El Tatuador - Junichiro Tanizaki

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Texto completo de "Shisei (El tatuador / 1910)":

Era aquella una poca en la que los hombres rendan culto a la noble virtud de la frivolidad, en la que la vida no era la spera lucha que es hoy. Eran tiempos de ocio, tiempos en que los ingeniosos profesionales podan ganarse la vida sobradamente si conservaban radiante el buen humor de los caballeros ricos o bien nacidos y si cuidaban de que la risa de las damas de la Corte y de las gheisas no se extinguiese nunca. En las novelas romnticas, ilustradas, de la poca, en el teatro Kabuki, donde los rudo hroes masculinos como Sadakuro y Jiraiya eran transformados en mujeres, en todas partes, la hermosura y la fuerza eran una sola cosa. Las gentes hacan cuanto podan por embellecerse y algunos llegaban a inyectarse pigmentos en su preciosa piel. En el cuerpo de los hombres bailaban alegres dibujos de lneas y colores.

Los visitantes de los barrios de placer de Edo preferan alquilar portadores de palanqun que estuviesen tatuados esplndidamente. Entre los que se adornaban de este modo no slo se contaban jugadores, bomberos y gente semejante sino miembros de la clase mercantil y hasta samuris. De vez en cuando se celebraban exposiciones y los participantes se desnudaban para mostrar sus afiligranados cuerpos, se los palmoteaban orgullosamente, presuman de la novedad de sus dibujos y criticaban los mritos de los ajenos.

Hubo un joven tatuador excepcionalmente hbil llamado Seikichi. En todas partes se le elogiaba como a un maestro de la talla de Caribun o Yatsuhei y docenas de hombre le haban ofrecido su piel como seda para sus pinceles. Gran parte de las obras que se admiraban en las exposiciones de tatuajes eran suyas. Haba quienes podan destacarse ms en el sombreado o en el uso de cinabrio, pero Seikichi era famoso por el vigor sin igual y el encanto sensual de su arte.

Seikichi se haba ganado anteriormente el pan como pintor ukiyoke de la escuela de Tokoyuni y Kunisada y a pesar de haber descendido a la condicin de tatuador, su pasado era visible en su conciencia artstica y su

sensibilidad. Nadie cuya piel o cuyo aspecto fsico no fuese de su agrado lograba comprar sus servicios. Los clientes que aceptaban tenan que dejar coste y diseo enteramente a su discrecin y haban de sufrir durante un mes o incluso dos, el dolor atroz de sus agujas.

En lo profundo de su corazn, el joven tatuador ocultaba un placer y un secreto deseo. Su placer resida en la agona que sentan los hombres al irles introduciendo las agujas, torturando sus carnes hinchadas, rojas de sangre: y cuanto ms alto se quejaban ms agudo era el extrao deleite de Seikichi. El sombreado y el abermejado, que se dice que son particularmente dolorosos, eran las tcnicas con las que ms disfrutaba.

Cuando un hombre haba sido punzado quinientas o seiscientas veces, en el transcurso de un tratamiento diario normal, y haba sido sumergido en un bao caliente para hacer brotar los colores, se desplomaba medio muerto a los pies de Seikichi. Pero Seikichi bajaba su mirada hacia l, framente. "Parece que duele", observaba con aire satisfecho.

Siempre que un individuo flojo aullaba de dolor o apretaba los dientes o torca la boca como si estuviese murindose, Seikichi le deca: "No sea usted nio. Contngase usted: no ha hecho ms que empezar a sentir mis agujas!" Y continuaba tatundole, tan imperturbable como siempre, mirando de vez en cuando, de reojo, el rostro baado en lgrimas del cliente.

