El Segundo Cerebro

8
El segundo cerebro Debo avisar, antes de que una rotunda decepción lo haga por mí, de que este texto no es de amor cortés ni de amor vulgar. Si dijera que es una aventura, os estaría mintiendo, aunque para mí lo fue y lo sigue siendo. El suspense es mínimo; la seriedad, nula. No hay ni bodas ni sangre. Si el curioso lector en cuyas manos han acabado estas páginas por cualquiera que sea el motivo, piensa llegar hasta el último punto de esta narración, verá que sólo hay verdades en estas líneas y que es algo tan cotidiano que espero no le resulte aburrido. Podría empezar presentándome, pero no lo considero oportuno. Quizá porque habiendo sufrido todo esto en silencio hasta ahora, tantos infortunios en una sola persona, no quisiera estropearlo haciendo que la gente me tratara como a una pobre víctima. El tiempo, en su constante persistencia, ha dejado más que claro que soy una mujer fuerte y puedo valerme por mí misma. No busco consuelo, solo intento que, si de verdad estas letras han llegado a alguien, no cometa el mismo error que yo e incluso, si es posible, comparta la profunda sabiduría que se ha visto inesperadamente encerrada en estas páginas. Siendo una niña alegre, todo llegó de golpe. Las típicas peleas y rencillas de una cría normal fueron aplastadas por una gran guerra; la tormenta del siglo. Mi primer novio, el instituto e incluso la desconocida menarquia. Todo eso quedó en segundo plano. Tampoco esperéis ningún duro trauma infantil, pues en ese sentido, fui afortunada. Mis padres no me pegaban más de lo merecido y ninguna furgoneta con cristales tintados se cruzó en mi camino. La simpleza de cómo puede cambiar una vida es abrumadora. En

description

Segundo premio del XVI Concurso de narrativa breve Fernando Belmonte, del año 2014, escrito por Ángel Cruz Mora, de Huelva

Transcript of El Segundo Cerebro

Page 1: El Segundo Cerebro

El segundo cerebro

Debo avisar, antes de que una rotunda decepción lo haga por mí, de que este texto no es

de amor cortés ni de amor vulgar. Si dijera que es una aventura, os estaría mintiendo,

aunque para mí lo fue y lo sigue siendo. El suspense es mínimo; la seriedad, nula. No

hay ni bodas ni sangre. Si el curioso lector en cuyas manos han acabado estas páginas

por cualquiera que sea el motivo, piensa llegar hasta el último punto de esta narración,

verá que sólo hay verdades en estas líneas y que es algo tan cotidiano que espero no le

resulte aburrido.

Podría empezar presentándome, pero no lo considero oportuno. Quizá porque habiendo

sufrido todo esto en silencio hasta ahora, tantos infortunios en una sola persona, no

quisiera estropearlo haciendo que la gente me tratara como a una pobre víctima. El

tiempo, en su constante persistencia, ha dejado más que claro que soy una mujer fuerte

y puedo valerme por mí misma. No busco consuelo, solo intento que, si de verdad estas

letras han llegado a alguien, no cometa el mismo error que yo e incluso, si es posible,

comparta la profunda sabiduría que se ha visto inesperadamente encerrada en estas

páginas.

Siendo una niña alegre, todo llegó de golpe. Las típicas peleas y rencillas de una cría

normal fueron aplastadas por una gran guerra; la tormenta del siglo. Mi primer novio, el

instituto e incluso la desconocida menarquia. Todo eso quedó en segundo plano.

Tampoco esperéis ningún duro trauma infantil, pues en ese sentido, fui afortunada. Mis

padres no me pegaban más de lo merecido y ninguna furgoneta con cristales tintados se

cruzó en mi camino. La simpleza de cómo puede cambiar una vida es abrumadora. En

Page 2: El Segundo Cerebro

mi caso, no lo fue menos. Una mendiga llamó a mi puerta y decidió que era buena idea

alojarse allí para siempre: la Inseguridad.

Sencillo, ¿no?

Desde ese instante, cualquier paso que debía dar me resultaba una verdadera Odisea.

