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FREDERlCK M. WATKINS 70 dEntro de un espíritu comparativamente liberal. En medida mucho mayor que Mazzini, los nacionalistas liberales insistían en que la libertad de pensamiento y la empresa individual eran vitales para la salud y el progreso de las naciones. Pero aun cuando rechazaban las conclusiones concretas de Los deberes del hombre, de hecho aceptaban sus principios. También para ellos los intereses de la nación tenían prioridad, y las libertades liberales sólo podían justificarse en la medida en que era pa- sible demostrar su compatibilidad con aquellos intereses. Se des- plazaba al individuo del centro de la escena, y quedaba abierto el camino para muchos compromisos futuros. Esto márca el principio del fín del liberalismo como ideología pura y cohe- rente en misma. EL SOCIALISMO Cuando en 1840 Mazzini trató de predicar el evangelio del nacionalismo a los trabajadores italianos, tuvo cuidado de indicar que su doctrina no era liberal, sino socialista. No en- traba aquí tan sólo una cuestión de preferencia personal; daba también por supuesto que la suya era la mejor manera de apelar al apoyo de la clase trabajadora. Lejos de constituir una novedad, tal suposición era ya un lugar común, pues por ese entonces hacía tiempo que el liberalismo había perdido su posición de monopolio como única fórmula ampliamente acep- table de ideología moderna. El liberalismo había tenido su apogeo en el siglo xvm; en el siglo XIX el socialismo era la "nueva ola" del futuro. La segunda ideología no fue, por cierto, tan venturosa Como la primera. El siglo XIX no aportó una. contraparte socialista de la Revolución Francesa y, cuan.. do por fin se produjo en Rusia una revolución comparable, en 1917, fue el comunismo más que el socialismo su fuente de inspiración. Pero aun cuando nunca llegó a alcanzar sus objetivos últimos, el movimiento socialista fue una fuerza que no cabía desdeñar. A medida que pasó el tiempo, los partida- rios del liberalismo, conservadorÍsmo y otras doctrinas riva- les . fueron advirtiendo cada vez con más claridad, como lo hahía.. advertido Mazzini, que la única manera de avanzar era adaptándose a los principios del socialismo. De esta manera, " VI

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dEntro de un espíritu comparativamente liberal. En medida mucho mayor que Mazzini, los nacionalistas liberales insistían en que la libertad de pensamiento y la empresa individual eran vitales para la salud y el progreso de las naciones. Pero aun cuando rechazaban las conclusiones concretas de Los deberes del hombre, de hecho aceptaban sus principios. También para ellos los intereses de la nación tenían prioridad, y las libertades liberales sólo podían justificarse en la medida en que era pa­sible demostrar su compatibilidad con aquellos intereses. Se des­plazaba al individuo del centro de la escena, y quedaba abierto el camino para muchos compromisos futuros. Esto márca el principio del fín del liberalismo como ideología pura y cohe­rente en sí misma.

EL SOCIALISMO

Cuando en 1840 Mazzini trató de predicar el evangelio del nacionalismo a los trabajadores italianos, tuvo cuidado de indicar que su doctrina no era liberal, sino socialista. No en­traba aquí tan sólo una cuestión de preferencia personal; daba también por supuesto que la suya era la mejor manera de apelar al apoyo de la clase trabajadora. Lejos de constituir una novedad, tal suposición era ya un lugar común, pues por ese entonces hacía tiempo que el liberalismo había perdido su posición de monopolio como única fórmula ampliamente acep­table de ideología moderna. El liberalismo había tenido su apogeo en el siglo xvm; en el siglo XIX el socialismo era la "nueva ola" del futuro. La segunda ideología no fue, por cierto, tan venturosa Como la primera. El siglo XIX no aportó una. contraparte socialista de la Revolución Francesa y, cuan.. do por fin se produjo en Rusia una revolución comparable, en 1917, fue el comunismo más que el socialismo su fuente de inspiración. Pero aun cuando nunca llegó a alcanzar sus objetivos últimos, el movimiento socialista fue una fuerza que no cabía desdeñar. A medida que pasó el tiempo, los partida­rios del liberalismo, conservadorÍsmo y otras doctrinas riva­les . fueron advirtiendo cada vez con más claridad, como lo hahía.. advertido Mazzini, que la única manera de avanzar era adaptándose a los principios del socialismo. De esta manera,

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el socialismo llegó a constituir uno de los componentes bá­sicos del pensamiento político moderno.

Los orígenes del socialismo: Pérdida de fe en el mercado libre

El socialismo surgIo a raíz del fracaso del liberalismo en cumplir sus propias promesas más optimistas de bienestar eco­nómico. Según los teóricos del mercado libre, la eliminación de las restricciones gubernamentales al comercio ya' la pro­ducción industrial conduciría a un mejoramiento inmediato y universal de las condiciones materiales de la vida. Esta expec­tativa no carecía totalmente de fundam~to. Si bien los prin­cipios c!!;l..mercado libre nunca fueron aplicados sin ciertas reservas, especialmente en el campo del comercio internacio­nal, los experimentos liberales llegaron en realidad lo bastante lejos, en las décadas que siguieron a la Revolución Fran­CEsa, como para demostrar que mucho podía lograrse sobre eSa base. La riqueza real aumentó con una tasa sin preceden­tES, y el crecimiento demográfico igualmente sin precedentes reveló que al menos parte de los beneficios de la Revolución Industrial eran compartidos en gran escala. Empero, lo que más impresionó a los observadores contemporáneos fueron las dEsigualdades económicas que ese proceso iba creando. Sólo lo.. relativamente ricos y emprendedores estaban en condicio­nes de aprovechar plenamente las ventajas del nuevo orden económico. .

Afortunados banqueros y especuladores del mercado ~ ,volvieron espectacularmente ricos, mientras que la suerte de las clases trabajadoras que vivían en los barrios bajos mejo­raba poco o nada. Esto constituyó un amargo desencanto para la¡, esperanzas humanitarias de aquellos que habían abrazado el liberalismo confiados en que los beneficios del progreso económico serían compartidos por toda la humanidad. El so" cialismo surgió como una respuesta a su desilusión.

