomi nombre: «Por favor, léala antes dellamar a la policía».

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Este tipo no cesaba desorprenderme. Ni muerto. ¿Qué podíaquerer decirme en esa segunda carta?Volví sobre mis pasos, cuidando de notocar nada. Lo único que me faltaba eraquedar involucrado en una muertesospechosa. Me dije que no teníamotivos para preocuparme: llevabaconmigo la carta que me había enviado aTribunales, que terminaba poco menosque con un «no se culpe a nadie»dirigido a las autoridades. Volví a lasala con la nueva epístola en la mano.

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Me senté en el único sillón, cerca de laestufa.

Estimado Benjamín:

Si estas páginas llegan a susmanos es porque me hizo ustedel enorme favor de llegarsehasta mi casa. De manera queantes de seguir deboagradecerle. De nuevo y comotantas otras veces, gracias. Seestará preguntando el motivo deestas líneas. Vayamos despacio,como siempre que uno está en laobligación de darle a otro,

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noticias que pueden resultarle,en cierto sentido,desagradables.

Empecé a sentirme raro. ¿Eraposible que con este hombre jamásterminaran de suceder las cosas?

Notará en el fárrago defrasquitos y demás yerbas quetengo sobre la mesa de luz unajeringa usada, con la agujacolocada. Le ruego que no latoque, aunque supongo que miadvertencia es innecesaria.Calculo que en la autopsia

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saltará a la vista que meapliqué una dosis elefantiásicade morfina y listo el pollo.Aunque tal vez el médicoforense que haga la autopsia selas vea en figurillas paraseparar la paja del trigo: hetenido que suministrarme talcantidad de fármacos en estosmeses que supongo que mihígado debe asemejarse a unadroguería, pero bueno, allá él,que bastante tengo yo con mispropios asuntos.

Era Morales puro: un divorcio

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perfecto entre las palabras y el dolor,una pizca de ironía, una melancolíasincera sin las claudicaciones de laautocompasión.

Pero eso no es loimportante. Todavía no le hepedido lo que tengo que pedirle.Quiero que sepa dos cosas antesde que lo haga. La primera esque se la encargo a ustedporque a mí no me quedanfuerzas para acometerla por mímismo. No dejé cierto asuntoinconcluso hasta el final pordesidia, sino por principios.

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Pero sobreestimé el alcance demi resistencia. Es decir, pudehaberlo hecho yo, si lo hacíados o tres meses atrás. Pero mepareció incorrecto hacerloentonces. Pensé que debíaesperar hasta lo último. Pero,ahora que ha llegado ese final,mi cuerpo no resistiría elesfuerzo.

¿Para qué cuernos necesitaba fuerzafísica? ¿De qué me estaba hablando esehombre que acababa de morir?

La segunda es que no quiero

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que se sienta obligado a nada.Si no puede, mala suerte. Que lapolicía se encargue de todo.Porque sinceramente el pedidoque tengo para formularle tieneque ver con una cierta vanidad,un irrisorio deseo de conservaraquí mi buen nombre. Usted hapasado por el pueblo sindetenerse. Pero en las próximashoras empezará a cruzarse congente que tal vez le hable de mí.Creo no equivocarme si le digoque tendrán un recuerdoapacible, tal vez agradable demi persona. Tenga en cuenta

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que llevo veintitrés añosviviendo en este campo,trabajando en este pueblo. Pormotivos que muy prontoadvertirá, porfié durante todosestos años por permaneceraquí, sin que me trasladaran aotra sucursal del banco. Fuedifícil, porque muchas veces misjefes insistieron en proponermepara ascensos. Según parece,resulté, en general, unempleado eficiente. Otrastantas me negué, tratando de noquedar como un descortés, o undesagradecido. No voy a

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mentirle: nadie en el pueblopuede decirle que me conozcaen profundidad. Ni pude niquise prestarme a ello. Perocreo que quien más, quienmenos, guarda de mí la imagende un misántropo cordial einofensivo. Y en este tránsitofinal hacia la nada (ojalátuviese otras creencias que merespaldasen), me agradaríacontar con la benevolencia deun recuerdo afable de quienesaquí me trataron durante todosestos años.