Debía superar complicaciones y dejar atrás a cíclopes y sirenas. Ante cualquier evento,

esta Inseguridad me hacía perder el deseo de avanzar, como el loto a los lotófagos. Por

si fuera poco, al final no me esperaba ninguna fiel Penélope. Sólo más angustia. El

Ulises de esta travesía, sin embargo, no era yo, sino mi cuerpo.

Un examen podía hacerme sudar un embalse, como a cualquiera, supongo. Pero las

verdaderas molestias (por denominarlas de una manera cariñosamente suave) eran dos.

La primera fue la repentina decisión de mi estómago de encogerse y revolverse cuando

le viniera en gana. Rugía. Lloraba. Pataleaba. Todo alimento, sólido o líquido, que

cayera en sus garras, era lanzado por donde había venido con la fuerza de un titán.

¡Homerun! Fue entonces cuando también mi apetito comenzó a cogerse vacaciones muy

a menudo.

La segunda fue la hipocresía del intestino; su rebelión. A pesar de estar recibiendo tanto

alimento como el polluelo de una mamá tórtola que ya va colgando inerte entre las

fauces de un perro de caza, actuaba como si le sobrasen nutrientes. Él, mostrando

religiosa generosidad, deseaba celebrar unas jornadas de puertas abiertas; soltar a los

leones. Quizá una metáfora más acertada sería abrir un grifo, pues el león es un animal

fuerte y duro que no se asemeja en nada a esta situación.

Espero no perder tu interés con tanto símil, pero sería desagradable tener que explicarlo

usando otros términos más directos.

Page 3: El Segundo Cerebro

Al final, mis problemillas, por votación unánime, pasaron a gobernar mi día a día, pues

yo iba creciendo y conmigo, la Inseguridad. Los exámenes, entrevistas de trabajo, viajes

de empresa, vacaciones, fiestas, lugares desconocidos, gente desconocida… Todo era

una buena excusa para activar las alarmas y evacuar las redes de metro de mi aparato

digestivo. Incluso aprendí a no enamorarme, pues las mariposas de mi estómago tenían

dientes. Y mordían.

Mi preocupación por estos accidentes que ya eran parte de mi rutina comenzó a

convertirse en una obsesión. Mis relaciones sociales iban de mal en peor. Aunque mi

simpatía y buen humor eran y son ejemplares, Sra. Nausea y Sr. Apretón me

traicionaban obligándome a anular citas o, peor aún, dejar conversaciones a medias

inventando excusas. También dejaba a medias muchas de mis comidas. Algunas

inexistentes. Llegué a un punto límite en el que había perdido doce kilos en sólo un par

de semanas. No sé cómo no se les habrá ocurrido a los dietistas. ¡Gastroenteritis, pierda

esos kilos de más sin necesidad de ejercicio! Tal vez el nombre no era lo

suficientemente pegadizo, no lo sé. El caso es que, desesperada, busqué en Internet. Y

lo que descubrí era inimaginable.

Te incluyo a continuación la información contrastada que encontré aquel día y que fui

ampliando conforme fui buscando libros sobre medicina y enfermedades.

Es preciso saber que, además de nuestro cerebro, existe otro lugar donde se aloja una

gran cantidad de neuronas: ¡el intestino! Ya me sorprendió cuando me dijeron lo de la

flora pero, ¿neuronas? ¡Esto era demasiado! Y no es que tengamos diez o doce neuronas

que fueron desterradas del núcleo principal hacia ese lugar austero y suburbial por ser

demasiado incompetentes o por haberse portado mal haciendo alguna sinapsis indebida,

no. ¡Hay casi tantas como en el cerebro! Y están bastante atareadas; controlan una red

Page 4: El Segundo Cerebro

de carreteras bastante extensa: 24 centímetros de esófago, casi 30 de duodeno, al menos

6 metros de intestino delgado y 1,5 de intestino grueso. Supongo que también harán

alguna que otra fiesta en el olvidado apéndice. Están en constante comunicación con la

cúpula que descansa sobre nuestros hombros y se envían mensajes mutuamente. Una

correspondencia muy activa y coordinada, por cierto. De las que ya apenas quedan en

el obsoleto correo ordinario. De hecho, si todas esas neuronas estuvieran en el cerebro,

nuestra cabeza sería mucho más grande y, por consecuencia, las puertas tendrían que ser

enormes. Supongo que la selección natural se encargó de los que no cabían en las

cavernas por culpa de sus desmesurados cráneos, dejándolos a merced de los elementos

y condenándolos a la extinción. Esos cabezones privilegiados que no sentían la llamada

de la Naturaleza, sino que ellos decidían cuando y cómo acudir a ella. Todo controlado.