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Puesto que la desigualdad econOInlca parecía ser la con­secuencia inevitable de la libre competencia, los propugnado­res de la igualdad comenzaron naturalmente a ver en el mer­cado libre mismo el obstáculo primario al bienestar de la hu­manidad. Al igual que los liberales antes que ellos, los socia­listas siguieron siendo en su mayoría firmes creyentes en el progreso. También ellos confiaban en que no. había práctica­mente lúnite a lo que el hombre podía lograr si se le permitía dar libre expresión as~ capacidad creadora natural. En lo que düerían de sus predecesores era en' su estimación de los motivos por los cuales los hombres eran incapaces en las cir­cunstancias imperantes, de realizar su verdadera potencialidad. Pa­ra los liberales, las desigualdades legales habían sido aparente­mente la principal barrera que se oponía a la propia reali­zación; para los socialistas, la principal düicultad residía . en las . desigualdades económicas. . Eliminar la competencia de mer­cado, fuente de tales desigualdades, era el objetivo esencial del _movimiento socialista.

Los primeros atisbos de socialismo se remontan" a los días de la Revolución Francesa misma. Aunque la gran mayoría de los revolucionarios se habían contentado con abolir las des.­igualdades legales entre los ciudadanos, ya había un grupo que estaba convencido de que eso no bastaba. El slogan re~ -volucionario "Libertad, Igualdad, Fraternidad" carecería de sen­tido, pensaban, mientras los franceses estuviesen divididos entre sí por desigualdades de riqueza. Bajo la conducción de un. hom­

. bre llamado Babeuf, algunos. de ellos llegaron . inclusive a la conspiración para. apoderarse. del gobierno y. llevar la obra. de la revolución a sus lógicas conclusiones económicas. Aunque el esfuerzo fue débil y fácilmente aplastado, las generaciones pos­tc.riores de socialistas llegaron a considerarlo como profético de lo que habría de venir.

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El socialismo utópico

N o obstante, fue necesario esperar las primeras décadas del siglo XIX para que el socialismo comenzara a ser una fuer­za respetable. Esas décadas presenciaron un notable florecimien~ to del pensamiento socialista, especialmente en Francia. AWl­que a menudo se suele agrupar a aquellos primeros autores bajo la denominación de "utópicos", en realidad representaban la más amplia variedad posible de opiniones. Algunos, como Saint-Simon y Louis Blanc, abogaban por una economía más o menos centralizada bajo control estatal. Otros esperaban re­solver la "cuestión social" mediante diversas formas de aso­ciación privada. Una actitud popular, a la que le cabe espe­cialmente el objetivo de "utópica", era huir de los rigores de la era industrial y apartarse para formar comunidades que se abastecían a sí mismas, donde los hombres pudieran satisfa­cer todas sus necesidades sin recurrir al mercado, sobre Wl3.

base de cooperación libre. El abogado más eminente de esta postura fue Fourier, cuyo plan minuciosamente detallado de una comunidad modelo, o falansterio, a nada se asemeja tanto como a un extravagante hotel de veraneo, repleto de tiendas de fantasías. Una idea de más duradera importancia fue la de Proudhon, que abrigaba. la esperanza de establecer un siste­ma de cooperativas de trabajadores en escala nacional, las cuales negociarían unas con otras el intercambio recíproco de bienes y servicios. Resulta difícil imaginar que autores tan mar­cadamente diferentes formasen parte de un movimiento único. Todos estaban de acuerdo, sin embargo, en un punto prin­cipal: todos creían que la empresa privada y la competencia de mercado eran enemigas del bienestar humano, y que de­bían ser reemplazadas por una forma más responsable de or­ganización social. Si bien ninguna de esas doctrinas ganó mu­chos adeptos, su persistencia fue sintomática de un creciente descontento.

En 1818, cuando las monarquías conservadoras se vieron

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forzadas a batirse en retirada, los socialistas eran ya lo su­ficientemente fuertes como para desempeñar un papel apre~

ciable, aunque secundario, en los disturbios revolucionarios que siguieron, especialmente en Francia. Proudhon fue elegido miem­bro de la Asamblea Nacional, y Louis Blanc fue inclusive auto­rizaJo temporariamente a instalar talleres nacionales para ali­viar la situación de los desocupados. Empero, todo esto no lle­gó a significar mucho. La dificultad residía en la plétora de ideas socialistas, pero nada había que equivaliera a una ideolo­gía cabal. En los años de la Revolución Francesa, los liberales sabían exactamente lo que querían. Todos estaban de acuerdo, y habían logrado que una vasta corriente popular creyera en ello, en que la supresión de los privilegios dados por ley abriría inevitablemente el camino a un progreso sin precedentes. Aun­que los socialistas de 1848 también creían saber qué andaba mal en el mundo, estaban todavía muy lejos de llegar a una conclusión coincidente acerca de lo que había que hacer. Sin una simple y bien definida promesa propia que ofrecer, mal podían abrigar la esperanza de persuadir a las masas a que se les unieran en un nuevo movimiento revolucionario.

El socialismo científico de Marx y Engels

Carlos Marx fue el hombre que logró finalmente aportar al socialismo una ideología efectiva. Tanto él como su ínti­mo colaborador, Engels, eran alemanes que transcurrieron la mayor parte de su vida activa en Inglaterra, la patria de la Revolución Industrial. Al igual que la mayoría de los pri­meros socialistas, eran intelectuales de la clase media. Un sen­timiento de solidaridad hu:t:Q.anitaria, y no la propia experiencia personal, fue lo que los indujo a dedicar sus vidas a la causa de las clases trabajadoras. Antes de establecerse en Inglaterra, Marx había vivido algún tiempo en París y conocido allí a ruuchos líderes del socialismo francés. Aunque Marx simpati­zaba con los objetivos de estos dirigentes, consideraba sus mé-

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todos como un ensayo absurdo de aficionados. Sus teorías eran construcciones arbitrarias sin vinculación sólida y demostrable con los hechos de la vida social. Marx mismo era un filósofo académico de excelente formación, que se interesaba mucho por las cuestiones de método. Lo que el socialismo necesitaba, en opinión de Marx, era una teoría cabalmente científica, una teoría que demostrase que la destrucción del orden social exis­tente no sólo era necesaria, sino también inevitable. Crear una teoría de este género devino la ambición de su vida.

