El Terror de Caer en k

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U.C.V. Escuela de Letras. Semestre 1-2014. Prof. Erika Roosen. Poesía y poetas, “Dioses profundos”, la poesía de Eugenio Montejo Eugenio Montejo, “El terror de caer en K” Confieso mis temores ante la letra K. es la duodécima de nuestro alfabeto, la novena consonante, quizás la menos eficaz pero la más peligrosa. Los diccionarios voluminosos no le consagran más de tres páginas, casi todas apretujadas de palabras exóticas, impronunciables, accesorias. Podría eliminarse y confiar a la C dura, que ha heredado todo el esfuerzo de la Kappa griega, su antiguo trabajo. Podría culpársele de amparar el mayor número de neologismos y vocablos atragantados. Sin embargo, su casi inutilidad no mengua un ápice el enigmático respeto con que siempre domina. Porque habla menos que sus hermanas, y siempre en lengua extraña, está más llena de silencio y resulta más significante la K. Disimula sus poderes una geometría de líneas rectas, que integran la vertical y dos oblicuas, interceptadas por encima de su altura media. Reconozcamos su belleza angular, tan atractiva como la A o la Z. Más que éstas, parece acumular una suma máxima de tensiones. Su reposo está cargado de fuerza, no difiere del arco, y con la perfección acoplada de una saeta. Mis temores, sin embargo, proceden de su identificación antropoforma. La K semeja, con una precisión sutil, las extremidades de un hombre en marcha. Es un hombre que siempre camina, no sé hacia dónde ni por qué, con la erosión esquelética de una escultura de Giacometti. Sus huesos han tomado el grosor de sus cuerpos validos de una liviandad metálica. La K soporta, por eso, grandes marchas. Pero es una marcha desolada, por landas cenicientas, baldías y no sabría tampoco por qué, antaño pobladas, florecientes. La K recorre esa extensión en silencio, interfiere en un volumen escaso de palabras, no se la comprende ni espera ser comprendida. Padece un exilio superior al de la X o la Y. Si se la observa, se sabe que desdeña la locuacidad de la M, el torpe tableteo de la T. La K tal vez por esto no se detiene. Medita quizás el viejo aforismo taoísta: “el que sabe, no habla; el que habla, no sabe”. La K esgrime su altivez para ocultar su desamparo. Y su desamparo cae en evidencia. Nuestro temor no impide una tácita conmiseración. La K no representa peligro en ella misma; sabemos que el arco por sí solo no se dispara. Los peligros están fuera y la rodean; por eso la evitamos y sentimos terror en su presencia. Es el terror de caer en K. Porque K, desde cierto tiempo, no es en Occidente una simple letra, la convención gráfica de un componente de significados; es, más bien, un significante, una zona maldita, azarosa, amenazadora: K. veamos por qué. “Seguramente se había calumniado a K –dice la primera línea de El proceso– pues, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”. Tan breves frases, tan simples como absurdas, proponen menos un juego a la imaginación que una evidente alusión de extremado peligro. Pasamos las páginas para seguir una extraña mitología de la culpa que, a través de un engranaje perfectamente montado, concluye con la eliminación, sin razones reales o aparentes, de K. El condenado es muerto en manos de un verdugo oportuno con un puñal, que bien pudo ser una kama, “puñal circasiano de hoja muy ancha”, o un kangiar, “puñal grande, a modo de machete”, o un keblán, “especie de puñal corto javanés”. (Citas del Larousse.) La suposición puede suplir la identificación del arma, aunque no el sitio en donde fue enterrada –el corazón– , ni la frase final del condenado: “como un perro, dijo, y era como si la vergüenza debiera sobrevivirle”. Kafka dibujó una situación de condena sin causa, de ejecutoria sin palmos de lógica. K se había atado a un deber ser cotidianamente normal, incapaz de quebrantarle su integridad de juris. ¿Qué hizo K para caer en K? A esa pregunta Kafka no responde, y es de creer que escribe su libro para averiguarlo, ya

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Eugenio Montejo ensaya en torna a Franz Kafka y lo que su obra significó para occidente.

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  • U.C.V. Escuela de Letras. Semestre 1-2014. Prof. Erika Roosen. Poesa y poetas, Dioses profundos, la poesa de Eugenio Montejo

    Eugenio Montejo, El terror de caer en K

    Confieso mis temores ante la letra K. es la duodcima de nuestro alfabeto, la novena consonante,

    quizs la menos eficaz pero la ms peligrosa. Los diccionarios voluminosos no le consagran ms de tres

    pginas, casi todas apretujadas de palabras exticas, impronunciables, accesorias. Podra eliminarse y

    confiar a la C dura, que ha heredado todo el esfuerzo de la Kappa griega, su antiguo trabajo. Podra

    culprsele de amparar el mayor nmero de neologismos y vocablos atragantados. Sin embargo, su casi

    inutilidad no mengua un pice el enigmtico respeto con que siempre domina. Porque habla menos que

    sus hermanas, y siempre en lengua extraa, est ms llena de silencio y resulta ms significante la K.

    Disimula sus poderes una geometra de lneas rectas, que integran la vertical y dos oblicuas,

    interceptadas por encima de su altura media. Reconozcamos su belleza angular, tan atractiva como la A o

    la Z. Ms que stas, parece acumular una suma mxima de tensiones. Su reposo est cargado de fuerza, no

    difiere del arco, y con la perfeccin acoplada de una saeta. Mis temores, sin embargo, proceden de su

    identificacin antropoforma. La K semeja, con una precisin sutil, las extremidades de un hombre en

    marcha. Es un hombre que siempre camina, no s hacia dnde ni por qu, con la erosin esqueltica de

    una escultura de Giacometti. Sus huesos han tomado el grosor de sus cuerpos validos de una liviandad

    metlica. La K soporta, por eso, grandes marchas. Pero es una marcha desolada, por landas cenicientas,

    baldas y no sabra tampoco por qu, antao pobladas, florecientes. La K recorre esa extensin en

    silencio, interfiere en un volumen escaso de palabras, no se la comprende ni espera ser comprendida.