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¿Adónde quería llegar con todo eso?¿Por qué no mostrarle estas líneas a lapolicía? ¿Tan mal consideraban enVillegas a los suicidas? Contuve miinveterada impaciencia lectora, que melleva en general a leer saltando de líneaen línea, por temor a perderme loprincipal en uno de esos saltos.

Debo pedirle, mi estimadoamigo (y permítame que lollame así, porque así lo siento),que me haga la enormegauchada de llegarse hasta elgalpón. Son quinientos metros,por los fondos. Si llueve,

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encontrará unas botas junto ala puerta de la cocina. Úselas,porque de lo contrario sepondrá los zapatos y lospantalones a la miseria.

No entendía nada, o no entendía quétenía que ver ese pedido con la muertede Morales.

Hasta aquí llegan misinstrucciones. Disculpe si noavanzo más en la materia. Suinteligencia me libera de otrasaclaraciones, y su hombría debien espero me ponga a salvo de

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su condena ética.

Sinceramente suyo, RicardoAgustín Morales

¿Y con eso? Di vuelta la hoja,buscando una posdata, una aclaración,una pista. No había nada. Dejé la cartaen el sillón y caminé hasta la cocina. Porla ventana se veían varias hileras deárboles frutales y a un costado, cerca dela casa, una escueta quinta de hortalizas.Salí. Vi las botas, que con ese díaespléndido no me hacían falta. Para daren estas páginas imagen de buenobservador, de cabal analista, supongo

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que me convendría decir que ibaconstruyendo, barajando y descartandohipótesis sobre lo que Morales habíacifrado en esa segunda carta. Pero no escierto. Lo que pensé lo pensé después,cuando las preguntas (que mientrasavanzaba entre los limoneros y losnaranjos ni siquiera me formulaba) serespondieron solas.

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El huerto estaba trabajado conesmero. Vista desde los fondos, la casalucía más desmejorada que por el frente.Tal vez su dueño había administrado laestrechez como para brindar una imagende cierto decoro, para el caso de quealgún visitante se aventurara a llegar,aun sin ser invitado. No había un hornode barro, ni una parrilla, ni una mesacon sillas. Me pareció entender que aMorales lo tenía sin cuidado hacer vidade quinta en las afueras. A las clarasseguía siendo un bicho de ciudad. No

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había cambiado.Detrás de los frutales se apreciaba, a

unos cincuenta metros, un monte deeucaliptos cerrado y frondoso. No soybueno para calcular la edad de losárboles, pero supuse que Morales loshabría plantado al llegar. ¿Veintitrésaños, había dicho? Lo que sí pudecalcular es que entonces se había venidopara Villegas poco después de laamnistía del '73.

Los eucaliptos formaban, al parecer,una densa cortina de unos doscientosmetros de largo que cortaba el campo enuna línea oblicua a la de la casa y elhuerto. Más tarde entendí que seguían la

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orientación de la ruta vecinal, a la queofrecían un obstáculo paralelo a sutraza. Desde el deslinde del huertoseguía hacia el monte una huellamarcada sobre la tierra, de esas que sehacen con pasos frecuentes de ida y devuelta. Cuando me interné entre losárboles, la luz matinal se oscureció enuna húmeda penumbra. Al otro lado sedivisaba claramente un galpón dedimensiones respetables. Me costabacalcular el tamaño, porque estabalevantado unos doscientos o trescientosmetros más allá de los árboles. De todosmodos, no estaba del todo seguro de lasdistancias. Yo también soy un hombre de

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ciudad, y me faltaban puntos dereferencia urbanos para hacerestimaciones más o menos precisas. Laedificación estaba hecha sobre unapequeña lomita, tal vez para evitaranegamientos, aunque todo el campo seveía alto, y con una suave pendientehacia el norte, es decir, hacia el ladoopuesto al camino vecinal.