Para poder llevar adelante su programa, sin embarg~, te­nia que superar un gran obstáculo. En parte como resultado de la reacción conservadora, el clima intelectual imperante en la época de Marx era mucho menos favorable que lo que ha­bía sido en el siglo anterior a las teorías de la revolución. La gente estaba ahora dispuesta a insistir en la continuidad de la vida socia:! y a pensaren . el cambio social como una cuestión de gradual evolución: Aunque extremistas en sus objetivos úl­timos, la mayoría de los socialistas se habían hecho a la idea dé que sería' necesario acercarse a su meta a través de esfuer­zos lentos' Y" parciales. eón más firmeza aún que los demás, Marx también creía que la historia es un proceso definido e ininterrumpido. Una de las conquistas descollantes de la es­.cuela filosófica hegeliana, en la cual él riúsmose había for­mado, había sido crear una filosofía de la historia. Pero Marx creía. también que nªdaque no fuese un levantamiento re­volucionario radica:!, . lograría destruir el orden existente. La continuidad de la hlstoria no había. sido obstáculo para que los liberales,: en firi de cuentas, ascendieran al poder por el ca. mino de la R.evolución Francesa. El problema de Marx con,. sisna-en demostrar que -el curso de la evolución histórica brin~ daría alas clases trabajadoras, pronto e inevitablemente, una ocasión similar para una acción revolucionaria exitosa.

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Materialismo dialéctico

Su respuesta a este problema fue el principio del "ma­terialismo dialéctico". "Dialéctico" era un término tomado en préstamo del vocabulario técnico de la filosofía; el uso que de él hace Marx revela cuánto debía su teoría a su formación como filósofo. Originariamente ese . término se refería al pro­ceso por el cual se forman y esclarecen las ideas en el trans­curso del debate intelectual. En primer lugar se anticipa una proposición o tesis, y luego se la cuestiona por medio de una contraproposición o antítesis. Puesto que ambas tienden a ser parcialmente verdaderas, el resultado norma:! de la discusión siguiente es una proposición revisada o síntesis, que reúne los elementos válidoS de cada una de ellas. El materia"lismo . dia­léctico es un intento de demostrar que el desarrollo de las ins­tituciones sociales sigue la nuSIna pauta. Tal como Marx lo in­terpr~ta, el principio del materialismo radica en que la fuerza impulsora de la vida humana es la .motivación económica, el df.seo de bienestar material. La fina"lidad esencial de todas las ideas e instituciones -políticas, religiosas o económicas-- es salvaguardar los intereses económicos. En cua:!quiera de las etapas del desarrollo económico hay una clase gobernante que, al monopolizar la posesión de la tierra, fábricas u otras fuen­tes de riqueza, se halla en condiciones de dominar la socie­dad toda. No obstante, por grande que sea su poder, es bá­sicamente inestable. Con el correr del tiempo se descubren nuevas fuentes de riqueza que llevan a nuevas formas de or,. ganización económica. Nuevas clases surgen para explotar esas oportunidades, desafiando así el monopolio de la antigua clase gobernante. Hablando en términos dialécticos, el orden esta­blecido es una tesis que, inevitablemente, crea su propia antí­tesis bajo la forma de una clase nueva, revolucionaria. El re­sultado, o sea la síntesis, es una crisis revolucionaria, en la que la nueva clase, que gradualmente se vuelve más fuerte que la anterior, depone a sus' antiguos gobernantes yremodela

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por completo la sociedad en beneficio propio. En otras pala­bras, la historia· es un proceso dialéctico en el que cada pe-· 'I'Íodo de crecimiento evolutivo está destinado a culminar en una revolución. Materialismo dialéctico es la expresión que utiliza Marx para caracterizar este inexorable proceso de des­arrollo.

La confianza en la dialéctica determinó que Marx pro­cediera, con una seguridad desconocida para la mayor parte de sus camaradas socialistas, a predecir el futuro. Los capita­listas -los mercaderes y los industriales, dueños de fábricas, bancos y otras instituciones que dominaban la vida económica. de la era iniciada por la Revolución Industrial- constituían la clase dominante en ese momento. Con la Revolución Francesa dieron por tierra con el régimen de sus antiguos gobernantes -los aristócratas--, cuyo poder basado en el otrora primor­dial factor de la posesión. de la tierra ya no era comparable al suyo. Todas las instituciones políticas y sociales de la época, entre ellas las escuelas, las iglesias, la prensa y otros agentes de control de la opinión pública, habían sido modeladas de suerte que sirvieran a sus propios intereses. A pesar de su po­der, sus días estaban ya contados. El nuevo orden industrial, como tesis, había producido inevitablemente su propia antí­t(;sis: los trabajadores fabriles, o bien, como preferían llamar­los los socialistas, el proletariado. A los' que no tenían otra cosa que vender salvo su propio trabajo, no les quedaba más alternativa que la de trabajar por un salario, en condiciones establecidas por los capitalistas. a quienes la posesión de todos los instrumentos más importantes de producción les confería un monopolio dentro del mercado laboral. Estos últimos fija­ban salarios de hambre y se apropiaban bajo la forma de plusvalía, o utilidades, de la mayor parte de la riquezaprodu­cida por sus obreros. Como clase explotada, era inevitable que los proletarios adquiriesen aún más conciencia de sus comunes intereses, opuestos a los de los capitalistas. La naturaleza del capitalismo era tal" por otra parte, que el poder del prole­tariado aumentaba incesantemente. En una economía compe-

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titiva, los competidores más ricos y eficientes desalojaban del comercio a sucesivas oleadas de capitalistas más débiles, for­zándolos a introducirse en las filas del proletariado. En con­secuencia, era inevitable que a la postre, y por el simple peso cuantitativo, un proletariado cada vez más numeroso y fuerte lograra aplastar a una clase capitalista cada vez más reducida y débil. Cuando esto acaeciera, debía producirse una nueva crisis revolucionaria y, al igual que los revolucionarios fran­ceses en época anterior, también los obreros fabriles tendrían oportunidad de crear una síntesis dialéctica propia.