Pero a veces, una persona de excepcional fortaleza encajaba las mandbulas y aguantaba estoicamente sin permitirse ni un gesto. Entonces, Seikichi se sonrea y deca: "Ah, es usted hombre porfiado! Pero esprese. Pronto le empezar a temblar el cuerpo de dolor. Dudo que sea capaz de soportarlo"

Durante mucho tiempo, Seikichi acarici el deseo de crear una obra maestra en la piel de una mujer hermosa. Semejante mujer habra de reunir tantas perfecciones de carcter como fsicas. Un rostro encantador y un hermoso cuerpo no le habran satisfecho. Aunque inspeccionaba cuantas bellezas

reinaban en los alegres barrios de Edo, no encontr ninguna que satisficiese sus exigentes pretensiones. Transcurrieron varios aos sin encontrarla y el rostro y la figura de la mujer perfecta continuaban obsesionndole. Pero no quiso perder la esperanza.

Una tarde de verano, durante el cuarto ao de bsqueda, sucedi que Seikichi, al pasar por el restaurante Hirasei, en el distrito Fukagawa de Edo, no lejos de su casa, vio un pie desnudo de mujer, blanco como la leche, asomando por entre las cortinas de un palanqun que estaba partiendo. Para su experta mirada, un pie humano era tan expresivo como un rostro. Aqul era el colmo de la perfeccin. Dedos exquisitamente cincelados, uas como las iridiscentes conchas del acantilado de Enoshima, baada en las lmpidas aguas de un manantial de montaa, se trataba, en fin, de un pie digno de ser nutrido por la sangre de los hombres, de un pie hecho para pisotear sus cuerpos. Seguramente, aqul era el pie de la nica mujer que durante tanto tiempo se le haba ocultado. Ansioso por vislumbrar su cara, Seikichi empez a seguir al palanqun. Pero, tras perseguirlo por callejuelas y avenidas, lo perdi por completo de vista.

El deseo de Seikichi, durante tanto tiempo contenido, se convirti en amor apasionado. Una maana, ya muy entrada la primavera siguiente, se encontraba en el balcn, adornado por los bambes floridos, de su casa de Fukagawa contemplando una maceta de lirios omoto, cuando oy a alguien junto a la puerta de su jardn. Por la esquina del seto interior apareci una muchacha. Le llevaba un recado de una amiga suya, geisha del cercano barrio de Tatsumi.

- Mi ama me ha dicho que le entregue esta capa y dice que si tendra la amabilidad de decorar el forro - dijo la muchacha. Desat un paquete de ropa color azafrn y saco una capa de seda, de mujer (envuelta en un pliego de papel grueso en el que estaba impreso un retrato del actor Tojako), y una carta.

La carta repeta su amistosa peticin y continuaba diciendo que su portadora empezara pronto la carrera de geisha bajo su proteccin.

Esperaba que, sin echar en olvido los viejos vnculos, extendiese su proteccin a esta muchacha.

- Creo que es la primera vez que le veo - dijo Seikichi escrutndola con insistencia. Pareca no tener ms de quince o diecisis aos, pero su rostro mostraba una belleza extraamente madura, un aspecto de experiencia, como si ya hubiese pasado varios aos en el alegre barrio y hubiese fascinado a incontables hombres. Su belleza reflejaba los sueos de generaciones de hombres y mujeres seductores que haban vivido y muerto en la vasta capital donde estaban concentrados los pecados y las riquezas de todo el pas.

Seikichi le ofreci asiento en el balcn y estudi sus delicados pies, desnudos salvo unas elegantes sandalias de paja.

- Tu saliste del palanqun del Hirasei una noche de julio pasado, no es cierto? - le pregunt.

- Supongo que s - contest ella, sonriendo ante la extraa pregunta -. Mi padre viva todava y me llevaba con frecuencia all.

- Te he estado esperando durante cinco aos. Es la primera vez que te veo la cara, pero recuerdo tu pie Acrcate un momento, tengo que ensearte una cosa.

Ella se haba puesto en pie para irse, pero la cogi de la mano y la condujo arriba, al estudio que daba a la orilla del ro. Entonces sac dos kakemonos y desenroll uno ante ella.