Me aproximé a la construcción dechapa. El portón corredizo estabacerrado con tres enormes candados. Lasllaves colgaban de un gancho en elexterior. No parecía un sistema deseguridad demasiado elaborado, eso deponer las llaves de los candados a la

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mano de cualquier intruso. ¿Habríaperdido, con la edad, sus viejos reflejosde ajedrecista?

El portón chirrió cuando lo empujéhacia el costado. La luz del sol penetrócon violencia en el sitio a oscuras. Miréadentro. A medida que entendía laescena se me fueron aflojando laspiernas y una sensación de ascocorporal me obligó primero arecostarme sobre la chapa y por último asentarme en el piso de cemento.

El galpón era bastante grande: unosdiez metros de frente por quince defondo. Contra las paredes había algunasherramientas, una escalera de aluminio

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desplegable de dos tramos, una máquinaportátil que me pareció una amoladora,un par de estanterías.

En realidad, todo eso lo vi después,desde el piso de cemento sobre el queme derrumbé jadeante. Porque durantevarios minutos no pude sacar los ojos dela celda, la celda construida en el centrodel recinto, la celda cuadrada debarrotes gruesos desde el piso hasta eltecho, con una puerta de dos cerradurassin picaportes y una portezuela pequeñaen un rincón, de esas que se usan parameter y sacar cosas en un calabozo, lacelda con un lavatorio y un inodoro enuna esquina y una mesa y una silla en

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otra, con un camastro sobre la reja delfondo, la celda con un cuerpo acostado yvuelto de espaldas sobre ese camastro.

Supongo que en ese momento sentíhorror, incredulidad, aprensión, pasmo.Pero, por sobre todas las cosas, sentíuna descomunal sorpresa que me golpeócon la ferocidad de unas mandíbulashambrientas, y que poco a poco meobligó a convertir en polvo todo lo queyo había pensado de Morales y suhistoria en los últimos veinte años.

Cuando noté, después de variosminutos, que mis piernas eran capacesde sostenerme, me incorporé y caminérodeando el cuadrado de rejas.

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Sobreponiéndome a la impresión, mepuse en cuclillas, cerca de los barrotes,para ver el rostro del hombre que yacíaen ese calabozo.

El cadáver de Isidoro AntonioGómez tenía el mismo tinte azulado queel de Morales. Estaba un poco másgordo, naturalmente más viejo,ligeramente canoso, pero por lo demásno estaba muy distinto a como eraveinticinco años antes, cuando le tomédeclaración indagatoria.

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Me senté en la lomita de pastocortado y prolijo que rodeaba el galpón.

Me lo había dicho. La última vezque nos vimos Morales me lo habíadicho, cuando yo poco menos que lepropuse que se vengase pegándolecuatro tiros. ¿Qué era lo que me habíacontestado? “Todo es muy complicado«,o algo así. No: «Las cosas nunca sonsencillas». Eso me había dicho. Meacordé de Báez. El tampoco se habríaimaginado que Morales les imprimiese alos hechos una vuelta semejante.

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Sandoval tampoco. Pero ¿quién sí?Únicamente Morales. Nadie más queMorales.

Entré de nuevo en el galpón parabuscar una pala. Caminé con ella en lamano alrededor del edificio, observandoel entorno. La cortina de eucaliptos quehabía atravesado para llegar era, enrealidad, un amplio cerco, de más de milmetros de perímetro, con el galpóndentro. No ocupaba el centro, estabaconstruido cerca de uno de los laterales,supuse que el menos expuesto a miradasexternas. Intenté calcular cuántosárboles habría plantado Morales entotal. Desistí. No tenía la menor idea.