El elemento utópico

Marx, no obstante, hizo algo más que prometer la vic­toria; también dio razones a los proletarios para creer que la. suya no sería simplemente una revolución más, sino un triun­fo concluyente y decisivo. Al hacerlo así, alcanzó un grado utó­pico que supera incluso las esperanzas más optimistas de sus predecesores liberales. Si bien estos últimos propiciaban el mí­nimo uso de la coerción, convenían generalmente en que la espontánea sociabilidad de los hombres tiene límites y en que siempre haría falta la autoridad coercitiva de los gobier­nos para solucionar las disputas y salvaguardar la vida y la propiedad. Marx no hizo concesiones de este tipo a la fragilidad humana. Según su manera de pensar, el resultado final de la destrucción del capitalismo sería el establecimiento definitivo de una sociedad to'talmente desprovista de clases. Esta socie­dad sería tan pacüica y reinaría en ella tal espíritu de cola­boración, que ya no habría necesidad de coerción alguna. To­dos los problemas se solucionarían por vía de acuerdos racio­nales. Al no ser ya necesario, el Estado desaparecería para siempre y, junto con él, todos sus poderes coercitivos.

La demostración que daba Marx de esas proposiciones simplemente se seguía de sus premisas. De acuerdo con el prin­cipio del materialismo, las. únicas causas significativas del con­

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flicto social son los choques de intereses econOInlCos. Mientras la sociedad continúe dividida en clases separadas, la clase go­bernante siempre sentirá la necesidad de un Estado de coer­ción para defender sus privilegios especiales. Cuando los pro­letarios lleguen al poder, también ellos establecerán un Estado propio, una dictadura del proletariado, para proteger sus in­tereses de clase. Sin embargo, a diferencia de los gobiernos del pasado, que estaban al servicio de minorías opresoras, será un gobierno por y para la gran mayoría oprimida. Su finalidad será apoderarse de la propiedad de la minoría capi­talista; los propietarios, privados de los instrumentos de pro­ducción, dejarán entonces de existir. La propiedad será con- . ferida a la sociedad como un todo y será utilizada para fines comunes. Dado que las diferencias de clase dependen de las diferencias en la posesión de la propiedad, el resultado de la propiedad común consistirá en producir una sociedad con una sola clase, o sin clases. El único fin del gobierno es per­mitir que una clase reprima a otra. De ahí se deduce que, en una sociedad sin clases, el Estado no tendrá funciones que cumplir y, lentamente, irá desapareciendo.

Fuerzas y debilidades del socialismo cientifico

Si bien Marx creía que su doctrina, a diferencia de la dc los utopistas, era un socialismo estrictamente "científico", en realidad dependía de algunas hipótesis muy imprecisas. Por ejemplo, detrás de su concepto de una sociedad sin clases se ocultaba una serie de ambigüedades. Su visión· del futuro únicamente tenía sentido en el supuesto de que sólo los ca­pitalistaS persiguieran intereses especiales y de que los hite­reses del proletariado fueran idénticos a los del resto de la población. En términos del principio marxista· del materialis­mo, esto era algo más que dudoso. La composición clasista de la sociedad moderna, como el mismo Marx lo reconocía, es sumamente complicada. El vasto sector agrario de la econo-

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púa, en particular, con sus terratenientes, arrendatarios, gran­~eros independientes y trabajadores contratados, supone toda una serie de relaciones productivas que tienen poco que ver \Con los problemas de los trabajadores fabriles. A pesar de todo ello, Marx creía que tarde o temprano una gran mayoría de la población rural llegaría a identificarse con el proletariado. 'Esta no era una conclusión científica, sino un acto de fe.

Más todavía, aun aplicándolo a los trabajadores fabriles, ~l concepto de Marx acerca de un proletariado unificado dis­taba mucho de ser claro. Él generalmente habla como si la mera experiencia de la explotación económica bastase para tomunicar a todos los trabajadores fabriles una común con­;ciencia de clase en oposición a sus empleadores. Pero tam­bién creía que los capitalistas, con la ayuda de escuelas, igle­;Sias y periódicos, y respaldados por el poder coercitivo del Es­~ado, tienen muy grandes posibilidades de engañar a las clases Itrabajadoras e impedirles así que reconozcan cuáles son sus )verda~eros intereses. Por ello Marx advierte a menudo la ne­cesidad de distinguir entre el proletariado, en general, y el ,proletariado "con conciencia de clase". La situación se com­plica más todavía por el hecho de que no todos los miembros (del proletariado con conciencia de clase son necesariamente proletarios. Los intelectuales de la clase media pueden muy bien ser capaces, con la objetividad de verdaderos científi­S:OS, de elevarse por encima de los prejuicios de su anterior ¡clase y consagrarse. con un conocimiento y penetración de que carecen la mayor parte de los trabajadores fabriles, a la causa proletaria. Marx y Engels mismos son destacados ejemplos. )Las personas de esta categoría se incluyen presumiblemente en la "vanguardia" del proletariado, otro grupo de proleta­rios que Marx menciona ocasionalmente. La relación entre

diversas subdivisiones del proletariado constituye un pro­blema interesante pero aún sin aclarar.

Las ambigüedades del concepto marxista de clase, según: comprobó a la larga, dieron origen a muchas dificultades.

todo, resultó difícil deteiminar si los marxistas estaban

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comprometidos con princIpIos democráticos y, en caso afir­mativo, hasta qué punto lo estaban. Desde los puntos de vista económico y social, las implicaciones de la doctrina eran cla­ramente democráticas, en un sentido muy limitado del tér­mino, o sea en la medida¡ en que la futura dictadura del pro­letariado era enfocada como un gobierno ejercido en nombre y sobre la base de los intereses de una abrumadora mayoría de la población. Marx, sin embargo, nunca especificó real­mente que ese gobierno habría de ser también un gobierno por el pueblo, en el pleno sentido democrático de un control efectivo por parte de la mayoría. Al igual que los jacobinbs de una época anterior a la suya, Marx no parece haber tenido verdadera conciencia de la distinción entre dictadura y demo­cracia. ¿Tendría la revolución que esperar a que la minoría de, los trabajadores fabriles hubiesen conquistado un número suficiente de partidarios en otras clases económicas de modo que constituyeran una absoluta mayoría?, ¿o sería más con­veniente que estableciesen un gobierno de minoría en interés de todos? ¿Debía aguardar la vanguardia a que el conjunto del proletariado llegase a tener una activa conciencia de cla­se?, ¿o debía proceder, cuando se presentase una oportunidad aparentemente madura, a imponerse a los proletarios rezaga­dos? Los escritos de Marx y Engels no contienen respuestas para estas preguntas. Las controversias sobre estos agudos pro­blemas estaban destinadas, en años posteriores, a deteriorar notablemente la unidad del movimiento socialista.