Una lástima que no existieran cuevas tan grandes para albergar a esa gente. La

evolución me habría evitado a mí muchos pesares y a ti tener que leer ahora tantas

divagaciones.

Tras bombardear mi cabeza con toda esta inusual información, mi vida volvió a

cambiar, pero no para bien. Es verdad, desde luego, que esto daba una explicación a

muchas cosas. La conexión entre aquella Inseguridad y mis problemas

gastrointestinales, por ejemplo. También resolvió porqué en todas esas películas de

samuráis y gladiadores, tanto si te cortaban la cabeza como si te sacaban las tripas,

morías; algo inexplicable hasta ese momento. Pero lo que realmente provocó fue

destructivo. Simplemente me di cuenta del poder tan absoluto al que podía ostentar y

que de hecho empezó a ejercer mi segundo cerebro (como lo bauticé con toda la buena

intención que me permitía mi incomodidad), y eso sólo causó que él sonriera

complacido y agradeciera mi reconocimiento de que su reino, mi cuerpo, le pertenecía

por completo. Sí, como ves, lo empecé a personificar y lo trataba como a mi dueño y

Page 5: El Segundo Cerebro

señor. Podría considerarse el villano de esta historia. Dejaría a Hannibal Lecter y al

Joker como simples niños que juegan con petardos en Nochevieja. En realidad yo

siempre he sido una chica más o menos inteligente pero mi segundo cerebro debía ser

superdotado. Una experta mente criminal.

Y así, leyendo algunos artículos desaté el Apocalipsis. Internet, esa moderna caja de

Pandora.

Tenía que ponerle fin. Debía derrocar a mi segundo cerebro; hacer que se inclinara ante

mi entonces débil y asustadizo cerebro craneal. Pero ¿cómo? El primer paso fue buscar

la ayuda de un experto. Llamé por teléfono a la facultad de Medicina de la universidad

de mi ciudad con la intención de que amablemente me facilitaran el email de algún

profesor con experiencia en estos campos. Claro que no comuniqué mis circunstancias

al pie de la letra, solo nombré la palabra neurología. Fue la más acertada que encontré

en mi escueto vocabulario técnico. Más tarde descubrí que ya existía una ciencia que

estudiaba a estas neuronas tan desubicadas llamada neurogastroenterología. Fácil de

recordar, ¿no?

Enviado dicho correo, tan descriptivo, educado y agradecido como me fue posible

teniendo en cuenta la complejidad de este asunto, me llegó una respuesta tres días más

tarde: “Hola, me interesa su problema pero debo consultar algo antes de contestarle

detalladamente. Pronto le volveré a escribir”.

A día de hoy, sigo esperando. Otro doctor que no entra en mi vida.

Miedo. No, pánico. Eso es lo que sentía mientras iban pasando los días, porque, en el

fondo, sabía lo que debía hacer: pedir cita a un médico de verdad. Sin embargo, no

quería pensar en ello demasiado fuerte. Mi segundo cerebro no podía enterarse de que

estaba preocupada.

No pude evadir la realidad por mucho más tiempo, así que, llamé.

Page 6: El Segundo Cerebro

Cuando colgué el teléfono casi me eché a llorar. Me habían dado hora, sí… en una

semana. ¡Una semana! ¿Sabes lo que significaba eso? Una semana con ambos cerebros

pendientes al cómo llegaré, cómo será el doctor, al qué me dirá. Las manos de mi

segundo cerebro ya se preparaban, acechantes. Sus dedos ya soñaban con cerrarse sobre

la manga pastelera que era mi estómago.

Me complace decir que esa semana fue la peor de todas. Lo cual fue malo, pero

significa que no hubo nunca algo tan demoledor hasta la fecha.