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Pero debían haber sido meses y mesesde trabajo, seguramente hecho a lavuelta del banco y los fines de semana.Para construir el galpón habrá requeridomanos especializadas. Es probable quea los constructores les haya llamado laatención esa manía de levantarlo tanlejos de la casa, del mismo modo que alos vecinos les habrá parecido extrañoque a lo largo de años y años Moraleshubiese dejado sin cultivar esas tierras,de la misma manera que a la gente delpueblo, empezando por sus compañerosdel banco, les habrá resultado raro queMorales fuese tan retraído, tanrefractario a las visitas y a la vida

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social en general. Recordé el pedidocontenido en su última carta. Supongoque todos necesitamos percibir al menosalguna de las formas del afecto. Pese asus excentricidades Morales habríaterminado por caerles bien, y el viudodeseaba mantener intacto el buenrecuerdo. Por eso yo avanzaba con esapala en la mano.

En el amplio terreno delimitado porel cerco de eucaliptos se levantaban,salpicados aquí y allá, montecitos deárboles de otras especies. Fui hasta unoque combinaba algunos álamos con dosrobles gigantescos, que debían estar allídesde mucho antes de la llegada de

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Morales. Me detuve en medio y abarquéde un vistazo todo el contorno. Noparecía posible que me estuviesenobservando miradas indiscretas. Clavéla pala y la hundí con el pie. El suelo noera demasiado duro. Empecé a cavar.

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45

Con la policía vinieron tambiénalgunos curiosos. Muy pocos, por suerte,porque el aviso lo di a la hora de lasiesta, y entre eso y que unos cuantospotenciales mirones debían haberaprovechado el día esplendoroso parasalir a cazar o a pescar, el alerta no seesparció lo suficiente. No vi rostrosconsternados o incrédulos. El oficialprincipal de la Bonaerense queencabezaba el procedimiento conocía aMorales. No solo él. Todos llevabanaños y años viéndolo detrás del vidrio

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de la caja del tesorero de la sucursalVillegas del Banco Provincia, ocruzándoselo por el pueblo. También lohabían visto enfermarse, y adelgazar, ypasar cada vez con más frecuencia porla clínica y por la farmacia.

—No pensé que la cosa fuera tangrave —dijo uno de los dos bancariosque llegaron con la comitiva policial.

—Sí. Estaba muy mal, pero preferíano andar divulgándolo —le respondió elotro, sin levantar la voz.

También había dos tipos maduroscon pinta de comerciantes. Ningunosabía bien dónde pararse, y miraban lacasa como quien ve algo por primera

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vez. Evidentemente ninguno de los allípresentes la había visitado antes.

Apenas pude, le acerqué al policíala carta que Morales me había enviadoal Juzgado. Se sentó a leerla en elmismo sillón que yo había utilizado paraleer la otra, la que por las dudas habíaguardado en el fondo de mi valija, en elbaúl de mi coche. Estaba terminandocuando llegó la ambulancia. Uno de lospolicías salió de la habitación llevando,en una bolsa de plástico transparente, lajeringa que había usado Morales paramatarse.

—¿Qué hacemos, jefe?—¿Gutiérrez ya sacó las fotos?

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—Ajá.—Bueno. Ahí vinieron los de la

ambulancia. Ya lo levantamos. Aguantenun cachito —se volvió hacia mí—: Asíque usted…

—Benjamín Chaparro —mepresenté. Y no me pareció mala ideatejerme un salvoconducto—:Prosecretario del Juzgado en loCriminal de Instrucción n.° 41, deCapital Federal— agregué, mostrandomi credencial.

—¿Se conocían de hace mucho,señor? —el tono había viradoligeramente al respeto cortés y dispuestoa la sumisión. Me sentó bien el cambio.

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—La verdad que sí, aunque haceaños que no nos veíamos. Desde que sevino para acá —dudé sobre sicorrespondía decir lo que me venía a loslabios—. Éramos amigos en BuenosAires —no lo éramos, me dije. Pero sino lo éramos, ¿qué habíamos sido? Nosupe responderme.

—Entiendo. ¿Le molestaríaacercarse a la habitación? Digo, paratener otro testigo de la diligencia deremoción del cadáver.