    Padece un exilio superior al de la X o la Y. Si se la observa, se sabe que desdea la locuacidad de la M, el

    torpe tableteo de la T. La K tal vez por esto no se detiene. Medita quizs el viejo aforismo taosta: el que

    sabe, no habla; el que habla, no sabe.

    La K esgrime su altivez para ocultar su desamparo. Y su desamparo cae en evidencia. Nuestro

    temor no impide una tcita conmiseracin. La K no representa peligro en ella misma; sabemos que el arco

    por s solo no se dispara. Los peligros estn fuera y la rodean; por eso la evitamos y sentimos terror en su

    presencia. Es el terror de caer en K. Porque K, desde cierto tiempo, no es en Occidente una simple letra, la

    convencin grfica de un componente de significados; es, ms bien, un significante, una zona maldita,

    azarosa, amenazadora: K. veamos por qu.

    Seguramente se haba calumniado a K dice la primera lnea de El proceso pues, sin haber hecho

    nada malo, fue detenido una maana. Tan breves frases, tan simples como absurdas, proponen menos un

    juego a la imaginacin que una evidente alusin de extremado peligro. Pasamos las pginas para seguir

    una extraa mitologa de la culpa que, a travs de un engranaje perfectamente montado, concluye con la

    eliminacin, sin razones reales o aparentes, de K. El condenado es muerto en manos de un verdugo

    oportuno con un pual, que bien pudo ser una kama, pual circasiano de hoja muy ancha, o un kangiar,

    pual grande, a modo de machete, o un kebln, especie de pual corto javans. (Citas del Larousse.) La

    suposicin puede suplir la identificacin del arma, aunque no el sitio en donde fue enterrada el corazn

    , ni la frase final del condenado: como un perro, dijo, y era como si la vergenza debiera sobrevivirle.

    Kafka dibuj una situacin de condena sin causa, de ejecutoria sin palmos de lgica. K se haba

    atado a un deber ser cotidianamente normal, incapaz de quebrantarle su integridad de juris. Qu hizo K

    para caer en K? A esa pregunta Kafka no responde, y es de creer que escribe su libro para averiguarlo, ya

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    que, segn se sabe, no para publicarlo. Era Kafka el mismo K, como se ha insinuado? Kafka tema llegar a

    ser el propio K, como cada uno de nosotros ciertamente lo teme hoy en cualquier punto de la tierra. De

    nada vale la objecin de Marta Robert de que Kafka, al publicar su obra, hubiese dado un nombre al

    personaje. Porque ese nombre no existe ni a estas alturas es dable reemplazarlo, de modo simblico toda

    funesta hora de inculpacin absurda en nuestro tiempo es fatalmente la hora de K.

    La condicin de K se presenta, de comn, montada sobre tres elementos: dos en relacin directa y

    uno, el inculpado, sin conexin lgica y, por ello, factor de cuasi comicidad en la novela, y de angustia y

    temor en la vida real. Basta que, por un simple azar, encarnemos ese tercer elemento para que hayamos

    cado en territorio de K y ya nadie pueda salvarnos. En El proceso, tal condicin se articula as: la sociedad

    (primer elemento) y el siempre inaccesible tribunal (segundo elemento), atrapan a K. La novela gana su

    fuerza de la ausencia de causalidad posible entre la vctima y el sumario. Aos despus, el esquema, ya no

    novelado sino pavorosamente real, se presenta para el pueblo judo. Los campos de concentracin

    exterminan a millones de seres en la inocente condicin de K.

    Vemos que en El proceso el exterminio pudo ser lento, tramado, postergado y, en cierto modo, en

    Auschwitz lo fue. Pero tambin puede ser sbito, atronador, fulminante: la maana del seis de agosto de

    1945, en Hiroshima y, das despus en Nagasaki, ciento cincuenta mil hombres sucumbieron bajo la

    atmsfera pestilencial de K.

    La condicin de K la esquematiza una total inocencia ante el ajusticiamiento, la indefensin del

    condenado, el azar de la circunstancia y el estupor con que el hombre constata la fragilidad de los valores

    morales, los nicos a partir de los cuales es posible la vida.

    La fatalidad de K repite a diario su aleatorio percance. Hace poco el conde Karl von Spreti,

    Embajador alemn en Guatemala, pereci en la arcnida zona de K. Ajeno a una situacin que se sirve de

    su vida como objeto, padece la estupidez de un azar que lo conecta con una pugnacidad de la cual es

    totalmente ajeno. Desde estos umbrales temerosos debe ser reledo El proceso. Puede, incluso, inventarse

    un nombre judo o japons o alemn: la condicin de K posee en todas partes la misma identidad cruel,

    amenazante.

    No ha de confundirse con el riesgo moral o espiritual del hroe que desafa, por un sistema de

    creencias, el mecanismo inquisidor de su poca, aunque su martirologio se torne igualmente brutal

    (Scrates, Cristo, Galileo): es la pura inocencia atada a una mutilacin sin causa.

    As puedo explicarme el temor que por instantes asocio a la letra K. Creo mirarla cruzar en su

    mutismo la calle donde vivo. Tiene el aire lamentoso de un soplo de flauta fnebre. En sus huesos, palpo

    la corrosin atmica que Giacometti transmutaba a sus bronces. La saludo desde lejos y hago cuanto

    puedo por esquivarla. No es una letra, sino una condicin, un espectro.

    1970