Pese a toda su futura importancia, sin embargo, estas de­bilidades latentes no echaron a perder demasiado la efectividad ideológica del marxismo. Al adherir a esta doctrina, los so­cialistas adquirieron una fe combativa. que de ningún modo desmerecía en comparación con la ideología del liberalismo. Para los miembros de las clases inferiores, el ideal de una· so­ciedad sin clases era mucho más atrayente que la idea liberal de. la libre competencia. Su fórmula para alcanzar esa metá, mediante una confiscación revolucionaria del capital privado, era clara y simple. Sus pretensiones de inevitabilidad

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ca le confirieron una elevada posición en una época muy dada a la temerosa e inconsulta aceptación de conquistas cientí­ficas. En el marxismo, todas las características esenciales de una moderna ideología se combinaron acertadamente para des­pertar las esperanzas de aquellos que ya no se contentaban con la evanescente promesa del liberalismo. El socialismo había sur­gido como una fuerza importante en el mundo de la política moderna.

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EVOLUCIóN DEL LIBERALISMO

En la parte del mundo que se conoce con el nombre de Comunidad Atlántica, la era ideológica alcanzó su nivel máximo con el surgimiento del socialismo marxista. A partir de ese momento la tendencia general de los acontecimientos ha sido antiideológica. Desde luego, esto no significa que a co~ienzos del siglo xx la fuerza de las ideologías anteriores estuviese ya completamente agotada, o que luego faltasen ideo.­logías nuevas. Con todo, al término de la Primera Guerra Mun­dial era ya muy evidente el surgimiento de un nuevo clima político. Cincuenta años antes, las lealtades políticas en la mayoría. de los países europeos estaban divididas entre los par­tidarios de des ideologías distintas y los de una antiideología. Liberales y socialistas eran polos separados, unidos solamente por el común temer y odio a todas las instituciones conser­vadoras, entre ellas a la Iglesia Católica. Por ello es un tanto !!orprendente descubrir que, en la década posterior a la Pri­mera Guerra Mundiarl" cuando. Alemania hizo su primer malha­dado experimento con la democracia constitucional, el sostén del nuevo régimen fuera la llamada. coalición de Weimar, aso­ciación de partidos políticos que implicaba la estrecha cola­boración de los partidos liberal, socialista y católico. Al fina­lizar la Segunda Guerra Mundial apareció nuevamente una coalición similar que trató de' deminar el escenario político.

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prácticamente en todos los países de Europa occidental. Tales acontecimientos atestiguan un viraje fundamental en la tra­yectoria del pensamiento político.

Si bien la naturaleza y el significado del cambio no eran del todo evidentes al principio, el estrechamiento de las fi­suras ideológicas y el acercamiento hacia un nuevo consenso ya habían avanzado notablemente al finalizar el siglo XIX.

El origen de esas evoluciones radicaba en la creciente desilu­sión frente a las viejas maneras de pensar. En el pasado, las ideologías habían servido, y todavía iban a servir, de estímulo poderoso para la acción revolucionaria. Su debilidad consistía en que, prometiendo lo imposible, despertaban esperanzas que, por su naturaleza misma, estaban destinadas al desengaño. Cuan­<1ú las realizaciones, por considerables que fuesen, no alcanza­ban la altura de las expectativas, la fe en la ideología corriente tendía a deteriorarse. Como consecuencia natural, muchos em­pezaban a buscar una nueva. El socialismo, como hemos visto, era una posible respuesta a los decepcionantes logros· del li­beralismo. Otra reacción igualmente probable era perder la fe en la ideología misma. A la larga, se comprobó que ésta era la secuela predominante en la Era Ideológica. Al reconocer que era vano afanarse tras una solución única y simple para los problemas de la sociedad, un número cada vez mayor de personas se contentaron con buscar soluciones imperfectas y parciales. Abandonando sus esperanzas revolucionarias, adopta­ron el procedimiento más prosaico de la política cotidiana. La democracia constitucional, con su ininterrumpido proceso dé negociaciones entre puntos de vista opuestos, ganó cada. vez más amplia aceptación. Estaban en vías de echarse lentamente las bases de un nuevo consenso.

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Evolución del liberalismo británico: J000 Stuart Mill

El proceso se inició ante todo en Inglaterra. Al promediar el siglo XIX ya se la reconocía desde tiempo atrás, en casi todos sus aspectos. como la nación liberal más descollante. Era el país más altamente industrializado y también el más constante en brindar apoyo al libre comercio y en la defensa de las libertades personales. Buena parte de esta reputación se debía a un pequeño, pero muy influyente, grupo de ideólogos liberales. Desde la época de Adam Smith la escuela inglesa de economistas clásicos había sido el sostén del liberalismo eco­nómico. Otros aspectos de la doctrina liberal estaban bien re­presentados por Jeremy Bentham y sus asociados, los utilita­ristas. Inspirados en una fe típicamente ideológica en el poder de la razón humana, los benthamianos propiciaban una amplia variedad' de reformas radicales. La' fuerza de la tradición cons­titucional británica, sin embargo, era tan grande que ellos se ha­bían contentado con imponer su programa por la vía parla­mentaria, más que por la acción revolucionaria. Esto les in­fundió cierta comprensión y respeto por el común toma y daca de la negociación parlamentaria. Les resultó, pues, relativa­mente fácil modificar sus compromisos ideológicos y adoptar una actitud más realista frente a la política.