—Vamos.Lo habían destapado. Tenía puesto

un pijama a rayas, de corte anticuado.Era un pensamiento inútil, pero me

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asaltó la imagen de Liliana EmmaColotto de Morales, en torno de cuyocadáver se habían establecido ritosparecidos, de los que yo también habíatomado parte involuntaria. En estaocasión éramos menos, y no había uncorrillo de curiosos interesadoparticularmente en contemplar el cuerpo.

Habían estado removiendo losfrascos de la mesa de luz, parasecuestrarlos como prueba. Como loshabían acomodado en el piso, en ladesnudez de la mesa el portarretrato conla foto de Morales y su mujer, vestidosde novios, era mucho más visible.¿Dónde había visto esa foto? ¿En la

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mesa de café en la que Moralesclasificaba imágenes para mostrármelasantes de romperlas? No. La había vistoen el dormitorio de la casa de ellos, casitreinta años atrás, a pocos pasos delcadáver de Liliana Colotto. Measombró, como tantas otras veces, laférrea paciencia que despliegan losobjetos para sobrevivimos. Creo quepor primera vez pensé en ellos dosvivos, tomando el café en la cocina desu casa, charlando y sonriéndose; y lavida me pareció insoportablemente cruely pendenciera. Fue también la primera yla última vez que se me humedecieronlos ojos pensando en ellos.

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Salimos detrás de la camilla hasta laambulancia, en una procesión minúsculae improvisada. Detrás de la ambulanciaarrancaron los autos en los que habíanvenido los colegas de Morales y los doshombres mayores. Cuando se perdieronpor el camino hacia la ruta, el oficial sevolvió hacia mí:

—Usted pensaba irse hoy mismo,supongo.

—En realidad, creo que voy aquedarme hasta mañana, o el lunes. Porlo que puedan necesitar ustedes, oficial.

—Ah, macanudo —la noticiapareció alegrarlo, porque se libraba depedírmelo—. De todos modos, no se

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preocupe. Yo hablo hoy con el médicoque nos hace las pericias y con el juez.Es un tipo macanudo, Urbide, deapellido, no sé si lo conoce.

Moví negativamente la cabeza.—Bueno. No importa. Igual, esto

está más que claro.—Supongo que sí —confirmé,

satisfecho de escucharlo decir eso.En ese momento oí que llamaban al

jefe desde la parte trasera de la casa. Nome había percatado de que un par depolicías habían ido hasta el galpón.

—Sin novedad, señor —dijo unocon insignias de suboficial. Supuse quese las daba de formal porque se había

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enterado de que el forastero, o sea yo,entendía del asunto—. Un galpónbastante grande, con herramientas yalgunos muebles viejos.

—De acuerdo.—A que no sabe, mi oficial —terció

el otro agente. Era joven, morochazo,con cara de recién salido de la escuelade policía—. Este tipo debía tenermucho miedo de que le robaran laherramienta. La puerta del galpón teníamás candados que no sé qué, y lo peor¿sabe qué?

—¿Qué?—Adentro del galpón se armó una

jaula para guardar las cosas más caras.

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Una máquina de cortar pasto naftera, unaamoladora, un par de guadañas, unostaladros bastante polenta. Se ve quetenía miedo de que se las robaran, ¿vio?

—Y… si todos los policías de acáson tan chambones como vos, no ha deser un sitio muy seguro… —lo embromóel oficial. El pibe era novato pero notanto como para no saber que tenía quecallarse y aceptar el chiste.

Caminamos de nuevo hacia la casa.No habían dicho nada del lavatorio y delinodoro que seguramente habríanencontrado arrinconados contra una delas paredes, a un lado de las estanterías.Había tapado, dentro de la celda, los

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desagües de los sanitarios con tierrahasta el ras del piso de cemento. Metranquilizó advertir que no guardaban lamínima sospecha. No tenían ni idea denada. De todos modos, ¿quién podíahaberla tenido?

