El Sexo Débil
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El sexo débil: La foto que tengo delante parece sacada de una
película de horror. Muestra a seis jovencitas de Bangladesh, dos de
ellas todavía niñas, con las caras destrozadas por el ácido sulfúrico.
Una de ellas ha quedado ciega y oculta las cuencas vaciadas de sus
ojos tras unos anteojos oscuros. No quedaron convertidas en
espectros llagados por un accidente ocurrido en un laboratorio
químico; son víctimas de la crueldad, la imbecilidad, la ignorancia y el
fanatismo conjugados.
Gracias a organizaciones humanitarias han salido de su país y llegado
a Valencia, donde, en el hospital Aguas Vivas, serán operadas y
tratadas. Pero, basta verles las caras para saber que, no importa cuán
notable sea lo que hagan por ellas cirujanos y psicólogos, la vida de
estas muchachas será siempre infinitamente desgraciada. La doctora
Luna Ahmend, de Dhaka, que las acompaña, explica que rociar ácido
sulfúrico en las caras de las mujeres bangladesíes es una costumbre
todavía difícil de erradicar en su país, donde se registran unos 250
casos cada año. Recurren a ella los maridos irritados por no haberles
aportado la novia la dote pactada, o los candidatos a maridos con
quienes la novia adquirida mediante negociación familiar se negó a
casarse. El ácido sulfúrico se lo procuran en las gasolineras. Los
victimarios rara vez son detenidos; si lo son, suelen ser absueltos
gracias al soborno. Y, si son condenados, tampoco es grave, pues la
multa que paga un hombre por convertir en un monstruo a una mujer
es apenas de cuatro o cinco dólares. ¿Quién no estaría dispuesto a
sacrificar una suma tan módica por el delicioso placer de una
venganza que, además de desfigurar a la víctima, la estigmatiza
socialmente?
Esta historia complementa bastante bien otra, que conocí anoche, por
un programa de la televisión británica sobre la circuncisión femenina.
Es sabido que es una práctica extendida en África, sobre todo en la
población musulmana, aunque también, a veces, entre cristianos y
panteístas. Pero yo no sabía que se practicaba en la civilizada Gran
Bretaña, donde, quien maltrata a un perro o un gato va a la cárcel. No
así quien mutila a una jovencita, extirpándole o cauterizándole el
clítoris y cortándole los labios superiores de la vagina, siempre que
tenga un título de médico-cirujano. La operación cuesta cuarenta
libras esterlinas y es perfectamente legal, si se realiza a solicitud de
los padres de la niña. La razón de ser del programa era un proyecto
de ley en el Parlamento para criminalizar esta práctica.
¿Se aprobará? Me lo pregunto, después de haber advertido la infinita
cautela con que la portavoz de las organizaciones de derechos
humanos que promueven la prohibición, presentaba sus argumentos.
Parecía mucho más empeñada en no ofender la susceptibilidad de las
familias africanas y asiáticas residentes en el Reino Unido que
circuncidan a sus hijas, que en denunciar el salvajismo al que se trata
de poner fin. En cambio, quien discutía con ella, no tenía el menor
pudor ni escrúpulo en exigir que se respeten los derechos de las
comunidades africanas y asiáticas de Gran Bretaña a preservar sus
costumbres, aun cuando, como en este caso, colisionen con "los
principios y valores de la cultura occidental".
Era una dirigente somalí, vestida con un esplendoroso atuendo étnico
-túnicas y velos multicolores-, que se expresaba con desenvoltura, en
impecable inglés. No cuestionó una sola de las pavorosas estadísticas
sobre la extensión y consecuencias de esta práctica en el continente
africano, compiladas por las Naciones Unidas y distintas
organizaciones humanitarias. Reconoció que millares de niñas
mueren a causa de infecciones provocadas por la bárbara operación,
que llevan a cabo, casi siempre, curanderos o brujos, sin tomar las
menores precauciones higiénicas, y que muchísimas otras
adolescentes quedan profundamente traumatizadas por la mutilación,
que estropea para siempre su vida sexual.