Era una pintura de una princesa china, la favorita del cruel Emperador Chu de la dinasta Shang. Estaba apoyada en una balaustrada, en postura lnguida, la larga falda de su vestido de brocado floreado caa hasta la mitad de un tramo de escalones, su esbelto cuerpo soportaba con dificultad el peso de una corona de oro tachonado de coral y lapislzuli. Llevaba en la mano derecha una ancha copa de vino que inclinaba hacia los labios mientras contemplaba a un hombre que era conducido a la tortura en el jardn de abajo. Tena las manos y los pies encadenados a un pilar hueco de cobre en cuyo interior iban a echar un fuego. La princesa y su vctima, la cabeza inclinada ante ella, los ojos cerrados, dispuestos a aceptar su destino, estaban representados con terrorfica verosimilitud.

Mientras la muchacha contemplaba la extraa pintura, sus labios temblaron y los ojos empezaron a chispearle. Poco a poco su faz fue adquiriendo una curiosa semejanza con la de la princesa. En la pintura, descubri su yo secreto.

- Tus propios sentimientos estn revelados aqu - le dijo Seikichi, complacido, mientras la miraba al rostro.

- Por qu me muestras una cosa tan horrible? - pregunt la muchacha, mirndole. Se haba puesto plida.

- La mujer eres t. Su sangre corre por tus venas. Despus, extendi el otro kakemono.

Era ste una pintura titulada "Las Vctimas". En medio de ella, una joven estaba en pie apoyada al tronco de un cerezo: Gozaba contemplando un montn de cadveres de hombres que yacan a sus pies. Unos pajarillos trinaban sobre ella, cantando triunfalmente. Sus ojos irradiaban orgullo y gozo. Era un campo de batalla o un jardn de primavera? En este cuadro, la muchacha sinti haber encontrado algo escondido durante mucho tiempo en las tinieblas de su propio corazn.

- Esta pintura muestra tu futuro - dijo Seikichi, apuntando a la mujer que haba bajo el cerezo, la propia imagen de la muchacha -. Todos estos hombres arruinarn sus vidas por ti.

- Por favor, te suplico que te lleves esto! - Se volvi de espaldas como para escapar a su tantlico hechizo y temblando, se postr ante l. Finalmente, continu diciendo: - S, admito que no te equivocas conmigo: yo soy como esa mujer As que, llvate eso, por favor.

- No hables como una cobarde - le dijo Seikichi, con sonrisa maliciosa -. Mralo ms cerca. No durarn mucho tus escrpulos.

Pero la muchacha se negaba a levantar la cabeza. Todava postrada, con el rostro entre las mangas, repeta una y otra vez que estaba asustada y quera marcharse.

- No, tienes que quedarte, quiero convertirte en una verdadera belleza - le dijo, acercndose a ella. Llevaba bajo el kimono un frasquito de anestsico que haba conseguido algn tiempo antes de un mdico holands.

El sol de la maana brillaba sobre el ro, enjoyando, el estudio de ocho alfombras con su ardiente luz. Los rayos reflejados por el agua dibujaban temblorosas olas doradas sobre las mamparas corredizas de papel y sobre el rostro de la muchacha, que estaba profundamente dormida. Seikichi haba cerrado las puertas y sacado sus instrumentos de tatuaje, pero durante un rato se limit a sentarse, arrobado, saboreando hasta la saciedad su misteriosa belleza. Pensaba que jams se cansara de contemplar su sereno rostro semejante a una mscara. Precisamente como los antiguos egipcios haban embellecido sus magnficos campos con pirmides y esfinges, iba l a embellecer la impoluta piel de la muchacha.

En este momento, levant el pincel que apretaba entre el pulgar y los dos dedos siguientes de la mano izquierda, aplic su extremo en la espalda de la muchacha y, con la aguja que llevaba en la mano derecha, empez a grabar un dibujo. Sinti que su propio espritu se disolva en la tinta negra de polvo de carbn con que le manchaba la piel. Cada gota de cinabrio Ryukyu con que iba mezclando el alcohol y atravesndola era una gota de su propia sangre. Vea en sus pigmentos los matices de sus propias pasiones.

Pronto lleg la tarde y luego, el tranquilo da primaveral avanz hacia su fin. Pero Seikichi no se detuvo en su trabajo, ni se interrumpi el sueo de la muchacha. Cuando un criado lleg de casa de la geisha preguntando por ella, Seikichi lo despach dicindole que haca tiempo que se haba ido. Y horas ms tarde, cuando la luna colgaba sobre la mansin del otro lado del ro, baando las casas de la orilla en una luz de ensueo, el tatuaje no estaba ni a medio hacer. Seikichi trabajaba a la luz de una vela.