El teórico más interesante a este respecto es John Stuart MilI. Su padre, que ocupaba un alto cargo en la Compañía Británica de las Indias Orientales, era un conocido utilitarista. Como el joven Mili era una especie de niño prodigio, recibió una muy cuidadosa educación, con la esperanza de que siguiera las huellas de su padre. Esto fue, en gran medida, lo que él realmente intentó hacer. También él obtuvo un puesto en la casa de la misma compañía en Inglaterra y, aun así, se las arregló para componer en sus horas libres una serie de escri­tos que le valieron una precoz y duradera reputación como

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teórico liberal sobresaliente a mediados del siglo XIX. SUS PrincipIes 01 Political Economy (Principios de Economía PoIí. tica) fueron durante mucho tiempo el principal texto de eco· nomía clásica, y su ensayo On Liberty (Sobre la libertad) to­davía..:,cupa un lug~r preponderante entre lasa,rgp.fl:H~Il!as!fº~

1; er¡'-adensa . 9~ la libertad· de expresión, Pero, a pesar de que;: ~ eíi muchos aspectos se mantuvo leal a su educación utilitarista, [! también estuvo abierto a otras influencias. Sus múltiples re­

laciones con intelectuales de todo tipo, entre ellos Mazzini, JJ! contribuyeron marcadamente a ampliar la gama de sus sim­

1 patías y le hicieron abrir juicio sobre algunas de las más1

JI simplistas hipótesis de sus predecesores. Comparado con estos i últimos, gozó de las ventajas de la percepción a posteriori. Mu­

chos de los cambios por los cuales habían luchado su padre y j otros liberales de la primera hora, 'eran ya entonces realidades

'<11 y podían ser juzgados por sus consecuencias. A un hombre ÍD­

teligente como MilI' no le faltaban materiales que le permi­tieran poner a prueba y modificar la-ideología .anterior.

El problema del gobierno de la mayoría

El rasgo más distintivo de la posici6n definitiva de Mill, comparada con la de sus predecesores, fue una fundamental reevaluación del problema de la democrada. A Bentham y al padre de Mill, el gobierno de la mayoría les había parecido la mejor de todas las formas posibles de gobierno. Al igual que Paine, suponían que las masas serían por lo general lo bastante razonables como para apreciar las ventajas de la versión liberal de la libertad. John Stuart Mill fue también un demócrata por convicción. Para él, el derecho al autogobierno no era meramente una' conveniencia utilitarista, sino una necesidad moral, indispensable para que el hombre pudiera alcanzar la meta adecuada de la autodeterminación. Tan firme fue, de hecho, su creencia en el significado moral de la acción polí­tica responsable, que llegó inclusive a convertirse en uno de

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los más tempranos defensores del sufragio femenino. Su fe en el valor moral de la democracia no descartaba, sin embargo, una aguda conciencia de los peligros prácticos implícitos en la acción de las masas. Lejos de creer en la inevitable bondad y racionalidad de las mayorías, advirtió que los impulsos nor­males de los hombres comunes eran enemigos de la libertad. Para él, la acemru;iQn....de._los-p~f'lioS"·democráticos-rro ..tons­tiluía:. ulla .'. panacea,~.sino .un-problemii.

Puesto que MilI era un intelectual, naturalmente se inte­resó mucho por la cuestión de la libertad intelectual. Su gran temor a las masas estribaba en el hecho de que éstas utilizasen su fuerza para desalentar o proscribir pautas de pensamiento y de acción fuera de lo habitual, forzando a todo el mundo a adaptarse a un estándar común de mediocridad popular. En este sentido recibió marcada influencia de Tocqueville, cuyo libro De la Démocratie en Amérique (La Democracia en Amé· rica) produjo un gran impacto sobre el pensamiento de la época. En su famoso estudio sobre el primer gran experimento realizado en el mundo con respecto a una democracia de ma­sas, el aristócrata francés había hecho mucho hincapié en la aplastante uniformidad de la vida norteamericana y había sub­rayado la peculiar renuencia de los norteamericanos a tolerar indíviduos o grupos que tratasen de vivir una vida propia o de alentar pensamientos propios. Mill encontró en esto un si­niestro paralelo con lo que él mismo había visto en la vida inglesa de la época victoriana media. Si bien apenas comen­zaban entonces a sentirse en ese país los efectos de una demo­cracia de masas, resultaba ya muy evidente la presión que ten­día a un conformismo social. Junto con la Revolución Indus­

. trial, un nuevo y riguroso código de conducta, conocido como la moralidad victoriana, hizo presa de la alegre Inglaterra. Leyes puritanas dieron al domingo inglés una fama universal de endurecida lobreguez y de que también los días de semana estaban sobrecargados de recato. Aun cuando Mill distaba mu· cho de ser una persona de hábitos. bohemios, se alarmó por la creciente tendencia a estandarizar las vidas de los hombres.

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Sc dio cuenta de que las masas, en su perezoso e irreflexivo culto a los hábitos conocidos, corrían el peligro de secar las fuentes vitales de toda realización verdaderamente progresista.

M ill Y la libertad

La finalidad del ensayo On Liberty era llamar la atención sobre este problema y demostrar que era necesario proteger la libertad del indivlduo. En apoyo de esta proposición, Mill adoptó dos líneas paralelas de razonamiento, la primera de carácter utilitarista, la segunda no utilitarista. Defengió_la....lir bt:.rtad d~ ]>ensamiento' 'y' de -discusión, en .primerlugar;~i-basán­do~~_~~la.....sociedadl ·El conocimierrtul'ado~ e~ la b~ del. bienestar . socia1y ',s . .rl-línko. ~_p.ac.a-coniir- --.~. nl,i.l'-y-.ampliax.,eI--coooeimiento verdadero-consiste ,en someter tgdas las ideas,_ viejas .o_nuevas, a. la; prueba-Jl,elJ.i1;>.r.e...anáüsis ~: Hasta aquí, la argumentación: de' MilI tiene el aire familiar del liberalismo del siglo xvm. Su segunda línea de defensa, en cambio, es completamente diferente de la primera. Muy lejos ya de la cuestión de la utilidad social, trata de de­mostrar que la-aut-etl.&-ermi:nación individual es u-B dereeho-fl.'u­~co,.,¡ndispensable' para el desarrollo de cualquier tipo de responsabilidad moral. Ninguna línea de pensamiento o acción, por objetivamente verda.dera y útil que pueda ser, re­viste significado moral mientras no se la adopte, libre y cons­cientemente, como cuestión de convicción personal. Sin liber­tad. para elegir entre fuerzas conflictivas q.ue lo solicitan, el hombre pierde su legítima dignidad como ser moral y racio­nal. Este segundo argumento constituye el meallo de la par­ticular variedad de liberalismo que profesa Mill.