Hecha un manojo de nervios, conduje hasta la clínica. Tuve que hacer algunas paradas

en boxes porque necesitaba un cambio de ruedas. Desgraciadamente, no me refiero al

coche, sino al vehículo del abdomen, cuyo motor estaba violentamente revolucionado.

Llegué con un exagerado aspecto enfermizo y finalmente me desahogué. Le conté a ese

señor de bata blanca, nariz roja y voz grave absolutamente todo. Incluido lo de tratar a

mi segundo cerebro como a una tercera persona. Si yo hubiera estado en su lugar y

alguien me hubiera dicho tal cosa, me pondría alerta por si se trata de algún brote

psicótico. Incluso prepararía alguna jeringuilla con tranquilizantes o avisaría a un par de

celadores para que fueran abotonando una camisa de fuerza de mi talla.

En lugar de todo esto, sonrió y dijo “Tienes que tranquilizarte.” Después no escuché

nada más. Una ira se apoderó de mí e hizo sonar una aguda bocina en mis oídos. Me

levanté con los ojos vidriosos de frustración y salí a la calle. Nadie intentó pararme.

¿No lo entendían? ¡Yo no estaba viviendo! Eso era como un octavo infierno de Dante.

No comía, no dormía y hacía mucho que no reía.

Tienes que tranquilizarte.

Tienes que tranquilizarte.

Tienes que tranquilizarte.

Page 7: El Segundo Cerebro

Tienes que tranquilizarte.

El resto del día lo pasé en la cama acurrucada y llorando.

Después de este impacto inicial, decidí llevar a cabo un plan de difícil ejecución. Y eso

es lo que, de nuevo, me volvió a cambiar la vida.

Iba un paso por delante de las circunstancias. Qué necesitaba. Papel, mucho papel.

Rollos de papel en la guantera y el maletero, en casa, en el bolso, en la maleta y, más

adelante, en la bolsa del gimnasio. Nada de café ni burbujas ni fibras innecesarias. Un

mapa con las letras W y C en los puntos donde encontrar servicios públicos. Estaban

bien como principios.

Poco a poco iba arreglando mis problemas antes de que sucedieran. Salí con mis amigos

y me confesé, contándoles también mi tarea. Lo primero que debía hacer al llegar a un

sitio nuevo era localizar el baño. Pisos, vecinos, discotecas, restaurantes. Todo esto se

fue convirtiendo en una costumbre automática.

Me permití algunos viajes de prueba. Baños en aviones y trenes. Evitar autobuses.

De repente, fui consciente de una mejoría. Estaba engordando e incluso me apetecía

comer. ¡Comer! “Tienes que tranquilizarte.” Cobraba sentido. Tranquilizarse. Parece un

verbo pasivo, que viene por sí solo a uno mismo pero estaba equivocada. La

tranquilidad es activa. Para estar tranquila, debía preparar el terreno a construir antes

incluso de cimentarlo. Antes incluso de adquirirlo. Debía hacer las cosas con tiempo,

actuar para allanar mi día a día o, en una escala mayor, mi futuro. No solo estaba

obstaculizando las expresiones artísticas de mi segundo cerebro, sino que, sin darme

cuenta, estaba resolviendo todo lo demás.

La Inseguridad sigue aquí, conmigo. Y, por supuesto, aún tengo días malos. Lo que

ocurre es que ahora mi cerebro sabe… No, YO sé que para esos días en los que pierda el

Page 8: El Segundo Cerebro

equilibrio y caiga, antes habré tejido una red para aterrizar sobre ella y no romperme la

crisma.

Ahora, mi segundo cerebro y yo nos miramos con respeto, nos tratamos como a iguales

y nos concedemos treguas para descansar. A veces, nos contamos chistes y hablamos de

nuestras vidas. Cosas de cerebros, no lo entenderías.

Espero haber sido de utilidad y tal vez servido de entretenimiento. Así pues, resumiendo

y por si el adormecido lector ha preferido leer sólo el último párrafo: Adonde quiera que

vayas, ve tranquilo. Y con papel, mucho papel.