Su inamovible línea de defensa era la soberanía cultural. ¿Ha
terminado ya la era del colonialismo, sí o no? Y, si ha terminado, ¿por
qué va a decidir el Occidente arrogante e imperial lo que conviene o
no conviene a las mujeres africanas? ¿No tienen éstas derecho a
decidir por sí mismas? En apoyo de su tesis, mostró una encuesta
hecha por las autoridades de Somalia, entre la población femenina
del país, preguntando si debía prohibirse la circuncisión de las niñas.
El noventa por ciento respondió que no. Explicó que una costumbre
tan arraigada no debe ser juzgada en abstracto, sino dentro del
contexto particular de cada sociedad. En Somalia, una muchacha que
llega a la edad púber y conserva sus órganos sexuales intactos es
considerada una prostituta y jamás encontrará marido, de modo que,
lo haya sido antes o no, terminará de todas maneras prostituyéndose.
Si una gran mayoría de somalíes cree que la única manera de
garantizar la virtud y la austeridad sexual de las mujeres es
circuncidando a las niñas, ¿por qué tienen los países occidentales que
interferir y tratar de imponer sus propios criterios en materia de sexo
y moralidad?
Es posible que la ablación del clítoris y de los labios superiores de la
vagina prive para siempre a esas jóvenes de goce sexual. Pero ¿quién
dice que el goce sexual sea algo deseable y necesario para los seres
humanos? Si una civilización religiosa desprecia esa visión hedonista
y sensual de la existencia, ¿por qué tendrían las otras que
combatirla? ¿Simplemente porque son más poderosas? Además, ¿no
es el goce sexual algo de la exclusiva incumbencia de la interesada y
su marido? Al final de su alegato, la beligerante ideóloga hizo una
concesión. Dijo que en Somalia se intenta ahora, mediante campañas
publicitarias, persuadir a los padres que, en vez de recurrir a
practicantes y chamanes, lleven a sus hijas a circuncidarse a los
dispensarios y hospitales públicos. Así, habrá menos muertes por
infección en el futuro.
Lo fascinante de esta exposición no era lo que la expositora decía,
sino, más bien, su absoluta ceguera para advertir que casi todos los
testimonios del documental, ilustrando los atroces corolarios de la
circuncisión femenina, que rebatían de manera flagrante su
argumentación, no provenían de arrogantes colonialistas europeas,
sino de mujeres africanas y asiáticas, a quienes aquella operación
había afectado física y psicológicamente como las más sangrientas
torturas a ciertos perseguidos políticos. En el testimonio de todas
ellas -de alto o de escaso nivel cultural- había una dramática protesta
contra la injusticia que les fue infligida, cuando no podían defenderse,
cuando ni siquiera imaginaban que cabía, para las mujeres, una
alternativa, una vida sin la mutilación sexual. ¿Eran menos africanas
que ella estas somalíes, sudanesas, egipcias, libias, por haberse
rebelado contra una salvaje manifestación de "cultura africana" que
malogró sus vidas?
El multiculturalismo no es una doctrina que naciera en Africa, Asia ni
América Latina. Nació lejos del Tercer Mundo, en el corazón del
Occidente más próspero y civilizado, es decir, en las universidades de
Estados Unidos y de Europa Occidental, y sus tesis fueron
desarrolladas por filósofos, sociólogos y psicólogos a los que animaba
una idea perfectamente generosa: la de que las culturas pequeñas y
primitivas debían ser respetadas, que ellas tenían tanto derecho a la
existencia como las grandes y modernas. Nunca pudieron sospechar
la perversa utilización que se llegaría a hacer de esa idealista
doctrina. Porque, si es cierto que todas las culturas tienen algo que
enriquece a la especie humana, y que la coexistencia multicultural es
provechosa, de ello no se desprende que todas las instituciones,
costumbres y creencias de cada cultura sean dignas de igual respeto
y deban gozar, por su sola existencia, de inmunidad moral. Todo es
respetable en una cultura mientras no constituya una violación
flagrante de los derechos humanos, es decir de esa soberanía
individual que ninguna categoría colectivista -religión, nación,
tradición- puede arrollar sin revelarse como inhumana e inaceptable.
Este es exactamente el caso de esa tortura infligida a las niñas
africanas que se llama la circuncisión. Quien la defendía anoche con
tanta convicción en la pantalla pequeña no defendía la soberanía
africana; defendía la barbarie, y con argumentos puestos en su
cerebro por los modernos colonialistas intelectuales de su odiada
cultura occidental.