Que al autor le preocupan más las consideraciones de moral que las utilitarias, se halla reflejado en el tenor pre­ponderantemente individualista de sus escritos. La principal proposición expuesta en su ensayo On Liberty es que la socie­dad tiene derecho a regular las acciones "concernientes a otros",

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puo en las acciones "concernientes a uno mismo" no tiene por qué intervenir. Los derechos del individuo, en este último caso, son .absolutos y no dependen en modo alguno del prin­cipio ,de utilidad social. Esta es, en sí, una proposición' carente de sentido, puesto que la distinción entre las acciones concer­nientes a uno mismo y las acciones concernientes a otros dista mucho de ser en sí evidente. Hay muy pocas cosas que el hombre puede hacer por cuenta propia y que no repercutan de alguna manera en otras personas. Para quienes estén dis­puestos a hacer hincapié en las consecuencias sociales de la acción individual, no hay extremos imaginables de regulación social que no se puedan justificar de acuerdo con el princi­pio de Mili. Pero MilI mismo enfocó la cuestión desde la dirección opuesta. Según él, el peso de la prueba recae directa y gravemente en quienes proponen la acción social. El su­puesto noÍmal debe ser que los hombres tienen derecho a vivir su propia vida. Una acción concierne a otros, y por lo tanto está sujeta a regulación, sólo cuando ejerce un efecto decidi­damente adverso sobre la libertad de otras personas. Las con­secuencias sociales de un carácter indirecto e insustancial no bastan para impedir que los actos de un individuo sean ca­lificados como concernientes a él mismo. Toda la intención del argumento de Mill era limitar las pretensiones que podrían correctamente aducirse en nombre de la utilidad social, y asegurar el reconocimiento, en la medida de lo posible, del derecho a la autodeterminación individual.

Todo esto calzaba muy bien como enunciado y justifica­ción de los.. objetivos. liberales, ¿pero cómo lograr alcanzarlos alguna vez? Los liberaJes de la primera época habían dado una respuesta fácil a esta· cuestión. En virtud de su fe en la racionalidad esencial de los hombres, habían podido ir ade­

. lante animados por la serena seguridad de que las verdades liberales, una vez expuesta.'!, estaban destinadas a prevalecer. Mill no podía hacer lo mismo. El motivo que lo impulsó a escribir On Liberty había sido defender los derechos de indi·

excepcionales contra la ceguera y la hostilidad de los

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hombres comunes. Al hacerlo así, tenía plena conciencia de que ninguna palabra suya podría ayudar mucho a mejorar la situación. Las personas estúpidas y llenas de prejuicios no se dejan motivar fácilmente por la fuerza de los argumentos ra­cionales. No existe la certeza, según destacaba Mill, de que la verdad prevalezca sobre la mentira, ni siquiera a largo plazo. Para que pueda surgir una sociedad verdaderamente liberal, deben primero echarse las bases mediante un bien meditado programa de acción social y política. Exponer los requerirrúen­tos de un programa de esta índole fue el objetivo último del pensaIlÚento político de Mill.

El problema de la educación

Un probable enfoque del problema era por vía de la edu­cación. La mejor edad para moldear las actitudes de los hombres e~ la edad de sus primeros añQS, años de formación. Mazzini ha­bía confiado en este priÍlcipio cuando abogó por un sistema uni­forme de educación estatal tendiente a inculcar el nacionalismo.

Aunque Mill, con su énfasis puesto en la libertad y la diversidad, se inclinaba naturalmente hacia la educación privada con pre­ferencia a la pública, también creía en el derecho del Estado a insistir en niveles educativos mínimos para todos sus futuros ciu­dadanos. A diferencia de Mazzini, su propósito no era el de inculcar ideas comunes, sino enseñar a los ciudadanos a pen­sar por sí rismos. El Estado debía garantizar a todo niño la oportunidad de aprender a leer y escribir, y de, adquirir otros instrumentos elementales del pensamiento. A través del contacto con los métodos y actitudes básicos de la indagación científica objetiva, su inteligencia natural debía ser instruida de manera tal, que después se pudiera tener confianza en que el niño seguiría sus propias inclinaciones de una manera bastante razonable. Mill era demasiado realista para pensar que la educación liberal serviría para curar todos los IÍlales. Con todo, la consideraba como requisito previo necesario para vivir en una sociedad libre.

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Por irrecusable que pudiera parecer esta conclusión, Mill se veía amenazado con tener que afrontar un insalvable círculo vicioso. Un electorado ilustrado exigía una política educativa ilustrada. respaldada por el gobierno. Según los propios princi­pios de Mill de la autodeterminación y la responsabilid~d moral, lo~ gobiernos tienen que ser democráticos. La acción democrá­tica depende de la voluntad de una masa electoral. Sólo de un electorado ilustrado cabría esperar el apoyo a una política de educación liberal. Sin embargo, nuestra proposición inicial era que los electorados masivos no serán ilustrados si no han reci­bido previamente una educación liberal. He ahí que el argumento retrocede a su punto de partida y deja las cosas en no mejor estado que al comienzo.

La creación de un electorad'O ilustrado

La única salida de la dificultad, sin sacrificar principios liberales, es abandonar la estricta adhesión a la democracia. Aun­que podría comprometerse al liberalismo, a aceptar la proposi­ción de que todos los hombres deben compartir las responsabi­lidades del autogobierno, no se sigue de ello necesariamente que ellos deban hacerlo así de inmediato. Por el momento qUizás fuera más sensato dejar el poder en manos de una élite relativamente experta y muy instruida. Bajo la tutela de una minoría de menta­lidad liberal, las masas podrían ir adquiriendo lentamente las diversas habilidades necesarias para una ciudadanía efectiva. A medida que su educación fuera progresando irían aumentando en proporción semejante sus responsabilidades políticas. El re­sultado final sería una sociedad completamente libre, en la que todos los hombres y mujeres participarían por igual en los derechos y deberes del gobierno. Entonces, y sólo entonces, sería posible unir liberalismo y democracia en una asociación efectiva.