—Vallejos —llamó el oficial—.Quedate de consigna, por si el juezquiere pegarse una vuelta entre hoy ymañana.

Vallejos lo miró con una expresiónque casi delataba su fastidio. El otropareció apiadarse.

—O bueno. Hagamos una cosa. Yolo llamo al juez, y si me dice que ledemos para adelante, te llamo al radio y

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te pegas la vuelta. ¿Te parece?—Gracias, jefe. La verdad que

gracias. Siendo sábado… ¿vio?—¿Así que tenía una jaula adentro

para guardar la herramienta? —preguntóel oficial volviéndose al agentejovencito. No existía el menor rastro dealarma en su voz. Hablaba de eso comopodría haberlo hecho acerca decualquier otra cosa; por el gusto sencillode no dejar posar el silencio.

—Como lo oye, señor. Con dosbrutas cerraduras. Mire que la gentehace cosas raras, ¿eh?

El oficial levantó la gorra que habíadejado sobre la mesa de la sala. Miró la

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estancia con la expresión del que sabeque no va a volver a visitar el lugar queestá mirando.

—Es cierto. La gente hace cosasraras.

No se habló más. Subieron a losmóviles y yo los seguí en mi auto.Consiguieron ubicar velozmente almédico pericial, que les hizo lagauchada de practicar la autopsia esamisma noche, y el juez les dio la ordende darle para adelante y cerrar todo elasunto.

El entierro de Morales fue el lunes ala mañana. Una lluvia fina y persistenteque cayó desde la madrugada hasta la

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noche le dio un toque melancólico. Noasomó ni el mínimo rayo de sol en todoel día. Me pareció bien que sucediera deese modo.

Devolución

«Ahora sí», piensa Chaparro. Ahorasí ha terminado y no tiene nada más paracontar. Nada que tenga que ver conMorales y con Gómez. Ahora sí sienteque la historia lo abandonadefinitivamente. Chaparro se pregunta si

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las vidas de los seres humanos, una vezextinguidas, no se prolongan en la vidade los otros, los que aún viven y losrecuerdan. Sin embargo, siente que lasvidas de esos dos hombres estándefinitivamente concluidas, porqueChaparro está seguro de que nadie másque él los tiene presentes.

Los últimos vestigios de su paso porel mundo habrán desaparecido, o faltapoco para que lo hagan. ¿Cuáles son lasúltimas huellas de Morales? Algúnpapel con su firma y su sello en elarchivo del Banco Provincia, sucursalVillegas. Las de Gómez son aún máslejanas. Un juego de fichas

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dactiloscópicas, tal vez, en elpaquidérmico archivo de la cárcel deDevoto, junto a una orden de libertadfechada el 25 de mayo de 1973. Algotodavía los reúne y los sobrevive. Lasfirmas que rubrican sus declaracionesjudiciales de hace treinta años. La deMorales al pie de sus testimoniales. Lade Gómez al final de su indagatoria.Todas bien sujetas en un expedienteamarillento, cosido con maestría por eloficial Pablo Sandoval durante algunade sus resacas. Quedan también loshuesos de los dos. Los de uno en elcementerio de Villegas. Los del otro enun pozo sin marcas, en pleno campo, al

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pie de un par de robles. Pero tampocolos huesos hablan.

«Este es el final de la historia»,piensa Chaparro. En el deslinde entreesas vidas devastadas y la suya propia.Y no siente deseos de decir nada a esterespecto. Es más, no está seguro de sialgo de su propia vida no se le hafiltrado, contra su expresa voluntad, enesas páginas que descansan prolijamenteapiladas a un lado de la Remington.

Baja los ojos hasta las hojasmecanografiadas y siente que lointerrogan. Debe decidir, ahora sí, quéhacer con ellas. ¿Intentar publicarlas?¿Guardarlas en un cajón para que

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alguien las encuentre, luego de sumuerte, y se enfrente a idéntico dilema?¿Para quién son, a fin de cuentas, esaspáginas?