Ni siquiera introducir una gota de colorante era un trabajo fcil. A cada pinchazo de la aguja, Seikichi daba un profundo suspiro y senta como si se hubiese atravesado su propio corazn. Poco a poco, las marcas del tatuaje empezaron a adquirir la forma de una gigantesca araa hembra y cuando el cielo nocturno empalideca con la luz del alba, esta horripilante y malvola criatura haba estirado sus ocho patas para abrazar por completo la espalda de la muchacha.

A plena luz del alba primaveral, las barcas haban empezado a bogar por el ro, de arriba abajo, con los remos restallando en la quieta maana, los tejados brillaban al sol y la neblina comenzaba a adelgazar sobre las blancas velas que se hinchaban con la brisa maanera. Por fin, Seikichi, dej el pincel y contempl la araa tatuada. Esta obra de arte haba sido el supremo esfuerzo de su vida. Ahora, cuando la hubo acabado, su corazn estaba atravesado de emocin.

Las dos figuras permanecieron quietas durante algn tiempo. Luego, las paredes de la habitacin devolvieron el eco tembloroso de la voz baja y bronca de Seikichi:

- Para hacerte verdaderamente hermosa he vertido mi espritu en este tatuaje. No existe hoy una mujer en el Japn que se pueda compara contigo. Tus viejos temores han desaparecido. Todos los hombres sern tus vctimas.

Como respuesta a estas palabras, un dbil gemido escap de los labios de la muchacha. Lentamente, empez a recobrar los sentidos. A cada estremecida inspiracin, las patas de la araa se agitaban como si estuviera viva.

- Tienes que sufrir. La araa te tiene entre sus garras.

Como respuesta, abri ella los ojos levemente, con una mirada vaca... La mirada se le fue avivando progresivamente, como la luna va encendindose por la tarde, hasta lucir esplendorosamente en su faz.

- Djame ver el tatuaje - dijo, hablando como en sueos, pero con un dejo de autoridad en la voz -. Al darme tu espritu, has tenido que hacerme muy bella.

- Antes tienes que baarte para que aparezcan los colores - susurr Seikichi compasivamente -. Me temo que va a dolerte, pero s valiente otro poco.

- Puedo soportar cualquier cosa por la belleza.

A pesar del dolor que le recorra el cuerpo, sonri.

- Cmo pica el agua! Djame sola espera en la otra habitacin! No me gusta que un hombre me vea sufrir as.

Al salir de la tina, demasiado dbil para poder secarse, la muchacha ech a un lado la compasiva mano que Seikichi le ofreca y se dejo caer al suelo en una agona, quejndose como presa de una pesadilla. El despeinado cabello le colgaba sobre el rostro en salvaje maraa. Las blancas plantas de sus pies se reflejaban en el espejo que haba detrs de ella.

Seikichi estaba asombrado del cambio que haba sobrevenido a la tmida y sumisa muchacha del da anterior, pero hizo lo que le haba dicho y se fue a esperar en el estudio. Alrededor de una hora despus volvi, cuidadosamente vestida, con el empapado y alisado cabello cayndole por los hombros. Apoyndose en la barandilla del balcn, mir al cielo levemente brumoso. Le brillaban los ojos, no haba en ellos ni una huella de dolor.

- Me gustara ofrecerte tambin estas pinturas - dijo Seikichi, colocando ante ella los kakemonos -. Cgelas y vete.

- Todos mis antiguos temores se han desvanecido y t eres mi primera vctima! - Le lanz una mirada tan brillante como una espada. Una cancin de triunfo sonaba en sus odos.

- Djame ver de nuevo tu tatuaje - suplic Seikichi.

Silenciosamente, la muchacha asinti y dej resbalar el kimono de sus hombros. Precisamente entonces su espalda, esplendorosamente tatuada, recibi un rayo de sol y la araa se coron en llamas.