Tal fue la argumentación general que Mill expuso en su ensayo On Representative Government (Sobre el gobierno repre­

1: sentativo). Su propia experiencia profesional hizo que fuera natu­

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ral en él proceder así. Aunque rara vez se refiere al caso explíci­tamente, su contacto más íntimo con el aspecto práctico de la política se dio en el terreno de la administración colonial. Al igual que su padre, había sido funcionario de carrera· de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Debido a la importancia de su cargo administratIvo, había desempeñado un papel de respon­sabilidad en el gobierno de la India, la porción más extensa e importante del imperio colonial británico. Sus ideas políticas no podían menos de verse ~luidas por esa experiencia; sin em­bargo, ésta lo colocó en una situación muy peculiar. Al igual que muchos otros liberales del siglo XIX, creía en la libertad y la democracia como valores humanos básicos, pero servía al mis. mo tiempo a un régimen colonial que ni era libre ni democrá. tico. Esta contradicción sólo podía ser resuelta aceptando el su­puesto de que los pueblos coloniales estaban demasÍado atrasa­dos como para poder manejar sus propios asuntos, y que la fun­ción de sus gobernantes europeos, como representantes de una civilización más avanzap,a, consistía en darles la educación que necesitaban antes de que pudiesen asumir las responsabilidades de un gobierno propio. Los administradores coloniales, por lo tanto, se hallaban familiarizados con la idea de ejercer el tute­laje a través de una minoría especialmente calificada para pre­parar el camino al gobierno por la mayoría. El ensayo de MilI Sobre el gobierno representativo refleja esta línea de pensa­miento.

U na de las· características más notables de esta obra es su pian para la gradual extensión del derecho al voto, El método en sí y las razones invocadas para justificarlo son precisamente 105 mismos que aducían sistemáticamente las . administraciones coloniales británicas cuando iniciaron la tarea de adjudicar res. ponsabilidades de gobierno a los nativos. No se puede confiar eu que· personas sin preparación -'-tal era el argumento- puedan votar sensatamente en elecciones nacionales·, Las necesidades de la nación en conjunto son demasiado complejas como para que puedan ser comprendidas en·seguida. Los gobiernos locales, en cambio, están investidos de menos poderes y administran cues-

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tiones más. sencillas. En el proceso de educación de un electora­do masivo, por lo tanto, el procedimiento más adecuado es co­menzar por permitir que la gente vote sobre cuestiones locales únicamente. Bajo condiciones fijadas por las autoridades nacio­nales, y con la ayuda y asesoramiento de funcionarios nacionales, podrá confiarse a los habitantes de una localidad determinada la administración del gobierno local. Gracias a la experiencia prác­tica irán gradualmente en aumento su pericia y sensatez. Su cre­cimiento en materia· de capacidad política hallará su compen­sación en concesiones de poder progresivamente más importan­tes. Si todo marcha bien, serán admitidos finalmente en el elec­torado nacional como ciudadanos plenamente calificados. MilI recomendaba este procedimiento .no solamente para los pobla­dores de las colonias, sino para todos aquellos que esperan alcan­zar la meta del gobierno democrático.

- Las virtudes del gobierno representativo

Con todo, Mill temía que aun en las mejores condiciones los electorados masivos nunca llegarían realmente a merecer plena fe. Su verdadera . esperanza para el futuro residía en el hecho d~ que la única forma posible de democracia moderna es el gobierno representativo. A diferencia de los ciudadanos de las antiguas ciudades-estado, que diligenciaban los asuntos públicos en asambleas masivas, los electorados modernos actúan indirec­tamente, a través de representantes elegidos por ellos. Estos re­presentantes se hallan comúnmente por encima del promedio en capacidad, y experiencia, y se prestan mucho más que las masas a la persuasión racional. Según MilI, la calidad de las asambleas representativas sería aún más elevada si las minorías ilustradas pudiesen combinar sus votos dentro de un sistema de represen­tación proporcional. De todos modos, existía la probabilidad de que la élite intelectual pesara más entre los representantes del pueblo que lo que podría pesar entre el. pueblo mismo. Mill abo­gaba así por el gobierno representativo, con todas sus limitaciones,

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como el mejor medio posible gracias al cual podría lograrse la meta de una sociedad verdaderamente libre.

Comparados con la posición de los primeros utilitaristas, los escritos de Mill marcan un cambio decisivo en la corriente del pensamiento liberal. El cambio no era una cuestión de contenido SIDO más bien de método. Las libertades caras a MilI eran esen­cialmente las mismas que las de sus predecesores. Aunque sus puntos de vista en materia económica, tal como los expone en sus Principios de Economía Política, haCían algunas pequeñas concesiones, especialmente en las últimas ediciones, a la neceo! sidad de la intervención del Estado, su culto del mercado libre ocupaba el centro de la tradición de los economistas clásicos. Por su insistencia en las libertades personales MilI fue, si cabe,

aún más libertario que los liberales de la primera época. Lo que lo singularizó fue su concepción de la naturaleza y de las limita", ciones de los medios políticos disponibles para lograr los obje­tivos liberales. Para él, el liberalismo ha perdido ya su carácter ideológico. Lejos de ofrecer una solución rápida y total a 1051

problemas de la existencia humana, es un objetivo distante que sólo podrá realizarse, y luego defenderse, a través del esfuerzo incesante. La minoría que lo propicia no puede esperar gran-o jearse fácilmente la aceptación popular. Para que se convierta en realidad, deberá contentarse con avanzar paso a paso a través de un proceso constante de negociación parlamentaria. El libe­ralismo del siglo xx, con sus interminables compromisos y adaptaciones a puntos de vista antagónicos, se halla claramente implícito en la revisión que Mill hace de la posición liberal.

CATOLICISMO POLíTICO

Más sorprendente aún que la evolución del liberalismo moderno fue el cambio que sobrevino en las actitudes políticas de la Igle­sia Católica a lo largo de todo el siglo pasado. Después de la Primera Guerra Mundial los partidos católicos colaboraron frecuentemente con liberales y socialistas en apoyo de las demo­cracias constitucionales. Cien años atrás tal experiencia hubiera sido imposible de imaginar. En 1818 la Iglesia Católica se halla­ba totalmente identificada con la reacción conservadora. La Re­volución Francesa era un anatema, y el liberalismo, la más peli­grosa de las herejías. Se esperaba de los buenos católicos que trabajaran y oraran por los monarcas absolutos cuyos poderes habían sido restaurados recientemente. Desde la Santa Alianza hasta la coalición de Weimar, el trayecto fue largo y peligroso.

La alianza católico-conservadora

Resulta bastante fácil comprender por qué los católicos co­menzaron aliándose con los conservadores. Durante siglos la Igle­sia había sido parte integrante del orden político establecido. La Revolución Francesa había menoscabado seriamente su antigua riqueza y posición. Los primeros liberales, por lo común, eran

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