También debe decidir sobre laRemington. La ha pedido prestada, no sela han regalado. Debe devolverla. AlJuzgado. Es patrimonio del Estado.¿Importa que ese artefacto prehistóricono valga nada para nadie salvo para unprosecretario retirado que lo ha estadoaporreando durante casi un año paradarse aires de novelista? No, igual deberegresarla, y que luego hagan con ella loque quieran.

Debe llevar la Remington a la

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Secretaría, saludar a los empleados,arrimar una de las sillas de madera parasubir el catafalco al anaquel del fondo, yexplicarles, como parte de suinquebrantable manía de enseñarles atrabajar, que deben mandar un oficio a laintendencia para que vayan a retirarlo.¿Y luego? Nueva ronda de saludos y acasa.

¿E Irene? ¿No va a ofenderse si seentera de que estuvo allí y no pasó asaludarla? «Una pena», se diceChaparro, porque no, no va a pasar asaludarla. No tiene las agallas comopara decirle que la adora, pero tampocoel aguante como para seguir tolerando el

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ardor de callárselo.Se pone de pie. Apoya un

diccionario bien pesado sobre eloriginal de su libro, no sea cosa que unacorriente de aire venga a barajarle losrecuerdos. Se da una vuelta por el baño,se lava los dientes y se ordena el peloblanco pasándose las manos salpicadasen loción de lavanda y luego un pequeñopeine negro.

Duda, de pasada por el dormitorio:¿corbata o cuello abierto? Decide losegundo. Ya no es el prosecretario.Ahora que es escritor —no pierde laoportunidad de burlarse de sí mismo—le sientan mejor la ropa informal y el

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pelo sin fijador. Consulta el reloj. ¿Salealgún tren vacío desde Castelar tancerca de mediodía? Sospecha que no, yno tiene ganas de cargar la máquina depie durante todo el trayecto. Caminahasta la estación. Dios parececompadecerse: son las once y cinco y elúltimo tren local de la mañana loagasaja con un montón de asientoslibres. Se sienta del lado derecho paradistraerse viendo correr los autos por laavenida Rivadavia.

De repente se sobresalta. El trenavanza, ruidoso, entre los paredoneslúgubres que se levantan a los costadosde las vías entre Caballito y Once. ¿En

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qué ha estado pensando la última mediahora? No puede recordarlo. ¿EnMorales? ¿En Gómez? No. Ellos yadescansan. Llamativamente, desde queha contado todo, ya no lo asaltan, no loperturban, no lo increpan a cada rato. ¿Yentonces? Baja del tren en la terminal deOnce y le entra una repentina curiosidadpor pasar delante del local dondefuncionaba el copetín al paso en el quedos veces se encontró con Morales, enla noche de los tiempos. ¿Seguiráexistiendo? Pero cuando sale a la veredadel lado de Pueyrredón vuelve aexperimentar la sensación extraña dehaber perdido de vista su propósito.

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¿Cuál era? El copetín, claro. El copetín.Puede echarle un vistazo a ese local a lavuelta, pero lo inquieta esa incipientetendencia a extraviarse en insólitasausencias, como si lo estuviese ganandouna decrepitud repentina.

Cavila estas cuestiones mientrasrumbea hacia la parada del 115. Lamáquina le pesa, aunque la cambie una yotra vez de mano. No quiere que levuelva a ocurrir esto de nublarse. Demodo que paga el boleto y se sientapensando, sobre todo, en qué esexactamente lo que está pensando.Durante tres o cuatro cuadras funciona.Pero de nuevo se extravía, apenas el

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colectivo toma por Corrientes. ¿Dónde,Dios santo, en qué recodo mental estáperdido? Ni la curva bamboleante quehace el colectivo cuando abandona laavenida para torcer por Paraná lograconducirlo de vuelta a la realidad. Escasi una casualidad que atine a bajarjusto antes de que el conductor cierre lapuerta trasera.

Se observa en una vidriera.Benjamín Chaparro está de pie en unavereda estrecha. Es alto, canoso, flaco.Todavía tiene sesenta años. Sostiene enla mano izquierda una máquina deescribir del tiempo de María Castaña.¿Qué le queda por hacer en la vida? Ya

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no su novela. Ya ha terminado deescribir la historia de esos dos hombresdesangrados. La respuesta se abre pasolentamente en su cabeza, como todas lasdecisiones difíciles.

Está en la vida para hacer lo que havenido rumiando, sin saber que lo havenido rumiando, desde que tomó el trenen Castelar a las once y cinco, o desdeque pidió prestada la Remington haceonce meses, o desde que le dijo a unajoven meritoria recién ingresada cómodebía atender el teléfono, hace tresdécadas.

Por eso se pone finalmente enmovimiento y sube saltando de dos en

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dos los escalones de la entrada deLavalle. Toma el ascensor hasta elquinto piso. Camina a grandes trancospor el pasillo de baldosas blancas ynegras dispuestas en rombo.

No pasa a saludar por la Secretarían.° 19. Ya no es por temor a queadviertan el amor que le incinera lasentrañas. Es porque por primera vezsabe que hoy sí, sin falta y sin demora,tiene que ir directamente a golpear lapuerta del despacho; a escuchar la vozde ella diciéndole que pase; a plantarsecomo un hombre delante de la mujer a laque ama; a ignorar la pregunta trivialque suelten los labios de ella cuando lo

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reciba sonriendo; a pagar, o a cobrar, ladeuda que tiene pendiente y que es elúnico motivo válido que encuentra paraseguir viviendo. Porque Chaparronecesita responderle a esa mujer, de unavez y para siempre, la pregunta de susojos.

ITUZAINGÓ, SEPTIEMBRE DE 2005 E. S.

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NOTA DEL AUTOR

En febrero de 1987 ingresé atrabajar como empleado en el JuzgadoNacional de Primera Instancia en loCriminal de Sentencia «Q», de laCapital Federal. Una mañana cualquieramis compañeros más experimentados mecontaron una vieja anécdota: a raíz de laamnistía para presos políticos que elgobierno de Cámpora dictó en 1973, yen circunstancias que siempre quedaronen la más completa oscuridad, salió enlibertad un preso común que estabadetenido en la cárcel de Devoto a la

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orden del Juzgado. Se lo acusaba dedelitos muy graves, y lo aguardaba unalarguísima condena. Sin embargo, y sinque nadie supiera nunca el motivo, salióen libertad aquella jornada.

Tiempo después recordé esahistoria, y en mi imaginación se lesumaron innumerables hechos ysituaciones que, aunque inventados,podían encajar como posiblesantecedentes y consecuencias de laliberación injusta de un homicidaconvicto.

Por lo demás, la historia que senarra en estas páginas es enteramenteficticia, como lo son todos sus

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personajes. De hecho, a fines de ladécada de los sesenta las secretarías n.°18 y n.° 19 pertenecían a un Juzgado deSentencia, y no a uno de Instrucción.Además, no existía ningún Juzgado en loCriminal de Instrucción, en la CapitalFederal, que llevase el n.° 41. En cuantoa la sangrienta Argentina de los añossetenta, que de tanto en tanto se asomacomo telón de fondo de estas páginas,ojalá fuese igual de ficticia, igual deinexistente.

De todos modos, no puedo terminarestas líneas sin dedicar un afectuosísimorecuerdo a quienes trabajaron conmigoen el Juzgado de Sentencia «Q»; sobre

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todo a mis compañeros de la Secretarían.° 19: Juan Carlos Travieso,Evangelina Lasala, Jorge Riva, EdyPichot y Cristina Lara. Para esta últimavalga también mi profundoagradecimiento por la inapreciableayuda que me brindó a la hora deprecisar un sinnúmero de detallesjurídicos y procedimentales queresultaron necesarios para dar solidez yverosimilitud a esta historia. Si guardoun recuerdo tan grato de aquella épocase lo debo fundamentalmente a todosellos.